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Introducción

A menudo oímos casos, nos enteramos, o vemos noticias de gente


que por algún motivo desaparece por un periodo de tiempo
determinado.

Jóvenes que huyen de sus casas. Niños que se alejan de sus padres y
nunca son encontrados. Niñas que salen a divertirse y no son
vueltas a ver. Amas de casa con el dinero de las compras, que se
toman un taxi a la estación o a la terminal más cercana y de
quienes no se tienen más noticias.

Lamentablemente en la mayor parte de las situaciones se trata de


ataques, robos violentos, violaciones, femicidios, muerte.

Pero finalmente, a la mayoría los encuentran, y aunque en muchas


ocasiones los resultados no son los esperados y las noticias no son
las mejores, al menos sus familias pueden dar cuenta de saber qué
fue lo que les pasó.

Después de todo, generalmente las desapariciones tienen una


explicación lógica. Aunque no siempre, no en todas las
oportunidades.

Tenemos la idea persistente de que el tiempo es lineal y siempre se


encuentra avanzando hacia adelante y de forma constante hacia
un punto infinito.

Pero la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una


ilusión que depende el punto de vista desde el que uno se encuentre

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observando. Por lo tanto el ayer, hoy y mañana no son siempre
consecutivos, aunque siempre están conectados entre sí.

El hallazgo

Son raras las cosas que uno recuerda. Imágenes, sonidos, olores,
sentimientos que nos acompañan durante años.

Como el momento en el que me di cuenta, al ver pasar a una


persona utilizando una, que no había aprovechado la oportunidad
de comprarme aquella campera de jean con la que había soñado
durante meses, en mi adolescencia.

Quizás no había otorgado la suficiente importancia a una época


que ya no volvería. Y es probable no le haya dado espacio suficiente
a esa etapa que quise superar rápidamente, como para poder
disfrutar de algo tan simple.

Aunque recuerdo cómo, en ese momento, no deseaba nada en el


mundo tanto como tener una campera así, como usaban los
artistas que me deslumbraban. Y que fuese mía.

De todos modos, nunca imaginé que ese punto en el tiempo podría


ser el comienzo del fin, o ese fin el principio de todo.

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El lugar

La ciudad de Trelew está ubicada en la zona noreste de la


provincia de Chubut en la Patagonia Argentina, a escasos 15
kilómetros del mar hacia el este, y a sólo 60 km de la ciudad de
Puerto Madryn con destino al norte. Hacia el oeste lo separan 600
kilómetros de la cordillera, cruzando previamente una hermosa y
extensa meseta. Mientras que hacia el sur lo separan poco menos
de 400 kilómetros para llegar a Comodoro Rivadavia.

Cuenta con un hermoso Valle que bordea el sinuoso Río Chubut,


que atraviesa toda la provincia y abastece de agua a cada una de
las localidades ubicadas a su margen.

El centro de la ciudad nació en torno a la estación de Ferrocarril,


que desde hace 60 años dejó de funcionar, y cuyas instalaciones son
puestas en valor como un viejo museo que cuenta la historia del
lugar y las hazañas de los pioneros galeses que eligieron este lugar
para escapar de difíciles situaciones de las que eran víctimas en sus
lejanas tierras.

A su alrededor aún hoy se puede observar el viejo cartel “Estación


Trelew” y restos de una vieja locomotora que solía unir en su
trazado todas las ciudades cercanas. También se erigen y se
conservan viejas construcciones que hoy conforman el patrimonio
histórico de la ciudad, como el Hotel Touring Club, el Banco Nación,
la capilla Tabernacl o el Salón San David.

En la actualidad, y a pesar de los años transcurridos desde su


nacimiento, entre los habitantes de Trelew se mantienen ciertos

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hábitos y viejas costumbres bien arraigadas que la construyen con
su propia identidad.

Y cuando uno ingresa al Hotel Touring por ejemplo parece ingresar


a una cápsula del tiempo y puede observar como en la enorme
barra de la cantina se mantiene firme una vieja caja registradora,
y cientos de botellas añejas ocupan las estanterías de la pared
trasera. Los grandes ventanales aún cuentan con inscripciones
propias a las del viejo oeste norteamericano, que con pintura
dorada enseñan el nombre del lugar. En su interior también se
observa una gran vitrina de madera con estanterías de vidrio
espejadas en las que también hay un importante número de
botellas de diversas bebidas. Y en la parte superior un gran reloj
antiguo marca la hora. Las mesas de madera y sillas de mimbre
pintado de blanco terminan por decorar este espacio del siglo
pasado.

La avenida principal cruza de norte a sur la ciudad y pasa


justamente por el viejo museo, el hotel y el Banco Nación. Sin
embargo, para llegar a la plaza principal, el municipio, el correo, la
iglesia y el colegio saleciano contiguo, uno debe adentrarse apenas
unas cuadras en la ciudad, a la margen derecha de la Avenida
Fontana, si es que uno la transita de norte a sur.

La economía principal de la ciudad estuvo relacionada justamente


con el ferrocarril en sus inicios, hasta que posteriormente al cierre
del ramal, una década después tuvo auge la industria textil, que
erigió a la ciudad como punto de referencia para distintos rincones

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del país, del que llegaban trabajadores dispuestos a instalarse en el
creciente lugar.

En la actualidad la situación es distinta y se buscan distintas


transformaciones económicas para reconvertir la ciudad y hacer
frente a una fuerte desocupación que la golpea.

El inicio

Esperó a quedarse sólo. Era domingo 8 de junio de 1986. Su familia


se había ido de paseo. En ese momento preparó todo sigilosamente.
Encendió el gas de las hornallas de la cocina del pequeño
departamento del centro de la ciudad. Fue a la heladera y tomó
una importante cantidad de pastillas recetadas que fue ingiriendo
sin control con un vaso con abundante cantidad de agua. Y como si
eso fuera poco tomó una cuerda, la colgó del techo, se subió a una
banqueta, la enroscó en su cuello, y se dejó caer.

Tres años más tarde, Marcelo -uno de sus hijos- acordó en uno de
los recreos de la escuela con sus compañeros, tres chicos y tres
chicas, ir a descubrir una parte del cine que no era abierta al
público, con el objetivo de lograr conocer la parte trasera de la
pantalla, pero principalmente de estar a solas con cada una de las
parejas.

Cuando sonara el timbre de las 17:20 de la Escuela de Comercio a


la que asistían a segundo año, se escaparían por el paredón que

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daba al patio trasero de la Escuela 122. Y de allí tomarían 25 de
Mayo para dirigirse al centro.

El viejo profesor de Matemáticas Federico Mac Burney estaba


escribiendo unas fracciones en el pizarrón, pero ante la consulta de
uno de sus alumnos, sabiendo su pasión por la teoría de la
relatividad de Albert Einstein, y la posibilidad de lograr un viaje en
el tiempo, rápidamente tomó el borrador y limpió todo lo previo y
comenzó a escribir fórmulas que él mismo había diseñado y que
describían un presunto método para lograrlo.

Incluso había publicado recientemente un artículo en la revista


escolar en la que se revelaba un estudio que había realizado
utilizando matemáticas y física.

“La gente piensa en el viaje en el tiempo como algo de ficción”,


decía a sus alumnos en pleno auge de la película de Robert
Zemeckis ‘Volver al Futuro’. Y señalaba que “generalmente uno
tiende a pensar que no es posible porque realmente no lo hacemos,
pero insisto matemáticamente, es posible”.

“Desde que HG Wells publicó su libro 'Time Machine' cien años


antes en 1885, la gente ha tenido curiosidad por viajar en el
tiempo. Y los científicos han trabajado para resolver o refutar la
teoría”, escuchaban atentamente y en silencio todos los alumnos.

