Potyara - Necesidades Humanas

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Biblioteca latinoamericana de Servicio Social

Potyara A. P. Pereira

NECESIDADES HUMANAS

Para una crítica a los patrones


mínimos de sobrevivencia
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Potyara A. P. Pereira

Necesidades Humanas

Para una crítica a los patrones mínimos de


sobrevivencia

Traducción: Gabriela Lema

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BIBLIOTECA LATINOAMERICANA DE SERVICIO SOCIAL

[Serie Ensayos]

Coordinación: Carlos E. Montaño.

Dirección: Elisabete Borgianni (asesoría editorial).

NECESIDADES HUMANAS. PARA UNA CRÍTICA A LOS PATRONES MÍNIMOS DE


SOBREVIVENCIA
Pot yara A. P. Pereira

Título original: Necessidades Humanas. Subsídios à crítica dos mínimos sociais


Cortez Editora, São Paulo, 2000.

Traducción: Gabriela Lema


Corrección:
Diseño de carátula:
Composición:
Coordinación editorial: Danilo A. Q. Morales

Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o duplicada sin autorización expresa del
editor.

© 2002 by autora
Derechos para esta edición
CORTEZ EDITORA
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Fax: (55 11) 3864-4290
E.mail: cortez@cortezeditora.com.br
www.cortezeditora.com.br
Impreso en Brasil-2002

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Sumario

Presentación a la edición en castellano


Presentación
Introducción

PRIMERA PARTE — Mínimos sociales: un concepto controvertido

CAPÍTULO I — Del mínimo al óptimo de satisfacción de necesidades mediante el


concepto de básicos sociales
1.1. Mínimos versus básicos: en defensa de los básicos
1.2. En busca del óptimo: el carácter de la optimización de la satisfacción de
necesidades básicas

CAPÍTULO II — La contribución del concepto de necesidades humanas básicas para la


formulación de políticas sociales
2.1. Por una definición objetiva y universal de necesidades humanas básicas
2.2. Predominancia de los approaches relativistas
2.3. Crítica a los approaches relativistas

CAPÍTULO III — Tentativas de especificación de las necesidades básicas


3.1. Primacía de la dimensión social sobre la natural
3.2. Valorización de la dimensión humana en recientes informes oficiales

CAPÍTULO IV — Especificación de las necesidades humanas básicas a partir de teorías


recientes
4.1. Identificación de necesidades humanas básicas como fenómenos objetivos y
universales
4.2. Identificación de “satisfactores” (satisfiers) universales de necesidades humanas
básicas

CAPÍTULO V — Controversias en torno de la satisfacción optimizada de necesidades


humanas básicas
5.1. Principales tensiones teóricas e ideológicas: los enfoques de Hayek, Rawls y Habermas

SEGUNDA PARTE — Breve histórico de las políticas de satisfacción de necesidades


básicas

CAPÍTULO VI — Políticas de satisfacción de necesidades en el contexto internacional


6.1. De los orígenes al Welfare State keynesiano
6.2. El retorno de la hegemonía liberal: emergencia de las llamadas políticas sociales de
nueva generación
6.3. Creciente importancia de los esquemas distributivos de protección social

CAPÍTULO VII — Políticas de satisfacción de necesidades en el contexto brasileño

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7.1. La experiencia brasilera de protección social dimensionada en períodos históricos


7.1.1 El período laissefariano
7.1.2. El período populista / desarrollista
7.1.3. El período tecnocrático militar
7.1.4. El período de transición a la democracia liberal
7.1.5. El período neoliberal

CONSIDERACIONES FINALES

BIBLIOGRAFÍA

ANEXOS
1. Informes de desarrollo humano (1990 –2000): cuadro síntesis
2. Resumen de la Teoría de Doyal y Gough
3. Características de la protección social en los países industrializados de Occidente.

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PRESENTACIÓN A LA EDICIÓN EN CASTELLANO

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PRESENTACIÓN

Este libro es resultado de investigaciones desarrolladas en los últimos cuatro años y


coordinadas personalmente, en el Núcleo de Estudios e Investigaciones en Política Social
(NEPPOS) del Centro de Estudios Avanzados Multidisciplinarios (CEAM) de la
Universidad de Brasilia (UnB). También es consecuencia de los estudios iniciados en la
Universidad de Manchester, en Gran Bretaña, donde trabajé durante 12 meses en el inicio
de los años 90 en calidad de postdoctoral fellow.

La idea de realizar una investigación sobre necesidades humanas, en el ámbito del


NEPPOS, como contrapunto crítico de la noción de mínimos de provisión requeridos por la
política de asistencia social, se fundamenta al mismo tiempo en dos motivaciones
principales: dar continuidad a una programática de trabajo y satisfacer una preocupación
reciente.

En el primer caso, porque en el NEPPOS la asistencia social ha sido desde 1989,


sistemáticamente tratada como política componente (integral y endógena) del Sistema de
Seguridad, que concretiza los derechos de ciudadanía social como prevé la Constitución
Federal brasilera de 1988. Son productos tangibles de ese tratamiento: la elaboración de la
primer propuesta de ley que subsidió la formulación de Ley de reglamentación de la
asistencia social (LOAS) en la Constitución Federal; la producción de textos que sirvieron
de soporte sustantivo a la elaboración de la propuesta de ley citada; la profundización de la
reflexión teórico conceptual sobre asistencia social y su difusión en forma de libro,
artículos, disertaciones académicas y comunicaciones orales; y la elaboración de propuestas
de ley de creación del Consejo y del Fondo de Asistencia Social del Distrito Federal.

En el segundo caso, porque pasados doce años de la incorporación de la asistencia


social en el texto constitucional y siete desde la institución de la LOAS, continúan
existiendo en Brasil muchos mal entendidos con relación a la identidad de ese tipo de
protección social pública. El primer dispositivo de la LOAS, que trata de la definición de
asistencia social y la identifica como política de provisión de mínimos sociales para
satisfacer necesidades básicas, no fue reglamentado hasta hoy, ni debidamente interpretado

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o decodificado. En consecuencia, en el país existe una política de asistencia social sin


parámetros coherentes y confiables con relación a los mínimos que deberá proveer y a las
necesidades básicas que deberá satisfacer. Por la ausencia de esos parámetros, esta política
puede — como de hecho ocurre en Brasil y en varias partes del mundo — confundir
necesidades sociales con preferencias individuales (subjetivas y relativas) y, con eso,
absolver al Estado de su papel de garante de la provisión social pública, abriendo espacio,
durante ese proceso, al dominio utilitarista del mercado.

Por lo tanto, el propósito básico de la investigación que dio como resultado este
libro fue avanzar en la comprensión de la asistencia social con vistas a colaborar con un
tratamiento teórico y político más adecuado. No nos proponemos, obviamente, ofrecer
subsidios programáticos para la gestión de esta política en el cuadro prevaleciente de
inconsistencias conceptuales e institucionales; tratamos, sobre todo, de problematizar esas
inconsistencias a la luz de las contribuciones teóricas más recientes y consistentes
disponibles sobre necesidades humanas básicas — un tema que contiene tratamientos
clásicos y que hoy están en la base de las críticas dirigidas a la noción de mínimos sociales
apreciada por la ideología neoliberal.

Fiel a su propósito básico, la investigación confrontó posturas intelectuales


diferenciadas sobre necesidades humanas, identificándolas con sus raíces ideológicas. Este
abordaje se hizo necesario porque desde el inicio se constató una fuerte diferencia entre las
orientaciones conservadoras y progresistas en los procesos de decisión y gestión de
políticas de satisfacción de necesidades, exigiendo su explicitación. Razón por la cual, la
investigación no abandonó el uso de las categorías izquierda y derecha, consideradas
arcaicas por el pensamiento post moderno, ni se abstuvo de declarar su afinidad con las
reflexiones socialistas contemporáneas sobre política social.

Por lo tanto, se trata de una investigación eminentemente teórica, aunque con


finalidades políticas explícitas, fundamentadas en evidencias empíricas detectadas en la
historia de las políticas destinadas a la satisfacción de necesidades en el mundo y en Brasil,
que se encuentran registradas en la segunda parte del libro. La mayoría de los datos e
informaciones que la sustentan, fueron obtenidos en fuentes secundarias, en la memoria y
en la vivencia de su grupo de investigadores e interlocutores claves, así como en análisis

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previos acumulados en el NEPPOS, sobre la teoría, historia y política de protección social


en Brasil y en el exterior.

Su fuente principal de conocimiento teórico especializado fueron los resultados de


las investigaciones del profesor y economista inglés Ian Gough, sobre necesidades
humanas, realizadas desde la década de 1980, así como las producciones recientes de ese
investigador sobre la misma temática y sobre el perfil contemporáneo de la asistencia
social en el contexto europeo. La saludable convivencia con Ian Gough, durante un año en
el Departamento de Política Social de la Facultad de Estudios Económicos y Sociales de la
Universidad de Manchester, me permitió una comprensión mayor de su teoría, elaborada en
conjunto con Len Doyal y que sirvió de eje sustantivo, aunque no integral ni exclusivo,
para esta publicación. Por eso, mi primer agradecimiento va dirigido a Gough, por las
informaciones, fructíferas discusiones e interlocuciones. Su simplicidad y simpatía
contribuyeron mucho para dejarme en una situación cómoda durante mis estudios de post
doctorado, que él orientó, lo mismo puedo decir de Duncan Scott, jefe del Departamento de
Política Social en esa época.

Merecen destaque como referencias teóricas de la investigación, además de las


producciones intelectuales de Gough, las realizadas por Raymond Plant, Amartya Sen,
Peter Abrahamson, Christopher Pierson, Ramesh Mishra, Agnes Heller, que se están
consolidando como referencias magistrales para los actuales estudios sobre necesidades
humanas, política social y derechos sociales en el ámbito del NEPPOS. Resaltamos que
todos los autores citados en la bibliografía sirvieron directa o indirectamente de apoyo para
la elaboración de este libro, mismo aquellos con los que no estamos de acuerdo. Al final,
sin ellos no habría contrapuntos calificados para la crítica que desenvolvemos aquí, ni
desafíos intelectuales que suscitasen cuestionamientos. Por eso, mis agradecimientos
también los incluyen.

Para su realización, la investigación contó con un grupo de participantes vinculados


directamente desde el inicio, inclusive en condiciones institucionales y personales muchas
veces adversas y limitantes. Este grupo estuvo constituido por las compañeras Ieda Rebelo
Nasser; Leda Del Caro Paiva; Marilene Pereira Soares Gonçalves; Maristela Zorzo y Sônia
Maria Arcos Campos, sin las cuales muchas revelaciones de esta investigación no habrían

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sido posibles. Contamos también con personas que simpatizaron con el tema y con la
iniciativa, que resultaron de gran valor. En ese rol de colaboradores, cabe mencionar: Rosa
Helena Stein, coordinadora del NEPPOS, que junto a Ana Lígia Gomes fueron las
principales insentivadoras de esta publicación; Ailta Coelho, ex vise coordinadora del
NEPPOS, quien forneció bibliografía especializada; Ivanete Salete Boschetti Ferreira,
participante de algunas discusiones y lectora atenta y crítica de los primeros capítulos;
Elenise Scherer, de la Universidad Federal de Amazonas, abastecedora dedicada de
bibliografía de difícil acceso.

Finalmente, me gustaría agradecer a Fernanda Rodríguez, del Instituto Superior de


Servicio Social de Porto / Portugal, por la invitación, en dos oportunidades, para dar clases
sobre la temática de necesidades humanas y políticas sociales en la Maestría en Servicio
Social de esa institución y por el material bibliográfico actualizado del que siempre me
participa; a la Coordinación de Perfeccionamiento de Personal de la Enseñanza Superior del
Ministerio de Educación — CAPES — por la beca de post doctorado que me posibilitó
iniciar el estudio de este tema en Manchester; al Consejo Nacional de Investigación
Científica y Tecnológica, del Ministerio de Ciencia y Tecnología — CNPq — por el
financiamiento de investigaciones que sirvieron de base para esta reflexión; y, de forma
especial, a Nelson, Fernando Luís Demétrio y Camila Potyara, mi familia solidaria, por
todo.

Potyara Amazoneida P. Pereira

Brasilia, 2000.

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INTRODUCCIÓN

La provisión de “mínimos sociales”, introducida en la agenda política brasileña de


los años 90 por la ley n 8.742, del 7 de diciembre de 1993 1, se trata de una antigua medida,
que trasciende las fronteras nacionales y excede los límites de las sociedades típicamente
mercantiles.

Fruto secular de las sociedades divididas en clases — sean esclavistas, feudales o


capitalistas —, la provisión de mínimos sociales, como sinónimo de mínimos de
subsistencia, siempre formó parte de la pauta de regulaciones de esos diferentes modos de
producción, asumiendo preponderantemente la forma de una respuesta aislada y de
emergencia a los efectos de la pobreza extrema.

Como es obvio, los impulsos que deflagraban ese tipo de respuesta social ni siempre
eran éticos y mucho menos inspirados en el ideario de ciudadanía, que concibe al asistido
como sujeto de derecho a la protección social2 prestada por los poderes públicos. En su
mayoría, estos impulsos buscaban solamente regular y mantener vivas las fuerzas laborales
pauperizadas, para garantir el funcionamiento del esquema de dominación prevaleciente.

Por lo tanto, el mínimo de subsistencia, de acuerdo con el modo de producción


vigente, podía ser una parca ración alimenticia para matar el hambre de los necesitados, una
vestimenta rústica para protegerlos del frío, un abrigo tosco contra las intemperies, un

1 Ley Orgánica de Asistencia Social (LOAS), que reglamenta los artículos 203 y 204 de la
Constitución Federal vigente, promulgada el 5 de octubre de 1988. En esta ley (art. 20), la provisión de
mínimos sociales prevista se circunscribe a mantener la renta en el valor de un (1) salario mínimo mensual,
denominado “beneficio de prestación continuada”, destinada de la siguiente manera: a ancianos con 70 años
de edad o mas (67 años a partir de 1/1/1998, por fuerza de ley n 9.720/98), y a personas portadoras de
deficiencias, cuya renta familiar per cápita sea hasta un cuarto del salario mínimo.
2 Protección social es un concepto amplio que desde mediados del siglo XX engloba la seguridad
social (o seguranza social), el seguro o garantías a la seguridad y las políticas sociales. La primera constituye
un sistema programático de seguridad contra los riesgos, circunstancias, pérdidas y daños sociales, cuyo
acontecimiento afecta negativamente las condiciones de vida de los ciudadanos. Las garantías se identifican
con las reglamentaciones legales que garantizan al ciudadano la seguridad social como derecho. Y las
políticas sociales constituyen una especie de política pública que busca concretizar el derecho a la seguridad
social por medio de un conjunto de medidas, instituciones, profesiones, beneficios, servicios y recursos
programáticos y financieros. En este sentido, la protección social no es sinónimo de tutela ni deberá estar
sujeto a arbitrariedades, así como la política social – parte integrante del amplio concepto de protección –
podrá también ser denominada política de protección social.

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pedazo de tierra para cultivar en régimen de servidumbre, una renta mínima subsidiada o un
salario mínimo estipulado por las elites en el poder. En todos esos casos estaban ausentes
— no obstante su diversidad histórica, conceptual y política — regulaciones sociales
norteadas por valores, principios, criterios y fundamentos que colocasen en jaque el poder
arbitrario de las clases dominantes. Razón por la cual los mínimos sociales3 eran tratados
como provisión social residual, arbitraria y elitista, que se constituía y procesaba al margen
de la ética, del conocimiento científico y de los derechos vinculados a la justicia social
distributiva4.

Solo en el siglo XX es que los mínimos de subsistencia pasaron a ser revistos a la


luz de valores que, identificados con los principios de libertad, equidad y justicia social, le
confirieron un nuevo status. Así, los llamados mínimos sociales fueron perdiendo su
carácter individual estricto, su connotación meramente biológica o natural y su vinculación
exclusiva con la pobreza absoluta. En consecuencia, su tematización dejó de girar en torno
de necesidades personales y extremas, de formas de protección voluntarias y de
concepciones mágicas o informadas por el sentido común, para privilegiar necesidades
sociales como materia de derecho, a ser enfrentada por políticas resultantes de decisiones
colectivas.

3 Actualmente, la noción de mínimos sociales es muy heterogénea. Varia de acuerdo con el tipo, la
lógica o el modelo de protección social adoptado (residual o institucional). Puede ser amplia, concertada e
institucionalizada en algunos países y restricta, aislada y no institucionalizada en otros. De cualquier manera
los mínimos sociales – una política mas fácilmente verificable en los países capitalistas centrales – son
generalmente definidos como recursos mínimos, destinados a personas incapaces de proveer, por medio de su
propio trabajo, su subsistencia. Tales recursos asumen, frecuentemente, la forma de renta y de otros beneficios
incidentes, sectorialmente, sobre las áreas de salud, educación, habitación etc., o sobre categorías particulares
de beneficiarios, como: ancianos, personas portadoras de deficiencia, padres solteros (madre o padre), viudas
etc. Su financiamiento adviene, preponderantemente, de fuente presupuestaria – y no de contribuciones – y su
funcionamiento la mayoría de las veces prevé: obligaciones recíprocas entre el beneficiario, el Estado y la
sociedad; la inserción profesional y social; y contrapartidas.
4 Justicia asociada a la distribución del producto social entre los ciudadanos. Es diferente de justicia
conmutativa, que refiere a los intercambios de mercaderías y exige que estas tengan un precio justo. En el
ámbito de la justicia distributiva se convino hacer la distinción entre distribución y redistribución. La
distribución tiene como característica principal no colocar en confronto directo poseedores y no poseedores de
bienes y riquezas, pues transfiere para los desposeídos recursos acumulados en un fondo público provenientes
de varias fuentes. Ya la redistribución constituye, en los términos de Lowi (1963), una arena real de conflictos
de intereses, porque implica retirar bienes y riquezas de quien los posee, para transferirlos a quien no los
posee. Mismo siendo favorables a esa distinción, pleiteando, en varias publicaciones, que los recursos para la
política de asistencia social tengan carácter redistributivo, en este libro el término distribución es, de regla,
empleado en su sentido filosófico más general, como sinónimo de justicia que engloba la redistribución.

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En este percurso, tuvieron que ser repensadas viejas nociones respecto de las causas
del pauperismo, que colocaban acento en la predestinación divina, en la debilidad moral de
los desvalidos, en la inferioridad biológica y cultural de las clases dominadas y en la
naturalización de las desigualdades socioeconómicas. De la misma forma, pasaron a ser
rechazados viejos vicios analíticos que concebían la pobreza como un fenómeno desgarrado
de las determinaciones histórico estructurales. Como resultado, se llegó a una concepción
de protección social que, además de requerir una base de sustentación empírica
indispensable para la elaboración de diagnósticos, explicaciones teóricas y predicciones
confiables, se pautaba simultáneamente en valores éticos y paradigmas cívico -
democráticos.

El famoso Plan Beveridige5 sobre la Seguridad Social británica, de 1942, que


constituyó la piedra angular del sistema de protección social del mundo occidental
moderno, fue una demostración de esa orientación. Comenzó con un examen de los
proyectos existentes de seguro social y servicios afines. (Plan Beveridge, 1943: 12); realizó
un diagnóstico de la miseria, o sea, “de las circunstancias en las cuales, en los años que
precedieron (...) a la guerra, familias e individuos ingleses podían carecer de medios de (...)
subsistencia”; además, las autoridades científicas investigaron las condiciones de vida en
algunas de las principales ciudades de Gran Bretaña (...), determinando la proporción de
población con medios de vida inferiores al padrón juzgado necesario para la subsistencia, y
analizando la extensión y las causas de esa deficiencia” (1943: 12). A partir de ahí, fue
posible definir y/o perfeccionar proyectos de política de seguridad social en tres direcciones
principales: a) extendiendo su alcance, para incluir personas excluidas de la protección
social pública; b) ampliando sus objetivos de cobertura de riesgo y c) aumentando las tasas
de beneficio” (1943: 13). Además, fue previsto un ajuste de rentas, “tanto en los periodos

5 Antes del Plan Beveridige, existió en Alemania, entre 1883 y 1889, un esquema de seguridad social
instituido por el gobierno conservador del canciller Otto von Bismarck, cuya función principal era
desmovilizar la clase trabajadora, que se sentía atraída por los ideales socialistas de la social democracia
alemana. Ese esquema contemplaba el seguro de salud, el seguro de accidentes de trabajo y las jubilaciones.
Resultando conocido como padrón bismarckiano de protección social, que se vinculaba exclusivamente al
trabajo, y, por eso, atendía solamente a personas empleadas, mediante contrato y contribución previa. Basado
en otros principios y criterios, el esquema beverdigiano, inaugurado en Gran Bretaña, en 1942, se caracterizó
por ser unificado y universal, comprendiendo no solo a los trabajadores, sino a todos los que, por una cuestión
de derecho, deberían tener sus necesidades básicas satisfechas. Se trata, por lo tanto, de un sistema unificado,
universal y garantido de protección social pública que, a pesar de privilegiar el seguro social, poseía una
vertiente no contributiva que se identificaba con la asistencia social.

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de salario como en los de interrupción de éste, según las necesidades de la familia “ (1943:
13), buscando en forma prioritaria la protección de los menores. La adopción de este
subsidio, en forma de renta, durante la vigencia de los salarios, tenia como objetivo
principal evitar el surgimiento de dos obstáculos principales: la reproducción de la miseria
entre los trabajadores de bajos rendimientos, con familias numerosas, y, en consecuencia, el
comprometimiento futuro de mayor cantidad de recursos públicos para el combate de la
miseria, que, fatalmente, seria reproducida y ampliada en los periodos de desempleo y otras
interrupciones del trabajo (1943: 13-14).

La mención al Plan Beveridge en las páginas introductorias de este libro, tiene su


razón de ser, pues ilustra, con oportuna precedencia, dos evidencias importantes, de las que
se pueden extraer las siguientes lecciones:

a. La adopción de investigaciones, diagnosis, evaluaciones y propuestas de


intervención en el proceso de identificación de necesidades humanas6 a ser enfrentadas por
políticas de seguridad social, lo que significa un avanzo en el modo de concebir y tratar la
protección pública.

b. El acontecimiento de cambios en la concepción, en la metodología y en la


práctica de la protección social, al interior de un orden social fundado en el antagonismo de
clases. Tales cambios, que se impusieron en los términos (todavía limitados) del Plan
Beveridge y tuvieron mayor expresión en la etapa más avanzada del capitalismo regulado
— la monopolista —, revelaron, a cada momento, conquistas sociales de las clases
dominadas, que nos señalan la siguiente comprensión:

 que es posible a los dominados y sus aliados crear una “cultura de oposición” —
para usar expresión de Lodziak (apud Little, 1988) — en las sociedades que los
oprimen e imponer barreras al despotismo de los dominantes, valiéndose de
movilizaciones, resistencias, reivindicaciones y controles democráticos. De esta
forma, el acceso y usufructo de los miembros de una comunidad nacional a bienes,
servicios y derechos básicos, decurrentes del progreso económico, construido

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colectivamente, en lugar de mero otorgamiento de la burguesía, también, deben ser


encarados como histórica conquista democrática;

 que es posible a las clases económica y socialmente desfavorecidas transformar sus


necesidades en cuestiones e incluirlas en la agenda política vigente, desde que se
transformen en actores estratégicamente posicionados. Esto quiere decir que
necesidades sociales solo podrán transformarse en cuestiones perturbadoras del
orden establecido (y definidoras de derechos, que deberán ser concretizadas por
políticas), si son “problematizadas” por clases, fracciones de clase, organizaciones,
grupos y, hasta, individuos, estratégicamente situados y dotados de condiciones
políticas para incorporar estas cuestiones en la pauta de prioridades públicas.
Como dicen Oszlak y O´Donnel, “cuestiones son necesidades socialmente
problematizadas” (1976: 21). O, en la consideración de Castel, son amenazas de
ruptura presentadas por grupos cuya existencia abala la cohesión del conjunto
(1998: 41), imponiendo que se tomen providencias.

A pesar de todo, el surgimiento de una cuestión — a partir de necesidades


problematizadas — ni siempre engendra respuestas públicas que busquen su resolución
efectiva. El simple hecho de ser una cuestión, suscita diferentes formas de reacción, que
ponen en movimiento tendencias y contra tendencias en torno de su solución real. Por eso,
la política de satisfacción de necesidades embutidas en una cuestión socialmente
engendrada, constituye una arena incontestable de conflictos de intereses.

De ahí, la relevancia de considerar los llamados mínimos sociales, introducidos por


la LOAS en la agenda política brasilera de los años 90 (y tematizados por un grupo
relativamente expresivo de actores sociales), no como una medida creada jurídicamente y a
implementarse por decreto o por gestiones meramente administrativas, sino,
fundamentalmente, como un recurso juspolítico (jurídico y político) conflictivo, no obstante
su configuración formal.

6 En este estudio, los términos necesidades humanas y necesidades sociales son usados
prácticamente como sinónimos, en la medida en que en él, no se concibe el aspecto humano disociado del
social.

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Si partimos del presupuesto de que tales mínimos sociales corresponden a


necesidades sociales que deben ser satisfechas por políticas sociales, estamos, ante de un
escenario complejo, que requiere mayores profundizaciones y calificaciones, en el marco
de una realidad sensiblemente modificada; esto es, una realidad en que tanto el padrón de
acumulación como el modelo de organización del trabajo y de la protección social difieren
substancialmente del pasado (inclusive del pasado reciente) y exigen nuevas formas de
enfrentamiento político-social.

Este estudio tiene esta pretensión. Su principal intento es tematizar la noción de


mínimos sociales recuperados por la LOAS, para comprenderla y calificarla mejor, dentro
de una perspectiva conceptual, teórica e histórica más amplia y de mayor inclusión. En esta
calificación, hay que enfocar la noción de mínimos sociales asociada a la noción de
necesidades humanas básicas que le es subyacente, bien como relacionar tales nociones con
los factores histórico estructurales que las determinan y con los condicionantes políticos,
ideológicos, culturales y éticos que las legitiman en escala mundial. Además, hay que tomar
en cuenta: a) los principales debates y reflexiones teóricas sobre esa temática y sus
postulados-claves; y b) análisis y argumentos críticos que basados en una “cultura de
oposición” a lo que siempre prevaleció, apunten confusiones conceptuales relativas a la
noción dominante de “mínimos sociales”, buscando su superación. Solo así, creemos, que
será posible precisar, con mayor propiedad y clareza, lo que, en la realidad brasilera actual,
constituyen estos “mínimos” y cuales son sus referencias conceptuales y orientaciones
políticas.

Este es el objetivo central de esta publicación, sin la pretensión, está claro, de agotar
el tema, que se revela demasiado complejo y carente de conocimiento acumulado. Se trata,
en realidad, de acrecentar al incipiente debate en curso, especialmente en Brasil, una
“pitada” más de reflexión crítica para mantener encendido el debate y la preocupación
pública con el tema de las “necesidades humanas básicas”, hoy, francamente,
negligenciadas.

Para esto, es provechoso comenzar la reflexión por la propia concepción de


mínimos sociales, a partir de la LOAS, para después, deslindar la noción de necesidades
humanas básicas en sus diferentes acepciones y apropiaciones políticas e ideológicas. Esta

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reflexión integrará la primer parte de este libro, que, para efectos analíticos, está dividido
en dos grandes partes:

 una, substantiva, compuesta de cinco capítulos, en la que son desarrolladas


explicaciones teórico-conceptuales, con el objetivo de problematizar la noción
controvertida de mínimos sociales vis-a-vis el concepto de necesidades humanas
básicas;

 otra, histórica, compuesta de dos grandes capítulos, cuya principal función es


ilustrar con hechos reales las tendencias de protección social capitalista, tanto en el
mundo, como en Brasil.

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PRIMERA PARTE

MINIMOS SOCIALES: UN CONCEPTO CONTROVERTIDO

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CPÍTULO 1

Del mínimo al óptimo de satisfacción mediante el concepto de básicos sociales

1.1. MINIMOS VERSUS BÁSICOS: EN DEFENSA DE LOS BÁSICOS

El artículo 1 de la LOAS preceptúa que la asistencia social, a la vez de ser un


derecho del ciudadano y un deber del Estado, es una política no contributiva7 de seguridad
social, que provee los mínimos sociales mediante un conjunto integrado de acciones de
iniciativa pública y de la sociedad, buscando atender necesidades básicas.

De cualquier manera, la referencia a mínimos sociales en el citado artículo de la


LOAS, ya exige una cuidadosa reflexión, pues sugiere, en relación a esos mínimos, una
dupla y diferenciada identificación:

a. con la provisión de bienes, servicios y derechos;

b. con las necesidades a ser provistas.

De esta forma, si en la primera identificación esa ley habla de mínimos al referirse a


la provisión, en la segunda hace referencia a lo básico, al preconizar la atención de
necesidades básicas. Esto da margen para interpretar que la provisión social mínima y las
necesidades básicas son términos equivalentes o de implicación mutua a pesar de la ley usar
denominaciones diferentes. O sea, conforme la LOAS, parece que solo habrá provisión
mínima si hubieran necesidades básicas a satisfacer, de acuerdo con preceptos éticos y de
ciudadanía mundialmente acatados y declarados en la Constitución brasilera vigente.

7 Por política no contributiva se entiende aquella que no establece condiciones o contrapartidas en su


procesamiento. Generalmente – como fue señalizado en la nota 4 de este libro – son políticas distributivas
(que distribuyen beneficios y servicios, a partir de un fondo público constituido para este fin) o redistributivas
(que redistribuyen bienes y servicios, retirando recursos de quien los tiene para dárselos a quien no los tiene),
teniendo como referencia el status de ciudadanía del beneficiario, y no fórmulas contractuales establecidas
formalmente.

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Con todo, tal vinculación (entre provisión mínima y necesidades básicas) ha


conducido a la tendencia creciente de identificar, semánticamente, mínimo con básico y de
equipararlos en el plano político/ decisorio, lo que constituye una temeridad. Por eso, es
necesario aclarar que a pesar de que provisiones mínimas y necesidades básicas parecen
términos equivalentes del punto de vista semántico, guardan diferencias tajantes del punto
de vista conceptual y político/ estratégico.

Mínimo y básico son, verdaderamente, conceptos distintos, porque, mientras el


primero tiene la connotación de menor, de menos, en su más ínfima acepción, identificada
con niveles de satisfacción de necesidades que se aproximan a la desprotección social, el
segundo no. Lo básico expresa algo fundamental, principal, primordial, que sirve de base
de sustentación indispensable y fecunda a la cual se suma. Por consiguiente, en nuestro
modo de ver, el básico que en la LOAS califica las necesidades a ser satisfechas
(necesidades básicas) constituye el prerrequisito o condición previa suficiente para el
ejercicio de la ciudadanía en su acepción más amplia. Así, mientras que mínimo presupone
supresión o cortes en la atención, como propone la ideología liberal, básico requiere
inversiones sociales de calidad para preparar el terreno a partir del cual pueden prestarse
servicios mayores y optimizados. En otros términos, en cuanto el mínimo niega el “óptimo”
de atención, el básico es el principal resorte que impulsa la satisfacción de necesidades
básicas en dirección al óptimo.

Siendo así, mínimo y básico, al contrario de lo que ha sido ligeramente inferido del
texto de la LOAS, son nociones asimétricas, que no guardan, del punto de vista empírico,
conceptual y político, compatibilidades entre sí. Eso nos lleva a concluir que, para que la
provisión social prevista en la LOAS sea compatible con los requisitos de necesidades que
le dan origen, ésta tiene que dejar de ser mínima o menor y pasar a ser básica, esencial o
precondición de la optimización gradual de la satisfacción de esas necesidades. Solo
entonces será posible hablar en derechos fundamentales, ante los cuales todo ciudadano es
titular y cuya concretización se da a través de las políticas sociales correspondientes.
Porque aquellos que no usufructúan de bienes y servicios sociales básicos o esenciales, en
la forma de derechos, no son capaces de desarrollarse como ciudadanos activos, conforme
preconiza la propia LOAS; o, como expresa el Informe de Desarrollo Humano de las

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Naciones Unidas de 1990 (IDH, 1990: 19), que sirvió de punto de partida para los informes
anuales subsecuentes de la misma institución: no son capaces de disfrutar de una vida
prolongada y saludable, conocimiento, libertad política, seguridad social, participación
acumulativa, derechos humanos garantidos y respeto a sí mismo.

De ahí la importancia de rever el significado de mínimos de previsión social que


consta en la LOAS vis a vis con la noción de necesidades humanas básicas.

El primer paso en esa revisión es concebir provisiones y necesidades como


conceptos correlatos, guiados por la preocupación política de hacer que las provisiones
básicas — en lugar de mínimas —, que no son responsabilidad exclusiva de la asistencia
social, sean cada vez más optimizadas. Eso implica, a su vez, considerar la provisión social
como una política en movimiento, que no se conforma en buscar suplir, de forma aislada y
estática, ni siquiera ínfima o básicamente, privaciones y carencias críticas que, por ser
máximas o extremas, exigen respuestas más complejas y substanciales.

Tomando prestado un razonamiento usualmente más empleado en el área


económica, diríamos que las políticas de provisión social solo tendrán racionalidad y
eficacia si establecieran interrelaciones o nexos orgánicos en su propio ámbito (entre las
diversas medidas de protección, que buscan incrementar la calidad de vida y de ciudadanía
de los segmentos sociales más desprotegidos) y con políticas económicas. En esa
interrelación, los efectos conjuntos de los diferentes programas, proyectos y prestaciones de
beneficios y servicios deberán, necesariamente, producir encadenamientos positivos hacia
adelante y hacia atrás8 y ser debidamente previstos y administrados. Los posibles
encadenamientos negativos (porque toda política encierra contradicciones) también deben
ser previstos, para ser evitados o controlados.

8 Tomando prestado de la economía el razonamiento y el lenguaje y de acuerdo con la CEPAL, no


consideramos los encadenamientos como insumos productivos para obtener un bien. Para los objetivos de este
estudio, los encadenamientos referidos asumen otra connotación: vínculos orgánicos, estratégicamente
establecidos, teniendo en cuenta la satisfacción mas amplia de las necesidades sociales y de sus legítimas
demandas. “Esta connotación, se trata de una perspectiva dinámica, en la medida que la promoción de
encadenamientos adecuados requiere un período de desarrollo y está sujeta a transformación por los efectos
acumulados” (CEPAL, 1989: 26).

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Son encadenamientos hacia delante de la política social, en su propio ámbito, los


efectos acumulados (positivos o negativos) que la oferta de un programa o medida crea
sobre otros programas o medidas sociales, facilitándolos o dificultándolos. Es ejemplo de
encadenamiento positivo hacia delante, el producido por un programa integrado de
merienda escolar, cuyos efectos ultrapasan la función de alimentar que lo motivó y
propician la mejora de las condiciones de salud y de aprendizaje de los niños contemplados.
Es ejemplo de encadenamiento negativo hacia delante, el producido por un programa
focalizado de atención a la pobreza extrema, que, justamente por ser focalizado, abandona
considerables parcelas de pobres, que después irán a ampliar las filas de los miserables.

Son encadenamientos para atrás de la política social, en su propio ámbito, los


efectos (positivos o negativos) que un programa o medida provocan en la decisión pública
de crear o fortalecer otros programas, iniciativas o políticas que les sirvan de precondición.
Constituyen ejemplos positivos los encadenamientos producidos por programas de
alimentación y nutrición, que, para ser desarrollados, demandan preliminarmente la
racionalización de los sistemas de producción y comercialización de alimentos básicos, en
apoyo al pequeño productor rural. Y son ejemplos negativos los encadenamientos
producidos por programas que, para ser implementados, debilitan o determinan la extinción
de medidas preexistentes, que podrían ampliar y fortalecer la malla de seguridad social.

Los encadenamientos hacia delante y hacia atrás de la política social con la política
económica pueden ser descriptos de la siguiente forma:

a) Hacia delante: son encadenamientos que crean o no mayores condiciones de


satisfacción de necesidades, a partir de los efectos que la oferta de un programa o medida
de política social produce en el campo económico y viceversa. Ejemplos de
encadenamientos positivos: programa para mantener ingresos (renta mínima o renta básica)
para segmentos sociales de bajos rendimientos que, más allá de mejorar las condiciones
alimenticias de la población objetivo, conllevan, entre otros efectos acumulados, el
consumo de bienes esenciales. Y ejemplo de encadenamientos negativos: programa para
mantener la renta guiado por criterios de elegibilidad tan rigurosos que condiciona sus
beneficiarios a abdicar de otros beneficios que, acumulados, mejorarían sus con
condiciones de vida y de ciudadanía.

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b) Hacia atrás: son encadenamientos que producen demandas de naturaleza


económica requeridas como precondición (positiva o negativa) al desempeño de programas
o medidas de política social. Ejemplos de encadenamientos positivos: programas de
inclusión y permanencia de niños pobres en las escuelas, los cuales requieren diferentes
modalidades de financiamiento, inclusive becas de estudio. Y, ejemplos de
encadenamientos negativos: programas de renta mínima que prevén la extinción de
beneficios y servicios sociales preexistentes.

En todas las variaciones de encadenamientos presentadas, tienen que ser


privilegiados los positivos (“círculo virtuoso”, para muchos analistas), porque son estos que
deberán ser perseguidos y reforzados por la política social comprometida con la mejora de
satisfacción de las necesidades humanas básicas. Pero, hay que tener en cuenta los
encadenamientos negativos, porque la desconsideración de su incidencia puede conducir a
fracasos en la optimización de la provisión social. El refuerzo de los encadenamientos
positivos, por lo tanto, sea para adelante o para atrás, en el interior de las políticas sociales
(salud, educación, previdencia, asistencia, habitación etc.) y entre estas y las políticas
económicas, constituye un procedimiento político necesario para impedir que la provisión
social, en lo que refiere al básico, sea instrumento de reproducción de la pobreza o
“armadilla” de esta.

Por lo tanto, encadenar positivamente beneficios, servicios, programas y proyectos


socioeconómicos significa alcanzar metas mayores de equidad, a partir de las características
de los problemas o de las cuestiones a enfrentar, relacionados a necesidades humanas
consideradas básicas. Por eso la importancia adicional de definir necesidades básicas por
oposición a preferencias, deseos, compulsiones, demandas, expectativas, que pueblan el
universo de las discusiones y especulaciones en torno de la noción de mínimos sociales.

Pero, antes de encaminarnos por esta reflexión, conviene tejer algunas


consideraciones sobre el padrón óptimo de satisfacción de necesidades que decorre de los
encadenamientos positivos mencionados, por oposición al padrón mínimo.

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23

1.2. EN BUSCA DE LO ÓPTIMO: EL CARÁCTER DE LA OPTIMIZACIÓN DE


LA SATISFACCIÓN DE NECESIDADES BÁSICAS

La referencia al óptimo, con relación a los mínimos sociales, no supone la


maximización de la satisfacción de necesidades humanas básicas, que tendría que recorrer
una escala que partiría del pésimo y pasaría por lo sufrible, lo bueno, y lo muy bueno, hasta
alcanzar el óptimo. Siendo el óptimo un concepto que depende del código moral de cada
cultura, no puede ser sinónimo de máximo, porque este es un objetivo constantemente “en
fuga” y, por lo tanto, inalcanzable; pero, podrá ser identificado con niveles más elevados de
adquisiciones de bienes, servicios y derechos a partir del establecimiento de provisiones
básicas. Son esas adquisiciones resultados, en grados más elevados, de los encadenamientos
dinámicos y positivos en el ámbito de las políticas sociales y entre estas y las políticas
económicas, que propiciarán a los individuos capacidad de agencia (actuación como
actores) y criticidad. O, en otras palabras, son esas adquisiciones que propiciarán a los
individuos capacidad de elección y de decisión, en el ámbito de su propia cultura, bien
como decisiones respecto del acceso a los medios por los cuales esa capacidad puede ser
adquirida. Es lo que Doyal y Gough llaman de óptimo de participación (1991). Más allá de
eso, les permitirá alcanzar el óptimo crítico, que, según los mismos autores, consiste en
propiciar a los individuos condiciones de cuestionar sus formas de vida y cultura, bien
como de luchas por la mejora o el cambio.

Esta concepción de óptimo y de optimización difiere substancialmente del óptimo


de Pareto, que marcó de forma tan fuerte el pensamiento político en el ámbito de la llamada
Economía de Bien Estar (Welfare Economics)9, que presenta recomendaciones acerca de
las medidas de política económica, partiendo de premisas puramente fácticas y utilitarias.
Por privilegiar los hechos sobre los juicios de valor y la ética, esta corriente se considera
libre de incertidumbres y de conflictos interpersonales, a pesar de basarse en elecciones o
preferencias individuales. La suposición implícita en ese entendimiento, informa Amartya
Sen (1976: 77), parece ser aquella que prevé que “si todos están de acuerdo con una

9 La Economía de Bienestar pasó a constituir un subítem de la Economía cuando esta, según Clark
(1967: 61), intentó separar el “análisis de lo que realmente es, de los juicios sobre lo que es deseable”.
Iniciado con la preocupación de asociar el incremento de bienestar con aumento de riqueza nacional y con

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elección (X en lugar de Y), entonces esa elección no es un juicio de valor, sino algo
perfectamente objetivo”. Por eso, la mejora económica y la eficiencia productiva pasarían a
ser, para los adeptos de esa corriente de bien estar, los objetivos que estarían encima de
cualquier meta, pues serian ellos que producirían resultados concretos que compensarían a
todos, por estar libres de conflictos interpersonales. Y, existiendo ausencia de estos
conflictos, todos saldrían ganando, a pesar de ser ganancias diferenciadas _ que en algunos
casos funciona como pérdidas _ entre los individuos en acuerdo.

Por esa razón, conforme Sen (1976: 107), Pareto es considerado una “vaca sagrada”
para los economistas de bien estar y los utilitaristas, porque ofrece el criterio de
optimización que los satisface por completo. Primero, porque el óptimo paretiano privilegia
preferencias, y no necesidades, y, segundo, porque al privilegiar diferencias, que son
individuales y relativas, somete la racionalidad colectiva de la esfera de bien estar a la
lógica privatista del mercado y de la eficiencia económica.

Efectivamente, en el criterio de optimización de Pareto son empleadas las dos reglas


siguientes (Sen, 1976: 37):

a) si todo individuo es indiferente a las dos situaciones sociales alternativas X


o Y, entonces la sociedad deberá también ser indiferente;

b) si al menos un individuo prefiere estrictamente X a Y, y si todos los demás,


individualmente, consideran X una situación por lo menos tan buena cuanto Y, entonces la
sociedad prefirió X a Y.

