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Pablo Oprinari
pablo.oprinari@gmail.com
https://www.laizquierdadiario.mx/La-guerra-contra-el-narcotrafico-una-aproximacion-desde-el-
marxismo
Este artículo fue publicado, en 3 partes, en junio de 2011, en la página de la Liga de Trabajadores por
el Socialismo – Contracorriente (LTS-CC), organización antecesora del MTS, y de nuestra corriente
internacional, la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional. Representó una de las primeras
elaboraciones, en la izquierda marxista mexicana, respecto a este tema. Lo recuperamos y lo
presentamos en este suplemento, por la actualidad que reviste y por considerar que muchas de las
cuestiones que allí planteabamos mantienen su vigencia, más allá de que, evidentemente, hay nuevas
aristas en la discusión sobre este importante tema y nuevos acontecimientos que deben ser
considerados.
El ascenso de esta actividad económica “ilegal” orientada hacia el mercado estadounidense, así como
su imbricación (o asociación) con distintas instancias del poder político, judicial y las Fuerzas
Armadas, asumió una dinámica que evidencia la descomposición del estado. Esto se muestra en la
emergencia de zonas controladas por los carteles del narcotráfico, donde ejercen un poder paralelo al
estado, mediante el cobro de impuestos de “protección”, actividades de “bienestar y ayuda social” y
fuerzas paramilitares que superan a las fuerzas locales y rivalizan con las federales.
Más específicamente y ante los carteles mexicanos, Washington busca establecer “reglas de juego” y
acotar el poder creciente de aquellos. En ese sentido, la militarización en nuestro país es el mecanismo
impulsado para disciplinar a sus distintas facciones y mantener –de este lado de la frontera–, la
inestabilidad generada por el crecimiento del narcotráfico y sus disputas internas, evitando que las
consecuencias de la “narcoguerra” lleguen a territorio norteamericano .
La política de EE. UU. –que algunos resumen como “establecer las reglas del juego”– obedece también
al carácter específico de los carteles. No se trata de facciones “tradicionales” de las burguesías nativas
(como desarrollaremos en una próxima entrega), con las cuales se pueda utilizar las reglas de la política
convencional para subordinarlas. Son grupos que –aunque se mueven por la “sed de la ganancia”–,
tienen una gran inestabilidad derivada de su actividad, considerada “delictiva” por la legislación
burguesa. Estos carteles expresan la descomposición de la sociedad capitalista, y dependen para su
mantenimiento y expansión, de la negociación/confrontación armada con sus rivales y las fuerzas
estatales .
En los años siguientes se dieron transformaciones. Por una parte, el poder ascendente respecto a los
carteles colombianos; su rol de intermediarios dejó paso a una especie de “sociedad” con éstos, y
crecieron sus redes de distribución en los Estados Unidos. En el 2008, el cártel de Sinaloa era el más
poderoso del mundo, con ramificaciones en muchos países.
Se modificó la vinculación con el aparato policiaco militar, el estado y los partidos. Los acuerdos del
pasado, que implicaban cuotas establecidas a niveles muy definidos del estado, dieron lugar a una
compra descontrolada de favores en las redes policiales, militares y políticas. Para ciertos
investigadores, en el pasado los narcos aparecían subordinados a los funcionarios que “permitían” –a
cambio de una cuota– su accionar. Desde los 90 los capos avanzaron sobre las instituciones estatales,
teniendo a su servicio no sólo a policías y militares, sino a funcionarios del sistema penitenciario o la
Secretaría de Seguridad Pública (SSP), jefes municipales, gobernadores y –según distintos
investigadores–, coludidos al más alto nivel de Los Pinos. Uno de los ejemplos más sonados fue la fuga
de Joaquín Chapo Guzmán Loera del penal de Puente Grande, así como las denuncias que apuntan al
personal de García Luna (jefe de la SSP) como integrantes de las bandas de secuestradores asociadas al
Cartel de Sinaloa. No se trata de una “infiltración”, sino de una asociación para garantizar el tráfico de
drogas ilegales a los EE.UU.
