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Juan Manuel de Rosa1
Juan Manuel de Rosa1
Capítulo V: Leviatán
Rosas dividió a la sociedad entre aquellos que mandaban y aquellos que obedecían. El orden
lo obsesionaba, y la virtud que más admiraba de una persona era la subordinación. Veía a la
revolución como un mal necesario; había dado la independencia a la Argentina, pero dejando
un vacío en el que prevalecía el desorden y reinaba la violencia.
En lugar de una constitución pidió un autoritarismo total, y en 1835 justificó la posesión de
“un poder sin límites” como vital para suprimir la anarquía. Mucho después, en Southampton,
declaró que se había hecho cargo de un país anárquico, dividido, desintegrado, arruinado e
inestable. Pero lo que Rosas veía como un benevolente despotismo, era calificado por otros
argentinos como una despiadada tiranía.
En 1829 negó que perteneciera al federal ni a ningún otro partido, y expresó su desprecio por
Dorrego. Pensaba y gobernaba como un centralista y estaba en favor de la hegemonía de
Buenos Aires.
Rosas manipulaba a los sectores inferiores, pero no los representaba ni los emancipó. Sentía
horror de la revolución social y cultivaba a las clases populares no para darles poder o
propiedades sino para apartarlas de la violencia y la insubordinación. Rosas tenía instinto para
manipular a los descontentos de las masas y volverlos contra sus propios enemigos de manera
tal que no dañaran la estructura básica de la sociedad.
En realidad, Rosas destruyó la división tradicional entre federales y unitarios e hizo que
estas calificaciones carecieran virtualmente de significado. Las sustituyó por rosismo y
antirrosismo.
¿Qué era el rosismo? Su base de poder era la estancia. La estancia dio a Rosas los
armamentos de guerra, la alianza de colegas estancieros, y los medios para reclutar un ejército
de peones, gauchos y vagos. En 1829, no sólo derrotó a sus enemigos unitarios sino también
demostró su habilidad para controlar fuerzas populares. Entonces explotó de tal manera el
miedo que los hombres tenían por la anarquía, que pudo pedir y obtener el poder absoluto.
Asi armado, procedió a tomar posesión total del aparato estatal.
Se impuso un control político total. El rosismo era un clásico despotismo, pero era un
despotismo con una novedosa organización y con su propio estilo. No se permitían lealtades
rivales ni partidos alternativos. Un régimen que controlaba todos los medios de comunicación
inculcaba en los cerebros de los hombres un implacable adoctrinamiento. Se hizo de Rosas una
gran figura líder, protector y padre de su gente.
La restauración estaba dirigida más a los intereses que a las ideas. Rosas representaba
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poderosos grupos de intereses, estancieros y hombres de negocios, que querían paz y
seguridad y que identificaban a los gobiernos unitarios de Rivadavia y Lavalle con la innovación
y la inestabilidad. El primer gobierno de Rosas (1829-1832) subordinó todo a la ley y el orden.
Reforzó el ejército y protegió a la Iglesia, silencio las críticas e ignoró a la educación 2. Pero no
ignoró a los pobres o por lo menos a aquellos que se habían empobrecido por la causa federal
durante la guerra de 1828-1829, abasteciendo con bienes y servicios a las fuerzas de Rosas: a
estos los compensó, o les prometió compensación con fondos públicos.
Se quemaron públicamente obras de Volney y Voltaire, juntamente con biblias
protestantes y cuadros que representaban la más remota sospecha de desnudez. Pero el
verdadero propósito era la censura política. El 29 de enero de1832, Rosas decretó la
suspensión de dos periódicos, El Cometa y El Clasificador o El Nuevo Tribuno sobre la base de
que constituían una amenaza para el orden y la unión. El 1° de febrero de 1832 emitió un
decreto de imprentas, imponiendo la obligación de obtener un permiso expreso del gobierno
antes de establecer cualquier diario o periódico. La prensa quedó efectivamente amordazada y
se convirtió en simple vocero del gobierno.