“En 1915 Albert Einstein anunció su teoría de la relatividad


general, indicando que los campos gravitacionales son causados
por las distorsiones en la tela del espacio y del tiempo”, estaba
explicando el profesor cuando se escuchó el timbre que indicaba el

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final de la clase. En ese momento dio las indicaciones de la
posibilidad de encontrar más sobre el tema en la página 24 de su
publicación.

“Está loco”, decía Marcelo mientras enfilaba hacia la puerta de


salida del colegio en lugar de ir al taller de mecanografía que
ocupaba su horario hasta las 18.05. Atrás lo seguían Viviana,
Sandra, Rebeca, junto a Pedro y Mauricio.

Luego de escapar y caminar por varios minutos para llegar al


pasaje La Rioja, ubicado entre Rivadavia y Belgrano, calle en la que
se encontraba el cine. Rebeca aseguraba a Marcelo que se podía
ingresar por un portón y de esa forma llegar a la parte baja,
subiendo por una escalera de cemento sin terminar y empujando
una puerta diseñada originalmente como escape de seguridad.

Una vez adentro, ayudados por un encendedor fueron iluminando


el espacio que no era más que parte de una obra abandonada con
escombros en el piso, tablas, alambres y todo tipo de piedras.
Subieron los escalones hasta llegar a la puerta, que tuvieron que
forzar para poder abrir.

Entre risas, pero con nervios, hicieron silencio para corroborar que
nadie los hubiera escuchado. Tras unos segundos siguieron
adelante para llegar al lugar deseado, con una película en
proyección en la sala.

Una vez allí, se acomodaron y en unos cajones que acercaron


dispusieron algunas golosinas que habían llevado: maní con
chocolate y unos turrones de maní. Marcelo tomó de la mano a

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Rebeca y la besó. Lo mismo hizo Pedro con Sandra y también
Mauricio con Viviana.

En eso, sin querer, se les cayó una pequeña botella de vidrio de


gaseosa que sonó contra el piso y siguió girando por varios
segundos. Se escucharon pasos acercándose, posiblemente del
guardia de seguridad, por lo que rápidamente emprendieron la
escapada.

Todos en hilera corrían y bajaban los escalones a oscuras. Pedro


estaba relegado y antes del último peldaño saltó para avanzar más
rápido pero tropezó con una madera y al caer se lastimó la mano
con una piedra del piso. Todos salieron por debajo del portón que
sostenía Marcelo, pero Pedro no llegaba. Por lo que decidió
ingresar nuevamente a buscarlo. Se demoraron varios minutos,
pero regresó sólo Marcelo. No pudo encontrar a Pedro.

Fueron hasta la esquina de Italia y Fontana e ingresaron al Café


del Sol. Allí se sentaron todos en una mesa del lugar y no podían
dar crédito a la situación. ¿Qué pasó con Pedro?, se preguntaban.
“Venía atrás mío”, repetía Mauricio.

“Debemos volver a buscarlo”, insistía Sandra. “No podemos dejarlo


ahí”, suplicaba. “Vamos a volver”, dijo Mauricio. Y así lo hicieron.

Levantaron nuevamente el portón y se metieron uno a uno en el


lugar. Nuevamente se valieron de sus encendedores para iluminar
el lugar. Lo recorrieron lentamente y sin dejar ningún rincón por
revisar hasta incluso ingresar nuevamente en la sala del cine. No

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estaba ahí. Llamativamente no había rastros de él. Era como si se
lo hubiera tragado la tierra.

Vestía una campera de jean celeste, pantalón también de jean y


zapatos kickers marrones. Guantes y un gorro de lana rojos.
Pasaron las horas y nadie sabía nada sobre el paradero de Pedro.
Por lo que decidieron contarle a sus padres, quienes sin dudar
radicaron la denuncia en la Policía. Y si bien se realizaron
rastrillajes y se indagó a cada uno de sus amigos, no encontraron
más que uno de los guantes rojos que usaba Pedro en cercanías de
la escalera de cemento.

Conforme avanzaban los días la desesperación y la incertidumbre


tomó los medios de comunicación, quienes replicaban la llamativa
desaparición.

La búsqueda

Mauricio se levanta sobresaltado tras soñar con Pedro que le pedía


ayuda. Se sienta en su cama, se toma la cara, respira agitado. Sus
ojos se llenan de lágrimas. Mira a su mesa de luz y ve las pastillas
que le recomendó su psiquiatra, al que acude desde que su familia
entendió que era necesario para poder superar aquella pérdida.
Coloca dos cápsulas en su mano y las traga rápidamente. Su
remera está completamente sudada. Los primeros rayos de luz
comienzan a ingresar por la ventana, signo claro de que recién está
amaneciendo.

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Sale de su habitación y baja las escaleras hacia la cocina. Busca en
la heladera la leche y prepara un desayuno rápido con unos
cereales en una taza grande.

En la otra habitación de la casa su madre se despide de su padre,


que se va a trabajar a la oficina de Policía. Mientras se viste, ella lo
toma por la espalda y le pide que se quede un ratito más. Le quita
los pantalones y lo lleva a la cama nuevamente.

Mauricio tomó su mochila, su campera y salió de la casa hacia el


colegio. Tomó del patio trasero su bicicleta y comenzó su camino.
El cielo comenzaba a nublarse y todo indicaba que se avecinaba
una tormenta.

En el camino, mientras llegaba a cada esquina o cuando se detenía


en algún semáforo veía repetidamente el cartel de búsqueda que se
había pegado en cada poste de electricidad. La cara de Pedro le
recordaba el sueño en el que le pedía ayuda.

Al llegar al colegio e ingresar al aula, las miradas cruzadas con


Sandra, Marcelo, Rebeca y la propia Viviana, con la que se
encontraban distanciados, hacían que las horas prácticamente se
detuvieran y poca importancia la prestara a los contenidos
propuestos por cada docente.

Una vez concluida la jornada de estudio, debía ir a ver a su


psiquiatra. Le preguntó cómo se sentía:

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- ¿Hay algo que quieras contarme?, preguntó el profesional. Ante el
silencio de Mauricio, le dijo: - No me cuentes si no quieres. Vi el
informe de tu terapia. Te fue muy bien en la terapia grupal.

- Lo sigo viendo, replicó Mauricio.

- ¿En tus sueños? - ¿Por qué crees que lo ves?

– Dígamelo Usted. Es mi terapeuta.

- ¿Tomás tus medicinas?

- Creo que trata de decirme algo, aunque pienso que quizás son mis
ganas de volver a verlo.

- ¿Qué crees que pueda ser?

Tras fijar su vista sobre el médico, Mauricio desató toda su furia


contenida:

- ¿Qué creo que pueda ser?, ¿Por qué? ¿Por qué se fue? ¿Por qué no
hay ningún indicio de dónde pueda estar? ¿Por qué sucedió así?
¿Por qué no me tocó a mí? ¿Por qué carajos nadie lo puede
encontrar?

Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas y sus manos


cubrieron su cara mientras continuaba llorando sin encontrar
explicaciones.

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El medallón

Me llamo Ariel. Era una tarde agradable en la ciudad, a pesar de


encontrarnos en pleno invierno de 2019. Si bien la gente caminaba
abrigada, podía disfrutar aún del día.

Sobre todo en el hermoso predio de la Reserva Natural Laguna


Chiquichano. El sol brillaba en medio de las nubes grises que se
mezclaban con la suave brisa del sur.

Era 4 de agosto en Trelew. Pero se veían niños jugar. Y el sonido de


sus voces, en plena diversión, parecía como el último acorde
invernal para una bella melodía, presagiando quizás la pronta
llegada de la primavera.

Una armoniosa unión que sabía combinar paisaje -algo que


siempre invita-, un clima que lo permitía, con un espacio bien
cuidado, y la elección de una buena parte de la población, que la
prefería y siempre la escogía para realizar allí diversas actividades.

