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Las otras Caperucitas: detrás del mito sobre

la sexualidad y la inocencia perdida

Lee el extracto sobre Caperucita de 'Érase otra vez.


Cuentos de Hadas Contemporáneos'
(WunderKammer), el ensayo de Ana Llurba que
revisa las mitologías de los cuentos en clave
emancipadora.
ANA LLURBA | 03 MAY 2021 07:57


 


 


 

Como una diminuta mancha de sangre a punto de expandirse en el lienzo


blanco de nuestra imaginación, el color rojo contra el fondo oscuro del bosque
como distintivo de Caperucita no puede dejar de leerse como una fábula
menstrual, una alegoría sobre la sangre, el síntoma de la transición femenina
de la infancia a la adultez. A pesar de las diferencias argumentales, de época y
de público destinatario, la eficacia simbólica de las capas rojas distintivas de las
«criadas» en la distopía de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, lo
demuestran. Como caperucitas sobreviviendo en un bosque totalitario
condenadas a la sumisión y la obediencia, las criadas son mujeres
esclavizadas en función de su capacidad reproductiva que responden a un
estado-lobo, en esa metáfora de Hobbes en Leviatán (1615) del hombre como
lobo para el hombre, las bases contractuales del estado moderno como
monopolio de la violencia física y, en el caso de aquella distopía, el control
biopolítico de la población.

Desde el auge de la Modernidad, con la moda de los cuentos de hadas en las


cortes europeas que se popularizó entre el gran público a partir del siglo XIX,
las diferentes versiones de «Caperucita roja», desde la de Charles Perrault, en
1697, hasta la más conocida, la de los Hermanos Grimm, en 1812, a la última
versión ilustrada para niños, las múltiples versiones contemporáneas para
adultos tanto en la literatura como en las artes visuales demuestran la eficacia
de esta parábola ancestral sobre la pérdida de la inocencia y los ritos de pasaje
femeninos a la adultez. Gracias a la gramática de interpretación psicoanalítica
propuesta de Bruno Bettelheim, no podemos dejar de ver la sexualidad latente
en los cuentos de hadas. Un aspecto que quizás se sugería en la versión
original de Perrault, donde Caperucita se desnuda y se mete en la cama con el
lobo. Una escena inmortalizada, por cierto, en el famoso grabado de Gustave
Doré, célebre ilustrador de clásicos literarios en el siglo XIX.
Grabado de Gustave Doré.

Esta versión es la que recreó Angela Carter en el relato «La compañía de los
lobos», donde exploró la tensión erótica de una joven aguijoneada por una
pulsión interior para enfrentar la naturaleza y lo animal que habita en ella
misma, con un imprevisible desenlace. De esta manera el énfasis de la historia
no se encuentra solo en la inocencia perdida sino en la asimilación de la
incertidumbre a través de la experiencia personal, contradiciendo la antigua
advertencia moralizante y represora:

«Se planta y camina dentro del pentáculo invisible de su propia virginidad. Es


un huevo sin romper; es un recipiente sellado; tiene en su interior un espacio
mágico cuyo paso permanece cerrado con un tampón de membrana: es un
sistema cerrado: no sabe sentir escalofríos. Lleva su cuchillo y no tiene miedo
a nada. El bosque se cierra sobre ella como unas fauces (…) Cerró la ventana
ante el canto fúnebre de los lobos y se quitó el manto escarlata, del color de las
amapolas, del color de los sacrificios, del color de la menstruación y, puesto
que no le serviría de nada, dejó de tener miedo»

Además, el cuento enlaza de manera coral una serie de leyendas y fábulas


sobre nupcias femeninas con hombres lobos, u hombres con muñones a los
que alguien ha mutilado una mano por la noche cuando asumen su monstruosa
forma lupina. Historias populares contadas y, también, contagiadas, por las
abuelas, como Scheherezade y Mamá Ganso, las invisibilizadas cuentacuentos
universales, donde también se relata el origen mitológico del lobo como
hombre, el hechizo y la condena que le asignaron su forma animal en el
pasado. Sin embargo, lejos de la oposición maniqueísta, aquí el lobo, el
hombre y la niña dejan de ser entidades opuestas, superando la tensión
violenta entre lo humano y lo animal, suspendiendo la dialéctica entre la víctima
y el victimario, para que ambos, niña y lobo, devengan especies de compañía.