El primer gobierno de Rosas se transformó en una lucha entre el gobernador y su facción,
que buscaban implantar una dictadura, y la Sala de Representantes, que intentaba preservar el
constitucionalismo federal. El 2 de agosto se le dieron las “Facultades Extraordinarias” “con
toda la amplitud” para que “haga uso de ellas según le dicten su ciencia y su conciencia. “A
partir de ese momento, cuando Rosas arrestaba y castigaba a sus opositores y suprimía la
libertad de prensa y los derechos individuales, no podía ser acusado ni debía rendir cuentas a
nadie.
Pero en el transcurso de 1831, Paz fue tomado prisionero y su liga militar quedó derrotada.
La victoria del federalismo, no sólo en Buenos Aires sino también en el interior, produjo el
efecto de calmar la atmósfera política y determinó una promesa de concluir con las facciones.
En 1832 Anchorena dejó la administración, y otro tanto hizo García. El gobierno estaba en ese
momento formado por Vicente López y Planes, José María Rojas y Patrón, Manuel Vicente de
Maza y Victorio García de Zúñiga. Estos eran hombres dignos y sensatos que significaban un
retorno a la normalidad institucional.
El 11 de mayo de 1832, en la apertura de una nueva sesión del parlamento, Rosas devolvió
las facultades contra sus propios deseos. La negativa a obedecer de la legislatura fue la razón
por la cual Rosas repetidamente se rehusó a aceptar la reelección. Esto no era simplemente
para poner su precio, sino porque él creía sinceramente que el gobierno no podía funcionar sin
una mayor autoridad.
La Sala de Representantes, en la sesión del 29 de noviembre de 1832, aceptó las facultades
extraordinarias devueltas por Rosas y expresó su gratitud ante el hecho de que “durante el
gobierno de Vuestra Excelencia, la provincia ha alcanzado la feliz situación de vivir en
tranquilidad bajo la autoridad de sus leyes”. La asamblea era totalmente federal en su
composición, de modo que, inevitablemente, sería elegido un federal. ¿Pero quién? Ofrecieron
de nuevo el gobierno a Rosas, y otra vez lo rechazó. Por lo tanto, el 12 de diciembre, eligieron
al general Juan Ramón Balcarce, la continuidad también se lograba con dos ministros rosistas,
el doctor Maza y García Zúñiga. La salida de Rosas, dejó un vacío de poder en el que podía
generarse la inestabilidad. Balcarce no fue dócil instrumento de Rosas sino un político
2
Se condice con Domingo F Sarmiento, en su obra Facundo, cuando critica la gestión de Rosas
enfatizando que durante su gestión destruyó los colegios y quitó las rentas a las escuelas.
independiente que buscó el apoyo de los oficiales del ejército y pareció decidido a gobernar.
Rosas estaba en la Campaña del Desierto, cuyo ejército le proporcionaba otra base de poder;
tenía además en el campo el apoyo de los peones y gozaba de una decisiva influencia sobre la
milicia rural. Dentro de la ciudad, la esposa de Rosas, doña Encarnación, movilizó a sus
partidarios y preparó un enlace con las fuerzas rosistas que estaban afuera.
El rosismo había demostrado que sus manipulaciones de los sectores populares rurales y
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urbanos podía generar poder político. Viamonte nunca tuvo oportunidad. Su gobierno perdió
prestigio por los ineficaces intentos del doctor García para reformar las finanzas. Perdió el
apoyo de los federales conservadores, como los Anchorena, por su política eclesiástica liberal.
Acosado y aislado, Viamonte renunció en junio de 1834. El ritual político empezó de nuevo. La
asamblea eligió a Rosas gobernador, pero él lo rechazo porque pensaba que no se podía
ejercer el cargo sin facultades extraordinarias, y más aun teniendo en cuenta que Balcarce y
Viamonte habían introducido en la administración elementos que no eran dignos de confianza.
