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Las Luciérnagas
Las Luciérnagas
Isondú fue el hombre más hermoso entre todos los guaraníes. El más alto, el
más fuerte, el más hábil. Había que verlo disparando una flecha, remando en la
canoa, bailando en las ceremonias de los payés (médico hechicero).
Cuando era chico, no había madre en su tevy (familia extensa de los guaraníes que
configuraba una unidad social y ocupaba una única gran vivienda) que, al verlo reírse, no
le hiciera una caricia y, cuando le llegó la hora del tembetá (amuleto guaraní que
llevaban los hombres adultos. Consistía en un palito en forma de T que atravesaba el mentón)
ya había muchas indiecitas que querían casarse con él. A todas les gustaban
sus manos diestras, su mirada penetrante y su perfume a madera.
Isondú volvía de la aldea vecina, donde tenía parientes. Venía solo, pensando
en una chica que había conocido allí, la única muchacha que estaba seguro de
poder querer. Sin duda pronto se casaría con ella, ya se la imaginaba junto a
él, con el cuerpo adornado con pinturas y una flor - la orquídea más hermosa
que él pudiera encontrar - en su largo pelo negro. Contento y cansado iba por
los caminos de la selva, espantándose los mosquitos de tanto en tanto. A él,
tan grande y fuerte, se lo veía pequeño al lado de los árboles inmensos.
Cuando faltaba poco para llegar a su aldea, empezó a escuchar las risas y los
gritos de sus enemigos. Pero no se inquietó, porque era joven, no le tenía
miedo a nada y había sido siempre demasiado dichoso como para suponer que
se acercaba la desgracia. Cuando escucharon sus pasos, los otros se
quedaron callados. De pronto, Isondú tropezó entre unas lianas y cayó en el
pozo.
- Pero, ¿qué hacen? ¿qué les pasa? ¿qué les hice yo, cobardes? - Y desde
abajo les devolvía los proyectiles.