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EMPIEZA AL FINAL DE LA PÁGINA

res; esto es, por una parte, a la visión matematizante y ra-


cionalista del mundo, y, por otra, al retorno a la clasicidad
de la Grecia antigua, elevada a modelo imperecedero no
sólo de sencillez, de claridad, de belleza, sino también de ra-
cionalidad. Esta referencia a la cultura, a las otras artes y, de
modo más general, a los grandes temas filosóficos de la épo-
ca es un síntoma de que el status, no sólo del teórico, sino
también del músico está cambiando. La nítida y categórica
diferencia entre la actividad de escuchar y componer músi-
ca, por un lado, y de teorizar y reflexionar sobre la misma,.
por otro, constituía el fundamento de la concepción medie-
val de la música, que se concretaba en la nítida separación
entre teoría y praxis. Esta visión encontraba una confirma-
ción indirecta en el diverso status social del que gozaba la fi-
gura del teórico, al que se consideraba practicante de un
arte liberal, respecto a la del intérprete, simple figura de un
artesano entregado a un arte servil. Aunque todavía deba
transcurrir mucho tiempo, prácticamente hasta finales
del siglo XVIII, para que cambie de hecho y de derecho la
condición social del músico, será, no obstante, con el Rena-
cimiento, cuando se inicie ese proceso lento, lleno de altiba-
jos, de contradicciones, que conducirá a la plena integra-
ción de la música, en todos sus aspectos, en la cultura
humanista de la que había sido hasta entonces excluida.
Glareanus y Zarlino ya encarnan en sus obras esa aspira-
ción, y no es casual que ambos hayan sido a un tiempo
compositores y teóricos, y que sus respectivos pensamientos
musicales se hayan desarrollado, precisamente, como una
suerte de reflexión sobre su propio hacer de músicos.
( B FUBINI cap VI LA NUEVA RACIONALIDAD
Palabra y música: el nacimiento del melodrama

La exigencia de encontrar un sistema sencillo y racional


para adaptar las palabras a la música había sido ya sentida

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de un modo bastante vivo por el propio Zarlino, si bien la
praxis polifónica por él adoptada en sus propias composi-
ciones le impedía encontrar una solución satisfactoria a tal
problema. Por otra parte, hemos de tener en cuenta que
Zarlino debe ser insertado en el clima cultural humanista
no sólo por su aspiración de hacer revivir el teatro griego,
sino también por asumir esa exigencia de renovación propia
de la iglesia contrarreformista: se pretendía lograr una ma-
yor comprensión de los textos o, en otras palabras, una re-
valorización de la palabra en relación con la música. La
cuestión de una correspondencia y de una congruencia más
precisa entre palabra y música se enmarcaba, además, en la
más amplia concepción de la música como instrumento
para mover los «afectos»; desde esta perspectiva resultaba
necesario que a cada palabra, dotada, como es obvio, de
una carga semántica precisa, correspondiese por analogía
una armonía musical equivalente. Por ello ya Zarlino había
esbozado en sus obras teóricas una especie de vocabulario
musical que debería servir como guía para el músico, de
cara a componer de modo apropiado al texto, sin crear con-
tradicciones irracionales4• De este modo, el lenguaje verbal
se convierte en el modelo al que el lenguaje musical debe
adaptarse y someterse: éste será el ideal de la Camerata de
los Bardi y de los primeros músicos y libretistas creadores
del nuevo género melodramático.
La crisis del mundo musical de la polifonía se plasmaba
en la aspiración humanista de retornar a la Grecia antigua,
lo cual representaba una implícita pero decidida polémica
respecto al contrapunto y sus complicados e irracionales ga-
limatías. Los nuevos teóricos de la monodia acompañada,
invocando el retorno a la sencillez de los antiguos como an-
tídoto contra la degeneración característica de los moder-

