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Editorial...……………………………………………………………………….…………………2
Relato: “Say hello to the angels” por Maximiliano Guzmán……………...6
Relato: “Mena humana” por José Ángel Conde...……………………………..10
Reseña: Cuarenta años de ‘Possession’ por Grargko………………………...17
Relato: “Lepidóptera” por Poldark Mego………………………………………....20
Relato: “Papá” por Fraterno Dracon Saccis…………………………………..….26
Relato: “Lavinia” por Patricio Alfonso…..…………………….…………………..32
Relato: “Demencia” por Connie Tapia Monroy………………………………..34
Poema: “Los emisarios del Club del Gore” por Grargko….……..…..…...37
Relato: “Angelitos con dientes” por Lou W. Morrison………………...…..39
Relato: “Sanctusfilia” por Pablo Espinoza Bardi………..……………………..42
Relato: “Si te duele, avísame” por Carlos Enrique Saldívar..…………….48
Poema: “Restaurante 213” por Fraterno Dracon Saccis………..…………..58
Relato: “La carne era esto” por José Ángel Conde…………………………....59
Relato: “Vituallas” por Patricio Alfonso…………………………………………...66
Relato: “Guárdatelo para después del cumpleaños” por Lou W. Morrison…....67
Relato: “Proyección (o prepare yourself for the shock of a life time!!!)” por
Pablo Espinoza Bardi………………………………………………..…………………………...71
Relato: “Los ojos del pozo” por Fraterno Dracon Saccis…………………..72
Poema: “Necrofilia” por Grargko……………………………………………………...82
Algo más que podría ser de su interés...…………………….…………………….83
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SAY HELLO TO THE ANGELS
Desnudos y felices. Con las rodillas sangrando y el sol primaveral sobre nues-
tras cabezas gateamos hacía El Redentor. Oramos en nombre de Dios. – Porque
solo Dios existe – y nos debemos en sacrificio. Siervos del Señor, devotos del
Dolor. Gateamos por la cumbre sintiendo las espinas y las piedras. – Felices los
mártires – exclama Papá, acompañando Maestro Aquar en su caminata proféti-
ca.
Durante años creí que Dios era un misterio. En la comunidad aprendo ca-
da día después del rezo que no, que Dios es mortal y sus milagros son concep-
ciones de la Carne. Dios es sustantivo y Mariana que chilla de cansancio. Su
madre evitando ponerse de pie la arrastra hacía ella y a puñetazos la devuelve a
la fila. Mariana llora, pero continúa. Su cuerpito es glorioso, pero le pertenece
al maestro. Todos pertenecemos Maestro, siempre y cuando él lo requiera.
Si no fuera por él estaríamos en el infierno.
Mamá cree que ya estamos en el infierno.
—Tenemos que salir de acá —me dijo una noche antes de acostarnos. Oja-
lá hubiese podido contestarle algo más que un bostezo.
Papá es el mejor ayudante del Maestro. Además de secretario personal es
también quien decide los sacrificios en los días establecidos. No hay nombres
para nuestra religión ni nombre para nuestro pueblo. Somos los habitantes de
Dios. Habitamos en Dios.
—Él es la tierra, nosotros su abono. Él es el Elemento, nosotros su pasión.
Él es…
Mariana vuelve a chillar. A los gritos le dice a su madre que no aguanta un se-
gundo más. La caravana no se detiene, pero Mariana pasa a los brazos de Papá.
Su madre cabizbaja entiende que le llegó la hora.
Mariana es un cuenco cerrado, un diamante rebelde que encantada se con-
vierte en suvenir y futuro.
Arrastrándola desde los pies, Papá reza por la proximidad del Sacrificio.
—Perdónalo—me dice mamá acercándose.
No hay nada ni a nadie a quien perdonar. Dios nos espera camino al Re-
dentor.
RELATO: Say hello to the angels - Maximiliano Guzmán
Para Mariana será una tarde gloriosa. Una tarde que recordará y recordare-
mos.
Ojalá pudiera desobedecer. Aquar sabe perfectamente que los rebeldes son
seres especiales, seres a quienes hay que descubrir. Y es Dios quien los descu-
bre, quien los transforma.
Ganar o perder las alas. Alas que transforman los cuerpos y brillan en las
espaldas más afortunadas. Siempre de rodillas yendo ciegos al cielo. Un cielo
que se encuentra en nuestro encuentro.
Hubo un tiempo donde los Rebeldes escapaban. Aquar con sus ayudantes
y feligreses iniciaban la cacería. Ya nadie quiere escapar. El pueblo fue amura-
llado por los vecinos. Quienes entran ya no salen. Nadie escapa y todos servi-
mos a Dios.
Mariana llora.
Un rezo en lenguas muertas mientras Aquar incita a la niña a engullir su
miembro erecto.
Mariana abre la boca y lo traga.
—Vamos —repite mamá y sé que es inútil. Los caminos del señor son sa-
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RELATO: Say hello to the angels - Maximiliano Guzmán
grados, me digo y pienso en que mamá es quien no comprende la situación. No
se da cuenta lo que somos.
Mariana escupe y Dios aplaude.
Papá la coloca de espalda a Dios.
El Todopoderoso acaricia sus nalgas con su miembro, sus manos aprietan
los hombros de la niña, besa y magnifica las voluntades de su interior, pene-
trándola, desgarrándole el ano.
Mariana se agita y quiebra su mente para sobrevivir al embiste y atraer a
ella los poderes del Amor Eterno.
Con un cuchillo en cada mano comienzan a abrirla.
De su espalda brota un chorro de sangre que baña a Dios.
Ríen y festejan. Copiamos las muecas y reímos con mamá también
De la espalda, la piel negruzca y los huesos que sobresalen.
—Las alas —dice un hombre persignándose con la señal del SixPatronus.
Los demás Ángeles se hacen presentes en la ceremonia.
Alas negras y sangrantes. Alas del milagro, tan reales como el amargor en
nuestras bocas, como el perfume de la obra magna del Redentor.
Mariana se desmaya. Las alas tardan en figurarse, demorando la celebra-
ción.
Cortan a destajo.
Dios suda y lame la comisura de sus labios.
El sabor de la eternidad. Del milagro secreto.
Penetra fundiéndose en ella.
Mamá suspira, le duele no ser especial, le duele ser normal.
“Quiero conocer ese mundo de soles y tinieblas, de espantos y veneración”,
le dije alguna vez a Berenice. Ella cuelga ahora detrás de mí, ha perdido El
Reino.
Los Ángeles observan. Ellos que no conocen la muerte como los caídos,
ángeles sucios de pecado. Sus alas se abren de par en par y conversan en voz ba-
ja.
Las bestias rugen dentro de sus jaulas.
Pequeños fuegos brotan de sus fauces. Bestias que fueron hermanos, pri-
mos, tíos. Involuciones del amor de Dios.
—Hemos esperado semanas este instante, este descubrimiento —confiesa
un hombre mutilado de un brazo.
Los puñales desgarran el esternón y la niña en un silencio de sepulcro ago-
niza.
Papá excitado mete las manos en la profundidad de la espalda de Mariana.
—¡Dios bendiga! —exclaman en corolas señoras.
Mamá cierra los ojos.
Dios le grita a Aquar furioso. El Maestro ingresa acompañando a papá en la
búsqueda que lentamente nos desesperanza.
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RELATO: Say hello to the angels - Maximiliano Guzmán
—¡Tened Fe! —dice una mujercita Alada. Un prodigio de la comunidad.
—¿Y si se equivocaron? —. Todos me observan y Dios que decide en su sa-
biduría partir en dos a Mariana, dejando salir sus tripas, llenándose del calor de
un alma arrancada de su cuerpo. Ella no es un ángel.
Mamá intenta ocultarme. Tantos ojos hambrientos, tantas miradas de be-
lleza incalculable.
Papá señala a la irresponsable con la mirada enrojecida.
Y el ritual se repite.
Está vez soy yo.
Soy yo…
Y seré.
FIN
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MENA HUMANA
—Perdedor.
La cremallera del conjunto Armani subió para cerrar el cuerpo de Clara. El
repiqueteo firme de los tacones Prada escaleras arriba, hacia el parking del áti-
co, sellaron su ultimátum. Lohn no se levantó del sofá hasta que el sonido del
motor del Porsche se desvaneció. Para cuando se sirvió en el acristalado mini-
bar un vaso de su whiskey más caro, ya había comprendido que haría falta algo
más que comprarle una casa nueva de su ambicionado catálogo, u otra amplia-
ción de su kilométrico ropero, para que ella cambiara de opinión. La cuestión
no era el verse privado del sexo, su cuenta corriente se encargaría de eso. Lo que
Clara le había hecho entender es que las mujeres como ella lo que garantizaban
era una posición.
La familia Lohn nunca había pertenecido a una de esas dinastías europeas
de rancio abolengo, de la sangre que hacían fluir y derramar los herederos de
familias como los Fugger y los Rothschild desde tiempos medievales. Eran in-
dustriales de origen judío que habían conseguido medrar participando en el
doble juego del holocausto, durante el tiempo que duró la última guerra mun-
dial oficial, para finalmente establecer un patrimonio boyante y estable, cuando
empezaron a invertir en el sector informático. Su segunda y tercera generación,
la del propio Lohn, ya tuvo acceso a los mejores colegios y era parte activa en el
desarrollo de las multinacionales importantes, las que podían derrocar gobier-
nos no sólo en el ámbito del Tercer Mundo. Pero seguían siendo en realidad sus
empleados. Cierto que con un enorme capital y algo de prestigio, pero subalter-
nos al fin y al cabo. Seguía existiendo algo que les impedía codearse con las fa-
milias de brahmanes, entrar en sus mismos clubes y fraternidades, ser parte en
definitiva de la toma de las decisiones que se gestaban arriba. Para ello no bas-
taba con tener dinero. Y parte de ese bagaje era también el hecho de tener una
mujer con la que hacer algo más que follar y esnifar cocaína entre muebles de
diseño de última generación. Esa condición y otras que irían surgiendo en su
paisaje personal ya cercano a la treintena, le golpeaban ahora en la sien junto
con los nudillos del alcohol.
El engranaje mental de Lohn era otro de los patrimonios de explotación de
RELATO: Mena humana - José Ángel Conde
su familia. Su sello consistía en dejar mediar el mínimo tiempo posible entre la
toma de una decisión y su realización práctica. Esa actitud era la que le había
llevado a arriesgar la manutención al decidirse a centrar todos sus esfuerzos en
los nuevos campos de inversión de la robótica y la bioingeniería. La consecuen-
cia directa: su traslado al sudeste asiático con Clara y la negociación de pro-
puestas y patentes con la empresa NUOMO Ltd., el principal gigante del sector.
En menos de un año era uno de los asesores más jóvenes y mejor pagados de la
empresa… junto con el cerdo de Winston. Pasado ese tiempo el consorcio mul-
tinacional había decidido ascender a jefe de departamento al que presentara el
proyecto de desarrollo más innovador para la sede central de Yakarta. El cerdo
de Winston mantenía cara al público una estable relación con su novia de la
universidad, Tamara Eigental, que a su vez guardaba parentesco indirecto con
la rama suiza de la familia Hannover. Lohn había conseguido hackear el servi-
dor de Winston y espiar los diseños de su proyecto y lo cierto es que, de llegar a
aplicarse, podría no sólo poner patas arriba el futuro de las principales compa-
ñías tecnológicas, sino probablemente, contribuir también a un giro revolucio-
nario en el campo de la investigación. Habría jurado que podría haber cambia-
do por completo nuestra forma de relacionarnos con la tecnología y, por ende,
nuestra vida tal y como la conocemos en los albores del milenio. ¿Sería exagerar
decir que “habría hecho historia”? Las conservadoras propuestas de Lohn no
tenían ni de lejos tal alcance y se acercaba el día de la cita previa de toma de
contacto con el CEO, NagelRod, para la que el propio amo había interrumpido
expresamente la negociación de una decisiva campaña en Rusia. Consecuencia
directa: a Lohnno le había costado demasiado encontrar a un sarraceno al que
pagar para sabotear el airbag del Lamborghini del cerdo de Winston. Su afición
a conducir a medianoche bajo los efectos de las anfetaminas a través de la auto-
pista de circunvalación de Yakarta hizo el resto. Pero cualquier riesgo hubiera
merecido la pena por ver cómo su cuerpo descoyuntado conservaba una enor-
me similitud con esos característicos espasmos suyos que las drogas de su inte-
rior traducían en baile, en esos momentos de máximo apogeo en los clubes y
casas de prostitución de alto standing que frecuentaban juntos durante sus via-
jes comerciales. Eso y la cantidad de cristales que pueden desprenderse de un
accidente de coche, tantos que los doctores tuvieron que extraerlos uno a uno
de su piel para poder aplicarle el instrumental de la autopsia al cerdo de Wins-
ton.
El Zigurat de NUOMO, el rascacielos que había desbancado en altura a las
Torres Petronas de Kuala Lumpur, se erguía escupiendo los rayos del sol en el
centro de Yakarta como el obelisco de vinilo que dominaba la economía, clava-
do en el mismo ecuador del planeta. Lohn podía sentir las vibraciones del heli-
cóptero subiendo desde su pecho a la garganta, mientras aguardaba en el jardín
botánico de espera el día de la entrevista. NagelRod era el todopoderoso admi-
nistrador de la central de la corporación, pero no era lo que se dice su cabeza
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RELATO: Mena humana - José Ángel Conde
visible, ya que sus escasas apariciones públicas se reducían a las fotografías de
rigor repartidas frugalmente en revistas especializadas y alguna marginal entre-
vista online. A Rod se le conocía por su nombre y eso era suficiente para esta-
blecer su parcela de poder propia. NUOMO era un consorcio multinacional es-
tablecido con capitales de familias brahmanes que decidieron que había llega-
do el momento de establecer un monopolio en el campo de la robótica. No es
que no obtuvieran beneficios de otros sectores, sino que sus accionistas consi-
deraban que las así llamadas nuevas tecnologías habían alcanzado su cota má-
xima de penetración en la sociedad y era necesario ir todavía más allá. El objeti-
vo principal de NUOMO era conseguir que los robots se volvieran del todo im-
prescindibles. Se trataba de crear una dependencia absoluta, política que no se
detendría ni ante el desafío ético de llegar a integrar los componentes ciberné-
ticos en el cuerpo y las mentes de los consumidores y, si era necesario, cambiar-
los, mutarlos. “Mutación es evolución”, rezaba uno de sus slogans.
Cuando el piloto del globo rojo esférico que había en la puerta delante de
Lohn se encendió, esta se abrió a un ascensor privado que, de haber tenido una
cama en su interior, podría haber pasado por una suite de hotel. La ausencia de
percepción del movimiento de ascenso y el cambio en el sonido y la presión del
aire generaban la particular sensación de haber entrado en otro edificio. El as-
censor se detuvo y Lohn tuvo que avanzar por una galería de un color neutro. La
iluminación iba aumentando de intensidad a medida que caminaba, hasta que
sin darse cuenta se encontró en la estancia de NagelRod. El material de su gi-
gantesco despacho se asemejaba al de la piedra arenisca, lo que potenciaba una
cierta atmósfera de atemporalidad en la sala. Lohn podría afirmar que la corpu-
lenta figura de espesa barba inferior cuadrada le recibía en el interior de una
mastaba egipcia. La sensación de extrañamiento le hizo detenerse de forma in-
voluntaria.
—¿Por qué no te apropiaste del proyecto de Winston?
Sus palabras y la vibración de su voz hicieron que Lohn se mantuviera pe-
trificado. Sintió que cuando abandonara la estancia no recordaría el rostro que
las pronunciaba. Este formaba parte de un traje sentado enfrente de una larga
mesa de fresno negra, ocupada en su centro por un nyotaimori, una mujer de
negra melena y raza y rostro indeterminados que servía de bandeja humana pa-
ra una abundante y variada selección de sushi.
—No me parece reprobable que lo asesinaras. Hubiese sabido de todas for-
mas que no eran tus ideas, pero necesito saber por qué no se las robaste.
Rod seguía sin mirarle mientras vertía un pequeño plato de wasabi sobre la
entrepierna de la joven. Los palillos de madera en su otra mano introducían
una alargada porción de futomaki sin cortar entre el picante condimento y el
cuerpo de la mujer, al tiempo que la movía para sazonarla.
—Su proyecto no es rentable para la compañía —respondió por fin Lohn.
El futomaki entró en la boca de Rod. No parecía importarle que la mujer no
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RELATO: Mena humana - José Ángel Conde
estuviera depilada; seguro que él mismo la había encargado así. Ella no parecía
capaz de producir ningún movimiento.
—No puede moverse pero puede sentirlo todo. Cuando queremos que lim-
pien nuestra basura o levanten nuestros edificios sí necesitamos que se mue-
van, pero en uno y otro caso tienen que ser conscientes del sufrimiento por el
que deben pasar los que tienen el privilegio de compartir el mismo plano de la
existencia que nosotros. ¿Crees que ella es igual que yo?
Rod seguía masticando pero su voz no parecía alterarse por ello.
—No. Usted come sobre ella.
—Exacto. ¿Por qué no es rentable el proyecto de Winston?
Lohn respondió de forma mecánica, como si oprimieran un botón en su
cabeza.
