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El Tribunal de los Derechos de la Naturaleza ante el Reclamo de

Justicia Ambiental
(Notas para el Seminario de Derechos de los Pueblos y de la Naturaleza)

Asamblea General de los Derechos de la Naturaleza (GRAN), 25 de mayo de 2022

Enrique Leff

Hoy, a 50 años de la Primera Cumbre Mundial Ambiental –la Conferencia de Estocolmo


sobre el Medio Ambiente Humano celebrada en junio de 1972– que anunciara el
acontecimiento histórico de la crisis ambiental planetaria como una crisis civilizatoria –de
los límites del crecimiento–, la naturaleza reclama sus derechos de existencia. Sin embargo,
medio siglo después, no existe un paradigma de justicia ambiental. El Manifiesto por la
Vida –síntesis del pensamiento ambiental latinoamericano–, publicado 30 años después de
Estocolmo y 10 años después de Río, lo dice sin ambages en una frase contundente: “el
derecho no es la justicia”. Si la ética es el conjunto de preceptos a través de los cuales las
culturas han internalizado en su ethos de vida los principios de convivencia armoniosa y
pacífica para prevenir el desbordamiento de las pulsiones humanas, el derecho son las
reglas que la sociedad se impone a posteriori para normar –para dirimir los conflictos y
penalizar las conductas humanas.

Empero, el derecho ambiental ha sido la última disciplina de las ciencias sociales a ser
tocada en sus fundamentos por la crisis ambiental. Si en los últimos 50 años se ha generado
todo un cuerpo de instituciones, una férrea maquinaria jurídica y millones de páginas de
decretos y legislaciones ambientales, sabemos cuán limitados han sido sus efectos para
contener la catástrofe ambiental. En la traducción de los principios socio-ambientales a los
códigos jurídicos, a las cláusulas legales y a los procedimientos judiciales, la vida se reduce
a unos derechos difusos, improcedentes en términos de su positividad jurídica para tutelar,
defender y afianzar los derechos de la naturaleza y los derechos existenciales de los Pueblos
de la Tierra.

La justicia ambiental es un mot d’ordre (el grito de la Tierra y de los Pobres, diría Leonardo
Boff) que llama a deconstruir el paradigma del derecho positivo (de los derechos humanos
universales acotados como derechos individuales, privados, empresariales, intelectuales),
que en su alianza instrumental y dentro de su fusión sistémica en la amalgama de la
racionalidad tecno-económico-jurídica de la modernidad, actúan solidariamente como un
proceso progresivo de acumulación destructiva de la naturaleza operada por el régimen
ontológico del Capital.

El principio de justicia ambiental emerge en el campo de la ecología política ante los


límites (la imposibilidad) de operar una reforma y balance ecológico dentro del paradigma
económico (el régimen del Capital) que domina al mundo. Ello revela la simulación y
falacia del discurso y los dispositivos de poder de la geopolítica del desarrollo sostenible
para detener la crisis ambiental y para generar un giro civilizatorio hacia la sustentabilidad
de la vida. Ante este veredicto, la estrategia de la sustentabilidad se desplaza hacia otros

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principios ontológicos, otros valores ético-políticos, y otros actores sociales; se finca en los
derechos humanos a la vida; sobre todo en los derechos de los pueblos a su patrimonio
biocultural, que dependen de las condiciones ecológicas que soportan su existencia.

La justicia ambiental no sólo actúa como herramienta ético-jurídico-política para establecer


un mejor balance entre los bienes y los males de la racionalidad de la modernidad que
gobierna al mundo orientado (desbocado) hacia la muerte entrópica del planeta, sino para
restaurar y apuntalar las condiciones de la vida. En este sentido, la justicia ambiental opera
como un sintagma disyuntivo en la deconstrucción del orden jurídico institucionalizado y
para la construcción de una nueva racionalidad jurídica en la que prevalezca no sólo el
derecho a la vida (como pregonan los derechos humanos genéricos), sino el derecho de la
vida. Lo que plantea una cuestión radical al confrontar el “derecho de ser” (“to be or not to
be…”, dramatizó Shakespeare; Ereignis das Seyn, postuló Heidegger), y el derecho de la
vida; y que lleva a preguntarnos: qué y quién tiene derecho a la vida; de quién es la
naturaleza. En otras palabras, los derechos propios, y los derechos de propiedad de la vida.

