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ÉTICA COMUNICATIVA

Jaime Ricardo Reyes Calderón1

La Escuela de Fráncfort, en su más notable representante, Jürgen Habermas, precisa los


alcances de sus investigaciones con la propuesta de una ética del discurso, una ética
comunicativa. Recordamos que para la Teoría Crítica de la Sociedad ya no es válida la
percepción ortodoxa-soviética del marxismo como respuesta a los conflictos sociales y
políticos. Ni el proletariado es el sujeto de la historia, ni la lucha de clases es el motor de
la transformación histórica.

Los representantes de esta escuela nunca fueron militantes de ningún partido político.
Ellos fueron testigos de cómo la clase obrera alemana fue la que más apasionadamente
adhirió a Hitler. Y también identificaron en los trabajadores norteamericanos un espíritu
antisemita. Es decir, la emancipación no es de un proletariado, puesto que encarna en sí
mismo la personalidad autoritaria que hace posible los desmanes de una sociedad
tecnocrática, cosificadora y antidemocrática. La crítica se ejerce contra una racionalidad,
no contra una clase o un modo de producción.

A continuación vamos a tratar dos grandes acercamientos, muy elementales, llevados de


la mano por Adela Cortina (Valencia 1947- ), recta intérprete del horizonte francfortiano.
En un primer momento asomamos a la diferenciación entre un nivel ético personal
orientado hacia la felicidad, de un nivel ético colectivo fundado sobre la necesidad de
convivencia pacífica (máximos y mínimos). Después fundamentamos los criterios que
podrían regular una ética del discurso, una ética dialógica, una ética para la vivencia de
una democracia radical.

1. Ética de máximos, ética de mínimos

La historia de la ética bien puede imaginarse como un movimiento pendular en el que


cada teoría ética oscila entre lo universal-abstracto-deductivo, y lo personal-concreto-
inductivo. Movimiento entre deberes y absolutos contra experiencias y originalidades.
Podemos realizar una clasificación del gran panorama de las posturas éticas. Un primer
tipo de éticas, la de máximos, propone el diseño de un modelo de vida que promete o
procura alcanzar la felicidad. Otra gran clase de éticas se estructuran alrededor de las
necesidades de convivencia social, de mínimos en las relaciones intersubjetivas. Vamos
con el primer tipo.

Al modo del imperativo hipotético kantiano, las éticas de máximos enuncian “si quieres llegar
a ser feliz entonces tú debes...”. De esta manera al interrogar acerca de ¿Por qué esto es
un deber?, resulta evidente que su cumplimiento alcanza la promesa de felicidad. Y como,
usualmente, todo hombre quiere ser feliz, entonces ese deber deja de ser una invitación y
constituye un mandato categórico, casi incontrovertible.

Bajo una experiencia o una comprensión particular de la vida humana, las éticas de
máximos establecen un ideal, un conjunto de certezas y acciones que invitan al individuo
para que conquiste el tesoro del sumo bien, de la felicidad. Las éticas de máximos
aconsejan (son consiliatorias, no prescriptivas, ni sancionatorias) desde un particular
modo de entender la vida. Son la experiencia de alguien, o la experiencia heredada, o la
1
Filósofo, teólogo, especialista en literatura, doctor en educación, autor de textos de filosofía y
crítica literaria.
experiencia particular de un conglomerado que tiene una tradición que ha crecido con el
paso de la historia. Ese elemento original, ese centro existencial que focaliza todo, se
erige como absoluto que guía a quienes aceptan o participan de la invitación a ser felices
en ese camino especial. Este máximo se explica a través de ideales de vida buena, de
procesos y criterios “felicitantes”, que mueven a vivir la felicidad.

Ahora bien, los máximos son imperativos que acepta un sujeto individual de manera libre,
espontánea y voluntaria. Los máximos sólo son legítimos, válidos y razonables porque
son máximos individuales. Los máximos se manifiestan en un plano de perfecta y
consistente autonomía moral del individuo, no aparecen en las conciencias morales
inexpertas e inmaduras. Solamente la persona, en la claridad de su conciencia
autónoma, decide si entrega su razón y su acción a un horizonte particular y determinado
que promete la felicidad. El máximo vive en la opción íntima y personal, desde allí
dinamiza a todo el ser personal.

Las religiones son el mejor ejemplo de ética de máximos: siempre se validan por la
libertad de conciencia y la coherencia de quien se adhiere a ellas. Pero el rango de
pertenencia a ese proyecto nace de la persona, desde su iniciativa, desde su decisión
responsable, desde su libre elección. Los máximos no se imponen, no se exigen a todos,
no pueden ser una ley nacional, una requisitoria del ordenamiento social y colectivo.

