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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA ANTIGUA – 2º Cuatrimestre 2021

Clase teórica 5
Prof. parte I: Esteban Bieda
Prof. parte II: Pilar Spangenberg

Parte I: Introducción a la tragedia griega

Parte II: Protágoras de Abdera

Índice analítico de temas de la parte I


[El momento histórico de la tragedia. La dimensión política de la tragedia. La tragedia como vehículo de educación y
formación ciudadana. La educación ateniense. Épica, lírica y teatro. La tragedia como puesta en cuestión de la
tradición. Los temas de las tragedias: las reescrituras de los mitos tradicionales. Componentes de la tragedia: el “error
trágico” (hamartía), la hýbris, el conflicto trágico, la peripecia. Retórica y tragedia. Eurípides: el “filósofo escénico”
y la sofística. El filicidio de Medea. Edipo y Sócrates]

Índice analítico de temas de la parte II


[Protágoras en el diálogo Protágoras, de Platón. La enseñanza de la técnica política. Objeciones socráticas. El mito de
Prometeo y el lógos explicativo. Protágoras y la democracia ateniense. De la técnica política (téchne politiké) a la
virtud-excelencia política (aretè politiké). El modelo de Protágoras vs. el modelo tecnológico platónico. La donación
de Protágoras y la donación de Zeus]

Parte I: Introducción a la tragedia griega

En la presente clase analizaremos someramente el momento histórico de la tragedia griega clásica


y sus vínculos con el mundo griego. Intentaré situar la tragedia ateniense del siglo V a.C. en el
sendero histórico recorrido por una cultura que transitaba el traspaso de una sociedad cimentada en
una tradición mítica-religiosa hacia un nuevo mundo organizado según la razón y sus mediaciones.
Luego de ello, avanzaré sobre algunos tópicos filosóficos que pueden ser hallados en la obra de
Sófocles y de Eurípides

I. El momento histórico de la tragedia en Atenas

Como sabemos, el auge de la tragedia griega ocurre durante el siglo V a.C. en Atenas,
paralelamente al momento de mayor expansión y consolidación del sistema democrático. Hay un
aspecto fundamental en el que la democracia se relaciona con la tragedia: no puede concebirse la
existencia de la tragedia sin un sistema democrático. La tragedia es paralela a la aparición del
sistema democrático en Grecia. Durante los siglos VII y VI a. C. –es decir, en el momento en que
está surgiendo la filosofía presocrática y el género literario de moda es la poesía lírica– Grecia en
general, y Atenas como ciudad estado en particular, están sufriendo un proceso de luchas
permanentes entre la aristocracia y las clases populares. Esta lucha se da por la posesión de la tierra
y por el detentamiento del poder político, que están ambos en manos de la aristocracia. Las clases
populares generan lo que en griego se llama stásis. Stásis significa sedición, revuelta civil.
Permanentemente, a lo largo de estos dos siglos, el pueblo –lo que podríamos llamar el
campesinado- genera permanentes stásis en demanda de derechos políticos, en demanda de mejoras
económicas. En este contexto de crisis surge como régimen político la tiranía. La tiranía es lo que
podríamos llamar una solución de emergencia ante la revuelta popular. El tirano es efectivamente
un líder popular, que asume la causa del pueblo y enfrenta a la aristocracia. Toma el poder
inconstitucionalmente y monopoliza durante muchos años la vida política. Eso es un tirano. En el
caso de Atenas, ese tirano importantísimo fue Pisístrato. Pisístrato gobernó en Atenas del 546 al
528 a. C. Con Pisístrato hubo un gran impulso para la economía urbana, un importante desarrollo
económico y fue un gran mecenas. En general, todos los tiranos eran grandes mecenas de los
artistas. Además, Pisístrato impulsó y fomentó la religiosidad popular: hace incluir las expresiones
religiosas marginales en el sistema de la religión oficial, en detrimento del culto de los héroes que
es siempre un culto aristocrático. Pisístrato es el que ordena por primera vez poner por escrito la
Ilíada y la Odisea.

Muerto Pisístrato, sus hijos asumen el poder, pero el pueblo quiere retomar el dominio de la
situación política. En el 507 a.C. Clístenes expulsa las últimas facciones de los tiranos e instaura la
nueva constitución democrática. No es cualquier democracia la democracia griega. En la
democracia griega el ciudadano participa directamente en la cosa pública. Participa en la justicia,
en la legislación y en el gobierno, esto es, en los tres poderes. No hay delegación de su capacidad
de decisión en terceros, es decir, no hay democracia representativa, sino que el ciudadano asume
directamente y en forma rotativa el poder judicial y el poder legislativo, es decir, la Asamblea
(ekklesía) y los Tribunales (dikastérion). En Atenas había seis mil jueces por año, que eran elegidos
rotativamente entre los ciudadanos mayores de treinta años. Todos alguna vez en su vida –se podía
ser magistrado solamente dos veces en la vida y durante un año cada vez– habían cumplido
funciones ejecutivas, legislativas o judiciales. Todos los ciudadanos de Atenas tienen ciudadanía
completa, esto es, tienen derecho a elegir y a ser elegidos. Gozan, a su vez, de dos cuestiones
fundamentales y novísimas para la cultura occidental: la isonomía y la isegoría. La isonomía es la
igualdad ante la ley, concepto que para nosotros es más que conocido, pero que en este momento
aparece como concepto. Todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Y la isegoría implica que
todos los ciudadanos son libres de hablar en público y ser escuchados, tienen derecho a hacerse
escuchar. Tenemos que tener en cuenta que esta democracia ateniense del siglo V se da en un
contexto de gran auge económico, de hegemonía de Atenas en Grecia por sobre las otras pólis y en
contexto de haber vencido al enemigo externo, los Persas, en las Guerras Médicas de principios del
siglo V, en las batallas de Maratón y Salamina. Por lo tanto, la democracia es posible en una serie
de circunstancias históricas muy particulares. En este contexto político nuevo hay, además de
isonomía e isegoría, una amplia parresía, es decir, libertad de expresión. No solo tengo derecho a
hacerme oír, sino también a decir lo que se me ocurra. Solo en este contexto puede aparecer la
tragedia. Porque la tragedia es una obra de arte, es un género literario donde se ponen en cuestión
por primera vez los valores íntegros de la sociedad como conjunto y del individuo en particular. La
tragedia es la puesta en cuestión de todo. Solo en un régimen democrático es entendible la
existencia de un género literario como la tragedia. De inmediato volveré sobre esto.

Resulta evidente, por lo dicho, que el rol desempeñado por la producción trágica en el seno de la
Atenas del siglo V no se limitaba, ni mucho menos, al entretenimiento per se. Muy por el contrario,
la representación trágica era parte del culto a la divinidad, un acontecimiento sagrado con su lugar
fijado en el calendario religioso de Atenas y marcado como sagrado por los ritos que de hecho lo
rodeaban, a tal punto que durante el festival se suspendían las actividades profanas de la
comunidad. Desde el punto de vista del ciudadano, la importancia del culto dionisíaco hacía de la
asistencia al teatro una actividad incuestionable. Desde el punto de vista de los artistas –actores,
tragediógrafos y comediógrafos– las Grandes Dionisias resultaban una instancia de reconocimiento
y eventual consagración que motivaba notablemente la participación en ellas. Estas festividades
duraban seis días y en los últimos tres días se realizaban las representaciones trágicas. Era a fines
de marzo y principios de abril, esto es, en primavera. En Grecia en primavera el clima es

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espectacular y esto implicaba una participación multitudinaria en las festividades. El santuario de
Dioniso estaba en la ladera meridional de la Acrópolis. Junto al santuario de Dioniso, en la ladera
meridional de la Acrópolis, se situó el teatro de Dioniso. Teatro en griego se dice théatron. Había
una preselección de obras que iban a concursar: tres tragedias y un drama satírico por autor. Durante
tres días se representaban y, al finalizar el tercer día, diez jueces decidían quién era el ganador. Los
jueces eran sorteados uno por cada tribu, es decir, por cada una de las cincuenta comunas en las
que se dividía la ciudad de Atenas. El premio era una corona de hiedra.

Es por ello que cada año concurrían a Atenas, pólis consagratoria, numerosos poetas extranjeros
para conquistar la fama. Las representaciones no pasaban, pues, desapercibidas para los
ciudadanos, sobre todo debido a la magnitud del acontecimiento y a su alcance en el plano artístico,
religioso y político. En palabras de J.-P. Vernant: “la tragedia no es sólo una forma de arte: es una
institución social que la ciudad, por la fundación de los concursos trágicos, sitúa al lado de sus
órganos políticos y judiciales”. También en palabras del propio Vernant, la ciudad se transformaba
en un gran teatro. Pero la importancia de los festivales también puede percibirse desde el punto de
vista de la clase dirigente: una de las funciones primordiales del arconte ateniense era la
organización del evento en el que se representarían las obras.

La importancia de las Grandes Dionisias no descansaba únicamente en su dimensión artística, sino


que contribuían de hecho a la formación y desarrollo de los ciudadanos atenienses como atenienses.
La educación de esta ciudadanía era fundamental hacia mediados del siglo V en función de lo que
decía a propósito del régimen de gobierno adoptado por Atenas: la “demokratía”. El órgano central
de esta demokratía era la “asamblea” (ekklesía), en la cual todos los ciudadanos votaban y decidían
los destinos de la pólis. De esta forma de democracia dice Aristóteles que “… todos participan del
gobierno a causa de la superioridad de la multitud, y viven en comunidad y son ciudadanos incluso
los pobres, ya que pueden ejercer el ocio <creativo> debido a que reciben un sueldo […]. Por ello,
la fuerza soberana de este régimen es la multitud de los de menos recursos y no las leyes” (Pol.
1293a3; 1293a9). La descripción aristotélica de la demokratía hace especial hincapié en la
participación de la multitud en el gobierno sin importar su eventual pobreza. Esto coincide, no
casualmente, con el cuadro que Tucídides hace pintar al mismísimo Pericles ante la asamblea de
ciudadanos: “disponemos de un régimen político que no emula las leyes de los vecinos, pues
somos, más que imitadores de los otros, un modelo para algunos. A su nombre, puesto que se
gobierna no para pocos sino para muchos, lo denominamos ‘demokratía’ […]. Tampoco nadie, en
su pobreza, queda apartado por la oscuridad de su categoría, si puede hacer algún bien a la ciudad.
Respecto de los asuntos referentes al común, ejercemos nuestra ciudadanía libremente” (II.37.1.1-
4). En la medida en que es la multitud de ciudadanos (i.e. varones mayores de edad hijos de padre
y madre atenienses; quedaban afuera las mujeres, los niños, los metecos –extranjeros
‘nacionalizados’– y, desde ya, los esclavos) la que conforma la asamblea que eventualmente habrá
de decidir los destinos de la pólis, la educación de dicha multitud resultaba fundamental para los
intereses comunes. Así, si el rasgo dominante del ciudadano común en esos años de democracia
era la participación, resulta evidente la necesidad de que el pueblo esté al tanto del funcionamiento
de los órganos estatales, ya que es en sus manos donde recae el gobierno y la administración de la
pólis. El carácter de pueblo educado de los atenienses es una de las características remarcadas por
Pericles en la “Oración fúnebre” –por los caídos en los primeros años de la Guerra del Peloponeso–
donde contrapone la educación (paideía) griega con la lacedemonia: “en lo que se refiere a la
educación, mientras que ellos, ya siendo jóvenes, se ocupan en la virilidad mediante un penoso
entrenamiento, nosotros, aun cuando vivimos relajadamente, no nos enfrentamos con menos valor

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a peligros equivalentes […]. Amamos, con sencillez, la belleza y amamos, sin relajación, la
sabiduría” (II.39.1.6 ss.; 40.1.1). Los pasajes citados dan cuenta de que la formación del conjunto
de ciudadanos era un tópico que recorría el imaginario ateniense.

Es importante precisar, en este punto, a qué aludo con el término “educación”. A mediados del
siglo V la educación consistía en la formación del cuerpo mediante la gimnasia y la del alma
mediante la música. Este modelo educativo ‘clásico’ perduró hasta fines del siglo V, cuando una
tercera dimensión de la enseñanza irrumpió novedosamente: la educación basada en las letras
(grámmata). En las Grandes Dionisias del año 423 a.C., el Discurso Bueno de las Nubes de
Aristófanes añora los viejos tiempos de la generación de Maratón, cuando los jóvenes asistían
donde el maestro de cítara y de gimnasia. El Discurso Malo, que acabará triunfando en el agón que
se entabla para dirimir quién educará a Fidípides, sostiene la importancia de la lengua (glôtta):
“dice este individuo que los jóvenes no deben ejercitarla y yo digo que sí” (1059). El hijo acabará,
como es sabido, golpeando ferozmente a su padre. La riña se inicia debido a que Fidípides se ha
negado a recitar a Simónides y a Esquilo –representantes de la antigua educación– y en su lugar
recita a Eurípides, uno de los “más nuevos” y “el más sabio”. El hecho de que Fidípides recite a
Eurípides en lugar de Esquilo no sólo da cuenta del supuesto vínculo entre Eurípides y la sofística
–cosa que abordaré más adelante–, sino que también apunta a la difusión de la lectura de los textos
trágicos. Esto ha quedado plasmado en la famosa recomendación del Coro de Ranas, también de
Aristófanes, a Esquilo y Eurípides promediando el agón entre ambos: “y si lo que temen es que
haya alguna clase de ignorancia en este público hasta el punto de no entender las sutilezas, en forma
alguna lo teman. Porque eso, ahora, ya no es así. <Ahora> ya han hecho muchas campañas y cada
uno con un libro aprende lo que es sabio. Sobresalen sus naturalezas y ahora están bien despiertas.
Nada teman, pues. Al contrario: por lo que hace al público, inténtenlo todo: en verdad son sabios”
(1109-1118). Los textos escritos habrían de formar parte de la educación propuesta por los grandes
filósofos del siglo IV. Si bien es probable que el común de la ciudadanía supiese leer y escribir,
ello no implica que las tragedias y comedias clásicas hayan sido sus objetos de lectura: para eso
estaba el teatro. Sin embargo, sí nos da la pauta de que las elites ilustradas tenían acceso efectivo
a textos filosóficos, históricos, literarios y científicos en general. Así, en tiempos de Aristóteles la
lectura es considerada no sólo un método de enseñanza superior a la música, sino también el medio
para acceder a conocimientos ulteriores: “por eso, los que en primer lugar introdujeron la música
en la educación no lo hicieron como si fuese algo necesario –pues no lo es en absoluto– ni útil
como lo son las letras para los negocios, para la administración de la casa, para el aprendizaje y
para múltiples actividades políticas” (Política 1338a13-17). En coincidencia con el Coro de Nubes,
para Aristóteles la ignorancia deviene aprendizaje gracias a las letras. Ahora bien, si la lectura de
textos técnicos era privativa de las elites intelectuales, ¿en qué consistía la formación general de la
multitud? No me interesa tanto cómo un hombre aprendía su oficio, sino más bien de dónde recibía
su formación en tanto ciudadano, en tanto ateniense. En definitiva, cómo un hombre devenía un
griego y cómo un griego devenía, en referencia al ámbito espacio-temporal-cultural que nos
interesa, ateniense. Es por ello que debemos acotar el término “educación” a la formación integral-
cultural de la persona en tanto miembro de la comunidad política a la que pertenece, formación que
se llevaría a cabo en al menos dos planos: uno privado y otro público –si bien no, éste último,
materializado en una institución específicamente dedicada a la educación.
En cuanto al ámbito privado, los sofistas se presentaban como maestros o tutores capaces de
enseñar todo lo necesario para un mundo que poco a poco abandonaba sus filiaciones religiosas y
se volcaba paulatinamente hacia estándares más o menos racionales. Como consecuencia de las
llamadas Guerras Médicas, numerosos “sabios” de la zona de Jonia se vieron obligados a migrar a

