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GEORGE SOUND

KARATE SANGUINARIO

Colección
DOBLE JUEGO n.° 76 Publicación semanal

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
CAMPS Y FABRES. 5 BARCELONA

ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCION


71 — La noche de la «cobra», Curtis Garland.
72 — Raqueta de oro, Lucky Marty.
73 — Masacre en el béisbol, Adolf Quibus.
74 — Cinco discos de jade, Curtis Garland.
75 — La carrera de la muerte, Joseph Berna.
ISBN 84-02 09277-2 Depósito legal: B. 26.335-1983
Impreso en España Printed in Spain
1.a edición en España: setiembre, 1983
1.a edición en América: marzo, 1984
© George Sound - 1983
texto
© García - 1983
cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.


Camps y Fabrés, 5 Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera. S. A. Parets del Vallés (N-
152. Km 21.6501 Barcelona 1983
CAPITULO PRIMERO

Johnny Lamadrid, con un salto espectacular, asestó un tremendo golpe en la mandíbula


de su oponente que se tambaleó durante varios segundos hasta caer al suelo como una
mole.
—Te he repetido varias veces, muchacho, que no debes descuidarte ni un solo instante.
Ya has visto que puede traer graves consecuencias.
—Ha sido un ushiro-mawashi-geri especial, ¿verdad? —respondió el joven desde el suelo
tocándose la barbilla, donde había recibido el tremendo golpe.
—Exacto. En cuestión técnica no se te pueden poner pegas, es en la concentración.
—Profesor, ¿cuándo volveremos a luchar? —inquirió con ansiedad.
—Estarás un par de semanas entrenando de firme. Aún tienes tiempo para preparar el
campeonato como es debido.
—Pero ¿volverá a luchar conmigo?
—Por supuesto, Michael, por supuesto.
Le ayudó a levantarse del suelo y cogiéndole del brazo se dirigieron los dos a las duchas.
Por el camino, continuaron charlando.
—Has hecho muchos progresos en estos últimos tres meses. Tengo puesta en ti toda mi
confianza, sé que no dejarás en mal lugar al gimnasio. Pero debes cuidar tu
concentración, es lo más importante.
—Los golpes de pierna siempre han sido mi punto débil. Me cuesta más trabajo
bloquearlos.
—Todo es cuestión de práctica y atención. Te aseguro que llegarás a ser un maestro en
ello si te empeñas.
Michael cogió la ropa que había dejado tres horas antes sobre el colgador.
—Está bien. Ahora date una buena ducha y no pienses más en ello. Hasta la vista.
—¿Hasta mañana, no? —preguntó el joven por si su maestro había olvidado que daba
clase diaria.
—Hasta mañana —repitió Johnny con una sonrisa.
Mientras se vestía, pensó en el día agotador que había tenido. En verdad, se resentía de
la operación que le hicieron tan sólo tres semanas atrás.
Había terminado las clases a las siete de la tarde y luego había entrenado con Michael
hasta las diez. Pensaba dormir como un tronco esa noche.
Estaba a punto de salir cuando le llamaron al teléfono. Por unos segundos dudó si
cogerlo o no. Al final se decidió por atender la llamada.
—Gimnasio Kano, ¿dígame?
—Johnny, ¿eres tú? —preguntó una voz que le fue familiar.
—¿Qué tripa se te ha roto a estas horas, Steve? —manifestó con cierto enfado.
—¡Caramba, chico! ¡Parece que estás de muy mal humor!
—Perdona, pero es cierto que he tenido un mal día. Demasiado esfuerzo físico sin
estar aún repuesto del todo. Salía en este preciso momento para casa. Tengo ganas
de tumbarme.
—Lo siento, no quería molestarte. Ya te llamaré mañana, entonces.
—¿Era algo urgente? —dijo en tono comprensivo, dándose cuenta de que su amigo
no le hubiera llamado a aquellas horas si no fuera por algo importante.
—Sí. Se trata de la muerte de dos personas. Necesito tu opinión.
—¿Y qué puedo yo tener que ver con eso?
—Si vas directamente a casa, voy hacia allí y te lo cuento.
—Está bien, llegaré en media hora.
—No te preocupes por la cena. Llevaré un par de bocadillos o algo de pollo frío.
—No pensaba cenar, estoy agotado, pero si tú lo traes...
—Nos vemos, chico.
Johnny colgó el aparato y dio un profundo suspiro. Decididamente había días en los
que las cosas no salían como uno deseaba.
Aparcó el coche en el garaje y tomó el ascensor para subir al tercer piso. El aparato
hizo una parada en el entresuelo. Steve entró cargado de bolsas.
—¡Buena coincidencia! —dijo—. Me vienes como anillo al dedo. ¿Puedes cogerme
algún paquete?
—¿A cuánta gente has invitado a cenar, Steve? Si
en todos los bultos hay comida, tendré para una semana.
—También hay bebida —contestó resuelto.
—Entonces mañana tendrás resaca.
Llegaron al rellano de la escalera y Johnny buscó afanosamente su llavero. Al fin, dio con
él en un bolsillo donde no era habitual que lo guardase.
El piso olía a cerrado y cualquiera, con un simple vistazo, se habría dado cuenta de que
allí vivía un hombre solo. El desorden era total. Restos de comida sobre una mesa,
papeles por el suelo, botellas vacías junto a la cama. A pesar de su amplitud, la sala no
tenía un solo rincón vado. La cama, situada al fondo, estaba cubierta por un sinfín de
pantalones y camisas.
—¡No sé cómo puedes vivir aquí! —comentó su amigo.
—Hoy no ha venido la mujer de la limpieza.
—Eso, desde luego, salta a la vista.
De un manotazo limpió la cama y se dejó caer sobre ella.
—¡Aaaaahhh! —suspiró con placer—. Empezaba a olvidar la maravillosa posición
horizontal. Estoy roto, muchacho. Recoge como puedas la mesa y prepara tú mismo algo
de comer, yo soy incapaz.
—Está bien. Mientras te iré contando la historia. ¿Te parece?
—Espero que no sea demasiado aburrida, corres el riesgo de que me duerma.
Mientras iba recogiendo los platos y los restos, empezó a hablar.
—Hace una semana recibimos una llamada en jefatura. Alguien que no quiso dar su
nombre había encontrado el cadáver de un hombre en el Bronx. No le dimos demasiada
importancia porque tú sabes que en esa zona raro es el día que no hay un homicidio.
Pero hace dos días un comerciante de Greenwich Village, nos llamó porque había
encontrado en el patio posterior de su comercio, que tiene entrada por la calle trasera,
el cadáver de otro hombre.
—¿Y qué relación hay entre las dos muertes?
—Parece ser que no te has dormido —ironizó.
—No me he dormido, polizonte. Has conseguido interesarme.
—Pues bien. Es precisamente en la relación entre las dos muertes donde entras tú. El
forense cree que los dos hombres han muerto de la misma manera.
—¿Sí? ¿Y de qué forma?
—Tienen los dos el cuello roto, según el forense, por un fuerte golpe... tal vez de karate.
—Y ahí es donde entro yo.
—¿Cómo lo has adivinado? Ya puedes venir a tomar un bocado. El señor tiene la mesa
servida.
Johnny se incorporó con esfuerzo de la cama y fue hacia la mesa, donde tomó asiento.
—Imagino que eso será ya mañana.
—Sí. ¿Podrás estar en el depósito de cadáveres a las nueve?
—Me lo pones difícil. Primero no me dejas acostarme a !a hora que deseo y luego me
obligas a levantarme dos horas antes de lo que pensaba. ¡Ten amigos para esto!
—Deja ya de refunfuñar. Recuerda que yo también di muchas vueltas cuando te robaron
en el gimnasio; conseguí dar con el ladrón.
—¡Buen policía serías si no lo hubieses encontrado! ¡Se huía!
Los dos soltaron una tremenda carcajada.
—Estaré allí como un clavo —terminó Johnny.

***
—¿Qué tal has dormido, chaval? ¿Quieres tomar un café primero?
—¡Qué hay, polizonte! Tu bonita historia me sirvió de nana, he dormido como un lirón.
En cuanto a lo del café, de acuerdo. Será el tercero, pero lo necesito.
El sargento Steve Halloway envió a un número de la policía a la cafetería de enfrente.
Atravesaron un oscuro corredor iluminado tan sólo por un pequeño fluorescente. El olor
a los productos químicos que empleaban para conservar los cuerpos se iba haciendo más
penetrante. Llegaron al fin a una amplia sala muy fría. Cinco mesas de mármol blanco
ocupaban la mayor parte del espacio. Tan sólo dos estaban ocupadas.
—Este es el doctor MacMurray.
Un hombre vestido de oscuro les esperaba en el centro de la habitación. Luego,
dirigiéndose al médico:
—Mi amigo John Lamadrid.
Estrecharon sus manos convencionalmente.
—Ahora no tienes más remedio que examinar tos dos cadáveres. El doctor te ayudará en
lo que pidas.
—Necesito moverles la cabeza. De otro modo...
—Lo comprendo —cortó el policía—. Son todos tuyos. ¿Tal vez quieras utilizar unos
guantes?
—Lo prefiero.
Steve se volvió para hacer la petición al doctor, pero éste ya había ido hacia un mueble
blanco que contenía todo tipo de frascos y gasas. Volvió con un par de guantes
transparentes y se los alargó a Johnny.
Durante cinco minutos palpó el cuello de ambos hombres. Nadie se atrevió a pronunciar
palabra.
—Efectivamente. Un certero golpe de karate —dijo al tiempo que se quitaba los guantes
—. Ha sido un experto, puedo asegurarlo. El golpe, como tal, es maestro.
—Me satisface que estemos de acuerdo —manifestó MacMurray.
—El que ha hecho esto —prosiguió John— es un auténtico asesino, de una fuerza
portentosa, lo cual no quiere decir que sea un hombre grande. Su mano es como un
hacha.
—Gracias —expresó Steve—. Tu opinión nos sirve de mucho y nos abre una buena pista.
—¿Y eso?
—Buenos días, doctor. Nos vamos.
Empujó a su amigo hacia la salida y entró con él en un despacho al otro lado del pasillo.
El policía ya había vuelto con los cafés.
—Tómatelo caliente, Johnny. ¿Puede usted salir, por favor? —Se dirigió al policía que les
había traído el desayuno.
Cuando se marchó, el sargento explicó a su amigo:
—No quería hablar delante de nadie. Mira.
Y le extendió una tarjeta.
—«Gimnasio Samurai». ¿Qué es esto? —levantó la mirada hacia Steve.
—Estaba dentro del bolsillo de uno de los cadáveres. ¿Les conoces?
—Personalmente no, pero he oído hablar muy bien de ellos. Han ganado varios
campeonatos y parece ser gente muy preparada.
—Tendremos que ir a investigar. Tal vez sea una coincidencia, pero no se puede dejar de
lado. ¿Quieres acompañarme?
—Por mí no hay ningún inconveniente.
—Entonces, vamos.

***

Enfilaron Delancey Street, la calle principal del Bajo Este de Manhattan. El tráfico a esa
hora era fluido. Esperaron en un semáforo varios minutos.
—Algo ha pasado. No es muy normal un tapón en esta calle.
Cuando volvieron a rodar, la grúa estaba cargando un Chevrolet negro aparcado en
segunda fila.
—Ya te lo decía yo —comentó Steve.
Continuaron hasta Orchard Street y desembocaron en Canal Street, en pleno Chinatown,
en el que cerca de quince mil chinos tienen su casa.
—Hace tiempo que no venía por aquí —comentó John mirando a un lado y a otro de la
calle -. Parece que está algo más limpio que la última vez que pasé.
El Barrio Chino había sido hasta el comienzo de los años treinta un lugar con un
porcentaje importante de delincuencia. En aquella época se hizo tristemente célebre por
ser un foco de perversión donde el juego, el vicio y el opio se daban cita.
Los chinos, poco a poco, fueron absorbidos por el modo de vida americano y la zona
comenzó a crecer y a normalizarse. Pero mantenía todo el sabor de la cultura china.
Steve aparcó el coche delante de la puerta del gimnasio, en la calle Bayard, una de las
principales.
Dos vitrinas, a ambos lados de la entrada, aparecían repletas de objetos utilizados para
las artes marciales, sable de bambú llamado shinai para la lucha del kendo, tonfa, sai...
Johnny se quedó mirando atentamente los utensilios.
—Vamos a pasar.
El sargento empujó la puerta y el tintineo de unas campanillas denunció su entrada. Al
momento, un joven alto y corpulento apareció por un pasillo lateral. Sus rasgos asiáticos
eran duros y su gesto altivo.
—¿Qué desean ustedes? —preguntó en perfecto inglés.
—Queremos ver al maestro —respondió John.
—En este momento no se encuentra en casa, tendrán que venir ustedes en otro
momento. ¿Precisan alguna enseñanza?
—No exactamente —arguyó—. Queríamos tan sólo hacerle unas preguntas.
—El maestro no puede perder el tiempo hablando con desconocidos. Si no me dicen lo
que desean no podré darle su recado y no llegara a recibirles.
—Eso es cosa nuestra —replicó el sargento—. No tengo por qué ponerle al corriente de
mis deseos.
—En ese caso...
El atlético y musculoso joven avanzó unos pasos en actitud agresiva. John le salió al
encuentro y se puso delante de él.
—Tranquilo, muchacho, no tienes por qué enfadarte con mi amigo. Es un poco duro de
mollera. Volveremos cuando esté el maestro, gracias.
Cogió a Steve de un brazo y le sacó fuera del gimnasio.
—Has estado a punto de echarlo todo a rodar —le dijo cuando salieron—. Parece
mentira que seas tú el policía.
—Ese bravucón estúpido... —y apretó los dientes en un gesto de rabia.
—No pareces conocer demasiado bien la psicología de esta gente.
—Ni la conozco ni me interesa.
—Ellos tienes sus normas y sabes bien que el maestro es para ellos como un dios. Yo he
tenido que luchar mucho en mi gimnasio en contra de esa idea. Para mí una cosa es el
ritual de las artes marciales entendidas como deporte y su filosofía de la vida y otra que
esa filosofía sea la que prevalezca por encima del deporte. Pero hay que entender que
ellos lo llevan en la sangre y su única forma de vida y manifestación como personas es
mediante el judo o el karate o cualquiera de estas luchas ancestrales.
—Me parece muy bien, pero la próxima vez que vea a ese niñato de ojos rasgados le
voy a partir la cara.
—No lo diría yo con tanta convicción. No sé si te has dado cuenta de que llevaba un
cinturón negro. Eso hace pensar que debe ser un buen luchador.
—No me impresiona.
—Está bien, allá tú. Por lo menos te he advertido.
—Te llamaré cuando tenga alguna noticia interesante. Repetiremos la visita al gimnasio
mañana, ¿tienes tiempo?
—No demasiado, aunque haré un hueco. No quiero que vayas solo. Me gustas como
amigo y no quiero perderte.
—Y tú también eres un fanfarrón. No tengo grandes conocimientos de judo, pero te
aseguro que un directo a la mandíbula tumba a cualquiera, hasta a un cinturón negro. Y
no olvides que practiqué el boxeo durante muchos años.
—Está bien, está bien. No te enfades conmigo. Llámame esta noche. Hasta luego.
—¿Quieres que te deje en algún sitio? Voy a la jefatura.
—No, tengo clase en una hora, pero prefiero caminar un rato.
Cada uno marchó en una dirección. John volvió la cabeza en dirección al gimnasio. En la
puerta, con los brazos cruzados, el chino vigilaba sus movimientos.
CAPITULO II

