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EL ENCANTO DE LA VEJEZ

Por Fco. Lucas Mateo Seco

«Al atardecer se levantará para ti una especie de luz meridiana, y cuando creyeres que estás
acabado, te levantarás cual estrella matinal. Estarás lleno de confianza por la esperanza que te
aguarda»(Job 11, 17-18)

SER ANCIANO implica haber vivido una prolongada existencia, encontrarse al final de un largo
viaje, quizá demasiado cansado. La ancianidad es también tiempo de despedidas. Las cosas y los
afanes le van dejando a uno. También la gente querida que ha partido antes que nosotros. Con
frecuencia, como recuerda Ovidio, se siente el abandono de quienes más nos debían. La
ancianidad es antesala natural de la muerte y del juicio divino; antesala, según el plan de Dios, del
gozo y descanso eternos. Pero no se puede olvidar que la ancianidad pertenece todavía al tiempo
del peregrinaje terreno. Es, por tanto, tiempo de prueba, tiempo de hacer el bien, tiempo de
labrar nuestro destino eterno, tiempo de siembra. No puede concebirse la vejez como una época
fácil de nuestra vida. A los trabajos propios del peregrinaje sobre la tierra —eso es la vida humana
— se suman la progresiva pérdida de fuerzas, la inercia de cuanto se ha obrado anteriormente, los
característicos defectos de la vejez contra los que es necesario luchar, los inconvenientes que
plantea este siglo nuestro tan inhumano.

Es inevitable envejecer; pero no se puede ser buen anciano —y son tan necesarios— sin mucha
gracia de Dios y sin una continua lucha personal. Por ello, la vejez, que es tiempo de serena
recogida de frutos, puede ser también tiempo de naufragios. Se atribuye al general De Gaulle esta
descripción amarga de la ancianidad: «La vejez es un naufragio.» La frase debe calificarse en
ocasiones como de muy justa. No es sólo un naufragio de las fuerzas físicas o una disminución
paulatina de las mismas fuerzas morales: inteligencia y voluntad. Es un naufragio de todo el
hombre. Digamos que en la vejez puede revelarse con todas sus fuerzas —y sin piadosas vendas
que lo oculten—el naufragio de toda una vida. Tantas veces el estrepitoso derrumbamiento moral
de la vejez muestra que se naufragó en la adolescencia, en la juventud, en la madurez. Metido en
la corriente de la vida, se intentó almacenar, como el cocodrilo, las pequeñas piezas cobradas en
sórdidas cacerías, y el paso del tiempo lo único que hace es difundir su olor a podrido.

En oposición a la adolescencia —que es tiempo de promesas y de esperanzas, tiempo en que el


ensueño desdibuja los perfiles de las cosas y de las acciones—, la ancianidad es tiempo de
recuento, de verdad desnuda, de examen de conciencia. Y aquí radica no poco de su utilidad y de
su grandeza. Digamos que la misma debilidad de la vejez es su mayor fuerza y, a una mirada
cristiana, uno de sus principales encantos.

Y no es que sea aceptable la concepción heideggeriana del hombre como un ser-para-la-muerte,


un ser que alcanzase su realización en la propia destrucción. Quédese esto para quienes conciben
al hombre como un ser vomitado con la amargura de quien se cree hijo del azar y no de una
omnipotente y amable sabiduría creadora. E1 hombre no es fruto del azar. Su misma estructura
material ha sido delineada por la sabiduría amorosa del Creador; infundióle Dios un alma inmortal,
capaz de conocer y de amar trascendiendo lo efímero, capaz de desear una vida y un amor
eternos. El hombre fue creado para vivir, y no para envejecer o morir.
Y. sin embargo, la misma debilidad de la vejez —que es un mal, en cuanto que es carencia de vida
— es su mayor fuerza. Lejanos ya los sueños de la adolescencia y los delirios de la juventud, el
anciano puede enfrentarse a la verdad con una sobriedad y con un realismo superiores a los de las
demás épocas de la vida. Se hace así más fácil descubrir con una nueva nitidez lo que es
importante y lo que es intrascendente, distinguir lo fugaz de lo que permanece. La ancianidad
pertenece al ciclo vital humano. Antesala de la muerte, la vejez prepara para el encuentro
definitivo con Dios, para ese juicio divino que va a recaer sobre toda nuestra existencia.

La debilidad inherente a la vejez ayuda a despojarse de todo vano afán, de toda estúpida soberbia.
Si a lo largo de la existencia el hombre superficial ha podido olvidarse de su humilde origen, de
que ha sido hecho, de que es una débil criatura, la vejez le otorga una oportunidad inmejorable
para volver al sentido común, a la contemplación de las realidades elementales. La ancianidad
facilita el cumplimiento de aquella primera regla del ideal apolíneo —conócete a ti mismo—,
expresión que en su sentido inicial quería decir: conoce tus limitaciones, tu condición mortal
respecto a los inmortales, para que no te rebeles contra ellos. En definitiva, es buena época la
ancianidad para que Dios siga colmando aquel deseo suplicante que formulaba San Agustín:
Domine, noverim me, noverim te; que me conozca a mí, que te conozca a Ti, Señor.