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Atenas debido a la invasión persa. De este modo, un importante número de pensadores se instaló
en la cuna del futuro Imperio. Por otra parte, la guerras contra los persas también despertaron ciertas
inquietudes nacionalistas-patrióticas-comunitarias que hasta ese momento se hallaban ausentes en
el imaginario griego arcaico (eminentemente rural y construido sobre la base de ritos y mitos de
cuño fundamentalmente religioso). La necesidad de unirse contra el enemigo habría puesto a la
ciudad, a lo común, a un modus vivendi que la barbarie amenazaba con derribar, por encima de los
intereses particulares. Pero esta unción de la pólis ateniense no fue la única devoción que despertó
la guerra. Hombres como Pitágoras comienzan a ser vistos como superiores no a causa de sus
riquezas, de su fuerza o de su linaje, sino debido a su sabiduría (sophía). El hecho de ver en aquellos
hombres la encarnación de una sabiduría que comenzaba a ser un valor preciado, hizo que muchos
intentaran acceder a ella: los sofistas aparecieron como respuesta a esta demanda de sophía. La
sofística encarnaría el arte de la palabra, la retórica, famosa por su capacidad para tornar falso lo
verdadero y verdadero lo falso. Pero los sofistas también se hicieron populares preciándose de
poder enseñar la virtud (areté) a cambio de una retribución en dinero, lo cual puede verse
claramente en las primeras páginas del Protágoras platónico (309a-319b). Pero piénsese que estos
“maestros de areté”, además de su tarea docente, profesaban una serie de teorías sobre diversos
temas que ciertamente atentaban contra los modos tradicionales de comprender la realidad. Esto
último sucede debido a que se distanciaban ferozmente de la creencia en los dioses homéricos-
hesiódicos, dadores de felicidad y de miseria, ordenadores de la realidad, demiurgos de los destinos
humanos; en definitiva, se distanciaban de la tradición. Este alejamiento de la tradición no fue
iniciado por los sofistas, sino consumado por ellos, dado que ni siquiera comenzó en el siglo V: es
a partir de la conformación de la pólis en los siglos VII y VI que, entre otras cosas, se deja de
considerar la tradición como una realidad inamovible e imposible de modificar. El mismo
Protágoras de Abdera sostenía, al tiempo que impartía sus enseñanzas, que “sobre los dioses, no
puedo decir ni que existen ni que no existen”, lo cual le habría valido el destierro y la quema pública
de sus libros. Súmese a este tipo de agnosticismo su famosa teoría del “homo mensura” que, al
hacer del hombre la medida de todas las cosas, parecía ubicarlo en lugar de los dioses ausentes.
Otro ejemplo es el de Anaxágoras de Clazomene, de quien, junto con Protágoras y Pródico, se dijo
que habría sido maestro de Eurípides. La física de Anaxágoras afirmaba no sólo que la luna no
tenía luz propia y que le venía del sol (DK B 18), sino que también aseguraba que éste último,
contra lo que usualmente se creía, no era un dios, sino una roca gigante e ígnea (DK A 42). El
principio rector del kósmos tampoco serían los dioses tradicionales, sino lo que llama “noûs”,
“inteligencia”. De quien profesaba estas opiniones se decía, repitámoslo, que había sido maestro y
amigo de Eurípides, en cuyas obras es posible rastrear elementos propios del pensmiento de
Anaxágoras: “pues el intelecto (noûs) es un dios para cada uno de nosotros” (fr. 1018); en el fr.
783 llama al Sol “terrón (o bola) dorado”. Agreguemos a esto que Eurípides también habría estado
en contacto con Sócrates –de quien se dice que “componía junto con Eurípides” (Diógenes Laercio
II, 18)– y recordemos, al mismo tiempo, las referencias que Sócrates hace a Anaxágoras en el
célebre pasaje conocido como “autobiografía” en el Fedón platónico (97c ss.). Eurípides, Sócrates,
Protágoras y Anaxágoras fueron víctimas, asimismo, de la reacción conservadora contra la
Ilustración, cuya manifestación más elocuente fueron los procesos seguidos contra intelectuales
por motivos religiosos sobre la base del llamado “Decreto de Diopites”, sancionado en 432 a.C.:
“por este tiempo < justo antes de iniciarse la Guerra del Peloponeso> Diopites publicó un decreto
para acusar a quienes no creían en lo divino o enseñaban discursos sobre los fenómenos celestes”
(Plutarco, Vida de Pericles, 32.2-3). Así los casos de Sócrates –condenado y ejecutado–,
Anaxágoras –condenado y desterrado–, Diágoras –condenado y fugado–, Protágoras –condenado
y desterrado o fugado– y el mismo Eurípides –único caso entre los famosos para quien la acusación

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no prosperó–. Decir que las conexiones entre estos personajes es casual resulta demasiado
simplificador.

Sin ahondar demasiado en una cuestión que sin duda merece un estudio aparte, lo cierto es que a
lo largo de la segunda mitad del siglo V comienza a constituirse en Atenas una comunidad
intelectual, ilustrada, dedicada no sólo a la vida contemplativa, sino también a la educación de los
ciudadanos, ya sea desde el ámbito de la sofística (v.g. Protágoras), desde la filosofía (Sócrates) o,
como veremos a continuación, desde el teatro (los trágicos). El otro ámbito encargado de la
formación del ciudadano ateniense no era privado, como en el caso de las ensañanzas de los
sofistas, sino público: el teatro.

II. La tragedia griega del siglo V a.C.

La tragedia es la que se considera una de las cuatro grandes creaciones del pueblo griego, todas
ellas actuantes en nuestra sociedad contemporánea. Una de ellas es la política, otra es el deporte,
otra la filosofía y, finalmente, el teatro. El teatro es una obra de arte y la obra de arte es, ante todo,
simbolización. A diferencia de la filosofía, en la que las preguntas y las respuestas a una
determinada cuestión se exponen teóricamente, en la obra de arte los planteos se presentan
poéticamente. Pero eso no quiere decir que no se esté dando, desde el arte, una respuesta a
interrogantes propios también de la filosofía: ¿qué es un ser humano? ¿qué es el bien? ¿qué es la
verdad o la belleza? ¿cómo se organiza el mundo? De modo que en la tragedia vamos a encontrar
varios planteos que, en lugar de tratados teóricamente, van a ser puestas en acto, actuados
poéticamente.

Situemos a la tragedia cronológicamente en el contexto de la aparición de los géneros literarios en


la Grecia del primer milenio antes de Cristo. Cronológicamente el primer género literario que
aparece es la épica, las grandes epopeyas. La épica es la narración en verso de las hazañas de los
dioses y de los héroes del mito, en un tiempo que está fuera del tiempo –que es el tiempo mítico–,
que el hombre inserta dentro del tiempo histórico. Los grandes poemas épicos se crean entre el
siglo X y el siglo VIII a. C., pero recién se ponen por escrito en el siglo VI a. C., es decir, un siglo
antes de la aparición de la tragedia. Sabemos que de todo el enorme material de los poemas épicos,
solo nos han llegado completas la Ilíada y la Odisea. El segundo género literario que aparece
cronológicamente es la lírica. En toda la lírica griega siempre hay canto. Cronológicamente la lírica
aparece en el siglo VII a. C., y el gran apogeo de la lírica se da en los siglos VII y VI a. C., es decir,
contemporáneamente a la aparición de la filosofía presocrática. La característica diferencial de la
lírica es el reemplazo de la narración de hechos objetivos, exteriores al poeta, por la expresión de
la subjetividad, del yo del autor o del intérprete que aparece por primera vez en la cultura
occidental. A fines del siglo VI a.C. aparece en Grecia el teatro. El tema del origen del teatro –
tragedia y comedia– es un tema muy largo, sumamente complejo y todavía hoy en día
controvertido. A fines del siglo VI y principios del V a. C. ya están operando en Atenas tres especies
dentro del género dramático, que surgen del ritual, de los himnos a los héroes, y demás. Ya están
operando la comedia, el drama satírico y la tragedia.

En la tragedia aparece un nuevo relato del mito heroico, porque de hecho la materia prima de la
tragedia son los mismos relatos míticos de los héroes que aparecían en la épica. Pero estos héroes
que ahora van a aparecer en escena ya no son modelos de perfección para la comunidad. Por el
contrario, los héroes están puestos en duda, cuestionados, problematizados. La sociedad ateniense

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es una sociedad en transición, por lo que comienza a rechazar estos modelos en cuanto a sus
prácticas sociales, sus formas de religiosidad, su comportamiento político o sus valores
individuales. Nuevamente, solo en democracia y ante una amplia libertad de expresión es posible
poner en duda los fundamentos de la sociedad en la que uno vive, sin que esto se transforme en
algo peligroso para el orden establecido.

Esta puesta en duda de la tradición materializa lo dicho antes a propósito del teatro como una
especie de instancia educativa pública, no formal, para la ciudadanía ateniense. No es descabellado
suponer que el espectador, en ciertas ocasiones, debe de haber dejado el teatro con el sentimiento
de que ciertos valores le habían sido recomendados como preferibles a otros. En su análisis del
tratamiento platónico de la poesía en República, en un libro llamado La musa aprende a escribir
Eric Havelock ha hablado de “la poesía como reserva de comunicación”, haciendo referencia al
arte poético como reservorio y enciclopedia de las tradiciones, reservorio que Platón critica y
pretende alterar con ahínco. Ahora bien, ¿por qué podría haber interesado tanto a Platón sentar las
bases de la producción artística, más particularmente poética, en el ámbito de la pólis? ¿Cuán
relevante era para el manejo, control y funcionamiento político lo que se exhibiera en el teatro?

– Muy bien –dijo <Calias>– una vez que cada uno de vosotros también diga lo que considera útil,
entonces yo mismo no me rehusaré a manifestar el arte mediante el cual realizo esa tarea. Pero ahora
decí vos, Nicerato, de cuál ciencia sos más entendedor.

Y él dijo:

– Mi padre, que se preocupaba por que yo llegase a ser un buen hombre, me obligó a aprender todos
los versos de Homero, e incluso ahora podría recitar enteras de memoria la Ilíada y la Odisea
(Jenofonte, Banquete, III 5-6).

Sobre esta base, lo siguiente es comprensible:

En tal caso, ¿hemos de permitir que los niños escuchen con tanta facilidad mitos cualesquiera forjados
por cualesquiera autores, y que en sus almas reciban opiniones en su mayor parte opuestas a aquellas
que pensamos deberían tener al llegar a grandes? Primeramente parecería que debemos supervisar a
los forjadores de mitos […]. Y persuadiremos a las nodrizas y a las madres para que cuenten a sus
niños los mitos que hemos admitido, y con estos modelaremos sus almas mucho más que sus cuerpos
con las manos. Respecto a los que se cuentan ahora, habrá que rechazar a la mayoría (Platón,
República 377b5-c5).

Platón detecta que la ciudadanía ateniense resultaba permeable a los relatos poéticos. El motivo
por el cual el Dioniso de las Ranas de Aristófanes emprende su descenso al Hades tras la muerte
casi simultánea de Sófocles y Eurípides es que la pólis se ha quedado sin poetas, al menos sin
poetas que valgan la pena. La misión de Dioniso consiste en organizar un certamen que determine
quién es el mejor, entre Esquilo y Eurípides, y de ese modo resucitar al más conveniente educador
de la pólis.

Ya he dicho que en la Atenas del período clásico no existía algo así como la educación formal, por
lo cual, para los ciudadanos promedio, el teatro trágico era una parte importante de su aprendizaje
en tanto participantes activos de la democracia, es decir, del las reuniones masivas y del debate
abierto entre pares. Por encima de cualquier otra cosa, la poesía es una herramienta didáctica que

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sirve para trasmitir la tradición. Pero esto último no es del todo preciso: una de las características
salientes de la tragedia griega en general es la tensión en la que convive con la tradición, tensión
que se manifiesta en la reescritura de aquellos relatos tradicionales pero asimilando la nueva
realidad.

Hacia fines del siglo V, con el inicio de los conflictos en el Peloponeso (432-431 a.C.), el
sentimiento de armonía que había imperado desde el triunfo contra los persas comenzó a
resquebrajarse y los pilares que habían sostenido aquel mundo aparentemente idílico comenzaron
a ser cuestionados. Consecuencias de esta crisis fueron el relativismo, el subjetivismo e incluso el
nihilismo sofístico. Como veremos más adelante, Eurípides escribe cual un Jano bifronte: con la
mirada puesta tanto en aquel mundo en proceso de descomposición –basado en estándares
religiosos–, como en la nueva realidad, abierta al hombre, a sus potencias y capacidades racionales,
abierta a la decisión premeditada, abierta a la desmesura (hýbris) no como castigo sino como
elección.

