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Encuentro personal
Uno podría confesar sus pecados delante de la comunidad. Pero
hoy la Iglesia prefiere una forma más íntima, delante del sacerdote
que representa a la comunidad, para acentuar el carácter personal
de la conversión. Esto expresa mejor que "Cristo se dirige
personalmente a cada uno de los pecadores" (CCE 1484), como se
ve, por ejemplo, en Mc 2, 5. Jesús es "el médico que se inclina
sobre cada uno de los enfermos que tiene necesidad de él (CCE
1484; cf Mc 2, 17):
La absolución
El momento en que Dios nos perdona es muy simple. La iglesia
ha elegido un rito sencillo, que está compuesto por la señal de la
cruz que el sacerdote hace imponiendo las manos sobre nosotros, y
por las breves palabras que dice. Veamos:
La señal
Para reconciliarse con Dios es clave la contemplación de la cruz.
Cuando se nos perdona se traza una señal de la cruz sobre
nosotros. Por eso es bueno prepararse para la confesión ante un
crucifijo: Jesús en la cruz nos da una seguridad de perdón,
compasión, cercanía, amor. La cruz del Señor es la fuente de la
gracia del perdón, porque en esa cruz fuimos salvados. Allí fuimos
liberados y rescatados: Si cuando éramos enemigos,fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más
razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!
(Rom 5,10).
Por eso en cada confesión deberíamos renovar la conciencia de
que su cruz nos ha salvado, y recordarlo con profunda gratitud.
El perdón brota de su cruz, porque Cristo, cuando nosotros
éramos pecadores, murió por nosotros (Rom 5, 8). Esa sangre de
Jesús purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir
culto a Dios vivo (Heb 9, 14).
Es bueno que este sacramento nos sirva para reconocer una vez
más el valor inmenso de la sangre de Jesús derramada para el
perdón, que nos ayude a recordar cuánto entregó Jesús para que
recibiéramos el perdón de nuestros pecados. En esa cruz se
manifiesta la grandeza del perdón divino.
Entonces, podemos descubrir que no deberíamos jugar con el
pecado. Mirando la cruz con el corazón abierto, de esa
contemplación puede brotar mejor el dolor por haber pecado y el
propósito de enmienda. Sin esa contemplación, no le daremos
mucha importancia a la señal de la cruz que se traza sobre nosotros
en el perdón.
En cada confesión me acerco a la fuente de esa gracia que ha
sido conseguida por Jesús en su locura extrema cuando se dejó
crucificar para salvarme de mis pecados. Cuando contemplo la
señal de la cruz que se traza sobre mí, acojo su iniciativa, porque la
reconciliación no es una obra mía. Mi . confesión no es algo que yo
hago para comprar el perdón, sino el gesto humilde de quien se
acerca a recibirlo. Es completamente gratis, porque Jesús ya pagó
en la cruz por todos mis pecados. Allí él "me amó y se entregó por
mí" (Gal 2,20).
Por eso no tengo por inútil la gracia de Dios, porque si por la ley
se obtuviera la justificación, entonces Cristo hubiese muerto en vano
(Gal 2, 21).Yo no alcanzo el perdón porque voy a cumplir una ley de
la Iglesia cuando me confieso, sino porque allí se derrama el perdón
que Cristo me alcanzó con su sangre derramada. Es gratis, no tengo
que comprarlo.
Reconocer eso me abre a la fiesta del amor. Así, con esa alegría
del perdón, participo de la resurrección del Señor. La experiencia
misma del sacramento es un reflejo de la Pascua.
El viejo nombre "penitencia" conserva algo de valor, porque hay
un momento costoso, duro, esforzado. Allí participamos de la pasión
de Jesús. Pero también hay un momento de gozo, la fiesta de la
reconciliación, donde brilla la resurrección del Señor que triunfa en
nuestras vidas con su vida. Porque Dios, "estando muertos a causa
de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo... y con él nos
resucitó" (Ef 2, 5-6). El perdón eficaz también es fruto de la victoria
de la resurrección sobre el pecado, porque la vida nueva del perdón
nos llega a través de Jesús resucitado, que nos hace compartir su
propia vida resucitada. Por eso, cada confesión es una celebración.
Veamos algunos textos bíblicos que nos invitan a esa alegría de ser
perdonados y rescatados:
En Lc 15, 5 se nos dice que Jesús es como el pastor que,
cuando encuentra a la oveja perdida, la pone sobre sus hombros
"contento". Y luego se nos presenta al padre bueno que, al
recuperar al hijo perdido, hace fiesta (15, 22-24). Porque "habrá más
alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por
noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión"
(15, 7).
En el libro del profeta Sofonías aparece Dios mismo que se llena
de alegría cuando puede salvarnos:
Tu Dios está en medio de ti, un poderoso salvador. El grita de
alegría por ti, te renueva por su amor. Él baila por ti con gritos de
júbilo, como en los días de fiesta (Sof 3, 17-18).
A nosotros también se nos invita a esa alegría de la salvación:
¡Lanza gritos de alegría, hija de Sión, lanza clamores Israel,
alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén! Ha retirado
Yahveh las sentencias contra ti (Sof 3, 14-15).
Entonces, cada vez que nos confesamos, estamos llamados a
vivir esta alegría. El sacramento del perdón no debe ser una cosa
triste, gris, negativa. Es una verdadera fiesta, si es que de verdad
creemos que somos perdonados, purificados, elevados, renovados,
y sobre todo, que recibimos un abrazo de amor y de amistad.
Lo que nos recuerda la señal de la cruz es que, si podemos
recibir ese perdón gratuito y esa alegría de la amistad con el
Resucitado, es porque él se entregó con amor infinito y derramó su
sangre en la cruz para salvarnos. Por eso san Pablo nos invita a
reflexionar: "¡Ustedes han sido bien comprados!" (1 Cor 6, 20). El
precio fue la sangre preciosa del Cordero inocente.
Las dos cosas, el dolor de la cruz y la fiesta de la resurrección,
se unen esta experiencia del sacramento del perdón. Porque Jesús
resucitado, que nos perdona y nos renueva con su vida, conserva
las llagas que nos salvaron, para que así no olvidemos hasta dónde
nos amó.
Las palabras
Junto con la señal de la cruz que traza el sacerdote, están las
palabras de la absolución: "Yo te absuelvo de tus pecados en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".
En definitiva, es la Palabra de Dios la que, dentro del
sacramento, alcanza su mayor eficacia. ¿Qué palabra? Cuando
Jesús dice a los apóstoles: "a quienes ustedes les perdonen los
pecados les quedan perdonados" (Jn 20, 23) y "lo que desaten en la
tierra quedará desatado en el cielo" (Mt 18, 18). Esa misma Palabra
es la que se encarna de un modo eficaz cuando el sacerdote dice:
"Yo te absuelvo de tus -pecados".
Pero antes de decir estas palabras, el sacerdote hace una
oración más larga que muchas veces no escuchamos. Recordemos
esa oración, que nos ayuda a entender mejor el sentido del rito:
"Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por
la muerte
y la resurrección 'de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la
remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia,
el perdón y la paz.
Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo".
