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El fiscal
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Augusto Roa Bastos
El fiscal
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Impreso en España
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de información, en ninguna forma
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Con Hijo de hombre y Yo el Supremo, El Fiscal
compone la trilogía sobre el «monoteísmo» del poder, uno de los
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Anoche llamó Clovis de Larzac desde París.
—
Tengo algo urgente que comunicarte. Ven lo
más pronto que puedas —
me ha dicho con su voz in-
confundible y un cierto tonillo zumbón como si hablara
silbando a través de la comisura de los labios.
— Mañana estaré ahí.
Me sorprendió esta repentina invitación. Hacía
rato que no lo Después de lo que me
veíamos. Decidí ir.
vas vírgenes.
Lo cierto es que el viejo más que centenario se
quedó, como se suele decir, sin un lugar donde caerse
muerto. Murió —de un síncope, según algunos, y según
otros,de un tiro en la nunca —
cuando venía en su des-
vencijada diligencia a presentarse al Estado Mayor
para reclamar sus derechos de veterano de Guerra la
inmovilidad resignada.
Estos papeles, Morena, te están destinados, cuan-
do yo ya no esté. Te contarán desde el pasado algunos
hechos que ignoras y otros que no se han producido
todavía. No son un diario íntimo ni la exaltada crónica
de una resurrección. Menos aún, ese género espurio de
una autobiografía. Detesto las autobiografías en las que
el yo se regodea en su vacua autosuficiencia profiriendo
sentenciosos aforismos inventados para la posteridad, o
26
Raza inmemorial . .
36
—
Sé que nuestra mente racional no descifrará
jamás este misterio decía — —
Pero es reconfortante pen-
.
50
se animaría a remover.
El Paraguay fue llamado por los cronistas Tierra
de Promisión, Tierra de Profecía, la Tierra-sin-mal de los
antiguos guaraníes. Abundaron en ella profetas caris-
máticos, revoluciones, sacrificios rituales, holocaustos
interminables, las formas más primitivas de canibalis-
mo. Unpueblo siempre en peregrinación, en romerías,
en éxodos, como en busca de una evasión salvadora.
Siempre tuve la sensación de que el tiempo en
el Paraguay es inmóvil, el tiempo de la fijeza, el tiempo
sitar otra cosa que un alma. Pero aun eso habría resultado
ahora un estorbo para sus cuerpos en los que milagrosa-
mente se mantenía el ardor de la vida. Sólo precisaban de
ese coraje callado cuyo áspero uso las había igualado
desde tiempo inmemorial. Se llamaban unas a otras con
gritos de pájaros cuyos ecos rodaban y morían en los
acantilados, en las «picadas», en los desfiladeros.
Con un
saber lento y memorioso la anciana del
Alto Paraná, entre una fumada y otra de su «pucho» des-
pachurrado, enseñó a Jimena la manera de dormir para
estar más despierta en el sueño y ver en la oscuridad de la
—
Aunque esté dormida profundamente le —
había dicho la anciana —
usted va a ver lo que pasa antes
,
hay que pegar el oído a esa piedra que cada uno lleva
adentro y saber su secreto. Lo que la gente ha olvida-
do es la memoria del daño. Y de qué le sirve al cristiano
pensar en la vida eterna, como quieren los Paí, si no
sabe ni siquiera recordar lo que acaba de pasar...
Jimena volvió a Erancia con una nostalgia inde-
cible de aquellas tierras salvajes y castigadas. Cuando se
67
—
Recuerden les decía— —
Lo que no se sabe .
paletilla.
— Esto para que aprendas a no ser soplón... — vol-
vió a farfullar la voz camuflada.
Mi vestimenta quedó reducida al calzoncillo.
llones y puntapiés.
75
— vienen
('Qué a buscar aquí?
—Queremos llegar hasta la ciudad de Attar.
—¿Y allí?
102
—
Vete a dormir —
le dijo Jimena en el mismo
dije — Son
. manera de recordarme tu amor pero tam-
tu
bién lo que le falta. O tal vez lo que ya sobra de él.
Herrumbre de la costumbre; es la enfermedad del metal
pero también de nuestra frágil condición humana. Te lo
previne un día. Hay para todo una edad límite. ^;No
estará el de nuestro amor tocando esa raya final?
