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INDICE

1.1 Ineficacia e invalidez Las nulidades de los contratos


1.2 La inoponibilidad. © J. Delgado y Mª Angeles Parra. Zaragoza. 2003.
Referencia

1.3 Irregularidades del


contrato e invalidez
Parte 1ª. Ineficacia, invalidez y
1.4 Modalidades de la
invalidez
sus modalidades
1.5 Elaboración
jurisprudencial de los [Panorámica]
datos legales
Esta Parte 1 constituye una introducción general, en que se presentan y
1.6 La inexistencia discuten las categorías fundamentales de la invalidez y de la ineficacia en
el Derecho civil español. Sobre todo, de la invalidez (la nulidad en sentido
1.7 La nulidad absoluta
amplio), que es el objeto de este Manual.
1.8 La anulabilidad
La invalidez del contrato depende de la adecuación del mismo, en su
formación y en su contenido, a las normas que lo regulan. Pero no toda
irregularidad del contrato conlleva su invalidez.

Las principales modalidades de la invalidez de los contratos (o de la


nulidad en sentido amplio) son la nulidad de pleno derecho y la
anulabilidad. Nos ocupamos de los criterios más utilizados para esta
distinción, tal como han sido configurados por la jurisprudencia y por los
autores. La regulación de los arts. 1.300-1.314 se considera hoy
expresión de la anulabilidad, mientras que la "nulidad de pleno derecho"
es pura elaboración jurisprudencial y doctrinal, con fundamento, desde
1974, en el art. 6-3 Cc. (antes, art. 4 Cc.).

También es pura elaboración jurisprudencial y doctrinal la discutible


categoría de la "inexistencia", que autores recientes proponen fundar en
nuevas bases.

Los dos últimos apartados se dedican, respectivamente, a la nulidad de


pleno derecho y a la anulabilidad, para señalar sus caracteres distintivos
y los casos principales que se presentan en el Derecho civil español.

El legislador trata a la anulabilidad como la categoría principal y básica de


la invalidez de los contratos. La regula con rasgos originales en los arts.
1.300-1.314 Cc., dándole el nombre de `nulidad'.

En la doctrina, se discute sobre la "naturaleza jurídica" de la anulabilidad.


Contra la opinión probablemente más extendida, creemos que en el
Derecho español el contrato anulable es originariamente inválido e
ineficaz (aunque puede convalidarse), y que esta caracterización tiene
consecuencias teóricas y prácticas relevantes

El régimen de la anulabilidad y de la nulidad se estudia a lo largo de todo


este MANUAL. Así, en 2. Las acciones de invalidez; en 3. Las
consecuencias de la invalidez, y en 4. Convalidación y conversión.

1.1 Ineficacia e invalidez

[Resumen]

Ineficacia e invalidez son conceptos distintos.

La invalidez del contrato depende de la adecuación del mismo, en su


formación y en su contenido, a las normas que lo regulan. Si no se atiene
a ellas o las contradice puede ser inválido y, entonces, carece de fuerza
vinculante para las partes.

Ineficacia quiere decir ausencia de los efectos del contrato acordes con lo
querido por los contratantes.

Los contratos inválidos son ineficaces o presentan anomalías en la


eficacia.

Los contratos válidos pueden ser ineficaces por diversas causas,


originarias o sobrevenidas, queridas o no por los contratantes. De los
supuestos de ineficacia sin invalidez (por ejemplo, rescisión, revocación
de donaciones) no nos ocupamos en este Manual.

En la doctrina española hay autores prestigiosos que utilizan


indistintamente los conceptos de ineficacia y de invalidez de los contratos,
que identifican ambos conceptos o que consideran irrelevante la
distinción.

Sin embargo, pensamos que la distinción entre ineficacia e invalidez de


los contratos es indispensable en el Derecho español, viene exigida por
las normas positivas y es de gran importancia para su interpretación y
aplicación.

En este Manual nos ocupamos de la invalidez (nulidad en sentido amplio)


y estudiamos sus tipos principales (nulidad de pleno derecho y
anulabilidad).

Aunque de un mismo contrato pueda decirse simultáneamente que es


inválido e ineficaz (de ordinario, el contrato inválido es ineficaz),
ineficacia e invalidez son dos conceptos distintos.

Ineficacia del contrato quiere decir ausencia de los efectos del mismo
acordes con lo querido por los contratantes. Bien porque el contrato no
produzca ningún efecto, bien porque los produzca menores o distintos de
los que los contratantes quisieron.

La invalidez hace referencia al contraste del contrato, tal como lo han


confeccionado las partes, con las normas legales que establecen los
requisitos para ser tenidos por válidos. Si se ajusta a las previsiones
legales el contrato será válido. La validez del contrato tiene que ver con
el reconocimiento por el Derecho como regla de autonomía privada, el
reconocimiento de su fuerza jurídica vinculante. Si el contrato ha sido
válidamente celebrado las partes quedan vinculadas por él. Si el contrato
no se ajusta a las previsiones legales el Ordenamiento no le reconoce
como tal y las partes no quedan vinculadas.

Los contratos inválidos son ineficaces o presentan anomalías en su


eficacia, pero en cambio hay contratos ineficaces (que no producen sus
efectos normales) plenamente válidos (vinculantes y obligatorios para las
partes: contrato celebrado a nombre de otro sin tener su representación,
enajenación de cosa ajena).

[Doctrina]
La doctrina utiliza con bastante libertad los términos de invalidez e
ineficacia. De Castro observaba, en 1967, que "en la doctrina española,
no parece haber importado mucho estas disquisiciones terminológicas,
respecto de las que siempre decide el uso con sus preferencias
arbitrarias" (De Castro, F. 1967, 463). Él optó por estructurar la materia
en torno al concepto de ineficacia, perfilando como tipos de la misma la
nulidad, la anulabilidad y la rescisión. Por su gran autoridad, unida a la de
Díez-Picazo, plenamente coincidente en este planteamiento general, esta
concepción ha tenido gran influencia en nuestra doctrina. Con frutos muy
positivos, pues al señalar diversos criterios de distinción (ineficacia
automática o provocada, originaria o sobrevenida, sanable o insanable,
etc.) y describir con rigor los regímenes típicos de la nulidad, la
anulabilidad y la rescisión se propicia el tratamiento doctrinal adecuado
tanto de los casos comprendidos en estos regímenes típicos cuanto, al
menos implícitamente, de los atípicos (Cfr. De Castro, F. 1967, 467 y
Díez-Picazo, L. 1993 I, 432, 1996, 458).
Además, al abandonar -aunque sin crítica expresa- la concepción clásica
francesa (recibida en España) o de la invalidez como estado orgánico del
acto, centra la atención en la disciplina positiva (no ya en la construcción
teórica del negocio jurídico, sus elementos y la ausencia o vicios de
éstos) y pone de manifiesto lo que cada régimen legal de la ineficacia
tiene de decisión de política legislativa y su relación con determinadas
finalidades o funciones.
En consecuencia, invita a no subsumir mecánicamente cada supuesto en
que un negocio sufra alguna afección en su eficacia en los moldes típicos,
pues bien puede ocurrir que no concurran en él todos los rasgos o
consecuencias que, de ordinario, van juntos. En palabras del propio De
Castro, hay que tener "cuidado de evitar atribuir indiscriminadamente a la
ineficacia clasificada conforme a un criterio, las características propias de
otro. Así, por ejemplo, cuando se ha calificado un negocio de ineficaz por
un defecto de su estructura, no debe olvidarse que si bien habrá muchos
casos en que la ineficacia resulta serlo desde su origen, ipso iure, de
modo definitivo y respecto de todos, puede haber otros en que no tenga
estas características" (De Castro, F. 1967, 467).
Algunos autores tienden a rechazar la distinción entre invalidez e
ineficacia, que para ellos serían conceptos idénticos, y la diferencia sería
sólo terminológica. Así, Díez-Picazo, L., que en 1970 afirmaba que "la
distinción entre invalidez e ineficacia no me parece admisible", en 1993
sustituye este calificativo por el de "útil" (cfr. Díez-Picazo, L. 1970 I, 289
y 1993, 431; lo mantiene en 1996 I, 457). Pero, pocas páginas más
adelante (1996 I, 505) se ve en la necesidad de distinguir entre la validez
y la eficacia (por tanto, entre la invalidez y la ineficacia) al analizar un
caso particular. En efecto, al ocuparse de la retroactividad del efecto
confirmatorio -del contrato anulable- y los derechos de los terceros,
señala que "es claro que los negocios en virtud de los cuales la parte
contratante, frente a quien la acción de anulación podría ser ejercitada,
otorgara derechos en favor de tercero, al quedar el contrato confirmado
con efecto retroactivo, dotan a tales negocios no sólo de validez (que es
problema que no se cuestiona), sino de plena eficacia". Por otra parte, la
crítica del autor de que los casos que se mencionan como de ineficacia en
sentido estricto no son en rigor tales, sino efectos ya previstos en el
propio contrato (1996 I, 457), si bien aconsejan revisar cuidadosamente
el ámbito de la ineficacia, no convencen de la inutilidad de la distinción
entre invalidez e ineficacia, pues olvida que hay casos, distintos de
aquellos en que el contrato no despliega efectos como efecto propio del
contrato (condición frustrada), o como medio nacido del contrato
(resolución, revocación), en que la ineficacia es una consecuencia prevista
en la ley (por ejemplo, capitulaciones por razón de matrimonio que no se
llega a celebrar).
De Castro, F. (1967, 468), no manifiesta a este respecto una actitud de
principio, sino que, en un terreno al menos aparentemente pragmático y
de conveniencia expositiva, indica que en esta sede tratará únicamente
de los negocios nulos, los anulables y rescindibles, "es decir, de la
ineficacia resultante del negocio mismo y no de las incidencias
sobrevenidas durante la vida de la relación negocial: así, no se tratará de
la facultad de resolver las obligaciones implícita en las recíprocas (arts.
1.124, 1.503) ni de la revocación y reducción de las donaciones (arts.
644-656)". El terreno así acotado coincide con lo que históricamente es el
campo de las nulidades, incluida en él la rescisión (una de las raíces de
nuestra anulabilidad), aunque nuestro Código haya dado el paso de
distinguir entre contratos inválidamente celebrados (nulos o anulables) y
rescindibles en su art. 1.290.
[Jurisprudencia]