Quizás para llevar los niños a los juegos del parque, para hacer
deportes, disfrutar de algún espectáculo al aire libre, o adquirir
algún producto de los feriantes. En fin, todos ingredientes
necesarios para distenderse un domingo y disfrutarlo a pleno.

Sólo habían transcurrido seis meses desde que me había


comprometido con Lucía. Estaba feliz. Y durante los primeros días
del próximo año, nos casaríamos.

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Iba caminando por el sendero peatonal, en sentido contrario a las
agujas del reloj. Estaba a escasos metros del famoso cartel del
“Trelewazo”, en una rutina habitual de caminata dominguera.

Calzaba ropa deportiva, zapatillas, buzo con capucha, y los


infaltables auriculares, que permitían que sonaran en mis oídos
una lista de canciones de los 80’s.

Marchaba con esa música que me remontaba a la adolescencia, con


canciones tales como “Patience”, “You Could Be Mine”, “Sweet Child
of Mine”, entre otras tantas que ya formaban parte de mi lista de
reproducción.

Venían a mi mente recuerdos de cuando concurría a algún asalto,


que eran esas reuniones de adolescentes en las que las chicas
llevaban la comida y los chicos las bebidas, y bailábamos hasta las
primeras horas de la madrugada.

Luces de colores dentro de variedad de latas de leche, o bien


lamparitas y celofán, y música enganchada en cassette, hacían del
ambiente algo similar a lo que después serían las noches del
boliche.

Avanzaba, entre recuerdos, por la costa norte de la Reserva,


cuando antes de llegar al anfiteatro, un haz de luz brilló en mis
anteojos y me llamó la atención.

Provenía aparentemente desde una de las piedras que conforman


el Rehue, espacio que el municipio había cedido a los pueblos
originarios para realizar sus celebraciones de cada año nuevo.

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Hacía un par de meses, justamente, se había conmemorado el “We
Tripantu” (“año nuevo” o “salida del nuevo sol”), la celebración
más importante del pueblo Mapuche.

Pretende recordar, entre otros puntos, que esta lengua es hablada


por centenares de miles de personas en todo el sur de la Patagonia,
tanto argentina como chilena.

Y por extenderse hacia los territorios dominados por Tehuelches,


no es un lenguaje escrito, por lo que debe mantenerse, preservarse
y difundirse, según sus creencias.

El reflejo llamó mi atención, y creí conveniente comenzar la


trepada para llegar al lugar, y ver de qué se trataba. Decidí subir
por uno de los lados del anfiteatro y recorrer los senderos que
derivan en la explanada superior aledaña al Rehue.

Una vez entre las piedras comencé a buscar qué podría haber
generado ese brillo que me llamó la atención. Y justo al lado de una
de las piedras, entremedio de un pequeño coirón, encontré lo que
buscaba. Un antiguo medallón, hecho aparentemente de manera
artesanal, de forma similar al de un escudo. Era muy bello. Lo tomé
entre mis manos y lo miré con atención.

Tenía una parte superior plana que se notaba dividida en tres. El


resto era curvo, con una gran piedra transparente de color verde
en el centro. Al mirarla a la luz se observaba un sinfín en su
interior, que brillaba como si fuera metálico, y una leve sombra a
su alrededor. Muy extraño.

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La parte metálica, en torno de la piedra, contaba con extrañas
inscripciones. Estaba intacto y con su collar colgante sin daños, por
lo que descartaba que eso pudiera haber generado la pérdida a su
propietario.

Aparentemente estaba hecho de plata. Además, a los laterales tenía


tres medallas de menor tamaño. Las extremas tenían una especie
de sol, con rayos circulares. Mientras que la más cercana al
medallón central contaba con una inscripción en forma de cruz con
cuatro puntos, como indicaciones cardinales.

El collar también merecía la atención. Estaba confeccionado con


pequeños tubos metálicos, y ubicados precisamente entre algunos,
se observaban unas pequeñas arandelas, desde las pendían las
medallas.

Asombrado por la belleza de la pieza y las figuras a su alrededor,


tuve el talismán en mis manos mirándolo atentamente por muchos
minutos.

Hasta incluso tuve curiosidad de sentirlo en mi pecho y sin dudarlo


me lo colgué. Abrumado por la energía del lugar y del objeto, que
ofrecía una sensación cálida en el pecho, decidí sentarme sobre una
de las piedras.

Tuve deseos de fumarme un cigarrillo. Tomé el paquete de mi


bolsillo, saqué uno, busqué mi encendedor y al momento de
encenderlo pité profundamente. Apoyé mi espalda sobre la roca
para descansar mi cuerpo, subí el volumen del celular, respiré

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profundamente, y me relajé. Tanto, que en pocos minutos cerré mis
ojos mientras seguía sonando la música en mis oídos.

En ese momento, sin poder percibirlo, el collar brilló y en el interior


de la piedra verde, el sinfín comenzó a girar y números brillaron de
forma cambiante.

De repente, el graznido de un ave me despertó. Me di cuenta que


me había dormido. Al despertar me sentí algo confundido. Miré a
mi alrededor, y si bien seguía en el mismo lugar, el entorno era
completamente otro.

Había desaparecido el Planetario, el barrio Armada, el Cementerio


municipal, no quedaba nada. Sólo había matas, flores y se sentía un
leve olor a humo.

Sorprendido, sin entender que pasaba, giré mi vista para ver el


resto de la ciudad, y pude ver como la fisonomía de la Laguna era
complemente otra, incluso parecía congelada. Todo era diferente.
Pero era el mismo sitio.

La ciudad había prácticamente desaparecido. Se veían galpones en


hilera y el Museo pero muy cambiado. Todo el predio de la Laguna
no estaba más. Reconocí a los lejos el reloj del Banco Nación, pero
no había nada que se me interpusiera.

No lo podía creer. No daba crédito a lo que veían mis ojos y creí


estar soñando. Abrumado, pero sin poder dejar de mirar lo que me
mostraban mis ojos, el cigarrillo cayó de mi boca entreabierta.

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Seguía con la música sonando en mis oídos. Pero rápidamente
tomé el celular, que figuraba sin señal, para apagar la música, y
meterlo nuevamente en el bolsillo.

Bajé mi capucha y me quité los lentes de sol. Y sin poder creer lo


que estaba viendo, comencé lentamente, entre resbalones, a bajar
la ladera.

Había barro, algo que no recordaba. Antes de llegar hasta la calle,


que ya no tenía asfalto, tuve que cruzar vías de tren. Tuve que
sacudirme las zapatillas por el barro acumulado. Y recién ahí
comencé a entender lo que estaba ocurriendo. Aunque seguía sin
poder creerlo.

La gente vestía rara, diferente, los hombres con sombrero. De


repente se escuchó un fuerte silbido y mucho ruido. Cuando absorto
vi el vapor y el tren pasando por el costado, deteniendo su marcha
algunos metros más adelante donde debía estar el Museo.

Sin dar crédito a lo que estaba viendo, seguí avanzando. Me detuve


a mirar, a mi derecha, un cartel de madera que decía “Estación
Trelew”.

Detrás venía caminando, a pasos acelerados, un hombre con una


carpeta en la mano y al pasar por mi lado vi cómo perdía uno de
los papeles. Era un ticket del tren. Lo recogí y corrí para
alcanzárselo. Pero al girarlo vi la fecha: decía 4 de agosto de 1929.

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Lucía y La Piedra

Fernando tenía 12 años de edad. Vivía en la zona sur de la ciudad.


Había nacido a mediados de la década del ‘70 y su pasatiempo
principal era distraerse con un barrilete que tenía estampadas las
Islas Malvinas, y que rezaba: “Son y Serán Argentinas”.