Vemos que se menciona dos veces a las tres Personas de la
Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque somos
absueltos en nombre de las tres divinas Personas. Por una parte, el
Padre misericordioso, que ha tenido la iniciativa de reconciliarse con
nosotros. Él lo hizo gracias a la muerte y la resurrección del Hijo,
Jesús. Además, derramó el Espíritu Santo, que entra en nuestros
corazones para otorgar el perdón y transformarnos por dentro.
Esto es así porque, al ser perdonados, la Trinidad nos recibe en
su intimidad maravillosa y nos regala su amistad. Somos elevados al
seno feliz de la Trinidad santísima. Y si no teníamos pecados
graves, al confesarnos entramos más profundamente en esa
intimidad y crecemos en la amistad con la Trinidad
Esta misma oración pide a Dios que conceda "el perdón y la
paz". La paz no es sólo una sensación interior, un sentimiento de
liberación. Se refiere a estar "en paz con Dios" (Rom 5, 1). En el
Nuevo Testamento se dice que alcanzamos la paz por Cristo (Rom
5, 15; Ef 2, 14-22), ya que la paz en definitiva es nuestra
reconciliación con Dios que Cristo ha realizado con su sangre (Rom
5, 10; 2 Cor 5, 18-21; Col 1,20-22).
El cura realiza este rito porque Dios nos perdona a través del
perdón de la Iglesia, y el cura es representante de la Iglesia y signo
de unidad dentro de la comunidad. Pero el sacerdote no está para
sustituir a Dios. Si yo vivo la confesión como un encuentro con el
sacerdote y no con Dios, estaría contra el Evangelio. Porque el
sacerdote está sobre todo para ser un signo de la presencia de
Jesús en ese lugar y en ese momento.
Si el sacerdote dice "yo te absuelvo", debo tratar de reconocer
que es el Señor quien lo dice utilizando la voz del sacerdote. Porque
antes de esas palabras, el sacerdote recita la fórmula que dice
"Dios, Padre misericordioso... te conceda, mediante el ministerio de
la Iglesia, el perdón y la paz". Es Dios el que perdona. Es más, hay
que decir con toda claridad
que sólo Dios perdona los pecados (Mc 2, 7; CCE 1441), y si
Jesús perdona es "porque Jesús es el Hijo de Dios" (CCE 1441).
¿Por qué entonces el sacerdote no dice "Dios te absuelve de tus
pecados"?
En realidad podemos pensar que, en la oración, el sacerdote
pide a Dios Padre que conceda el perdón; pero al final, con las
palabras de la absolución, ese perdón es derramado por Jesucristo
a través del sacerdote. El sacerdote lo hace en nombre de
Jesucristo que le confía esa misión (cf Jn 20, 21-23).
Por lo tanto, es Jesucristo quien derrama el perdón que se ha
pedido a Dios Padre, y Jesús lo hace a través de la voz del
sacerdote (el ministerio de su Iglesia) diciendo: "Yo te absuelvo../'.
De hecho, ¿quién es el que nos dice en la Misa: "Tomad y
comed, esto es mi cuerpo"? ¿Acaso tendremos que comer el cuerpo
del sacerdote? Es evidente que, aunque se trate de la voz del
sacerdote, nosotros tenemos que reconocer al mismo Jesucristo
diciéndonos esas palabras. El sacerdote es sólo un instrumento, que
cumple bien su función si nos permite reconocer al mismo Jesús
diciéndonos esas palabras. Eso también sucede en la absolución.
Cuando la recibamos, imaginemos a
Jesús absolviéndonos, porque él es quien nos está diciendo
esas palabras de perdón.
Expresiones penitenciales dentro de la Eucaristía
Es importante que relacionemos mejor el sacramento de la
confesión con la celebración de la Eucaristía. De hecho, dentro de la
Misa hay muchas formas de pedirle a Dios que nos perdone y nos
purifique. Veamos cuáles son esos momentos para que podamos
aprovecharlos mejor y no los dejemos pasar inconscientemente:
* Cuando se ' pide perdón al comienzo de la Misa.
* En el Gloria (decimos: "Tú que quitas el pecado del
mundo...")
* En el Padrenuestro (decimos : "Perdona nuestras
ofensas...")
* En la oración posterior del sacerdote ("para que libres
de pecado...").
* También en el rito de la paz, porque la reconciliación
con Dios es también una reconciliación con los hermanos.
En cada Misa "tenemos la necesidad de repetir esos
gestos simples, pero verdaderos, que expresan una
voluntad de concordia".12
* En el Cordero de Dios (decimos; "Tú que quitas el
pecado del mundo").
* Antes de la comunión, cuando decimos todos: "Señor,
yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una
palabra tuya bastará para sanarme".
Todos estos detalles tienen el valor de ser una forma comunitaria
de reconciliación y purificación que prepara la confesión o la
prolonga. De este modo, si se los vive con sinceridad, estos
momentos pueden ser utilizados por Dios para perdonar los
pecados veniales. Además, si expresan un arrepentimiento perfecto
con la decisión firme de cambiar de vida, pueden ser un modo de
recibir realmente el perdón de los pecados graves. Pero siempre
que haya un propósito de acercarse a confesar los pecados a un
sacerdote apenas se pueda.
Ibídem, 218.
12
Confesión
Se llama así porque yo voy allí a confesar mis pecados. Este
nombre pone el acento en lo que yo hago, porque ni Dios ni la
Iglesia confiesan sus pecados en ese momento. Sólo yo los
confieso. Pero en realidad, mucho más importante que ese acto de
confesar, es el perdón que yo recibo y mi reconciliación con Dios.
Sin embargo, este nombre tiene el valor de dejar claro que sin esa
confesión no hay un sacramento del perdón; es necesario que yo
lleve mi vida a este sacramento sin pretender ocultar o disfrazar
algo. No basta que piense en mis pecados, es necesario que los
"confiese" con humildad y claridad.
Por otra parte, tendríamos que decir que, si vamos a confesar
nuestros pecados con fe, entonces eso es también un culto a Dios,
es una forma de "confesar" que Dios es misericordioso conmigo,
que confío en su perdón, que creo en su poder para arrancar el
pecado de mi vida, y que le creo a la Iglesia que me ofrece este
sacramento.
Sacramento de la conversión
Este nombre expresa que no se trata sólo de decir los pecados
de la boca para afuera, sino con un verdadero deseo de cambiar de
vida. Esto supone dos cosas: un sincero arrepentimiento y un
propósito de no volver a pecar. Pero en realidad lo más importante
es que este sacramento, si lo recibimos bien dispuestos, nos
transforma y nos da la gracia necesaria para poder cambiar de vida.
Sacramento de la reconciliación
Este es uno de los nombres más importantes, porque lo que
sucede en este sacramento es algo muy personal entre Dios y
nosotros, es un abrazo de reconciliación con el Padre bueno y
misericordioso, que nos recibe como amigos. Pero al mismo tiempo
es una reconciliación con la comunidad, a la que hemos dañado con
nuestros pecados. Finalmente, es una reconciliación con nosotros
mismos, porque no estamos hechos para el pecado, y cuando
pecamos nos estamos dañando a nosotros mismos, nos estamos
desviando del verdadero camino de la propia vida.
Sacramento de la penitencia
Este nombre viene de las penitencias que se daban en la
antigüedad a los pecadores, que por eso se llamaban "penitentes".