En la jurisprudencia, casos que aquí consideramos de ineficacia (venta de cosa


ajena, o por quien no tiene la representación del propietario) son calificados
habitualmente como de nulidad o inexistencia (siguiendo la poco precisa
terminología de artículos como el 1259 Cc.), aunque en ocasiones, correctamente,
se distingue la nulidad de la falta de eficacia por carecer el disponente del poder
de disposición (así, por ejemplo, la STS 12 febrero 2002 respecto de los actos del
fiduciario). Algunas sentencias recientes delimitan el campo de la ineficacia
contractual, incluyendo en ella la nulidad (invalidez). Así la S. 9 julio 1990
advierte que frente a un riguroso sentido técnico-jurídico de "nulidad" ("sea
absoluta o relativa"), también se usa el término en la práctica forense en sentido
más amplio y genérico, de "privación de efectos jurídicos", "que comportan todos
los supuestos de ineficacia contractual o negocial, cualquiera que sea la causa
determinante de ésta (inexistencia, nulidad radical, anulabilidad, rescisión,
resolución)". También para la S. 27 enero 1993 tanto el concepto de nulidad
radical como el de resolución contractual son manifestaciones de la ineficacia de
los negocios (distinguiendo luego correctamente uno de otro). En ocasiones, el
Tribunal Supremo ha distinguido los conceptos de ineficacia e invalidez: STS 1
febrero 1999 ("Es preciso partir de unos conceptos dogmáticos, con importantes
consecuencias pragmáticas que en el presente caso se elevan a motivo de casación.
La ineficacia del negocio jurídico o, concretamente del contrato como negocio
jurídico bilateral `inter vivos', es la carencia de efectos jurídicos típicos (si bien
puede producir otros distintos, como indemnización de daños y perjuicios), que
viene determinada por causa intrínseca al propio contrato provocando que
carezca de validez (por inexistencia, por nulidad absoluta o por anulabilidad) y es
la invalidez, o bien la ineficacia `stricto sensu' que engloba los supuestos en que
siendo el contrato válido, no produce efecto por causas extrínsecas como puede ser
la resolución, que es la ineficacia del contrato con efecto retroactivo en virtud de
una causa que no es una invalidez inicial, sino que viene determinada por causa de
condición resolutoria, o por pacto comisorio, o por incumplimiento de las
obligaciones de una de las partes en un contrato bilateral").

En todo caso, a nosotros nos parece que una teoría general de la


ineficacia del contrato (y aun del negocio, si se prefiere) parece
perfectamente posible y útil. Puede optarse luego por incluir más o
menos formas, manifestaciones o tipos de ineficacia. Por ejemplo, dejar
fuera de la teoría de la ineficacia los casos en que ésta depende del juego
de condiciones suspensivas o resolutorias (pues se producen o dejan de
producirse efectos de acuerdo precisamente con el contenido negocial) e
incluso entenderse que "la resolución y la revocación son precisamente
una consecuencia del despliegue de la eficacia contractual y un medio de
defensa, nacido del contrato, para protección de intereses de uno de los
contratantes frente a circunstancias sobrevenidas [v. gr. el
incumplimiento, desaparición de la base del negocio, etc. (Díez-Picazo, L.
1996 I, 458)], aunque sería útil comprender en la teoría de la ineficacia,
al menos, la revocación de donaciones y su reducción por inoficiosidad.
Ahora bien, del mismo modo que parece instrumento válido para la
comprensión de los datos jurídicos de nuestro Derecho privado una teoría
de la ineficacia, nos parece imprescindible asimismo distinguir este
concepto del de invalidez.

Sólo distinguiendo entre invalidez e ineficacia puede darse explicación a


importantes fenómenos de nuestro Derecho civil patrimonial:

a) Así ocurre para la explicación de la norma contenida en el art. 1.953.


Su exigencia de un título válido para la usucapión ordinaria no es una
cuestión de palabras, sino de contenido normativo. Si el título necesario
para la usucapión, además de válido, fuera eficaz, la usucapión sobraría,
porque la propiedad se habría transferido al adquirente merced a aquél.
Luego puede haber títulos válidos (como requiere el art. 1.953) pero
ineficaces (en este sentido, Badosa, F. 1971, 711; Lacruz, J. L. 2000 III-
1º, 170).
b) De modo similar, a los efectos del art. 34. Lh. ha de ser válido el acto
adquisitivo del tercero protegido : válido, pero, ineludiblemente, ineficaz
como título para transmitir el dominio, pues de otro modo para nada
sería necesaria la protección registral (Ss., entre otras muchas, 7
diciembre 1987, 23 mayo 1989, 8 marzo y 21 junio 1993; con más
detalle, vid. García García, J. M. 1999, 398 y ss. y 453).

c) Volviendo al Código, la validez de la compraventa es también


presupuesto para la acción de saneamiento por evicción (arts. 1.475 ss.),
precisamente en un caso (venta de cosa ajena) en que ésta no ha
producido su normal eficacia traslativa mediante la entrega.

d) En materia comprendida en el campo histórico de las nulidades,


nuestro Código adopta una posición propia respecto de la rescisión (que
comparte con la anulabilidad los antecedentes de la restitutio in
integrum) La peculiaridad consiste precisamente en proclamar que los
contratos rescindibles no dejan por ello de ser contrato válidamente
celebrados. Es difícil, explicar las normas del Código pasando por alto el
dato de que hay sin duda contratos -los rescindibles- ineficaces (con
ineficacia provocada) que son válidos; lo que correlativamente exige
tratar como inválidos, en general, a los que la ley llama nulos.

e) Los anteriores son algunos de los supuestos en que la distinción nos


parece imprescindible para explicar los datos legales. Además, en un
terreno ciertamente más opinable, la distinción entre invalidez e
ineficacia es un instrumento conceptual útil para encauzar con mayor
claridad teórica el adecuado tratamiento de supuestos tales como el
contrato celebrado en nombre de otro sin poder suficiente, la enajenación
de bienes de menores o incapaces por sus representantes legales sin la
necesaria autorización judicial, la venta de cosa ajena sabiéndolo o no las
partes o una de ellas, o la venta de cosas sólo parcialmente propiedad del
vendedor (en este sentido, en un análisis de conjunto sobre
"contravención [a la norma] e ineficacia relativa", Carrasco Perera, Á.
1992, 819). El tratamiento de estos supuestos como de nulidad de pleno
derecho, nada raro en la jurisprudencia (aunque casi siempre a favor del
dueño, no de una de las partes contratantes), es incongruente, pues
habría de posibilitar en todo caso y sin límite de tiempo a ambas partes
contratantes, así como a cualquier tercero interesado, hacer valer la
supuesta nulidad (lo que, con buen sentido, no suelen admitir los
Tribunales). La anulabilidad (salvo que, en el caso concreto, medie vicio
de error o dolo, y tal vez en la venta de bienes de menores) tampoco
parece tratamiento adecuado. En general, creemos que es mejor
entender que en estos casos el contrato puede ser plenamente válido
(vinculante y obligatorio entre las partes), salvo que tengo otro vicio
invalidante; pero que no produce sus efectos normales, en especial en
cuanto título para la transmisión del dominio. El mayor interés de la
categoría de la ineficacia es precisamente el de evitar la aplicación de los
moldes rígidos de la nulidad y la anulabilidad, como si no hubiera otros,
cuando en realidad no dan respuesta suficiente, mientras que
probablemente la proporciona una aplicación matizada de la ineficacia
atendiendo a los intereses típicos de cada caso (en este dirección va, por
ejemplo, la S. 21 mayo 1984, sobre disposición de bienes de menores:
advirtiendo sobre la disparidad de opiniones y sentencias anteriores en
varios sentidos, se inclina en contra de la nulidad absoluta y proclama la
posibilidad de ratificar _"aunque no pueda calificarse en propiedad de
anulable", dice- el acto incompleto o imperfecto discutido).