Se negó cuatro veces, y entonces, el doctor Maza fue propuesto y aceptó. Rosas pensó que
podría controlar a Maza, pero éste no fue tan fácil de controlar una vez que estuvo en el
poder. Rosas le quitó su apoyo, y pareció inevitable la cíclica repetición del conflicto.
Rosas no se limitó a rechazar la gobernación, renunció además como Comandante de
Campaña (14 de julio de 1834), fundamentando su decisión en la mala salud y la necesidad de
atender sus descuidadas haciendas. A medida que la sensación de inseguridad aumentaba, el
tácito argumento de Rosas se hizo irresistible. Y fue reforzado por un dramático golpe desde
afuera.
Facundo Quiroga había sobrevivido a la violenta política de los llanos mediante una
combinación de ferocidad militar y férrea autoridad. Fue elegido por Buenos Aires para llevar
una misión de pacificación al noroeste. Iba como emisario, no sólo de Maza sino también del
mismo Rosas. Cuando regresaba de su misión sufrió una emboscada y fue asesinado el 16 de
febrero en Barranca Yaco. La muerte de Quiroga facilitó el ascenso de Buenos Aires en la
confederación. También preparó el camino para el retorno de Rosas al poder. Por estas
razones se rumoreaba en la época que el mismo Rosas había sido el responsable del asesinato,
a pesar de la versión oficial de que los autores del crimen de Quiroga eran sus enemigos
políticos, los hermanos Reinafé en Córdoba.
El asesinato de Quiroga polarizó a los políticos de Buenos Aires en federales doctrinarios,
el ala liberal del partido, y los apostólicos o rosistas. El 6 de marzo de 1835, los diputados se
precipitaron unos sobre otros para levantarse y clamar a Rosas que salvara al país de la
Anarquía.
Rosas pidió doce días para considerar su respuesta. Finalmente, el 16 de marzo de 1835, se
dirigió a la Sala expresando su agradecimiento por el honor y lamentando el peligro inminente
que amenazaba al país por la división de opiniones, el choque de intereses y las pretensiones
de los individuos, todo lo cual había paralizado totalmente la acción del ejecutivo. Declaraba
luego que la única manera de resolver el problema era darle la suma del poder público, pero
con el respaldo de la opinión pública.
El plebiscito se llevó a cabo los días 26 a 28 de marzo en las parroquias de la ciudad de
Buenos Aires, y el electorado tenía que votar por “sí” o por “no”, esto no era exactamente
para elegir a Rosas, sino para “manifestar su opinión” en esta elección. También se permitió
votar a los extranjeros. Los votantes comprendían a todos “los ciudadanos habitantes de la
ciudad”, “todo hombre libre, natural del país o avecindado en él, desde la edad de veinte años
o antes si fuese emancipado”. El resultado fue: nueve mil trescientos dieciséis en favor de la
ley; cuatro en contra. Calculando una población de unas sesenta mil personas en Buenos Aires,
y un padrón electoral de veinte mil, esto significa que Rosas había recibido el voto de un
cincuenta por ciento del electorado que, inclusive, había sido obligado a concurrir a los
comicios por una mezcla de propaganda oficial y presión de los activistas.
Rosas aceptaba el cargo de gobernador, a pesar de sus “costosas” consecuencias, su salud
debilitada, y el daño a sus intereses. Señalaba que se le había confiado “ilimitado poder por el
término de cinco años” y que, aunque algunos pensaban que durante ese período era
innecesaria la existencia de la Sala de Representantes, él no podía aceptar esto, y esperaba
que “los Sres. de la Sala de Representantes harán que continúe la Honorable Sala, renovando
todas las formalidades indispensables para su conservación”.