—NUOMO busca consumidores dependientes, no la mejora de sus condi-
ciones de vida. Es cierto que el prototipo de Winston hubiera generado enor-
mes beneficios a corto plazo por los pagos de los derechos de las patentes pero,
una vez que sus avances se hubiesen hecho globales, los consumidores dejarían
de necesitar los servicios de la compañía. La razón es que sus estudios de mer-
cado ponían demasiados límites a la posibilidad de una aplicación total de la
tecnología intrusiva corporal.
Rod dejó los palillos de madera sobre la mesa y cogió un nuevo par que es-
taba a su izquierda. Los dos nuevos utensilios parecían tener el doble de longi-
tud y grosor, además de estar elaborados en lo que parecía un material metálico
acabado en una afilada punta.
—¿Crees que lo que más le importa a la compañía es el dinero?
El amo introdujo los palos de metal en el abdomen de la mujer con la pre-
cisión del cirujano que maneja un bisturí, trazando una línea paralela a su pe-
cho. El humo que desprendían las vísceras ocultó el cuerpo de Rod y el hedor se
distribuyó en varias fases progresivas de intensidad: desde aquella más leve en
la que el directivo extrajo con los cubiertos el principio del intestino grueso,
hasta aquella mucho más intensa en la que mordió una porción y su boca co-
menzó a masticar la carne y excremento. Lohn seguía sin poder salir de su pará-
lisis cuando NagelRod se levantó y esgrimió los palillos como un puntero indi-
cando sobre el cuerpo de la mujer, con toda probabilidad ya cadáver.
—Observa su cuerpo y escucha mi última pregunta, pero esta vez no nece-
sitarás responder. ¿Sabes lo que es en realidad una “sociedad limitada”? La res-
puesta es que si hubieses vomitado no habrías salido vivo de aquí.
El vapor del cuerpo abierto se había ya extinguido, pero un polvo de are-
nisca parecía flotar sustituyéndolo sobre el rostro de Rod, mientras su silencio
parecía forzar la réplica de Lohn.
—Sólo es una puta ¿Por qué tendría que sentir náuseas?
—Veo que nos entendemos. Sí, ellos son mierda, pero la mierda también
se usa como abono. En eso consiste un cuerpo: en su parte inferior se encuentra
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RELATO: Mena humana - José Ángel Conde
su parte sucia y repulsiva, los intestinos, vísceras… Luego va ascendiendo como
una pirámide hasta la cúspide de la mente. Sólo te diferenciará de ellos una
idea, la que te hará dejar de ser carne y convertirte en luz. Ellos son los perde-
dores de la Historia desde el momento en que nacieron al mundo. Nosotros se-
guimos conservando las torres de la antigüedad, pero eso son cuestiones de las
que te tienes que hacer merecedor de conocer. Porque el conocimiento requiere
un sacrificio. No existe el término medio: o estás arriba, o estás abajo. Tienes
carta blanca. Esperaré con interés tu nueva propuesta. Puedes retirarte.
La idea le llegó durante una visita técnica a las cadenas de montaje. Lohn sentía
náuseas ante la posibilidad de percibir el olor de los trabajadores, pero la excur-
sión resultó productiva cuando presenció de soslayo los restos mortales de un
accidente. Los empleados de seguridad impedían a su grupo el acceso al sinies-
tro, pero sus ojos consiguieron atrapar por un segundo la propuesta, de forma
que ofrecía el cuerpo de uno de los operarios empalado y semidescuartizado
entre las piezas del nuevo modelo Mitra 131. La visión no sólo despertó su inspi-
ración, sino que le hizo desarrollar una pulsión fetichista incontrolable que le
hacía excitarse cuando observaba la combinación de sangre y metal. Lohn iba a
disfrutar de verdad su nueva tarea.
Partió de los planos elaborados por el cerdo de Winston. Sus desarrollos su-
ponían de facto una fase previa en el desarrollo del tan ambicionado cerebro
positrónico, pero Lohn le añadió un ingrediente más ¿Y si ese cerebro positró-
nico se superponía al humano a modo de una lobotomía cibernética? A eso sólo
faltaría añadirle la modificación corporal a través de implantes para conseguir
además ejemplares físicamente mejorados, creando una suerte de
“metahumanos” pero tan sólo en lo anatómico, ya que su conciencia y capaci-
dad de decisión serían cien por cien automatizadas y manipulables. Quizá de-
bería bautizarlo como “cerebro digital”, porque con el tiempo podría incluso
realizar diseños que se operaran manipulando tan sólo una serie de botones.
Durante todo el periodo de desarrollo de los prototipos tendría a su disposición
la carne más barata del mercado: sucios esclavos indios, filipinos, malayos y
chinos se convertirían en sus cobayas. Con el gancho de una mejora en el suel-
do y sudando desesperación entregarían sus cuerpos a la compañía por contra-
to, un lujo en la perspectiva de homínidos que no habían conocido nunca nada
mejor.
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RELATO: Mena humana - José Ángel Conde
mandíbula sangrante balanceándose como un chimpancé, un modelo cuyo ob-
jetivo era probar reducir las dimensiones de la frente para aumentar la docili-
dad del sujeto; las larvas de Ultra-Mambas, médulas espinales con forma de es-
corpión por la particular disposición de sus implantes que se golpeaban contra
los tanques de suspensión al vacío hasta partirse en infinitas secciones por su
escasa tolerancia a las descargas eléctricas; las filas de Convex-droides, cabezas
de androide clavadas en cuerpos humanos a través de tensores de perforación
óseos, a los que se hacía desfilar en formación ordenada, un prototipo pensado
para la industria militar; las sillas de Gólgotex, potros formados por diversos ti-
pos de suspensores de ácidos puntiagudos a los que se clavaban los diferentes
miembros de un mismo cuerpo en una disposición tubular, con los que se que-
ría testear la reacción de los jugos internos a diversos componentes químicos
sintéticos en fase experimental; las Senoides, cuerpos de mujeres cuya piel se
había forrado de látex, que por medio de inyecciones controladas de silicona y
acetona alteraban a voluntad sus proporciones, con miras a su utilización como
robots de satisfacción sexual a gusto del cliente; el cerebro Arconte, sin duda el
proyecto más ambicioso y periódicamente supervisado por miembros de los
brahmanes propietarios, que suponía una inserción física de variedades de dis-
cos duros extraíbles en los encéfalos de los sujetos, sin el más mínimo éxito
hasta ahora, lo que aumentaba el cerco de la presión sobre los progresos de
Lohn… Y vertebrando todo este polígono industrial clandestino estaba la san-
gre, con sus pinceladas distribuidas al azar en los instrumentos que perforaban
y seccionaban, sus canales húmedos fluyendo y cohesionando a través de cables
y conductos, su sonido explosionando en turbinas y dinamos, su plástica im-
pactando en cuerpos, piezas y materiales, su dinámica esculpiendo las formas
resultantes. Había algo hermoso en ello, como una sinfonía que vehiculaba el
dolor, la materia prima que producían las decenas de vidas que se explotaban
allí a diario y con cuya manufacturación se obtendría la productividad de los
cuerpos de los condenados, esa plusvalía que equivalía a una chispa ante la
grandeza de los brahmanes. Sin embargo los prototipos no duraban, algo esca-
paba siempre al control y el abono de carne no acababa siendo más que eso:
mena humana.
La mirada de Lohn se detuvo en el hangar de sedimentación. Aquí se recogían y
procesaban los desechos de tipo orgánico para su eliminación por diversos me-
dios: montañas y valles de huesos, vísceras, tejidos, líquidos y grasas. Varios
operarios con trajes sanitarios recogían trozos de carne indeterminados del es-
tanque púrpura rosáceo que cubría sus botas de goma hasta los tobillos. Uno de
ellos luchaba con una soga de intestinos que parecía atascada en la canaleta de
desagüe. Lohn empezó a sentir con preocupación que la relación decisión-
acción había dejado de establecerse. ¿Acaso se había bloqueado su engranaje
mental? Quizá había subestimado el factor tiempo, la sabia y antigua combina-
ción de ensayo, error, corrección y resultado. Pero otro de los sellos de su fami-
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RELATO: Mena humana - José Ángel Conde
lia era la obstinación. Y es por eso que, mientras fuera el dueño de estas piezas,
lo seguiría intentando.
Fin
Jose Ángel Conde (1976, Madrid, España) Técnico audiovisual, diseñador e ilustrador free-
lance, aparte de otros oficios varios, como transcriptor o profesor de alemán. Paralelamente
desarrolla una labor literaria, tanto en prosa como en poesía, que se plasma en colaboracio-
nes en antologías ("Gritos sucios" (Vernacci), Premio Amaltea Terror 2019), Poetas del In-
framundo, Eros en el Averno, En el nombre de Satán, Horror bizarro (Cthuluh), T.Errores
(Dentro del monolito), Cuentos de la Taberna del Dragón Verde (Matraca)) y revistas lite-
rarias (Groenlandia, Nictofilia, NGC3660, Entropía, La Taberna de Innsmouth, MiNatura,
Círculo de Lovecraft), también con artículos y críticas (Reflexiones Marginales, Serial Killer
Magazine). Es autor de los poemarios digitales "Feto oscuro" (Groenlandia) y "Fiebres ga-
lantes" (Shiboleth) y “En busca de Lothlörien” (JAC), así como de la novelas "Hela" (Triskel
Ediciones) y "Pleamar" (El Barco Ebrio). También escribe el blog literario Negromancia y es
colaborador del podcast La Corte Bizarra y el blog Caosfera.
WEB: https://joseangelconde.wixsite.com/jaconde
BLOG: https://negromancia.blogspot.com/
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CUARENTA AÑOS DE ‘POSSESSION’
Por Grargko
Hay algo en Possession (1981) de Andrej Zulawski que fascina y repele por par-
tes iguales. No es solo el morbo por las situaciones bizarras ahí representadas
ni la violencia rayana en lo teatral de parte de Sam Neill (Mark) e Isabelle Adja-
ni (Anna/Helen). Es el conjunto que da forma a una cinta con una pro-
puesta tan visceral como transgresora. De partida, el contexto nos sitúa en un
escenario opresivo, enmarcado en la Alemania de los ochenta, marcada por la
división ideológica entre Berlín oriental y occidental. En este caso, la acción
ocurre en el Berlín de la República Federal Alemana. El trauma respecto al mu-
ro está presente a lo largo de la película en forma de correlato político. Ciudades
militarizadas, calles vacías, espacios opacos y aislados configuran el ambiente
propicio para la ruptura, la enajenación y las oposiciones binarias que en la pe-
lícula constituyen un leitmotiv.
La trama de la película se centra en el descenso a los infiernos de una pare-
ja en plena crisis matrimonial. La escalada de violencia doméstica, lejos de lo
que se puede creer, es mutua, porque ambos contribuyen a alimentar un amor
devenido patología. A raíz de estos momentos de crisis que son actuados hasta
el límite de las posibilidades, extremando las sensaciones, van ocurriendo suce-
sos cada vez más dramáticos. Anna es descubierta por Mark con su amante,
Heinrich, un tipo bastante liberal, alejado del prototipo de esposo autoritario.
Mark, a su vez, se encariña con la profesora de su hijo, Helen, que es una doble
de la propia Anna, aunque con un semblante de pureza y amabilidad. Tenemos
entonces que la división se va haciendo más y más grande, involucrando a ter-
ceros y proyectando en ellos un deseo prohibido, ya sea idealizado o encarnado
en su forma más hórrida. A medida que la intriga respecto a esta relación ago-
nizante va en aumento, y se va revelando el proceso de desenmascaramiento de
los protagonistas, el espectador será testigo del secreto que esconde Anna, o
bien, la materialización en forma de monstruo de una pulsión oscura, una es-
pecie de Sombra con inspiración en las criaturas de Lovecraft. No sabemos a
ciencia cierta su origen, y eso es lo que dota a la película de ese misticismo que
nos permite interpretar, ya sea en clave simbólica o fantástica, la razón de ser de
la entidad en la trama.
Convengamos en que el acierto de Possession está en su coherencia interna a
pesar de lo descabellada que pueda parecer, y eso es lo que la hace aún más po-
RESEÑA: Cuarenta años de ‘Possession’ - Grargko
tente y significativa. En cuanto se nos presenta aquella monstruosidad, todo se
torna progresivamente más insano. La propia Anna pasa de ser una mujer ner-
viosa y sufriente a una verdadera psicópata, sin dejar de lado la inspiración poé-
tica en ciertos pasajes del guion ni tampoco algunas escenas de locura que ya
pueden considerarse de antología (como la del túnel del metro, en donde se de-
ja ver, de manera escatológica, el motivo de la posesión demoníaca que, en la
figura de la mujer, supone una pugna y, a la vez, una cierta liberación). El pro-
pio Mark se ve envuelto en dicha maraña de decadencia, investigando a su es-
posa y conservando, por su parte, esta relación con la “doble pura” de Anna,
Helen, rondando el idilio. Sin embargo, esta idealización no alcanza para sa-
near el torbellino de insania que se avecina, una vez que Mark ataca al amante
de Anna y se encuentra, por fin, cara a cara, con la criatura de pesadilla, lo cual
nos hace pensar, entonces, que la criatura era el “verdadero amante” de Anna,
una manifestación mórbida de los deseos sexuales o un doppelganger del pro-
pio Mark, en proceso de formación, un Golem introyectado producto del odio o
de los sentimientos destructivos. Más adelante, vemos cómo este Mark apócri-
fo, esta “creación de Anna”, este ser humanoide cobra vida propia, se muestra
frío, calculador y toma el lugar del Mark verdadero. Luego, sin Anna en el ca-
mino, Helen permanece con vida, con el hijo de los protagonistas en casa y a la
espera del Mark apócrifo, quien intenta irrumpir en el hogar, casi como si fuera
el Anticristo encarnado, en una secuencia de carácter apocalíptico.
Cualquiera sea la interpretación que le demos, no basta para agotar el sig-
nificado de las escenas de alto impacto en ese punto de la trama. Volviendo a la
premisa inicial, todo podría leerse desde la óptica de la ruptura, entendida de
acuerdo al contexto histórico (década de los 80 en Alemania), con repercusio-
nes en la vida sentimental de los personajes y con resultados grotescos, inclasi-
ficables, limítrofes entre el drama de culebrón, el gore y el thriller fantástico.
Pero, aun así, eso sería coartar el alcance cinematográfico que Possession puede
tener, su cualidad visionaria, su riqueza simbólica, su desenfado, literalmente,
desde las entrañas de lo desconocido y de lo perverso en la psicología humana.
Incluso, trascendiendo su mera contextualización en la Guerra Fría, la película
de Zulawski aboga por tópicos muy vigentes, hoy por hoy, tales como el círculo
de la violencia en el contexto de las relaciones de pareja, la calamidad social re-
sultante de los conflictos políticos en todo orden y la necesidad de superar y de
fundir los géneros cinematográficos en pos de historias menos lineales y más
caóticas, reflejos de nuestra era convulsa y vertiginosa. Todas estas cuestiones
están lejos de agotarse y, de hecho, suponen, por así decirlo, el zeitgeist de
nuestros tiempos. Por lo mismo, Possession se muestra ante nosotros como el
Golem hecho de celuloide que vence su contingencia para vomitarnos su fuerza
interpelativa, a cada momento, tras cada nuevo visionado.
A 40 años de su estreno, Possession continúa más viva que nunca, gracias al
tratamiento creativo y subversivo de aquellos tópicos elementales. En lo perso-
18
RESEÑA: Cuarenta años de ‘Possession’ - Grargko
nal, descubrí la película por allá por el año 2008, durante aquellos ciclos de cine
de verano en la Sala Insomnia de Valparaíso, sala de cine alternativo que, en
aquella época, funcionaba dentro del mítico “Cine Grill Central”, mismo en
donde proyectaban cine para adultos. De ese modo, la experiencia de mi prime-
ra vez con Possession fue casi como haber perdido una suerte de virginidad ci-
nematográfica o de haber incursionado en alguna clase de práctica bizarra.
Sentarse en esas butacas de dudosa calidad, bajo esa luz tenue y con el ambien-
te pornográfico como telón de fondo, fue la iniciación necesaria para incorporar
al imaginario esta auténtica posesión, pero no la posesión paranormal al uso,
sino que una mucho más profunda: la posesión de tu mente cinéfila, pervertida
y para siempre explotada, en pos de relatos y estéticas desafiando, una y otra
vez, la hipocresía de un universo aséptico, sin peligro, sin tabúes.
19
LEPIDÓPTERA
21
RELATO: Lepidóptera - Poldark Mego
nuevamente por aquella remota villa.
Con la segunda víctima pulió sus habilidades. Dio con él en un callejón
viejo, lúgubre, envuelto en vapores malsanos y olores ácidos. Ella debía trabajar
para alimentarse, hasta las mariposas deben comer. Abría el estrecho de sus
piernas para recibir a los afanosos, desesperados y rechazados. Y entre todos
ellos halló al siguiente; cuando lo vio supo que la mariposa volaría de nuevo. No
le costó mucho hacerse con él. Era un repudiado social, un paria sin familia, un
eslabón que nadie extrañaría.
Sin embargo, es algo muy diferente satisfacer el deseo que convertirse en el
deseo. Aquel muchacho no aceptó de buena gana ser la siguiente mariposa. Ella
tuvo que doblegarlo por la fuerza. Arrancada de su razón amasó el cuerpo de su
víctima con un rodillo hasta que el recipiente del alma quedó reducido a pulpa
y hueso. Sin rostro no servía de mucho. La asesina comenzó su arduo trabajo en
el sótano de una casa abandonada en un suburbio de mala muerte, en una ciu-
dad sin nombre, como ella.
