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EL CONTROL PARLAMENTARIO (II): MOCIÓN DE CENSURA Y

CUESTIÓN DE CONFIANZA

Fernando Santaolalla López (Iustel, Madrid, 2002)

1. Introducción: control político y jurídico del poder ejecutivo

La segunda función del Parlamento es el control del poder ejecutivo,


consistente en la vigilancia y corrección de sus actos y omisiones. Obedece a
una exigencia ineludible del Estado de Derecho, como es asegurar que el poder
ejecutivo se comporte convenientemente. Pues de los tres brazos del Estado es
éste el que representa mayor amenaza para los principios de dicho Estado, en
la medida que es el que acumula más poder y, en concreto, el que resulta
depositario del aparato coactivo del Estado. De ahí la necesidad de que esté
sometido a control.

Pero, antes de proseguir, debemos explicar qué se entiende por control. En


términos estrictos, el control es la actividad que ejercita un sujeto para
comprobar que un acto o conducta de un tercero se adecua a un determinado
parámetro o norma, de tal forma que si se produce esta adecuación el acto o
conducta se mantiene, pero si no, entonces se imponen medidas correctivas o
anuladoras de ese acto o conducta o del propio controlado. En definitiva, el
control implica dos momentos: en el primero un sujeto comprueba y juzga una
actuación de otro; en el segundo adopta una medida de aprobación o
corrección de esa actuación, según el resultado del juicio haya resultado
positivo o negativo.

Este esquema es perfectamente aplicable al control del poder ejecutivo (y, en


su caso, a cualquier otro órgano). En este punto puede decirse que el mismo
está sometido a dos tipos básicos de controles: los jurídicos y los políticos.
Cada uno por su lado trata de que este sector responda a lo que se espera de
él dentro del Estado de Derecho. Los controles jurídicos comprueban el
sometimiento de los actos del ejecutivo a las leyes que rigen su actividad. Se
ejercen fundamentalmente por los tribunales de justicia y se traducen en una
declaración de ilegalidad y nulidad de los actos administrativos que no cumplan
esta condición. El juicio y la sanción correspondiente se emiten con un espíritu
de objetividad. Los segundos, los controles políticos, suponen enjuiciar la
actividad del ejecutivo desde una perspectiva política. Esto es, los actos son
valorados no por su conformidad con las leyes, sino con un parámetro
puramente político, como es su oportunidad o cualidad intrínseca. Interviene
decisivamente el juicio o preferencia personal del sujeto controlante. Y por
tanto la aprobación o rechazo de la conducta examinada depende de una
actitud subjetiva, parcial, pues es claro que de hecho coexisten
interpretaciones muy distintas sobre lo que es correcto o incorrecto
políticamente.

El control del Parlamento sobre el ejecutivo es fundamentalmente un control


del segundo tipo: no se apoya en consideraciones de legalidad, sino de mera
oportunidad. Se juzga la actuación del otro poder con la mente puesta en su
adecuación a unos parámetros o referencias puramente políticas. En
consecuencia la aprobación o la sanción de lo enjuiciado depende de
estimaciones subjetivas.

Esta circunstancia es expresiva de una superioridad, al menos formal, del poder


legislativo (o Parlamento) sobre el ejecutivo. Pues, si la función de este
segundo se refiere en sentido amplio a la ejecución de las leyes, quiere decirse
que el mismo ocupa una posición subordinada a la voluntad del primero. Pero,
además, el hecho de estar controlado por el legislativo, con la posibilidad de
que éste corrija o anule su actuación, supone una posición de inferioridad. Todo
control implica un poder del que lo ejerce sobre el que lo soporta. De este
modo aparece otra característica fundamental del poder ejecutivo dentro del
Estado de derecho: se trata de un poder subordinado, tanto por la índole de
sus funciones como por el hecho de estar doblemente controlado, políticamente
por el Parlamento y legalmente por los tribunales de justicia.

Aclaremos que esta superioridad del legislativo y la correlativa subordinación


del ejecutivo es puramente formal, esto es, tal y como las establece la
Constitución. En la práctica los hechos se desarrollan de modo muy distinto,
hasta el punto que es el Gobierno el que domina la vida del poder legislativo.
Ello se debe, al menos en los sistemas parlamentarios, como el español, a la
disciplina de partido, que hace que la mayoría del Parlamento esté
estrictamente sometida a las instrucciones del Gobierno, en la medida que este
último está ocupado por los dirigentes de los partidos políticos que forman esa
mayoría. Por eso es raro que el control parlamentario pueda traducirse en
medidas realmente correctivas o sancionadoras contra el Gobierno.

Sin embargo, esta inversión de las previsiones constitucionales en lo que la


realidad muestra no hace inútil a las primeras ni supone incompatibilidad
insuperable entre teoría y práctica. Aquéllas nos explican el mecanismo legal de
funcionamiento de un país y su vulneración puede llegar a ser sancionada
jurídicamente por los órganos apropiados (como sería el caso de un Gobierno
constituido ilegalmente). Por otro lado, los procedimientos de control
parlamentario, aunque raramente fructifiquen en una sanción efectiva del
poder ejecutivo, ofrecen algo sumamente importante, como es brindar ocasión
para enjuiciar públicamente la actuación del ejecutivo. Todos los debates
parlamentarios y, en concreto, los procedimientos de control ofrecen a la
opinión pública la ocasión de conocer a través de las críticas y censuras de la
oposición los errores y omisiones del Gobierno. Con lo cual el Gobierno, que se
siente vigilado, evitará hacer algo que pueda parecer incorrecto, ejerciendo así
un papel preventivo frente a posibles abusos. Por su parte, los ciudadanos
pueden de este modo formar su propio criterio sobre la actuación
gubernamental, lo que posibilita, si llegan a una conclusión negativa, que
cambien su sentido de voto en las próximas elecciones. El control
parlamentario equipara en alguna medida las bazas políticas que pueden usar
mayoría gubernamental y oposición para convencer de sus respectivos posturas
a la opinión pública. Por tanto la sanción o corrección que casi nunca se
desencadena en el corto plazo, puede aparecer a medio o largo plazo, cuando
los ciudadanos decidan retirar su confianza a la actual mayoría y dar paso a
una nueva. Desde esta perspectiva es evidente que los procedimientos de
control parlamentario sigan teniendo pleno sentido.

2. Controles parlamentarios, confianza y responsabilidad política del


Gobierno

Los procedimientos de control del Parlamento sobre el poder ejecutivo y, en


especial, sobre el Gobierno son variados. En unos casos pueden revestir forma
legislativa, como son algunas autorizaciones previstas en la Constitución
española (refundición de textos legales, ratificación de ciertos tratados,
enajenación de bienes inmuebles). En otros, acaso los más abundantes y
típicos, se presentan sin forma de ley. Entre estos se encuentran la moción de
censura y la cuestión de confianza. Ambos constituyen la forma más depurada
de control del Gobierno, en la medida que satisfacen simultáneamente otra
exigencia fundamental del sistema de gobierno parlamentario: la
responsabilidad política del Gobierno ante el Parlamento.

