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EL DILEMA DE SAAVEDRA FAJARDO: ENTRE EL ESPÍRITU

CATÓLICO Y LA RAZÓN DE ESTADO

Antonio Rivera García*

Como el resto de la literatura política española del siglo XVII, el autor de las Empresas no ha
podido superar la confusión católica entre las esferas religiosa, moral, política y estética. El dilema
del príncipe de Saavedra no es el de Federico, el del rey prusiano que, tras admitir la escisión entre
el campo moral y el político, entre espíritu y poder, se encuentra en la disyuntiva de sacrificar la
ética del príncipe o el bien de su pueblo, sino el del teórico católico que tan sólo advierte las
dificultades para conciliar su pensamiento cristiano con su profesión diplomática. El catolicismo
barroco de Saavedra impide que el saber adquirido como ministro español en el extranjero
desemboque en una teoría política moderna y desprendida de los lastres escolásticos, imperiales y
medievales.
En concreto, su filosofía de la historia, el providencialismo, el género de su obra más importante,
las empresas, y su intento de armonizar las virtudes políticas del gobernante con las morales y
religiosas (recordemos que el subtítulo de las Empresas es Idea de un príncipe político-cristiano)
constituyen las principales limitaciones de Saavedra. No obstante, podemos encontrar en su obra
algunos fragmentos que hacen vislumbrar la posibilidad de una concepción autónoma de la
política. Sobre todo en aquel extraordinario pasaje donde, con el objeto de rechazar la intervención
de los obispos en los asuntos de Estado, señala que “cada esfera tiene su actividad propia”, y que
cuando los clérigos intervienen en política “no es siempre seguro el secreto, porque penden más de
la obediencia de sus superiores que de la del príncipe”.1 Asimismo, cuando este autor desciende a
los casos concretos, a la práctica cotidiana de la diplomacia, entonces nos encontramos,
particularmente en sus cartas y en algunas de las empresas dedicadas a la cuestión interestatal, ante
el teórico español más lúcido, el cual intuye muchos de los principios del nuevo derecho de gentes
que se impondrán después de Westfalia, y que en el siglo XVIII encontrarán su máxima expresión.

*
Antonio Rivera García es licenciado en Derecho y en Filosofía, doctor en Filosofía, premio
extraordinario de doctorado, y profesor de Filosofía Política en la Universidad de Murcia desde 1999. Es
autor de los libros Republicanismo calvinista (Res publica, Murcia, 1999) y La política del cielo.
Clericalismo jesuita y Estado moderno (Georg Olms Verlag, Hildesheim, 1999); co-editor del libro La
actitud ilustrada (Biblioteca Valenciana, 2002), y coordinador de los monográficos Formas y reformas
de la idea federal (Araucaria, n.º 4, 2000), Políticas para el siglo XXI (Daimon, n.º 27, 2002) y
Republicanismo (Res publica, n.º 9-10, 2002). Interesado fundamentalmente en la Historia de las ideas
políticas desde el siglo XVI hasta nuestros días, y en el pensamiento político español, ha escrito más de
una treintena de artículos y capítulos de libros sobre estos temas. Entre sus artículos o capítulos de libros
dedicados al pensamiento político español, cabe destacar: “La idea federal en Pi y Margall” (2000);
“Juan Andrés y la historia del derecho natural. Una aproximación a la heterodoxia jesuítica” (2001); “El
héroe del cielo: religión y política en Baltasar Gracián” (2001); “Catolicismo y revolución: el mito de la
nación católica en las Cortes de Cádiz” (2001); “Escritura barroca y derecho natural en El Criticón”
(2002); “Cambio dinástico en España: Ilustración, absolutismo y reforma administrativa” (2002); “El
concepto de libertad en la época de las Cortes de Cádiz” (2003).
1
Diego de Saavedra Fajardo, Empresas Políticas. Idea de un príncipe político-cristiano representada en
cien empresas [EP], Planeta, Barcelona, 1988, 30, pp. 196-197.
1. Idea de un príncipe político y cristiano

La teoría política del Barroco español gira alrededor de la persona del monarca. Prosigue en
cierto modo el género medieval de los espejos de príncipes que compendian las virtudes cristianas
del óptimo príncipe; mas ahora con la novedad de que se reconoce la necesidad de dominar el arte
político o la prudencia cristiana del gobernante. Si con Maquiavelo se inicia la separación entre la
persona pública y la privada del príncipe, entre la virtù del hombre público, dirigida a la
conservación y engrandecimiento del Estado, y las virtudes morales del individuo, cuyo objetivo
último es la salvación escatológica, nuestros autores barrocos no reconocen, en cambio, esta
separación entre poder y espíritu. Mas ello, como veremos claramente en la política interestatal de
Saavedra Fajardo, no tiene lugar sin graves tensiones que están a punto de romper este católico
tránsito entre las esferas.
Juan de Salazar escribía en 1619 que “tres causas concurren de ordinario a fundar una república y
a su conservación y aumento: Dios, prudencia y ocasión”.2 En cierto modo, estos son los tres
elementos sin los cuales no podemos aprehender la idea de un príncipe político y cristiano. Así, en
primer lugar, el buen gobernante cristiano confía en la providencia, mediante la cual Dios rige el
mundo histórico, premiando y castigando los comportamientos virtuosos o malvados de los
hombres, levantando y destruyendo los imperios o repúblicas. Si bien esta filosofía de la historia
resulta compatible con la teoría cíclica,3 no lo es con la pagana fortuna: los éxitos o fracasos del
hombre no son el fruto de un conjunto mecánico de causas, mejor o peor utilizado,4 sino el
resultado, sancionado por la providencia, de nuestras obras. Aunque las causas segundas de los
orbes celestes impiden que podamos controlar todos los efectos,5 la caída de los imperios y Estados
se debe a nuestro descuido, imprudencia o tiranía. Como se trata de una visión católica de la
historia, se ha de conciliar la continua intervención de Dios sobre los hechos humanos con el libre
albedrío. Ello se consigue gracias a la teoría escolástica de la concurrencia, según la cual Dios se
limita a concurrir en la ejecución de los actos humanos porque todos sus decretos son fruto de su
presciencia, o eterno saber de todo lo que ha de ocurrir, y no de su predeterminación.6
Pues bien, dado que, según la tesis providencialista, Dios premia al príncipe virtuoso y castiga
al malvado, esta doctrina católica se erige en uno de los argumentos básicos para sostener la
conveniencia de los comportamientos virtuosos en la esfera pública.7 Esto, como veremos
enseguida, parece contradictorio con lo que Saavedra ha podido observar en su larga carrera
como embajador de España en las cortes extranjeras: el murciano siempre ha reconocido las
ventajas francesas obtenidas por llevar a cabo una política poco respetuosa con los principios
cristianos. De ahí que la fidelidad católica de Saavedra le obligue con frecuencia a sostener tesis
contrarias a los dictados de su experiencia diplomática.