Desde otro lugar de la definición, podemos decir que no hay una manera irrestricta y
definitivamente comprobada de ser felices. Por tanto, escapándose la felicidad del
carácter necesario de las teorías y leyes de la ciencia, son válidas porque son valiosas
para ese sujeto original y particular, pero de ninguna manera constituyen una especie de
conocimiento universal. Cada individuo, por su historia, por su caminar existencial, por sus
relaciones, por sus opciones, labra el horizonte de su felicidad.

Afirmar un absoluto es configurar en el centro mismo de la más pura libertad personal, el


eje de decisiones íntimas que regula la vida adulta, que pertenece al campo de la
filosofía personal. Nadie puede imponer un máximo (por ejemplo la religión, o la
militancia política, o la vocación, o la identidad cultural, familiar o sexual), nadie puede
interpretar a los demás y juzgarlos desde su absoluto, porque el absoluto es un
descubrimiento, una conquista, una profesión de fe existencial de carácter íntimo. Nuestra
autora afirma:

“Como cada hombre tiene su proyecto único de vida, las morales formales de máximos
pueden ofrecer sin duda un marco, los avances científicos prestarle recursos técnicos
valiosos, pero su modo de realizar las propuestas formales es único e irrepetible...Por eso, a
mi entender, el lugar de la religión en la vida del hombre es más el de la ayuda a
“bienquerer”, el del apoyo, el consuelo y el don, que el de la prescripción y la exigencia” .
(Cortina, Adela. Ética aplicada y democracia radical, p. 204)

Por su parte, la ética de mínimos no establece primeramente su atención en un algo o


alguien absoluto del cual dependa la felicidad. Los mínimos se comprenden en la
referencia a las relaciones intersubjetivas. Somos seres sociales que abogamos por
relaciones limpias de ideologías, engaños, abusos y violencia. Representan el marco
normativo heterónomo que suscriben los miembros de un conglomerado humano.
Descendemos al punto muy concreto de la gestión legal y normativa que regula la
convivencia en una sociedad.
Los mínimos son manifestaciones de una ética fundada alrededor de la idea de justicia,
de aquello que consigue la igualación, la homogenización de las relaciones sociales.
Como es una ética de vinculación de toda la comunidad, no podemos definir justicia
dejándonos llevar por nuestro interés sensorial inmediato, o por los reclamos de nuestra
emocionalidad (emotivismo). No podemos transigir con la tentación del relativismo ético,
donde nada es estable, en donde todo se mira desde la medida del sujeto, no se puede
afirmar, pues, en la dimensión de la ética de las relaciones intersubjetivas, el subjetivismo.

La ética de mínimos contempla como justo esas estabilidades comportamentales de las


que son capaces todos los seres humanos, sin por ello forzar, mancillar o devaluar los
propios principios personales. Constituye lo que podemos definir como la moral cívica, y
su gran función es:

“Dar un sentido compartido a la vida y decisiones sociales y evitar el totalitarismo


intolerante de los incapaces de pluralismo” (Cortina, Adela. Ética aplicada y democracia
radical, p. 205-206).

Ética de mínimos puesto que son los más elementales deberes que se pueden exigir a un
ser racional, eso que satisface los intereses de todos los miembros de la comunidad. Ética
prescriptiva, es decir, de la que emanan órdenes exigibles (y actos punibles) a los sujetos
vinculados.

Mínimos que permiten la base de una relación humana pacífica, respetuosa, responsable
e igualitaria. La ética de mínimos constituye el fondo universalizable del fenómeno
moral: esas grandes líneas de conducta que logran el equilibrio entre relaciones sociales
claras y expeditas, al lado de respeto a las particularidades y a los ideales de felicidad de
cada uno. Los mínimos son tales porque son exigibles razonablemente a todos los
miembros de la colectividad. Sin mínimos estaríamos padeciendo la intolerancia, la pura
anarquía, la destrucción de cualquier marco estable y general de conductas y acuerdos
entre seres racionales.

Vivir los mínimos permite que cada quien en libertad, en medio de un sano pluralismo,
pueda establecer y optar ante una oferta de máximos que no constriña ni impida los
máximos de los demás. En otras palabras, desde los mínimos cada quien dibuja los
contornos de su felicidad sin atentar contra las esperanzas de felicidad de los otros.

Cuando hablamos de moral cívica no nos referimos, pecando de excesivamente realistas,


a esas situaciones, esos valores o antivalores, que de hecho se viven en una sociedad.
Ya sabemos que lo maligno, lo destructivo, lo egoísta, lo malsano y lo vicioso es lo que
mejor y más rápido se reproduce en un medio social. La moral se funda en una clara
concepción de lo que debe ser y a partir de ello ejerce crítica sobre lo que sucede.
Representa un dinamismo de corrección y perfectibilidad, su función es heurística:
anticipa y jalona el mejoramiento de la colectividad. Si perdemos este horizonte de
expansión, de perfectibilidad, de idealidad de la moral, de nuevo cedemos la autoridad, la
razón, el principio de interés y acción, a fenómenos o ideologías bárbaras que terminan
despreciando y cosificando a los seres humanos.

