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Universidad Nacional de Mar del Plata

Facultad de Humanidades

Departamento de Historia

Materia: Historia Universal Medieval

Segundo Parcial. Consigna Teórica.

Año: 2020

Alumno: Agustina Sabatini

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Para la primera parte de la consigna dada, se utilizará el texto de Elizabeth Brown, “La
tiranía de un constructo: el feudalismo y los historiadores de la Europa medieval”
(1998). Feudalismo, un término cargado de simbolismo y referencias, ha traído lugar a
numerosos inconvenientes. Tal vez, como cualquier otra expresión creada bajo la
subjetividad humana, no escapa a la problemática general de saber a qué se refiere, qué
incluye y qué no, qué período de tiempo abarca y en dónde, entre otras preguntas que
muchos historiadores han comenzado a hacerse. “Uno de los primeros estudiosos que
comentó este problema (…) fue Frederic William Maitland” (1998:240) nos indica
Brown. Otros tantos eligieron jamás emplear la expresión “sistema feudal” ni
“feudalismo” para no caer en la problemática referida. Se han atribuido los más diversos
significados al término: “algunos lo empleaban para designar un sistema de gobierno,
otros para referirse a las condiciones que se desarrollaron a medida que fue
desapareciendo el poder público” (1998:241). Volviendo a Maitland, éste entiende que
Inglaterra, por poner un ejemplo, nunca experimentó “el desarrollo característico de lo
que puede denominarse con propiedad un sistema feudal” (1968:67); sin embargo, el
propio autor cae en la trampa advertida y terminar por equiparar “feudalismo” y
“sistema feudal”, como si de una misma palabra se tratara. Distinto es el caso de
Richardson y Sayles, quienes denuncian las voces “feudal” y “feudalismo” como la
“moneda más desafortunada que jamás se haya puesto en circulación para corromper el
lenguaje de los historiadores”. Nuevamente se repite algo parecido que con Maitland;
confiesan que no pueden liberarse de estos términos y deben convivir con ellos. “Hasta
sus más fervientes defensores están dispuestos a reconocer las dificultades asociadas al
uso del término” (1998:248), dice Brown. Al mismo tiempo, advierte que la mejor
definición sería la que contribuyera a convertir el material sobre las instituciones
medievales en un cuerpo coherente, citando a Cheyette. Podemos tomar la amplia
perspectiva adoptada por nuestro conocido Bloch, al decir que feudalismo es: “un
campesinado sometido; un uso muy extendido de la tenencia a cambio de servicios; la
supremacía de una clase de guerreros especializados; unos lazos de obediencia y
protección que ligaban unos hombres a otros…” (1939:249). Algunos años después,
Duby afirma –un tanto dubitativo- que “aquello a lo que se llama feudalismo” posee
dos aspectos fundamentales: el político (que supone la disolución de la soberanía) y el
económico (la constitución de una red consistente de dependencia que abarca todas las
tierras y, por medio de éstas, a sus poseedores) (1958:643). Otra visión ve en el
feudalismo la destrucción del Imperio Franco con la desaparición de las instituciones

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obsoletas. Hay algo en que todos estamos de acuerdo: no existe ni “feudalismo clásico
ni perfecto”. Ganshof lo define como un “conjunto de instituciones que crean y rigen
obligaciones de obediencia y servicio por parte de un hombre libre, llamado vasallo,
hacia un hombre libre llamado señor, y obligaciones de protección por parte del señor,
respecto del vasallo” (Aguadé Nieto, 2002:363). Probamente, los autores citados tengan
parte de razón y todas sus definiciones confluyan en un significado acotado, pero
ampliamente característico: feudalismo.