En la exuberante prosa de Carter, ambos encarnan personajes simbióticos que,


movilizados por el deseo, celebran una ceremonia sexual acunada por el
aullido de una manada de lobos. Un sonido omnipresente que, en esta singular
versión, pierde todo augurio de terror para confundirse en la desolación del
paisaje invernal cubierto de nieve, presentado como un síntoma de la propia
condición lupina:

«Aquel titubeante y larguísimo aullido tenía, a pesar de su terrorífica


resonancia, un fondo de tristeza; como si las fieras desearan ser menos fieras y
no supieran cómo, y no dejaran de lamentar su condición. En los cánticos de
los lobos hay una inmensa melancolía, una melancolía tan infinita como el
bosque, tan interminable como las largas noches de invierno; pero esa tristeza
terrible, ese lamento por sus propios e irremediables apetitos, no enternece
nunca el corazón porque no hay ninguna posibilidad de que se rediman. Los
lobos no pueden recibir la gracia por su propia desesperación, sino solo a
través de mediadores externos; es por eso que, a veces, la fiera mira como si
casi agradeciera el cuchillo que lo despacha».

Sugestionado con esta curiosa subversión del relato original escapada de la


imaginación fecunda de Angela Carter, Neil Jordan, un emergente director de
cine irlandés que luego se haría famoso internacionalmente con películas
como Juego de lágrimas (1992) y Entrevista con el vampiro (1993), realizó una
versión filmica con un guion adaptado por la misma autora. Premiada como
mejor película en la edición del festival internacional de cine fantástico de
Sitges en 1984, a diferencia del cuento la película focaliza en la atmósfera
onírica del relato marco que tiene como protagonista a Rosaleen, encarnada
por la actriz Sarah Patterson. El afiebrado sueño de la joven protagonista la
sumerge en el mundo de cuentos que su abuela –interpretada por la abuela por
antonomasia, la laureada actriz británica Angela Lansbury– le contó. La
afiebrada historia transcurre en una aldea medieval, representada por un
escenario con íconos fácilmente reconocibles como un aljibe en el medio de la
plaza y la omnipresencia de patos, gallinas y otros animales de granja. En ese
escenario arquetípico, una familia ha sido afectada por la reciente muerte de su
primogénita, atacada por una manada de lobos, que acechan a los aldeanos y
sus animales, hambrientos por la llegada del invierno. Sin dejarse amedrentar
por esa experiencia traumática, Rosaleen, la hermana menor, se animará a
cruzar en soledad un bosque de ensueño, decorado con la magia hechizante
de la nieve, para enfrentar con incertidumbre pero valentía los misterios que
oculta. De esta manera, el latente florecimiento sexual de la protagonista y una
serie de transformaciones lupinas que rozan el género gore conviven en
algunas escenas magnéticas y perturbadoras a la vez.
Fotograma de ‘En compañía de lobos’.

Otras autoras hispanoamericanas, alejadas de los imaginarios onirícos y


febriles de Carter y Jordan, han reelaborado este relato explorando su sentido
original. Además, a diferencia de «La compañía de los lobos», tanto en el relato
«Interno con figura», de la narradora catalana Cristina Fernández Cubas, como
en «En el bosque», de la escritora boliviana Giovanna Rivero, quienes son
enfrentadas con un descubrimiento donde late el peligro no son sensuales
jovencitas sino mujeres mayores y de mediana edad, alter egos de las mismas
autoras.