Volvió a sellar mis labios con un largo beso.
En realidad, estos desajustes en el equilibrio
emotivo de Jimena responden a otras causas más pro-
fundas y sutiles. Son la parte de inseguridad, de temor,
que ella no ha logrado dominar totalmente en su natu-
raleza sin embargo tan compacta y armoniosa. Conozco
yo sus momentos de desesperación tranquila y temera-
ria. Odia la mentira y la hipocresía.
—Mi de
trabajo ha terminado.
dirección
—Es ahora cuando comienza, en más impor- lo
— quemé anoche.
Las
— ¿Por qué hizo eso?
Tardó mucho en responderme, como si no
pudiera salir del estado de humillación y abatimiento
112
cuchilla al cuello.
128
reprochara.
— noViejo soy... — me defendí en retirada.
— ¿Piensa usted a menudo en muslos y cosas
así? — inquirió sibilino.
Yo no comprendía; no sabía adónde quería ir el
médico.
— ¿Se refiere usted tal vez a muslos de mujer?
— ¡Por supuesto! — bufó— No
voy a pregun-
.
132
cabo de guardia.
—Yo soy — tartamudeé.
el enfermo...
— Viene mismo? — repuso
a visitarse a usted
con de pocos amigos
cara que un mal
a lo — creía chiste
No es hora de visita.
El cabo me conminó a abandonar la planta.
Sólo en ese momento me di cuenta de que este
viaje a París tenía inconscientemente para mí un trasfondo
ritual de peregrinación, digamos de purificación. No des-
cartaba la sorda inquietud de que una de esas inoportunas
casualidades me hiciera encontrar con Leda. Como buscan-
134
—
¡Qué va! Esas púrpuras son las que nos hacen
exquisitos sin evitar que seamos austeros replicó ya —
con su mente en otra cosa.
Pese a la trágica historia de su madre, estaba
orgulloso de ella pero no tomaba en serio su linaje; el
linaje que Balzac ya había celebrado en una de sus nove-
las con el título nobiliario y el nombre levemente modi-
ficados de la condesa.
—Cuando la desgracia llega a sus extremos en
un ser humano — — hay que dijo respetarlo por encima
de sus vicios y defectos.
Nos contó un día en una francachela de amigos
en Amiens que su madre había tenido esos hijos aún en
vida del barón franco-español, con distintos amantes,
porque no podía soportar que únicamente los hombres
disfrutaran de libertad sexual incondicional.
—
Luego se volvió lesbiana reveló Clovis con—
toda naturalidad un secreto que desde luego era público y
notorio en los mentideros de la haiite de París Mi — .
—
142
lugar de la cópula.»
Como en el ceremonial descrito por Tununa
(ella ha escrito también Corona de castidad^ un austero
tratado sobre el delirio erótico de los místicos), en los
shows de Clovis la marea del deseo se hincha, crece y se
hace progresivamente extensa. Crispa las manos y los
rostros. Se insinúa en la penumbra con
luminosidad la
y en rotación» —
son sus palabras —
sin prometer nada y
,
una mano.
— —
jOh sí! replicó él, riéndose con radiante
simpatía— Me amo con
. locura... pero me amo siempre
en el otro. Estoy permanentemente enamorado, sólo
que de una manera muy particular. Lo que se dice estar
enamorado, en definitiva, sólo ocurre una vez. Se puede
amar a varias mujeres al mismo tiempo a condición de
que se las ame de manera diferente pero con la misma
intensidad, concentrando todas las fuerzas vitales en
una sola como si fuera la única, mientras las otras espe-
ran su turno para ser a su vez cada una en su momento la
puerta.
— Estás libre — le dijo — . No te olvidaré jamás.
147
148
— Métete en un buen
Cuídate. hotel.