En un sistema semejante el Gobierno es responsable ante el Parlamento en la


medida que éste puede provocar su caída cuando no aprueba su gestión. Todos
los actos y omisiones del ejecutivo se enmarcan dentro de este principio. Pues
las relaciones entre el legislativo y ejecutivo están presididas por una relación
de confianza, que supone que el segundo sólo puede mantenerse en el poder
en la medida que cuente con el respaldo mayoritario del primero. La
responsabilidad política es el corolario de esta relación de confianza: el
Parlamento la exige y produce el fin del Gobierno cuando considera que éste ya
no merece su confianza.

La caída gubernamental puede deberse a causas diversas, de mayor o menor


importancia objetiva, pero todas ellas con el común denominador de implicar la
falta de apoyo mayoritario en las cámaras. Puede ocurrir mediante votaciones
que tácitamente implican la cancelación de esta relación de afinidad política,
como es la aprobación de una moción ordinaria descalificando al Gobierno en
algún aspecto importante, o la desaprobación de alguna ley o de algún crédito
considerado esencial para su política. De hecho esto es lo que ocurría en el
parlamentarismo clásico.

Sin embargo, en los sistemas de parlamentarismo racionalizado, como el


español, la exigencia de responsabilidad política tiene cauces específicos. En
particular, existen dos: la moción de censura y la cuestión de confianza. Ambas
decisiones del Parlamento están dotadas de los mismos efectos: la revocación
del Gobierno. La aprobación de la primera y la desaprobación de la segunda
determinan por imperativo constitucional (artículo 114) la caída del Gobierno.
Ello no quiere decir que no funcionen simultáneamente los procedimientos
clásicos de retirada de la confianza. Lo que ocurre es que la Constitución nació
con una manifiesta preocupación de evitar crisis ministeriales y la consiguiente
inestabilidad política. Para ello quiso encauzar la exigencia de responsabilidad
política a través de unos cauces específicos que evitasen la mayor facilidad que
ofrecía el sistema clásico. Pero, en definitiva, tanto éstos como los nuevos
procedimientos dependen a la postre de una circunstancia política, como es que
la mayoría se mantenga cohesionada tras el Gobierno. Si éste es el caso, como
de hecho ha ocurrido entre nosotros, no puede producirse la situación del
parlamentarismo clásico, pero tampoco los nuevos cauces específicos sirven a
estos efectos.

3. La moción de censura

3.1. Confianza parlamentaria y moción de censura

Una moción es una manifestación política por la que una cámara parlamentaria
expresa al Gobierno su aspiración, voluntad o deseo. La moción de censura no
es más que una de estas manifestaciones, caracterizada por encerrar una
critica sustancial al comportamiento del segundo. Lo cual supone una condena,
una censura, y de ahí su denominación de moción de censura. Como en los
regímenes parlamentarios el Gobierno necesita la confianza de las cámaras
representativas para mantenerse en el poder, la aprobación de una de estas
mociones implica que ese requisito no se da más, obligando al Gobierno a
dimitir. La moción de censura es, de este modo, y junto a la cuestión de
confianza, uno de los cauces específicos para exigir responsabilidad política al
ejecutivo.

Durante el último tercio del siglo XIX y buena parte del XX era frecuente la
retirada de la confianza a los Gobiernos, provocando continuas caídas de los
mismos y, en general, una situación de inestabilidad política.

Tras la primera guerra mundial, y como reacción frente a este estado de cosas,
se observa en todo el parlamentarismo occidental un movimiento tendente a
corregir el desequilibrio contrario al ejecutivo, mediante lo que se ha llamado el
parlamentarismo racionalizado, esto es, mediante la regulación de las
relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo, sentando unos límites y
unas condiciones a las facultades del primero.

Es entonces cuando surgen como categoría definida las mociones de censura,


que son mociones reguladas limitativamente en la medida que se proponen la
exigencia de responsabilidad política al Gobierno. Ejemplos de estos límites son
la exigencia de la mayoría absoluta para su aprobación, la necesidad de un
número mínimo de diputados para su presentación, el establecimiento de un
período de enfriamiento entre su depósito y su debate, el transcurso de un
cierto plazo desde la votación de la anterior, etcétera.

3.2. La moción de censura constructiva

El exponente más extremo de estas mociones limitativas de la censura es el de


las llamadas “mociones constructivas de censura”, caracterizadas por la
exigencia de que incluyan una propuesta de nuevo presidente del Gobierno.
Con ellas se cierra el paso a las mociones (y a las mayorías) puramente
negativas, que desembocan en la caída del Gobierno pero sin consideración
alguna a la posibilidad de formar un equipo sucesor. Se requiere ahora que las
mociones vayan acompañadas de un candidato a la presidencia gubernamental,
de tal modo que su aprobación conlleve la de éste como nuevo primer ministro.
La “destrucción” de un Gobierno va unida a la “construcción” de uno nuevo,
evitándose los paréntesis tan peligrosos sin ejecutivo. Y, desde luego,
desincentivándose la presentación de estas iniciativas, tan favorecedoras de la
inestabilidad política.

Se trata de una técnica inaugurada por la Ley Fundamental de Bonn, con vistas
a evitar la inestabilidad gubernamental que tantos estragos causó en el
régimen de Weimar. Su ejemplo sería seguido por otras constituciones
posteriores, como la española de 1978.

La contrapartida de la moción de censura constructiva es la fuerte limitación


que impone al Parlamento para poder exigir la responsabilidad política al
Gobierno. Son tan agravados los requisitos para su triunfo que la destitución
del Gobierno por las cámaras se torna cuestión muy ardua e incierta. Y, por
otro lado, las mismas barreras dificultan incluso que la oposición utilice la
moción de censura como un arma de crítica y desgaste contra el Gobierno y la
mayoría que le apoya. Con lo cual disminuyen los poderes efectivos de control
que deben corresponder al Parlamento.

Sin embargo, la inestabilidad gubernamental tiene unas raíces más profundas


que la mayor o menor permisividad constitucional. Son circunstancias
principalmente políticas, derivadas de la organización de los partidos y de las
pautas sociales de comportamiento, las que más influyen en la estabilidad o
inestabilidad. Por ello, la introducción de fórmulas legales tendentes a rectificar
esta situación sólo podía ayudar en grado pequeño. Los procedimientos
destinados artificialmente a impedir la repetida caída de Gobiernos han tenido
un éxito muy limitado. Como escribió MIRKINE-GUETZEVITVCH, “la experiencia
ha demostrado que la racionalización del parlamentarismo no ha asegurado en
ninguna parte ni la estabilidad del ejecutivo, ni la formación de un ejecutivo
fuerte, indispensable al buen funcionamiento del régimen parlamentario”.