III. Mito, tragedia y tradición

Por lo dicho, podemos contar con la relevancia que el teatro trágico tuvo en la Atenas clásica.
Ahora bien, ¿qué temas se trataban en las obras? ¿Es posible hablar de tópicos generales
compartidos por los tres grandes trágicos, o los temas eran más o menos arbitrarios y propios de
cada autor? Ciertamente esto último no llegó a suceder, plenamente al menos, entre los
tragediógrafos del siglo V. Si bien en sus orígenes las representaciones trágicas habían constituido
ritos agrícolas relacionados con los cambios de estación y de cosecha, el viraje que implicó la
guerra contra los persas hizo que a medida que el siglo V avanzaba, con Esquilo a la cabeza, la
tragedia se ensanchara hacia personajes como Hipólito, Penteo y Orestes, o, con la novedosa
inclusión de heroínas femeninas, a Medea, Andrómaca, Hécuba y Fedra, entre otros. Pero los temas
de estos nuevos dramas no eran, al menos no todavía, libres. Es decir, se seguía el repertorio narrado
por la tradición mítica épica que presentaba un cúmulo de fábulas populares cuya reescritura y
adecuación a los nuevos tiempos y a la nueva pólis encararon los trágicos. Esto explica la presencia
de historias como las de los llamados ciclos “troyano” y “tebano”, así como también las desventuras
de los argonautas, entre otros. La trama central de los relatos era por lo general conocida por los
espectadores, con lo cual el público ya sabía que Edipo era hijo de Yocasta y asesino de Layo
cuando se representó por primera vez el Edipo rey de Sófocles.

¿Qué había, pues, en estas reescrituras que pudiese resultar atractivo una y otra vez para los
asistentes al teatro? Ya hice alusión a la llamada “Ilustración” ateniense del siglo V como bisagra
entre una organización y justificación arcaica (mítica-religiosa-teológica) del kósmos y su
explicación racional (lógica-política-filosófica). Esta Ilustración ateniense fue un proceso de
progresiva intelectualización, racionalización y secularización, no solo del pensamiento filosófico,
sino también de la esfera política, artística y cultural en general. Lo que ahora me interesa es el
tratamiento que la nueva tragedia ática dio, en este sentido, a los mitos tradicionales.

Los tragediógrafos se relacionaron con la mitología en dos planos no casualmente contrapuestos:


por un lado, tomaron de semejante bagaje los tópicos de sus propias obras; pero, al mismo tiempo,
por otro lado, se distanciaron del modo clásico de tratar los conflictos. Es decir que, si bien la
tragedia retoma las vicisitudes de la épica, al mismo tiempo la cuestiona, la traspone, contribuyendo
así cierto espíritu reformador, encarnado en el plano de la filosofía por los debates sofísticos, y en

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la política por el afán jurídico y legalista tendiente a un orden social fundado en códigos y normas
positivas. Esta doble aproximación a la tradición, retomándola pero intentando modificarla y
superarla, habría hecho que el espectador se sintiera lo suficientemente cerca de los personajes de
las obras como para involucrarse en sus conflictos, al tiempo que, debido a la distancia temporal y
simbólica respecto de un mundo en retirada, tuviera también la posibilidad de cuestionar o asimilar
las innovaciones que las obras presentaban respecto de la tradición. La tragedia manifiesta este
nuevo modo de ver los tópicos heredados al encarnar el debate de una sociedad con su propia
tradición, con un pasado distante pero lo suficientemente presente como para cuestionarlo directa
y por momentos brutalmente.

El ciudadano ateniense del siglo V se caracteriza por la participación en el gobierno de la pólis en


tanto miembro de la asamblea democrática, por lo que su mirada sobre los conflictos dramáticos
presupondrá el tamiz propio de un auténtico ciudadano. Esta nueva mirada de este nuevo
espectador es lo que dará sentido a la producción trágica como tal, en la medida en que la tragedia
misma es un acontecimiento eminentemente político: la tragedia nace cuando se empieza a
contemplar el mito con ojos de ciudadano.

El movimiento de acompasada superación de la tradición que vengo comentado se va acelerando


desde los dramas de Esquilo hacia la obra de Eurípides, quien patentiza de manera más clara la
subversión de los estándares arcaicos. Los asuntos de la tragedia griega tenían que buscarse entre
las historias de la época de los héroes, y esta limitación sin duda entorpecía la índole moderna y
progresista de Eurípides, quien trató con nuevo espíritu las viejas historias. Como ejemplo de esto
último puede citarse la Helena de Eurípides, en la cual, a diferencia de la versión oficial (la
homérica), pone el énfasis en una leyenda alternativa, según la cual las huestes de Agamenón
fueron a Troya tras un espectro de Helena, pues la verdadera se hallaba en Egipto. De este modo,
Eurípides se suma a quienes, como Estesícoro y el sofista Gorgias, se dedicaron a reescribir
(“palinodia”) el mito de Helena intentando mostrar su inocencia.

Este “nuevo espíritu” encarnado de modo eminente por Eurípides apuntó más que nada a la
humanización del hombre, a un abordaje psicológico de los personajes prescindiendo –aunque no
siempre, desde ya– del influjo determinante de deidades idealizadas o del destino (moîra). Los
dioses sobreviven, pero ya no como únicos y exclusivos vértices organizadores del kósmos, sino
como partes integrantes de un mundo contingente y moralmente cambiante. Eurípides llegó a una
disensión con los mitos que le daban asuntos para sus tragedias y que cada vez se le hacían más
inciertos. Aunque no podía apartarse de las historias tradicionales de dioses y de héroes, sus
personajes trágicos aparecen despojados de su carácter heroico y descienden a la esfera ordinaria.
Ya Nietzsche en El origen de la tragedia había aludido a Eurípides como el “sacrílego”, en cuyas
manos muere el mito de cuño específicamente dionisíaco para dar lugar a las tramas racionales-
intelectuales-burguesas (apolíneas-socráticas) que habrían acabado con la esencia de la tragedia
griega. Más adelante (en el §VI) retomaré algunas particularidades de Eurípides, denominado ya
desde la antigüedad el “filósofo escénico” (skenikòs philósophos).

IV. Algunos temas nucleares de la tragedia

En cuanto a las temáticas generales de la tragedia, lo primero a tener en cuenta es que lo que se
pone en escena no es algo que se quiere contar sin más, sino algo que el autor quiere que se muestre
como problema. Esto que se pone en cuestión es fundamentalmente de dos órdenes: lo que

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podríamos llamar un plano “metafísico” o “existencial” y, por otro lado, un plano “socio-político-
cultural”. El alma del hombre consigo misma, por un lado, y el hombre en su contexto de
comunidad, por el otro. En cuanto al orden metafísico, lo trágico que aparece en escena es algo así
como una dimensión existencial del hombre, algo que existe en el hombre naturalmente. Es una
manera de situarse en el mundo y de preguntarse sobre su esencia y sobre su destino. El trasfondo
que da lugar a estas preguntas por el sentido es el problema fundamental de la tragedia, que es el
problema del sufrimiento humano. El héroe trágico se pregunta por qué sufre. Y podríamos decir
que ese sufrimiento tiene que ver con una doble brecha, con una doble separación, que aparta al
ser humano de otros dos planos de la realidad. Por un lado, hay una brecha que lo separa de la
naturaleza: el ser humano se ha separado de la naturaleza y ha creado la cultura. Pero siempre
pervive algo que, de algún modo u otro, lo ata a esa naturaleza, es decir, a esos elementos reflejos
o instintivos que, generalmente contrarios al orden cultural, obedecen a deseos e intenciones
condenables desde un punto de vista político: asesinatos, adulterio, engaños. El rol central de la
cólera en personajes como el Edipo de Sófocles o la Medea de Eurípides son fiel testimonio de
esto, así como también el deseo erótico irracional y desenfrenado de la Fedra de Eurípides.
Paralelamente a estos ‘bajos’ instintos que pugnan por arrastrar al ser humano hacia las esferas más
rústicas de su existencia, también encontramos en la tragedia una instancia que lo interpela desde
lo alto. Esta instancia suprahumana son las fuerzas que operan en el hombre y que están más allá
de su comprensión, que él se representa como poderosas, completamente distantes y ajenas,
inmortales, radicalmente separadas. Y, al mismo tiempo, de gran incidencia sobre su vida y sobre
la vida de su comunidad. Se trata del plano divino, que incluye tanto a los dioses como al destino
(moîra). Así, podríamos decir que la tragedia intenta representar el sufrimiento de un ser humano
en tensión entre la naturaleza y los dioses. Y el campo de batalla es el alma del hombre y la sociedad
en la que vive.

En cuanto al plano político-social, podríamos sintetizar su problemática diciendo que la sociedad


ateniense se plantea a sí misma en el teatro los problemas de su constitución como sociedad distinta
a la arcaica. Es una sociedad que se vuelve a plantear sus modelos de organización, sus valores,
sus leyes (pensemos en Antígona o en Edipo rey, de Sófocles), la importancia y el lugar de la
religión, el conflicto entre lo público y lo privado, la relación con otros modelos sociales, su
relación con otros estados fuera de Grecia (Los persas, de Esquilo, o Medea, de Eurípides). Para
que este héroe, desgarrado por la brecha que lo separa de los dioses y de la naturaleza, aparezca
como portador de lo trágico, deben darse una serie de condiciones.

La primera es lo que se llama la existencia de un error trágico, que es un concepto técnico


(hamartía) que Aristóteles discute en la Poética. Ante todo, la hamartía no es un concepto moral,
no es un pecado, sino una falla, un error cognitivo, una equivocación fundamentalmente en el plano
intelectual. Lo que implica la hamartía es que el ser humano es imperfecto, falla, se equivoca, se
desvía de lo correcto, se desvía de la verdad porque tiene un error de apreciación, no sabe dónde
está el bien. El verbo hamartáno, directamente relacionado con el sustantivo hamartía, significa
“errar”, en particular el errar del arquero cuando no da en el blanco. No es, como se ve, una falla
moral. Es como si fuera una realidad básica del hombre, algo intrínsecamente trágico en el hombre:
equivocarse. Esta culpa o falla trágica, esta hamartía, puede ser o no imputable en el plano
subjetivo, es decir, yo puedo –o no– ser objetivamente culpable. Pero aunque no sea culpable, esto
no niega la existencia de una culpa objetiva. La culpa, sea subjetiva o sea objetiva, debe purgarse.
Pensemos, por ejemplo, en el caso de Edipo: mata a su padre y se casa con su madre. Sin embargo,
él no sabía que estaba matando a su padre cuando asesina a quien le impide el paso en el cruce de

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caminos en Fócide, ni que se está casando con su madre cuando desposa a Yocasta luego de
resolver el acertijo de la Esfinge. Bien podría decirse que Edipo no es responsable por parricidio e
incesto. Sin embargo, asume la responsabilidad y, embriagado por la pena, se pincha los ojos con
los broches que toma del vestido de su madre que yace muerta tras colgarse de una viga en la
habitación matrimonial. Como señala Hegel en sus Lecciones de estética Hegel: “El carácter
heroico […] se responsabiliza por toda su acción, con toda su individualidad. Edipo, por ejemplo,
mata a su padre y desposa a su madre sin saberlo. Sin embargo, se adjudica la totalidad de este
delito y se castiga a sí mismo como parricida e incestuoso, aunque no estaba en su voluntad y en
su deseo matar al padre ni ocupar el lecho nupcial de la madre. La autónoma solidez y totalidad del
carácter heroico no quiere compartir la culpa y no sabe nada de esta antítesis entre los propósitos
subjetivos y la acción objetiva y sus consecuencias”.

Otra cuestión necesaria para que haya tragedia es lo que los griegos llaman hýbris, es decir,
desmesura. La hýbris es exceso, exacerbación, soberbia. En realidad, etimológicamente, la palabra
superbia del latín tiene que ver con la hýbris, donde está la preposición hypér que da hiper. De allí
super y superbia, esto es, soberbia. Poseer hýbris es una característica del héroe. Es algo así como
un plus por sobre el común, una autoafirmación excesiva, siempre un deseo de más. Y un plantarse
frente al límite, cosa que los seres humanos no hacen habitualmente. Plantarse frente al límite es
decir que no me importa el límite, encarnado simbólicamente en la ley. El héroe trágico posee
hýbris, que es el deseo de no sujetarse a la ley, sea divina o humana. Muchas veces la hýbris es el
trasfondo de la hamartía que los héroes cometen. Es lo que posibilita que los héroes se equivoquen.
No es un añadido maligno a un carácter bondadoso, sino que la hýbris es algo connatural a la
grandeza de espíritu que tienen los héroes. En el caso de Edipo, por ejemplo, su decisión de intentar
evitar el oráculo que le profetiza que matará a su padre y se casará con su madre –decisión que
consiste en no regresar a Corinto, donde él cree que están su padre y su madre, y, en su lugar,
marchar a Tebas– constituye un acto de hýbris que termina siendo castigado nada menos que con
el cumplimiento de ese oráculo.

Otro elemento constitutivo de la tragedia es el conflicto trágico, que es la concreción dramática de


esta brecha o separación entre el héroe y los dioses, el héroe y la naturaleza. El conflicto trágico
siempre es un nudo de trama, un nudo argumental. Y se concreta habitualmente de diversas
maneras. En la primera, el héroe debe elegir entre dos males sabiendo que, elija lo que elija, se
perderá. Lo que importa es saber con cuál se va a perder menos. Pensemos en el dilema de
Agamenón: sacrificar a su hija Ifigenia o condenar al ejército griego a no poder navegar hacia
Troya. En segundo lugar, como ocurre con Edipo, el héroe se encuentra cargado con un error del
aparentemente no es responsable. Un tercer tipo de conflicto trágico que vemos en escena es un
héroe que elige el mal a sabiendas. Es este un tema que preocupará muy especialmente a Sócrates,
a Platón y a Aristóteles. Recordemos brevemente que para Sócrates –y, con él, para Platón en
prácticamente toda su obra– es imposible elegir el mal a sabiendas; si eso ocurriera, es porque el
agente no sabía que estaba eligiendo un mal. De modo que el mal solo se elige por ignorancia de
la existencia de una alternativa mejor. Es lo que se conoce como “intelectualismo socrático”. Más
adelante retomaré esto, dado que es uno de los problemas filosóficos que se hayan más presentes
en la tragedia. Un último elemento central de la tragedia es lo que técnicamente se llama “altura en
la caída”. La altura en la caída es la distancia entre la situación inicial del héroe –de felicidad, de
nobleza, de riqueza, de gloria– y la caída en la más absoluta de las desdichas, que puede ser la
perdición o la muerte. El mundo del cual parte el héroe, que suele ser de plenitud o dicha, acaba
revelándose falso: lo que parecía verdadero resulta, a la postre, una mera apariencia de verdad. Es

11
este otro tema central de la filosofía griega: la diferencia entre verdad y apariencia de verdad. La
trama trágica recorre el camino que va de la fortuna al infortunio. Es lo que Aristóteles en Poética
denomina “peripecia”.