Hoy, en el mundo globalizado por el Capital, la lucha por la supervivencia de la vida se


establece entre el proceso insaciable, expansionista y extractivista del Capital sobre todos
los territorios del Planeta, que invade los genes de la vida, que penetra hasta el centro de la
Tierra para extraer sus últimas fuentes de materia y energía y se expande por la biosfera a
través del proceso de acumulación por desposesión del Capital; y las luchas de resistencia –
y de rexistencia– de los Pueblos de la Tierra por conservar, mantener y reinventar sus
territorios de vida. Las declaraciones, acuerdos e instituciones que se han establecido a
través de organismos internacionales en defensa de los derechos de los pueblos y de la
naturaleza son impotentes ante la voluntad de dominio instaurada en los principios, reglas y
procedimientos del orden jurídico-judicial establecido, salvo en casos aislados en los cuales
un juez llega a dictar sentencia contra alguna empresa basado en la violación del derecho a
la consulta previa de las comunidades, o echando mano de los “derechos de la naturaleza”
cuando han sido establecidos a nivel constitucional, como en el caso de Bolivia y Ecuador.

Empero, los principios jurídicos y los acuerdos internacionales a favor de los “derechos de
la naturaleza” se esfuman ante el predominio del régimen jurídico establecido. El principio
precautorio nació como letra muerta en la Agenda 21 ante la soberanía de la Regla de
Gabor, que proclama que “Todo lo que es tecnológicamente factible debe realizarse, ya sea
que esta realización se juzgue moralmente buena o condenable”; y de los derechos
inefables que se adjudica el Capital para imponer su soberanía por encima de los derechos
existenciales de la vida. Este poder se ejerce a través de estrategias teóricas, como las que
han llegado a codificar a la naturaleza en términos de “capital natural” o de una “economía
verde”, y se plasman en el discurso y la geopolítica del “desarrollo sostenible”, en la que el
Capital extiende sus brazos para apropiarse económicamente los bienes y servicios
ambientales del planeta, la vida misma de la biosfera, en términos de “recursos naturales”.

La justicia ambiental se funda en una “ontología de la vida”: no sólo en la conservación de


la biodiversidad como principio y forma esencial de la evolución creativa de la vida, sino
en la diversidad de las formaciones sociales humanas que han coevolucionado con la
naturaleza. La justicia ambiental viene a deconstruir la historia de la metafísica que ha
objetivado a la vida como recursos naturales discretos a ser apropiados por el Capital, y ha

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reducido al ser humano a simple fuerza de trabajo, como dijera Marx, y sus derechos
existenciales a la igualdad de derechos sus individuales. La ontología de la vida reclama un
orden jurídico que dé certeza y viabilidad a los derechos colectivos de las diferentes
comunidades –a los Pueblos de la Tierra—a sus bienes comunes; a los bienes y servicios
comunes de la humanidad cuya sustentabilidad se ve comprometida y violentada al ser
reducidos a su valor monetario y a su uso instrumental. Los derechos de los pueblos no se
reducen al derecho de una “consulta previa, libre e informada” para “convencerlos” para
que consientan “libremente” la invasión del progreso capitalista o para repartirse de manera
igualitaria los beneficios de un modelo que destruye la vida y sus modos alternativos de
vivir dentro de las condiciones de la vida, sino para fincar en sus derechos existenciales, en
sus modos culturales de existencia, los modos de intervenir y reorientar los destinos de la
vida en la biosfera.

Los “derechos de la naturaleza” han venido a abrir una nueva vertiente para apuntalar el
derecho a la vida y de la vida. Si bien se han legitimado como principios constitucionales y
han adquirido un poder relativo gracias a su eficacia simbólica, no es clara la manera como
pudieran ser codificados e instrumentalizados como unos derechos propios, y en sentido
estricto, de la naturaleza. He argumentado con anterioridad que la naturaleza no es un
sujeto jurídico (nunca vi a un organismo vivo no humano, a un bioma o ecosistema
defender sus derechos ante un ministerio público), si bien pueden presentarse, en vivo o de
manera virtual para sensibilizar el veredicto de un juez. Empero, ante el dilema de las
reglas que justifican su decisión, todo juez reclama con razón un sustento jurídico. Como
instancia decisoria para dirimir un conflicto socio-ambiental las instancias judiciales basan
su decisión en la jurisprudencia de los derechos humanos que se rige por principios de una
racionalidad comunicativa (Habermas), de carácter fundamentalmente deliberativa y
argumentativa. De allí la necesidad de construir una nueva racionalidad jurídica que
legitime e instrumente los “derechos de la naturaleza” sobre nuevos fundamentos
ontológicos.

Los derechos de los pueblos –sus derechos existenciales desde su diversidad identitaria y
cultural; los derechos a su patrimonio biocultural; los derechos colectivos a los bienes
comunes de la humanidad–, y los “derechos de la naturaleza”, demandan otra racionalidad
jurídica, fundada en una “ontología de la vida”. Esta “ontología de la vida” abre la pregunta
sobre qué elementos naturales, organismos vivos y procesos ecológicos tienen qué derechos
a existir. Desde un biocentrismo radical, el mismo derecho lo tiene un virus mortal que un
ser humano. La pandemia nos ha legado lecciones. En la simbiosis de los organismos y en
las fuerzas selectivas del medio en la evolución creativa de la vida, emergen y se extinguen
especies. El derecho a vivir lo establece la propia naturaleza. Pero no cuando las fuerzas
selectivas y extintivas provienen de la potencia tecnológica y del interés económico.