Aquella mariposa tuvo un vuelo corto, sus alas fueron más hermosas pero
la suciedad de la sangre, el excremento y el semen mancillaban la obra. Ella vol-
vió a desaparecer, y el cuerpo fue devorado por las hordas de alimañas que reci-
bieron con gesto ladino el alimento.
La tercera mariposa no fue la cumbre, pero se acercaba a la maravilla. Pre-
viamente aprendió, por medios autodidactas, sobre la anatomía humana y su
intrincado diseño, el arte del bisturí y técnicas de taxidermia. Logró ganarse el
corazón de su elegido. Su lengua estaba más entrenada y susurraba como ser-
piente, engatusando al ratón para que este entregue el cuello sin oposición. El
tercero era un hombre de familia, atrapado en la rutina y escapando a la bebida
para ignorar aquel péndulo que va y viene indetenible, corrosivo. Ella lo encon-
tró hermoso, como cuando el escultor puede ver la estatua dentro de la roca. Le
invitó a beber y el casado se sació de ambrosia de copas y ósculos; revivió sus
años mozos con las caricias laberintosas de aquella dama que le dio un nombre
falso; después de todo ni ella misma sabía quién era, y no importaba, lo único
relevante era la obra, completar la obra perfecta.
El hogar familiar fue el escenario idóneo, la esposa se había ido con los hi-
jos a visitar a sus padres. La piedra esperaba ser tallada por todos los labios de
su conquista. Se sentía rejuvenecido ¿y cómo no estarlo? A pesar de su aparien-
cia estandarizada de hombre monógamo, rutinario, agotado, calvo y cabizbajo
había logrado cautivar a una jovencita de senos prominentes y curvilíneas cade-
ras, de muslos firmes y tentadores labios con los que decía y hacia maravillas.
Aquel hombre había ingresado, ignorando el peligro, hasta el centro de la tela-
raña, listo para morir.
Aquella obra fue la primera vez que la policía supo de ella. No fue un error
22
RELATO: Lepidóptera - Poldark Mego
de cálculo, ella no era un asesino serial común, no buscaba el morbo calculador
del psicópata promedio, no le importaba dónde esculpiera sus mariposas o si su
materia primera era un vagabundo o un banquero, ella solo anhelaba crear la
mariposa humana perfecta, que pudiera volar, que sea bella, que detenga al
mundo y al tormento que su alma cancina vivía día tras día.
Los agentes de la ley comenzaron a seguir sus pasos, pero la araña volvió a
huir. El viento la llevó lejos, a otro clima, a otra estación. Sus modales le abrie-
ron las puertas de muchos palaciegos nidos y su belleza rara, atrayente y sobre-
cogedora a la vez, hacía que sus candidatos se desvivieran por contentar sus co-
modidades. La araña tenía de donde escoger, hombres altos, fornidos, bellos, de
rostros acuchillados y duros, de manos grandes y calientes. Se dejó domar el
vientre por las embestidas de los macizos, proyectó su viperina lengua sobre las
carnes erguidas y sudorosas de sus amantes, usó sus dedos para jugar en los ca-
bellos castaños, negros, rizados y lacios, mientras sus palabras trastocaban sus
mentes, creaba fieles, adeptos, destruía voluntades sometiendo a la razón y en-
salzando el impulso básico del deseo. Ella ya no era la niña que esperaba cada
noche por su poema, era la araña tejedora, y en aquella ciudad de luces y bana-
lidades su red era colosal y poderosa.
Así llegó al cuarto intento, con el que ésta historia inició. Un joven hermo-
so a las luces de los hombres, con una quijada de acero y la musculatura tallada
por los mismos deseos del Olimpo, un hombre entre muchos, que carecía de
humildad y supuraba ego por cada poro de su definido cuerpo. Él se convirtió
en la cuarta mariposa, lo hizo por voluntad propia al comprender que así po-
dría hacerse, incluso, más hermoso; donando su carne al arte, convirtiéndose
en un ente imperecedero. Aquella mariposa voló, voló alto y flotó sobre el cán-
cer mental de la araña, las alas se agitaron mansas y deslumbrantes.
¡Apabullante hermosura! Duró lo que la ilusión tarda en caer. A pesar de las
técnicas embalsamadoras, a pesar del cuidado la mariposa descendía, sus alas
se marchitaban, la carne reseca reclamaba la tierra, la muerte reinaba nueva-
mente exacerbando la psicosis de la araña a niveles catastróficos.
Poseída por la frustración se abrió las venas en canal para terminar con su
desdicha, la deshonra de jamás poder lograr la mariposa perfecta ¡qué sentido
tenía su vida! Su existencia era innecesaria en un mundo donde sus delirios no
podían ser materializados.
Fue debido a ésta cuarta mariposa que la araña fue atrapada. Los policías
lograron conectarla con el asesinato anterior, e incluso se hallaron los huesos
del desdichado abandonado en el sótano. Como dicta la ley, fue recluida en un
hospital hasta que sus heridas sanasen y pueda ser llevada a juicio por sus de-
menciales obras.
Esposada a la baranda de la camilla reflexionaba en por qué la parca se em-
23
RELATO: Lepidóptera - Poldark Mego
pecinaba en negarle la entrada a su reino, por qué debía continuar, por qué so-
brevivió a su padre y a cada intento fallido de hallar la solución rápida. La única
conclusión, que lograba entrelazar su poco ortodoxo razonamiento, era que su
obra estaba inconclusa y debía permanecer en el mundo terrenal hasta comple-
tar su manifiesto, ver volar a su mariposa, contemplarla, cerrar aquel círculo
iniciado en una temprana infancia marchita, entre una madre abnegada y una
inocente alma profanada ¡La obra consumada! Solo entonces la muerte le daría
el permiso para callar los tortuosos recuerdos para siempre. Las semanas hasta
su rehabilitación física la convencieron de que estaba en lo correcto.
La policía le perdió el rastro cuando la quinta mariposa –un enfermero que
la cuidaba- la liberó y huyó con ella. Los agentes desbarataron la ciudad entera,
destaparon callejones y suburbios, levantaron la alfombra de los grandes y los
chicos, iniciaron redadas que afectaron a todos los habitantes de las sombras
que, como vampiros, huían de la claridad de la justicia. No encontraron nada.
Hasta que tres semanas después, apareció el cuerpo de la araña flotando río
abajo. Se había suicidado.
Los agentes del orden, siguiendo el rastro, llegaron a las afueras de la me-
trópolis. Dieron entonces con un descampado, un terreno baldío donde un
contenedor carcomido por la herrumbre envejecía solitario en medio de despo-
jos y desmonte. Dentro, el horror repasó los instintos primigenios y atormentó
hasta la locura a todo aquel que contempló la máxima manifestación de la ara-
ña.
El cuerpo de la quinta mariposa estaba de pie, atornillado a una pared pin-
tada de blanco, soportando su estructura sobre sus patas traseras, las cuales
eran las piernas de la víctima articuladas en sentido contrario. Las maravillosas
alas eran el entretejido de la piel de la espalda, piernas y brazos para lograr el
tamaño adecuado. Los brazos habían sido separados de tal manera que se pu-
dieran formar dos pares con ellos y disponerlos de insectoide manera. El abdo-
men de la escultura estaba formado por los glúteos y la grasa colgando como
una bolsa tumefacta a punto de desprenderse. La cara del enfermero fue con-
vertida en una esfera escalpada, los dientes ayudaban al efecto del ojo com-
puesto alrededor de los globos oculares sin párpados. Era una grotesca obra de
carne.
Después de que varios policías vomitaron, se desmayaron y comenzaron a
rogar por la salvación, los restantes, aquellos que decidieron perder la cordura
examinando la evidencia, se acercaron y contemplaron atropellados por un cer-
val espanto que, insertadas en las arterias principales, había catéteres que ter-
minaban en bolsas de fluidos que alimentaban al profano organismo. Con ho-
rror comprobaron que, dentro de la coraza de costillas expuestas, los pulmones
seguían funcionando y debajo de la deformada cabeza de lepidóptera, la vícti-
24
RELATO: Lepidóptera - Poldark Mego
ma sonreía disfrutando ser una maravilla mutilada. Era la mariposa humana vi-
viente.
Uno de los pocos agentes, cansado de arrojar el contenido de sus tripas, se
estremeció de miedo, al darse cuenta que aquel crimen no podía tratarse del
trabajo de una sola persona. Las incisiones, el procedimiento mismo, la capaci-
dad para realizar aquella vivisección debía ser el esfuerzo de un equipo en con-
junto. Quizá, la araña tejedora terminó con su obra, pero aquella interpretación
enfermiza de la belleza había hecho metástasis en la malsana ciudad. Los hue-
vos de la araña tejedora habían eclosionado.
MARIPOSA
Mariposa del aire,
Que hermosa eres,
Mariposa del aire
Dorada y verde.
Mariposa del aire,
¡Quédate ahí, ahí, ahí!...
No te quieres parar,
Pararte no quieres.
Mariposa del aire
Dorada y verde.
Luz candil,
Mariposa del aire,
¡Quédate, ahí, ahí, ahí!...
¡Quédate ahí!
Mariposa, ¿estás ahí?
Poldark Mego Ramírez (1985, Bellavista, Lima, Perú) Obras publicadas: Pandemia Z:
Supervivientes, Pandemia Z: Cuarentena, Grietas del Abismo y otros hallazgos macabros, El
libro del Erebo, cantares desde el Abismo.
Como antologador: Pulp primitivo, Cyberterror
Actualmente reside en Bellavista, Lima, Perú.
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25
PAPÁ
En la penumbra verdosa del claro, el bosque parecía aun más opresivo que des-
de la orilla de la carretera, repleta de botellas y latas vacías.
Marcos dejó caer el bulto con un estruendo que resonó entre los árboles y
le subió el corazón a la garganta. Se quedó quieto, tan quieto como su temblo-
roso nerviosismo se lo permitía. El bosque seguía impasible, pero ahora su si-
lencio le hacía pensar en ojos acechando entre la vegetación; en garras apres-
tándose a desgarrar la carne de su presa, a clavar los colmillos en su garganta, a
romper sus diminutos huesos…
…romper sus diminutos huesos.
El salto y luego el CRACK bajo las ruedas de su Jeep regresó como el zum-
bido de la presión atmosférica de un repentino ascenso aeronáutico.
Se detuvo, rogando que sus ojos le hubiesen engañado y que lo que había
atropellado no fuese más que un perro o un zorro. Miró hacia el bosque y aguzó
el oído, deseando que no apareciera nadie corriendo, que no subiera otro
vehículo por la colina de enfrente o apareciera en el retrovisor. Cuando estuvo
completamente seguro de que no había testigos, descendió y miró bajo el
vehículo.
Supo que su primera impresión no fue errada.
Por un segundo pensó en ponerse tras el volante y dejar todo atrás. No ha-
bía nada que hacer. Prendió el motor y, cuando se aprestaba a soltar el embra-
gue, un bombardeo de imágenes lo paralizaron, sobre los casos de atropellos en
la carretera, su cobertura mediática y el cómo en la mayoría de los casos final-
mente daban con el conductor ¿O era al revés, quedaban casi siempre impu-
nes? ¿Debía quedarse y llamar a urgencias, aunque probablemente la vida de
ese cuerpo se había ido apenas pasó la primera rueda por su cabeza?
Sí, lo más sensato era alejarse lo más rápido posible.
Pero su cuerpo no le hizo caso, tal como ignoró su voluntad al venir mane-
jando por la carretera que escinde el bosque, cuando el pie se hundió en el ace-
lerador y los ojos se nublaron, dejando ver apenas una franja borrosa, hasta que
el golpe y el salto y el CRACK lo sustrajeron de ese transe.
Sin apagar el motor, se bajó y fue hasta el maletero, vació en este el conte-
RELATO: Papá - Fraterno Dracon Saccis
nido de su bolso deportivo, miró hacia ambos lados de la carretera, rogando
que no apareciera otro vehículo. Divisó una pequeña zapatilla blanca, que des-
cansaba solitaria sobre una línea del eje central. Regresó al Jeep y nuevamente
tuvo el impulso de salir raudo, pero sus manos y pies se negaron. Movió el
vehículo, cuidando de no pasar a llevar el cuerpo y estropearlo aún más. Sacó la
ropa húmeda de la bolsa de basura y metió el cadáver, luchando con sus extre-
midades laxas y retorcidas. Corrió hasta la zapatilla y la reunió con su dueño.
Celebró tristemente que aún le quedaban más bolsas en el rollo. Cuando las usó
todas, metió el paquete en el bolso y, finalmente lo colocó en el maletero. Se
alejó de la mancha carmesí del pavimento.
Si hubiese demorado un minuto más, hubiese escuchado a lo lejos las vo-
ces llamando al pequeño de cuatro años que llevaba empaquetado como carne
de supermercado.
Marcos le contaba a su padre, entre sollozos, los detalles del accidente. Incluso
hasta la forma en que iba vestido el niño, que recogió la zapatilla que figuraba a
varios metros del impacto. De cómo encontró un desvío, se adentró en lo más
profundo del bosque, y enterró el cadáver en una fosa tan profunda como le
permitió cavar la llave de cruz. Que limpió la escasa sangre del parachoques y el
Jeep no tenía abolladura alguna. En su mente el significado de “mataperros”, que
era como llamaban a ese tipo de parachoques, había adquirido dimensiones
abismales. Por supuesto, no se lo mencionó a don Genaro.
Este, mirando sus dedos entrelazados, moviendo las sienes como masti-
cando las ideas, guardó silencio. Hasta que deglutió y sentenció,
–Bien. No podemos hacer nada más de momento. Sé que esto suena mons-
truoso, frío, hijo, pero actuaste de la mejor forma posible. Esto pudo haber
truncado tu futuro. Ahora lo importante es que quede solo entre nosotros. Evi-
ta ver televisión, conectarte a internet, incluso juntarte con tus amigos. Voy a
conseguir un certificado médico para que no tengas que ir a la universidad en lo
que queda de año, son solo un par de semanas. Eso cubrirá también el hecho de
que estés incomunicado.
Marco no tuvo el más mínimo impulso de protestar. Solo quería hundirse
en su cama hasta tocar el fondo. Asintió con la cabeza, bajando la mirada.
—Y ahora mejor quédate en tu pieza —Genaro lo abrazó—. Te quiero, hijo.
—Yo también —le respondió Marco, mecánicamente.
27
RELATO: Papá - Fraterno Dracon Saccis
las compras navideñas, o el inminente lanzamiento de un nuevo programa de
cocina. Una vez anunciado el informe del tiempo, se aprestaba a presionar el
botón de apagado, cuando la conductora interrumpe las palabras de cierre,
ajustando el sonopronter:
“Tenemos novedades sobre el caso de la desaparición del pequeño Matías
Barraza, de tan solo cuatro años. Te escuchamos, Miguel”.
Irrumpió en la pantalla un cuadro con un periodista bañado por las luces
de una baliza. Su sonrisa no parecía adecuada para lo delicado del caso que es-
taba cubriendo.
“Así es, Mimí. Como les anunciábamos en el despacho, al principio del no-
ticiario central, el pequeño Matías Barraza, de solo cuatro años, desapareció del
camping Las Totoras, donde pasaba la tarde junto a su familia y otros compañe-
ros de trabajo de su padre, Jorge Barraza…”.
La imagen de un hombre de unos treinta años, llorando copiosamente,
ocupó la pantalla completa. El micrófono del periodista lo acosaba, logrando
sacarle la frase “Solo le pido a Dios que aparezca sano y salvo”.
Una bola de saliva atragantó a Genaro.
“Transcurridas las horas, personal de carabineros encontró en la ruta que
une a las comunas de Puente Alto y Pirque; huellas de un frenazo y lo que se-
rían rastros de sangre…”.
La bola de saliva se transformó en un zumbido en sus oídos.
Un par de franjas paralelas, dibujaban un arco en cuyo centro destacaba
una mancha de un rojo oscuro y brilloso. Todo el lienzo estaba salpicado de
marcas numeradas, que iban siendo ubicadas por una figura de traje blanco.
“Las pericias debieron ser interrumpidas, ya que, y este es el motivo del ex-
tra noticioso, en un vuelco total del caso, el pequeño Matías Barraza, llegó ca-
minando a los brazos de su padre, Jorge…”.
El zumbido en los oídos de Genaro, se transformó en un pitido que decre-
ció hasta desaparecer ¿Qué significaba esto? ¿Acaso era otro el niño que había
atropellado Marcos? ¿Seguirían investigando las huellas y la sangre de la carre-
tera?
La pantalla se dividió en tres, mostrando a conductora y periodista, flotan-
do sonrientes en sus respectivos recuadros, sobre la imagen del padre abrazan-
do a su pequeño, a quien se le difuminaba el rostro.
El estallido de un vidrio hizo saltar a Genaro del sillón.
Se giró para encontrarse con su hijo, quien figuraba con un charco de agua
y vidrios rotos a sus pies. Apuntaba la pantalla, con los ojos inyectados y la boca
abierta, luchando por soltar alguna palabra.
—N… n… n… no es posible. Yo lo enterré… yo lo atropellé…
—¿De qué estás hablando hijo, por Dios? ¿No ves que el niño está perfecto,
con su padre?
—Es él… yo lo maté…
28
RELATO: Papá - Fraterno Dracon Saccis
—¡Cállate! —Genaro se sobresaltó con su propia voz. Disminuyó el volu-
men— Si atropellaste a alguien, no fue a ese niño.