El cuento de Fernández Cubas forma parte del libro La habitación de


Nona (2015), por el que la autora de narrativa breve recibió el Premio Nacional
de la Crítica en 2016. En este relato nos presenta a una protagonista, una
escritora madura que vive una inusual experiencia frente a la pintura que da
nombre al cuento –Interno con figura (1868), de Adriano Cecioni–, durante una
visita al Museo del Prado de Madrid. Como un sugestivo disparador de la
imaginación, esta pintura al óleo presenta a una niña sola en una habitación
que tiene la puerta entreabierta. Agachada al costado de una cama, la figura
parece estar escondiéndose de algo que la acecha afuera de la habitación.
Atraída por las irreverentes reacciones que un grupo de niños, acompañado
por una monitora, manifiesta ante dicha obra de arte, la protagonista comienza
a tirar del hilo de un misterio. Un secreto que la aguijonea debido a la
identificación que la escena de la pintura detona en una niña del grupo:

«Me cuesta dar con ella porque viste un impermeable rojo con capucha que
antes, sentada en el suelo de la sala, no llevaba puesto. Y la veo temblar, una
Caperucita desvalida que acaba de registrar el aviso del lobo. La sorprendo
mirando al rubio pecoso con la misma atención con la que hace un rato
escrutara el óleo de Cecioni. Pero ya no parece hipnotizada. Sólo tiembla.
Como si supiera que ese accidente le estaba destinado; como si se tratara de
un simple error, de una pura cuestión de tiempo»
Pendulando entre la autosugestión inducida por su fértil imaginación de
escritora y la posibilidad de estar siendo testigo de una amenaza real, la
narradora, por momentos desconfiable, nos empujará así a la madriguera del
conejo de la intertextualidad. Entre las reminiscencias de aquel cuento clásico,
explorando las posibilidades narrativas intrínsecas de las escenas
representadas en la pintura, la autoficción y las tentaciones psicológicas de esa
pesquisa mental incansable que alimenta la propia escritura, Fernández Cubas
ofrece una sugerente fábula con tintes realistas sobre el oficio de la ficción.

En un registro similar, entre el realismo psicológico y la autoficción, en el relato


«En el bosque» Giovanna Rivero nos presenta otra situación, como la visita a
un museo, en apariencia ordinaria y cotidiana. Una madre y su hija, ambas
inmigrantes que adoptaron el inglés como segunda lengua (igual que la autora
y su hija en la vida real) pasean solas por una reserva natural en algún lugar al
sur de Estados Unidos en el presente. Mientras caminan y juegan
compartiendo pequeños incidentes provocados por la nostalgia gastronómica
de su país natal, la madre intenta que la hija comparta detalles de un oscuro
suceso ocurrido en la escuela a la que asiste. Un evento traumático para
cualquier familia: la posibilidad de que la niña haya sido testigo o incluso
víctima de un caso de abuso infantil. Con una eficaz intensidad poética, la
narradora condensa en pocas escenas la sensación de fragilidad e impulso
protector que el vínculo materno-filial le despierta:

«Es también por esa forma imperfecta de ser niña, su infancia habitando otros
patios de baldosas desiguales con algunos alacranes en los intersticios, es por
ese error de su niñez, esa especie anacrónica de anorexia, que la ama».
Kiki Smith y su litografía ‘Born’, 2002. FOTO: BROOKLYN MUSEUM/ KIKI
SMITH

Mientras la posibilidad del trauma sobrevuela la atmósfera supuestamente


tranquila del parque, con la aparición de un perro y su dueño en la escena, la
tensión narrativa va en aumento. «La maldad nunca se nota. Hay gente que es
capaz de hacerse pasar por tu abuelita solo para…», advierte la narradora a su
hija, emulando el tono aleccionador de la moraleja del cuento clásico. Cuando
comienza a oscurecer, madre e hija conducen a través del parque hacia la
salida y a causa de un desperfecto técnico, el coche se detiene. Entonces
ambos personajes abandonan el vehículo y se deslizan de nuevo entre los
árboles porque la niña tiene ganas de orinar. En ese momento vuelven a
aparecen el perro y su dueño junto con dos jovénes más en una moto,
detonando el suspense y la intriga ante una posible amenaza que se cierne
sobre ambos personajes femeninos. Con un final abierto que nos deja
conteniendo la respiración, «En el bosque» encarna una poética reelaboración
del motivo de la niña que se pierde en la naturaleza, ese espacio donde el
tiempo se congela y la incertidumbre se instala haciendo reverberar en los
adultos, en este caso en la narradora, los más íntimos temores de la infancia.
La característica común a ambos relatos es la latencia del abuso infantil y la
violencia sexual como un miedo visceral expresados a través de una remezcla
de los elementos arquetípicos del cuento popular.

