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1984, George Orwell

Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la
barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó
rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la
suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.

El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores,


demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba
sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos
cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas.
Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No
funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día.
Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston
tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de vari ces
por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada
descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el
muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno
adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.

Industrias y andanzas de Alfanhuí, Rafael Sánchez Ferlosio

El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse
y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó una noche
de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los
mataba. Los colgó al tresbolillo en la blanca pared de levante que no tiene ventanas,
prendidos de muchos clavos. Los más grandes puso arriba y, cuanto más chicos, más
abajo. Cuando los lagartos estaban frescos todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos,
porque no se les había aún secado la glandulita que segrega el rubor, que en los lagartos
se llama «amarillor», pues tienen una vergüenza amarilla y fría.
Alexis o el tratado del inútil combate, Marguerite Yourcenar

Esta carta, amiga mía, será muy larga. He leído con frecuencia que las palabras traicionan
al pensamiento, pero me parece que las palabras escritas lo traicionan todavía más. Ya
sabes lo que queda de un texto después de dos traducciones sucesivas. Y además, no sé
cómo arreglármelas. Escribir es una elección perpetua entre mil expresiones de las que
ninguna me satisface y, sobre todo, no me satisface sin las demás. Yo debería saber, sin
embargo, que sólo la música permite la coordinación de los acordes. Una carta, incluso
la más larga, nos obliga a simplificar lo que no debieras simplificarse: ¡nos expresamos
siempre con tan poca claridad cuando tratamos de hacerlo de una forma completa! Yo
quisiera hacer aquí un esfuerzo, no sólo de sinceridad, sino también de exactitud; estas
páginas contendrán muchas tachaduras: ya las contienen. Lo que yo te pido (lo único que
puedo aún pedirte) es que no saltes ninguna de estas líneas que me habrán costado tanto.
Si es difícil vivir, es aún mucho más penoso explicar nuestra vida. […]

Y ahora, Mónica, tendría que haber un silencio. Aquí debe acabar el diálogo conmigo
mismo para comenzar el de dos almas y dos cuerpos unidos. Unidos o simplemente
juntos. Para decirlo todo, amiga mía, haría falta una audacia que no quiero tener: haría
falta sobre todo ser también una mujer. Quisiera tan sólo comparar mis recuerdos con los
tuyos, vivir despacio aquellos momentos de tristeza o de penosa felicidad que quizás
hemos vivido demasiado deprisa. Me vuelven a la memoria pensamientos casi
desvanecidos, confidencias tímidas murmuradas en voz baja, música muy discreta que
hay que escuchar atentamente para oírla. Pero voy a tratar, si es posible, de escribir
también en voz baja. […]

Y ahora, te digo adiós. Pienso con infinita dulzura en tu bondad femenina, más bien
maternal: te dejo con pena, pero envidio a tu hijo. Eras el único ser ante quien yo me
sentía culpable, pero el escribir mi vida me confirma a mí mismo; termino por
compadecerte sin condenarme con severidad. Te he traicionado, pero no he querido
engañarte. Eres de las que escogen siempre, por deber, el camino más estrecho y más
difícil; no quiero, implorando tu compasión, darte un pretexto para sacrificarte más. No
sabiendo vivir según la moral ordinaria, trato, por lo menos, de estar de acuerdo con la
mía. Es en el momento en que uno rechaza todos los principios cuando conviene
proveerse de escrúpulos. Había contraído contigo compromisos imprudentes y la vida se
encargó de protestar: te pido perdón, lo más humildemente posible, no por dejarte, sino
por haberme quedado tanto tiempo.
La desheredada, Benito Pérez Galdós

Volviose a ordenar la hueste y siguieron marchando, con el Majito a la cabeza. ¡Ah!


Todavía mandaba. Goza, goza del brillo de tu alta posición, que tiempo vendrá en que las
grandezas se humillen y las altas torres se desplomen. Avanzaban por la planicie que se
extiende entre el hospital del Niño Jesús y los collados áridos que rodean el barranco. Allí
no hay casas todavía, es decir, no hay miseria. ¿Quién diréis que salió a recibirlos? Pues
un pavo que habitaba en muladar próximo, y que todas las mañanas se paseaba solo por
el llano, con la gravedad enfática que tanta semejanza le da con ciertos personajes. El
pavo los miró; ellos le miraron y se detuvieron. Hizo él la rueda y les echó una arenga, es
decir, que después de soltar dos o tres estornudos, que son la interjección natural del pavo,
les soltó esa carcajada que parece ladrido. Los chicos se echaron a reír en inmenso coro,
y el animal volvió a hacer la rueda y a echarles otra arenga, diciendo «amados
compatricios míos...» con el cuello rojo cual la esencia del bermellón, el moco tieso, las
carúnculas inyectadas como un orador herpético. Más gritaban ellos, más gargajeaba él.
A cada voz respondía con sus estornudos y su carcajada. Parecían aclamaciones a la
patria, vivas contestados con hurras. Después dio media vuelta y marchó delante. Era esa
caricatura militar de antaño que se llamaba tambor mayor. El viento le despeinaba las
plumas, y al arrastrar las alas y dar el estornudo era el puro emblema de la vanidad. No le
faltaban más que las cruces, la palabra y la edad provecta para ser quien yo me sé.

