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Santaolalla - Control Parlamentario
Santaolalla - Control Parlamentario
CUESTIÓN DE CONFIANZA
3. La moción de censura
Una moción es una manifestación política por la que una cámara parlamentaria
expresa al Gobierno su aspiración, voluntad o deseo. La moción de censura no
es más que una de estas manifestaciones, caracterizada por encerrar una
critica sustancial al comportamiento del segundo. Lo cual supone una condena,
una censura, y de ahí su denominación de moción de censura. Como en los
regímenes parlamentarios el Gobierno necesita la confianza de las cámaras
representativas para mantenerse en el poder, la aprobación de una de estas
mociones implica que ese requisito no se da más, obligando al Gobierno a
dimitir. La moción de censura es, de este modo, y junto a la cuestión de
confianza, uno de los cauces específicos para exigir responsabilidad política al
ejecutivo.
Durante el último tercio del siglo XIX y buena parte del XX era frecuente la
retirada de la confianza a los Gobiernos, provocando continuas caídas de los
mismos y, en general, una situación de inestabilidad política.
Tras la primera guerra mundial, y como reacción frente a este estado de cosas,
se observa en todo el parlamentarismo occidental un movimiento tendente a
corregir el desequilibrio contrario al ejecutivo, mediante lo que se ha llamado el
parlamentarismo racionalizado, esto es, mediante la regulación de las
relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo, sentando unos límites y
unas condiciones a las facultades del primero.
Se trata de una técnica inaugurada por la Ley Fundamental de Bonn, con vistas
a evitar la inestabilidad gubernamental que tantos estragos causó en el
régimen de Weimar. Su ejemplo sería seguido por otras constituciones
posteriores, como la española de 1978.
De otra parte, se exige un mínimo de un diez por ciento de los diputados para
formular mociones de censura. Frente a la pretensión de algunos sectores del
Congreso durante los debates constituyentes, en el sentido que también fuese
posible su presentación por un grupo parlamentario, cabe señalar el acierto de
la fórmula constitucional, pues en caso contrario se hubiese dejado la
regulación concreta de tan importante requisito al Reglamento del Congreso de
los Diputados. Se trata de una cuestión que, por afectar a la elección de los
gobiernos, es eminentemente constitucional, y, por ello, el lugar adecuado de
su regulación debe ser la propia Constitución. No habría sido criticable que la
Constitución requiriese, por ejemplo, la presentación por quince, veinte o
veinticinco diputados. En cualquier caso, el número de diputados que ha
prevalecido tampoco resulta criticable, ya que un décimo de una cámara que
cuenta al menos con 300 miembros (artículo 68.1) determina un número de
firmas que formalmente avala la seriedad de las mociones que se presenten.
Por su parte, el Reglamento del Congreso de los Diputados exige (artículo 175)
que la moción se presente en escrito motivado y, por supuesto, con la firma de
al menos la décima parte de los diputados. Corresponde a la Mesa decidir sobre
su admisión a trámite y posterior notificación al Presidente del Gobierno y
Portavoces de los Grupos Parlamentarios (artículo 176.1). Esa calificación por la
Mesa no puede ser más que desde el punto de vista formal.
Por otro lado, no se puede olvidar que los verdaderos pilares del
parlamentarismo de hoy día son los grupos parlamentarios y no los diputados
individuales. Por eso, la exigencia que se comenta tendrá un alcance efectivo
en los grupos pequeños, pero no en los grandes, esto es, en los que cuentan
con un número igual o superior al doble del exigido para presentar mociones.
En este último supuesto, si la moción resulta rechazada, el grupo interesado
podrá presentar otra, incluso durante el mismo período de sesiones, haciendo
variar tan sólo el nombre de los diputados firmantes. Es claro que esta
consecuencia no puede estimarse como discriminatoria, ya que un grupo con
numerosos miembros ha de disponer lógicamente de más ocasiones de hacer
efectivas sus facultades que los de tamaño más reducido. Pero, esta posible
argucia demuestra la inoperancia de esta restricción, pues no frena a los
grupos más numerosos de la oposición que, en supuestos normales, pueden
ser los más tentados en poner en marcha el procedimiento de censura.
Tan sólo en dos ocasiones en los más de veinte años de vida constitucional se
ha puesto en práctica este artículo. La primera moción de censura se presentó
en 1980 contra el presidente Suárez, del partido U.C.D, y llevando como
candidato al señor González, del P.S.O.E. La segunda en 1987 contra el
presidente González y llevando como candidato al senador Hernández Mancha,
de A.P. Seguramente, vista la realidad política, ambas mociones no perseguían
otra cosa que desgastar al Gobierno existente y, en particular, a su presidente.