La ancianidad es tiempo de recoger frutos y tiempo de siembra. Siendo un mal, Dios la ha


permitido, porque de ella pueden surgir bienes superiores. E1 dolor, la soledad, la sensación de
impotencia, se convierten —tantas veces— en imprescindible colirio para curar los ojos del alma y
abrirlos a las realidades trascendentes. También la ancianidad está bajo la mano providente y
amorosa de nuestro Padre Dios.

La medicina divina es enérgica, pero el hombre sigue siendo hombre y libre: puede no
aprovecharla. Es posible que quien naufragó a lo largo de toda su vida naufrague también en esta
última época, ya cercana la última batalla entre el pecado y Dios, en que se juega la suerte eterna.
El proceso de involución, que se inició con el primer pecado y que ha podido irse acelerando —
generalmente por la pereza y la soberbia—, puede seguir avanzando, y la egolatría terminar en un
lamento estéril por el ídolo caído. Se avanzaría así, casi inexorablemente, hacia el endurecimiento
total del corazón, precursor del infierno. Y es que la ancianidad, como toda época de la vida,
puede ser bien vivida o mal vivida; pero es una época quizá fatigosa —¿cuál no lo es?—, en la que
Dios nos espera, nos asiste, llama a la puerta de nuestro corazón, y en la que tiene más
importancia de lo que a veces sospechamos la respuesta de nuestras libres decisiones.

No es la vejez una época vacía o inútil. Es época de lucha ascética, de heroísmo, de santidad. A
pesar de la decadencia física, la gracia de Dios rejuvenece el alma con fuerzas sobrenaturales,
hacienda la santidad tan asequible como en la adolescencia.

Pero decíamos que, a una mirada cristiana, la ancianidad tiene un encanto especial, como la niñez,
la enfermedad o la pobreza. En efecto, si cada hombre es Cristo, los débiles lo son especialmente.
Dios, que es misericordioso con todas sus criaturas, siente una ternura especial por las más
desamparadas. Los enfermos, los niños, los ancianos son de una forma especial el mismo Cristo
que nos sale al encuentro. Resuenan con fuerza eterna aquellas palabras del Maestro en la
descripción del juicio final: «Venid, benditos de mi Padre, entrad a poseer el reino que os está
preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y

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me disteis de beber (...); estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; (...) En verdad
os digo, cuantas veces se lo habéis hecho a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí
me lo habéis hecho» (Mt. 25, 34-40)

Los ancianos constituyen en realidad una parte importante del tesoro humano y sobrenatural de la
humanidad entera. La picaresca de un mundo deshumanizado —precio inherente al ateísmo— se
esfuerza en poner de relieve que los ancianos son una carga, subrayando sus defectos. A este
triste materialismo hedonista sólo hay un yugo que no le parece insoportable: la esclavitud a
placeres desnaturalizados en un frenesí cada vez más insaciable.

No es verdad que los ancianos sean inútiles o constituyan una carga difícil de soportar, aunque a
veces su misma debilidad material les convierta en ocasión de que los hombres y la sociedad
entera practiquen con ellos la virtud de la caridad en cumplimiento de unas dulces obligaciones
que, casi siempre, dimanan de estricta justicia. ¡Ellos, en cambio, aportan tantas cosas con su
presencia! Nos dieron mucho, cuando se encontraban en plena fuerza; nos lo dan ahora, en el
ocaso de su vida, con su presencia venerable, con su sufrimiento silencioso, con su palabra
acogedora. Privar a la humanidad de los ancianos sería tan bárbaro como privarle de los niños.
Dios cuenta con los ancianos para el bien de todos nosotros. Ellos son útiles en tantas cosas
humanas; son útiles, sobre todo, en el aspecto sobrenatural. Forman parte del Cuerpo Místico de
Cristo, que es la Iglesia, y lo enriquecen con su santidad, con su oración, con sus sacrificios. Si
ninguna vida es inútil a los ojos de Dios, mucho menos puede serlo la de aquellos que sufren física
o moralmente. Estas vidas, en las que se refleja con especial vigor la Cruz de Cristo, adquieren a la
mirada divina un relieve y un valor inexpresables.

Los ancianos, vivificados par la gracia de Dios, pueden ejercer ese «sacerdocio real» de que habla
San Pedro (1 Pedr 2, 5 ), ofreciendo su vida —unidos a Cristo— como acción de gracias, como
impetración, como reparación. La vida, entonces, se ennoblece, y el alma descubre horizontes de
universalidad insospechados. Se puede palpar lo certero de esta afirmación de monseñor Escrivá
de Balaguer: «Si sientes la Comunión de los Santos —si la vives— serás gustosamente hombre
penitente. Y entenderás que la penitencia es gaudium etsi laboriosum —alegría, aunque trabajosa
—, y te sentirás aliado de todas las almas penitentes que han sido, y son y serán» (Camino, n.
548~.

