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Esta versión es la que recreó Angela Carter en el relato «La compañía de los
lobos», donde exploró la tensión erótica de una joven aguijoneada por una
pulsión interior para enfrentar la naturaleza y lo animal que habita en ella
misma, con un imprevisible desenlace. De esta manera el énfasis de la historia
no se encuentra solo en la inocencia perdida sino en la asimilación de la
incertidumbre a través de la experiencia personal, contradiciendo la antigua
advertencia moralizante y represora:
«Me cuesta dar con ella porque viste un impermeable rojo con capucha que
antes, sentada en el suelo de la sala, no llevaba puesto. Y la veo temblar, una
Caperucita desvalida que acaba de registrar el aviso del lobo. La sorprendo
mirando al rubio pecoso con la misma atención con la que hace un rato
escrutara el óleo de Cecioni. Pero ya no parece hipnotizada. Sólo tiembla.
Como si supiera que ese accidente le estaba destinado; como si se tratara de
un simple error, de una pura cuestión de tiempo»
Pendulando entre la autosugestión inducida por su fértil imaginación de
escritora y la posibilidad de estar siendo testigo de una amenaza real, la
narradora, por momentos desconfiable, nos empujará así a la madriguera del
conejo de la intertextualidad. Entre las reminiscencias de aquel cuento clásico,
explorando las posibilidades narrativas intrínsecas de las escenas
representadas en la pintura, la autoficción y las tentaciones psicológicas de esa
pesquisa mental incansable que alimenta la propia escritura, Fernández Cubas
ofrece una sugerente fábula con tintes realistas sobre el oficio de la ficción.
«Es también por esa forma imperfecta de ser niña, su infancia habitando otros
patios de baldosas desiguales con algunos alacranes en los intersticios, es por
ese error de su niñez, esa especie anacrónica de anorexia, que la ama».
Kiki Smith y su litografía ‘Born’, 2002. FOTO: BROOKLYN MUSEUM/ KIKI
SMITH
Una cesta. Un leñador. Una abuela. Un bosque. Un lobo. Un sendero. Una niña
vestida con una capa roja. No importa el orden en que enumeremos o
combinemos estos elementos humanos o no humanos, la eficacia simbólica de
esta historia sobre la pérdida de la inocencia seguirá funcionando sobre las
expectativas que despiertan en sus lectores en sus versiones contemporáneas,
tanto en la literatura como en las artes visuales. Así lo demuestra «La
compañía de los lobos», el cuento de Angela Carter y la adaptación fílmica de
Neil Jordan, donde ambos relatos funcionan como una curiosa combinación de
los mismos elementos hilvanados con el ritmo sincopado de los aullidos de los
lobos que, lejos de ser un indicio de peligro, acompañan la experiencia
femenina de iniciación a lo salvaje, lo desconocido y, también, al erotismo y la
sexualidad.
En esta misma línea, especulando con los frutos de la comunión sexual entre la
niña y el lobo, la convivencia pacífica de ambos personajes o hasta el
renacimiento de uno a partir del otro, las piezas de la artista Kiki Smith
provocan un efecto de sorpresa al alentar nuevas lecturas, sustraídas de las
dinámicas instauradas en la versión original. Un efecto que también
produce Magic Blood Machine, invocando el misterio del folklore, la religión y
los cultos paganos ancestrales en confluencia con imaginarios científico-
técnicos contemporáneos. En cambio, en los relatos de Cristina Fernández
Cubas y Giovanna Rivero, la niña, el bosque y el lobo son actualizados en el
presente en situaciones ordinarias, como la visita a un museo o un paseo por
una reserva natural, con la capacidad sugestiva propia de recursos más
propios del realismo psicológico.