Pasó la mayor parte del día en su gimnasio, como de costumbre. Tan sólo había parado
durante una hora para comer un bocado en el café de Marilyn, dos calles más abajo.
Se acercaban los campeonatos del mundo y tenía que preparar a sus alumnos de tal
forma que por lo menos dos ganasen una medalla. Michael llegaría a las siete para el
entrenamiento. Sin duda alguna era el mejor y el que tenía las mayores posibilidades de
derrotar a sus oponentes. Max, con veinte años, estaba también muy preparado. En los
dos tenía puestas sus esperanzas.
John había desistido de participar en los campeonatos. Aquella dolencia intestinal le
había tenido durante tres meses en el hospital y luego aquella intervención había
terminado de rematarle. Realmente no estaba en su mejor momento.
Entró en el despacho y miró la vitrina llena de trofeos. Desde los cinco años había
estado metido en el gimnasio. De eso hacía veintitrés. Su padre, un mejicano enamorado
de las artes marciales y de las mujeres, había llegado a Nueva York con la ilusión de
impartir las enseñanzas que el gran maestro japonés Jigoro Kano le había revelado. Y allí
se crió Johnny. Su madre había muerto al poco tiempo de echarle al mundo y su padre,
hacía cinco años, fue asaltado por cinco jóvenes para robarle. Cuando ya los tenía fuera
de combate, uno de ellos sacó la pistola que tenía oculta y acabó con su vida.
El timbre del teléfono le sacó de aquellos pensamientos.
—¿Quién llama?
—Johnny, he recibido una extraña llamada —dijo el sargento Halloway yendo derecho
al grano—. Hace poco más de diez minutos han llamado a la central y han dejado este
mensaje: «En el gimnasio Samurai están ocurriendo cosas extrañas. Vengan pronto, por
favor.» Era la voz de un hombre. El compañero que tomó el recado dice que la persona
que ha llamado estaba muy asustada.
—¿Qué piensas hacer? Yo tengo dentro de... —miró al reloj— diez minutos el
entrenamiento con Michael. Me es imposible dejarlo.
—Haremos lo que teníamos previsto, volveremos mañana. Tan sólo quería que
conocieses la noticia.
—Gracias, Steve. ¿Pasas a recogerme?
—De acuerdo. A las once.

***

Atravesaron la puerta y volvieron a sonar las mismas campanillas del día anterior.
Nuevamente apareció el joven chino, en la misma actitud expectante de brazos cruzados.
En esta ocasión, el sargento se dirigió a él con la placa en la mano.
—Queremos ver a tu maestro. ¿Te basta con esto para dejamos entrar?
Miró la identificación y luego el rostro del policía.
—Esperen aquí —dijo secamente.
Desapareció con el mismo sigilo con que había irrumpido en la entrada. Los dos
hombres tomaron asiento en unos sillones de mimbre.
Steve se acercó al oído de su amigo y en voz baja le comentó:
—Alguien nos está espiando.
—Desde que hemos entrado, compañero.
La mirada irritada del sargento hizo sonreír a John. Permanecieron atentos a cualquier
acontecimiento, con el oído atento. La cabeza del hombre apareció tras la columna en la
que se había intentado ocultarse. Como si jugara al escondite, miró hacia ambos lados del
corredor y luego, sacando el brazo, les hizo una seña para que se acercaran.
Los dos hombres se miraron entre sí y se comprendieron. Casi al mismo tiempo los dos
se pusieron de pie de un salto y fueron hacia dentro, pasando por delante de una bonita
mesa de caoba que debía hacer las veces de recepción. Unos metros antes de llegar hasta
el joven, éste se metió por una puerta lateral que permanecía abierta, haciéndoles gestos
para que le siguieran. Y así lo hicieron.
Atravesaron la puerta y acto seguido se encontraron con un recodo, siguieron por él y
fueron a parar a un largo y estrecho pasillo. Delante de ellos caminaba a saltitos su guía.
El silencio era sobrecogedor. Doblaron nuevamente el pasillo y unos diez metros más
lejos vieron una gran puerta abierta de par en par. En ella penetró el muchacho. Un
letrero en inglés con una flecha les indicó dónde iban: «Wardrobe. W.C.»
Sin pronunciar palabra entraron en un pequeño compartimiento.
Johnny pensó por un segundo en una trampa y alertó a su amigo.
—¿Estás preparado para cualquier eventualidad?
—Ni por un momento lo he olvidado —le respondió en voz baja.
Por fin llegaron a la cabina. Con el semblante aterrorizado, el joven les hizo un saludo
con la cabeza, al estilo oriental.
—Ustedes son policías, ¿no es así?
No era momento de pararse a dar explicaciones y el sargento respondió
afirmativamente.
—Tengo que hablar con ustedes pero en otro sitio. Aquí corro un grave peligro. Vengan
mañana a verme a esta dirección. —Y les alargó un papel que cogió Steve— Es mi casa.
Ahora tengo que irme.
Con una agilidad gatuna se escabulló por en medio de los dos y desapareció.
De pronto oyeron unos pasos que venían del lado contrario por el que se había
marchado el muchacho. Johnny puso su mano en el brazo del sargento.
—¿Dónde estarán aquí los retretes? —gritó con voz fuerte para poder ser oído por el
nuevo visitante.
—Les he estado buscando. No me parece correcto que hayan entrado sin permiso en
una casa ajena —dijo el fornido portero en tono enfadado.
—Lo siento, buscaba...
—Acompáñenme, por favor. El maestro les espera y no tiene demasiado tiempo.
Se internaron nuevamente en una complicada red de corredores y al final llegaron a una
estancia elegantemente decorada, al estilo chino. Las porcelanas, los muebles, los
tapices, todo hacía recordar aquel misterioso y lejano mundo.
Un penetrante y agradable olor se esparcía por la habitación en guedejas de humo
blanco que salían de un pequeño dragón turquesa. Steve se acercó al recipiente.
Una silueta negra se divisó a través de una preciosa cortina de bambú. La luz que
penetraba por una claraboya se centraba exactamente un paso hacia delante del
cortinaje, tras el que estaba la figura.
—Es sándalo.
El sargento y Johnny se volvieron, sobresaltados, hacia el lugar de donde surgió la voz.
Un hombre delgado, alto, de pelo negro recogido hacia atrás en la típica coleta samurai,
ataviado con un majestuoso kimono blanco, bordado en hilos de oro les miraba de forma
enigmática.
—Bien venidos a mi casa.
Y agachó la cabeza casi hasta el suelo en señal de reverencia.
—¿A qué debo el honor, señores?
Steve caminó hacia él para enseñarle la placa.
—Ya sé que son ustedes policías, aunque —miró a John—, a decir verdad usted no lo
parece. Soy Morihei Ushiba y éste, mi hijo Funakhosi, ¿en qué podemos servirles?
Nuevamente volvieron a quedar sorprendidos, porque ninguno de los dos había
reparado en esta ocasión en la presencia del nuevo personaje.
Steve Halloway se dispuso a hablar sin dar muestras de nerviosismo:
—Hace un par de días encontramos el cadáver de un hombre. En uno de sus bolsillos,
llevaba la tarjeta de este gimnasio. Este es el hombre —le tendió una foto—. En la parte
posterior puede encontrar su nombre. ¿Le conoce?
El maestro miró la foto atentamente; luego se la pasó a su hijo, que realizó la misma
operación. Cuando se la devolvió a su padre, movió negativamente la cabeza.
—Yo tampoco le he visto en mi vida. Su nombre es desconocido para mí —le devolvió el
retrato—. Nunca ha estado en mi casa este hombre.
—Ustedes enseñan aquí todo tipo de artes marciales, ¿no es así?
—Desde luego. ¿Querría usted participar con nosotros, tal vez? Le aseguro que es muy
sano para el cuerpo y para la mente —dijo con parsimonia el chino.
—No, muchas gracias. ¿Tiene algún campeón de karate entre sus alumnos?
—Varios. Tengo el orgullo de tener los alumnos más aventajados de todo Nueva York,
probablemente de Estados Unidos. Sabrá que de este gimnasio han salido cinco
campeones del mundo. Nuestras enseñanzas no sólo se remiten al conocimiento de las
artes, sino también al budismo.
—Entiendo. Bien, nada más. No quiero interrumpirle por más tiempo. De todas formas,
le voy a dejar aquí esta fotografía. Me gustaría que le preguntase a sus alumnos, tal vez
alguno le conocía y fue quien le dio su tarjeta.
—Es posible —contestó el maestro lacónicamente.
—En caso afirmativo, no dude en llamarme.
—Así lo haré, sargento. Es mi obligación.
Salieron a la calle y una bocanada de aire fresco vino a sacarles de aquel mundo irreal.
—Estaba empezando a asfixiarme. No se veía apenas y luego aquel olor...
—Este hombre no va a mover ni un solo dedo por ti, Steve.
—De eso puedes estar seguro.
Durante toda la mañana, Johnny estuvo trabajando con las barras paralelas y en el
potro. Tenía que fortalecer a toda costa los músculos del vientre.
Recibió la llamada del policía un poco antes de la hora de la comida y quedaron para
almorzar juntos. La cita con el joven chino, llamado Yunai, era a las cinco de la tarde.
Tendrían tiempo de tomar un buen café después de la comida y reposar durante un
cuarto de hora.
Cuando llegó Steve, el judoka estaba haciendo flexiones en el suelo.
—Estás sudando a chorros, muchacho. Trabajas demasiado.
—¡Qué hay, polizonte! Esto no te vendría mal para rebajar un poco la enorme barriga
que estás echando. Te vas a convertir en un barril de grasa.
—Aún puedo repartir alguna que otra bofetada. Me siento ágil y fuerte como un roble.
—¡Menos lobos, forastero! —contestó con sorna—. Cuando quieras te echo una pelea.
Claro que antes tendrás que tener preparada la ambulancia.
—Eres un gallito, chaval. Tengo diez años más que tú y la experiencia, en esto de las
peleas, es un grado. —Ya —dijo con retintín.
—¿Es que no me crees? —preguntó mosqueado. —Por supuesto que sí, polizonte. Serás
muy bueno peleando con un borracho, pero conmigo...
—Me estás provocando, Johnny.
—Nada de eso. Estoy intentado enseñarte judo. —¡Ah!, eso es otra cosa. Me gustaría
saber si eres capaz de tirarme.
—En guardia.
Johnny dejó de hacer flexiones y de un salto se colocó delante de su amigo.
—Prepárate a caer como un saco de patatas, polizonte.
Steve se quitó la gabardina y la echó a un lado. Acto seguido se puso en guardia, de
forma correcta.
—Eso está bien —aplaudió Johnny—. Pero no va a valerte de nada tu estilo.
Un grito retumbó en el gimnasio y el joven judoka se abalanzó sobre su oponente como
una flecha. Con una proyección de hombro espectacular, saltó un poco e introdujo el
codo bajo la axila de Steve, le hizo tambalearse y aprovechó el desequilibrio para,
agachándose, hacerle pasar por encima de su cabeza y lanzarle contra el suelo.
—Ya ves, polizonte. Cuestión de rapidez y fuerza física.
El sargento sacudió la cabeza varias veces, tumbado en el suelo.
—Ha estado bien, muchacho.
—¿Quieres otra demostración?
—No, gracias — dijo incorporándose lentamente.
John se acercó para ayudarle.
—Te diré que la llave que acabo de hacerte se llama morote-seoi-nage.
—Me ha encantado, de verdad —sacudió nuevamente la cabeza—. Por un momento no
supe dónde me encontraba. He dado una vuelta de campana, ¿no es así?
—Sí.
Y tras una pausa le dijo:
—¿Te has enfadado conmigo, polizonte?
Una palmada en el hombro vino a demostrarle que todo había quedado en una pequeña
rabieta.
—Tienes razón. Vas a tener que enseñarme algo de judo.
—Cuando quieras. Acompáñame mientras me ducho. Te iré poniendo al corriente de los
distintos tipos de proyecciones que hay.
Entró en una de las cabinas y dio al grifo del agua fría. Su repiqueteo acompañó la
conversación.
—Hay movimiento de cadera, de hombro que es el que te he hecho, de pierna, de
brazo y de mano. En general las proyecciones están basadas en supeditar los movimientos
al propio equilibrio para vencer. Esto es en cuanto a un combate deportivo se refiere.
Como autodefensa, lo importante es inmovilizar al enemigo y dejarle fuera de combate.
»Casi todas las llaves peligrosas de jiu-jitsu usadas por los samurais en tiempo de guerra
han sido eliminadas para transformar esta arte marcial en disciplina deportiva. La
diferencia esencial con el karate reside en que en éste se utilizan los golpes de puño y de
pie.
Johnny salió de la ducha con una toalla enrollada por la cintura.
—Y por hoy, la clase ha terminado, superpoli.
—Menos cachondeo y date prisa —dijo muy serio—. Tengo un hambre canina.