Nosotros le llamamos "penitencia" sobre todo a lo que el sacerdote
nos pide que hagamos después de la confesión: "rece un
padrenuestro", "haga una obra buena", etc. Más adelante veremos
que esto es mucho más importante de lo que pensamos. Pero en
realidad, este nombre del sacramento tiene que hacernos pensar en
un "espíritu" de penitencia que deberíamos vivir antes, durante y
después del sacramento. Es un "espíritu" de penitencia que debe
estar siempre presente en nuestra vida y que se expresa de manera
especial en el sacramento. ¿Qué es un espíritu de penitencia? Es
una profunda actitud de reconocerse pequeño, limitado, frágil ante
Dios, y por lo tanto, siempre necesitado de su gracia. Pero sobre
todo, es el reconocimiento concreto de lo- poco que uno responde al
amor de Dios y de- los propios pecados, con un deseo de
entregarse más a Dios.
Este deseo de entregarse más se expresa en actos de
penitencia. El más importante es acercarse al sacramento de la
penitencia, pero incluye también la preparación y los actos
posteriores de satisfacción y reparación.
Sacramento de la misericordia
Este nombre nos recuerda que este sacramento debería ser ante
todo una experiencia del amor de Dios que nos perdona. Es un
encuentro con el Señor que nos espera con los brazos abiertos para
darnos su amor misericordioso. Es el mismo amor por el cual nos
dio la vida en el seno de nuestra madre y por el cual Jesús se
entregó en la cruz para salvarnos.
Sacramento de la liberación
Se llama así porque verdaderamente somos liberados del
pecado; en la absolución nuestra culpa desaparece para siempre.
No es que Dios mira para otro lado, sino que realmente la sangre de
Cristo nos lava por dentro. Es cierto que igualmente tenemos que
reparar el mal que hemos causado, y que con nuestras buenas
obras tenemos que pagar de algún modo la pena que corresponde
por el mal que hemos hecho, para eliminar así las consecuencias
negativas de nuestros pecados. Pero no tenemos que pagar nada
para ser perdonados, y Dios nos libera completamente de la culpa.
Al mismo tiempo, con la gracia que recibimos en el sacramento,
ayudamos a que el mundo se libere de la fuerza del mal, de la
injusticia, de la maldad, de la indiferencia. Pero tenemos que
cooperar con nuestra entrega, para aprovechar bien la gracia que
recibimos en el sacramento.
Sacramento de la renovación
En este sacramento se produce una verdadera renovación
interior. Porque el perdón de Dios no nos deja iguales. Es cierto que
después de recibir este sacramento seguimos siendo débiles, pero
también es cierto que somos "purificados, santificados y justificados"
(1 Cor 6, 11). Somos resucitados, se nos da una nueva vida (Rom 6,
4; Col 3, 1); somos revestidos de Jesucristo (Rom 13, 14) que nos
hace revivir (Ef 2, 5); nos transformamos en nuevas creaturas (Gál
6, 15) y Cristo mismo vive en nosotros (Gál 2, 20). En cada
confesión se cumple lo anunciado por la profecía:
Los rociaré con agua pura y quedarán purificados; de todas sus
impurezas y de todas sus basuras los purificaré. Y les daré un
corazón nuevo, e infundiré en ustedes un espíritu nuevo (Ez 36, 25).
De qué depende una buena confesión
Hay que decir con toda claridad que una buena confesión
depende en primer lugar del Espíritu Santo. No es algo que tengo
que fabricar yo. Tampoco es algo que debe fabricar el sacerdote con
su creatividad. La confesión es algo sobrenatural, un don espiritual
que va más allá de las fuerzas humanas. Por eso, mi principal
cooperación es dejar trabajar al Espíritu Santo sin ponerle
obstáculos.
Es cierto que la gracia de Dios se recibe con más o menos
intensidad de acuerdo a cómo uno está preparado. Pero para esa
preparación también es necesaria la ayuda del Espíritu Santo. Él
nos impulsa, nos motiva, nos inspira, y nosotros podemos frenar
esos impulsos interiores o dejarnos llevar con confianza.
Una buen confesión no depende tanto de su duración. Algunas
personas creen que sólo cuando pueden tener una larga
conversación con el sacerdote la confesión vale la pena. Pero para
eso no es necesario el sacerdote. Podrían conversar con cualquier
persona sabia y espiritual, o con alguien que tenga sentido común,
que sea capaz de dar buenos consejos; o con cualquier persona
buena y discreta que quiera compartir un rato de diálogo.
Si necesitan una motivación, o bellas reflexiones, pueden leer un
buen libro de espiritualidad.
Una buena confesión tampoco se logra cuando uno puede
descargar sus sentimientos, cuando uno sale emocionado, o cuando
llora. Para una descarga emocional o para contar las angustias, más
que un sacerdote, tengo que tener un amigo que me contenga con
paciencia. Los sacerdotes no podrían ser ordinariamente el paño de
lágrimas de las miles de personas de su parroquia cuando se
sientan mal. Para eso están los amigos y familiares, o cualquier
laico dispuesto a dar una mano. Pero ellos no pueden absolver de
los pecados y para eso sí es indispensable el sacerdote.
Si lo que usted necesita es una terapia, entonces debe buscar un
psicólogo, porque el sacerdote no es una especialista, no está
suficientemente preparado para eso y se puede equivocar.
Esto no significa que uno no pueda conversar un buen rato con
algún sacerdote que tenga tiempo, pero sabiendo que no es esa su
función principal, y que no es adecuado exigirle eso frecuentemente.
Tampoco hay que pensar que para vivir una buena confesión hay
que lograr encontrar un sacerdote que diga cosas maravillosas con
una voz celestial o que tenga la mirada de Jesús. Así terminaremos
adorando al sacerdote, que no es más que un instrumento del
perdón.
¿De qué depende entonces una buena confesión? Depende de
la preparación de nuestro corazón con la ayuda del Espíritu Santo.
Porque lo más importante es que la confesión. es un sacramento
donde se derrama la gracia santificante de Dios que perdona y
renueva. Esa gracia se recibe gratuitamente, pero la mayor o menor
transformación que produzca depende de nuestra disposición
interior, siguiendo los impulsos del Espíritu Santo que nos atrae y
nos auxilia.
¿Cuál es la disposición que hace falta? Por una parte, el
arrepentimiento sincero con un deseo de cambiar de vida. Mientras
más intenso y profundo sea ese arrepentimiento, más intensa,
consoladora y fecunda será la experiencia de la confesión. Por lo
tanto, es muy importante preparar ese arrepentimiento, alimentarlo
con la meditación, con la lectura, y pedirlo insistentemente al
Espíritu Santo. De esto hablaremos detenidamente en los próximos
capítulos.
A continuación veremos otras tres cuestiones necesarias para
acercarse a la confesión con la actitud adecuada: Primero, la
necesidad de acercarse a este sacramento como un encuentro
personal con Jesucristo que perdona. Luego, la necesidad de
acercarse como quien busca una fuente de gracia para crecer.
Tercero, la necesidad de alimentar un espíritu de penitencia.
El desarrollo de estas tres actitudes, bajo el impulso del Espíritu
Santo, es una excelente preparación, porque despierta el "deseo"
del sacramento. Y Dios regala más al que desea más.
Vivirla como un encuentro personal con Jesucristo que perdona
La confesión es ante todo un encuentro personal con Cristo, no
con el cura. Eso es sumamente importante para prepararse bien. Es
necesario conversar con Jesucristo, pedirle que nos haga descubrir
su amor, hablar con él de nuestras debilidades, tratar de reconocer
su presencia en la oración, su mirada, sus brazos abiertos que
esperan.