Cruzaba cada tarde la calle que dividía su casa de un terreno


baldío que se encontraba ubicado enfrente, donde años después se
construiría una escuela de nivel primario.

Dejaba tirada a un costado su bicicleta y se sentaba sobre un


montículo de tierra a remontar ese barrilete de forma romboidal,
junto a Gustavo, uno de sus amigos, además vecino que vivía a dos
casas de la suya.

Entre las charlas de los niños predominaban los estrenos


cinematográficos de Rambo, los Caza Fantasmas, o Volver al
Futuro, recientemente estrenada en la enorme sala del Cine
Coliseo, en el centro de la ciudad. Siempre elegían la tribuna
superior, que contaba con unas hermosas butacas de cuero verde,
no más allá de la fila 6.

En otras ocasiones hacían trincheras o chozas, ayudándose con


yuyos, chapas, maderas y gomas, que muchas veces eran traídos
desde otros de los que llamaban “campitos”, que no eran más que
terrenos baldíos cercanos, ubicados en la parte posterior de la
manzana en la que estaban sus viviendas.

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Y allí revivían varias de las situaciones que habían protagonizado
apenas años atrás durante la recordada noche del Alerta Rojo, que
en plena guerra contra los ingleses, había tenido en vilo a toda la
población de la ciudad.

Aquella jornada, cerca de la medianoche, un piloto argentino


olvidó, o dijo erróneamente por radio uno de los códigos que
utilizaban para identificarse, y el ejército creyó que se trataba de
un espía enemigo.

Inmediatamente se procedió al corte de la luz de la ciudad, y


comenzó a sonar la sirena de alarma en la pantalla del televisor,
que como siempre sucedía, tenía sintonizado Canal 7 de Rawson,
que era la única señal televisiva de aire, así como en la única Radio
AM que existía en el pueblo, Radio Chubut.

Raudamente, de un salto Fernando había tenido que ubicarse,


junto a su madre, bajo la intersección de los marcos de una de las
puertas de las habitaciones de la casa, provistos de frazadas,
mientras otros vecinos corrían a refugiarse al baldío.

Su padre no estaba en casa porque había ido a ver un recital de


Suna Rocha al gimnasio de mayor capacidad que existía en la
ciudad.

En medio del show musical, Carlos había visto con cierta atención
que sólo una tenue luz roja alumbraba el escenario, mientras que
en un intervalo entre canciones, el locutor señalaba por el
micrófono que se encontraban en Alerta Rojo, pero que el festival
iba a continuar, con una leve disminución en la potencia del sonido.

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Sin dudar, y percatándose de la importancia de la situación, tomó
su Chevrolet SS celeste y salió inmediatamente de regreso a casa.
Claro, en la primera esquina lo detuvo un control de policía que lo
obligó a apagar todas las luces. Por lo que, a oscuras a partir de
allí, se decidió a conducir más de treinta cuadras.

Estas historias, sin dudas, iban tornándose frecuentes en los juegos


de los chicos del barrio. Junto a Mauro y Javier corrían de una
trinchera a otra cerrando todos los espacios de luz con cartones,
chapas, cubiertas viejas y todo tipo de elementos abandonados que
pudieran encontrar, para lograr oscuridad. Pero Fernando no se
había imaginado jamás que sería protagonista de una historia sin
igual.

En una de las tantas corridas, escapando de las balas, que no eran


más que ruidos provocados por la boca de sus amigos desde
distintos puntos del mismo baldío, corrió tanto que se alejó lo
suficiente como para no escuchar más las voces de los chicos, que
significaba estar alejado del peligro de los disparos.

Claro que las armas utilizadas eran trozos de madera clavada, y


perfeccionadas con arduo trabajo contra alguna vereda áspera o
con algún cuchillo viejo que le sacaban de la cocina, generalmente
sin la supervisión de las madres.

Allí lejos, entre las matas, sintió el ruido como de un roedor. Era
habitual encontrarse con algún cuis, que solía salir raudamente,
con mucho susto, en busca de algún refugio. Sin embargo, esta vez
era diferente. El sonido crujiente, como de dientes comiendo alguna

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rama seca, persistía. Entonces, Fernando giró su cabeza para ver
detrás de sí, y observar de donde provenían los extraños sonidos.

Y allí vio, sorprendido, como un pequeño zorrito gris lo miraba


fijamente mientras con su pequeño hocico masticaba una rama.
Rápidamente el animal, lejos de asustarse, se movió hacia una
mata a unos diez metros, desde donde miraba atentamente los
movimientos de Fernando, como esperando que lo siguiera.

Allí su sorpresa fue aún mayor. Avanzó temeroso hacia el lugar en


el que lo esperaba el pequeño y bello animal, que tenía un pelaje
muy brillante y muy prolijo tal si se tratara de una mascota recién
aseada. Sus ojos eran marrones y su mirada penetrante, como si al
mirarlo fijamente quisiera decirle algo.

Pero cuando se acercó lo suficiente, fue que nuevamente salió


disparado y avanzó casi cincuenta metros hacia otro sector más
alejado del campo. Otra vez allí se detuvo y giró lentamente su
cabeza para mirarlo e insinuarle que no dejara de seguirlo.

Las cosas se estaban poniendo tensas y los pensamientos en su


cabeza brincaban de un lugar a otro, casi sin saber a cuál en
definitiva debía atender. Respiró profundo, una y dos veces, hasta
que finalmente decidió seguir avanzando. Miraba hacia atrás y
observaba cada vez más lejanos los movimientos de sus amigos,
que seguían animando una guerra, lo que un poco lo asustaba.
—¿De qué se trataba esto? — se preguntó.

Finalmente, cuando estaba otra vez en cercanías del gris animal,


que seguía inmóvil aguardando su llegada, éste de un salto se

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escabulló entre unos escombros de una vieja construcción
abandonada, a unos cuarenta metros de distancia. Allí lo perdió de
vista.

Con mucha intriga, pero no sin temor, aceleró el ritmo de sus pasos
y corrió hasta llegar a lo que quedaba de una platea de cemento.
Para su sorpresa, detrás de una columna se veía la sombra de lo
que parecía una jovencita.

Lentamente, pretendiendo no asustarla, Fernando fue dando pasos


en puntas de pie mientras un sudor frío le recorría la nuca y toda
su espalda.

Al aproximarse, la vio. Quedó inmóvil por la belleza de sus ojos


color turquesa, y su rostro pálido, suave y con un gesto adusto. De
una de sus rodillas corría un pequeño hilo de sangre, producto de
un raspón o alguna caída.

Enseguida, entonces, tomó un pañuelo, que su madre siempre se


encargaba de poner en uno de sus bolsillos, y que nunca había
tenido real utilidad. En ese momento pareció encontrar finalmente
un buen objetivo, y sin dudarlo lo humedeció con su propia saliva
para limpiar después la herida.

—¿Cómo te llamás? —preguntó Fernando casi hipnotizado por la


dulzura de su mirada. Al tiempo que replicó— ¿Qué hacés acá?

Mientras esperaba la respuesta de la joven que parecía un ángel, y


que se mostraba agradecida por el gesto, vio como detrás de una

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de las paredes traseras, se asomaba la pequeña cabeza del zorrito
que lo había llevado hasta allí.

—Es mi amigo —respondió ella—. No tengas miedo. Me llamo


Lucía.

—Estoy perdida, necesito me ayudes. No reconozco el lugar. Está


muy cambiado— agregó mientras lo invitaba a tomar rumbo norte
por el medio del terreno agreste buscando el centro de la ciudad.

Luego de cruzar la calle 28 de Julio, y de caminar por varios


minutos, Lucía le pedía insistentemente que no tuviera miedo, que
irían a ver algo increíble. —¿Qué día es hoy?—, preguntó Lucía
mientras avanzaban.