Más allá de la dificultad de plantearnos un giro civilizatorio que devuelva a la humanidad a


su condición estrictamente natural –el retorno preontológico previo al acontecimiento de la
emergencia del orden simbólico–, la pregunta es cómo diseñar y construir un orden
ecológico más justo, fundado en la armonía entre las condiciones termodinámicas y
ecológicas de la vida con las condiciones simbólicas de las diversas culturas –la armonía
entre una jurisprudencia de derechos humanos y una jurisprudencia de la Tierra– cuando,
como han argumentado los ecólogos evolucionistas, los ecosistemas complejos evolucionan

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a través de acontecimientos impredecibles, fuera del control económico, de la potencia
tecnológica y de la norma jurídica.1

De esta manera se cuestiona el sentido teórico que dé certeza jurídica a lo que deba
considerarse un ecocidio, un daño irreversible a un ecosistema, o la extinción de una
especie por su valor intrínseco, la alteración de un paisaje por su valor estético o la
orientación de la evolución y los destinos de la vida. Cómo legislar los umbrales de riesgo y
la gravedad de sus efectos en la degradación o reparación de un ecosistema? Cómo
instrumentar un derecho procedimental que defienda los derechos existenciales de los
pueblos, de las especies, de los biomas y de los ecosistemas, que dependen tanto de
criterios ecológicos globales (la función de ciertas especies y procesos biotermodinámicos
en el equilibrio ecológico global y la sustentabilidad de la evolución ecológica de la vida),
como en los sentidos y valores asignados a la naturaleza dentro de los imaginarios y
prácticas de vida de los pueblos y comunidades? La justicia ambiental y los derechos de la
naturaleza y de los pueblos serían llamados a expresarse tan sólo ante casos extremos de
degradación de la vida, de ecocidio y genocidio, allí cuando el daño pudiera ser irreparable
e irreversible? O podemos pensar en una teoría de la justicia ambiental que comprenda y
reoriente la vida desde los principios de una racionalidad ambiental fundada en una
ontología de la diversidad, una política de la diferencia y una ética de la otredad?

Esos son los enigmas aún impensados que deben fundar una teoría y legitimar los
procedimientos de la justicia ambiental y de los “derechos de la naturaleza”. Hoy los
derechos identitarios de los pueblos emergen en sus procesos emancipatorios como el único
antídoto a la falta en ser que habita en el ser humano y a la injusticia de la vida. Los
derechos colectivos de los pueblos son el mayor bastión de resistencia ante la invasión del
capital sobre sus territorios de vida; sus procesos de rexistencia la más esperanzadora
esperanza de la vida. La justicia ambiental debe afianzar sus bases para protegerlos y
defenderlos.

Enrique Leff
24 de mayo de 2022.

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James Kay aplicó los principios de la termodinámica de procesos disipativos al estudio de ecosistemas,
adoptando un análisis de los procesos ecológicos como sistemas auto-organizativos, holárquicos y abiertos
(self-organizing holarchic open systems). Desde la perspectiva de una ciencia “postnormal”, postuló el
concepto de integridad ecológica, que asume la incertidumbre y se funda en la teoría de las catástrofes, del
caos determinista y la termodinámica de procesos disipativos alejados del equilibrio (Kay et al., 1999).
“El concepto de integridad ecológica implica “dejar de administrar a los ecosistemas para alcanzar un estado
fijo, ya sea un bosque clímax ideal y prístino o un campo de maíz. Los ecosistemas no son cosas estáticas,
sino entidades dinámicas constituidas por procesos auto-organizativos. Los objetivos de manejo que implican
“El concepto de integridad ecológica implica “dejar de administrar a los ecosistemas para alcanzar un estado
fijo, ya sea un bosque clímax ideal y prístino o un campo de maíz. Los ecosistemas no son cosas estáticas,
sino entidades dinámicas constituidas por procesos auto-organizativos. Los objetivos de manejo que implican
mantener algún estado fijo en un ecosistema o la maximización de alguna función (biomasa, productividad,
número de especies) o minimizar alguna otra función (irrupción de plagas) siempre llevarán al desastre en
algún punto, no importa que tan bien intencionadas sean. Debemos reconocer que los ecosistemas representan
un equilibrio, un punto óptimo de operación que está en continuo cambio para adaptarse a un ambiente
cambiante” (Kay y Schneider, 1994:8).

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