Pues bien, el atractivo de ese razonamiento para la Economía de Bien Estar,


inclusive para la versión que se denomina contemporáneamente de “Nueva Economía de
Bien Estar”, reside, como resalta Sen (1976), en su simplicidad, porque si la primer
situación fuera elegida nadie se importará en querer saber cual de las dos alternativas la
sociedad elegirá (X o Y), ya que ellas son indiferentes para los individuos en particular. Por
otro lado, si la elección recae en la segunda situación, nadie estará interesado en Y más que

distribución mas igualitaria (aunque sin excesos) del producto social, tempranamente se alejó del compromiso
con las necesidades sociales básicas (Clark, 1967).

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en X; de ahí sería razonable que la sociedad, como un agregado de individuos, prefiera X a


Y.

Por lo tanto, X es el óptimo paretiano, ya que no se puede elegir otra opción


considerada por los individuos tan buena como ella y que al menos una persona considera
estrictamente mejor. Pero, en la crítica de Sen, esta simplicidad, da margen a decisiones y
comportamientos absurdos del punto de vista de la ética y del bienestar social efectivo,
porque no altera en nada la situación de los que están en estado de privación u opresión.
Una economía, dice él, puede ser óptima dentro de esa lógica, aunque unos estén nadando
en la abundancia y otros ahogados en la indigencia (Sen, 1976).

En resumen, de acuerdo con el criterio de optimización paretiano, una sociedad o


una economía pueden ser óptimas, aunque sean al mismo tiempo indignas e injustas, lo que
choca con la concepción de óptimo aquí adoptada, que no concibe criterios de bienestar
libres de conflictos de intereses, valores cívicos y éticos, ni la sociedad como un agregado
de individuos. Por el contrario, parafraseando Sen (1976: 15), la sociedad es considerada
aquí como un todo orgánico, y no como la suma aritmética de los individuos que la
componen, y, por eso, las necesidades humanas, siendo sociales, no tienen identificación
con las preferencias de los miembros de esa sociedad.

De la misma forma, el sentido de optimización aquí adoptado no guarda identidad


con el compromiso de minimax propuesto por el gobierno brasileño, en 1986, a través de un
grupo de investigación del Instituto de Estudios Políticos y Sociales, coordinado por Hélio
Jaguaribe. En su sentido fundamental, el minimax “representa el nivel de coincidencia entre
los máximos esfuerzos y sacrificios que los estratos más pudientes de la sociedad se
dispongan a asumir, de forma básicamente consensual, a favor de la paz social y de la
elevación del padrón de vida de las masas, y los beneficios mínimos que los estratos más
pobres de la sociedad se dispongan, también de forma básicamente consensual, a aceptar
como techo para sus reivindicaciones, a favor de una garantida y continuada elevación de
su propio padrón de vida, de capacitación y de participación y, en consecuencia, de la
preservación de la paz social” (Jaguaribe, 1986: 29-30).

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El minimax, por lo tanto, trata de la provisión de mínimos de satisfacción de


necesidades que, más allá de guardar semejanzas con el tradicional y manipulador ejercicio
de caridad practicado por los ricos para atenuar los infortunios de los más pobres, refleja,
tal como el óptimo paretiano, una irracionalidad política y ética que pretendemos exorcizar:
esperar lo mejor de los pobres, ofreciéndoles apenas el mínimo o la peor protección social.

De hecho, si hiciéramos un análisis más apurada de los discursos, proposiciones e


intenciones dominantes referentes al tema de la satisfacción de necesidades humanas
básicas, veremos que con un mínimo de provisión social se espera, casi siempre, que los
beneficiarios de esa provisión den lo mejor de sí y cumplan ejemplarmente sus deberes,
obligaciones y responsabilidades. En ningún momento los defensores de la provisión
mínima admiten cumplimientos mínimos de compromisos u obligaciones sociales,
equivalentes a la protección efectivamente prestada, pues eso configuraría una actitud
moralmente condenable. De los pobres, por lo tanto, se exige, sistemáticamente, el máximo
de trabajo, de fuerza de voluntad, de eficiencia, de prontitud laboral y de conducta
ejemplar, inclusive cuando no cuentan con tal mínimo de provisión como derecho debido; y
cualquier desliz cometido por ellos les será fatal, en todos los aspectos. Lo que sucede es
que, a diferencia del rico, el pobre tiene que “andar en la línea” y aceptar cualquier oferta
de servicio y remuneración, porque su condición de pobreza continua siendo vista como un
problema moral e individual y, consecuentemente, como una señal de debilidad personal
que deberá ser condenada. Es por eso que entre los necesitados sociales existe el
sentimiento arraigado de que para vencer en la vida tienen que ser mejores que los
pudientes.

Entre tanto, tal postura es extremamente desprovista de sentido, porque, como dicen
Doyal y Gough (1991: 3), es irracional, desde el punto de vista lógico, e inconsistente, del
punto de vista ético, exigir o esperar lo mejor de quien no tiene las condiciones básicas
aseguradas ni las usufructúa para proceder de ese modo. Sin condiciones sociales básicas,
enfatizamos, no es posible hablar de auto sustento (hasta porque auto sustentados los pobres
siempre fueron, especialmente en Brasil), sustentabilidad, desarrollo de potencialidades,
empowerment individual, expresiones tan decantadas en el discurso post moderno como
alternativas de satisfacción de necesidades, pues ellas no se realizarán. “La realidad de los

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deberes”, prosiguen Doyal y Gough, “implica, evidentemente, la realidad de los derechos”,


lo que en otras palabras significa que sin la titularidad de los ciudadanos sobre aquello que
esencialmente precisan para desempeñar sus obligaciones, no pueden ser cobrados por el
incumplimiento de estos. Tratándose de lo básico, la titularidad del derecho como
prerrogativa universal no sustenta tergiversaciones. Lo básico es derecho indisponible (esto
es innegociable) e incondicional de todos, y quien no lo tiene por fallas del sistema
socioeconómico tendrá que ser resarcido de este déficit por el propio sistema.

Por consiguiente, el derecho a la satisfacción optimizada de necesidades, a partir de


la garantía de las condiciones básicas como exigencia fundamental para esa optimización,
constituye el cerne de todas las justificaciones de las políticas sociales públicas, incluyendo
la asistencia, y la meta a ser alcanzada y defendida por todos aquellos que creen que la
condición de vida de los pobres debe ser crecientemente mejorada. En suma, la satisfacción
optimizada de necesidades deberá buscar simultáneamente la mejora de la eficiencia de la
política social y de la equidad social10 .

La mejora simultanea de la eficiencia y de la equidad aquí defendida contradice la


visión dominante en el ámbito de la Economía de Bienestar, según la cual medidas
igualitarias destruyen los mecanismos mercantiles de transmisión de bienestar y producen
individuos irresponsables. Además, contradice la concepción de que el énfasis en el uso de
la tributación progresiva de impuestos afecta negativamente el incentivo a la inversión
empresarial, aumentando el desempleo y disminuyendo las chances de bienestar de los más
pobres (Rubio, 1997). Con base en estudios recientes (Persson y Tabellini, apud Rubio,
1997) se defiende en este libro, la hipótesis contraria, sosteniendo que la discrepancia entre
eficiencia y equidad, además de causar prejuicio social ha sido nociva para el propio
crecimiento económico. Es lo que expresan Persson y Tabellini cuando afirman que “en
aquellas sociedades con más desigualdades las demandas por distribución fiscal — con sus
efectos distorcidos — son también más altas, lo que origina una tasa menor de crecimiento”
(apud Rubio, 1997: 336). Lo cierto sería privilegiar concertaciones estratégicas entre

10 La eficiencia de una política social equivale a la maximización de sus objetivos con dados
recursos, mientras que la equidad constituye la visión social de justicia y de los criterios predominantes sobre
que diferencias son justas y cuales no lo son en una cultura determinada (Rubio, 1997: 336).

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eficiencia y equidad, lo que redundaría en optimización de las metas de satisfacción de


necesidades.

Teniendo esto en mente y considerando que las necesidades humanas básicas están
en la base de la concretización de derechos fundamentales por medio de las políticas
sociales, pasamos a explicitar el significado que ellas asumen en este estudio, a la luz de los
análisis de mayor reconocimiento que disponemos.

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CAPITULO II

La contribución del concepto de necesidades humanas básicas para la formulación


de políticas sociales

2.1. POR UNA DEFINICIÓN OBJETIVA Y UNIVERSAL DE NECESIDADES


HUMANAS BÁSICAS

Se ha hablado mucho de necesidades sociales básicas, bien como de la importancia


de definirlas y demarcarlas conceptual, política y normativamente. Porque, en el marco de
la reciente valorización del estatuto de ciudadanía, el concepto de necesidad básicas asumió
un papel preponderante en la justificación de los derechos sociales 11 y de las políticas
públicas que les corresponden. De esta forma, hablar actualmente en derechos y políticas
sociales públicas implica recorrer al concepto de necesidades humanas básicas (designación
que preferimos) que les sirve de fundamento. Es como dice Pisón (1998: 159-160):
“Necesidades y bienestar están indisolublemente ligadas en el discurso político y moral y,
especialmente, en la práctica corriente de los gobiernos. No hay servicios sociales sin la
delimitación de aquellas necesidades a ser satisfechas. Y, al mismo tiempo, la relación entre
necesidades y derechos sociales está en el núcleo de muchos problemas y discusiones que
se producen en la actualidad”.

Por lo tanto, vivimos en una fase de la historia de la protección social en que la


referencia a las necesidades sociales constituye un criterio de primer orden en la toma de
decisiones políticas, económicas, culturales, ideológicas y jurídicas (Añón, apud Pisón,
1998). Y eso porque el concepto de necesidades humanas o sociales, comenzando por su
contenido y por su real contribución a la formulación de políticas públicas, ha suscitado
considerable interés analítico-crítico por parte de los sectores intelectuales y políticos no
conservadores.

11 Los derechos sociales por su propia naturaleza colectiva, se vinculan directamente con el
concepto de necesidad que guarda relación con los principios de igualdad, equidad y justicia social, y se
diferencian de los derechos civiles y políticos que se apoyan, fundamentalmente, en conceptos como libertad
o autonomía individual.

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Aunque, a pesar de ese interés considerable, la gran mayoría de la literatura


académica, política y moral sobre esa temática, todavía aparecen imprecisiones y
ambigüedades. Muchas veces el término necesidades humanas tiene una connotación tan
amplia, relativa y genérica, que se hace difícil identificar los contenidos, contornos y
particularidades de ese concepto. Otras veces, esta noción es concebida y trabajada de
modo tan subjetivo y arbitrario, que las políticas sociales informadas por esa noción se
revelan inconsistentes, cuando no caóticas y desastradas (Doyal y Gough, 1991).

Por todo eso procedemos a identificar corrientes de pensamiento influyentes que


rechazan la idea de que existen, de hecho, necesidades humanas básicas comunes a todos y
objetivamente identificables, cuya satisfacción podría ser planificada y gestionada de forma
sistemática y bien sucedida. Y este rechazo ha andado de la mano con un escepticismo
general, vigoroso y renitente respecto a la posibilidad de tener, desde el punto de vista
teórico, un cuerpo de conocimientos coherentes y objetivos sobre la materia.

Tal escepticismo, entre tanto, no ha sido inocuo. Según Doyal y Gough (1991)
produjo las siguientes consecuencias prácticas: pérdida de confianza en el suceso de las
políticas públicas referidas a necesidades humanas básicas; fragmentación de la lucha
política contra varias formas de opresión; fortalecimiento del ideario neoliberal y, en
consecuencia, el desmonte de los derechos sociales de los ciudadanos.

A pesar de todo, no obstante la diversidad de esos abordajes, es posible observar


que se han encaminado para una polarización que aglutina, mayoritariamente de un lado,
las que identifican necesidades básicas con estados subjetivos y relativos de carencias y,
minoritariamente de otro, las que encaran esas necesidades como un fenómeno objetivo,
pasible de generalización, con las cuales nos identificamos.

Efectivamente, muchos actores (intelectuales, políticos, gestores y ejecutores),


apoyados en diferencias personales y culturales, han privilegiado el subjetivismo y el
relativismo en el tratamiento de las necesidades humanas básicas, abriendo, de esa forma,
flancos para el dominio intelectual de la llamada Nueva Derecha (neoliberalismo y
neoconservadurismo), al contribuir para el siguiente entendimiento: si no hay necesidades
comunes que sean vivenciadas colectivamente y que sirvan de parámetro para la

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formulación e implementación de políticas públicas, no habrá mejor mecanismo para


satisfacerlas que el mercado. Es el mercado que se apoya en el individualismo posesivo, en
las aspiraciones subjetivas de intereses (wants) y, por eso está más apto que el Estado para
atender demandas que ni siempre reflejan necesidades sociales, si no preferencias, deseos,
vicios, compulsiones, sueños de consumo. De la misma forma, es el mercado que tiene
interés y predisposición para maximizar demandas individuales, ampliando el abanico de
aspiraciones particulares, para mantenerse dinámico, promisorio y lucrativo.

Con base en esa tendencia han proliferado interpretaciones de necesidades sociales


que sistemáticamente las confunden con otras nociones, tornándolas inespecíficas. Y, como
ya fue mencionado, la falta de especificidad de las necesidades determina formas de
satisfacción confusas y voluntaristas que no concretizan derechos.

Frecuentemente, las necesidades sociales son consideradas como: falta o privación


de algo (tangible o intangible); preferencias por determinado bien o servicio con relación a
otro u otros; deseo, de quien psicológicamente se siente carente de alguna cosa; compulsión
por determinado tipo de consumo, movida por la dependencia o por el uso repetitivo o
viciado de ese consumo; demanda, como busca por satisfacción económica, social o
psicológica de alguna carencia. Existe, todavía, quien confunda necesidad con motivación,
expectativa o esperanza de obtener algo de que se juzgue merecedor, por derecho o
promesa.

Entre varias concepciones inespecíficas de necesidades sociales, algunas se tornaron


más conocidas — por su recurrencia — principalmente aquellas centradas en los aspectos
somáticos y psicológicos de los individuos en sus demandas relativas. En el rol de esas
concepciones se pueden identificar corrientes ideológicas concurrentes, que ni por eso
dejan de compartir los mismos valores. En la base de esas concepciones existe una fuerte
justificación de tipo ética — compartida tanto por progresistas como por liberales y
conservadores — que expresa la convicción de que es moralmente más consistente
equiparar necesidades a preferencias subjetivas, porque solo los individuos o grupos
particulares saben de sus carencias y, por eso, son más capaces que las instituciones
colectivas de trazar los objetivos y prioridades que mejor les convienen. Está presente aquí,
de ambas partes, un rechazo implícito a la ingerencia del Estado en el proceso de decisión y

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provisión sociales; pero, mientras liberales y conservadores resisten a tal ingerencia en


nombre del predominio del mercado en la regulación de las necesidades sociales,
entendidas como preferencias individuales, los progresistas, identificados con las
izquierdas, temen el autoritarismo y el paternalismo del Estado.

A pesar de las diferencias ambas preocupaciones han contribuido decisivamente


para el fortalecimiento de un denominador común: el ataque a las políticas de bienestar
próvidas por el Estado y el consecuente desmantelamiento de los derechos sociales
conquistados a duras penas por los movimientos democráticos, desencadenados hace más
de un siglo. Esto será sucintamente demostrado en el análisis de lo que llamamos de
approaches (enfoques) relativistas.

2.2 PRIMACÍA DE LOS APPROACHES RELATIVISTAS

Entre los approaches relativistas que se preocupan con la ingerencia del Estado en
los procesos de decisión, regulación y provisión sociales, se destacan, como más
influyentes, los mencionados por Doyal y Gough (1991), sintetizados así:

1. La Ortodoxia Económica de bienestar, que confunde necesidades con


preferencias y ciudadanos con consumidores, cuyas opciones son tratadas como reflejos de
sus necesidades. Se trata, por lo tanto, de un enfoque nítidamente conservador, que
privilegia el mercado como agencia principal de provisión y el consumidor (y no el
ciudadano) como el blanco de satisfacciones, inclusive públicas. Para esa perspectiva, las
preferencias de consumo — sean básicas o superfluas, como alimento o ropa de moda; sean
autosustentadas o no — poseen el mismo estatus y merecen el mismo tratamiento, porque
son ellas que, en una economía de mercado, se consideran soberanas. Así, la idea de
necesidad se confunde con preferencias compartidas o demandas definidas por los
consumidores, los cuales son percibidos como dotados de suficientes poderes para conferir
reconocimiento social a un bien o servicio. Para Doyal y Gough (1991) esta concepción se
fundamenta en dos principios que remontan a los liberales clásicos:

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 en el principio de la concepción subjetiva de intereses, de acuerdo con el cual solo


los individuos son capaces de hacer elecciones acertadas;

 en el principio de la soberanía privada, según el cual solo el consumo privado y las


preferencias individuales deben determinar lo que producir, como producir y como
distribuir.

Tales principios, aunque recurrentemente criticados, todavía hoy constituyen la base


normativa para justificar la falta de interés de la economía neoclásica por la construcción
del concepto de necesidades sociales (básicas o no); porque, para esta economía, las
preferencias subjetivas pueden ser medidas científicamente y constituir los principales
indicadores de evaluación de políticas y acciones sociales.

2. La “Nueva Derecha”, para quien el concepto de necesidades sociales, difiere


del de preferencias individuales, es políticamente peligroso, por dar más importancia al
Estado que al mercado. De esta forma, a semejanza de los economistas de bienestar
ortodoxos, la “Nueva Derecha” expresa una visión escencialista del mercado por entender
que este, desde el punto de vista moral, es superior a un Estado regulador y paternalista
(como el Welfare State), además de ser un medio más eficiente de distribución de bienes y
servicios y de asignación de recursos. Por eso, este approach considera peligroso — por
implicar autoritarismo — el hecho de que instituciones públicas establezcan reglas, a ser
seguidas por los individuos, a partir de definiciones de necesidades colectivas y de forma
institucionalizadas de satisfacerlas. También entiende que la intromisión estatal en las
libertades individuales y en la saludable autonomía del mercado se puede transformar en un
abuso de poder.

A pesar de la influencia actual de esos argumentos contra los excesos de la


regulación del Estado de Bienestar, existen, de acuerdo con Little (1998: 90-91), un
problema perenne en la aceptación generalizada de la superioridad distributiva de los
mecanismos de mercado, que es: los resultados de las operaciones del mercado presuponen
que todas las personas que se aproximan a ellos tienen las mismas chances de satisfacer sus
preferencias individuales. En este caso, no existe reconocimiento de que algunas personas

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tienen mayores condiciones que otras de satisfacer sus preferencias, lo que demuestra total
desconsideración de la desigualdad social, por parte del mercado,.

De esa forma, tanto los economistas ortodoxos como la “Nueva Derecha” cometen
el grosero error de equiparar satisfacción de necesidades sociales con funcionamiento
selectivo y discriminatorio de los mecanismos del mercado.

3. Las Críticas del Imperialismo Cultural, sostienen que las necesidades varían
de grupo para grupo, por eso, deben ser definidas por los segmentos sociales específicos
que las padecen. En caso contrario, ocurrirá la opresión dictatorial de los grupos más
fuertes sobre los más débiles, con base en el concepto de necesidades comunes, universales,
generalmente definido por quien está en el poder.

A diferencia de los enfoques que privilegian la soberanía individual, las criticas del
imperialismo cultural defienden la soberanía de grupos específicos, generalmente
oprimidos, sin dejar de reconocer la importancia de la colectividad. Pero, al proceder de
esta forma, no escapan del subjetivismo que relativiza su concepto de necesidades sociales,
pues, para los adeptos de este approach, no hay necesidades universales, que afecten a
todos, sino necesidades particulares, correspondientes a grupos diferenciados (mujeres,
negros, homosexuales) o minorías; y, estos por sentir “en la carne” la opresión, saben mejor
que nadie lo que les conviene.

Identificados con este enfoque, algunos pensadores marxistas presentan un visible


escepticismo respecto de la existencia de necesidades sociales objetivas y universales, lo
que llevó Doyal y Gough a hablar de paradoja marxista en el ámbito de esta discusión e
incluirla en la línea de los approaches relativistas, de la siguiente forma:

4. La visión marxista basada en la concepción de necesidades como fenómeno


histórico.

Al discurrir sobre lo que llaman paradoja marxista de las necesidades sociales,


Doyal y Gough (1991) toman — como no podría dejar de ser — el propio Marx como
referencia analítica. Para ellos, “es incuestionable que Marx creía en la existencia de
necesidades humanas objetivas”, principalmente cuando se refería a un conjunto de

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penurias, sufridas colectivamente por la clase trabajadora en su relación de antagonismo


con la clase capitalista, a saber: “’opresión’; ‘degradación de la dignidad’; ‘acumulación de
la miseria’; ‘degeneración física y mental’; ‘explotación sinvergüenza’; ‘esclavitud
moderna’; ‘subyugación’; ‘horrores’; ‘torturas’; ‘brutalidad de las agotadoras jornadas de
trabajo’; ‘criminosas modalidades de economía en el proceso productivo’; ‘desvastación y
desperdicio de mano de obra por el capital’; ‘severos e incesantes sacrificios humanos’”
(apud Lukes, 1991:12). Y lo mismo podría ser dicho, deducen los autores, del marxismo
revolucionario del siglo XIX..

Mientras tanto, al lado de esa concepción objetiva y universal de necesidades,


podemos identificar, en la tradición marxista, consideraciones relativistas y subjetivistas
calcadas en la comprensión de que necesidades básicas son esencialmente producto del
medio y de la cultura de los cuales el hombre es parte.

Agnes Heller es uno de los principales exponentes de esa comprensión. Llevando su


“escepticismo acerca de las necesidades humanas universales a las últimas consecuencias
lógicas”, (...) “sustenta que, debido al impacto holístico de la sociedad en la conciencia
humana, así como en la formulación de lo que sean o no necesidades básicas, es imposible
comparar culturas en lo que tange a sus progresos en la maximización de la satisfacción de
las necesidades” (Doyal y Gough, 1991: 13). Para Heller, por lo tanto, la estructura de las
necesidades varía de un modo de producción para otro, siendo imposible, por eso, comparar
culturas diferentes con base en un concepto común. O sea, en el entendimiento de Heller,
necesidades son sentimientos concientes de carecimientos socialmente relativos, los cuales
expresan deseos que se diferencian de grupo para grupo. “En su mayoría”, dice ella, “las
necesidades son sentimientos combinados, llamados de disposiciones de sentimientos”
(1998: 37-48). Pero el sentimiento conciente también puede ser una motivación buscando
llenar “la falta de alguna cosa” o de eliminar esa falta. Y, en esa búsqueda, el yo se
expande, así como pueden surgir nuevas necesidades personales o sociales. Personales,
porque solo las personas desean conscientemente algo, y sociales, porque el objeto de la
necesidad es producido socialmente. De ahí por qué, a la par con las necesidades naturales
(o biológicas), ligadas a la supervivencia, ella habla, inspirada en Marx, de necesidades

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radicales12, que se procesan, contradictoriamente, durante el desarrollo del propio


capitalismo. Esto quiere decir que la contradicción histórica, que constituye la llave del
cambio radical en el proceso de superación del sistema de necesidades capitalista, contra
indica la adopción de un concepto objetivo (o naturalista, dice ella) de necesidades
humanas básicas o universales, “dado que las necesidades materiales están limitadas por la
producción, en cuanto los ‘objetos’ más variados ponen limites a otras necesidades”
(Heller, 1998ª: 48).

Además de Heller, Marcuse (apud Little, 1998) también está convicto de que las
necesidades sociales existentes en el sistema capitalista son relativas, ya que son
manipuladas por condiciones socioeconómicas, dado que prevalece la racionalidad y la
ideología del industrialismo. Teniendo eso en vista, él parece apostar, de la misma forma
que Heller, en el efecto transformador de las contradicciones internas al sistema,
principalmente de las observadas entre el incremento del las necesidades manipuladas y la
inhabilidad capitalista de satisfacerlas. En consecuencia de esa contradicción, él cree que es
posible una redefinición del padrón capitalista de necesidades basado en una inversión
radical de valores y en una nueva política, lo cual pone también en evidencia su
escepticismo respecto de la construcción de un concepto universal y objetivo de
necesidades humanas básicas.

Más reciente, Lodziak (apud Little, 1998) refuerza la tesis marcusiana de la


manipulación de las necesidades, destacando cuatro características de esa manipulación, a
saber:

a. el sistema capitalista controla los recursos que los individuos tienen a su


disposición para satisfacer sus necesidades;

b. el sistema capitalista manipula el tiempo que los individuos pueden usar para
sus actividades autónomas.

12 Las necesidades radicales, valoradas por Heller e identificadas en Marx, son aquellas que no
integran el capitalismo y por tanto de desarrollan de forma contradictoria en el interior de este modo de
producción, con el objetivo de superar la estructura de las necesidades necesarias al orden burgués. Estas
necesidades se contraponen a lo que la autora denomina tautologicamente de “necesidades necesarias”. Se
trata por lo tanto de otro sistema de necesidades, irreducible al plano económico y radicalmente diferente de
las necesidades alienadas de la sociedad capitalista (Heller, 1998ª)

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c. La dinámica de reproducción del sistema capitalista es sustentada por la


restricción de la autonomía individual;

d. El sistema capitalista provee apenas oportunidades privatistas para


desarrollar identidades que refuerzan la reproducción del sistema.

En otras palabras, el consumismo y la libertad de consumir tan resaltados en el


sistema capitalista, no son para Marcuse y Lodziak, capaces de satisfacer necesidades
individuales que promuevan un “sentido del yo” significativo (Little, 1998). Por eso, la
tesis que defienden de la manipulación denuncia en el plano social, la contracción de la
esfera pública y la erosión de los valores cívicos, los cuales ceden lugar a los valores de
crecimiento económico y del lucro privado; y en el plano individual, denuncia el
crecimiento de la motivación privatista en construir una auto identidad, que es
frecuentemente ecuacionada con la expansión del individualismo a expensas del interés
común.

Quedan en evidencia, de esta forma, resabios relativistas en fecundos pensadores


marxistas, en el tratamiento de la cuestión conceptual y política de las necesidades
humanas, aunque tal visión no se exprese de forma homogénea. Entre los autores
mencionados, las principales diferencias son: Heller se aleja de Marcuse cuando, al resaltar
la contradicción, prevé “un nexo dialéctico imprescindible entre condiciones y conciencia,
necesidades necesarias y radicales; elemento material y cuantitativo y elemento cualitativo
(...), contraponiendo a una actitud economicista (fuerte, en Marcuse) otra valorativa”
(Rovatti, 1998: 18). Lodziak, por su lado, se diferencia de Marcuse por ser más optimista
en lo que refiere al cambio. Mientras Marcuse ve la superación del padrón capitalista de
necesidades solo a partir de la emergencia y permanencia radical de un padrón alternativo,
Lodziak apuesta en los efectos perturbadores estratégicos de una reiterada “ideología de
oposición”, en el interior del sistema capitalista, mismo estando conciente de los obstáculos
institucionalizados que impiden la libre movilización popular contra la reproducción de ese
sistema.

5. Los demócratas radicales que al contrario de la ortodoxia económica de la


“Nueva Derecha” y de las críticas al Imperialismo cultural, rechazan la primacía del

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individualismo y de la soberanía de los grupos específicos en la definición de las


necesidades (encaradas como discursos) y en las formas de satisfacerlas. En consecuencia
reclaman una reforma democrática radical, endosando una visión de democracia y de
pluralismo que no se coaduna con la idea de individuos y grupos segmentados definiendo
lo que les conviene más. Forman parte de este approach intelectuales post modernistas y
post estructuralistas o pluralistas moderados como Walzer, los proponentes radicales de un
socialismo pluralista, como Laclau y Mouffe y los identificados con la izquierda, llamada
por Gorz de post industrial, como Keane, los cuales condicionan la formación de las
identidades individuales o grupales a la influencia del medio social (Little, 1998: 92-93).
Así, para los Demócratas Radicales, los grupos deben tener derecho a luchar por sus
intereses y de perseguir sus objetivos, pero sin faltar el respeto a las reglas que los unen a
los demás miembros de la sociedad. Es solo por ese camino, dicen ellos, que individuos y
grupos podrán ampliar los límites de sus identidades particulares, aumentando,
concomitantemente, la riqueza normativa de la colectividad.

A pesar de esto, la identificación de ese approach con el relativismo cultural se


vuelve evidente cuando se explicita, en los términos de Keane (apud Pierson, 1991), la
necesidad de establecerse en un Estado democrático y en una sociedad civil constituida de
una pluralidad de esferas públicas, en las cuales los individuos y grupos puedan expresar
abiertamente su solidaridad o su oposición a otros individuos y grupos. De esa forma,
resalta Keane, el concepto de democratización dejará de motivar una búsqueda fútil de
verdades definitivas referentes a la vida humana, al mismo tiempo en que ayudará los
hombres a vivir autónomamente, sin la tutela de un agente histórico de emancipación
asumido (el Estado), descartando, de una vez por todas, concepciones ideológicas
indefendibles, como la necesidad objetiva y universal.

En el centro de esa concepción de democracia, hoy muy cotizada, está la defensa del
primado de la sociedad sobre el Estado, bien como la radical transformación de las
sociedades civiles existentes. Keane, por ejemplo, define la sociedad civil como “un
agregado de instituciones cuyos miembros se encuentran inseridos básicamente en un
complejo de actividades no estatales — producción económica y cultural, vida doméstica y
asociaciones voluntarias —, y que estos miembros preservarán y transformarán su identidad

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ejerciendo toda suerte de presión sobre las instituciones estatales (apud Pierson, 1991: 42).
Las sociedades civiles que prevalezcan, aún dominadas por hombres, por blancos, por
heterosexuales y por corporaciones privadas, deben cambiar, porque son actualmente
inadecuadas a las tareas de repensar la aspiración de los seres humanos, tanto por libertad
como por igualdad. De esta forma, aclara que solo con la restitución a los actores sociales
organizados de muchas de las funciones de provisión social, ejercidas por el Estado, es que
esta tarea podrá ser realizada. Por lo tanto, para esta perspectiva, es la sociedad que debe,
de alguna manera, definir necesidades sociales y las formas de satisfacerlas.

La misma comprensión es compartida por Pierre Rosanvallon (1984). Para este


autor, el bienestar, actualmente puede ser realizado solo a través de tres condiciones:
reducción de la intervención del Estado; restauración de la ayuda mutua como una función
de la sociedad; y creación de mayor visibilidad social. Con eso, se supera, según este autor,
la dicotomía infructífera entre Estado y mercado bien como la tendencia tradicional de
minimizar el papel de la sociedad en la provisión social que ganaría mayor densidad para
efectuar intercambios en su propio ámbito y con el Estado y el mercado.

En resumen, el approach demócrata radical presta poca atención al papel del Estado
como garante de la satisfacción de las necesidades humanas básicas, en su lugar, prefiere
superestimar para esa satisfacción el papel de la sociedad civil. Entre tanto, tal como coloca
Little (1998: 93), conviene informar que también en este enfoque no hay una concepción
homogénea. Walzer tal vez sea el mayor blanco de las críticas por su defensa entusiástica
de la protección social pluralista; ya Keane, como Laclau y Mouffe, son más reservados en
la valorización de la sociedad civil y perciben el Estado como agente destacado en la
provisión de condiciones adecuadas bajo las que podrán desarrollarse las instituciones de la
sociedad civil.

6. Los Fenomenólogos, según los cuales las necesidades son fenómenos socialmente
construidos y por lo tanto, pasibles de definición no objetiva, en la medida en que son
esencialmente subjetivos. Siendo así, este enfoque cuestiona categorías abstractas como
también procedimientos científicos que ignoran las complejas negociaciones individuales,
cuyo significado influye en la realidad del día a día. En ese cuestionamiento rechaza el
carácter objetivo y universal de las necesidades sociales básicas, por considerarlas

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construcciones dinámicas que en la práctica estarían estrechamente dependientes de la


visión de mundo de los que formulan y ejecutan las políticas. Eso equivale a decir que para
los fenomenólogos la existencia de necesidades refleja la ideología de aquellos que las
califican — generalmente profesionales de bienestar —, la estructura de las organizaciones
responsables por su enfrentamiento y los limites políticos dentro de los que operan
profesionales y organizaciones. O sea, el menaje transmitido por esos argumentos contiene,
nuevamente, la suposición recurrente de que solo los sujetos que son objeto de las políticas
de bien estar pueden saber realmente lo que necesitan.

Según Doyal y Gough (1991), estudios modernos sobre privación y pobreza


también sustentan argumentos fenomenológicos, definiendo por regla la privación como
necesidad no atendida y la pobreza como ausencia de recursos materiales o monetarios para
satisfacer necesidades. También resaltan que desde los trabajos pioneros de Townsend, en
1962, y de Runciman, en 1966, sobre pobreza en Inglaterra, hay un amplio entendimiento
de que privación social es un fenómeno relativo que varia a través del tiempo y depende de
la situación social en que se procesa. No es por acaso que las necesidades han sido
definidas con frecuencia tomando como referencia obligaciones, formas de asociación y
costumbres compartidos por los miembros de una sociedad dada en un contexto variable de
privación y pobreza. Es lo que también señalan Baran y Sweezy (1974: 287), cuando
denuncian como falta de sentido, en la mejor de las hipótesis, o error deliberado, en la peor
hipótesis, el hecho de la pobreza ser una cuestión relativa para los teóricos burgueses, que
la definen a su bien entender. Refiriéndose al contexto norteamericano, ellos dicen que
“muchos llegan al punto de decir que como el americano más pobre (...) indudablemente
dispone de mayor renta que el trabajador o campesino medio en muchos países
subdesarrollados, no hay realmente pobreza en los Estados Unidos”.

De lo expuesto se desprende que tanto en los reductos de la derecha, de la izquierda


o del centro, cuanto en el pensamiento tradicional o post moderno, inclusive en los
discursos y argumentos de gobiernos, políticos, reformadores, trabajadores sociales, el
refrán dominante es el mismo: no existe un concepto universal y objetivo de necesidades
sociales. E, insistir en lo contrario, alertan Doyal y Gough es visto como una búsqueda
infructífera o como “iluminar un pantano”.

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Pero, si es así, por qué será que desde los tiempos precapitalistas la noción de
necesidades sociales está presente, desafiando la inteligencia de los pensadores,
reformadores, revolucionarios sociales y afirmándose como una cuestión ética y política?
Por qué será que siempre hubo empeño por parte de la sociedad y del Estado en crear
formas de satisfacción de carencias colectivas, que presentan identidad entre sí y
regularidad en el tiempo? Cómo garantir la continuidad, el carácter sistemático y previsible
de estas políticas si las carencias para las que se dirigen son inestables y escurridizas?

Las respuestas a estos cuestionamientos no encuentran soporte en los approaches


presentados, exigiendo en consecuencia, otras bases conceptuales y analíticas. Y esto
sucede porque tales approaches padecen de limitaciones flagrantes como las indicadas a
continuación.

2.3. CRÍTICAS A LOS APPROACHES RELATIVISTAS

Hay muchas inconsistencias en la defensa del principio de satisfacción de las


preferencias individuales y de la soberanía del consumidor, porque eso equivaldría a
suponer que los individuos serian los únicos con autoridad para saber lo que es mejor para
sí mismos. Esa suposición se demuestra insostenible por el motivo siguiente: tales
individuos precisarían ser dotados de conocimientos y racionalidad excepcionales para
suplir la ausencia de conocimientos y racionalidad colectivas, que de hecho existen y
constituyen la mejor referencia para formular políticas públicas. Por lo tanto, apostar en la
sensibilidad y en el impulso individual, en detrimento de la sabiduría colectiva acumulada,
es correr el riesgo de acatar demandas basadas en la ignorancia, en el egoísmo, en la
competencia desbragada que, según Doyal y Gough (1991), son epistemológicamente
irracionales y no sirven de criterio para el bienestar social.

Además, como recuerda Armatya Sen (1976), políticas de bien estar social que
busquen atender deseos o preferencias individuales serian desafortunadas, no solo por la
imposibilidad de medir la satisfacción de esas preferencias, sin un criterio objetivo y
externo al individuo, sino también por el hecho de que muchas personas, debido a las

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dificultades insuperables de existencia, reducen el espectro de sus deseos y se conforman


con lo que tienen.

Más allá de eso, vale rescatar el argumento común presentado por diferentes criticas
dirigidas a la soberanía del consumidor, según el cual no son las preferencias individuales
que orientan el mercado, sino el mercado que crea, hasta el límite del absurdo, las
preferencias individuales.

Por lo tanto hay una visible incompatibilidad entre el principio de soberanía del
consumidor, vinculado al mercado, y el concepto de necesidades sociales, que sirven de
parámetro para la formulación de políticas públicas como algo que extrapola y coloca
límites a las fuerzas libres del mercado.

En su turno, el argumento básico de que solo los individuos o grupos específicos


pueden dar elementos para la definición más adecuada de políticas de bienestar, coloca
igualmente énfasis en la primacía del mercado sobre el Estado en la provisión social y en
consecuencia elige el capitalismo como el mejor sistema. Esta argumentación tiene sus
raíces en la declaración filosófica más sofisticada sobre las virtudes del mercado y del
capitalismo — que sirvió de referencia al ideario neoliberal desde mitad de los años 70 —,
presentada por el austriaco Friederich von Hayek, según la cual la gran sociedad liberal
defendida por Adam Smith, en el siglo XIX solo podrá ser asegurada en la base de
catallaxy — un neologismo creado por Hayek para describir un tipo especial de orden
espontánea producida por el mercado, comprendido como el único mecanismo capaz de
garantir una sociedad libre y justa.

De todas maneras, como señala Pierson (1991), la postura smithiana de Hayek es un


tanto contradictoria, porque no obstante a pesar de asumirse liberal, revela una buena dosis
de conservadurismo al ver en el orden y en la tradición un referencial a ser seguido. Por
eso, a la par con la defensa conservadora del status quo Hayek presenta un lado
sociológico que también está presente en las políticas de satisfacción de necesidades
neoliberales, que es: el reconocimiento de la importancia de la regulación practicada por un
agente político central sobre millones de decisiones tomadas cada día. Cómo es obvio este
agente político central sería el Estado que, a pesar de su centralidad, tendría un papel

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limitado, pues, el deber de la autoridad pública en la visión de Hayek, no es perseguir sus


propias finalidades sino propiciar un cuadro de referencia dentro del cual la catallaxy se
pueda desarrollar. Desde este punto de vista las funciones del Estado serian:

 proveer la seguridad colectiva contra la amenaza de un asalto externo;

 preservar la autoridad de la ley;

 proveer, sin necesariamente administrar, bienes colectivos que el mercado no pude


proveer con eficiencia, tales como: protección contra la violencia, regulación de la
salud pública, construcción y mantenimiento de las carreteras etc.

A esas funciones atribuidas como deberes básicos del Estado, Hayek incorpora:

 provisión de un cierto mínimo de renta para aquellos que por varios motivos, no
pueden participar del mercado, como : enfermos, ancianos, personas incapaces
física o mentalmente, viudas, huérfanos.

Mientras tanto, ese compromiso social mínimo del Estado es entendido más como
deber moral que cívico, porque Hayek es vehemente en su rechazo a las políticas sociales
como instrumentos de concreción de derechos de ciudadanía de responsabilidad del
Welfare State. Para él, el Estado debe proveer un mínimo de safety net (red de seguridad)
para prevenir o enfrentar la pobreza extrema (nunca la relativa), pero sin elevar los
destinatarios de este mínimo de provisión a la condición de titulares de derechos, que
implican deberes de los poderes públicos, para no contrariar la lógica espontánea y justa del
mercado. Esta es una concepción de provisión de mínimos sociales actualmente en alta en
el mundo y en Brasil, bajo la influencia de la ideología neoliberal de la cual Hayek es
considerado mentor intelectual.

Aunque pese la desconsideración o el combate neoliberal a los derechos de


ciudadanía social, el hecho de que esa ideología estipule un mínimo de provisión expresa,
implícitamente, alguna noción de necesidad objetiva, identificada con el concepto de
pobreza absoluta. De esta forma, como señala Plant ( apud Doyal y Gouhg, 1991), la
noción neoliberal de pobreza, como un padrón absoluto de necesidad, presume que hay un

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consenso subyacente entre sus adeptos sobre la existencia de necesidades básicas comunes,
que ellos prefieren llamar de mínimas. De lo contrario, no habría razón para que un agente
central — el Estado — arcase con la provisión de un mínimo de bienestar colectivo.

Por consiguiente, la negación explícita y difundida de la existencia de necesidades


básicas como padrón objetivo, es en la expresión de Doyal y Gough (1991) frecuentemente
acompañada (mismo en las huestes liberales) de una aceptación de su existencia implícita y
disimulada. Y eso ha creado un incomodo político imposible de disfrazar para los
approaches relativistas de derecha, puesto que tal negación tiene una función ideológica
clara de hacer creer en una correspondencia natural e indiscutible entre la lógica del
mercado y la justicia social. Así, si para el ideario liberal la autodeterminación individual
constituye el eje que sustenta que la sociedad capitalista es, desde el punto de vista moral,
la más justa y, del punto de vista productivo, la más eficiente, se vuelve difícil aceptar
cualquier otro criterio de bienestar que ponga en jaque las preferencias individuales.
Aunque tal ideología no haya encontrado sustentación empírica.

Así mismo, vale rescatar que la negación de la existencia de necesidades básicas


objetivas y universales, por parte de corrientes de izquierda, pueden minar el ideal
socialista de alcanzar una sociedad de bienestar efectiva en el futuro; porque sin el concepto
de necesidades básicas, que se encuentran en la base de la llamada cuestión social, resulta
difícil precisar cuales deficiencias existen en el sistema de bienestar burgués y cómo
pueden ser superadas.

Con todo, tal dificultad viene siendo contornada en la práctica con la identificación,
por parte de las izquierdas, de la explotación de las clases subalternas y de la opresión de
las minorías sociales, a partir de lo que esas clases y grupos tienen en común dentro del
sistema capitalista: la violación de sus necesidades básicas y de los derechos
correspondientes a la satisfacción de esas necesidades.

De esa forma, e irónicamente, el relativismo detectado en esas corrientes como


recurso para atacar el imperialismo cultural que se manifiesta bajo formas diferentes
(machismo, sexismo, paternalismo) suena apenas plausible cuando objetivamente ya existe

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acuerdo interno respecto a quien necesita ser atendido y lo que se debe hacer, a partir de un
conjunto de necesidades definidas y problematizadas.