—Sábado— dijo Fernando.

—¿De qué año? — insistió ella.

—1986— dijo con voz cortada y mucha intriga, Fernando.

—ah! — susurró y se quedó callada mirando al frente.

Tras unos minutos de silencio y de sólo cruzarse varias miradas,


llegaron a un lugar, en un pasaje del centro, donde Lucía
observando que nadie la estuviera mirando buscó dentro de un
cantero, cuidadosamente tapado por unas ramas de un arbusto. De
su interior tomó un objeto y con él entre sus manos giró para
llamar a Fernando con un gesto convincente, dado que él la
aguardaba a metros de la entrada al pasaje, sobre la calle 25 de
Mayo.

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En cuanto Fernando se acercó y pudo observar de qué se trataba,
Lucía lo interrumpió le dijo: —yo no soy de acá. Mejor dicho, no de
esta época. Este es un medallón muy extraño. Y me trajo hasta acá.
Apreté esto verde que parece un botón, ese sinfín giró y todo se
empezó a mover. Me asusté, cerré los ojos, y acá estoy.

—¿En serio?—, preguntó inquieto Fernando, quien ya quería


apretar nuevamente ese botón mientras el zorrito se refugiaba
entre sus piernas, como sabiendo lo que sucedería.

—Vengo de 1943—, le dijo.

Tras la fastuosa conquista del desierto y la matanza


indiscriminada de habitantes de este suelo, muchos escaparon. Se
refugiaron en distintos puntos de la Patagonia, algunos en la
cordillera, otros en la zona costera.

Algunos ciudadanos de Trelew podían asegurar que en una


oportunidad, en el ferrocarril llegaron varios miembros del
gobierno a buscar rastros de una leyenda. Una historia que de boca
en boca fue contada por generaciones y que hablaba de un
chamán, que decía conocer lo que deparaba el destino para las
próximas generaciones. Y que se nutría de un objeto preciado,
antiguo, que fue heredado por varios loncos de algunas familias
originarias.

Nunca más se supo del tema y casi se transformó en un mito, una


vieja leyenda lugareña.

24
Sin embargo, en una de las mesas de mimbre del viejo Touring Club
dicen se escuchó alguna vez a un viejo hombre de dificultoso
castellano, raro vestir para la época, rasgos duros, pelo canoso
largo y piel oscura, asegurar que la “piedra” había sido traída
nuevamente a sus hijos. Claro, lo habría dicho después de haber
tomado varios vasos de vino.

Las palabras usadas habrían sido: Machi (Curandera), Yal


(Descendiente), Caupolican (Piedra Pulida), Une (Adelante),
Peumayén (Lugar Soñado).

El Tren

Dentro del tren venía Daniel, junto a su madre y su hermanita de


sólo siete meses de vida. Era Otoño de 1931.

Traía un pantalón de gruesa tela que no permitía movimientos


muy ágiles, y ropas tejidas con cuello largo y mangas que
permanentemente debían ser retraídas, porque tapaban sus
manos. Venía apoyado sobre una de las ventanillas por la que
ingresaba una fuerte brisa que volaba sus cabellos rubios.

Estaba ansioso por llegar porque deseaba que Amelia, su madre,


accediera a comprarle un auto que había visto a la hora de partir
en inmediaciones de la estación.

Era un auto bólido, de hojalata litografiada, pintado a mano de


color rojo con vivos amarillos y figuras troqueladas del conductor
una acompañante. Sus ruedas eran negras, tenía un resorte

25
mecánico de cuerda, y en la punta delantera se podía observar el
dibujo de la parrilla que cubría el motor. Y lo más importante,
tenía pintado el número “1” en los laterales.

El sonido de los rieles crujientes, cuando se acercaba la formación


del tren, se escuchaba desde lejos. Incluso más allá de la Laguna. Y
eso que estaba a más de cuatrocientos metros de la estación.

Desde ahí hasta el sitio en el que se situaba uno de los dos viejos
muellecitos, había otros quinientos metros aproximadamente.
También el estridente pitido de la bocina era tradicional sonido de
la ciudad. O el ruido de los frenos y el vapor al llegar a la estación.
A La Laguna, como se la llamaba en ese entonces, los chicos solían
utilizarla en invierno, cuando las bajas temperaturas congelaban
buena parte del ojo de agua ubicado en el corazón de la ciudad.

Dentro del tren se escuchaba el ruido de las uniones de los rieles


mientras transitaba por las vías. Además crujían las paredes de
madera y se escuchaba cómo sonaba algún asiento por el peso de
alguno de los pasajeros.

No era caro viajar hacia Puerto Madryn, pero de todos modos, muy
pocas veces lo podían hacer. Quizás en época de verano para ir, en
sólo dos horas, a pasar un día a la hermosa costa de la ciudad
balnearia, cerca de algún tamarisco.

De todos modos, en muchas oportunidades los habitantes de


Trelew preferían viajar hasta Playa Unión, ubicada a apenas unos
16 kilómetros, y disfrutar de la arena o las grandes olas.

26
En el asiento del tren, ubicado delante de ellos venía un hombre
mayor, que despedía de sus ropas un fuerte olor a naftalina.
Mientras que de más atrás se sentía intenso aroma a tabaco de un
par de hombres que venían fumando y que tenían pinta de
importantes, ya que vestían cuidados trajes marrones.

Sin embargo, ese fuerte olor a cigarro le generaba sensaciones de


incertidumbre, de pocas ganas de volver a casa. De tener que
soportar los permanentes gritos o mal humor de Mario, que a pesar
de haber sido elegido como pareja por su madre, no era de su
agrado, y mucho menos de sus hermanos. Había visto incluso como
intentaba aprovechar la oportunidad de cambiar los pañales de la
niña para tocarla de manera inapropiada, o que al menos llamara
la atención del pequeño Daniel.

Y cada vez que tomaba alguna copa de más que le servía Juan, el
mozo del bar, Amelia elegía salir voluntariamente de casa con los
niños y tomarse el tren hacia cualquier destino.

Claro que después tenía que dar largas explicaciones, aunque a un


Mario ya más sobrio y con mejor capacidad de entendimiento.

Pesados bultos hacían fila todos los días esperando ser cargados
para el siguiente tramo del viaje y gran cantidad de personas
esperaban sobre el andén, en cada arribo.

Muchas mercaderías del Valle llegaban permanentemente para


abastecer a algunos almacenes de la creciente población de Trelew,
que ya tenía más de cinco mil habitantes.

27
La idea de los viejos ferroviarios, muchos arribados por barco a la
ciudad oriundos de otros países, era llegar hasta la cordillera con
el tendido de las vías. Aunque había costado más de un año llegar
desde la costa de Madryn hasta Trelew.

También se pretendía ir hacia el Norte para desembocar en Sierra


Grande. Pero hasta el momento las obras se encontraban detenidas
pasando Las Plumas, hacia el Oeste, a unos 138 km de Dolavon,
porque algunos entendían que no se justificaba llegar tan lejos de
la línea de origen, porque no se lograría transportar suficiente
cantidad de pasajeros.

La casa de Daniel se ubicaba sobre Pasaje Tucumán, a escasos


metros de la calle principal, a la que las viviendas le daban la
espalda, puesto que los patios lindaban con ella.

No hacía mucho que se había inaugurado el Touring Club, que


había sido ampliado por su dueño con un gran salón de fiestas, al
que ocasionalmente había asistido la familia de Daniel, a una
recepción para uno de los nuevos integrantes de la compañía del
ferrocarril, que venía proveniente de Francia.