2
J. de Salazar, Política española, CEC, Madrid, 1997, p. 39.
3
En numerosos fragmentos, como en el siguiente, Saavedra admite la teoría cíclica: “Tienen su período los
Imperios. El que más duró, más cerca está de su fin.” (EP, 87, p. 595).
4
F. Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, CEC, Madrid, 19892, p. 99.
5
EP, 87, p. 594.
6
“En la constitución ab aeterno de los Imperios, de sus crecimientos, mudanzas o ruinas, tuvo presentes
el supremo Gobernador de los orbes nuestro valor, nuestra virtud o nuestro descuido, imprudencia o
tiranía. Y con esta presciencia dispuso el orden eterno de las cosas en conformidad del movimiento y
execución de nuestra elección, sin haberla violentado, porque como no violenta nuestra voluntad quien
por discurso alcanza sus operaciones, así tampoco el que las antevió con su inmensa sabiduría. [...] Cada
uno es artífice de su ruina o de su fortuna. Esperalla del caso es ignavia. Creer que ya está prescrita,
desesperación.” (EP, 88, pp. 599-600).
7
“No permite la Providencia divina que se logren las artes de los tiranos. La virtud tiene fuerza para atraer a
Dios a nuestros intentos, no la malicia.” (EP, 18, p. 127).
Entre el providencialismo del siglo XVI y el del XVII hay una gran distancia. El de nuestro
siglo de Oro se convierte en muchas ocasiones en una modalidad de mesianismo. A juicio de
algunos autores de esta época, como el fiscal de Felipe II Gregorio López Madera, el jesuita
borgoñón Claudio Clemente o el benedictino Juan de Salazar, Dios ha otorgado a nuestro país la
hegemonía espiritual y temporal por la defensa que ha hecho de la fe católica en todo el mundo.8
Salazar sostenía incluso que la nación española, en cuanto heredera del pueblo hebreo, era el
nuevo pueblo elegido.9 El providencialismo del autor de las Empresas, ya consciente de nuestra
decadencia, no conserva, sin embargo, ningún rasgo de este mesianismo. Ve un claro ejemplo
de la decadencia española en que los hombres ilustres del siglo XVII, a diferencia de los
prohombres del siglo anterior, han muerto prematuramente.10 Con ello, el diplomático pone de
manifiesto que la gloria de un Estado se debe sobre todo a sus gobernantes, y continúa así la
tradición barroca de centrarse más en las virtudes morales y políticas de los hombres,
particularmente las de los grandes magnates o príncipes, que en las instituciones políticas.
En segundo lugar, para todos nuestros escritores barrocos, el rey ha de poseer, y no sólo
aparentar, las verdaderas virtudes cristianas y morales. Ante todo, porque la doctrina
providencialista sostiene que la virtud atrae el favor divino y, por lo tanto, es buena para la
conservación de los Estados; además, porque muchas de estas virtudes resultan imprescindibles
para el buen gobierno de la res publica; y, finalmente, porque “los Estados se parecen a sus
príncipes”,11 de manera que éstos, cuando se convierten en modelo o espejo de virtud para sus
vasallos, ayudan a mejorar las costumbres estragadas de sus pueblos.
Según Saavedra, la prudencia constituye la virtud “propia de los príncipes, y la que más hace
excelente al hombre”. Si se convierte en “alma del gobierno”, “áncora de los Estados” y “aguja
de marear del príncipe” se debe a que es la “regla y medida de las virtudes”, y a que constituye
un sentido armónico capaz de regular todos los aspectos de la vida y el mismo ejercicio del resto
de las virtudes, las cuales obradas sin prudencia, o pasan a ser vicios, o no son menos dañosas
que ellos.12 La prudencia cristiana, simbolizada en las empresas de Saavedra Fajardo por una
sierpe enroscada, no ha de ser confundida con la astucia maquiavélica, con la de la zorra, que
aspira a lograr sus objetivos de manera fraudulenta; todo lo más, el príncipe podrá hacer uso en
algunas ocasiones del disimulo, del recato o de la cautela. La prudencia ha de empezar por uno
mismo, de forma que el magistrado supremo debe conocerse a sí mismo para aspirar a un mayor
autodominio; y, por otra parte, debe traducirse en buena reputación, pues la aclamación popular,
y no la simple opinión del vulgo, siempre supone un excelente medio para conservar el
Estado.13 La función de la prudencia, la de armonizar las virtudes, se parece mucho a la
desempeñada por la discreción en autores como Gracián o Calderón. En un auto de este último
titulado No hay más fortuna que Dios, la Discreción, “el alma de todas las perfecciones”, le dice
al Poder que ella modera los extremos a los cuales es dado el hombre.14 También para Gracián

8
“Conforme a este destino providencial –escribía Juan de Salazar– de España, su primer y principal
quehacer histórico es defender la Fe y ser campeón de los intereses católicos en el mundo. Dios,
recíprocamente, paga a España su fidelidad, dándole la hegemonía espiritual sobre el universo.” (Cit. en F.
Murillo Ferrol, o. c., pp. 105-106).
9
“Los sucesos, casi símiles en todos tiempos, y el modo singular que Dios ha tenido en la elección y
gobierno del pueblo español, declaran ser su pueblo escogido en la ley de gracia, como lo fue el electo, en
tiempo de la escrita.” (J. de Salazar, o. c., p. 73).
10
EP, 87, pp. 592 ss.
11
EP, 13, p. 95.
12
EP, 28, pp. 185-186.
13
La Empresa 31 está dedicada a la reputación.
14
“Yo soy el Alma de todas/ las Perfecciones, supuesto/ que no hay virtud, que sin mí /logre su
merecimiento,/ pues no siendo virtud, soy/ quien modera sus extremos/ para que su elevación/ subsista,
siendo yo el medio [...] que sin Discreción no hay/ virtud que no corra riesgo;/ pues virtud sin Discreción,/
“entre dos extremos de imprudencia se halla el seguro medio de cordura”, que “consiste en una
audacia discreta”.15
Resulta habitual la comparación del príncipe prudente y de Dios con el sol. Pero los elementos
naturales de las alegorías barrocas se caracterizan por significar cualquier cosa, dependiendo del
sentido que en cada ocasión le dé el autor. Así, en la empresa 18, el sol representa la
omnipotencia divina que da luz al planeta-príncipe: “Siendo Dios por quien reinan los reyes, y
de quien dependen su grandeza y sus aciertos, nunca podrán errar si tuvieren los ojos en Él [...],
a quien deben imitar los príncipes, teniendo siempre fijos los ojos en aquel eterno luminar que
da luz y movimiento a los orbes, de quien reciben sus crecientes y menguantes los imperios.”16
Sin embargo, en la empresa 86 el sol simboliza a un príncipe que, lejos de ser omnipotente y
absoluto, se presenta como el primer servidor del Estado. En esta ocasión, Saavedra emplea la
metáfora geocéntrica y comenta que, de modo similar a como el sol gira alrededor de la tierra
para iluminarla, el rey debe estar al servicio de su pueblo.17 Y es que, para el literato barroco, el
duro oficio de reinar implica una carga y un sufrimiento excesivos. Aún mejor que en el
emblema de Zincgref, citado por Benjamin para demostrar que los autores barrocos comparaban
las aflicciones del monarca con las de Cristo-Rey,18 la empresa 20 de Saavedra Fallax Bonum
(“siendo la corona un bien falaz”) expresa la analogía de la actividad del príncipe con la pasión
de Cristo. El dibujo no puede ser más explícito: una corona real encierra dentro de sí una corona
de espinas. El español indica “que la púrpura es símbolo de la sangre que ha de derramar por el
pueblo”, y que “son los príncipes muy semejantes a los montes [...] porque reciben en sí todas
las inclemencias del tiempo”.19 Desde luego, Saavedra piensa en un príncipe muy distinto al rey
de la teología política, pues el primero ni ha de creer “que es absoluto su poder, sino sujeto al
bien público y a los intereses de sus Estados”, “ni que es inmenso, sino limitado y expuesto a
ligeros accidentes.”20
Por último, el príncipe político y cristiano ha de contar con el tiempo oportuno o la ocasión, la
cual suele ser definida como “un concurso de circunstancias que disponen y facilitan la empresa”.21
En la obra de Saavedra, la ocasión, “un concurso de causas que abre camino a la grandeza”, se
convierte en un concepto central.22 Por eso, aparte de disimular los vicios hasta que llegue el
momento propicio para remediarlos, el príncipe debe estar en vela para dejarse empujar por la
ocasión.

2. Fragmentos de teología política: apariencia y disimulación en el Barroco español

Para el pensamiento católico español del siglo XVII, el príncipe maquiavélico, que se
correspondería con el soberano de la schmittiana teología política, carece de legitimidad porque
sólo imita el poder absoluto de Dios. Y es que, cuando se imita a una divinidad que ya no es un

