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Los improbables ecos de Benjamin en Ayn Rand

En el presente trabajo nos proponemos realizar, en primer lugar, un breve análisis de la


contraposición entre la violencia mítica y la violencia divina, según la realiza Walter
Benjamin en su Crítica de la violencia (1921). El análisis nos llevará a estudiar los
episodios que Benjamin utiliza para ilustrar ambas clases de violencia, así como la
economía entre potencia e impotencia intrínseca a estos ejemplos. Finalmente,
consideraremos la improbable aparición de una imagen de la violencia divina en una obra
diametralmente opuesta, desde el punto de vista ideológico, a los escritos de Benjamin, a
saber, Atlas Shrugged (1957) de Ayn Rand. Será una imagen que, como veremos, intenta
representar lo inimaginable.

En las últimas páginas de su ensayo Crítica de la violencia, Benjamin considera la creencia


tradicional de la violencia como un medio supuestamente justificado en pos de un fin
supuestamente justo. El autor responde a la ingenuidad de esa creencia con la enigmática
sentencia de que “respecto a la legitimidad de los medios y a la justicia de los fines no
decide jamás la razón, sino la violencia destinal respecto de la primera y Dios respecto de la
segunda” [62]. Esta dicotomía, que ya empieza a perfilar la diferencia entre violencia
mítica y violencia divina, introduce además la posibilidad de una violencia que no sea un
medio, porque instaurará los medios en un caso y porque les pondrá fin en el otro. Será esta
violencia que no es medio, sino manifestación, o que no es mediata sino inmediata, la que
preocupará a Benjamin en la parte final de su ensayo.

Es en el mito donde, en primer lugar, el autor buscará una ilustración de esta violencia. Así,
dirá que “la violencia mítica en su forma arquetípica es una simple manifestación de los
dioses. Tal violencia no constituye un medio para los fines de los dioses, y difícilmente sea
manifestación de su voluntad. Es, ante todo, manifestación de su existencia.” [63] El
ejemplo que guiará la descripción de la violencia mítica será el del mito de Niobe. Como
sabemos, Niobe se jacta ante Leto, madre de Apolo y Artemisa, de que la titánide solo tiene
dos hijos, mientras que ella tiene catorce: siete hijos y siete hijas. Ante este acto de soberbia
o hybris, Apolo y Artemisa arrojan flechas sobre los hijos de Niobe, matando a los catorce.
Para Benjamin, lo crucial de este episodio es que no describe un castigo por una
transgresión de un derecho previamente existente, sino que, por el contrario, instituye un
derecho. Así, Benjamin dirá que “el orgullo de Niobe atrae sobre sí la desventura, no
porque ofenda el derecho, sino porque desafía al destino a una lucha de la cual éste sale
necesariamente victorioso y sólo mediante la victoria, en todo caso, trae a la luz un derecho
[63].”

La violencia mítica será entonces una violencia instauradora. Y como tal, no puede ser
realmente destructiva, a pesar de ser sanguinaria. Debe detenerse y contenerse antes de la
aniquilación total, así como Apolo y Artemisa mataron a los hijos de Niobe, pero no a la
propia Niobe. Esa violencia debe tener límites y establecerlos. Ello se debe
fundamentalmente a que la institución violenta del derecho es, como señala Benjamin, una
“institución de poder” [65]. Así, el trazado de límites será el rasgo característico del
derecho mítico, precisamente porque un poder ilimitado, que aniquilara a aquellos que ha
sometido, ya no tendría dónde ejercerse y se desvanecería. El poder debe lidiar con su
propia finitud; en otras palabras, para poder hay que no poder en cierta medida, hay que
implementar una economía de la impotencia, pues el poder necesitará dejar vivo al menos
un cuerpo en el mundo donde imprimirse. De allí que Benjamin señale también la ficción
de la idea de la igualdad ante el derecho: “desde el punto de vista de la violencia, que es la
única que puede garantizar el derecho, no existe igualdad, sino –en la mejor de las
hipótesis– violencias igualmente grandes”. [66] El poder y la violencia serán siempre la
diferencia de poderes y violencias en pugna, imprimiéndose unos sobre los otros, de
manera que ninguno podrá plenamente, pues aniquilaría al resto y ya no podría. Poder no
es tener el poder, sino luchar por él. La impotencia es, entonces, la forma misma del poder.

Es por ello probablemente que Benjamin señale que “la Justicia es el principio de toda
institución divina de fines, mientras que el poder, el principio de toda institución mítica de
derecho” [65] Puesto que el poder es impotente, la justicia divina, en su omnipotencia, no
puede ser partícipe de él; deberá ser ajena al poder y a la lucha de poderes, y por ende
también será impotente, aunque en un sentido particular e insólito, sobre el que volveremos
en un momento.