Las instalaciones eran sorprendentes, con agua fría y caliente en


los baños, con bidet, y una confitería de avanzada, cuyas mesas
eran frecuentemente utilizadas para realizar reuniones,
encuentros, y hasta para tomar decisiones importantes de
gobierno, por parte de altos funcionarios locales.

Esa tarde, tras el almuerzo receptivo, detrás de una de las


columnas de ingreso al lugar, mirando atentamente a través de

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uno de los grandes ventanales, sin llamar demasiado la atención,
Fernando tomado de la mano de una temerosa Lucía observaban
como Daniel miraba con ceño fruncido a Mario, que abrazaba
públicamente a Amelia, quien cargaba sobre sus brazos a ese bebé
de rubios cabellos.

Las marcas de la niñez

¡Pancho!, a tomar la leche, gritaba su madre desde la puerta del


patio trasero de la casa. Eran las cinco de la tarde y como sucedía
cada día, lo llamaba a merendar. Mientras jugaba a los pistoleros
con los amigos del barrio o corría por las calles de ripio con su
bicicleta verde, su madre ya tenía preparada la mesa para él y
algún pequeño amigo que se sumaría al té con leche y las tostadas
con manteca.

Esa pequeña bicicleta, de estilo paseo pero rodado 16, hacía días se
había apoderado de muchos de sus pensamientos. Se la habían
regalado los Reyes Magos el verano pasado. Tenía inscripciones
brillantes, y un portaequipaje genial en la parte trasera. Se podía
colocar cualquier cosa ahí atrás. Pero mejor aún, si era un
almohadón, para que se siente algún amigo. O para que
directamente vaya parado, tomado de los hombros, y así recorrer
juntos las calles del querido barrio.

Era una época en que la ciudad se encontraba atravesando una


especie de transición. La mayoría de los habitantes del lugar tenía
todavía estrecha relación con el viejo Ferrocarril Central del

29
Chubut (FCCC), que en 1961 había dejado de funcionar, y cuya
fundación se había producido en 1888. Todavía se escuchaba, en
cada conversación, en cada reunión, el comentario de
preocupación respecto de esa decisión, tomada hace un año atrás
por el presidente Arturo Frondizi, de clausurar la línea del primer
ferrocarril de la Patagonia, por entenderla deficitaria.

Junto con Adrián, Laura, “Cacho” y otro gran grupo de vecinos de


edades similares, “Pancho” jugaba carreras de bicicletas, en un
terreno baldío que estaba a unas tres cuadras de la avenida
principal.

Eran tardes de total inocencia. Los niños se divertían ruidosamente


en un circuito fantástico que habían construido con muchas horas
de arduo trabajo. Habían tenido incluso que tapar, por ejemplo, los
conductos de agua servida que salían de algunos pozos ciegos de
los vecinos, y que decantaban por unos canales, hechos a mano
especialmente, para que el desborde desembocara en el baldío y no
inundara los patios de las viviendas.

Y a centímetros de la pista de bicis había otra, que con peraltes en


las curvas, y algunos vados, era utilizada principalmente por todos
los chicos del barrio, para jugar interminables carreras de autitos,
en las que siempre ganaban Oscar Alfredo Gálvez, que ya llevaba
acumulados cuatro campeonatos de TC con Ford, o Dante
Emiliozzi, con la famosa “Galera”.

Eran autos que prolijamente habían sido diseñados con maderas,


latas y sunchos. Eran armados con mucha pasión, y sobre todo con
extremada paciencia. Competían para ver qué coche era el que

30
mejor quedaba ubicado en cada lanzamiento, y obviamente el que
mejor rendimiento presentaba en la pista de tierra apisonada, que
quedaba casi como si hubiera sido hecho de cemento. Las ruedas
también eran un trabajo importante, porque se hacían de madera
y había que pulirlas con alguna herramienta de algún padre, o
rasparlas suavemente contra alguna pared.

Pero en otras oportunidades Pancho jugaba sólo con Osvaldo. Y


solían hacer algunas travesuras, como correr carreras sobre los
paredones tratando de evitar caerse, empujado por el otro, sobre el
gallinero de una de las vecinas, que generalmente terminaba por
sacarlos a escobazos limpios, y la reprimenda: “no quiero volver a
verlos por acá”.

En cada charla, entre juegos, siempre salía la anécdota de Pedrito.


Era un amigo que en una ocasión llegó seriamente preocupado.
Venía con cara larga, y casi pidiendo disculpas por no poder pasar
todo el tiempo que hubiera querido en las eternas tardes de juegos.
Y les contó la anécdota que le había costado algún que otro chirlo
de su madre, que era reconocida por casi todos los chicos, como la
ojota más rápida del barrio. El profesor que tenía en cuarto grado
le había escrito en el boletín una rara leyenda, que decía
puntualmente: “debe estudiar más y jugar menos en la zanja”, a lo
que Francisco y Osvaldo terminaban riéndose a carcajadas,
muchas veces tirados en el suelo.

Otro de los baldíos que usaban para jugar era el que más adelante
ocuparía una de las canchas de tenis. En ese momento había un
potrero de fútbol, y unos piletones al costado del salón San David,

31
dónde se juntaban todos los “lustras”. Ahí jugaban al Paso Inglés
todo lo que ganaban. Y esa era una de las atracciones de los más
pequeños. No sólo para ir a ver cómo jugaban, sino para aprender
las primeras cosas sobre el sexo. Los “lustras” contaban todo.

Lo que nunca se iban a imaginar era que en pocos años todo el


lugar en el que se criaron y crecieron iba a ser demolido en pos del
denominado “progreso y modernización”, que según entendían los
gobernantes, era necesario para la ciudad.

Y así, como no todo era color de rosa, más allá de tener


mayoritariamente una infancia feliz, también había un par de
situaciones que mantenían ocupados los pensamientos de
Francisco.

Una tarde, mientras la radio de la cocina reproducía los sonidos de


uno de los tantos mensajeros al poblador rural, que su mamá
escuchaba a diario, su mente divagaba sin parar con pensamientos
que quizás pocos podrían entender. Hacía una señal de la cruz
imaginaria y suplicaba por favor que no se hicieran realidad
algunos de los pensamientos que lo habían venido invadido
durante más de tres noches seguidas, ya sea despierto o en el más
profundo de los sueños.

Tenía como experiencia además, que en otra oportunidad, aquello


que se le había manifestado de esa forma, como pensamientos, o
sueños repetitivos, se había convertido en una triste realidad.

Esa perturbadora y primera situación se sucedió durante una tarde


soleada de verano. Mientras montaba su pequeña y hermosa

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bicicleta por las veredas del barrio, escuchó desde más de cien
metros los gritos desgarradores de su madre. El vecino trataba de
consolar a la perturbada vecina, mientras su papá intentaba salir
de la ducha, vestirse, y entender de qué se trataba aquello que
había modificado bruscamente la rutina de la veraniega jornada.

La mascota de la familia, “Buqui”, que había sido incluido como un


miembro más de la familia hacía más de tres años cuando apenas
era un cachorrito —hijo de una perra salchicha y un amigo de la
calle—, acababa de ser arrollado por un camión de repartos, que
salía a toda velocidad del almacén de la esquina. Con las duales
traseras terminó con la vida del pobre animal. Y justo sucedió
frente a los ojos de aquella señora, que sentada en el pequeño
paredón de la casa, disfrutaba de una tranquila tarde de mates con
los vecinos.

El niño pedaleaba con intensidad, pero parecía que las ruedas no


avanzaban lo suficiente. O más bien, que lo hacían en cámara lenta.
Así fue que al lograr llegar al lugar saltó de la bici en movimiento,
dejando que se fuera cayendo sobre la vereda lentamente. Y entró
bruscamente a la casa para ir al abrazo de sus padres en el centro
del comedor de la casita del barrio ferroviario, que tenía menos de
una década de construido.