De este modo, cuando llegue el momento de la confesión, no
nos preocupará demasiado la cara del cura, su simpatía o su
sabiduría. Simplemente nos acercaremos a recibir el perdón que
Jesús nos ofrece. Será un verdadero encuentro con el Señor que
perdona.
Es cierto . que no hay que perder el sentido comunitario; es
importante recordar que la Iglesia está representada en el cura, y
que gracias a él me reconcilio también con la comunidad. Pero el
sentido central de la propia vida es Jesucristo. Él es el Señor de
nuestras vidas y es él quien derrama la gracia y ofrece su amistad.
La confesión es ante todo un encuentro con el Señor amado.
Por eso, cuando uno se va a confesar, no debería estar
pendiente del sacerdote que lo va a confesar. Es mejor liberarse de
la mirada de ese ministro de Dios y colocarse ante los ojos de Jesús
que miran con amor infinito. Lo que interesa es la mirada de Dios.
Tampoco hay que creer que lo más importante es estar tranquilo
con la propia conciencia, no tener conflictos interiores, o liberarse de
una culpa y de una mancha. Eso es poca cosa al lado de la relación
personal con Jesús que se vive en el sacramento.
El valor de la confesión privada está precisamente en que
acentúa esta relación personal con Dios. Por consiguiente, también
tengo que entrar a la confesión yo mismo y no otro, porque conmigo
quiere encontrarse el Señor, no con mi apariencia. Entonces, tengo
que acercarme yo con lo que realmente soy, sin esconder nada,
ante la mirada de Jesús.
Para que se produzca este bello encuentro de reconciliación con
Jesús, también es necesario alimentar la confianza en el perdón del
Señor. Esa confianza ayuda a experimentar un profundo alivio en la
confesión. La absolución no destruye todas las consecuencias del
pecado, y por eso me lanza a reconstruir el mundo dañado. Pero sí
destruye el pecado, me libera completamente de la culpa, me regala
la paz con Dios.
Este perdón es algo sobrenatural, que uno no puede captar del
todo con sus sentimientos. Va más allá de los estados de ánimo. Es
real aunque uno esté poco lúcido, o poco emotivo. Por eso, hay que
recibir el perdón en fe:
Jesús, más allá de lo que siento en este momento, tengo la
seguridad de recibir tu perdón.
En fe confío plenamente en tu misericordia que me perdona.
Si uno se ha preparado para poder decir esto en su corazón,
entonces ha preparado una buena confesión.
Después de la confesión, es muy importante un momento de
diálogo íntimo con Jesús, para valorar el perdón recibido y darle
gracias. Se trata de descansar con confianza sabiendo que ahora él
nos lleva en sus brazos. Recordemos que en Lc 15, 5 se nos dice
que el Señor, cuando puede rescatarnos del pecado, nos toma y nos
lleva contento sobre sus hombros. Esto mismo aparece bellamente
en otras partes de la Palabra de Dios, donde el Señor dice que los
rescatados son llevados en brazos:
Traerán a tus hijos en brazos y tus hijas serán llevadas a los
hombros (Is 49, 22).
Tus hijas son llevadas en brazos (Is 60, 4).
Por su amor y su compasión él los rescató, los levantó y los llevó
(Is 63, 9).
Los hijos de la Iglesia, cuando recibimos el perdón, somos
llevados como reyes, gloriosamente:
Dios te los devuelve, traídos en gloria, como en un trono real
(Bar 5, 6).
Pero al mismo tiempo, cuando aceptamos su perdón, podemos
reconocer que en realidad él siempre estuvo llevándonos en sus
brazos, y que lo hará siempre. El amor que encontramos en el
perdón nos ayuda a mirar la historia de nuestra propia vida con otros
ojos:
Ustedes fueron transportados desde el seno materno, llevados
desde el vientre de sus madres. Pues bien, hasta su vejez yo seré el
mismo, y yo los llevaré hasta que se les vuelva el pelo blanco (Is 46,
3-4).
Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para
ellos como el que levanta a un niño contra su mejilla (Os 11, 4).
1. Facilismo
Hay personas que se quejan de este sacramento porque no ven
la necesidad de reconocer los pecados, de arrepentirse, y de
confesar los pecados a un sacerdote. Dicen que la vida ya es
demasiado dura como para hacerla todavía más pesada con las
prácticas religiosas. Para estas personas, las prácticas religiosas
sólo tienen sentido si no requieren esfuerzo, pero no sirven si les
complican la vida.
Pretenden vivir sin tensiones ni exigencias. Rechazan esa
aventura permanente de superarse a sí mismos, de entregarse más,
de dar un paso más.
Hoy es muy común esta mentalidad cómoda. Evidentemente,
con esta mentalidad, será difícil que una persona quiera pasar por el
dolor del arrepentimiento y por el esfuerzo humilde de dedicar un
tiempo a confesar sus pecados.
2. Hedonismo
Hay personas que tienen una confusión interior. Creen que todas
las cosas que tienen valor son agradables, y que si no producen
agrado no valen la pena.
Es cierto que pedirle a un ser humano que se confiese no es
algo que despierte agrado, porque es pedirle que se cuestione a sí
mismo, que declare que se equivocó, que contradiga sus
decisiones, que critique sus propias acciones. No se puede
pretender que esto resulte gustoso o agradable. Por lo tanto, cuando
a alguien no le guste confesarse, podríamos decirle que en realidad
es normal que así sea.
Lo que algunos no saben descubrir es que las cosas pueden ser
muy importantes aunque no nos gusten.
Que algo sea costoso o poco atractivo no significa que no valga
la pena hacerlo. A algunos tampoco les gusta poner la mano en el
bolsillo para ayudar a otros, o visitar a los enfermos, o no siempre
les da placer dedicar tiempo a sus hijos. Pero eso no significa que
no sea necesario hacerlo. Del mismo modo, que no sea placentero
confesarse no significa que ' no haya que hacerlo con entrega y
humildad.
3. Orgullo
Si la persona es tímida o introvertida, le resultará pesado tener
que expresar ante otro su intimidad. Pero no hay que negar que
muchas veces lo que nos impide reconocer nuestros pecados es el
orgullo, y por lo tanto habrá que evitar que nos domine. Para ello es
necesario motivar la humildad y pedírsela a Dios. También es útil
preguntarse: ¿Acaso yo soy tan importante y tan perfecto como para
no cometer errores? ¿Acaso soy tan grande que nadie tiene
derecho a pedirme que reconozca mis pecados?
4. Vergüenza
Otras veces lo que impide que uno se acerque a la confesión es
el pudor o la vergüenza de hablar de ciertas cosas. Pero en el
sacramento de la confesión estamos frente al amor de Dios, que
comprende todo. Por otro lado, los sacerdotes están
acostumbrados, y no se escandalizan. Saben que todos podemos
caer en cualquier cosa y ellos mismos han pasado por muchas
tentaciones.
Si uno se confiesa, no conviene ocultar algo por vergüenza,
porque sentirá que no ha sido sincero, y la confesión no será
satisfactoria, ya que le quedarán dudas del perdón recibido.