4 Ibidem, libro 1, cap. XXXII.

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nos, identificarán la polifonía con la bárbara Edad Media;
aquéllos esbozarán, de este modo, ese esquema historiográ-
fico tantas veces reafirmado hasta los albores del Romanti-
cismo, esquema que convierte al Medievo en un largo pa-
réntesis de decadencia y barbarie, del que la humanidad
resurgiría sólo con el Renacimiento, época con la que la
cultura volvería a abrazarse al tronco ideológico de la clasi-
cidad. Ya en el mundo luterano se había exigido una ma-
yor comprensión de las palabras y, por tanto, una música
más cercana a la sensibilidad del pueblo. Frente al cantus
firmus de la tradición gregoriana y sus complicados entresi-
jos polifónicos, se prefirieron los motivos populares, más fá-
ciles y melódicos de cara a su adaptación a los textos litúrgi-
cos, de modo que todo el pueblo pudiera entonarlos y
sentirlos como patrimonio musical propio. La nueva iglesia
católica, con el Concilio de Trento, se hace en parte eco de
estas exigencias y dirige su batalla en defensa de la claridad
y comprensibilidad de los textos de la liturgia también al
mundo de la música polifónica, instando a una mayor
transparencia del texto musical. Laicos y religiosos coinci-
den, de este modo y aunque con motivaciones diversas,
en pedir a los músicos mayor respeto a los textos y, en
definitiva, una sumisión del elemento musical al verbal,
considerado éste como eje del encuentro entre música y pa-
labra.
Este es el género de teorías que son debatidas en el am-
biente humanista del famoso salón florentino del conde
Giovanni Bardi. El más agudo y vivaz animador de este ce-
náculo de literatos y músicos será Vincenzo Galilei, músico
y teórico que en el famoso Dialogo della musica antica et de-
lla moderna (1581) traza de modo organizado los principios
fundamentales del nuevo estilo musical y, sobre todo, los
cánones estéticos, teóricos y filosóficos que los dirigen. La
nueva concepción racionalista de la música nace en Galilei
de consideraciones ya no teológicas o metafísicas, sino téc-

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nicas e históricas, en el contexto de una filosofía racionalis-
ta. La monodia es más auténtica que la polifonía, no sólo
porque los griegos ya la hubieran adoptado, sino, funda-
mentalmente, porque es más natural, esto es, más acorde
con la naturaleza del hombre y, por ello, eterna e inmuta-
ble. Además, según la teoría de los afectos, si a cada interva-
lo y a cada modo corresponde una determinada emoción o
sentimiento, la polifonía no acabará siendo sino algo irra-
cional, ya que, por ejemplo, con el movimiento contrario
de las partes anula todo posible efecto. De hecho, Galilei,
constatando que en polifonía «la quinta al ascender es triste,
mientras al descender es alegre, y a la inversa; y, por el con-
trario, la cuarta resulta semejante cuando asciende», conclu-
ye que «tal confusa y contraria mezcla de notas no puede
producir afecto alguno en quien escucha»5.
Las críticas dirigidas contra la polifonía, tanto por Gali-
lei como por los demás teóricos de la Camerata de los Bar-
di, se centraban todas en su irracionalidad (¡incluso los afec-
tos responden a ciertos principios de racionalidad!) y su
hedonismo. De hecho, en la polifonía, donde claramente
prevalecían los criterios de la música sobre los de la palabra,
el discurso musical no podía -en opinión de Galilei- orien-
tarse al fin de representar algo ni de imitar los afectos; se-
gún Galilei

La continua delicadeza proporcionada por la abundan-


cia de acordes, mezclada con ese poco de aspereza y amar-
gura que proporcionan las disonancias, además de otros
miles de superfluos modos de artificio, que con tanta des-
treza andan buscando los contrapuntistas de nuestro tiem-
po para halagar los oídos, resultan ser un gran obstáculo de

s Vincenzo Galilei, Dialogo della musica antica et della moderna, Flo-


rencia, 1581, cap. 1 (cfr. edición reducida a cargo de F. Fano, Milán,
Minuziano, 1947).

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cara a conmover el ánimo y provocar afección alguna; ani-
mo que, entretenido en los brazos de ese placer, no tiene
tiempo de entender o reflexionar sobre las tan mal proferi-
das palabras6 •