En el conflicto trágico no hay solución absoluta para el conflicto. La tragedia es ese conflicto: de
modo similar a la concepción heraclítea de un universo cuya unidad consiste en la tensión de
fuerzas opuestas, de modo que unidad y multiplicidad se fusionan y coexisten en tensión, la
tragedia hace convivir fuerzas en principio irreconciliables que, con todo, dan forma a la realidad
del héroe. Más adelante retomaré este vínculo con Heráclito. Por ahora digamos que donde hay un
conflicto y fuerzas que chocan unas contra las otras, el ser humano se ve llevado a la destrucción.
Sin embargo, a último momento aparece la posibilidad de conciliación de las potencias opuestas,
de las potencias en pugna, dando lugar a una reconciliación que surge de la reoganización y
rejerarquización de la realidad del héroe.

V. Eurípides y la sofística

Eurípides habría escrito alrededor de 92 obras, de las cuales conservamos completas 18, más un
drama satírico y más de mil fragmentos de obras perdidas. Habría nacido hacia el año 485-484 a.C.
en Salamina, ciudad isleña cercana a Atenas, y muerto en Macedonia en 406 a.C. No gozó de alta
popularidad en vida, cosa que se evidencia no solo en los pocos triunfos obtenidos en las Grandes
Dionisias, sino también en la mala fama adquirida merced a las parodias en la comedia de
Aristófanes, cuyas piezas sí gozaron de gran popularidad. En cuanto a sus vínculos con la sofística,
permítanme, ante todo, citar una frase de Filóstrato, quien, en su libro Vidas de los sofistas (s. II-
III d.C.), afirmó que “la tragedia es la madre de los sofistas” (620), dando a entender, básicamente,
que el arte de manipular afectos y emociones mediante la palabra, el arte de manipular voluntades,
el arte, en definitiva, de la retórica que practicaron los sofistas solo fue posible gracias a la tragedia
y su renovada articulación del lógos.

Una de las consecuencias de los vínculos entre Eurípides y la sofística es cierto carácter
“intelectualista” que por momentos adquiere su obra, de donde el mote de “dramaturgo intelectual”
o “poeta del iluminismo griego” por parte de especialistas como Easterling y Nestle,
respectivamente. No obstante, no habría que confundir “intelectualismo” con “racionalismo”.
Entiendo aquí por “racionalismo” un modo de pensar y organizar la realidad que no reconoce la
legitimidad de lo irracional, lo cual implicaría, entre otras cosas, el destierro de las emociones
irracionales como protagonistas legítimas de un drama. Hacer de Eurípides un racionalista
complicaría la comprensión de obras como Bacantes, donde el espíritu báquico rebalsa entre los
versos y las odas corales. Sí creo que se puede hablar de “intelectualismo” de Eurípides en
referencia a la actitud eminente y novedosamente crítica respecto de la realidad humana y divina:
los personajes euripídeos toman el camino de la reflexión ante la encrucijada de sus destinos,
ponderan las alternativas que se les presentan y las posibles consecuencias de sus actos, cuestionan
e incluso llegan a inquirir y a insultar a los dioses; se sienten, por momentos, abandonados a su
propia suerte, temerosos ante la ausencia de los dioses. Pero la irracionalidad no es descartada
como opción, las emociones aún dominan en determinadas coyunturas y la esfera divina mantiene
su injerencia en el mundo humano. Si parece contradictorio decir que los dioses son desterrados
pero al mismo tiempo están presentes, entonces vamos por buen camino: la obra euripídea es, por
momentos, contradictoria. Escepticismo religioso y creencia en la providencia divina, obras de
apoyo a la guerra contra Esparta y ferviente antibelicismo ante los desastres de la guerra. Emulando

12
algo similar al modo en que Heráclito explicó el universo como una unidad consistente en una
tensión de opuestos, Eurípides también ensaya, en el fértil terreno de la poesía, el equilibrio que
surge de la tensión de opuestos, logra la armonía de totalidades cuyas partes no siempre admiten
una conciliación inmediata.

Volviendo al posible vínculo entre Eurípides y la sofística, aun cuando algún crítico podría alegar
el carácter contrafáctico de tal intersección, lo cierto es que existen condimentos propios del modus
sofístico que surcan los versos de algunas obras. Cito algunos a modo de ejemplo. El combate
retórico fue una de las actividades más practicadas por los sofistas, actividad que consistía en la
discusión aconsejada por ciertas reglas de persuasión. La tragedia euripídea presenta algunos
ejemplos interesantes de este tipo de confrontamientos. Tanto en Troyanas como en Hécuba se
entabla una contienda argumentativa en la que dos personajes confrontan por hacer prevalecer su
opinión, mientras que un tercero opera como árbitro. En Hécuba aparece la fórmula “hámilla
lógon” que alude, precisamente, a esta “contienda de discursos”, mientras que en el fragmento 170
se lee que “no existe otro templo de la Persuasión (Peithoûs) más que el discurso (lógos); el pedestal
de aquella, ciertamente, está en la naturaleza del hombre”. Fórmulas todas estas que se pueden
comparar con lo dicho por el sofista Gorgias en Encomio de Helena §13.

Tomando como ejemplo el caso de Troyanas, en los versos 907 ss. tiene lugar el famoso debate
entre Hécuba y Helena –con Menelao como árbitro– sobre la huida-rapto de esta última junto a
Paris. Habla primero Helena: “a las cosas de las que creo que me vas a acusar con palabras voy a
contestar contraponiendo mis acusaciones contra vos” (916-918). De allí en más, Helena desarrolla
un extenso argumento con razones que la exoneran de lo que se la acusa: primero culpa a Hécuba
por haber dado a luz a Paris, luego al anciano que no cumplió la orden dada por Príamo de matar a
Paris cuando niño, entre otras razones. Incluso también tiene oportunidad de acusar a Menelao. A
continuación le toca el turno a Hécuba, cuya respuesta reproduce el tipo especial de demostración
que Aristóteles llama “impugnación del adversario”: “si toca hablar después <del adversario>, hay
que referirse en primer término a su discurso, desarticulándolo y proponiendo contrasilogismos”
(Retórica 1418b12-13), luego de lo cual Aristóteles cita los versos 969 y 971 de Troyanas.

Pero quizás hay un verso que resume la actitud de Eurípides frente a la tradición: el Coro de Orestes
afirma que “lo bello/noble/bueno (kalón) no es bello/noble/bueno (kalón)” (820), dando cuenta,
así, del proceso de resemantización y reconceptualización que está ocurriendo desde la poesía,
proceso centrado fundamentalmente en la revisión de los parámetros éticos, estéticos, religiosos y
epistemológicos arcaicos. Fórmulas análogas pueden verse en Bacantes 395 (“lo sabio no es
sabiduría”) y en el fragmento 833 (“morir es vivir”). Los fundamentos de lo que se creía saber
dejan de ser lo suficientemente sólidos como para satisfacer el amor-a-la-sabiduría de un grupo de
hombres que encarará críticamente cuestiones como las del bien y el mal, la belleza, la verdad y la
justicia. Pero entre estos “filósofos” no estarán sólo Sócrates y los sofistas, sino también los poetas
trágicos, algunos de los cuales formaron parte de los círculos intelectuales de la segunda mitad del
siglo V.

VI. Tragedia y filosofía. Algunos ejemplos

En lo que sigue comentaré, a modo de ejemplo principal, el problema de las relaciones entre
emociones irracionales y racionalidad tal como aparece en algunas tragedias de Eurípides –
contemporáneo de Sócrates– para, algunas décadas más adelante, ser analizado por Platón y

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Aristóteles. Luego comentaré, más brevemente, algunos otros ejemplos más generales. Valga la
obvia aclaración de que se trata tan solo de algunos casos entre muchos otros que podrían
mencionarse.

(a) Emociones y razones: Medea, Sócrates, Platón, Aristóteles y los Estoicos

Uno de los recursos dramáticos que vertebra la Medea de Eurípides es el progresivo crecimiento
de la furia de la mujer que, afligida y devastada por el abandono, deja entrever con claridad las
acciones por venir. Eurípides subraya la naturaleza salvaje y carencia de límites de Medea haciendo
referencia a su cólera (vv. 94, 101, 102, 110, 171, 176, 446, 590, 870, 878), a su modo de ser
terrible y salvaje (vv. 45, 102, 1342, 1343, entre otros), pero también su habilidad o sabiduría (v.
285). La Nodriza persuade a los hijos de que se cuiden de su “carácter salvaje y de la naturaleza
abominable de su mente despiadada” (102-104). Estamos ante una mujer que “no apaciguará su
cólera [...] antes de lanzarse sobre alguien” (93-94). Ahora bien, el infanticidio no es la primera
opción de Medea, sino que surge de la necesidad de revisar sus planes luego de su enfrentamiento
con Jasón. De modo que el asesinato de sus hijos no es producto de un impulso del momento, sino
que ha sido premeditado y reflexionado previamente. Medea se vuelve, así, lo que en griego se
denomina una tekhnítes, una tekhnoméne, una “maquinadora”, “artesana”, “artífice” del proyecto
que tiene como meta la aniquilación de sus enemigos: “<Zeus>, ahora voy a comunicarte todas mis
deliberaciones (bouleúmata)” (772). El sustantivo griego boúleuma está vinculado, en líneas
generales, con la actividad deliberativa-intelectual respecto de la ponderación de distintas
alternativas frente a un problema práctico. Al momento de traducir boúleuma no hay que descuidar
un matiz vinculado con determinar o resolver después de deliberar. Tal premeditación permite a
Medea anunciar lo que hará en el futuro: “asesinaré a mis hijos” (792), “es necesidad que ella <sc.
Glauce>, malvada, muera de mala manera por mis drogas” (805), “mi esposo quedará herido
sobremanera” (817). Junto al carácter premeditado de la acción colérica de Medea, encontramos
aquí un segundo elemento de importancia: la dilación en el tiempo entre el momento en que la ira
se genera (la traición de Jasón) y el momento en que se actúa para vengarse de quien la generó
(magnicidio, filicidio). Cuando no hay premeditación, la reacción colérica coincide con el
momento en que se la genera. Medea, en cambio, espera, planifica, urde, y recién entonces, en el
momento oportuno, aun consciente de lo aberrante de sus actos, mata. El filicidio resulta de una
serie de planificaciones intelectuales premeditadas. Ahora bien, como se ve claramente en la obra,
la sola convicción intelectual no basta para que Medea logre concretar su plan: sabe que quiere
vengarse de Jasón matando a sus hijos, pero también sabe que eso mismo implica nada menos que
la muerte de sus propios hijos, algo que la convertirá a ella misma en una desgraciada: sabe qué
quiere hacer, sabe cómo hacerlo, pero ese saber no le basta para ejecutarlo. Es aquí cuando la
emoción-pasión (páthos, en griego) entra en escena, precisamente para poder ejecutar una acción
que, desde un punto de vista estrictamente intelectual, Medea no logra concretar (pueden ver en la
obra las sucesivas dudas que manifiesta el personaje antes de perpetrar el filicidio). Esta emoción,
este impulso-pasional, es condensa en el término griego “thymós”, cuyo significado oscila entre la
pasión, la emoción y la cólera-ira. Como se ve, Eurípides está dando cuenta de que, contra lo que
ciertas corrientes filosóficas contemporáneas a él sostienen (como Sócrates), pasión y razón no
necesariamente se excluyen, sino que pueden concurrir para materializar una misma y única acción.
Pero quizá más importante es la posición de Eurípides respecto de la posibilidad de que la emoción
irracional pueda prevalecer sobre las convicciones racionales. Cito los famosos versos 1078-1080
de Medea, poco antes de matar a sus hijos:

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MEDEA.– Comprendo de qué clase son los males que voy a realizar, pero mi cólera (thymós) –
responsable de los mayores males para los mortales– es más poderosa que mis deliberaciones
(bouleúmata).

Medea sabe que matar a sus propios hijos es algo malo, incluso para ella misma, pero la ira que
siente por Jasón es más poderosa que sus pensamientos, que le indican que no debe matarlos. Se
trata de un problema que tendrá larga data en la historia de la filosofía occidental: el problema de
la “incontinencia” o “debilidad de la voluntad”; akrasía, en griego. El problema consiste en definir
si la voluntad racional puede o no ser vencida por las pasiones irracionales. Aparentemente, este
es un tema que preocupó especialmente a Eurípides, quien no solo en Medea se pronuncia al
respecto. La Fedra del Hipólito, enamorada de su hijastro, se lamenta: “ya una vez, en otra
oportunidad, reflexioné durante el gran tiempo de la noche sobre el modo en que es destruida la
vida de los mortales y me parece que no obran mal debido a la naturaleza de su entendimiento,
pues el pensar bien es propio de muchos. Sin embargo, hay que mirar esto de este modo: sabemos
y conocemos, pero no ejecutamos las cosas provechosas, los unos por pereza, los otros por preferir
cualquier otro placer frente al bien” (373-383). Para que se den una idea, las discusiones van desde
Homero hasta, al menos, el año 1970, cuando Donald Davidson escribe un influyente trabajo
titulado “How is weakness of will possible?”.
Veamos cómo se pueden interpretar estos versos euripideos desde una perspectiva socrática.
Sócrates sostenía lo que se dio en llamar “Intelectualismo socrático”, teoría de la acción según la
cual el agente sólo obra conforme lo que considera racional-intelectualmente lo mejor (en principio,
para sí mismo):

Nadie, ni cuando sabe ni cuando cree que existen otras cosas mejores que las que está haciendo –y
que son posibles de hacer– hace tales cosas si le es posible hacer las mejores (Platón, Protágoras
358b-c).

Para Sócrates es imposible que alguien que sabe que hacer x es mejor que hacer y, incluso cuando
tenga el deseo irracional de hacer y, hace y. La voluntad intelectual no puede ser vencida por deseos
irracionales: si yo realmente sé que comer dulces es malo para mi salud, aun cuando tenga el deseo
de hacerlo, no lo haré.
Sobre la base de esta teoría de la acción, el filicidio de Medea sólo podría explicarse deflacionando
semánticamente el verbo “comprendo” del verso 1078: cuando Medea dice que “comprende” la
magnitud de los males que está por cometer, en realidad no los comprende, tan sólo dice que los
conoce. De haberlos realmente conocido, no habría podido hacer lo que hizo. Según Sócrates, el
conocimiento siempre vence. En un marco socrático ortodoxo Medea sería, entonces, una ignorante
que no sabe lo que dice.
Platón sostuvo, prácticamente en toda su obra, esta teoría de la acción socrática, el “Intelectualismo
socrático”, pero en su último diálogo, las Leyes, cambió de opinión. En dicho diálogo considera
que el conocimiento del bien no basta para que los seres humanos actúen conforme dicho
conocimiento. Sus deseos irracionales pueden prevalecer: “es necesario establecer leyes para los
seres humanos, porque nadie es naturalmente apto como para conocer lo conveniente y, luego,
poder y querer hacer lo mejor siempre” (Leyes 874e-875a). Existe en la mayoría cierta in-
suficiencia natural para, aun conociendo lo mejor, poder y querer llevarlo a la práctica. Retomando

15
la situación de Medea, es posible ver cómo Eurípides también da cuenta de eso. Llegado el
momento de la decisión, Medea no quiere matar a sus hijos:

No podría hacerlo… ¿Por qué yo, por causar dolor al padre con el sufrimiento de mis hijos, tengo que
procurarme tantos males? De ningún modo. ¡Al diablo con mis determinaciones (bouleúmata)! (1044-
1048)

Volviendo a Leyes, Platón denomina “injusticia” a esta descompaginación de un alma en la que lo


irracional prevalece sobre lo racional: “denomino en todo sentido ‘injusticia’ a la tiranía del thymós,
el miedo, el placer, el dolor, las envidias y los apetitos en el alma” (863e-864a)”. Vean cómo, desde
la perspectiva platónica en Leyes, Medea no sería una ignorante, como lo era para Sócrates, sino
una injusta.