La primera pudo cosechar algunos réditos en este campo; la segunda, en
cambio, fracasó por completo a este respecto. Pero donde las dos fracasaron
fue en su propósito, al menos teórico, de cambiar el Gobierno de la nación.
Es sintomático que las dos únicas caídas del Gobierno acontecidas entre
nosotros han sido por factores extraparlamenterios y han sido resueltas … ¡a la
manera del parlamentarismo clásico! Por un lado, como se acaba de indicar, en
1981 el presidente Suárez dimitió ante la crisis interna de su partido, lo que
abrió un proceso de formación de un nuevo Gobierno. En 1995, al perder una
votación importante, el presidente González se vió obligado a disolver las
Cortes y convocar nuevas elecciones. En ambas ocasiones los dos presidentes
debieron sentir que estaban faltos de los necesarios apoyos para continuar
gobernando. La moción de censura constructiva se hizo irrelevante.
5. La cuestión de confianza
Por eso, es casi de lógica que este procedimiento haya surgido asociado a la
aprobación de proyectos de ley, en cuanto decisiones claramente
condicionantes de la actuación del ejecutivo. Poseyendo el Gobierno la facultad
de disolución del Parlamento y, desde luego, la de dimitir de sus
responsabilidades, no puede extrañar que blanda la amenaza de usar una u
otra, o las dos, para forzar al Parlamento a seguir sus recomendaciones
legales. Ninguna norma o principio constitucional parecen infringirse con ello.
Los supuestos que habilitan para presentar esta iniciativa son dos: sobre el
“programa y sobre una declaración de política general”. Conscientemente, se
excluye su planteamiento en relación con un proyecto legislativo, de tal modo
que su aprobación implique, como en el pasado, la de este último. No sólo no
se menciona, sino que un voto particular presentado con este fin durante la
elaboración de la Constitución no fue considerado, lo que revela el deseo del
constituyente contrario a esta posibilidad.
Esta privación de efectos legislativos ha sido valorada de distinta forma por los
comentaristas. A nuestro juicio, aunque resta cierta utilidad a la cuestión de
confianza, no deja de ser congruente con otras características del sistema
instaurado, de tal modo que su ausencia no parece resultar preocupante. Por
un lado, es congruente con el celo -a veces excesivo- con que la ley
fundamental protege las competencias legisladoras de las Cortes. Si, al amparo
de los artículos 82 y 86, existen amplias parcelas sustraídas a la legislación
delegada y a los decretos leyes, obligando así a su íntegra y directa aprobación
por las Cortes, no se comprendería que a través del “órdago” de la cuestión de
confianza pudiese forzarse a las mismas a la indiscriminada aprobación de
leyes en la forma propuesta por el Gobierno. Por otro lado, y en contraste con
lo anterior, el Gobierno se encuentra suficientemente protegido por la moción
de censura constructiva, por lo que sería excesivo el blindaje adicional de la
cuestión de confianza asociada a leyes.
Se ha señalado por algún sector que otro de los supuestos en que debería
solicitarse la cuestión de confianza es la presentación del programa del
Gobierno por un presidente investido automáticamente al aprobarse una
moción de censura, según los términos del artículo 114.2. Sin embargo, se
trata de una posibilidad que no armoniza muy bien con otras determinaciones
constitucionales. Téngase en cuenta que en este caso se producirían dos
votaciones - la de la moción de censura y la de la cuestión de confianza - lo
que haría muy complicado el procedimiento. Además, a tenor del propio
artículo 114.2, si se adopta una moción de censura el candidato incluído en la
misma “se entenderá investido de la confianza de la Cámara a los efectos
previstos en el artículo 99”, por lo que sería superfluo que se produjese una
segunda votación, amén de desvirtuarse el sentido de aquel artículo.
Por su parte, el artículo 21.4 de la Ley 50/1997, del Gobierno, excluye que el
presidente en funciones pueda someter la cuestión estudiada. Por tanto, sólo el
presidente en plenitud de atribuciones dispone de esta facultad.
No se dice nada, sin duda porque apenas se necesita, sobre las consecuencias
de la aprobación de la cuestión de confianza: el Gobierno se mantiene y sale
del trance más respaldado de lo que podía estar antes.