—Papá, es él. Mira su ropa, es la misma…
La imagen del niño abrazado a su padre ocupó la pantalla completa, mien-
tras la voz de la conductora despedía el noticiario. El pequeño no parecía haber
sufrido daño alguno, fuera de la tierra que se podía ver en su ropa y en los esca-
sos mechones que dejaba asomar el difuminado.
“Así da gusto cerrar nuestro informativo, dando noticias positivas, alegres,
que llenan el corazón de esperanza”.
Marcos se acercó a la televisión, presionando su dedo índice hasta que se
puso blanco.
—Esa… esa es la zapatilla que recogí de la carretera, que metí en el bolso y
que enterré en el bosque… ¡ESE ES EL NIÑO QUE ENTERRÉ!
Genaro no salió de su estupor, hasta que escuchó el chirrido de las ruedas
del Jeep de Marcos, alejándose de la casa.
Genaro averiguó unas cuantas cosas útiles sobre Jorge Barraza. La empresa don-
de este trabajaba, GeoSonda, desde cuya fiesta de fin de año se había extraviado
el niño, prestaba servicios a su propia empresa. Aunque era poco plausible que
un gerente visitase a un empleado subcontratado, mucho menos de forma pri-
vada, sin esperar sacar réditos comunicacionales; era suficiente excusa para
acercarse. Llamó a Marcos, para llevarlo con él y que viera con sus propios ojos
al niño, pero dejó el celular en su pieza. Tal vez era mejor así. No quería que tu-
viese una reacción similar a la desatada cuando apareció el niño en televisión.
Al salir del estacionamiento, un par de huellas de neumático, exactamente
iguales a las que vio en las noticias, surgían desde el espacio contiguo. Tenía
que eliminar cualquier conexión de su hijo con esa evidencia, antes de que el
verdadero niño atropellado empezase a ser notorio en los medios. Apenas re-
gresara Marcos, tenían que deshacerse del Jeep.
Rogó porque no hubiese periodistas acechando la casa de Barraza, y sus
plegarias fueron escuchadas. “Si el niño estuviera muerto sería otro cuento”,
pensó. Solo había un city car rojo en el estacionamiento del antejardín. Luego
pensó en que su Dodge del año llamaría notoriamente la atención, en un barrio
cuyas casas debían valer la mitad de lo que costaba esa camioneta. Pero ya no
había marcha atrás. Solo debía entrar, cruzar un par de palabras de buena
crianza, ofrecer una vaga ayuda y salir de allí para no volver jamás, con alguna
evidencia de que el niño estuviese en perfecto estado, una foto, idealmente un
video.
Cruzó la calle con parsimonia, como si se dirigiese a un velorio. Cuando se
aprontaba a golpear la puerta, notó que estaba entreabierta. Igualmente apo-
rreó los nudillos contra la madera, causando un ruido mayor del que hubiese
deseado. Le llegó el leve sonido como del rose de una tela, o de un pie deslizán-
29
RELATO: Papá - Fraterno Dracon Saccis
dose por el piso, pero no pudo identificarlo. Optó por espetar un “Aló” y la úni-
ca respuesta que recibió fue la de su propio eco. Por un segundo pensó en girar-
se para no volver, pero no había llegado tan lejos para llevarse de vuelta las du-
das.
Empujó la puerta y entró, excusándose.
—Hola, buenas tardes. Soy Genaro Rand, gerente general de EMG. Discul-
pe que entre así a su casa —no había nadie en el living-comedor, ni en la coci-
na—, pero me quedé… nos quedamos muy preocupados por el extravío de su
hijo —miró por la ventana de la cocina, al pequeño patio y también estaba va-
cío—, que afortunadamente apareció con vi… sano y salvo.
Llegó a un pasillo con tres puertas, una de las cuales, la del fondo, dejaba
escapar la iridiscencia intermitente de un televisor. Creyó que, si haber entrado
a la casa con la justificación de que la puerta estaba entreabierta, el hacer lo
mismo en una habitación sería demasiado. Giró sobre sus talones, listo para sa-
lir directo a la camioneta, pero una voz infantil desde tras de la puerta lo hizo
detenerse: “Papá” y lo siguió una larga carcajada, que le recordó a la de su hijo,
cuando lo lanzaba por el aire sobre su cabeza. El recuerdo de la última vez que
lo hizo, cuando se golpeó en el techo estallando en llanto, le dio un vuelco en el
estómago, como si hubiese sido solo ayer.
Quería decir que estaban en casa. Golpeó la puerta con “¿Don Jorge?” y el
leve empujón de los nudillos terminó de abrirla.
Al principio no entendió, o no quiso entender lo que estaba viendo.
El niño jugaba con su padre. El niño jugaba dentro de su padre.
El pecho de Jorge Barraza estaba abierto, con las costillas asomando como
las fauces de una bestia, en cuyo interior figuraba el pequeño Matías, doblando
y estirando un cordón que, luego entendió, eran los intestinos del padre. Se los
enrolló en el cuello como una bufanda y sacó del interior de su estación de jue-
gos, un órgano oscuro, más grande que su cabeza. Con el índice comenzó a pre-
sionarlo, riendo cada vez que el dedo se hundía, y explotando en carcajadas
cuando volvía a su forma original. Lo abrazó con la ternura que cualquier otro
niño abrazaría un cachorro.
Entonces el pequeño notó la presencia de Genaro. Este, recién se dio cuen-
ta de que había quedado petrificado observando la escena. Pero, al encontrarse
con la mirada, que había perdido la diversión que la inundaba hacía un instan-
te, el cuerpo se le descomprimió. El esfínter se soltó y pudo sentir la mierda es-
pesa y tibia escurriendo por sus muslos.
El niño se quedó quieto, posando en él sus ojos blancos, que apenas deja-
ban asomar el borde menguante del iris. La sonrisa era una hilera de perlas car-
mesí.
Corrió por el pasillo, a través de la puerta, cruzó la calle, entró en la camio-
neta, la arrancó y dejó un par de huellas paralelas en el pavimento.
Condujo en silencio absoluto, incluso en su cabeza, con el único atisbo de
30
RELATO: Papá - Fraterno Dracon Saccis
pensamiento puesto en que estaba aumentando la distancia entre él y aquella
habitación.
31
LAVINIA
Patricio Alfonso (1954), ha publicado, entre otros, “El Clóset de Pandora (Bajo los
Hielos, 2013), “Drácula Frente al Espejo” (Piedrangular, 2015), “Circo de Mediano-
che” (Ediciones Liz, 2019), “La Biblioteca del Conde Drácula” (Nagauros, 2021).
Actualmente reside en Salamanca, Chile.
33
DEMENCIA
Miras tus manos sucias, ahí está el resultado de todo lo que pasó en el sótano.
Su cuerpo está en ese lugar ¿No? ¿O la dejaste en la zanja que cavaste en el de-
sierto? Te levantas y vas al baño a enjuagar tu cara. En el espejo eres el hombre
bueno que todos conocen. Los vecinos no escuchan los murmullos, no ven esas
sombras que reptan por las paredes. Nadie sabe todo lo que has hecho, porque
no eres tú, es otro, son otros los que te obligan. Te has convencido sobre otros
seres moviendo los hilos sobre ti, te crees el instrumento de un plano aberrante
y superior. Ellos te dicen qué escribir, no eres tú. Entonces tomas nota en pe-
queños papeles mientras trabajas, pareciera que las conexiones se dan justo en
esa frecuencia del horario laboral. Lo apuntas y lo guardas en tu pantalón. Des-
pués de tu jornada laboral llegas a casa a escribir todo eso. No sólo está en las
notas, lo has transcrito y lo has engordado. Alimentas ese texto como si fuera
una criatura, ojalá tenga harto excremento y hartas penetraciones por cavida-
des extrañas, como esas heridas purulentas que te excitan y te dan placer al mo-
mento de teclear la historia. Te aprietas la erección por encima del pantalón,
bien disimulado, aunque estés solo, es que eso es impuro, y tú eres un ser ejem-
plar. "Solo está en el texto", te dices, y lo maquillas con rituales de sectas de esas
que abren portales, así escondes lo grotesco de algún modo. Tus escenas deben
contener mucha mierda, esa mierda que el personaje toma con sus manos y se
la unta por todo su cuerpo y pus, claro que sí, tiene que tener pus. Pus en las
heridas, pus en los genitales, pus en la piel agangrenada del sacerdote que diri-
ge el ritual. Cómo te gusta escribir todo eso. Cómo te muerdes los labios pen-
sando tener tu pie encima de la cabeza de ella, la aplastas, la estrujas, la com-
primes en el suelo. Sus dientes sangran, lo ves cuando sueltas un poco su cabe-
za. Vuelves a tu texto, no es real, sólo lo has escrito ¿Verdad?
Ella grita desde el otro cuarto, al parecer se le cayó la mordaza que retenía
sus gritos. Te levantas molesto, ha interrumpido tu momento de luz creativa.
La tomas por el pelo, la miras con humillación: "perra maldita" le gritas y le es-
cupes la cara. Le metes un calcetín en la boca, la levantas por los hombros y la
pones boca abajo. Tomas una botella de cerveza, la misma que acabas de beber.
Se la introduces una y otra vez, repetidas veces, con mucha fuerza hasta que
RELATO: Demencia - Connie Tapia Monroy
sangra. Ahí recién te calmas, te gusta y lo disfrutas, antes tenías rabia porque la
muy puta había gritado y los demás podían escuchar. Le amarras los senos, y se
los tiras. Tensas las cuerdas hasta que se incrustan en la piel. Ahora le muerdes
las orejas, sacas un pedazo de lóbulo y lo escupes. Lo único que te fastidia es te-
ner que recoger los plásticos que cubren toda la habitación. “Si tan solo ayudará
a limpiar”, te desquitas con ella, y le das un par de patadas en el abdomen antes
de salir de ahí.
Respiras, te enjuagas la cara. Ella está bien, te lo dices y lo recalcas muchas
veces “ella está bien”, cómo podría no estarlo, si le has dado comida, un techo y
hasta le has dedicado alguno de tus textos. Cierras la puerta y la encierras en la
oscuridad.
Ahora te pierdes en las arenas del desierto, eso eres, un gramo de polvo.
Nada. Tus Pensamientos desconectados del cuerpo. Tu mirada esquizofrénica
mientras acomodabas el cordel entre sus brazos, sus piernas, su cuello, dentro
de la boca. Esa primera vez aguantó, porqué ahora no lo haría. ¿Lo recuerdas?,
discutieron en la habitación, la culpabas por no tenerte en el centro del univer-
so, “egoísta de mierda”, pensabas, cómo se le ocurría hacer cosas donde tú no
fueras el protagonista. Ahí la dejaste de querer, no te tenía en un altar. No so-
portabas verla sonreír con otros y no contigo. Ese día solo fue una bofetada, un
moretón que le duro solo un par de días. Al mes, ya no fue solo un golpe en la
cara. Te metiste a su cama y la ahorcaste hasta casi dejarla sin respiración. Pero
no eras tú, no. No eras tú dentro del espejo. Ni fuera de él.
De lo simple pasamos a los cuchillos, y las rasgaduras sobre la piel. A esas
alturas, ella ya no salía ni recibía llamadas, la tenías secuestrada en una de las
habitaciones. Cada tanto te atrevías a mirarte a ti mismo, tu cuerpo atrofiado
por el tiempo. No eres tú. Ni aquel. Era una vida que tratabas de simular.
Ahora estamos nuevamente en el desierto. El juego acabó. El cuerpo inerte
de ella te lo dice. Eres otro avatar. Otros hilos te mueven ahora ¿Para dónde
vas? Estás en posición de loto, desnudo, embalsamado con el semen de meses
que acumulaste en un frasco. Estas esperando que todo se vaya. Escarbas en los
recuerdos, en ese lugar enfermo dentro de tu cabeza. La película se rebobina y
repites el ritual. ¿Lo has escrito? Sigue ahí carcomiendo tu carne ¿Se cae? Pare-
ce que no te das cuenta cómo vas muriendo. Hay murmullos que brotan del
submundo, de aquellos que han caído degollados e intentan asomar sus manos
entre la tierra. Escucha los rasguños sobre las piedras. Que iluso, de nuevo lo
imaginaste ¿Están o no? Esas voces siguen en tu cabeza. ¿Era solo ella? La niña
violada gime, el niño azotado grita. No puedes bajar el volumen. Tus manos tie-
nen la sangre y ellos te reclaman. Golpean en el mar de arena. Están enterrados
esos cadáveres. Las almas que has usado para tus textos se comunican, te ha-
blan. Ella ¿está ahí? ¿o solo lo imaginaste? Vuelves a casa, como un tipo nor-
mal, conduciendo el auto como si nada se quedara atrás. Abres la puerta de tu
habitación y te quedas tranquilo porque ya no hay nylon ni una ella esperando
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RELATO: Demencia - Connie Tapia Monroy
por ti.
36
LOS EMISARIOS DEL CLUB DEL GORE
Por Grargko
El sonido del metal y el cuchillo turba como uña por la piel. Lo siento dentro, y
el umbral del dolor ya desaparece, a medida que la sangre fluye seca y cristalina.
Estoy jugando indirectamente el juego del cual soy parte hace mucho tiempo.
Al entrar allá, más allá, ¿Qué era lo que veía? Puro peldaño digitatorio. Trepo y
trepo, por enredaderas me enredo, y tan pronto como avanzo, ya soy la materia
ecuánime de una galería que implosiona en mi organismo, en su febril intem-
perie.
Al caminar se me hace cruel pisar sobre aquellas formas, aquel piso aún vivo,
suspirando bajo su orgánica corporeidad. Prosigo hasta el fin del pasaje, y un
gran monolito de cuero se instala de súbito. En la próxima estancia, mi temor
paso a paso se hacía radicalmente real. Mis poros iban expeliendo un mortal
etílico, sin saber que ya era parte de su faena, su letal palanca: LA JERINGA IN-
YECTA EN MÍ.
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ANGELITOS CON DIENTES
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Relato: Angelitos con dientes - Lou W. Morrison
tosamente grueso. El plato principal ya está listo.
—Mmmm... Qué colita más gorda.
Las encías escuecen al tiempo que mi boca se hace agua anticipando lo que
dentro de poco será mi primer banquete caníbal.
Quino también está muy excitado ante su propia perspectiva de lo que vie-
ne ahora. Pobre.
Ninguno de los dos comprendía aun lo que era una felación, pero era lo
que interpretábamos. Me meto el pene en la boca, lo embadurno de saliva con
mi lengua mientras le saco todo el sabor y la textura.
—Qué rica está—digo sin poder dejar de saboreársela.
Allí acaba el juego y empieza la diversión. Mis dientes se cierran de golpe
arrancando un alarido de dolor de la garganta de Quino. Tiro con todas mis
fuerzas y agito salvajemente la cabeza hasta que comienza a surgir la sangre y,
poco a poco, la carne, la piel y el músculo se desprenden. Extasiado, mastico el
sabroso bocado sin quitar ojo al resto del lechón que sigue aullando agónica-
mente mientras se retuerce y sangra sobre la cama.
Cuando alarmados por los gritos entraron mis abuelos en la habitación, el
hechizo se había roto como el destripado muñequito de carne y vísceras que ya-
cía sobre mi cama. Quino murió sobre ella sin que nadie pudiera hacer nada
más que sentarse y observar. Al menos, eso es lo que hice yo cuando no me de-
jaron seguir con el banquete.
En parte les hice un favor a los padres de Quino, les libré de tener que lle-
nar una boca llenando la mía. Nunca entendí por qué no me lo agradecieron. Al
menos mis abuelos entendieron que yo no soportaba aquel lugar y me enviaron
a vivir a una habitación dentro de un edificio protegido por altos muros y bauti-
zado con el nombre de un inminente doctor en pleno centro de Madrid.
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SANCTUSFILIA
I
(e)Jaculatorias
Calor. Odias el calor. La ventana entre abierta en la parte superior, cerca del te-
cho, deja penetrar un punzante aroma a basura desde las callejuelas aledañas.
Maldices. Pero si lo piensas mejor, puede que sea una bendición ya que te ayuda
a tapar ciertos aromas. Al menos mantienes a las moscas fuera de tu habita-
ción, concentradas en los tachos de basura. Vaya mierda nos tocó vivir, ¿eh? Pe-
ro para qué quejarse. De seguro después de esta nos espera el calabozo, eso es
seguro. Esta vez tu rango no te salvará de esta.
En la oscuridad, juegas con una linterna para distraer la mente. Alumbras
cada esquina de la habitación. Un par de muebles, libros, una cruz solitaria cla-
vada en la pared blanca y vigas barnizadas. Diriges el haz de luz hacia el rincón
y se crean sombras monstruosas… tratas de ignorar lo que hay allí… transpiras,
tu corazón se acelera, sientes tu cuerpo arder y miles de cosas pasan por tu ca-
beza. Aunque a estas alturas ya nada importa… lo hecho, hecho está.
Apuntas con la linterna hacia la ventana y puedes distinguir algunas mos-
cas revoloteando furiosas bajo el alumbrado municipal. Son pocas, pero lo sufi-
ciente como para causarte molestia… lo suficiente para darte nauseas, pero al
fin y al cabo: tú te lo buscaste, ¿no?