[Doctrina]

Conviene advertir que algunos autores, al mismo tiempo que critican la


doctrina jurisprudencial que califica de nulas las ventas de cosa ajena,
rechazan la necesidad de la distinción entre los conceptos de ineficacia e
invalidez. Merece especial referencia la obra de Cuena, M. (1996, en
especial, 315, 360, 363, 412), para quien, a la hora de explicar la
usucapión ordinaria, el saneamiento por evicción o la operatividad del
principio de fe pública registral, no se puede decir que el título sea
ineficaz, porque produce sus efectos (que son únicamente obligacionales)
y, por el contrario, la transmisión de la propiedad no la produce el título
por sí solo; desde este punto de vista, la ineficacia sería atribuible a la
tradición y no al título. Lo que sucede es que, en nuestra opinión, no hay
contradicción insalvable entre este planteamiento y el que aquí se
defiende si se tiene en cuenta que para la usucapión, el título a que se
refiere el art. 1953 Cc. es el acto de adquisición que hubiera bastado
para conferir la propiedad si realmente la tuviera el tradens: comprende
el acto transmisivo en su conjunto (así, Lacruz, J. L. 2000 III-1º, 169).
Parece preferible esta interpretación a la alternativa, es decir, la que
entiende que la tradición, técnicamente, requiere el poder de disposición
del tradens, de tal manera que, no hay tradición si quien celebra la
compraventa no es propietario, aunque entregue la cosa (en el sentido
aquí rechazado, Cuena, M. 1996, 360 y ss.); sobre todo si se piensa que
la vinculación del poder de disposición tiene sentido, precisamente, sólo
respecto de "ciertos contratos" (art. 609 Cc.), y que otros contratos,
válidos, otorgados por quien tiene poder de disposición, y seguidos de la
entrega, de los que habría que decir que se ha producido "técnicamente"
la tradición, nunca producen la transmisión de la propiedad
(arrendamiento, por ejemplo). No parece tan arbitrario entender,
entonces, que el poder de disposición es una condición de eficacia. En
cualquier caso, ambas interpretaciones permiten explicar, y esto es lo
importante, que la venta celebrada por un no propietario no es, por este
motivo, nula.

1.2 La inoponibilidad. Referencia

[Resumen]

La inoponibilidad es un concepto algo desdibujado en la doctrina


española. Siguen unas breves explicaciones y referencias, desde el punto
de vista de la distinción entre ineficacia e invalidez.

La inoponibilidad es una ineficacia (en sentido estricto) relativa, es decir,


sólo respecto de ciertos sujetos, cuya situación jurídica no queda afectada
por la conclusión de un contrato -válido- por otras personas. Otra cosa es
que los contratos inválidos, por serlo, no produzcan efectos tampoco
respecto de los terceros (aunque también cabe la -excepcional-
inoponibilidad de la ineficacia de algunos contratos inválidos, en particular
los simulados).

En la inoponibilidad en el sentido dicho, como situación totalmente


distinta de la invalidez, podrían incluirse los supuestos contemplados en el
art. 1228, en el 1.230 o en el 1.317; también el contrato rescindido por
fraude de acreedores, ineficaz tan solo respecto del acreedor que lo
rescinde.

[Doctrina]
Otros posibles supuestos de inoponibilidad y, en general, una discusión
del concepto en Álvarez Vigaray, R. 1988, 81 y ss. y Ragel Sánchez, F.
1994; sobre la protección a los acreedores del donante del art. 340.3 de
la Compilación catalana como un supuesto de inoponibilidad, Vaquer Aloy,
A. 1999, 1525. El caso más citado -y discutido- de inoponibilidad es el del
art. 32 Lh., según el cual "los títulos de dominio o de otros derechos
reales sobre bienes inmuebles que no estén debidamente inscritos o
anotados en el Registro de la propiedad, no perjudican a tercero".

La distinción entre nulidad (invalidez en general) e inoponibilidad es, en


principio, conceptualmente muy clara. Sin embargo, se trata de técnicas
hasta cierto punto intercambiables, cuando los intereses que se pretende
proteger no son los de las partes del contrato, sino de terceros, de modo
que el legislador puede optar libremente por una u otra.
[Doctrina]

En el Derecho francés la distinción está consagrada doctrinal y


jurisprudencialmente, lo que no excluye vacilaciones y cambios que
ponen de manifiesto la relativa intercambiabilidad de ambas técnicas: vid.
Ghestin, J. 1988, 864 ss. La monografía clásica sobre el tema es la de
Bastian, 1929.
Por ejemplo, la protección de un cónyuge, en el régimen de gananciales,
frente a los actos de disposición realizados por el otro sin su
consentimiento la ha encauzado el legislador mediante el instrumento de
la anulabilidad cuando son a título oneroso y el de la nulidad cuando
gratuito (arts. 1.322, 1.377 y 1.378 Cc.); pero pudo muy bien hacerlo
mediante la inoponibilidad del contrato al cónyuge cuyo consentimiento
se pretirió, como una parte de la doctrina consideraba más adecuado (y
como, por ejemplo, lo ha hecho el legislador aragonés: vid. art. 52.2 de la
Ley aragonesa de régimen económico matrimonial y viudedad). En este
caso la opción del legislador del Código civil español es absolutamente
explícita (aunque haya razones doctrinales -tampoco decisivas- para la
crítica). Como también lo es en el sentido de excluir la invalidez, el art.
1.317 respecto de la protección de los derechos de los acreedores en caso
de modificación del régimen económico matrimonial, lo que no ha evitado
que en la práctica se plantee muchas veces la acción de los acreedores
como de nulidad; planteamiento que el Tribunal Supremo ha rechazado
en general, pero no sin vacilaciones. Las sentencias son muy numerosas.
Entre otras, Ss. 9 julio 1990, 18 julio 1991, 19 febrero, 15 junio y 7
noviembre 1992, 26 noviembre 1993, 15 marzo 1994, S. 14 marzo 2000
Esta última comentada por Benavente Moreda, P. (2000, 805-834); en la
doctrina vid., por todos, Guilarte Gutiérrez, V. 1991; Bello Janeiro, D.
(1993, 605 ss.), Rivera Fernández, M. (2000, 2345 y ss.).

1.3 Irregularidades del contrato e invalidez

[Resumen]

La invalidez del contrato depende de la adecuación del mismo, en su


formación y en su contenido, a las normas que lo regulan. Pero no toda
irregularidad del contrato (es decir, cualquier disconformidad con las
normas que rigen su producción) conlleva su invalidez. Tampoco la mayor
o menor importancia de la irregularidad determina necesariamente un
grado mayor o menor de invalidez. Es el legislador quien decide.

Si llamamos irregularidades (o anomalías, o defectos, o deformidades) del


contrato a toda quiebra del más pleno acuerdo entre el supuesto
contractual concreto y las normas que le son aplicables, nos
encontramos: a) con que no toda irregularidad da lugar a la invalidez; b)
con que no hay correspondencia exacta entre la clase de irregularidad y
la clase de invalidez (por ejemplo, los vicios de un requisito del contrato
pueden dar lugar, sea a nulidad de pleno derecho -ilicitud de la causa-,
sea a la anulabilidad -vicios del consentimiento-).

La invalidez, como negación de la fuerza vinculante del contrato, es la


sanción teóricamente más fuerte a un contrato que infringe la ley, pero
no la única posible. En ocasiones, el contrato es válido, si bien sus
irregularidades dan lugar a otras consecuencias, como sanciones penales
o administrativas, o un deber de resarcimiento (como ocurre con el dolo
incidental, art. 1.270-2 Cc.). Algunas irregularidades pueden ser incluso
absolutamente irrelevantes (miedo reverencial, art. 1.267-4º Cc.; error
en la persona fuera del caso contemplado en el art. 1.266-2º Cc.).

Discernir cuándo la sanción correspondiente a una irregularidad sea la


invalidez y cuándo otra distinta, o ninguna, es cuestión sobremanera
difícil. Según una línea de pensamiento, de tradición francesa (pas de
nullité sans texte), sólo podría decretarse la invalidez cuando la ley
infringida la imponga expresamente, excluyéndose, o limitándose al
máximo, las nulidades virtuales (es decir, no textuales) [Puede verse el
limitado juego de la máxima en el actual Derecho francés de la
contratación en Ghestin, J. 1988, 866-869]. Pero el punto de partida en
nuestro Derecho parece ser precisamente el contrario ya que el artículo
6º-3 Cc. dispone con gran generalidad que los actos contrarios a las
normas imperativas y a las prohibitivas son nulos de pleno derecho, salvo
que en ellas se establezca un efecto distinto para el caso de
contravención. Con lo que la sanción legal de toda infracción de ley por
un contrato, salvo disposición legal divergente sería la invalidez y,
además, no cualquier invalidez, sino precisamente en la forma de nulidad
de pleno derecho (cfr. artículo 4º, derogado, Cc.).

Ante la evidencia de que buen número de actos y contratos irregulares en


el sentido apuntado son, sin duda, plenamente válidos, se ha hecho notar
que el art. 6º-3 conmina de nulidad los actos contrarios a la norma pero
no los meramente no conformes a ella, y que el establecimiento de un
efecto distinto para el caso de contravención no ha de ser,
necesariamente, expreso, sino que puede inferirse de la naturaleza y
finalidad de la norma infringida. Un ejemplo, entre tantos, tomado de la
jurisprudencia: es válido el contrato de obra celebrado con arquitecto a
pesar de que éste no presentó oportunamente en la Colegio la "hoja de
encargo" exigida por el art. 9 del Estatuto general para el régimen y
gobierno de los Colegios de Arquitectos: Ss. 10 febrero 1989 y 15 abril
1991.

