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Las Escritoras Italianas del Siglo XX – Dossier 5: El ciclo de la mujer de Neera

Profa. Giuliana A. Giacobbe

La trilogía de las mujeres de Neera: Teresa, Lydia, L’indomani

Teresa (1886): la mujer soltera y el amor prohibido

Resumen breve: Teresa Caccia, crecida en la región de Lombardía, se ve, en cuanto mujer, limitada en
lo que respecta a las experiencias personales. Se enamora de Egidio Orlandi, un estudiante universitario
con el que el padre le impide casarse. Decisa en su intento, la vida de la joven pasa mientras ella espera
que Orlandi consiga la posición social necesaria para obtener el permiso de su padre para contraer
matrimonio. Su vida pasa mientras la joven empieza a sentirse cada vez menos realizada y, finalmente,
tras la muerte de su padre, consigue casarse con su amado.

La vida que llevaba la joven le parecía tan miserable que tenía que ser para ella una gran aventura
poderla cambiar. Esta persuasión explica la frase compasiva que él pronunciaba muy a menudo:
“¡Pobre Teresina!”
En el amor del joven, la pasión absorbente no tenía una gran importancia; él no necesitaba a esa
joven para ser feliz, sino que era para él un complemento a su felicidad. […] Era justo.
Comprendía la enorme diferencia que existe entre el amor de un hombre y el amor de una mujer,
como todo para el primero es placer, es conquista, y para la segunda, la mayoría de las veces no
es sino tormento. ¿Qué hacer? Él no podía cambiar el orden de la sociedad y no había nacido para
el heroísmo solitario. La idea de negar a sí mismo aquello que ella no podía tener, esa idea no se
le pasaba ni por la cabeza.
Las mujeres, por otro lado, nacen con el espíritu del sacrificio. Todo aquello que él podía hacer
por Teresina era casarse con ella, cuando las circunstancias lo habrían permitido (p. 209).

- Todo el pueblo habla de la relación de su hija con el abogado Orlandi. Se sabe que, hasta el año
pasado, Orlandi la había pedido en matrimonio y usted ha rechazado su propuesta. ¿Por qué sigue
la trifulca? ¿Por qué usted permite que su buena, su diligente hija pierda sus mejores años, el
corazón, la reputación, cada señal de buen estado de ánimo en un amor vacío y sin perspectiva de
futuro? […]
El señor Caccia se pasaba un pañuelo por la frente empapada de sudor. Todos los defectos de este
hombre, la arrogancia, la ineptitud, la despreciante obstinación, se unían e su única virtud – el
honor – para hacer de ese momento uno de los más tristes de su vida. […]
- ¡Nunca!
Con este adverbio de nación, con el que se desahogaba un poco de su ira, el recaudador retomó
valor. Pronunciando con tanta resolución un “nunca” se sentía rehabilitado ante sus propios ojos,
le parecía un acto público que afirmaba su autoridad de padre de familia, una garantía para la
felicidad de su hija […].

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Lydia (1887): la joven aristocracia, rica y consentida, que necesita distraerse

Resumen breve: Lydia Valdora es una joven condesa rica y consentida que pasa su vida buscando
nuevas distracciones. Al igual que Teresa, su vida también está marcada por la búsqueda del amor
verdadero que esperará hasta cumplir los treinta años. Sin embargo, a diferencia de la anterior
protagonista, Lydia no siente la necesidad de casarse, ya que la condición económica de su familia
no la hace sentir un peso, por lo que la presencia de un marido es irrelevante en su vida.
Lydia Valdora se suicida precisamente tras haber descubierto el amor.
La novela pretende ser una crítica del ambiente alto burgués y aristocrático italiano. Precisamente
por las actitudes poco convencionales de los personajes, que fueron criticadas – erróneamente –
por no guardar verosimilitud, hacen de esta segunda obra la menos valorada por la crítica literaria.

Qué esperaba no lo sabía ni siquiera ella; pero había crecido en la adoración del lujo y de la
belleza. Desde pequeña, cuando estaba cubierta por los altos recamos de los vestiditos blancos,
iba de paseo con la cuidadora inglesa, desde entonces, las palabras: “está bien, es elegante, es
imponente” le habían sonado al oído como promesas de una felicidad futura.
Más tarde, en los juguetes refinados, en los objetos de arte, en las incisiones de los libros, en los
muebles, en los abalorios, en cada pequeña cosa que la rodeaba, la continua búsqueda de la
belleza la había acostumbrado a poner esta cualidad por encima de todo el resto. […] Era hija de
su tiempo; tenía la sangre mixta, parte de decadencia aristocrática y parte de insolencia burguesa
llegada a lo más alto. Muy inteligente, encerraba en sí misma los gérmenes del bien y del mal, pero
ninguno evolucionado, ninguno dominante. La superficialidad de su educación ahogaba en ella
cada tendencia individual. Con todo esto, estaba persuadida por ser, además de la más bella, la
más buena entre las jóvenes. […] (pp. 26-27).