Esta asociación permitió la expansión de los carteles del narcotráfico y condujo a la “narco guerra”. No
puede concebirse el desarrollo de las redes de transportación, el mantenimiento de flotas aéreas
propiedad de testaferros de los carteles, o los mecanismos para el “blanqueo” de capitales, sin la
actuación de los poderes del estado. Sin embargo, no se trata de la relación armónica propia de
tradicionales “socios” de negocios, sino de una verdadera asociación delictuosa con todo un rastro de
sangre y plomo.
Este crecimiento conllevó una creciente disputa entre los distintos carteles. La relativa “coexistencia
pacífica” del pasado dejó paso a la confrontación por las plazas y las rutas; los “concilios” celebrados
fueron quebrados una y otra vez, arrastrando en la espiral de violencia a los “socios” policiales,
militares y políticos, considerados como “blancos” por los grupos adversarios.
Este desarrollo de los carteles del narcotráfico, la expansión de su poder militar y expansión territorial,
así como la asociación con sectores del estado, evidencia la crisis y descomposición del estado
mexicano, y el verdadero carácter de la narcoguerra.
En las décadas previas la asociación entre los carteles y distintas instituciones asumía una forma más
claramente establecida y “reglamentada”, lo cual respondía a la existencia de un régimen bonapartista
con clara capacidad de dominio político y militar. Las transformaciones en el sistema político –que
implicaron la ya citada debilidad y fragmentación respecto al monolitismo vertical del viejo
bonapartismo mexicano– son el contexto en el que se da el ascenso del poder de los carteles y marcan
la asociación, y la forma que ésta asume, entre aquellos y los mandos policiales, militares y políticos a
distintos niveles de las estructuras del estado mexicano. Testimonio de esto es que se calcula que un
tercio de los integrantes de los distintos carteles que han sido detenidos son ex militares y ex policías.
La llamada “infiltración” del estado –que como dijimos en la entrega anterior, tiene el carácter de una
verdadera “asociación”–, la corrupción y la adopción de prácticas que la misma legislación burguesa
ubica en el terreno de la “ilegalidad”, así como la utilización más abierta de las fuerzas militares, echa
por tierra cualquier consideración de que México accedió a una “mayor democracia” en el año 2000, y
es expresión del carácter profundamente degradado de la democracia burguesa mexicana, de la
continuidad de las viejas prácticas del bonapartismo, y de su agravamiento y profundización,
arrastrando así una creciente pérdida de legitimidad a los ojos de las más amplias masas.
Pero no sólo enseña las miserias del régimen político, sino que evidencia la profunda descomposición
que corroe al estado burgués semicolonial. Como decíamos en Estrategia Obrera N° 82, se muestra la
subordinación creciente a los dictados del imperialismo estadounidense en el terreno político y militar,
expresado, por ejemplo, tanto en la militarización como en la continuidad de la política prohibicionista.
Esa subordinación –que como escribimos antes, condujo en los años ‘80 al crecimiento del poder de los
señores del narco– es la base de la coexistencia y asociación del estado mexicano con el narcotráfico.
La corrupción que corroe a las instituciones militares y políticas –donde militares y políticos se
evidencian como verdaderos socios del narcotráfico– expresa la descomposición de las mismas, que ya
no pueden ni siquiera mantener la apariencia de ser los pilares del estado burgués y los defensores de la
legalidad. La consecuencia de esto es que las instituciones del estado son parte de la guerra entre
cárteles, ya no –como lo proclaman las leyes burguesas y los discursos presidenciales– como
“salvaguarda del estado de derecho”, sino como parte interesada en el negocio, perdiendo capacidad de
control territorial y minando así el principio del estado burgués que es el “monopolio de la violencia”.