si no es vicio corre a serlo./ Y del espiritual/ al político gobierno/ pasando, del Mal y el Bien/ en mi está el
conocimiento,/ por más que los disimule/ la malicia de los tiempos.” (P. Calderón de la Barca, No hay más
fortuna que Dios, en Obras Completas, tomo III, Aguilar, Madrid, 1969, p. 624).
15
B. Gracián, El Discreto, Planeta, Barcelona, 1996, II, p. 53.
16
EP, 18, p. 121.
17
“Este ejemplo natural –repara el autor de las Empresas– enseña a los príncipes la conveniencia pública
de girar siempre por sus Estados, para dar calor a las cosas y al afecto de sus vasallos.” (EP, 86, p. 586).
18
W. Benjamin, El origen del drama barroca alemán, Taurus, Madrid, 1990, p. 58.
19
EP, 20, pp. 135-136.
20
EP, 20, pp. 137-138.
21
J. de Salazar, o. c., p. 52.
22
F. Murillo Ferrol, o. c., p. 107.
poder ordenado (potentia ordinata) por los principios inmutables del Decálogo,23 la política se
convierte casi inevitablemente en una esfera autónoma y separada de los dogmas cristianos. No hay
que esperar a la Reforma para hallar una concepción de la libertad divina como potentia absoluta.
Blumenberg, en su imprescindible libro Die Legitimität der Neuzeit, señala que este absolutismo
teológico ya estaba presente en la teoría nominalista de la Baja Edad Media sobre la voluntad
divina. El nominalismo atribuía al Hacedor un poder tan absoluto que Éste podía hacer cualquier
cosa, incluso salvar sólo a los malvados. Desaparecía entonces toda garantía metafísica de orden y
de estabilidad del cosmos. Un dios tan arbitrario, irresponsable e inaccesible como el nominalista,
se convertía en un deus absconditus. Y un dios escondido, cuya providencia no llega nunca al
mundo, era un dios muerto y superfluo para los hombres, que podía ser reemplazado por el azar.24
Según el pensamiento de la Contrarreforma, el universo maquiavélico, el de la teología política,
se corresponde con esta absoluta concepción de la espiritualidad. El mismo Saavedra Fajardo
afirma que el príncipe español ha de caracterizarse por imitar la potentia ordinata de Dios, es decir,
por tener como ejemplo la perfección moral de la divinidad; y, en cambio, debe alejarse del
monarca de la teología política, quien, por adoptar como modelo la potentia absoluta Dei, acaba
usurpando el lugar de Dios en vez de contentarse con imitarlo. Para el diplomático español, lo
deleznable de la doctrina de Maquiavelo radica sobre todo en la escisión que hace entre el bien
político o temporal y el bien eterno, convirtiendo de este modo a la política en un dominio de
espiritualidad absoluta o separada de Dios. La empresa 18 titulada A Deo (reconozca a Dios su
cetro) contiene los fragmentos más claros a este respecto: “quisiera Maquiavelo a su Príncipe [...]
que estuviese en las puntas de su ceptro la piedad y impiedad para volvelle, y hacer cabeza de la
parte que más conviniese a la conservación o aumento de sus Estados. Y con este fin no le parece
que las virtudes son necesarias en él, sino que basta el dar a entender que las tiene [...]. Y esto juzga
por más necesario en los príncipes nuevamente introducidos en el imperio, los cuales es menester
que estén aparejados para usar de las velas según sople el viento de la fortuna y cuando la
necesidad obligare a ello”.25 Si las virtudes clásicas se convierten para el florentino en un medio
que solamente debe usarse cuando sirva al fin político de la conservación y aumento del Estado, es
porque ya no cree en un mundo guiado por la providencia divina. Su lugar ha sido ocupado por el
azar o la fortuna.
Este absolutismo de Maquiavelo, propio de una visión autónoma de la esfera política, nos
permite comprender por qué aparentar o disimular virtudes cristianas es, para Saavedra Fajardo,
mucho peor que “cometer los vicios”. En un fragmento que nos recuerda la leyenda del ermitaño
comparado con el ladrón llevada a escena por Tirso en El condenado por desconfiado, Saavedra
nos habla de dos príncipes: uno de ellos realiza buenas acciones, pero sus virtudes son aparentes e
inconstantes porque se halla dispuesto a “mudallas según el tiempo o necesidad”, esto es, cuando
ya no sean convenientes para el fin político; el otro comete vicios, pero los oculta porque se
avergüenza de ellos. Al entender de Saavedra resulta peor la conducta del primer príncipe, por
cuanto sus buenas acciones se derivan del arte o especulación maquiavélica (“aun las acciones
buenas se desprecian si nacen del arte, y no de la virtud”), en lugar del temor a Dios (“no reconoce
de Dios la corona y su conservación, ni cree que premia y castiga, el que fía más de tales artes que
de su divina Providencia”). Sin duda, para el autor de las Empresas, como para Gracián, “no hay
mayor enemigo de la verdad que la verosimilitud”.26 En cambio, en el segundo príncipe los vicios
han de valorarse como “flaqueza, y no afectación”, puesto que los encubre “por no dar mal
exemplo, y porque el celallos así no es hipocresía ni malicia para engañar, sino recato natural y

23
A. Rivera, “Teología política: consecuencias jurídico-políticas de la Potentia Dei”, en Daimon, n.º 23
(2001), pp. 169-182.
24
Cf. F. J. Wetz, Hans Blumenberg. La modernidad y sus metáforas, Edicions Alfons El Magnànim-IVEI,
Valencia, 1996, pp. 30-31.
25
EP, 18, p. 122.
26
B. Gracián, El Criticón, Espasa, Madrid, 1998, p. 630.
respeto a la virtud”.27 Por todo ello, “cometer los vicios es fragilidad”, mientras que “disimular
virtudes, malicia”.28 No olvidemos la gran diferencia que existe para nuestros autores barrocos
entre disimular vicios y virtudes: lo primero constituye una buena acción porque no se debe hacer
ostentación del mal; lo segundo, una mala porque simular virtudes se deriva de un arte o de un
saber político emancipado de lo sagrado.
Sin embargo, la posición de nuestros autores barrocos acerca de la disimulación y del engaño
no resulta tan clara como se pudiera deducir de la crítica anterior al príncipe maquiavélico. A
diferencia del mundo cartesiano, donde la creencia en la veracidad del Hacedor permitía superar
la amenaza del genius malignus, el orbe del Barroco español está plagado de incertidumbres, y
hasta el mismo Dios, aunque nunca mienta, disimula la verdad y utiliza palabras ambiguas o
confusas. Saavedra sostiene que el príncipe, al disimular sus intenciones con “palabras
indiferentes y equívocas”, imita en realidad a Dios, “cuyos pasos no hay quien pueda
entender”.29 También para el autor de El Criticón, los hombres, al disimular o cifrar sus
voluntades, deben copiar la utilización que hace el Creador de los arcanos o misterios.30 De esta
manera, en el seno de la más ortodoxa Contrarreforma encontramos fragmentos de absolutismo
teológico y a un deus absconditus que se sitúa en la raíz de la teología política. En esta materia,
nuestros escritores barrocos se aproximan a la teoría jesuítica del Dieu équivocateur,
desarrollada principalmente por Lessius y Parsonius, quienes, basándose en la interpretación de
algunos pasajes de la vida de Jesucristo, defendían que era legítimo tanto el uso de enunciados
de doble sentido, como la disimulación u ocultación de parte de los pensamientos.31
El problema moral y político del disimulo, sobre todo el ejercido por los grandes hombres,
supone una de las constantes de la política del Barroco. Saavedra Fajardo, cuando aconseja
fingir y ocultar las intenciones, está prosiguiendo una larga tradición, común al tacitismo y al
laxismo jesuítico, contraria a la mentira pero no al disimulo de los gobernantes. Así, “quien no
sabe disimular –leemos en las Empresas, no sabe reinar” (Qui nescit disimulare, nescit
regnare), puesto que “decir siempre la verdad sería peligrosa sencillez, siendo el silencio el
principal instrumento de reinar”.32 Tampoco el hombre prudente de Gracián, que en líneas
generales coincide con el príncipe político-cristiano de Saavedra, dice siempre la verdad, ya
que, cuando ésta es amarga y desemboca en el desengaño, puede resultar peligrosa.33 Por ello,
el buen príncipe debe tener siempre presente la regla “sin mentir, no decir todas las verdades”;
y los buenos cortesanos o políticos, como “diestros médicos del ánimo”, deben “saber jugar a la
verdad” y hacer uso del artificio, de los dobles sentidos, de los equívocos, de los disfraces o de
la comedia, para ocultar y endulzar las verdades más terribles. A este juego, que puede consistir
en utilizar palabras ambiguas o, simplemente, en ocultar y enmudecer, Gracián lo llama “el arte
de dorar los desengaños”. La prudencia no es, por consiguiente, propia de “un pecho sin
secreto”, pues “no hay cosa que requiera más tiento que la verdad, que es un sangrarse del

