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Actividad: Ahora realizarás una actividad de análisis, por lo que es importante que consideres lo

siguiente: Lee el relato del capítulo -De “El llano en llamas”, ¿No oyes ladrar a los perros? de Juan
Rufo. Y después escribe la parte que corresponde a la estructura de un relato, según la lectura de
este capítulo (El llano en llamas)
No oyes ladrar a los perros
(El Llano en llamas, 1953)

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras,
disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes
ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que
hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus
hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el
cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había
traído desde entonces.
— ¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía
cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los
ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza
como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le
preguntaba:
— ¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto
me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna.
Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su
sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz
opaca. Y él acá abajo.
— ¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y
Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú
que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
— ¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te
llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo
quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz.
Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su
hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por
eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido
para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque
a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y
estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal
que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo.
He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se
le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los
caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que
lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde
entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento
sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
— ¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la
luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua.
Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías
acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a
subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte.
Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató.
Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar
los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si
sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada
por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y
ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos
bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el
peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaban, se
recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre,
oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Planteamiento
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Desarrollo
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Nudo______________________________________________________________________________
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Desenlace
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Actividad: Para realizarla, necesitas leer y comprender la información sobre las dos narraciones.

Lee los dos relatos que se te proporcionan (Comparte tu maíz y La cebolla), posteriormente
complementa la tabla núm.1 con la información que se te solicita. Recuerda diseñar la tabla en tu
libreta de apuntes, para luego llenarla.

COMPARTE TU MAÍZ

En cierta ocasión, un reportero le preguntó a un agricultor si podía divulgar el secreto de su maíz, que
ganaba el concurso al mejor producto, año tras año. El agricultor confesó que se debía a que
compartía su semilla con los vecinos.

—“¿Por qué comparte la mejor semilla de maíz con sus vecinos, si usted también entra al mismo
concurso año tras año?” preguntó el reportero.

—“Verá usted, señor,” dijo el agricultor. “El viento lleva el polen del maíz maduro, de un sembradío a
otro. Si mis vecinos cultivaran un maíz de calidad inferior, la polinización cruzada degradaría
constantemente la calidad del mío. Si voy a sembrar buen maíz, debo ayudar a que mis vecinos
también lo hagan”.

Lo mismo es con otras situaciones de nuestra vida. Quienes quieran lograr el éxito, deben ayudar a
que sus vecinos también tengan éxito. Quienes decidan vivir bien, deben ayudar a que los demás
vivan bien, porque el valor de una vida se mide por las vidas que toca. Quienes optan por ser felices,
deben ayudar a que otros encuentren la felicidad, porque el bienestar de cada uno se halla unido al
bienestar de todos.

“Dios les conceda la gracia del éxito en sus vidas, al compartir cuanto les da”.

CUENTO DE LA CEBOLLA

Había una vez un huerto lleno de hortalizas, árboles frutales, y toda clase de plantas. Como todos los
huertos, éste tenía mucha frescura y agrado. Por eso daba gusto sentarse a la sombra de cualquier
árbol a contemplar todo aquel verdor y escuchar el canto de los pájaros. De pronto, un buen día,
empezaron a nacer unas cebollas centelleantes, como el color de una mirada, el color de una sonrisa
o el color de un bonito recuerdo.
Después de algunas investigaciones sobre la causa de ese resplandor, resultó que cada cebolla tenía
adentro, en el corazón, una piedra preciosa. Ésta tenía un topacio, la otra un rubí, aquélla una
esmeralda... ¡Una maravilla! Por alguna incomprensible razón, se empezó a decir que aquello era
peligroso, intolerable, inadecuado y vergonzoso...

Total, que las bellísimas cebollas tuvieron que esconder sus piedras preciosas en capas y capas cada
vez más oscuras y feas, para disimular cómo eran por dentro, hasta que empezaron a convertirse en
unas cebollas de lo más vulgar.
Pasó entonces por allí un sabio al que le gustaba sentarse a la sombra de los árboles del huerto y que,
sabía tanto, que entendía hasta el lenguaje de las cebollas, y empezó a preguntar una por una:

- ¿Por qué no eres por fuera, como eres por dentro?


Y ellas iban respondiendo: - Me obligaron a ser así. - Me fueron poniendo capas. - Incluso me puse
algunas para que no dijeran nada.
Algunas tenían hasta diez capas y casi no se acordaban de por qué se pusieron las primeras.

Al final, el sabio se puso a llorar; y, cuando la gente le vio llorando, pensó que llorar ante las cebollas
era propio de personas inteligentes: Por eso, aún hoy, todos siguen llorando cuando una cebolla nos
abre el corazón.

“¿Cuántas capas tienes tapando tu interior?

Tabla 1. Copiar al cuaderno para contestar

Elementos Relato 1. Comparte tu Relato 2. La cebolla


maíz
1 Personajes
2 Ambiente
3 Tiempo transcurrido
4 Tipo de narrador
5 Planteamiento
6 Nudo
7 Desenlace

Actividad: Evidencia
En esa actividad pondrás en práctica todos los conocimientos aprendidos.
Recuerda que, para elaborar un relato, necesitas cuidar los siguientes detalles:
1. Con el tema: ¿Cómo has vivido la cuarentena? elabora tu relato.
2. Dale un título que sea breve, acorde al tema y que llame la atención.
3. Respeta la estructura del texto. (Planteamiento, desarrollo, nudo y desenlace)
4. Incluye personajes, lugares y una descripción de ellos.
5. Utiliza un vocabulario respetuoso y acorde al tema.
6. En esta ocasión, la extensión será de 1 cuartilla como máximo.
7. Los párrafos deben ser de 6 renglones como mínimo.

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