Es la vejez tiempo de sufrimiento, tiempo de santidad, tiempo de hacer el bien. Es la vejez,


también, tiempo de despedida; y en las despedidas se suelen decir las cosas más importantes. No
es la vejez —no puede ser— tiempo de jubilación en lo que se refiere a la ayuda humana y
sobrenatural a los demás. Aunque las circunstancias han cambiado, permanecen en su sustancia
las mismas obligaciones y los mismos lazos entrañables que fuimos adquiriendo durante la vida.
Ningún bien nacido puede recordar a sus padres, ya ancianos, sin conmoverse. Cuando la muerte
nos los arrebata, sentimos una irreparable pérdida, nos duele la orfandad, aunque les sabemos en
el cielo. No es sólo la sensación lógica de haber perdido la tierra donde hundíamos nuestras raíces;
es, por encima de eso, el claro convencimiento de que con ellos se nos ha ido el cariño más
desinteresado, de que hemos perdido nuestra mejor custodia. Nos damos cuenta, quizá
demasiado tarde, de que, a pesar de su invalidez, eran nuestro mejor tesoro, de que con su
presencia nos hacían mucho bien. Nos conforta la seguridad de que, ahora de una forma invisible,
nos siguen custodiando desde el cielo, de que conservamos los mismos vínculos, ahora más
queridos y beneficiosos. Y nos queda el orgullo de que en ningún momento, ni siquiera en los de

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su mayor postración, nos fueron inútiles. Su rostro deseado, surcado por las arrugas de tantos
sufrimientos, es ahora una de esas pequeñas luces que iluminan indeficientemente la noche de
nuestra vida. De su mano —que antaño nos enseñó a andar— y de la mano de Santa María, que es
Madre del Amor Hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza (cfr Eccli. 24, 24),
podemos aprender —aún en nuestra misma ancianidad— esas lecciones que son las que más
importan, las que orientan toda la vida hacia su verdadero centro: hacia esa Hermosura, esa
Bondad y ese Poder indeficientes de nuestro Padre-Dios; hacia esa fecundidad del espíritu que no
mengua cuando el vigor de la carne muere.

LAS EDADES DE LA VIDA

Un tema que nos afecta a todos: las edades de la vida. El hombre ha sabido siempre que es
temporal; temporal en varios sentidos: en que está en el tiempo, está dentro del tiempo, en que
tiene un tiempo limitado, a lo largo de su vida...

por Julián Marías(*)

Hay dos formas de tiempo que hay que distinguir: hay el tiempo histórico y el tiempo personal, el
tiempo biográfico, diríamos. Es evidente que el tiempo es continuo, la continuidad del tiempo es
un rasgo esencial, pero la continuidad no excluye la articulación. Hay cosas que son continuas pero
tienen una articulación: tomen ustedes el ejemplo más sencillo que es el andar: cuando una
persona anda va dando pasos; los pasos no significan una interrupción de la marcha, pero sí su
articulación.

El tiempo histórico por supuesto es continuo, pero está articulado en dos sentidos: tiene una
articulación menor, que son las generaciones, y una articulación mayor, una especie de macro
estructura, que son las épocas. Es decir, la historia transcurre en diferentes épocas, cada una de
las cuales representa una forma de vida en un nivel histórico y hay además – dentro de cada época
– una articulación en diversas generaciones.

Algo parecido ocurre en la vida: la vida también es continua desde el nacimiento hasta la muerte,
pero está articulada, articulada en edades. Y eso ha sido evidente siempre, desde las culturas más
antiguas se ha reconocido la pluralidad de edades y se ha tratado, en cierto modo, de definirlas.

Lo que pasa es que ha predominado el punto de vista biológico; se ha visto el problema de la edad
como un problema de desarrollo biológico en diferentes fases, que se han llamado de diferentes
maneras, desde el nacimiento hasta la vejez y finalmente la muerte. Y esa ha sido la manera
habitual de interpretar las edades a lo largo de la historia.

Piensen por ejemplo en la idea de "niño". El niño es una invención relativamente moderna, es
decir, no se ha considerado al niño por sí mismo hasta hace no mucho tiempo. Se consideraba al
niño como un preadulto; que el niño era una fase previa para llegar a adulto. Se consideraba al
niño como algo que todavía no tenía plena realidad. Hay incluso en los famosos Diálogos Latinos
de Luis Vives – que son diálogos para aprender latín sobre todo – una escena en que el padre va al
maestro, le lleva a su hijo y le dice: "Le traigo esta bestia para que haga de él un hombre". No
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olviden ustedes el uso coloquial de la palabra “desasnar”: identificaba al niño particularmente con
el simpático asno. “Desasnar” era quitar lo de asno que tenía la criatura humana para hacer de él
una persona, un hombre, una mujer. Es decir, se consideraba que era algo provisional destinado a
convertirse en adulto.