Por lo tanto, las izquierdas también han aceptado implícitamente la existencia de un


padrón de necesidades que se extiende más allá de fronteras culturales, porque sin este
padrón no existe seguridad en la definición de medidas no arbitrarias y no aleatorias de
políticas sociales. A su vez, tales medidas, para no tornarse desmedidas, tendrán que
identificarse con alguna forma de regulación pública y de racionalidad colectiva. Pero todo
esto tendrá que apoyarse en una teoría coherente de necesidades humanas — especialmente
en el contexto capitalista donde imperan nociones equivocadas de necesidades — , ya que
sin esa teoría hay pocas posibilidades, como recuerdan Doyal y Gough (1991), de evitar
que prevalezca un idealismo peligroso apoyado en la creencia de que los individuos dejados
solos saben autoprotegerse y auto-asistirse.

Finalmente, el relativismo de tipo fenomenológico al considerar la vida social como


una “construcción” en la cual cada aspecto de esa vida tiene la misma veracidad que
cualquier otro aspecto, acaba por concebir un contexto moral sui generis, en el que
prácticamente todo es permitido. Y, ahí es realmente difícil definir necesidades y políticas
públicas correspondientes.

Por lo tanto, no es de admirarse que como herencia de esa fuerte tendencia negadora
de la existencia de necesidades humanas básicas objetivas y universales, todavía hoy
encontremos clasificaciones que intentan definirlas pero no las especifican, como será
analizado en el próximo capítulo.

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CAPÍTULO III

Tentativas de especificación de necesidades básicas

3.1 LA PRIMACÍA DE LA DIMENSIÓN SOCIAL SOBRE LA NATURAL

Según Lima (1982: 22) “han sido en vano los esfuerzos del investigador cuando
procura encontrar en los textos institucionalizados alguna teoría o intento de estudio
riguroso de las necesidades”. Los estudios disponibles, cuando no las niegan, están más
preocupados con identificarlas empíricamente, teniendo como parámetro las diferentes
dimensiones de la vida humana: física o biológica, social, cultural, política, psicológica,
moral, afectiva.

Algunos autores jerarquizan las necesidades a partir de una dimensión primaria, que
pude ser biológica o psicológica13. Para otros, necesidades no son solo fenómenos pasivos
sino también activos, o motivaciones en busca de llenar alguna falta o laguna.

El concepto de necesidades naturales, vitales o de supervivencia, surgió identificado


con la dimensión biológica, como sinónimo de necesidades básicas. Estas no diferían en
nada de las necesidades animales y por tanto no exigían para su atención nada más que un
mínimo de satisfacción, como preconiza la ideología liberal. Lo curioso es que estas
necesidades siempre estuvieron garantidas en las sociedades primitivas, precapitalistas,
pero en el capitalismo — fase avanzada del desarrollo científico y tecnológico — ellas
nunca fueron resueltas. Como dice Heller: “[irónicamente] el capitalismo constituye la
primer sociedad que por medio de la fuerza y estructura social, condena clases enteras de la
población a luchar cotidianamente por la satisfacción de las necesidades existenciales puras
y simples, desde la época de la acumulación primitiva hasta hoy” (1998: 171). Surge de ahí
la razón de que para Heller, con referencia en Marx, las necesidades naturales no

13 Una de las clasificaciones más conocidas es la de Maslow, que jerarquiza las necesidades
teniendo como base las carencias psicológicas de los individuos. A partir de la satisfacción de esas carencias,
se van escalonando otros, de naturaleza diferente, como seguridad, amor, pertenencia, estima, conocimiento,
realización personal etc.

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constituyen un conjunto de necesidades, sino un concepto limite, un “nivel bestial”, indigno


del hombre.

Al encarar las necesidades como un conjunto, varios estudiosos, entre los cuales
Marx, seguido por Heller, extrapolan el concepto de necesidades naturales, recordando que
ni siquiera las necesidades de supervivencia humana pueden ser vistas como idénticas a las
animales. No solo porque el hombre no come carne cruda y sin condimentos, sino porque
para sobrevivir precisa de algo más: abrigo, vestuario, instrumentos de caza y pesca etc.,
que tiene un contenido humano y un carácter social. O, en la consideración de Heller (1998:
171): tales necesidades “no pueden ser definidas cómo ‘naturales’, ya que son susceptibles
de interpretación como necesidades concretas en el seno de un contexto social
determinado”. Siendo así, “ni siquiera la necesidad de alimentarse puede ser definida con
‘exactitud biológica’ (...)”, porque “los modos de satisfacción convierten en social la
necesidad misma” (1998:31).

Marx, fue uno de los que antes de hablar de necesidades humanas introdujo el
concepto de necesidades existenciales como sinónimo de necesidades primarias
relacionadas al instinto de auto-conservación. Pero, mismo en ese nivel de relación del
hombre con el objeto primario de su necesidad, Marx mostró que hay diferencias
fundamentales entre los seres humanos y los animales. Como señala en sus Líneas
Fundamentales de la Crítica a la Economía Política (Grundrisse, 1977:7), el hombre que se
satisface con tenedor y cuchillo es diferente de los animales, que se satisfacen con carne
cruda; por eso las necesidades existenciales de aquel deberán corresponder a las formas de
satisfacción sociales. El ser humano, según Marx, es, en el sentido más literal del término,
un animal político14 paralelamente de ser un animal social, que solo puede ser considerado
en la sociedad. O: “el hombre crea los objetos de sus necesidades y al mismo tiempo crea
también los medios para satisfacerla”. Ya con los animales “sus necesidades y sus objetos
de satisfacción ya vienen ‘dados’ por su constitución biológica” (Heller, 1998:44).

14 A respecto de ese tema, Hannah Arendt desarrolla una reflexión semejante a Marx, en la cual
prioriza al hombre no como zoon politikon – usando la expresión de Aristóteles —, sino en la relación entre
hombres. Así, resalta que la política no surge en el hombre, sino entre los hombres. O mejor dicho, no existe
en el hombre algo político que pertenezca a su esencia. “La política surge en el entre los hombres; por lo tanto
totalmente afuera de los hombres” (...). “La política surge en el Inter.- espacio y se establece como relación”
(1998: 23).

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En este sentido Marx estaba convencido de que la tentativa de limitar la naturaleza


humana a la dimensión biológica, o mismo económica y material constituía un equivoco
serio. Para él habría que tener en cuenta necesidades propiamente humanas que,
consolidadas en la conciencia de libertad ofrecerían a los hombres la búsqueda de la
liberación de la fatalidad natural. Así, de la esencia humana no consta apenas la
supervivencia, sino también cualidades “como trabajo (objetivación), sociabilidad,
universalidad, autoconciencia y libertad. Estas cualidades esenciales ya están dadas en la
propia humanización como simples posibilidades; se vuelven realidad en el proceso
indefinido de la evolución humana” (Heller, 1970: 78).

De esta manera, a partir de Marx se abre un abanico de consideraciones fecundas


sobre necesidades humanas, que son también sociales, mismo que estas consideraciones se
presenten inespecíficas conceptualmente. La propia Heller es quien detecta esa falta de
especificidad en su famosa incursión en la obra de Marx15, de la cual extrae un conjunto de
observaciones y descubiertas referentes al concepto de necesidades.

Según Heller (1998), la originalidad de la concepción marxista con relación a la


economía política clásica está en el hecho de la necesidad no ser vista como un fenómeno
puramente económico imposible de ser transportado para otros planos de las relaciones
humanas. Por el contrario, ya en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx
dejaba entrever que necesidad era un concepto extraeconómico (histórico, filosófico y
antropológico) en el cual el bienestar de los hombres estaría por encima de los intereses del
capital. Tanto es así, que concebía como una expresión de alineación capitalista la
reducción del concepto de necesidades a la necesidad económica para la cual el fin de la
producción no es la satisfacción de las necesidades sino la valorización del capital (Heller,
1998: 25).

Aún, a pesar de esas consideraciones originales y al hecho de que el concepto de


necesidades humanas haya asumido un papel preponderante en la economía política
marxiana, especialmente en lo que refiere a las teorías de valor de uso (bienes para la

15 Formando parte de un proyecto filosófico general que buscaba desarrollar una antropología
marxista que abarcaba temas como afecto, pasiones, personalidad etc., Heller realiza una lectura de Marx

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satisfacción de necesidades), de plusvalía (valorización del capital sobre el valor de uso) y


de la fuerza de trabajo como mercadería especial (valor de la fuerza de trabajo como
parámetro de las necesidades del trabajador), Marx, en la interpretación de Heller
(1998:22), nunca definió tal concepto y ni siquiera describió lo que entendía por él. Y esa
es una tendencia que puede ser detectada en las más importantes contribuciones marxistas y
no marxistas posteriores.

La falta de definición de lo que sean las necesidades humanas básicas puede ser
contemporáneamente detectada, inclusive en documentos oficiales que ganan en calidad
porque valorizan la dimensión humana como indicador importante de desarrollo de las
naciones. Como es el caso de los Informes de Desarrollo Humano (IDH), del Programa de
las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), de las Organización de las Naciones
Unidas, que viene despertando la atención de quienes formulan políticas sociales en el
mundo entero, como veremos a continuación.

3.2. LA VALORIZACIÓN DE LA DIMENSIÓN HUMANA EN INFORMES


OFICIALES RECIENTES

El primer documento elaborado en 1990, que sirvió de base y punto de partida para
una serie de informes y documentos subsecuentes, publicados anualmente, se atienen a la
definición, medición y análisis de las políticas de desarrollo humano, partiendo del
presupuesto de que no hay un vínculo directo y automático entre ese tipo de desarrollo y el
desarrollo económico. Además, se presenta un conjunto de indicadores que pasan a
componer el Índice de Desarrollo Humano (IDH), que fue mantenido con algunas
modificaciones hasta 199816.

centrada en el tema necesidades, publicando en 1978 el libro titulado en lengua castellana, Teoría de las
necesidades en Marx. Esta obra se encuentra en nuestros días en su tercera edición española (1998).
16 Debido a los nefastos procesos económicos y sociales del rápido y creciente proceso de
globalización de la economía, el cálculo del Índice de Desarrollo Humano se pautó a partir de 1999, a través
de una metodología diferente adoptada en los años precedentes. En ese cálculo, las mejoras en el padrón de
vida de cada ciudadano pasaron a tener mayor relevancia, lo que condujo a la conclusión de que las
desigualdades económicas y sociales avanzan en forma acelerada y globalizada. Así, con la nueva
metodología el IDH de varios países empeoró. Brasil, que en 1998 ocupaba el 62 lugar en el ranking mundial,

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50

Dada la importancia de esos informes para la reflexión contemporánea sobre las


necesidades humanas básicas y las políticas de satisfacción optimizada de esas necesidades,
haremos una descripción sucinta17 de su concepción y propuesta con relación a los temas
particulares que constituyen anualmente el eje analítico de cada uno de estos informes.

En la concepción del PNUD, que ya se pone en evidencia en el primer informe


(IDH-90), el acceso a la renta es apenas uno de los componentes del desarrollo y por eso no
es considerado un fin en sí mismo sino un medio de adquirir bienestar humano, que
incluye: una vida prolongada, conocimiento, libertad política, seguridad personal,
participación acumulativa y derechos humanos garantidos. De esta forma aunque puedan
ser infinitas y cambiar con el tiempo, las tres oportunidades esenciales para todos los
niveles de desarrollo son: disfrutar de una vida prolongada y saludable, adquirir
conocimientos y tener acceso a los recursos necesarios para alcanzar un nivel de vida
decente. Si estas oportunidades esenciales no existieran otras alternativas quedarán
inaccesibles.

Teniendo esto en vista, el desarrollo humano es entendido por el PNUD como un


proceso de ampliación de oportunidades, en el cual las personas, individual o
colectivamente, puedan desarrollar todos sus potenciales y conducir una vida productiva y
creativa conforme sus necesidades e intereses.

Paralelamente a esas oportunidades esenciales fueron reconocidas otras como


elementos constitutivos importantes en el cálculo del IDH de 1990, a saber: libertad
política, económica y social; posibilidad del individuo ser creativo y productivo; respeto a
sí mismo y garantía de derechos humanos.

El IDH-90 estableció la esperanza de vida al nacer como indicador clave de


longevidad debido al peso que este indicador tiene en la creencia de que una vida

con un índice de desarrollo humano de 0,809 aparece en 1999 en 79° lugar con un IDH de 0,739 y en 2000,
en 74° lugar con un IDH de 0,754.

17 Esta descripción se apoya en la síntesis preparada por Maristela Zorzo e Ieda Rebelo Nasser,
sobre el contenido de los RDHs de 1990 a 2000. Parte de esa síntesis consta en el cuadro del Anexo 1 de este
libro.

50
51

prolongada es valiosa en sí misma y al hecho de que varios beneficios indirectos (como


nutrición adecuada y buena salud) están estrechamente relacionados con esa oportunidad.

Con relación al conocimiento, los datos sobre alfabetización fueron considerados


apenas como un reflejo del acceso a la educación, pues dentro de un conjunto de
indicadores más variados, los niveles más elevados de escolaridad y de obtención de
conocimientos deben tener prioridad. Esto, sin desconsiderar que, para el desarrollo
humano básico la erradicación del analfabetismo merece énfasis.

El tercer componente clave del IDH-90, o sea, el manejo de los recursos requeridos
para una vida decente, es señalado como más difícil de medir, porque para esto se precisan
datos sobre acceso a la tierra, al crédito, a la renta y a otros recursos. No obstante, dada la
escasez de informaciones sobre muchas de esas variables, el IDH-90 utilizó la renta per
capita como indicador básico.

El informe de 1990 examinó también algunos de los factores principales que


contribuyen para alcanzar un nivel decente de vida, principalmente el acceso a alimentos y
a servicios sociales básicos o de utilidad pública, como abastecimiento de agua, salud,
educación. Pero en el informe de 1990 y los subsiguientes tanto el concepto de desarrollo
humano como el índice de desarrollo correspondiente (IDH) son ampliados, incorporando
entre otros aspectos, libertad política e igualdad entre los sexos.

Esos informes también analizan con mayores detalles la administración y el


financiamiento del desarrollo humano en torno de un tema específico elegido anualmente,
a saber: en 1991 — financiamiento público; en 1992 — dimensiones internacionales del
desarrollo y disparidades entre naciones ricas y pobres; en 1993 — participación popular;
en 1994 — seguridad humana; en 1995 — progreso de las mujeres; en 1996 — relación
entre crecimiento económico y desarrollo humano; en 1997 — erradicación de la pobreza y
su prioridad; en 1998 — beneficios y distorsiones de los actuales padrones de consumo;
1999 — globalización con rostro humano; en 2000 — relación entre derechos humanos y
desarrollo humano.

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Para una mejor visualización de las concepciones y propuestas de estos informes


presentamos en el anexo 1 un cuadro que contiene sintéticamente el tema de concentración,
la evolución del concepto de desarrollo humano, el IDH y otros índices adoptados en el
período entre 1991 y 2000.

A partir de esta descripción se hace patente, como dicen Doyal y Gough (1991), que
los IDHs marcan un avance significativo con relación a otros intentos de medición de
desarrollo social (por ejemplo los del Banco Mundial), por lo menos por cuatro motivos: a)
innovan al incluir variables no económicas como indicadores de un padrón de vida deseable
y adecuado; b) presentan una formulación más rica de desarrollo, privilegiando la
formación de capacidades humanas y el uso social de esas capacidades en la participación
de la vida social de las personas; c) conciben la satisfacción de necesidades básicas como
oportunidades de mejora de la vida humana y no como un recurso “límite”; d) prevén la
optimización de esa satisfacción de necesidades, renegando de esa manera el mínimo de
supervivencia como un padrón aceptable.

A pesar de ese avance, continúa presente en los IDHs la ausencia de especificidad


de las necesidades humanas básicas.

Para intentar enfrentar ese problema es que pasamos a valernos (con los ajustes
debidos) de las postulaciones de Doyal y Gough (1991) sobre la materia.

52
53

CAPÍTULO IV

Especificación de necesidades humanas básicas a partir de teorías recientes

4.1. IDENTIFICACIÓN DE NECESIDADES HUMANAS BÁSICAS COMO


FENÓMENOS OBJETIVOS Y UNIVERSALES

De los estudios disponibles sobre necesidades humanas básicas, el que posee mayor
densidad analítica y coherencia conceptual, además de presentar afinidad con la concepción
de necesidades humanas básicas de este libro — por oposición a la de necesidades mínimas
— es el de los autores ingleses Len Doyal, del London Hospital Medical College, e Ian
Gough, de la Universidad de Manchester (hoy Universidad de Bath) publicado en 1991,
intitulado A theory of human need. Este libro, traducido en 1994 para lengua española y
ganador de los premios Gunnar Myrdal de 1992 y Tamara Deutscher Memorial de 1993,
realizó, en la opinión de Little (1998:90), la más fecunda conceptuación de las necesidades
humanas en los años recientes, presentando una defensa rigurosa de la teorización en el
campo de las necesidades, una teoría de las necesidades sofisticada y bien formulada, un
balance comparativo del significado práctico de necesidades y un análisis de las
implicaciones políticas y estratégicas de sus proposiciones teóricas.

Insistiendo en la importancia de definir de forma objetiva el concepto de


necesidades humanas básicas — con vistas a una formulación más coherente y confiable de
políticas públicas —, los autores resaltan, en paralelo al carácter humano social de las
necesidades, lo que en el decir de Cabrero (1994:15), constituye la naturaleza más profunda
de estas: la universalidad. No obstante, esta universalidad, prosigue Cabrero “no implica la
generalización etnocentrista de las necesidades del centro para las periferias, de las
sociedades industriales para las subdesarrolladas, sino un debate que defina el conjunto de
las necesidades en el ámbito de todos los mundos existentes”, apuntando para “un profundo
sentido de redistribución de los recursos en el plano mundial”.

De esta forma, rechazando las concepciones naturalistas, relativistas y culturalistas


convencionales y renitentes sobre necesidades, Doyal y Gouh sustentan que todos los seres

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humanos, en todos los tiempos, en todas las culturas, tienen necesidades básicas comunes.
Lo que se contrapone a la concepción naturalista (entre las cuales las utilitaristas y la
“Nueva Derecha”) porque como resalta Cabrero (1994:14) esta concepción reduce las
necesidades a preferencias y deseos regulados por el mercado, siendo éste considerado
superior, en eficiencia y moral, a cualquier otro mecanismo social. También se contrapone
a la visión relativista (asumida especialmente por los historicistas, inclusive de izquierda),
porque esta visión resalta la imposibilidad de que existan un conjunto de necesidades
universales más allá de las diferencias culturales (Cabrero, 1994:14) chocándose con la
siguiente convicción teórica de Doyal y Gouhg: “Aunque la satisfacción de las necesidades
humanas básicas pueda variar, esas necesidades no son pasibles de variación”. Basados en
esa convicción, afirman que hay un consenso moral, perfectamente verificable en diferentes
visiones de mundo, a respecto de que el desarrollo de una vida humana digna solo ocurrirá
si ciertas necesidades fundamentales (comunes a todos) fueran atendidas. Finalmente,
Doyal y Gough se contraponen a los culturalistas, particularmente fenomenólogos que al
concebir las necesidades como una “construcción social” (privilegiando, en esa
construcción, grupos concretos en lugar de necesidades), se atienen a una especie de
“microsociología” de las necesidades sociales.

Partiendo de esos rechazos Doyal y Gough procuran distinguir necesidades básicas


de necesidades no básicas (o intermediarias) y de aspiraciones, preferencias o deseos
(wants).

La llave de la distinción entre necesidades básicas y las demás categorías


mencionadas reposa en un dato fundamental que confiere a las necesidades básicas (y
solamente a ellas) una implicación particular: ocurrir serios prejuicios en la vida material de
los hombres y en la actuación de estos como sujetos (informados y críticos), caso esas
necesidades no sean adecuadamente satisfechas.

Dada su importancia teórica, la noción de “serios prejuicios” precisa ser calificada


aquí, porque en cuanto “piedra angular” de la caracterización de necesidades humanas
básicas, esta noción tampoco se presta a tratamientos de carácter relativista. “Serios
prejuicios” son, así, impactos negativos cruciales que impiden o ponen en serio riesgo la
posibilidad objetiva de los seres humanos vivir física y socialmente en condiciones de

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poder expresar su capacidad de participación activa y crítica. Por lo tanto son daños cuyos
efectos nocivos no dependen del deseo de quien los padece ni del lugar o de la cultura en
que se verifican. “Pensada en estos términos la objetividad del prejuicio queda garantida
por medio de su irreductibilidad a sentimientos subjetivos contingentes, como la ansiedad o
la tristeza, porque se pueden experimentar ambos (...) y, no obstante, alcanzar de manera
satisfactoria propósitos que se tienen como importantes”. (Thompson, apud Doyal y
Gough, 1991:50). “Así, las necesidades humanas básicas estipulan lo que las personas
deben conseguir si quieren evitar serios y prolongados prejuicios” (1991:50), constituyendo
la satisfacción de necesidades básicas una condición necesaria de prevención de tales
prejuicios.

De esta forma “serios prejuicios” difieren substancialmente de los variados y


relativos efectos producidos por la falta de satisfacción de preferencias, aspiraciones,
compulsiones y deseos.

La insatisfacción de una preferencia, por ejemplo, puede causar sufrimientos y crear


eventualmente prejuicios materiales y psicológicos. Aunque eso no impedirá al agente de la
preferencia no atendida, de vivir y participar como sujeto de la sociedad. Además, estos
sufrimientos afectan específicamente al portador de la preferencia, produciendo impactos
diferenciados en cada individuo que la presente revelando su carácter relativo y
particularista.

Como ilustración, Doyal y Gough mencionan el sexo como el ejemplo


frecuentemente más señalado como necesidad básica por el sentido común. Entre tanto
discordando de esa comprensión, resaltan que padrones específicos de actividades sexuales
no pueden ser universalizados, a semejanza de las necesidades humanas básicas.
Verdaderamente, lo que es considerado práctica sexual normal, comentan los autores,
puede variar entre culturas y entre relaciones en el interior de una misma cultura, sin contar
el hecho de que varias personas parecen administrar bien su existencia — física y cívico
participativa — con poca o ninguna actividad sexual.

A partir de esto se concluye que las necesidades básicas son objetivas porque su
especificación teórica y empírica independe de preferencias individuales. Y son universales

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porque la concepción de prejuicios serios que derivan de su inadecuada satisfacción es la


misma para todos los individuos en cualquier cultura.

Por tanto, para los autores sólo existen dos conjuntos de necesidades básicas
objetivas y universales — que deben ser satisfechas concomitantemente para que todos los
seres humanos puedan efectivamente constituirse en cuanto tales (diferentes de los
animales) y realizar cualquier otro objetivo o deseo valorado socialmente. Son ellos: salud
física y autonomía. Estas necesidades no son un fin en si mismas, sino precondiciones para
alcanzar objetivos universales de participación social. Según Cabrero, son también
“derechos morales que se transforman en derechos sociales y civiles mediante políticas
sociales” (1994:15).

Como puede desprenderse de la citación de Cabrero, los dos principios clave que
orientan la teoría de las necesidades humanas básicas en foco son, en la afirmación de Little
(1998:95), la participación y la liberación, mismo cuando Doyal y Gough ponen acento en
la salud física como necesidad básica. La verdad es que ellos consideran la satisfacción de
esta necesidad como condición, obviamente, más básica para posibilitar la participación
con vistas a la liberación de cualquier forma de opresión humana, incluyendo la pobreza.
Por eso, afirman: “al menos que los individuos sean capaces de participar en alguna forma
de vida sin limitaciones arbitrarias y graves con relación a lo que se proponen alcanzar, su
potencial de éxito público y privado no se desarrollará, cualquiera que sean los pormenores
de sus elecciones reales” (1991:50).

Se observa entonces, que la definición de “serios prejuicios” denota, al mismo


tiempo un doble daño: uno físico, o privación fundamental que impedirá a las personas de
usufructuar de condiciones de vida favorables para su participación social; y otro cognitivo
o racional, que integrado al daño anterior impedirá que las personas posean autonomía
básica para actuar de manera informada y con discernimiento. Esta es una ecuación que no
puede ser desmembrada. Para que las necesidades básicas sean satisfechas, la salud física y
la autonomía tienen que ser atendidas.

Salud física, por lo tanto, es una necesidad básica porque sin la debida provisión
para satisfacerla los hombres estarán inclusive impedidos de vivir. Esta es básicamente una

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necesidad natural que afecta todos los seres vivos y que en principio no diferencia hombres
de animales, aunque como ya fue resaltado, la forma de satisfacerlas requiera en lo que se
refiere a los hombres, provisiones de contenido humano social. Se trata, por lo tanto, de
reconocer que mismo en el plano de las satisfacciones de necesidades físicas o biológicas,
el origen del hombre, como resalta Marx, no está ni en la naturaleza concebida
abstractamente, ni en la totalidad de la sociedad concebida también de forma abstracta. Tal
origen está viceralmente ligado a la praxis humana, que sólo es humana en la medida en
que el trabajo (o actividad) realizada por el hombre difiere de la actividad de otras criaturas
vivas. O “en la medida en que el peor de los arquitectos humanos es superior a la mejor de
las abejas, mismo que en la construcción de su colmena la abeja avergüence muchos
arquitectos” (Marx, apud From, 1970:20).

Eso coloca en relevancia el imperativo de considerar la intencionalidad de la acción


humana como parte integral e intrínseca de su esencia y por consiguiente como parte
constitutiva de lo básico y necesario a su existencia. Al final, ponderan Doyal y Gough, los
hombres son algo más que el condicionamiento biológico de sus genes; son algo más que la
dimensión biológica, lo que justifica la indicación de autonomía como el otro componente
constitutivo de sus necesidades básicas. Aún, como autonomía es un concepto que se ha
prestado a diferentes interpretaciones es necesario calificarlo, también, en el contexto de
esta discusión.

Entendemos por autonomía básica la capacidad del individuo elegir objetivos y


creencias, valorizarlos con discernimiento y ponerlos en práctica sin opresiones. Eso se
opone a la noción de autosuficiencia del individuo frente a las instituciones colectivas o,
como desean los liberales, a la mera ausencia de constreñimientos con relación a
preferencias individuales, incluyendo en el ámbito de esos constreñimientos los derechos
sociales que buscan protegerlo. Inspiradas en Doyal y Gough que por su lado tienen como
referencia reflexiones recientes de otros autores, en particular Plant 18, hablamos de una
autonomía que no derive para el individualismo y el subjetivismo y que por lo tanto se

18 Plant es uno de los autores más representativos del pensamiento socialista contemporáneo que
defiende la justicia social con base en el concepto de ciudadanía. Esta preocupación está presente en todo su
trabajo teórico, especialmente cuando establece un diálogo crítico con las tesis de Hayek sobre “el espejismo
de la justicia social” y la negación de los derechos sociales.

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apoye en precondiciones societales que deberán estar presentes en todas las culturas. En
última instancia, en el horizonte de esta noción de autonomía está la defensa de la
democracia como recurso capaz de libertar los individuos no solamente de la opresión
sobre sus libertades (de elección y de acción) sino también de la miseria y del desamparo.
“Ser autónomo en ese sentido consiste en poseer capacidad de elegir opciones informadas
sobre lo que se tiene que hacer y como llevarlo a cabo” (Doyal y Gough, 1991: 53). Este es
un atributo típico de los seres humanos que tiene que ser valorizado. Por lo tanto, tener
autonomía no es solamente ser libres para actuar como mejor entender, sino por encima de
todo es ser capaz de elegir objetivos y creencias, valorizarlas y sentirse responsable por
sus decisiones y sus actos. De acuerdo con Doyal y Gough, en esa perspectiva la autonomía
tiene el sentido de agencia que en las palabras de los autores constituye la condición más
elemental o “previa para que el individuo pueda considerarse a si mismo — o ser
considerado por cualquier otro — capaz de hacer algo y ser responsable por su acción “
(1991:53). Por consiguiente se trata del “repertorio singular de capacidades físicas y
mentales — exitosas o no — que componen la historia de cómo hemos llegado a ser lo que
somos” (Doyal y Gough, 1991:53), lo que será perjudicado si hubiera un déficit en tres
atributos: salud mental, habilidad cognitiva y oportunidad de participación (Gouh,
1998:53).

El déficit de salud mental es identificado con la inhabilidad extrema y prolongada


de actuar, de una forma racional con sus propios pares y de esa forma tener seriamente
perjudicadas su confianza y su competencia.

La habilidad cognitiva para participar socialmente incluye la comprensión de las


personas acerca de las reglas de su cultura y su capacidad de razonar sobre esas reglas e
interpretarlas. Eso requiere habilidades tanto culturalmente especificas como universales.

Finalmente, la oportunidad de participar implica que las personas tengan a su


disposición medios objetivos para ejercer papeles sociales significativos en su vida social y
en su cultura.

En otras palabras, para Doyal y Gough, son tres las “categorías claves” que afectan
la autonomía individual de forma más elemental (de agencia): “el grado de comprensión

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que una persona tiene de sí misma, de su cultura y de lo que se espera de ella como
individuo dentro de esa cultura; capacidad psicológica que la persona posee para formular
opciones para sí misma; y las oportunidades objetivas que le permitan actuar en
consecuencia” (1998:60). En ausencia de cualquiera de esas categorías ocurrirán serias
restricciones a la autonomía personal, que pueden ser causadas por diferentes factores que
van desde reglas culturales (exclusión de minorías de determinados papeles), circunstancias
económicas (desempleo o pobreza) hasta sobrecargas de demandas conflictivas (doble
jornada de trabajo de la mujer).

Siendo así, la autonomía se contrapone claramente a la tendencia liberal de


transformar, en nombre de la libertad, el individuo en monada aislada y calculista para la
autosatisfacción de sus preferencias y deseos. También se contrapone a la concepción
subjetiva de intereses y a la soberanía privada, que elevan el individuo a la condición de
único juez de lo que más le conviene y se apoyan en una noción de ciudadanía rescatada de
la tradición clásica (Pierson, 1991) que solamente admite como derechos aquellos de la
libertad negativa (o inmunidades contra la protección social pública). Así, de forma
contradictoria, la defensa liberal del empowerment individual y el apelo al atractivo
discurso del “respeto” al individuo como agente dotado de capacidad para autodeterminarse
y auto-sustentarse, invierten, implícitamente, contra la autonomía verdadera, porque la
someten al dominio implacable del egoísmo individual y de la lógica del mercado.

Por lo tanto resulta claro que esta noción liberal de autonomía o de libertad es
insostenible en la práctica, porque el individuo por sí solo jamás desarrollará sus
potencialidades. La acción individual, dicen Doyal y Gough, es social en la medida en que
siempre es aprendida con otros y por estos reforzada. “Las personas no se enseñan a actuar
a sí mismas (...) Es imposible que exista una persona puramente privada”. El mismo
Robinson Crusoe “ya sabía ser tan trabajador (y racista) porque ya se lo habían enseñado”
(1991:60). Por lo tanto es en la intervención con otras personas que el individuo aprende a
vivir en sociedad, a obedecer reglas como expresiones de la voluntad colectiva y a
mantener y reforzar objetivos y creencias. Tales reglas constituyen el parámetro tanto del
sentimiento de pertenencia como persona y ciudadano, cuanto del reconocimiento por su
parte de los derechos y deberes de los otros. Así, la posibilidad de que el individuo exprese

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60

su autonomía requiere mucho más que la libertad negativa de dejarlo solo para cuidar de sí
mismo y va a exigir experiencias y responsabilidades compartidas que se identifican con las
libertades positivas19. Esto está relacionado con el grado de comprensión del yo y de la
cultura que corresponden al primer atributo de autonomía de agencia como fue indicado
antes. Además las capacidades cognitiva y emocional relacionadas al segundo atributo
(capacidad psicológica, que requiere racionalidad y responsabilidad), son imprescindibles
para la acción autónoma, porque, sin ellas los actores quedan imposibilitados de:

a. poseer capacidad intelectual para formular objetivos y creencias comunes;

b. poseer confianza suficiente para desear actuar y participar;

c. formular deseos y creencias consistentes.

Si a eso le agregamos la gama de oportunidades de acciones nuevas y significativas


(relacionadas al tercer atributo) que la mejora de la autonomía puede ofrecer a los actores,
estaremos atendiendo satisfactoriamente las necesidades humanas básicas, aunque la
autonomía pueda alcanzar niveles superiores crecientes (Doyal y Gough, 1991:60-69) y
deba ser optimizada.

Un ejemplo presentado por Doyal y Gough para ilustrar el tipo de autonomía de


agencia al que se refieren, es el juego de ajedrez con su conjunto de reglas consentidas. Las
personas, para jugar ajedrez tienen que seguir reglas legitimadas, sin que por esto pierdan
su autonomía que está asegurada por el hecho de que existen diferentes caminos, estrategias
y cálculos que cada jugador puede elegir. Pero, es bueno no olvidar que la percepción que
cada jugador tiene de su propia cualidad y habilidad para jugar, va a depender de las
cualidades y habilidades del compañero con el cual interactúa.

Eso supone una concepción de autonomía básica o de agencia que reniega del
“individualismo posesivo”, tan bien criticado por MacPherson (1979) y va a requerir
formas de participación social — guiadas por una dirección de cuño colectivo — de la que

19 Al contrario de las llamadas libertades negativas, que se identifican con la ausencia de coacciones
o tutela externas sobre los individuos, las libertades llamadas positivas requieren la remoción, inclusive por
agentes externos, de obstáculos (materiales y sociales) para el ejercicio de la propia libertad.

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depende el desarrollo de la capacidad cognitiva, activa y emocional del ser humano.


También va a requerir acceso a niveles superiores de salud física y de autonomía, lo que
implicará, de un lado, mayor esperanza y calidad de vida y, de otro, autonomía crítica.

La autonomía crítica es un estadio más avanzado de autonomía, que debe estar al


alcance de todos. Se revela como la capacidad de las personas de no apenas saber elegir y
evaluar informaciones con vistas a la acción, sino de criticar y, si fuera necesario, cambiar
las reglas y las prácticas de la cultura a la que pertenecen. Eso requiere mayores habilidades
cognitivas y más oportunidades sociales que autonomía de agencia.

Por esa razón la salud física y la autonomía deben ser siempre realizadas en un
contexto colectivo, envolviendo los poderes públicos a la par de la participación de la
sociedad. Y deben ser blanco primordial de las políticas públicas, teniendo en vista la
concretización y la garantía del derecho fundamental de que todos tengan sus necesidades
básicas atendidas y optimizadas indistintamente.

Con todo, la probabilidad empírica de que esa optimización acontezca dependerá,


decisivamente del efectivo enfrentamiento de las necesidades básicas (salud física y
autonomía), lo que, por su lado exigirá ciertas precondiciones societales vinculadas a las
siguientes dimensiones de la vida humana:

a. producción: toda sociedad debe producir suficientes recursos para asegurar a


todos sus miembros niveles básicos de salud física y autonomía;

b. reproducción: toda sociedad debe asegurar un adecuado nivel de


reproducción biológica y de socialización de los niños;

c. transmisión cultural: toda sociedad debe asegurar a la población la


transmisión de conocimientos y valores necesarios a la producción y reproducción social;

d. sistema de autoridad: algún tipo de sistema de autoridad debe ser instituido


y legitimado por la sociedad para garantir adhesión y respeto a las reglas que
institucionalizan derechos y deberes.

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Una vez identificadas las necesidades humanas básicas, cabe identificar las
mediaciones para su satisfacción.

4.2. IDENTIFICACIÓN DE “SATISFACTORES” (SATISFIERS)


UNIVERSALES DE NECESIDADES HUMANAS BÁSICAS

A pesar de ser comunes a todos, las necesidades humanas básicas no implican


uniformidad en su satisfacción. Según Doyal y Gough (1991) hay una enorme variedad de
satisfiers (“satisfactores”) — bienes, servicios, actividades, relaciones, medidas, políticas
— que en mayor o menor extensión pueden ser empleados para atender esas necesidades.
Por ejemplo: “las necesidades de alimentación y alojamiento son propias de todos los
pueblos, aunque existe una diversidad casi infinita de métodos de cocinar y de tipos de
habitación que son capaces de satisfacer cualquier definición específica de nutrición y
abrigo contra las intemperies” (1991:155).

Doyal y Gough, concientes de esa realidad y teniendo en vista el reforzamiento y la


optimización de la atención a las necesidades humanas básicas, identifican las
características de satisfiers que pueden, en cualquier parte, contribuir para la mejoría de la
salud física y de la autonomía de los seres humanos, sean quienes sean20. Ellos llaman esas
características de “satisfactores universales” o “necesidades intermediarias” (ya que el
término satisfiers posee una connotación oscura), los cuales son esenciales a la protección
de la salud física y de la autonomía y a la capacitación de los seres humanos para participar
al máximo posible de sus formas de vida y culturas.

Pero, esos satisfactores universales — que como veremos más adelante son en total
once — son insuficientes cuando confrontados con necesidades locales, de pequeñas
comunidades o de grupos. En ese caso, secundariamente, hay que identificar “satisfactores

20 Como forma de evitar el carácter ad hoc que generalmente define la construcción de listas, los
autores para especificar las necesidades intermediarias o los satisfiers, se pautan en las siguientes directivas:
“Que necesidades intermediarias son más importantes; y por qué son las mismas para todas las culturas”
(1991: 157).

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específicos” los que podrán mejorar las condiciones de vida y de ciudadanía de las personas
en situaciones sociales particulares, incluyendo aquí las minorías sociales.

Estas necesidades intermediarias, que generalmente son acompañadas de


indicadores sociales definidos negativamente (porcentaje de falta de agua potable;
porcentaje de habitaciones inadecuadas etc.), fueron agrupados en once categorías; nueve
de ellas se aplican indistintamente a todas las personas, mientras dos se refieren
respectivamente a necesidades específicas de niños y mujeres, como vemos a continuación:

a. alimentación nutritiva y agua potable;


b. habitación adecuada;
c. ambiente de trabajo desprovisto de riesgos;
d. ambiente físico saludable;
e. cuidados de salud apropiados;
f. protección a la infancia;
g. relaciones primarias significativas;
h. seguridad física;
i. seguridad económica;
j. educación apropiada;
k. seguridad en la planificación familiar, en la gestación y en el parto.

Respecto a alimentación nutritiva y agua potable, Doyal y Gough toman como


referencia el cálculo elaborado por el Órgano de las Naciones Unidas para la Alimentación
y la Agricultura (FAO) sobre cantidad diaria de calorías que un individuo necesita para
sobrevivir. Entre tanto, extrapolando los niveles mínimos de supervivencia, consideran, aún
basados en la FAO, que la necesidad energética de una persona moderadamente activa es
de 3.000 calorías diarias para el hombre y 2.000 para la mujer. Según los autores estas son
las estimativas más confiables de consumo de calorías en caso de que se quieran evitar
enfermedades relacionadas a la desnutrición. Pero, además de eso, son necesarias
cantidades específicas de otros nutrientes, como proteínas, vitaminas e yodo. Debajo de
esos niveles, el individuo podrá sobrevivir — como millares de personas en el mundo
entero sobreviven —, pero quedará en un estado de atonía y debilidad generador de un
espiral de privación y de incapacidades crecientes. Lo mismo puede decirse del consumo

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diario per cápita de agua potable en cantidades suficientes, sin olvidar que “muchas
enfermedades infecciosas son, específicamente, trasmitidas por la ingestión de agua
insalubre y propagada por falta de su tratamiento” (1991:194-195).

Habitación adecuada es otra necesidad intermediaria a ser satisfecha con vistas a la


atención satisfactoria de las necesidades humanas básicas. Con todo, las relatividades
culturales en esta área son mayores que las referidas a alimentación. Circunstancias
climáticas, económicas, técnicas y sociales responden por esa relatividad. A pesar de eso,
Doyal y Gough destacan tres características de satisfiers que si no fueran atendidos
causarán serios daños a la salud física y mental de los individuos en todos los contextos
socioculturales, como son: a) garantía de abrigo suficiente en climas adversos y protección
razonable contra la intemperie, riesgos de epidemias y vectores patogénicos. Eso incluye
casas adecuadas, agua corriente, sistema sanitario básico y, en las regiones sujetas a frío,
calefacción; b) existencia de saneamiento para evitar contaminación bacteriana de agua y
de las redes de distribución, dado que la falta de saneamiento constituye una de las causas
principales de enfermedades parasitarias que debilitan al ser humano; c) ausencia de
hacinamiento residencial, porque, en caso contrario, hay perjuicios sensibles a la salud
física y mental de los habitantes, con reflejos negativos en su autonomía individual debido
a la frecuencia de enfermedades respiratorias, atraso en el desarrollo físico e intelectual de
los niños y sensación de fatiga y depresión en los adultos (1991:196-197).

El ambiente de trabajo es otro espacio que compone el hábitat del individuo y que
con mayor frecuencia afecta su salud. Tres tipos de riesgos graves a la salud del trabajador
pueden derivar de sus condiciones de trabajo: a) jornada prolongada; b) ambiente inseguro,
que ofrezca riesgos de accidentes y enfermedades de trabajo; c)formas de trabajo
susceptibles de limitar la autonomía del trabajador, dando lugar a la depresión, ansiedad y
falta de autoestima. Este es un aspecto que debe ser considerado cuando se elige
indistintamente el trabajo como un factor de autosustento y de empowerment individual e,
inclusive, como contrapunto siempre positivo de la asistencia social pública.

Un ambiente físico saludable y libre de riesgos incluye situaciones que exigen un


medio ecológico sano, disponibilidad de agua no contaminada, alimentos, servicios
sanitarios, habitación y empleo satisfactorio (1991:200). Por lo tanto se trata de evitar o de

64
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enfrentar problemas ecológicos cuya periculosidad varia entre los países — siendo
particularmente desastrosos en el ámbito de la pobreza — pero cuyos criterios de
evaluación son los mismos en todos los contextos.

Los cuidados con la salud podrán ser reducidos si las necesidades intermediarias
anteriores fueran adecuadamente satisfechas. Pero, así mismo, esa atención es
imprescindible como una contribución adicional al goce de la salud física y mental
(1991:202). No caben dudas, dicen los autores, que “el acceso a servicios médicos
efectivos, que utilicen las mejores técnicas, constituye una necesidad intermediaria”
(1991:202); por lo tanto, estipular la importancia de esa necesidad requiere, del punto de
vista de esos autores, la defensa de una postura moral a favor del tratamiento terapéutico, a
pesar de que son conscientes del papel fundamental de la atención primaria en la
disminución de la mortalidad. Resaltan que “la cura y un tratamiento efectivo permanecen
como aspectos esenciales dentro de cualquier sistema de atención médica” (1991:203).
Siendo así, los cuidados esenciales en el campo de la salud no se restringen a la atención
primaria, “concebida para identificar y tratar la enfermedad en un primer momento”
(1991:203). Implica colocar al servicio de todos, inclusive de los pobres, la alta tecnología
y recursos de última generación existentes en el campo de la medicina curativa.