Lo que realmente posibilita la estabilidad del ejecutivo es la disciplina y


cohesión de los grupos parlamentarios. Si la mayoría que apoya al Gobierno es
fuerte y disciplinada, las mociones de censura, aunque no sean constructivas,
estarán destinadas al fracaso y se evitarán las crisis gubernamentales. En esas
circunstancias, la presentación de mociones, carentes del incentivo de abrir
paso a nuevos gobiernos, tenderá a ser más esporádica.

Esta situación es típica del parlamentarismo actual, donde el elemento


hegemónico no es ya el Parlamento sino el Gobierno. Éste dispone de su
mayoría que, normalmente, aprobará cuantas leyes y decisiones puedan
favorecerle, y se abstendrá de votar las cuestiones que puedan perjudicarle. El
Gobierno, a través de la disciplina de partido, domina la vida de las cámaras,
por lo que éstas raramente aprobarán una moción de censura. Por eso, en
nuestro tiempo la inestabilidad gubernamental no es debida a la aprobación de
estas mociones, sino a factores extraparlamentarios, principalmente a la
ruptura de la unidad del partido gobernante o de las coaliciones que forman la
mayoría. Los casos de la IV República francesa y de la Italia de la posguerra
son patentes a este respecto, ya que la mayor parte de las caídas de gobiernos
se ha debido a la división de los grupos integrantes de esa mayoría. En España,
la dimisión del presidente Suárez en 1981, curiosamente tras haber superado
una votación de censura el año anterior, es otro ejemplo al respecto.

Además, estas técnicas constitucionales se han revelado como un intento de


poner puertas al campo. En la medida que cualquier votación importante puede
revelar la pérdida de la confianza parlamentaria, parece que si surge una nueva
mayoría en el Parlamento la misma podrá recurrir a este procedimiento tan
clásico y elemental para desencadenar la caída del Gobierno. Pues es claro, que
la introducción de este tipo de regulaciones no puede privar a las cámaras de
su derecho a votar como estimen conveniente en cualquier tipo de asunto. El
mejor ejemplo de esta condición, a la larga, superflua de la moción de censura
constructiva se produjo en la propia España en 1995, cuando la desaprobación
de los presupuestos generales del Estado para el año siguiente provocó la caída
del Gobierno y la convocatoria anticipada de elecciones.

4. La moción de censura en la Constitución española

4.1. Cámara competente y responsabilidad solidaria

El apartado 1 del artículo del artículo 113 de la Constitución española de 1978


otorga al Congreso de los Diputados la competencia para adoptar una moción
de censura. Se trata de un punto plenamente concordante con el artículo 108,
que establece que el Gobierno responde solidariamente ante el Congreso de los
Diputados. Siendo la moción de censura y la cuestión de confianza los dos
medios específicos para exigir la responsabilidad política, lo que hace el artículo
113 es reflejar armoniosamente este punto en la moción de censura.

Así, pues, el Senado no puede participar en esta función. Situación un tanto


chocante, pues no hay que olvidar que la inmensa mayoría de sus miembros
goza de la misma legitimidad democrática que los Diputados, al ser elegidos
por sufragio universal directo. Este origen hubiese justificado la misma
competencia. En cualquier caso, esta exclusión hace del Congreso de los
Diputados la cámara esencialmente política y confirma el protagonismo que le
viene de muchos otros preceptos (artículo 99, sobre la investidura; artículos 89
y 90, sobre el procedimiento legislativo, entre otros).

También el artículo examinado es consecuente con el 108, en el sentido de que


la responsabilidad política es de tipo solidario. Esto quiere decir que una moción
de censura, en cuanto tal, jamás podrá ser presentada con relación a uno o
varios ministros. Tendrá que dirigirse contra la totalidad del gabinete.
Indudablemente, el motivo que provoca la presentación de una de estas
mociones puede ser la actuación de un concreto ministro, y no hay ningún
inconveniente en que ello se reconozca expresamente en el escrito de
presentación de la moción o en la defensa de la misma en el debate
correspondiente. Pero, en cualquier caso, el petitum de la moción debe
alcanzar a todo el Gobierno.

Lo anterior no empece, a nuestro juicio, la posibilidad de las llamadas mociones


de reprobación individual de un miembro del Gobierno, esto es, mociones en
las que se censura a un concreto ministro y no a todo el Gobierno. Esta
posibilidad es una consecuencia de la libertad de debate y crítica del
Parlamento. Desde el punto de vista constitucional, la diferencia con la moción
de censura constructiva del artículo 113 es que, en caso de aprobación, la
destitución del afectado no tendría los efectos imperativos e inexorables del
procedimiento ahora estudiado. Sería una consecuencia a deducir y aplicar por
el presidente del Gobierno.

4.2. El carácter constructivo de la moción: el candidato a la presidencia

Siguiendo la pauta de la Ley Fundamental de Bonn, el artículo 113.2 de la


Constitución introduce en España el mecanismo de la moción de censura
constructiva. Esto es, no se admite el derribo de un Gobierno sin la simultánea
construcción de otro que le continúe. Por eso, la censura al Gobierno
constituido va asociada a la elección de un nuevo presidente del Gobierno y,
consecuentemente, la propuesta para lo primero debe incluir un candidato para
lo segundo. De este modo, se evitan las temidas mayorías negativas, aquellas
que se ponen de acuerdo para derribar a un Gobierno pero son incapaces de
hacer lo mismo para la elección del sucesor.

No insistiremos en las contrapartidas ya expuestas de esta figura. Sí que


procede advertir sobre otro inconveniente, consecuencia de que esta moción
conlleva la adopción de dos acuerdos en un mismo acto: censura al Gobierno
constituído e investidura del candidato a la presidencia del Gobierno. Siendo los
dos de suma importancia, el peligro de esa unidad de acto es que cualquiera de
ellos quede difuminado ante el otro, como ocurrió con la moción presentada
contra el presidente Suárez en mayo de 1980 y con la formulada contra el
presidente González en marzo de 1987, ambas escoradas del lado del
programa del candidato más que de la actuación del Gobierno existente. Con
ello el Parlamento deja de cumplir su deber de esclarecimiento de dos
cuestiones que interesan sobremanera a la opinión pública: por un lado, las
razones por las que el Gobierno merecería ser destituído; por otro, el programa
del candidato a la presidencia del ejecutivo.

Para nada se refiere el artículo mencionado a un supuesto requisito de ser el


candidato incluido en la moción miembro del Congreso de los Diputados. La
falta de mención de esta condición impide afirmar que la candidatura de
alguien que no sea diputado sea inconstitucional. Sin embargo, la lógica del
sistema conduce a esta conclusión. La candidatura de un no diputado resulta
discordante con las características del gobierno parlamentario y, por lo mismo,
claramente desaconsejable. Debería concebirse como algo extraordinario. La
moción de censura presentada en 1987 y en la que figuraba como candidato el
señor Hernández Mancha parece desmentir lo anterior. Sin embargo, cabe
pensar que una de las razones de su fracaso fue precisamente esta
circunstancia.