Hace bastantes años se ha empezado a distinguir –especialmente lo han hecho los psicólogos, los
biólogos, los educadores– fases en el niño. Ha habido, por ejemplo, tratados de pediatría o de
disciplinas próximas sobre el niño hasta los dos años, el niño de dos a cinco años, el niño de cinco
a ocho años etc. Se distinguía, diríamos, la variedad dentro de los años llamados “infancia”. Eso ya
ha sido un paso dentro de la concepción biológica o psicofísica del niño.

Después se pasaba a la juventud. La juventud estaba definida por el poder, la energía, a veces
exuberante... Por ejemplo, una expresión que está en la literatura de largos siglos: se decía “la loca
juventud”. Evidentemente, luego esta especie de pasiones e impulsos juveniles se iban serenando
y después había la madurez.

La madurez que tenía un rasgo interesante que es su longitud. La madurez es una etapa larga, una
edad larga, en la cual se suponía que había estabilidad, frecuentemente una impresión de triunfo,
de plenitud... El hombre maduro era, diríamos, el hombre ya logrado, conseguido.

Y luego venía la vejez. La vejez venía pronto. Hoy tenemos la fortuna de vivir mucho más que en
cualquier época. Los hombres a los sesenta años hasta hace muy poco tiempo eran viejos o eran
muertos, con gran frecuencia. Yo siempre he tenido la impresión de que si ustedes toman un fin
del siglo, un año con dos ceros y averigüen cuántas personas habían nacido antes del cuarenta del
siglo que terminaba, verán que pocos eran. Eran supervivientes, eran restantes, de generaciones
diezmadas por la muerte y los supervivientes estaban, en general, en mal estado.

La palabra correspondiente a la vejez era sobre todo deterioro, biológicamente es deterioro.


Recuerden ustedes siempre se encuentran fórmulas extraordinarias en Jorge Manrique: “Las
mañas y ligereza / y la fuerza corporal / de juventud, / todo se torna graveza / cuando llega al
arrabal / de senectud". Eso dice prodigiosamente Jorge Manrique.

Los antiguos, los griegos y romanos, habían tenido una visión relativamente favorable de la vejez –
vejez que era temprana, insisto: si ustedes miran las biografías de los grandes griegos y romanos
verán que, en general, duraban poco. Pero escribieron tratados "De Senectute". En ellos se
suponía que el anciano, el viejo tenía experiencia – un atributo que no se le negaba: el viejo tenía
experiencia. En general, estaba libre de pasiones, tenía serenidad y, por tanto, una cierta
autoridad. Por ejemplo, las instituciones llamadas “senados” eran los consejos de viejos, de los
senes, los viejos. Ahora los senadores son muy jóvenes, pueden tener cerca de treinta años... ¡han
cambiado mucho las cosas! Pero, normalmente los senadores eran los senes, los viejos.

Esta era la visión "normal" del esquema de las edades de la vida durante casi toda la historia. Pero
yo creo que esta visión biológica o psicofísica es insuficiente y es inadecuada. Estamos tratando de
hablar de filosofía a altura del tiempo y eso quiere decir volver a plantear los problemas desde el
nivel de la vida humana, de la vida personal. Y entonces las cosas cambian bastante y vemos que la
vida tiene una estructura dramática; la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa. Se trata por
tanto de un concepto que no es biológico, que no tiene que ver ni con la fortaleza, ni con el

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deterioro: es el argumento. La vida humana tiene argumento, tiene una estructura proyectiva. Yo
creo que este es el punto de vista desde el cual se puede plantear ahora la cuestión de la edad.

Ustedes piensen desde el principio: el niño nace –esto es absolutamente capital– en una familia,
nace con personas adultas, sin las cuales simplemente no podría vivir. El niño cuando nace -y
durante bastante tiempo- es absolutamente incapaz de vivir por sí mismo.

A mí siempre me conmueve cuando se ve, en la televisión generalmente, un parto de un animal


superior –un potrillo, un cordero, lo que sea... Nace e inmediatamente se pone sobre sus patas, se
sostiene, busca las tetas de la madre y se pone a mamar, al poco rato está moviéndose, está
yendo de un lado a otro; depende ciertamente de la madre, depende sobre todo para la nutrición,
pero tiene ya un grado de autonomía considerable – lo cual es una superioridad sobre el hombre,
claro. El niño durante meses y meses y quizá un par de años simplemente no puede vivir por sí
mismo.

Esto es naturalmente esencial y es gracias a lo cual el hombre es hombre porque el animal es


siempre un primero animal, estrena su especie, repite justamente ese modo de ser de la especie a
que pertenece. Pero el hombre tiene que estar con los mayores, con la madre y el padre, si
posible, y con otras personas mayores, adultas, que le prestan sus recursos para vivir, que le
permiten vivir y se pasa un largo tiempo recibiendo de ellos todo: las interpretaciones de las cosas,
el uso de los objetos, el comportamiento que debe tener con las cosas, con los juguetes, con el
alimento, con el abrigo, con lo peligroso, lo que corta o quema etc.. Vale decir: un repertorio de
creencias, de ideas, la lengua...

