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LOS OJOS DE CELINA

(cuento)
Bernardo Kordon (Argentina, 1915-2002)
En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me
parecieron dos pozos de agua fresca. No me retiré de su lado,
como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese
encontrado la sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo
contrario: “Ella te buscó, la sinvergüenza”. Éstas fueron sus
palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si
mal no recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con
ganas de mirarla a cada rato. Desde ese día la ayudé en la
cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre,
acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la
familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra
cosa. Y lo que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un
solo peso.

Siempre fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros.

Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta parecía
trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como
antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio, con Celina
fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi mamá le
mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía de una vez.

Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho
aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la
mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio
mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me dolió ver
quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad.
Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en
cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé
de mirárselos.

Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo su
segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el
trabajo. En cambio, con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero
mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada, como
ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de joder en la
casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio
mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente
se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una
arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No
me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.

Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se
mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o
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en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros,
mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.

Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre
parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después
nos llevó hasta el recodo del río.

Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la
damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:

-Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.

Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina
que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise
correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además, mi madre me dijo
que no me moviera de allí.

Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino que llevó a
refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y cayó al suelo.
Mi madre se agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:

-Ahí abajo del codo.

-Mismito allí picó la yarará-dijo mi hermano.

Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.

-Una víbora -tartamudeó-. Había una víbora en la olla.

Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina
estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las
palabras, como un borracho de lengua de trapo.

Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era
demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en
el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina
volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos ocurrió que el
veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre me agarró del brazo.

-Eso se arregla de un solo modo -me dijo-. Vamos a hacerla correr.

Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En
verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido.
Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía
ojos - ¡qué ojos! - para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no podía mover la lengua.

Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía
mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no
me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y
le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me abría los
brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la
tierra como un pajarito.

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La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo
para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó
el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de
Resistencia.

Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la
creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la
casa, el sulky y lo demás.

Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separarnos de la vieja, cuando la llevaron
para siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la penitenciaría
se trabaja menos y se come mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna noche
los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.

Un taxi amarillo y negro en Pakistán, Buenos Aires, Sudamericana, 1986, págs. 64-67.

Escabeche de berenjenas

Microcuento de Úrsula Buzio


La casa estaba a oscuras, en medio de la noche casi blanca y de un silencio sepulcral.
El hombre bajó del caballo y comenzó a llamarla a los gritos y con insultos, como de
costumbre. De un puntapié abrió la puerta, lo recibió el olor inconfundible del escabeche de
berenjenas. Era su plato preferido; ella lo preparaba como nadie, aunque él nunca se lo dijo.
Siguió avanzando sin dejar de blasfemar y de un manotazo corrió la cortina que separaba
los ambientes. La ventana estaba abierta y pudo verla a la luz de la luna. Su sorpresa duró apenas
un instante. "Infeliz", murmuró con desprecio y, quitándose el cuchillo que llevaba en la cintura,
de un solo tajo cortó la soga. El cuerpo inerte de la muchacha se ovilló en el suelo. Salió de la
pieza sin mirarla.
Al pasar frente al aparador se detuvo; frascos de diferentes tamaños, en fila sobre un
estante, lo estaban esperando. Los acomodó cuidadosamente en una bolsa de cuero y se fue
hacia la noche.
No sabía que llevaba consigo a su propia muerte, repartida en pequeñas dosis de veneno.

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LA INTRUSA

DICEN (LO CUAL es improbable) que la historia fue referida por


Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor,
que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y
tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de
alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y
mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años
después, volvieron a contármela en Turdera, donde había
acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en
suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias
que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me
engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros
antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no
sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con
caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único
libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El
caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de
baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su
soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el
apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé
que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban
por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que
debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor
tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los
entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían
fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada
se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y
lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar
con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de
zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con Juliana
Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de
horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la
quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era
de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un
barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé
que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a
los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba
con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que
él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al
palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y
venía con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo
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—Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía
qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó
a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá
los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba
las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por
unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los
hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni
siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban,
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta
de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa.
Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin
saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un
hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera
importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún
modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas , Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese
primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de
él, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia
por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera
por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta,
pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el
rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a
la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban
muy pesados y serían las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la
patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después
con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina)
de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres.
Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron
salvados, pero solían incurrir, cada cual, por su lado, en injustificadas o harto justificadas
ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristian se
fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró;
adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo:
—De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con
Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido
a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy
grande —¡quién sabe que rigores y qué peligros habían compartido! — y prefirieron desahogar
su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había
traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la
gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los
bueyes. Cristian le dijo:
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—Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la
fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas;
después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
—A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede
aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vinculo: la mujer tristemente sacrificada
y la obligación de olvidarla.

Jorge Luis Borges


(1899–1986)

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Réquiem con Tostadas

(La muerte y otras sorpresas, 1968)

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de


algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted
hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco
a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse como mi
madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea
que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es
porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace
tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía.
Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía
ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá
también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o
tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o
sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi
hermanita Mirta y yo.

Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que
gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho
más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo,
y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo?
A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón
para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de
acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace
mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba
con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin
mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o
porque no lo había esperado despierta hasta
las tres de la madrugada, o porque tenía los
ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el
tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo
hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera
se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo
le daba todavía más rabia. Ella era consciente
de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted
conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes
(me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además, era una
mujer fuerte.

Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba
a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y
además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo
apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato

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marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto.
Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo
de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero
mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco
responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe
nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se
emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería,
nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos
en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca
alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos
de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos
hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo
no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la metinée. Algún raro domingo
en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún
antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces
se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba
a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se
derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de medianoche, con un olor a
grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba
de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos
los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo.

También yo le tenía miedo, no sólo por mí y por Mirta, sino especialmente por mamá. A
veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya
que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la
moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces
lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni
mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por
lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera.

Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y
yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por
recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio
(ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros,
porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en
la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que
era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted
fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante,
como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no
nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no
sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de
rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por
un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre
era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que

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ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera
el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban
unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad,
se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted
apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal
vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde
(aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo
me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de
comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda
de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces
al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué
se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente
puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté
bien eso de haberme alegrado porque mi madre
engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca
lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso
para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se
merecía que la quisieran.

Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi


muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil,
pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi
padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mí, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi
terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora
que él ha matado a mamá y quién sabe por cuánto tiempo estará preso. Al principio, no quería
que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me
resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de
las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un
hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no
le parece? Además, estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado
tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos, hubiera matado a
mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me
parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de
costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría
comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había
dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un
rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo
café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo
sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar
de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá
está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.

Mario Benedetti

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