27
EP, 18, p. 124.
28
EP, 18, p. 123.
29
“Así ocultos han de ser los consejos y desinios de los príncipes. Nadie ha de alcanzar adónde van
encaminados, procurando imitar a aquel gran Gobernador de lo criado, cuyos pasos no hay quien pueda
entender.” (EP, 44, p. 281).
30
“[...] amaga misterio en todo y con su misma arcanidad provoca la veneración [...]. Imítase, pues, el
proceder divino, para hacer estar a la mira y al desvelo.” (B. Gracián, Oráculo Manual, cit., §3, p. 143).
31
Saavedra habla de las disimulaciones de los profetas judíos y del mismo Jesucristo en el siguiente pasaje:
“El dar a entender el mismo Maestro de la verdad a sus discípulos que quería pasar más adelante del
castillo de Emaús, las locuras fingidas de David delante del Aquis, el pretexto del sacrificio de Samuel, y
las pieles revueltas a las manos de Jacob, fueron disimulaciones lícitas [...]” (EP, 43, pp. 277-278).
32
EP, 43, p. 276.
33
B. Gracián, Oráculo Manual, Planeta, Barcelona, 1996, §210, p. 206.
corazón. Tanto es menester para saberla decir como para saberla callar [...]. No todas las
verdades se pueden decir: unas porque me importan a mí, otras porque al otro”.34
Por paradójico que parezca, el arcano político, esencial para la teoría absolutista de la ratio
status y de los coups d’État, no resulta ajeno a la policía católica, especialmente a la de la
Compañía de Jesús. Para el mismo Gracián, soberano es quien “sabe sacramentar su voluntad”,
esto es, quien, además de “penetrar toda voluntad ajena”, sabe “celar la propia”. Evidentemente,
el buen político, como Fernando el Católico, ha de ser un estoico radical,35 un hombre virtuoso
y capaz de “violentar sus pasiones”; pero el jesuita reconoce de forma similar a Saavedra que, si
ello no es posible, ha de contentarse con “solaparlas con tal destreza, que ninguna contratreta
acierte a descifrar su voluntad”.36 Por tanto, entre los principales conocimientos que debe
dominar el hombre público se encuentra el saber aparentar. Además, en la “política contienda”
entre la realidad y la apariencia parece ir ganando la segunda, como apunta Gracián en esta
regla: “las cosas no pasan por lo que son, sino por lo que parecen; son raros los que miran por
dentro, y muchos los que se pagan de lo aparente. No basta tener razón con cara de malicia”.37
De nada sirve poseer las virtudes de un buen político si no se hace ostentación de ellas,38 por
cuanto el vulgo, la plebe, al carecer del arte de descifrar, siempre puede ser engañado por otros
que, sin ser virtuosos, lo aparenten.
Acerca de la plebe, Saavedra escribía que su “naturaleza es monstruosa en todo y desigual a sí
misma, inconstante y varia. Se gobierna por las apariencias, sin penetrar en el fondo”.39
Igualmente, Gracián describía al pueblo con unos rasgos muy negativos: “el vulgo –leemos en
El Discreto–, aunque fue siempre malicioso pero no juicioso; y aunque todo lo dice, no todo lo
alcanza; raras veces discierne entre lo aparente y lo verdadero”.40 Estas palabras de Saavedra y
Gracián contrastan con el concepto republicano de pueblo y les acercan a los defensores de la
teología política, así como a la más cruel razón de Estado del siglo XVII. Pues mientras, para el
republicano Maquiavelo, “la multitud es más sabia y más constante que un príncipe”, por cuanto
los pueblos, “aunque sean ignorantes, son capaces de reconocer la verdad, y ceden fácilmente
cuando la oyen de labios de un hombre digno de crédito”;41 Gabriel Naudé, el conocido teórico
de los golpes de Estado, considera, en cambio, al vulgo como “un monstruo de cien cabezas,
vagabundo, errante, loco, atolondrado, sin reglas de conducta, sin espíritu ni juicio”,42 cuyas
bajas pasiones pueden ser excitadas por cualquier charlatán o iluminado.43 El francés, con el
objeto de evitar que la plebe fuera conducida por los malos políticos, admitía incluso que el

34
Ibid., §181, p. 198.
35
Para Benjamin, el buen rey, el mártir del drama barroco alemán, es un estoico radical. En este contexto,
el filósofo traza una analogía entre el estado de excepción en el que vive el dictador o el tirano y el estado
de excepción que padece el alma dominada por los afectos del buen príncipe: “Es cometido del tirano la
restauración del orden durante el estado de excepción: una dictadura cuya utopía será siempre el sustituir el
vacilante acontecer histórico por la férrea constitución de las leyes naturales. Pero la técnica estoica
también pretende dar al alma una estabilidad análoga frente al estado de excepción que para ella supone el
estar dominada por los afectos.” (W. Benjamin, o. c., p. 59).
36
B. Gracián, El Héroe, Planeta, Barcelona, 1996, Primor II, p. 9.
37
Oráculo Manual, cit., §99, p. 173.
38
“Valer y saberlo mostrar, es valer dos veces: lo que no se ve es como si no fuese.” Por todo ello, “la
buena exterioridad es la mejor recomendación de la perfección interior.” (Ibid., §130, p. 182).
39
EP, 61, p. 432.
40
B. Gracián, El Discreto, cit., XIX, p. 114.
41
N. Maquiavelo, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, Alianza, Madrid, 1987, p. 40.
42
G. Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, Tecnos, Madrid, 1998, p. 171.
43
Gracián, al final de la crisi El mundo descifrado, describe a uno de esos charlatanes, a un “embustero
político”, que hacía ver al populacho águilas invisibles, y que no paraba de “arrojar tinta de mentiras y
fealdades, espeso humo de confusión, llenándolo todo de opiniones y pareceres, con que todos perdieron el
tino.” (El Criticón, cit., p. 650).
gobernante se sirviera de la religión “como si fuera una droga”, y que simulara milagros,
inventara sueños, rumores, revelaciones o profecías.44 Pero también Gracián, como buen jesuita,
llegaba a la conclusión de que si el enemigo, el político maquiavélico, se servía del engaño para
conducir al pueblo por el mal camino, el político cristiano podía asimismo hacer uso de medios
próximos a la mentira para llevarlo por el bueno. Por lo demás, estos fragmentos de teología
política insertos en el discurso católico de Gracián se comprenden cuando adoptamos una visión
global del problema, y advertimos que los jesuitas nunca han despreciado los medios naturales
para conseguir el fin divino.
Inicialmente, los literatos barrocos resuelven la política contienda entre realidad y apariencia
haciéndolas compatibles. El héroe, el hombre de la ostentación y del disimulo, adopta los rasgos
de un hombre juicioso capaz de mostrar o aparentar las virtudes políticas que tiene de facto.45
Mas, a pesar del intento graciano de mediar entre realidad y apariencia, el pasaje de El Héroe,
donde aconseja al príncipe solapar los vicios, testimonia la contaminación del príncipe cristiano
por las tesis del enemigo. Las contradicciones son aún mayores en Saavedra Fajardo, pues, en
los fragmentos de su libro donde adiestra a engañar sin mentir, hace una aplicación muy laxa del
precepto relativo a la obligación de decir la verdad. Aunque la “magnanimidad real” no permite
que la disimulación o astucia del príncipe se confunda con la malicia y mentira del engaño,46
Saavedra comprende, no obstante, que el saber jugar a la verdad, el aparentar o utilizar frases
equívocas, constituyen “medios muy vecinos al vicio”. De ahí que tales artes “mejor estén en
los ministros que en los príncipes; porque en éstos hay una oculta divinidad que se ofende deste
cuidado”.47 Ahora bien, aunque el príncipe cristiano ni ha de mentir ni ha de tener ánimo de
engañar, sí resulta lícito el “engaño ajeno”;48 es decir, se considera legítimo que, como
consecuencia de la disimulación o de las palabras equívocas, el otro “no entienda lo que es”.
Esta paradójica policía salvaguarda la virtud cristiana del príncipe, quien nunca “miente con las
cosas mismas”, y, al mismo tiempo, produce un efecto idéntico al originado por la pecaminosa
teología política: el engaño. “La disposición del hecho –concluye Saavedra– en que el otro
queda engañado más es defensa que malicia, usándose della cuando convenga, como la usaron
grandes varones”.49 En cualquier caso, los publicistas católicos del siglo XVII se niegan, aun
después de aconsejar el uso de métodos tan cercanos a los del enemigo, a reconocer esa
oposición entre virtud cristiana y virtù política, entre espíritu y poder, que, sin embargo, vive tan
intensamente el príncipe maquiaveliano y el consejero luterano.

2. El príncipe cristiano y la política interestatal

2.1. La guerra y los tratados. Es verdad que Saavedra suele hacer una aplicación muy laxa del
dogma católico de la fidelidad, y que conoce perfectamente los principios de las relaciones
internacionales, pero su catolicismo le impide en muchas ocasiones estar a la altura de otros
publicistas europeos, especialmente a la de sus grandes rivales franceses, el hugonote Henri de