Como resultado de su finitud constitutiva, el poder mítico deberá echar mano del
suplemento. Su acción será siempre suplementaria. Ya la forma de la instauración del
derecho mítico refleja esta condición. En efecto, como vimos en el mito de Niobe, el
derecho puede salir a la luz sólo después de un hecho transgresor en el mundo, sólo gracias
al suplemento del hecho y de la violencia, es decir, de aquello que debiera ser segundo en el
orden genético “natural”. El derecho mítico no puede existir por sí mismo, como algo puro,
eterno y extramundano; para instaurarlo, los dioses deben introducirse en la lucha de
poderes y violencias, y recurrir a una violencia reactiva y suplementaria. En cambio, en la
ley divina judeocristiana, que Benjamin menciona poco después, el mandamiento precede
al hecho: “a la pregunta: ‘¿Puedo matar?’, sigue la respuesta inmutable del mandamiento:
‘No matarás.’ El mandamiento es anterior al hecho, así como dios ‘estaba antes’ de que el
hecho ocurriera”.[] Su ley rige aunque no ocurriera nunca jamás un asesinato; de hecho,
rige aunque no hubiera nadie en el mundo para cometerlo o aunque no hubiera siquiera
mundo. No depende ni de un hecho en el mundo, ni de su inscripción en las tablas, ni de
una violencia que lo instaure. Es totalmente incondicionada, por lo que no depende de
suplemento alguno.1

Por otro lado, Benjamin observa la economía mítica de la impotencia dentro de la


estructura estatal, puntualmente en el uso de la fuerza policíaca. Si el poder pudiera, la
policía no sería realmente necesaria. Así, “‘el derecho’ de la policía marca justamente el
punto en que el estado, sea por impotencia, sea por las conexiones inmanentes de todo
ordenamiento jurídico, no se halla ya en grado de garantizarse –mediante el ordenamiento
jurídico– los fines empíricos que pretende alcanzar a toda costa.” [46] El derecho de la
policía empieza allí donde el derecho Estatal termina, es decir, suple una falta en el seno del
derecho. Benjamin llega a decir que la policía es el espectro que acecha la legitimidad del
Estado de derecho: “Su poder es informe, así como su presencia es espectral, inasible y
difusa por doquier, en la vida de los estados civilizados” [46]. Si pensamos el Estado todo
como un gran aparato que suple la falta originaria del poder, podríamos decir que la policía
es el fantasma en la máquina, y que el poder es siempre espectral, siempre la ausencia de sí,
siempre más bien una forma de ser impotente todavía pudiendo.

1
Pero precisamente porque no está impuesta de la forma en que lo está la ley mítica, la ley divina no tendrá
las cualidades del derecho, y por eso no dirá nada del juicio de Dios sobre el hecho eventual, ni del castigo (o
ausencia de él) por transgredirla. El punto de la ley divina no es el castigo. De hecho, la violencia que castiga
y que preserva el derecho instaurado ya es un gesto de impotencia: es porque el derecho no puede que debe
ejercer una violencia más, añadida, suplementaria, y que generará otra violencia desafiante, a la que habrá que
hacer frente con más violencia, etc. La cadena de suplementos continúa.
Para Benjamin, la violencia mítica no es totalmente pura de medios o mediación, ya que
termina identificándose con la violencia instauradora de derecho. El autor se preguntará
entonces por otra violencia, una realmente pura de mediación y que ponga fin a la violencia
mítica. Esta otra violencia será la divina, que se mostrará como opuesta en todo sentido a la
mítica: “Si la violencia mítica funda el derecho, la divina lo destruye; si aquélla establece
límites y confines, esta destruye sin límites, si la violencia mítica culpa y castiga, la divina
absuelve; si aquélla es tonante, ésta es fulmínea; si aquélla es sanguinaria, ésta es letal sin
derramar sangre.” [68-69] Como adelantamos, la violencia divina no se inmiscuye en los
juegos o las luchas de poder. Por el contrario, les pone fin. En su aniquilación absoluta, es
también absolutoria: nos absuelve no de nuestras culpas sino del poder y la dominación del
derecho sobre la vida. Ello es así precisamente porque no es una violencia sanguinaria. “La
sangre”, señala Benjamin, “es el símbolo de la nuda vida” [69] y “con la nuda vida cesa el
dominio del derecho sobre el viviente” [69]. 2 La violencia divina no hace sangrar, no es
cruenta ni cruel, porque no está preocupada por la dominación o el poder. En algún sentido
ni siquiera es violenta. O, para ser estrictos, es tan violenta, tan incondicionada y absoluta,
que va más allá de toda forma mundana (es decir, de toda forma en general) de la violencia.