5. Cuidado de la imagen
Si lo que me perturba es el miedo a ser descubierto
públicamente, tengo que reconocer que mi buena fama no corre
ningún peligro, y que decir mis pecados al sacerdote no puede tener
ninguna consecuencia negativa para mí. Los sacerdotes no pueden
contar nada ni usar los datos de la confesión.
Veamos cómo lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica:
"Todo sacerdote está obligado a guardar un secreto absoluto sobre
los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy
severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la
confesión le da sobre la vida de los penitentes" (CCE 1467).
También dice que este secreto "no admite excepción" (ibid). Por eso
se llama "sigilo", que significa "sello", porque la boca del sacerdote
debe estar completamente sellada con respecto a los pecados que
le confiesen.
Si hice daño a otra persona, el sacerdote me pedirá que repare
el daño que he causado, pero no me perseguirá para que lo haga de
una manera o de otra, y tampoco estará controlando si lo hice o no
lo hice, porque él no puede hacer uso de lo que yo le he dicho.
6. Falsa dignidad
Puede suceder también que nos cueste confesarnos porque
pensamos que el arrepentimiento es una debilidad o una indignidad.
Esto suele ocurrir porque tenemos una falsa imagen de los héroes,
que jamás han tenido una mancha, irreprochables, indiscutibles. Y
no queremos sentirnos imperfectos.
Pero esto es un modo de adorarnos a nosotros mismos, de no
querer ser del común de los mortales o del montón; es un modo
de pretender que no somos pecadores como el resto de la gente.
Olvidamos que quien es capaz de arrepentirse es mucho más
grande y fuerte que aquel que tiene miedo reconocer sus errores. La
omnipotencia de Dios se manifiesta sobre todo en la misericordia
que perdona. Y nuestra fuerza está en reconocer nuestro pecado
permitiendo que Dios derrame su poder. El que no quiere ver su
miseria no es dueño de sí. No puede dominar su debilidad interna, y
por eso es incapaz de reconocer su pecado. Ocultando sus pecados
cree que es más digno y más fuerte, pero en realidad vive
escondido en la mentira.
7. Falta de autoestima
También está la dificultad de reconocerme limitado, imperfecto y
sobre todo pecador, pero no ante el sacerdote, sino ante mí mismo.
¿Por qué? Porque nunca me he sentido reconocido, amado,
valorado. Escondiendo a dos demás un pecado, de algún modo me
lo escondo a mí mismo para no sentirme tan indigno de ser amado.
En el fondo, la dificultad es no quererme a mí mismo, es estar lleno
de sentimientos de inferioridad, no aceptarme a mí mismo con ese
pasado o con esos errores. No niego que Dios me perdone, pero no
puedo gozarlo y agradecerlo porque yo no logro perdonarme a mí
mismo.13 Entonces creo que la fiesta del perdón no es para mí. La
felicidad, la misericordia y el perdón son para los demás, pero no
para mí. Siento que estoy de más.
Por eso me vuelvo incapaz de ir a buscar el perdón, ya que no
me siento digno de la fiesta de la vida y del amor. Cuando esto
sucede, uno se llena de remordimientos, que no le sirven para
volver a Dios y cambiar de vida, sino para quedarse encerrado en
uno mismo rumiando su dolor.
Esto no se resuelve sólo con el sacramento, aunque en él
recibamos la gracia de Dios que nos ayuda a liberarnos. Es
necesario hacer todo un camino en la oración para reconocerse
amado por Dios, para perdonarse a uno mismo profundamente y
dejarse amar. En algunos casos también puede ser necesaria una
terapia psicológica. 1
8. Emocionalismo
Algunas personas no se confiesan porque quisieran que las
confesiones fueran algo mágico, una experiencia llena de cosas
esotéricas o de sentimientos maravillosos. Y todas las veces que se
han confesado no han vivido nada especial. Entonces sienten que
no vale la pena.
Pero cada confesión es un pequeño gran paso. Tengo que
aceptarlo en la fe y creer en este don de Dios. Porque el perdón y la
gracia de Dios son algo sobrenatural, tan grande que no puede ser
captado con los sentimientos y estados de ánimo. Los dones
sobrenaturales de Dios no pueden ser abarcados ni por nuestra
mente ni por nuestras experiencias. Lo que Dios hace no se puede
medir ni controlar. Es real, más allá de lo que uno sienta.
9. Pragmatismo
Quizás creo que mi vida no cambia en nada después de tantas
confesiones. Pero la realidad es que las confesiones seguramente
algo bueno producen en mi vida. Al menos, es seguro que gracias a
esas confesiones el mal no se arraiga tanto en mi vida, las malas
inclinaciones tienen un límite que impide que se produzca un
desenfreno. Si nunca me confesara, todo podría ser mucho peor, y
yo podría perder el control de mi vida y destruirme a mí mismo.
Además, muchas veces Dios va cambiando algunas cosas muy
lenta y profundamente, sin que nos demos cuenta. A veces, con el
paso de los años descubrimos que somos un poco más humildes,
pero eso no sucedió de golpe, fue una obra silenciosa de la gracia.
11. Incredulidad
Algunos no pueden vivir bien una confesión, porque en realidad
no creen en el perdón de Dios. Pero dice el Salmo 35, 2 que cuando
confesamos nuestras faltas Dios nos absuelve de todos los delitos.
La Biblia también habla de los que no eran fieles a la alianza con
Dios, pero "Él, el misericordioso, en vez de destruirlos, perdonaba
sus faltas; muchas veces su cólera contuvo, y no dejó correr todo su
enojo; se acordaba que eran simples hombres, un soplo que se va y
que no retorna" (Sal 78, 36-39).
Si leemos Oseas 11, 1-9 vemos que para Dios la misericordia y
la compasión son algo irresistible. Él no puede evitar perdonar.
El perdón es la última palabra. Es cierto que Dios busca de
distintas maneras que cambiemos de vida. Es verdad que él nos
invita al cambio. Las metáforas bíblicas de un Dios enojado están
para hacernos ver que el pecado es una cosa seria. Pero esa
"indignación" de Dios siempre cede el lugar a la compasión. El no
puede dejar de perdonar. Esa es la última palabra.
No podemos desconfiar de este perdón si reconocemos que
Jesús cargó con nuestros pecados y así nos liberó: "Te has echado
a la espalda todos mis pecados" (Is 38, 17). Su entrega en la cruz
no puede ser inútil.
Además, si él me pide que perdone setenta veces siete (Mt 18,
21-22) es porque él perdona setenta veces siete (siempre). No me lo
pediría si él no lo hiciera. Y él es infinitamente más generoso y
compasivo que cualquier ser humano, no se deja ganar en
misericordia y compasión, porque es puro amor. Si hay padres que
perdonan siempre a sus hijos, no podemos pensar que Dios sea
menos bueno y compasivo que los seres humanos, sino
infinitamente más. Si cualquier padre compasivo prefiere tener cerca
a su hijo reincidente para volver a abrazarlo y acompañarlo hasta el
fin, lo mismo sucede con Dios.
A Jesús le interesa que abramos el corazón para darnos el
perdón divino. Por eso decía san Pablo: "Les suplicamos en nombre
de Cristo: Déjense reconciliar con Dios" (2 Cor 5, 20). Para
despertar esta confianza en el perdón, podemos orar con el Salmo:
"Bendice alma mía al Señor y no olvides sus muchos beneficios.
Él te perdona todos tus delitos...