Estas polémicas palabras contra quienes aún defendían


la polifonía venían de un laico y humanista, como lo era
Vincenzo Galilei, y fueron pronunciadas en nombre de una
eficaz «expresión de los afectos», tal y como será posterior-
mente requerida, particularmente, por el nuevo espectáculo
melodramático. Pero una polémica sustancialmente no muy
distinta fue dirigida desde la iglesia contra la música polifó-
nica misma, polémica levantada en esta ocasión en nombre
de la defensa y el respeto al texto litúrgico y su adecuada
comprensión. La negación de la autonomía del lenguaje
musical y su posible valor expresivo independiente viene
ahora a ser, por consiguiente, algo común a laicos y religio-
sos y conducirá a resultados ni siquiera, con toda probabili-
dad, previstos por los protagonistas mismos de la disputa:
por una parte, al fastuoso melodrama barroco; por otra, a la
nueva música litúrgica, a esas solemnes y grandiosas afecta-
ciones barrocas que fueron la cantata sacra y el oratorio. Ese
fondo moralista y racionalista, que había venido constitu-
yendo la premisa para cualquier concepción heterónoma de
la música, no disminuirá en el nuevo mundo musical barro-
co, católico y contrarreformista, y continuará siendo el ele-
mento clave sobre el que se funde la poética del melodrama.
Una de las pocas voces disonantes que se levantan en el
Renacimiento tardío frente a ese casi unánime coro crítico
contra la polifonía es la del músico y teórico Giovanni Ma-
ria Artusi, que alcanzará la fama, más que por su polémica
contra la moderna musica, por la que sostuvo contra Monte-
verdi, derivada a su vez de la anterior. Los argumentos de

6 Ibídem, cap. 1.

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Artusi7 , no dirigidos de modo explícito contra Monteverdi,
son sólo en parte los argumentos de los nostálgicos del pa-
sado; sus razones en defensa de la polifonía exhiben un in-
terés netamente estético. La oposición de Artusi a la nueva
música monódica se funda no sólo en esa afirmación tan
genérica de que las innovaciones de los modernos «ofenden
al oído», sino, sobre todo, en su aversión a entender la mú-
sica como «expresión de los afectos», es decir, a asumir valo-
res subjetivos y confiarse a la sensibilidad del individuo. Por
ello, Artusi defiende la polifonía, el contrapunto, las fugas,
las composiciones «estudiadas», ya que todas ellas son sus-
ceptibles de ser definidas y organizad~s mediante reglas co-
dificadas y, por consiguiente, objetivas. El músico moderno,
en cambio y según Artusi, no duda en ofender al oído y,
fundamentalmente, en ir contra la razón -que para él se
identifica con la tradición- en nombre de la expresión.
Monteverdi, que en aquella época personificaba en mayor
grado que cualquier otro músico la nuova musica, había ele-
gido sin duda la expresión, sacrificando aquellos que para
Artusi representaban los verdaderos valores del arte: belleza,
razón y tradición.
A la luz de los futuros cambios en la historia de la músi-
ca, la posición de Artusi estaba destinada a la derrota, aun
esgrimiendo como armas la defensa de las reglas y leyes pro-
pias de la música; esta batalla se combatía desde un bando
predestinado a la derrota, es decir, dentro del contexto teó-
rico de las modalidades gregorianas y la polifonía contra-
puntista. La referencia a la naturaleza de la música, a sus le-
yes definibles en términos matemáticos, ha venido
representando siempre una activa fuente de reflexión en la
secular historia del pensamiento musical de Pitágoras en
adelante. Otros teóricos posteriores a Artusi retomarán esta

7 Cfr. L'Artusi ovvero delle imperfettioni della moderna musica, Vene-

cia, 1600-1603 (ed. anasrárica, Bolonia, Forni, 1968).

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herencia, pero la autonomía de la música (tras los pasos de
Zarlino, al que el mismo Artusi hace referencia) será defen-
dida en el terreno del naciente mundo de la armonía y la
monodia. Descartes, Leibniz y, sobre todo, Euler y fi-
nalmente Rameau defenderán, siguiendo la estela de la
tradición pitagórica misma, la música como lenguaje per-
fectamente autosuficiente, en tanto que encuentra su fun-
damento y razón de ser en los fundamentos naturales y
eternos de la armonía tonal.
Esta tendencia a recuperar el sentido de la autonomía de
la música se ve acentuada en mayor medida en el mundo
protestante respecto al católico latino. Ya en el pensamiento
de los primeros reformistas (yen particular en Lutero) pue-
de comprobarse cómo la música, también en el ámbito de
su uso litúrgico, ya no es concebida como instrumentum
regni, sino como un valor autosuficiente, capaz por sí solo
de elevar el ánimo hasta Dios, y no en virtud del texto litúr-
gico que lo acompaña, sino gracias a la dulzura misma de
los sonidos. Así afirma Lutero:

La música es una especie de disciplina que vuelve a los


hombres más pacientes y dulces (0.0) es un don de Dios y
no de los hombres, que ahuyenta al demonio y nos hace
felices (...) Me gustaría encontrar las palabras adecuadas
para componer unas alabanzas dignas de ese maravilloso
don divino que es el bello arte de la música (...) Es necesa-
rio habituar a los jóvenes a este arte, pues vuelve a los
hombres buenos, diligentes y dispuestos a todos.

