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CONFESIONES DE UN MÉDICO

Solo existía el oscuro silencio en aquella plaza abarrotada de gente. Miradas perdidas, lágrimas
silenciosas en los ojos de las mujeres mientras abrazaban a sus hijos pequeños, reflexiones...
Esperábamos aquel tren, un sucio y oscuro tren de mercancías dedicado al transporte de ganado.
Nadie llevaba equipaje alguno, solamente nuestra propia persona.
Nos hicieron subir al tren de forma ordenada apuntándonos con sus armas. Llenamos los diferentes
vagones, no había sitio para todos. Las mujeres se sentaban sobre lo que encontraban o sobre el
suelo estrado con paja con sus hijos. Unas limpiaban las lágrimas de sus niños que lloraban,
mientras otras amamantaban en silencio a sus bebés. Los hombres íbamos de pie para que las
mujeres, los niños y los ancianos pudieran sentarse en el suelo. Solamente se escuchaba el traqueteo
del tren y la sirena de aquella vieja máquina de vapor. Atravesábamos los vastos campos de
Alemania de luto, en silencio, como quien sabe que al final de ese trayecto le espera la muerte, o
incluso algo peor.
La hija de Jessé, una joven de quince años, comenzó a convulsionar y deliraba. Le había subido la
fiebre y su padre se dirigió a mi para ver si podía hacer algo por ella. Estaba enferma de
tuberculosis, pero a nadie le importaba más que a su familia. Los carniceros que nos arrastraban a la
muerte no tenían por ella ningún cuidado. ¿Y qué podía hacer yo en aquel trágico instante? Ni
siquiera mi maletín había cogido para hacer este viaje.
Un guardia que se encontraba en el vagón con nosotros le pegó un culatazo con su arma y la chica
perdió el sentido. Su padre la agarró y la atrajo hacia sí sin poder reprimir una mirada de odio contra
el guardia.
- ¿Qué miras, sucio judío? Guárdate tus oscuras miradas para contemplar después unas escenas
dignas de unos piojosos judíos. - dijo riendo estruendosamente.
Jessé dirigió sus ojos hacia su hija con una mirada tierna. No pudo reprimir una lágrima. Temía lo
que pudiera sucederle a su hija con aquellos animales. ¿Qué será de ella? ¿Qué escenas son esas que
tendré que contemplar? La gente se apartó para que esa chica pudiera reposar en el suelo.
Realmente, mi situación era ligeramente mejor que la de el. No sabía donde estaba mi familia,
estaba solo. Pase lo que les pase, no tenga que verlo.
La muerte. Solo podía pensar en la muerte y en la vida. De joven fui estudiante de medicina cuando
me encarcelaron por abrir demasiado la boca. Pude salir y completar mi formación. Me casé con
una mujer que conocí en la cárcel. ¿Dónde estará ahora? Complete una brillante carrera profesional,
con viajes a lo largo del mundo para hacer mis conferencias sobre las enfermedades psiquiátricas y
la hipnosis. Solo los matriculados judíos podemos ejercer la hipnosis sobre nuestros pacientes.
Llegué a ser un hombre rico, famoso y respetado en muchas academias de diferentes países.
Shelomo ben Jessé, un hombre reputado. Todo iba bien hasta que llegó al gobierno ese demonio de
Adolf Hitler. Poco a poco fueron expulsándonos, a los médicos judíos, de nuestra profesión y
condenándonos al hambre. Nos encerraron en los guetos, de los cuales nos sacan ahora. Descuidé
mi religión ¿quién sería tan inocente para creerse la historia de Adám y Eva? O que Dios habló a
Moshé en el desierto...Y mil historias más, yo, un hombre de ciencia…
Y ahora… Ahora voy camino de la muerte. Algo dentro de mi quiere pensar que después de la
muerte no hay nada y que todo se acaba. ¿Y si no es así? ¿Y si hay algo más allá? ¡Qué Elohim me
perdone!