El Señor es misericordioso y compasivo,
el Señor es paciente y todo amor;
no está siempre acusando ni guarda rencor eternamente;
no nos trata como merecen nuestras culpas ni nos paga según
nuestros delitos...
Como se apiada un padre de sus hijos, así se apiada él de sus
amigos.
Él sabe de qué pasta estamos hechoSj
y se acuerda que no somos más que polvo" (Sal 103, 2ss).
Nadie es más paciente que mi Padre Dios que me dio la vida y
me ama. Nadie espera como él, nadie conoce y comprende mi
debilidad mejor que él. Por eso puedo creer firmemente en su
perdón.
16. Idealismo
La confesión me enfrenta con la realidad que yo quiero negar.
Por eso, si yo vivo rechazando la realidad, despreciaré este
sacramento.
El idealismo es no aceptar la realidad tal como es, es rechazar el
límite de las cosas y vivir en la fantasía, creando un mundo futuro
donde podré realmente ser feliz. En esa nebulosa de sueños, si
alguien me agrede, me contradice, me critica, o me pone límites, la
seguridad interior se tambalea; pero no reacciono, sino que me
enveneno por dentro; entonces me evado creando la fantasía de
que seré un super-héroe, que un día venceré y deslumbraré a todos.
En esa situación de fantasía, pierdo las reales oportunidades que
tengo para servir, para ser fecundo y para vivir "ahora" la
fraternidad.
Una forma de idealismo espiritual se expresa en la necesidad de
mostrar que soy una persona madura; entonces debo hacer creer
que nada me desanima, nada me altera, y que no estoy atado a
nada. De ese modo se hace imposible reconocer la propia verdad y
confesar los pecados reales. A lo sumo, las personas idealistas
confiesan sólo cosas generales.
En realidad es fácil decirle a otro "yo soy un pecador"; pero es
más difícil decirle: mentí, robé, engañé, desprecié, envidié, etc. Por
eso, lograr decir estas cosas al sacerdote es expresión de un
verdadero reconocimiento.
Las personas que descubren en su vida esta tendencia al
idealismo, y reconocen que suelen refugiarse en un mundo ficticio y
fantasioso, deberían pedir cada día la gracia de aceptar la realidad
tal como es. Sólo de ese modo podrán aceptar su propia realidad y
acercarse a pedir perdón.
1
arrepentirme?
Algunas de las dificultades que vimos en el capítulo anterior no
tienen que ver con el sacramento de la confesión, sino más bien con
una dificultad para reconocer el propio pecado y arrepentirse de
corazón.
Puesto que el arrepentimiento es la clave principal para preparar
una buena confesión, en este capítulo nos detendremos en esta
cuestión tan importante.
En el Antiguo Testamento:
En el exilio, Nehemías oraba así: Estén atentos tus oídos y
abiertos tus ojos para escuchar la oración de tu siervo, que yo hago
ahora en tu presencia día y noche, por los hijos de Israel, tus
siervos, confesando los pecados que los hijos de Israel hemos
cometido contra ti. ¡Yo mismo y la casa de mi padre hemos pecado!
(Neh 1, 6).
Leemos también en el libro de Tobías: Ahora Señor, acuérdate
de mí y mírame. No me condenes por mis pecados (Tob 3, 3).
En los Salmos también se nos invita a pedir perdón:
De los pecados de mi juventud no te acuerdes, acuérdate de mí
con amor (Sal 25, 7).
Por tu Nombre, Yahveh, perdona mi culpa, porque es grande
(Sal 25, 11).
Quita todos mis pecados (Sal 25, 18).
Ten piedad de mí Señor, por tu amor; por tu inmensa ternura
borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, purifícame de mi
pecado. Pues reconozco mi culpa (Sal 51, 3-5).
Los profetas exhortaban al arrepentimiento:
Vuelve, Israel apóstata, no estará airado mi semblante contra
ustedes. Porque soy piadoso, no guardo rencor para siempre. Tan
sólo reconoce tu culpa (Jer 3, 12-13).
¡Sí volvieras Israel, si a mí volvieras! (Jer 4, 1)
Conviértanse, y apártense de todos sus pecados, que no haya
para ustedes más ocasión de culpa. Descargúense de todos los
crímenes que han cometido contra mí, y háganse un corazón nuevo
y un espíritu nuevo... Conviértanse y vivan (Ez 18, 30-32).
Vuelve Israel a Yahveh tu Dios, porque has tropezado por tus
culpas (Os 14, 2).
Vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con
lamentos. Desganen su corazón y no sus ropas, vuelvan a Yahveh
su Dios, porque él es clemente y compasivo, lento a la cólera y rico
en amor (Jl 2, 12-13).
Dios nos pide cuentas de nuestras acciones (Jer 31, 29), porque
nos toma en serio.
En el Nuevo Testamento:
Juan el Bautista gritaba: "¡Conviértanse!" (Mt 3, 2). También
Jesús pedía: "¡Conviértanse!" (Mt 4, 17), o "¡Conviértanse y crean
en la Buena Noticia!" (Mc 1, 15). El Evangelio nos propone la actitud
humilde de reconocer nuestros pecados como el publicano: "Dios
mío, ten piedad de mí que soy un pecador" (Lc 18, 13).
Se nos dice que nuestra conversión provoca alegría en el cielo
(Lc 15, 7), los ángeles se alegran (Lc 15, 10) y se produce una
verdadera fiesta (Lc 15, 24). ¿Quién puede no sentirse invitado a la
conversión?
Es cierto que Jesús, más que un juez, es un médico que quiere
curarnos de nuestros pecados y malas inclinaciones (Mt 9, 12-13);
es cierto que él no condena (Jn 8, 11); pero también es verdad que
nos pide que tratemos de no pecar más (ídem).
Los Apóstoles llamaban permanentemente al arrepentimiento.
Según los Hechos, Pedro invitaba: "¡Conviértanse!" (Hech 2, 38).
Pablo decía que "Dios manda a todos los hombres, en todas partes,
que se arrepientan" (Hch 17, 30), que es necesario "arrepentirse y
convertirse a Dios manifestando la conversión con obras" (Hch 26,
20).
También en el Apocalipsis Dios nos dice: "Debo reprocharte que
has dejado enfriar el amor que tenías antes. Fíjate bien de dónde
has caído, conviértete..." (Apoc 2, 4-5). "Arrepiéntete" (Apoc 2, 16; 3,
3). Este cambio debe abarcar tanto las intenciones secretas como el
modo de obrar: "Yo conozco íntimamente los sentimientos y las
intenciones, y yo retribuiré a cada uno según sus obras" (Apoc 2,
23).
Esta permanente invitación al arrepentimiento es una palabra de
amor que el Señor nos dirige, porque él tiene un maravilloso
proyecto para nosotros, y no quiere que nos quedemos enterrados
en el mal y en la mediocridad. No está todo perdido, siempre se
puede recuperar el fervor, y Dios, en su infinito amor, no se
conforma con poco. Él quiere más, y por eso siempre está
ofreciéndonos más.
El Señor nos ofrece una preciosa intimidad, pero para que
podamos vivirla es necesario que aceptemos su iniciativa que nos
invita a la conversión: "Yo corrijo y reprendo a los que amo.
¡Reanima tu fervor y arrepiéntete!. Mira que estoy a la puerta y
llamo..." (Ap 3, 19-20).