De otra parte, se exige un mínimo de un diez por ciento de los diputados para
formular mociones de censura. Frente a la pretensión de algunos sectores del
Congreso durante los debates constituyentes, en el sentido que también fuese
posible su presentación por un grupo parlamentario, cabe señalar el acierto de
la fórmula constitucional, pues en caso contrario se hubiese dejado la
regulación concreta de tan importante requisito al Reglamento del Congreso de
los Diputados. Se trata de una cuestión que, por afectar a la elección de los
gobiernos, es eminentemente constitucional, y, por ello, el lugar adecuado de
su regulación debe ser la propia Constitución. No habría sido criticable que la
Constitución requiriese, por ejemplo, la presentación por quince, veinte o
veinticinco diputados. En cualquier caso, el número de diputados que ha
prevalecido tampoco resulta criticable, ya que un décimo de una cámara que
cuenta al menos con 300 miembros (artículo 68.1) determina un número de
firmas que formalmente avala la seriedad de las mociones que se presenten.

Por su parte, el Reglamento del Congreso de los Diputados exige (artículo 175)
que la moción se presente en escrito motivado y, por supuesto, con la firma de
al menos la décima parte de los diputados. Corresponde a la Mesa decidir sobre
su admisión a trámite y posterior notificación al Presidente del Gobierno y
Portavoces de los Grupos Parlamentarios (artículo 176.1). Esa calificación por la
Mesa no puede ser más que desde el punto de vista formal.

4.3. El periodo de enfriamiento y las mociones alternativas

El artículo 113.3 de la Constitución establece que la moción no podrá ser


votada hasta que transcurran cinco días desde su presentación y la posibilidad
de formular mociones alternativas.

La primera de estas medidas constituye un período de enfriamiento para evitar


un voto apresurado de una iniciativa tan importante. Ese plazo de cinco días se
configura para concitar una decisión madura y reflexiva. Se trata de evitar que
una oposición puramente episódica al Gobierno, provocada por un
apasionamiento en los debates, pueda determinar su caída. Es, en definitiva,
una muestra más del parlamentarismo racionalizado de nuestro primer texto
legal.

Sin perjuicio de la oportunidad de esta limitación, el plazo de cinco días parece


excesivo. Si se exceptúa el precedente de la Constitución de 1931, que debió
influir en la fórmula vigente, se puede comprobar que las regulaciones de esta
cuestión en el Derecho comparado (Constituciones de Francia, Italia y
Alemania) establecen un plazo sensiblemente inferior. Téngase en cuenta que
la presentación de la moción puede engendrar una situación de incertidumbre
respecto al Gobierno constituido, por lo que conviene que se adopte cuanto
antes la decisión que la disipe. Si la mayoría se mantiene unida tras el
Gobierno no parece que se hubiesen derivado grandes males por no retrasar
tanto su debate. Y si - supuesto más difícil - apareciese una mayoría dispuesta
a apoyar la censura, el referido plazo puede aumentar la sensación de crisis.

El precepto examinado no especifica si el período de cinco días incluye o no los


inhábiles. Las consideraciones anteriores abogan por no excluirlos,
precisamente para no alargar más un plazo que puede resultar excesivo. Sin
embargo, en defecto de norma más precisa, resulta aplicable el artículo 90.1
del Reglamento del Congreso, que establece como norma general que los
plazos se computen por días hábiles.

La segunda determinación del artículo 113.3 de la Constitución , sobre las


mociones alternativas, no encuentra parangón en el Derecho comparado ni en
las Constituciones históricas españolas. Se trata de un requisito poco claro,
pues no es seguro si las mociones alternativas se refieren a las que tienen
distinta motivación que la previamente presentada, a las que presentan un
distinto candidato a la presidencia del Gobierno o a las cuestiones de confianza
planteadas por el gabinete.

No obstante, parece referirse a la posibilidad de presentar mociones con


distintos candidatos a la jefatura del Gobierno, con vistas a rectificar el
automatismo del voto de censura constructivo y la consiguiente dificultad de
debatir el programa político del futuro Gobierno. Así se desprende del artículo
176.2 del Reglamento del Congreso. De este modo, la cámara puede deliberar
sobre las posturas políticas simbolizadas por los diversos candidatos. De todas
formas, nunca se ha hecho uso de esta posibilidad en las de por sí escasas
mociones de censura presentadas, lo que parece confirmar lo superfluo de esta
previsión.

Su presentación según el Reglamento del Congreso queda sujeta al


cumplimiento de los mismos requisitos que la inicial, por tanto, a su
presentación por al menos una décima parte de los diputados, en escrito
motivado y con un candidato que haya aceptado aparecer como tal. El mismo
Reglamento dispone que el presidente de la cámara, oída la Junta de
Portavoces, puede acordar el debate conjunto de todas las mociones
alternativas, sin bien habrán de votarse separadamente y siguiendo el orden de
su presentación (artículo 177.3).

4.4. Discusión y votación de las mociones de censura

Esta materia está regulada en el Reglamento del Congreso (artículo 177). El


debate de la censura se basa en un primer turno de defensa de la moción por
uno de los diputados firmantes de la misma, sin limitación de tiempo, seguido
de la intervención del candidato propuesto, también sin limitación de tiempo, a
efectos de exponer el programa político del Gobierno que se pretende formar.

Tras el turno mencionado se produce una interrupción decretada por el


presidente del Congreso. A continuación, se abre turno de Portavoces de
grupos parlamentarios, por tiempo de treinta minutos cada uno, pudiendo
consumirse además turnos de réplica de diez minutos. Como se ve, no se
contempla ninguna intervención tras la defensa de la moción de censura, que,
en cambio, sí se hace para después del turno del candidato. En coincidencia
con el precedente sentado ya en 1980, esta regulación centra el debate en la
discusión del programa del candidato, mientras que la censura propiamente
dicha queda muy difuminada. En definitiva, se priva al procedimiento de su
última potencialidad política y se confirma su carácter de arma protectora del
Gobierno. La inversión respecto a lo que debía ser un mecanismo de control es
completa.

4.5. Aprobación por mayoría absoluta


Otro aspecto importante establecido por el artículo 113.1 de la Constitución es
la necesidad de mayoría absoluta para la aprobación de una moción de
censura, o sea, la concurrencia de al menos la mitad más uno de los Diputados.
Esta exigencia tiende a dificultar la aprobación de estas iniciativas, que es tanto
como decir a proteger al Gobierno.