Sudas. A pesar de estar desnudo sudas como un cerdo. ¿Acaso los cerdos
sudan?, preguntas, para desviar la conversación. Pero qué se yo, no soy experto
en el tema. Solo soy el eje de tus pulsiones absolutas, el artífice de tus apetitos
más extremos… pero tranquilo, no me lo agradezcas. Estamos juntos en este
buque que se va a pique.
Me ignoras y te alumbras las manos a contraluz. Recuerdas algo de tu ni-
ñez. Los dedos rojizos y una línea oscurecida en la piel que atribuías a los hue-
sos, como si la linterna tuviese los atributos de una máquina de rayos X. Bajas.
Ahora colocas la linterna a la altura de la entrepierna y nuevamente estamos en
Relato: Sanctusfilia - Pablo Espinoza Bardi
sintonía. Lo visualizas de un rojo intenso, candente, remarcando piel y venas.
«Mira… se ve como el sable láser de Darth Vader».
Reímos.
Golpean la puerta y guardas silencio. Por un momento piensas que es parte
de tu imaginación pero a los segundos vuelven a insistir. «De seguro es el mari-
ca de Mikael… deshazte de él». Esa frase te confunde. ¿Deshacerse de qué for-
ma?
Abres un tanto la puerta y te asomas.
—Mikael. Qué quieres, es tarde.
—Escuché ruidos… y pensé…
—Qué pensaste, Mikael.
—…
—(«¡Deshazte de él!»).
—Es tarde, Mikael. Estoy cansado, y…
—No puedo dormir, Padre, y pensé que querría algo de compañía.
—Temprano por la mañana tengo misa… deberías volver a tu cuarto, no es
seguro.
—Sí, lo sé. Qué pena por el joven que perdió sus ojos, ¿no? El que encon-
traron tirado en el callejón. Tres meses llevaba con nosotros, y pasa esto…
—(«¡Vamos, deshazte de él!»).
—Si. Una lástima.
—Qué sucede Padre, lo veo algo tenso, nervioso… quizás pueda ayudar en
algo, si sabe a lo que me refiero. ¿Puedo pasar?
—(«¿Acaso te está coqueteando?, el muy puto»)
Abres la puerta y lo ingresas a la fuerza, y ves que no pone resistencia. Un
corderito listo para faenar. Lo tiras a la cama, bajas su pijama y te sitúas sobre
él. Con una mano tapas su boca mientras que la otra sujeta la linterna. El calor
es desesperante, sientes la falta de oxígeno y el sudor actúa como capa adhesiva
al hacer contacto con la otra piel.
Apuntas al rincón con la linterna. Mueves el haz de luz y las sombras se
mueven caóticas en la pared. En la esquina, un altar con algunos santos de yeso
se muestran imponentes. Son pocos, pero sus semblantes no profetizan nada
bueno. Uno de ellos, el de mayor tamaño, te mira con ojos sangrantes. Entonces
aceleras el ritmo. Jadeas. Los santos de yeso pronuncian jaculatorias. Cada una
única y especial. ¿Qué te dicen los santitos, Padre?
«Qué ganas de volver al taller, ¿no es así?»
«Te dije que te deshicieras de él».
II
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Relato: Sanctusfilia - Pablo Espinoza Bardi
Intermezzo
44
Relato: Sanctusfilia - Pablo Espinoza Bardi
Conectaste el primer golpe. Fue duro. Te costó convencerte de que lo ha-
bías hecho tú. Por un instante pensaste que fue otro el que la golpeó, alguien
que había usurpado tu identidad.
La sangre no demoró en salir. Emocionado, conectaste el segundo golpe y
el impulso la proyectó de espaldas sobre la mesa de centro y las figuras religio-
sas, haciendo que esta se quebrase. Ya fuera de tus cabales, tomaste la tetera de
porcelana y le vertiste el agua hirviendo en la cara mientras reías como un ma-
niático, para luego quebrársela en la cabeza. Ahora bien, esa no fue idea mía,
aunque me culpes hasta el día de hoy de ello. La situación fue confusa. La vieja
chillaba y aquel ruido no nos dejaba pensar con claridad. Pueda que me atribu-
ya algunas ideas, pero otras vinieron de tu cabecita. No recuerdo con claridad,
todo es un collage de caos y perversión. El punto es que tenía que callarse de al-
guna manera. Tapaste su boca, subiste su falda y la penetraste con saña, mien-
tras tu mirada se fijaba y se perdía en el santo de yeso, el que alzaba su cruz en
vano. Estudiaste cada detalle, cada porosidad e imperfección de la pintura. Sin
darte cuenta tus manos estaban en su cuello, estrangulándolo con fuerza, ha-
ciendo que expulsase de su boca una lengua amoratada y erecta.
Me culpaste. Luego culpaste al otro, al supuesto impostor…hasta que final-
mente asumiste tu responsabilidad. Te di palabras de tranquilidad y apoyo. In-
cluso, accedí a que la culpa fuera compartida. Al fin y al cabo estamos juntos en
esto. ¿Pero qué sucedió después? ¿Cuántos años pasaron? ¿Qué trastorno psico-
patológico desarrollaste?
III
Sanctusfilia
45
Relato: Sanctusfilia - Pablo Espinoza Bardi
miembro irreal cada agujero creado sabiamente por el Altísimo. Ya no te con-
trolas. Te venían grandes ganas de acudir al cuarto para corrértela frente a la es-
tática mirada de los santos de yeso. El placer era inimaginable.
Las fantasías hacia las monjitas no pasaban desapercibidas para la Madre
Superiora, pues ella, a modo de lúbrico placer carnal, celebraba tus demencia-
les actos de onanismo exacerbado, pues, como te habrás dado cuenta, las man-
chas de las corridas en la sotana son difíciles de disimular. La muy zorra te pidió
la confección de su santo favorito para pagar su silencio.
Horas después, en la comodidad de su cuarto, el pobre San Martín entraba
y salía de una enmarañada ventosa.
Pero todo cambió cuando quisiste experimentar con algo totalmente nue-
vo. Me atrevería a decir que en parte yo tuve que ver con ello, pues captaste mi
idea con lujo de detalles. Desde hace un tiempo que los santitos no te excitaban
de la misma forma que antes, sus miradas ya no te satisfacían. Deprimido, pen-
saste que todo está en la mirada, pues las miradas frías de los santos te ocasio-
naban más nauseas que regocijo. Así fue como, de vez en cuando, invitabas a
caminar por los lugares más desolados y oscuros del convento a una que otra
incauta monjita. Tu carisma ayudaba bastante, ya que ese semblante de Jesu-
cristo de Franco Zeffirelli era el gancho ideal. ¡A ellas las vuelve locas!
En el momento menos esperado les propinabas un fuerte golpe en la cabeza y le
administrabas un sedante para arrastrarlas hacia el taller. Allí procedías con
una escofina, sacando con sumo cuidado las corneas, para luego guardarlas en
un frasco y perderte entre las sombras, dejando el cuerpo tirado a su suerte en
uno de los distintos pasillos del convento.
Ya en tu habitación, comenzabas con el grotesco ritual, el cual consistía en
añadir las corneas a tus amados santos de yeso: «¡Ahora me están mirando!»,
aullabas de alegría.
Al principio era bastante tosco; algo amateur…y por lo tanto brutal, pues la
escofina no cumplía con la tarea al pie de la letra. En muchas ocasiones al hacer
la presión inadecuada el ojo se reventaba por completo, o bien, se salía quedan-
do agarrado tan solo de nervios y arterias. Pero luego, con la incorporación de
un cutter, la rebanada del ojo se hizo más precisa y, gracias a ello, el resultado se
tornó más profesional.
Con el pasar del tiempo, el patio de recreo y esparcimiento se fue llenando
de monjitas ciegas y el nuevo repertorio de santos de yeso fue creciendo aún
más. «¡Es cosa de Satán!», decían las monjas más rancias del convento. Pero
otras, lo atribuían a milagros de Cristo Nazareno, pues las víctimas en algunas
ocasiones tenían visiones de su creador, con proféticos mensajes de evangeliza-
ción, paz y amor. La madre superiora les seguía la corriente a las demás, pues
para entonces ya contaba con una magnífica colección de santos de todas for-
mas, tamaños y grosores.
Las visiones proféticas del convento llegaron finalmente a oídos del sacer-
46
Relato: Sanctusfilia - Pablo Espinoza Bardi
docio y, como de costumbre, la mejor manera de silenciar estos asuntos fue el
traslado. Entonces fuiste enviado a una abadía de padres salesianos. «Ya no será
lo mismo», pensaste asqueado, «…ya no será lo mismo». Pero bueno… aquí es-
tamos, y el puto de Mikael ya sabe demasiado.
47
SI TE DUELE, AVÍSAME
—¡Carajo! —gritó Juana en aquel hogar que siempre fue ruidoso, turbulento.
Además de ella, solo estaba ahí su pequeño hermano Julio, de trece años.
—¡Carajo! ¡Ay, mierda! —volvió a gritar, y continuó chillando toda la tarde
mientras Julio se entretenía mirando un película de zombis bastante aterrado-
ra, no acorde con su edad, en la cual una hermosa joven de cabellos rojos y cor-
tos se quitaba sus ropas y se ponía a bailar desnuda sobre las tumbas de un ce-
menterio.
«Empieza la mierda, empieza la mierda», decía Julio para sí, cuando se hacía
más intenso el zumbido dentro de su cabeza. Todo le dio vueltas, sintió nau-
seas. No obstante, el malestar acabó con rapidez y el chico siguió disfrutando
del film.
La chica de diecisiete años gritaba con desesperación, aún se quejaba cuando
cayó al suelo, no paraba de chillar. Había intentado llamar a sus padres para que
llegasen temprano y le trajeran algún medicamento que la ayudase con los do-
lores, pero el teléfono no funcionaba, estaba muerto. Qué raro. Un día antes
llamó a su enamorado para que viniera a verla hoy aprovechando la salida de
sus progenitores. No pudo hablar con él, pues no estaba en su casa, Juana le de-
jó un mensaje en el contestador, le dijo que le devolviera la llamada cuanto an-
tes. Volviendo al día de hoy: insistió con el teléfono, quiso llamar a una amiga;
por desgracia, el aparato no servía, ¿se le habrá terminado el saldo?, Juana no
quiso dilucidar qué había ocurrido con el artefacto, se sentía demasiado mal, y
optó por ir a echarse en su cama. No obstante, el padecimiento no se reducía,
tuvo que ponerse de pie de nuevo y bajó las escaleras doblándose de dolor. Le
pidió ayuda a su hermano, el cual no la escuchaba, pues seguía mirando la tele-
visión sonriente. Ella lo maldijo.
«Si te duele, avísame», le había dicho él, «si te duele, avísame». Hace días,
tocó a la puerta de la habitación de su hermana y se lo mencionó con una mira-
da fría que hizo que ella sintiera un poco de temor. En ese momento, cuando
Julio cerró la puerta de inmediato y se retiró, la muchacha pensó en el dolor, no
solo en el físico, sino en el mental, en el hecho de traer un bebé al mundo sin
Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
tener la más mínima posibilidad de criarlo sola; con las justas había terminado
el colegio y no había pensado en estudiar una carrera universitaria, mucho me-
nos tenía un trabajo. Se puso a llorar, se dijo que Julio no debió de hablarle y ha-
blarle esas tonterías, aunque tuviera la mejor intención. Ese chiquillo no estaba
bien de la cabeza, pero ella no era el mejor ejemplo de cordura. Se calentó, se la
metieron, y ahora estaba encinta de un tipo al cual le interesaba poco o nada el
actual estado de la adolescente.
Eso fue hace días. Esto es hoy:
Julio volteó a verla cuando ella se alejaba de la sala intentando ir a la calle.
«Iré a la farmacia, no, mejor al hospital, ya vengo, carajo, no puedo ni caminar,
ayúdame no puedo ni moverme, putamadre, no me apoyas en nada».
La sirvienta había salido, no estaba en casa, es su día libre, mierda. Juana la
estaba llamando hasta que recordó que la empleada del hogar no llegaría hasta
el día siguiente. Sin obtener respuesta de nadie, le dio un ataque de pánico, ca-
yó de rodillas en el pasillo rumbo a la salida de su casa, el pesado bulto de su es-
tomago le impedía realizar movimientos. Se paró haciendo un gran esfuerzo,
avanzó unos metros, quiso abrir la puerta, pero esta se hallaba cerrada con lla-
ve. Sus padres salieron hacía dos horas (almuerzo de aniversario) y no volvían.
Ellos se encargaban de Juana. Recordó las palabras de su madre:
«Ahora que tienes seis meses de embarazo debes cuidarte mucho, y nosotros
hemos de protegerte, no te dejaré sola, no lo haré, bebé, eres mi nenita todavía,
y tendrás un pequeñín al que le daremos todo nuestro amor. Velaremos por ti,
nos tienes cerca, ya que ese idiota de tu enamorado no hace nada, es un delin-
cuente».
Juana también recordó las palabras de su padre:
«Si me hubieras oído, no estarías con esa panzota, ahora no puede ni traba-
jar, mierda, embarazada a los diecisiete años. ¿Qué crees que pensará Julio?
¿Ese es el ejemplo que le das a tu hermano? ¡El pobre ha pasado por varios psi-
cólogos y psiquiatras! Es un niño nada más, pero, claro, solo pensaste en ti, en
tirar con la primera huevada que se te puso en frente. ¿Y ahora? Contrataré una
empleada para que te cuide. ¡Pobre de ti que andes con antojitos! ¡Y no quiero
que ese vago que te preñó se presente por aquí! Es un fumón, sin oficio ni bene-
ficio, solo sirve para hacer hijos, ya me enteré de que tiene una chibolita con
otra menor de edad. La cagaste, Juana, la cagaste, idiota, ¿quién sabe dónde es-
tará ahora ese perro? Ni tú lo sabes. Ni se te ocurra buscarlo».
Su madre le dijo que la cuidaría, pero la vieja zorra ha dejado la puerta de en-
trada con llave, claro, así no puedo salir ni recibir visitas, nunca la dejaban sola,
la empleada estaba contratada a tiempo completo, pero hacía días pidió permi-
so para salir veinticuatro horas, pues tenía un familiar enfermo. Ya que no había
nadie más en la vivienda, sus padres le dejaron el número del restaurante don-
de se encontrarían, pero el teléfono no tenía línea, tampoco hallaba su celular.
¿Por qué? Juana necesitaba ayuda y no podía acceder a la calle, para tomar un
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Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
taxi e ir a la clínica. Tenía dinero en la cartera, sin embargo lo que necesitaba en
ese momento era la llave de la casa. Quizá Julio tuviese una copia, pero no le
hacía caso, se encontraba sumido en el perverso mundo de sus gustos. Julio
puede tener una copia de la llave, está mal de la cabeza, pero quizá se mandó a
hacer una sin permiso de nadie.
Ella pensó en su padre, viejo imbécil, qué sabes tú del amor, vives renegado
de todo, amargado, te peleas a menudo con mi mamá, tienes un buen trabajo,
ganas bien, y todos sabemos que ascendiste destruyendo a otros, aunque es ver-
dad que, de algún modo, te importa tu familia y siempre nos diste todo a noso-
tros, tus hijos; incluso, cuando sucedió el accidente con Julito y le dieron trata-
miento psiquiátrico y se sanó (quizá no del todo), apoyaste a la familia, sabes de
negocios más que de afecto, sabes de responsabilidad, para eso nos pariste, ¿no?
Pero qué sabes de amor, qué sabes de la fascinante pasión sexual que puede unir
a dos jóvenes, que los hace olvidar las consecuencias de sus encuentros prohibi-
dos, lo cual hace más delirante y hermosa la relación que yo tengo con Enrique.
¿Qué sabes tú, papá?
Sus padres no sabían nada de nada, solo ella sabía de los misterios del sexo y
la entrega total a otro cuerpo. Ahora estaba sola y el bebé parecía que se venía,
se le ocurrió la idea de salir a la ventana y pedir ayuda, llamar a un vecino. Lo-
gró abrir las cortinas, mas no pudo abrir las ventanas, los dolores no le permi-
tían moverse. Ella pensó en su hermano.
Él seguía encapsulado en el sillón. Juana se sentó junto a él, le rogó, le implo-
ró por ayuda. Julio apagó el televisor, acto seguido la miró con un gesto helado,
sin expresión. Sus delgadas facciones se convirtieron en una cadavérica mueca.
Le habló, le recordó cuando eran más pequeños y Juana lo golpeaba y acechaba
siempre que podía, sin que él pudiera defenderse. Luego ella les recomendó a
sus papás que él fuera encerrado en una institución psiquiátrica después de que
atacó a un compañero con una tijera, casi lo mató, su hermano era impredeci-
ble, peligroso, por ello lo recluyeron, lo inyectaron a diario y le hicieron toda
clase de exámenes. Hacía dos años de aquello. Ambos hermanos tuvieron que
cambiarse de colegio; él, porque lo habían expulsado del anterior (además de
que los padres del niño que fue su víctima lo denunciaron); ella, por la vergüen-
za. Julio reconoció el «error» cometido, pasó por un infierno del cual pudo salir
cuando fingió sentirse bien con la medicación, y los doctores le dieron de alta.
Pero la mierda aún estaba ahí, no se iba, la mierda se encontraba sentada a su
lado, hablándole.