Todo ello queda reflejado en el ejemplo que Benjamin escoge para ilustrar esta violencia:
la rebelión de Coré contra Moisés. Al cuestionar Coré que Moisés estuviera efectivamente
enviado por Dios, la tierra abrió y cerró sus fauces para tragárselo junto a sus seguidores. El
episodio pareciera tener un carácter espectacular, casi cinematográfico. Pero bien visto,
apenas si ocurrió algo, apenas si cambió algo. Es una desaparición instantánea e inmediata
porque no requiere de ningún gesto suplementario en el mundo (es decir, ningún gesto en
general). Ni tampoco deja rastros en el mundo: así como se abre sus fauces, la tierra las
cierra. Nada cambió, nadie mató, ni violentó, ni castigó a nadie; fue la tierra misma, el
espacio mismo el que borró de la existencia a los potenciales enemigos de Moisés. 3 Dios no
hizo nada en el mundo: se limitó a existir. 4 De hecho, el episodio parece, más que el

2
Que el poder del poder se basa en su dominio sobre la mera vida lo adelanta ya Benjamin al considerar que
cuestionar la pena de muerte no es cuestionar un poder más entre los poderes estatales, sino que es cuestionar
la legitimidad del poder estatal mismo.
3
En Números 13:32, una imagen similar: los espías le revelan a Moisés que la tierra que exploraron “devora a
sus habitantes”.
4
Observemos el detalle de que Apolo y Artemisa deben recurrir a un arma para castigar. Aunque Benjamin
señale que se trata aquí de una manifestación de la mera existencia de los dioses, esa existencia debe a su vez
estar suplementada y suplantada por un útil, a diferencia de lo que, como veremos, ocurrirá en el caso de la
resultado de la ira del Señor, apenas un bostezo producto de Su indiferencia y Su
aburrimiento.

Y esa indiferencia puede entenderse precisamente como un desdén hacia el poder. 5 En el


episodio bíblico, Dios no se rebaja a la lucha de poderes que está a punto de comenzar entre
Coré y Moisés. De hecho, le pone fin antes de que empiece. No se trata de una violencia
reactiva: no responde a un hecho en el mundo, sino que lo evita. No es tampoco un gesto de
poder, por el contrario, es totalmente impotente. La violencia divina no es un
acontecimiento, sino todo lo contrario: es lo que impide el acontecimiento, es el “no fue” o
“no pudo ser” de la lucha de poderes y del derecho subsiguiente. 6 Reduce todo a lo
incondicionado, que es a una vez lo que aniquila y lo que salva o absuelve.7

Aunque Benjamin no lo hace explícito, estas características de la violencia divina


parecerían resonar en otro ejemplo que se introduce unas páginas antes: el de la huelga
general proletaria. En efecto, Benjamin distingue entre dos tipos de huelga, la huelga
política, que no atenta contra la integridad del Estado, porque se hace con el fin de instaurar
un nuevo orden y un nuevo derecho, o de extorsionar al Estado a que modifique el derecho
que rige en el mundo común, y la huelga proletaria que “se plantea como único objetivo la
aniquilación del poder del Estado” [57]. Son claros los paralelos con las dos clases de
violencia que ya hemos observado. La huelga proletaria tendrá la cualidad de ser pura
como lo es la violencia divina. “Pura” porque no es, estrictamente hablando, violenta: no se
inmiscuye en las luchas de poder ni busca instaurar un nuevo derecho. Tenemos entonces
un medio puro de violencia (la huelga proletaria) y una violencia pura de medios (la
violencia divina). No son idénticos, pero existen en la indiferenciación o indistinción que
abre el concepto de pureza.

Así, ni siquiera se puede decir que la huelga proletaria actúe en el mundo, ni que cambie
nada en él. Es más bien un retirarse no violento e indiferente del mundo; el hecho de que,
sin embargo, sí cambie y que cambie todo, porque le pone fin al mundo, ese hecho es un
efecto secundario, accidental, que nada tiene que ver con el gesto casi imperceptible de
violencia divina.
5
[Nota sobre el poder como indiferencia en Nietzsche]
6
Se produce así una indiferenciación entre el “no está pasando nada” y el “está ocurriendo un (no) hecho de
violencia divina”. Nunca sabremos si estamos frente a lo uno o lo otro.
7
[nota sobre leviatán]
huelga y por el que no es legítimo tildar a ese gesto de violento. De esa manera, sin que
nada cambie todo cambia, y la violencia de la aniquilación que produce es absoluta.