—Estoy alojado en Tomaré mañana
el Senlis. el
tren nocturno de —
regreso de Jimena sonó como
el beso
el leve soplo de un eco en el otro extremo del hilo. Ella
recibió el mío. Dos frutos que se desleían a distancia en el
lidad más que la que acepta el amor del otro sin exigirle
reciprocidad y sin juzgarlo cuando falta a la suya... ^;Me
exigirías túeso^... »
Jimena no condena la infidelidad radical del
abandono como corte definitivo, como asunto de vida y
muerte de cada uno. Aborrece las pequeñas y malvadas
infidelidades que se ocultan en los repliegues de las
pequeñas y aberrantes mentiras, en los pequeños y
miserables silencios de las confesiones que se aplazan
indefinidamente en busca de ese momento de sinceri-
dad total que no llegará jamás.
Era inútil que me dijese a mí mismo: no me
encuentro culpable sino por omisión, en una mínima
155
de enero de 1987.
—
Las cancillerías de Europa y de los Estados
Unidos, excepto las de China comunista, de la declinan-
te Unión
Soviética y las de sus satélites del Este, se están
despepitando de risa —
dijo Clovis, serio pero mordaz.
Me fijé en el calendario que estaba sobre la
166
del conde de Vil lamed ¡ana que ella guarda, entre sus
reliquias familiares, en un estuche de terciopelo rojo
sellado con elescudo nobiliario del conde.
Escucho sus risas, el cáustico comentario en los
—Mentí Madrid:
clero de
¿Quién mató
Decidnos: Conde? al
— mató Cid
Dicen que le el
180
181
no
cortesía una forma de
es sino la desesperación.
— Agustín que
y los otros héroes fueron sacrifi-
cados como quedarán vengados —
él Miñarro — dijo
Dame el chirimbolo ése y veremos cuál es la carga que le
conviene. Tiene que ser un tóxico o un virus de acción
retardada, por lo menos de tres días, como para que te
dé tiempo de ponerte fuera del alcance de las uñas de los
matones de la Técnica.
Le dejé el anillo. Lo observó con curiosidad.
—
¡Nunca he visto nada semejante! dijo con —
un silbido de admiración — Te
. espero en una semana.
.
182
los dos antes y más allá del fin de todo. Es cierto que los
objetos inanimados no tienen nada en común con los se-
lada de sudor —
que no pueda yo a mi vez raptarte y lle-
varte a nuestra Ventana del Poniente.
Me sonrió tristemente. Cuando pudo hablar,
me miró en los ojos con la intensidad de otras veces
y me pidió perdón por haber frustrado «nuestro» viaje.
—
No te preocupes, Morena le dije en un mur- —
mullo junto a su oído —
Me quedaré a cuidarte. Pronto
.
morir como él, que es una bestia feroz. Vas a morir co-
mo un hombre. Yo voy a morir como un perro. No po-
demos evitarlo. Has sido para mí un gran amigo y yo te
quiero mucho... Mucho me duele lo que voy a hacer.
Mucho te pido perdón... —
mis ojos estaban húmedos,
mi voz estaba rota.
Ya no veía reflejado el anillo en sus ojos. Se habían
cubierto de lagañas flbriculares rojizas como venillas
rotas. Me miraba con una mirada tristísima, lejana.
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Hoy, a las dos de la tarde, dentro de veinte minu-
tos, llegaré a mi ciudad natal, si todavía puedo llamarla
así. Bajo la luz fuerte y como artificial no consigo percibir
el paisaje. Desde el momento en que el avión comenzó a
descender, después de sobrevolar la gran represa he pega-
do la frente a la ventanilla. A nueve mil pies de altitud no
me dado admirar la poliédrica joya del lago, engarza-
fue
do como un diamante en la falda de la cordillera. Los siete
saltos del Guairá, los más grandes del mundo, amansa-
dos, domesticados, confluyen ahora a alimentar esta ge-
ma líquida cuya energía mueve el medio centenar de tur-
binas. A menos mitad de esa altura, la visión sigue
de la
da fosforescencia.
A menos que la memoria me traicione, sumergi-
da ella misma en esta bruma algodonosa que cambia de
matices en sus vertiginosos y a la vez quietos remolinos,
nada me hace suponer que estemos sobrevolando la tierra
natal. La inmensa nave hiende las turbulencias con un
levísimo balanceo que es suficiente para aumentar la
198
jesuitas.