[Jurisprudencia]
De manera general, el Tribunal Supremo ha declarado gran número de veces que
el apartado 3º del artículo 6º Cc. (como, con anterioridad, el art. 4-1) "se limita a
formular un principio jurídico de gran generalidad, que debe ser interpretado, no
con criterio rígido, sino con criterio flexible, por lo que no es posible admitir que
toda disconformidad con una ley cualquiera haya de llevar siempre consigo la
sanción extrema de la nulidad" (Ss. 26 noviembre 1968, 17 mayo 1974, 27 febrero
1984 y otras muchas, además de las que a continuación se citan), añadiendo en Ss.
posteriores (27 julio 1986, 17 octubre 1987, 29 octubre 1990) que cuando la ley
infringida no formula declaración expresa sobre nulidad o validez del acto
contrario a la misma "el Juzgador ha de extremar su prudencia en uso de una
facultad hasta cierto punto discrecional, analizando para ello la índole y finalidad
del precepto legal contrariado y la naturaleza, móviles, circunstancias y efecto
previsibles de los actos realizados".

[Doctrina]

A la vista de estos pronunciamientos, con razón ha podido hablar


Carrasco de una "labor de erosión interpretativa (por el TS del art. 4 y
actual 6-3 Cc." (Carrasco Perera, Á. 1992, 773; para un exhaustivo
análisis jurisprudencial vid., también, Pasquau Liaño, M. 2000 a, 58 y
ss.). Los vaivenes jurisprudenciales en materias como infracción legal del
precio de venta de viviendas de protección oficial o el tipo de invalidez de
los acuerdos de la junta de propietarios de inmuebles en régimen de
propiedad horizontal ponen bien de manifiesto la dificultad de estos
criterios interpretativos.

En definitiva, creemos que estamos ante una cuestión de interpretación


de las leyes que, como dice Díez-Picazo, sólo puede ser resuelta
esclareciendo el significado y finalidad de la norma que ha quedado
infringida y el sentido y el significado de la ratio iuris que inspira tal
norma (Díez-Picazo, L. 1996 I, 454). Asimismo como problema de
interpretación de las normas de prohibición lo entiende Carrasco, quien,
entre otros criterios para valorar la pertinencia de la nulidad, propone,
además de la finalidad de la norma, los resultados desde el punto de vista
de la justicia contractual, el principio de efectividad y el presentarse la
validez como presupuesto de la sanción (Carrasco Perera, Á. 1992, 822).

En este contexto, el artículo 6º-3 Cc. nos dice tan sólo -aunque ello sea
de gran importancia- que no es necesario que una norma señale
expresamente la invalidez de los actos a ella contrarios para que pueda
apreciarse tal invalidez; pero no evita la necesaria interpretación de cada
norma al objeto de precisar su alcance al respecto. Podrá ocurrir que la
infracción de normas que nada disponen sobre las consecuencias de su
incumplimiento de lugar a la invalidez en alguna de sus formas, o bien
que el contrato sea, no obstante, válido, por inferirse así de la finalidad
de la norma; mientras que el señalamiento de sanciones, etc., no
necesariamente presupondrá la validez del contrato. Sería engañoso
utilizar, respecto del art. 6º-3 Cc., el cómodo razonamiento según el
canon de regla (invalidez) y excepción. Tampoco impide este artículo que
puedan apreciarse formas de invalidez distintas de la nulidad de pleno
derecho respecto de actos o contratos contrarios a las leyes que no
establezcan la clase de invalidez procedente.

Nosotros creemos que establecen "un efecto distinto -al de la nulidad de


pleno derecho- para el caso de contravención", en el sentido del art. 6º-
3, las normas que señalan para contratos que infringen determinadas
normas imperativas la consecuencia de su anulabilidad; o las que prevén
nulidad de la cláusula contraria a la ley y su sustitución por lo dispuesto
en ésta con carácter imperativo, pero manteniendo en lo demás la validez
del contrato (nulidad parcial). Cuando el efecto distinto sea ajeno al
campo de la invalidez (como multas pecuniarias o privación de beneficios
fiscales), podrá deducirse que el legislador ha pretendido, con ello,
mantener excepcionalmente la validez del contrato contrario a la ley, pero
la inferencia -un argumento a contrario- no es segura, pues no hay
incompatibilidad necesaria entre la amenaza de otra sanción a la
conducta contractual y la invalidez -del tipo que sea- del contrato.

[Doctrina]

Carrasco Perera, Á. (1992, 782 y 829 ss.) niega que la anulabilidad sea
un "efecto distinto que el Ordenamiento pueda prever para casos de
contravención a normas prohibitivas", ya que es claro, en su opinión, que
"los caracteres de la anulabilidad no cuadran con las prohibiciones".
Premisa indispensable, que el autor ha sentado con anterioridad, es que
no están comprendidas en el art. 6º-3 "las normas imperativas que
enumeran o describen los elementos que deben concurrir en un negocio
jurídico para que produzca efecto" (1992, 809), pues, en general, es
incorrecta la equiparación que el legislador de 1974 (con "exceso de celo",
dice) introduce entre normas prohibitivas y normas imperativa: "sólo una
norma que prohíbe una conducta puede ser infringida mediante un acto
positivo del que pueda predicarse la nulidad" (1992, 805).
Estas premisas son muy sugestivas y aptas para introducir claridad en el
terreno de la nulidad absoluta, distinguiendo la nulidad por contravención
a norma prohibitiva y la nulidad por falta de alguno de los elementos o
requisitos del contrato (vid. Carrasco Perera, Á. 1992, 782, nota 26, con
significativa cita de Gordillo, 1990, 968-969). En cuanto a la anulabilidad,
algunos de los casos de contrato anulable no derivan de la contravención
de prohibición legal: al incapaz no se le "prohíbe" prestar consentimiento;
ni hay norma alguna que "prohíba" celebrar contratos con error excusable
(ejemplos de Carrasco Perera, Á. 1992, 829). Con todo, a) no hay que
excluir que otros supuestos del Código entrañen contravención a norma
prohibitiva, como ocurre en los de violencia, intimidación y dolo, pues hay
norma -ciertamente, no explícita- que prohíbe utilizarlos a un
contratante; b) fuera del Código hay casos en que el legislador señala la
anulabilidad como consecuencia de la contravención a ciertas
prohibiciones, como el mismo Carrasco tiene el acierto de advertir,
señalando como ejemplos de la que llama "nueva" anulabilidad la que el
legislador recoge en los arts. 16 Lph. (en la actualidad, art. 18), 52
Lcoop. (en la actualidad, art. 31.2) y 115-117 LSA (830): a la postre, no
es tal la incompatibilidad entre prohibición legal y protección de intereses
exclusivos de un sujeto. mediante la técnica de la anulabilidad (como el
mismo Carrasco Perera, Á.1992, expone en 800).
En cualquier caso, interesa repetir que las normas que señalan casos de
anulabilidad son normas imperativas, no dispositivas, como algunas veces
ha dicho desafortunadamente el Tribunal Supremo (y critica Carrasco
Perera, Á. 1992, 801; también Bello Janeiro, D. 1993, 87-88). Puesto
que el legislador de 1974 (quizás con escaso acierto) se ocupa de los
actos contrarios a normas imperativas (no sólo a las prohibitivas), a la
vez que precisa que la consecuencia es la nulidad "de pleno derecho", y
dado que en los supuestos de anulabilidad hay siempre, en un sentido
más o menos lato, contravención a norma imperativa (aunque no siempre
infracción de prohibición), la anulabilidad resulta ser un "efecto distinto"
(a la nulidad de pleno derecho) previsto para alguno casos en que aquella
contravención se da. Obsérvese que hasta 1974 el art. 4º Cc. decía que
los actos ejecutados contra lo dispuesto en la ley "son nulos", expresión
que incluía todas las formas posibles de invalidez, entre ellas la única que
el Código regula con alguna extensión bajo el nombre, precisamente, de
"nulidad" en los arts. 1300-1314.

1.4 Modalidades de la invalidez

[Resumen]

Las modalidades de la invalidez de los contratos habitualmente tenidas en


cuenta por la doctrina y la jurisprudencia españolas son la nulidad de
pleno derecho y la anulabilidad. Creemos que el criterio fundamental de
la distinción es el distinto mecanismo para hacer valer la invalidez. La
anulabilidad sólo puede hacerla valer el sujeto protegido por la norma
(típicamente, el contratante incapaz o que sufrió el vicio de
consentimiento), que puede también convalidar el contrato mediante la
confirmación.

Los autores han propuesto también otros criterios, como el del interés
protegido (la nulidad tendería a proteger un interés predominantemente
público, la anulabilidad, un interés privado individualizado).

Puede haber lógicamente, y hay en el Derecho español, otros regímenes


de la invalidez distintos de la nulidad de pleno derecho y de la
anulabilidad.

Ningún contrato es "inválido" en abstracto, sino, necesariamente, nulo o


anulable (o aquejado de otro tipo de invalidez). Es decir, el Derecho no
regula, de manera general, la situación de invalidez -aunque el intérprete
sí que pueda, generalizando los datos particulares, construir el concepto
de invalidez-; sino que prevé, concretamente, disciplinas más o menos
pormenorizadas para diferentes modalidades o clases de invalidez,
señaladamente la nulidad de pleno derecho y la anulabilidad. Las
modalidades de la invalidez no son categorías lógicas que puedan
descubrirse o construirse exclusivamente con razonamientos de este tipo,
sino, ante todo, la regulación o reglamentación que el legislador ha
dictado para tratar diferentes casos o grupos de casos de contratos que
infringen de algún modo la ley. Son, pues, regulaciones de Derecho
positivo, que varían de un Ordenamiento a otro y que en el nuestro están
muy influenciadas por la tradición histórica -desde el Derecho romano- y
dirigidas a conseguir unos resultados prácticos.