44
Cf. G. Naudé, o. c., p. 197.
45
Cf. El Discreto, cit., XIII, p. 94.
46
Cf. EP, 43, p. 277.
47
EP, 45, p. 289. Saavedra siempre fue consciente de los peligros de esta materia. Así, en la República
Literaria el “censor de los libros de humanidad” manda entregar al fuego los libros de política y razón de
estado, pues “todo el estudio de los políticos se emplea en cubrille el rostro a la mentira y que parezca
verdad, disimulando el engaño y disfrazar los desinios”. Al ver esto –añade Saavedra, “algo me encogí,
temiendo aquel rigor en mis Empresas Políticas, aunque las había consultado con la piedad, y con la razón
y justicia.” (República Literaria, Ediciones Libertarias-Prodhufi, Madrid, §4, p. 82).
48
Las disimulaciones “no dejan de ser lícitas porque se conozca que dellas se ha de seguir el engaño ajeno,
porque este conocimiento no es malicia, sino advertimiento”. (EP, 43, p. 278).
49
EP, 44, p. 282.
Rohan o los embajadores con quienes se enfrentó en Westfalia. Si bien nuestros autores barrocos se
esforzaron por hacer compatible el espíritu con el poder, no siempre lo consiguieron. En el tema de
la guerra se puede apreciar con gran claridad el dilema de Saavedra, quien, por una parte, debe
admitir las verdades suministradas por la teoría católica e imperial y, por otra, ha de reconocer
las ventajas de seguir una política internacional ajena a los principios cristianos.
En la línea tradicional de nuestro siglo XVII, Saavedra no sólo hace uso del concepto de causa
justa como fundamento de las guerras legítimas, sino también subraya la necesidad de apurar las
negociaciones para evitar la guerra, así como la de tratar con benignidad a los enemigos.50 No
obstante, la más estricta razón de Estado parece inspirarle cuando en las empresas 96, 97 y 98
nos ofrece las siguientes máximas sobre la guerra. Primera: la paz no es efectiva sin el efecto
disuasivo de las armas; o en otras palabras, ha de prevenir la guerra quien desea la paz.51 Aquí
resuena, sin duda, el famoso dicho de Federico II de Prusia: “la diplomacia sin armas es como
un concierto sin partitura”. Segunda: en la situación excepcional de guerra se requiere consejos
atrevidos y no usar templadamente las armas. Tercera: emprender guerras en el exterior es muy
beneficioso para la paz interior y para que el ejército se mantenga con los despojos del conflicto
bélico. Cuarta: se ha de cambiar las máximas conciliadoras de España en su política
internacional, evitando, sobre todo en Italia, dar la apariencia de que se desea la paz a cualquier
precio. Por esta razón “es conveniente que entiendan también que si alguno injustamente se
opusiere a su grandeza y se conjurare contra ella, obligándole a los daños y gastos de la guerra, los
recompensará con sus despojos, quedándose con lo que ocupare”.52 Con este consejo, Saavedra
parece contradecir su inicial recomendación de un trato benigno a los enemigos. Quinta: no hay
paz segura si es muy desigual. “Si la paz no fuere honesta y conveniente a ambas las partes –
señala el diplomático español, será contrato claudicante. El que más procura aventajalla, la
adelgaza más, y quiebra después fácilmente”. Sexta: una guerra proporciona mayor seguridad que
una paz sospechosa, “porque ésta es paz sin paz”. Y séptima: las paces han de ser perpetuas,
debiéndose evitar tanto las paces breves, las cuales son juntar leña con que encender la guerra,
como las treguas que “dan lugar a que se afilen las espadas” y prescriban las usurpaciones.53
El autor de las Empresas Políticas demuestra un extraordinario conocimiento de la moderna
razón de Estado cuando indica, probablemente pensando en su experiencia en la Corte de Baviera,
que la amistad entre los monarcas debe fundarse en las armas y no en las subvenciones, pues
solamente la convergencia de intereses garantiza el cumplimiento de los tratados defensivos u
ofensivos. Los Estados ganados mediante oro o dádivas acaban siendo, a su juicio, inconstantes y
propensos a la infidelidad. Además, esta política de subvenciones lleva, como parece ocurrir en la
monarquía hispánica y así sucedió en el Imperio romano, al empobrecimiento del erario público:
“En estos errores caen casi todas las monarquías, porque, en llegando a su mayor grandeza,
piensan sustentalla pacíficamente con el oro y no con la fuerza. Y consumidos sus tesoros y
agravados los súbditos para dar a los príncipes confinantes con fin de mantener quietas las
circunferencias, dejan flaco el centro. Y si bien conservan la grandeza por algún tiempo, es para
mayor ruina, porque conocida la flaqueza y perdidas una vez las extremidades, penetra el
enemigo sin resistencia a lo interior.”54 Saavedra critica de este modo la política imperial española

50
“El tratar bien a los vencidos, conservalles sus privilegios y nobleza, aliviallos de sus tributos, es
vencellos dos veces, una con las armas y otra con la benignidad, y labrar entre tanto la cadena para el
rendimiento de otras naciones [...]. Algunos con más impiedad que razón aconsejaron por mayor
seguridad la extirpación de la nación enemiga [...]. ¡Inhumano y bárbaro consejo! Otros, el extinguir la
nobleza, poner fortalezas y quitar las armas. En las naciones serviles pudo obrar esta tiranía, no en las
generosas.” (EP, 96, p. 645).
51
EP, 99, p. 659.
52
EP, 97, p. 649.
53
Las tres últimas máximas en EP, 98, pp. 653-654.
54
EP, 91, p. 613.
que, para mantener los extremos, empobrece el centro, o sea, a Castilla, y parece apostar por una
política internacional más decidida, moderna y similar a la francesa.
La lucidez de Saavedra se puede apreciar en su rechazo tanto de las confederaciones entre
Estados muy desiguales en potencia como de los socorros prestados por poderosos monarcas
extranjeros, ya que estos últimos, con el pretexto de la protección, suelen aprovechar tal
circunstancia para someter al Estado inferior.55 Éste ha sido el caso, al entender de Saavedra, de
Pisa y Alemania, las cuales habían caído bajo las garras de Francia y Suecia respectivamente. Por
contra, no se debe temer la protección de la Casa de Austria porque nunca aprovecha estas
situaciones para subyugar a los pueblos más débiles o necesitados. A pesar de reconocer en los
demás Estados el triunfo de una razón pública ajena a los principios cristianos, y de que aconseje a
los reyes católicos estar preparados contra la infidelidad de los demás, el pensamiento político
español del siglo XVII nunca permite a nuestro rey emplear las armas maquiavélicas de sus
adversarios. Razón por la cual, el príncipe cristiano ni puede romper tratados ni dominar a
potencias más pequeñas quitándoles sus leyes y privilegios.
El Saavedra más católico aparece cuando desaconseja los tratados entre potencias desiguales en
naturaleza, como los concluidos entre católicos y herejes, o cristianos e infieles. En concreto, ataca
el pacto de Francia con Turquía. La necesidad o la excusa de la defensa natural –señala nuestro
embajador– podrá disimular por algún tiempo la incompatibilidad entre estos dos Estados, mas al
final la diversidad de religión y la imposibilidad de fiarse, por definición, de un infiel impedirá que
la amistad sea duradera. El providencialismo católico añade una razón adicional contra este tipo de
tratados: Dios mismo castiga a los príncipes aliados con herejes e infieles.56 Únicamente se justifica
el trato con ellos cuando favorece la paz, esto es, cuando sirve “para que cese la guerra y corra
libremente el comercio”. Por esta causa fue lícita “la confederación con herejes que hizo Isaac con
Abimelec y la que hay entre España e Inglaterra”.57
La política católica de Saavedra resulta aún más evidente cuando analizamos uno de los
problemas centrales de la política maquiaveliana, la doctrina según la cual los tratados sólo
deben observarse mientras sirvan de provecho al Estado.58 En este aspecto, se muestra
plenamente de acuerdo con las posturas más ortodoxas: el príncipe nunca debe mentir e
incumplir los pactos suscritos, si bien puede desconfiar de los demás y disimular sus intenciones
cuando no sean contrarias a las máximas cristianas. Saavedra sabe, sin embargo, que sólo la
mera conveniencia, los intereses comunes, une a los Estados: “las fuerzas ajenas –explica en su
principal libro– las hace propias el ingenio con la confederación, proponiendo los intereses y
conveniencias comunes.”59 En la Europa del XVII, en la cual los príncipes cristianos
constituyen una rareza, es el interés o la conveniencia, más incluso que los motivos dinásticos o
patrimoniales, lo que une a los príncipes o Estados:
“La conveniencia –escribe Saavedra en un magnífico fragmento de sus Empresas– los hace
amigos o enemigos y, aunque mil veces se rompa la amistad, la vuelve a soldar el interés, y
mientras hay esperanzas de él dura firme y constante, y así en tales amistades ni se han de
considerar los vínculos de sangre ni las obligaciones de beneficios recibidos porque no los
reconoce la ambición de reinar. Por las conveniencias solamente se ha de hacer juicio de su
duración, porque casi todas son como las de Felipe Rey de Macedonia, que las conservaba por