El lunes 13 de abril de 1835, fue día de fiesta pública en Buenos Aires, con desfile de tropas,
multitudes que aclamaban desde los balcones y techos. A la una de la tarde, Rosas,
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acompañado por los generales Pinedo y Mansilla, se presentó en la Sala de Representantes
para prestar juramento al cargo. Durante las semanas siguientes, la vida pública en Buenos
Aires fue una continua ronda de tedeums, conciertos, bailes patrióticos y banquetes. Los
retratos del Restaurador ocuparon los altares de las principales iglesias. Rosas se veía a sí
mismo como un dictador por derecho divino. Sin embargo, el régimen comenzó con
moderación.
Rosas quería un apoyo absoluto y activo de todas las instituciones del país, desde la Sala
de Representantes, las cortes de justicia, la burocracia, la prensa. La Iglesia, los militares, hasta
de los patrones y los peones. Como Rosas controlaba todas las instituciones del estado y la
sociedad, no había tolerancia para la oposición.
La Sala de Representantes continuó como criatura del gobernador. La Sala estaba
compuesta por cuarenta y cuatro diputados, y la mitad de ellos se renovaba anualmente
mediante elecciones. Pero solo una pequeña minoría del electorado podía participar, y los
jueces de paz tenían el deber de enviar estos votos al régimen.
En tanto que, ante sucesivas amenazas de asesinato a Rosas, un grupo se ultrafederales-
José María Rojas, Felipe Arana, Felipe Ezcurra, Juan. N. Terrero, Nicolás Anchorena, Lucio
Mansilla, entre otros, se sintieron alarmados ante la perspectiva de un inminente problema
sucesorio. Decidieron que la única sucesora posible era la hija de Rosas, Manuela, y pidieron a
Rosas que recomendara la idea a los federales de otras provincias. Sin embargo, no fue el
origen de la propuesta; el mismo Rosas ya la había lanzado. En los momentos de conspiración y
crisis de 1839, advirtió a su íntimo amigo Vicente González sobre el inevitable conflicto que se
produciría entre los federales en el caso de que lo asesinaran y tuviera que ser reemplazado.
Asi como controlaba la legislatura, también dominaba Rosas al poder judicial. No sólo
hacia las leyes, las interpretaba, las cambiaba y las aplicaba. En la base de la pirámide legal
estaban los jueces de paz; éstos no eran solamente administradores, oficiales de policía,
recaudadores de impuestos y agentes políticos, sino también magistrados. Había un juez de
paz por cada distrito y once por la capital. Arriba de ellos había cuatro jueces, dos para los
casos civiles y dos para los criminales. En el más alto nivel estaba la suprema corte, o cámara
que reemplazaba a la antigua audiencia española, estaba compuesta por nueve miembros y
fue presidida durante casi todo el régimen por Vicente López y Planes. Había también una
corte de revocación, establecida por Rosas en 1838. En estas instituciones legales, la
legitimidad resistía y la ley sobrevivía. Pero no era la ley la que reinaba. La intervención
arbitraria del ejecutivo minaba la independencia del poder judicial. Sin ser presidente de
ninguna corte, rosas tomaba personalmente algunos casos, leía las evidencias, examinaba los
informes policiales y, sentado solo en su escritorio, emitía su juicio escribiendo en los
expedientes: “fusílenlo”, “múltenlo”, “pónganlo en prisión”, “al ejército”. En resumen, Rosas
era un gobernante absoluto.