***

Salieron decididos a engullir a toda prisa algo de comida china. La conversación les
había hecho pensar en manjares exóticos.
—Iremos al Yan-Tsé-Kiang. Me conocen bastante, son rápidos, limpios y dan bien de
comer.
—No se hable más, muchacho, vamos.
Apretaron el paso y pronto llegaron al restaurante, adornado con farolillos y tapices de
escasa calidad.
Un camarero salió a su encuentro y les colocó en una mesa situada delante de la
ventana.
—Buenos días, señor. Hacía mucho tiempo que no venía por nuestro local. ¿No quedó
satisfecho la última vez?
—Si, Natemi, es que estuve comiendo de gorra durante quince días.
—¿De gorra? —preguntó el chino sin comprender nada.
—Gratis. He estado en el hospital durante ese tiempo.
—¿Algo grave?
—Nada importante. Ya estoy recuperado.
—Me alegro, señor. ¿Qué van a comer ustedes?
—Nada original. Tráenos arroz tres delicias, cerdo en salsa agridulce, ternera chop-suey y
pollo con almendras. Ah, y un poco de sopa. ¿Tú quieres también, Steve?
—Sí. Se me ha quedado el cuerpo desangelado con la caída.
Una sonrisa maliciosa cruzó por los labios de Johnny.
—Dos sopas, Natemi.
Siguieron charlando de cosas relativas a las artes marciales, tema que cautivaba al
profesor. Además de ser un gran experto en la técnica, no en vano tenía el sexto dan, era
gran conocedor de los diferentes tipos y modalidades. El kendo, el bo, el sambo, el sai o
el sumo no tenían secretos para él y en una u otra época los había practicado todos. Su
padre había sido también un enamorado y fue quien le inició.
—Recuerdo a tu padre aquel día.
Steve se refería al día que fue asaltado y muerto. El hada la ronda y fue quien atendió al
moribundo. Desde entonces nació una profunda amistad con el hijo de aquel mejicano,
Johnny.
—Siempre tuvo muchos redaños. Esos canallas no hubieran podido con él si no hubiera
sido por la pistola.
—Guardas un buen recuerdo de tu padre, ¿verdad?
—A pesar de todo, sí. Era duro y autoritario a la vez que comprensivo. Fue un gran tipo.
El camarero volvió a la mesa para ofrecerles el postre.
—Dos plátanos con miel y dos helados con nueces.
—¡Caramba, chico! —dijo Steve—, Te cuidas bien.
—El entrenamiento me abre el apetito. Y tú no deberías de hablar demasiado. Tampoco
te quedas atrás.
—Ha sido la caída. Me vació el estómago.
Johnny soltó una carcajada.
—Después una copita de sake nos pondrá a tono.
—El café lo tomaremos en otro sitio.
—De acuerdo, polizonte. Aquí no lo hacen muy bien. Lo suyo es el té.
Cuando terminaron de comer saborearon el licor al tiempo que aspiraban un enorme
puro.
—No sabía yo que los deportistas fumabais.
—Es que estoy celebrando algo.
—¿El qué?
—Haber dejado al sargento Halloway fuera de combate.
—Sinvergüenza...
Johnny esquivó el puñetazo que iba derecho a su mentón.

***

La Kawasaki 1.000 de Johnny rugía como un torpedo. Pasó tres semáforos en ámbar
hasta que por fin tuvo que parar.
—¿No podías ir un poco más despacio? —inquirió Steve.
Johnny giró la cabeza y soltó una carcajada al ver a su amigo con todo el pelo
alborotado sobre los ojos.
—Tengo un peine. Cuando lleguemos podrás acicalarte. ¿O es que tienes miedo?
—Tú me estás buscando hoy las cosquillas y me las vas a encontrar.
—No te enfades y agárrate fuerte, sargento, que nos vamos.
Un tremendo acelerón estuvo a punto de lanzar al suelo a Steve.
—¡Maldito loco! —musitó entre dientes.
Atravesaron la Quinta Avenida y se adentraron en la calle Treinta y dos. La recorrieron
hasta el final y en unos pequeños edificios de apartamentos, unidos por un patio central
rodeado por una verja, estacionaron el coche.
—¿Qué número es? —preguntó Johnny.
—El 29 B.
Miraron los sucios letreros negros que marcaban el número de cada edificio.
—Este es el 45. Debe estar dentro.
Cruzaron una especie de jardín seco y descuidado. Las basuras se apilaban en la
estrecha acera de comunicación entre las casas.
—Esto es una cloaca —dijo el policía.
El joven no hizo ningún comentario. Recordó, simplemente, los primeros años de su vida
en Nueva York. ¡Se habría dado con un canto en los dientes de haber vivido en un
edificio como aquéllos!
Llegaron al 29 B.
—Es en el tercero derecha.
—Pues adelante.
Steve tomó la cabeza de la expedición. El portal despedía un tremendo olor a pozo
negro. Una rata enorme cruzó con atónitos ojos y se introdujo en una pequeña grieta de
la pared.
—Son ratas de agua —comentó Johnny—. Se meten por sitios inverosímiles.
Las letras semiborradas aún permitían leer el piso donde se encontraban.
—Aquí es. Llama.
Johnny ejecutó la orden recibida, pero nadie acudió a abrir.
—Es extraño —comentó el policía—. Parecía muy interesado en darnos información.
—Tal vez haya cambiado de opinión.
—Puede ser. No es la primera que ocurre que se vuelven atrás.
Mientras respondía, intentó girar el pomo de la puerta que cedió con facilidad.
—Habrá ido a comprar alguna cosa o andará por aquí cerca. Ha dejado la puerta abierta.
—Steve, en este tipo de casas no hay nada que guardar. El mobiliario y las pertenencias
no suelen pasar de trescientos dólares.
—Me extraña que aquel muchacho viva en un sitio como éste.
—No veo la razón de tu extrañeza —argumentó Johnny—. De todas formas puede que
ésta no sea su casa.
El sargento entreabrió la puerta para poder observar dentro. El espectáculo era
dantesco. Los pocos muebles que contenía la habitación estaban destrozados. Ropa,
vasos y papeles estaban desperdigados por el suelo formando una maraña. Al fondo,
Steve divisó un cuerpo.
—Ven conmigo —ordenó con firmeza.
Penetraron en el cuarto saltando por encima de toda clase de objetos.
—¡Es el chico! ¡Está muerto!
El cuerpo del joven yacía junto a una mesa-camilla descoyuntada. Tenía los ojos en
blanco y la cabeza colocada en una extraña posición.
—¡El mismo golpe! —afirmó Johnny—, Tiene el cuello roto.
El policía volvió a dejar la cabeza del muchacho recostada en el suelo.
—Aquí no hay teléfono. Tengo que llamar a jefatura para que vengan a recogerle.
—Yo puedo bajar a avisar. He visto una cabina en el patio.
—Está bien, te espero, pero no tardes.

***

—Llegan en quince minutos. ¿Nos quedamos?


—Sí, yo sí. Tú, puedes marcharte.
El chirrido de la puerta les hizo cortar de golpe la conversación. El policía hizo una seña a
Johnny para que se ocultara detrás de una cortina. El a su vez, fue caminando con mucho
cuidado hasta situarse detrás de un armario, junto a la puerta de entrada. Sacó su re -
vólver y esperó.
La puerta se abrió un poco más. El leve ruido de unos tacones les alertó de la proximidad
del visitante. Steve contuvo la respiración.
La silueta traspasó el umbral y el policía aprovechó ese momento para cerrar de golpe la
puerta, sujetar del cuello a la persona que entraba y ponerle la pistola en la sien.
Pasados los primeros momentos de reacción, la joven comenzó a gritar.
Automáticamente le puso la mano en la boca para impedírselo.
Johnny salió de su escondite y contempló la escena. Una menuda mujer se encontraba
aprisionada en los potentes brazos del sargento.
—¡La vas a asfixiar! —gritó.
Steve soltó poco a poco la presión que ejercía sobre el cuello femenino y preguntó con
brusquedad:
—¿Quién es usted?
La joven, sin asustarse, respondió:
—Es usted el que tiene que decirme qué es lo que hace en casa de mi hermano.
Los dos hombres cruzaron una mirada.
—Has metido la pata, polizonte.
—Yo diría mejor «hemos».
Y dirigiéndose a la muchacha:
—Disculpe, señorita. Soy el sargento Halloway.
Le enseñó la placa al mismo tiempo que la preciosa joven, cuyo rostro llevaba patente la
mezcla de razas, oriental y occidental, dio unos pasos hacia el centro de la sala. Volvió la
cabeza hacia la izquierda y fue entonces cuando lo vio.
El grito fue estremecedor.
Al momento sus ojos se llenaron de lágrimas y se cubrió el rostro con las manos
sollozando.
Johnny, que había llegado junto a ella, la estrechó entre sus brazos para infundirle valor.
Durante unos minutos permanecieron inmóviles. Salieron de la tensión cuando un par de
policías, un fotógrafo, el forense y dos camilleros irrumpieron en la habitación. El
sargento ordenó:
—Tomen huellas dactilares por todos lados. Por favor, Montgomery —se dirigió al
fotógrafo—, quiero el entorno también.
—De acuerdo, señor.
—Johnny, vámonos.
Le hizo una seña para que se llevara con él a la joven, quien, dándose cuenta de que la
sacaban, quiso ver a su hermano.
—Le verá más tarde, ahora es mejor que salga. No es muy agradable.
Cogieron el coche y se encaminaron a la jefatura de policía.
CAPITULO III

—Les ruego que no me hagan más preguntas. Voy a volverme loca.


El sargento Halloway asintió con la cabeza.
—Está bien, señorita Ugoshi. ¿Quiere que la acompañemos a casa?
—No, gracias. No es necesario.
Johnny se levantó del sofá y fue hacia la puerta.
—Ya lo llevaré —dijo con firmeza.
Mary Ann le miró a los ojos y no hizo ningún comentario.
—¿Tiene familia aquí? —le preguntó mientras salían.
—No, sólo a mi hermano. Mis padres murieron hace tiempo.
—¿Dónde la llevo?
—Si hace el favor, me gustaría tomar una copa antes de entrar en casa.
—Desde luego. ¿Prefiere algún sitio concreto?
—No.
—Entonces aquí al lado hay un café muy acogedor.
Caminaron sin cruzar palabra. Cuando llegaron hasta una de las mesas y se sentaron,
Mary Ann comenzó a hablar:
—Era lógico que sucediera algo así. Tuve un presentimiento hace unos días, cuando mi
hermano me dijo que se cambiaba de domicilio. Al principio no me pareció nada extraño,
aunque vivía en un piso muy bonito. Pero cuando fui a su nueva casa, comprendí que algo
grave estaba sucediendo. Pensé que estaba metido en un buen lío. Su excitación nerviosa,
su miedo a ir por la calle...
»Quería dejar el gimnasio. Esa fue otra de las cosas que me hizo entender. El amaba el
karate tanto que lo había convertido en la razón de su vida. Al principio dormía y comía en
la casa de Morihei, su maestro, con otros alumnos. Pero hace cosa de un mes...
En este punto del relato, Mary Ann se calló.
—¿Qué pasó hace un mes? —preguntó intrigado Johnny.
La bella mujer le miró sobresaltada. Había estado hablando en voz alta todo el tiempo
sin darse cuenta, como un autómata.
—¿Hace un mes?
—¿Por qué te has callado? Puedo tutearte, ¿verdad?
El barman llegó hasta ellos.
—Dos gin tonic —pidió con rapidez para quitárselo de encima—. Sí. Decías que dormía
y comía en casa del maestro, con otros compañeros.
—¡Ah!, ya recuerdo. Hace cosa de un mes nos vimos un fin de semana. Fuimos a Long
Beach a ver a unos amigos de mis padres. Le encontré muy nervioso y le pregunté si le
ocurría algo. Me respondió que había tenido mala suerte, pero no me quiso decir por qué.
Luego le vi un par de veces con un hombre. Al verme llegar, se iba siempre; más tarde se
cambió de piso... En fin, ahora su muerte viene a confirmar que algo muy grave me ocultó.
Si se hubiera confiado a mí, tal vez ahora estuviese vivo.
Empezó a sollozar nuevamente.
—Mary Ann —habló con dulzura Johnny—, no puedes torturarte de esta forma. Tú no
has podido ni puedes ya hacer nada para cambiar los hechos. No te queda más remedio
que soportar la desgracia con fortaleza.
—Son palabras muy bellas...
—Johnny.
—Johnny, pero cuesta mucho trabajo.
—Lo comprendo perfectamente. Yo también he perdido a seres queridos.
—Pero no en estas circunstancias, ¿me equivoco?
—Parecidas. Sé que es más difícil.
Le cogió una mano entre las suyas.
—¿Quieres regresar a casa?
—Sí, ya estoy dispuesta.
—Te dejaré mi número de teléfono y mi dirección. Llámame en el momento que me
necesites, no importa a qué hora.
Johnny le tendió una tarjeta con su dirección particular y otra con la del gimnasio. Mary
Ann las miró detenidamente y le preguntó con ojos de asombro:
—¿Tú también estás en un gimnasio?
—Sí, con una pequeña diferencia: el gimnasio es mío y yo soy el maestro.
Con una mirada indefinida y cierto atisbo de terror,
Mary Ann pronunció enigmáticamente estas palabras:
—Dio la vida por el karate y pagó con ella por él.
Johnny sintió que un escalofrío recorría su cuerpo cuando pensó que Mary Ann, sin
saberlo, había apuntado hacia la forma de morir de su hermano.
Halloway terminó el bocadillo y se limpió los restos de grasa en el pantalón. Con la boca
llena se dirigió a la mesa contigua, donde su subalterno hacía un crucigrama.
—Carmichel, ¿cuántas veces te tengo que decir que dejes de hacer crucigramas en mi
presencia?
Un resto de comida salió disparado de los labios del sargento y fue a parar sobre el
número dos de las verticales.
El policía cerró el cuadernillo y lo guardó en el cajón.
—Voy a salir. Anota todas las llamadas que se reciban y encárgate de llamar a archivos
para ver si han hecho algo de las huellas dactilares encontradas en la covacha del chino.
—Sí, señor, a la orden.
—¡Déjate de estupideces y ponte a trabajar!
Cogió la chaqueta que tenía tirada sobre una silla y se a echó sobre los hombros. Luego,
con paso cansino, comenzó a subir las escaleras.