A la pregunta que se formulan muchos periodistas ¿El estado donde esta?, la respuesta es que el estado,
a distintos niveles y a través de miles de sus funcionarios, está asociado a los diversos carteles
adversarios y esa es la base de su implicación y participación en la “narcoguerra”.
La militarización tiene también un objetivo claro y evidente en relación al movimiento de masas, con el
fin de atemorizar a los trabajadores y el pueblo, cercenar las libertades democráticas más elementales –
generando en entidades enteras un verdadero estado de sitio–, y preparar las condiciones para la
persecución, el aislamiento y el asesinato de luchadores sociales y de derechos humanos, así como de
verdaderos juvenicidios y feminicidios, sembrando además sobre las víctimas de los mismos la
calumnia de supuestas vinculaciones con el “crimen organizado”. La militarización golpea duramente
sobre los trabajadores y el pueblo, y siembra un manto de terror que actúa contra cualquier intento de
defender sus derechos más elementales, generando una situación abiertamente reaccionaria, cuando
menos en las entidades más marcadas por este proceso (como el noroeste, el noreste y estados del
centro del país), e intenta preparar las condiciones para establecer condiciones similares en los estados
del centro y del sur del país. Aquellos se ven envueltos en el fuego cruzado entre los distintos carteles
del narcotráfico y las fuerzas estatales, con la consecuencia de muertos y desaparecidos. Son víctimas
de secuestros, violaciones y levantones, sea con el fin de obtener rescates, o de obligarlos
compulsivamente a realizar distintas actividades vinculadas al narcotráfico. El ejemplo más sonado de
esto ha sido el secuestro de migrantes centro y sudamericanos, realizados por bandas de
narcotraficantes asociados con los agentes migratorios mexicanos. La dimensión de la muerte ha
llegado al punto que se ha acuñado un nuevo término (juvenicidios) para describir los asesinatos de
jóvenes que se han dado en determinados momentos de la “narco guerra”, y que activistas democráticos
y derechos humanos han sido perseguidos y asesinados tanto por los narcotraficantes como por los
militares, como es el caso de Maricela Escobedo o los jóvenes y universitarios activistas de Ciudad
Juárez. La militarización ha significado un recorte sistemático de las libertades democráticas, con
cientos de asesinados a manos del ejército, restricción al tránsito y la movilidad (como los retenes),
generalización de las extorsiones a cualquier ciudadano, etcétera. Al cobijo de la misma crecen los
feminicidios y los juvenicidios. Como denuncian valerosamente organizaciones de Ciudad Juárez y
otros puntos del país, la militarización también sirve para evitar la movilización y acción de las
organizaciones democráticas, obreras y populares, y es claramente funcional a garantizar la
explotación, opresión y miseria de las masas mexicanas, y ponerlas indefensas ante las extorsiones y la
violencia de narcos y militares.
Profundizando en la especificidad del narcotráfico, una primera consideración es que los cárteles
descansan sobre varias actividades económicas consideradas “ilegales”. Esas actividades son la
intermediación de la droga recibida desde Sudamérica y su comercialización hacia los Estados Unidos.
Junto a esto, la producción (y/o la compra a los campesinos) de estupefacientes, con similar destino.
Aunado a ello, en la medida que se expanden sus ingresos, han incursionado en la “economía legal”,
fundamentalmente para “lavar” el dinero. Esta incursión –que es el punto de contacto fundamental con
la economía “legal”– se da a través de mecanismos financieros, suministrando capitales para
empresarios “legalmente constituidos”, y –en algunos casos– adquiriendo empresas mediante
prestanombres. Efectivamente, los mecanismos de apropiación de la plusvalía pueden encontrarse en la
explotación de la fuerza de trabajo agraria, en tanto que se obtienen ganancias extraordinarias en el
circuito mercantil, que va desde la compra del producto a los campesinos hasta la intermediación y
comercialización. Todo lo cual va acompañado de mecanismos de coerción extraeconómica sobre los
productores agrarios.