La protección a la infancia se apoya en el reconocimiento de la importancia de una


infancia segura para el desarrollo de la autonomía y de la personalidad del individuo. Todos
reconocen esa importancia a pesar de las variaciones culturales en la forma de criar y
educar los niños. Doyal y Gough, apoyados en un estudio de la Organización Mundial de la
Salud (OMS), indican cuatro necesidades psico-sociales de la fase infantil presentes en
todas las culturas: a) necesidades de cariño y seguridad que requieren relaciones estables,
continuas y seguras con los padres o responsables a partir del nacimiento; b) necesidades de
nuevas experiencias que fomenten el desarrollo cognitivo, social y emocional. “El juego es
un medio fundamental (según ellos) a través del cual los niños ejercen esta especie de
primera exploración y conocimiento” (1991:206); c) “necesidad de reconocimiento y
aprecio y de una atención positiva dentro del marco de normas claras y justas” (1991:206);
d) necesidad de extender, paulatinamente, responsabilidades, comenzando con rutinas
personales hasta alcanzar tareas más complejas.

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Con base en estas necesidades los autores entienden que existen ideas y normas
sobre una conducta universalmente aceptable de protección a la infancia, a pesar de que el
concepto de “buen padre” y “buena madre” varíe culturalmente, así como las definiciones
de abuso y negligencia en la educación infantil.

Las relaciones primarias significativas constituyen “una red de apoyos individuales


que pueden ofrecer un ambiente educativo y emocionalmente seguro” (1991:207). En esta
red, se distinguen: grupos de apoyo primario; relaciones más próximas y confidenciales. En
la expresión de Narroll (apud Doyal y Gough, 1991:207), se trata de “redes morales” que
sirven de referencia normativa, dado que apoyos morales debilitados contribuyen para
limitar la autonomía individual. Y eso es así, porque, mismo que la debilidad de los apoyos
morales pueda producir reacciones debilitadas, no caben dudas, que ellas afectan el amor
propio de las personas (como en casos de aislamiento y abandono) y alimentan un “espiral
de incapacidades y de autonomía decrecientes” (1991:208). De acuerdo con estudios
realizados en países del llamado Primer Mundo, la relación estrecha y confidencial entre
amigos, parientes, compañeros etc. es muy valiosa y, por eso, se constituye en un satisfier
universal de gran importancia. Porque las personas precisan de algo más que un entorno
social de apoyo general para mantener su autonomía (Jun, apud Doyal y Gough, 1991:
209), aunque este tipo de interacción aún sea difícil de medir (algunos indicadores
solamente están disponibles en países desarrollados) y no deba sustituir las
responsabilidades públicas en el ámbito de las políticas sociales.

La seguridad económica es una necesidad intermediaria que debe ser satisfecha para
garantir la manutención y el desarrollo de la autonomía individual, porque tienen como
presupuesto dos posibilidades: el individuo puede planificar y ver realizado un futuro
concreto; o el individuo puede hacer esto teniendo como referencia una serie de normas,
recompensas y relaciones humanas previsibles y duraderas. Faltando esas posibilidades, se
perderá el control externo y habrá sentimientos de desorientación e inestabilidad, que
podrán redundar en enfermedades mentales y hasta en la muerte. Doyal y Gough definen la
inseguridad económica como “el riesgo objetivo de un declive inaceptable en el nivel de
vida de una persona, en el que ‘inaceptable’ se refiere a la amenaza de su capacidad de
participación” (1991:211). Por lo tanto, medidas protectoras bajo la forma de renta contra

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las contingencias sociales como vejez, enfermedad, incapacidad, desempleo, deben ser
previstas como “condición necesaria para que los individuos puedan participar socialmente
y cuestionar los valores de esa sociedad” (1991:211).

La seguridad física se refiere preponderantemente a la defensa contra amenazas


arbitrarias provenientes tanto de la sociedad como del Estado. Esta es una necesidad
intermediaria de difícil medición debido a los diferentes valores morales presentes en el
fenómeno, porque lo que para unos es crimen para otros puede ser protesta o una forma
exaltada de ejercitar la autonomía. La propia violencia practicada por el Estado contra
ciudadanos, muchas veces es considerada legitima. Ante esas dificultades los autores
vislumbran dos salidas, en el caso de la violencia practicada por la sociedad contra el
individuo: a) “se pueden usar las estadísticas de los homicidios como medidas generales de
amenazas a la seguridad física que surgen por parte de otros ciudadanos, ya que el
homicidio tiene un significado comparable en todos los países; b) estos datos deben ser
complementados con estudios sobre las víctimas realizados en varios países” (1991:213). A
pesar de no estar libres de problemas, estas salidas ofrecen informaciones comparables y
objetivas sobre varios aspectos importantes de la seguridad física en relación a la sociedad.
En cuanto a la violencia practicada por el estado contra los ciudadanos, pueden ser
utilizadas algunas fuentes de consulta como Amnistía Internacional, que cataloga
anualmente millares de casos. Así, si es imposible cuantificar con exactitud el número de
personas con su integridad física lesionada por el Estado, es posible, según dicen los
autores, “vislumbrar claramente el tipo de indicadores que definirán este fenómeno”
(1991:214). De la misma forma, el número de muertos en guerras, disponible en las
Naciones Unidas, indica una violencia del Estado que, aunque sea de difícil valoración, del
punto de vista de su legitimidad, debe ser tomado en cuenta entre los indicadores válidos
sobre seguridad física.

La educación apropiada, asume un papel fundamental para el fortalecimiento y la


expansión de la autonomía. Pero, como dicen Doyal y Gough, “hay varios problemas
metodológicos y conceptuales en la evaluación de la educación dentro de un contexto
transcultural” (1991:214). Rechazando enfoques que destacan como fuentes privilegiadas
de la educación, en un momento el Estado en otro la cultura popular, los autores acatan la

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postura de Gramsci, que valoriza tanto el conocimiento del “agente educador” como los
conocimientos cotidianos populares. Hecha esta opción, el acceso a la educación formal
constituirá “un requisito universal previo al fortalecimiento de la autonomía individual”
(1991:215).

El contenido de la enseñanza formal y la forma de transmitir ese contenido suponen


materias y procedimientos claves afines a las diferencias culturales, como la enseñaza de
matemática básica, formación social general, procesos biológicos y físicos etc., dirigidos a
la capacitación intelectual, profesional y, en condiciones ideales, para la participación
social de los individuos. El acceso a los recursos de la enseñanza, que contribuyen para ese
resultado, como también la capacitación del profesorado, pueden ser igualmente evaluados
a partir de los datos sobre la experiencia de educación formal de la población, disponibles
en varias fuentes. Pero solamente esos datos cuantitativos no son suficientes. Para adjudicar
la contribución de la educación en la autonomía crítica, además de la autonomía de agencia,
tiene que ser evaluado el conocimiento que los ciudadanos poseen al respecto de otras
culturas. Ese conocimiento es indispensable para que la persona pueda hacer opciones
comparadas y escapar de limitaciones de la conciencia y de la imaginación, muchas veces
inculcadas por los propios educadores. Por eso, un currículo orientado para negar la tiranía
debe incluir la enseñanza de distintas tradiciones culturales, que deberán ser debatidas
abiertamente (1991:216). De eso, se desprende el entendimiento de que la educación
favorecedora de autonomía individual no se resume a la alfabetización y a la enseñanza
fundamental.

Con relación a la seguridad en la planificación familiar, embarazo y parto, hay que


destacar que se trata de una necesidad intermediaria que afecta directamente a las mujeres.
Por eso en la opinión de Doyal y Gough, tiene un carácter universal / parcial, porque no
abarca directamente a todos los seres humanos. Su inclusión en el rol de satisfiers ligados a
necesidades humanas básicas, se justifica, a pesar de todo, por el hecho de que tener hijos
constituye para las mujeres — al lado de su posible aspecto placentero — una amenaza
concreta a su bien estar físico y a su autonomía.

Del punto de vista de la salud física, “una proporción muy significativa de


enfermedades sufridas por las mujeres, surgen del sistema de reproducción femenino, de los

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peligros relacionados con el parto y con el nivel de responsabilidades que se exigen a las
madres sobre el cuidado de los hijos” (1991:217). En los países del Tercer Mundo, estas
amenazas, asociadas a la pobreza, han producido el llamado “síndrome de agotamiento
materno” por el cual madre e hijo se tornan más vulnerables a las enfermedades (1991).

En lo tocante a la autonomía, tanto el embarazo como el parto pueden amenazar la


capacidad de control de las mujeres sobre sí mismas y sobre su entorno. Para que esa
capacidad de las mujeres sea garantida, deben contar con programas educativos, provisión
directa de anticonceptivos, tratamientos de esterilidad y de baja fecundidad. En fin, ellas
deben tener autonomía para controlar su vida reproductiva y usar la planificación familiar
como medio de enriquecimiento de su existencia y de sus formas de participación social.
Ciertamente esto irá repercutir favorablemente sobre los hijos, la familia y la sociedad.

En términos simples, la estructura básica de la teoría de las necesidades de Doyal y


Gough, con sus distinciones / asociaciones claves entre necesidades (básicas e
intermediarias) e indicaciones de satisfiers que optimicen el alcance del objetivo universal
de la participación y liberación humana, puede ser sintetizado como veremos a
continuación.

Las necesidades humanas básicas como categorías objetivas e universales, que


deben ser satisfechas concomitantemente, son: salud física y autonomía.

Ninguna de las dos categorías constituye un fin en sí mismo; ambas son condiciones
previas o precondiciones, cuya satisfacción adecuada podrá impedir la ocurrencia de serios
y prolongados perjuicios a la participación social y a la liberación del ser humano de
cualquier forma de opresión. El objetivo último, por tanto, de la satisfacción concomitante
de esas dos necesidades básicas es contribuir para la participación de las personas, tanto en
las formas de vida y cultura de las que forman parte (autonomía de agencia) cuanto en los
procesos de evaluación y crítica de esa cultura con el propósito de mejorarla o modificarla
(autonomía crítica).

Por eso, es que salud física y autonomía no se restringen a sí mismas, ni tampoco se


identifican con mínimos de carencias que justificarían, por su lado, atenciones mínimas.

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Además, salud física, no tiene la connotación de mera supervivencia, como


autonomía no significa apenas libertad negativa. Por ejemplo, un individuo que sobrevive a
un accidente grave, pero pierde la capacidad mental de discernir y de participar como sujeto
activo y crítico, no tiene sus necesidades básicas satisfechas. De la misma forma un
individuo que es dejado libre para auto sustentarse y administrar su propia existencia sin
tener las condiciones básicas suficientes para actuar así, se verá objetivamente incapacitado
de satisfacer sus necesidades básicas, ya que no podrá formular objetivos y estrategias ni
ponerlas en práctica en las actividades que emprenda. Eso requiere salud física, que en los
términos de la teoría de Doyal y Gough, implica en reducir al mínimo posible la
discapacidad, o sea las incapacidades físicas y mentales, enfermedades y muertes
prematuras. Por eso, la salud física es la más obvia y primaria de las necesidades humanas,
teniendo como indicadores básicos las tasas de mortalidad y la esperanza de vida. Por lo
tanto, la pérdida de la salud física produce discapacidades que producirán,
fundamentalmente, el surgimiento de otras discapacidades en el plano de la autonomía, sea
como libertad de agencia, sea como un grado superior de autonomía crítica que conduce a
la participación democrática en el proceso político a cualquier nivel (Doyal y Gough,
1991).

Aunque las necesidades básicas sean universales, sus satisfiers (bienes, servicios,
actividades, relaciones) ni siempre lo son. Hay una rica diversidad de formas de
satisfacción de esas necesidades y gran cantidad de satisfaiers a utilizar.

Con objetivo de delimitar satisfiers de alcance universal, los autores enumeran, sin
sentido jerárquico, once necesidades intermediarias, cuya atención individual creará una
cadena de complementariedad que optimizará la satisfacción de las necesidades básicas en
pro de alcanzar el objetivo último de participación y liberación humanas. El nivel óptimo de
salud supone, de acuerdo con el código genético de la persona, los grados más elevados
posibles de esperanza de vida y las mayores reducciones posibles de discapacidad por
enfermedad. El nivel óptimo de autonomía puede ser especificado de dos maneras: óptimo
inferior, que supone la minimización de las limitaciones sociales para la participación de la
persona en actividades significativas, al mismo tiempo de la posibilidad de acceso a una
comprensión cognitiva tan amplia cuanto posible de la acción satisfactoria respecto a la

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forma de vida elegida; y el óptimo superior, que supone que las personas tengan acceso al
conocimiento de otras culturas, junto con la capacidad crítica y libertad política para
evaluar su forma de vida y luchar para modificarla si así lo decidieran.

Buscando ofrecer una visión simplificada de la teoría de Doyal y Gough (1991),


presentamos un esquema de esa teoría elaborado por los mismos autores en el Anexo 2.

Conviene, en este punto, reiterar que entre las once necesidades intermediarias, dos
son específicas: las que refieren específicamente a la infancia y a las mujeres. En este
último caso, la teoría trata de privilegiar las diferencias biológicas significativas entre
hombre y mujer, con base en la siguiente convicción: la satisfacción de esa necesidad
intermediaria es “esencial para la salud y autonomía de la mitad de la especie humana. La
mujer deberá tener posibilidades [según los autores] de controlar su vida reproductiva a fin
de que pueda gozar de las mismas oportunidades de participación en la sociedad que el
hombre” (1991:158).

Además, vale aclarar que los autores no descartan del ámbito de las necesidades
humanas básicas, problemas vivenciados por grupos específicos o minorías sociales
(mujeres, ancianos, portadores de deficiencias, estratos sociales sometidos a opresión racial,
sexual, de origen social etc.), porque reconocen que estas necesidades constituyen
realidades concretas que justifican — diríamos, recurriendo a Bobbio (1992) — el proceso
de multiplicación y diferenciación de los derechos sociales. Los autores afirman que estos
grupos están, verdaderamente, sujetos a amenazas y riesgos adicionales, que tornan más
difícil y sufrida su existencia física y autónoma, y por eso requieren un tipo específico
adicional de satisfiers. De cualquier modo, no se deduce de ahí — como sugieren algunos
approaches relativistas — que las necesidades básicas de esos grupos sean diferentes de las
necesidades básicas de los demás segmentos. Volvemos a insistir que necesidades básicas y
condiciones para satisfacerlas son las mismas para todos (personas y grupos, oprimidos o
no). Lo que es relativo es su atención.

Esa forma de pensar las necesidades de grupos específicos o de minorías tiene,


según Doyal y Gough, una función política importante. Primero, porque establece un
eslabón entre grupos oprimidos, sin aislarlos entre sí, ni — agregamos — de la clase social

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a la que pertenecen; segundo, porque puede propiciar intercambios entre estos grupos
diferentes o fracciones de clase oprimidas (por ejemplo: entendimientos, simpatías,
solidaridades); tercero, porque torna posible unir esfuerzos diferenciados para alcanzar un
objetivo común: mejorar la satisfacción de las necesidades básicas con miras a crear
condiciones de participación y de libertar los seres humanos de cualquier tipo de opresión.

A seguir, veremos a título de ilustración, las principales posiciones teóricas


referentes al problema de la optimización de la satisfacción de necesidades humanas
básicas, que se ha revelado más polémico que el tema de la satisfacción básica de esas
necesidades.

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CAPITULO V

Controversias en torno de la satisfacción optimizada de necesidades humanas


básicas

5.1. TENSIONES TEORICAS E IDEOLÓGICAS PRINCIPALES: LAS ÓPTICAS


DE HAYEK, RAWLS Y HABERMAS

Vimos que no hay vida saludable y autónoma si los individuos no son atendidos en
sus necesidades básicas. También vimos que, sin esa atención, los individuos no tendrán
condiciones físicas, cognitivas y emocionales para desarrollarse y luchar por su liberación
de todas las formas de opresión. Por tanto, el desarrollo humano presupone la satisfacción
básica de necesidades, sin que eso signifique limitarse a ese nivel de atención. La
optimización de la satisfacción de esas necesidades debe ser perseguida como un
compromiso ético, político y cívico, asentado en los valores de libertad e igualdad
mutuamente implicados.

Pero, es con relación a la optimización de las necesidades básicas que impera mayor
polémica teórica y política, pues, contra esa optimización se perfilan poderosos intereses
contradictorios bramando vehementes argumentos. Así, si con relación a las tentativas de
identificación de las necesidades básicas (generalmente confundidas con necesidades
mínimas) no hay grandes contestaciones intelectuales ni políticas, no se puede decir lo
mismo de la propuesta de optimización de la satisfacción de esas necesidades. Del punto de
vista ético, como dicen Doyal y Gough, nadie en su sano juicio, ni siquiera el relativista
más ferreño, cuestionaría la universalidad de ciertas cantidades de agua, oxígeno, calor etc.,
para la preservación de la vida humana. Tampoco cuestionaría la importancia del
aprendizaje y del apoyo emocional para la infancia. Pero, frente a la posibilidad de elevar el
nivel básico de satisfacción de necesidades humanas (inclusive cuando equiparado al nivel
mínimo) aparecerán los cuestionamientos.

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La historia de la protección social pública está repleta de casos que reflejan esa
tensión teórica y política, como puede inferirse de las posiciones y de las tesis de autores
influyentes.

LA ÓPTICA DE HAYEK

Vimos que a Hayek — considerado el padre del neoliberalismo — no le importaba


que existiera provisión pública de un mínimo social en la medida en que este no ultrapasase
el límite de la supervivencia física, fuese altamente selectivo o focalizado en las personas
incapacitadas para el trabajo y no se configurase como derecho del ciudadano y deber del
Estado, en los moldes propugnados por el Welfare State. En el centro de esa posición, que
Salama y Valier (1997) denominan liberalismo radical, está la recusa a todas las ideas de
contrato social, de intervención estatal en el orden espontáneo de las fuerzas del mercado e,
inclusive, de democracia, aunque, paradójicamente, Hayek se considerase un demócrata.

Efectivamente, a pesar de Hayek prever como un deber moral, de igual modo que
los neoclásicos, la provisión de un mínimo de renta de supervivencia a los individuos que
no puedan acceder al mercado, no aceptaba el bienestar institucional ni el desarrollo de
políticas de protección social. Pretendía, sí, limitar el control político sobre el mercado. De
esta forma, entre el respeto a los principios del liberalismo económico, que colocan en el
mercado el papel determinante en la formación y funcionamiento de la sociedad, y los
principios de la democracia y de la libertad individual que prevén la igualdad social
(1997:91), Hayek optaba por los primeros. Por eso, en 1981 realizó la siguiente declaración
a un periodista chileno, respecto a la dictadura del general Pinochet: “Un dictador puede
gobernar de manera liberal así como es posible que una democracia gobierne sin el menor
liberalismo. Personalmente prefiero una dictadura liberal y no una democracia donde no
haya liberalismo” (Longuet, apud Salama y Valier, 1997:132-133).

Sin dudas, esta preferencia hayekiana se apoya en su propia tesis de que un gobierno
minimalista podría ser un gobierno decente porque solo así no habría lugar para reglas
generales para disciplinar la vida económica y social de individuos particulares. Asociada a

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esa tesis está la convicción liberal radical, que resalta Pierson (1991), en la cual la
concepción de justicia social garantida institucionalmente es, en el mejor de los casos, un
“sin sentido” y, en el peor, perniciosa e injusta, porque minaría la justicia producida por el
mercado — con la que, en el fondo, todos ganan — generando las siguientes
consecuencias: confisco de la riqueza de los mejor sucedidos; refuerzo de los poderes
especiales de grupos de interés o de presión organizados.

Por lo tanto, en la lógica de Hayek, la democracia debería ser limitada, lo que se


contrapone con a cualquier pretensión de ampliarla más allá de los limites liberales de la
libertad negativa del orden catalítico del mercado, o sea del orden generado por el mutuo
ajuste de numerosas economías individuales sobre el mercado.

LA ÓPTICA DE RAWLS

A diferencia de Hayek, principalmente en lo que refiere a la optimización de la


satisfacción de las necesidades básicas, se encuentra el liberalismo social de John Rawls,
sustentado en su aclamada obra Una teoría de la justicia (1997), aunque, asimismo
privilegia el mercado.

En líneas generales, el objetivo de Rawls es, fundamentado en Kant, construir un


sistema de normas puras y universales de justicia material, concebidas como imperativos
categóricos (Salama y Valier, 1997:133). En la construcción de ese sistema destaca el
concepto de libertad individual o negativa21 — donde incluye la propiedad privada —,
aunque no se limita a él. Asocia a ese concepto la moralidad social como condición para
que las acciones individuales se realicen de forma ética.

El punto de partida de su análisis es una situación hipotética que llama de posición


original22, en la cual los diversos individuos que establecen un contrato social están
recubiertos por un velo de ignorancia, desconociendo su condición social y los lugares

21 Para Kant, la libertad negativa como restricción de determinada ley que garante la libertad igual a
todos, es el contenido básico de los derechos naturales (Lima, 1993).
22 Raels define la posición original como el status quo inicial adecuado que garante la equidad de los
acuerdos fundamentales que podrían ser concluidos ahí.

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distintos que ocupan en la sociedad. Pero, esta ignorancia no es total. Las personas en la
“posición original” tienen ideas generales y básicas sobre la sociedad y, por eso, pueden,
racionalmente, adherir a un concepto de justicia como norma universal, en beneficio de
todos y cada uno.

Ese concepto de justicia está compuesto por dos principios que deben permitir la
determinación de un resultado ecuánime. Ellos son:

a. principio de libertad, de acuerdo con el que “toda persona debe disponer de


un derecho igual al más amplio sistema de libertades básicas iguales para todos que sea
compatible con el mismo sistema para los demás” (Rawls, 1997:91). Esas libertades
individuales, consideradas básicas, son identificadas por Rawls (así como Marshall, 1967)23
como valores políticos y jurídicos de las democracias de los países capitalistas, como:
libertad política (derecho de votar y ser elegido para cargos públicos); libertad de expresión
y de reunión; libertad de conciencia y de pensamiento; libertad de poseer propiedades; y
libertad con relación a la captura y prisión arbitrarias.

b. Principio de equidad o de justicia, que, por su lado, contiene otros dos


principios — el de la diferencia y el de la igualdad —, enunciados de la siguiente forma:
“Las desigualdades sociales y económicas deben ser organizadas de modo que al mismo
tiempo (1) coloquen las mejores perspectivas para los más desfavorecidos (principio de
diferencia) y (2) que estén relacionadas a funciones y posiciones accesibles a todos de
acuerdo a la justa igualdad de oportunidades” (principio de igualdad) (1996:115).

El principio de diferencia es el que ha servido de referencia a los estudios


contemporáneos sobre justicia social, porque en la distribución de bienes y servicios, es el
que prevé la maximización de la parte que cabe a los desfavorecidos con relación a los
favorecidos. O, en otros términos, es el que recomienda dar más a quien precisa. En ese
sentido, las desigualdades apenas serán toleradas en caso de beneficiar a los menos
favorecidos a través de la provisión de bienes y servicios necesarios para optimizar la

23 Desde el final de los años 40, el sociólogo T. H. Marshall destacó en su teoría tridimensional de la
ciudadanía que los derechos individuales (civiles y políticos) están vinculados a la libertad negativa. Como
contrapunto a esos derechos y al mismo tiempo articulados, incluyó también los derechos sociales vinculados
a la igualdad y al Wefare State.

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satisfacción de sus necesidades básicas, que él denomina “bienes primeros”24. En este


punto, el autor se opone a los utilitaristas25 y reconoce derechos humanos imprescriptibles
cuando admite la acción preventiva y distributiva del Estado para corregir disfunciones
sociales producidas por el mercado. Por eso, según Salama y Valier (1997:130), su
liberalismo reconoce la posibilidad de un contrato social y la necesidad de ingerencia
política, aunque esa necesidad sea reconocida en última análisis como un mal necesario, de
acuerdo con la expresión utilizada en el siglo XVIII por Thomas Paine.

A pesar de la originalidad del liberalismo de Rawls que procura compatibilizar la


libertad individual con la igualdad (de oportunidades) y equidad (dar más a quien tiene
menos), existe una jerarquía rigurosa entre sus principios, que él define como orden léxica,
igual que el orden seguido en la determinación fonética de un vocabulario: el principio de
libertad es prioritario con relación al principio de equidad. En esa jerarquía se evidencia
claramente una oposición (y no una conciliación) entre libertad e igualdad, porque desde su
punto de vista no sería justo favorecer la igualdad en detrimento de la libertad. Mejor aún,
para él no tendría cabimiento, en ninguna situación, sacrificar las “libertades básicas”. De
igual forma y por el mismo criterio jerárquico, el principio de igualdad es totalmente
prioritario al principio de diferencia, porque no sería justo prestar más atención a la
disminución de las desigualdades sociales que a la igualdad de oportunidades. Siendo así,
en esta perspectiva no existiría amenaza al poder y a la riqueza de los estratos sociales más
pudientes, en nombre de una igualdad socioeconómica, pues, lo que de hecho se persigue
como prioridad son las oportunidades iguales. Siendo esto así tanto por razones de
eficiencia como de moralidad. Razones de eficiencia porque, sin oportunidades iguales, los
más calificados para ocupar ciertas posiciones no las alcanzarían; y por razones de

24 Para Rawls, las necesidades básicas se corresponden con lo que él llama de “bienes primeros”, a
saber: derechos y libertades; oportunidades y poderes; renta y riqueza. En la provisión de esos bienes
primeros, los individuos deben contar con las libertades, bienes y servicios necesarios.
25 El utilitarismo es la doctrina que está en la base de la Economía de Bienestar y del óptimo de
Pareto mencionado en el Capítulo I de este libro. Según Van Parijs (1997: 30), tal doctrina puede reducirse a
un principio muy simple: “Cuando actuamos, es necesario que hagamos abstracción de nuestros intereses y de
nuestras tendencias, de nuestros preconceptos y de los tabúes heredados de la tradición, así como de todo
pretendido ‘derecho natural’, y que nos preocupemos exclusivamente en perseguir (...) ‘la mayor felicidad
para el mayor número de personas’. Precisamente se trata de maximizar el bienestar colectivo, definido como
la suma del bienestar (o de la utilidad) de los individuos que componen la colectividad considerada”. Entre los
exponentes del utilitarismo clásico se destacan Jeremy Bentham y Stuart Mill.

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moralidad porque seria injusto para aquellos en peores condiciones socioeconómicas no


contar con chances para mejorar de vida.

Finalmente, en la teoría de Rawls, la igualdad socioeconómica que está en la base


de la optimización de la satisfacción de necesidades básicas, definidas en este trabajo,
queda relegada a segundo plano, de forma conveniente a la lógica liberal, que elige la
libertad, inclusive la del mercado, como fundamento del orden social. De esta forma,
aunque Rawls, en su teoría, no incluya explícitamente el mercado y la propiedad privada en
el ámbito de las “necesidades básicas”, queda evidente que tanto uno como otro — como
sugieren Salama y Valier (1997:135-136) — están presentes en la escala jerárquica de sus
principios. Primero, porque el individuo racional que actúa bajo el velo de la ignorancia es
el Homo economicus, o sea un hombre desprovisto de cualquier sentimiento de solidaridad
(al estilo paretiano) y de civismo; segundo, porque la prioridad absoluta conferida al
principio de libertad se debe, ciertamente, al hecho de que Rawls tiene plena conciencia de
que la lógica del libre mercado no admite igualdad social.

En consecuencia, por querer atender a los dos señores al mismo tiempo (mercado y
sociedad), la teoría de justicia de Rawls ha sido objeto de críticas tanto por parte de
pensadores de izquierda como de derecha.

A la izquierda merecen destaque las criticas de Doyal y Gough (1991), que


consideran esa teoría ambigua en su concepción de optimización de la satisfacción de
necesidades básicas, dado que estas jamás serán optimizadas apenas como garantía de
libertades básicas. Donde existe coexistencia en el reinado entre libertad formal y extrema
pobreza — dicen ellos — el pobre no tiene libertad de elección. Por eso, afirman, no se
puede negar, como hace Rawls con sus bienes primarios (o primeros), el papel fundamental
que la satisfacción de necesidades económicas y sociales asume en la vida humana y en el
proyecto de perseguir la justicia social substantiva.

MacPherson (1991), en su turno, ha sustentado que muchos de los argumentos de


Rawls, tanto como el tipo de sociedad que él concibe, están estrechamente relacionados con
las formas capitalistas existentes. Este autor, justificaba socialmente las diferencias de clase
y económicamente proponía una variante del “socialismo de mercado”, proclamando las

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virtudes de la competencia. De esa forma ignora los costos humanos y la concentración del
poder corporativo y gerencial en las clases poseedoras, cuyos efectos son mucho mayores
en las instituciones de las economías capitalistas que los producidos por las leyes de oferta
y demanda. Por lo tanto, resalta MacPherson, tales argumentos son, en el mejor de los
casos, minimizadores de la importancia del progreso social conquistado por los
movimientos democráticos, en el rastro de la institución del Welfare State, y en el peor,
desconocen el hecho de que en el socialismo la justicia social sería mejor contemplada.

Así, al reducir el concepto de justicia económica a las normas sociales y valores


éticos, su principio distributivo, en vez de sobreponerse a las relaciones de producción
capitalistas es dominado por ellas.

En la secuencia de las críticas procedentes de la izquierda, Salama y Valier (1997)


identifican cuatro temas constitutivos de la ideología liberal que son comunes al liberalismo
radical de Hayek y al liberalismo social de Rawls, a saber:

1. El mercado ejerce un papel determinante en la formación de la sociedad.


Aunque, mientras el liberalismo de Hayek es más coherente en su clara recusa al contrato
social, el de Rawls no. Este reconoce la importancia del contrato social, aunque no deja de
considerar la lógica del mercado libre como un presupuesto constante de su idea de justicia.
Vale decir que en la visión de Rawls, el hombre con relación a la justicia, aparece
“dilacerado en dos esferas estanques”: por un lado, la económica, la producción, dejada a
los cuidados de un mercado libre que supuestamente no requiere ninguna condición social
de funcionamiento y donde se encuentran individuos sin vínculos anteriores; y, por otro, la
social, la repartición, representada por la comunidad, dentro de la que se puede practicar, a
partir de la intervención redistributiva del Estado, la solidaridad con los más desfavorecidos
(Salama y Valier, 1997:137).

2. La apología al fetichismo de la mercadería. “Como todo liberal — señalan


Salama y Valier —, Rawls cae en el formalismo y en la apología al fetichismo de la
mercadería. Esta apología es característica del liberalismo y podría ser resumida en un
doble ‘viva’!: viva la explotación capitalista, que, contrariamente a otras formas de
explotación directa, como la del esclavo o del campesino en la sociedad feudal, está

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mediatizada por la compra / venta de la fuerza de trabajo en el mercado y, por lo tanto, es


mascarada por relaciones de libertad / igualdad en la esfera del intercambio; y viva el
Estado capitalista, que siendo exterior a los capitalistas individuales, por eso puede aparecer
como neutro, encima de las clases sociales” (1997:143-144).

3. Las desigualdades creadoras. El liberalismo rawlseano, no obstante social,


parece endosar la concepción de Hayek sobre desigualdades sociales, que en cuanto no sean
excesivas o intolerables son útiles para el crecimiento económico, beneficiando a todos.
Así, combinando una concepción naturalista de las desigualdades creadoras con el
darwinismo social26, los adeptos de ese tema explican que, por un lado, “las desigualdades
podrían permitir una tasa de ahorro mayor, siendo las clases favorecidas aquellas que más
ahorran, lo cual incentivaría la expansión de las inversiones y, por lo tanto, un crecimiento
mayor. Por otro lado, las desigualdades podrían estimular a los perdedores para trabajar
más y mejor” (1997:144-145). Por eso, Rawls privilegia el principio de la libertad sobre la
igualdad, en la medida en que comparte con los demás liberales la idea de que los derechos
sociales impiden el crecimiento económico.

4. Una inclusión individual. En la visión liberal, la exclusión de individuos y


grupos del acceso a bienes y servicios y de su usufructo, no seria exactamente social, sino
individual, en la medida en que esta exclusión no deriva de la explotación y de la opresión
social, y si de dificultades de orden personal, principalmente la de competir en una
economía de mercado competitivo. Por eso, las políticas dirigidas a esas dificultades serian
beneficios que alcanzarían a los individuos y no a las clases sociales.

A partir de la derecha o de los sectores conservadores, son también, varios los


ataques dirigidos contra la teoría de justicia de Rawls, aunque por razones que difieren
substancialmente de las críticas de la izquierda. En su esencia esos ataques son contrarios al
carácter social del liberalismo de Rawls, porque lo juzgan como desvirtuando la doctrina

26 Postura ideológica basada en la selección natural de Charles Darwin (1809 – 1882), que explica la
naturaleza de los seres vivos, incluida la humana, como un proceso continuo que conduciría progresivamente
a formas cada vez mas diferenciadas. Equiparando la diferencia orgánica existente en la naturaleza con el
progreso de la civilización, los defensores del darwinismo social, a partir de la segunda mitad del siglo XIX,
vieron en esa equiparación la posibilidad de convertir el proceso de selección natural en principio
fundamental de la sociedad humana, identificando como hecho natural la pobreza, el dominio de los más
fuertes sobre los más débiles y la ausencia de protección social.

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liberal clásica. Así, según Doyal y Gough (1991), estos son básicamente de dos tipos: a)
contra la amenaza que la teoría rawlseana representa para el énfasis en la autonomía
individual del liberalismo clásico; y b) contra la importancia que Rawls coloca en los
derechos positivos (concretizados a través de políticas públicas redistributivas) con relación
a los derechos negativos (de expresión, privacidad, propiedad etc.), o sea, contra el vínculo
entre derechos positivos y deberes del estado.

De esa forma, se destacan argumentos como los de Nozick27 (1974), sobre el


ascenso de la protección social al estatus de ciudadanía que implicaría en la obligatoriedad
del pago de tributos por parte de quien no se beneficiaría de esa protección, lo cual violaría
los derechos negativos de los contribuyentes y produciría injusticias. Además, en un
contexto de escasez se torna difícil poner en práctica derechos sociales y económicos,
siendo mejor concebir las políticas redistributivas como “caridad” y no como derecho de
ciudadanía28.

LA ÓPTICA DE HABERMAS

Otra referencia prestigiada sobre la temática de la justicia en la perspectiva de


optimización de necesidades básicas, además de Rawls, es la reflexión teórica de

27 Robert Nozick, adepto a la filosofía libertaria de derecha, escribió un libro titulado Anarchy, State
and utopía dedicado a la crítica de las posiciones de Rawls, que ejerció gran influencia en los debates
filosóficos sobre el tema de la justicia. Muchas de esas críticas llevaron a Rawls a explicitar mejor, en
publicaciones posteriores al consagrado Una teoría de la justicia, su polémico principio de la diferencia,
desnudando, en esa explicación, su concepción minimalista de protección social. O en las palabras de Van
Parijs: “[En esa explicación] el principio de la diferencia deja de ser el que habitualmente creemos que es: un
principio que aplicado a una economía de mercado, legitima una redistribución substancial en beneficio de los
mas desfavorecidos” (1997: 173).
28 Desde final de los años 70 (con la dominación de la ideología neoliberal), con base en este
razonamiento, la provisión pública está siendo descaracterizada como derecho de ciudadanía social. El
argumento principal sustentado por la derecha – pero inclusive compartido por sectores de izquierda –
expresa que lo que caracteriza un derecho es su posibilidad de aplicación. Si no existen mecanismos o
recursos para implementar las provisiones sociales previstas en ley, estas no son derechos genuinos o del
mismo quilate que los derechos individuales (civiles y políticos). Respondiendo a ese razonamiento, Plant
(1998) en un artículo reciente, contraataca en dos direcciones: a) demostrando que los derechos económicos y
sociales no son categorialmente diferentes a los derechos civiles y políticos, como sustenta la ideología
neoliberal; b) señalando caminos a través de los que pueden aplicarse los derechos sociales. Para eso
derrumba la tesis neoliberal de que los derechos individuales o de libertad negativa no necesitan recursos
materiales para producir efectos prácticos, afirmando que sin derechos sociales [vinculados a la igualdad] los
derechos civiles y políticos se vuelven abstractos (Plant, 1998).

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Habermas. Desde nuestro punto de vista, aunque esta reflexión no se guíe por las directrices
liberales y utilitaristas, contiene algunos problemas.

Para comenzar, Habermas busca despojarse de la influencia de dos grandes


tradiciones intelectuales, que él considera problemáticas en el trato del vínculo de la razón
con la moralidad. La primera deriva de Max Weber, que se identifica con la estructura
organizacional y gerencial del capitalismo. La segunda deriva de Marx, que acentúa el
protagonismo de la clase trabajadora.

En Weber, dice Habermas, lo que se enfatiza no es la capacidad creativa de los seres


humanos para participar de su propio destino, si no su habilidad para maximizar eficiencias
colectivas. De esa forma, los valores que informan las decisiones prácticas con vistas al
bienestar de los individuos, a partir de esa tradición, son impuestos, generalmente, por los
que están en el poder y nunca pueden ser discutidos en espacios públicos. Siendo así, los
individuos no se capacitarán para superar limitaciones arbitrarias a su libertad que, muchas
veces son preexistentes a su nacimiento.

El marxismo tradicional, según Habermas, equipara razón o racionalidad con los


intereses de la clase trabajadora, por entender que esta clase es la fuerza progresista de la
historia. A pesar de esto, desde su punto de vista, los trabajadores han revelado poco
potencial para ofrecer una oposición efectiva contra los peores excesos del capitalismo.
Entonces, al menos que esta clase se articule con otros sectores descontentos de la sociedad,
ningún movimiento contestatario que emane de ella transformará el sistema.

En busca de una mejor explicación a partir de una razón democrática capaz de


atender los intereses de cada uno de forma socializada, Habermas vislumbró una estructura
normativa universal de lenguaje y comunicación. En esta estructura la comunicación entre
las personas se daría libre de intereses particulares, favoreciendo la formación de intereses
generalizables que pueden ser colectivamente definidos y perseguidos de manera racional y
eficiente.

Al privilegiar la comunicación Habermas se coloca contra el procedimiento


monológico de Rawls — que concibe principios, bienes y derechos deducidos de un

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razonamiento superior, sin la participación discursiva de los individuos afectados —, dando


énfasis al diálogo. Su énfasis, por lo tanto, no recae en las necesidades individuales,
definidas abstractamente, sino en la posibilidad de universalizar intereses particulares
mediante un contexto dialógico en el que todos participen (Lima, 1993:345-346). Como
expresa Chaui (1991:353), Habermas apuesta en una “ética de la acción comunicativa que
permitiría el surgimiento de un espacio público de diálogo, tejido a partir de una
intersubjetividad racional, cuyo presupuesto seria el carácter incondicional e
incondicionable de la palabra ética”.

Estrechamente relacionada a la universalización de intereses éticamente


compartidos está la conocida defensa habermasiana de la liberación de la sociedad — que
él llama de mundo de la vida — del dominio colonizador del Estado capitalista o mundo del
sistema. Para él, esa descolonización se daría a partir de la creación de una razón pública,
que incluiría sectores no oficiales de la esfera pública — foros públicos independientes y
procesos amplios de comunicación de la sociedad civil —, buscando no solamente la
justicia sino también la solidaridad. De esta forma, justicia y solidaridad no son vistas por
Habermas como dos momentos que se complementan. “La justicia se refiere a la libertad de
derechos de un individuo único y autosuficiente, mientras que la solidaridad refiere al
bienestar de sus semejantes y de aquellos que están relacionados a ellos intersubjetivamente
en una forma de vida común y también al mantenimiento de la integridad de esa forma de
vida. Las normas no pueden proteger una cosa sin la otra, no pueden proteger derechos
iguales y libertades individuales sin proteger el bienestar de sus semejantes y de la
comunidad a la cual el individuo pertenece” (Habermas, apud Lima, 1993:346). Según
Lima, ese es el punto inicial de la metodología de Habermas, “porque para él el carácter
programático del discurso torna posible la formación de una voluntad consciente en la cual
los intereses de cada individuo pueden ser considerados sin que se destruyan los lazos
sociales que unen cada individuo con sus semejantes” (1993:347). En ese sentido,
Habermas no es ni individualista en los moldes de Hayek, ni contractualista en los moldes
de Rawls. Las relaciones de reciprocidad verificadas en el proceso dialógico, por él
definido, no equivalen a un contrato social, o a un acuerdo de procedimientos adoptado por
personas aisladas, sino a la formación de una voluntad racional construida en el “mundo de
la vida de los individuos socializados”. De esta forma, el procedimiento dialógico,

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discursivo, realizado en el mundo de la vida, o sea, en la sociedad, es condición


fundamental para trazar normas universales, simétricas (iguales para todos) y recíprocas de
justicia y moralidad, las cuales ultrapasarían el ámbito de la familia, de la tribu, de la
ciudad o de la nación.

En el centro de sus argumentaciones, se percibe, todavía, que Habermas avanza en


un punto, silenciado por Rawls, aunque comparta con éste el recurso a la razón práctica,
heredado de Kant y la idea de universalizar valores. Se trata de la recomendación de dar
particular atención a las identidades de grupos (feministas, pacifistas, ecologistas,
comunidades locales) portadores de intereses específicos que derivan, como ya vimos, de
amenazas o peligros adicionales a la vida (como seres humanos y como sujetos). En ese
caso, las reclamaciones específicas de esos grupos deben recibir respuestas específicas que,
en la opinión de Habermas, no deberán ser identificadas con distribución de bienes y
servicios sociales, y sí con la garantía de integridad respecto a las diferencias de esos
grupos. O, utilizando sus propias palabras: “Proteger las condiciones de posibles
comunicaciones asociativas significa generar espacio para una construcción más autónoma
de identidad de grupos y para la liberación política” (Habermas apud Lima, 1993:348). Por
esa razón, Habermas propone una visión más amplia de proceso político, más allá de
arreglos institucionales formales, resaltando la importancia de lo que denomina de “esfera
política pública”, diferente del sistema económico y del sistema político formal”, porque
solo ésta permitirá a las sociedades complejas obtener una distancia normativa en relación a
si mismas, adquiriendo capacidad de asimilar colectivamente experiencias de crisis” (Lima,
1993:348).