***

El antro olía a marihuana por los cuatro costados, mezclado con un cierto tufillo a
pies. Era el sitio más inmundo en el que jamás había entrado. Y Halloway había entrado
en muchos sitios inmundos. Una orquestina de viejas desdentadas, con enormes
escotes que dejaban ver su arrugada piel, soplaban en unas trompetas descoloridas. El
ruido era infernal.
Echó un vistazo a su alrededor y sólo vio punkies y pasotas, «detritus humanos»,
como él los llamaba.
En la barra, una chica preciosa, que permanecía de pie, meneaba el culo llevando el
ritmo del baile. Le observaba con tranquilidad aunque con un brillo de ansiedad en sus
ojos. Hacía gala de figura alta y miraba a todo el mundo que se acercaba a ella por
encima del hombro. Halloway se dirigió a la barra.
—¿Qué tomas, guapa?
—No bebo con los policías.
El sargento la cogió del brazo y se lo apretó con fuerza.
—Está bien, nena, como quieras, pero compórtate con respeto. Puede costarte caro
si me tratas mal. Recuerda que tengo fotos tuyas en una situación digamos... un tanto
comprometida. Vamos, zorra, habla.
La indignación apareció en el rostro de la muchacha que supo aguantarla, sabía que
estaba atraída y sólo podía hacer méritos. Era cierto: la chulería podía costarle muy
caro.
—He oído que llega un importante cargamento de opio.
—Eso está bien, así me gusta. ¿Y qué más?
—Por el momento no sé nada más. Tan sólo que está a punto de llegar.
—Es poca cosa.
—No es culpa mía —respondió con cierta altanería.
—Si te enteras de algo más, vuelve a llamarme. Si te portas bien, un día de estos te
devolveré las fotos.
El sargento llamó al camarero.
—Chico, ponle dos whiskys dobles a la señorita. Bebe mucho pero en solitario.
Se dio media vuelta y salió del local. Sus pulmones agradecieron el aire fresco que venía
del río.

***

Había terminado el entrenamiento con Michael y se disponía a salir del gimnasio. En ese
momento sonó el teléfono.
—¡Vaya! Siempre esperan a última hora —masculló.
A regañadientes, cogió el aparato y preguntó quién llamaba. Una voz seca y con marcado
acento extranjero respondió:
—Le sugiero, señor Lamadrid, que deje de olisquear por las esquinas y abandone las
malas compañías. Si sigue metiendo las narices donde no debe corre el riesgo de que se
las rompan.
No tuvo tiempo de responder. Su interlocutor había colgado con rapidez.
Se quedó pensativo un buen rato. Al parecer había alguien que estaba al corriente de su
aportación al caso de los hombres muertos y sobre todo, del último. Eso demostraba que
no andaba muy descaminado. Pensó llamar a Halloway para contarle la conversación
pero recapacitó y prefirió dejar la llamada para el día siguiente. A veces el sargento se
ponía un poco pesado y él quería irse lo más pronto posible a la cama.

***

Era un luminoso viernes del mes de abril. Había dormido como un lirón y se sentía en
plena forma y pletórico de facultades.
Se desperezó varias veces y fue hasta el cuarto de baño para tomar una ducha.
Recordó que tenía que llamar a Halloway para ponerle al corriente de la llamada que
tuvo la noche anterior.
Se preparó con rapidez unos huevos revueltos con bacon y puso la cafetera en el fuego.
Dejó sobre la cocina un plato y volvió al cuarto de baño.
La ducha le había despejado las ideas y le había despertado el apetito. Engulló con
interés los huevos y se tomó un enorme tazón de café con leche. Por un momento
recordó aquellos pantagruélicos desayunos que tomaba con su padre cuando era
pequeño.
Todavía con el albornoz puesto, fue hacia el salón para efectuar la llamada. Sonó el
timbre de la puerta.
Se atusó el pelo y apretó más el cinturón del albornoz para que no se le abriera en el
momento más inoportuno.
El conserje le alargó una carta.
—Buenos días, Johnny. Siento haberte sacado de la ducha.
—No, estaba desayunando. ¿Es para mí?
—Sí. Ha venido a traerla un muchacho hace cinco minutos.
—¿Un muchacho?
—Exacto. No tendría más de doce años.
—Está bien, Ronald, muchas gracias.
Regresó al salón y se sentó en uno de los sillones, junto al teléfono. Desgarró el sobre y
se dispuso a leer.

«Deje de meter las narices en el asunto Yunai.


Puede costarle caro.»
—¡Caramba! Todo el mundo la ha cogido con mis narices —pensó.
Estaba claro que alguien intentaba eliminarle porque, junto con Halloway, se había
puesto en la buena vía.
Cogió el auricular y marcó el número de la policía.
—Con el sargento Halloway, por favor —dijo en recepción.
Poco tiempo después la tosca voz del sargento sonaba al otro lado.
—¿Quién es?
—Soy Johnny. Quiero hablar contigo. Anoche tuve una llamadita de teléfono muy
interesante y ahora mismo acabo de recibir una misiva muy parecida.
—¿De quién?
—Eso es lo que me gustaría saber. Y a ti. Si supiera eso sabríamos quién mató a Yunai y
por qué.
—¿Puedes pasarte por jefatura? Estoy bastante ocupado esta mañana.
—¿Sobre qué hora?
—¿Te viene bien a las doce? Podemos tomar juntos un bocado.
—Allí estaré.
Se vistió a toda prisa y salió para el gimnasio. Quería pasarse antes de ir a la cita con
Steve.
Hellen, la secretaria estaba en su puesto, como de costumbre. Era una joven muy
trabajadora y responsable.
—Buenos días, ¿ha habido algún recado para mí?
—No, tan sólo ha llamado Michael. Hoy no vendrá hasta las ocho. Tiene una competición
en el instituto.
—Está bien. ¿Algo más?
—Nada. La mañana es tranquila.
—¿Han venido los del tumo de once?
—Sí, Max está con ellos.
—Me ocuparé un momento de darles instrucciones. ¿Te parece apropiado el nuevo
monitor?
—Sí, es un buen luchador. Además creo que está dentro del mismo estilo que tú.
—Eres una chica sagaz. Por eso le contraté. Voy a ver.
Se quitó los zapatos y los dejó en la entrada de los vestuarios. Era una costumbre que
tenían. Una vez que entraban en el recinto de las clases, nadie podía ir calzado.
Sobre el tatami estaban Max y el nuevo monitor,
Ted Gilford. Permaneció durante unos minutos observando el desarrollo de la lucha.
—Perfecto —gritó Johnny—. El blocaje ha sido perfecto, Max. Estás aprendiendo
mucho últimamente.
Efectivamente, Max había bloqueado con tremenda habilidad un peligroso Yoko-tobi-
geri de Ted.
Ambos luchadores se saludaron sobre el tatami y dieron por terminada la pelea.
—Perdonad si interrumpo durante unos momentos la clase. Quiero dar algunas
instrucciones a Ted. No podré estar con vosotros esta mañana. Espero que todo vaya
bien, ¿no es así?
Max y los otros alumnos asintieron.
—En ese caso, Ted, por favor, ¿puedes venir un momento?
Cuando llegó hasta él, Johnny observó que era algo más alto de lo que creía. Hasta ese
momento no se había fijado en ese detalle. Tal vez el hakama, o traje de judo, le hiciera
parecer más bajo.
—¿Qué estabais haciendo?
—Golpes de pie y su blocaje.
—Está bien. Pero deberíais preparar un Jyu-Kumité. Dentro de poco empezarán las
competiciones arbitradas y sabes que es imprescindible. Tienes que atarles en corto,
sobre todo a Max, respecto al control absoluto de sus acciones. No quiero que se rocen ni
tan siquiera la ropa con los golpes, vigila esto que te digo. Mis muchachos no hacen full-
contact, hacen karate y sus distintas modalidades.
—Está bien, maestro. Así lo haré.
—Llevas un par de semanas con nosotros y estoy contento contigo, Ted. Creo que has
sido todo un hallazgo.
—Para mí representa lo mismo, puedo asegurárselo. Nunca pensé que llegaría a trabajar
junto al campeón del mundo.
Johnny le dio una palmada en el hombro y salió hacia la jefatura de policía como una
flecha.
Se vio con Halloway y mientras tomaban unos perros calientes con cerveza le contó todo
lo relacionado con las amenazas que había recibido.
El sargento estuvo escuchando atentamente a su amigo, pero éste quiso observar cierta
reserva en él.
—Y eso es todo.
—Lo que viene a confirmar, como tú dices, que estamos en la buena vía. Y esa vía puede
llamarse Gimnasio Samurai, ¿no crees?
—Eso es lo que pienso, pero ¿tienes alguna idea del por qué de estas muertes?
—Todavía no estoy muy seguro.
—Comprendo, no quieres hablar más de la cuenta.
—Así es. Me estoy moviendo últimamente y he tenido una serie de contactos que han
abierto un poco de luz en mi oscuro cerebro. Quiero asegurarme de que mis sospechas
son fundadas.
—Y no vas a decirme nada hasta que estés seguro.
—Eso mismo.
—Entonces la conversación se queda aquí. Tenemos un tiempo muerto en el que, cada
uno por su lado, puede hacer averiguaciones.
—Tú no te metas en esto, Johnny. Contigo no va nada.
—Ya es tarde para darme ese consejo.
—¿No me creerás a mí responsable?
—Nada de eso, pero a estas alturas estoy metido hasta el cuello en este asunto.
Además, mi amistad con Mary Ann me obliga a tomarme el mínimo interés por la
muerte de su hermano.
—Eso es asunto de la policía.
—Fuiste tú quien me pidió ayuda, Steve. No lo olvides.
—Es cierto. Espero que no me obligues a arrepentirme.
—No haré nada que esté fuera de la ley.
—Entonces quédate en casa.
—¿Esperando qué?
—Esperando a que yo te diga cómo van las cosas.
—No es mi estilo y lo sabes. Todo este asunto se ha complicado demasiado y estoy tan
metido en él como tú.
—Yo soy policía.
—Peor para ti.
Sacó diez dólares del bolsillo y los dejó caer sobre la cuenta. Y sin decir nada más, se
levantó y fue hacia la salida.

***

Estaba untando un poco de mayonesa al pan cuando sonó el teléfono.