El caso de Medea también impacta en la teoría aristotélica de la voluntariedad e involuntariedad


de las acciones, tal como la analiza en su Ética nicomaquea, libro III, capítulo 1. Por estrictas
razones de espacio no desarrollaré la totalidad de la taxonomía aristotélica de las acciones. Baste,
a los efectos de nuestra clase, decir que Aristóteles distingue distintas clases de acciones. (i)
Acciones voluntarias: las que el agente hace porque quiere hacerlas y previamente ha deliberado
cómo; no es este, evidentemente, el caso de Medea, que ha deliberado pero que, llegado el
momento, sabe que es malo por lo que es vencida por su cólera. (ii) Acciones involuntarias por
ignorancia: el agente hace algo involuntariamente, porque no sabía que estaba haciendo eso que
hacía. Edipo mata a un hombre en un cruce de caminos, podría ser culpable de homicidio; pero no
sabe que ese hombre era su padre, por lo que el parricidio resulta involuntario por ignorancia. El
filicidio de Medea tampoco entra en esta categoría, pues ella afirma claramente, como vimos, que
“sabe” (verso 1078) que lo que está haciendo es un mal. (iii) Acciones involuntarias por la fuerza:
el agente hace algo que no quiere porque es forzado por un tercero. No es el caso de Medea, porque
nadie más que ella vuelve su mano asesina contra sus hijos. Finalmente, Aristóteles releva un tipo
de acción que denomina (iv) voluntaria pasional. Para que una acción sea pasional voluntaria debe
satisfacer dos criterios: (i) el agente sabe lo que hace; (ii) el agente no es compelido por ninguna
fuerza externa. Se trata, evidentemente, del caso de Medea: “es posible que la acción se produzca
a sabiendas y con conocimiento, como ciertamente Eurípides compuso a Medea matando a sus
hijos” (Poética 1453b27-29). Agrego a esto el hecho de que, en la medida en que la acción no es
producto de una elección –pues resulta de la cólera de Medea– no se trata de un acto elegido, pero
sin embargo es voluntario. Siguiendo las categorías aristotélicas, Medea cometió un acto injusto
pero, al no haber elección en dicho acto, no se la puede considerar injusta a ella misma: ella no
inició la acción, sino “quien la ha irritado”, es decir Jasón, a quien ella culpa explícitamente. A
diferencia de Sócrates (para quien Medea es una ignorante) y de Platón (para quien Medea es
injusta), para Aristóteles Medea realizó un acto voluntario pasional que, si bien constituye una
injusticia, no la vuelve injusta a ella misma.

Veamos, por último, el análisis estoico de Medea. Epicteto analiza el problema de Medea
explícitamente (noten como, en lo que cito que viene a continuación, cita los versos 1078-1080 de
Medea que venimos comentando): “¿puede una persona creer que algo le conviene, pero no
elegirlo? No puede. Como la que dice: ‘comprendo de qué clase son los males que voy a realizar,
pero mi thymós es más poderoso que mis deliberaciones’. Porque esto mismo, satisfacer su thymós
y castigar a su esposo, lo considera más conveniente que salvar a sus hijos. Sí, pero se engaña.
Mostrale claramente que se engaña y no lo hará <más>” (Epicteto, Disertaciones I 28, 1, 1-9). Las

16
propias representaciones de lo que es conveniente deben ser examinadas cuidadosamente y
depende del agente hacer ese examen antes de prestar asentimiento a tales impresiones. Los
estoicos distinguieron claramente el objeto del asentimiento: las proposiciones (que constituyen el
contenido intencional de las representaciones) y argumentaron que el asentimiento depende del
agente. Más allá de las particularidades de la psicología estoica –que ameritarían una clase aparte–
, se ve en las palabras de Epicteto una posición que combina varios elementos de las posiciones
vistas antes: si a Medea se le muestra claramente que se engaña, “no lo hará más”. Pero, a la vez,
se diferencia de todas las posiciones vistas desde el momento en que lo dictado por el thymós
también es objeto de reflexión: “lo considera lo más conveniente”, y no una acción motorizada por
la fuerza propia de dicha pasión.

(b) Edipo y Sócrates

En lo que Diógenes Laercio denomina primera “tetralogía” –Eutifrón, Apología de Sócrates,


Critón, Fedón– se narran los últimos momentos de Sócrates previos a su muerte. Aun cuando la
tetralogía en cuestión aborde temas que exceden el drama socrático, se puede identificar allí un
páthos que, al menos por algunas de sus características, puede adscribirse al modelo clásico de
ciertas tragedias griegas: un héroe esencialmente virtuoso, un conflicto entre valores religiosos y
valores convencionales, la voluntad del héroe de apropiarse de su destino, el camino del
autorreconocimiento, la peripecia, entre otros elementos.
Tomando como modelo paradigmático el Edipo rey de Sófocles, en el capítulo 5 de un libro titulado
Mito y tragedia en la Grecia clásica (publicado por Paidós) Vernant menciona una serie de
ambigüedades que atraviesan la obra: (i) el extranjero corintio es en realidad un ciudadano de
Tebas; (ii) quien soluciona el acertijo es él mismo un acertijo que no puede descifrar; (iii) el dador
de justicia es un criminal; (iv) el salvador de la ciudad es su perdición, su “mancha” (míasma).
Podemos decir que, de manera similar, el Sócrates de la Apología platónica (i) es un ateniense que
habla como si fuera un extranjero (cf. 17d). Por otro lado, (ii) en la resolución de sus respectivos
acertijos oraculares, tanto Sócrates como Edipo aprenden, en definitiva, cuál es la condición
humana: el coro llama a Edipo “modelo” (parádeigma) de hombre con vistas a la real felicidad (v.
1193), mientras que Sócrates se llama a sí mismo “parádeigma” de quien sabe que la sabiduría
humana no vale nada en relación con la divina (cf. 23b). (iii) Al igual que Edipo, Sócrates padece
la acción de la justicia al mismo tiempo que la dispensa, al ser juzgado y asesinado por tratar de
llevar (verdadera) justicia a sus conciudadanos. (iv) En tanto víctima sacrificial cuyo asesinato
logrará, supuestamente, purgar a la ciudad de los males que la aquejan, Sócrates, como Edipo,
constituye la aniquilación de quien se suponía debía salvarla: ambos encarnan la “mancha” que
contamina a la ciudad y que debe ser expulsada o eliminada por el bien de la misma. En el caso
puntual de Sócrates, su eliminación repercutirá en el restablecimiento de dos órdenes quebrados:
la salud cívica de los jóvenes atenienses y la unidad de los ciudadanos entre quienes el “tábano”
socrático se alza como principio de heterogeneidad desequilibrante (cf. 30e). Sócrates y Edipo
representan la dualidad de quienes, al tiempo que se alzan como salvadores de la comunidad, son
la causa de su contaminación.

Edipo rey concluye con el violento castigo a quien intenta ir contra la voluntad divina. Sófocles
intenta, así, restaurar una piedad que hacia fines del siglo V a.C. asistía a su propio
desmoronamiento en aras de la razón científico-filosófica. Edipo no encomienda su vida a los
mandatos divinos, pero, por otro lado, no puede decirse que sus actos sean meros productos de su
capacidad reflexiva. En efecto, si bien obra de un modo alternativo al indicado por los dioses, sus

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actos se definen justamente por oposición a tales parámetros divinos: la ira frente al futuro adverso
previsto por algún oráculo mueve a los personajes a contradecirlo y a seguir un curso de acción
que les permita demostrar su falsedad. De ese modo, sus opiniones se definen en base a su oposición
a lo dicho por la divinidad, y por eso son impíos.
En este punto hay una relación directa con Sócrates:

Pues bien, una vez, habiendo marchado hasta Delfos, <Querefonte> tuvo el coraje de consultarle esto
al oráculo –y no alboroten por lo que digo, señores–: preguntó, en efecto, si existe alguien más sabio
que yo. Entonces la Pitonisa respondió que no había nadie más sabio. […] Tras escuchar estas cosas
consideré lo siguiente: “¿Qué dice el dios? ¿Qué clase de acertijo formula? Pues yo no tengo
conciencia –ni poca ni mucha–, en lo que a mí mismo respecta, de ser sabio. ¿Qué quiere decir,
entonces, cuando afirma que yo soy sapientísimo? No puede, por supuesto, estar mintiendo, pues no
le es lícito”. Y durante mucho tiempo estuve perplejo en relación con sus palabras. Después, aunque
con gran renuencia, me volqué hacia una investigación de esta clase: me acerqué hasta uno de los que
parecían sabios con el fin de, si es que acaso era posible hacerlo, refutar (elénxon) allí al oráculo y
contraponer a su sentencia lo siguiente: “¡Este hombre es más sabio que yo, pero vos decías que yo
era el más sabio!” (21a-c).

Al igual que Edipo, Sócrates (i) recibe un oráculo; (ii) no comprende su significado profundo; (iii)
considera que el oráculo debe estar equivocado, dado que dijo algo que no esperaba escuchar; (iv)
se lanza a intentar refutarlo tomando una dirección en principio opuesta a la que el oráculo indica.
Sócrates pronuncia las palabras recién citadas intentando mostrar a los jueces de dónde ha surgido
el prejuicio en su contra, prejuicio que, entre otras cosas, surge de cierto renombre de ‘sabio’ que
habría pesado sobre él (20d). Para intentar mostrar que la sabiduría no era, precisamente, el fuerte
de su maestro, Querefonte hace la consulta al oráculo que responde lo que para el hijo de la partera
resulta un enigma (21b4) y lo deja perplejo (21b7).

Resulta fundamental en la actitud de Edipo frente a su oráculo, que tan solo le dice que matará a
su padre y se casará con su madre, sin responder, en definitiva, a la pregunta que él le hiciera, a
saber: quiénes son su padre y su madre. A partir de esta información que no responde lo preguntado,
el hijo de Layo decide no regresar a Corinto para evitar matar a quien quizá sea su padre, Pólibo,
y desposar a quien quizá sea su madre, Mérope. En el caso de Sócrates ocurre algo similar: lo único
que el oráculo dice es que él es el más sabio de todos los hombres. Esto genera un estado de
perplejidad, de aporía, quizás similar al de Edipo luego de escuchar su propio oráculo. ¿Qué quiere
decir la Pitonisa? En un primer momento, Edipo le da crédito suficiente como para no regresar a
Corinto, pero esa decisión, que responde a lo que parece ser una creencia firme en la validez del
oráculo según el cual matará a su padre y desposará a su madre, implica ipso facto un intento
explícito por refutarlo y, por lo tanto, cierta creencia en que podría no cumplirse. De manera
similar, Sócrates también le da crédito al oráculo: “¿qué quiere decir, entonces, cuando afirma que
yo soy sapientísimo? No puede, por supuesto, estar mintiendo, pues no le es lícito” (21b). La
palabra délfica llega hasta allí: no da ninguna precisión respecto de los caminos a seguir a partir de
la verdad que enuncia. En este sentido, la decisión de Sócrates de interrogar a sus conciudadanos
en busca de alguien más sabio que él es, mutatis mutandis, equivalente a la decisión de Edipo de
matar al desconocido que se interpone en su camino y marchar a Tebas: al tiempo que le dan crédito
al oráculo, ambos deciden intentar evitarlo y, así, refutarlo. Sócrates inicia el camino de la filosofía
y de la investigación de sí mismo y de sus conciudadanos, pero esto corre por cuenta de Sócrates:
el oráculo no le asigna la tarea de filosofar, sino que planta la semilla de la aporía –como el propio

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Sócrates hace con sus interlocutores–, para que Sócrates mismo encuentre el camino para salir de
ella. Algo similar ocurre con el oráculo de Edipo, que no le indica el camino a seguir, sino una
verdad que, por oposición, hará que el héroe configure su propia vida conforme un mandato que,
sin saberlo, está aceptando.

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Parte II: Protágoras de Abdera

La clase pasada fue una introducción a la sofistica. La idea de la clase de hoy es tratar el
pensamiento de Protágoras de Abdera, uno de los dos grandes sofistas del siglo V.

Como saben, los grandes sofistas de la primera generación no son atenienses, si bien confluyen en
Atenas en el tercer tercio del siglo V. De hecho, se supone que Protágoras formó parte del círculo
de Pericles. Este es un dato importante. Recuerden que la fuente fundamental para acceder al
pensamiento de los sofistas, en general, son citas o testimonios. Según dijimos la clase pasada, el
caso de Gorgias es un caso privilegiado, porque algo de su obra se conserva. En el caso de
Protágoras, en cambio, no conservamos absolutamente nada. En ese sentido estamos en la misma
situación que frente a un presocrático. Es decir, lo que tenemos de Protágoras son citas o
testimonios. El problema que tenemos a la hora de estudiar el pensamiento de tales personajes es
que la fuente fundamental a la hora de abordar esta primera generación de sofistas es Platón. El
tema es que estos sofistas pertenecen, en realidad, a la generación de Sócrates, anterior a la de
Platón. Como saben, Platón nace en el 427 a.C. y Sócrates muere en el 399 a.C. Hay dos diálogos
de Platón en que se discute directamente la teoría de Protágoras: el Protágoras y el Teeteto. Estos
dos textos son la fuente fundamental para acceder al pensamiento del sofista. Recuerden que Platón
no estaba pretendiendo hacer una historia de la filosofía y en ese sentido no aspira a transmitir
fielmente lo dicho o escrito por el sofista, sino que recurre a escenificar discusiones entre diversos
personajes para reflexionar dialécticamente acera de algún tema en particular. En el caso del
Teeteto en realidad no aparece Protágoras, pero Sócrates repone la posición protagórica y luego la
discute. En el caso del Protágoras, en cambio, se escenifica un diálogo entre Sócrates y Protágoras,
y es así que conocemos mucho del pensamiento de este sofista. Se puede decir que, así como el
Sócrates que dejó su impronta en la tradición es fundamentalmente el de Platón –en ese sentido es
fundamentalmente un personaje platónico–, lo mismo sucede con Protágoras. Hemos dicho ya la
clase pasada que los sofistas no constituyen escuela, sino que son pensadores que, en todo caso, lo
que tienen en común es algo muy superficial, que es el hecho de cobrar por sus enseñanzas
vinculados en general a las destrezas oratorias para alcanzar el éxito tanto en la Asamblea como en
los tribunales. En efecto, eran maestros que enseñaban diversas disciplinas, pero lo que realmente
parece haber impactado, por lo menos en el contexto ateniense, es la enseñanza de la retórica, que
era vista como una destreza imprescindible para el éxito en los ámbitos políticos. Lo que vamos a
hacer hoy es referir a algunos pasajes de uno de los dos textos mencionados, el Protágoras, para
estudiar allí la teoría política que defiende en ese contexto el personaje del sofista que constituye
el antecedente de muchas teorías políticas modernas y fundamentalmente de las teorías llamadas
contractualistas o iusnaturalistas, así como también el modo en que el recurso al mito pasa a integrar
el lógos en ciertos regímenes discursivos como el que se le atribuye al sofista.