Las delgadas facciones de la encinta parecían rogarle perdón. Su rostro se pu-
so pálido, sus gestos se retorcieron formando una expresión de dolor. Cabellos
lacios, piel trigueña, estatura baja, contextura flaca. Tenía un polo amarillo que
cubría su inmensa barriga. No aguantó, Juana empezó a gritar y a retorcerse so-
bre el sillón.
—No sé qué pasa, solo tiene seis meses, me dijeron que nacería en nueve, se-
50
Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
rá niño, como tú, Julito, tu sobrino, está pateando —quería llegar al fondo de la
mente de su hermano. Este la miró sin mostrar emociones. Sucinto como era,
dijo:
—Pronto serán siete meses. Dentro de cuatro días. Sietemesino. A veces pa-
sa.
—¡Es cierto! —gritó ella—. ¡Es cierto, ayúdame! ¡Conchasumadre, no aguan-
to más! —cayó de de costado al piso—. Tendrás que ayudar con el parto, her-
manito.
—¿De verdad? —el niño sonrió y se acercó a Juana—. ¿Me permitirás ayu-
dar?
—¡Claro que sí! Saca la cara por la ventana y pide ayuda. ¡Que ya no aguanto!
—Así no. Si me gritas, mejor hazlo todo tú sola. Así no me gusta que me tra-
ten.
—¡Saca esa cara de mierda que tienes por la ventana y llama a la vecina pa-
ra…!
—Pídelo por favor, y de repente me animo —prendió de nuevo la televisión.
—¡Ahora, estúpido! —Juana abofeteó a su hermano, él logró protegerse con
las manos. Nunca le había puesto un dedo encima a su hermana porque sus pa-
dres le habían prohibido que lo hiciera. Era un chico extraño y enfermo, nació
con una señal oscura en la mente, les había hecho daño a otros, pero a su fami-
lia nunca, no podía, su familia era casi parte de él y Julio era narcisista. Su fami-
lia le había enseñado que nunca se le levanta la mano al papá, a la mamá o la
hermana, y él no se atrevía a responderles de mala manera a sus padres, porque
si no, lo abofetearían, como ya habían hecho un par de veces, ¿por qué esas re-
glas no se aplicaban con él y con los demás sí? No era justo. Su hermana siem-
pre se aprovechó de eso para tratarlo mal, humillarlo, chantajearlo, decirle que
lo delataría, pues el niño tenía bajas calificaciones y ella le revisaba los cuader-
nos. El muchachito ahora estudiaba en una nueva escuela y no había dado ma-
yores problemas, pero en la casa y en el barrio a menudo cometía travesuras y
excesos. Una vez desapareció el gato del vecino, Juana recordó que había visto a
su hermano jugando con el animal, sabía que el niño era culpable de lo que fue-
se que le hubiera ocurrido al felino. Así lo dominaba, lo controlaba y lo tenía
comiendo de su mano, al menos casi siempre. En casa él se portaba bien, pero a
veces decía cosas obscenas cuando creía que nadie lo oía (Juana lo espiaba y lo
escuchaba), o miraba revistas pornográficas que le prestaban sus compañeros
de escuela (Juana solo debía buscar debajo del colchón de su hermano y las ha-
llaba). Ella aprovechaba tales circunstancias para tratarlo como su esclavo. Por
eso él la odiaba. La odiaba con todas sus fuerzas, mas si le contestaba ella lo
golpeaba, tenía más fuerza y contaba con la venia de sus progenitores para agre-
dirle (como un correctivo, decían ellos). Una vez lo chancó en la cabeza con un
palo de escoba, Julio sangró, pero no la acusó, solamente se preguntó por qué,
si era imprescindible cuidar a la familia, respetarla, valorarla, no tocarle ni un
51
Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
pelo, ella le hacía todo ello. Las normas no se ponían en práctica con él, eso lo
enojaba. ¿No sería lo correcto romper las reglas si Juana las había quebrantado
primero? ¿No sería justo, e incluso necesario, devolverle los maltratos a su her-
mana? No lo había hecho antes, pero nunca es tarde para demostrar «valentía».
¿Sería este un buen momento para darle su merecido? Puede que sí, además se
hallaba un tanto indefensa. O mejor no, ella estaba encinta y hubiera sido un
pecado atacar a una chica embarazada, desesperada por tener dolores en el
vientre. Él ahora solo quería ayudarla… y así lo haría. Claro que lo haría, era su
hermana, y él era la única persona disponible en la casa para echarle una mano
con el gran problema que la estaba atenazando.
Pero no llamaría a la vecina que vivía frente a su casa. No, no lo haría, le ha-
bía costado mucho cerrar la puerta con llave y esconderla, le costó menos ase-
gurar los postigos de las ventanas para que nadie, excepto él, las pudiera abrir
con facilidad, le costó menos esfuerzo golpear en la cabeza a la sirvienta y ama-
rrarla en el sótano, le costó aún menos desconectar los teléfonos unas horas. Lo
que sí le había demandado un poco más de esfuerzo había sido deshacerse para
siempre del imbécil ese, el que había causado todo el lío, bueno, lo habían pro-
vocado él y Juanita, porque un bebé no lo hace una persona sola, aunque ella
era su hermana, era menos culpable. El responsable de mierda era él, por eso
había pagado con su vida. Ahora que lo pensaba, la sirvienta, de nombre Camu-
cha, no había tenido nada que ver en todo el entuerto, no debió pegarle en la
cabeza, amarrarla y dejarla en el sótano, ella viviría, o tal vez no, sería bueno
echarle una mirada. De repente la mató por gusto, tenía que ir a verla ya mis-
mo; el trozo de tela en su boca no le permitiría hacer ruido. Pensó en el mo-
mento fatal en que Camucha le dijo a sus padres y a él que su familiar ya se esta-
ba recuperando y ya no saldría este día (jueves), sino el fin de semana. Juana no
la había escuchado, menos mal, por eso sus padres salieron a su cena de aniver-
sario con total tranquilidad, pensaron que la sirvienta se encargaría de cuidar
de su hija, y así hubiera sido si Julio no hubiera intervenido. Juana estaba en su
cuarto durmiendo, por eso creyó que Camucha se había tomado el día libre. Ju-
lio se dijo que el día apenas comenzaba, no podía concentrarse en la televisión.
«Me acecha la mierda, me acecha la mierda», pensó. Era una especie de araña
gigante que se posaba en su cráneo, que clavaba sus ocho patitas en los extre-
mos de su cabeza y sus dos enormes dientes en su hueso frontal, y le dolía, pero
no era como pegarse un martillazo en una mano o caerse de la bicicleta de culo,
este era un dolor diferente, que parecía arrancarle la cabeza y llevarla hacía
quién sabe qué malditos lugares ignorados por la razón humana. No quería
pensar en eso, quería ayudar a su hermana, a pesar de que ella casi le había
arrancado un mechón de pelos para obligarlo a ayudarla.
—Si gustas, grita tú, yo no gritaré —dijo Julio de modo resuelto apagando el
televisor.
Su hermana le dio un puñete, el chico sintió algo moverse dentro de su boca
52
Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
y creyó que iba a escupir un diente, pero solo expulsó un poco de flema con san-
gre. Volvió a decir en su mente que el día apenas comenzaba, a pesar de que ya
era la hora de almuerzo. Se dijo que era curioso, no sentía hambre. Miró a Jua-
na, quien le decía llorando, roja como un tomate:
—¡Llama a los vecinos por la ventana o te rompo más dientes! ¡Llama, mon-
golito de mierda! ¡Llama, llama, llama, llama, llama…!
—Está bien, llamaré, pero cállate, gritando no arreglas nada. Llamaré desde
arriba.
Julio se dirigió al segundo piso. Pensó en las ventanas, todas las de la casa te-
nían barrotes, un seguro antirrobos le dijeron sus padres. El niño se dijo si no
era una especie de cárcel más bien, que evitaba que los hijos fueran a la calle.
No había azotea, la única forma de observar el mundo de afuera era mirando a
través los espacios vacíos que había entre media docena de fierros, estuviera
abierta o cerrada la ventana. En cuanto llegó al cuarto de sus progenitores, des-
corrió la cortina, destrabó los postigos que él mismo había asegurado una hora
antes, abrió la ventana y no gritó, no dijo una palabra. Llamar a un vecino arrui-
naría su plan, y todo estaba marchando bien. Juana podía aullar todo lo que
quisiera, nadie iba a escucharla, su residencia estaba un tanto alejada del resto,
en una zona exclusiva. Incluso hubiera resultado difícil pasarle la voz a la vecina
de la casa de enfrente, que a menudo salía a pasear a sus perros o a regar sus
plantas. Por supuesto, Julio podría ubicar a alguien paseando o gritarle al guar-
dia que cuidaba la cuadra, y que tenía su caseta a mitad de la calle, pero no ha-
bía señales de él, de seguro se había ido a almorzar. Solo estaban Julio y su her-
mana. No podía ser más perfecto. Era tiempo de dar el siguiente paso.
—¡Llama, carajo! ¡Cómo quieres que no grite si me duele! —Juana lloriquea-
ba mientras abrazaba el sillón más grande de su sala—. ¡Duele, duele, duele!
¿Qué me pasa? ¡Duele! ¡Me desmayo! ¡Duele, duele! —lloraba de un modo de-
sesperado, el cual hubiera vuelto loco a cualquiera que tuviera poca paciencia y
los nervios en vilo. Su hermano se recostó en la cama de sus padres. Luego, a los
cinco minutos, bajó al primer piso.
—Nadie me atiende, no hay nadie en la calle.
—¡Mentira! —chilló Juana—. ¡Mentira! ¡No gritaste! Iré yo, iré yo, no aguanto
más...
Su hermano se acerco a ella y le dijo:
—Si el bebe esta por nacer, entonces yo te ayudaré... no debes preocuparte de
na…
Su hermana lo empujó babeando, caminaba por toda la sala. Al principio dio
algunas vueltas, después se percató de cuál era su meta real: quería subir las es-
caleras para llegar a la ventana más grande, la del cuarto de sus padres y llamar
desde ahí. No pudo ni subir un escalón, pensó que estaba cometiendo una ton-
tería. Se dirigió a la ventana del primer piso, la de la sala. Volvió a empujar a su
hermano, le dijo:
53
Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
—¡Quítate, idiota, enfermo! Abrió la cortina de par en par. A lo lejos vio a dos
personas: un señor pasando con terno y corbata, apurado, y una chiquilla ma-
nejando bicicleta.
—¿Conque no había nadie? Mentiroso de mierda, asqueroso, me las pagarás
cuando lleguen mis papás, les diré todo lo que me has hecho. ¡Abre! No abre
esta puta ventana. ¡Julio, ábrela. ¡ÁBRELA!
Su hermano se acercó detrás de ella y le dijo al oído:
—Estás muy histérica, tendré que callarte por las malas.
—¡Abre la puta ventana, enfermo de mierda, ábrela! —Juana cayó de rodillas
y siguió gritando, vomitó un poco y lloró. En voz baja dijo:
—Ábrela, y pide ayuda, Julio, que me muero, me muero.
Su hermano, de pie delante de ella, le respondió:
—Así te quería ver: de rodillas ante mí. Siento mucho lo que te voy a hacer.
—El chico cogió un martillo que tenía escondido detrás de él—. Nadie te ayu-
dará, solo yo. Estoy aquí y seré yo quien te salve. Yo te ayudaré a dar a luz.
(Por un momento quiso decir «dar a la luz»).
Le pegó fuerte en la cara y ella de desmayo.
******
54
Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
sé que te duele, ¿qué tanto miras? Ah, es cierto, está muerto. Jano o El Jano…
¿por qué le dicen así? ¿Porque te llamas Juana y eres (o fuiste) su mujer? Cuan-
do me llamó por teléfono dijo que se llamaba Enrique, así que lo invité a venir.
Ya deja de verlo de esa manera, no se va a levantar, está muerto, lo he envenena-
do. Creo que lo mejor será que no mires nada. Por aquí tengo una venda a tu
medida… No te resistas, si no te pegaré de nuevo. No veas nada, solo escucha.
Te cuento, cuando mis padres se fueron, este manganzón vino a buscarte; es co-
mo si hubiera esperado en la esquina a que salieran para presentarse. Tú dor-
mías. Le dije que esperara en la cocina y le di de beber gaseosa mezclada con
cianuro. ¿Cómo lo conseguí? Del trabajo de nuestro papá, por supuesto, tiene
sustancias peligrosas en el laboratorio de química. No puedo creer aún que me
haya llevado con él a su chamba hace unos días, pero sobre todo no puedo creer
que, estando ahí, me haya dejado solo cinco minutos.
»Ahora mira al que te llenó: este huevonazo tomó mucha gaseosa, casi un li-
tro y murió en silencio. Lo escondí en el desván. La sirvienta me descubrió qui-
so gritar, pero la golpeé con el mismo martillo con que te pegué a ti. A ella la
puse en el sótano, no quise matarla, ya la revisé, su cráneo tiene un charco de
sangre y no respira, así que la rematé, fue lo mejor. La golpeé como seis veces.
Sentí un placer similar a cuando le clavé las dos puntas de la tijera a ese imbécil
que me jodía en el colegio, quise darle en los ojos, pero el muy cojudo levantó la
cara en el último instante y le di en las mejillas. No sé por qué hago esto, pero
me siento muy bien. No es que quiera hacerte daño, quiero ayudarte, quiero
que venga a este mundo ese lindo bebé. Mis padres no podrán entrar, puse
trancas a las puertas delantera y trasera. Antes de que vengan las quitaré. No
vendrán pronto, reconecté teléfono y hace unos minutos llamaron, han ido de
compras, les dije que todo iba bien. Sí, hace rato yo corté el teléfono, cerré todo
con llave, y atranqué un poco las ventanas. Te di un poco de veneno para ratas
también, para acelerar la venida del bebé y ahorrarte uno o dos meses más de
angustias, y para evitar que me las crees a mí.
Juana abrió los ojos con asco y siguió gimiendo para sus adentros, doblaba su
cuerpo sobre la mesa, sacudiéndose, debatiéndose, haciendo bailar el rectán-
gulo de madera. Su hermano la golpeó en las piernas con el martillo para que
no pateara, lo hizo con fuerza y ella dejo de patalear. Juana lloraba, ya no se de-
batía. Su hermano le cortó el pantalón con una tijera y se lo sacó de un tirón, de
inmediato le cortó el calzón rosa y se lo arrancó. Le cortó el polo y el sostén, de-
jando ver los grandes senos no acordes para una chica de su edad. Su hermano
le inyectó en el brazo algo que dijo haber conseguido en el mismo lugar donde
había hallado el cianuro. La jovencita se mareó y empezó a ver estrellas. Apenas
oía.
—Para que veas que soy bueno —le dijo—. Cuando despiertes todo habrá
terminado, porque todo acabará pronto, y quizá ya no volvamos nunca más a
hablar de frente. Cuando despiertes, todo estará bien.
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Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
Su hermana no sintió dolor, no se movió. Estaba adormecida. Su hermano le
abrió las piernas y miró como quien observa el fondo de una caverna. Le gritó:
—¡Puja, ahora, puja! ¡Puja, tonta, puja! ¡Puja, puja, puja!
No obstante, su hermana estaba casi desmayada y no podía pujar, se sentía
débil y de un momento a otro contempló la irrealidad de las cosas, en otros ins-
tantes se veía inmersa en un mundo alterno, uno lleno de negrura y desolación,
gobernado por un demonio.
Su hermano metió la mano hasta el fondo, la sacó, la olió, hizo un gesto de
asco y dijo:
—¿Y ahora? No puedo sacarlo. Bueno, menos mal que afilé mis cuchillos...
Cuando Julio tomó los cuchillos de cocina, ella regresó a la realidad y pudo
notar lo que le hacían. Quiso escapar de nuevo, pero algo andaba mal, no sentía
nada, la inyección le hizo efecto, si lo hubiera sentido hubiese sido un dolor in-
descriptible. Ella no percibía las heridas y no pudo verlas, porque antes de cor-
tarla él le puso una venda en los ojos. Así, desnuda como estaba, Juana sintió
frío, como el de la nevera cercana, que estaba próxima a ella. Luego percibió
que sobre su vientre hacían algo, aunque Juana no podía saber qué era.
Pasaron varios minutos, su hermano la inyectó de nuevo. Ella volvió a desva-
necerse. A ratos se despertaba, como si hubiera estado sumida en ensueños. Y
lo vio, porque se le cayó la venda. Lo vio acariciando un cuerpecito, sostenién-
dolo con un mantel. El cordón umbilical cortado colgaba. Ella quiso vomitar
cuando su hermano la miro sonriendo y dijo:
—No ha llorado, no respira; lo siento, Juanita, trataré de revivirla. Es mujer-
cita, ¿quién dijo que sería varón? Es... no… hubiera sido mujercita. No sé cómo
reanimarla. Lo siento.
Julio se dijo que la mierda había empezado, había atacado y había terminado,
y él no se dio cuenta hasta el final de todo. Las puertas de la casa sonaron fuer-
te, eran los padres que habían regresado y no podían entrar a su propia residen-
cia. Llamaban a la sirvienta, a sus hijos. Dejaron de oírse ruidos tras un cuarto
de hora y los padres volvieron con un cerrajero. Juana los oyó, escuchó las voces
altas que pedían a alguien más abrir la puerta trasera con rapidez. Por favor,
que entren de una vez, que ayuden a mi bebé, mi bebé, mi bebé…
Julio echó al bebé en el fregadero, lo miró como si se tratara de una zanaho-
ria. No era un nene desarrollado, no parecía un feto. No parecía nada. No era
nada. No vivía, no lloraba, solo sangraba. El chiquillo botó el cadáver de Enri-
que de la silla y se sentó en esta. Cogió un trozo de cordón umbilical y realizó
un gesto incomprensible, como intentando ahorcarse con el resto humano.
