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El año que ya finaliza vio recaer los laureles del Pritzker en Alejandro Aravena,
chileno de trayectoria internacional (entre sus muchos méritos está haber sido
jurado del premio, precisamente). Con Aravena queda subrayada una directriz
que marca el deslinde que la cultura arquitectónica está realizando hacia
proyectistas menos atentos a proezas tecnológicas o audacias estéticas en pro de
una arquitectura socialmente comprometida, sin que por esto caiga en las
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simplificaciones del panfleto político o la deformación sociologista. Este sutil
modo de responder a las demandas del residente, y el tipo de respuestas que lo
expresan, son justamente el tema de este escrito.
Un galardón influyente
Me atrevo a juzgar que, desde su instauración, el Pritzker ciertamente ha logrado
contribuir de manera decisiva con el direccionamiento de la profesión. Al merecer
el prestigio que se le ha reconocido, actúa como indicador de coyunturales
pertinencias, materialización de valores a observar en la concepción y
construcción de arquitectura, y consagración de personajes ejemplares –no
siempre tan conocidos- cuya teorización y actitudes ciertamente llegan a erguirse
como paradigmas cuya sucesión es toda una tendencia.
Pritzker y posmodernidad