La impronta de la historia es indudable. De notable interés la exposición


de Gordillo, A. (1990, 941 ss.). Sin embargo, menos útil resulta el dato
histórico cuando lo que se trata de averiguar no es la "determinación de
las causas" de nulidad y anulabilidad (vid. 938 y 940) sino la
caracterización del régimen de una y otra. A los efectos de la
comprensión de los regímenes o modos de funcionamiento de las
modalidades actuales de la invalidez cabe pensar que la época
codificadora supone una ruptura o, al menos, un filtro y simplificación, de
la anterior y compleja tradición del Derecho común (Es obligada la cita de
Lutzesco, G. 1945, 57 ss. Para el Derecho romano, Quadrato, 1983).
Ciertamente, desde el Derecho romano -con paralelo en tradiciones
jurídicas distintas, como los Derechos anglosajones- puede encontrarse la
separación entre unos casos en que los pactos de los particulares, por
enfrentarse a las leyes o a las buenas costumbres, deben considerarse
privados de toda fuerza y eficacia (en atención al interés o el orden
público comprometidos) y aquellos otros en que se proporciona a
determinados sujetos la posibilidad de desligarse de un pacto o de evitar
que le afecten los celebrados por otros (para proteger sus intereses
particulares). De forma puramente aproximativa, cabe pensar los
primeros casos como equivalentes a nuestra nulidad de pleno derecho, y
los segundos como antecedentes de nuestra anulabilidad. Pero no sirven
de mucho estos antecedentes para determinar el régimen de cada tipo de
invalidez en nuestro sistema: es decir, cómo funciona, cuáles son las
reglas que se le aplican. El complejo universo de las nulidades en el
Derecho común cristaliza de forma buscadamente simplificada en los
Códigos y, en el nuestro, con el intento -logrado- de superar en claridad
al Código francés. Más tarde, la teorización del negocio jurídico por la
pandectística inducirá a una reelaboración y sistematización de los datos
legales; y la reacción frente a este conceptualismo llevará, en nuestro
tiempo, a una renovada valoración del dato funcional, desde un punto de
vista que prima la teleología de las normas.

En nuestro Código, sin duda en relación con los datos históricos, las dos
modalidades principales son la nulidad y la anulabilidad, que podemos
considerar los "regímenes típicos" de la invalidez. Pero ni el régimen de la
nulidad de pleno derecho tiene un desarrollo legal (casi podríamos decir
para nuestro Código lo que Larroumet, Ch. (1990, 513), recogiendo lo
que parece un lugar común en la doctrina de aquel país, afirma del
francés: la nulidad absoluta no está propiamente regulada por el
legislador, sino que no aparece en el Código más que en filigrana), ni la
regulación de la anulabilidad está exenta de deficiencias.

Como criterio fundamental para la distinción entre una y otra sirve el del
mecanismo mediante el que se hace valer la invalidez: mientras que la
nulidad de pleno derecho (también llamada radical o absoluta) puede
hacerla valer cualquier interesado, e incluso declararla de oficio el Juez en
ciertos casos, la anulabilidad requiere que el sujeto señalado por la
norma la invoque en el plazo predeterminado. Este sujeto legitimado
puede también confirmar el contrato, si piensa que le conviene, con lo
que el contrato se convalida y produce definitivamente todos sus efectos.

Este mecanismo de la impugnación voluntaria por el interesado es el


adecuado cuando la norma infringida tendía a su protección, es decir, a la
protección de un interés privado individualizado; mientras que la nulidad
de pleno derecho es más propia de infracciones de normas de orden
público o de interés colectivo. Pero este criterio del interés protegido
(público o privado), de difícil manejo, sólo sirve como mera
aproximación.

[Doctrina]
Es De Castro, F. (1967, en particular, 468) quien más ha insistido en el
criterio del mecanismo para hacer valer la ineficacia como fundamental en
nuestro Derecho para la distinción entre nulidad y anulabilidad. Otros
autores prefieren el dato del interés protegido, según sea general o
individual, señaladamente Espín, D. 1977, 238 y Gordillo, A. 1990,
passim.

Precisando algo más las anteriores afirmaciones, creemos que los antes
expresados (y, señaladamente, el mecanismo para hacerla valer) son los
rasgos que caracterizan el régimen de la nulidad y la anulabilidad, y no la
diferente entidad del interés protegido por la norma (aunque hay sin duda
cierta correlación entre ambos aspectos). Pues una cosa es señalar la
función que globalmente desempeñan nulidad y anulabilidad, y otra
caracterizar su régimen; y otra tercera determinar interpretativamente
sus causas o, mejor dicho, los casos en que el régimen es uno u otro.

Para la determinación de los casos de nulidad de pleno derecho o de


anulabilidad (o de cualquier otro régimen de invalidez) hay que partir de
la libertad del legislador para elegir el régimen de invalidez que entienda
preferible para los actos que infringen sus normas.
[Doctrina]
Cfr. en sentido coincidente Jordano Fraga, F., "la cuestión de la ineficacia
y del tipo de ineficacia no es una cuestión que deba resolverse en
abstracto sobre la base preconceptual de (siempre discutibles) postulados
doctrinales, sino que se resuelve en concreto sobre la base de las
disposiciones legales" (Jordano Fraga, F. 1988, 19; vid. también 333,
338, nota 449, y otros lugares, pues es una constante en su excelente
monografía) y Carrasco Perera: "La anulabilidad es una categoría creada
por el legislador e instrumentalizada por éste a los fines que considere
más oportunos" (1992, 830).
Esta observación, que podrá parecer obvia, no debe de ser tan evidente
cuando, por ejemplo, se pone en duda que sean anulables actos así
designados por el legislador: por ejemplo, el art. 1.322-1 Cc. (por todos,
con referencias y crítica, Bello Janeiro, D. 1993, 73 ss.); o el art. 4º de la
ley de ventas fuera de establecimiento (Ley 26/1991, de 21 de
noviembre, cuyo art. 4º señala que en caso de incumplimiento de los
requisitos formales impuestos en el anterior artículo, el contrato "podrá
ser anulado a instancia del consumidor"; vid. García Rubio, M. P. 1994,
284 ss., favorable a la anulabilidad, con otras referencias divergentes). O
cuando se pone en duda que esté sujeta a plazo la acción para impugnar
cuando así dice la ley: v. gr., en la Ley de propiedad horizontal. Quizás
por considerar demasiado breve el plazo (de caducidad) de los treinta
días que el art. 16-4ª de la Lph. 1960 señalaba para la impugnación de
acuerdos "contrarios a la ley o a los estatutos", algunas sentencias
calificaron de nulidad absoluta y radical la de los actos contrarios a
normas de la Lph. (con el argumento del art. 6º-3 Cc.), de modo que se
admitía la acción sin límite de tiempo. Desde la S. 6 febrero 1989 (con
antecedente en otras como 4 abril y 18 diciembre 1984) se establece una
distinción que, al menos, trata de ser fiel al mandato del legislador
(aunque restrinja su alcance), en el sentido de que la infracción de alguno
de los preceptos de la Ley de propiedad horizontal o de los Estatutos de la
Comunidad daría lugar a la impugnabilidad del art. 16 Lph., mientras que
serían radicalmente nulos los acuerdos contrarios a otras normas
imperativas, en virtud del art. 6º-3 Cc. Desde la reforma de 1999, esta
materia está regulada en el art. 18 Lph., que somete todos los acuerdos
impugnables a plazo de caducidad (de tres meses o un año), pero la
doctrina sigue entendiendo que el art. 18 no agota la categoría de las
nulidades, y que hay acuerdos nulos o inexistentes que no están sujetos
al art. 18 (por todos, Carrasco Perera, Á.. 2002).

Naturalmente, en muchos casos es necesaria interpretación del texto


legal, y cabrá siempre la crítica iure condendo; pero no es función del
intérprete -salvo la hipótesis extrema de corrección del Derecho legal
defectuoso- atribuir un régimen distinto al que resulta de la ley porque
parezca más conforme con la finalidad intrínseca o la función que el
intérprete atribuye a cada forma de invalidez; o porque le parezca más
adecuado por cualquier otra razón. Como mera aproximación, puede
decirse que si el legislador utiliza el término anulabilidad (o anular, como
facultad de concreto sujeto), es casi seguro que entiende referirse a este
régimen; si utiliza "nulidad" o "nulo", en realidad puede querer decir
cualquier cosa, salvo, para el legislador actual, en contextos en que se
contrapone nulo a anulable, como ocurre en el art. 1.322 Cc.

En ocasiones, si el legislador se limita a señalar alguno de los rasgos del


régimen; o pronuncia simplemente la invalidez (con el nombre, por
ejemplo, de nulidad) o ni siquiera eso, pero la infracción de lo dispuesto
por la norma ha de llevar a ella, la finalidad perseguida por la norma
infringida nos dará luz en algunos casos, pero no siempre ni de manera
definitiva. Hay que tener en cuenta que la existencia de un interés
público protegido no excluye en principio la de intereses privados
específicos que pueden ser igualmente atendibles, de modo que el
legislador puede preferir no extender la legitimación a otros sujetos. En
sentido contrario, cabe recordar que en los casos indudables de
anulabilidad el orden público no deja de estar comprometido, pues la
protección de los incapaces es de orden público, como lo es evitar el dolo
y la violencia en los contratos.
[Doctrina]
En la doctrina francesa, se ha observado que "una de las fuentes de
confusión más graves consiste en creer, en particular, que la sanción de
las leyes de orden público es una nulidad del mismo nombre, es decir,
absoluta. Ahora bien, leyes de orden público son simplemente aquellas
que las convenciones no pueden derogar. Las reglas relativas a las
incapacidades, por ejemplo, son de orden público. No hay duda, sin
embargo, de que la nulidad es relativa. Del mismo modo el orden público
económico, al menos cuando tiende a proteger a una de las partes tenida
por desfavorecida, notablemente en los contratos de adhesión, está
sancionado lógicamente por una nulidad relativa (Ghestin, J. 1988, 881;
también 928, donde señala que una de las ventajas de la distinción entre
orden público de dirección y orden público de protección es evitar
incongruencias en la distinción entre nulidad y anulabilidad). Cfr.
Larroumet, Ch. 1990, 508.