Musitaba: «ayudé, ayudé, ayudé, te ayudé, Juanita, yo te ayudé…».
Juana no lo escuchó. Se hallaba desvanecida sobre la mesa. Se durmió para
siempre en una convulsión fatal, no por el exceso de droga y veneno, no por
atisbar a su bebé, que se encontraba muerto también en los brazos de su verdu-
go, no por los innumerables tajos que habían deshecho su cuerpo. Ella murió al
56
Relato: Si te duele, avísame - Carlos Enrique Saldívar
caérsele la venda y mirarse a sí misma, al darse cuenta del enorme charco de
sangre en su ser. Juana no pudo explicarse en aquellos aterradores segundos có-
mo es que estaba viva cuando vio el gran agujero que tenía desde la parte baja
del estómago hasta la vagina. Sus órganos internos ahora estaban al aire y latían
sobre sí misma. La infeliz comprendió el porqué de aquel extraño frío mezclado
con esa sensación de calor, pero dicha visión solo duró dos o tres segundos, un
breve y demoledor lapso en que lo comprendió todo, su cerebro pareció derre-
tirse y su corazón se paralizó.
Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 6 de junio de 1982). Es director de las revistas
virtuales El Muqui y Minúsculo al Cubo. Es administrador de la revista Babelicus. Publicó el
relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción
(2008, 2018), Horizontes de fantasía (6454) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros
(2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso
(2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror
(2017, 2018, 2021), Muestra de literatura peruana (2018), Constelación: muestra de cuentos
peruanos de ciencia ficción (6465) y Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía
(2021). Radica en Lima.
Redes Sociales: Facebook | Blogger
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RESTAURANTE 213
Una ensalada de cristales rotos Tomo tus tobillos, dócil recibes mi car-
Ahí estoy, más que en mi piel ne
Miran al vacío esos miles de rostros No tardo en ruborizarme
Soy una sombra en el dintel Yazco a tu lado, abrázame
No sé tú, pero yo, tengo hambre
Corrí solitario como un sol de cielo
despejado
Siente mi calor ¿No es de tu agrado?
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Relato: La carne era esto - José Ángel Conde
nía, música dance a todo volumen, mezclada con escandalosas risas burlonas.
El ruido de las llantas de un coche que huye, va dejando su lugar a gritos feme-
ninos de auxilio, mezclados con chapoteos de angustia. Las botas de Prašič
aplastando el agua a la carrera, hasta alcanzar la escena. El silencio ralentizan-
do el tiempo mientras presencia el cuerpo robusto y plateado, cubierto de barro
y miedo, consiguiendo salir a flote y alcanzar la orilla, deteniéndose en medio
del pantano como si fuera suyo. La Rusalka, la ninfa eslava de las aguas, le
muestra su cuerpo desnudo y abandonado, paralizado ahora contra el horizon-
te de la noche y bañado en la luz lunar. Observa cómo se recorta su ancha es-
palda trémula y su final se le ofrece ahora con claridad: una pequeña cola de
forma rizada y cubierta de pelo, húmeda sobre las redondas nalgas que emer-
gen del agua. El rostro de ella, descubierta en su vergüenza, se gira con un es-
pasmo. Los ojos verdes y la cruz de su medalla le miran con sendos destellos so-
brenaturales.
63
Relato: La carne era esto - José Ángel Conde
cerdo descortezado y los enormes pechos colgando como bolsas de sangre a
punto de explotar. Despertó de su inconsciencia y sus espasmos y gritos vinie-
ron acompañados de sudoración y orina. Prašič lamió y bebió el jugo de su pá-
nico, de todos sus recodos. Cualquiera de sus efluvios podía ayudar a conseguir
la comunión con ella. De su vulva extrajo el último de ellos, su semen aún ca-
liente mezclado con la sangre de su virginidad. Cerró los ojos y hundió su cabe-
za en el monte de Venus, intentando abstraerse de sus gritos y escuchar sus rit-
mos más internos viajando a través de su olor. Sintió entonces como si un líqui-
do negro explotara dentro de su cabeza, en un tiempo que no existía.
Cuando Prašič abrió los ojos, las acciones subsiguientes comenzaron a
desarrollarse con los movimientos fragmentados de una película estroboscópi-
ca, fundiéndose en lentas secuencias cinéticas separadas. Tomó un fino y largo
bisturí a modo de estilete y le abrió a Rusalka la piel del estómago, la levantó, la
extendió como un toldo y comenzó a ingerir su grasa amarilla fluyente hasta
ahogar su rostro cerca de las vísceras. Después soltó del gancho las manos de la
joven y la dejó caer al suelo encharcado de sangre y fluidos. Se tomó el día ente-
ro para acariciar toda su piel, con un cuchillo en cada mano, abriendo por su
superficie un complejo mapa tridimensional de cortes, hendiduras, amputacio-
nes y desgarros, hasta que terminó cayendo exhausto sobre sus restos. El ama-
necer llegó y sus ojos se abrieron a la montaña de despojos de lo que había sido
su cuerpo: un amasijo de carne troceada en la que se entremezclaban miembros
con tripas, huesos con pelos, órganos con tiras de epidermis externa… Y en la
cúspide de la Gehena de carne, de su humanidad descuartizada, aún palpitaban
con vida las dos partes que mejor la definían: un rostro descompuesto de sangre
y con los ojos desorbitados en éxtasis, y un corazón que aún palpitaba con fuer-
za desafiando a la muerte. Prašič sintió la sangre de ella cubriendo caliente su
propia piel y amó el conjunto. Sin pensarlo, recogió toda su carne abierta por y
para él, y la colocó dentro de la cubeta de la máquina picadora de carne, sobre
las ruedas de dientes metálicos. Miró todos sus órganos internos brillando co-
mo una ofrenda. Después saltó él mismo en la máquina, como si entrara en una
piscina bautismal. Alargó la mano hacia fuera, pulso el botón de marcha y en-
tró en ella por última vez. Un maelstrom de sangre y miembros girando fue la
última sensación que tuvo antes de ahogarse por completo en el océano escarla-
ta.
El patrón Kiril no podía apartar la mirada de las dos piezas de carne, envueltas
en papel sobre la mesa de la cocina. Esa especie de gruesos y extraños filetes se
encontraban entre las pertenencias que Prašič había dejado en su taquilla pri-
vada de la carnicería, antes de que se descubrieran los crímenes. Sin saber por
qué, Kiril había sustraído ese paquete envuelto en cuerdas ligeras sin dar parte
de él a la policía. La naturaleza de los acontecimientos debería haberle hecho
sentir repulsión ante tal descubrimiento, viniendo de quien venía. Sin embargo,
64
Relato: La carne era esto - José Ángel Conde
una vez que deshizo el envoltorio y contempló las dos montañas brillantes y es-
pumosas como hígados, coronadas por una puntiaguda y retorcida ternilla, a
primera vista dos auténticos flanes de cerdo, ya no pudo reprimir la inexplica-
ble e irracional, casi sexual atracción que lo inundó y que acompañó todas sus
dudas hasta que la carne acabó en la sartén. Sin mucha demora se encontró de-
lante de las piezas sobre un plato en la mesa del salón, y aún se detuvo unos
momentos más a observarlas como en el preludio a un ritual. Pero un impulso
irresistible las llevó enseguida al interior de su boca. El nuevo y fascinante olor
le transportó y al primer mordisco, el sabor fue como una explosión en su pala-
dar. Ni siquiera sintió el leve corte que se hizo con el tenedor en los labios, mez-
clándose la sangre con la saliva en el interior de su boca.
Al instante tuvo una erección.
65
VITUALLAS
68
Relato: Guárdatelo para después del cumpleaños - Lou W. Morrison
le susurro—. Cuando llegues al infierno de los golosos, diles que te envía Anaïs
—y agarrando con mis manos su cabeza, me basta un ligero y rápido movi-
miento para partirle el cuello como a un pajarito.
Arrastro el cuerpo hasta la cocina y lo tumbo sobre una mesa de madera
que tengo para estos menesteres. Mientras el horno se calienta, abro en canal
su torso y uso una gubia para separar sus costillas. Eviscero su cuerpo y ya está
todo listo para comenzar a prepararlo.
Calculo que una vez eviscerado debe pesar unos cuarenta y cinco o cin-
cuenta kilos. Enumero los ingredientes para que el banquete sea delicado y sa-
broso.
—Agua para evitar que la carne y la delicada piel de melocotón se quemen
y tan delicioso manjar se eche a perder, manteca de cerdo fresca, dientes de ajo,
sal gorda, hojas de laurel, tomillo y orégano —me chupo los dedos que aún
conservan su sabor—. No puedo esperar a poder comerte.
Comienzo pelando los dientes de ajo para luego picarlos en trocitos muy
pequeños. Los mezclo con la manteca, sal gorda, tomillo y orégano.
Mientras se va cumpliendo la hora de rigor durante la cual dejamos que se
caliente el horno, voy untándole con una brocha de silicona por dentro con la
mezcla preparada anteriormente. Lo coloco en una fuente grande de barro con
la parte de la piel hacia arriba. Añado agua y hojas de laurel en la parte de abajo,
pero sin mojar la piel.
Derrito la manteca de cerdo a temperatura baja durante unos minutos en
el microondas. Pincho la piel (para que no se formen bolsas de aire y quede
bien crujiente) antes de untarla con la manteca de cerdo fundida.
Ahora sí. Meto a mi suculento invitado al horno en la parte central con
temperatura arriba y abajo durante el tiempo que requiera su cuerpo para que-
dar bien sabroso y tierno. Lo riego a menudo con la grasa y jugo que va soltan-
do, añadiendo agua en cuanto falta y así consigo ese crujiente y doradito genial
de la piel de este jugoso lechoncito.
Subo la temperatura del horno durante otro período de tiempo, dándole la
vuelta cuando ya el delicioso aroma indica que está hecho del primer lado.
Le doy el toque final añadiendo aire caliente para conseguir una piel más
crujiente.
Lo saco del horno sin dejarle reposar ahí dentro. La costra de piel ha que-
dado muy crujiente contrastando perfectamente con la textura grasa de la car-
ne.
Troceo el cuerpo y paso el jugo de la fuente a una salsera. La salsa es para
mojar con un buen pan castellano o para mezclar con la carne, pero no se le
echa a la piel crujiente que tanto nos ha costado conseguir puesto que lo único
que consigues así es ablandarla.
69
Relato: Guárdatelo para después del cumpleaños - Lou W. Morrison
Lo llevo aún humeante y oliendo que alimenta con un carrito hasta la mesa
del comedor. La mesa está puesta y una buena botella de tinto espera para
acompañar tan delicado, jugoso y tierno bocado.
70
PROYECCIÓN
(O PREPARE YOURSELF FOR THE SHOCK OF A LIFE TIME!!!)
Falta muy poco para el cambio de turno, ya estás por salir. Hace un par de horas
entré por unos cigarrillos y vi tu rostro angelical al recibir el dinero e inmedia-
tamente imaginé las cosas que se vendrán. Solo unos minutos más y termina el
turno. Espero afuera. Me recuesto en el pavimento que queda entre el terreno
baldío y la gasolinera y me fumo un cigarrillo proyectando tu futuro. Cuento los
minutos, mi reloj ya marca tu salida e imagino nuevamente las cosas que se
vendrán. Solo unos segundos más y terminas el turno, ¡qué emoción! El marti-
llo destrozará tu cara en un santiamén. Eso es un hecho. La fuerza del impacto
te hundirá la nariz llevándose consigo cartílagos, huesos y dientes. Quedarás
desorientada antes de que pierdas el conocimiento por completo. Tus lágrimas
arderán. Tratarás de tomar bocanadas de aire y te arderán, quemando desde la
faringe hasta los pulmones.
P(oint) O(f) V(iew): El sheriff de turno mostrará sonriente su placa baña-
do en lucecitas azules que le darán un aura de importancia. Se aproximará ha-
cia tu cuerpo inerte en el barro en un peladero cercano a la gasolinera. Los fo-
renses te rodearán como buitres y graznarán a la espera de un pedazo de carne
muerta. El sheriff se relamerá el bigote y se le pondrá dura e insistirá en los
«detalles escabrosos». El muy cabrón volverá a insistir en que si fuiste ultrajada
o no pues para él, todos los crímenes —en su fantasía más oculta—, incluyen
cuotas de sexo y vejaciones y, no contento con ello, se pondrá unos guantes de
goma e introducirá sus dedos con la intención de encontrar sedimentos orgáni-
cos, ya sabes: sangre, orina, saliva, excremento, semen… lo usual. Entonces in-
gresará alucinado sus gordos dedos en tus cavidades en un mete-saca post mor-
tem, con el fin de mojar lo antes posible sus calzoncillos. Sacará exhausto sus
dedos y se los pasará disimuladamente a la altura del bigote e imaginará, al
igual que yo, las cosas que se vendrán. Te sacará fotos con su camarita digital y
guardará el guante en su bolsillo como souvenir o prueba «A», para oler y ju-
guetear a sus anchas en la comodidad de su hogar. Lo imagino y es lo que he
proyectado para ti, pequeña.
El turno está por terminar, ya estás a punto de salir, veremos qué sucede.
LOS OJOS DEL POZO
El mensaje de Carla fue una mano retorciéndole el corazón como una fruta
podrida.
“Te tengo malas noticias sobre Kato”.
Aunque le habían recomendado castrarlo para que no deambulara por los
tejados, sobre todo en la época de celo, él se había negado. Un gato suyo no po-
día estar incompleto, mucho menos sin bolas. Y así, se había hecho habitual
que no diera señales de vida durante días, incluso semanas, para regresar flaco,
lleno de costras e incluso la última vez, le faltaba una porción de oreja, como si
le hubiesen dado un mordisco. “Es todo un guerrero. El macho alfa del barrio”,
se jactaba.
Porque Kato siempre regresaba.
Hasta que el mensaje de Carla echó por tierra toda esperanza de tenerlo
de vuelta.
Alejandro no tenía idea de lo malas que eran las noticias.
Le respondió a Carla “Solo dime de una vez qué le pasó a mi Kato” y a
punto estuvo de agregar un emoticón de llanto. Qué ridiculez, qué banalidad.
Al instante recibió la respuesta de Carla “Prefiero que lo sepas por mí, antes de
que te enteres por alguien más. Al Kato lo mataron. Y te mando esto, porque sé
que de una u otra manera te va a llegar, pero te recomiendo que no lo veas, Ja-
nito”.
Entonces llegó un archivo de video.
Alejandro no esperó a meditar la recomendación de su polola y lo reprodu-
jo.
De inmediato la mano que había apretado su corazón, se hizo un puño so-
bre este.
En el patio de una casa construida con palets, chorguán, cartones y sacos, y
en cuyo techo flameaba una deshilachada y descolorida bandera chilena; una
hilera de animales faenados colgaba como ropa recién lavada, goteando sangre
Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
que confluía en un charco acosado por moscas. Incluso antes de ver a los carni-
ceros, sus risas y bromas en creolé le anunciaron que eran haitianos. Un par de
niños vestidos con harapos que apenas cubrían sus escuálidos cuerpos, metían
en bolsas de basura los pellejos de lo que evidentemente no eran conejos o lie-
bres. El camarógrafo encuadró nítidamente a la más pequeña, mientras esta
lanzaba la cabeza de un perro al interior de un saco, con toda naturalidad, co-
mo si estuviese guardando sus juguetes.
Entonces su corazón se retorció, drenando las últimas gotas de pulpa en-
negrecida.
Desde una malla de verduras, sacaron un animal que reconoció de inme-
diato como Kato. Sus manchas negras y anaranjadas estaban distribuidas sobre
el blanco del pelaje de una forma inconfundible. El hombre que lo apresaba,
luchaba con sus brazos morenos, surcados de cicatrices y rasguños frescos.
Kato, el gato que le había regalado su gran amor, Claudia (que Carla nunca
se enterase siquiera de que ella se lo había dado).
Kato, su compañero en las desveladas estudiando, quien lo recibía cuando
llegaba medio muerto de borracho en la madrugada, arribando desde su propia
jornada de excesos. Quien fuese su pañuelo cuando Claudia terminó con él, oí-
do atento de sus desvaríos y abrigo de sus pies en las noches más frías. Era parte
de su familia, incluso a veces más cercano que esta, por más de ocho años.
Kato, el único que había estado con él en sus peores días, y que por ello
era el único con derecho pleno de compartir su actual bonanza.
Kato, estaba en manos de un carnicero.
El haitiano tomó al gato del pellejo de la nuca. Este luchaba contorsio-
nándose, haciendo palanca con las patas traseras, pero no fue lo suficientemen-
te rápido para esquivar el cuchillo que su verdugo sacó del cinturón. O el esto-
que requirió todas las fuerzas del ejecutor, o la herida le dio nuevos bríos a la
víctima. El caso es que Kato logró librarse de su presa, para caer de costado, pe-
sadamente al suelo. Corrió apenas unos metros y comenzó a girar y dar saltos,
maullando, como rugiéndole a su propia sombra. El camarógrafo salió del mu-
tismo y una explosión de carcajadas y frases ininteligibles para Alejandro, co-
menzaron a sacudir la cámara, tanto, que la imagen apenas se sostenía, pero lo
suficiente como para mostrar que Kato había dejado de luchar por su vida y ja-
deaba en un charco de su propia sangre. La cámara recuperó la compostura y se
fijó nuevamente en el carnicero, que había tomado al gato para colgarlo de las
patas delanteras. Sin esperar a que este finalizara su agonía, le hizo un corte ro-
deando las caderas.