Durante todo el trayecto no ha probado alimen-
tos ni bebidas que las azafatas sirven a granel. No pro-
nuncia palabra. Cuando le ofrecen algo levanta leve-
mente la mano
y agradece con una ligera inclinación de
cabeza sin mirar a quien le habla, para recaer en seguida
en la actitud de mutismo, aislamiento y meditación en
la que viene sumido. Esperé que por lo menos bebiera
agua. Tampoco lo hizo. Ese hombre sólo bebe el agua de
su estremecimiento y de su anhelo, según dicen las Es-
crituras. Igual que yo, aunque me permita lo normal y
aun algunos excesos para no despertar sospechas.
207
y*
como ésta. ¡De lo más caté! Esta... miren ... señala con —
la larguísima uña barnizada de cinabrio la fastuosa ilustra-
ción — .
Julián ha contratado a un arquitecto francés, un
famoso especialista en estas cuestiones de castillos y pala-
cetes del Renacimiento. Llegará a Asunción el mes que
viene para comenzar los trabajos. Nuestros arquitectos
208
—Los de baño
pestillos para las salas y aseo de
nuestra mansión de —
Villa Aurelia contestó la interpe-
lada con modestia
la falsa — Son de
del orgullo . oro
puro.
—Ah ¡Qué
picaportes, querrás decir... preciosidad!
—Los mandé por mi
labrar de joyero París.
Nosotros recibimos muchas visitas importantes luego.
Potentados alemanes, franceses, italianos. La otra vez
estuvieron un jeque de Arabia Saudita y otro del Ku-
wait. Ellos están acostumbrados a estas cosas. Para más,
vivimos en el barrio presidencial. Traigo otras zonceri-
tas.Ya verán, ya verán. El grueso de la carga viene por
barco, ¡para qué les voy a contar!
Las comadres no acababan de acariciar esas cince-
vagamente fálicas. Pasaban de mano en ma-
ladas formas,
no, alumbrando las caras admirativas, envidiosas, falaces,
sonrientes. Una verdadera reunión del gran mundo a bordo.
Las azafatas participaban y disfrutaban de igual a igual de
este aurifico momento. Escuchaban, asentían, sonreían, con
la encantadora superioridad de los inferiores que saben
ocupar su lugar con inocultable soberanía.
En ese momento han sonado los chirriantes
timbres de alarma y se han encendido las rojas luces de
alerta sobre la viñeta de una bomba con la mecha encen-
dida. La voz del comandante ordena perentoriamente
que todos vuelvan a sus asientos y se ajusten los cinturo-
nes de seguridad. Caen ante las caras de los pasajeros las
máscaras de oxígeno. Las aeromozas se precipitan a
209
212
brazo.
— ¿Qué sucede? — me preguntó sinceramen-
le
te interesado.
— — —
Nada... dije de. Esta luz... esta falta luz...
este ruido...
— ^;Estápreocupado
usted por tal vez el inci-
dente — me
del falso alerta? transfiriéndomeinterrogó
su propia preocupación.
—No, particularmente — respondí sin salir
aún todo de
del obnubilación que acababa de
la sufrir.
214
Continuaba sonando
música viva y sincopada. la
—
¡Pobre María Luz Noguer! Yo la conocía. De
buena familia era la inocente. Solía bailar en nuestras fies-
tas íntimas. Le tocó bailar aquí su canto del cisne. Era una
de las ex barraganas del que ya sabemos. La había despedi-
do. No las aguanta por más de un año. Para el Karaí la
alias de combate —
salió en libertad, destruida, irrecono-
cible, vieja, flotando en la bruma de una apacible locura.
Mi madre la visitaba de tanto en tanto para hacerle com-
pañía. Mucho tiempo después, hasta su muerte, conser-
vaba un platónico y melancólico amor por uno de sus
torturadores. Un poco antes de morir, entregó a mi
madre su diario íntimo, iniciado a su salida de la cárcel.
Esas páginas de un desolado delirio otoñal estaban ente-
ramente colmadas por la presencia del fantasma encapu-
229
—
No quiero nada. Y menos, muchachas.
—
Vea, señor, si usted quiere, yo puedo volver
cuando termine mi turno —
me propone con ladino
gesto de complicidad.