55
EP, 92, p. 615. Saavedra añade que el “peligro de llamar armas auxiliares se debe temer más cuando el
príncipe, que las envía, es de diversa religión, o tiene algún derecho a aquel Estado, o diferencias antiguas o
conveniencia para hacerle propio para mayor seguridad suya o para abrir el paso a sus Estados o cerrarle a
sus enemigos.” (EP, 92, p. 618).
56
EP, 93, pp. 620-621.
57
EP, 93, p. 623.
58
N. Maquiavelo, El Príncipe, Alianza, Madrid, 1995, pp. 90-93.
59
EP, 84, p. 578.
utilidad y no por fe”. Y acaba diciendo que estas amistades “son más razón de estado que
confrontación de voluntades”.60
Este fragmento sorprende por la gran confianza depositada por Saavedra en la moderna doctrina
del interés. No obstante, la teoría política española del siglo XVII, con Fajardo a la cabeza, nunca
permite a nuestro rey la utilización de las misma armas empleadas por sus adversarios; nunca
acepta –vuelvo a insistir– la ruptura de tratados o que se pueda dominar a las potencias más
pequeñas quitándoles sus leyes y privilegios. El príncipe cristiano siempre debe respetar la palabra
dada. En todo caso se admite, como ya sabemos, el recato o el disimulo, pero no la infidelidad.61 Ni
siquiera la fuerza o la necesidad constituyen una excusa para romper los tratados.62 Lo más extraño
de esta ortodoxia católica de Saavedra reside en que en otros pasajes de su obra se olvida del
providencialismo, del favor divino otorgado a quienes ejercen una política virtuosa, y reconoce las
ventajas de una política autónoma e independiente de la razón moral católica, como la que parece
llevar Francia. El dilema del autor de las Empresas, y la consiguiente paradoja, sale a relucir en
este otro fragmento: “Puestas las fuerzas en dos balanzas, aunque caiga la una y quede la otra en
el aire, la igualará y, aun la vencerá ésta, si le añadiere un adarme de prudencia y valor, o si en
ella fuere mayor la ambición y tiranía. Los que se levantaron con el mundo y le dominaron
tuvieron flacos principios.” 63
Los escritos políticos de Saavedra y Federico II, rey de Prusia, pueden servirnos de ejemplo para
comparar estas dos formas, la del siglo XVII español y la del XVIII, de afrontar las promesas
internacionales. Para el monarca prusiano, como ha señalado Meinecke, los pactos debían
cumplirse por razones políticas, por ser una regla prudente y útil, y no por motivos morales. En su
Antimaquiavelo se oponía a la máxima de la infidelidad porque “sólo una vez se puede engañar y
con ello se pierde la confianza de los demás príncipes”. Ahora bien, en este libro reconocía la
existencia de necessités fâcheuses que justifican, después de informar a tiempo a los aliados, la
ruptura de un tratado o de una alianza. Un poco más tarde, en Histoire de mon temps (1743),
Federico ya es plenamente consciente del dilema del hombre moderno, escindido entre el hombre
honesto y el político, y obligado “a escoger entre dos terribles decisiones: o bien sacrificar a su
pueblo o bien sacrificar su palabra”.64
Saavedra, aun sabiendo, gracias a su experiencia diplomática, que el engrandecimiento es la
máxima fundamental de los Estados y que las pasiones de los príncipes no tienen otro freno que los
límites de su poder, nunca ha reconocido esta contradicción entre el buen hombre y el buen

60
EP, 91, p. 612.
61
“Pero si bien el recato es conveniente, no se debe anteponer el interés y conveniencia a la amistad con la
excusa de lo que ordinariamente se practica en los demás. Falte por otros la amistad, no por el príncipe que
instituye estas empresas, a quien amonestamos la constancia en sus obras y en sus obligaciones.” (Ibid.).
62
“Ni basta en los acuerdos de la guerra la escusa de la fuerza o la necesidad; porque si por ellas se hubiese
de faltar a la fe pública, no habría capitulación de plaza o de exército rendido, ni tratado de paz que no
pudiese romperse con este pretexto con que se perturbaría el público sosiego.” (EP, 99, p. 659).
63
EP, 81, pp. 561-562. También algunos autores españoles de finales del siglo XVI, especialmente
tacitistas o influidos por ellos, como Álamos de Barrientos o Juan de Mariana, se vieron obligados a
sostener tesis contrarias al ius gentium. Concretamente, en el tema de la defensa contra los ataques
corsarios hubieron de prescribir el uso de la piratería contra Inglaterra. En tal caso, la justicia de la guerra
contra una nación hereje legitimaba la utilización de armas contrarias al derecho. Y ésta era la paradoja:
teólogos como Mariana terminaban justificando un maquiavelismo de los fines supremos, en virtud del
cual todo estaba permitido, incluido la infidelidad, contra el rebelde o el hereje que había de ser
exterminado; y, en cambio, Saavedra, al alejarse de la intransigencia confesional pero al mismo tiempo
seguir siendo católico, debía afirmar máximas políticamente irracionales. El providencialismo católico
impedía a la teoría española del XVII comprender los graves inconvenientes que supone mantener la
fidelidad cuando los demás Estados no están dispuestos a seguir este principio. Cf. J. A. Maravall,
Teoría del Estado en España en el siglo XVII, CEC, Madrid, 1997, pp. 227 ss.
64
Cit. en F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la edad moderna, CEC, Madrid, 1997, p. 309.
político. Su catolicismo le impedía admitir explícitamente que las esferas moral y política se guían
por principios distintos, y que a veces resulta preciso sacrificar el bien privado o moral en favor del
público. La providencia divina era lo que hacía posible el triunfo de un príncipe fiel en un mundo
de infieles o herejes. En cambio, Federico estaba obligado a reconocer la aporía ilustrada: la
necesidad de violar la ética individual o de utilizar en ocasiones las armas deshonestas de sus
enemigos para cumplir el fin señalado por la Ilustración: el fomento de la felicidad de sus
súbditos.65 De ahí también la verdad de la tesis maquiaveliana: “una potencia desinteresada situada
en medio de potencias ambiciosas, terminaría por ser devorada”.66
La modernidad de la obra del rey prusiano se halla fundamentalmente en el reconocimiento de
que el mundo ético y el político constituyen dos esferas heterogéneas separadas por un abismo
insalvable. Cuando aborda el problema de los tratados, Federico se presenta como un seguidor de
la teoría de Gabriel Naudé sobre los amorales, excepcionales y contrarios a derecho golpes de
Estado, tan radicales y severos que han de ejecutarse en secreto, pues sólo el éxito los legitima:
“Estos coups –escribe Federico demostrando haber leído al teórico absolutista del siglo XVII– sólo
pueden utilizarse una vez, todo lo más dos veces en la vida. No se trata de recursos a los que pueda
apelarse todos los días”. “Es un gran problema –anota en 1768– determinar cuándo uno puede
permitirse realizar uno de los llamados grandes golpes de Estado o, para no paliar la expresión,
cuándo puede uno engañar a los otros”.67
A diferencia de Saavedra Fajardo, quien, no obstante, al analizar la guerra ha vislumbrado este
problema, el monarca alemán ha comprendido la importancia moderna de la excepcionalidad. Ni
siquiera Maquiavelo, a causa de su teoría cíclica y de la tesis de la historia magistra vitæ, estaba en
condiciones de comprender el significado de las novedades y de la excepcionalidad. Para
Maquiavelo, la ruptura de tratados por razón del bien público era todavía una regla susceptible de
ser generalizada o aplicada en innumerables ocasiones, y no un golpe de Estado singular,
excepcional e irrepetible. Por esta razón hasta el siglo XVIII no se generaliza la noción de
soberanía absoluta:68 únicamente entonces comienza a comprenderse que las facultades del
soberano son ilimitadas porque no se puede prever qué decisión habrá de adoptarse ante esas
situaciones excepcionales y singulares.

2.2. El sistema de Estados europeo en la obra de Saavedra. La maestría de Saavedra se refleja en


algunos fragmentos de sus Empresas y de sus cartas en los cuales nos ofrece una muy acertada
descripción del sistema europeo de su época. Una vez más, el autor de las Empresas Políticas es el
único publicista español que estuvo a la altura de las exigencias de los tratados de Westfalia. Más
allá de su ortodoxia católica y de algunas imprecisiones, en sus escritos hace un uso correcto de los
dos conceptos, neutralidad y equilibrio, que serán imprescindibles para comprender el derecho
interestatal del siglo XVIII. Saavedra, por un lado, lleva al plano internacional el principio de los
contrapesos o del equilibrio cuando escribe que la competencia entre Estados es buena para la
libertad;69 y, por otro, probablemente sea el autor del siglo XVII que mejor haya comprendido la