“Es un hecho que en las sociedades pluralistas se ha llegado a una conciencia moral
compartida de valores como la libertad, la tendencia a la igualdad y la solidaridad, que se
concretan en la defensa de unos derechos humanos, no sólo políticos y civiles (derechos de
primera generación), sino también económicos, sociales y culturales (derechos de segunda
generación) y, prosiguiendo la tarea, en derechos ecológicos y en el derecho a la paz, que
componen la llamada tercera generación.” (Idem, p. 204-205)

La moral cívica se encarna, se despliega, se manifiesta, se autoexamina, en la dimensión


institucional de las relaciones sociales. La sociedad, el estado, el marco político, los
procesos colectivos de participación, reflexión, valoración y gestión comunitaria,
representan, encarnan, asumen la realización y vivencia colectiva de esos grandes
derechos. Al tiempo, se permite al ciudadano ejercer crítica cuando la institucionalidad no
funciona encarnando los principios democráticos, dialógicos y participativos que sustentan
y justifican su existencia. Una alta moral cívica ejerce control sobre las instituciones
públicas, que son reconocidas y valoradas porque defienden los mínimos, porque
impulsan el bien común, porque legislan sin menospreciar y privilegiar.

El aparato institucional se centra en concebir un plano de simetría en las relaciones


intersubjetivas. Simetría es identidad de cara a las posibilidades de participación y
beneficio de las relaciones sociales. Es decir, el criterio de simetría asegura el pleno
desarrollo de los derechos de todos y cada uno de los actores sociales, el
posicionamiento vital, existencial, material y político, de todos y cada uno en las mismas
condiciones de igualdad. Asegura la justa distribución de oportunidades a los sujetos con
capacidad de participar y disfrutar de los medios sociales de beneficio. La simetría funda
la democracia participativa.

La simetría en las instituciones de participación democrática precisa de los participantes la


puesta en práctica de unas virtudes, de un ethos dialógico, de una conciencia y una
acción personal en actitud de respeto y tolerancia. Así, el ciudadano practicante de una
moral cívica vivencia:

“El reconocimiento básico del otro como persona, el interés activo en conocer sus
necesidades, interese y razones, la propia disposición a razonar, el compromiso con la
mejora material y cultural que haga posible al máximo la simetría, la disposición a optar, no
por los propios intereses ni por los del propio grupo, sino por los generalizables”. (Idem, p.
205)

2. Ética del discurso

Tenemos que establecer ahora una fundamentación ética que ofrezca vías de gestión
para el respeto a la simetría. No podemos imponer absolutos, pero sí debemos normar
democráticamente, dialogadamente, las relaciones sociales. La ética del discurso apunta
entonces a la dinámica social que hace posible unas interrelaciones participativas
auténticamente democráticas. Mucho se dice de la autonomía, la libertad y la justicia,
pero en la vida de todos los días constatamos un abismo, un divorcio radical entre la
gestión social llevada por los gobiernos y la participación real en los procesos por parte de
los ciudadanos comunes. Tratamos la esfera de aplicación en la gestión pública, el
desenvolvimiento de las instituciones políticas, de gobierno, de administración del recurso
ciudadano, nacional. Y esta ética del discurso la enunciamos en el plano ideal, a la
manera de una idea regulativa kantiana que nos sirva para acercar los diálogos reales a
tal nivel de perfección.

La ética del discurso quiere establecer el diálogo como mecanismo de consenso que
consiga encarnar en la vida social de todos los días, el sentido auténtico y concreto de
valores como la libertad, la justicia y la solidaridad. La disposición para el diálogo permite
el acercamiento de los actores sociales a la toma de decisiones, permite el respeto a las
individualidades. Además de este talante participativo, gracias al diálogo se validan las
normas y los códigos, pues cuando la gente se pronuncia se hace posible juzgar qué es
válido, qué es moralmente correcto, qué trae un auténtico beneficio para todos. Veamos
los dos grandes principios de la ética del discurso:

Principio de universalización:

“Una norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan aceptar
libremente las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían,
previsiblemente de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de
cada uno”.

Primero lo kantiano, lo colectivo, lo democrático. La norma es bien colectivo, satisface los


intereses sociales. La norma se vive en la comunidad y esta experimenta los positivos
alcances en cada tiempo y lugar que implique su aplicación. Tal norma cumple entonces
con el requisito supremo de procurar bienestar, beneficio, no a unas personas o a unos
grupos, sino a todos los miembros de la colectividad, encarna en sí la satisfacción de
unos intereses universalizables.