Comparado con Rawls, no hay como no reconocer que Habermas ofrece mayores
contribuciones al debate sobre optimización de la satisfacción de necesidades básicas,
particularmente en lo que refiere a la optimización de la autonomía o del potencial de la
razón discursiva, participativa. A pesar de eso, su visión del debate racional, en busca del
consenso, libre de cualquier coacción y de intereses particulares, es, como el mismo
reconoce, inexistente en la práctica. Ese debate se presenta como posibilidad que debe ser
perseguida, como mucho, por una estrategia de reformismo radical. Además, este molde
discursivo no sustenta situaciones marcadas por relaciones de violencia y de antagonismo,

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en las que no hay posibilidad de diálogo. En este caso, hay que privilegiar la acción
estratégica, defendida por él, como recurso paralelo a la acción dialógica, o inclusive la
fuerza, por él rechazada, para hacer prevalecer los valores de libertad, igualdad y justicia
social.

Finalmente, cabe resaltar que ni siempre una decisión consensual es inteligente y


lúcida y que la libertad y la igualdad en el plano del discurso no son garantías en sí mismas
de la optimización de necesidades básicas. Para esto, hay que contar también con
precondiciones objetivas, como las que se colocan en nuestra discusión.

Realizada esta síntesis de las principales controversias que cercan la problemática


de la optimización de la atención de las necesidades humanas básicas, veamos, en la
segunda parte de este libro, los trazos históricos que, con diferentes justificativas teóricas e
ideológicas caracterizaron y caracterizan las principales experiencias internacionales y la
brasilera con relación a la satisfacción de las necesidades básicas.

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SEGUNDA PARTE

BREVE HISTÓRICO DE LAS POLÍTICAS PARA SATISFACER


NECESIDADES BÁSICAS

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CAPÍTULO VI

Políticas de satisfacción de necesidades en el contexto internacional

6.1 DESDE EL ORIGEN HASTA EL WELFARE STATE KEYNESIANO

El concepto de protección social mínima se identifica, en su origen, con la renta


mínima. Surge en Gran Bretaña, en 1795, en forma de abono salarial o rendimiento
mínimo garantido, en el seno de una sociedad aún no completamente mercantil, debido, en
aquella época, a la inexistencia de un mercado de trabajo libre. Este concepto, respaldado
por la Ley del Parlamento del Condado de Speenhamland, (Speenhamland Law) marcó una
inflexión nunca antes vista en la política de protección social desarrollada en Inglaterra
desde 1536, regidas por las viejas Leyes de los Pobres (Poor Law)29.

En un contexto de gran perturbación social — caracterizado por la crisis económica


y un fuerte agravamiento de la pobreza —, la Speenhamland Law creada, “reconoció el
derecho de todos los hombres a un mínimo de subsistencia” (Rosanvallon, 1982: 112),
independientemente de sus ingresos, de acuerdo con una planilla construida a partir del
precio del pan y del número de hijos (Polanyi, 1980). De esta forma, si alguien no podía
sobrevivir, por medio de su trabajo, el complemento cabía a la sociedad.

Como dice Polanyi (1980), eso introdujo una innovación social y económica que
significó el establecimiento del “derecho (natural) de vivir”. Además, se extendió la

29 Las leyes de los pobres (Poor Law) eran formadas por un conjunto de regulaciones precapitalistas
que e aplicaban a las personas situadas al margen del trabajo, como ancianos, inválidos, huérfanos, niños
carentes, desocupados voluntarios e involuntarios etc. A pesar de todo, aunque en apariencia esas
regulaciones se identificaban con la pobreza, en realidad era en el trabajo que se fundamentaban. De tal forma
que entre 1536 y 1601, las Leyes de los Pobres, como el Estatuto de los Artífices (Statute of Artificiers),
formaron el Código de Trabajo en Inglaterra; y en 1662, incorporaron la Ley de Domicilio (Act of settlement),
que restringía la movilidad espacial protegiendo las parroquias más dinámicas de la invasión de indigentes de
parroquias menos activas. Este conjunto de leyes era más punitivo que protector. Durante su regencia la
mendicidad y el vagabundeo eran castigados severamente. Todos eran obligados a trabajar sin opción de
elegir sus ocupaciones y las de sus hijos. La Speenhamland significó un nuevo modo de administrar las Poor
Law, subvirtiendo el viejo principio del trabajo obligatorio y de la asistencia de confinamiento (en asilos y
casas de trabajo forzado). Si comparada con las medidas precedentes de gestión de la pobreza, realmente la
Speenhamland representaba una forma de regulación inédita en la historia de la asistencia social, que marcó
de forma decisiva “el destino de toda una civilización” (Polanyi, 1980: 97).

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asistencia social preexistente a los pobres capacitados para el trabajo, aunque mal
remunerados, hecho inédito en aquella época y considerado una herejía para la lógica
capitalista liberal hasta los días actuales.

Con efecto antes de la Speenhamland Law, los pobres eran forzados a trabajar a
cambio de cualquier salario y solamente los incapacitados para el trabajo — menores
carentes, inválidos, ancianos — tenían derecho a la asistencia social. Por eso existían
workhouses (casas de trabajo que funcionaban como verdaderas prisiones) para donde eran
encaminados los indigentes aptos para el trabajo. Es cierto que el Gilbert’s Act de 1782, fue
una tentativa de política para mantener la renta, que autorizaba “en ciertas condiciones, el
auxilio con dinero a todos los pobres, incluyendo los aptos” (Rosanvallon, 1982: 112).
También es cierto, que esta ley amplió la clientela de las Workhouses, incluyendo niños e
inválidos, que lejos de ser amparados socialmente, pasaron a vivir asilados y controlados
rígidamente en esas instituciones destinadas a corregir el ocio y los vagabundos. Pero fue
solamente con la Speenhamland Law que se comenzó a pensar en un nuevo tipo de abono
salarial mínimo como forma de asistencia social incondicional, libre de contrapartidas,
castigos y confinamientos, como era habitual.

A pesar de haber durado 39 años, esta ley ya nació con pocas posibilidades de
suceso. Creada en la misma época en que se expandía la Revolución Industrial, razón que
exigía la liberación de todas las amarras que impidieran el trabajo libre (como fue el caso
de la abolición de la Ley de Domicilio — Act of Settlement —, de 1662), se tornó desfasada
rápidamente, en la medida en que imponía una reglamentación a las relaciones competitivas
entre capital y trabajo. La incompatibilidad entre esas dos tendencias se tornó patente,
como registra Polanyi: “El Act of Settlement estaba siendo abolido porque la Revolución
Industrial exigía un suplemento nacional de trabajadores que pudieran trabajar a cambio de
salarios, en cuanto que la Speenhamland proclamaba el principio de que ningún hombre
debería temer al hambre porque la parroquia daría sustento a él y su familia por menos que
ganase” (1980: 99). Frente a estos hechos, esa organización de la asistencia a los pobres, no
obstante irrisoria y llena de contradicciones30, fue duramente criticada a partir de finales del

30 Una de las contradicciones principales de la Speenhamland, señalada por Polanyi (1980) era la de
introducir la rebaja de salarios en la medida en que eran suplidos por fondos públicos, beneficiando de esta

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siglo XVIII, por constituir un incómodo obstáculo para la formación de un proletariado


industrial.

No es de admirarse cuando las fuerzas libres del capitalismo industrial, altamente


competitivas, finalmente consiguieron al cabo de cuatro décadas, la revisión (léase:
vaciamiento) de la Speenhamland Law. En 1834, por medio de la Ley Revisionista de la
Ley de los Pobres (Poor Law Amendment Act) el auxilio a los necesitados se tornó más
selectivo y residual, como manda la moda liberal, al mismo tiempo en que fue abolido el
principio de la territorialidad del domicilio y la servidumbre parroquial, estableciéndose
integralmente la movilidad espacial del trabajador. Esta ley revisionista permitió, por lo
tanto, la formación de un mercado de trabajo competitivo, asociado a la emergencia de un
proletariado móvil, socialmente desprotegido y obligado a vender su fuerza de trabajo a
bajo precio y en cualquier parte. De esta forma se crearon las condiciones para construir
una sociedad favorable al desarrollo y consolidación de una economía de mercado (Polanyi,
1980) y para la confrontación ideológica de cuño moralista entre asistencia social y trabajo.

En esas circunstancias, cae por tierra el derecho a un rendimiento mínimo o


“derecho (natural) de vivir”, al mismo tiempo en que las acciones de asistencia social son
simplificadas, constituyendo el centro de las reformas restrictivas y regresivas a lo largo del
siglo XIX. Sin protección institucional se esperaba, entonces, que el pobre garantizase por
sí mismo su supervivencia contra todas las desventajas que la economía de mercada le
imponía. Para esto no faltaron justificativas teóricas de envergadura que significaron un
verdadero asalto intelectual contra la protección social pública. El pastor inglés Malthus,
por ejemplo, creía que la ayuda a los pobres corrompía su espíritu de independencia y los
incentivaba al ocio. Estas justificativas fortalecieron en sobremanera la ideología liberal,
que relacionaba el trabajo con las libertades negativas y veía el individuo como poseedor de
un derecho natural de libertad opuesto al derecho artificial de protección institucionalizada.

Por lo tanto, para los liberales, el derecho a la protección social, garantizado por
leyes, era antinatural y nocivo a la libertad individual, porque inducía a los pobres a

forma más al empleador que al empleado. Aunque este estuviera legalmente protegido de los peligros del
sistema mercantil, era prácticamente impedido de vender su fuerza de trabajo por el valor del mercado y así
caía en el pauperismo regulado.

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someterse pasivamente a la tutela estatal y a enredarse cada vez más en las mallas de la
pobreza. O, en otros términos, para los liberales la pobreza era resultado del mal
funcionamiento y del paternalismo de las instituciones de protección social, que en ese
sentido debían ser reducidas o extinguidas. Por eso que Malthus31 proclamaba que la
extinción de la pobreza podría obtenerse a través de la enseñanza a los pobres de los valores
de prudencia, vida organizada y auto provisión, cosas que las instituciones de asistencia
social eran incapaces de realizar (Rimlinger, 1976).

Además de Malthus, merece destaque el sociólogo Hebert Spencer, adepto al


darwinismo social, que ejerció fuerte influencia en la tradición liberal, repercutiendo hasta
los días actuales. Spencer encaraba el progreso como resultado de una lucha constante entre
los seres humanos, lucha que tenía una función natural selectiva, basada en factores
biológicos y naturales: el débil, el enfermo, el mal formado, el ocioso, el imprudente, el no
previsor — que no se adaptaron a las formas de vida civilizada — debían ser impedidos de
reproducirse, porque protegerlos socialmente no era solamente actuar contra la ley de la
naturaleza sino contra la ley del progreso.

De esta manera, no habría por qué crear sistemas de protección social para los
pobres, ni siquiera en el ámbito de las instituciones privadas, puesto que tal actitud
impediría el proceso de adaptación social a través del cual los individuos podrían adquirir
la capacidad necesaria para participar de un mundo diferenciado y complejo. Por lo tanto,
existía solamente un tipo de asistencia que Spencer admitía: aquella que ayudase al pobre a
ayudarse a sí mismo; o, de acuerdo con el popular proverbio chino: “En vez de dar un pez
al pobre, debemos dar la vara de pescar y enseñarlo a pescar”.

31 Para Thomas Malthus la tendencia constante de la población es aumentar más rápidamente que
los recursos para sustentarla. En consecuencia, enunció una ley según la cual la especie humana aumentaría
en progresión geométrica, así como la representación numérica 1, 2, 4, 8, 16, 32, ..., mientras que los medios
de subsistencia aumentarían en progresión aritmética (1, 2, 3, 4, 5, 6, ...). De esta forma en dos siglos la
proporción entre población y medios de subsistencia sería de 256 para 9; en tres siglos de 4.096 para 13; y en
dos mil años la distancia sería absurda. Previendo la imposibilidad de aumentar la producción para atender las
necesidades de la población, Malthus defendía el control de la natalidad, por medio de “renuncias morales”,
como abstinencia sexual, casamientos tardíos, supresión de estímulos a familias numerosas, comportamientos
que deberían enseñarse con rigor a los pobres. A pesar de todo, las previsiones maltusianas fueron perdiendo
sustancia con el avanzo de la ciencia y de la tecnología, que aumentó la producción en un ritmo nunca
imaginado por Malthus.

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A pesar de esto, no todos los exponentes del liberalismo defendían la abolición total
de la protección social. Algunos, como el economista Nassau Senior, admitían la ayuda
tradicional a los ancianos e discapacitados para el trabajo, de preferencia en el interior de
los asilos para indigentes. Senior tampoco negaba por completo la ayuda al desempleado,
desde que — tal como después sería formulado por Hayek — esta ayuda no fuese superior
a los salarios y no asumiese el satus de derecho garantido por ley. En definitiva, para que el
pobre no se acomode, no debería contar con ayuda regular, fija, sistemática y continua,
configurada como obligación de los poderes públicos.

Desde aquella época, se crea así, la justificativa legitimadora del principio de la


incertidumbre en la provisión social y el criterio de menor elegibilidad32, que más tarde fue
formulado por Chadwich, con todas las implicancias de constreñimiento y de
estigmatización. Todo esto fue consagrado con en 1834 con la draconiana Poor Law
Amendment Act, que vació de contenido la Speenhamland Law, introduciendo nuevamente
junto a la abolición del sistema de abonos, la asistencia de confinamiento de los pobres en
albergues, que se transformaron en vergonzosas fuentes de estigmatización. Como expresa
Polanyi (1980: 93): “En toda la historia moderna tal vez jamás se haya perpetrado un acto
más impiedosos de reforma social (...) Se defendió fríamente la tortura psicológica, puesta
en práctica por filántropos benignos como medio de lubricar las ruedas del molino
(satánico) del trabajo”.

La importancia del criterio de menor elegibilidad (o de menor elección) para el


ideario liberal clásico derivó del hecho de que con él sería posible conciliar la ayuda a los
desempleados (situación, antes, abominable) con el desarrollo del libre mercado y con el
espíritu emprendedor, previsión e independencia del trabajador. Porque como afirma
Rimlinger (1976), este criterio reflejaba y preservaba, antes que más nada, los valores
comerciales de la nueva civilización del mercado.

Fue en este contexto impiedoso e utilitario que se multiplicaron la friendly societies


y todas las organizaciones mutuarias obreras destinadas a garantir un mínimo de protección
social a los trabajadores, constituidas por iniciativa de estos y con sus propios recursos.

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Ellos pensaban que si con la Poor Law Amendment Act no había más protección pública y
el Estado se tornara un verdugo declarado, era preciso que se crearan esquemas de ayuda
mutua para garantir, por lo menos, la supervivencia. Junto a esto se desencadenó la lucha
obrera por la conquista de una legislación fabril de protección de clase frente al despotismo
del capital y el movimiento político de esta clase por el reconocimiento de sus sindicatos.

Pero, como señala Rosanvallon (1982), fue necesario esperar el siglo XX para que
la clase trabajadora obtuviera conquistas sociales y políticas. Con el desarrollo del Partido
de los Trabajadores (Labour Party), en Gran Bretaña, el movimiento obrero conquistó otro
avance: se transformó en una fuerza actuante en el ámbito del poder legislativo.

El fortalecimiento de los trabajadores y sus organizaciones estimuló el debate


político en torno de la reforma producida por la Poor Law Amendment Act de 1834 y la
investigación científica sobre la pobreza. Gracias a varios surveys realizados quedó claro
que la pobreza no solamente tenía causas sociales (por lo tanto no individuales) como,
paradójicamente, se daba en medio de una riqueza sin precedentes. Esto despertó el interés
de muchos reformadores, entre los cuales se destacan los fabianos, un grupo inglés de
centro izquierda que, en contraposición al liberalismo, proponía reformas económicas y
sociales como condición para la mejora de vida de la población pobre.

Beatrice y Sidney Webb, exponentes del movimiento fabiano, se tornaron una de las
más destacadas influencias intelectuales en la realización de las reformas iniciadas en 1905,
al ser nombrados para dirigir una comisión real para el estudio de la reforma de la
asistencia pública. Con base en este estudio, los Webb publicaron en 1909 un informe
(Minority Report) en el que insistían en la necesidad de crear una política de prevención
social que concretizase la doctrina de la obligación mutua entre individuo y comunidad.
Ellos decían que era necesario organizar “el mantenimiento universal de un mínimo de vida
civilizada, objeto de responsabilidad solidaria de una sociedad indisoluble” (apud
Rosanvallon, 1982: 114).

32 Por el criterio de menor elegibilidad (less eligibility), todo beneficio asistencial siempre debería
ser menor que el peor salario para no herir la ética capitalista del trabajo.

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El viejo liberalismo, presionado por estos cambios, fue cediendo espacio para un
liberalismo más “social”, como el que preconizaba en Inglaterra Lloyd George, quien
recomendaba la transformación de la ayuda voluntaria en una moderna asistencia pública.
En 1908, Lloyd George creó la ley de asistencia a los ancianos, que no previa contrapartida
por parte de los beneficiarios ni pruebas inhibidoras o comprobantes autoritarios de
pobreza.

Pero fue en 1911, con la creación de un sistema de seguro por enfermedad y de


seguro por desempleo, con vistas de acompañar al individuo “de la cuna a la tumba”, que
hubo una gran innovación en el esquema de protección social inaugurado por Lloyd
George. “Este seguro era obligatorio y se aplicaba únicamente a los obreros que ganasen
menos de 320 libras por año. Administrado por el Estado, abarcaba por igual el riesgo de
invalidez (...). Esta ley fue complementada en 1920 y 1931 por planos más desarrollados de
asistencia al desempleo. En 1923, fue instituido un sistema de pensiones a favor de viudas y
huérfanos” (Rosanvallon, 1982: 114).

Todo esto convergió para la concepción posterior de Seguridad Social, inaugurada


en Gran Bretaña por William Beveridge, uno de los secretarios de Beatrice y Sidney Webb
en la comisión de estudios para la reforma del sistema de asistencia pública y,
posteriormente, diputado. Tal concepción, contenida en el plano Beveridge sobre Seguro
Social y Servicios Afines (Report on Social Insurance and Allied Services), de 1942, ya
mencionado en la introducción de este libro, extrapoló las fronteras británicas e inspiró
reformas realizadas en los principales países capitalistas después de la Segunda Guerra
Mundial, anticipando los principios de la constitución del Welfare State. De la forma que
nos muestra Rosanvallon (1982: 115), aunque la expresión seguridad social haya sido
empleada por primera vez en los Estados Unidos, en 1935, por el presidente Roosevelt, con
su Social Security Act, solo adquirió el significado que tiene actualmente con el inglés
William Beveridge.

Rompiendo con la connotación estrecha de seguro social que vigoró en la Alemania


de Bismarck, desde 1883 y en otros varios países de Europa y estados Unidos, a partir de
los años 30, el modelo beveridgiano abarcaba cuatro áreas programáticas principales:
seguro social; beneficios suplementarios; subvención familiar; y exoneraciones fiscales.

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Cada una de estas áreas tenía una base diferente de calificación para el beneficio. El seguro
social estaba basado en el pago previo de contribuciones, mientras que los beneficios
suplementarios no eran contributivos y, por lo tanto, sujetos a prueba de medios
(comprobación de pobreza). Las subvenciones familiares, por otro lado, eran pagas sin
contrapartida y sin prueba de medios, a cualquier asalariado que tuviera más de un hijo
como dependiente, en un valor que variaba de acuerdo a la renta del beneficiado. Así,
asalariados con ingresos tan bajos que no pudieran arcar con los impuestos recibían
subvenciones mayores que aquellos con ingresos más elevados. Finalmente, las
subvenciones fiscales recaían en los grupos de mayor renta que eran absueltos de pagar
tasas suplementarias de impuestos (Kincaid, 1975).

Con esta configuración, el modelo beveridgiano pretendió ser extensivo, unificado y


simple para, garantizando seguridad social de “la cuna a la tumba” — como propugnaba
Lloyd George —, “libertar al hombre de la necesidad”. Para eso tendrían que ser
combatidos cinco gigantes: la ignorancia, la escasez, la enfermedad, la pereza y la
miseria. Además de todas las amenazas al rendimiento regular de los individuos, como
enfermedades, accidentes de trabajo, muerte, vejez, maternidad y desempleo, que deberían
ser prevenidas o debeladas.

Más allá de eso, Beveridge, con base en estudios y diagnósticos, propuso una
política social que comprometía el Estado con las medidas siguientes:

 Ley de subvención a la familia (Family Allowances Act), creada en 1945, para


garantir pagamentos semanales para cada niño;

 Ley de Seguro Nacional (National Insurance Act) y de accidentes industriales,


creada en 1946, para garantir la provisión compulsoria de seguro contra perdida de
ganancias y, entre otras protecciones, auxilios de desempleo, enfermedad e
invalidez y pensiones a los ancianos;

 Servicio Nacional de Salud, que introdujo en 1946, un servicio de salud gratuito


para todos;

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 Asistencia Nacional, que en 1948 abolió la Ley de Pobres y las workhouses,


creando un Consejo Nacional de Asistencia, para proveer pagamentos para
personas mayores de 16 años que poseyesen recursos menores a los necesarios
para cubrir sus necesidades (Baugh, 1977).

Paralelamente a estas provisiones, los gobiernos pasaron a desarrollar políticas de


pleno empleo, con base en la doctrina keynesiana33, que revolucionó el pensamiento
económico del siglo XX entre los años 20 y 30.

A partir de ese momento, los mínimos sociales pasaron a tener una mayor
connotación, incluyendo, además de las políticas para mantener el ingreso — generalmente
en forma de red para impedir que los ciudadanos social y económicamente más vulnerables
quedasen debajo de la línea de pobreza legitimada socialmente —, otros mecanismos
adicionales de protección social, como: servicios sociales universales (salud y educación,
por ejemplo), protección al trabajo (en apoyo al pleno empleo) y garantía de derecho al
acceso a bienes y servicios y su usufructo. Esta fue la fase de oro de las políticas de
protección social, en la cual la optimización de la satisfacción de las necesidades humanas
básicas se tornó una tendencia promisoria, a partir de Europa.

A pesar de todo, el bajo crecimiento económico y el problema inflacionario que


caracterizaron la performance de las sociedades capitalistas industrializadas a partir de la
segunda mitad de los años 70, rompieron con esa connotación de protección social y con la
continua extensión de las políticas sociales como consolidadoras de derechos. Eso motivó
una crisis financiera en el sistema de Seguridad Social beveridgiano, causado no solamente
por el aumento de las medidas de compensación al desempleo — que se tornó elevado —,
sino también, por el hecho de que el desempleo tuvo un impacto multiplicador en una gama
amplia de gastos sociales. Por esta razón, comenzó a levantarse la polémica — que se

33 Keynes, aunque no era socialista, fue en el siglo XX un opositor de la creencia liberal de la


autorregulación del mercado y de la determinación de factores extraeconómicos (guerras, huelgas, presiones
sindicales etc) en las disfunciones de la economía mercantil (crisis y desempleo). Por eso, él argumentaba que
el equilibrio entre oferta y demanda sólo sería asegurado si el Estado regulase variables claves del proceso
económico como propensión al consumo e incentivo a la inversión, en consonancia con la siguiente lógica: el
Estado debería intervenir en la economía para garantizar un nivel alto de demanda agregada (conjuntos de
gastos de los consumidores, inversores y del poder público) a través de medidas macroeconómicas que
incluían el aumento de la cantidad de monedas, la repartición de rentas y la inversión pública suplementar.

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tornaría recurrente a partir de los 80 — de los efectos negativos de la política social de


estilo keynesiano / beveridgiano para la economía capitalista.

Ahí se colocó una oportunidad impar para los conservadores pregonar — como lo
hicieron de hecho — una crisis de gobernabilidad causada por las excesivas demandas
democráticas dirigidas a los Estados nacionales, que habían adoptado un amplio Estado de
Bienestar y para defender el retorno al ideario liberal.

6.2. EL RETORNO DE LA HEGEMONIA LIBERAL: EMERGENCIA DE LAS


LLAMADAS POLÍTICAS SOCIALES DE NUEVA GENERACIÓN

Con el retorno del ideario liberal, denominado de neoliberalismo, se volvió a


defender la identificación de los mínimos sociales con mínimo de renta, después de una
caminada progresiva, que duró treinta años, en dirección a su reconocimiento como un
componente, entre otros, del sistema de protección social básico garantizado.

Aunque la idea de renta mínima sea parte de la historia del pensamiento político, en
efecto, fue en los años recientes que el debate en torno de su importancia ganó expresión —
confrontando propuestas de derecha e izquierda —, después de haber integrado los
esquemas de protección social beveridgianos. Así, en el final de los años 40 (1948),
Inglaterra incluyó este programa en su esquema de protección social, aunque Dinamarca ya
lo había adoptado en 1933. Paulatinamente, otros países europeos como Alemania, en 1961,
Luxemburgo, en 1963 y Francia en 1988, lo fueron implementando con padrones
diferenciados. De ahí la variedad de experiencias (locales o nacionales) conocidas en el
mundo, incluyendo los Estados Unidos, que inauguraron un esquema denominado impuesto
de renta negativo, a saber: aquellos cuyos ingresos estuvieran debajo de un nivel mínimo
establecido, pasarían a recibir un valor monetario que aumentase su renta hasta ese mínimo.
En compensación, aquellos cuyos ingresos ultrapasaran el nivel mínimo comenzarían a
pagar, progresivamente, valores monetarios en forma de tributos.

En las diferentes modalidades de programas de renta mínima en curso, se esconden


dilemas que guardan relación con el contenido social de esa protección, previsto en su

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concepción original, que son: construir una política distributiva que concretice, frente al
ciudadano, un derecho a poseer incondicionalmente un montante de recursos monetarios
para su supervivencia, independientemente de su vínculo con el trabajo.

Bien, este tipo de derecho que se sobrepone al trabajo ha constituido, en las


sociedades capitalistas contemporáneas, el epicentro de una cuestión que, desde la
Speenhamland Law de 1795, confronta dos lógicas diferentes: la de rentabilidad económica
y la de necesidades sociales. Por eso, cada país ha procurado encontrar su punto de
equilibrio entre el derecho a la satisfacción de necesidades sociales y la ética capitalista del
trabajo, ofreciendo, como vimos, una variedad de experiencias que se diferencian más por
las técnicas (fórmulas de cálculo para la concesión del beneficio; tipo de contrapartida;
formas de financiamiento etc.) (Lavinas y Varsano, 1987) que por sus objetivos: ofrecer
una renta complementar que amortigüe los impactos negativos del desempleo y de la
desagregación familiar, considerados hoy las causas principales de la pobreza y de la
exclusión social.

De esta forma, en las diferentes experiencias conocidas, la renta mínima casi


siempre representa un diferencial entre la suma de los ingresos de una familia (provenientes
de salarios o no) y el techo máximo de beneficios, oficialmente estipulado. Además, tal
beneficio no debe impedir que el individuo procure una participación activa en el mercado
y establezca lazos de solidaridad familiar y comunitaria. Para esto, los programas existentes
se guían, vía de regla, por los siguientes criterios: focalización en la pobreza; subjetividad
de derecho (debe ser demandado por el interesado); condicionamientos (admite
prerrogativas y contrapartidas); subsidiariedad (es ingreso complementar); sujeción del
interesado a pruebas de medios o comprobaciones de pobreza. Teniendo esto en cuenta, no
configuran programas redistributivos (que retiran de quien tiene para darle a quien no tiene)
y no están libres de estigma — un efecto abominable de las prácticas asistenciales del
capitalismo liberal, hoy recuperadas.

Para contornear esa tendencia, han sido presentadas algunas propuestas, teniendo
como principal parámetro los criterios de condicionamiento y selectividad de los programas
de renta mínima. Entre ellos, merecen destaque tres (Lavinas y Varsano, 1997):

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a. La que defiende la “renta de ciudadanía” o “renta básica”, asentada en el


criterio de no condicionamiento del beneficio, por razones éticas y de justicia social. Se
trata, por lo tanto, de defender la garantía de todo ciudadano al acceso a un rendimiento
básico y a su usufructo, sin condicionar su recibo a contrapartidas como buscar empleo en
el plazo de unos meses, asistir a conferencias o reuniones “educativas”, estudiar etc.,
disociando de esta forma el beneficio de lealtades, obediencias y, por lo tanto de estigma.

Esta propuesta encierra una postura radical de transformar los excluidos sociales en
acreedores de una deuda social pública enorme, y no en deudores manipulables y
oprimidos o rehenes de los caprichos y de la arrogancia de la ayuda institucional. Se
contrapone, por tanto, a la ideología y a la práctica de workfare, considerablemente
difundida y acatada en los países capitalistas centrales, de acuerdo con la cual todos los
beneficiarios, para no caer en la pasividad, tendrán que pagar por lo que reciben, sea a
través de algún emprendimiento de integración al mercado de trabajo, sea aceptando la
oferta de empleo público que les es impuesta, o, aún, realizando tareas o servicios
determinados por el programa a cambio de “ayuda”.

Esta ideología y práctica de protección social respaldada en la cobranza de


respuestas (inducidas) del beneficiario, no es nueva, a pesar del nombre de efecto —
workfare — en oposición a welfare (bienestar incondicional). Para poner un ejemplo, en el
siglo XIX, la cobranza de contrapartida, o el reverso de la asistencia, era tan fuerte que
llegaba al límite de la insensatez. Se exigía, por ejemplo, en Europa, que los hambrientos
levantasen torres desnecesarias para justificar el recibo de alimentos (generalmente papas)
en tiempos de crisis. Si el hambre continuaba, el cobro cambiaba de orientación, pero no de
perversidad: se exigía que los hambrientos destruyeran la torre levantada para retribuir la
donación de alimentos vitales. Por tras de esa ideología y de esa práctica irracionales y
perversas, estaba, no apenas un abuso de poder institucional, sino, infelizmente la
tradicional y arraigada convicción conservadora de Malthus, Spencer y sus adeptos que
sostenía que el pobre es pobre por un tema de mala formación moral y de comportamiento,
razón por la cual cuando era asistido debía ser castigado para aprender a ser gente de
“bien”.

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Apoyando parcialmente esta primer propuesta, hay una vertiente que, a pesar de
defender la reacción contra la incondicionalidad y el workfare, acepta el criterio de
selectividad o la focalización de una renta básica (parcial) para la pobreza. Se trata de la
vertiente que concibe la renta mínima como impuesto negativo (como se adopta en América
del Norte) y elige el ingreso familiar — y no el personal — como unidad de referencia, en
la búsqueda de mantener reducidas las demandas de gastos sociales públicos por parte de la
población pobre (Roche, 1992).

b. Otra propuesta coloca el énfasis en el workfare y en la incondicionalidad,


por considerar que la no imposición de condiciones atenta contra la ética del trabajo e
incentiva el asistencialismo. Así, en lugar de encarar la contrapartida del beneficio como un
mecanismo negativo de control institucional, lo asume como forma de valorar el trabajo y
la integración social.

Uno de los argumentos principales presentados por los adeptos de esta segunda
propuesta, señala que el no condicionamiento de la distribución del beneficio se torna un
factor que promueve la reducción de los salarios — en la medida en que el Estado cubre la
diferencia — y de degradación del trabajo. Por lo tanto, entienden que aunque existan
sanciones contra el beneficiario que se recuse a dar algo en cambio de la ayuda, la
contrapartida funciona más como un derecho que como una obligación o coacción. Podría
decirse que es una coacción para el bien, para valorizar el trabajo y los derechos vinculados
a él, y por lo tanto un acto moralmente defendible.

c. Identificamos una tercer propuesta que atraviesa las otras dos y con la cual
este estudio tiene afinidad. Se trata de la posición que privilegia, más allá de los ingresos,
otros mecanismos de protección social básica (y no mínima). Entendiendo que la
universalización de los servicios sociales no está necesariamente subordinada al mercado
de trabajo ni a esquemas contributivos, la protección social básica, que incluiría programas
para mantener la renta, privilegiaría el status de ciudadanía como prerrogativa de todos, en
oposición a los contratos sociales apoyados en la capacidad contributiva de cada uno (en
dinero, tareas, servicios, lealtades o sacrificios). O, parafraseando

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Euzéby (apud Lavinas y Versano, 1997): en lugar de identificar estos


programas con una justicia conmutativa, que valoriza los intercambios en los
mercados económico o político, se identificarían con la justicia distributiva, que
tiene como horizonte la satisfacción de necesidades humanas básicas.

Pero, tanto esta propuesta como la primera habitan hoy el plano de las utopías.
Según Abrahamson (1994), los esquemas de renta mínima europeos, comenzaron de hecho
como objeto de un debate que se centraba en la idea de renta básica o ciudadanía,
conforme el espíritu de la Carta Social de la UE de 1989. En este debate, la renta básica
consistiría en una obligación pública de garantir a cada ciudadano mayor de 18 años, los
medios necesarios para su subsistencia digna, independientemente de su inserción en el
mercado de trabajo. O en la concepción de Van Parijs (1994; 1995; 1997), ese tipo de renta
diferiría de la renta mínima actualmente garantida en varios países industrializados por los
motivos siguientes: cada ciudadano recibiría individualmente, independiente de su
vinculación familiar, de su participación en los mercados de trabajo o de capital o algún
status específico, una renta incondicional digna, o sea, sin contrapartidas. Constituiría, por
lo tanto, una provisión que no estaría restricta al desempleo voluntario, abarcando todos
aquellos que prefiriesen no estar en el mercado de trabajo, como amas o amos de casa,
estudiantes etc. Para Van Parijs, la “introducción de una renta incondicional de ese tipo no
debe ser vista como el desmantelamiento del Welfare State y sí como su punto culmine,
preparado por sus realizaciones de la misma forma que la abolición de la esclavitud y la
introducción del voto universal fueron preparados y se tornaron posibles por conquistas
anteriores” (1994: 69-70). Esta es una concepción nítidamente transgresora de la ética
capitalista del trabajo todavía valorada en sociedades que no garantizan más empleos
suficientes por razones estructurales. Siendo así, se considera renta básica un instrumento
de redistribución del producto social y de la justicia y no un elemento de un agregado de
bienestar.

A pesar de todo, prosigue Abrahamson, tempranamente ese debate abandonó el


concepto de renta básica y pasó a cultivar el de renta mínima garantida, que consiste en la
transferencia del valor monetario diferencial que ya mencionamos, acompañada de pruebas

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de medio rigurosas, de la exigencia de inserción del beneficiario en el mercado de trabajo y,


en consecuencia, cultivando el mentado estigma34.

Este fue el esquema que triunfó en Europa35, y fuera de allí, introduciendo en la


retórica y en la práctica de protección social actual, viejos criterios viciados de elección y
de gestión pública, que han transformado la asistencia social en una “emboscada de la
pobreza”.

Así, mientras la renta básica, o de ciudadanía, significa una ruptura con esa
tendencia, la renta mínima garantida, actualmente en boga, la recupera y la refuerza.

6.3. CRECIENTE IMPORTANCIA DE LOS ESQUEMAS DISTRIBUTIVOS DE


PROTECCIÓN SOCIAL

Bajo el signo regresivo, es que en el campo de la protección social capitalista, los


esquemas de asistencia social han crecido en importancia en el Primer Mundo, tanto en
volumen de gastos dispendidos como en cobertura de los beneficiarios.

Según Ditch y Oldfield (1999), esta tendencia parece derivar de la combinación de


varios factores: unos propulsores y otros regresivos.

Los primeros están relacionados a la extensión de la asistencia social a los estratos


más pobres de la población, lo que exige políticas y prácticas sociales diferenciadas y
particulares. Los segundos, refieren a la contracción y alteración de los esquemas de seguro
social, con transferencia simultánea de encargos y responsabilidades del área de
previdencia para el área de asistencia social. Sobre esa tendencia, Gough (1997: 406),

34 Según Abrahamson (1994: 128), el presidente de la Comisión Europea en ese entonces – Jacques
Delors — , pretendía promover lo que denominó de “dimensión social”, como forma de neutralizar los efectos
negativos de la integración económica y monetaria en Europa. Para eso, pensó en una integración social,
registrada en carta oficial, que preveía la adopción de un mínimo de derechos sociales en el continente. A
pesar de todo, ese documento nunca tubo status legal e imperativo. Su aceptación por parte de los países
miembros era opcional. El gobierno británico lo rechazó. Por falta de unanimidad, el “debate en torno de los
derechos sociales comenzó con una discusión de derechos sociales de todos los ciudadanos de la Comunidad
[Europea], pero acabó restricto a los derechos de los trabajadores”.
35 Por supuesto que existen reacciones aisladas a ese esquema, como muestra Ferreira (1997), en su
artículo sobre el programa de renta mínima francés.

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ateniéndose al contexto europeo, informa que “la necesidad de reformar la seguridad social
crece en Europa del Norte en la medida que los mercados de trabajo se distancian más y
más del ideal asumido en los programas clásicos de seguridad contributiva”. Eso se
refuerza todavía más por la aceptación creciente por parte de la sociedad civil en arcar con
obligaciones e incumbencias del Estado y con el aumento de un nuevo tipo de pobreza que
crea nuevos riesgos e inseguridades colectivas.

Por esto, en la base de los dos conjuntos de factores (propulsores y regresivos),


están cambios socioeconómicos y demográficos significativos, que responden por el
aumento del desempleo, desagregación de las estructuras familiares convencionales, el
aumento del contingente de ancianos y de personas portadoras de deficiencias, todos
demandantes de la asistencia social.

Investigaciones realizadas por Ditch y Oldfield sobre políticas desarrolladas en el


campo de la asistencia social entre 1993 y 1996, revelan que tales políticas además de tener
un incremento ponderable, asumieron diferentes padrones de innovación y de adaptación a
los desafíos de los tiempos actuales. Según esta investigación, fueron detectados más de
siete modelos de asistencia social. Forman parte de ellos los siguientes grupos de países: los
consolidators, que no adoptaron políticas de desarrollo significativas en sus esquemas de
protección social (Austria, Bélgica, Francia, Alemania, Grecia, Italia, Noruega, España,
Suecia y Suiza); los extenders, que introdujeron o extendieron substancialmente sus escasos
esquemas de asistencia social (Portugal y Turquía) y finalmente los innovators —
predominantemente de lengua inglesa — que introdujeron muchas alteraciones (ni siempre
progresivas) en sus padrones de asistencia social (Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Gran
Bretaña y Estados Unidos).

Especialmente enfocando el contexto europeo, donde la política social tuvo mayor


expresión, podemos visualizar, comparativamente con base en Cabrero (1997), las
performances recientes de la política de protección social en la Unión Europea (UE), a
partir del eje que contempla tanto la convergencia como la divergencia de tendencias. En
este eje hay que considerar dos principales fenómenos contemporáneos: consecuencia del
envejecimiento de la población y exclusión social.

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De acuerdo con Cabrero (1997: 16), en los últimos años hubo una cierta
convergencia entre los países de la UE con relación al montante de gastos sociales. Porque,
en cuanto los países del sur (Italia, España, Portugal y Grecia) aumentaban notablemente
sus porcentajes de gasto social en el Producto Interno bruto (PIB), los demás países — que
ya habían alcanzado cierta saturación en su nivel de gasto — estabilizaron sus gastos. Por
lo tanto hubo una nivelación de gastos sociales en el ámbito de la UE, motivado
principalmente por la necesidad de eliminar los desequilibrios más acentuados (trade off)
entre los países miembros y garantizar la estabilidad económica de la región. Pero,
asimismo, las divergencias continuaron evidentes. Comparando los dos extremos (norte y
sur), Portugal presentó un porcentaje de gasto social en torno de 20%, aplicado
principalmente en inversiones sociales, mientras que los Países Bajos superaron el 30%,
aunque como sus pares estos últimos buscan complementar bienes y servicios sociales ya
existentes.

En lo concerniente a la organización de la protección social, es posible agrupar los


países de la UE en cuatro esquemas diferentes. Uno, formado por Alemania, Francia,
Bélgica, Luxemburgo y en cierta medida Italia, España y Países Bajos, en el que predomina
el principio de la contribución. Otro, que incluye Dinamarca, Gran Bretaña e Irlanda, en el
que la fiscalidad o cobro de tributos constituye la fuente principal de financiamiento de la
política social. Un tercero, formado por Italia, España y Países Bajos, en el que existe una
combinación de los “principios de contribución y de fiscalidad” en que “el sistema
contributivo divide de forma creciente con el Estado el financiamiento de las prestaciones y
servicios como la salud” (Cabrero, 1997: 17). Por último, Portugal y Grecia desarrollaron
esquemas de protección social aún poco maduros, aunque se verifica un incremento
creciente.

Si agrupamos, como sugiere Cabrero (1997), los diferentes esquemas mencionados


en dos grandes bloques, nos deparamos con una relativa convergencia de dos sistemas
tradicionales de protección social, antes contrapuestos: el bismarckiano, o modelo
profesional de seguridad social, basado en el contrato y en el principio de contribución, y el
beveridgiano, o modelo de solidaridad social, defensor de los mínimos sociales garantidos
como derechos de todos, independientemente de contribución.

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Cabrero (1997) resalta, que a pesar de la variedad de esquemas de protección social


en la Unión Europea, existen problemas comunes que polarizan la atención de los países
miembros y consumen la mayor parte de sus gastos, tales como la vejez — que exige
pensiones y servicios de salud en escala creciente — y el desempleo estructural (asociado a
la exclusión social) que no presenta señales de reversión. Como consecuencia, los países
europeos sin distinción, igual que ocurre en el resto del mundo, están en vueltas con las
fuertes presiones financieras y con el problema del déficit público, que pasan a asumir
posición prioritaria en la agenda política de los gobiernos. Parten de ahí las reformas
introducidas en el sistema fiscal, el corte en los gastos sociales y la transformación de las
políticas sociales universales en medidas selectivas y focalizadas en la pobreza,
irónicamente llamadas de políticas de “nueva generación”.

En el corazón de estos cambios de tipo regresivo, se destaca una tercer


convergencia, señalada por Cabrero (1997): la modificación del Estado de Bienestar Social,
que se reorienta para avalizar políticas sociales residuales.

Estrechamente relacionada con esta tercer convergencia, se apunta una cuarta,


proveniente del “modelo latino” (Abrahamson, 1992) de protección social, que vigoraba y
todavía vigora en los países del sur de Europa. En la que impera la importancia de la
familia como fuente privilegiada de protección y como unidad de cálculo de las
prestaciones de bienestar — en detrimento de la unidad individual — no obstante, los
cambios observados en la estructura familiar moderna.