Rosas no dominaba solamente los poderes legislativo y judicial, también controlaba la
administración. Después de un período de extrema violencia política, explicaba a las
provincias, el único método de gobierno que quedaba era “la depuración de todo lo que no
sea conforme al voto general de la República. Nada dudoso, nada equívoco, nada sospechoso
debe haber en la causa de la Federación”. El 5 de mayo dispuso el retiro se ciento sesenta y
siete oficiales del ejército, cuarenta y ocho funcionarios de la administración y seis miembros
del clero. A los oficiales que ya estaban retirados, pero eran de filiación unitaria, los privó de
sus haberes de retiro. Toda la política de depuración tenía por finalidad eliminar a los
“enemigos interiores”
El ministro de Hacienda, José María Rojas y Patrón, era uno de los federales más liberales
y un competente jefe de departamento. El ministro de Relaciones Exteriores era Felipe Arana
quien pertenecía a la red familiar de Rosas, ya que era hermano de la esposa de Nicolás
Anchorena. Rosas trataba a Arana más como un empleado que como a un colega. Otros dos
departamentos, Interior y Guerra, recibían también la atención personal del gobernador, y sus
respectivos titulares, el doctor Garrigos y el general Pinedo ni siquiera tenían nivel ministerial.
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Un miembro notable de la administración en los primeros años era el doctor Manuel Vicente
Maza, antiguo amigo de Rosas, consejero y, hasta cierto punto, maestro del dictador. Maza era
un hombre inteligente y capaz, que estaba por encima del nivel promedio del gobierno, y
como presidente de la Suprema Corte de Justicia parecía haber retenido cierta cuota de
independencia.
Aparte de sus ministros y burócratas, Rosas tenía cierto número de colaboradores que
mejor podría ser llamados guardaespaldas. El más notorio de ellos era Vicente González, el
Carancho del Monte, quién llegó a ser el principal agente rural del dictador. González era un
paisano tosco y primitivo, que había llenado un papel informal, pero especifico en cada etapa
de la carrera de Rosas: servidor gaucho del caudillo rural antes de 1829, cacique de Monte
mientras el patrón se hallaba ausente peleando o gobernando. En realidad, González era un
sirviente político, que mantenía un ojo de águila en el sector rural para su amo ausente. Pero
era algo más que un partidario o un sirviente; era un compinche, a veces un bufón con quien
Rosas bromeaba más que conversar. En 1841 Rosas los reprendió por haber bebido cierta
cantidad de su vino Bordeaux, pero Rosas aseguró que le perdonaría la deuda “por cada
unitario y unitaria que fuera capaz de degollar en Córdoba. Este gaucho rudo y violento, era un
hombre destrozado después de Caseros, cuando se lo vio vagando sin rumbo por las calles de
Buenos Aires.
El sistema de gobierno que operaban Rosas y sus colegas era en extremo primitivo y
carecía por completo de una estructura constitucional. Ellos no gobernaban “la Argentina”. Las
trece provincias se gobernaban así mismas en forma independiente, aunque estaban
agrupadas en una Confederación General de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Sin
embargo, aun sin una unión formal, las provincias estaban obligadas a delegar ciertos intereses
comunes al gobierno de Buenos Aires. Rosas expandió su poder en el litoral en los años 1835 a
1840. Primero fue el gobernador de Entre Ríos, Pascual de Echague, quien se apartó de la
influencia del poderoso Estanislao López y se sometió incondicionalmente a Rosas, luego
Corrientes que, resentida por su inferioridad económica, resistió y le declaró la guerra a Rosas;
pero la derrota y muerte del Gdor. Berón de Astrada, puso también a Corrientes bajo el
dominio de Buenos Aires. Estanislao López, el gobernador de Santa Fe, era el más formidable
de los caudillos provinciales. Pero López murió en 1838. La siguiente elección de Domingo
Cullen provocó una crisis menor, resuelta con el triunfo de Juan Pablo López, un protegido y, a
partir de ese momento, dependiente de Rosas. De manera que en cada una de las provincias
pudo Rosas imponer gradualmente gobernadores aliados.
En las relaciones interprovinciales, Rosas prefería el poder informal a una constitución
escrita. Siempre se negó a preparar una constitución, alegando que, antes de que llegara el
momento oportuno para la organización nacional, debían organizarse las provincias ellas
mismas y la primera tarea era derrotar a los unitarios.