65
Ibidem, p. 314.
66
Federico II, Testamento político de 1752, cit. en ibidem, p. 310.
67
Cit. en ibidem, p. 311.
68
El príncipe cristiano, el rey sol, de Saavedra no es todavía un monarca absoluto: tan sólo se halla al
servicio del Estado como el sol sirve a la tierra. Cf. EP, 86. Sobre la vinculación entre la soberanía y la
excepcionalidad, véase C. Schmitt, Teología política. Cuatro capítulos acerca de la soberanía, Cultura
Española, Madrid, 1941.
69
“Este equilibrio de ambas Coronas para utilidad común de los vasallos parece que consideró
Nicephoro cuando dijo que se maravillaba de la inescrutable sabiduría de Dios, que con dos medios
contrarios conseguía un fin, como cuando para conservar entre sí dos Principes enemigos, sin que
pudiese el uno sujetar al otro, los igualaba en el ingenio y valor, con que derribando el uno los consejos y
neutralidad. En esta materia distingue entre una falsa neutralidad, la del Papa, una neutralidad
perjudicial para la paz, la de Baviera, y una neutralidad beneficiosa, la de Saboya, Suiza o el
Franco Condado, que favorece el statu quo o el equilibrio entre las grandes potencias. Los
conceptos de equilibrio y neutralidad aparecen, por tanto, en la obra del diplomático murciano
estrechamente unidos.
El obispo de Roma –leemos en una de las últimas empresas– no puede ser neutral porque, en
virtud de su supremacía indirecta, de su poder moral y espiritual,70 no sólo debe mediar entre los
Estados cristianos enfrentados en una guerra, sino que, además, está obligado en algunas ocasiones
a dar la razón “a la parte más justa”. Los pontífices –escribe Saavedra– son “padres comunes a
todos, y no neutrales” porque “la neutralidad es especie de crueldad cuando se está a la vista de los
males ajenos”. De ahí que “si no hubiere esperanza de poder componer [a los príncipes
beligerantes], parece conveniente declararse en favor de la parte más justa, y que más mira al
sosiego público, y exaltación de la religión y de la Iglesia”.71 Resulta obvio decir cuál es, para el
diplomático español, la parte más justa en la guerra de los Treinta Años.72 Por lo demás, el Papa
podía ejercer esta función arbitral, totalmente incompatible con la neutralidad, gracias a que el
derecho de gentes, aparte de prescribir la necesidad de iusta causa en una guerra legítima (causa
material necesaria para discriminar entre los contendientes), reconocía la potestas indirecta del
Pontífice para decidir qué parte beligerante ostentaba la razón moral y jurídica. Se trataba de un
orden internacional donde no existía una clara delimitación entre lo jurídico y lo moral, entre la
esfera pública o jurídico-política y la religiosa o ética.73
La representación suprema de la Iglesia católica ejercida por el Papa constituye, en realidad, el
primer ejemplo moderno de potestas indirecta o de intervención en la esfera pública civil desde
una esfera de acción social distinta, en este caso la eclesiástica.74 No lo olvidemos, si el supremo
pontífice interviene en el ámbito interestatal no es por su hegemonía política, sino por su
dominio moral o espiritual. El Papa perderá necesariamente esta función mediadora basada en
su poder político indirecto cuando triunfe, tras el fin de las guerras civiles del siglo XVII y la
consagración de la pluralidad religiosa, un nuevo ius publicum europæum caracterizado por

designios del otro, quedaba segura la libertad de los súbditos de ambos, o los hacía a ambos rudos y
desarmados para que el uno no se atreviera al otro ni pasase sus límites.” (EP, 95, p. 633).
70
Saavedra reconoce que el poder político del Papa sobre los Estados se deriva de su dignidad espiritual y
no de su potestas temporal: “Porque si la piedad de los Fieles dotó de fuerzas la Dignidad Pontificia, más fue
para seguridad de su grandeza, que para que usase dellas, si no fuese en orden a la conservación de la
Religión católica, y beneficio universal de la Iglesia. Cuando despreciada esta consideración, se transforma
la Tiara en yelmo, la desconoce el respeto, y la hiere, como a cosa temporal, y si quisiere valerse de razones
políticas, será estimada, como Diadema de Príncipe político, no como de Pontífice, cuyo Imperio se
mantiene con la autoridad espiritual. Su oficio pastoral no es de guerra, sino de paz. Su cayado es corvo, para
guiar, no aguzado para herir [...]. La admiración a sus virtudes hiere más los ánimos, que la espada los
cuerpos. El respeto es más poderoso, que ella, para componer las diferencias de los Príncipes.” (EP, 94, pp.
625-626).
71
Ibidem.
72
Las relaciones del Papa Urbano VIII con España, a causa de su tendencia filofrancesa, se
caracterizaron, sin embargo, por ser muy tirantes. Castel-Rodrigo, embajador de España en Roma, llegará
a decir en 1632 a Olivares que el papel de este pontífice “parece más de Maquiavelo que de un Vicario de
Cristo”, ya que antepone “las conveniencias de potentado italiano a las obligaciones de sucesor de San
Pedro.” (Cit. en M. Fraga, Don Diego de Saavedra y Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, CEC,
1998, pp. 162-163). No obstante, Saavedra siempre subrayará, dada las dificultades para separar en la
persona del Pontífice entre la dignitas papal y la persona privada, la necesidad de respetar la sede apostólica,
sus privilegios e inmunidades. Cf. EP, 94.
73
Sobre este tema, véase C. Schmitt, El nomos de la tierra, CEC, 1979, Madrid, .
74
A. Rivera García La política del cielo. Clericalismo jesuita y Estado moderno, Georg Olms Verlag,
Hildesheim,1999.
eliminar la cuestión de la causa justa e imponer, en virtud de la igualdad jurídica de los Estados
soberanos enfrentados, un concepto formal de guerra. A partir de este momento, el conflicto
bélico entre Estados, entre iusti hostes, será siempre un iustum bellum. Sólo la guerra
subversiva, la emprendida por el rebellis contra el poder estatal jurídicamente efectivo, tendrá el
carácter de guerra injusta.75 En este nuevo orden internacional, los Estados beligerantes podrán
seguir aceptando la mediación del Papa, pero la auctoritas de este último no será diferente a la
reconocida a un tercer Estado o a un particular.
Lo importante es que Saavedra ya maneja correctamente los conceptos del nuevo derecho
público europeo, los conceptos que dominarán la escena internacional después de los Tratados
de Westfalia. Aunque el diplomático español sigue concibiendo la guerra de los Treinta Años
como una guerra civil religiosa motivada por una justa causa, esto es, por la conservación de la
religión católica, nunca comete el error de confundir la neutralidad en los conflictos entre
terceros con el arbitraje asumido por el Papa. Saavedra nos proporciona así un concepto de
neutralidad internacional basado en la indiferencia o imparcialidad incondicionada, en la
rigurosa no discriminación jurídica y moral. No obstante, se encuentra otra vez ante el dilema de
conciliar las exigencias de la lucha por la hegemonía europea, lo cual le obligaba a hacer uso de
los conceptos modernos del derecho de gentes y de la razón de Estado, con las necesidades de
una guerra de religión que, en la práctica, impide una auténtica neutralidad o indiferencia. Una
guerra de este tipo siempre universaliza el conflicto, pues ningún Estado puede permanecer
neutral cuando una de las partes lucha por el bien o la verdad.
Junto a la falsa neutralidad del Papa, Saavedra alude a una neutralidad perjudicial para la paz,
la de Baviera. En su opinión, esta neutralidad era dañosa o nociva para el derecho de gentes
porque la indiferencia de este príncipe elector beneficiaba a una de las partes en conflicto, a
Francia. En cierta manera también constituía una falsa neutralidad, por cuanto favorecía la
ruptura del equilibrio entre las dos grandes potencias europeas. Saavedra, siendo embajador de
España en el ducado de Baviera, expuso en diversas cartas al duque Maximiliano el Católico
que no se dejara engañar por los franceses cuando, con el objeto de poner fin a la guerra en
Alemania, le reclamaban su neutralidad. Maximiliano –insistía el diplomático español– no
lograría de esta manera alejar la guerra de Baviera, puesto que, en el fondo, su neutralidad
supondría, por un lado, enemistarse con la Casa de Austria por el favor que haría a Francia; y,
por otro, aliarse con un monarca que “no observa la fe de lo tratado, ni busca otra cosa que su
propia grandeza en daño ajeno”.76 Como es lógico, Saavedra analiza este conflicto desde el
exclusivo punto de vista de los intereses españoles. En ningún momento llega a reconocer que la
neutralidad de Baviera se debía a la rivalidad entre el emperador y los príncipes electores. El
autor de las Empresas no tiene en cuenta que, desde el comienzo de la Edad Moderna, el interés
constante de los Estados alemanes había consistido en oponerse a la expansión imperial o
austriaca.
Por último, veamos la única modalidad de neutralidad aceptada por Saavedra. La neutralidad es
la mejor solución para los pequeños territorios que, colocados entre dos poderosas naciones, como
es el caso de Saboya o el Franco Condado, temen ser engullidos por alguna de aquellas grandes