Entre el silencio del vagón y mis pensamientos, el tren llegó a su destino. Varios guardias de las SS
abrieron los portalones de los vagones y nos pusieron en dos filas en medio de la noche. Los focos,
situados en unos postes altos, a ambos lados de las vías, nos deslumbraban. En las casetas de
vigilancia había soldados apuntándonos. Caminamos en silencio, embargados de emoción, por
entre los raíles. Nos hallábamos en un recinto muy amplio, vallado con alambres de espino y con
muchas oscuras casetas. Nos hicieron caminar hacia la vegetación. Allí, a la izquierda, había un
local escondido por el que se accedía bajando un tramo de escaleras. Sobre la tierra había una
especie de pequeñas aberturas, nada más. Unos guardias que no eran de la SS, sino judíos, nos iban
guiando hacia esas escaleras. Reconocí a Benjamín, vestido con unas ropas militares desgastadas y
un fusil en sus brazos. Tenía una dura mirada en su rostro. Pareció no reconocerme.
- ¡Benjamín!, Benjamín… yo… - me dirigí en yiddish a el con ansiedad. - soy yo.
Benjamín no contestó y dirigió una dura mirada hacia mi.
- Benjamín, entiendo lo que estás haciendo, aun así yo te amo. - Me dio con la culata de su arma en
un brazo.
- ¡Baja! ¡Vamos!
- Quiero que sepas, hijo mío, que no importa lo que nos hagas, yo siempre te amaré. - me empujó
hacia las escaleras.
Solamente era un tramo de escaleras, se me hizo eterno. Las lágrimas se negaban a salir de mis ojos,
pero mi corazón estaba destrozado. Algo se rompía en mi interior. Mi hijo me conduce hacia una
miserable cámara de gas. Sé porque lo hace, yo en su lugar, quizás, hubiera hecho lo mismo.
Tampoco tuvo una formación moral o religiosa, yo no se la di y su madre… ¿Dónde estará su
Hannah? ¿Me la encontraré ahí abajo? El niño que tanto amé, mi hijo único, la felicidad de mis
días…
Al fondo de las escaleras volví mi cabeza, pero no pude verlo. Había como un vestuario donde
otros judíos, vestidos como Benjamín y armados con el mismo tipo de fusil, nos dijeron en yiddish
que teníamos que dejar los objetos personales y las ropas en aquella especie de taquillas que tenían,
que, básicamente, eran unos bancos. Nos dieron unas ropas que eran como unos monos de trabajo, a
rayas, muy desgastados, y nos dijeron que nos meterían en unas duchas para lavarnos y quitarnos
los piojos. Pero todos allí sabíamos lo que llovería sobre nosotros. No sería agua, sino sales de
cianuro disueltas en agua, el fatídico Ziklon B.
Entramos en la sala de duchas, una sala recubierta de azulejos verdes y sin ventanas, pues estaba
debajo de la tierra. Estábamos como sardinas en lata. En el momento antes del fin, la puerta de la
cámara se abrió y las luces se encendieron. Apareció Benjamín. No venía solo. Un soldado de las
SS lo acompañaba.
- Capitán Menguele, este es. - dijo señalando hacia mi.
De un empujón, Menguele se deshizo de Benjamín que volvió a su puesto. Ese hombre se dirigió
hacia mi, empujándome hacia afuera, cerró la puerta y me dijo:
- ¿Es usted médico entonces? - tenía una sonrisa en su rostro, algo de esa sonrisa no me gustó.
- Si, señor. - respondí.
- Te damos una moratoria de diez años. No será gratis. Trabajarás para nosotros en nuestras
investigaciones.
- Si, - dije – de acuerdo.
En ese momento empecé a escuchar gritos desesperados dentro de la cámara de gas. Toda aquella
gente se estaba muriendo y de aquella remesa me había salvado yo.
- ¡¡Aaaaaahhhh!!!- chillaban las mujeres. Los niños lloraban.
- ¡¡Sáquennos de aquí!!- gritaban los hombres dando golpes en la puerta con la esperanza de
derribarla. Pero con ese cierre, era imposible incluso de abrirla desde fuera.
Y aquel mismo instante, yo, Shelomo ben Jessé, había vendido mi alma al diablo con tal de no
morir en aquella cámara de gas. En veinte minutos la cámara de gas volvía al silencio, antes de que
llegara el próximo tren. Salvé mi vida, mas nunca pude volver a dormir tranquilo.

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