Lydia hizo su entrada en la gran sala deslumbrante de lúmenes, sin la mínima vergüenza. La plena
seguridad en sí misma se filtraba por cada acto suyo, con su ardua mirada, con su franca sonrisa,
con el estrechar las manos que iba realizando con el brazo tieso y moviendo fuerte el puño.
Provocaba maravilla y pena al mismo tiempo verla con ese rostro de niña, ese cuerpo apenas
desarrollado y tanta arte mundana. […] Un enjambre de amigas la rodeó. Eran jóvenes bellas,
elegantes, sobre todo desenvueltas; conocían a fondo la teoría de los brazos desnudos; ajustados
a la cintura aquellas delgadas; compuestas, siempre en busca de un rizo rebelde o de un alfiler
perdido […] En pocos minutos pusieron a Lydia al día de esa pare de la sociedad que no conocía;
parte minúscula, porque eran todas personas conocidas o vistas en el teatro o encontradas en casa
de amigos. […]
Miró a los hombres con desconfianza y con mediocre interés; pues en el fondo eran siempre los
mismos: el marqués Gherardi, un coloso, con el cuello taurino, las espaldas anchas cual factor,
un olor empedernido de cigarro y cuadra. El literato Benelli, duro y pavoneándose, que saludaba
inclinándose y que tenía el aire de decir a todo el mundo: “yo veo vuestras almas como en una
casa de cristal; no se me escapa nada que tenga que ver con el corazón humano”. El abogado
Calmi, el escéptico al que ninguna mujer le hizo palpitar el corazón y por quien una joven había
perdido la cabeza, sin que él dejara de sonreír. […]
- Pero ¿quién es ese jovencito delgaducho con el uniforme de la marina?
- Es el conde Rambaldi, veterano de su gran viaje a la India.

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- ¿Gigi? – exclamó Lydia que se había vuelto a sentir niña y se había sonrojado por la emoción: -
¿Es él verdaderamente Gigi? Voy a abrazarlo.
Las jóvenes empezaron a reírse. Esa Lydia era una joven singular, por mucho que tuviera una
apariencia recatada como el resto. […] (pp. 30-31)

Lydia […] decía a menudo que no quería tener marido, che no comprendía el amor en absoluto,
que estaba segura que jamás habría amado a nadie. Divertirse había sido el objetivo de los años
dejados atrás […] Nadie le interesaba ya; los hombres que la habían cortejado eran todos
caprichosos o imbéciles o banales o especuladores. Se exaltaba contando cien minutos
particulares, declaraciones, diálogos, chistes graciosos, documentos humanos tomados en serio
[…] Y todas sus observaciones eran agudas, mordaces […] – Que yo no me case – decía Lydia a
veces – es natural. Soy fantástica, imperiosa, y me burlo de todos los hombres que aspiran a tener
mi mano. […]
- De todas formas – preguntó la joven – tú me aconsejas que me case, ¿sí o no?
- Me sorprende que no lo hayas hecho aún. Veamos, ¿y si te casas con Calmi? Es de familia noble,
no ejerce la abogacía; rico, simpático, educado…
Lydia se rio fuerte:
- Precisamente Calmi es el único hombre que no quiere casarse conmigo. ¿Te puedes creer que no
me corteja ni siquiera un poquito? […]
- ¿Y el resto?
- ¡Oh! Los otros se casarían conmigo, creo; alguno por mis bonitos ojos, y todos por mi dote; pero
no me gusta ninguno.
- No te conviene que tengas las expectativas tan amplias.
- Yo no tengo expectativas. Busco únicamente un hombre que me guste. […] Tienes que entender
[…] que mi caso no es el de una pobre chica, obligada a casarse a la fuerza, para no ser una carga
para sus parientes, para tener una casa, un pan, ¡yo qué se! La señorita Lydia no necesita marido.
(pp. 78-118).