75
A. Rivera, “Thomas Hobbes: modernidad e historia de los conceptos políticos”, en Res publica, 1998, n.º
1, p. 190.
76
“Si se quisiera obtener –añade Saavedra Fajardo– la protección de aquel Rey [de Francia], es
incompatible con la amistad de los Príncipes austriacos [...]. Si se llegase a una neutralidad con él, se
causaría la ruina del Imperio, y, consiguientemente, la de esta Serenísima Casa. Aparte de que la situación
de los Estado de V. A. no los hace aptos para la neutralidad, sin que sean pisoteados por amigos y por
enemigos, ni la consentiría el Imperio ni los demás Príncipes. El no ofender a Francia y dejarla hacer, sería
dejar venir sobre sí la tempestad y dejar acercarse los peligros a tal punto que luego no se pueden impedir;
ni la buena razón de Estado admite estos consejos medios, sino con el valor y la estimación.” (Cit. en
Fraga, o. c., p. 300).
potencias. Estos débiles Estados sólo debían abandonar la neutralidad, aliándose a una de las dos
potencias hegemónicas, cuando la otra quisiera dominarlos. Saavedra defiende este tercer tipo de
neutralidad por su contribución a mantener el equilibrio entre España y Francia. Concretamente, en
Italia, hubiera sido imposible la paz sin ese equilibrio interestatal.77 El diplomático de Felipe IV
demostraba conocer así una de las piezas claves del derecho de gentes dieciochesco: la
circunstancia de que los pequeños Estados italianos y alemanes eran pesas capaces de desnivelar
la balanza según el partido que tomaran. Lo cual significaba, por ejemplo, que si Francia se hacía
con Saboya la balanza se inclinaría en favor del rey galo y, acto seguido, se desencadenaría la
guerra. Saavedra desconocía, no obstante, otro de los fundamentos del siglo siguiente: ignoraba
que la neutralidad de las grandes potencias también ayuda a salvaguardar el equilibrio continental.
Junto a un buen conocimiento de los dos principios fundamentales del ius gentium europæum, el
equilibrio intercontinental y la neutralidad, la obra del murciano se caracteriza por una correcta
discriminación entre los intereses de las potencias mayores y los de las menores, entre la política de
prestigio o basada en la reputación y la guiada por el simple interés, y entre las decisiones
extraordinarias que exige la guerra y las ordinarias que requieren las demás cosas del gobierno
civil. Repasemos brevemente cada una de estas distinciones con las cuales intenta Saavedra
alcanzar una mejor comprensión de los Estados europeos.
En cuanto a la discriminación entre las potencias mayores, generalmente monarquías, y las
menores, generalmente repúblicas, el diplomático español coincide con el Maquiavelo de los
Discursos (I, 6) en que “las potencias menores se pueden conservar sin la guerra, pero no las
mayores, porque en aquellas no es tan dificultoso mantener igual la fortuna, como en éstas, donde
si no se sacan fuera las armas se encienden dentro.”78 Nos encontramos aquí ante el lugar común,
conservado desde el siglo XVI hasta el XVIII, desde Maquiavelo hasta Courtilz o Federico II, de
que las guerras en el exterior sirven para conservar la paz en el interior. En el fondo, los conflictos
exteriores remedian los males del ocio, los cuales, según Lipsius, constituían una de las causas
profundas de las guerras civiles. Por ello es necesario estar siempre en movimiento: o subir o bajar
dice el lema de una de las más famosas empresas políticas.
Saavedra, como un siglo después hará Federico II de Prusia, discrimina entre la política de
prestigio y la política de interés cuando señala que las guerras no deben estar motivadas por la
reputación, sino por la utilidad y la conveniencia públicas.79 Mayor importancia adquiere la
distinción, formulada en la Empresa 85, entre la política exigida por la guerra, la basada en
medidas atrevidas sin las cuales no se podría adelantar al enemigo, y la política ejercida en una
época de paz, la fundada en consejos medios o prudentes. En esta empresa, Saavedra Fajardo
resalta la desventaja de españoles y alemanes con respecto a los franceses: los primeros se
caracterizan por un exceso de prudencia y de tardanza en la ejecución, o en otras palabras, pecan de
falta de resolución y de celeridad en la toma de decisiones, mientras que los franceses, por ser más
atrevidos y veloces en sus determinaciones, aprovechan con más frecuencia las situaciones
propicias. Precisamente, la perpetuación de la guerra de los Treinta Años se debe, siempre según el
ministro español, a que no se han tomado resoluciones rápidas y contundentes. En cambio, “los
franceses, impacientes, ni miran al tiempo pasado ni reparan en el presente, y suelen, con el ardor
de sus ánimos, exceder en lo atrevido y apresurado de sus resoluciones. Pero muchas veces esto
mismo los hace felices, porque no dan en lo tibio y alcanzan a la velocidad de los casos”.80

77
La Casa de Austria defiende a Italia del Turco, mas para que el “poder de España se contuviese dentro de
sus términos y se contentase con los derechos de sucesión, de feudo y de armas, le señaló (la divina
providencia) un competidor en el Rey de Francia.” (EP, 95, p. 632).
78
EP, 83, p. 574. Saavedra mantiene, en contraste con la opinión de Maquiavelo, que las modernas
repúblicas son potencias menores o pequeños Estados, pues el gobierno de varios ha de sustentarse
necesariamente sobre el comercio y no sobre la gloria militar.
79
EP, 84, p. 579.
80
EP, 85, p. 582.
Indudablemente, el atrevimiento de los franceses, así como su astucia y malicia, estaban unidos a
tácticas diplomáticas de corte maquiavélico que poco tenían que ver con los principios católicos.
Por ejemplo, se convirtieron, a juicio de Saavedra, en unos consumados expertos en sembrar
discordias entre sus enemigos, esto es, entre los electores y el emperador, o entre los españoles y
los imperiales y príncipes de Italia.
En una empresa anterior, el publicista murciano había explicado la razón de nuestro principal
defecto en el ámbito de las relaciones interestatales: “los españoles aman la religión y la justicia:
son constantes en los trabajos: profundos en los consejos: y así tardos en la ejecución. Tan
altivos que ni los desvanece la fortuna próspera, ni los humilla la adversa”.81 El retraso en la
ejecución de los españoles parece nacer, por tanto, de sus virtudes católicas: como aman la
religión y la justicia, sus consejos son profundos, pero sus acciones se demoran en exceso y
dejan pasar las ocasiones. Saavedra estaba obsesionado por combatir la inmovilidad de nuestro
sistema político. Por eso, en su descripción del príncipe, subraya la necesidad de que el rey
gobierne por sí mismo y asista a las guerras que ponen en peligro el Estado, dado que su
presencia ayuda a dictar con rapidez las decisiones más convenientes.82 Sin embargo, el
personalismo de su teoría y la ausencia de un serio análisis de las instituciones limitan el
alcance de sus propuestas. En su obra echamos de menos sobre todo una severa crítica del
sistema polisinodial, el responsable en última instancia de la demora denunciada. Ciertamente,
Saavedra ha detectado la existencia de un grave problema en nuestra monarquía: la falta de
celeridad en la toma de decisiones o la tardanza en la ejecución; pero no percibe que la causa
profunda de este problema se halla en nuestra defectuosa constitución, o sea, en nuestro sistema
de administración jurisdiccionalista basado en un régimen polisinodial.83
En cualquier caso, Diego de Saavedra Fajardo tuvo la agudeza de percibir los inconvenientes
de nuestro catolicismo. La praxis internacional le permitió darse cuenta de que, a pesar de los
esfuerzos de nuestros pensadores barrocos por armonizar derecho y fuerza, había una
contradicción insuperable entre los principios del buen cristiano y del buen político. En la
España del siglo XVII nadie fue más lejos. Algunos ilustrados del siglo siguiente, como el
conde de Floridablanca, intentaron llevar a término lo que apuntaba la obra de nuestro
embajador: la construcción de un Leviatán o de un Estado moderno. Todo ello no impedirá que
la tradición política barroca que pretendía conciliar espíritu y poder llegue hasta el romántico
siglo XIX. Así, el relevante Manifiesto de los persas seguía pensando, frente al absolutismo más
clásico y coherente, el hobbesiano, en la monarquía como una potentia ordinata o limitada por
la ley divina, la justicia y las reglas fundamentales del Estado.84 Sin duda, el catolicismo español
nunca ha dejado espacio a una genuina teología política; lo malo es que tampoco permitió
desarrollar una autónoma y normativa política republicana o liberal. El dilema de Saavedra
Fajardo constituye seguramente una de las manifestaciones más agudas de las enormes
dificultades que existían en la católica España de los Austrias para crear un Leviatán,
dificultades que, por lo demás, no dejarán de estar presentes en toda la historia de la España
moderna.

81
EP, 81, p. 556.
82
EP, 86.
83
En lugar de abogar por la supresión de los Consejos, Saavedra, consciente de la descoordinación que
imperaba en el sistema sinodial español, propone únicamente formar cada diez años en Madrid unas
Cortes o Consejo general integrado por dos miembros de cada uno de los sínodos y por dos diputados de
cada una de las provincias españolas. Cf. EP, 55 p. 379. Cf. A. Rivera, “Cambio dinástico en España:
Ilustración, absolutismo y reforma administrativa”, en E. Bello y A. Rivera (eds.), La actitud ilustrada,
Biblioteca Valenciana, Valencia, 2002, p. 218.
84
M. C. Diz-Lois, El manifiesto de los persas, Universidad de Navarra, Pamplona, 1967, §134, p. 265.

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