Además, para la calificación de casos dudosos, no hay que perder de vista


que los regímenes de la nulidad y la anulabilidad son, ciertamente, los
regímenes "típicos", en el sentido de que para ellos -más este último- hay
ciertas normas legales específicas; pero no son las únicas modalidades de
invalidez ni, mucho menos, de ineficacia conocidas o posibles en nuestro
Derecho. El legislador es libre para establecer particulares regímenes de
invalidez o de ineficacia que no se atengan a los moldes "típicos", o
desviaciones respecto de cualquiera de ellos, sin necesidad de darles
nombre doctrinal alguno (o con el genérico de nulidad, como es el caso
del art. 1.259 Cc.), sino señalando directamente algunas de sus
características (por ejemplo, legitimados para hacerla valer, plazo,
posibilidad de convalidación, oponibilidad a terceros, etc.). Cuando
determina sólo algunos extremos, ello no justifica, por sí, la adscripción
del supuesto a la categoría típica que muestra esta característica, para
atribuir, entonces, todas las demás que el legislador no ha mencionado:
vicio conceptualista contra el que puso en guardia De Castro, F. (1967,
467).

[Doctrina]
En la doctrina española, Pasquau ha revisado críticamente la concepción
bipartita de las nulidades, comprobando las disfunciones a que da lugar
su aplicación en la jurisprudencia e identificando las imágenes lógicas
desde las que, en su opinión, ha sido construida. Su propuesta es la
formulación de una nulidad de pleno derecho plural y flexible: relativa, o
prescribible, o convalidable, o no apreciable de oficio (Pasquau Liaño, M.
1997)
En la doctrina francesa ha señalado Ghestin que si la clasificación bipartita
de las nulidades merece ser mantenida, es a condición de no reconocerle
el alcance absoluto que se le daba en la teoría clásica, proponiendo una
flexibilización del vínculo entre los diversos elementos del régimen: por
ejemplo, entre determinación de los titulares del derecho de crítica y la
posibilidad de confirmar; o entre ésta y el plazo de prescripción (Ghestin,
J. 1988, 883 y ss.).

Podría así ocurrir, por ejemplo, que estuviera en manos de cualquier


interesado hacer valer una "nulidad" y, sin embargo, señalarse plazo para
ello (figura doctrinal que podría llamarse de "anulabilidad absoluta" o con
legitimación ampliada: en la jurisprudencia, puede entenderse en este
sentido la S. 17 diciembre 1988, con las de 23 diciembre 1976 y 16 mayo
1984, sobre el art. 1.057 Cc., en la medida en que considera legitimados
para la acción de anulación a todos los coherederos, acreedores y
legatarios) o, por el contrario, limitar a ciertas personas (o excluir a
algunas) el ejercicio de la acción, pero dotar en lo demás a la invalidez de
los caracteres de la imprescriptibilidad e inconvalidabilidad ("nulidad
relativa", distinta de la anulabilidad: "nulidad divisible", ha propuesto
Carrasco Perera, Á.1992, 800 y 804). El art. 1.259 configura un régimen
de invalidez (mejor, de mera ineficacia, aunque hable de nulidad) que no
coincide con las categorías típicas de nulidad y anulabilidad, y otros más
o menos similares pueden encontrarse. En la jurisprudencia, a algunos
casos en que, propiamente, el art. 1.259 no es aplicable, se les da un
tratamiento inspirado en el mismo, con su cita o sin ella. Por ejemplo, S.
21 mayo 1984 sobre disposición de bienes de menores por sus
representantes con infracción del art. 164 Cc. (negocio "totalmente
ineficaz, sea o no impugnado", que sin embargo "puede ratificarse por
tratarse, en definitiva, de un negocio incompleto o imperfecto, aunque no
pueda calificarse con propiedad de anulable".

[Doctrina]
Vid. Guilarte Zapatero, V. 1992, en particular, sobre esta sentencia, 456 y
460. Como es bien sabido, la jurisprudencia es contradictoria,
inclinándose unas sentencias por la nulidad radical y absoluta, mientras
otras pretenden evitarla por caminos como el de la citada o afirmando,
simplemente, la anulabilidad, como es el caso de 9 mayo 1994. Un
estudio jurisprudencial en García Pastor, M. 2000, 763 y ss.

Camino similar, respecto de las consecuencias de la llamada


incapacitación del quebrado, sigue la S. 30 junio 1978, para la que los
actos de disposición sobre bienes que están en la masa de la quiebra (con
paso real al patrimonio en liquidación) "son ineficaces, por ser de quien
no tiene titularidad actual sobre ellos, y en consecuencia carecen de
eficacia respecto a todos (no sólo relativamente a los acreedores), y que
únicamente podrán recuperar eficacia si son ratificados por la Sindicatura
(art. 1259 del Cc.), o convalidados, quedando el bien en el patrimonio del
quebrado al ser rehabilitado".

Nada de ello es contrario a la lógica ni a los principios jurídicos. En el


estado actual de nuestra doctrina, quizás más interesante que teorizar,
en abstracto, sobre estas figuras híbridas, nos parece insistir en que el
legislador no está sujeto por el corsé de las modalidades típicas de la
nulidad de pleno derecho y la anulabilidad, ni el intérprete, por tanto,
obligado a optar por una o por otra al interpretar las normas que
establecen o de que deriva cierta invalidez o ineficacia sin precisar su
régimen. Que el legislador, en algunos casos y quizás en muchos, se ha
desviado de los moldes típicos, es indudable; aunque, inevitablemente,
estos supuestos atípicos se prestan a discusión doctrinal. Así en la ley de
represión de la usura, en la de ventas fuera de establecimiento, en el
tratamiento de la impugnación de los acuerdos de órganos colegiados
(Lph., art. 18; Lcoop., art. 31; LO del derecho de asociación, art. 40;
LSA, arts. 115-122).

[Doctrina]
Vázquez de Castro, E. (2003), en monografía sobre la ilicitud contractual,
realiza, a partir de un estudio de diferentes casos, un tratamiento unitario
de la ilegalidad contractual, demostrando la insuficiencia del tradicional
control estructural, que lleva de manera irremediable a la consideración
como nulos con nulidad radical de los contratos que, con cierta
discrecionalidad, son calificados jurisprudencialmente como contratos con
causa u objeto ilícito; a la vista de la finalidad de las normas y de los
intereses en juego defiende el juego del control funcional de la legalidad
contractual, que analiza la norma infringida y la pone en relación con el
contenido del contrato.

1.5 Elaboración jurisprudencial de los datos legales

[Resumen]

El sistema de las nulidades del contrato en el Derecho español es obra de


la jurisprudencia y de los autores, que han partido de la insuficiente
regulación de los arts. 1.300-1.314, que hoy se consideran expresión de
la anulabilidad. La "nulidad de pleno derecho" es pura elaboración
jurisprudencial y doctrinal, con fundamento, desde 1974, en el art. 6-3
Cc. (antes, art. 4 Cc.).

El Tribunal Supremo ha consolidado unas máximas en que distingue


distintos tipos de invalidez; distingue también la invalidez de la ineficacia.
1.5.1 Los datos legales

Los datos legales pertinentes al ámbito de la invalidez han sido sometidos


a una importante reelaboración jurisprudencial y doctrinal, en los más de
cien años de vigencia del Código (Una panorámica histórico-comparada
de esta evolución en Gordillo Cañas, A. 1990, 935 ss.).

Fue primero la doctrina francesa la que proporcionó los instrumentos


conceptuales (aunque apenas tuvieron eco entre nosotros las posturas
"heterodoxas" iniciadas por Japiot), para ceder posteriormente a una
traducción no siempre vigilante de las categorías alemanas de la
Nichtigkeit y la Anfechtbarkeit (directamente o a través de los autores
italianos, cuyas teorizaciones han gozado también de predicamento).

La rúbrica del cap. IV del tít. II del libro IV del Código civil español reza
"de la nulidad de los contratos", y el mismo término de nulidad es
utilizado ampliamente en el articulado. Pero la terminología es muy
imprecisa, de modo que doctrina y jurisprudencia han tenido que
formular las debidas distinciones. Nulo, en el Código -y lo mismo en otras
leyes- puede equivaler a inválido, en general, o denotar una cualquiera
de las clases de invalidez, o aun otras formas de ineficacia. Lo primero
que salta a la vista es que en los arts. 1300 y ss. se establece un plazo
para el ejercicio de la "acción de nulidad" (art. 1301); se señala la
persona que podrá ejercitarla (art. 1302); se prevé la extinción de la
acción de nulidad mediante la confirmación (arts. 1309-1313); y, sobre
todo, se restringe la regulación apuntada a los contratos en que
concurran los requisitos que expresa el art. 1261, los cuales, se dice,
"pueden ser anulados" en ciertos casos (art. 1300). Es claro que tal
regulación corresponde a la figura doctrinal de la anulabilidad; y hoy es
unánime la opinión que refiere a la anulabilidad (con este nombre, con el
de nulidad relativa o, a veces, el de impugnabilidad) el contenido de este
capítulo; salvo los arts. 1305 y 1306 -que atienden a casos particulares
de nulidad absoluta- y los arts. 1303, 1307, 1308 y 1314, aplicables,
probablemente, a todo supuesto de invalidez y aun a muchos de simple
ineficacia.