Volviendo a las reelaboraciones de la tensión entre los personajes de la niña y


el lobo, en otras disciplinas ajenas a la literatura pero que comparten
imaginarios comunes, como las artes visuales, la eficacia simbólica de los
cuentos clásicos devenidos máquinas disparadoras de ficción adquiere una
poderosa fuerza iconoclasta. Tal es el caso de la prolífica obra de la artista
americana Kiki Smith, quien desde fines de los años ochenta reexamina a
través de diferentes técnicas, como la escultura, el dibujo y el grabado, los
arquetipos femeninos tradicionales de la religión, la mitología y el folklore. A lo
largo de su trayectoria, Smith ha realizado sorprendentes representaciones de
imágenes icónicas, subvirtiendo sus significados ancestrales. Como en su
controvertida escultura de la virgen María (Virgin Mary, 1993) desollada, sin
piel, como un modelo anatómico con sus músculos expuestos. También ha
representado mujeres desobedientes, como Lilith (1994), una de sus obras más
conocidas, que consiste en una escultura en bronce donde una figura femenina
con unos inquietantes ojos humanos de cristal se asoman por la oscura pátina
de un cuerpo que parece arrastrarse por la pared.

Esta artista también ha explorado motivos recurrentes de los cuentos clásicos


con su estilo fascinante a la vez que perturbador de decodificar imaginarios
visuales en apariencia cristalizados en nuestro inconsciente colectivo. Y lo ha
hecho con un imaginario más cercano al fantástico, subvirtiendo la dicotomía
entre lo humano y lo animal, entre la víctima y el agresor, separando los
personajes de los contextos y fondos sugeridos por sus narraciones
tradicionales con un efecto sorprendente. Así lo hizo en Daughter (1999), una
escultura de una joven Caperucita hecha de papel maché con ojos de cristal
azul que simulan una humanidad perturbadora al observar al espectador
fijamente desde abajo de su capa roja. El rostro de la figura aparece cubierto
con un exceso de pelo, sugiriendo que sería la vástaga de la relación entre
Caperucita y el lobo. Una imagen similar aparece en el grabado Wolf
Girl (1999), con el rostro creado en una paleta de azules, celestes y negros del
mismo personaje inventado por la artista, quizás inspirada por el final de la
versión de Perrault, donde Caperucita se mete en la cama con el lobo.
Daughter, de Kiki Smith.

Esta fusión de lo animal con lo humano también está presente


en Rapture (2001), una escultura en bronce que muestra a una mujer saliendo
del vientre de un lobo, que evoca la escena final de la versión popular de
Caperucita siendo rescatada del interior del estómago del animal. Al elidir la
presencia de cualquier personaje salvífico, como un leñador o un cazador o el
propio padre de Caperucita, la imagen sugiere un renacimiento del personaje
femenino en confluencia con su naturaleza animal. Una litografía
posterior, Born (2002), confirma con su título la idea del renacimiento al
presentarnos a una mujer con una capa roja abrazando a una niña que viste la
misma capa emergiendo del estómago de un lobo. A esta pieza se suman toda
una serie de dibujos, litografías y esculturas con los personajes de la niña y el
lobo que, al aparecer aislados de su fondo y contexto original, asumen nuevas
identidades y atributos. Estas figuras animan al espectador a reinventar las
relaciones entre ambos elementos, sustrayéndolas de la dinámica de violencia
de víctima y agresor que propone el relato original que las inspiró.

Más cercana en el tiempo, la video-artista noruega Ingrid Torvund también


reelaboró y remezcló los elementos inmediatamente reconocibles de ese
popular cuento de hadas en su película Magic Blood Machine (2019), que
forma parte de la serie Earth Trilogy. Con una intrigante pero envolvente banda
sonora, en la primera escena vemos aparecer una cabaña en lo profundo de un
tupido bosque de pinos. En esta situación característica del paisaje del norte de
Europa, una cortina de humo se eleva frente a la cabaña, sugiriendo los restos
de algún ritual realizado poco antes. Entonces la cámara acompaña el
desplazamiento de un curioso personaje. Enfundado en una gran capa de
intenso color rojo con una máscara que imita la forma geométrica de la cabeza
de un lobo con sus grandes colmillos, contemplamos a un ser que se desplaza
por el bosque.