Ausente de este punto de vista -reafirmado por Lutero


en muchos otros escritos y en su tarea como educador mu-
sical- se encuentra cualquier resto de ese moralismo que ha-

8 Mo Lutero, Carta a Senfl, 1530, citada en F. A. Beck, Dr. M Lut-

hers Gedanken über die Musik, Berlín, 1828, p. 58.

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bía caracterizado durante siglos, desde san Agustín en ade-
lante, al pensamiento de la iglesia, con su constante temor a
que las lisonjas del sonido pudieran desviar al espíritu de la
oración o, aún peor, convertirlo en víctima propicia del dia-
blo. El espíritu luterano abole, sobre todo, la contraposi-
ción entre sensibilidad y razón, entre placer y virtud, propia
de la tradición teórica medieval.
La teorización filosófica más consecuente de esta perspec-
tiva propia del mundo luterano puede encontrarse en Leib-
niz, en las pocas pero significativas citas dedicadas por él a la
música. Leibniz se muestra convencido de que la música po-
see una irrefutable estructura matemática; no obstante, tal
convicción no le lleva a contraponer, tal y como lo había he-
cho la tradición, razón y sensibilidad. Para Leibniz, la música
es básicamente una percepción placentera de los sonidos.
Con su célebre definición de la música como «exercitium
arithmeticae occultum nescientis se numerare animi»9, pre-
tendió precisamente expresar la idea de que la estructura ma-
temática de la música se manifiesta ya en su percepción sensi-
ble, y de que el efecto de este cálculo inconsciente realizado
por el alma se advierte gracias a un «sentido del placer ante la
consonancia y de disgusto ante la disonancia»lO. La armonía
matemática del universo se revela por ello de modo sensible e
inmediato a la percepción aún antes que a la razón. Quizá
ningún teórico de la música haya expresado de modo tan sin-
tético y ejemplar la exigencia de una reconciliación entre
oído y razón, entre sensibilidad e intelecto, entre arte y cien-
cia. Esta visión de la música, que aflora sucintamente en las
lapidarias definiciones leibnizianas, vuelve a encontrarse tan-
to en la ebullición de estudios aparecidos en el siglo XVII y
aún en el XVIII, dedicados a profundizar en los fundamentos

9 G. W Leibniz, Carta 154 a Christian Goldbach, en Epistolae ad di-

versos, Chr. Kotrholt, ed., 4 vols., Leipzig, Breitkopf, vol. 1, pp. 239-242.
10 Ibidem.

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naturales de la nueva ciencia de la armonía y que culminan
en la vasta obra de Rameau, como, en cierto sentido, en el
florecimiento de la música instrumental pura como acto de
fe en la autonomía, en la autosuficiencia expresiva y en la va-
lidez del lenguaje de los sonidos, que encontrará su culmina-
ción en la obra instrumental de J. S. Bach.

La teoría de los afectos y las discusiones sobre el melodrama

Las primera investigaciones conducidas por Zarlino de cara


a lograr una organización más racional de la armonía según le-
yes fundamentadas en una firme base natural, y las exigencias
de un nuevo tipo de expresión musical desarrollada tras los pa-
sos de la invención y difusión del melodrama y la disgregación
de la polifonía encontraron su punto de convergencia, en el
mundo barroco, en la teoría de los afectos (Affektenliehre). Esta
teoría no constituye, en definitiva, sino la reanudación del es-
píritu del Humanismo y de la más antigua teoría del ethos mu-
sical, o sea, de la idea de que hay una relación directa entre la
música y el ánimo. La teoría de los afectos apenas subsistirá en
la época barroca, enriqueciéndose después, en la Ilustración,
con el nuevo concepto de gusto, llegando hasta los umbrales
del Romanticismo. En el ámbito de la misma viene a esbozarse
una especie de retórica de la nueva música, la cual puede enor-
gullecerse de poseer los instrumentos técnico-lingüísticos apro-
piados para suscitar los correspondientes sentimientos o emo-
ciones en quien escucha y, asimismo, para expresarlos.
Aunque en Zarlino yen los escritos de Galilei la teoría de
los afectos aparece ya claramente formulada y se señala la ex-
presión y descripción de afectos como fin genuino de la mú-
sica, sólo algunas décadas más tarde podrá encontrarse una
auténtica formulación intencional de la misma, en la obra
Mussurgia universalis sive ars magna consoni et dissoni (1560) errata: es 1650
del jesuita Athanasius Kircher, de fundamental importancia
para el conocimiento de las ideas estéticas de la música ba-