Motivar la contricción
El arrepentimiento tiene una forma perfecta, que se llama
"contricción", y una forma imperfecta, que se llama "atricción".
La "contricción" es un dolor interior y un rechazo del pecado19
que brota de reconocer 19 Concilio de Trento: DS 1676.
el amor de Dios. Ante ese amor, uno siente el dolor de no
haberle correspondido; y uno rechaza las acciones que ha cometido
porque son contrarias al deseo del Dios amado. Cuando de verdad
alcanzamos este arrepentimiento profundo, Dios siempre nos
perdona, aun antes de confesarnos. Pero entonces, en este caso
¿no hace falta confesarse con el sacerdote?
Lo que pasa es que nuestros sentimientos suelen confundirnos,
y nosotros no podemos poner nuestra certeza en los estados
interiores. Recordemos que a veces "el mismo Satanás se disfraza
de ángel de luz" (2 Cor 11, 14). No podemos estar completamente
seguros de que nuestro arrepentimiento es perfecto. Por eso,
confiando en la misericordia del Señor más que en nuestras
seguridades, nos acercamos a confesar nuestros pecados en el
sacramento del perdón.
Por otra parte, ya dijimos que la confesión es también el signo de
nuestra reconciliación con la Iglesia, y por eso debe realizarse de
forma visible, ante el sacerdote que la representa. La confesión con
el sacerdote corona y perfecciona nuestro arrepentimiento y nuestra
reconciliación.
Para poder confesarse, sería suficiente otra forma de
arrepentimiento, que es imperfecta, y se llama "atricción". Es cuando
no experimentamos todavía ese dolor profundo por no haber
respondido al amor de Dios. Sin embargo, nos arrepentimos de lo
que hicimos por temor a sufrir consecuencias, a arruinar nuestra
vida, a alejarnos de la salvación, o simplemente porque
descubrimos que lo que hicimos no es bueno, no responde al
Evangelio, es desagradable, grosero, inconveniente. Todo esto es
una expresión de nuestro alejamiento del pecado, de nuestro deseo
de liberación, aunque todavía es muy imperfecto y confuso. En este
caso, Dios comprende nuestra imperfección y, si nos acercamos a
recibir el sacramento de la reconciliación, él nos regala
amorosamente su perdón. Al mismo tiempo, nos da su gracia para
que alcancemos el arrepentimiento más profundo, saliendo de
nosotros mismos hacia el amor de Dios, más allá de los
sentimientos superficiales.
Pero normalmente una confesión realizada con ese
arrepentimiento imperfecto no puede producir muchos frutos de
conversión, y nos deja muy débiles y poco decididos ante las
permanentes tentaciones. Por eso la Iglesia nos exhorta a
prepararnos mejor, para acercarnos a la confesión con una
verdadera "con-tricción":
El acto esencial de la penitencia por parte del penitente es la
conmoción, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido,
junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se
tiene a Dios y que renace en el arrepentimiento. La contricción,
entendida así, es pues el principio y el alma de la conversión (Rec.
et Poen. 31).
Orar
No nos conformemos con lo ' mínimo. Es cierto que un
arrepentimiento imperfecto es suficiente, pero si nos acercamos al
sacramento mejor dispuestos, los frutos serán mayores.
Ante todo, el arrepentimiento no es algo que uno puede fabricar
con sus propias fuerzas y capacidades. Hay que pedírselo al
Espíritu Santo como un don sobrenatural. Es necesario pedirle
insistentemente al Señor el "deseo" sincero de volver a él y de
cambiar de vida, porque ese deseo es obra de su agracia, no se
produce haciendo fuerza.
No podemos arrepentimos de verdad si no nos abrimos a la
gracia de Dios que nos atrae. El mismo Dios que nos limpia del
pecado es el que derrama en nosotros un espíritu de verdadero
arrepentimiento:
Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de
Jerusalén un espíritu de gracia y de oración; y mirarán hacia mí.
Viendo al que traspasaron, se lamentarán por él como quien llora a
un hijo único, y le llorarán amargamente... Aquel día, habrá una
fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de
Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza (Zac 12, 10; 13, 1).
Es necesario invocar al Espíritu Santo, porque él "convence al
mundo en lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9). El puede
convencernos por dentro de que no estamos respondiendo bien al
amor de Dios y de que necesitamos su perdón. Ya que la conversión
es un don divino, lo más adecuado es pedirle: "¡Conviértenos Señor
y nos convertiremos!" (Lam 5,21; cf Jer 31, 18).
Pero nuestra oración no debería quedarse sólo en este pedido,
porque muchas veces Dios quiere concedernos algo, pero no lo
hace porque nos hemos resistido de una forma o de otra, porque
hemos rechazado los impulsos de su Espíritu Santo. Entonces, es
necesario que hagamos también una oración más completa y
concreta que nos vaya preparando, que nos vaya disponiendo para
recibir el don del arrepentimiento.
Un paso importante en la preparación de una confesión es entrar
en oración y lograr decirle a Dios, claramente y sin vueltas, cuáles
son nuestros males espirituales. Si no podemos hablarlo con él,
menos podremos confesarlo con sinceridad. No es tan común
dialogar con Dios sobre nuestros pecados y malas inclinaciones. La
idea de que Dios lo sabe todo nos lleva a no hablar con él de
nuestras cosas más profundas.
Si desarrollamos el hábito de decirle a Dios nuestros pecados,
de pedirle perdón y reconciliarnos con él en el corazón, eso nos
ayudará a que nuestras confesiones no sean actos mecánicos o
formales ante el sacerdote, sino verdaderos encuentros de
reconciliación con el Señor.
Dedicar parte de nuestra oración a hablar con Dios sobre
nuestros pecados y debilidades, detenidamente y con total
sinceridad, es el primer paso para incorporar a nuestro camino
espiritual las cosas que no funcionan bien en nuestra vida, es
nuestro primer aporte para poder liberarnos.
También puede ser muy motivador usar el Salmo 51 para pedirle
perdón a Dios en nuestra oración personal y alimentar el
arrepentimiento.
Superar el infantilismo
Hoy podemos reconocer que un sano arrepentimiento no es una
debilidad o una enfermedad. A todos nos molesta cuando un político
o un personaje público es incapaz de reconocer sus errores y está
permanentemente justificándose a sí mismo, o se aferra tercamente
a sus ideas, incapaz de volver atrás cuando se equivoca.
Está claro que esa tosudez cerrada y vanidosa es una debilidad
o una patología. La capacidad de arrepentirse y así rectificar el
camino es un signo de madurez. ¿Por qué? Porque indica que uno
adquirió la capacidad de dominar el "deseo infantil de omnipotencia,
goce y disfrute ilimitados, la superación del rechazo narcisista de la
propia imperfección y la aceptación responsable del propio modo de
ser".2
Es normal que a un niño le cueste reconocer sus errores e
imperfecciones, o que le cueste ponerse límites y renunciar a
algunos placeres, o que le resulte difícil asumir las consecuencias
de sus actos. Pero si eso sucede en un adulto, estamos ante una
inmadurez o una enfermedad; se trata de una persona que no ha
evolucionado, que se ha quedado trabada en una etapa infantil de
su maduración.
Por lo tanto, ya no se puede decir que el arrepentimiento es una
debilidad o una enfermedad. Al contrario, es un signo de fortaleza,
de valentía y de madurez.