En cualquier caso, este requisito se separa y llega a ser contradictorio con el


sistema de investidura instaurado en el artículo 99.3, ya que este último se
contenta a la postre con la mayoría simple. Se trata de un blindaje un tanto
gratuito que se concede al Gobierno o, mejor, a su presidente, pues si bastó la
mayoría simple para otorgar la confianza en la investidura el mismo rasero
debería aplicarse para retirarla. Además, es discriminatorio con el candidato
incluido en la moción, pues le afecta esta misma exigencia para el acceso a la
presidencia, mientras que su predecesor pudo beneficiarse de un régimen más
fácil.

La votación se realiza en su modalidad de pública mediante llamamiento, en


lugar de por alguno de los procedimientos ordinarios, por imponerlo así el
artículo 85.2 del Reglamento del Congreso. De presentarse mociones
alternativas, se dispone (artículo 177.6) que si se aprobase una de ellas no se
someterán a votación las restantes.

4.6. Prohibición de nuevas mociones a los firmantes

El artículo 113.4 de la Constitución dispone que, en caso de ser rechazada la


moción de censura, sus signatarios no podrán presentar otra durante el mismo
período de sesiones.

Se trata de una norma más exponente de ese parlamentarismo racionalizado


del que hace gala nuestra constitución (y que resulta a todas luces excesivo).
Se busca erigir una barrera frente a la repetición injustificada de estas
mociones, habida cuenta de su trascendencia política. La limitación no es otra
cosa que un mecanismo claramente disuasorio, cuya explicación teórica reside
en el deseo de evitar la inestabilidad que puede abrir el procedimiento de
censura.

En concreto, cuando la votación revela un rechazo por la cámara, este rechazo


hace presumir que la moción no estaba debidamente justificada y, por
consiguiente, se prohíbe su reiteración. En la lógica de la norma estudiada está
la consideración de que la carga de que se impone a los proponentes hará
abstenerse a aquellos que no estén seguros de su aceptación por la mayoría de
los diputados.

No obstante, el gravamen que se impone a los autores de mociones derrotadas


tiene un alcance muy limitado. Por un lado, la prohibición de presentar nuevas
mociones de censura se refiere al mismo período de sesiones, transcurrido el
cual recobran su libertad de actuación en esta materia. La consecuencia es que
unos mismos diputados, a lo largo de la legislatura, podrán presentar diversas
mociones de censura aunque resulten desaprobadas todas ellas.

Por otro lado, no se puede olvidar que los verdaderos pilares del
parlamentarismo de hoy día son los grupos parlamentarios y no los diputados
individuales. Por eso, la exigencia que se comenta tendrá un alcance efectivo
en los grupos pequeños, pero no en los grandes, esto es, en los que cuentan
con un número igual o superior al doble del exigido para presentar mociones.
En este último supuesto, si la moción resulta rechazada, el grupo interesado
podrá presentar otra, incluso durante el mismo período de sesiones, haciendo
variar tan sólo el nombre de los diputados firmantes. Es claro que esta
consecuencia no puede estimarse como discriminatoria, ya que un grupo con
numerosos miembros ha de disponer lógicamente de más ocasiones de hacer
efectivas sus facultades que los de tamaño más reducido. Pero, esta posible
argucia demuestra la inoperancia de esta restricción, pues no frena a los
grupos más numerosos de la oposición que, en supuestos normales, pueden
ser los más tentados en poner en marcha el procedimiento de censura.

4.7. Consecuencias de la votación de la moción de censura

El artículo 114.2 de la Constitución establece las consecuencias de la


aprobación de una moción de censura.

Por un lado, y conforme a su sentido más tradicional, “el Gobierno presentará


su dimisión al Rey”. En definitiva, el triunfo de esta iniciativa provoca el cese
del Gobierno. Como la responsabilidad es solidaria (artículo 108) no puede
extrañar que la responsabilidad se extienda a todo el Gobierno.

Por otro lado, y conforme al carácter constructivo de la moción de censura, el


candidato incluida en aquélla “se entenderá investido de la confianza de la
Cámara a los efectos previstos en el artículo 99”. No hace falta que el
candidato se someta a la votación de investidura según este último artículo,
pues la votación que ahora se contempla la implica de por sí. En realidad, el
procedimiento de la moción de censura constructiva (artículos 113.2 y 114.2)
es una alternativa a la investidura ordinaria. Se produce el mismo efecto -el
establecimiento de un presidente del Gobierno- pero a través de distintas vías.
Por eso, se comprende que se proceda inmediatamente a su nombramiento
como tal por el Rey.

Ni que decir tiene que si se rechaza la moción de censura el Gobierno se


mantiene. Puede que se produzca algún desgaste para el mismo. Pero también
cabe que esto repercuta en el grupo que la inicia, que sale derrotado de su
pretensión.

4.8. La moción de censura en la práctica

Tan sólo en dos ocasiones en los más de veinte años de vida constitucional se
ha puesto en práctica este artículo. La primera moción de censura se presentó
en 1980 contra el presidente Suárez, del partido U.C.D, y llevando como
candidato al señor González, del P.S.O.E. La segunda en 1987 contra el
presidente González y llevando como candidato al senador Hernández Mancha,
de A.P. Seguramente, vista la realidad política, ambas mociones no perseguían
otra cosa que desgastar al Gobierno existente y, en particular, a su presidente.
La primera pudo cosechar algunos réditos en este campo; la segunda, en
cambio, fracasó por completo a este respecto. Pero donde las dos fracasaron
fue en su propósito, al menos teórico, de cambiar el Gobierno de la nación.

También, durante todo este período ha existido una, en general, destacable


estabilidad política y gubernamental: práctico agotamiento de las legislaturas y
mantenimiento del mismo presidente del Gobierno y de la mayor parte de su
equipo. Sin embargo, sería muy arriesgado unir un hecho con otro, es decir,
presentar la estabilidad gubernamental como una consecuencia del
parlamentarismo racionalizado y, en particular, de la moción de censura
constructiva.
Las mociones de censura han fracasado porque tenían que fracasar. Pues, en
general, siempre ha habido mayorías disciplinadas y cohesionadas, a cuya
merced quedaban las iniciativas de la oposición y, por tanto, las estudiadas. La
disciplina de partido y las fuertes primas concedidas a los partidos victoriosos
por nuestra ley electoral ha determinado un Congreso escasamente
fraccionado, al menos comparado con otros sistemas proporcionales, y poco
propenso a mudar de mayorías. Con ello estaban ausentes las coordenadas
para el triunfo de este tipo de iniciativas.