Por lo tanto, si en 1992 la UE aprobó un conjunto de objetivos y políticas de


protección social convergentes, que tenían por finalidad: “la garantía de un mínimo de
recursos económicos y cobertura de salud para todas las personas legalmente domiciliadas
en la UE; la integración social de todos los residentes en la UE con promoción de acceso al
mercado de trabajo de todos aquellos con capacidad y edad para ello; y la garantía a todo
trabajador al final de su vida laboral o en su interrupción (por jubilación, incapacidad,
enfermedad o desempleo) de un ingreso substituto, teniendo en cuenta sus contribuciones y
la necesidad de cobertura de un mínimo vital para tener una vida digna” (Cabrero, 1997:
17-18); hoy, el escenario es otro. Fundamentados en las limitaciones del Estado de
Bienestar, las discusiones corrientes privilegian la problemática económica del sistema de

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protección social y de los costos que produce, sembrando dudas respecto de la validez
moral de mantener protegidos ciudadanos capaces de trabajar, mismo que
involuntariamente fuera del mercado de trabajo.

Entre tanto, ante la magnitud de la exclusión social, las políticas sociales —


particularmente de asistencia — encuentran cada vez mayor justificación. Parece ser éste el
dilema que alimenta el debate sobre el futuro del Estado de Bienestar en los países
capitalistas centrales, pues, si los excluidos se largan al abandono, pueden generar trade off
insuperables, que amenazarán la estabilidad económica y política de la región como un
todo.

De ahí surge la reciente preocupación internacional en encontrar respuestas que


disminuyan esas amenazas, o en la opinión de varios analistas, exige un nivel superior de
coordinación política, por cima de los Estados nacionales, que supere el marco limitado de
la complementariedad o de la improvisación (muddling through) que cada país pueda
encontrar para enfrentar sus problemas estructurales. Pero eso aún es una idea.

Lo que predomina actualmente es el énfasis en la asistencia social sin el vínculo


orgánico necesario con las demás políticas sociales y económicas, que, no obstante,
convergente en varios aspectos con estas políticas, asume características distintas en
diferentes experiencias nacionales.

Para destacar mejor esas diferencias, presentamos en el Anexo 3, un cuadro


explicativo del tipo de asistencia social desarrollado en los países del Primer Mundo, de
acuerdo a la clasificación de Ditch y Oldfield (consolidator, extenders, innovators).

A seguir nos detendremos en el histórico de la protección social brasilera que por el


hecho de presentar similitudes con la experiencia latinoamericana de la que forma parte,
también será considerada un caso representativo de esta región.

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CAPÍTULO VII

Políticas de satisfacción de necesidades en el contexto brasileño

7.1. LA EXPERIENCIA BRASILERA DE PROTECCIÓN SOCIAL


DIMENSIONADA POR PERIODOS HISTORICOS

En Brasil las políticas sociales tuvieron una trayectoria influenciada, en gran parte,
por los cambios económicos y políticos en el plano internacional y por los impactos de esos
cambios en la reorganización del orden político interno. (Lavinas y Varsano, 1997).
Aunque, estas políticas e impactos ayudaron en lugar de dificultar, la producción de una
experiencia nacional, que puede ser tipificada como un “sistema de bienestar periférico”.

A diferencia de las políticas sociales de los países capitalistas avanzados, que


nacieron libres de la dependencia económica y del dominio colonialista, el sistema de
bienestar brasileño siempre expresó limitaciones como consecuencia de estos factores.

De esta forma, la protección social brasilera no se apoyó firmemente en los pilares


del pleno empleo, de los servicios sociales universales, ni consolidó hasta hoy una red de
protección que impidiera la caída y la reproducción de la mayoría de los estratos sociales de
población en situación de pobreza extrema. Además, debido a la fragilidad de las
instituciones democráticas nacionales, la política social brasilera tuvo momentos de
expansión justamente en los períodos más adversos para la consolidación de la ciudadanía:
durante los regímenes autoritarios36 y bajo gobiernos de coalición conservadora. Lo que
posibilitó que prevaleciera un padrón nacional de protección social con las siguientes
características: ingerencia imperativa del poder ejecutivo; selectividad de los gastos
sociales y de la oferta de servicios y beneficios públicos; heterogeneidad y superposición de
acciones; desarticulación institucional; intermitencia en la provisión; restricción e
incertidumbre financiera.

36 Encontramos tres motivos para esa tendencia: a) los gobiernos autoritarios buscaban “mostrar
trabajo” para justificar su acción interventora, proclamada como de carácter revolucionario; b) encubrir la
rigidez del régimen de excepción; c) distribuir bienes y servicios para no tener que distribuir poder.

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Por eso que si comparado con los modelos de Estados de Bienestar que constan en
las tipologías construidas por varios autores, a partir de Titmuss37, el caso brasileño se
configura como un mixto o combinación de elementos presentes en la clasificación de
Esping-Andersen (1991), a saber: intervenciones públicas tópicas y selectivas — típicas de
los modelos liberales -; adopción de medidas autoritarias y desmovilizadoras de conflictos
sociales — típicas de modelos conservadores — ; y el establecimiento de esquemas
universales y no contributivos de distribución de beneficios y servicios — característicos de
regímenes socialdemócratas. Y, todo esto, fue mezclado a prácticas de clientelismo,
populismo, paternalismo y de patronazgo político, de larga tradición en el país.

Para explicitar aún más las peculiaridades de la experiencia brasilera en el campo de


las políticas de satisfacción de necesidades básicas, tal experiencia será, a efectos
analíticos, dividida en cinco períodos históricos y denominada, en cada uno de ellos, de
acuerdo al perfil de regulación política, económica y social prevaleciente. Grosso modo,
podemos adoptar los siguientes períodos38:

1. periodo anterior a 1930: política social de laissez-faire;


2. de 1930-1964: política social predominantemente populista, con dejos
desarrollistas;

37 Según Timuss (1974), existen tres modelos principales de Estado de Bienestar que pueden
encontrarse simultáneamente en el mismo momento histórico y en el mismo contexto nacional:
a) el residual, en el cual el mercado y la familia tienen la primacía en la oferta de protección
social;
b) el industrial, en el cual el mérito del trabajador evaluado por su desempeño y productividad,
constituye el principal criterio de acceso a la protección social;
c) el institucional, en al cual el Estado constituye el agente principal de regulación y provisión
social.
Esta clasificación permanece útil hasta hoy, sirviendo de referencia a otros autores como Esping-
Andersen que procuró perfeccionarla. De esta forma Esping-Andersen (1991) presenta una tipología que sin
interesarse por el avanzo o atraso del padrón de política social prevaleciente, privilegia regímenes i ideologías
políticas que informan los diferentes Estados de Bienestar, de la siguiente forma:
a) Estados de Bienestar de regímenes liberales en los cuales el mercado asume la primacía;
b) Estados de Bienestar de regímenes conservadores en los cuales son preservados el status
quo, la jerarquía y las diferentes clases. Generalmente estos Estados “se originan en regímenes autoritarios o
predemocráticos que usan las políticas sociales como forma de desmovilizar la clase trabajadora” (Pierson,
1991: 187);
c) Estados de Bienestar de regímenes socialdemócratas en los cuales el Estado es
preponderante como agente de protección social y en la garantía de los derechos.
38 Esta clasificación por períodos fue adoptada por Pereira en su tesis de doctorado (1987).

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3. de 1964-1985: política social de régimen tecnocrático militar, incluyendo la fase


de apertura política;
4. de 1985-1990: política social del período de transición para la democracia liberal;
5. a partir de los años 90: política social neoliberal.

7.1.1. Período laissefariano

Antes de 1930, la economía brasilera era agro exportadora y el sistema político se


caracterizaba por la ausencia de planificación social. El Estado prácticamente no ejercía el
papel de regulador del área social y, por lo tanto, no administraba el proceso de provisión
social, dejando ese asunto para las instancias siguientes: el mercado — que atendía las
preferencias y las demandas individuales -; la iniciativa privada no mercantil — que daba
respuestas puntuales e informales a los reclamos de la pobreza -; y la policía, que
controlaba, represivamente, la cuestión social emergente. Es de esta época la famosa y
emblemática frase del, en ese momento, presidente de la República, Washington Luís,
típica del estilo brasileño de responder a las reclamaciones sociales: “La cuestión social es
problema de policía”.

Efectivamente, la acción del Estado frente a las necesidades sociales básicas, se


limitaba, en ese entonces, a reparaciones puntuales y a la emergencia de problemas
urgentes o a respuestas morosas y fragmentadas a las reivindicaciones sociales de los
trabajadores y de los sectores poblacionales empobrecidos en los grandes centros urbanos.

En el conjunto de las políticas sociales, las áreas que merecieron mayor atención
fueron el trabajo y la previdencia, aunque, asimismo, de forma limitada y precaria. Entre las
medidas principales adoptadas, se destacan: la creación en 1923 de los Departamentos
nacionales de Trabajo y Salud, del Código Sanitario, de la Ley Eloi Chaves — relativa a la
previdencia social —, además, de una legislación dispersa, de efecto más retórico que
práctico, dirigida para la reglamentación y la provisión de asuntos relacionados al trabajo
— accidentes, vacaciones, trabajo de menores y mujeres, vejez, invalidez, muerte,
enfermedad, maternidad.

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Las otras áreas como salud, educación y habitación, tuvieron un tratamiento


residual.

En el ámbito de la salud, las estrategias de acción colectiva fueron asumidas por


autoridades locales frente a situaciones calamitosas como las epidemias.

En el campo de la educación, la red escolar existente estaba a servicio de la elite,


que valorizaba un aprendizaje ornamental y academicista. En ese período, los movimientos
democratizadores que se ensayaban, como el de la “Escuela Nueva”, no ganaron firmeza ni
expresión nacional.

En el terreno de la habitación, las medidas más significativas fueron asumidas por


las empresas industriales (construcción de villas obreras, guarderías, restaurantes), como
mecanismo extra económico de refuerzo para la reproducción de la fuerza de trabajo y para
las estrategias de rebajamiento del salario del trabajador.

Por lo tanto, en el periodo laissefariano se tenía una política social en la que no se


contemplaba ningún mínimo de renta como provisión ínfima.

7.1.2. período populista / desarrollista

El periodo que va de 1930 a 1964 engloba varios sub periodos y gobiernos, que
pueden ser dimensionados de la siguiente manera:

 1930-1937: gobierno Vargas, instituido a través de una “revolución por lo alto”;


 1937-1945: gobierno Vargas, que crea el llamado Estado nuevo, de cuño dictatorial;
 1945-1950: gobierno Dutra, llamado de fase de redemocratización;
 1950-1954: gobierno Vargas, asumido por medio de elecciones directas;
 1954-1956: gobiernos provisorios que llenaron el espacio entre el gobierno Vargas
(que se suicidó en 1954, durante el mandato) y el gobierno Kubitschek;
 1956-1961: gobierno Kubitschek, de tipo desarrollista;

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 1961-1964: gobiernos Jânio Quadros (que duró apenas siete meses) y Joao Goulart
(defensor de las reformas de base).

Del punto de vista económico, la principal característica del período fue el pasaje de
una economía agro exportadora para una economía urbano industrial. Aunque este cambio
económico no fue acompañado por un impulso similar en el área social. La ausencia de
planificación central, incluso aquella de tipo indicativa39, continuó siendo la marca de la
protección social brasilera hasta 1954.

En 1934 hubo una tentativa de panificación central con la creación del Consejo de
Comercio Exterior, pero en ese intento fueron contemplados apenas los aspectos
económicos: problemas relacionados a los sistemas económico, financiero, administrativo,
articulados con problemas provenientes de las relaciones comerciales con el exterior.

Aunque la cuestión social no fuera más considerada caso de policía, tampoco llegó a
ser tratada como problema político mayor, que mereciese la misma atención que el
gobierno dispensaba al área económica. La verdad es que la política social brasilera de ese
período, no obstante asumida por el Estado, la mayoría de las veces funcionaba como una
zona cenicienta, donde se producían disputas populistas entre el Estado y parcelas de la
sociedad y donde la cuestión social se transformaba en querellas reguladas jurídica o
administrativamente y, por lo tanto, despolitizada.

De 1954 a 1964 la planificación central pasó a ser valorada, pero los aspectos
sociales continuaron marginales. Cuando eran contemplados, quedaban siempre al servicio
de la rentabilidad económica y del crecimiento industrial, como sucedió en el gobierno de
Jucelino Kubitschek, que incluyó la educación en su Plan de Metas con el objetivo de
preparar recursos humanos para la industria de bienes de consumo durables.

La subordinación de los valores de equidad y de justicia social a los intereses de


maximización económica impidió que la participación estatal en la regulación y provisión

39 Se denomina planificación indicativa a aquella en que la acción estatal es básicamente indirecta,


operando principalmente por medio de instrumentos de política económica, a saber: fiscales (impuestos y
gastos con préstamos públicos); monetarios (control de moneda); y automáticos (impuesto de renta progresivo
etc.). Este tipo de planificación es diferente a la planificación directa en la cual el Estado asume una acción
reguladora explícita (ver Luiz Pereira, 1974).

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social adquiriese un significado ponderable en el cambio de la política social heredada del


período anterior. Efectivamente, entre 1930 y 1964, no hubo en el terreno social una
quiebra decisiva con el laissez-faire ni con la antigua estructura de poder oligárquico de la
era agro exportadora. De hecho, existía una política ad hoc, a pesar de su creciente
reglamentación formal. Inclusive, esa tendencia prevaleció en la fase de redemocratización
(de 1945 a 1950) y en los gobiernos cuyos representantes decían pregonar los ideales
democráticos.

Las principales medidas de protección social de ese período fueron:

En la década de 30: creación del Ministerio de Trabajo, Industria y Comercio, de la


Cartera de Trabajo, de la Legislación Laboral, del Ministerio de Educación y Salud y de los
Institutos de Jubilaciones y Pensiones; promulgación de la Constitución Federal de 1934,
que contempló tanto los ideales del liberalismo político como los del reformismo
económico; imposición por parte del Estado Nuevo de la Constitución de 1937, inspirada
en los modelos constitucionales corporativo- fascistas; y la creación del Consejo Nacional
de Servicio Social, en 1938 (ligado al Ministerio de Educación y salud), con objetivo de
normatizar y fiscalizar las acciones de asistencia social, desarrolladas preponderantemente
por entidades privadas.

En la década de 40, durante el gobierno Vargas: institución del salario mínimo40;


reestructuración del Ministerio de Educación y Salud; promulgación de la Consolidación de
las Leyes Laborales (CLT); creación del impuesto sindical; del Servicio de Alimentación de

40 El salario mínimo fue la primer medida oficial instituida en el país relacionada con la idea de
protección social mínima, ya encaminada en varios países extranjeros. De tal forma que Brasil fue el 12° país
en el mundo – aunque uno de los primeros en América Latina – que incorporó en su Constitución (de 1934)
un dispositivo que preveía el derecho de todo trabajador a recibir un salario que no podía ser inferior a un
cierto valor. Para definir ese valor fueron instituidas Comisiones de salario Mínimo por la ley n° 185, del 14
de enero de 1936, reglamentada por el Decreto Ley n° 399, del 30 de abril de 1938 con objetivo de realizar
estudios a respecto de las “necesidades normales” del trabajador, de los que resultó el concepto siguiente de
salario mínimo: “Es la remuneración mínima debida a todo trabajador adulto, sin distinción de sexo, por día
normal de trabajo y capaz de satisfacer en determinada época, en la región del país, sus necesidades normales
de alimentación, habitación, vestimenta, higiene y transporte”. A pesar de parecer avanzada, esta medida (que
fue así encaminada en el momento en que se fijaron los primeros niveles salariales, con base en el Decreto
Ley n° 2.162 del 1° de mayo de 1940), contenía las siguientes restricciones: se refería a las necesidades
individuales del trabajador, no incluyendo la familia; dejaba de lado las necesidades sociales como educación
y esparcimiento; establecía niveles diferentes de salario en regiones distintas; los estudios realizados por las
Comisiones no buscaban conocer los costos de los bienes y servicios esenciales, sino los niveles de salario
más bajos existentes en el país, para tomarlos como referencia del salario mínimo (Retrato do Brasil, 1984).

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la Previdencia Social (SAPS), de la nueva legislación sobre accidentes de trabajo, del


Servicio Especial de Salud Pública (SESP) — implantado en regiones insalubres
(Amazonas y Minas Gerais) que eran fuentes de materias primas (goma, mica, cuarzo)
utilizadas por los aliados en la Segunda Guerra Mundial — , del Departamento Nacional
del Niño, de la Comisión Nacional de Alimentación, del Servicio Social del Comercio
(SESC), del Servicio Nacional de Aprendizaje Comercial (SENAC), del Servicio Social de
la Industria (SESI), del Servicio Nacional de Aprendizaje Industrial (SENAI), de la Ley
Orgánica de la Enseñanza Comercial y de la Fundación de la Casa Popular.

En la década de 40, durante el gobierno Dutra: promulgación de la Constitución


federal de 1946 (defensora de los ideales liberales) y creación del Plano SALTE (Salud,
Alimentación, Transporte y Energía), posteriormente vacío de contenido, pero que fue el
primer intento por incluir los sectores sociales como salud y alimentación.

En la década de 50, durante el gobierno Vargas: énfasis en la planificación central,


rescatando la retórica nacionalista en oposición al liberalismo burgués de la era Dutra.
También hubo adhesión a concepciones e ideas innovadoras respecto de la industrialización
periférica, difundidas por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Pero la
acción de planificación continuó centrada en la economía, como puede verificarse con la
creación del Plan de Reconstrucción Económica, o Plan Lafer. Paralelamente, el salario
mínimo después de ocho años congelado, tuvo un aumento y sufrió ajustes periódicos,
aunque no recuperó las pérdidas salariales. Con el incentivo al crecimiento y a la
diversificación industrial, esta década también presenció la producción de bienes
intermediarios de capital, que intensificó la intervención del Estado en la economía y en la
sociedad. Surge a partir de ahí, la creación de grandes empresas estatales: Petrobrás,
Electrobrás y el entonces Banco Nacional de Desarrollo Económico — BNDE (hoy Banco
Nacional de Desarrollo Económico y Social — BNDES).

En la década del 50, durante el gobierno de Kubitschek: se destaca la retórica


internacionalista que refuerza la implantación de un padrón nuevo de inversión de capital
externo en Brasil, debido al término de la reconstrucción de las economías desbastadas por
la guerra y la competencia entre los países industrializados en busca de nuevos mercados.
Como es posible observar, la meta económica permanece prioritaria. Centrado en ella, el

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gobierno ambiciona objetivos más amplios, como el de atraer el capital extranjero para el
país, consolidando, de esta forma, el capitalismo dependiente nacional. En el juego de esos
intereses, la política social sirve, simplemente, como inversión en capital humano, a
ejemplo de lo que sucedió con la inclusión de la educación en el Plan de Metas y con el
apoyo gubernamental a los programas de desarrollo de la comunidad, en contraposición al
progresismo y a la autonomía relativa de los países latinoamericanos, defendida por la
CEPAL. Las interferencias de agencias internacionales, notadamente norteamericanas, en la
economía del país, tuvieron notoriedad durante ese gobierno, así como las realizaciones
faraónicas, que neutralizaban las escasas gestiones gubernamentales en el campo de las
políticas sociales. Particularmente en este tema, cabe registrar, que en el gobierno
Kubitschek comenzó el desplazamiento del eje laboral privilegiado por Vargas, para las
demás áreas sociales, pero sin gran expresión. Aún, cabe resaltar la preocupación
gubernamental con problemas regionales, razón que explica la creación de la
Superintendencia de Desarrollo del Noreste (SUDENE), y la creación del Consejo Nacional
de Desarrollo — con la misión de estudiar los problemas nacionales y programarlos en un
plazo de cinco años — , así como la construcción de Brasilia (el gran símbolo del progreso
en el interior del país).

En la década de 60 (hasta 1964), con los gobiernos Quadros y Goulart: estagnación


económica heredada del período anterior (deuda externa de difícil liquidación, incapacidad
de inversiones privadas en nuevas actividades productivas e inflación) e intensa
movilización de las masas por reformas socioeconómicas. En el gobierno Goulart (Quadros
solo estuvo siete meses en la Presidencia de la República) fue elaborado el Plan Trienal que
contemplaba Reformas Institucionales de Base — administrativa, bancaria, fiscal, y agraria.
Además, fueron adoptadas las siguientes medidas en el área laboral: creación del Estatuto
del Trabajador, de la Confederación de los Trabajadores de la Agricultura (CONTAG), del
13° salario (o aguinaldo), del salario familia para el trabajador urbano y la promulgación de
la Ley Orgánica de la Previdencia Social (LOPS), dirigida a uniformizar los beneficios y
servicios prestados por los antiguos IAPs, dando prioridad a la padronización de la calidad
de la asistencia médica. A pesar de esto, la cobertura de la previdencia prevista en la LOPS
atendía apenas a los trabajadores en régimen de CLT, dejando afuera los trabajadores
rurales y domésticos.

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En el campo de la educación, merece destaque la creación de la Ley de Directrices y


Bases, el Programa de Alfabetización de Adultos (basado en el método de Paulo Freire) y
del Movimiento de Educación de Base (MEB). En el campo de la salud, la transformación
del Servicio Especial de Salud Pública en Fundación y la creación de un nuevo Código
Sanitario con una visión más orgánica de salud. La política habitacional no mereció mayor
atención.

A pesar de haber sido un gobierno corto, presentó una propuesta más progresista de
política social y una intención deliberada de intervenir en las bases de las políticas e
instituciones estratégicas. El intento gubernamental de realizar reformas de base,
reivindicadas por la sociedad y cambios en el sistema electoral, en la organización urbana,
en la educación superior y en las relaciones del país con el capital extranjero, provocó la
inquietud de los conservadores, llevando la burguesía industrial y la clase media (que
temían el socialismo) a una articulación con las viejas fuerzas agro mercantiles para actuar
contra Goulart. El resultado: un golpe militar en 1964 y la inauguración de otro padrón
político administrativo (autoritario) en el país.

7.1.3. Período tecnocrático militar

Igual que el período anterior, éste que va de 1964 a 1985, comprende varios sub
períodos y gobiernos, a pesar de su identificación común con el autoritarismo y con el
régimen de excepción que vigoró en el país por veinte años. Estos sub períodos pueden ser
dimensionados de la siguiente manera:

 1964-1966: gobierno Castelo Branco, que instituyó el modelo autoritario,


rompiendo con la práctica populista / desarrollista anterior;
 1967-1969: gobierno Costa y Silva, que afirmó el modelo autoritario y preparó el
camino para su continuidad;
 1970-1973: gobierno Médici, profundizó y endureció el modelo autoritario;
 1974 1979: gobierno Geisel, que vivenció el inicio de la apertura política;

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 1980-1985: gobierno Figueredo que participó de la continuidad de la apertura


política.

De las principales características del periodo, resaltamos, en primer lugar, la nítida


modificación en el contenido del Estado, que deja de ser una organización eminentemente
populista para volverse tecnocrática y centralizada, basada en “un pacto restricto de
dominación entre elites civiles y militares, con los aplausos de las clases medias, asustadas
con el turbulento periodo anterior” (Tavares y Asis, 1985: 11).

Las reformas institucionales que acompañaron esa modificación resultaron en la


reestructuración de la máquina estatal, privilegiando la planificación directa, la
racionalización burocrática y la supremacía del saber técnico sobre la participación popular.
Aconteció esto en las reformas financiera, fiscal y administrativa; con la institución del
nuevo sistema de inteligencia militar — Servicio Nacional de Información (SIN); con la
remodelación partidaria y con el anuncio de reformas sociales como respuesta a las
reivindicaciones populares, que seguían siendo encaminadas al Estado durante los tres
primeros años de la intervención militar, cuando todavía no se había definido el modelo
económico y político que pasaría a vigorar a partir de 1967.

En ese año fueron definidos el modelo económico — que se reveló concentrador y


excluyente — y la dirección política autoritaria — que renegó del liberalismo conservador
adoptado inicialmente — , y se explicitaron en el país las siguientes tendencias:
menosprecio por las masas populares (solo cortejadas a partir de 1974 con el inicio de la
apertura política); valorización del capital extranjero (en continuidad a la política
internacionalista de Jucelino Kubitschek); y la concepción de política social como una
consecuencia del desarrollo económico. Junto a esto, se privilegió la industrialización de
bienes de consumo durables, comandada por el Estado, así como su intervención en la
economía y en la sociedad, materializada en las siguientes medidas: reducción salarial;
reducción de inversiones públicas; control de crédito; del aparato de recaudación y del
sistema tributario; estatización de áreas de infraestructura, de industria pesada y de insumos
básicos (de interés de los inversionistas extranjeros); vaciamiento del poder de presión de
los sindicatos y de sus funciones específicas; prohibición de huelgas y substitución de la

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Justicia del Trabajo por el Ejecutivo federal en el proceso de decisión sobre reajuste
salarial.

En paralelo a las medidas dirigidas, en un primer momento, a sanear la economía


heredada de los gobiernos civiles y, en segundo lugar, a acelerar el crecimiento económico
(aprovechando la base industrial existente de los años 50), pasaron a prevalecer formas de
usurpación del poder Judiciario, del Legislativo y de la sociedad organizada.

Ese fue el contexto económico y político en que se registró una modalidad de


política social contraria a la práctica del populismo pero, tampoco privilegiada en la
planificación gubernamental tan valorizada en ese momento.

Entre 1964 y 1967, mismo habiendo decretado el Estatuto de Tierras y un discurso


sobre “productividad social”, prácticamente no se incrementó nada en el área social. En
esos tres primeros años del régimen tecnocrático militar, se continuaron los proyectos de la
era populista o, a lo sumo se concretizaron viejas ideas, reformulándose las medidas
existentes en el campo laboral en beneficio del capital. Por lo tanto, se trataba de una
política social que como mucho era extensión de la política económica, como resultó, por
ejemplo, el Fondo de Garantía por Tiempo de Servicio (FGTS). Además, esta política
estaba fuera de la planificación central por constituir una inversión informal estratégica en
recursos humanos y un instrumento para legitimar el poder estatal, en particular ante la
clase media.

Al ser definido el modelo económico y político, a partir de 1967, la política social


dejó de ser un complemento o extensión de la economía y se consolidó como un medio
importante de acumulación de riquezas. Los programas sociales que pasaron a ser
desarrollados a partir de entonces, tenían como objetivo prioritario atender los intereses
específicos de la economía de empresa, aunque integrasen la acción estatal. O sea, aunque
eran públicos en su gestión, esos programas eran ejecutados de forma privada.

Hasta 1974 los gobiernos militares persiguieron a fondo la eficiencia económica y la


defensa del sistema capitalista, optando por la cruel represión a los derechos civiles y
políticos para alcanzar esa meta. Es solo a partir de 1975 que como consecuencia de los

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desaciertos internos y externos, esos gobiernos demostraron junto al crecimiento


económico una inusitada preocupación con los más pobres.

El sub período comprendido entre los años 1974 –1979 correspondió al esfuerzo de
gobierno más expresivo (desde el Plan Metas de Kubitschek) para imprimir cambios en la
economía brasilera y ampliar el espectro de la política social, inclusive dotándola de
objetivos propios. Ese esfuerzo, además de colocar Brasil en la categoría de los países
emergentes, tenía como objetivo estratégico específico: aproximar el Estado de la sociedad,
principalmente de las masas, para mantener los gobernantes de un régimen en franco
desgaste como “atores políticos viables”. Simultáneamente, se hacían promesas de retorno
a la “normalidad institucional” y de implantación (mismo que de forma “prudente y
gradual”) de medidas más liberales, razones que fundamentan la preocupación con la
pobreza, tema recurrente en el discurso oficial, pues era por esa vía que el gobierno
pretendía descomprimir el régimen autoritario sin necesidad de destruir sus principales
instrumentos de excepción (el Acto Institucional n° 5 — AI5 — y todo el arsenal de
legislación similar, creado a partir de 1968). Dicho de otra forma: la proclamada distensión
del régimen, aunque prometiera rescatar las libertades democráticas, se mostraba, desde el
inicio, inclinada a realizarse por medio de una distribución altamente regulada de bienes y
servicios de contenido social. Lo que se desprende de los primeros pronunciamientos del
presidente Geisel, manifestando su intención de mantener los instrumentos de excepción,
mencionados “como potencial de acción represiva o de contención más enérgica (...) hasta
que sean superados por la imaginación creadora, capaz de instituir, oportunamente,
salvaguardas eficaces dentro del contexto institucional” (Geisel, apud Lessa, 1978).

Esa intención encontró, no obstante, obstáculos a su realización. El II Plan Nacional


de Desarrollo (II PND), originariamente concebido para guiar toda la ambiciosa estrategia
gubernamental, perdió fuerza antes de tiempo y fue prácticamente desactivado en mediados
del 76. A partir de ese momento, el gobierno pasó a orientarse por criterios administrativos
más ortodoxos y a crear medidas puntuales, aunque premeditadas, para ajustar el régimen a
la agudización de las contradicciones del II PND. Desde entonces hasta 1985, las políticas
sociales funcionaron como una especie de “cortina de humo” para encubrir las verdaderas
intenciones de un régimen que se negaba a salir de la escena, tornando más fugaz la

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pretensión de crear al menos el mínimo de bienestar alcanzado por las democracias


burguesas liberales.

En ese período, se destacan las siguientes medidas sociales:

 Entre 1964 y 1966, durante el gobierno de Castelo Branco: adopción del Programa
de Acción Económica del Gobierno (PAEG), a través del cual fueron creados el
Banco Nacional de Habitación, el Instituto Nacional de Previdencia Social (INPS)
y el Fondo de Garantía por Tiempo de Servicio (FGTS), como alteración más
profunda de las relaciones laborales, que implicó en la pérdida de estabilidad en el
trabajo.

 Entre 1967 y 1969, durante el gobierno Costa e Silva: creación del Plano
Estratégico de Desarrollo (PED) en medio de un espectacular crecimiento
económico, rotulado de “milagro”, y un endurecimiento mayor del régimen
autoritario con el decreto del AI5.

Durante ese periodo la política social estuvo sometida al criterio de rentabilidad


económica de forma más fuerte, totalmente negligente a cualquier intento por satisfacer
necesidades básicas. Fueron casos ejemplares: el BNH, que pasó a atender más a la clase
media; el INPS, que pasó a sustentar la iniciativa privada de asistencia medica; y la política
educativa que tuvo como función principal la preparación de recursos humanos para el
desarrollo económico. Sin mencionar la interferencia de las Agencias Internacionales que
pasaron a intensificar su acción en la definición de políticas sociales económicamente
rentables, contribuyendo para producir las siguientes consecuencias: aumento de la
desigualdad social y recrudecimiento de la atomización de los movimientos sociales que
fueron el blanco de fuerte represión estatal.

 Entre 1970 y 1973, durante el gobierno Médici: se instituyeron dos planes de


gobiernos — Metas y Bases para la Acción de Gobierno, que vigoró de 1970 a
1971 y el I Plano Nacional de Desarrollo (I PND), en vigencia entre 1972 y 1974.
En este período, caracterizado por el auge del “milagro económico”, iniciado en
1968, se fortaleció la autoconfianza del régimen autoritario. De forma tal, que la

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bandera del liberalismo conservador levantada durante el primer gobierno militar


— Castelo Branco — fue relegada al abandono, asumiendose explícitamente el
régimen de excepción. Estos fueron algunos de los años más tiránicos en la
historia de la represión política brasilera, en los que se profundizaron
sistemáticamente las relaciones del Estado con el capital extranjero y el foso entre
este mismo Estado y la mayoría de la población.

Eso explica por qué el Estado, apoyado en el Programa de Metas y Bases para la
Acción del Gobierno (1970-1971), prácticamente no se preocupó con la pobreza que
aumentaba, o dejó su resolución condicionada a proyectos económicos faraónicos en la
tentativa de quemar etapas del crecimiento. Así, donde sea que surgieran movilizaciones
populares por reformas sociales el Estado respondía con represión y con proyectos de
“gran impacto”, como fueron conocidas las construcciones de la hidroeléctrica de Itaipu, de
la carretera Transamazónica etc.

Este procedimiento se coloca aún más en evidencia frente a la cuestión agraria, a las
disparidades regionales y a la necesidad gubernamental de proteger el gran capital a costas
del trabajo.

Con relación al problema agrario no se alteraron las condiciones para la pose y el


uso de tierras, como figuraba en el Estatuto de Tierras promulgado en 1964 por Castelo
Branco. Al contrario, se crearon medidas políticas que implicaron en un substancial
aumento de la productividad en el sector. Esa directriz orientó la creación del Programa de
Redistribución de Tierras y de Estímulo a la Agricultura del Norte y Noreste (PROTERRA)
y el Fondo del Trabajador Rural para la Previdencia Social (FUNRURAL).

Este fondo salió de la concepción contractual tradicional de seguro social,


configurándose como una innovación en el campo de la previdencia, donde los recursos no
provenían de contribuciones del beneficiario sino de tributos de los productos agrícolas
consumidos en áreas urbanas. Aunque este programa — el único de tipo redistributivista —
fue desactivado en 1977.

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En 1970, fue creado el Programa de Integración Nacional (PIN) para enfrentar las
disparidades regionales, que consistía en conectar físicamente las áreas geográficas
económicamente consideradas más deprimidas (Amazonas y Noreste) con otras unidades
de la Federación, por medio de vías internas de superficie y mejora de los transportes y de
las comunicaciones. Datan de esta época la construcción de las rutas Transamazónica,
Cuiabá — Santarém y Perimetral del Norte, además de un plano de irrigación para el
Noreste y de propuestas de colonización y de explotación económica de áreas
desapropiadas a lo largo de esas carreteras.

En función de proteger el capital a costa del trabajo, fue creado el Programa de


Integración Social (PIS), en 1970 y tres meses después el Programa de Formación del
Patrimonio del Funcionario Público (PASEP), que representaban más un mecanismo de
ahorro al servicio de la reproducción del capital y de la armonía entre capital y trabajo, que
una tentativa de integración del trabajador al desarrollo económico. O aún, con el PIS y el
PASEP la política laboral dejó de ser un problema político para transformarse en un
calculado sistema administrativo.

Esa tendencia, que valorizaba la planificación, se definió mejor con el I Plan


Nacional de Desarrollo — I PND (1972-1974), que insinuaba ser el primero de una serie en
el orden continuista del régimen. Por lo tanto, este plan no hizo otra cosa que buscar
garantir la implementación y eficacia de proyectos de “gran impacto”, creados en los dos
primeros años del gobierno Médici, aunque se adoptaron algunas políticas sociales de tipo
compensador. En este particular, se observa mayor preocupación gubernamental con la
población de baja renta, cuyo aumento se volvió conocido a partir del censo de 1970,
realizado por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) y de las Encuestas
Nacionales por Muestra de Domicilios (PNADs) posteriores. En este sentido fueron
incorporados al sistema de previdencia urbano las ocupaciones no reglamentadas en la CLT
(autónomos y empleados domésticos), se realizaron inversiones en educación, salud,
habitación, nutrición, adoptándose las siguientes medidas dirigidos a los más pobres:
creación de la Central de Medicamentos (CEME) y del Programa de Asistencia Social al
Trabajador Rural, por medio del FUNRURAL; formación de un fondo social para atender,
en relación al problema de habitación, familias con ingresos inferiores a las atendidas por el

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Sistema Financiero de Habitación; implementación de programas de profesionalización


parcial; lanzamiento de la Operación Escuela, que buscaba la universalización efectiva de
la enseñanza primaria; y atención al preescolar por medio de programas de salud y
educación alimenticia.

Estas iniciativas, a pesar de abordajes relativamente nuevos, se vinculaban al


propósito de mantener en el poder a la elite dirigente y garantir altas tasas de crecimientos
económico, intentando transformar ciudadanos en clientes de políticas sociales — ya que
los derechos políticos y civiles se mantenían limitados —, o utilizando las propias
inversiones sociales como forma de aumentar la participación del trabajo en la acumulación
de la renta nacional.

 Entre 1974 y 1979, durante el gobierno de Geisel: se trata de un período de la


historia política del país regido por el II Plano Nacional de Desarrollo (II PND),
que presentó por lo menos dos momentos distintos en su trayectoria:

a. El primer período comprende de 1974 hasta 1976, en que Brasil era concebido
como una “isla de prosperidad” que volvería a pasar por la experiencia del “milagro
económico” de 1968-1972, a pesar de todos los indicios histórico estructurales
desfavorables. Precisamente, en 1974 se vivía el ocaso de tal “milagro”, debido, en gran
medida al atraso en el sector industrial de bienes de producción y de alimentos, la fuerte
dependencia nacional del petróleo internacional, aceleración de la inflación y del déficit de
la balanza de pagamentos. A pesar de esto, Geisel pretendía adoptar una estrategia de
desarrollo basada en dos directivas (Lessa, 1978): montaje de un nuevo padrón de
industrialización que, al contrario del modelo del “milagro” tenía como núcleo dinámico la
industria de base (bienes de capital, electrónica pesada e insumos básicos); el
fortalecimiento progresivo del capital privado nacional, antes subestimado en relación al
capital estatal y al capital privado internacional. Con eso, el II PND se proponía sustituir el
capitalismo salvaje de los años anteriores por un “capitalismo social”, o modelo
“neocapitalista”, fuertemente conducido por el Estado y (mismo no siendo explicitado)
transformar Brasil en potencia emergente en la entrada de los años 80.

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Tomando como paradigma el modelo capitalista japonés, el II PND puntualizó los


elementos necesarios para la construcción de esa potencia emergente: “gran empresa
nacional, autonomía de desarrollo científico y tecnológico y ‘factores humanos’ capaces de
superar las demás contradicciones (desfavorables a Japón) en el proceso” (Lessa, 1978: 21).
Esa fue la razón para que el desarrollo científico y tecnológico, en paralelo con la política
social (identificada como política de recursos humanos), asumiera un papel preponderante
en el II PND.

b. El segundo momento fue entre 1976 y 1979, cuando frente a la crisis económica
mundial y sus repercusiones en Brasil, el voluntarismo del Estado se descubrió incapaz para
transformar el país en potencia emergente en el “plazo más corto posible” como se
alardeaba.

A partir de ese momento, se reintrodujeron formas autoritarias de control político al


mismo tiempo en que proliferaron políticas sociales como respuestas estratégicas ante los
descontentos de la sociedad civil. Las principales reformas políticas otorgadas por el
gobierno Geisel, conocidas como “Paquete de Abril” fueron: “voto indirecto para elegir
gobernadores, con ampliación de los colegios electorales; elección de un tercio del Senado
por vía indirecta (los senadores biónicos), incluyendo tres leyendas en la elección directa de
los restantes (una grave quiebra en la tradición republicana); extensión de la Ley Falcão
para las elecciones estaduales y federales (generalizaba la prohibición del acceso a radio y
televisión de los candidatos a los cargos municipales electivos); anticipación de la elección
para presidente de la República (del 15/1/79 para el 15/10/78) y ampliación del mandato
para presidente para seis años (el de Geisel ya había sido ampliado para cinco años);
alteración del quórum para votación de enmiendas constitucionales por el Congreso, de dos
tercios de los miembros para mayoría simple; aumento del número de diputados federales,
pasando para 420 miembros en la Cámara); alteración del ‘Colegio Electoral’ que elegiría
el presidente de la república; mandato de dos años para los diputados que serian elegidos en
1980, para que coincidieran con las elecciones municipales, estaduales y federales, a partir
de 1982” (Srour, 1981: 40).

Estas fueron reformas regresivas que significaron un golpe duro para el proceso de
distensión política. A partir de esto, la reacción de los sectores sociales que se sintieron

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traicionados en su confianza fue inmediata. Varios movimientos sociales reasumieron su


defensa por democracia. Con los canales tradicionales de participación política de la
población cerrados (partidos políticos y sindicatos), se abrieron otras alternativas: Orden de
los abogados de Brasil (OAB), Asociación Brasilera de Prensa (ABI), Iglesia Católica
Progresista, con sus Comunidades Eclesiales de Base (CEB), Unión Nacional de
estudiantes (UNE), entre otras. Sumase a esto la reactivación de categorías sociales nuevas
(feministas, amas de casa, funcionarios públicos, fracciones del empresariado etc.) y de una
clase operaria combativa — la del ABC paulista —, todos movilizados en torno de la
bandera de la democracia.

Como respuesta más inmediata a ese movimiento, el gobierno intentó: instituir una
nueva política salarial, basada en negociaciones directas entre empleados y empleadores;
restablecer el hábeas corpus para crímenes políticos, bien como garantías de magistratura y
autonomía de los poderes Judicial y Legislativo; decretar el fin de las destituciones
realizadas por el AI5 y atenuar las exigencias para la creación de partidos. No obstante,
continuaban existiendo los siguientes instrumentos de contención política: la Ley de
Seguridad Nacional, posteriormente tornada más amplia y extensa, los Actos
Institucionales, la Ley Falcão y el Paquete de Abril. Además, fueron creados dos
mecanismos de defensa de Estado: las medidas de emergencia (de carácter restricto y
localizado) y el estado de emergencia (de carácter general).

En ese contexto la política social pasó a ser estratégicamente intensificada, no como


respuesta conciente a las necesidades sociales, sino como una vía de aproximación del
estado con la sociedad.

Los focos flagrantes de pobreza absoluta, cuya reducción se colocaba como


principal meta, fueron el centro principal de esa política. Sin poder negarla, la mejor táctica
gubernamental, fue reconocerla e incluirla en los Planos de Desarrollo, para que ese
procedimiento sonase como una señal de madurez y autocrítica del régimen.

Se amplió de esa forma, el abanico de beneficios de la acción del gobierno, al


mismo tiempo que se creó, redimensionó y reestructuró la máquina burocrática encargada
de tornar eficiente la nueva estrategia social. Por primera vez se escuchó hablar en

123
124

desarrollo social con “objetivo propio” y como resultado de articulaciones entre gobierno y
sociedad.

Como consecuencia de ese propósito se introdujeron innovaciones técnicas y


administrativas en el aparato estatal, con intuito de superar el tradicional clientelismo
individual y capacitar agencias oficiales a asumir posturas más agresivas de atención, tales
como:

a. creación de órganos y mecanismos globales de formulación, coordinación y


ejecución de políticas sociales, como: Consejo de Desarrollo Social (CDS), Fondo de
Apoyo al Desarrollo Social (FAS), Sistema de Indicadores Sociales.

b. Institución de mecanismos e instrumentos de acción sectoriales para


coordinar la formulación, ejecución y control de la política social en las áreas respectivas
de competencia, como: Consejo Nacional de Política de Empleo, Consejo Federal de Mano
de Obra, Sistema Nacional de Salud, Ministerio de Previdencia y Asistencia Social,
Sistema Nacional de Previdencia y Asistencia Social;

c. Establecimiento de instrumentos de movilización del sector privado, para


apoyar la ejecución de políticas sociales, especialmente por medio de incentivos fiscales y
financieros, como: financiamiento de recursos — de forma subsidiada — a instituciones o
empresas con fines lucrativos; incentivos fiscales a empresas promotoras de programas de
entrenamiento de mano de obra y de alimentación del trabajador; compra de servicios
privados por el Estado, especialmente el de salud por el Ministerio de Previdencia y
Asistencia Social.

