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CUENTOS SIN MORALEJA II Número 5
cuentos
LA BELLA Y LA BESTIA
Feo heredero.
90 – sesenta – 90:
GARBANCITO “¿Por qué le di era
La Bella miél.
nº?”
SOLDADITO DE PLOMO
“Hay que tener en cuenta que en el inicio del Universo ni hubo explosión ni
fue grande, pues en rigor surgió de una «singularidad» infinitamente pequeña,
seguida de la expansión del propio espacio.”
Michio Kaku, El Universo de Einstein,
página 109.
Lo que pasa al final de este libro es que se acaba. Aquí surge el único y
principal dilema que se me planteó cuando decidí que quería abrir el
mismo con un poema prólogo que funcionara como tal y sin embargo,
no modificara el método compositivo global, ni de dicho poema, en
particular. Embebido y convencido de la tradición lírica que me ha
traído hasta aquí, remontándome desde un contemporáneo como
Fernández Mallo hasta un inicio reconocido y reconocible en Poe,
pasando por Gil de Biedma y Charles Baudelaire, he decidido
comenzar estas páginas por el final.
Dicho esto, solo cabe pensar que lo que quiero presentar a partir de
aquí se encuentra premeditadamente desarrollado en el discurso.
Tomando “desarrollo” como objeto, identificable como tinta,
categorizada en materia oscura. Este discurso tiene un proceso teórico-
práctico que empiezo a exponer ahora.
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La luz la imagen
que arranca en proyección sobre el asfalto,
el objetivo
que nos conduce matemática
fisiológica y silábicamente
a través de las pupilas hacia esa región
finita y negra
que debido a sus características
genera un campo gravitatorio
al que ninguna
partícula material, ni siquiera
los fotones de luz, puede escapar.
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Inma
Ponferrada
1.
[Identidad objetiva]
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2.
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3.
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4.
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5.
Pág 9
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[de Hastío]
Inma Ponferrada
H
Y me dijo
A (fue entonces)
casi sin mirarme
quítate
S ese azul del costado.
Y yo, lentamente, no respondí…
pero antes de eso
fue martes
T púrpura.
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Se vende
-
Se alquila
Y si yo no fuera yo…
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Servicios mínimos…
Aritmética absoluta.
Nada a cambio de nada.
Mordiendo el polvo con ahínco.
Amor de préstamo.
Servicios mínimos…
Última instancia.
Escurriendo el bulto.
Piel derretida.
Absurdo castigo corporal.
Servicios mínimos…
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L u i s
1. Aguirre Duarte había sido siempre un buen hombre. Una familia bien
cuidada, un perro saludable, una casa bonita. Todo eso se resumía en el
hermoso semblante de catedrático casto y canónigo que lucía, para la envidia
de amigos y vecinos.
Salía muy temprano en su BMW rojo, comprado sin ostentación después
de ganarse un premio gordo de la lotería que, para más tirria colectiva,
P e r e z o
adquirió por puro espíritu filantrópico. Así, la mayor parte de las cosas que
tenía o le pasaban eran resultado directo de una obra benéfica o un sublime
acto de caridad. No podía darle un centavo a niño pobre, porque
increíblemente veía cruzar un billete de 50 ante sus ojos. También la ropa que
donaba a los melindrosos que llegaban a su puerta inmediatamente era
sustituida por algún obsequio, recibido sorpresivamente, por parte de un primo
lejano, quien gustaba de regalar las últimas galas; o resultaba ganador de ese
mentado concurso, donde la premiación consistía en ir a Madrid, gastos
pagos, a los desfiles en la Cibeles.
C e r v a n t e s
Toda esa racha, de naturaleza cósmica, no era lo que obsesionaba a
Aguirre Duarte; por el contrario parecía pasar desapercibido ante su propia
suerte, o como llegó a llamarla su esposa: la mano del Señor, que devuelve
en creses lo que la misericordia ofrenda. Toda su atención estaba en un
pasatiempo oscuro, y aún así bastante noble y meticuloso: Aguirre Duarte era
constructor de templos. Sí, de templos, pero como en estos tiempos no es
común que un hombre ande por allí con el hobby de construir templos en
piedra caliza, él decidió construirlos con paletas de helado. Su colección a
escala era de una cantidad y calidad impresionantes. Llevaba veinticinco años
dedicando íntegros sus fines de semana, más todas las tardes libres, y
cualquier rato de ociosidad; sin alterar jamás sus horas de sueño, ni
demostrar ningún tipo de desesperación. Contaba seiscientos noventa
templos.
Curiosamente comenzó construyendo replicas de templos bizantinos, ya
inexistentes o en ruinas, que describía muy bien un manual de arquitectura de
AGUIRRE DUARTE
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Una de las peticiones que más pensó fue la igualdad. La igualdad entre
los hombres, a tabla rasa para todos. No importaba si todos terminaramos
siendo mancos o tuertos. No importaba que en un santiamén todos
quedasen desnudos en plena vía pública, o que las lujosas mansiones se
convirtieran en ranchos o cuevas. No le importaba a Aguirre Duarte que los
reyes fueran destronados, y por arte del poder divino, se borre del
inconsciente colectivo su inexistente sangre azul. Pero, por un momento, se
preguntó si la igualdad estaba medida de esa manera, tuvo miedo de
sentirse decepcionado al pedir dicha igualdad, pero al salir eufórico a
corroborar su experimento, conseguirse con un mundo exactamente igual al
que dejó fuera de su casa una hora antes.
Por eso, después de tanto pensar, de luchar contra la utopía, que
contrario a lo que piensa la mayoría, permanece siempre dormida en el
alma; después de mostrarse como un hombre sensato, mientras su alma
se debatía entre la locura y la ambición de todo; pasadas todas esas
penas, bastante humanas, concibió su deseo para Dios en la época más
alegre de su infancia.
Bajó a su cuarto de trabajo, se arrodillo frente a su templo perfecto,
pidió, con la fe de un constructor de templos, y luego, con la misma
paciencia con que subía las escaleras al terminar su obra, fue
desarmándola. Pensando en todo el mal que podría hacer ese templo
perfecto, ya que no todos los hombres verán en Dios como el arquitecto del
universo, que es capaz de reconstruirlo, a un costo de vidas y formas, un
peligroso costo, para aquel mundo, que a él le parecía un lugar hermoso, a
pesar de los hombres. Se sintió feliz de hacerlo. Tan solo pensar en las
señoras devotas pidiendo pequeñeces a un Dios tan grande, o imaginar la
ambición humana que, convertida en plegaria, es completamente amoral
para un ser superior; tan sólo pensar eso justificaba su acción. Pero quizá
lo principal estaba en la existencia misma del creador de todo; y allí actuó un
egoísmo natural e inmenso, que no tenía otra justificación: cada quien debía
verificar la existencia de Dios por sí mismo.
Terminó su labor, pero guardó todas las paletas de helado en una caja
especial. Subió las escaleras, miró la luz que entraba por todas las
ventanas, llegó a la habitación, caminó hasta su cama, tendida de blanco,
como a su esposa le gustaba; levantó su almohada y, en forma de flor de
cayena, confirmó la existencia de Dios.
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en este número:
• JESÚS MARTÍN
• Juan Luis Gavala
• Inma Ponferrada
• Luis Perozo Cervantes