—¿Dígame?
—¡Hola, buenas tardes! ¿Te interrumpo?
Johnny reconoció al instante la cálida voz de Mary Ann.
—En absoluto.
Y preocupado porque pudiera ocurrirle algo prosiguió:
—¿Algún problema?
—No, ninguno. Simplemente quería hablar contigo. He tenido un día infernal en el
trabajo, he vuelto a casa y de pronto me he encontrado muy sola. Tenía necesidad de
escuchar una voz amiga.
—Has hecho muy bien... Mary Ann.
Estuvo a punto de decir cariño.
—¿Quieres un poco de pollo frío y sandwich vegetal? No puedo ofrecerte otra cosa de
comer. En cuanto a bebida no hay problema.
—Gracias, Johnny. Hoy prefiero quedarme en casa, te lo agradezco, ¿no te enfadas?
—Claro que no —contestó algo decepcionado.
—¿Quieres que lo dejemos para mañana?
Un nuevo rayo de ilusión apareció en el rostro del joven.
—¡Por supuesto!, pero en este caso te llevaré a cenar al mejor restaurante de la ciudad.
—No es necesario. ¿Te gusta la comida china?
—Desde luego.
Johnny no estaba dispuesto a presentar cara a ninguna de las opciones que ofrecía Mary
Ann y aceptó comer comida china, de la que abusaba frecuentemente.
—Entonces déjame que sea yo quien te invite a cenar. Te estoy muy agradecida.
—¿Agradecida? ¿Por qué?
—Te has portado muy bien conmigo, sin tan siquiera conocerme.
—Me creí en la obligación. Cualquiera en mi caso hubiera hecho lo mismo.
—Lo sé, pero fuiste tú y no otro.
Pronunció las palabras de un modo suave y melancólico.
—De acuerdo. No soy capaz de oponerme a ninguno de tus deseos. Pasaré a recogerte a
las ocho.
—47, calle Roosevelt, piso noveno, puerta D.
—Hasta mañana.
Siguió untando mayonesa al pan. Notó algo frío en la mano. Sin darse cuenta, se había
embadurnado hasta el puño. El pan estaba intacto.
***

Verdaderamente sentía deseos de volver a ver a Mary Ann. Si no la había llamado antes
había sido por respetar su soledad. Cuando alguien ha sufrido un revés tan grande como
el que ella acababa de pasar, es mejor dejar que tome la iniciativa.
Aquella delicada y frágil mujer le gustaba demasiado. Había tenido varias novias en su
vida y un número incontable de amigas con las que la relación no llegó a cuajar. Pero
había algo diferente en Mary Ann. Todavía no podía definirlo.
Adelantó el entrenamiento de Michael un par de horas y le prometió que al día siguiente
tendría doble ración.
Volvió pronto a casa, para cambiarse de ropa y conectar el con testador. Quería saber si
sus desconocidos enemigos le seguían dejando mensajes. No había olvidado, en absoluto,
las amenazas recibidas.
Llegó a las ocho menos un minuto a los lujosos apartamentos donde residía la joven. La
cara opuesta de la moneda con la vivienda de su hermano.
Subió hasta el noveno piso y llamó a la puerta. Tardaron un cierto tiempo en abrir.
Ante sus ojos apareció Mary Ann como recién salida de un cuento de hadas.
Llevaba el pelo negro maravillosamente ondulado y en forma de atractiva melena que
caía sobre sus hombros descubiertos. Un diminuto vestido negro de satén se ceñía a su
preciosa figura como un guante. No pudo saber si estaba maquillada. La tersura de su piel
y tal vez su hábil mano se lo impedían.
—¿Quieres entrar? —le dijo al ver que no pasaba del umbral.
Johnny, aún emocionado, cruzó lentamente sin dejar de mirarla. Los labios rojos le
dedicaron la más dulce de sus sonrisas.
—Me he arreglado un poco —se justificó—. Tenía muy mala cara. He pasado una mala
noche y en el estudio me han tenido trabajando muchas horas.
—¡Estás preciosa! —acertó a decir Johnny.
Mary Ann hizo un leve gesto de aceptación con la cabeza.
—¿Quieres tomar algo?
—Un whisky doble. Necesito volver a la realidad. Mary Ann lanzó una carcajada.
—Decías que has tenido mucho trabajo. Todavía no sé cómo te ganas la vida.
—Soy modelo.
—Lógico.
Mary Ann rió nuevamente.
Los cubitos de hielo tintinearon en el vaso al caer.
—¿Dos o tres?
—Con dos es suficiente, gracias.
La joven le acercó el vaso con una generosa cantidad de whisky.-
—¿Está así bien? —preguntó.
—Perfecto.
—Estás preciosa. Bueno..., en fin... eres preciosa... ¡Caramba! no sé por qué hablo de
esta manera. Parezco tartamudo.
La bella mujer le sonrió y acercándose a él le dio un beso en la mejilla.
Johnny reaccionó al momento y la atrajo hacia sí.
—Me alegra mucho que te hayas arreglado y que, en cierto modo, estés alegre.
—Lo sé. Lo he hecho por ti.
Johnny aproximó sus labios a los de la joven y depositó un pequeño beso. Ella se apartó
del abrazo con elegancia.
—He reservado mesa en el Río de la Plata, ¿has comido allí alguna vez?
—No, nunca.
Con voz nostálgica dijo:
—Solía ir allí con mi hermano. A los dos nos gustaba muchísimo. Es un sitio muy
agradable y la comida es de la más exquisita de Nueva York.
—Estoy seguro de que me gustará.
—¿Te sientes con fuerzas para volver allí, tan pronto?
Mary Ann reflexionó la respuesta.
—Ese sitio me gusta mucho. Antes o después iba a volver. Prefiero que sea cuanto antes
y contigo.
Bebió de un trago el resto de whisky que le quedaba.
—Cuando quieras nos vamos, cariño.
Esta vez no dudó en emplear la palabra.
—Cogeré la chaqueta. Estoy lista desde hace una hora.

***

Efectivamente el restaurante era precioso. Todo allí parecía real y genuino, en


contraposición con la mayoría de las casas de comida chinas, donde los objetos y
decoración utilizados eran pegotes hechos a la vuelta de la esquina.
El maître reconoció en seguida a Mary Ann.
—Siento mucho lo de su hermano, señorita. Lo leí en los periódicos. ¡Era tan buen chico!
Mary Ann no respondió y se limitó a sentarse en la silla que le ofrecían, pero lanzó una
mirada de agradecimiento al camarero.
—¿Lo de siempre? —preguntó éste.
—Sí. Espero que le guste a mi amigo.
A Johnny le intrigó esta conversación.
—¿Has encargado también los platos?
—Sí. Aquí hacen una especialidad china poco conocida, pero deliciosa. Es una sorpresa.
Al poco rato aparecieron dos camareros transportando una gran sopera flameante.
—Ya está aquí —anunció la joven.
Sobre una fuente de arroz muy tostado, echaron gran cantidad de mariscos y pescados.
Luego, vertieron el líquido sobre la comida.
—Es una sopa exquisita.
Unos clientes entraron en el comedor. Mary Ann levantó la cabeza y miró hacia allí en un
acto reflejo. Su rostro cambió la expresión. Johnny se dio cuenta del cambio.
—¿Te ocurre algo?
—No es nada.
Pero sabía que estaba mintiendo.
A partir de ese momento, la cena se convirtió en algo convencional. Mary Ann no volvió
a sonreír.
—Creo que hace un rato me has mentido, Mary Ann.
—¿Por qué? —preguntó haciéndose la ingenua.
—Cambió la expresión de tu rostro y tus ojos denotaron temor. Me dijiste que no pasaba
nada, pero tu actitud ha cambiado y además no haces más que mirar en aquella
dirección —hizo un gesto hacia la mesa donde se habían sentado los nuevos comensales
—. ¿Qué te ocurre? ¿No tienes confianza en mí? ¿No quieres decírmelo? Si es así, sólo te
pido que no me contestes que no ocurre nada, porque no soy tonto.
La muchacha se quedó pensativa.
—Lo siento, Johnny, no he querido herirte. Tienes razón. Pasa algo.
—¿Puedo saber qué es?
—Sí. Hace un rato entraron dos personas a cenar. Una de ellas es el hombre que había
estado con mi hermano por lo menos en dos ocasiones. Siempre me pareció que evitaba
que yo le viera y también mi hermano contestó con evasivas cada vez que le pregunté.
Johnny volvió discretamente la cabeza.
—¿Cuál de los dos es?
—El más corpulento.
—Es chino.
—Sí. Esto no me gusta nada, Johnny.
—Tranquilízate, no ocurre nada.
Pero por dentro se dijo: —«No ocurre nada... por el momento.»
CAPITULO IV

Estaban terminando la cena. Johnny no sabía cómo decirle a la joven que iba a seguir al
chino.
—Tengo que darme prisa. En aquella mesa están terminando —explicó.
—No veo la relación.
—Tienes que disculparme, Mary Ann, pero quiero saber a dónde va ese hombre.
—¿Qué dices? ¿Estás loco?
—Por favor, termina de prisa para estar preparados.
—Pero eso es una locura, Johnny. Además, no sabes si ese hombre tiene algo que
ocultar o no.
—Precisamente por eso. Quiero saberlo.
—Lo más probable es que a estas horas vaya a su casa, con su mujer o con su madre y se
acueste para volver al trabajo mañana por la mañana, como todo el mundo.
—¿Te importa que lo compruebe?
—¡Claro que me importa!
—En ese caso siento darte un disgusto, porque lo voy a hacer de todas formas.
Mary Ann aceptó la derrota. Le miró a los ojos con amor y le dijo:
—Ten cuidado, por favor. No podría soportar que a ti también te ocurriera algo.
—Te puedo asegurar que yo también estoy interesado en que no me pasa nada. De
todas formas, gracias por preocuparte por mí.
Y le mandó un beso con la punta de los dedos.
El chino y su acompañante se pusieron en pie. Johnny se levantó con la joven y fuera
hacia la puerta. Pasaron antes que ellos.
Había dejado el coche junto a la puerta. Se despidió de Mary Ann, después de haberle
pedido un taxi al camarero y aguardó a que salieran los dos individuos.
Puso el motor en marcha y colocó el coche en posición de salida oculto en el callejón
contiguo al restaurante. Aunque no veía bien la puerta del restaurante, las siluetas se
reflejaban sobre la acera gracias a una farola situada allí mismo.
Al poco rato salieron los dos hombres. Por un momento sólo vio las sombras pero
después acertó a ver las dos figuras que cruzaban la calle y entraban en un coche oscuro.
El ruido del motor llegó hasta él. Les dejó unos segundos de ventaja y acto seguido se
dispuso a seguirles.
Llevaban ya más de diez minutos de viaje, cuando Johnny divisó el perfil de los barcos
del puerto.
Enfilaron la calle 44, en el lado Oeste, y fueron a dar a uno de los muelles donde
atracan las compañías navieras. El coche oscuro giró a la derecha y desapareció.
Johnny tuvo miedo de haberles perdido la pista, aceleró un poco más y pronto llegó al
muelle. A unos cincuenta metros escasos estaba parado el coche.
Echó un vistazo a su alrededor. No había un alma en la calle y el silencio era absoluto.
Tan sólo la sirena de un buque lloraba lentamente en la noche.
Decidió aparcar a la izquierda, justo en la puerta de un local que era utilizado para
escombros y material de desecho.
Bajó del coche y tuvo cuidado en golpear demasiado fuerte la puerta, al cerrarla, para
no hacer ruido.
Sigilosamente, se acercó hasta el auto. Estaba situado frente a un almacén frigorífico de
carne vacuna. Giró el pestillo y comprobó que daba la vuelta. Presionó un poco más y se
encontró con la puerta abierta. Puso toda su atención en escuchar el menor murmullo.
Nada. Aquello daba la impresión de estar desierto.
La tenue luz de varias bombillas de seguridad alumbraba escasamente la inmensa nave
pero permitía, cuando menos, moverse en su interior.
Cientos de reses muertas permanecían inmóviles colgadas del techo con el pescuezo
atravesado por enormes garfios. El espectáculo era dantesco.
Cierto temor, a la vista de aquella escena, le recorrió el cuerpo.
Al fondo del local una máquina trituradora, con empaquetadora incorporada, se
levantaba arrogante. A los lados, multitud de cajas de cartón se apilaban.
Johnny no reparó en la presencia de su enemigo hasta que sintió el ruido del nunchaku
tras él. Los dos pedazos de madera silbaban terriblemente.
Se defendió como pudo del primer ataque que le había cogido desprevenido. Sin ver
con nitidez el rostro del atacante, bloqueó un poderoso golpe dirigido a la cabeza que le
destrozó el antebrazo.
Tomó una cierta distancia y se dispuso a atacar mediante el kung-fu. Con una llave de
brazo volvió a sujetar el terrible palo e hincando la rodilla en tierra asestó un potente
golpe en los testículos de su rival quien, dolorido, reculó cuatro pasos y cayó al suelo.
Johnny esperó a que se pusiera en pie y, con la postura del dragón, la mano derecha
totalmente recta sobre la cabeza y la izquierda a la altura del bajo vientre, volvió a
golpear alternativamente en los testículos y en el puente de la nariz. Los golpes fueron
mortíferos.
Pensó que le había puesto fuera de combate cuando un nuevo contrincante surgió ante
él, detrás de una de las reses muertas. Con una agilísima vuelta sobre sí mismo asestó un
tremendo puntapié sobre la mandíbula del chino. A velocidad vertiginosa comenzó a
mover las manos a un lado y a otro del rostro asustado, hasta que golpeó con fuerza, por
dos veces consecutivas, sobre su cabeza.
De pronto, desde el fondo de la nave vió venir a una especie de kamikace, con el rostro
desencajado que blandía un enorme sable.
Recordó las instrucciones de su padre, que hacía tiempo no practicaba, sobre el kendo.
En fracciones de segundo hizo pasar por su mente todas las técnicas que él le había
enseñado. El grito ronco que acompaña a todas las acciones llevadas a cabo mediante el
kendo, que no son sino la expresión de la energía destinada a perturbar el equilibrio
mental del adversario, inundó el recinto.
Johnny aspiró profundamente y esperó con tranquilidad el ataque. De costado vigilaba
al que recibió la patada en la cara que empezaba a recuperarse.
Concentró todas sus fuerzas en las manos y con un increíble salto superó al fanático
que empuñaba el enorme sable. Con una rapidez tremenda, saltó nuevamente sobre la
espalda de su oponente y le golpeó la cabeza con un tobi-tetsuiuchi impresionante. Al
instante y como fulminado por un rayo, el hombre se desplomó.
Mientras, uno de los chinos, completamente recuperado, recogió el nunchaku que
había perdido su compañero, aún tendido en el suelo.
Intentó golpear repetidas veces al gran karateka, sin conseguirlo. Por el contrario, y
esta vez fue la definitiva, Johnny le atacó con el revés de la pierna, un uramawashi-geri en
el rostro y a continuación, y sin darle tiempo a recuperar la respiración, un tremendo
golpe de puño en el pecho, yoko-geri.
Miró a su alrededor. Nadie más venía a atacarle.
Recogió del suelo un peine que se le había caído durante la lucha del bolsillo de la
camisa y, en último acto de hombría, se peinó la encrespada melena mientras brindaba
una mirada de desprecio a los tres hombres derrotados sobre el suelo.
Tranquilamente, más satisfecho que cuando había entrado, regresó al coche.
Ni tan siquiera le preocupó si le seguían.