Estos aspectos que hemos mencionado (la indiferencia, la inacción, el terremoto y la


huelga) aparecen reflejados en el Leitmotif de la novela de Ayn Rand, Atlas Shrugged. La
novela, que originariamente iba a titularse The Strike, “la huelga”, describe una huelga
general no violenta, aunque no proletaria, sino de los grandes empresarios, bancarios e
industriales del mundo. Uno a uno, estos grandes hombres, que hasta ahora han llevado
sobre sus hombros el peso del mundo, deciden retirarse de él, desaparecer sin petición ni
condición alguna; no como una estrategia de extorsión o lucha de poderes, o para imponer
un derecho propio, sino como un gesto de total indiferencia. Podría decirse que se los traga
la tierra.8 Leamos el pasaje en que se explicita la idea que está operando, hasta entonces de
manera subrepticia, en la novela toda:

—Señor Rearden —dijo D’anconia con voz solemne y calma—, si viera a Atlas, el gigante
que sostiene al mundo sobre sus hombros, apenas de pie, la sangre corriéndole por el pecho,
con las rodillas dobladas y los brazos temblorosos, intentando hacer acopio de sus últimas
fuerzas, mientras el globo gravita más y más pesadamente sobre él, ¿qué le diría que
hiciera?

—Pues… no lo sé. ¿Qué… podría hacer? ¿Qué le diría usted?

—Que se encoja de hombros.

Dos observaciones sobre este pasaje. En primer lugar, D’anconia no le sugiere a Atlas lo
que uno esperaría: no le dice que arroje el mundo al vacío, o siquiera que lo deje caer. Eso
ya sería demasiado hacer, demasiado inmiscuirse, demasiada preocupación por el destino
del mundo, aun si esa preocupación fuera un deseo de verlo destruirse. Y sería asimismo
demasiado violento, o, lo que es lo mismo, demasiado poco violento. El gesto que
D’anconia recomienda es infinitamente más sutil: es el gesto por excelencia de la
indiferencia. En segundo lugar, es cierto que Atlas es una figura mítica. Pero comparte con
la divinidad judeocristiana el hecho de no estar en el mundo; existe fuera de él y por lo
8
De hecho, es significativo que los protagonistas, al retirarse del mundo, construyen un escondite en un valle
de las montañas de Colorado, que está camuflado por una tecnología holográfica. Quien viera la cadena
montañosa desde el aire no notaría nada ninguna interrupción en ella. Así, los grandes hombres existen en
ocultamiento “bajo” la montaña o la tierra. Están en el mundo y no están en él.
tanto no actúa en él. Su encogimiento de hombros no es algo que acontezca en el mundo, es
decir, no es algo que acontezca en general. De hecho, apenas si es un gesto, apenas si hay
un movimiento perceptible. Es apenas un encogimiento de hombros: deja de ser antes de
llegar a ser.9 Un movimiento inmóvil, una línea divisoria invisible que separa entre un antes
y un después. En otras palabras, la operación de la diferencia: imposible de fenomenizarse
en el mundo, imposible de captar o de venir a presencia.10 Nada ha cambiado.

Sin embargo, ese gesto a una vez impotente y omnipotente produce un terremoto
aniquilador. Pero un terremoto que tiene las características del terremoto bíblico que
mencionamos: a saber, es como si nada estuviera ocurriendo. En efecto, la indiferencia de
los grandes hombres capitalistas desencadena un gradual e imperceptible deterioro y
desmoronamiento del mundo occidental. Los funcionarios de los gobiernos intentan
desesperadamente suplir la ausencia de los grandes hombres; en la acumulación de
suplementos que sobreviene, el poder estatal es más poderoso de lo que fue jamás, y por
ende es terriblemente débil e impotente. El colapso final de esa degeneración es, desde
luego, imposible de describir, porque se trata ni más ni menos que del fin del mundo. No
del fin de un mundo, para ser suplantado por otro, sino del fin de la mundanidad en general,
y de su inevitable e impotente violencia. Es decir: lo incondicionado de la aniquilación y la
salvación. La novela termina, por lo tanto, antes de que el fin ocurra, proyectándolo hacia
un futuro infinito y mesiánico.

9
Elñ encogimiento de hombros, rousseau, warburton y mallarmé y .la banalidad del mal.[]
10
Pensamos aquí en lo que Derrida ha denominado la différance.

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