Sócrates narra a comienzos del diálogo que ese día de madrugada su joven discípulo Hipócrates
fue a su casa ansioso a contarle una importante noticia: el sofista Protágoras estaba en Atenas, le
dice que él quiere conocerlo y que Sócrates lo acompañe para que lo presente para que el sofista lo
admita como alumno. Ahí se ofrece un diálogo muy interesante entre Sócrates y este discípulo
acerca de si él realmente evaluó qué es lo que puede llegar a enseñarle Protágoras y cuáles son los
riesgos para su alma de someterse a las enseñanzas de un sofista. A continuación, Sócrates propone
ir a hablar con él. Protágoras para en la casa de Calias y Alcibíades, influyentes personajes
atenienses. Allí se encuentras con los más importantes sofistas y personajes del ámbito intelectual

20
y político ateniense, que conforman como una especie de coro, de séquito de admiradores de
Protágoras. Es un diálogo espectacular a nivel dramático. Entonces, allí se presentan Sócrates e
Hipócrates y le piden al sofista que les cuente qué es lo que enseña. Frente a esta pregunta
Protágoras se presenta a sí mismo como un sofista. Entonces Sócrates solicita que especifique qué
se entiende por sofística, qué enseña puntualmente. Vamos a ver cómo se presenta Protágoras:

Y ese aprendizaje es la habilidad para la deliberación sobre las cosas domésticas, para administrar
con excelencia su propia casa /319a/ y sobre lo propio de la ciudad, para que pueda, tanto en el actuar
como en el decir, ser el más poderoso en los asuntos de la ciudad.

Esto es lo que responde Protágoras, que enseña justamente la habilidad para la deliberación sobre
cómo administrar las cosas domésticas, las que conciernen a la casa, así como también cómo
administrar los asuntos que conciernen a la ciudad, a la pólis, es decir, las cuestiones políticas. Es
decir que enseña areté politiké o virtud política, que era justamente la excelencia en lo relativo al
manejo de los asuntos públicos. Entonces Sócrates le responde:
–Pero –dije yo–, ¿realmente sigo tu discurso? Porque me parece que hablas de la técnica política y
que te comprometes en hacer de los varones buenos ciudadanos.

–Pues esa misma –dijo– es la propuesta que ofrezco, Sócrates.

Inicialmente Protágoras se presenta a sí mismo como un maestro en técnica u arte política (politiké
téchne). Ante la pregunta de Sócrates acerca de si Protágoras enseña el arte político, éste responde
que sí. Entonces, frente a esta respuesta protagórica Sócrates va a ofrecer una serie de objeciones.
No nos vamos a introducir en el pensamiento socrático-platónico en relación con la técnica política,
pero sí tengan en cuenta que la posición que suele manifestar Sócrates en los diálogos platónicos
es que la política es un arte que no puede ser practicado por cualquiera. Piensen sobre todo en
República, texto en que Sócrates defiende la necesidad de educar a un grupo selecto para que se
encargue de gobernar y decidir en lo relativo a las cuestiones políticas. En ese contexto sí considera
que la política constituye un arte enseñable, que se maneja con la lógica de una téchne. Pero, sin
embargo, en este diálogo, Sócrates cuestiona la posibilidad de enseñar técnica política apoyándose
en las creencias que sustentan las prácticas democráticas atenienses.

En efecto, hay dos objeciones que presenta frente a esta propuesta de Protágoras de enseñar politiké
téchne. Tengan en cuenta dos caracteres de toda téchne relevantes en este contexto: es un saber
enseñable, por un lado; y, por el otro, no es un saber alcanzado por todos. Supone, por el contrario,
una lógica según la cual la existencia de un idividuo o grupo que la practique alcanza para toda una
comunidad. Entonces una de las objeciones que dirijirá Sócrates a Protágoras frente a la posibilidad
de enseñar politiké téchne se exhibirá en la pregunta “¿cómo puede ser que haya maestros en esta
técnica si los atenienses consideran que todos pueden participar por igual en lo que concierne a los
asuntos públicos?”. En efecto, hemos visto que en el contexto de la asamblea todos los ciudadanos
podían participar. Recuerden además la noción de isegoría: todos tienen igual derecho a la palabra
en los contextos de la pólis. En ese sentido, parece ser que los atenienses no consideran necesario
aprender de nadie porque todos pueden participar sin estar en posesión de ningún conocimiento
particular, frente al resto de las técnicas en que hay uno que es especialista y es a él específicamente
que se recurre a la hora de tomar una decisión en lo concerniente a ese campo. Eso sucede con

21
respecto a al arte de la construcción o la estrategia. En lo concerniente a la política, en cambio, los
atenienses consideran que todos tienen algo que decir y todos pueden participar en la decisión
relativa a los asuntos públicos. Así, de acuerdo con el cuestionamiento de Sócrates no se entiende
cómo puede ser una téchne y, en consecuencia, ser enseñable. Ese es el primer argumento.

El segundo argumento que ofrece Sócrates para cuestionar la posibilidad de enseñar politiké téchne,
frente a esta presentación de sí mismo que hace Protágoras pasa por la pregunta “¿cómo puede ser
que te presentes a vos mismo como un maestro de política si en realidad nosotros vemos que ni
siquiera los hijos de los políticos más destacados logran alcanzar la excelencia de sus padres en lo
que concierne a lo público?”. Si la política fuera enseñable se podría transmitir, como cualquier
otra técnica u oficio, de generación en generación. Así, los políticos destacados se la enseñarían a
sus hijos que, como sus padres, se destacarían. Si fuera enseñable los que tendrían que despuntar
en política son los hijos de los buenos políticos. Entonces, esa es la doble objeción que se le
presenta a Protágoras: la primera es que si fuera realmente una técnica no se explicaría por qué los
atenienses consideran que todos los ciudadanos pueden participar por igual. Fíjense que lo que hace
Sócrates es presentar a los atenienses sosteniendo ese discurso. Los atenienses consideran que todos
pueden participar en los asuntos públicos, entonces ¿qué sentido tiene una enseñanza?; la segunda
apunta a mostrar que si fuera una técnica de padres destacados se formarían hijos destacados, pero
no es así. Lo que está exhibiendo Sócrates es una tensión entre lo que podríamos pensar como una
cierta horizontalidad (es decir, todos participan por igual en lo que concierne a la política), y un
criterio vertical que sería el que está implicado en la cuestión de la enseñanza (hay uno que es un
sabio que le enseña al resto). Entonces un criterio supone una cierta jerarquía (la relación de
maestro a discípulo), mientras que el otro supone horizontalidad plena, porque todos los hombres
libres pueden participar en los asuntos públicos. Entonces podríamos pensar por qué Sócrates le
está preguntando esto a Protágoras. Acá entra a jugar el dato que les mencionaba hace un rato:
Protágoras está muy vinculado al ámbito de Pericles. Es decir, sabemos que Protágoras está
fuertemente comprometido con la democracia. Pericles fue el líder más importante en el contexto
de la democracia radical ateniense, en la segunda mitad del siglo V. Sabemos que Protágoras no
puede salir a hablar contra la democracia ni contra la posibilidad de que todos participen en los
asuntos públicos, es decir, no puede salir a hablar contra de este criterio horizontal según el cual
todos pueden participar en los asuntos de la pólis, pero, por otro lado, se está presentando a sí
mismo como un maestro. Sócrates lo está poniendo entonces en una disyuntiva: o defiende el
criterio democrático o se presenta a sí mismo como un maestro.

Frente a tales cuestionamientos socráticos, Protágoras, haciendo gala de su destreza al hablar le


pregunta al auditorio si prefieren que lo explique a través de un mito o un lógos. Este pasaje es uno
de los primeros en los que se ofrece tal contraposición en la tradición. Recuerden que en un
principio múthos y lógos aluden a lo mismo: relato, cuento. Pero con la emergencia de ciertos
discursos argumentativos a partir del siglo VI a. C. empiezan a diferenciarse y a adquirir una
especificidad propia, pasan a representar regímenes discursivos con diferentes lógicas. Acá se ve
entonces que mito y lógos se ofrecen como alternativas claramente diferenciadas, pero a la vez
como recursos complementarios y válidos ambos para la reflexión. Protágoras opta por un mito
para comenzar. Relata entonces el mito de Prometeo, que es célebre y que ya tiene antecedentes,
pues ya había aparecido en Hesíodo (pueden leer el los versos 43-106 de Trabajos y días en la
Antología de preplatónicos, pág. 6) y en Esquilo. Entonces presenta el mito de Prometeo, con
algunas variantes muy importantes, y a continuación ofrece un lógos.

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Ustedes estuvieron leyendo acerca de algunos rasgos que hacen a la Atenas democrática, y tales
rasgos no se pueden perder de vista a la hora de considerar la teoría que ofrece Protágoras, porque
esta puede leerse como una especie de legitimación de la democracia. Lo que se intenta ofrecer es
una especie de legitimación de la práctica democrática, esta posibilidad de que todos decidan en lo
relativo a los asuntos que conciernen a la polis. Pero ustedes saben que en la Atenas democrática
también se daba una cierta tensión entre el hecho de que todos podían participar de los asuntos de
la pólis; a priori cualquiera puede hablar y cualquiera puede decidir en la asamblea, pero no todos
los hombres hablan. De hecho, hay algunos estudiosos que sostienen que la democracia fue el modo
que encontró la aristocracia de conservar ciertas prerrogativas. Porque todos pueden hablar
(recuerdan que se habló de la isegoría), pero no todos hablan, lo hacen sólo aquellos que están
educados en política y que están preparados para hablar. Eso no quita que todos participaran y que
todos votaran. En cierta medida, hay una participación activa de todos los ciudadanos. Tengan
presente que cuando hablamos de ciudadanos nos referimos a un porcentaje mínimo de toda la
sociedad, en tanto son únicamente los varones libres, una parte mínima de la sociedad. Quedan
excluidos niños, mujeres, extranjeros y esclavos. Con todo, todos los ciudadanos, más allá de su
condición social y económica, tienen igual derecho a participar en estos espacios de deliberación.

Vamos a leer el discurso de Protágoras, primero el mito y después el lógos. Tengan presentes las
dos objeciones socráticas, porque el discurso de Protágoras va a ser bastante organizado en su
respuesta a tales objeciones. Recuerden que las objeciones son, por un lado, por qué pensar que la
política es enseñable si todos participan por igual, nadie aprende para participar en los asuntos
públicos; y, por otro lado, que ni siquiera los más excelentes políticos lograron enseñarles la técnica
a sus hijos. Un detalle que, insisto, no se debe perder de vista es que Protágoras integró el círculo
de Pericles y aparentemente Pericles le encargó a Protágoras que redacte la constitución de Turios,
una colonia ateniense. Es decir que vamos a ver cómo esto tiene relación con lo que se va a ofrecer
acá, que es una especie de génesis de cómo surge no la pólis, sino más bien la politicidad. No
intenta ser un relato que de cuenta de cómo se da cronológicamente esta génesis, después lo vamos
a ver bien. Leemos el texto número 18 de la antología:
/320c/ Así que, si puedes demostrarnos de modo más claro que la virtud es enseñable, no nos prives
de ello, sino danos una demostración.

-Desde luego, Sócrates, dijo, no os privaré de ello. ¿Pero os parece bien que, como mayor a más
jóvenes, os haga la demostración relatando un mito, o avanzando por medio de un razonamiento
[lógos]?

Ahí tienen la contraposición entre mito por un lado y lógos por otro.
En seguida, muchos de los allí sentados le contestaron que obrara como prefiriera.

-Me parece, dijo, que es más agradable contaros un mito:

Acá empieza el famoso mito de Prometeo.


/320d/ Hubo una vez un tiempo en que existían los dioses, pero no había razas mortales. Cuando
también a éstos les llegó el tiempo destinado de su nacimiento, los forjaron los dioses dentro de la
tierra con una mezcla de tierra y fuego, y de las cosas que se mezclan a la tierra y el fuego. Y cuando
iban a sacarlos a la luz, ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que los aprestaran y les distribuyeran las
capacidades a cada uno de forma conveniente.

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Prometeo y Epimeteo son dos hermanos. Prometeo quiere decir “el que piensa por adelantado” y
Epimeteo “el que piensa sobre, después”, es decir el que piensa tarde.

A Prometeo le pide permiso Epimeteo para hacer él la distribución. «Después de hacer yo el


reparto, dijo, tú lo inspeccionas.» /320e/ Así lo convenció, y hace la distribución.

Lo que reparte son diferentes capacidades naturales.

En ésta, a los unos les concedía la fuerza sin la rapidez y, a los más débiles, los dotaba con la
velocidad. A unos los armaba y, a los que les daba una naturaleza inerme, les proveía de alguna
otra capacidad para su salvación. A aquellos que envolvía en su pequeñez, les proporcionaba
una fuga alada o un habitáculo subterráneo. Y a los que aumentó en tamaño, con esto mismo
los ponía a salvo. /321a/ Y así, equilibrando las demás cosas, hacía su reparto. Planeaba esto
con la precaución de que ninguna especie fuera aniquilada.