En el ámbito de esas innovaciones técnicas y administrativas, las medidas sociales


que más se destacaron fueron:

a. Programa de Desarrollo Social del Noreste;


b. Reformulación de los mecanismos financieros del Sistema Financiero de
Habitación (SFH);
c. Acción Sanitaria para el Noreste;
d. Nieva sistemática para el Plano Nacional de Saneamiento;

124
125

e. Unificación del PIS con el PASEP;


f. Creación del Programa Nacional de Centros Sociales Urbanos (CSU);
g. Plano Básico de Acción Sanitaria para Amazona;
h. Organización de Acciones de Vigilancia Epidemiológica;
i. Creación del Fondo Nacional de Apoyo al Desarrollo Urbano;
j. Establecimiento del Sistema Nacional de Transportes Urbanos;
k. Acción de gobierno en el área de trabajo (directrices y destino de recursos para el
sector; definición de políticas de preparación de mano de obra, de empleo y
retribución al trabajo, de protección al trabajo y de apoyo técnico en general);
l. Programa nacional de Alimentación y Nutrición (PRONAM);
m. Programa de Saneamiento Ambiental;
n. Programa Especial de Control de Esquistosomiasis (PECE);
o. Programa de Interiorización de Acciones de Salud y Saneamiento para el Noreste
(PIASS);
p. Programa de Salud Materno Infantil (PSMI);
q. Programa de Bienestar del Menor;
r. Sistema Nacional de Empleo (SINE);
s. Programa Nacional de Desarrollo de Comunidades Rurales (PRODECOR);
t. Programas de Atención al Preescolar y a la Enseñaza Primaria;
u. Amparo de la previdencia para mayores de 70 años e inválidos, conocido como
Renta Mensual Vitalicia;

 Entre 1980 y 1985, durante el gobierno Figueredo: este período estuvo marcado por
una fuerte desarticulación del esfuerzo de desarrollo social de los últimos tres años
del gobierno Geisel. La disminución de los gastos sociales, acompañada de una
gradual reducción de la importancia de la política social para la planificación y
gestión estatal, constituye la evidencia principal de esa desaceleración, que fue
básicamente determinada por los siguientes factores:

a. Incompatibilidad del padrón optimista de acumulación vigente hasta ese momento


en Brasil, junto a una coyuntura internacional recesiva;

125
126

c. elevación del déficit público y del endeudamiento externo, heredado del


gobierno anterior;

d. instauración de la crisis fiscal del estado, debido a la discrepancia entre


recaudación de tributos y volumen de los gastos gubernamentales en el área social;

e. reluctancia gubernamental para facilitar el pasaje de un régimen de


excepción para un régimen de derecho, ocasionando un desgaste en el proceso de
negociación corporativista y lobbista entre elites (económica y política) y el gobierno;

f. presión creciente de la sociedad civil, incluyendo las camadas populares, por


democracia y ampliación de la ciudadanía;

g. defensa gubernamental de los recursos económicos y financieros de las


camadas sociales mejor posicionadas, apelando, inclusive, para procesos inflacionarios, en
detrimento de la mejora en la condición de vida de las parcelas más pobres de la población;

Ese cuadro provocó el aumento del desempleo y de la pobreza y la caída real de los
salarios, así como restricción de la capacidad gubernamental para presentar propuestas
políticas, por mínimas que fueran, para las necesidades humanas básicas. En ese período,
por lo tanto, imperó la adopción de medidas de carácter antisocial como radicalización de la
contención de gastos de asistencia medica previdenciária, restricción de los financiamientos
concedidos para habitación de “interés social” y reducción a la mitad de las inversiones en
el sector de transporte público. Las políticas de educación, salud pública y suplemento
alimenticio, sufrieron un impacto recesivo menor porque eran costeadas con recursos del
Tesoro Nacional, y no extra fiscales como en la mayoría de las políticas sociales.

En compensación, gracias a la creciente movilización de la sociedad, se hicieron


notar algunos avances civiles y políticos: amnistía, en 1979, con la restitución de derechos
políticos y civiles a los ciudadanos destituidos por el régimen militar, elección para
gobernadores en 1982 y amplia campaña popular por “Directas ya”, o sea, por elecciones
directas para la Presidencia de la República.

126
127

7.1.4. Periodo de transición para la democracia liberal

Este periodo, denominado “Transición Democrática” o “Nueva república”, se


caracterizó, en primer lugar, por una reorganización institucional que culminó con la
convocación de la Asamblea Nacional Constituyente, en 1986 y en segundo, por una
concepción de protección social que colocaba atención particular tanto en los derechos
sociales como en las políticas que concretizaban esos derechos. Data de esa época la
inclusión, por primera vez en la historia política del país, de la asistencia social (con su
propuesta de satisfacción de “mínimos sociales”) en calidad de componente del Sistema de
Seguridad Social y de derecho de ciudadanía, en una Constitución Federal.

El padrón centralizado y piramidal de gestión de políticas públicas sufrió


alteraciones a partir de la agenda mixta gestada en el periodo de apertura del régimen
militar y explicitada después de la victoria de la oposición en las elecciones para
gobernadores en 1982. Ganaron fuerza los pleitos por la institución de un padrón
administrativo y financiero descentralizado, por medio del cual serian creados canales
institucionales de participación social y política de la población. Eso también explica la
inclusión en la Constitución Federal de mecanismos de democracia semidirecta — como la
municipalización, el plebiscito, el referéndum y la acción popular —, seguidos de la
construcción de un pacto federativo (con la descentralización de responsabilidades de la
esfera federal para la estadual y la municipal), bien como de mecanismos de control
democrático — como los consejos de políticas públicas y de defensa de derechos, de
carácter deliberativo y representación paritaria del Estado y de la sociedad en su
composición.

Entre los documentos que explicitan esa nueva orientación institucional, en el


primer gobierno civil del periodo — el de Sarney41 —, resaltamos: Subsidios para la
Acción Inmediata contra el Hambre y el Desempleo, preparado en 1985, por la Comisión
para el Plan de Gobierno (COPAG); Programa de Prioridades Sociales para 1985; Plan de
Prioridades Sociales para 1986 y Plan de Metas para 1986 a 1989. Cabe también resaltar el
informe elaborado por el Grupo de Trabajo para la Reestructuración de la Previdencia

127
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Social, creada por el Decreto n° 92.654, de 1986, pues este presentó una propuesta amplia
de Seguridad Social (de estilo beveridgiano) que extrapolaba el ámbito del seguro,
sugiriendo una vertiente no contractual y no contributiva de protección social pública, en
los siguientes términos: “Todo ciudadano brasileño es titular de un conjunto de derechos
sociales independientemente de su capacidad de contribución para el financiamiento de los
beneficios y servicios implícitos en esos derechos” (Santos, in MPAS, 1986: 5). Esta
propuesta, depositaria de un avance conceptual importante en el contexto tradicional de la
protección social brasilera, vendría, no sin dificultades42 a ser acatada por la mayoría de los
constituyentes e incorporada a la Constitución Federal de 1988.

En esos documentos, el gobierno reconocía la enorme “deuda social” que asolaba el


país, la fragilidad de los derechos sociales y se comprometía formalmente a hacer “todo por
lo social” — lema de la administración Sarney.

La estrategia adoptada para perseguir ese objetivo social incluía desde medidas de
cuño emergencial, específicamente contra el hambre, el desempleo y la pobreza, hasta de
carácter estructural, que priorizaban: el crecimiento económico sustentado (a partir del cual
sería posible ampliar la oferta de puestos de trabajo, aumentar el salario real, mejorar la
distribución de renta, garantir el seguro por desempleo, rever la legislación laboral y
sindical) y la reforma agraria.

Las iniciativas principales de contenido económico social del bienio 1985 –1986,
adoptadas por el gobierno Sarney, fueron:

 Plan Cruzado, basado en el pensamiento heterodoxo contrario a la ortodoxia liberal


del FMI, que inició la política económica de la Nueva República privilegiando el
control de la inflación a través de las siguientes medidas: “reforma monetaria
(sustituyendo el cruceiro por el cruzado); congelamiento de precios; ajuste de los
salarios a sus valores medios reales prevalecientes en los seis meses anteriores y la

41 Con la muerte de Tancredo Neves, presidente electo indirectamente, en las vísperas del mandato,
asumió en 1985, su vicepresidente José Sarney por el periodo 1985 a 1989.
42 Para muchos, este tipo de propuestas en aquel momento estaban anacrónicas, porque tanto el
proceso de globalización como la ideología neoliberal contrarios a ellas, estaban ganando fuerza,
principalmente gracias a la descomposición del socialismo real que les servía directa o indirectamente de
paradigma.

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129

tentativa de desindexar la economía” (Mollo y Silva, 1988: 131). A pesar de haber


elevado el salario mínimo en 15% y alimentado la ilusión, aunque de forma
pasajera, de un crecimiento económico con distribución de renta, este Plan
demostró sus ambigüedades y limitaciones rápidamente. Mismo siendo
heterodoxo, no se contrapuso a las fuerzas liberalizantes, sustentadas por el FMI y
no fue capaz de contener la inflación que retornó después del descongelamiento de
los precios en fines de 1986.

 Plan de Metas, concebido como plan para sustentar el crecimiento y el combate a la


pobreza. Como señalan Mollo y Silva (1988: 121), este plan no pasaba de
contabilizar la previsión de gastos para cada área de responsabilidad de los
Ministerios que establecían las prioridades en forma individualizada.

 Política de alimentación de emergencia, desarrollada por el Programa Nacional de


Alimentación Escolar (PNAE), del Programa de Suplemento Alimentar (PSA) y
del Programa Nacional de Leche para Niños carentes (PNLCC), cuyas metas
buscaban: atender, por el PNAE, cerca de 30 millones de niños en 1986; ampliar, a
través del PSA, la distribución de canastas de alimentación básica para 10 millones
de beneficiarios (gestantes, nutrices, y niños con ingresos menores a dos salarios
mínimos) en 1986, y para 15 millones en 1989; alcanzar con el PNLCC, 1,5 millón
de niños en 1986 y 10 millones en 1989.

 Creación del Ministerios de Reforma y Desarrollo Agrario (MIRAD) y lanzamiento


de la primer versión del Plan Nacional de Reforma Agraria (PNRA).

 Institución del seguro de desempleo, precedido de estudios de viabilidad para


ampliación de cobertura y valor de los beneficios.

Los últimos tres años de la administración Sarney (1987-1989) conocieron otros dos
planes de gobiernos con objetivo de efectivizar la transición de un modelo económico
limitado y excluyente para otro más eficaz y ecuánime.

Uno, fue el Plan de Control Macroeconómico de julio de 1987, conocido como Plan
Bresser (del entonces ministro de Hacienda Bresser Pereira) que implicaba en reducir el

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130

poder de compra de los trabajadores y reproducir la desigualdad social, entre otras


incompatibilidades con el proyecto de transición.

El otro plan, conducido por un nuevo titular de la cartera de Hacienda — Mailson


da Nóbrega — implantó en fines de 1987, la llamada “política de arroz con frijoles”, que
estipulaba simplemente seguir con las orientaciones de la ortodoxia liberal, operando cortes
en el gasto público, especialmente sociales, con repercusiones negativas sobre el poder
adquisitivo de la población.

Sumando a eso, las maniobras políticas de Sarney, nada constructivas, para


mantenerse en el poder por cinco años y no por cuatro, como era previsto, y sus
permanentes ligaciones con representantes del régimen militar, se desprende que ese
período, como expresa O’Donell (1987) configuró una transición inercial, aún presa a los
estilos de política antidemocráticos. O, en otras palabras, con Sarney se dio un cambio de
gobierno y no de régimen.

Sin embargo, en ese período, desde el punto de vista institucional formal, ocurrieron
avances significativos en términos políticos y sociales, que confirieron a la década de 80 el
epíteto de “década de la redemocratización” junto al de “década perdida”.

Gracias a la movilización de la sociedad, en esa década las políticas sociales se


volvieron centrales en la agenda de reformas institucionales que culminó con la
promulgación de la Constitución Federal de 1988. En esta Constitución, la reformulación
formal del sistema de protección social incorporó valores y criterios que, aunque ya
antiguos en el exterior, sonaron como innovación semántica, conceptual y política para
Brasil. Conceptos como “derechos sociales”, “seguridad social”, “universalización”,
“equidad”, “descentralización político administrativa”, “control democrático”, “mínimos
sociales”, entre otros, pasaron, de hecho, a constituir categorías clave, que nortearon la
constitución de un nuevo padrón de política social a ser adoptado en el país.

Como se esperaba, tales innovaciones, aunque formales, asustaron los adeptos de la


ortodoxia liberal en Brasil, que ya se encontraban en franca ascensión en los países
centrales. Razón por la cual, estas innovaciones fueron el blanco de la “retórica

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intransigente del pensamiento reaccionario” que, según Hirschmann (1987), por falta de
argumentos consistentes abusa de exageración en sus análisis; de amenazas de hecatombe
en sus previsiones; y de ironía o burla43 en sus apreciaciones respecto del pensamiento
adversario.

De hecho, la Constitución Federal, desde su promulgación en 1988, fue rotulada por


las corrientes conservadoras nacionales, o de inviable por “remar contra la corriente”
neoliberal dominante, o de inconsecuente, por contener según las palabras de impacto de
Roberto Campos (1991), “propuestas suecas con recursos mozambiqueños”44.

Además, todos los gobiernos a partir de 1988, se sintieron maniatados por esta
Constitución y procuraron contornear esa dificultad prorrogando la aprobación de leyes que
reglamentaban los dispositivos constitucionales no automáticos o abusando de la edición de
Medidas Provisorias45, contando con la anuencia del Congreso Nacional.

En el área social, las nuevas directivas contenidas en la Constitución, preveían:


mayor responsabilidad del Estado en la regulación, financiamiento y provisión de políticas
sociales; universalización del acceso a beneficios y servicios; ampliación del carácter
distributivo de la seguridad social, como contrapunto del seguro social, de carácter
contributivo; control democrático ejercido por la sociedad sobre los actos y decisiones
estatales; redefinición de los niveles mínimos de valor para los beneficios sociales;
adopción de una concepción de derecho de todos a los “mínimos sociales”.

En la esfera laboral, el trabajador empleado fue objeto de una atención


constitucional significativa, a saber:

43 Al realizar una incursión en la llamada “retórica de la intransigencia” de la derecha, Hirschman


(1987), afirma que esta abusa de los argumentos, se apega a los mitos y a fórmulas interpretativas influyentes
y linsonjea sus autores. Además, la actitud irónica y burlona que adopta ante las propuestas de izquierda le ha
servido como componente esencial y altamente eficaz para la trasmisión reiterativa de sus ideas.
44 Cf. “Survey Brasil”, The Economist, England, december, 7th 1991.
45 Medidas provisorias normativas con fuerza de ley que de acuerdo con el art. 62 de la Constitución
federal, deberían ser adoptadas por el Presidente de la República apenas en caso de relevancia y urgencia.
Mientras tanto, este instituto jurídico está siendo utilizado abusivamente. Entre octubre de 1988 y enero de
2000 (Castro, 2000), “fueron editadas nada menos que 561 medidas originales y reeditadas 3.948 sobre
prácticamente todos los asuntos”. Algunas están en su 59ª edición, como la que trata de la vinculación entre
precios y salarios que complementa el Plan Real, lo que demuestra que este instituto en Brasil es utilizado de
forma muy permisiva.

131
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 reducción de la jornada semanal de trabajo de 48 para 44 horas;

 reducción de 6 horas para los turnos de rotación;

 vacaciones anuales remuneradas con más de 1/3 de salario;

 extensión del FGTS para todos los trabajadores;

 estabilidad en el empleo de los funcionarios públicos después de dos años de


contrato;

 licencia por paternidad;

 derechos iguales para todos los trabajadores (urbanos, rurales y domésticos);

 estipulación de 50% como valor mínimo de remuneración de horas extras de


trabajo;

 vinculación de las jubilaciones al salario mínimo, buscando la seguridad mínima


para los trabajadores inactivos;

 extensión a los jubilados de los beneficios concedidos a los trabajadores activos,


inclusive el 13° salario y los aumentos;

 aumento de 90 para 120 días el período de licencia para gestantes;

 elevación de la edad mínima para comenzar a trabajar de 12 para 14 años;

 reconocimiento del derecho de huelga y de la libertad y autonomía sindical;

 inclusión del seguro de desempleo como derecho de los trabajadores urbanos y


rurales;

 pago, en el ámbito del PIS — PASEP, de un abono anual de un salario mínimo a


los trabajadores con remuneración mensual de hasta dos salarios mínimos (antes el
abono anual del PIS — PASEP contemplaba a los trabajadores que hubiesen

132
133

recibido salarios mínimos durante el último año y fuesen registrados por un plazo
mínimo de 5 años) (Fagnani, 1996).

En otras áreas sociales, como en el caso de la educación, la Constitución de 1988


también contenía progresos. Afirmó el principio de universalización de la enseñanza
fundamental; previó el destino de recursos públicos para este nivel de enseñanza y para la
erradicación del analfabetismo; amplió de 13% para 18%, como mínimo, el porcentaje de
las Cuentas de la Unión a ser aplicadas en la educación; mantuvo la gratuidad de la
enseñanza pública en todos los niveles; transformó las guarderías en un servicio educativo
de particular importancia para preparar los niños con menos de 6 años para entrar en el
sistema escolar (Draibe, 1993).

Aunque fue en la esfera de la Seguridad Social que la Constitución Federal de 1988


avanzó más, a pesar de abarcar apenas tres políticas sociales: Salud, Asistencia Social con
carácter distributivo y la Previdencia Social con carácter contributivo.

Concebidas esas tres políticas, en una perspectiva de ciudadanía, como un conjunto


integrado de protección social pública, la Constitución introdujo, de hecho, tanto desde el
punto de vista conceptual, como de la estructura institucional, innovaciones en la
experiencia brasilera de bienestar. Además de considerar estas políticas como mecanismos
imprescindibles en la concretización de derechos, concibió un nuevo modelo de
financiamiento para el área, apoyado en un único fondo y presupuesto, y redefiniendo
beneficios y formas de organización pautados por el principio de la universalización
(Draibe, 1993).

En el ámbito de la salud, fue concebido un sistema único — el SUS — que,


operando en forma de red integrada, descentralizada y regionalizada, intentaba instituir en
Brasil la atención igualitaria para toda la población. En ese sentido el SUS puede ser
considerada la propuesta, que en el contexto de la Seguridad Social, incorporó con mayor
fidelidad el principio de la universalización de la cobertura de atención y que renegó de
forma enfática de la atención selectiva y elitista de las políticas sociales de extracción
neoliberal.

133
134

En la Previdencia Social, la iniciativa más democrática estuvo a cargo de la


igualación de los derechos de todos los trabajadores (urbanos, rurales y domésticos). Las
otras medidas dirigidas para el trabajador empleado, ya mencionadas, también expresan
avances significativos en la cobertura de la previdencia, que fueron acompañadas de
mejoras puntuales con relación a los trabajadores inactivos.

Con todo, fue en el terreno de la Asistencia Social que la Constitución Federal de


1988 se diferenció más de las Constituciones anteriores, al proponer un proyecto — que se
tornó revolucionario — de transformar en derecho aquello que siempre se tuvo como favor
y en reconocer los “desamparados” como titulares o sujetos de derechos (Pereira, 1998:
127). Para esto, rompió con la práctica asistencialista tan utilizada como objeto de
transacción populista o de patrullaje político, heredada de la era Vargas, y también con el
padrón eminentemente contributivo de la protección social.

Con base en esos cambios la política de asistencia tendría como incumbencia la


concreción — también descentralizada, democrática y cívica — de los derechos debidos a
determinados segmentos sociales (familia, gestante, infancia, adolescente, anciano,
portadores de deficiencia, desempleado con problemas de satisfacer sus necesidades
básicas), con objetivo de mejorar sus condiciones de vida y de ciudadanía.

Tal política, expresando la intención de enfrentar la pobreza absoluta, también


buscaría romper con el viejo preconcepto brasileño de que al pobre no se le debe dar
dinero porque no sabe como gastarlo, instituyendo de forma tardía una especie de política
de renta mínima o de mantenimiento de renta. En este sentido, desde 1993, la Ley Orgánica
de Asistencia Social (LOAS) prevé un beneficio mensual de un salario mínimo a todos los
ancianos con 70 años o más (con 67 años, a partir de 1998) y a personas portadoras de
deficiencia que no dispongan de medios para su propia subsistencia o no puedan ser
mantenidas por su familia — el beneficio de prestación continuada (BPC), que ya
mencionamos en la nota n°1 de pié de página de este libro.

Pero todos esos progresos constitucionales no prosperaron en la práctica, sino que


por el contrario, fueron objeto de una “contrarreforma conservadora” (Fagnani, 1996: 86)

 Sistema Único de Salud (N. del T.)

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iniciada en 1987, aún durante el gobierno de Sarney y reforzada a partir de 1990 en los
gobiernos de Collor (1990-1992) y de Fernando Henrique Cardoso (1995-2000).

Las clases propietarias y empresariales, así como sus portavoces intelectuales y


políticos — que vieron la mayor parte de sus pleitos liberales ser derrotados en la Asamblea
Constituyente (o Congreso Constituyente, como prefieren llamar algunos) — , no se dieron
por vencidas. Legitimadas por el creciente proceso de internacionalización de la economía,
pasaron a atacar los avances constitucionales que significaban mayor regulación estatal, al
mismo tiempo que clamaban por: desestatización, desreglamentación, económica y social,
privatización del patrimonio y de los servicios públicos y flexibilización del trabajo y de la
producción. Naturalmente, esas propuestas, encontraron resistencias por parte de los
sectores asalariados organizados y de sus aliados, transformando la Constitución en un
campo de batallas, en que las partes tenían poderes de fuego desiguales. Si, por un lado, las
elites propietarias y empresariales, con notable influencia en el gobierno, en la prensa, en la
clase media y en los círculos intelectuales y políticos conservadores, atacaban la
Constitución, por otro, los trabajadores, desempleados y sus aliados, con sus recursos
políticos, organizativos y estratégicos cada vez más desarticulados, así como sin poder de
presión ni penetración en los medios de comunicación de masas, resistían precariamente a
esos ataques.

No es por acaso que la obra de los reformadores progresistas que apostaba en la


transición democrática, en la ampliación de la ciudadanía y en el combate a las inequidades
socales por las vías legal y administrativa, fue suplantada por el imperativo programático
del gobierno de administrar la crisis y la inestabilidad macroeconómica que se agravaba.

En función de eso, se pueden enumerar las medidas contra reformistas adoptadas


entre 1987-1990:

 Retorno de la práctica asistencialista pulverizada y pasible de manipulación,


clientelismo y fisiologismo, como antiguamente, como por ejemplo, la
desarrollada por el Programa de Acción Comunitaria comandado por la Secretaria
Especial de Acción Comunitaria (SEAC), vinculada directamente a la Secretaria
de Planeamiento de la Presidencia de la República. Este topo de programas que

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136

tenían todo para generar oportunidades de participación directa de los beneficiarios


en la gestión y distribución de beneficios, mediante convenios con entidades
privadas, en la realidad, constituyeron un terreno fértil para la corrupción por falta
de transparencia y de control democrático efectivo.

 Paralización, discontinuidad, retroceso, extinción y olvido de varias conquistas o


propuestas reformistas, tales como: estancamiento del proyecto de reforma agraria,
inclusive con la extinción del Ministerio que lo llevaría a cabo (Ministerio de
Reforma Agraria); cierre del Banco nacional de Habitación (BNH), con
transferencia de sus funciones para la Caja Económica Federal, seguido del
archivo del proyecto de reforma del sistema financiero de habitación;
discontinuidad y parálisis decisoria en el campo del saneamiento y transporte
público; archivo de las directrices formuladas por la Comisión especial en el
campo de la educación y vaciamiento de las propuestas de reforma de las
relaciones laborales.

 Reducción presupuestal y desmonte institucional en al área social, atacando de


forma más severa los sectores de transporte público, alimentación y reforma
agraria.

 Franca oposición gubernamental a los avances constitucionales, inclusive usando


maniobras que buscaban retardar o dificultar la reglamentación de varios
dispositivos de la Ley Mayor o hasta el incumplimiento de esos dispositivos.
Según Azevedo (apud Fagnani, 1996: 88), el área más duramente atingida por esas
medidas fue el financiamiento de la Seguridad Social. En ésta, se detectaron por lo
menos dos graves distorsiones en el presupuesto de la Unión: “el pago de los
encargos previdenciarios de la Unión con recursos de la Seguridad Social; y la
retención, por parte del tesoro nacional, de los repases de las contribuciones que
financiaban la Seguridad (Finsocial, Contribuciones sobre el lucro, PIS/PASEP)”
(Fagnani, 1996 :88).

Permanecieron a salvo, relativamente, de la contra reforma conservadora, unas


pocas conquistas iniciales, como el seguro de desempleo, la libertad sindical, el desmonte

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de los “resquicios autoritarios” acumulados en los regímenes militares y la reforma del


sistema de previdencia de la salud que dio origen al Sistema Único y Descentralizado de
Salud (SUDS), después transformado en SUS (FIORI, 1991: 119).

En este contexto de crisis económica y, principalmente de regresión política, se


constituyeron las condiciones para la diseminación del ideario neoliberal en Brasil,
ayudando a consagrar en las urnas la victoria de un candidato al estilo mesiánico y
quijotesco cuya plataforma principal era combatir los “marajás46, los corruptos, las
secuelas sociales provenientes no de la desigualdad en la distribución de renta y de la
violencia del proceso de acumulación, sino de la ineficacia del estado” (Olivera, 1992: 47).

7.1.5. El período neoliberal

Este fue el período de la protección social brasilera que incorporó de forma más
enfática las determinaciones externas de cambios económicos y políticos.

Brasil también se tornó campo fértil para la diseminación del ideario neoliberal, en
el trillo de la intensificación mundial del proceso de globalización de la economía y de la
inclinación hacia la derecha de las políticas sociales, anteriormente de corte social
democrático. Para fortalecer esa ideología había no solamente cambios tecnológicos — que
alteraban significativamente el modelo de producción y regulación social hasta entonces
prevaleciente — debilidad estructural del paradigma keynesiano / beveridgiano / fordista de
producción y reproducción social, sino también la caída del socialismo real y el
debilitamiento de los partidos y organizaciones de izquierda.

La ideología neoliberal en ascensión, anclada en la tesis de que este nuevo escenario


no comportaba más la presencia excesiva del Estado, pasó, cada vez más, a avalizar
políticas de ingerencia privada. Lo que tuvo como resultado, para el proceso de protección
social, una alteración en la articulación entre Estado y sociedad promoviendo el

46 Denominación utilizada en Brasil para indicar personas que se valen de su influencia económica,
política o profesional para recibir, amparados en la ley, salarios elevadísimos (Nota a la edición en
castellano).

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rebajamiento de la calidad de vida y de ciudadanía para parcelas considerables de la


población del planeta.

En principio basados en el recetario del “Consenso de Washington”47, que en los


años 80 imponía una fuerte disciplina fiscal, control de la inflación y reducción drástica de
la presencia del Estado en la economía y en la sociedad, las políticas neoliberales en los
años 90 cambiaron de táctica. Además de liberación y desregulación como principios
básicos, ahora se proponían “reformas estructurales”, incluyendo la reestructuración
institucional.

En el sector financiero se intentó la reforma de este sistema — que en Brasil se dio


en 1988 —, como forma de evitar los problemas inicialmente creados por la incapacidad de
instituciones débiles llevar adelante la liberalización exigida. En esta reforma “fueron
promulgadas leyes para darles mayor independencia a los bancos y fortalecer los
reglamentos que afectaban los mercados de capital y los bancos” (Thorp, 1998: 240).

Además, se hicieron necesarias otras reformas como la estabilización de la


economía (adoptada en Brasil en 1986 y 1994), liberalización del comercio (adoptada en
Brasil en 1990), reforma tributaria (que está siendo tramitada en Brasil), privatización
(realizada en forma gradual y creciente en Brasil), reforma laboral (parcialmente adoptada
en Brasil) y reforma de la previdencia (en trámite en Brasil).

Otra tendencia del ajuste a la ofensiva neoliberal fue la integración regional, que
contradictoriamente resultó de la creciente integración económica global y de la
liberalización del comercio.

En América Latina, el acuerdo bilateral entre Brasil y Argentina de 1986, redundó


en la creación del MERCOSUR ( Mercado Común del Cono Sur), en 1991, constituido por
los siguientes países: Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay. Chile y Bolivia fueron
asociados en 1996 y 1997, respectivamente.

47 Término empleado por el economista inglés John Williamson durante la preparación de una
Conferencia organizada por el Insitute for International Economics (IIE), de Washington, diez años atrás (en
1989). Las privatizaciones, la abertura de la economía, la desregulación, el control de la inflación y del déficit
público eran parte de las recetas de esa conferencia (Folha de São Paulo, 1999).

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Para Brasil, en particular, la repercusión de la ofensiva neoliberal en sus diferentes


fases, puede ser sintetizada de la siguiente manera:

Entre 1990 y 1992, en un tour de force, tenemos la “era Collor” como fue llamada
por la prensa brasilera el efímero gobierno del primer presidente electo — Fernando Collor
de Mello, en 1982 —, luego de 29 años de las últimas elecciones directas, realizadas en
1960.

Como vimos, Collor fue catapultado al poder por el descalabro de la Nueva


república, haciendo uso de un discurso electoral de matiz social demócrata que luego se
mostró afinado y sumiso con el ideario neoliberal.

Así fue que de “amigo de los pobres” o de los “descamisados” y “perseguidor de las
elites económicas” o de los “marajás”, el presidente Collor, como dice Fiori (1991: 115),
transformó la política social no más en “prima pobre” de la política económica — como
sucedió en la historia republicana brasilera —, si no en “la Cenicienta”.

En efecto, fue fuerte la discrepancia entre su propuesta electoral y su práctica de


gobierno, como podemos ver a continuación:

A. Propuesta electoral (Fiori, 1991: 120)


 En el campo económico la propuesta apunta para:
a. a corto plazo, retomada del crecimiento con combate simultaneo de la inflación y
del desequilibrio fiscal;
b. a largo plazo, modernización económica con base en la desregulación del mercado;
 En el campo social la propuesta busca:
a. resarcimiento de la deuda social por medio del crecimiento económico;
b. mejora en la distribución de renta, por medio de la creación de empleo y del
aumento de los salarios reales;
c. mantener las políticas sociales compensatórias, redefiniendo sus prioridades y
formas de financiamiento;
d. descentralización de la gestión de políticas sociales;

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e. refuerzo del Estado como condición para recalificación de instrumentos y cuadros


de gestión del sistema social del gobierno y para el financiamiento de las políticas
sociales.
B. Práctica adoptada durante el periodo del Plano Collor
 En el campo económico se dieron (Olivera, 1992):
a. cambio de nombre de la moneda, que volvió a llamarse cruceiro;
b. reducción de solvencia por medio del secuestro y congelamiento de activos
financieros;
c. desindexación general, especialmente entre precios y salarios;
d. rebaja de los salarios;
e. privatización de empresas estatales;
f. abertura de la economía al capital;
g. suspensión de los incentivos fiscales, con excepción de los concedidos a la Zona
Franca de Manaus;
h. implantación de políticas fiscales y monetarias restrictivas.
 En el campo social se observa:
a. preservación y profundización de la fragmentación y descoordinación institucional.
Al contrario que el área económica, la social fue desmembrada del punto de vista
de su organización y de sus competencias. “La previdencia pasó al Ministerio de
Trabajo, mientras que el INAMPS pasó para el Ministerios de Salud, que
enseguida se encargaría del Proyecto Nuestra Gente — CIACS. La educación
quedó como estaba y sin el control de la Secretaria de Ciencia y Tecnología y,
finalmente, el nuevo Ministerio de Acción Social concentró la política de
saneamiento, habitación popular y promoción social, pero sin control de las
fuentes de financiamiento que quedaron en manos del Ministerio de Trabajo y
Previdencia Social (MTPS) y de la Caja Económica Federal, perteneciente al
Ministerio de Economía” (Fiori, 1991: 124);
b. despido de 360 mil funcionarios públicos conforme a las metas de la reforma
administrativa, que integraba una pretendida reforma de Estado;
c. oposición sistemática a la consolidación de nuevos derechos constitucionales;
d. rescate del asistencialismo, del clientelismo y del populismo;

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e. explícito rechazo del padrón de seguridad social previsto en la Constitución Federal


de 1988. En este sentido, el gobierno reiteró la tentativa de la administración
anterior de desvincular los beneficios de la previdencia y de la asistencia social del
valor del salario mínimo; intentó no aprobar los planos de beneficios y la
organización de los costos de la seguridad social; vetó integralmente el proyecto
de ley que reglamentaba la asistencia social; y retuvo durante varios meses la
concesión de beneficios de previdencia;
f. selectividad y focalización de las políticas sociales, a partir de 1991.

Para alcanzar sus objetivos, el gobierno Collor no vaciló en lanzar mano a Medidas
Provisorias, alegando emergencia ante el cuadro inflacionario y las dificultades fiscales
crecientes. Además, propuso anticipar la revisión de la Constitución Federal (prevista para
cinco años después de su promulgación), por juzgarla inflacionaria.

Los proyectos de Collor fueron inviables por la persistencia de la inflación y la


frenética práctica de corrupción que caracterizó su gobierno, llevándolo a la destitución de
la Presidencia de la República en 1992. Asimismo, el gobierno Collor es recordado como el
“moderno” precursor del desmonte del modelo nacional desarrollista “desfasado”
(tributario de la era Vargas) y de la internacionalización de la economía brasilera, aunque
eso haya creado más crisis social y política que verdadera modernización administrativa. Al
final, fue Collor el primero en adoptar medidas liberalizadoras de integración de la
economía nacional con la internacional, tales como: suspensión de las barreras impositivas
para compras en el exterior y para importaciones; desregulación de las actividades
económicas; privatización de las empresas estatales e integración regional (Sallum Jr.,
1999: 27-28).

En 1993, a partir del impeachment de Collor, asume, con cierta inseguridad48, la


presidencia de la República el vise presidente Itamar Franco. Además del descalabro
gubernamental dejado por su antecesor, Itamar se deparó con un escenario de estagnación y
destrucción del sistema de protección social construido desde los años 30. Junto a la
inexistencia de reformas sustantivas en el campo social, habían recrudecido vicios político

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administrativos del pasado, supuestamente atacados y superados por la Constitución de


1988, acompañados de prácticas inmorales e ilícitas abominables. Son ejemplos
emblemáticos de esta tendencia: desarticulación, fragmentación y pulverización de
recursos; fuerte reducción del gasto social federal; desarticulación de las redes de servicios
sociales, como resultado indirecto de la “reforma” administrativa del gobierno y como
consecuencia directa de los cortes de programas sociales, particularmente en el campo de la
asistencia social (como los programas de alimentación y nutrición vigentes hasta 1990, con
excepción de la merienda escolar y del Programa de Alimentación del Trabajador) (Draibe,
1998: 22); retorno del clientelismo y del fisiologismo; corrupción, vaciamiento del proyecto
del SUS; retención de los beneficios de la previdencia; veto de la Ley Orgánica de la
Asistencia Social; falta de apoyo gubernamental para la descentralización de políticas
públicas; ausencia de acompañamiento y control oficial para la ejecución física y financiera
de políticas sociales, como educación, habitación, asistencia social etc. ; centralización de
las decisiones en la esfera federal.

Con ese legado, sumado a la falta de un proyecto político consistente, el gobierno de


Itamar franco tuvo pocas contribuciones para mejorar las condiciones sociales de la nación.

En la esfera económica, su mayor realización fue el control de la inflación a través


del Plan Real, que al adoptar una nueva moneda — el real —, fijó artificialmente su precio
de cambio en relación con el dólar. Controlada la inflación y estabilizados los precios, así
como la capacidad de consumo, la renta de los más pobres mejoró en las regiones
metropolitanas, aunque más tarde, esa mejora se deteriorase por el aumento de los
impuestos embutidos en las compras a plazo de los que se valió el Plan Real. El artífice de
ese plano, Fernando Henrique Cardoso, entonces Ministro de Hacienda, se tornó candidato
del gobierno de Itamar para las elecciones presidenciales de 1994, de las que salió
victorioso.

Entre los efectos sociales, merecen destaque las ingerencias oficiales en la


Seguridad Social, como la aprobación en diciembre de 1993 de la Ley Orgánica de
Asistencia Social (LOAS), postergada por cinco años, y la liberación de recursos para la

48 Itamar Franco no quería asumir inmediatamente la Presidencia de la República cuando el cargo

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previdencia, retenidos por el gobierno de Collor. Aunque, estos dos efectos fueron
motivados por presiones externas y no siempre surtieron efectos positivos.

En el primer caso, la decisión gubernamental de, finalmente sancionar la LOAS,


tuvo como inductores por un lado, las gestiones del Ministerio Público — que amenazó con
promover una acción de inconstitucionalidad por omisión contra el jefe del ejecutivo
federal — y por otro, los escándalos divulgados por la Comisión Parlamentar de
Investigaciones (CPI) sobre el Presupuesto, referentes a los criminosos desvíos de dinero
público del área de asistencia social para la esfera privada. Con la aprobación de la LOAS,
los Beneficios de Prestación Continuada que pasaron a caracterizar la política de renta
mínima prevista en la Constitución Federal de 1988, pudieron ser implementados, aunque
en detrimento de la vigencia de un beneficio anterior que era más generoso — Renta
Mensual Vitalicia —, a cargo de la Previdencia Social49.

En el segundo caso, el gobierno cumplió la determinación del Supremo Tribunal


Federal, que había expedido la sentencia judicial durante el gobierno de Collor, exigiendo
el reajuste de 147% de los beneficios de la previdencia para los jubilados. Pero, para arcar
con ese gasto el gobierno utilizó casi íntegramente “las fuentes de financiamiento de la
Seguridad para la cobertura de los beneficios de la previdencia”, que, si por un lado, agradó
momentáneamente a la opinión pública, por otro, “comprometió estructuralmente la
implantación del SUS, objetivo privilegiado del ataque neoliberal, y provocó una crisis de
coyuntura sin precedentes en el sector” (Fagnani, 1996: 91).

También en el área social, hay que mencionar que Itamar Franco readmitió los
funcionarios públicos despedidos por Collor e implantó en 1993, el Plan de Combate al
Hambre y a la Miseria por la Vida (PCFMV), que se basó en la colaboración entre gobierno

quedó vacante e intentó solicitar un plazo al Congreso Nacional que no tuvo andamiento.
49 La Renta Mensual Vitalicia era un beneficio de la previdencia que consistía en una transferencia
de renta para mayores de 70 años e inválidos necesitados, instituido por la ley n° 6.179 del 11 de diciembre de
1974. Aunque la ley citada no utilice el término renta mensual, el beneficio otorgado fue conocido por ese
nombre. Inicialmente su valor correspondía a la mitad del mayor salario mínimo vigente en el país, no
pudiendo ultrapasar el 60% del valor del salario mínimo del local de pago. En 1991, el valor del beneficio
aumentó para un salario mínimo por fuerza del art. 5° de la Constitución Federal, que establece la
equiparación del valor de todo beneficio de previdencia al valor del salario mínimo. Este beneficio se
extinguió en 1993 con la aprobación de la LOAS y con la institución del beneficio de Prestación Continuada
(BPC), a cargo de la Asistencia Social.

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y sociedad, y estuvo pautado en tres principios claves: la solidaridad privada, la asociación


entre Estado, mercado y sociedad, y la descentralización de la provisión social. Este plan,
tenía como órgano coordinador un Consejo Consultivo, de composición mixta
(gubernamental y no gubernamental, en que prevalecía esta última) — el CONSEAS —
cuyo mentor intelectual fue el sociólogo Hebert de Souza, “Betinho”, como era conocido
nacionalmente. Quien, apostando en la fuerza de la solidariedad de la sociedad y en la
disposición que tradicionalmente esta mostró a los llamados altruistas, coordinó con
reconocida legitimidad una campaña nacional voluntaria de combate al hambre y a la
miseria en Brasil.

A pesar de todo, como era previsible, el PCFMV tuvo una vida breve. Sus impactos
mobilizadores no fueron (ni podrían ser) suficientes para alcanzar sus complejos objetivos.
Indecisiones institucionales, financieras y logísticas se impusieron rápidamente, volviendo
inviable el suceso de la campaña. Sin el compromiso decisivo del Estado, problemas como
“limitaciones de presupuesto”, “fragilidad y desarticulación institucional”,”corrupción y
clientelismo”, aliados al “voluntarismo” de la sociedad, vaciaron en la práctica, el discurso
de solidaridad, de asociación y de descentralización, que constituían la idea fuerza de este
plan. De los tres principios, apenas el último dejó un humilde legado: la descentralización
de la merienda escolar.

Con el fin del gobierno de Itamar Franco, fue electo presidente de la República, para
el período 1995-1999, Fernando Henrique Cardoso (FHC), que tuvo como bandera
principal de su campaña la continuidad de la estabilidad macroeconómica — iniciada bajo
su comando en el gobierno anterior — y la realización de reformas a la Constitución
Federal vigente. Además tenía como metas declaradas la consolidación de la democracia —
culminando el proceso de transición democrática iniciado en 1985 — y la superación de la
era Vargas o del desarrollismo nacional, que estaba, desde su punto de vista, sobrecargado
de un fuerte intervensionismo estatal. Para eso, preservó y dio nuevo impulso al
reformismo liberal desencadenado durante el gobierno Collor, pero, sin largar su símbolo
principal de prestigio y de poder hegemónico, adquirido con antecedencia a su elección: la
estabilización de la moneda.

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Durante su primer mandato — ya que fue reelecto en 1998 — FHC mostró que
había abrazado (aunque lo negara) el ideario neoliberal en su versión más ortodoxa o
fundamentalista, eligiendo como objetivos principales de gobierno la reducción de la
participación del estado en las actividades económicas y la desregulación del mercado. En
esa perspectiva, el Estado no tendría más funciones empresariales, cediendo lugar al
mercado, ni asumiría el papel de proveedor social, dando lugar a la iniciativa privada
mercantil y no mercantil. Además, el país debería ser abierto al capital extranjero,
integrándose al sistema económico mundial.