[…]

¡Zas, zas!, iban y venían los pedruscos del campo del Majito al campo de Zarapicos y
viceversa. Ocupaba el primero, como hábil capitán, las alturas sinuosas, y los desalmados
del bando contrario se dispersaban por el llano, al borde de los charcos verdosos. Habíalos
seguido el pavo, y colocándose en lugar seguro, de donde dominar pudiera la perspectiva
del campo de batalla, les animaba con sus guerreros toques a degüello. Más enfurecidos
ellos cuanto mayor era el número de los que se retiraban contusos, se atacaban con
creciente furor. Estaban rojos. Sus brazos, al parecer descoyuntados, elásticos, flexibles
como una banda de cuero, funcionaban con aterradora prontitud. Ni Zarapicos se
acordaba ya de los matacandiles, ni Gonzalete de los alfileres. Morir matando era su
ilusión. Estaban ebrios, y los más intrépidos se reían de los pucheros de los
desanimados…
La Regenta, Leopoldo Alas Clarín

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes
blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido
que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de
arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose,
como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.
Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban
en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo
sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales
temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y
había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para
años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y
de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de
la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica.
La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de
belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo
gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba
las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando
horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya
aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que
aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta
sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose
desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones.
Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura,
haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una
punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima
otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Anna Karenina, Lev Tolstói

«Otra vez estoy en la calle. De nuevo lo comprendo todo», se dijo Ana en el momento en
que se puso en marcha el carruaje. Y mientras el coche rodaba, con suave balanceo y
fuerte trepidación, saltando sobre los guijarros del empedrado, mil pensamientos iban
pasando por su mente. «¿Qué es lo último en que pensé antes? ¡Ah, sí! Tiutkin–Coiffeur.
No, no es eso. ¡Ah, sí!, lo que decía Jachvin: "la lucha por la existencia y el odio son lo
único que mueve a los hombres". Vosotros hacéis mal en ir allí», se dirigía mentalmente
a varios hombres que iban en un coche tirado por cuatro caballos, dirigiéndose a las
afueras, con ánimo bien visible de divertirse. «Tampoco el perro que lleváis va a serviros
de nada. No podréis huir de vosotros mismos.»

Luego, dirigiendo su mirada a un punto al que, volviendo su cabeza, miraba fijamente


Pedro, Ana vio a un obrero que, completamente ebrio, con la cabeza bamboleándosele,
era llevado por un guardia en un coche de alquiler. «Este hombre es más feliz», pensó
Ana. «El conde Vronsky y yo hemos buscado también el placer, pero nuestra dicha no ha

sido la que esperábamos.» Y Ana examinó por primera vez a esta clara luz con que ahora
lo veía todo, sus relaciones con Vronsky, sobre las cuales había procurado no pensar.
«¿Qué buscaba él en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su amor propio.»
Recordó las palabras de Vronsky, la expresión de perro sumiso que había en su rostro en
los primeros tiempos de su amor, y la firme, resuelta,imperiosa y triunfante expresión de
después. «Tal vez hubiera amor, pero más que nada había orgullo y vanidad. Ahora, ha
terminado. Ya no tiene de qué vanagloriarse, sino de qué avergonzarse. Tomó de mí todo
lo que quiso y ahora no me necesita. Ahora le soy un estorbo, aunque procura no
mostrarse desatento conmigo. Ayer se le escapó la confesión de que quiere el divorcio y
casarse conmigo para quemar sus naves. Me quiere, sí; pero, ¿cómo me quiere? The rest
is gone ... Lo único que quiere es despertar la admiración del mundo. ¡Y está tan satisfecho
de sí mismo!», pensó mientras miraba a un empleado de comercio que iba montado en un
caballo de carreras. «Sí: ya no tengo para él ningún atractivo. Si me marcho, en el fondo
de su alma se alegrará. Esto no es una suposición mía: lo veo con claridad, gracias a esta
luz bienhechora que me descubre el verdadero sentido de la vida y de las relaciones
humanas […]».

Agitada por un pensamiento que brotó de súbito en su cerebro, cambió de sitio en el coche
y quedó extasiada, con la vista en un punto indefinido, y la boca abierta como si fuera a
hablar. «[…] No conozco estas calles tan pinas... casas... más casas. Y en las casas tanta
gente... Hay un sinfín de gente y todos se odian los unos a los otros. […] Allí, esa mendiga,
con el niño en los brazos, imagina que le tengo lástima. ¿No estamos todos en este mundo
sólo para odiarnos los unos a los otros, atormentamos nosotros mismos y hacer sufrir a
los demás? Ahí van esos colegiales. Ríen. Y Sergio, ¿qué hará? También pensé que le
quería. Sentía ternura por él. Y, sin embargo, he podido vivir sin verle. Lo he cambiado
por otro amor y no me he quejado del cambio mientras este otro amor me daba
satisfacción».

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