El aparato del gobierno que funcionaba bajo Rosas no era sofisticado, pero sí ordenado y
metódico. El centro del poder era el despacho privado de Rosas con su propio equipo de
empleados. Era capaz de empezar a las tres de la tarde y continuar sin pausa hasta las ocho o
nueve de la mañana siguiente, en que finalmente se iba a la cama. “No tenía hora fija para
dejar de escribir” y sus empleados debían ser dotados de buena salud para soportar la tarea.
Un grupo de empleados trabajaba en turnos para seguirle el ritmo. Perdía mucho tiempo en
trivialidades y parecía incapaz de discriminar entre diferentes prioridades, se mezclaba todo en
su agenda de trabajo y recibía tanta atención como los asuntos básicos de política.
No había aprendido bien a delegar, era reservado y silencioso, ni siquiera sus ministros
compartían el trazado de la política. No tenía sesiones conjuntas con sus ministros: ni siquiera
los consultaba individualmente; les enviaba notas e instrucciones, de las que ellos eran meros
ejecutores.
Sin embargo, la burocracia de Rosas era más bien tediosa que divertida; aunque él
personalmente parecía inmune al aburrimiento. Rosas no hacía nada sin razón, y es de
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suponer que sus métodos eran calculados. Pensaba que si un hombre del estado se mantenía
demasiado en el Olimpo, corría el riesgo de perder contacto con la realidad, que el secreto de
un gobierno exitoso consistía en prestar la atención a los detalles y a los individuos.
Rosas conducía su gobierno desde tres lugares: su casa de la ciudad, que era en efecto la
casa de gobierno, el palacio de Palermo; a unos seis kilómetros del centro urbano y donde
prevalecía un estilo de vida medieval y Santos Lugares, que era esencialmente el cuartel
general militar del régimen. Palermo era el asiento característico del gobierno, donde se
mezclaban curiosamente las cosas de rutina, pública y privada. Se ofrecían diariamente cenas a
cuantos quisieran participar en ellas. Dos o tres bufones profesionales divertían a los invitados
mientras esperaban. No era frecuente que Rosa se uniera a la recepción, ya que solo comía
una vez en el día, a la noche y muy tarde, después de haber finalizado su trabajo. Pero a veces
recibía invitados especiales, como el general Aráoz de Lamadrid, ocasión en la que servía mate
debajo de los ombúes, o tal vez un asado a orillas del Río, con los bufones de la corte siempre
presentes y a la distancia, los cañones franceses que bloqueaban Buenos Aires. Cuando
William MacCann visitó a Rosas en Palermo, por invitación, encontró reunidas sobre el césped
y bajo la galería a varias personas, hombres y mujeres, que esperaban el despacho de los
asuntos. En estas ocasiones, era la hija de Rosas, Manuelita, quien presidía. Manuelita era una
intermediaria entre protegido y patrón, un canal para el favor y la gracia: en el gobierno de
Rosas, ella era la gobernadora o, la Gran Sacerdotisa de su Reino.
La propaganda era un ingrediente esencial del rosismo. El lenguaje político estaba cargado
de violencia y llevaba la intención de provocar el terror. A partir de 1835 la retórica política se
envileció aún más. Un decreto del 22 de mayo de 1835 reforzó otro del 3 de noviembre de
1832 por el que se ordenaba que todas las notas oficiales debían empezar con el
encabezamiento “Viva la Federación”. Otro decreto del 27 de marzo revivió al del 11 de marzo
de 1831 según el cual debía usarse el emblema colorado como “señal de fidelidad a la causa
del orden, de la tranquilidad y del bienestar de los hijos de esta tierra, bajo el sistema federal,
y un testimonio y confesión pública del triunfo de esta causa en toda la extensión de la
República, y un signo de confraternidad entre los argentinos.