***

—¿Quién es? —respondió Halloway.


—Despiértate, voy para allá.
Sin estar todavía seguro de quién había hablado, encendió la luz de la mesilla.
—¡Las tres de la mañana! Si es Johnny, le mataré. ¿Pero qué horas de visita son éstas?
Se levantó de la cama a trompicones y se enfundó la bata.
—Voy a preparar un poco de café —dijo entre dientes—, ¡Me va a oír ese sinvergüenza!
No había terminado de refunfuñar, cuando sonó el timbre de la puerta.
—¿Eres tú, bribón? —gritó antes de abrir la puerta.
—El mismo —contestó Johnny riendo.
—¡Te parecerá gracioso venir a despertarme a estas horas de la noche! ¿Qué tripa se te
ha roto?
—¡Chico, cada día estás más listo! ¿Cómo lo has adivinado?
—¿Adivinado? ¿El qué? Oye, mira, no me vengas con acertijos a estas horas de la noche.
Y espero que sea por un motivo importante, de lo contrario...
—Han estado a punto de romperme la crisma —cortó Johnny.
Steve le miró preocupado.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Dónde estabas?
—En un almacén de carne, en el puerto.
—¿Y se puede saber qué hacías allí a estas horas?
¡No me digas que te habías quedado sin almuerzo y decidiste ir a comprar la carne
tempranito!
—¡Déjate de bromas, Steve!
—¡Esto si que tiene gracia. Vamos a ver, jovencito. ¿Te importaría contarme
exactamente lo que ha pasado? Esto parece un acertijo.
En pocas palabras, Johnny le puso al corriente de los hechos.
—Ya te dije que no te metieras en esto.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? —respondió enfadado—. Vengo a darte una
información que, al margen del ataque sufrido, puede serte valiosa... y es así cómo me
lo agradeces. ¡Eres un amigo de mierda! ¡Polizonte, eso es lo que eres! ¡Un polizonte!
Se encaminó a la puerta hecho una furia. Steve comprendió cuándo uno debe dar
marcha atrás y disculparse.
—Muchacho, ven aquí. Perdona, no quería ofenderte. ¡Pues claro que es muy
interesante lo que me dices!
—¡Vaya, hombre! —dijo volviendo la cabeza—. ¡Por fin reaccionas!
—Anda, ven aquí, Johnny. Estaba preparando un poco de café, te vendrá bien. Ponte
mientras tanto una copa.
—Esto es lo primero que tenías que haber dicho.
—Lo sé. Ya te he pedido disculpas.
—Está bien. Olvídalo.
Volvió de la cocina con la cafetera y dos tazas. Mientras servía el café dijo:
—Habrá que volver a ese almacén para hechar un vistazo, pero es mejor dejar unos días.
Si hay algo allí que ocultar...
—Yo creo que es mejor volver lo antes posible. Si tienen sigo que ocultar, como tú dices,
en ese tiempo pueden hacerlo desaparecer de allí.
—Mañana mismo me enteraré de quién es el propietario de ese almacén. Y no creas que
es tan fácil obtener una orden de registro por las buenas. No habrá más remedio que ir a
echar un vistazo y buscar alguna excusa para que nos den el permiso. Tal vez por el lado
de sanidad podamos hacer algo.
—Está bien. Eso es cosa tuya.
El muchacho dio un buen sorbo al café.
—Esto me reconforta. Tenía el estómago hecho cisco. Un golpe de nunchaku en la
barriga no es lo mejor para una buena digestión.
—Quédate a dormir aquí.
—Gracias, Steve, prefiero ir a casa. Tal vez tenga algún mensaje. Dejé marcharse sola a
Mary Ann desde el restaurante. La pedí que me llamase cuando estuviera en su casa.
—Está bien, como quieras.
Terminaron el café y se despidieron como buenos amigos.

***
—Mary Ann, no te agites tanto. Voy a sacar el carrete movido.
El fotógrafo intentaba captar los deliciosos gestos de la joven, pero ésta cambiaba
rápidamente de postura y no le daba tiempo.
—Estoy agotada, Robert, no puedo más.
—Vamos contra reloj, nena. Tengo que entregar el reportaje revelado esta tarde a las
siete.
—Pero necesito descansar. Dame tan sólo un cuarto de hora.
—Está bien. Louis, apaga los focos, descansamos media hora.
Luego, dirigiéndose a la chica:
—No quiero que pienses que soy un monstruo.
—Ya lo sé, Robert, vamos mal de tiempo, no te preocupes. Un café y un par de
bocadillos me pondrán nuevamente a tono.
Robert le dio un beso en la mejilla.
—Eres maravillosa, Mary Ann. Es una pena que no me quieras.
Encargó al botones unos bocadillos, café y cerveza.
Mary Ann, recostada en un confortable y anatómico sillón blanco, comía con avidez los
alimentos plastificados. El color volvió a su rostro y con el primer trago de cerveza se
empezó a sentir mejor.
El teléfono repiqueteó en el estudio. Louis gritó:
—Es para ti, Mary Ann.
Se levantó con desgana de su asiento y fue hasta la mesa, dejándose caer en una silla de
lona.
—¿Quién es?
—¿Ya no te acuerdas de mí?
—¡Hola, Johnny! —dijo eufórica—. Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a
Mahoma, ¿no es así?
—Así es. Y con sumo gusto. ¿Cómo te encuentras?
—Algo cansada. Precisamente ahora estaba en un momento de descanso. Tengo un mal
día hoy.
—Por lo que veo no puedes venir a comer conmigo.
—Imposible. Estoy tomando ahora mismo un pequeño almuerzo para poder resistir la
sesión. Lo siento.
—No hay ningún problema, otro día será.
Mary Ann notó la decepción en la voz del joven. Y la verdad es que tenia deseos de estar
con él.
—Johnny, terminaré aquí sobre las siete. Luego iré a casa para darme una ducha y
cambiarme de ropa. ¿Quieres que nos veamos más tarde?
—Estarás demasiado fatigada a esas horas.
—Eso lo tengo que decidir yo. Bueno, ¿quieres verme o no?
—Cariño...
Dejó sin terminar la frase. Había cosas que no se podían decir por teléfono.
—Puedo pasar por el gimnasio. ¿A qué hora terminas tú?
—Alrededor de las diez, más o menos.
—Entonces, arreglado, a esa hora paso a recogerte y podemos cenar juntos.
—Muy bien. Hasta luego, entonces.
Colgó el aparato y se sintió satisfecho. Estaba seguro de que también le gustaba a ella.
Mary Ann volvió al sillón y terminó de comerse el bocadillo.
—Has consumido casi diez minutos del descanso en la llamada. ¿Un amante? —preguntó
algo molesto Robert.
—No tengo amantes. Sólo amigos.
La respuesta había sido lo suficientemente cortante como para no continuar la
conversación por ese lado. Así lo entendió el joven.
—Estaré dispuesta a la hora prevista, no te preocupes —siguió Mary Ann—. Y te aseguro
que tendrás unas fotos estupendas.
CAPITULO V

Michael entrenaba sin desmayo pensando en el próximo campeonato. La primera fase


empezaba en tres semanas y normalmente a partir de esa fecha solía rendir menos en
los entrenamientos, ya que la tensión nerviosa y la fuerza que desplegaba en cada
competición le dejaban exhausto por un par de días.
Johnny estaba muy satisfecho de los progresos de su alumno.
—¿Sabes que este año se presentan cinco hombres del gimnasio Samurai? —preguntó a
su maestro.
—Creí que eran sólo cuatro —respondió Michael.
—Ayer me enteré de que Funakhosi ha entrado en la competición —le informó el
profesor.
—¿El hijo del maestro?
—Exactamente.
Johnny recordó al corpulento joven en la oscuridad del despacho y detrás de la silueta de
su padre, a modo de protección. La escena le llevó a pensar en Yunai.
Apartó estos pensamientos de su mente, para no entorpecer su concentración y por to
tanto la clase.
—Llevaba dos años sin participar. Eso quiere decir que estará muy preparado.
—Es de esperar —afirmó Johnny.
—Pero a ti eso no debe de preocuparte. Lo importante es que estés tranquilo y tu mente
despejada.
—He oído decir que los del Samurai son como una secta. Hay que ser chino para entrar
allí, tienen sus ritos y practican el ayuno y la abstinencia.
—No es nada nuevo, Michael.
—Ya lo sé, pero hay algo misterioso... no sé, nadie sabe nada de ellos.
—Ya lo sabremos cuando los tengamos enfrente. Bueno, chico, ya está bien por hoy. Son
las diez menos cuarto.
—¿No podríamos quedarnos un rato más?
—Escúchame. Quiero que salgas de aquí disparado. Tengo una cita a las diez y todavía
tengo que vestirme.
—¡Caramba, profesor! Eso me huele a ligue.
Johnny le lanzó una patada cariñosa al trasero.
—¡Largo de aquí!
Miró sonriente al muchacho y le vio desaparecer por el corredor de las duchas.
Comenzó a hacer flexiones para oxigenarse los pulmones cuando oyó el ruido de la
puerta que primero se abría y luego, segundos más tarde, se cerraba. Miró al reloj. Eran
las diez menos diez.
«Será Mary Ann que se ha adelantado a la hora», pensó.
Estaba equivocado.
Como una tromba penetraron en el gimnasio cuatro hombres que le rodearon a cierta
distancia, para evitar sus golpes. Durante unos instantes se movieron a su alrededor
como una rueda, lentamente.
Johnny tuvo el tiempo suficiente de fijarse en sus rostros. Dos de ellos le hablan
atacado en el almacén de carne. A otro no le conocía, pero al cuarto...
Vertiginosamente, sus inteligentes células grises buscaron en lo más recóndito de su
cerebro dónde había visto esa cara.
Sin perder de vista a sus atacantes, moviendo los ojos diabólicamente para tener a los
cuatro bajo control, recordó con claridad las facciones.
Era una foto que había en el hall del gimnasio Samurai. Incluso recordaba la leyenda:
«Campeón del mundo de karate en todas las categorías.» Lo único que no podía recordar
era el nombre.
Súbitamente uno de los hombres sacó el nunchaku que llevaba oculto, alrededor del
cuello. Johnny supo que el ataque estaba próximo.
Lanzó el palo con una fuerza indescriptible, pero en una hábil finta Johnny evitó el
golpe de lleno en la rodilla, que se la habría partido. De todas formas, aunque le golpeó
de refilón, un tremendo hematoma surgió al instante en su brazo.
De un salto espectacular, otro le dio con la palma de la mano en la frente, causándole
un fuerte impacto y, por los aires, consiguió llegarle nuevamente a la cabeza de un
puntapié.
Johnny, un tanto conmocionado, buscó uno de los rincones del gimnasio para
protegerse mejor del cuádruple ataque.
Un grito ensordecedor hizo volver a los cuatro orientales.
Michael, sin darles tiempo a reaccionar, golpeó fuertemente en la cabeza a uno de ellos
con el largo palo utilizado en el bo. Una gran brecha, de la que salía abundante sangre,
dejó fuera de combate al enemigo.
Mientras, Johnny aprovechó el desconcierto y pateó la mandíbula, los testículos y el
pecho de otro rival que cayó rodando en el tatami. Ya en el suelo y sin ningún tipo de
contemplación, Johnny le pisó con sabiduría en el costado. El grito de dolor del chino se
ahogó mientras perdía el conocimiento. Le había roto tres costillas.
Su alumno siguió agitando con destreza el palo hasta que alcanzó en las piernas, con un
tremendo furi-uchi, al que su maestro recordó en la foto.
Ciertamente le hizo caer, pero con una rapidez felina se puso en pie en cuestión de
décimas de segundo.
Por la espalda atacó a Michael el otro hombre. Su maestro se ocupó entonces del
campeón.
Dos golpes con el canto de la mano en el cuello, la frente y el costado, cortaron la
respiración del enemigo. Una patada a los testículos y otra al estómago le hicieron
doblarse. Pero su respuesta no se hizo esperar.
Se abalanzó de un salto sobre Johnny y pretendió retenerle por el cuello.
Cometió un grave error.
Efectivamente, aquella llave antiquísima, utilizada por un campeón y sin conocer la
salida por parte del atacado, significaba la muerte segura. Pero Johnny conocía el secreto.
Hizo creer a su enemigo que estaba vencido e iba perdiendo paulatinamente las fuerzas.
Por el contrario, Johnny las estaba reuniendo mentalmente en los codos.
Con un tremendo impulso, echó los brazos hacia adelante y luego hincó con una fuerza
sobrehumana ambos codos en el hígado y el páncreas. El golpe tenía que ser certero
para ser eficaz. Este lo fue.
Automáticamente su rival fue aflojando los brazos, hasta que se derrumbó como un
guiñapo.
Michael, al mismo tiempo, clavaba el palo en los testículos del último hombre que
quedaba en pie. La sangre chorreó sobre el suelo como una cascada. El herido puso los
ojos en blanco y se desplomó.
Los dos hombres se miraron satisfechos.
—¿No querías ver cómo luchaban los hombres del Samurai?
Michael le miró sorprendido.
—Pues aquí tienes la respuesta —prosiguió Johnny.
Y llegando hasta él, le dio un fuerte abrazo.
—Gracias, muchacho. Eres todo un campeón.
—¿Por qué le han atacado? —preguntó intrigado—. ¿Tal vez por el campeonato?
—No, no creo. Ahora no puedo contestarte a esta pregunta, pero lo haré en su
momento. Ve a casa. Ha sido una pelea muy dura.
Miró el panorama que les rodeaba.
—Voy a llamar a la policía.
—Hasta mañana, profesor. ¿No quiere que me quede?
—Ya has hecho bastante, Michael. Te doy nuevamente las gracias.
Y el muchacho salió del gimnasio algo desconcertado en su interior. No tanto por no
conocer el motivo del ataque sino por haber sido la primera vez en su vida que había
dejado con su fuerza malherido a un ser humano.
Johnny se disponía a marcar el número de jefatura, cuando volvió a oír la puerta.
Permaneció a la expectativa y preparado para una nueva pelea.
El sargento Halloway entró en el gimnasio.
—¿Esto es lo que haces con tus alumnos, chico?
Johnny no tuvo más remedio que soltar una carcajada.
—Iba a llamarte ahora mismo. Han venido a visitarme. Uno de ellos —señaló al
interfecto— es del gimnasio Samurai. Lo más lógico es que los otros lo sean también.
Dos de ellos —volvió a señalar— me atacaron en el almacén.
—¿Tú solito los has dejado así?
—No, he tenido ayuda.
—¿Quién?
—Michael Lennox. Habíamos terminado el entrenamiento y estaba en las duchas cuando
aparecieron estos... señores. Vino a echarme una mano.
—¡Y ha cumplido, ciertamente!
—Es un magnífico luchador.
—No hace falta que le hagas propaganda. Bien, llamaré para que recojan a esta gente.
—Steve —le hizo pararse a mitad de camino—. Espera un momento. Quiero hacer una
llamada antes.
—¡Muy importante tiene que ser!
—Sí. Estoy preocupado. Quedé aquí con Mary Ann a las diez. Ni ha llamado ni se ha
presentado y eso me extraña.
—Probablemente ha decidido que no te encuentra tan encantador y se ha largado con
otro.
—No estoy de broma, Steve.
—Está bien, llámala si así te quedas más tranquilo.
En ese momento sonó el teléfono.
—Ahí tienes a tu Julieta —observó el sargento.
—¿Dígame?
—Señor Lamadrid, no espere a su chica, no irá a la cita. Si quiere volver a verla, viva,
abandone el país en veinticuatro horas.
El click que sonó al otro lado vino a sacarle de su sorpresa.
—¡Steve, Steve, tienen a Mary Ann! —gritó desde el despacho al mismo tiempo que se
dirigía al gimnasio—. Tienen a la chica —le repitió en tono más bajo cuando hubo
llegado hasta él.
—Ya te he oído. Espera un momento. Este chico se está despejando. Vamos a hacerle
unas preguntitas.
Uno de los hombres empezaba a recobrar el conocimiento. Halloway le ayudó con un
par de tortitas en la cara.
—Vamos, hombre, despierta. Trae un poco de agua, Johnny. Vamos a refrescarle.
Con un trapo húmedo le restregaron la cara.
—Policía —indicó Halloway enseñándole la placa, en cuanto tuvo un ojo abierto.
El susto de sentirse atrapado le despejó mucho más de prisa.
—¡No he hecho nada, no he hecho nada! —masculló.
—Ni yo tampoco —le respondió Halloway—. Dime quién te envía.
—No he hecho nada, no sé nada.
El sargento, un tanto enfadado, le dijo con un terrible tono de voz:
—Mira, muchacho, si no cambias tu actitud ya mismo, te vuelvo a dejar pajarito. ¿Me
entiendes? ¿Sabes lo que significa dejarte pajarito?
El chino asintió varias veces con la cabeza.
—Entonces, desembucha —y le apretó con fuerza el cuello.
—Soy del gimnasio... Samurai —dijo con miedo—. ¡Me matarán, me matarán!
—Entonces elige a tu asesino, porque yo estoy también dispuesto a hacerlo si no hablas.
—Soy del gimnasio Samurai —repitió—, pero no sé nada más. Solo sé dónde tengo que
ir.
—¡Ah, comprendo! Te dicen dónde tienes que ir a repartir las tortas sin darte
explicaciones.
Volvió a asentir con la cabeza.
—Y tú, como un corderito, vas y pegas a quien te dicen, ¿verdad, hijo?
Nuevo movimiento.
—¿Eso es verdad? —le dijo apretando los dientes y levantándole por la ropa como si
fuera un pelele.
—Sí, sí, eso es cierto. Sabemos dónde tenemos que ir y a quién tenemos que atacar,
pero no sabemos por qué.
—¿Hicisteis lo mismo con Yunai, verdad, vuestro compañero? —intervino Johnny.
El chino no respondió, pero bajó la mirada.
—En ese caso se os fue la mano —afirmó Halloway—. No te preocupes, nadie te va a
matar hasta dentro de diez o doce años en que salgas de la cárcel. Johnny, llama al
departamento y que vengan a llevarse esta basura.
Soltó con fuerza al chino, que se golpeó la cabeza contra el suelo.
—La cosa empieza a estar clara —comentó el policía.
—¿En qué sentido? —inquirió Johnny.
—Hay una cosa que no te he dicho.
—Seguro, y no sólo una.
—En uno de los cadáveres encontramos opio, también en el de Yunai. Sabemos que está
a punto de llegar un importante cargamento y que hay chinos por medio. Yo creo que el
resto es fácil de entender.
—¡Bonito asunto! —consideró Johnny.
—Habrá que hacer algunas preguntas a Morihei —afirmó el sargento.
—Y a su querido hijito —añadió Johnny—. Me da la impresión de que no es buen
muchacho.
—¿Quieres acompañarme?
—Por supuesto, no hay nada que me interese más. Quiero saber dónde está Mary Ann y
me apostaría el cuello que los chinitos lo saben.
—Puede que estés en lo cierto, vamos. ¡Ah!, y no son chinos, ellos son japoneses.
—Me importa un pito —respondió Johnny—. Para mí todos tienen la misma cara.
CAPITULO VI