Toda norma debería ser aceptada por todos los afectados por ella. Por esto, toda
norma se legitima gracias a la participación de todos los cobijados por ella, a través de un
diálogo que clarifique la humanidad, racionalidad, bondad y conveniencia de dicha
norma. Cada quien se erige como sujeto político, y en tanto se apropie de ese deber, se
suma necesariamente a cumplir un orden social señalado por la participación de todos. La
fundamentación de las normas la constituye el compromiso intersubjetivo que une a los
miembros de una comunidad. Nadie puede delegar en una abstracción sus propias
expectativas socio-políticas. Los derechos de cada quien ni se ignoran, ni se ceden, ni se
violan. Desde la Teoría Crítica de la Sociedad, la práctica político-social debe estar libre
de ideologías y totalitarismos. El supuesto fundamental es que el diálogo tiene sentido si
es una sincera búsqueda cooperativa de la justicia y de la corrección.

Principio de la ética del discurso:

“Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar)
aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso
práctico”. (Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa, pp. 116 y 117).

Todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores válidos. Esto significa
que en la discusión por la formulación de códigos, leyes y normas, los intereses de la
totalidad de los afectados deben tener una representación en el diálogo, y si es posible,
se tendría que defender por parte de ellos mismos, las aspiraciones y deseos que se
juegan en el proceso.

Las posiciones en el discurso, la participación de los actores sociales, no se suponen. La


exclusión de cualquier actor invalida o tiñe de sospecha todo proceso de diálogo. La
historia ha señalado suficientemente el poder destructivo y deshumanizante de toda clase
de segregacionismo y marginación social. Un régimen que no permite la disidencia, que
no deja expresarse a la minoría, que teme a los antagonistas, que valora como ofensa
cualquier disenso, que no da la cara para explicar la gestión, que se niega a la autocrítica,
que no reconoce honestamente las limitaciones y los fallos. Una dinámica política así,
sólo demuestra el imperio de la deshumanización, la soberanía de lo ideológico, el
recurso irracional a dogmatismos, la lejanía a lo democrático y la peligrosa coincidencia
con los totalitarismos.

El discurso se construye con las argumentaciones de todos. Usando una analogía,


participar del discurso sucede como quien perfecciona una frase escrita palabra por
palabra por un grupo que se encuentra, frase única y de todos, en la cual se hace justicia
al deseo de todos los participantes, y por ello tal frase cuenta con todas las
significaciones, todas las especificaciones y clarificaciones posibles: es la frase que
conjuga con precisión los intereses de todos los interlocutores. Ello impele a una
búsqueda de definiciones y deseos prioritarios y genuinamente colectivos.

Lo dialógico, el trasfondo intersubjetivo, comprensivo, prescribe la participación total.


Concluir cuestiones brillantes no asegura necesariamente la racionalidad dialógica, el
consenso. Esto quiere decir que será correcta la norma si logra el consentimiento, la
aprobación por parte de todos los afectados. La participación en el diálogo tiene una
exigencia de coherencia: usted no puede traicionar sus posturas siendo o deshonesto en
las afirmaciones o acomodaticio. La validez en el diálogo lo señala la articulación entre
actitud y enunciación. La comprobación de la participación debe apuntar a legitimar
desde el acuerdo consensuado, desde una moralidad comunicativa, la corrección de lo
normado. ¿La norma contó con las representaciones suficientes? ¿Aquellos que puedan
ser minoría, estaban allí representados? ¿Se desconoció a alguien afectado por el
acuerdo?

No se debe confundir diálogo con negociación. En las negociaciones se establecen


pactos estratégicos, es decir, acuerdos que fingen ser de provecho universal, pero que
realmente son privilegios para unos y otros tipos de participantes. En la negociación los
interlocutores se usan los unos a los otros, para terminar favoreciendo a ciertas élites, a
ciertos específicos intereses. La negociación pacta a favor de intereses particulares, el
diálogo lleva a la satisfacción de intereses universalizables. En los pactos estratégicos la
racionalidad es instrumental, importa hacer cosas que modifiquen realidades materiales.
En la ética discursiva la racionalidad es comunicativa, importa que la comunidad
gestiones sus decisiones y acompañe el control crítico de las acciones que transformen el
entorno. (Cfr. Nuestro apartado sobre “Acción instrumental y acción comunicativa” en
Hombre: Ser y Conocer).

Reglas del discurso de Habermas

“Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso”.

“Cualquiera puede problematizar cualquier afirmación”.

“Cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación”.

“Cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades”

“No puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos,

establecidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso”.

(Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa, pp. 111 y 113).

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