Una sonora publicidad en la radio lo sacaba por un segundo de su


interior para devolverlo a la realidad y a las súplicas que no dejaba
de realizar. Sus padres se habían acostado. Y él no se había
animado a contarles lo que su mente le había mostrado en esta

33
ocasión. Temía que lo tomaran por loco, o simplemente
descreyeran de sus palabras.

Sin embargo, pocos días después, respetando cada detalle, se


volvieron a hacer realidad, como un deja vu, cada una de las
escenas que había visto en sueños repetidamente.

Un día, con su inseparable amigo Osvaldo, compañero de macanas,


salieron a la hora de la siesta —previo acuerdo—, con la idea de ir
nuevamente a escuchar las historias que siempre contaba Sheil, el
viejo maquinista que se había quedado sin trabajo hacía algunos
meses atrás.

Sheil, era un hombre solitario que generalmente pasaba horas


entre los galpones abandonados del ferrocarril, cerca de la Laguna.
Su cabello gris y largo, y su rostro presentaba duros rasgos, piel
tersa y oscura, y un diente metálico que le otorgaba un atributo
único y característico de su origen propio de estas tierras.

Algunas de las historias eran muy entretenidas y los pequeños


quedaban atónitos escuchando anécdotas de lo que le había
pasado, tiempo atrás, en algunos viajes hacia el paraje Alto Las
Plumas, mientras se realizaban trabajos en el tendido de la red,
que según aseguraba Sheil, tenían previsto llegar a la cordillera, e
incluso hasta Chile. Todo eso que parecía desvanecerse
definitivamente con el cierre del ramal.

El viejo Sheil repetía siempre una historia que hablaba del futuro,
que según contaba había visto en uno de sus fantásticos viajes en el
tren. “Todo se repite, es un círculo”, señalaba antes de quedar

34
pensativo en silencio por algunos minutos, y asegurar: “Estamos
acá, pero también allá”.

En otras oportunidades, las historias se tornaban largas y, a veces,


poco interesantes. Particularmente para Pancho, aunque no así
para Osvaldo, que seguía atento a cada detalle.

Una tarde, pasando el gran puente giratorio, mientras “Osval”,


como Pancho lo llamaba, escuchaba la historia de Sheil, Francisco
se apoyó, con algo de sueño, contra uno de los laterales de la
locomotora (una 0-4-0T Orenstein y Koppel de 1936), que esperaba
casi expectante que encendieran nuevamente su caldera para
echarse a correr por las vías hacia el Oeste.

Y fue allí, cuando tuvo una nueva visión, recordando otro sueño que
se le hacía repetitivo, y que tristemente, se haría realidad pasando
la Navidad.

Su padrino había venido de visita con el objetivo de convencer a sus


padres de ir a recibir el nuevo año en la austral ciudad de Río
Grande, en Tierra del Fuego. Allí era encargado de una creciente
fábrica de tejidos.

Y luego de varias charlas consiguió su objetivo. Dos días después de


Navidad emprendieron el viaje de más de mil cuatrocientos
quilómetros, en un Siam Di Tella 1500 reluciente, que era furor en
el país por la gran cantidad de autos que producía la planta, y la
gran cantidad de obreros que empleaba. Algo que se escuchaba
fuerte por debajo del Paralelo 42, teniendo en cuenta el cierre del
ferrocarril y la necesidad de empleo.

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Es importante resaltar que la temperatura entre el Pueblo de Luis,
como llaman a la ciudad por el nombre de su fundador Lewis Jones,
y la de Río Grande varía en esa época del año en más de 20 grados
centígrados. Y se notaba.

Luego de disfrutar días agradables en la triangular tierra del fin


del mundo y de pasar por primera vez una fiesta de fin de año en la
provincia más austral, llegaba el momento de emprender el
regreso. El “portugués”, como llamaban al correntino con tonadas
que mezclaban guaraní con portuñol, se había comprometido a
regresarlos a su ciudad de origen.

Pero un inconveniente de último momento en la firma que lideraba,


lo obligó a cambiar los planes. De ese modo, contrató a un conocido
suyo para que, a modo de remis, los acercara desde Río Grande
hasta la hermosa Ushuaia. Y desde allí pudieran tomar un vuelo
que los enviaría de regreso hacia el aeropuerto de Trelew.

Pero al anoticiarse sobre los imprevistos cambios que se habían


producido, comenzaron los reproches y los pedidos, casi súplicas, de
Pancho a su madre para no subirse al auto que les repetía sería de
color verde y que los vendría a buscar al día siguiente.

Las miradas de sus padres se cruzaron con asombro, cuando


efectivamente al verse los primeros destellos del sol, brillaba la
verde chapa del vehículo que los había venido a buscar para
llevarlos a horario hacia el vuelo previsto para las 9,30. Es que ya
había visto, en su mente, exactamente las imágenes que después
tristemente se sucederían.

36
Tras pasar un montículo de tierra, recién removida por una
máquina vial que arreglaba el sendero pedregoso, que unía las dos
ciudades en aquel momento, el chofer no pudo controlar el
vehículo, que se fue del camino, embistió un talud y dio tres vueltas
en un accidente brusco, pero que por fortuna no produjo pérdidas
humanas.

Una vez más la cámara lenta se hizo presente en el momento del


impacto, con el que Francisco se despertó dado que se había
dormido sobre la falda de su madre. Veía volar por el interior del
coche, algunas galletitas, también empanadas, que habían sido
preparadas especialmente para el viaje por la esposa de su
padrino, la querida Paula.

Antes de finalizar los tumbos, un grito desgarrador de “¡Papá!” fue


despedido por su vivaz garganta. Y fue su padre, que en un lúcido
acto de repentización, abrió el vidrio lateral y salió rápidamente
para tratar de socorrerlos, luego de fallidos intentos de abrir la
puerta.

Su madre había sufrido un golpe en la cabeza, lo que le había


provocado un aplastamiento en una de las vértebras de su
columna, por lo que permanecía inmóvil dentro del vehículo. Algo
que después le significaría sesenta días de yeso desde la base del
cuello hasta la primera vértebra lumbar.

Pancho, quizás por el susto, rengueaba por un presunto golpe en la


cadera. Mientras que el chofer, agarrado nerviosamente del
volante, solo apelaba a decir: “mi auto, mi auto” y hacer referencias

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permanentes a la reciente compra y el especial trato que le
brindaba.

Sheil lo despertó ante los bruscos movimientos que hacía dormido,


claramente por estar inmerso en una pesadilla.

Y allí fue cuando retomó su historia en la que recordaba que había


conocido a una jovencita de apariencia angelical. Había ingresado
sigilosamente en la cabina del conductor del tren. Y en la parada
obligada en Gaiman, mientras cargaban uno de los vagones con
frutas y verduras que traerían a la ciudad, le contaba sobre la
hermosa tetera que sobresalía en el inigualable jardín de una de
las casas tradicionales de Té Galés que había sido visitada por la
princesa del país del dragón. “Me tomó del hombro y tocó un gran
medallón verde que colgaba de su cuello y allí estaba, frente a mí,
ese brillante lugar florido, con un pequeño puente de madera que
daba ingreso al frondoso parque en el que también había un
dragón y se veía a través de las ventanas a gente disfrutando de la
merienda”, relató haciendo hincapié que su sorpresa fue cuando en
un cesto de basura un hombre pasó por su lado y dejó un periódico
en el que pudo ver la fecha y quedar petrificado. Lunes 3 de abril de
2006 dice que leyó.