Es decir: el hombre es fundamentalmente heredero y, por tanto, su vida, con la primera


autonomía todavía dentro de la infancia, la tiene poseyendo un enorme tesoro, acumulado, que
no tiene naturalmente el animal. De modo que esa limitación, esa menesterosidad del niño, a
última hora, es lo que permite que el hombre sea hombre, que sea lo que es.

Pero hay una cosa muy importante: el niño tiene relaciones personales. El proceso de
personalización del niño se realiza precisamente en ese trato con los padres, con los hermanos,
con otras personas, individualmente como tal, y esto hace que se desarrolle su personalidad, se va
constituyendo como persona justamente dentro de un repertorio de formas. Normalmente los
niños nacen en una familia compuesta de un hombre y una mujer, a veces de hermanos ya, es
decir, tiene los dos modelos de la vida humana, las dos formas de la vida humana: el varón y la
mujer. Piensen ustedes lo que significa la situación tan frecuente actualmente, frecuentísima -en
algunos países casi mayoritaria-, de los niños que nacen en una familia en que no hay más que un
padre, generalmente la madre. Hay a veces hijos de varios padres que no están presentes.

Falta justamente la presencia, la vivencia de los dos modos de vida humana, de los cuales decide
naturalmente el niño o la niña el modelo de vida que puede desarrollar y que puede seguir. Eso
tiene una importancia extraordinaria. Hay muchos fenómenos que son recientes y, por tanto, no
sabemos bien que van a tener como consecuencias cuando haya millones de hombres y mujeres
de veinte años, que sean creados con un sólo padre – más frecuentemente con la madre. A mí me
preocupa mucho.

Hay otro problema: los niños antes tenían un largo período de convivencia en el seno familiar y,
por tanto, con otros niños en la calle... y tenían relaciones estrictamente personales. Actualmente
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van desde muy pronto, casi desde que nacen, pero, en general, desde los dos años – antes se iba a
la escuela a los cinco, seis años –, a una institución, a una guardería, a un kindergarten, o como se
quiera llamar, desde muy pronto. Es decir, pasan a la vida colectiva, a las formas de la vida
colectiva.

Entran en instituciones que pueden ser excelentes, pero en la escuela hay normas, hay una cierta
impersonalidad, hay una abstracción, hay ciertos principios no individuales, que no son el trato
personal y el trato individual.

Esto tiene sus ventajas pero ¿qué pasa con el proceso de personalización? No se piensa en ello. Yo
apenas he visto ni sombra de preocupación por eso y me pregunto: ¿Cuándo tengan veinte años
cómo van a ser? Quizá mejores, de otra manera.

En las fases ya más avanzadas de la niñez, cuando se entraba en la escuela, donde los
procedimientos eran múltiples: tener a los niños sujetos a una disciplina rigurosa, a veces dura, al
trabajo, a una exigencia de esfuerzo... pero hoy se ha pasado ya a otras formas muy distintas y los
resultados son bastante problemáticos. Hay una variación muy considerable.

Y hay un momento en que los niños dejan de ser niños: pasan a la juventud. La “loca juventud” es
una expresión que ya no se usa. Pero se usaba porque el joven lo que hace es desprenderse de lo
que podríamos designar la “placenta familiar”; siente una cierta necesidad de independencia de
ese núcleo familiar en el cual se ha formado, en cierto modo de la escuela – o sus equivalentes –;
tiene una especie de “declaración de independencia”. Esto es característico.

Pero esa independencia es ilusoria porque lo que hace es desprenderse de esas unidades en las
cuales estaba inserto para pasar a insertarse en el grupo juvenil – que es mucho más absorbente,
mucho más homogeneizador, más imperioso que la familia o la escuela, incomparablemente más.

Hace muchos años me recuerdo que escribí un artículo, comentando una película, y yo decía que
el adolescente, cuando llegaba a casa, hacía simultáneamente tres operaciones: poner un disco,
abrir la nevera y llamar por teléfono a los chicos de los cuales acababa de separarse. Esta era la
operación ejecutada por todos los adolescentes al llegar a casa, con una destreza que suponía
varios brazos y manos...

Fíjense ustedes, por ejemplo, en la homogeneidad de los jóvenes "juveniles", de los jóvenes que
adhieren al yugo juvenil: la manera de vestir... había una especie de anarquía al vestirse -"la
corbata es burguesa..."-, ¿se dice que uno se vista de cualquier manera...? ¿cómo uno quiere...?
No. No es igual llevar corbata o no llevarla: es que no se puede llevar. Es casi como un uniforme, es
que en las comunas, en los hippies etc. se lleva uniforme, uniforme de hippie, que es tan uniforme
como lo de la Guardia Civil: es tan uniforme y quizá más riguroso.