Con respecto a la relación entre las Segundas Invasiones y el desarrollo del feudalismo,
hay una preponderante correlatividad. Tomando como eje de referencia el manual de
Rodríguez et al (2018) podemos afirmar que dichas invasiones suceden en un período
de dificultad de la dinastía carolingia; éstas no hicieron más que agudizar la crisis de
legitimidad al demostrar su incapacidad militar en la defensa del territorio. Aquí la
palabra defensa ocupará un papel principal para comprender el avance de los vínculos
feudales. No quedan dudas que factores exógenos (sumados a la falta de cohesión
interna) conyugaron en la caída del Imperio de Carlomagno. Ataques de los vikingos
por el norte, musulmanes desde el sur y húngaros por el sudeste, dieron lugar a una
perspectiva de invasión “más violenta” que las acaecidas por los romanos siglos atrás.
Hay un factor determinante en este siglo: los atacantes no deseaban, al menos en
principio, tierras. Siendo el botín el único objetivo a través de los ataques y saqueos, la
única manera de contrarrestar dicha situación era por vía militar, algo decadente en la
agonizante dinastía carolingia. En Rodríguez et al se indica que, “el poder fragmentado
se ejercía en espacios territoriales que correspondían a la misma jurisdicción, pero no
respondían necesariamente a una estructura de mayor autoridad” (2018:279). ¿Qué
quiere decir esto? Que los condes, progresivamente, comenzaron a actuar en forma
autónoma, incluso llegando a conceder tierras a sus vasallos en concepto de feudos.
Estos feudos se volvieron posesiones hereditarias, convirtiéndose en reales estructuras
de producción que permitían la extracción del excedente campesino. Al mismo tiempo,
el castillo pasó a ser no sólo un modelo de mayor concentración económica, sino
también de mayor seguridad ante los desprevenidos ataques. La relación clásica podría
darse entre un señor de importancia nobiliaria superior y otro de rango inferior, que le
confería ayuda militar a cambio de consejo. El señor, de esta manera, se aseguraba la
posibilidad de cobros de múltiples derechos, que terminaban siempre por recaer sobre el
campesinado, altamente agobiado y cada vez más arruinado. Y este período, en palabras

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de Rábade Obradó, “…no se lo puede identificar como una simple etapa de transición,
es evidente que fue mucho más que eso” (2016:107)

Con respecto al feudalismo y el desarrollo comercial y urbano, también podemos


encontrar una significativa correlatividad. Luego de transitar cientos de años marcados
por la caída definitiva de la dinastía carolingia, la desintegración del imperio y
fragmentación posterior y el terror de las segundas invasiones, el siglo XI se caracteriza
por un contexto de crecimiento económico y estabilización de diversos factores. Sin
embargo, Aguadé Nieto (2002) indica un marcado retroceso en la presencia del poder
real junto con una amplia dificultad económica; necesitó de una especialización
paulatina de sus funcionarios. Lo mismo sucedió en el plano local: orden, cobro de tasas
y reclutamiento de tropas fueron algunas de las características principales. Los señores
feudales, en la búsqueda de nuevas formas de explotar al campesinado, introducen las
“banalidades”, es decir, la utilización de ciertos instrumentos o trabajos a cambio de una
renta. El excedente fue aprovechado para comercializarse, potenciado por la apertura de
nuevas rutas de intercambio a partir de Las Cruzadas. También hubo un incremento de
la demanda, seguido de un crecimiento demográfico. Paralelamente, el resurgimiento y
la expansión de la vida urbana posibilitaron la eclosión de un nuevo grupo social: la
burguesía. El despegue económico favoreció la movilidad social y esto fue aprovechado
por dicho sector. Nobleza o reyes favorecían a estos grupos, ya que eran una potente
fuente de ingresos a través de los impuestos. Sin embargo, las ventajas serán mutuas:
ayuda económica para unos, libertades para otros. Estrechamente ligado con esto se
encuentra la aparición de los gremios. La urbanidad trajo como contrapartida la
marginalidad y la pobreza. Al mismo tiempo, la moneda (2018:338) permitió agilizar el
intercambio de bienes y la acumulación de reservas. En síntesis, el instrumento para
lograr todo ello fue la instauración del vínculo feudal de vasallaje, a partir de la
obtención de franquicias o libertades urbanas y su punto culminante termina por ser la
obtención de la autonomía materializada en el municipio.

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