Rosas insistía en el uso de la divisa punzó “colocada visiblemente en el lado izquierdo
sobre el pecho”. La divisa debía llevar la inscripción “federación o muerte”, y estaban obligado
a usarla todas las autoridades civiles y militares, incluyendo a los jefes de milicias y los oficiales
y sacerdotes que tenían sueldo, pensión o cualquier otro ingreso de fondos públicos,
profesores de leyes y medicina, practicantes y estudiantes de estas disciplinas, abogados,
agentes comerciales. Los federales empezaron a usar una banda colorada en sus sombreros,
ante el disgusto de algunos, pero con gran satisfacción de Rosas.
Las invectivas federales, las ropas federales y, también, el luto federal no habían puesto
término a la búsqueda de conformidad. El rostro de un verdadero federal estaba adornado con
un exuberante bigote y largas patillas, que daban un aspecto de fiereza. Los informes de la
policía podían condenar a un hombre por su aspecto 3: no usa bigote, es unitario salvaje.
Asi, toda la población quedaba presionada para integrar las filas federales, fuera de las
cuales sólo había unos pocos excéntricos disidentes. El rojo era el color, y todo era rojo. Los
soldados usaban chiripás rojos, gorras y chaquetillas también rojas, y sus caballos estaban
3
Véase El Matadero de Esteban Echeverría, quien relata que un grupo de federales atacan primero
verbalmente y luego físicamente a un joven por considerar que su aspecto correspondía al de un
unitario.
engalanados en rojo. Rosas tenía sumo cuidado de que las tropas estuvieran correctamente
uniformadas y condecoradas con cintas y medallas federales. Los civiles también usaban una
especie de uniforme, de color rojo reglamentario. Los hombres tenían que usar chalecos rojos,
cintas rojas en los sombreros, y divisas de seda roja en el ojal con la inscripción ¡“Viva la
Confederación Argentina! ¡Mueran los Salvajes Unitarios!”. Las mujeres debían adornar sus
cabellos con cintas rojas. Los niños iban a la escuela con uniformes federales. La explicación
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oficial de toda esta extravagancia era la que Rosas dio a MacCann: era un significado de unidad
y lealtad. Pero no era toda la verdad, el simbolismo federal era una forma de presión; la gente
estaba obligada a mostrar su conformidad. Estaba impuesto por la fuerza y fácilmente podía
convertirse en instrumento de terror. Durante el resto de la dictadura sólo se permitió la
existencia de prensa oficial, que llegó a constituir una pesada carga en el presupuesto. Rosas
ejercía personalmente un control directo y detallado sobre los periódicos.
La jerarquía eclesiástica respaldaba sólidamente a Rosas, pidiendo a los fieles que dieran
total apoyo al restaurador de las leyes y defensor de la religión. El obispo Medrano alababa
“La Santa Causa Federal”. La mayor parte de los miembros inferiores del clero se mostraba
con vehemencia favorable a Rosas. Era un clero fanático, de poca educación, formación y
disciplina. Muchos de éstos sacerdotes criollos eran caudillos menores del populacho de Rosas,
y desde sus púlpitos predicaban la santidad del restaurador y pedían el exterminio de sus
enemigos. Comenzaban sus sermones con la exhortación: “Feligreses míos, si hay entre
nosotros algún asqueroso salvaje unitario, que reviente.” El clero formaba parte sin la menor
reserva del movimiento rosista. Y la iglesia, a su vez, recibía el apoyo de Rosas, con un precio.
La milicia consistía esencialmente en estancieros que conducían a sus propios peones; había
también un cuerpo especial de elite, la Guardia de Honor del Restaurador, formada por
destacados hacendados. Rosas mismo tenía experiencia militar. Después de la caída de
Rivadavia salió de su “retiro” y aceptó el nombramiento de “Comandante General de la
Campaña”, con la misión de mantener la paz en el campo. Él reclutó, armó y organizó una
milicia de caballería y trató de infundir a los milicianos de orgullo y darles la protección contra
el tratamiento arbitrario y despreciativo de las autoridades civiles. La reputación que logró
entre la tropa rural le permitió ejercer control y disciplina sobre sus hombres, algo raro en la
época.