Cuando Calmi, sabiendo que Lydia estaba en la ciudad, fue a visitarla, ella le dijo enseguida con
los ojos resplandecientes:
- Me caso.
- ¿Por locura?
- Por amor. Estoy enamorada del conde Keptsky, que a pesar de ser el joven más bello, me hace
el honor de elegirme.
- ¡ Keptsky! – decía mientras el abogado, especulando. – No es un nombre nuevo para mí.
- Es imposible que lo conozcas. Lleva solo un mes en Italia.
- ¿Y en un mes…?
- Le parece extraño, entiendo, pero es así. En un mes nos hemos visto y amado. Hemos aquí algo
que tuve que probar para creer.
- Keptsky, Keptsky.
- Es inútil, no lo conoces.
- Aún así no me resulta nuevo. Puede que haya oído hablar de él en el Circulo, precisamente por
amigos que volvían de Viena.
Algunos días después, Calmi decía a Lydia:
- ¿Su Keptsky no se llama Riccardo?

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- Sí, Riccardo.
La frente de Calmi se nubló.
- ¿Por qué me lo pregunta?
- Porque el Keptsky del que oí hablar se llama precisamente Riccardo.
- ¿Y entonces?
- Entonces no puedo darle mi enhorabuena.
- Calmi, son bromas de mal gusto.
- Seguramente sea un equívoco.
- El conde Riccardo Keptsky, teniente de los húsares de la Guardia, no puede confundirse con
ningún otro.
- ¿En los húsares de la Guardia? ¡Entonces es él!
Se miraron a la cara, pálidos. Lydia temblaba como una hoja; el abogado sentía toda la
responsabilidad de sus palabras; pero sin salirse de su habitual frialdad añadió:
- No retiro lo que le dije sobre el teniente Riccardo Keptsky, obligado a presentar su dimisión de
húsar de la Guardia por mala fe y deudas de juego. Queda por aclarar la identidad de su
prometido, que es lo que haré, si me lo permite en nombre de una vieja amistad. (pp. 154-155).

La mañana siguiente, corriendo con el ánimo agitado y triste, Calmi encontró el apartamento
abierto, los criados llorando, la habitación de Lydia convertida en una capilla fúnebre, con dos
velas a los lados de la cama […] Ella yacía acostada sobre las mejillas: sus pequeñas manos
abandonadas sobre el borde, los ojos cerrados, el pelo sobre el pecho, todo el rostro pálido como
el mármol […] La criada levantó un lado de la manta, mostrando a Calmi una mancha de sangre
en el corazón y, en la mesita, el pequeño revolver, que parecía una joya recién sacada de un estuche
de terciopelo (p. 170).

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L’indomani (1889): el final del ciclo de la mujer, el matrimonio.
Resumen breve: Marta Oldofredi empieza su viaje como mujer casada el día siguiente a su boda,
preparándose para vivir una vida diferente. Marta está enamorada perdidamente de su marido que,
por el contrario, no es un hombre sentimental, ni romántico. Aprenderá, a través de su vida como
esposa, que el verdadero significado de ser mujer no se encuentra en los ideales del amor romántico
a los que ha siempre aspirado.

El día después, el porqué del título.

He pensado que algunas personas podrían fruncir su nariz delante a este día después, vocábulo
no aceptado por todos […] Cambiar el día después por mañana no era cosa difícil, si a ese primer
término, que me ha venido de manera espontánea a la mente con el concepto mismo de la obra, yo
no le hubiera tenido una especie de simpatía supersticiosa, ya que me parece más vivo, más eficaz,
más preciso. (p. 6).