Estas posturas, evidentemente, se chocaban con los preceptos constitucionales, que


no libraban al Estado de su papel regulador y proveedor. Aunque esos choques no
representaron contratiempos para los propósitos liberalizantes del gobierno, que consiguió
aprobar en el Congreso, en el que tenía mayoría, proyectos de reforma constitucional.
Fueron aprobados, casi integralmente, proyectos que perseguían (Sallum Jr., 1999: 32) a) el
“fin de la discriminación constitucional con relación a empresas de capital extranjero; b) la
transferencia para la Unión del monopolio de la explotación, refinamiento y transporte del
petróleo y del gas, que antes detenía la PETROBRÀS, y que se tornó concesionaria del
Estado (con pequeñas regalías con relación a las demás concesionarias privadas); c) dar
autorización al Estado para conceder el derecho a las empresas privadas de explotar todos
los servicios de telecomunicaciones (teléfono fijo y móvil, explotación de satélites etc.) que
antes eran monopolio de las empresas públicas”. Además de eso, también consiguió
aprobar en el Congreso la “ley complementar de regulación de las concesiones y servicios
públicos para la iniciativa privada, ya autorizada por la Constitución (electricidad,
ferrocarriles, carreteras etc.)”, así como una “ley de protección a la propiedad industrial y a
los derechos de autor en los moldes recomendados por el GATT”, preservando, aún, “el
programa de apertura comercial que ya había sido implementado”. Calcado en la
legislación preexistente y en las reformas constitucionales promovidas desde 1995, este
gobierno ejecutó, también, con desenvoltura y suceso “un enorme programa de
privatizaciones y ventas de concesiones, tanto en el ámbito federal como estadual”.

De esta forma se instauraban los cimientos de un proyecto político, de orientación


radicalmente neoliberal, que iría a caracterizar un nuevo estilo de gestión pública para el

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país y a conformar un nuevo bloque hegemónico, cada vez más amplio y constituido,
inclusive con cuadros que antes pertenecían a la izquierda, como era el caso del presidente.
Pero ese bloque, como cualquier otro no era monolítico. En su interior existían divergencias
que dejaban entrever por lo menos dos posibilidades referentes a la dirección neoliberal que
debería ser adoptada por el gobierno: una, más radical o fundamentalista (al estilo de
Hayek) y, otra, más amena, con preocupaciones sociales (al estilo de Rawls). Como resulta
obvio, la preferencia del gobierno, al menos en principio, recayó sobre la primer posición
en la medida en que lo más importante era la estabilización rápida de los precios y la
defensa del Plan Real, aunque eso tuviera implicaciones (como las tuvo) en la recesión y en
el desempleo.

Privilegiando abiertamente las prioridades citadas, el gobierno consiguió, de hecho,


poner fin a la hiperinflación y a la desestabilización de los precios, pero a un alto costo
social. Pues, la obstinación por mantener intocado el trípode que sustentaba el Plan Real50
— atracción de capitales externos, cambio sobrevaluado y tasas de interés altas —
contribuyó para que esa obstinación (posteriormente aliada a la meta de ajuste económico
impuesta por el FMI) aumentase la deuda pública y la desaceleración del crecimiento.
Según Mercadante (2000), durante los dos períodos de gobierno de FHC “la economía
creció muy poco: una media de 2,33% anuales, menos que los 2,93% anuales de la llamada
década perdida y mucho menos que los 7,32 anuales del período de auge (1950/79) del tan
abominable nacional desarrollismo”.

50 De forma detallada, las siguientes fueron las medidas complementares creadas por FHC en
defensa del Plan Real: “a) mantenimiento del cambio sobrevaluado con relación al dólar y otras monedas, de
forma a estabilizar los precios internos y presionarlos a bajar a través del estímulo a la competencia
consecuencia de la baja de precios de las importaciones; b) preservación y en lo posible ampliación de la
‘abertura comercial’ para reforzar el papel del cambio apreciado en la reducción de los precios de las
importaciones; c) la rebaja de las divisas y abertura comercial permitirían la rápida renovación del parque
industrial instalado y mayor competitividad en las exportaciones; d) política de altos intereses, tanto para
atraer el capital extranjero – mantener un buen nivel en las reservas de cambio y financiar el déficit en las
transacciones de Brasil con el exterior, como para reducir el nivel de actividades económicas internas –
evitando así, que el crecimiento de las importaciones provocase un desequilibrio mayor en las cuentas
externas; e) realización de un ajuste fiscal progresivo, a medio plazo, basado en la recuperación de la carga
tributaria, en el control progresivo de los gastos públicos y en reformas estructurales (previdencia,
administrativa y tributaria) que equilibrasen ‘definitivamente’ las cuentas públicas; f) no ofrecer estímulos
directos para actividades económicas específicas, lo que significa condenar las políticas industriales
sectoriales y como mucho, permitir estímulos horizontales a actividades económicas – exportaciones,
pequeñas empresas etc., mientras el estado debía concentrarse en la preservación de la competencia a través
de la regulación y fiscalización de las actividades productivas, principalmente de los servicios públicos (no
estatales)” (Sallum Jr., 1999: 33).

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Es patente, que el gobierno FHC eligió la política monetaria como primera


prioridad, descuidando, durante todo su mandato, las políticas propiamente económicas y,
principalmente, las sociales. En 1995, ya era oficialmente denunciado el descaso con los
temas sociales. En ese año, el Informe del Tribunal de Cuentas de la Unión (TCU), basado
en el análisis de las acciones y de las cuentas del gobierno, señaló que los gastos
gubernamentales con el combate a la pobreza, con inversiones en educación y con el
programa de reforma agraria, eran menores que en 1994, durante el gobierno Itamar.
Efectivamente, ya en el inicio del gobierno FHC se percibían las reducciones substanciales
en esas cuentas, como un indicador fuerte de que el área social, prioritaria en el discurso de
la campaña electoral51, no tendría lugar (como no tuvo).

El gobierno, creyendo que la estabilidad creada por el Plan Real y las tasas elevadas
de interés constituían condiciones eficientes para atraer capitales extranjeros, ampliamente
disponibles en el mercado mundial, apostó decididamente en es táctica, con la esperanza de
que funcionase como prerrequisito posible al ajuste del sistema económico con bases
productivas. Pero eso no sucedió.

La ortodoxia neoliberal del gobierno de FHC quedó rehén de sus propias


previsiones optimistas con relación al comportamiento del mercado financiero mundial y de
las empresas multinacionales con sede en el país. El capital financiero, como sabemos, es
altamente volátil, lábil y sensible a cualquier alteración en el equilibrio de la balanza
comercial y de servicios de los países anfitriones. Desde el primer mandato de FHC hubo
desequilibrios en las cuentas externas, que exigieron cantidades cada vez mayores de
dólares para pagar gastos con importaciones y con servicios contratados en el exterior. “El
crecimiento exponencial de las remesas de lucros (que aumentaron 92% entre 1994 y 1999)
y de los gastos con intereses relacionados al creciente endeudamiento externo (la deuda
externa creció 62% en el mismo período)” (Mercadante, 2000) tornaba la economía
vulnerable a las presiones de los inversionistas internacionales, que, cada vez más, retiraban
sus aplicaciones. Las empresas multinacionales, a su vez, acostumbran a adaptarse a las
condiciones más favorables. Y con el cambio sobrevaluado, les era más ventajoso importar

51 En ese discurso, las prioridades sociales – así como los dedos de la mano – eran cinco: salud,
educación, empleo, agricultura y seguridad.

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que producir internamente, lo que contribuyó para desencadenar el proceso de


desindustrialización en el país y, en consecuencia, aumentar el desempleo. Sin mencionar
las dificultades enfrentadas por las empresas nacionales para competir con los productos
importados, llegando muchas de ellas a la quiebra.

Para contener la desconfianza de los inversionistas privados internacionales y la


fuga de capitales extranjeros (porque al final era eso lo que importaba), entre el segundo
trimestre de 1995 y finales de 1998, el gobierno tomó diversas medidas compensatorias. Su
foco privilegiado no era más el combate a la inflación, que según Singer (1999: 34), motivó
el Plan Real, sino la “vulnerabilidad de la economía a los movimientos de capitales”, que
pasó a exigir medidas menos fundamentalistas, como flexibilización de la política
cambiaria y disminución de las tasas de interés. Que, mismo no propiciando una caída
significativa de la inflación, podría evitar graves turbulencias y desequilibrios en la
economía externa.

Esa reorientación no significó que el gobierno hubiese abdicado de la ortodoxia


neoliberal. Las medidas complementares adoptadas continuaban subordinadas a esa
ortodoxia. De tal forma que se estrecharon los lazos con el FMI, pidiéndole préstamos y
siguiendo estrictamente sus recetas52, exacerbando, aún más, la política anticrecimento y
desregulacionista de la legislación laboral y de las actividades empresariales. Son parte de
esta política el desmonte de los derechos sociales sacramentados en la legislación laboral, el
desmoronamiento del patrimonio público, a través de un proceso amplio de privatizaciones
y la retirada del apoyo estatal a “importantes sectores productivos, como la agricultura”
(Mercadante, 2000).

Esa tendencia se tornó más evidente en el último año del primer mandato de FHC,
en ocasión de los choques externos desencadenados en 1994 por la crisis mejicana y
agudizados en 1997 por la crisis asiática y en 1998, por la moratoria Rusa, que hicieron
sentir los ataques especulativos (fugas de divisas) tendientes a desvalorizar la moneda
nacional. Como forma de reaccionar, el gobierno centró los esfuerzos en mantener la

52 Las recetas del FMI consisten, básicamente, en el desarrollo autosustentado, equilibrio en el gasto
público y recaudación, permanente combate a la inflación y en el principio de las políticas sociales
minimalistas o focalizadas en la pobreza extrema.

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estabilidad del Real, elevando los intereses de sobre manera para mantener la economía
interna desactivada y el equilibrio externo bajo control. Reacción adoptada recurrentemente
hasta el ataque externo decisivo contra el real, en enero de 1999 (durante el segundo
mandato de FHC), ante el cual el gobierno tuvo que capitular: dejó el cambio fluctuante y
desvalorizó el real.

Cabe registrar, también, que junto a la preocupación con la estabilidad de la


moneda, FHC tenía otra prioridad — personal y política —, que asoció hábilmente a la
garantía de suceso a largo plazo del Plan Real. Era su reelección para presidente de la
República, que le exigió, durante todo el primer mandato, un intenso envolvimiento
personal y articulaciones políticas poco edificantes (al estilo de Sarney), para aprobar en el
Congreso Nacional su pretensión. Evidentemente, eso contribuyó para desviar la atención
del gobierno de los problemas económicos y sociales que se fueron acumulando.

Para no decir que el área social quedó totalmente el margen de la atención


gubernamental, cabe mencionar el Programa Comunidad Solidaria, creado el día de la
primer pose del presidente FHC, por Medida Provisoria (MP 813/95), como estrategia de
combate a la pobreza. Este programa, al mismo tiempo de querer reeditar el controvertido
PCFMV del gobierno anterior, se sobrepuso a la nueva concepción de asistencia social
preconizada por la Constitución y reglamentada por la LOAS, volviéndose redundante,
cuando no atemporal. Irónicamente, el Comunidad Solidaria acabó por reeditar acciones
asistencialistas de la Legión Brasilera de Asistencia, fruto de la era Vargas, tan abominadas
por el gobierno y, lo que es aún peor, desconsideró determinaciones constitucionales.

En el medio de una conturbada política de ajuste fiscal, la preocupación


gubernamental obsesiva por contener el déficit público y el equilibrio presupuestal,
deterioró cualitativa y cuantitativamente el sistema de protección social construido en
Brasil a duras penas desde los años 30.

Hoy, aproximadamente 24 millones de trabajadores brasileños están al margen del


mercado formal de trabajo y cerca de 10 millones de brasileños se quedan desempleados.
Políticas sociales básicas como salud y educación están perdiendo aceleradamente su
carácter universal y su finalidad pública. La situación de los salarios, especialmente del

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salario mínimo es calamitosa. Hace seis años que los servidores públicos no reciben
aumento y el salario mínimo continúa desajustado. Las justificativas que el gobierno alega
para mantener el salario mínimo tan bajo (desequilibrio de cuentas de la Previdencia,
activación del consumo, aumento de la inflación etc.) solo sirvieron para confirmar su
reluctancia para combatir la pobreza. Paralelamente, la tan propalada redistribución de
renta de la fase inicial del Plano real, perdió solidez. “El rendimiento medio de las personas
ocupadas viene cayendo a un ritmo creciente desde 1997; entre 1996 y 1998, mientras el
total de ocupados aumentó apenas 3% (datos de PNAD), el número de personas ocupadas
con rendimientos iguales o inferiores a un salario mínimo aumentó casi 13% y aquellos con
remuneración superior a diez salarios mínimos tuvieron una disminución próxima a los
18%. O sea, hay un claro desplazamiento de los trabajadores ocupados para los niveles más
bajos de remuneración” (Mercadante, 2000).

Para agravar esa situación, Estados y municipios, que podrían prestar servicios
sociales públicos de manera más ágil — valiéndose para ese fin de la autonomía que la
Constitución les confiere — están obligados, en nombre de la defensa del Plano Real, del
ajuste fiscal y del equilibrio macroeconómico, a amortizar sus deudas con la Unión,
mediante acuerdos que comprometen entre el 10% y el 15% de sus ingresos líquidos
(Singer, 1999: 39). Asimismo, varios Estados y municipios crearon, de manera autónoma,
programas de renta mínima, con carácter condicional, vinculados a la obligación de que las
familias pobres mantengan sus hijos en la escuela.

Siguiendo esa tendencia (hasta porque tiene raíces liberales), el gobierno federal,
previendo la reelección, también creó su programa de renta mínima en diciembre de 1997,
vinculándolo del mismo modo a la obligatoriedad de la escuela, para retirar de las calles y
“de la práctica condenable del trabajo infantil”, los niños pobres, especialmente en el medio
rural. Pero, de la misma manera que pasó con el Comunidad Solidaria, este programa se
superpuso a sus congéneres ya implantados por Estados y municipios53 y, principalmente,

53 El primer programa de renta mínima en Brasil, fue adoptado en Campinas (SP) en 1994. Desde
ese momento este programa, con la misma denominación u otra y con diferentes criterios de elegibilidad, ha
sido implantado o se estudia la posibilidad, en una decena de Estados y en más de cincuenta municipios.

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al proyecto del Senador Eduardo Suplicy54 del Partido de los Trabajadores (PT-SP), en
tramitación en el Congreso Nacional desde 1991. Además, el programa referido se reveló
altamente selectivo, tanto con relación a los destinatarios como con relación a los gastos
previstos, porque redujo el número de municipios a atender y el monto de recursos a
emplear. Se trata, como expresa un reportaje del diario Folha de São Paulo (1998b), de un
programa de “renta mínima” en el cual los recursos también son “mínimos” y, en
consecuencia, añadimos, mínimos o perversos serán sus resultados. Si no, veamos,
tomando como base el reportaje citado: mientras que el proyecto de Suplicy preveía un
volumen de recursos en el orden de los 3 billones para atender siete millones de familias
pobres durante cinco años, a partir de la aprobación del proyecto, el gobierno federal planeó
gastar como máximo 50% del programa, dejando el resto por cuenta de los municipios
elegidos para este fin, o sea, para aquellos municipios pobres que tuvieran ingresos
tributarios por habitante y renta familiar por habitante inferiores a la media del Estado.
Ahora bien, como en 1999 el gobierno previó gastar apenas R$ 200 millones, eso significa
que si se atiene al valor mínimo del beneficio, que es de R$ 15,00 55, atendería como
máximo 2,2 millones de familias (en un total de 10,3 millones) con renta per cápita inferior
a medio salario mínimo (exigencia del programa). Eso si el municipio arca con el 50% del
valor. En el caso contrario, el programa se volverá más restrictivo, lo que desde nuestro
punto de vista, funcionaría como una “armadilla de la pobreza”.

Con vistas a la reelección, FHC también presentó, en setiembre de 1998, las metas
de su segundo programa de gobierno, hasta 2002. En el lanzamiento del programa admitió
que la miseria en Brasil “es motivo de vergüenza e indignación”, proponiéndose a
combatirla rescatando las más de cinco millones de familias que se encuentran en la

54 El proyecto de Suplicy fue apoyado por el Senado el 16 de setiembre de 1991. Para ser
sancionado por el Presidente de la república debería pasar por la apreciación de la Cámara de Diputados. Pero
en esta el proyecto estuvo desde 1992 hasta 1996 en la Comisión de Finanzas y Tributaciones y fue sustituido
por otro texto de autoría del relator Germano Rigotto. A esa altura, otro proyecto semejante, del Diputado
Nelson Marchezan, fue tramitado en la Cámara y volvió para el Senado y como informe del Senador Lúcio
Alcántara (PSDB-CE) fue finalmente aprobado en la Cámara y sancionado por el Presidente de la República.
55 “El cálculo del beneficio será realizado tomando como base una fórmula que considera el número
total de dependientes menores de 14 años, inclusive los que no están en edad escolar. Para saber cuánto podrá
ganar una familia se deberá multiplicar el número de niños entre 0 y 14 años por R$15,50 y al resultado
restarle la mitad de la renta per capita familiar. Una familia de seis personas (con cuatro niños) y con ingresos
totales de R$ 300,00 (R$ 50,00 per capita) por ejemplo, tendrá derecho a una ayuda de R$ 35,00 (Folha de
São Paulo, 1997).

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indigencia, a través de medidas de emergencia genéricas como: “garantía de estoque de


alimentos de emergencia para situaciones de calamidad, distribución de canastas básicas en
los focos de hambre agudos (...) y programas de alimentación asociados a acciones de salud
dirigidos a la erradicación de la desnutrición en niños menores de dos años” (Folha de São
Paulo, 1998a; 1998b).

Asimismo, propuso continuar con los programas de transferencia de renta, ya


implantados en el país, como el Beneficio de Prestación Continuada (BPC) para ancianos y
personas portadoras de deficiencia, regidos por la LOAS, el seguro de desempleo y la renta
mínima para familias pobres asumidas por los municipios.

Con relación a la reforma agraria — una demanda exhaustivamente colocada en la


agenda pública por parte del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST) durante
todo el primer mandato de FHC —, el programa de gobierno para el segundo mandato
expresa de forma genérica una política de tierras, con el título de “Un Nuevo Mundo
Rural”, sin establecer metas para asentamientos (Folha de São Paulo, 1998b). En lugar de
eso el documento se remite a acciones ya realizadas en el medio rural, como el Programa
de Fortalecimiento de la Agricultura Familiar (PRONAF) y la distribución de cerca de 38
millones de canastas básicas, en áreas de sequías, en 1998.

Entre otras realizaciones del primer mandato, el documento resalta también 35


millones de porciones servidas diariamente a los alumnos de escuelas primarias, mediante
el programa de merienda escolar, y 8 millones de personas atendidas mensualmente por el
Programa de Alimentación del Trabajador.

Una vez reelecto, FHC continuó prisionero de su política de estabilización, que


nuevamente lo condujo al poder, siendo incapaz de formular una agenda dirigida a
superarla o a construir una propuesta de desarrollo libre del fundamentalismo neoliberal.

Es desalentadora la persistencia de enormes problemas, no enfrentados en su primer


mandato. El agravamiento del desempleo y de la pobreza son la mejor ilustración de la
inercia gubernamental. No en vano, los estudios internacionales muestran que Brasil paga
uno de los peores salarios mínimos del mundo y no invierte en escolaridad ni en

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calificación de la mano de obra (Informe Anual del World Economic Forum, apud Barbosa
2000). Además, paradójicamente, no existen políticas de satisfacción de necesidades
básicas, fundamentándose en el credo liberal de que las personas deben proveerse a sí
mismas por medio del trabajo, a pesar de que el gobierno no implemente políticas de
mejora de la calidad y de la cantidad de puestos de trabajo..

No solamente la inercia caracteriza la relación del gobierno FHC con los problemas
económicos y sociales del país. Esta relación contiene muchas veces, acciones que
demuestran cuanto el gobierno continua empeñado prioritariamente en proteger el capital
(especialmente el extranjero) a costa del trabajo, sea rebajando el poder de compra y de
consumo del trabajador, sea acabando con los derechos sociales que lo protegían de la
inseguridad social y de los caprichos del Estado y del Mercado.

Dos actitudes gubernamentales recientes muestran esa disposición. La primera,


trata de establecer el valor al nuevo salario mínimo, divulgado en abril del 2000 y aprobado
por el Congreso Nacional en octubre del mismo año. El aumento de apenas 11% respecto al
salario anterior, pasando de R$ 136,00 para R$ 151,00, desagradó inclusive a parlamentares
del gobierno que querían estipular el nuevo salario mínimo en US$ 100, o R$ 177,00. Para
no crear problemas con sus aliados, el presidente de la República adoptó una solución
inédita en Brasil: decidió dejar en manos de los Estados de la Federación la libertad de
ultrapasar el salario mínimo nacional, a través de pisos diferenciados. De esa forma, el
Ejecutivo federal acabó separando el piso del pago de la Previdencia Social del que podrá
ser adoptado por el resto de la economía, contraponiéndose en ese acto con la tendencia
internacional que estipula un salario base para todos los trabajadores, buscando aumentar su
poder de compra.

Por lo tanto, el Brasil del segundo gobierno FHC, adoptó un salario mínimo que no
acompaña ni siquiera los niveles salariales de sus socios del MERCOSUL, porque en
Argentina el mínimo equivale a R$ 376,00, en Uruguay a R$ 338,00 y en Paraguay a R$
263,00.

Como medio para persuadir los parlamentares que amenazaban en no votar su


propuesta, el gobierno realizó un acuerdo por el cual volvería a fijar un nuevo valor para el

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salario mínimo (sin explicitar cual), entre enero y abril de 2001, pero con la condición de
que tienen que ser cumplidas las metas fiscales del gobierno.

Otra actitud fue la reciente presentación por parte del gobierno de un proyecto de
flexibilización de la legislación laboral, por el cual los derechos de los trabajadores
garantidos por la Constitución de 1998 (salario mínimo, Fondo de Garantía por Tiempo de
Servicio, seguro de desempleo, vacaciones anuales, aguinaldo, jubilación, licencia por
maternidad etc.) serian flexibilizados (léase: desmantelados), ante el imperativo de bajar los
costos de contratación de mano de obra. Esto, indefectiblemente, conducirá a una mayor
degradación de las condiciones de vida de los trabajadores y a un aumento de la
precariedad del trabajo y de la seguridad social, que ya están debilitados.

De lo expuesto se desprende que el gobierno FHC, en vez de convertirse en una


referencia innovadora, progresista y democrática, como siempre dio a entender que sería,
representa lo opuesto a eso. La agenda de reformas de los años 90, iniciada en el gobierno
de Collor y apoyada de forma radical por FHC, se caracteriza exactamente como una
ruptura con las propuestas progresistas de los años 80, tributarias de la Constitución Federal
de 1988.

Existen, por lo tanto, razones fundadas para creer que en este gobierno, Brasil
asistió no solamente a la destrucción del legado de conquistas institucionales, económicas y
sociales, construido entre los años 30 y 80, sino también a demostraciones flagrantes de la
idiosincrasia gubernamental para con los trabajadores y los más pobres. Es evidente que se
trata de un gobierno antisocial que adhirió al ala más fundamentalista del neoliberalismo,
sin ni siquiera preocuparse con la garantía de un mínimo de protección social, admitido
hasta por el mismo Hayek (el padre del neoliberalismo ortodoxo), en casos de pobreza
crítica.

El número reducido de ancianos (cerca de 16% de la demanda prevista) y de


personas portadoras de deficiencia (casi 22% del mismo tipo de demanda) (Calsing, apud
Stein, 1999; Ferreira, 1999) que reciben mensualmente un beneficio monetario equivalente
a un salario mínimo (Beneficio de Prestación Continuada — BPC —, previsto en el art. 20

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de la LOAS) ha sido cada vez más sometido a criterios de elegibilidad rigurosos 56 — que
reeditan en Brasil el principio liberal europeo de la menor elegibilidad inventado en el siglo
XIX.

La forma radical para focalizar los gastos y la cobertura en el campo de las políticas
sociales, ha creado, especialmente en este gobierno, más problemas que soluciones, porque
además de violar derechos adquiridos esta tendencia deja librados al abandono parcelas
considerables de población, que no obstante pobres, no se encuadran en los parámetros de
focalización de pobreza definidos oficialmente. Es obvio que estas parcelas desasistidas
están en situación paupérrima, lo que genera un espiral creciente y diversificado de
discapacidades, aumentando el espectro de la miseria en Brasil. Razón por la cual, las
políticas sociales focalizadas además de transformarse en una “armadilla de la pobreza”,
expresan una crasa irracionalidad gubernamental.

Es verdad, que el gobierno FHC en los últimos años fue forzado por la LOAS a
tematizar sobre la noción de mínimos sociales, — orientado por la necesidad de
reglamentar ese asunto en la citada ley — y a instrumentar la Política de Asistencia Social a
cargo del órgano gestor de esa política en ámbito federal — la Secretaria de Estado de
Asistencia Social (SEAS), del Ministerio de Previsión y Asistencia Social (MPAS). Lo que
sucede es que los pocos esfuerzos emprendidos para definir esos mínimos todavía son
incipientes y experimentales. La mayoría toma la noción de mínimos sociales al pie de la
letra y los relaciona con necesidades sociales elementales, cuya satisfacción es concebida
como atención sectorial conforme la tradicional división en sectores, existente en el campo
de la política social (salud, educación, previdencia etc.). Además, tales esfuerzos, han

56 Como si no fuera suficiente la línea de pobreza oficialmente adoptada para conceder el BPC
(menos de ¼ de salario mínimo familiar per capita) los criterios actuales de elegibilidad para tener acceso al
beneficio son mucho más rigurosos y focalizados que los adoptados en 1996, cuando se creó ese beneficio.
Hoy, como resultado de la revisión del BPC, el demandante es puntuado de acuerdo a indicadores selectivos
constantes de una tabla denominada curiosamente de “Acróstico” social y pericial médico, que contemplan en
la atención aquel con mejor clasificación en la escala (estigmatizadora) de carencias. Eso indica que no
adelantaron en nada las reclamaciones y gestiones de la sociedad para elevar esa línea de pobreza. Las
Conferencias de Asistencia Social realizadas desde 1995 en los diferentes niveles de la Federación, han
insistido en este punto. Sectores intelectuales y políticos han señalado sistemáticamente la perversidad de ese
criterio de elegibilidad. Actualmente, según Ferreira (1999), se están tramitando en la Cámara Federal de
Diputados, diecinueve proyectos de ley que proponen la elevación de ese nivel, sin conseguir que el gobierno
tome cualquier medida positiva. Tal vez sea por eso que el documento que trata de la revisión del BPC

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producido los mismos problemas conceptuales indicados en la parte teórica de este libro,
entre los que se destacan: el relativismo en la concepción de necesidades y en la
identificación de necesidades como preferencias, deseos e inclusive compulsiones, lo que
dificulta la definición de políticas públicas y facilita la ingerencia del mercado y de
acciones voluntarias en el proceso de provisión social.

Las tentativas de crear una noción mínimamente consensual de satisfacción de


necesidades primarias57 tampoco tuvieron eco en el ámbito del Estado. La reflexión oficial
sobre la noción de mínimos sociales se estancó y las políticas de satisfacción de
necesidades son adoptadas por el gobierno sin parámetros seguros y sin recursos adecuados
ni suficientes. Las políticas de Seguridad Social, que deberían ser financiadas con recursos
del presupuesto formados por contribuciones sociales y con recursos del presupuesto fiscal
de la Unión, de los Estados y de los municipios (como prevé el art. 195 de la Constitución
federal), están desfalcadas, inclusive de sus ingresos propios. Lo que sucede es que el
gobierno además de no repasar para la Seguridad los recursos del presupuesto fiscal, retira
del presupuesto de ésta, recursos para financiar acciones no previstas en la Constitución. En
el camino de esos desfalcos la política de asistencia social es la más perjudicada, porque
generalmente es la que queda con los recursos mínimos e inciertos.

Diríamos, por lo tanto, parafraseando Marx (1978: 18), que la “ausencia de medidas
y las desmedidas pasan a ser la verdadera medida” de las actuales políticas sociales
brasileras focalizadas, que al reducir las necesidades de los pobres “a la más miserable
manutención de la vida física, y su actividad al más abstracto movimiento mecánico”
acaban por hacer creer que el pobre no tiene “ninguna necesidad de actividad ni de gozo y
que esta vida es también vida y modo de existencia humanas”.

considera ese beneficio indigno cuando señala como objetivo de la revisión “la salida digna de la condición de
beneficiario del BPC” (MPAS/SEAS, diciembre de 1999).
57 Uno de los esfuerzos más significativos en ese sentido fue el emprendido por la Fundación de
Desarrollo Administrativo de São Paulo – FUNDAP (1999), en convenio con la SEAS/MPAS. En este
esfuerzo se percibe una tentativa de construcción de una lista de necesidades primarias, catalogadas por
sectores de política social para servir como referencia a una política más amplia de satisfacción de las
necesidades mínimas sectoriales. A pesar de todo, como se trata de una primera aproximación al tema, el
producto de ese esfuerzo, aunque meritorio, presenta los problemas conceptuales mencionados arriba.

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CONSIDERACIONES FINALES

El análisis emprendido en este libro conduce a deducciones un tanto heréticas si se


confrontan con el pensamiento dominante sobre la noción de mínimos sociales asociada al
concepto de necesidades básicas.

Primero, porque rechazamos, de partida, la noción de mínimos — tan valorada por


la ideología neoliberal — como criterio de definición de políticas de satisfacción de
necesidades básicas. En lugar de mínimos, preferimos trabajar con la noción de básicos,
porque no expresa la idea de prestación ínfima y aislada de provisión social y, por lo tanto,
permite la inferencia de tener que perseguir niveles superiores y concertados de satisfacción
cuando se trata con necesidades humanas.

Segundo, y en consecuencia, porque no concordamos con la tendencia corriente de


equiparar necesidades humanas básicas a supervivencia biológica, ni con la idea, acatada
inclusive por pensadores renombrados, de que la necesidad básica es un fenómeno social
relativo, sujeto a variaciones. Basándonos en teorías recientes, producidas por pensadores
socialistas, sustentamos que es plausible la formulación de un concepto objetivo y universal
de necesidades humanas básicas que tome en cuenta tanto la dimensión natural de los seres
humanos como la social y que sirva al mismo tiempo de:

a. precondición de la satisfacción optimizada de necesidades humanas básicas;

b. parámetro confiable y coherente para la formulación de políticas de


satisfacción de esas necesidades;

c. criterio de referencia para la definición de derechos sociales


correspondientes.

Procedimos, así, movidos no pura y simplemente por el impulso de querer demoler


mitos y valores cristalizados en la concepción y en la práctica de la política social
capitalista (por tanto de la asistencia social), ni tampoco por el deseo — tan común en el
mundo académico — de marcar la diferencia. Principalmente, nos movió una fuerte
preocupación con los impactos perversos que una concepción restrictiva y relativa de

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necesidades sociales básicas puede acarrear al debilitado sistema de protección social


brasileño. Sí, porque una vez legitimada, tal concepción justificará toda suerte de atentados
contra la protección social pública, produciendo las siguientes consecuencias: dará margen
al dominio del mercado y da la iniciativa privada espontaneísta en la provisión de bienes y
servicios básicos para la población, acompañado del rechazo a los derechos sociales, a la
universalización de la atención, al profesionalismo, a la libertad positiva (que requiere el
compromiso del Estado con la satisfacción de necesidades) y al control democrático.

Por tanto, fue la perspectiva de legitimación de esos problemas en Brasil —


oficialmente escamoteados por el discurso atractivo de la libertad negativa y por la censura
moralista contra las políticas sociales públicas (especialmente la asistencia) acusadas de
paternalistas — que nos llevó a mostrar hasta que punto ese discurso es ideológico. Hasta
donde están vivas las aristas entre derecha e izquierda en los círculos intelectuales y
políticos ligados a los procesos de toma de decisiones y de gestión de políticas públicas,
aunque la derecha (hoy representada por la llamada “Nueva Derecha” — fusión de
neoliberales y neoconservadores) promueva la idea de que esas aristas acabaron. No fue por
acaso que la “Nueva Derecha” para tornarse hegemónica se apropió de las banderas de las
izquierdas, como la descentralización político administrativa, la participación de la
sociedad, el control democrático etc., y procuró atraer para su espacio de influencia (en lo
que ha tenido suceso) adeptos que antes se mantenían apartados. Esto, sin mencionar la
amplia y premeditada proclamación, con ayuda de la prensa, de la falsa idea de que las
izquierdas no tienen propuestas políticas.

Ese emprendimiento nos confirmó cuan importante es para la concientización y la


lucha política, así como para el compromiso ético con la causa de las necesidades y de los
derechos humanos y sociales, el respaldo de teorías, en particular aquellas elaboradas
criteriosamente y colocadas al servicio del interés público. Porque sin la existencia de
referencias teórico conceptuales alternativas, coherentes y consistentes, difícilmente se
consigue contrarrestar la “retórica de la intransigencia” del pensamiento reaccionario del
que nos habla Hirschman, que rotula de fútil, amenazadora o desfasada todas y cualquier
intervención progresista que sobreponga a las aspiraciones desmedidas del mercado, las
necesidades humanas. Es también difícil desmontar los argumentos, aparentemente

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correctos, de los neoliberales y neoconservadores, de que es más justo y democrático


atender las demandas y preferencias individuales a través del mercado, que las necesidades
sociales por medio de instituciones colectivas, incluyendo el Estado como garante de
derechos.

Por eso consideramos importante colocar a disposición de la sociedad y de las


instituciones responsables por administrar y regular políticas sociales — especialmente de
asistencia — un referencial teórico que nortee otra concepción sobre necesidades básicas y
formas de satisfacerlas, que no contribuya para aprisionar los legítimos demandantes de
esas políticas en la “armadilla de la pobreza”. Pero no solamente eso. También
consideramos importante ir más allá de la discusión teórica, presentando — en el plano
empírico — controversias, tesis equivocadas y promisorias, alternativas políticas, así como
experiencias nacionales y extranjeras que retratan el dominio del pensamiento conservador
y la performance de las políticas sociales predominantemente atribuidas a ese dominio.

El desarrollo de esas dos tareas — presentar un referencial teórico y la dinámica


concreta de las políticas de satisfacción de necesidades en el curso de la historia — nos
permitió constatar que, desde el inicio de los años 90, teóricos de izquierda vienen
intentando encontrar alternativas a la hegemonía neoliberal / neoconservadora en el campo
de las políticas sociales, que van más allá del referencial keynesiano del Welfare State y del
socialismo real. De ellos, la mayor parte se centró en el tema de la renta básica garantida
(basic income), y no directamente en los mínimos sociales, reinterpretándola a la luz de
valores socialistas frente a los problemas desencadenados por el nuevo orden económico
mundial. De este modo, socialistas de las más diferentes identificaciones (ambientalistas,
feministas, antirracistas, libertarios de izquierda, demócratas radicales) pueden agruparse en
torno de un rechazo común al actual determinismo económico y al determinismo del
mercado, así como con el propósito de romper con la actual lógica productivista del
capitalismo. La importancia que ese grupo otorga a la renta garantida reposa en la creencia
de que puede funcionar como instrumento de liberación del hombre de la ideología del

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trabajo que reproduce las sociedades capitalistas avanzadas58. O, mejor dicho, como
expresa Little (1998: 2-3): este grupo, identificado por Gorz como representante de un
socialismo post industrial, defiende la reducción de horas de trabajo para todos como forma
de negar la sociedad productivista contemporánea. Para eso, reivindican alguna forma de
renta garantida como compensación del pago de las horas no trabajadas, para que esas
personas puedan trabajar menos y adquirir, al mismo tiempo, un mayor control sobre su
propio tiempo. Aunque esa medida no puede ser tomada aisladamente, porque puede
contribuir para reproducir el sistema capitalista; debe formar parte de un proyecto político
transgresor del orden vigente, en la medida en que solo así podrá constituirse en una
limitación para el productivismo capitalista y un rechazo a la sociedad de mercado (no
necesariamente al mercado, que deberá ser controlado).

De esa forma autores contemporáneos como Habermas, Gorz, Van Parijs, Offe,
Lodziak, entre otros, al defender la renta garantida como forma de romper el eslabón entre
bienestar y trabajo, acaban por desencadenar una compleja discusión (partiendo de temas
simples), que vienen ganando cuerpo en los medios intelectuales y políticos actuales. A
pesar de todo, en la base de esa discusión existe una categoría clave que debería ser
teóricamente enfrentada. Se trata de las necesidades humanas básicas, cuya satisfacción ha
constituido a través del tiempo, una arena real de conflictos de intereses, inclusive de
clases. Fue en torno de las necesidades humanas — uno de los conceptos más
controvertidos en el campo de la protección social — que algunos de los socialistas post
industriales (Doyal y Gough en particular, seguidos por Plant y Sen, entre otros)
desenvolvieron fecundas análisis, destacando las principales distorsiones en las
concepciones de estas necesidades y en las respuestas dirigidas a ellas en el ámbito de las
sociedades capitalistas avanzadas, que permanecen esclavas del productivismo y del
consumismo. Es en torno de esa categoría, que también desarrollamos el análisis contenido
en este libro, por las razones siguientes: a) porque esa es la categoría que mejor explica la
dinámica de las relaciones de poder en las sociedades capitalistas; b) porque está en la base
de la cuestión social que suscita respuestas políticas; c) porque una vez retrabajada del

58 No forman parte de ese grupo, naturalmente, algunos miembros de la llamada centro izquierda,
como los afiliados al Labour Party, en Gran Bretaña, que formulan programas teniendo en cuenta los
mecanismos del libre mercado.

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punto de vista socialista, esta categoría podrá consistir en el contrapunto que cuestione la
hegemonía actual de las políticas sociales neoliberales / neoconservadoras y contribuir para
la formación de una “cultura de oposición” en el seno del propio capitalismo. Todo
dependerá de la defensa de esa cultura por parte de actores interesados y capaces de
transformar las necesidades sociales básicas en verdaderas cuestiones sociales.

Lo que no significa que la teoría de las necesidades humanas básicas producida por
Doyal y Gough esté exenta de polémicas (intelectuales y políticas) ni que sea fácilmente
aplicable en la medida en que no tiene este carácter. Pero, sin dudas, ofrece una rationale a
partir de la cual es posible repensar las políticas sociales contemporáneas.

Esta teoría –debido a su carácter universal —, aunque elaborada en el Primer


Mundo, puede ser útil a las reflexiones y al debate crítico sobre el tema de las necesidades
humanas básicas en Brasil, país capitalista periférico que siempre mostró reluctancia en
adoptar políticas sociales concertadas para satisfacer carencias, por mínimas que estas
fuesen. Efectivamente la noción de mínimos contemplada en la política social brasilera
siempre estuvo afecta al salario y a la renta de la población pobre y así mismo, de forma
ínfima y sin el vínculo orgánico debido, con las demás provisiones sociales o con proyectos
políticos de optimización de satisfacciones de necesidades básicas. De eso no se desprende
que en Brasil no haya existido un sistema de bienestar ni un Estado (imbricado en la
sociedad) envuelto en los procesos de decisión, regulación y provisión de beneficios y
servicios sociales, lo que ya le garante el rótulo (y no el concepto), como en los otros, de
“Estado de Bienestar”. Tal sistema y tal Estado, al estar más preocupados en atender y
estimular demandas y preferencias individuales, privaron la política social de la posibilidad
de guiarse por una racionalidad colectiva que funcionase como un antídoto al clientelismo,
al populismo y al voluntariado.

En el campo particular de la asistencia social — un área todavía muy mal


comprendida en Brasil — esa rationale podrá, por lo menos, conducir a la comprensión de
que la política pública de asistencia social es un proceso complejo que posee carácter
racional y ético cívico al mismo tiempo (Pereira, 2000).

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Racional, porque debe resultar de un conjunto articulado de decisiones colectivas


que, a su vez, se deben basar en indicadores científicos. Lo que significa que la racionalidad
de esa política está en el hecho de que debe ser informada por estudios e investigaciones y
estar sujeta a evaluación permanente, especialmente en lo que respecta a sus resultados e
impactos. En ese sentido, la política apreciada tiene una connotación particular. Se trata de
un proceso, generalmente conflictivo, de toma de decisiones colectivas con vistas a definir
acciones dirigidas a la satisfacción sistemática, continuada y previsible de necesidades
sociales. O mejor, se trata de un proceso que no solo implica la gestión y aplicación de
programas, servicios y recursos, dirigidos para la subsistencia de individuos y grupos, sino,
principalmente de definir prioridades, estrategias y metas, con el compromiso de optimizar
la satisfacción de necesidades básicas.

Ético, porque el combate a las inequidades sociales, más que un acto de eficacia
administrativa, constituye una responsabilidad moral que ningún gobierno serio debe
abdicar. Contra el egoísmo inmoral de sacar provecho del hambre, de la miseria, de la
ignorancia, de la falta de perspectivas de millares de personas, debe prevalecer el
sentimiento de que es moralmente condenable no hacer todo para sanar esas calamidades
sociales, Para esto, ante la falta de condiciones básicas para que las personas ejerzan su
humanidad, se debe dar el pescado, la caña de pescar y enseñar a pescar, lo que contraria
el viejo proverbio chino, antes mencionado y acatado por los liberales. Ese es el
sentimiento que elige la justicia social como principal referencia de la política de asistencia
social.

Cívico, porque la política de asistencia social debe tener una vinculación inequívoca
con los derechos de ciudadanía social, buscando, en lo que pueda concretizarlos.
Concretizar derechos sociales significa prestar a la población un conjunto de beneficios y
servicios que les son inherentes y por tanto deber del Estado, como respuesta a sus
necesidades sociales. Siendo así, el derecho que debe ser concretizado por la política de
asistencia es un deber de prestación por parte del Estado al mismo tiempo que un derecho
de crédito, por parte de la población, con relación a lo que les es esencial como garantía de
su cualidad de vida y el pleno ejercicio de su ciudadanía.

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Con base en esas referencias, los actores relacionados con la política de asistencia
social deben redundar los esfuerzos para perfeccionar conceptual y normativamente la
LOAS y resistir contra la actual tendencia que existe en Brasil — en nuestra opinión
irracional y perversa — de priorizar políticas sociales focalizadas, reproductoras de pobreza
extrema.

Dixi et salvavi animan mean

 “Dije y salvé mi alma”. Frase de Marx al final de su crítica a los principios económicos y sociales
lassallianos contenidos en el “Programa de Gotha”.

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