— qué? —
¿Para le pregunto adivinando ya lo
que va a decirme.
— Para que lo usted quiera... — la voz adopta
una entonación de rapaz callejero Ya que no le gus- — .
unas fotos.
.
243
—Mortalmente cansado.
—Te todo
vi escribir durante el tiemjx) el viaje.
— No nada Probablemente
se sabe atin. al cierre
en
del congreso, o momento.
cualquierque Sabes tu dic-
de
tador es afecto a los sorpresivos golpes — efecto bajó
mucho voz — Parece que
la . enfermizamente estás
ansioso por dar un apretón de manos a tu tiranosaurio.
Querrán dejar que se calme un poco la terrible impre-
sión de la llegada. Los invitados están aterrorizados. Muchos
han manifestado su deseo de regresar de inmediato. Las
autoridades están tratando de presentar el accidente como
un acto de legítima defensa contra el terrorismo inter-
nacional.
Clovis no ha perdido su equilibrio ni su buen
humor. Siente que está viviendo una aventura de las
gua y adobaba sus chismes con la sal del diablo sin nin-
gún temor de Dios ni de los Santos Evangelios.
Para la inauguración de la casa don Domingo
invitó a su amiga y «ninfa egeria» Mary Mann, la cuña-
da de Nathaniel Hawthorne, y a varios amigos nortea-
mericanos de alto copete, escritores, financistas, empre-
sarios, con los que trabó relación durante el tiempo en
231
252
Le faltó enumerar —
don Domingo carecía del
don de profecía — al general Juan Domingo Perón, al
258
— — dijo .
¡El homo viator... el hombreque se
del vía crucis
asume como un destino...! ¡El suicidio de Dios en el Gol-
gota!... El señor Nietzsche entendió muy bien lo que ocurrió
261
hombres destruyen...
Malwida y Lou fueron recibidas en palacio por
el general Bernardino Caballero, héroe de la guerra, a la
sazón presidente de la República. Le expusieron la dra-
mática situación de losmanuscritos y le pidieron su
mediación. Don Bernardino no había leído jamás un
libro, no tenía la menor idea de quién era ese genio ale-
mán de quien las hablaban con unción
dos mujeres le
brecambio.
267
ios Mares —
escribe en su Carta primera que Solano le
dijo — «El Imperio trocó la enseña corsaria de Sir
:
268
275
la propia Sheherazad...
»Me detuve un instante embargado por la origi-
demás se ha perdido.»
Habrá que convenir, con Sir Richard, que los
cuentos de las Mil y una noches entraron en el Paraguay
por la puerta de servicio de Madama Lynch, no ya de su
incendiado palacio de Asunción sino de las tiendas de
campaña del cuartel general. Con lo que las guerras más
terribles, aun las un pueblo,
del holocausto de todo
siempre dejan un remanente cultural que con el tiempo
se acendran y se incorporan a la esencia de su identidad.
En el apéndice documental de las Cartas Burton
refiere, retrospectivamente, la captura de un globo de
reconocimiento aliado, acaso el mismo que el mariscal
le mostrara navegando plácidamente sobre la floresta
288
fuerzas invasoras.
Sobre el conde fue lanceado
historiado piano el
293
Ex nihilo nihil . .
294
y capellán mayor.
«Desde los lugares aún libres del invasor — in-
forma Sir Francis y Cochelet confirma, en casi textual
coincidencia — ,
llegaron nutridas caravanas de mujeres
mozas, un batallón entero de jóvenes concepcioneras y
de otras localidades del norte. Estos batallones de “pros-
titutas patrióticas” fueron enviadas, en los intervalos de
los combates, a convivir con los combatientes para dar-
les un poco de “felicidad” al filo de la muerte. No eran
rameras profesionales. Eran madres lactantes volunta-
rias. El cura Maíz interpretó correctamente la inversión
del mito nutricio. A
hombres-niños que iban a
estos
morir, esas mujeres-madres debían ir a brindar volunta-
riamente el postrer alimento que existía para ellos: la
felicidad del placer, el extremo éxtasis del sexo como el
único antídoto contra la angustia del fin último.»