Hay todo un sistema de exigencias, de modos de conducta. Ustedes piensen en el hecho de la


frecuencia extraordinaria de lo que se llama bandas juveniles: el joven, en general, en un número
muy alto deja de funcionar por sí mismo, individualmente, funciona como "hay que funcionar":
este es un hecho sumamente curioso.

La juventud tiene un enorme número de rasgos importantes como, por ejemplo, el


descubrimiento del otro sexo – esto se produce en la juventud. Él vive el descubrimiento del otro
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sexo; no del sexo, es decir, yo tengo la impresión de que la pan sexualidad que está actuando y
dominando el mundo actual justamente está disminuyendo enormemente la importancia del otro
sexo para cada uno.

Es evidente que durante mucho tiempo los jóvenes y las chicas han pensado en el otro sexo
incomparablemente más que ahora y ha tenido una importancia incomparablemente mayor. Eso
se puede estudiar con todo detalle a lo largo de la cultura de siglos o hasta milenios. Se ha
distendido enormemente el interés que tiene el varón por la mujer y la mujer por el varón,
indiscutiblemente. Lo cual yo creo es una pérdida difícilmente reparable, esto por supuesto.

Por otra parte, en la juventud se produce el conocimiento del mundo; es la primera vez que uno se
da cuenta de que está en una cierta fecha histórica, en un cierto momento histórico. El niño vive
en un tiempo que no es propiamente histórico, pero el joven ya, sí. La juventud consiste en estar
en un cierto momento, empezando a comprender cómo es el mundo históricamente y, por tanto,
socialmente.

Esa exploración, ese conocimiento acontece en la juventud. Entonces empieza a tener proyectos
circunstanciales; proyectos que tienen que ver con sus gustos, con sus vocaciones – si la tiene o la
va descubriendo –, pero también con la situación existente, con el mundo en que vive. Y esto es lo
que caracteriza a la juventud. Con un horizonte ilimitado, el joven puede ser todo, precisamente
porque no es nada todavía o muy poco. Se le ofrece por tanto un horizonte de posibilidades
enorme, amplísimo, entre las cuales irá eligiendo, irá experimentando limitaciones concretas de
posibilidades, irá realizando algunas de ellas, otras no, hasta que haya un momento en que se
inicia, lo que llamamos, la madurez.

Insisto en que la madurez es una edad larga. Ya antes lo ha sido también en las muchas épocas en
que la vida era relativamente breve: la madurez era bastante larga – ha durado por lo menos
veinte años; ahora más. La madurez venía también pronto; no olviden ustedes que la gente
empezaba la vida muy pronto. Si ustedes repasan la historia verán cómo a veces mandaban tropas
y los jefes militares eran muchachos de dieciocho, veinte años. El matrimonio solía ser muy
temprano: las muchachas se casaban casi en la niñez o poco más; los jóvenes un poco mayores,
pero no mucho, siempre con una diferencia importante – que se ha anulado ahora – en que en los
matrimonios tenían siempre unos años de desigualdad: el marido era siempre tres, cinco, seis
años mayor que la mujer, estadísticamente.

Esa época es de cierto modo una época de seguridad, de plenitud; la vida se estabiliza bastante,
no cambia demasiado. El hombre se siente seguro – relativamente seguro por lo menos. Y,
entonces, le sobreviene algo que a mí curiosamente me ha preocupado desde que era yo muy
joven – me daba la impresión que los mayores, los adultos tenían corteza, parecían que estaban
como árboles. Eso me aterraba. La idea de tener corteza me parecía tristísima. Y es cierto porque
precisamente el deseo de seguridad, la estabilidad, la frecuente prosperidad, el frecuente éxito del
hombre maduro, hace que evite la vulnerabilidad de pertenecer a la vida humana – somos
vulnerables.

Recibimos heridas, algunas gloriosas, algunas espléndidas, otras dolorosas. Recuerden ustedes
aquella inscripción de aquel viejo reloj en la iglesia refiriéndose a las horas: "Vulnerant omnes,
ultima necat", hieren todas; la última, mata. Pues bien se trataba de evitar la vulnerabilidad y el
hombre maduro, la mujer madura se acorazaba con una especie de corteza que lo defendía de las
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heridas posibles que trae la vida. A mí eso me parecía tristísimo. Debo decir que, pasadas todas las
madureces, sigo vulnerable, más que nunca.

Eso era un rasgo frecuente. Pero yo creo que ahí hay un problema: la madurez tiene una versión,
una faceta, diríamos, negativa que es un cierto éxito, realización y al mismo tempo renuncia. El
maduro empieza a tomar sus medidas, sabe más o menos lo que es, lo que puede hacer y lo que
quizá ya no va a poder hacer. El “ya no” es una fórmula que acompaña a la madurez.
Evidentemente la tendencia a evitar la vulnerabilidad disminuye la capacidad proyectiva del
maduro. ¿Por qué? Porque procuran no exponerse.

