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¡Listo! Por allá venía una mujer. Traía una sombrilla debajo del brazo y una
cartera colgando de la mano. Se alcanzaba a escuchar el ruido de los zuecos golpeando
la calle con sus tacos. Corrí a esconderme en el portal y probé el hilo que empujaba la
cobra. Ella obedeció. Estaba perfecta. Entonces me escondí bien escondidito detrás de
la sombra de la cerca y me quedé con el hilo entre los dedos. Los zuecos venían
acercándose, más cerca, más cerca todavía, y ¡zas! Comencé a tirar de la línea de la
cobra, y ella se deslizó despacio en el medio de la calle. ¡Solo que yo no esperaba
aquello! La mujer dio un grito tan grande que despertó a toda la calle. Largó la bolsa y
la sombrilla para arriba y se apretó la barriga sin dejar de gritar:
- ¡Socorro! ¡Socorro! … Una cobra, amigos. ¡Ayúdenme!
Las puertas se abrieron y yo solté todo, disparé por al lado de la casa, entré en la
cocina. Destapé rápidamente el cesto de la ropa sucia y me metí dentro, cubriendo de nuevo el
cesto con la tapa. Mi corazón latía, asustado, y continuaba escuchando los gritos de la
mujer. En ese momento yo no solamente estaba asustado, sino que comencé a temblar.
Los vecinos la llevaron para adentro y los sollozos y las quejas continuaban.
- ¡No puedo más, no puedo más! ¡Y tan luego una cobra, con el miedo que les
tengo!
- Tome un poco de agua de flor de naranjo. Cálmese. Quédese tranquila, que los
hombres fueron detrás de la cobra armados con pedazos de palo, machetes y un farol
para alumbrarse.
¡Qué lío de los mil diablos por causa de una cobrita de género! Pero lo peor de
todo es que la gente de casa también había ido a mirar. Jandira, mamá y Lala.
En mi miedo había olvidado retirar “la cobra”. Estaba frito. Atrás de la cola venía
el hilo y el hilo entraba en nuestro fondo. Tres voces conocidas hablaban al mismo
tiempo:
- ¡Fue él!
Levantó la tapa del cesto y fui levantado por las orejas hasta el comedor (…).