Se ha confirmado así la escasa utilidad de estas obras de ingeniería


constitucional. Si un partido logra obtener la mayoría absoluta de los escaños
se formará, como de hecho ha ocurrido, un Gobierno sólido y estable. Para la
aprobación de una moción de censura sería necesaria una división en los
bancos de esa mayoría, posibilidad que la práctica revela como harto
improbable habida cuenta de la disciplina interna de los partidos. Si se tratase
de un Gobierno mayoritario pero de coalición, las posibilidades de triunfo
aumentan, ya que cabe la defección de uno de los partidos presentes en aquél
y su pase a la oposición. Pero aun así las posibilidades son bastantes escasas,
ya que la salida lógica a la ruptura de un Gobierno de coalición es que éste
presente su dimisión y que se inicie el proceso para la formación de un nuevo
Gobierno o la convocatoria anticipada de elecciones. Aunque no se trataba
propiamente de un Gobierno de coalición, algo parecido es lo que ocurrió en
octubre de1995 cuando el grupo parlamentario de CiU, hasta entonces
apoyando al Gobierno, votó en contra en los presupuestos generales del Estado
para 1996, lo que provocó la desestimación de estos últimos y la apertura de
una crisis política que desembocó en la disolución de las cámaras pocos meses
después. Si, por último, el Gobierno es unipartidista y minoritario las
posibilidades de que una de estas mociones prospere crecen todavía más. Pero
también aquí es previsible que, en cuanto se fragüe una mayoría alternativa, el
Gobierno se verá abocado a presentar su dimisión aun antes de que se tramite
una moción de censura, como ocurrió con el presidente Suárez en 1981.

Es sintomático que las dos únicas caídas del Gobierno acontecidas entre
nosotros han sido por factores extraparlamenterios y han sido resueltas … ¡a la
manera del parlamentarismo clásico! Por un lado, como se acaba de indicar, en
1981 el presidente Suárez dimitió ante la crisis interna de su partido, lo que
abrió un proceso de formación de un nuevo Gobierno. En 1995, al perder una
votación importante, el presidente González se vió obligado a disolver las
Cortes y convocar nuevas elecciones. En ambas ocasiones los dos presidentes
debieron sentir que estaban faltos de los necesarios apoyos para continuar
gobernando. La moción de censura constructiva se hizo irrelevante.

Si, al menos, la moción de censura hubiese carecido del carácter “constructivo”


se podría haber utilizado como instrumento de crítica del Gobierno. En la forma
en que quedó regulada, esto se hizo muy difícil. Por eso, podemos concluir
afirmando que la moción de censura, merced al principio mayoritario del
parlamentarismo actual, se ha quedado reducida a la categoría de símbolo, sin
verdadero poder efectivo.

5. La cuestión de confianza

La cuestión de confianza es un instrumento para la exigencia directa de


responsabilidad política que se debe a la iniciativa del propio Gobierno. De
hecho, es su distinto origen lo que la diferencia esencialmente de la moción de
censura: ésta es una iniciativa parlamentaria y aquélla lo es gubernamental.

Esta figura surgió históricamente como un medio de sacar adelante un proyecto


de ley en los términos deseados por el Gobierno, impidiendo al Parlamento
ejercer su capacidad de enmienda y discusión, citándose en este sentido la
cuestión de confianza solicitada por Mendizábal en 1835 en torno a la ley de
desamortización. Y surgió por vía de hecho, sin regulación legal que la
respaldase.

Esta iniciativa suponía que el Gobierno hacía de la aprobación de un texto legal


una cuestión de confianza, de tal modo que o se aprobaba éste en los términos
presentados o se abría una crisis gubernamental y la posible convocatoria
anticipada de elecciones. Por eso se llamaba también cuestión de gabinete, en
cuanto el gabinete o Gobierno vinculaba su permanencia a la aprobación del
texto sometido.

La cuestión de confianza se mantiene y llega hasta nuestros días, en


determinados países incluso asociada a la aprobación de un texto legislativo.
Así, la vigente Constitución francesa de 1958 la regula expresamente con este
alcance. En Italia, donde la Constitución calla al respecto, la praxis ha sido
claramente tolerante con esta modalidad de responsabilidad política y hubo que
esperar al Reglamento de la Cámara de Diputados de 1971 para llegar a un
mínimo de reconocimiento formal (el Reglamento del Senado del mismo año
seguiría guardando silencio). De acuerdo con esta regulación, la cuestión de
confianza puede plantearse con relación a diversos textos, legislativos o
políticos (mociones, resoluciones), introduciéndose dos límites: por un lado, la
observancia de un plazo de 24 horas desde su presentación hasta su votación;
por otro, la exclusión de ciertas materias (en general cuestiones claramente
internas a la cámara).

De este modo, la cuestión de confianza, aunque formalmente un procedimiento


de exigencia de responsabilidad gubernamental, acaba convirtiéndose en el
parlamentarismo clásico en un instrumento de refuerzo del Gobierno frente al
Parlamento. La cuestión de confianza permite al Gobierno bloquear cualquier
retraso o enmienda en la aprobación de una ley. La perspectiva de
desencadenar una crisis política en caso de denegar la confianza solicitada, con
el consiguiente riesgo de provocar una disolución anticipada de las asambleas y
unas nuevas elecciones, de resultado casi siempre inseguro, impulsa a muchos
parlamentarios a someterse con mayor o menor agrado a la demanda
gubernamental.

Por eso, es casi de lógica que este procedimiento haya surgido asociado a la
aprobación de proyectos de ley, en cuanto decisiones claramente
condicionantes de la actuación del ejecutivo. Poseyendo el Gobierno la facultad
de disolución del Parlamento y, desde luego, la de dimitir de sus
responsabilidades, no puede extrañar que blanda la amenaza de usar una u
otra, o las dos, para forzar al Parlamento a seguir sus recomendaciones
legales. Ninguna norma o principio constitucional parecen infringirse con ello.

No obstante, esta figura, tan propia del parlamentarismo que podríamos


bautizar como clásico, aparece descentrada en el moderno parlamentarismo
racionalizado y de partidos políticos muy jerarquizados. El uso de este
mecanismo se corresponde con sistemas de mayorías más bien débiles, con
grupos parlamentarios relativamente disciplinados e integrados. Pues la
cuestión de confianza no afronta el peligro de las críticas o iniciativas de la
oposición, por definición minoritaria, sino el de la debilidad de la mayoría.
Cuando en las filas de ésta aparecen fisuras o vacilaciones, la cuestión de
confianza actúa como un cemento cohesionante: los diputados de la mayoría se
ven forzados, aun a regañadientes, a votar a favor del Gobierno, pues saben
que la alternativa (nuevas elecciones) puede serles más costosa.