«El cura Maíz no hizo otra cosa —arguye Bur-
ton, pero Cochelet condena con encendida indignación
este acto censurable —
que implantar, como una necesi-
dad de guerra en los frentes de combate, el tráfico sexual
que de hecho existía en las zonas “liberadas”: las viola-
ciones masivas, las brutales orgías a las que de hecho se
vieron forzadas las mujeres paraguayas por los invasores
en los territorios conquistados. Durante los cinco años
de guerra y los siete de ocupación por las fuerzas vence-
doras, la mujer paraguaya tuvo que asumir la prostitu-
ción —
la forma extrema de servidumbre, la del sexo —
como la única manera de escapar a las violaciones en
masa y de sobrevivir en la retaguardia.
«El precio en especies por cópula era ridículo
pero mágico: dos bolachas, un poco de sal y de azúcar,
una tira de tasajo. Las más bonitas y menos esqueléticas,
elegidas por los oficiales, eran más afortunadas. A veces
recibían raciones de carne vacuna recién faenada. Tal era
la tarifa variable en que su sexo estaba tasado. Este co-
293
— Ah..., ya entiendo...
sargento.
—Vine tomar unas fotos al terrorista que
a
mataron en el aeropuerto. Tengo que hacer un informe
para el congreso.
—Muéstreme su autorización del jefe de Policía.
Le dije que no que no se me hubiera
la tenía,
chipás de Pirayú.
El TAV es obra de Sir Charles Percival Farquhar II,
de circuito cerrado.
317
* ¡Matemos a la Madama!
318
y pintor.
321
acento vindicativo.
323
—
Mi padre consiguió en la Técnica que le de-
volvieran las fotos de usted —
me tendió triunfalmente
el rollo.
y arrugando el morro.
Las supuestas fotos del cadáver de Pedro Al-
varenga no eran tales. Sólo se veía en ellas el amasijo de
un cuerpo destrozado en la tortura y fotografiado desde
diversos ángulos: no eran más que reproducciones de al-
guno de los cuadros que acabábamos de ver en «El jardín
de los magnicidas». Tomé la intencionada atención co-
mo una advertencia de la Secreta. Tuve que pagarle de
todos modos al botones la suma convenida. Me puso el
brazo al cuello y me hizo agachar la cabeza. Creí que iba
a soplarme algún aviso confidencial. Me introdujo la
lengua en el orificio de la oreja con el beso golondrino de
327
—
Le agradezco su atención... dije tartamu- —
deando.
—
Espero que la buena nueva sobre su ex alum-
na Paula Becker le haya tranquilizado a usted. Esta
328
331
fascinación?
Poco después de nuestra breve conversación, me
llamó Clovis para darme, según él, una «buena noticia».
—
La comisión organizadora me acaba de anun-
ciar que mañana, después de la reunión inaugural del
congreso, tu tiranosaurio nos recibirá a las 12 horas en
el Palacio de Gobierno para el besamanos previsto. Por
Querida señora:
de Anzos, S. A.
buen labrada (Madritl)
en el mes de diciembre de 1994
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TÍTULOS DISPONIBLES
EL NARANJO
Carlos Fuentes
0 . 679 - 76096-2
ARRÁNCAME LA VIDA
Ángeles Mastretta
0 - 679 - 76100-4
LA TABLA DE FLANDES
Arturo Pérez-Reverte
0 - 679 - 76090-3
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Juan
0- Carlos Onetti
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Ignacio Solares
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EL NARANJO
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LA TABLA DE FLANDES
Arturo Pérez-Reverte
LA TREGUA
Mario Benedetti
EL DISPARO DE ARGÓN
Juan Villoro
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EL DESORDEN DE TU NOMBRE Qm
5/5
CUANDO YA NO IMPORTE
Juan Carlos Onetti
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EL FANTASMA IMPERFECTO C
Juan Carlos Martini >
Los lazos invisibles y a veces indisolubles que unen
el amor y el odio, la ternura y la crueldad, se van
desplegando de manera casi mágica en la narrativa
/ I
novela estaba viva y de las cenizas de la anterior
ISBN 0-679-76092-X
5 1 6 9 5> U.S. $16.95
Can. $23.50
679 760924