Ustedes piensen en una madurez - que es la posesión de los recursos, todos los recursos:
biológicos, físicos del hombre maduro; la mujer madura está en muy buenas condiciones, funciona
muy bien, casi tan bien como en la juventud o quizá mejor en algunos aspectos; poseen una serie
de experiencias, de conocimientos; dominan el mundo mucho más... Si se exponen, si no les
importa ser vulnerables, pueden estar en proyectos, lo cual no suele ocurrir. Ven por tanto
ustedes cómo puede haber una madurez proyectiva a condición de ser vulnerables, de seguir
siendo vulnerables. El hombre maduro y el hombre viejo incluso puede entristecerse, puede tener
pérdidas tremendas, puede tener fracasos, puede enamorarse, puede muchas cosas... ¡si se
atreve! Entonces pueden seguir proyectando con plena actividad, con plena eficacia.

Se llega a la vejez – la vejez que, repito, ahora es una vejez aplazada diríamos. Cuando se lee en el
periódico "ha sido atropellado en la calle tal un anciano de sesenta años", todos los que tienen
sesenta años dirían: "¿¿Anciano yo??!". Acaba de morir una persona muy próxima a mi familia que
iba a cumplir noventa y siete. Y veo en el periódico una persona muy conocida y amiga que ha
muerto a los cien años justos. Esto era infrecuentísimo en otros tiempos; ahora no digo que sea lo
más frecuente, pero ocurre, es posible.

Es decir, la vejez está aplazada. El otro día, oí o leí que la vida se había prolongado treinta años –
yo no creo que tanto, pero quince, por lo menos, sí; una generación, por supuesto, en este siglo,
se ha prolongado, sin duda ninguna. Y es algo enorme: cambia la estructura de la vida.

Dirán ustedes: sí, pero ¿y el deterioro? Sí, el deterioro, claro, existe, pero es un deterioro también
aplazado, no completo. Hay un número muy grande de personas que llegan a edades muy
avanzadas en bastante buen uso, con un repertorio bastante grande de posibilidades, capaces por
tanto de proyectos.

Lo que pasa es que las formas de la vida en la sociedad se encargan de que esto no sea de todo
verdad. Ustedes piensen, por ejemplo, que hay la jubilación. La jubilación tiene dos caras: hay la
jubilación forzosa, que me parece bastante monstruosa. Hace unos cuantos años se hizo la
jubilación anticipada cuando se debía haber prolongado la edad de actividad: la edad de jubilación
era a los setenta años y se pasó a los sesenta y cinco – en vez de a los setenta y cinco, que hubiera
sido lo justo.

Pero el hecho es que se hace la jubilación. Y hay mucha gente por cierto que está afanosa de
jubilar. En algunas profesiones, la gente se quiere jubilar a los cincuenta o a los cincuenta y cinco
años. Pero no se muere luego... ¡éste es el problema! Y entonces resulta que mientras no nacen
niños, los viejos no se mueren. Al final se mueren también, pero no se deciden a eso (risas).
Entonces se hacen como “reservas” de viejos, con las cuales no se sabe bien qué hacer. Hay las
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pensiones, se trata de determinar si hay otros recursos... Muchas cosas que dan por supuesto que
esos viejos que no se mueren no tienen porvenir – esa es la cuestión. No tienen proyectos.

Hay algunas profesiones venturosas en las cuales la jubilación no existe. Aquí me tienen ustedes
hablando de filosofía (risas), por ejemplo, o escribiendo libros, artículos y no me jubilaron. Pero en
muchas profesiones cuando uno se jubila se jubila, no tiene qué hacer y no sabe qué hacer. Y
nadie se ocupa de que los que no se mueren tengan proyectos, puedan tener proyectos y, por
tanto, puedan vivir, puedan tener argumento, puedan tener incluso cierta dosis de felicidad. Son
problemas inmensos, de una gravedad extraordinaria y universal.

El problema está en lo siguiente: en que se han evitado, en cierto modo, los proyectos. Las formas
sociales dejan, diríamos, como concentrados a los jubilados en general en un estado que no tienen
argumento, que no tienen porvenir. Hay un problema también que es que la expectativa de la
muerte ha cambiado de carácter: porque hasta hace muy poco tiempo la gente contaba con la
otra vida – talvez con dudas, talvez con zozobra, una esperanza, una expectativa sostenida por el
dramatismo del desenlace, por la duda de lo que pasaría con uno después de la muerte. Yo me he
referido, a veces, con un poco de humor – que hace falta tener cierto humor –, que en un funeral
actualmente el sacerdote no expone ni el más mínimo temor de que aquel señor haya podido
estar en el infierno... (risas) ¡Era un bandido pero se da por supuesto que ha ido a Dios derecho!
Yo comprendo que no se va a decir delante de los parientes..., pero, por lo menos, cabría aludir a
la misericordia de Dios que es muy grande – ¡así espero! Pero contar con la posibilidad, por lo
menos, con la posibilidad de que... Con lo cual ha cesado el interés por la otra vida; se ha ido
aparando, se empieza a no contar con ella.