Aunque las drogas ilegales pueden ser consideradas como mercancías, su elevado valor de cambio
depende de las políticas prohibicionistas así como de la capacidad de los narcos para establecer un
monopolio en la producción y el intercambio.
Estamos entonces ante mecanismos característicos de una fracción burguesa; pero junto a ello es
fundamental considerar su funcionamiento atípico respecto a la burguesía “tradicional”, y en particular
el que sus ganancias extraordinarias emanan de una actividad ilegal, parasitaria y marginal, que le
marca profundos límites a su estabilidad estructural como sector económicamente propietario.
Lo “ilegal” de la actividad económica pone a las enormes ganancias producidas por el narcotráfico ante
el eventual riesgo de ser decomisadas por parte del estado y pone en peligro la misma existencia de los
integrantes de los cárteles (que pueden terminar muertos o en la cárcel si se rompe su alianza con los
funcionarios estatales). Esto limita la posibilidad de continuidad de la “empresa” y el ejercicio del
derecho de herencia, lo cual está sujeto a que logren evitar la aplicación de la legislación burguesa y
cuenten con la participación y complicidad de los jueces y magistrados. La permanencia del poder
económico de los narcotraficantes depende directamente de mantener el favor de las instituciones del
estado. Por ende, no goza de la “legalidad” con la que cuentan los capitalistas clásicos y de su “derecho
de propiedad”.
¿Un “narcoestado”?
La emergencia del narco ha implicado una competencia, respecto a las estructuras estatales,
especialmente en el norte del país, con un poder paramilitar que cuestiona el monopolio de la violencia
estatal, mecanismos compulsivos de “recaudación”, redes de “bienestar social”, y compra de políticos,
policías y magistrados. ¿Estamos ante una suerte de dualidad de poderes, que dará lugar a un “narco-
estado”? Como límite a esta perspectiva, hay que considerar que, más que una voluntad para disputar la
hegemonía del estado, lo que hay es un aprovechamiento de la ya mencionada descomposición del
estado burgués, para montar una estructura paralela en términos militares y de redes mafiosas con
múltiples ramificaciones en la estructura social. Esta suerte de poder “paralelo” que crece en la
descomposición del viejo estado, es profundamente reaccionario y opresivo, basado en la coerción
sobre la población.
Considerando otro aspecto social del narcotráfico, los cárteles son un fenómeno claramente
reaccionario. El cobro compulsivo de “impuestos”, las narcofosas, los miles de secuestros, las
violaciones y asesinatos, la coerción que ejercen sobre los campesinos cultivadores, testimonian la
brutal opresión que ejercen sobre la población. Los narcotraficantes son verdaderas bandas
paramilitares, que en ocasiones han sido fuerza de choque contra organizaciones sociales, políticas y de
derechos humanos. Ante nuevas luchas obreras y sociales, los sicarios pueden ser utilizados por el
estado y el ejército en una escala mayor.
La expansión del narcotráfico expresa la creciente descomposición del capitalismo mexicano y su crisis
social. Su legado de pobreza, miseria y cierre de oportunidades para la juventud, deriva en la expansión
de las redes sociales de los cárteles. Desde los campesinos que se ven obligados a enviar a sus hijos a la
producción de amapola y marihuana (con la muerte de muchos niños a causa de los químicos
utilizados), hasta los jóvenes que se incorporan al narcomenudeo. También en la intensificación de la
violencia y la utilización de métodos cada vez más bestiales, se ve el resultado de este sistema
capitalista y que el mismo no sólo tiene para dar explotación, opresión y miseria, sino también una
espiral de violencia degradante.