Con aires de ritual pagano a la vez que reminiscencias católicas, el


desplazamiento de este misterioso personaje parece emular la parsimonia
ceremonial con que un cardenal u otra entidad eclesiástica se desplazara por
una iglesia durante la misa. Poco después veremos cómo se pone un anillo
adornado con grandes cristales de color púrpura, lee una especie de manual
con símbolos y figuras crípticas, contempla un cristal en la cima de un monolito
diminuto decorado con dientes (!) o manipula los botones de una consola.
Estas acciones con gran carga ritual son realizadas delante de la cabaña, que
deviene una especie de laboratorio neutralizado de su asepsia característica
por la invasión anárquica de la naturaleza, el humo omnipresente y un líquido
similar a la sangre que supura de las probetas que la adornan a manera de
extrañas columnas.

El contraste de figura y forma expresados en los colores rojo de este


lobo/caperucita y el verde oscuro del bosque de pinos que lo invade todo
funcionan como sinónimos de luz, energía y oscuridad comulgando en este
sugestivo universo audiovisual. Este siniestro personaje, junto con los otros dos
que aparecen en las otras películas de esta serie, parecen invocar con sus
extrañas acciones y rituales los misterios que la vida, la muerte y la
resurrección detonando un singular sincretismo. Realizada con trajes hechos a
mano, escenografía casera y efectos especiales lo-fi, la narrativa visual de
Torvund propone un juego mitológico sin diálogo donde el misticismo
precristiano, la magia pagana, las creencias populares y la eficacia icónica del
cristianismo confluyen con el imaginario de la ficción especulativa y la ciencia
ficción, entrañando así una singular narrativa que renuncia a las clausuras del
sentido.

Una cesta. Un leñador. Una abuela. Un bosque. Un lobo. Un sendero. Una niña
vestida con una capa roja. No importa el orden en que enumeremos o
combinemos estos elementos humanos o no humanos, la eficacia simbólica de
esta historia sobre la pérdida de la inocencia seguirá funcionando sobre las
expectativas que despiertan en sus lectores en sus versiones contemporáneas,
tanto en la literatura como en las artes visuales. Así lo demuestra «La
compañía de los lobos», el cuento de Angela Carter y la adaptación fílmica de
Neil Jordan, donde ambos relatos funcionan como una curiosa combinación de
los mismos elementos hilvanados con el ritmo sincopado de los aullidos de los
lobos que, lejos de ser un indicio de peligro, acompañan la experiencia
femenina de iniciación a lo salvaje, lo desconocido y, también, al erotismo y la
sexualidad.
En esta misma línea, especulando con los frutos de la comunión sexual entre la
niña y el lobo, la convivencia pacífica de ambos personajes o hasta el
renacimiento de uno a partir del otro, las piezas de la artista Kiki Smith
provocan un efecto de sorpresa al alentar nuevas lecturas, sustraídas de las
dinámicas instauradas en la versión original. Un efecto que también
produce Magic Blood Machine, invocando el misterio del folklore, la religión y
los cultos paganos ancestrales en confluencia con imaginarios científico-
técnicos contemporáneos. En cambio, en los relatos de Cristina Fernández
Cubas y Giovanna Rivero, la niña, el bosque y el lobo son actualizados en el
presente en situaciones ordinarias, como la visita a un museo o un paseo por
una reserva natural, con la capacidad sugestiva propia de recursos más
propios del realismo psicológico.

De esta manera, invocando diferentes imaginarios en todas estas nuevas


versiones de Caperucita, las narradoras-artistas-autoras encarnaran ellas
mismas otras caperucitas que desde sutiles y elegantes relecturas
contemporáneas evitan la moraleja aleccionadora, a la vez que se dejan
hechizar por el sortilegio ancestral del cuento original y sus múltiples
posibilidades como dispositivo creador de nuevas ficciones.

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