Hace no mucho tiempo, cuando alguna persona tenía una vida irregular, pecaminosa, había una
frase que decía “vivir en pecado” – y ya nadie vive en pecado... (risas). O era una persona de una
fe dudosa, problemática, de una vida religiosa inquietante... las personas que querían a esta
persona – los parientes, los amigos – sentían inquietud porque pensaban: ¿Qué va ser de esa
persona? Estaban pendientes de lo que pasaba.

Bueno, eso se ha dejado. Ha desaparecido del horizonte de innumerables personas, lo cual quiere
decir que se han quedado sin el último programa, sin el último proyecto. Uno se puede llevar los
proyectos al otro mundo; no se pueden llevar las riquezas, ni los honores, ni los títulos; pero, sí, se
pueden llevar los proyectos – lo que uno ha querido ser, lo que uno sigue queriendo hacer y no ha
podido hacer.

Pero eso ha desaparecido del horizonte de la inmensa mayoría de las personas. Procuren ustedes
sondear el estado de ánimo de vuestros vecinos y amigos y verán qué poco frecuente es que eso
exista; lo cual quiere decir que mientras las edades de la vida pueden ser todas ellas, hasta la
vejez, proyectivas, argumentales, narrativas, porque se cuentan desde los proyectos. Quedan
reducidas a mera liquidación. La vejez, por ejemplo, es el deterioro talvez contenido por la buena
higiene, por la medicina, por los recursos económicos, pero, al fin y al cabo, es un deterioro
implacable, inevitable y sin proyectos – lo cual es terriblemente lamentable y profundamente
triste.

Y esto no es forzoso; no es forzoso que sea así. El hombre que se vive a sí mismo como quien es,
como persona, con un proyecto... con tantas cosas que ha querido hacer y no ha podido y piensa
que podrá realizar o por lo menos podrá desear, podrá seguir deseando...
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La vejez es la edad, sí, del deterioro, claro, pero hay otro lado de ella que es la recapitulación.
Poseemos la vida de manera imperfecta, secundaria, muy deficiente. Hay personas que apenas
han resbalado por la vida y apenas la recuerdan. Se puede recapitular; pero recapitular no quiere
decir – y eso sería un error – volver al pasado, simplemente a recordar. La idea de que el viejo no
proyecta, de que el viejo no hace más que recordar, que tiene pasado pero no futuro, es un grave
error. Insisto que se cuentan desde los proyectos, se recapitulan; es decir, se va tomando posición
de la vida que somos, de la vida que llevamos dentro, que nos constituye siempre en función de
proyectos, en función de anticipaciones de lo que quisiéramos hacer – aunque no podamos hacer
– a menos que sea en la otra vida y eso tiene su esperanza también. En concreto, se trata de
pensar nuestra vida después de la muerte. Decir: no la hay – sería el error, sería la decepción, que
es lo más triste. En cambio, el que no confía en la otra vida, qué sorpresa cuando se encuentre en
ella... (risas) ¡eso siempre me ha parecido maravilloso! El señor que cuenta con que todo termina,
el suicida, por ejemplo, que quiere acabar consigo mismo ¿Y si se encuentra con que no? ¡Qué
formidable sorpresa! Nadie piensa en eso.

Las edades de la vida vistas desde el nivel en que creo que estamos – el nivel de la vida humana
como tal, el nivel de la persona – han aparecido como algo bastante distinto de la imagen
tradicional de las edades.

Muchas gracias. [(*) Conferencia en Madrid, 1999. Edición: Ana Lúcia Carvalho Fujikura]

PAUL RICOEUR ¡VIVO HASTA LA MUERTE!

«A mis 90 años, sigo sorprendiéndome»

Por Paul Ricoeur

La frase que siempre me acompaña es: Estar vivo hasta la muerte. El peligro de la vejez es la
tristeza y el tedio. La tristeza se debe al hecho de tener que abandonar muchas cosas, pero es
preciso hacer un trabajo de renuncia de lo poseído. La tristeza no se puede dominar, pero sí se
puede dominar el rendirse a la tristeza, aquello que los Padres de la Iglesia llamaban acedía. Lo
que se precisa es no ceder, estando atento y abierto a la novedad; Descartes lo llamaba asombro,
lo que se identifica con el estupor. Personalmente, llegado a esta edad, aún sigo
sorprendiéndome.

El Papa Juan Pablo II entregó, en julio de 2004, al filósofo francés Paul Ricoeur, el Premio
Internacional Pablo VI, en reconocimiento de «su gran honestidad intelectual y a su valentía en la
defensa de los valores humanos y cristianos».

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