En aquella ocasión, el chino con cara de pocos amigos no salió a recibirles, a pesar de
que las campanitas del gimnasio sonaron como siempre.
—¡Qué extraño! —comentó Johnny—, ¡Es un chico tan atento...!
—Es cierto, siempre sale a recibir a los visitantes. ¿Recuerdas por dónde llegamos hasta
la cueva de «Fu-Man-Chú»?
—Podemos intentarlo.
Se internaron en el pasillo que daba al laberinto de corredores.
De pronto, como surgidos de la nada, cinco hombres, con los brazos cruzados y las
piernas abiertas, les impidieron el paso.
—¡Ya empezamos! —arguyó el joven con un gesto indolente.
Los dos se pararon a escasos metros del muro humano. Steve les enseñó la placa.
—No sé por qué la aireas tanto, no te sirve de nada. ¡Si por lo menos estuvieras bien en
la foto!
Halloway le miró con desgana. Luego se dirigió a los que tenía enfrente.
—Veréis, muchachos, quiero ver a vuestro maestro. ¿Sois tan amables de
acompañamos?
Los cinco colosos ni siquiera pestañearon.
—Está bien, tendremos que quitaros de en medio. Johnny, a trabajar.
Como un molinillo, Steve comenzó a agitar los brazos, buscando el rostro de alguno de
sus rivales, pero todos, con gran habilidad, esquivaban sus golpes.
—Mira, sargento, se hace así.
Johnny asestó dos golpes rapidísimos a dos de ellos. Steve animado por la fuerza de su
compañero, consiguió llegar con un tremendo directo a la mandíbula de otro.
—Tampoco esto ha estado mal, ¿verdad? —comentó con ironía.
Al fondo del pasillo una figura negra contemplaba la pelea.
—¡Alto! —gritó súbitamente.
Como si fueran robots, los cinco jóvenes permanecieron inmóviles.
Lentamente el espaciador se fue acercando hacia el grupo.
—Disculpen ustedes, señores. Mis alumnos tienen orden que a las horas de culto a Buda
no se me interrumpa. Pasen por aquí, por favor.
Sin mediar palabra, los judokas les hicieron un pasillo a ambos lados de la pared, y los
dos hombres siguieron al misterioso y enigmático Morihei.

***

Entraron en el mismo despacho que la vez anterior, aunque ahora no quemaban


sándalo. La semioscuridad reinaba en la habitación, cuya única luz penetraba por la
claraboya.
—Ustedes dirán —inquirió con cierto desdén.
—Sus hombres han venido a atacarme, Morihei. ¿Dónde tiene a la chica? —preguntó
Johnny.
Ni un solo gesto denotó reacción en el rostro del hombre.
—No le comprendo, señor.
Esta vez intervino Steve.
—Escúcheme. No hemos venido aquí para perder el tiempo. Sus sicarios nos han
atacado a la entrada. Tenemos a dos más en comisaría, que yo le aseguro que hablarán
más de lo que ya nos han dicho y...
—¿Qué le han dicho, señor Halloway? —cortó.
—No tengo por qué darle ningún tipo de explicación. Si no contesta usted a mis
preguntas me veré obligado a llevarle a jefatura.
—No tiene usted motivos para detenerme.
—Hemos sido atacados a la entrada de su gimnasio por sus propios alumnos, ¿no le
parece eso un buen motivo?
—Ha sido un grave error, eso sí, nada más.
—¿Dónde está Mary Ann? —volvió a preguntar Johnny.
—No se de qué me están hablando, señores, y el que no puede perder el tiempo soy yo.
Se dio media vuelta y se dispuso a salir.
—Los detenidos hablarán, Morihei. Por el momento hay ya una acusación contra usted
de instigación al asesinato.
—No me haga reír, sargento. Sus argumentos están en el aire. Soy un venerable y
prestigioso maestro que enseña las artes marciales utilizadas por nuestros antepasados
desde hace muchos años. Soy conocido internacionalmente.
»Usted no puede acusarme de una cosa así. Si mis alumnos, tal como dice, hubieran
firmado alguna declaración no habría venido a preguntarme sino a detenerme.
Steve comprendió que tenía la batalla perdida... por el momento.
—Está bien. Usted gana. Pero le garantizo que encontraré pruebas.
—Buena suerte —ironizó.
Con gran parsimonia salió de la habitación.
Los dos hombres quedaron solos por unos momentos.
—Salgamos de aquí rápido —dijo Johnny—, No me gusta esto. Estamos en territorio
enemigo.
Steve, sin atender mucho a lo que decía, le expuso su pensamiento.
—Hay que conseguir como sea que el chino firme la declaración. Es la única manera.
Pero me da la impresión que las enseñanzas de Morihei hacen actuar a sus alumnos como
auténticos autómatas. No me extrañaría nada que su filosofía no fuera más que un vulgar
lavado de cerebro.
—Tal vez tengas razón.

***

Se despidieron tres calles más abajo.


Johnny estuvo indeciso durante unos segundos, pero luego optó por llevar a cabo la
idea que le había surgido mientras hablaban con el impenetrable maestro.
Condujo el coche hasta las inmediaciones del puerto y se paró en una esquina, para
tratar de recordar hacia dónde debía dirigirse para llegar hasta el almacén de carne.
Ningún transeúnte circulaba por aquella zona que estaba silenciosa y desierta.
Volvió a ponerse en marcha y giró a la derecha. Aquella cervecería creyó recordarla de
la vez anterior. Continuó a lo largo del muelle y un par de calles más abajo, dobló a la
izquierda. Su sentido de la orientación no le había engañado: estaba justo en la esquina
de enfrente.
De pronto se encendieron unos potentes faros. Johnny se agachó en el asiento para no
ser visto. Oyó la puerta del almacén que se abría y el silencio de la noche hizo llegar hasta
él un murmullo de voces.
Lentamente se fue incorporando hasta llegar a ver lo que sucedía.
Ocho hombres se afanaban en cargar las reses muertas en un camión frigorífico.
Realizaron este trabajo durante media hora. Luego la puerta del almacén volvió a cerrarse
y el vehículo se puso en marcha.
Johnny dio a la llave de contacto y, pasados unos momentos, le siguió.
Bordearon el muelle en dirección a Nueva Jersey, y siguieron la marcha.
A unos diez kilómetros estaban atracados dos bracos. El camión se paró frente a un
carguero con bandera turca. El joven paró su automóvil a una distancia prudencial. Una
farola del puerto, estratégicamente situada, le permitió ver con claridad.
De la parte posterior del furgón bajaron unos hombres, que volvieron a cargar las reses
y las fueron metiendo en el barco. La operación duró algo más que la anterior.
Una vez introducida la carne en el barco, el camión se marchó.
Johnny se preguntaba una y otra vez qué es lo que estaba haciendo allí, mirando como
un estúpido cómo metían la carne.
Pero su instinto le obligó a cerciorarse, de cerca, si todo estaba en orden con mucho
cuidado, bajó del coche y se acercó al barco.
La escalerilla de subida aún continuaba puesta y no se oía ningún ruido.
Confiado, subió hasta cubierta.
Un golpe brutal le hizo tambalearse. Mientras caía al suelo, su cuerpo, en un extraño
movimiento, se dio la vuelta y a pesar de que se le empezaba a nublar la vista, pudo ver el
rostro de su agresor. Era Funakhosi, el hijo del maestro.