Sinceridad y verdad
La Palabra de Dios nos exhorta: "Bús-quenlo con corazón
sincero... Porque el santo Espíritu educador huye de la falsedad, se
aleja de los pensamientos vacíos" (Sab 1, 1.5).
No hay que olvidar que "sinceridad" y "verdad" no siempre son la
misma cosa. Alguien puede sentir que es muy sincero, que dice todo
lo que siente, que no es hipócrita. Sin embargo, puede suceder que
no esté viendo con claridad su propia verdad. Ha ocultado ciertas
cosas durante tanto tiempo, ha escapado de ellas y las ha
escondido, hasta que su verdad ha quedado sepultada debajo de
mucha apariencia, y ya no puede verla. Entonces, por más que sea
sincero, porque no tiene consciencia de estar ocultando nada, en
realidad no es "verdadero".
Dios espera que no sólo seamos sinceros, sino también
verdaderos cuando nos arrepentimos, porque quiere que pongamos
toda nuestra vida en sus manos.
Para encontrarse con toda la verdad de uno mismo, hay que
estar dispuestos a descubrir cosas que estaban sepultadas, y mirar
también lo que no nos gustaría ver.
Si en el fondo del corazón hay algo que no queremos cambiar, y
brota alguna queja contra Dios, no conviene ocultarlo. Esconderle
algo a Dios, aunque sea un reproche contra él, nos aleja del camino
de liberación. Recordemos que Dios mismo en la Biblia nos invita:
"¡Vengan y discutamos!" (Is 1, 18). "Aquí me tienes para discutir
contigo" (Jer 2, 35).
Diciéndole lo que sentimos, le abrimos un espacio a él en ese
lugar oscuro del alma, y le permitimos que nos haga ver la luz. Dios
prefiere nuestra claridad, porque prefiere trabajar con nosotros y no
sin nosotros. Si nosotros vemos lo que no está bien, él puede entrar
en lo profundo y despertar el verdadero y perfecto arrepentimiento.
¡Cuántas veces nos ocultamos cosas a nosotros mismos! Quizás
estamos esclavizándonos cada vez más por una debilidad, por un
deseo, por un rencor, por un mal recuerdo, por una envidia, por una
tristeza. Pero no lo reconocemos como un mal. Le cambiamos el
nombre para disimularlo y no tener que cambiar. Eso le sucede a los
cleptómanos. Roban, pero sin darse cuenta. O se dan cuenta, pero
creen que eso no es robo. Piensan, por ejemplo, que sólo es
cambiar cosas de lugar, o que sacarle algo a una persona mala no
es robo, o que es una forma de vengar injusticias, o de cobrarse por
algo que el otro les hizo.
Eso es cambiarle el nombre a una debilidad para poder seguir
cometiendo las mismas cosas. Lo mismo . le sucede a muchos
alcohólicos, que son incapaces de reconocer que han caído en el
vicio, y pretenden que los demás crean que lo suyo es "normal".
Pero no nos engañemos, esto no le sucede sólo a los
cleptómanos y a los alcohólicos. Nos sucede a todos en mayor o
menor medida. Cada uno trata de esconder o de disimular su punto
débil para justificarlo y no tener que cambiar. Para eso, no hay nada
mejor que cambiarle el nombre:
* Al orgullo lo presentamos como "autoestima ".
* A la agresividad le llamamos "autenticidad".
* A la intolerancia la calificamos como "sinceridad".
* Al autoritarismo le decimos "responsabilidad".
* A la incapacidad de perdonar le damos el nombre de
"justicia".
* Al descontrol le llamamos "espontaneidad".
Podríamos decir que lo contrario sucede con los escrupulosos,
que están permanentemente torturándose con sus pecados,
angustiados por sus faltas, maltratándose y acusándose a sí
mismos en su interior. Pero en realidad, a ellos les sucede lo mismo,
porque les cuesta reconocer que son escrupulosos y consideran que
lo suyo es simplemente honestidad y deseo de perfección.
Frecuentemente somos adictos a determinados defectos, y por
eso necesitamos embellecerlos para no tener que abandonarlos.
Nos hemos acostumbrado a vivir con ellos y los necesitamos para
sentirnos nosotros mismos, para mantener esa falsa identidad que
hemos creado. Si permitimos a Dios que nos haga romper esa
cáscara de mentira que ya no vemos, entonces no sólo seremos
sinceros. Seremos también verdaderos.
Examen de conciencia
Veamos ahora un examen de conciencia detallado que ños
ayude a reconocer nuestros propios pecados.
La familia y la sexualidad
12. ¿Fui fiel a mi esposo/a o novio/a? ¿Le di cariño y
tuve gestos de amabilidad y generosidad?
13. ¿Me estoy preparando bien para vivir un matrimonio
feliz y cristiano?
14. ¿Tengo buen trato con los miembros de mi familia
(hijos, padres, hermanos, etc.)? ¿Dialogo respetuosamente
con ellos? ¿Les doy ánimo y esperanza? ¿Les tengo
paciencia? ¿Les dedico tiempo? ¿Los ayudo
económicamente y de otras maneras?
15. ¿Estoy tratando de educar bien a mis hijos?
16. ¿He abusado sexualmente de alguien o he tratado
de manosear, o de gozar con el cuerpo ajeno, fuera del
matrimonio?
17. ¿Obligué a mi esposa/o a hacer cosas que no
desea?
18. ¿Traté de hacer feliz sexualmente a mi esposo/a, o
escapé de este deber conyugal?
La vida
46. ¿He cuidado la propia vida? ¿Me he maltratado a mí
mismo? ¿He comido, bebido o fumado demasiado? ¿He
dañado mi cuerpo y mi salud de alguna manera?
47. ¿He pedido y aceptado la ayuda de los demás para
superar mis vicios?
48. ¿ He cuidado la vida ajena? ¿He lastimado o
agredido físicamente a otros?
49. ¿Dañé de alguna manera el ambiente? ¿Perjudiqué
de algún modo la salud ajena?
50. ¿Traté de crear a mi alrededor un lugar digno y
agradable para la vida humana?
51. ¿Cometí un aborto, o ayudé a otros a cometerlo?
51. ¿Fui generoso y también responsable para tener
hijos?
El acto de contricción
Hay muchos actos de contricción. Los más famosos son el
"pésame" y el "yo confieso". Pero en realidad uno puede expresar
su arrepentimiento con sus propias palabras, como le parezca
mejor. Lo importante es que en ese acto de contricción no falten dos
cosas:
1. Decir que uno se arrepiente de los pecados que ha
cometido.
2. Decir que uno se propone no pecar más.
Como veremos en el próximo capítulo, el propósito de no pecar
más puede ser imperfecto. Hay pecados que producen placer, y a
veces uno se queda algo apegado. Otras veces, los malos
recuerdos rondan por la imaginación y uno siente que todavía no se
ha liberado del todo. Pero es suficiente que uno tenga el deseo de
responder mejor al amor de Dios y que se proponga intentar un
cambio, confiando en la ayuda divina.
1
Ibídem, p. 65.
6. Los buenos propósitos, la
penitencia y el cambio
Veamos ahora dos cuestiones importantes para que el
sacramento pueda producir todos sus efectos de liberación personal
y social: el propósito de cambio y la satisfacción (penitencia).