Un programa contra la militarización y el narcotráfico
Para enfrentar esta situación y sus terribles consecuencias sobre los trabajadores, campesinos y la
juventud, es necesaria una política alternativa a la que llevan adelante el gobierno y los partidos
patronales. En primer lugar, hay que impulsar la legalización de las drogas, contra la penalización, la
intervención policial o judicial y la criminalización al consumo de las mismas, y por la libertad a los
detenidos por tenencia (muchos bajo el cargo de "trafico"), la mayorìa jóvenes provenientes de los
sectores populares.
Esta medida, opuesta al prohibicionismo imperante, pondría en cuestión las ganancias extraordinarias
obtenidas por los cárteles a través de la distribución ilegal en el territorio nacional –y de lo que se
benefician miles de “funcionarios públicos”–, y el dominio que los mismos ejercen sobre amplios
sectores de la juventud. Es incorrecto considerar que esto incentivaría el consumo de drogas, las cuales
puede conseguirlas quien quiera consumirlas; por el contrario, el prohibicionismo permite adulterarlas
(para aumentar las ganancias de los cárteles). La legalización eliminaría el incentivo que hoy existe
para la comercialización de las llamadas drogas prohibidas en México.
En el caso de las drogas cuyos efectos pueden ser consideradas como “daño irreversible a la salud”, hay
que exigir que el estado garantice los servicios médicos gratuitos para la atención de los consumidores.
Esto debe ir acompañado por atacar los mecanismos financieros que permiten el blanqueo de capitales,
y a los capitalistas asociados con los señores del narco, expropiando y nacionalizando todas sus
propiedades y sus cuentas bancarias.
Ya que la actividad de los cárteles del narcotráfico en México se orienta en gran medida hacia los
Estados Unidos, es fundamental que las organizaciones obreras y populares de aquel país luchen contra
la prohibición y por la legalización de las drogas, lo cual afectaría todo el negocio de los cárteles.
La complicidad de las estructuras gubernamentales, policíacas y judiciales con las distintas facciones
de narcos, y la militarización y violación de las libertades democráticas, muestra que la salida no
vendrá de las autoridades. Es necesario impulsar un gran movimiento nacional contra la militarización,
independiente de las instituciones y que confíe sólo en la movilización, basado en las organizaciones
democráticas, de derechos humanos, y de familiares de las víctimas, junto a los sindicatos y
organizaciones populares y juveniles.
Frente a los cárteles y sus fuerzas paramilitares, y frente a la militarización creciente, la única salida
para preservar la integridad de los trabajadores, la juventud y el pueblo es la organización de comités
de autodefensa, a partir de las organizaciones obreras, estudiantiles y populares, a la vez que impulsar
la disolución de las fuerzas represivas responsables de la militarización y la cosecha de muerte en
México, el juicio y castigo a los funcionarios públicos asociados con los cárteles del narcotráfico y de
todos aquellos involucrados –material e intelectualmente– en la persecución y asesinato de luchadores
sociales y democráticos, jóvenes, mujeres, y trabajadores. Hay que ir más allá de las campañas por “no
más violencia”; aunque las mismas puedan expresar un sentimiento progresivo contra la militarización,
son impotentes para garantizar la defensa de los trabajadores, la juventud y el pueblo, y enfrentan el
peligro de ser cooptadas e integradas a políticas reaccionarias de “mayor seguridad” a cargo de las
instituciones de esta “democracia para ricos”.
Es necesario que se hagan parte de esta lucha el conjunto de los trabajadores y sus aliados del campo y
la ciudad, con un programa que enfrente a las instituciones y partidos responsables ya no sólo de la
explotación y la miseria capitalista, sino también de esta narcoguerra con su secuela de casi 40 mil
muertos en 5 años. Ante este reaccionario fenómeno engendrado por la dominación capitalista, la única
salida de fondo sólo puede ser garantizada por un gobierno obrero y campesino, que liquide la vieja
maquinaria estatal, que ataque y liquide el poder de los señores del narco, y que a partir de la
expropiación de los expropiadores reorganice el país sobre la base de una planificación democrática de
la economía y el conjunto de la vida social.