1.5.2 Formulaciones jurisprudenciales del sistema de las nulidades.

En muchas sentencias del Tribunal Supremo, junto o previamente a la


solución del caso concreto recurrido en casación, se encuentran
declaraciones generales sobre la regulación de la invalidez en el Código.
No siempre tales declaraciones son decisivas para el fallo, y convendrá
contrastarlas con las decisiones concretas, en particular las relativas a
ciertos supuestos atípicos. Pero tienen indudable interés como expresión
del marco teórico general en que el Tribunal Supremo encuadra toda esta
materia. En palabras de la S. 27 febrero 1997: "El capítulo del Código
civil en que se encuentran enclavados los artículos que se dicen
infringidos (1300, 1301, 1302 y 1306), regula la nulidad de los contratos,
pero para centrar la cuestión hay que proclamar que la terminología
empleada en la normativa referenciada es muy imprecisa, por eso se ha
discutido si cuando en dichos artículos se habla de nulidad, ha de
entenderse la misma como de inexistencia contractual, de nulidad `ab
radice' o de simple anulabilidad. Dicha cuestión, ya prácticamente ha sido
solventada por la doctrina, y por una constante jurisprudencia de esta
Sala, que entiende que la tacha reflejada por dichos artículos ha de
entenderse como de anulabilidad en el sentido de una clase de invalidez
dirigida a la protección de un determinado sujeto, de manera que
únicamente él puede alegarla y así mismo optar por convalidar el contrato
anulable mediante confirmación".

Un resumen doctrinal estándar formuló la S. 1 diciembre 1971. En ella se


recuerdan, como cosa sabida, "las profundas diferencias que, en orden a
sus "causas" y a sus "efectos", existen entre la nulidad absoluta o de
pleno derecho y la relativa o a instancia de parte, pues la primera se
origina en los contratos "inexistentes" que son a los que falta algún
requisito de los mencionados en el art. 1261 del Cc., o bien aquellos que
violan algún precepto legal prohibitivo, y la relativa que implica la
existencia de un vicio del consentimiento o una incapacidad, establecida
con carácter de protección legal; y en cuanto a sus efectos, la absoluta
es aquella en que se cumple el principio de quod nullum est, nullum
producit effectum y la relativa, en cambio, admite la posibilidad de la
confirmación". El uso normal del calificativo "relativa" viene referido a la
nulidad: aquella que sólo puede hacer valer determinada persona. Sin
embargo, también aparece en algunas sentencias en otros sentidos
impropios o, al menos, equívocos.

[Jurisprudencia]
Así, se utiliza el adjetivo "relativa" en contraposición a nulidad "total" en la S. 9
enero 1958 (sería relativa la nulidad de sólo una parte del precio, para reducirlo
al de tasa); en la de 6 julio 1981, se llama "nulidad relativa" a la del contrato
simulado cuando hay otro subyacente válido (por contagio, suponemos, con
"simulación relativa"). La tripartición inexistencia - nulidad - anulabilidad es
frecuente en la jurisprudencia. Así muchas sentencias, interpretando el art. 33 Lh.
("la inscripción no convalida los actos o contratos que sean nulos con arreglo a las
leyes") expresan que "si el acto adquisitivo es inexistente, nulo o anulable, la fe
pública registral no desempeñará la menor función convalidante o sanatoria", lo
que equivale a clasificar en estos tres miembros el campo de la invalidez (Ss. 7
diciembre 1987, 23 mayo 1989, 21 julio 1993).
Con anterioridad, la S. 27 mayo 1968 había recordado que "la ausencia, dentro del
Código Civil de una teoría general sobre la nulidad de los actos jurídicos, ha
tenido que suplirse tanto por la doctrina científica como por la jurisprudencia,
apoyándose en preceptos dispersos del propio Código", procediendo a continuación
a las debidas distinciones de modo tal que no dejan de apreciarse matices
diferentes o complementarios a los de la Sentencia citada de 1971, pues -continúa
diciendo- "se ha puntualizado que la nulidad absoluta se puede apreciar en orden
al "sujeto" (cuando el realizador del acto, carece de titularidad para llevarlo a
cabo); al "objeto" (si el acto contiene materia ilícita, contraria al orden público o
que resulte imposible, en el aspecto físico o repudiable en la moral); a la "causa"
(si ésta no existe o es ilícita o totalmente falsa) y hasta a la "forma" en los casos
excepcionales en que ésta es absolutamente necesaria para la validez del acto;
fuera de todas estas hipótesis, el acto jurídico si advino con algún vicio o produjo
alguna lesión, a un derecho protegido, será simplemente "anulable", dentro de los
requisitos de tiempo y forma que la Ley, para cada caso establece, siendo la
posibilidad de subsanación o confirmación la que, principalmente, señala la línea
divisoria entre las dos especies de nulidad". Este último criterio de distinción
resulta una constante en la jurisprudencia, teniendo en cuenta, además, que en la
posibilidad de subsanación suele incluir ésta la que opera el paso del tiempo
(prescripción de la acción).
Para alguna Sentencia, como la de 26 noviembre 1974, "la distinción capital entre
la inexistencia o nulidad absoluta y la nulidad relativa o anulabilidad" formaría
parte de "los principios generales del Derecho sobre nulidad de los negocios
jurídicos y principalmente de los "inter vivos" contractuales" (principios que
aplica a las particiones hereditarias). Principios generales que no podrían ser
otros que los inferidos mediante analogía iuris de los arts. 1.300 y ss., 6º-3, y los
demás pertinentes.
Expresión de la postura jurisprudencial respecto de las modalidades de la
invalidez es también la S. 14 marzo 1983. Según ella, "es doctrina, tanto
jurisprudencial como científica, comúnmente admitida, que entre los grados de
invalidez de los contratos se distingue la inexistencia y la nulidad radical y
absoluta, según que al contrato falte alguno o algunos de sus elementos esenciales
señalados en el art. 1261 Cc. o que haya sido celebrado, aun reuniendo esos
elementos esenciales, en oposición a leyes imperativas cuya infracción da lugar a
la ineficacia; situaciones jurídicas distintas de aquella otra en que la ineficacia
deviene a consecuencia de vicios del consentimiento en la formación de la voluntad
o falta de capacidad de obrar en uno de los contratantes o falsedad de la causa,
caso de la denominada nulidad relativa o anulabilidad, una de cuyas
consecuencias es que en este segundo supuesto la acción de nulidad dura cuatro
años y sólo puede ser ejercitada por los obligados principal o subsidiariamente en
virtud de ellos, según establecen los arts. 1301 y 1302 del citado cuerpo legal,
mientras que en los casos de inexistencia o nulidad absoluta o radical la acción es
imprescriptible y puede ejercitarla cualquier tercero perjudicado por el contrato
en cuestión". La S. 29 octubre 1993 contrapone al régimen propio de las nulidades
de los actos judiciales (art. 238 LOPJ) el "sistema de nulidades y anulabilidades de
los actos jurídicos en general, y de naturaleza civil, en particular" (que es el que
entiende aplicable al defecto en la convocatoria de junta de propietarios). Vid.
también Ss. 29 enero 1983 y 25 mayo 1987.

El Tribunal Supremo advirtió desde el primer momento la distinción entre


nulidad y anulabilidad, aunque su actitud ha variado en algunos puntos
(por ejemplo, durante algún tiempo entendió aplicable el art. 1302
asimismo a la nulidad absoluta, si bien ampliando su sentido, de modo
que también los terceros interesados se entendieran legitimados), y,
sobre todo, su terminología ha tardado mucho en adquirir alguna
precisión. En general, ha considerado criterio principal de la distinción la
posibilidad o no de confirmar el contrato `nulo': se entiende que los arts.
1300 y 1310 tienen exactamente el mismo ámbito de aplicación, y que
fuera de los arts. 1300 y ss. se sitúan los contratos nulos no susceptibles
de confirmación (Ss. 21 julio 1997, 23 enero 1998, 21 enero 2000, 26
julio 2000), pero también tiene en cuenta la distinción para excluir la
aplicación del plazo de cuatro años previsto en el art. 1302 para los
contratos nulos (Ss. 13 abril 1988, 4 noviembre 1996, 29 abril 1997, 21
enero 2000). Ahora bien, también se recuerda que "al establecer el art.
1300 las consecuencias de la nulidad declarada de la obligación no
establece distinción entre nulidad absoluta o relativa y como dice la
Sentencia de 22 septiembre 1989, sin que tampoco haya duda alguna en
cuanto que el negocio jurídico inexistente o nulo con nulidad absoluta, si
bien no produce efecto alguno como tal, no obstante, cuando a pesar de
su ineficacia absoluta, hubiera sido ejecutado en todo o en parte, procede
la reposición de las cosas al estado que tenían al tiempo de su
celebración, a tenor de los dispuesto en los arts. 1303 y 1307, preceptos
que deben ser extensivos también a los negocios jurídicos inexistentes o
radicalmente nulos _Sentencia de 29 octubre 1956-" (S. 28 septiembre
1996).