A cada especie le aporta una capacidad para la supervivencia. Continuamos leyendo el mito:

Cuando les hubo provisto de recursos de huida contra sus mutuas destrucciones, preparó una
protección contra las estaciones del año que Zeus envía, revistiéndolos con espeso cabello y
densas pieles, capaces de soportar el invierno y capaces, también, de resistir los ardores del sol,
y de modo que, cuando fueran a dormir, estas mismas les sirvieran de cobertura familiar y
natural a todos. Y los calzó a unos con garras y revistió a los otros con pieles duras y sin sangre.
/321b/ A continuación facilitaba medios de alimentación diferentes a unos y a otros: a éstos, el
forraje de la tierra, a aquéllos, los frutos de los árboles y a los otros, raíces. A algunos les
concedió que su alimento fuera el devorar a otros animales, y les ofreció una exigua
descendencia, y, en cambio, a los que eran consumidos por éstos, una descendencia numerosa,
proporcionándoles una salvación en la especie. /321c/Pero, como no era del todo sabio
Epimeteo, no se dio cuenta de que había gastado las capacidades en los animales; entonces
todavía le quedaba sin dotar la especie humana, y no sabía qué hacer.
Mientras estaba perplejo, se le acerca Prometeo que venía a inspeccionar el reparto, y
que ve a los demás animales que tenían cuidadosamente de todo, mientras el hombre estaba
desnudo y descalzo y sin coberturas ni armas. Precisamente era ya el día destinado, en el que
debía también el hombre surgir de la tierra hacia la luz. Así que Prometeo, apurado por la
carencia de recursos, tratando de encontrar una protección para el hombre, /321d/roba a Hefesto
y a Atenea su sabiduría profesional junto con el fuego -ya que era imposible que sin el fuego
aquélla pudiera adquirirse o ser de utilidad a alguien- y, así, luego la ofrece como regalo al
hombre. De este modo, pues, el hombre consiguió tal saber para su vida; pero carecía del saber
político, pues éste dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le daba ya tiempo de penetrar
en la acrópolis en la que mora Zeus; además los centinelas de Zeus eran terribles. /321e/En
cambio, en la vivienda, en común, de Atenea y de Hefesto, en la que aquéllos practicaban sus
artes, podía entrar sin ser notado, y, así, robó la técnica de utilizar el fuego de Hefesto y la otra
de Atenea y se la entregó al hombre. Y de aquí resulta la posibilidad de la vida para el hombre;
aunque a Prometeo luego, a través de Epimeteo, según se cuenta, le llegó el castigo de su robo.
/322a/ Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio divino a causa de su
parentesco con la divinidad, fue, en primer lugar, el único de los animales en creer en los dioses,
e intentaba construirles altares y esculpir sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con
conocimiento, la voz y los nombres, e inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas, y
alimentos del campo. /322b/Una vez equipados de tal modo, en un principio habitaban los
humanos en dispersión, y no existían ciudades. Así que se veían destruidos por las fieras, por
ser generalmente más débiles que aquéllas; y su técnica manual resultaba un conocimiento
suficiente como recurso para la nutrición, pero insuficiente para la lucha contra las fieras. Pues

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aún no poseían el arte de la política, a la que el arte bélico pertenece. Ya intentaban reunirse y
ponerse a salvo con la fundación de ciudades.

Luego vamos a continuar leyendo el mito, pero ya podemos ir notando que éste se estructura sobre
la base de una serie de oposiciones. La primera oposición que apareció es la de inmortales-mortales.
Vamos a ver que cada una de estas oposiciones supone una cierta jerarquía. Los inmortales no
dependen de nada, mientras que los seres vivos dependen de los dioses, porque son los dioses los
que les dan la vida, con lo cual hay una relación clara de dependencia. Por otro lado, se da una
segunda oposición entre el resto de los animales, las fieras, y el hombre. La diferencia que se da
entre los animales y el hombre, inicialmente, es que el hombre es racional, la donación de Prometeo
les otorga cierto parentesco con la divinidad. El relato establece que como no le puede robar a Zeus,
roba el fuego a Hefesto y Atenea, que son los dioses artesanos. Entonces les roba el fuego, que
simboliza la técnica. Esto va a ser fundamental, porque en esta instancia ya el hombre está dotado
de técnica; sin embargo, no tiene lo que se llama ciencia o técnica política. Es importante que luego
ustedes relean cuidadosamente en el texto cómo se va pasando de la politiké téchne (técnica
política) a la areté politiké (virtud o excelencia política). En efecto, vamos a ver que a lo largo del
discurso de Protágoras hay un corrimiento de la noción de téchne a la noción de areté. Ya no se va
a hablar de politiké téchne sino de areté politiké, o simplemente de areté. Ustedes saben que areté
se suele traducir por “virtud”, pero quizás esta noción tiene una dimensión semántica
eminentemente moral. En este sentido, probablemente sea más ajustado traducir por “excelencia”.
Se puede hablar de la areté de cualquier cosa, de un animal o de un hombre; pero en este contexto
histórico particular, referida a los hombres, supone eminentemente la excelencia en lo que
concierne a la política, el hecho de destacarse en este ámbito. Un hombre excelente, en este
contexto, es un excelente político. La excelencia propia del ser humano en este contexto es
justamente la destreza política. Entonces van a ver que en muchas apariciones ni siquiera se habla
de la areté política sino que se habla de areté a secas. Pero hay un corrimiento de la noción de
téchne a la noción de areté, esto va a ser absolutamente fundamental. Consideremos qué puede
significar este corrimiento. Dijimos que en el caso de la téchne uno alcanza para muchos, la téchne
es algo que no es compartido por todos. En el caso de la areté politiké, tal como la concibe
Protágoras, en cambio, todos participan de ella. Justamente se va dando ese corrimiento porque lo
que intenta hacer Protágoras es salirse de la lógica de que uno alcanza para todos, no hay un
especialista, sino que todos participan de la política.

Hasta acá fueron apareciendo estas oposiciones. Inicialmente el resto de los animales se diferencia
del hombre justamente en el hecho de que inicialmente el hombre es el más débil para enfrentar el
entorno; todos cuentan con recursos para la supervivencia menos el hombre; pero luego gracias a
la donación del fuego se termina erigiendo por sus propios medios en el soberano entre los
animales. La figura del fuego es lo que hace que el hombre se posicione de otro modo frente al
resto de los animales. Esto se aclara en un par de ocasiones: hay técnica, tenemos el fuego, pero
todavía no hay política. Este es un paso fundamental, acá está la particularidad del pensamiento
político de Protágoras. En la tradición anterior y en la inmediatamente posterior –lo van a ver en
Platón- hay un modelo de origen de la pólis que es llamado a veces “tecnológico”. Si ustedes leen
la República van a ver, sobre todo a partir del libro II, que Sócrates postula como origen de la pólis
la necesidad de los hombres de reunirse entre sí para lograr una complementariedad que le permita
acceder a todo lo necesario para la supervivencia. La comunidad se genera a causa de las
necesidades. Los hombres no son buenos en todo, cada hombre está hecho para una función
específica que realiza bien, entonces los hombres entendieron que era conveniente vivir en

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comunidad para no tener que hacer todo por sí mismos sino justamente para el intercambio. Es la
necesidad la que conduce al hombre a la comunidad política. Ese es el modelo tecnológico, en que
un especialista en un determinado arte alcanza para una comunidad. Ese es el modelo que ya
aparece en Demócrito. Es decir, Platón no es el único que defiende ese modelo tecnológico de
origen de la pólis. El de Protágoras que vemos ahora es un modelo que se contrapone al tecnológico,
porque si así lo fuera, con la donación de Prometeo del fuego ya tendríamos que tener politicidad
y estaría garantizada la supervivencia humana. Si esto fuera un modelo tecnológico con la donación
del fuego, que simboliza la téchne, ya tendríamos politicidad, y sin embargo Protágoras aclara en
varias ocasiones que todavía no tenemos pólis. ¿Qué es lo que le pasa al hombre en esa situación
de posesión del fuego? Ya tiene lenguaje. La relación entre lenguaje y politicidad es una relación
fundamental. Fíjense, por ejemplo, en toda la tradición aristotélica. Aristóteles postula dos
caracterizaciones del hombre en Política I que son paralelas, que es por un lado la del hombre en
tanto animal político [zôon politikón] y por otro lado el hombre como zôon lógon échon, es decir,
animal dotado de lógos. Aristóteles va a decir que el hombre es un animal político, no es lo mismo
la comunidad que la pólis que supone ciertas relaciones de dominio específicas, que son distintas
a las de otras comunidades. Desde el punto de vista aristotélico la casa misma supone una
comunidad mínima, que supone cierto tipo específico de dominio no político. Entonces el hombre
es un animal político porque es un zôon lógon échon, porque tiene discurso. Es decir, el discurso
se presenta como una condición de la politicidad, porque el discurso no solamente sirve para
manifestarse placer y dolor como en el resto de los animales, sino también para manifestarnos
mutuamente lo que consideramos justo y lo injusto. Cuando hay discusión y deliberación acerca
de lo justo y lo injusto ahí tenemos dadas las condiciones para la pólis. O uno podría decir que es
la pólis es la condición que brinda el espacio para esas discusiones; las dos cosas se dan a la vez.
Consideren cómo palabra y politicidad van de la mano, mientras que acá Protágoras está diciendo
que aun estando en posesión del lógos, todavía no tenemos pólis. Esto también se inserta en una
línea. Si ustedes leen el Leviatán de Hobbes, van a encontrar un pasaje en que critica a Aristóteles
al establecer que se equivoca en esta asimilación que hace entre la politicidad y la palabra, porque
desde el punto de vista hobbesiano la palabra es una herramienta más de agresión. El hombre es
lobo del hombre y se pelea con armas, piedras, troncos o con la palabra; es decir, el lógos es una
herramienta más para la lucha. Con esto de la lucha nos introducimos en el otro tipo de modelo
contrapuesto al tecnológico. Señalamos que según el modelo tecnológico de origen de la pólis el
hombre se agrupa en función del intercambio y las necesidades; acá se ofrece otro que podría ser
llamado “modelo pleonéctico”. El término griego pleonexía quiere decir “lucha” o “combate”;
alude fundamentalmente a una suerte de voluntad de poder por parte de los hombres. Entonces, el
origen de la pólis no está en la satisfacción de las necesidades sino en la situación del combate o la
competencia. De modo que volvemos a la tradición y al problema del ágon que está en la base del
pensamiento de Heráclito y en el pensamiento político posterior. Es decir, el combate o la lucha es
fundamental en el origen de las ciudades. Desde mi punto de vista en la teoría protagórica que hay
una situación de acuerdo, pero ese acuerdo se da sobre el trasfondo de una situación de lucha de
todos contra todos. En este sentido, si ustedes conocen algo de la tradición política moderna, este
modelo es en este sentido un claro antecedente de ciertas teorías modernas.

Entonces, primera donación, la de Prometeo. En ese contexto tenemos la téchne, y sin embargo
todavía no tenemos política. Es central comprender que la intención de Protágoras es justamente
establecer dos etapas diferenciadas en la donación: primero la etapa de donación del fuego (la
técnica) y segundo, y esto es lo propio del pensamiento protagórico, una segunda etapa, una
donación de Zeus, que es el dios soberano, el dios de la soberanía. En esta segunda instancia es que

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realmente se accede a la politicidad. Esto es lo propio del pensamiento protagórico: separarse de la
tradición que entendería que a esta altura ya estaríamos en el plano de la politicidad, es decir que
con la donación del fuego ya estaríamos en el plano político.
Avancemos un poco más en la lectura del texto:

Pero, cuando se reunían, se atacaban unos a otros, al no poseer la ciencia política; de modo que
de nuevo se dispersaban y perecían.
/322c/ Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes que
trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y
ligaduras acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría la
vergüenza [aidós] y la justicia [díke] a los hombres:

Entonces, primera donación, la de Prometeo, el fuego; segunda donación, la de Zeus, vergüenza y


justicia. Los términos griegos son aidós para vergüenza y díke para justicia. De díke no les voy a
mencionar nada, porque ya hemos hablado de este término en relación con Anaximandro y, sobre
todo, Heráclito; y aidós se suele traducir por “vergüenza”, algunos lo traducen como “honor”, y
está claramente vinculado con la areté en toda la epopeya. Aparece esta cuestión de la vergüenza
como la mirada del otro, estamos en un claro contexto de la lógica aristocrática donde lo que impera
como criterio es la mirada del otro. Por ejemplo, en el contexto homérico aidós es como una especie
de arenga de guerra. Si cae un guerrero en batalla y viene otro atrás es aidós lo que lo lleva a
intervenir, es decir, siempre está la cuestión de la mirada del otro, que obliga, es una mirada del
otro en todo caso internalizada, que obliga a un cierto proceder heroico, por ejemplo. La cuestión
de la mirada del otro es absolutamente fundamental y vertebradora de la moral arcaica. En la
República de Platón se intenta romper con esto y fundar una ética que desatienda por completo la
apariencia y el parecer de los otros. Allí se ofrece, por ejemplo, un mito que es el de Giges. Cuenta
Sócrates en República que Giges es un campesino que se encuentra un anillo y accidentalmente se
da cuenta que si pone el anillo hacia adentro se vuelve invisible. Entonces, un campesino tranquilo,
buena persona, que no tenía problema con nadie, resulta que se convierte en un asesino que mata
al rey, se casa con la reina y se convierte, con este recurso de hacerse invisible, en el peor tirano.
Justamente lo que intenta plantear Sócrates a través de este pequeño mito es la cuestión de cómo
actuaríamos si fuéramos invisibles. ¿Tiene sentido considerar como criterio moral o criterio de
acción siempre la mirada ajena? Es justamente la mirada del otro la que está presente en la noción
de aidós. Es la vergüenza, o el honor, pero hablar de “sentido moral”, como en la traducción de
Gredos, no es ajustado, y le quita especificidad al planteo protagórico. Aidós está asociada muchas
veces a la noción de philía, la noción de amistad, que aparece acá también. Aidós es una cierta
condición o capacidad que opera políticamente, porque los hombres están unidos a través de las
mutuas consideraciones, por eso es que hay muchos intérpretes que consideran que van de la mano
las nociones de aidós y de philía, amistad que no tiene que ver con un sentimiento de cariño en que
uno pensaría hoy en día, sino que alude más bien a un vínculos político de respeto y consideración.