Por lo mismo, este procedimiento ocupa un lugar menos destacado en los


actuales sistemas parlamentarios de fuerte disciplina de partido, donde la
cohesión de la mayoría parece ahuyentar la situación política que en otro
tiempo o circunstancia conducía a su uso. La seguridad con que cuenta el
Gobierno de que sus propuestas y medidas serán respaldadas en términos
generales por la mayoría diluye la necesidad de recurrir a este expediente. Este
es el caso de España, como luego se comenta. Pero también de Alemania. El
artículo 68 de la Ley Fundamental sólo se ha aplicado tres veces, y dos de ellas
para un fin absolutamente atípico, distinto de la exigencia de responsabilidad
política: posibilitar la disolución anticipada de la Asamblea federal (Bundestag),
de otro modo inviable en dicho país. En 1972 y en 1982 la mayoría que
apoyaba al canciller votó conscientemente en contra de su cuestión de
confianza, para permitir la aplicación de la disolución prevista en el artículo
68.1. El Tribunal Constitucional Federal dio por buena esta práctica saldando
así la polémica que suscitó.

6. La cuestión de confianza en el sistema constitucional español

6.1. Antecedentes inmediatos

Además de los antecedentes históricos ya comentados, apenas merece


recordarse el efímero representado por la Ley de 14 de noviembre de 1977, de
regulación de las relaciones entre las Cortes y el Gobierno. En dicha ley se
regulaba de modo tan prolijo como desafortunado una cuestión de confianza de
iniciativa gubernamental: se iniciaba ante el Congreso de los Diputados con
relación a un proyecto de ley de alcance programático. A partir de ese
momento podía presentarse una moción de censura. En ese caso la moción
debía votarse por las dos cámaras. Y si se rechazaba por las dos entonces se
entendía que el proyecto de ley quedaba aprobado. Afortunadamente, y no por
casualidad, este sistema nunca se puso en práctica.

6.2. Requisitos constitucionales


El artículo 112 de la Constitución establece varias determinaciones sobre la
cuestión de confianza. Por un lado, la potestad para plantearla se reconoce al
presidente del Gobierno, y no al Gobierno como órgano colegiado. Requisito
enteramente congruente con el artículo 99 y el 113, pues siendo el presidente
el único que recibe la confianza del Congreso de los Diputados mal se
comprendería la intervención decisiva de otro sujeto. Esto es, si el Gobierno
fuese el llamado a adoptar esta iniciativa se presentaría ante el Congreso como
si fuese depositario de una confianza, que, por lo dicho, nunca recibió. Por lo
demás, esta previsión es enteramente afín al acusado liderazgo con que está
concebido el presidente en nuestro sistema.

Ciertamente, se dispone que el planteamiento de la cuestión de confianza tiene


que hacerse “previa deliberación del Consejo de Ministros”. Se trata de una
medida de enfriamiento, típica del parlamentarismo racionalizado de nuestra
ley fundamental, con la que se trata de evitar cualquier decisión
impremeditada, haciendo que el presidente se informe a través de personas tan
cualificadas como sus ministros de todas las consecuencias posibles.

La intervención del Consejo de Ministros es preceptiva, pero no vinculante. En


modo alguno el presidente está obligado a seguir su criterio. Y, además, el
presidente es enteramente libre - puede, dice el artículo - para iniciar o no este
procedimiento.

También es enteramente lógica, al menos si se parte de la perspectiva de los


artículos 99 y 108, el que la cuestión de confianza se someta y resuelva por el
Congreso, dejando al margen al Senado. La solución contraria exigía la
instauración de un modelo distinto, como el italiano, en que la confianza se
concede y retira por las dos asambleas.

6.3. Supuestos de hecho para la cuestión de confianza

Los supuestos que habilitan para presentar esta iniciativa son dos: sobre el
“programa y sobre una declaración de política general”. Conscientemente, se
excluye su planteamiento en relación con un proyecto legislativo, de tal modo
que su aprobación implique, como en el pasado, la de este último. No sólo no
se menciona, sino que un voto particular presentado con este fin durante la
elaboración de la Constitución no fue considerado, lo que revela el deseo del
constituyente contrario a esta posibilidad.

Esta privación de efectos legislativos ha sido valorada de distinta forma por los
comentaristas. A nuestro juicio, aunque resta cierta utilidad a la cuestión de
confianza, no deja de ser congruente con otras características del sistema
instaurado, de tal modo que su ausencia no parece resultar preocupante. Por
un lado, es congruente con el celo -a veces excesivo- con que la ley
fundamental protege las competencias legisladoras de las Cortes. Si, al amparo
de los artículos 82 y 86, existen amplias parcelas sustraídas a la legislación
delegada y a los decretos leyes, obligando así a su íntegra y directa aprobación
por las Cortes, no se comprendería que a través del “órdago” de la cuestión de
confianza pudiese forzarse a las mismas a la indiscriminada aprobación de
leyes en la forma propuesta por el Gobierno. Por otro lado, y en contraste con
lo anterior, el Gobierno se encuentra suficientemente protegido por la moción
de censura constructiva, por lo que sería excesivo el blindaje adicional de la
cuestión de confianza asociada a leyes.

Pero, sobre todo, es el sistema político y electoral instaurado el que impide


echar en falta esta medida. Aunque inspirado en una representación
proporcional, el hecho es que este sistema concede fuertes primas al partido
victorioso, alejando hasta cierto punto el peligro de gobiernos minoritarios o de
coalición, tan propios de la representación proporcional pura, y que serían los
más necesitados de disposiciones de este tipo. Además, las listas cerradas y
bloqueadas han configurado también unos partidos políticos sumamente
jerarquizados y disciplinados, por lo que no cabe temer, según confirma la
práctica, que el Gobierno se pueda ver desasistido de su mayoría de modo
regular.

De los dos supuestos admitidos para la cuestión de confianza, el relativo a “su


programa” parece referirse a la rectificación del programa inicial. No puede
entenderse como aprobación del mismo pues ésta ya fue conferida al amparo
del artículo 99. 3 o, en su caso, del artículo 113, haciéndose entonces del todo
superfluo. Pero es difícil precisar cuál es el momento en que la rectificación del
programa inicial se produce. Lo importante, más que el cambio de programa en
sí, es que el mismo no despierte ningún rechazo o crisis en el Congreso. Esto
querrá decir que la confianza parlamentaria se mantiene, que es lo realmente
importante. Cada votación en que las propuestas gubernamentales salen
adelante significa una revalidación tácita de la confianza parlamentaria,
haciéndose entonces innecesario su testimonio mediante la cuestión de
confianza. Circunstancia que explica que este procedimiento sea raramente
utilizado, como luego se verá.

Más imprecisa es la referencia “a una declaración de política general”. A falta


de otras precisiones, debe entenderse como expresiva de aquellas
manifestaciones o declaraciones que, sin afectar al programa originario, tienen
una trascendencia política considerable. En este sentido, puede imaginarse el
acaecimiento de un suceso inesperado (catástrofe natural, ataque bélico,
rebelión interna, repentina crisis económica) que no fue contemplado en el
programa inicial y exige, por su importancia, una toma de postura del Gobierno
cara a la opinión pública.