El camino de las rocas

El frío calaba los huesos. Pleno mes de agosto de 1923. Los dedos de
los pies se entumecían, las medias se sentían húmedas, la piel
cambiaba su tonalidad y se tornaba áspera, con los poros similares

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a la piel de una gallina. Las jarillas se acostaban con la intensidad
del viento sur, que a su pasar parecía sonar como un fino silbido. Y
un jote de cabeza colorada sobrevolaba el camino a unos 20
metros de altura con una mirada vigilante. Mientras seguía
avanzando a pesar de las condiciones, se venían a su mente las
preguntas lógicas ante la adversidad: ¿Qué estoy haciendo en este
lugar?, ¿habrá inventado todo mi imaginación?, ¿y si no tengo nada
que ver aquí?

A lo lejos se podía observar como una figura sobresaliente y


singular la enorme roca hacia la que se dirigía. Se trataba nada
más y nada menos que de Piedra Parada, a poco más de ocho
leguas de Gualjaina. El galope de su zaino hacia ese lugar se
encaminaba.

Había salido ya hace un día y medio desde el parador Alto Las


Plumas, hasta donde lo había traído el viejo ferrocarril. Viajaba
entre varios lugareños que volvían con la satisfacción de haber
vendido sus producciones. Pero venía ajeno, solitario, vagando
entre sus pensamientos.

Francisco, que a pesar de viajar observando el paisaje por la


ventanilla, tenía propósitos diferentes de la mayoría de los
pasajeros.

En 1970, con 19 años, había entablado una clara amistad con el


viejo Sheil. Durante mucho tiempo se encargó de enseñarle la
importancia de entender que la vida era cíclica. Todo se inicia con
la vida al nacer y volver a la madre tierra, una vez que se muere,
cierra el círculo.

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“El tiempo es un ciclo. No tiene que ver con nuestro tiempo lineal.
La naturaleza no cambia, sólo se renueva. El tiempo se renueva,
termina una jornada, un ciclo y se repite, siempre, de distintas
maneras, más fuerte o más débil como la Naturaleza. No es un
tiempo diferente, es el mismo tiempo que se va rotando”, le
explicaba Sheil.

Y le otorgaba un valor intrínseco a cada acontecimiento específico,


al apuntar “que ocurren en un momento del tiempo determinado,
pero forman parte de una estructura permanente. Esto significa
pasado, presente y futuro”.

“Existe un pasado vinculado a los ancestros, quienes proveen la


sabiduría, que ha sido entregada, y es un acto colectivo para su
continuación. Por eso yo te la hago saber para que vos la
perpetúes”, le dijo.

En ese momento, el viejo sabio Sheil lo invitó a dirigirse hacia la


vieja locomotora, que seguía sin conocer el calor de su caldera
desde hace años.

La abordaron, se sentaron y allí fue que abrió uno de los gabinetes


de a un costado de su asiento y tomó un viejo escrito en un papel
amarillento que fue abriendo pliegue a pliegue con mucho cuidado.
Era una carta de Fernando, que había guardado muy bien durante
años, sin mostrarle nunca a nadie por entender que no era el
momento oportuno para hacerlo.

40
Se generaban cientos de inquietudes en su mente. Estaban todas
relacionadas con poder conocer el paradero de su amigo, de quien
no sabía nada desde hacía años.

Hablaba del hermoso lugar en el que se había radicado para


comenzar a dar clases, en la que sería la escuela de Piedra Parada,
y en la que –según contaba- “había muchas cosas interesantes para
poder ver y creer”. Y aclaraba, o más bien casi suplicaba que nadie
supiera de su paradero, y que por ningún motivo nadie fuera a
buscarlo.

Sin embargo, a pesar del pedido, Sheil sabía bien lo que había
sucedido y tras mucho tiempo analizándolo, había tomado la
decisión de contarle a su entrañable amigo para que fuera a
impedir que todo siguiera ese camino sinuoso que podría cambiar
el curso del futuro.

Junto al escrito, que guardó prolijamente respetando cada pliegue,


lo colocó dentro de un folio de nylon y se lo entregó junto con un
medallón verde. Tras explicarle cómo funcionaba y lo que debía
hacer, lo tomó de la cabeza cariñosamente y lo besó en la frente.

“Que Temaukel (Ser supremo) y Wataulwineiwa (Arco Iris que


conduce al otro mundo) te guían y protejan”, le dijo.

Si bien tenía claro su objetivo y sabía bien por qué había accedido
al pedido de su viejo amigo Fernando, de dirigirse a la meseta para
conocer este particular paraje, las adversidades del viaje lo hacían
dudar de su decisión.

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En el camino de las rocas, conocido como Rocky Trip, el viejo Alipio
De la Lama le había prestado, la noche anterior, un espacio en su
ranchito casi a mitad de camino, antes de llegar a Los Altares. A
apenas unos 200 metros pasaba el río, por lo que era un sitio muy
oportuno para hacer una parada. Era en la rústica construcción de
don Alipio, donde el hispánico comerciante tenía apostado un local
de ramos generales para que los viajeros a la cordillera pudieran
abastecerse. La idea era superar el frío y pasar allí la noche.
También compartir una sopa de puchero de capón, que
especialmente había preparado el anfitrión, y que servía para
recomponer las fuerzas para seguir el viaje.

Esa noche, ya en su aposento, ese momento con Sheil había


ocupado buena parte de sus pensamientos sobre esta decisión de
haber abandonado la tranquilidad de la ciudad, de su tiempo, para
emprender este largo y tedioso viaje.

Poco tiempo después de pasar por el almacén del gallego de Rocky


Trip, el 17 de enero de 1927, en ese camino de mucha roca y con
una fuerte pendiente que era utilizada para que los burros, mulas y
caballos pudieran tomar agua, y los viajeros poder descansar, un
forastero desconocido produjo el final sangriento de la vida de Don
Alipio, aparentemente por una cuenta que se negó a pagarle. Allí
mismo incluso, yacen los restos del bolichero español, al costado del
camino, en un modesto sepulcro. “Recuerdo de sus amigos”, reza la
placa en el lugar.

Por ese lugar, era común escuchar el crujir de las ruedas de los
carros y las chatas, que cargados con mucho kilos de avanzadas de

42
progreso y riquezas de la ganadería lanar, eran tironeados por los
burros y las mulas, que los sujetaban por atrás. Era para poder
bajar por el rocoso y empinado desfiladero hasta llegar a las costas
del río. Manso esfuerzo el de las bestias que con los ojos
preocupados intentaban en vano clavar las pezuñas y retroceder
para no caer por el peñasco. También improvisados frenos se
colocaban sobre las maderas de las llantas para colaborar un poco,
algo que terminaba por dejar señales en las fatigadas piedras que
a diario eran testigos del cadencioso transitar de muchas tropas.

También frecuentes eran las discusiones entre los forasteros, que


muchas veces cansados por el tramo recorrido, y otras tantas por
la cantidad de vino ingerido, terminaban a las piñas o con alguno
pelando un facón o hasta algún revolver.

Solitario, el español contaba en el lugar con una envidiable


biblioteca, muy bien provista, que de alguna manera compensaban
los sacrificios de la soledad y de las largas horas y días en ese
inhóspito paraje.

Debía seguir, quizás buscando así una lógica explicación, estando


en este frío invernal de 1923, varios de los relatos que varias veces
había transmitido durante años a sus amigos sobre aquellos deja
vu, o errores en la Matrix, como también lo decía siempre en chiste.

Francisco siempre había tenido raras sensaciones, desde niño, en


las que generalmente en sueños escuchaba gritos desgarradores, y
ruidos de pasos corriendo desesperados, buscando salvar sus vidas,
resbalones entre las piedras y silencios abruptamente

43
interrumpidos por el estampido de una bala disparada desde
alguna escopeta.

Justamente esa clase de situaciones que habían invadido su mente


cuando era niño, ahora quizás tendrían su explicación en el viejo
oeste de la provincia, precisamente en el cañadón de las buitreras.

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