La vida entre las cuatro paredes: esposa y madre

Al abrir sus pálpebras los ojos de Marta, por costumbre, buscaron su ya conocida habitación; pero
antes de que las paredes, los muebles y la amplia cama la advirtieran del cambio, su corazón se
estremeció. Ella era una esposa.
Miró enseguida a su marido. Alberto dormía, con los lineamentos relajados, las mejillas teñidas
de un color rosáceo, tan infantilmente plácido y sereno que la barba que le rodeaba el rostro no
parecía ser real. Marta lo miró durante un rato, intensamente, viendo escaparse en ese sueño
obstinado una de sus más antiguas fantasías de amor, pero a pesar de querer proteger ese sueño,
fue víctima de una ternura materna que se fundía con la nostalgia de un pensamiento oculto.
Cierto era que ella no podía reprochar a su marido de no haberse despertado antes que ella; quizás
era mejor así; sí, sí mejor. […] Y mientras se vestía, despacio, en la penumbra de su habitación,
tomaba poseso de su posición de mujer casada, mirando el anillo de oro que le brillaba en la mano
izquierda, teniendo miedo de perderlo a la hora de ponerse las mancas y estudiando el problema
de si debía quitárselo o no antes de lavarse. Porque ella quería continuar a lo largo de toda su
vida lo que había hecho el primer día; era amiga del orden y del sistema; quería ser una buena
mujercita como su madre y como los referentes de esposas que había leído en las novelas inglesas.
El sueño de su ardiente juventud se había hecho realidad; un hombre joven, simpático, honesto, le
había pedido matrimonio, le había dado su nombre, la llevaba consigo; la amaba entonces. Era el
amor ideal, verdadero, indestructible – fuerte como la muerte. […] Sin embargo, era raro que ella
se viera encerrada en la misma habitación con un hombre al que, dos meses antes, ni siquiera
conocía; que hasta la semana anterior no la había tuteado; al que ella siempre había visto con su
madre, con los familiares; de quien no conocía el pasado, e ignoraba sus gustos, sus hábitos, lo
que le gustaba, lo que repudiaba. Ella que había sido educada en la intangible idea del pudor
femenino, que jamás le hubiera enseñado los hombros a un hermano, a un tío, ¡había dormido con
este hombre! Era justo, lega, aprobado por la ley y por la religión; aprobado por ella misma
porque había dicho que sí, porque Alberto le gustaba, porque se esperaba de él el amor. (pp. 6-7).

Una vez [le] habían dicho una palabra nueva, bizarra, que ninguna de las niñas había oído
pronunciar jamás. Después de haber buscado la palabra en el diccionario, se encontró que

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significaba “mujer de dudosa reputación”; por lo que todas ellas se miraron sorprendidas por
haber entendido incluso menos; hasta que otro día la Collini les explicó que esa palabra quería
decir: “mujer que se vende” […] nueva confusión que se desató en las mentes de cada una de ellas
con su correspondiente reputación, quedándose entre los pensamientos de Marta la idea de mujer
sucia y maloliente.
Ni siquiera de ese concepto pudo liberarse más tarde, cuando empezando a apartar los velos de la
vida, supo que hay en el mundo mujeres que se entregan a todos los hombres, y no sabiendo
siquiera lo que eso implicaba, en cualquier caso, el verbo entregarse, así como estas mujeres, se
convirtieron para ella en una especie de mito […]. Entonces, ¿cuántos tipos de amor hay? ¿El que
la Collini explicaba en secreto, innoble, vergonzoso y que para una monstruosa cadena se unía al
primer amor de Alberto? ¿O el amor etéreo celebrado por los poetas, soñados en la embriaguez
de una noche de luna […]?
¿Pero por qué nadie, ni la Collini, ni los poetas, los pintores, las amigas, ni siquiera la madre le
habían hablado del amor tal como ella lo había encontrado? ¿Por qué no le habían dicho: Tú
entrarás en la cama de un desconocido, vuestro contacto no tendrá delirio y vuestros corazones se
acercarán sin fundirse?
Abandonada a sí misma, su imaginación se perdía. Dispuesta a todo por ver a su marido
enamorado, hubiera querido conocer aquellas que en los libros se llamaban: las artes de las
cortesanas. (pp. 55-56)

¿La casa no tendría que ser su reinado, su horizonte, su todo? […] ¿Pero por qué no tenía ganas
de reírse? ¿Por qué no se le venía a los labios una nota de canto? […] Todo estaba descolorido y
era monótono en ella, principio de una anemia general […] El médico le daba la certeza de que
estaba embarazada. […] Las grandes cosas que había oído sobre la maternidad tenían que ser,
como las oídas sobre el amor, exageradísimas; o ella era una desgraciada priva de sentimientos y
de vísceras, sospecha que le venía muy a menudo y que la ponía terriblemente triste.
¿Por qué iba a ser madre? Si nunca se había estremecido, nunca, por lo que en el mundo se llama
amor, si ese amor ella no lo entendía, si un extraño sele había acercado sin que surgiera en ella el
escalofrío de la creación, por qué ella daría su propia sangre y su propia carne y arriesgaría a
tocar el límite de la eternidad sin conocer el del placer?
Si los hijos son frutos del amor, cada fruto se presupone que viene de una flor; pero ella se sentía
árida; nada de su yo pensante respondía a las inconscientes funciones de su yo mecánico (pp. 101-
102).

Todo muere, todo nace, todo cambia, todo se renueva, las tumbas abiertas sirven de cuna, los
corazones ensangrentados y que lloran dan nueva sangre y nuevas lágrimas a la vida.

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