Luego, con un movimiento incluso grácil, introdujo los dedos en la herida
para bajar la mitad inferior del pellejo de Kato, como si estuviese quitándole
un pantalón.
La piel quedó colgando de las patas, que tomó para jalar el cuerpo hacia
abajo, logrando que el resto de la musculatura quedase expuesta.
73
Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
Un coro de vítores prorrumpió en la escena y dio fin al video.
Alejandro, vuelto una estatua bañada en sudor frío, solo tuvo voluntad
para mover el dedo que volvió a apretar el botón de reproducir.
74
Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
nó a pregunta, pero estaba genuinamente sorprendido de que Javier y Gastón se
conocieran. Y de que Gastón, compañero en la empresa donde trabajaba insta-
lando alarmas y circuitos cerrados de cámaras, fuese un consumidor de cocaína,
aunque, a la luz de esta nueva información, ciertas conductas cobraban senti-
do. Javier interrumpió sus elucubraciones.
—Ese güeón es groseramente jalero. Dejé de juntarme con él porque se
volvía loco con un par de rayas. Pero creo que le puedo sacar el dato.
—Ni se te ocurra mencionarme.
—Está demás decirlo. Dame unos minutos y te llamo de vuelta.
Javier cortó luego de esa última frase llena de entusiasmo. Alejandro se rió
a carcajadas por lo absurdamente fluido de su improvisado plan. Ni siquiera es-
taba seguro de qué haría luego de dar con el matadero haitiano, pero estaba
convencido de que no debía dar un solo paso atrás.
Fueron en el Vitara de Javier, ya que estuvo de acuerdo con Alejandro en que era
más apto para el accidentado terreno de la toma. Mientras conducía le contó
que Gastón casi se había ofrecido a llevarlo él mismo y que, efectivamente, el
producto era de primera ¿Quién le había llegado con el cuento? Javier simple-
mente ignoró la pregunta y le insistió hasta que le mandó el contacto, previa
presentación telefónica. Javier estaba obligado a ir personalmente.
Alejandro le pasó el dinero y esperó en el vehículo mientras Javier hacía la
transacción.
Un remolino de mascarillas y bolsas de plástico pasó por el camino de tie-
rra, para morir impactando una muralla de planchas de aglomerado, cuya su-
perficie estaba cubierta de capas y capas de grafitis, haciendo de su mensaje al-
go aún más ininteligible.
Javier salió mirando hacia todos lados, con una actitud excesivamente
acusatoria. Apenas se puso al volante echó a andar el Vitara y eligió una ruta
distinta a la que los llevó hasta allí. Alejandro estaba cómodo con el mutismo
de su amigo.
Por más que vigiló cada casucha, no lograba dar con la del vídeo. Notó
que, incluso en ese gueto, había distintas clases sociales. El lugar donde había
hecho la compra Javier tenía un cierre perimetral sólido, con planchas de made-
ra unidas por gruesas vigas clavadas en el terreno, y al abrirse la puerta pudo ver
que la construcción era sólida, de bloques de concreto y terminaciones en pro-
ceso. Pero a medida que avanzaban hacia la periferia de la toma, los materiales
y terminaciones se iban haciendo cada vez más precarias.
Al asomarse a la vista la salida sur de la toma, una bandera chilena desco-
lorida y deshilachada, figuraba flameando sobre una casucha de desechos.
Alejandro se mordió la lengua para no exhalar los improperios que venía
conteniendo durante todo el recorrido.
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Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
Debió conformarse con la amarga alegría de dar con el lugar donde asesi-
naron a Kato.
Despachó a Javier apenas dieron cuenta de las primeras líneas. Este, que había
comenzado a protestar por lo breve del reencuentro, se fue sin rastro de nostal-
gia, cuando Alejandro le dio una buena parte de la cocaína que acababan de ad-
quirir.
Una vez solo, Alejandro trazó media docena de rayas sobre el vidrio de la
mesa de centro, e inhaló la primera de un envión.
Tomó su celular y nuevamente miró el video, arrastrando la barra de repro-
ducción, una y otra vez, para regresar a Kato golpeándose en el piso, a las costi-
llas subiendo y bajando sobre el charco de sangre, al cuchillo dibujando un cin-
turón; a los dedos entrando en el pellejo, arrancándolo para dejar los músculos
expuestos; a la niña metiendo la cabeza del perro en el saco, tan alegre como si
guardase una muñeca; a las hilachas de la bandera, flameando con la palidez de
un cadáver desangrado; al cuerpo descarnado, excepto por la cabeza; a su mira-
da cristalizada en dolor, perdida en un punto del cielo gris, como si estuviese en
el fondo de un pozo.
Un pozo.
Saltó del sillón y corrió hasta la bodega, donde tenía las cajas con materia-
les de instalación de sistema de alarma, tomó unos rollos de fibra óptica, el ta-
ladro, unas junturas, un modem, un par de baterías y al final, pero no menos
importante, varias cajas de cámaras y un DVR. El teléfono había estado sonan-
do todo el tiempo y lo dejó acumular llamadas perdidas de Carla. Hizo desapa-
recer las restantes rayas de cocaína en su nariz y sembró un par más, aprestán-
dose a penetrar en la noche y sus improvisados pasadizos de desechos.
***
Por un segundo pensó que el punto rojo que flotaba en la oscuridad, era el inicio
de otra pesadilla.
No sería la primera en que ese ojo flamígero parpadeaba para desaparecer.
Pero esta vez el punto se quedó fijo, brillando y entendió que no era que flo-
tase, sino que era su mareo el que lo hacía caer a la deriva y luego regresar a su
ubicación original, tan alto que ni siquiera intentó alcanzarlo, y porque, antes de
que apareciese, ya había tratado de escalar por los ladrillos de la pared circular
que los rodeaba. Porque no sabía dónde estaban, solo intuía que era un pozo. Lo
único que había conocido durante todos esos ¿Días? —no tenía cómo saber
cuánto tiempo llevaba allí— era una profunda e incalculable oscuridad. Esa ha-
bía sido su única compañía, además de Marie, su hija menor, que pasó cada mi-
nuto del encierro estrechando su pierna entre llantos. Estrechez que, ahora no-
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Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
taba, había disminuido hasta casi no percibirse. Sacudió a la niña y esta, como
un acto reflejo, volvió a rodear la pierna con sus brazos y reanudó su letanía de
sollozos.
Pero cada vez lo hacía con menos fuerza.
Lo único que habían ingerido, era el agua que escurría por la pared y el
musgo que crecía por esa zona.
Marie se quejaba de dolor al estómago y Leroi no sabía si era por el hambre,
como él, o porque los musgos le habían caído mal. Puso la mano en su abdomen
y este estaba hinchado, con la piel tirante y afiebrada. En vano trato de escalar,
pero ya ni siquiera tenía fuerzas para levantar el pie hasta la primera hendidura.
Mucho menos para levantar el resto del cuerpo. Regresó a su lugar junto a Marie
y esta volvió a aferrarse a su pierna.
Ya no confiaba en su percepción de la realidad, pero creyó oír un zumbido
proveniente del punto rojo. Como una abeja que entraba y salía de la habitación.
O como el lente de una cámara, haciendo zoom.
Los brazos de Marie dejaron de apresar su muslo y se unieron a la sacudida.
Estaba convulsionando. Trató de aferrarla al suelo, sin saber si eso podría ayu-
darla, entre la escasa iluminación que el punto rojo les brindaba, pudo notar co-
mo un hilo de espuma bajaba por la comisura de la boca y que las pupilas ha-
bían ocupado todo el blanco del ojo.
Y de súbito, dejó de sacudirse.
Y de respirar.
Se precipitó a aplicarle la maniobra de resucitación que aprendió en el ejér-
cito, del que debió desertar porque lo atraparon robando comida del rancho, pa-
ra su familia —el recuerdo le retorció el estómago de hambre—. Esperaba no
causarle daño en su pequeño cuerpo. El pecho generaba un gorgoteo espantoso,
que se acrecentaba cuando terminaba de darle una bocanada de aire y volvía a
masajearlo. Pero finalmente cesaba. El zumbido se volvió insistente. Repitió va-
rias veces la maniobra, rogándole a Dios que le devolviera el aliento a su bebé.
Pero el cuerpo no hacía más que enfriarse. Se derrumbó sobre Marie, retorcién-
dose en sollozos, preguntándole al dios que había desoído sus ruegos, por qué
eran castigados de esa forma.
El zumbido no solo aumentó, sino que se multiplicó y junto a este enjam-
bre, una docena de puntos rojos se abrieron por la muralla.
***
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Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
a otros servidores.
Todos querían ver lo que ocurría en ese pozo.
Comenzó con un video editado, resumiendo los primeros días del hombre
y la niña encerrados. La cámara infrarroja hacía acercamientos constantes a sus
rostros, al abdomen hinchado de la pequeña, al montículo de excrementos que
se acumuló en el espacio que habían elegido como “baño”, a la mandíbula del
padre desplazándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, haciendo
rechinar los dientes.
No demoró en identificarse a la pareja como Leroi Chevallier, un inmígrate
haitiano y su hija Marie, nacida en Chile al año de haber llegado él y su esposa,
Jean, en un charter, engañados por un compatriota que les prometió trabajo y
techo a cambio de una cifra que debieron reunir entre préstamos y la venta de
las escasas posesiones que tenían en la isla.
Luego trascendió que era los protagonistas del video donde un grupo de
haitianos faenaban mascotas. Fue entonces cuando explotó el caos de fuentes
exhibiendo la transmisión.
Carla, por supuesto, a penas supo de la conexión del video con Alejandro,
lo llamó pero este, desentendido, le dijo que había decidido hacerle caso y no
vio el video, es más, le dijo que lo había borrado. Y que tampoco quería ver la
transmisión del pozo.
***
Soñó con carne asada, acompañada de una fuente con arroz y plátanos fri-
tos. Podía saborear el aroma e incluso, al despertar, en las yemas de los dedos
quedó la sensación de haber recorrido las texturas de la carne jugosa y dorada.
Pero al abrir los ojos se encontró con los puntos rojos, observándole en la pe-
numbra. El pequeño cuerpo de Marie estaba helado, a pesar de que se durmió
abrazándola, con la esperanza de que todo fuese una pesadilla. Él mismo no te-
nía calor para traspasarle a la piel inerte de su hija. La realidad del hambre le
carcomía el estómago, rugiendo, retorciendo sus entrañas.
Sobre su cabeza, un silbido fue creciendo hasta que cesó con el golpe de un
objeto pequeño impactando en el suelo.
El coro de zumbidos proveniente de los puntos rojos se intensificó, cuando
vio que a sus pies había caído un cuchillo carnicero.
***
Habían pasado dos días desde que la transmisión del pozo mostró el cu-
chillo impactando contra el fondo, a los pies de Leroi Chevallier y el cadáver de
su hija Marie.
Los noticiarios se abstuvieron de replicar las especulaciones que recorrían
la red y que fueron unánimes: quien fuese el que los había arrojado a aquel po-
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Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
zo, quería que Leroi se alimentara de la niña. En cambio, el trabajo periodístico
se dedicó a indagar en la familia de las víctimas, y a alabar los esfuerzos, infruc-
tuosos, de las policías para dar con su paradero.
Carla, con la idea de que Alejandro no quería saber nada de la transmisión
y que ni siquiera había visto el vídeo, igualmente tuvo una horrenda visión de
este siendo el responsable del secuestro. Era una remota sospecha, porque, más
allá de relacionar el cuchillo carnicero con la muerte de Kato, Alejandro jamás
había mostrado signo alguno de ser violento, al contrario, uno de los momentos
que le habían dado una idea más clara de su carácter, fue cuando, saliendo de
una discoteca, fueron asaltados y Alejandro guardó la compostura, entregó bi-
lletera y celular, la invitó a hacer lo mismo y, con un tono tan pacífico que hasta
logró que los asaltantes bajaran el volumen de sus exigencias, los conminó a se-
guir su camino ya que tenían todo lo que podían entregarle. Carla, al principio,
sintió una rabia inmensa contra Alejandro, incluso mayor que contra los delin-
cuentes, porque ni siquiera trató de defenderla. Esa ira se diluyó cuando, al ha-
cer la denuncia, los carabineros que la recibieron lo felicitaron por su templan-
za. Entendió que había sido lo más sensato, que no había primado la necesidad
de reafirmar su masculinidad, sino la seguridad de ella.
Unas semanas después del asalto, y por una circunstancia que no podía
atribuírsela a otra cosa que al Karma, los mismos delincuentes que los asaltaron
recibieron una golpiza, al parecer, por haber tratado de atracar a la persona
equivocada. La templanza de Alejandro había sido recompensada por el Uni-
verso.
Esa idea le chocaba en las paredes de la mente cuando conducía hasta la
casa de su pololo ¿Por qué debía ser castigado, para recibir tan horrendo golpe
como la muerte, la horrenda muerte de Kato? Hasta que entendió, no es que el
karma estuviese regresando a Alejandro, sino que, tenía encerrados en ese pozo
a los asesinos del pobre gato. La imagen del cadáver de la niña, con la palidez
exacerbada que le brindaba la cámara infrarroja, no le parecía que fuesen los
caminos del karma, pero ¿Qué sabía ella de la justicia del Universo?
Con la tranquilidad que le dio la convicción de que todo se paga en esta vi-
da, tocó el timbre de Alejandro, olvidándose de cualquier elucubración sobre su
conexión con la transmisión del pozo.
***
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Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
pozo estaba lejos de ser un refrigerador que mantuviese la carne fresca. Hizo
zoom con la cámara que enfocaba a Marie y la hinchazón del abdomen confir-
maba su teoría. La putrefacción estaba en pleno proceso. Lo peor que podía pa-
sar, era que Leroi se negase a comer a su hija y muriese junto a su cadáver, sien-
do devorado por bacterias e insectos.
No se había detenido a leer las teorías que recorrían las redes, sobre la ra-
zón de que hubiesen lanzado a padre e hija en el pozo. Pero le divirtió que in-
cluso en lo hubiesen conectado con el intento de asesinato del nuevo presiden-
te de Haití, por su pasado militar. Solo le preocupaba no ser relacionado con el
video de la muerte de Kato. Que supiera, nadie más que Carla estaba enterado
de que el gato del video era suyo y desde que él le dijera que no quería saber del
tema, ni siquiera lo había mencionado. Era como si incluso, la transmisión no
estuviese ocurriendo para ella.
Comieron juntos, vieron una película, o al menos comenzaron a verla, ya
que terminaron desnudos y sudorosos sobre el sofá. Es más, Carla estaba aún
más solícita que de costumbre y eso le había sorprendido gratamente. No había
nada mejor que ser recompensado por hacer absolutamente nada.
Monitoreó los servidores que repetían la transmisión y, aunque habían
disminuido —qué rápido pierde el interés la gente—, eran suficientes para
mantener el cerco a su alrededor.
El sensor de movimiento disparó las alarmas.
Leroi había tomado el cuchillo y, casi sin pestañear, lo pasaba de una
mano a otra.
Alejandro no supo si era una sonrisa o solo el rictus de un hombre medio
muerto, pero mascullaba entre dientes, seguramente delirando. Sin soltar el cu-
chillo, se recostó en el piso, en posición fetal apretándose el estomago. Luego se
estiró de espalda y le gritó a la boca del pozo, o quizás le exigía al cielo un por-
qué.
Giró sobre sí mismo para arrastrarse hasta el cuerpo de su hija y, sin titu-
bear, cortó una rebanada de muslo y se la echó a la boca.
Incluso a Alejandro le causó desagrado el sonido húmedo de los dientes
desgarrando el tejido, sin embargo hizo un primerísimo primer plano de la
masticación. Esperaba que la madre de la niña estuviese viendo esto. La mandí-
bula aceleró su labor hasta que la carne se hizo lo suficientemente digerible y
Leroi la tragó sonoramente. Cortó otra lonja de muslo y se la llevó a la boca. Y
luego otra. Y otra. Cuando se inclinó a tajar una nueva porción, dio un brinco
hacia atrás, como si repentinamente se hubiese encontrado con el cadáver mu-
tilado de su hija. Se miró las manos, movió el cuchillo, que apenas tenía un ras-
tro de sangre. Su garganta formó un rugido que se volvió agudo al estirar el cue-
llo. En un solo movimiento, que a Alejandro le recordó dolorosamente la muer-
te de Kato, Leroi Chevallier se cercenó la garganta, cayó de rodillas mientras el
pulso descendente de su corazón arrojaba sangre sobre el cuerpo de Marie, para
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Relato: Los ojos del pozo - Fraterno Dracon Saccis
finalmente caer sobre ella, sacudiéndose hasta que apenas se escuchó un ester-
tor gorgoteante.
Alejandro apagó los monitores, desconectó la torre del PC de la consola
del CCTV y la guardó en el bolso. A pesar de que tenía mucho sueño, se subió al
auto en búsqueda de un lugar discreto. Quería quemar el computador de una
buena vez. Mañana tenía demasiadas cosas que hacer, y quería estar fresco y
con energía.
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NECROFILIA
Por Grargko
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