Eso por un lado, pero también aparece díke. Recuerden que el sentido originario de díke era el de
“sentencia”, después pasa a ser “recta sentencia”, pero también tiene que ver con una exterioridad.
Como hablamos en la clase sobre Heráclito, díke no tiene que ver con una virtud moral o
sentimiento que está en el alma de cada uno a la manera que concebirán la dikaiosýne Platón y
Aristóteles, sino que tiene que ver con la ley externa que liga a un conjunto de ciudadanos. En ese
sentido hay algún intérprete que lo piensa como la contraparte exterior de esta cuestión de la
vergüenza. La que defiende la imposibilidad de una traducción de aidós como “sentido moral” es

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B. Cassin, cuyos estudios sobre sofistica son fundamentales. Ella tiene un libro llamado El efecto
sofistico, donde defiende la imposibilidad de pensar aidós como si se tratara de una noción del
orden de la moral. Justamente es como una suerte de ética de la exterioridad plena.
Continuemos leyendo el pasaje:

Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido moral y la justicia a los
hombres: «¿Las reparto como están repartidos los conocimientos?

¿Qué tenemos que entender por “conocimientos”? Las técnicas. Sigamos leyendo:
Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos particulares, y lo
mismo los otros profesionales. /322d/ ¿También ahora la justicia y la vergüenza [aidós] los
infundiré así a los humanos, o los reparto a todos?» «A todos, dijo Zeus, y que todos sean
partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros
conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la
justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.»

Se contrapone al resto de las téchnai en el hecho de que no hay uno que alcanza para todos, sino
que todos participan en la justicia y la vergüenza, que justamente es lo que constituye la política.
Esta participación en aidós y díke es lo que constituye la politicidad. Entonces, la politicidad
adviene por la donación de Zeus, no tiene nada que ver con la donación de Prometeo, que era una
donación de la técnica. Esto tiene como implicancia teórica fundamental que todos participan de
aidós y díke. Nosotros sabemos por testimonios que Protágoras decía que acerca de los dioses no
podemos decir si existen o no existen, y esto es por la finitud de la vida humana y por lo oscuro del
tema. Con lo cual, hay muchos que dicen que Protágoras se contradice por esta referencia a los
dioses. Considero que no, claramente no, porque es un mito, no pretende decir que efectivamente
que esto se dio realmente, tenemos que interpretarlo. Me gustaría discutir hasta qué punto podemos
interpretar que en esta donación por parte de Zeus de aidós y díke de lo que se trata es de una
situación de acuerdo entre los hombres, y en ese sentido si se puede ver acá un cierto antecedente
de las teorías contractualistas posteriores.

Consideren además que, por un lado, con el mito, defiende la participación de todos en los asuntos
públicos, pero esto no demostró la posibilidad del rol del maestro. Hasta acá hablábamos de una
dimensión horizontal y una dimensión vertical. Ahora lo que legitimó es la dimensión horizontal,
es decir, todos los hombres participan de aidós y díke, pero todavía no demostró ni ofreció
argumento alguno en favor de la posibilidad de que haya maestros y discípulos. Sócrates se para
frente a Protágoras y lo pone en una situación complicada, porque lo obliga a decidir o a favor de
la democracia o a favor de la posibilidad de enseñar. Nosotros sabemos –esto aparece en muchos
contextos, en el Gorgias aparece y ni hablar en República- que para Sócrates la política sí es una
téchne, es decir, que no cualquiera puede participar. De hecho, Platón fue muy crítico del régimen
democrático, ahí se encuentra la semilla del desastre ateniense. Piensen que para nosotros la
democracia, como lo presenta un autor francés, Narcy, es un a priori de la vida política, no se
cuestiona, nos cuesta pensar la democracia porque no nos podemos correr de algo que se presenta
como dado, pero en este momento histórico al que estamos refiriendo no es un a priori. Es algo a
defender o atacar. Lo curioso es que la democracia se defiende a sí misma a partir de parámetros
aristocráticos. De hecho, según muestra Nicole Loreaux el nombre “democracia” es un nombre que
le dan los críticos de este sistema (la fuerza en poder del pueblo) y la democracia de todos modos
se apodera de él. Lo interesante del caso es que es posible rastrear muchos testimonios de la época,

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empezando por Platón y Tucídides, que entienden que en la democracia misma en realidad se da
una aristocracia, es decir, de nombre es democracia pero en el fondo sigue operando una
aristocracia. Los líderes pertenecen a un sector social elevado, están formados en la retórica, etc.;
eso aparece en Tucídides, claramente; aparece también en un diálogo de Platón que se llama
Menéxeno. Por otro lado, en los mismos discursos democráticos como el que Tucídides pone en
boca de Pericles o el que se ofrece en una defensa de la democracia de las Suplicantes de Eurípides,
aparece esta cuestión de que la democracia es el único sistema que abre el espacio a los áristoi, la
democracia misma se piensa como el régimen que ofrece las condiciones y propicia el liderazgo
de los mejores. Entonces, desde el punto de vista platónico es vista como cierta hipocresía esta
cuestión de que todos participan, pero en el fondo no son todos los que gobiernan, así como todos
pueden tomar la palabra en los contextos deliberativos de la pólis y sin embargo hablan siempre
los mismos, los que están mejor formados.

Avancemos un poco más. La tercera oposición que nos había quedado pendiente es entre la politiké
téchne, el arte político, y la areté política. Este paso supone la participación de todos.

Así es, Sócrates, y por eso los atenienses y otras gentes, cuando se trata de la
excelencia arquitectónica o de algún tema profesional, opinan que sólo unos pocos deben
asistir a la decisión, /322e/ y si alguno que está al margen de estos pocos da su consejo,
no se lo aceptan, como tú dices. Y es razonable, digo yo. Pero cuando se meten en una
discusión sobre la excelencia política, que hay que tratar enteramente con justicia y
moderación, /323a/ naturalmente aceptan a cualquier persona, como que es el deber de
todo el mundo participar de esta excelencia; de lo contrario, no existirían ciudades. Ésa,
Sócrates, es la razón de esto.

En este contexto la participación no solamente aparece como un derecho, sino también como un
deber de todo el mundo. Aquí se pone en evidencia una tensión que opera a lo largo de todo el
discurso: si Zeus dona a todos aidós y díke ¿por qué establece que quien no participe de ellos tiene
que ser eliminado como una peste? Desde mi punto de vista esto se puede explicar en función de
la atribución de algún lugar activo a la voluntad humana. Parece ser un elemento que tiene que ver
con la necesidad de una decisión, por eso hay que castigar y matar a quien no quiera participar de
aidós y díke. El problema para la pólis –lo vamos a ver ahora en el texto– no es el injusto, porque
la pólis contempla la posibilidad de la injusticia y tiene sus mecanismos para enfrentar al injusto,
fundamentalmente el castigo. En esta clase no vamos a poder leer el discurso completo, pero
ustedes deberían leerlo, hay una teoría muy interesante sobre el castigo. El castigo, dice Protágoras,
no tiene que ver con vengar un acontecimiento pasado, no castigamos para vengarnos, sino que
castigamos en vistas del futuro. Es decir, tiene una clara intención disuasiva. Esto es muy
interesante para cruzar con la teoría que se pone en boca del Sócrates en el Gorgias, donde el
sentido del castigo es la purificación del alma. La pena que se establece allí para el alma injusta es
fundamentalmente el castigo físico. Es decir, Sócrates postula allí una clara distinción entre alma
y cuerpo y habla del médico como aquel que a través de remedios que a veces resultan
desagradables pueden curar, pero análogamente la purificación del alma también llega por el
castigo del cuerpo. Entonces consideren que son dos concepciones acerca del castigo paralelas,
una, la de Sócrates, tiene que ver con la noción de purificación –y fíjense todo lo que está supuesto
en esta noción de purificación–; y la otra, la de Protágoras, está pensada no desde lo moral sino
desde lo político, claramente. El castigo tiene una función disuasiva.
Sigamos leyendo el pasaje:

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Para que no creas sufrir engaño respecto de que, en realidad, todos los hombres creen
que cualquiera participa de la justicia y de la virtud política en general, acepta este nuevo
argumento. En las otras excelencias, como tú dices, por ejemplo: /323b/ en caso de que
uno afirme ser buen flautista o destacar por algún otro arte cualquiera, en el que no es
experto, o se burlan de él o se irritan, y sus familiares van a ése y le reprenden como a un
alocado.
En cambio, en la justicia y en la restante virtud política, si saben que alguno
es injusto y éste, él por su propia cuenta, habla con sinceridad en contra de la mayoría, lo
que en el otro terrero se juzgaba sensatez, decir la verdad, ahora se considera locura, y
afirman que delira el que no aparenta la justicia. /323c/ De modo que parece necesario que
nadie deje de participar de ella en alguna medida, bajo pena de dejar de existir entre los
humanos.
Respecto de que a cualquier persona aceptan razonablemente como consejero
sobre esta virtud por creer que todo el mundo -participa de ella, eso digo.

El problema para la polis no es el injusto, el problema en estos contextos es el que comete injusticia
y lo dice abiertamente. Sería algo similar al necio hobbesiano. Acá interviene el tema de la
apariencia, muy ligado a lo que les mencionaba respecto de aidós. El problema es el que es injusto
y no juega el juego de la apariencia, no aparenta ser justo. Lo que la pólis no puede tolerar no es el
injusto sino el que no quiere jugar el juego, porque cometer injusticia y decirlo abiertamente supone
atacar los fundamentos de la pólis. Esto nos da la pauta de que está operando tácitamente cierto
acuerdo, cierto elemento volitivo, cierta decisión. Uno se puede plegar al juego político o no. El
problema es entonces el que habla en contra de la justicia y se presenta a sí mismo como injusto.

Debe quedar claro el rol que juega la apariencia. El término que se emplea en el texto es phánai,
que se relaciona con un verbo que es phaíno, en voz media y pasiva phaínomai, que es el verbo
“parecer” o “aparecer”, verbo central que va a aparecer en el Teeteto, el otro diálogo platónico en
que Protágoras adquiere protagonismo. Cuando Protágoras dice “el hombre es medida de todas las
cosas” después lo reformula en términos de “todo parecer es igualmente verdadero”, todo parecer
o aparecer. Tiene esta doble dimensión de la cosa que aparece y del parecer de uno frente a esa
cosa. Pero la apariencia se pone en un primer plano. Para este tipo de planteos la mirada del otro
es absolutamente fundamental. El problema es el que no aparenta. Lo que desde el punto de vista
protagórico socava los fundamentos de la politicidad y de la justicia es ir en contra de la apariencia
de lo justo, no ir en contra de lo justo. Leamos un poco más:

Y en cuanto a que creen que ésa no se da por naturaleza ni con carácter espontáneo,
sino que es enseñable y se obtiene del ejercicio, en quien la obtiene, esto intentaré
mostrártelo ahora.

A continuación, desde 323 c, lo que intenta demostrar Sócrates es que la excelencia política no se
da ni por naturaleza ni con carácter espontáneo, sino que es enseñable. Lo que va a decir es que en
realidad no es que no se enseña la justicia, no es por naturaleza. Recuerden lo que vieron las clases
pasadas relativo a la distinción entre lo que es por convención y lo que es por naturaleza; lo que
dice acá Protágoras es que la excelencia, la areté, no es por naturaleza, por eso es enseñable. Lo
que es por naturaleza no es enseñable. Entonces, va a demostrar que no puede ser ni por naturaleza

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ni se da por carácter espontáneo sino que interviene la enseñanza y el aprendizaje. Lo que va a
decir es que lo que se da por naturaleza es cierta propensión o ciertos caracteres que manifiestan
más facilidad para la vida pública. Así como nadie puede identificar maestros del idioma griego en
una comunidad de griegos, porque en realidad eso lo enseñan todos. No es que un griego se sienta
a aprender griego, lo aprende desde que nació, no se puede identificar un maestro, los maestros son
todos. Lo mismo, dice el sofista, sucede respecto a la política y la justicia: se aprende con el
lenguaje mismo. Entonces Protágoras hace una progresión de lo que es la educación política, que
va desde lo más básico por parte de la familia y la comunidad toda (junto con el aprendizaje del
lenguaje oral se aprende lo que se debe o no hacer) hasta la enseñanza más específica de los sofistas.

Para explicar su rol de maestro Protágoras acude a la noción de phúsis. En última instancia, lo que
justifica el rol de un maestro es que si bien todos participan, lo hacen en distinta medida puesto que
tienen capacidades naturales diferentes. Lo que le da el pie para poder hablar de diversas medidas
en la participación en la areté politiké es justamente la noción de participación, que admite el más
y el menos. Por eso Protágoras afirma que si fuéramos a vivir en una comunidad que desconoce
por completo la política, nos daríamos cuenta de que en una comunidad política todos participan
en alguna medida de ellas, aún los menos dotados. Con lo cual la politicidad no es por naturaleza.
En efecto, si fuéramos a otra comunidad no política nos daríamos cuenta que en la nuestra todos
participamos de aidós y díke, porque habría ciertas cosas que nosotros naturalizamos cuya carencia
en otras comunidades pone en evidencia como adquiridas y promovidas desde la propia comunidad.
Pero más allá de la participación de todos en la politicidad, se manifiestan diferentes grados en el
interior de una comunidad política. Una mínima diferencia en cuanto a la adquisición de destrezas
políticas supone un impacto en la vida política general. Entonces aquellos que manifiestan mayor
facilidad son justamente los sofistas y eso es lo que justifica estos pagos de dinero que le cuestiona
Sócrates. Realmente el sofista es el que puede hacer la diferencia porque participa en mayor medida
por naturaleza. La analogía que hace es una sociedad en la que todos tocan la flauta desde que
nacen: si todos tocáramos la flauta desde que nacemos y nos comparamos con otras sociedades
diríamos que hasta el peor toca muy bien, pero ahí nos daríamos cuenta también de que por más
que todos recibiéramos la misma educación y si bien todos estamos dotados y tenemos la capacidad
de tocar la flauta, unos tocan mejor que otros ¿Por qué? Ahí intervienen las capacidades y
diferencias naturales. Ese es el modo que tiene Protágoras de legitimar el rol del maestro, con esto
logra salir de ese atolladero en que lo pone Sócrates. Por un lado, justifica la democracia y el hecho
de que todos participan de los asuntos públicos; y, por otro lado, legitima el rol del maestro, es
decir, la verticalidad que supone la relación de maestro a discípulo. Con esto pretende resolver
estas tensiones que le adjudica Sócrates. De todos modos, lo más importante del discurso de
Protágoras es que encuentra el origen de la comunidad política en esta situación originaria de lucha
de todos contra todos, modelo que va a ser muy importante para toda la tradición posterior.

Bibliografía primaria (fuentes) de lectura obligatoria:


Selección de textos de preplatónicos: Protágoras: fragmentos y testimonios leídos en clase.

Bibliografía secundaria de lectura obligatoria:


Guthrie, W.K.C., Historia de la filosofía griega III, cap. “Protágoras”

Material didáctico de circulación interna de Historia de la filosofía antigua, Facultad de Filosofía


y Letras, Universidad de Buenos Aires.

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