***

Cuando despertó, la oscuridad le impidió durante bastante tiempo saber dónde estaba.
Unas frías manos le acariciaban la frente. Johnny vio el brillo de unos ojos cerca de él.
—¿Quién eres?
—¡Johnny, cariño!, ¿te encuentras mejor?
Hubiera reconocido aquella voz entre miles. Su dulzura y su timbre musical le hicieron
recordar el menudo cuerpo de Mary Ann.
—En cierto modo, sí. Saber que estoy a tu lado me hace sentirme bien, aunque me sigue
doliendo la cabeza. Fue un buen golpe, como un mazazo, pero el asesino tan sólo utilizó
la mano. ¿Llevas aquí todo el tiempo?
—Sí, no me han movido. Es un lugar infecto.
—Estamos en la bodega, ¿no es así?
—Exacto. ¡Chico listo!
—Tenemos que salir, Mary Ann. Hemos de encontrar la manera.
—No te creas que no he pensado en ello. Hacia el exterior es imposible y traspasar esa
puerta, por lo menos para mis escasas fuerzas, es obra de titanes.
—Tienes uno junto a ti.
Acostumbrado ya a la oscuridad, pudo ver la sonrisa en los labios de Mary Ann.
Johnny la atrajo hacia sí y la besó apasionadamente en la boca.
—No volveré a separarme de ti. Si salimos de ésta, que saldremos, te haré una
interesante proposición.
—Entonces, desde este momento no vuelvas a dirigirme la palabra, hasta que hayas
encontrado la forma de salir de esta ratonera.
Permanecieron los dos en silencio, buscando la solución. Mary Ann fue la primera en
hablar.
—Creo que esto puede servir. En el fondo de este cuarto hay algunas maderas. Creo que
llevo una caja de cerillas por aquí.
Johnny esperó a que terminara de buscar en el bolso.
—No, ¡maldición! Han debido quitármela.
—Tranquila. Yo tengo un mechero.
Sujeto con el calcetín tenía el mechero y una cajetilla de tabaco.
—¿Quieres un cigarrillo?
—No; ahora, no. No me interrumpas. Bueno, pues ponemos las maderas junto a la
puerta y quemamos alguna, luego yo grito: «¡Fuego!» y... a esperar acontecimientos.
—Una historia muy bonita. Pero suponte que no nos oyen y no vienen a sacarnos.
La joven se quedó pensativa.
—Es un riesgo que debemos correr.
—¿Arriesgarnos a morir abrasados?
—De todas formas, si ponemos las maderas junto a la puerta, ésta se quemará también
antes de que las llamas vengan hacia atrás.
Ahora permaneció en silencio Johnny, sopesando los pros y tos contras. No tenía
ningunas ganas de morir abrasado. Prefería enfrentarse a la mortífera mano de
Funakhosi.
—Está bien. Ya puedes gritar fuerte.
Entre los dos, acercaron unas cuantas cajas y algún palo junto a la puerta. Mary Ann,
rebuscando con el mechero encendido, encontró una caja de cartón que les serviría para
empezar el fuego.
Johnny la abrazó con fuerza y depositó un beso en sus labios.
—¡Suerte!
Y se puso manos a la obra.
Esperaron durante un rato hasta que la pequeña hoguera prendió y comenzó a salir
humo. Entonces, Mary Ann se puso a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
Muy pronto oyeron unos pasos que bajaban atropelladamente las escaleras. Johnny se
dispuso a atacar. La puerta se abrió y una bofetada de calor y humo golpeó el rostro del
carcelero.
De un salto espectacular, Johnny atravesó la fogata y golpeó repetidas veces, como una
máquina, al hombre que había bajado al oír sus gritos.
Cuando le vio tendido en el suelo, gritó:
—Vamos, Mary Ann, salta rápido. No te pasará nada.
Con mucha decisión, la muchacha dio un pequeño brinco y alargó las manos para que él
pudiera sujetarla. Lo que hizo fue sacarla en volandas.
—No hay tiempo que perder, vamos.
Oyeron nuevamente pasos por la escalera y se escondieron debajo de ésta. Dos hombres
más se dirigían corriendo hacia la bodega al ver salir las llamas.
Una experta zancadilla, colocada a tiempo, les hizo caer uno sobre otro, lo que
aprovechó el musculoso joven para golpearles sin piedad en el mismo suelo. También les
introdujo en la bodega, junto al otro.
No oyeron ningún ruido más y subieron las escaleras.
Pronto se encontraron en cubierta y Johnny trató de orientarse para encontrar la
escalerilla de bajada al muelle.
Tres hombres secundaban a Funakhosi y se situaron de forma que impidieron el paso a
la pareja.
—¡Echate atrás! —gritó a Mary Ann.
Recogió un largo palo que utilizaban para sujetar las velas, y empezó a darle vueltas
como las aspas de un molino.
La chica, horrorizada, vio a Funakhosi sacar dos enormes cuchillos.
Johnny levantó la pierna hasta la altura de su cabeza y giró dos veces, al mismo tiempo
que giraba el palo. Dos contrincantes besaron el suelo, uno de ellos con la cabeza abierta.
Funakhosi lanzó uno de los cuchillos, son un rapidísimo movimiento de muñeca, contra él.
—¡Cuidado, Johnny!
El grito de Mary Ann le hizo retirar instintivamente la cabeza. Ese gesto le salvó la vida.
Agradecido, lanzó a la joven un simbólico beso.
Uno de los que había caído volvió a ponerse en pie. Johnny sabía que el único rival
importante era Funakhosi y se preocupó de dejar rápidamente fuera de combate a los
otros dos, para luchar a solas con él.
Sabía muy bien lo que significaban los dos cuchillos: el sai, un arte marcial antiquísimo
utilizado por los samurais para librarse del mortífero sable. Uno de tos cuchillos se
utilizaba para parar tos golpes y el otro para contraatacar.
Un tremendo puñetazo en la nariz terminó con el segundo sicario. Funakhosi le
amagaba con gestos de ataque, pero Johnny sabía que también quería quedarse solo con
él y demostrar así quién era el más fuerte.
Una llave de judo de cadera dio con los huesos del tercer hombre en la madera de
cubierta y aprovechó la circunstancia para golpearle en los testículos con fuerza.
Retorciéndose de dolor, el hombre intentó incorporarse, pero cayó en seguida como un
fardo.
—Ya estamos solos —dijo Funakhosi con voz ronca.
Johnny trató de concentrarse en cuestión de segundos para utilizar certeramente la
técnica del kung-fu, pero antes gritó a Mary Ann:
—¡Vete, márchate!
De un salto, Funakhosi quiso impedir la peligrosa huida de la joven, pero Johnny lo
cortó el paso con un potente golpe en las piernas, furi-uchi. Mary Ann pudo escapar.
Bajó la escalerilla del muelle y siguió corriendo sin volver la vista atrás, cojeando porque
había perdido un zapato.
Johnny, de reojo, la vio llegar hasta la esquina y subir en su coche. Dio un suspiro de
alivio cuando oyó que ponía el motor en marcha y salía de allí a toda velocidad.
—¡Vas a morir! - dijo el chino.
—Eso lo veremos —respondió asestándole un tremendo golpe con la punta del palo en
el hígado.
Funakhosi dejó caer al suelo uno de los cuchillos y estuvo a punto de perder el otro. Se
recuperó en segundos y lanzó al agua el cuchillo que le quedaba. Dejó la lucha del sai y
empezó a utilizar su lucha favorita, el karate.
Johnny tomó la postura del ciervo y se lanzó con el puño hacia los ojos de su enemigo,
quien paró el golpe y le asestó con el borde de la mano un impacto brutal. El joven no lo
acusó.
Nuevamente se situó en la postura del ciervo, y tras un breve ataque al estómago, inició
la postura del dragón.
De pronto oyó unos pasos a su espalda.
Con una agilidad increíble, se dio media vuelta y esquivó, sin saberlo, un golpe mortal con
un sable que empuñaba un nuevo atacante. Al retirarse Johnny, el sable fue a hundirse
en el corazón de Funakhosi, que cayó muerto en el acto.
Al ver su tremendo error, el hombre salió corriendo despavorido por la cubierta del
barco.
A lo lejos se escuchó la sirena de la policía.
CAPITULO VII

Dio un vistazo a su alrededor y se fijó en el agujero que Funakhosi tenía en el pecho.


—Estás bien, afortunadamente, estás bien —continuó el sargento Halloway.
Mary Ann bajó del coche y se echó en los brazos del joven.
—Amor mío, no tuve valor para acercarme hasta que te he visto salir al encuentro de
Steve.
—¿Has dudado de mí en algún momento?
—Cuando salí corriendo, cuatro hombres te rodeaban.
—Poca cosa para mi amigo, jovencita. El empieza a tener problemas a partir de diez —
respondió el policía.
Los tres rieron la broma.
—Bueno, ¿qué fue lo que te trajo aquí, Johnny?
—Verás, empezaron a cargar vacas en el almacén y las trajeron hasta este barco turco. Al
principio me pareció que estaba cometiendo una tontería por querer ver en este hecho
algo extraño. Cuando vi a Funakhosi en el barco estuve seguro de que aquí estaba el quid
de la cuestión.
—Y tienes razón. Vamos a ver a esos pobres animalitos. Me extraña mucho que estos
chinos se hayan metido en un negocio de carnicería.
—¿Entonces? —preguntó Mary Ann.
Johnny intervino antes de que lo hiciera Steve.
—Opio —dijo secamente—. Por eso mataron a tu hermano. El debió de saber lo que se
traían entre manos.
—Pero mi hermano nunca...
El policía la interrumpió.
—Nadie ha dicho que tu hermano trabajara con ellos. Vamos dentro, Steve. Quiero
echar un vistazo a las reses.
Mary Ann les siguió. Mientras, dos coches de policía había rodeado el muelle.
Bajaron hasta la cámara frigorífica. Allí estaban almacenados los animales.
Steve sacó una navaja que siempre llevaba consigo.
—No pensarás rajarles la tripa con eso, ¿verdad?
Lanzó a Johnny una mirada inquisitiva, cerró la navaja y volvió a guardarla en el bolsillo.
Mary Ann regresó al poco tiempo con un cuchillo de grandes dimensiones.
Con habilidad, rajó lentamente el vientre del animal. Un paquete cayó de su interior al
suelo.
—Aquí está lo que buscamos.
El sargento cogió la bolsita de polvo verdoso, la abrió y aspiró en su interior.
—Un bonito regalo para Europa. Siento tener que aguarles la fiesta.
Abrió un par de reses más y en el interior de cada había una bolsa con la misma
cantidad.
—Es un buen montón de dinero —comentó Johnny.
—Que irá a parar al quemadero —terminó Steve.
—Vámonos. Mandaré a mis chicos que recojan la droga. Este caso está resuelto.
—Aún nos queda algo más.
Halloway permaneció expectante.
—El impenetrable maestro.
—Ese corre de mi cuenta.
Johnny echó el brazo sobre los hombros de Mary Ann y abandonaron el barco.

***

El estadio estaba abarrotado de público. Las distintas razas que pueblan la tierra estaban
mezcladas en aquel interesante campeonato.
Johnny daba las últimas instrucciones a su pupilo, Michael, quien intentaba concentrarse
al margen del rugido del público.
No se había presentado ningún luchador del gimnasio Samurai, después de lo sucedido;
por lo tanto, sus oponentes eran pan comido.
El combate se desarrolló como Johnny había previsto y su discípulo cumplió a rajatabla
todos sus consejos.
Se erigió en el triunfador absoluto de la jornada, con lo cual pasaba directamente a
competir por el título mundial. Su rival, un francés con mucho nervio, no sería problema.
Emocionado, Johnny se abrazó eufórico al campeón.
—Muchacho —le dijo entusiasmado—, vas progresando.

***

Mary Ann se presentó en el gimnasio. Todo el mundo tenía un vaso en la mano y las risas
y las felicitaciones se mezclaban con las alusiones a las llaves utilizadas por Michael en el
combate.
La preciosa joven cruzó entre medias de los asistentes y llegó junto a Johnny, que estaba
vuelto de espaldas haciendo unas declaraciones a la prensa.
Mary Ann esperó pacientemente a que finalizara. Luego tocó suavemente en su hombro.
—¡Cariño! No te he visto entrar.
—Llevo un rato junto a ti. He querido que terminara la charla.
—Ven —la abrazó cariñoso—. Vamos a celebrar el triunfo.
Tomó una botella de champaña y la descorchó ruidosamente. Vertió el líquido espumoso
en las copas y, mirándose a los ojos, brindaron.
—Por tu triunfo —dijo Mary Ann.
—Por nosotros —respondió él.
Bebieron de un trago el contenido.
—Quiero hablar contigo. Ven a mi despacho.
Cruzaron entre los invitados saludando a todo el mundo.
—Toma asiento, por favor —le ofreció un sillón junto a la vitrina llena de trofeos y
recuerdos.
—Mary Ann —continuó—, ¿recuerdas en la bodega del barco, poco antes de poder
salir?
—¿Qué tengo que recordar? —dijo la muchacha haciéndose la ingenua.
—¿Recuerdas lo que te dije?
—Dijiste muchas cosas.
—¿Te burlas de mí?
—Tan sólo era una broma, querido. Claro que lo recuerdo. Me dijiste que si salíamos de
aquélla me harías una proposición.
—Veo que tienes buena memoria. —Hizo una pausa y prosiguió—: Mi proposición es
fácil de entender.
—Desde luego —rió Mary Ann—, Solamente puede ser una proposición de matrimonio.
Es el único momento en que a un hombre le tiembla un vaso en la mano.
Johnny se miró y comprobó el tintineo del hielo.
—Puesto que ya sabes lo que voy a decirte, respóndeme.
—¡Ah, no! Puede ser que me equivoque y sería muy violento para mí.
—Te aseguro que no estás equivocada.
—En ese caso te diré que tengo ganas de oírtelo decir.
—¿Es necesario que pase por este trance?
—No tienes otra alternativa.
La puerta se abrió.
—¡Hola, parejita! —saludó Steve.
Luego se dio cuenta de que la conversación que traían entre manos era sólo para dos.
—Johnny, amigo, ¡no me digas que he interrumpido tu declaración amorosa!
Mary Ann lanzó una cristalina carcajada.
Johnny, furioso, se puso en pie y cogió un pisapapeles de bronce que tenía sobre la
mesa.
—¡Sal de aquí, energúmeno, si no quieres que te rompa la crisma!

FIN

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