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rroca. Kircher, con la expresión musica pathetica, pretende
únicamente subrayar el poder de la música en relación con
el carácter humano (constitutio temperamentz), presuponien-
do a éste último como susceptible de ser influenciado de dis-
tintas maneras por los diferentes estilos musicales. «El ánimo
humano -afirma Kircher- exhibe un cierto carácter que de-
pende del temperamento innato de cada individuo, y, por
ello, el músico se ve empujado a preferir un tipo de compo-
sición frente a otro. Nos encontramos, por tanto, con una
variedad de composiciones tan grande como la variedad de
temperamentos discernibles en los individuos»ll. Este punto
de vista estético, que empujó en las décadas sucesivas a la
composición de auténticos diccionarios musicales de pasio-
nes y afectos -cuyos vocablos o cuyas «figuras» no eran sólo,
de modo genérico, los estilos musicales, sino, de modo más
específico, los acordes, intervalos, ritmos, acentos, dinámica,
instrumentos, etc., usados en la época barroca- encuentra
sus raíces en el melodrama y en la música que nace bajo el
modelo de la expresión melodramática.
Este nuevo tipo de unión entre música y poesía implica-
ba una nueva concepción de la música como instrumento
de intensificación de las pasiones y, por tanto, su afinidad
con el lenguaje verbal. Músicos, filósofos, teóricos seguirán
este camino, afinando y profundizando en estas premisas,
que, por otra parte, antes que contradecir, enriquecían tan-
to las investigaciones más propiamente musicológicas, ma-
temáticas, científicas sobre la armonía, como las perspecti-
vas estéticas y filosóficas en sentido laxo, fundadas sobre la
idea del arte como imitación de la naturaleza. La teoría de
los afectos se encuentra implícitamente formulada en los si-

11 Kircher, Mussurgia universalis sive ars magna consoni et dissoni, Roma,

1650, cap. V, p. 581. Sobre Athanasius Kircher puede leerse en castellano


1. Gómez de Liaño, Athanasius Kircher. Itinerario del éxtasis o las imdgenes
de un saber universal Madrid, Siruela, 1986, en especial vol. II, 93 Yss.

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glos XVII Y XVIII, tanto en los escritos de los músicos como
en los de los críticos y filósofos; y volverán a encontrarse sus
premisas en el filón científico-racionalista, que encontrará
su culminación en Rameau, así como en la línea de pensa-
miento de tendencia empirista, que encontrará sus formula-
ciones más interesantes en los enciclopedistas.
Las investigaciones sobre la armonía, sobre el tempera-
mento y sobre el significado de los intervalos, llevadas a cabo
por músicos y matemáticos como Werckmeister, Eulero y el siglo XVIII
mismo Descartes (quien en su Compendium musicae, escrito
en 1618, impone toda una estética musical basada en la
acústica yen la psicología auditiva), contribuyen en su tota-
lidad, si bien de modo diverso, a este trabajo de mundaniza-
ción y laicización de la música, llevándola hasta la esfera de
la psiqué humana, de los sentimientos y las emociones. La
única excepción es, quizá, la que constituye el teórico, filóso-
fo y matemático Marin Mersenne, que en su Harmonie uni-
verselle (1636-1637) se mantiene ligado a una concepción
teologizante de la música que, en ciertos aspectos, nos re-
monta a un clima absolutamente medieval. Para Marsenne,
de hecho, toda la ciencia de la música se basa en la Trinidad:
los tres géneros tradicionales -diatónico, cromático, enar-
mónico- son una muestra de ello. La armonía del universo
encontraría su puntual correspondencia en la armonía de la
música, no en fenómenos físico-acústicos, sino sobre la base
de complicadas y abstrusas analogías metafóricas en las que
reaparecería la idea de música de las esferas y el consiguiente
dualismo entre música como objeto de los sentidos y música
como ciencia. La posición de Marsenne se encuentra indu-
dablemente aislada y destinada a la derrota frente al interés
de los músicos y filósofos ya ampliamente centrado en la re-
levancia afectiva del mundo de los sonoro, en una atmósfera
ya claramente laicizada. Por ello, los críticos y teóricos de la
música tenderán a dirigir su atención no sólo a los especialis-
tas y expertos, sino, más en general, al hombre de gusto.

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