En los casos anteriores las circunstancias políticas pueden hacer inevitable el


planteamiento de la cuestión de confianza. Pero debe quedar claro que desde el
punto de vista constitucional no hay nada que obligue al presidente del
Gobierno a proceder de este modo.

Se ha señalado por algún sector que otro de los supuestos en que debería
solicitarse la cuestión de confianza es la presentación del programa del
Gobierno por un presidente investido automáticamente al aprobarse una
moción de censura, según los términos del artículo 114.2. Sin embargo, se
trata de una posibilidad que no armoniza muy bien con otras determinaciones
constitucionales. Téngase en cuenta que en este caso se producirían dos
votaciones - la de la moción de censura y la de la cuestión de confianza - lo
que haría muy complicado el procedimiento. Además, a tenor del propio
artículo 114.2, si se adopta una moción de censura el candidato incluído en la
misma “se entenderá investido de la confianza de la Cámara a los efectos
previstos en el artículo 99”, por lo que sería superfluo que se produjese una
segunda votación, amén de desvirtuarse el sentido de aquel artículo.

El Reglamento del Congreso de los Diputados desarrolla las previsiones


constitucionales y exige que la cuestión de confianza se presente en “escrito
motivado”, resultando presumible que dicho escrito se refiere bien al texto
íntegro del programa o declaración gubernamental, bien, únicamente, a una
síntesis del mismo, de tal modo que el grueso del programa o declaración se
exponga durante el debate parlamentario. Este escrito debe aparecer
acompañado de “la correspondiente certificación del Consejo de Ministros”, lo
que sin duda se refiere al cumplimiento del trámite deliberativo de este órgano.

Por su parte, el artículo 21.4 de la Ley 50/1997, del Gobierno, excluye que el
presidente en funciones pueda someter la cuestión estudiada. Por tanto, sólo el
presidente en plenitud de atribuciones dispone de esta facultad.

6.4. Debate, votación y aprobación

El debate de la cuestión de confianza está regulado en el Reglamento del


Congreso. Según su artículo 174, debe desarrollarse conforme a las mismas
normas del de investidura, lo cual supone, en esencia, la exposición de la
cuestión por el presidente del Gobierno, seguida de una interrupción y posterior
discusión con los Portavoces de los grupos parlamentarios. Finalizado el debate,
debe someterse a votación la cuestión de confianza, pero siempre que hayan
transcurrido veinticuatro horas desde su presentación, salvaguardia esta última
que actúa como un período de enfriamiento para evitar decisiones
impremediatadas.

Característica importante de la cuestión de confianza es la exigencia de


mayoría simple para que pueda entenderse otorgada (artículo 112
Constitución). La aparente o parcial incoherencia con el sistema de investidura
del artículo 99, denunciada por algunos, en la medida que este último
contempla una investidura por mayoría absoluta, no es más que consecuencia
de la desafortunada concepción de dicho artículo. Si las mayorías cualificadas
son o deben ser algo excepcional, como se desprende del artículo 79.2 de la
Constitución (“los acuerdos para ser válidos deberán ser aprobados por la
mayoría de los miembros presentes, sin perjuicio …”), habría resultado absurdo
que por mor de esta coherencia se duplicase el yerro, exigiendo también aquí
la absoluta.

En todo caso, el requisito comentado es congruente con el elemento decisivo


del proceso de investidura, a saber, la mayoría simple en la segunda votación,
pues la mayoría absoluta en la primera es una exigencia jurídicamente inocua:
si no se obtiene, puede procederse a la segunda votación por mayoría simple,
que queda a la postre como trámite decisivo.

Con la fórmula descrita se ha querido facilitar la estabilidad de los Gobiernos,


rebajando al mínimo posible los requisitos para entender que se sigue
manteniendo la confianza parlamentaria. Es cierto que un presidente del
Gobierno que obtuvo la investidura por mayoría absoluta y después confirma la
confianza por mayoría simple demostrará haber perdido parte de sus apoyos
originarios, lo que puede implicar un coste político cara al electorado. Sin
embargo, no hay nada reprobable en ello, ni legal ni políticamente. Es más,
debe asumirse como normal que el ejercicio del poder implique algún desgaste.
Si en la cuestión de confianza se alcanza la mayoría simple, se habrá logrado lo
que realmente importa: testimoniar que el presidente conserva la suficiente
confianza parlamentaria para seguir gobernando.

6.5. Consecuencias de la denegación de la confianza parlamentaria

El artículo 114.1 de la Constitución regula los efectos de la denegación de la


cuestión de confianza. Al desaparecer entonces el requisito esencial para un
gobierno parlamentario, las consecuencias son claras: el presidente del
Gobierno debe presentar su dimisión, lo que se entiende con carácter
imperativo, que además conlleva el cese de todo el Gobierno al amparo del
artículo 101.1. A continuación debe procederse a la formación de un nuevo
gabinete, comenzando por la designación del presidente del Gobierno,
siguiendo los trámites del artículo 99.

Con ello queda excluida la posibilidad de decretar la disolución de las cámaras a


raíz de una denegación de confianza parlamentaria, posibilidad que, en cambio,
ha tenido gran predicamento en el parlamentarismo, como medio de saldar una
desavenencia entre el legislativo y el ejecutivo: las subsiguientes elecciones
permiten que sea el electorado el que resuelva el conflicto entre ambos poderes
o que dirima la batalla entre las fuerzas políticas enfrentadas.

No se dice nada, sin duda porque apenas se necesita, sobre las consecuencias
de la aprobación de la cuestión de confianza: el Gobierno se mantiene y sale
del trance más respaldado de lo que podía estar antes.

6.6. La cuestión de confianza en la práctica

Las circunstancias ya aludidas de imposibilidad de presentar esta iniciativa


asociada a un texto legislativo y la fuerte disciplina de los partidos políticos han
determinado un uso no solamente escaso, sino acaso también anómalo de esta
figura. La falta de ventajas tangibles y la en general estabilidad en las filas de
la mayoría han hecho innecesaria su aplicación.

Tan sólo en dos ocasiones se ha hecho uso de la cuestión de confianza y, en


ambas, por circunstancias que no parecen corresponder a la necesidad de
reagrupar las fuerzas de la mayoría en un momento de crisis. La primera fue
sometida por el presidente Suárez en septiembre de 1980 y, según una opinión
muy difundida, buscaba contrarrestar ante la opinión pública el desgaste
sufrido meses antes por la moción de censura promovida por la oposición
socialista. La segunda fue presentada por el presidente González en abril de
1990 para subsanar la atípica votación de investidura al comienzo de la IV
legislatura, en la que no participaron todos los diputados como consecuencia de
unos recursos presentados contra los resultados electorales proclamados.

En definitiva, este uso tan esporádico y atípico de la cuestión de confianza


revela que se trata de una pieza de carácter secundario, de una figura
desencajada en la mecánica general del sistema.

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