Desde arriba hacia abajo había un firme control basado en la relación patrón-cliente. Pero
Rosas tenía también una milicia urbana, reclutada especialmente entre los artesanos y otros
grupos de la milicia urbana, reclutada especialmente entre los artesanos y otros grupos de la
ciudad. El primer tercio estaba compuesto por comerciantes minoristas y dueños de tiendas. El
segundo tercio había sido reclutado de la juventud de la clase media, artesanos, empleados,
carreteros, pequeños propietarios. Algos de estos eran también miembros de la Mazorca. La
tercera brigada estaba formada por negros y mulatos, la así llamada negrada federal, tropas
negras con uniformes rojos. Estas milicias urbanas no impresionaban mucho militarmente;
pero eran para Rosas una fuerza social.
El poder militar del régimen de Rosas, no sólo descansaba en las milicias y los montoneros,
sino también en un ejército regular de oficiales y soldados profesionales. El ejército de Rosas
constituía el núcleo de uno de ellos. Su base institucional fue la Ley Militar del 2 de julio de
1822, complementada por ley del 17 de diciembre de 1823. “El ejército será reclutado por
alistamientos voluntarios; en caso de insuficiencia por contingentes”. La conscripción se
aplicaba como castigo a los vagos, ociosos y delincuentes. Rosas dedicó gran parte de su
gobierno a crear un ejército permanente. La mayoría de los militares de jerarquía que se
hallaban bajo Rosas habían iniciado sus carreras en la guerra de Independencia.
El ejército de Rosas no era en realidad un ejército de voluntarios. Si bien había un fuerte
núcleo de oficiales y suboficiales regulares, la masa de las tropas era de conscriptos. Las
patrullas militares o rondas de enganche acorralaban a los conscriptos, arrendando a los
hombres desde las estancias o cazándolos en campo abierto.
Por lo tanto, el ejército de Rosas no era un ejército “popular”. Era una multitud
incoherente y apolítica de conscriptos reclutados. Sin embargo, el servicio militar era una carga
no solamente para la gente común del campo sino también para los estancieros, porque
agravaba la escasez de mano de obra llevándose por la fuerza empleados vitales para la
estancia. Una forma de evitar esto era conseguir un privilegio especial, como el que
disfrutaban los Anchorena. Es importante señalar que el gobernador otorgaba premios
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individuales como por ejemplo al soldado que mató al general Lavalle en Jujuy, José Bracho.
Recibió una asignación de trescientos pesos mensuales, un certificado por tres leguas
cuadradas de tierra, seiscientas cabezas de ganado vacuno y mil ovejas. Pero pocos soldados
podían aspirar a semejantes premios.
Mientras el ejército y sus abastecedores sobrevivieron intactos, otros sectores tuvieron
menos fortuna. La educación, los servicios sociales y el bienestar en general, todos sufrieron
mutilaciones, quedando reducidos sus ingresos de los fondos públicos a sumas mínimas. Había
poca educación primaria en Buenos Aires y expresamente ninguna en el interior. La educación
secundaria estaba representada por dos colegios, uno de los cuales gozaba de subvención
gubernamental. Pero aún estos institutos quedaron privados casi totalmente de fondos en
abril de 1836. Los dos hospitales estaban crónicamente escasos de fondos. La Sociedad de
Beneficencia, fundada en 1823 para el cuidado y educación de niñas, si bien no fue del todo
clausurada, dejó de recibir ingresos a partir de 1838. Mientras tanto, nada se hacía con
respecto a la otra cara de Buenos Aires, el mundo marginal de los bajos barrios urbanos, donde
había casuchas miserables en terrenos baldíos polvorientos o cubiertos de barro.