A los contratos `nulos' los ha denominado durante mucho tiempo el


Tribunal Supremo `inexistentes' y también `radical y absolutamente
nulos', para distinguirlos de los (simplemente) nulos, es decir, en la
terminología actual, los anulables. "Hay inexistencia cuando se hubiere
celebrado el contrato con carencia total del consentimiento de los
contratantes, del objeto o de la causa", dijo, por ejemplo, la S. 30
septiembre 1929. El término de "inexistencia" viene favorecido por el
categórico "no hay contrato" que utiliza -para la falta de consentimiento,
objeto o causa- el art. 1.261, reclamado por los arts. 1.300 y 1.310 (Ss.
19 mayo 1995, 5 junio 2000, 21 enero 2000), y los Tribunales lo siguen
utilizando, preferentemente respecto de los contratos simulados (Ss. 24
octubre 1995, 4 noviembre 1996, 29 abril 1997, 21 julio 1997), que
fueron los primeros que plantearon a los juzgadores la necesidad
apremiante de eximirles de las exigencias de plazo y legitimación de los
arts. 1.301 y 1.302.

Por otra parte, el derogado art. 4º Cc., al declarar que "son nulos los
actos ejecutados contra lo dispuesto en la ley, salvo los casos en que la
misma ley ordene su validez", sirvió para fundamentar la nulidad de pleno
derecho de los contratos contrarios a las leyes, a la moral a al orden
público (vid. art. 1.255), siempre que no configuraran alguno de los
supuestos enumerados en el art. 1.301. Interpretación del viejo art. 4º
que explica la redacción del vigente art. 6º-3, que introduce en el Código
la expresión "nulidad de pleno derecho" y prevé el establecimiento por la
ley infringida de "efectos distintos" -entre ellos, la anulabilidad- para el
caso de contravención

1.5.3 El campo de la ineficacia


La S. 30 septiembre 1929, tras distinguir entre rescisión, nulidad e
inexistencia, casa la de instancia, que había declarado unas compraventas
"simuladas e inexistentes, y en su consecuencia rescindibles y nulas", por
entender que el fallo contenía disposiciones contradictorias. Se puede
apreciar la gran confusión de la práctica de la época -y aun de la actual-
y el difícil empeño del Tribunal Supremo por fijar con precisión los perfiles
de los diferentes conceptos.

Pasado más de medio siglo, la S. 9 julio 1990 es más benévola con el


"error semántico ocasionado por el confusionismo del Código en que
incurre la sentencia recurrida, que mezcla rescisión y nulidad".

La misma actitud benévola se observa en la STS 1 febrero 1999.


Distingue así los conceptos: "ineficacia comprende la resolución, que es
un tipo de la misma: hubiera sido más correcto el término `resolución',
pero `ineficaz' no es incorrecto ni equivocado. `Sin valor alguno' se
refiere a invalidez y esta expresión sí es incorrecta en el presente caso,
pues aquel contrato de compraventa nunca ha sido tachado de inválido,
pues no adolece de ninguna de las causas de invalidez sino que incurre en
resolución, tipo de ineficacia `stricto sensu'" es un tipo de la misma".
Concluye que "esta incorrección, que reproduce literalmente lo pedido en
el suplico de la demanda, no es motivo de casación ni, por otra parte, de
estimarse por esta Sala un error que no llega a motivar un cambio en el
fallo, no permite dar lugar a casación").

[Jurisprudencia]
El Tribunal Supremo ha llegado no sólo a generalizar la cita conjunta de los arts.
1295 y 1303 "pues lo que se pretende en ambos es la restauración de la situación
primitiva" (S. 6 mayo 1997), sino también a hablar de un "principio de
equivalencia de resultados", conforme al cual "el error conceptual de las partes o
de la misma sentencia recurrida en la modalidad de la ineficacia del contrato no
es por sí solo motivo del recurso de casación, dada la complejidad conceptual de la
materia" ("por más que el contrato se declare `resuelto' en vez de nulo, si procede
la devolución del precio y la indemnización de daños y perjuicios igualmente
acordadas por el Tribunal de apelación": S. 2 octubre 2001).

1.6 La inexistencia

[Resumen]

La `inexistencia' es un concepto desconcertante, pues no es cualidad


predicable del contrato como pueden ser la invalidez o la ineficacia. En la
jurisprudencia, sirvió sobre todo para dar un tratamiento a los contratos
simulados absolutamente (evitando la aplicación de los arts. 1.301 y
1.302. En la doctrina, tiene una historia atormentada. Autores recientes
proponen fundar esta categoría sobre nuevas bases.

El Tribunal Supremo utiliza habitualmente el término "inexistencia"


referido a contratos que no reúnen los requisitos del art. 1.261,
reservando el de nulidad de pleno derecho para aquellos contrarios a las
leyes, en el sentido del art. 6º-3. Pero no pretende luego extraer
consecuencias de esta distinción terminológica, que resulta así poco
relevante.

La introducción de la categoría de la inexistencia del acto o contrato se


debió en Francia a una necesidad práctica coyuntural. En la antigua
doctrina francesa se había consolidado la regla pas de nullité sans texte.
Promulgado el Código, se advirtió que el legislador había dejado de
señalar la nulidad de actos cuya falta de protección por el Derecho era
evidente: en concreto, nada decía sobre el matrimonio de dos personas
del mismo sexo. La misma evidencia de la nulidad explicaba el olvido del
legislador, que la doctrina se apresuró a subsanar advirtiendo que, en tal
caso, no es que el matrimonio sea nulo, sino algo más grave: se trata de
un matrimonium non existens. Es claro que, no aceptado el principio de
necesaria expresión legal de todas las causas de nulidad, el concepto de
inexistencia nos es innecesario para llegar a resultados como el aludido.

Cfr. Ghestin, J. 1988, 874 y 876; Larroumet, Ch. 1990, 505 ss.

Pero desde entonces la doctrina -muy particularmente la italiana- se ha


esforzado por diferenciar la nulidad de la inexistencia: se dice, por
ejemplo, que para poder calificar de inválido a un contrato tendrá al
menos que existir, con lo que la inexistencia será cosa distinta de la
invalidez. Se define, entonces, la inexistencia diciendo que, en tal caso,
falta un requisito de tal alcance que "impide la identificación del negocio"
(Santoro Passarelli), que "hace inconcebible el negocio" (Cariota Ferrara)
o que impide se dé "el concepto de negocio" (Scognamiglio). Estos
planteamientos doctrinales tuvieron algún eco en España, señaladamente
a través de de los Mozos (1960). Pero el mismo autor reconocía en 1983
que "el concepto de inexistencia del negocio jurídico carece de entidad
suficiente como para formar una categoría independiente, dentro de la
teoría de las nulidades".

De los Mozos, J. L. 1960-1, 486 ss. y 1983, 481 ss.; también en 1987,
570-572. Con posterioridad, Pasquau ha insistido en que la nulidad, como
sanción jurídica, presupone la existencia, mientras que la inexistencia
debe restituirse al plano estricto del supuesto de hecho (Pasquau Liaño,
M. 1997, 161 y ss.).

El alcance práctico de la cuestión reside, en nuestra opinión, en la


posibilidad de distinguir consecuencias diferentes para el contrato
inexistente y para el nulo: es decir, de identificar en la inexistencia una
disciplina distinta a la de la nulidad. Ciertamente, si esta diferenciación
puede hacerse, el concepto de inexistencia sería útil y necesario. Se ha
argumentado que los contratos nulos pueden producir, a pesar de todo,
ciertos efectos más o menos excepcionales o indirectos, que son
susceptibles de conversión (sobre la relación entre la conversión y la
categoría de la inexistencia, en la doctrina italiana, vid. Díez Soto, C.
1994, 123-125) y aun, en ciertos casos, de convalidación; mientras que
en la inexistencia todo ello quedaría excluido. También puede añadirse
que no en todos los casos la nulidad es apreciable de oficio. Aun dando
todo ello por cierto, no resulta suficiente para asentar la categoría de la
inexistencia como distinta de la nulidad de pleno derecho. Que ciertos
contratos nulos produzcan algún efecto, o sean susceptibles de
conversión, no permite distinguir de la nulidad una categoría diferente -la
inexistencia-, sino tan sólo obliga a matizar ciertas diferencias entre
contratos nulos, por causas que no posibilitan la construcción unitaria de
una nueva categoría doctrinal.

Cabe concluir, entonces, que la "inexistencia" no es una categoría


dogmática distinta de la de nulidad, sino un simple instrumento
dialéctico, útil en algún caso para forzar los límites, verdaderos o
supuestos, de una regulación dada sobre la nulidad. Puede entenderse
que es precisamente para evitar esta utilización por lo que el art. 34-2
LSA incluye el término `inexistencia' junto a los de `nulidad' y
`anulación', del siguiente modo: "Fuera de los casos enunciados en el
apartado anterior no podrá declararse la inexistencia ni la nulidad ni
tampoco acordarse su anulación". No consagra con ello la `inexistencia'
como una categoría de ineficacia o invalidez, sino que establece una
cláusula de cierre para evitar que en la práctica se salten los límites del
art. 34-1 que, en cumplimiento de las Directivas europeas, establece un
numerus clausus muy rígido de causas de nulidad.

Con la repetida utilización por el Tribunal Supremo del calificativo de


"inexistentes" respecto de los negocios simulados se trataba de negar la
aplicación de los artículos1.301 y 1.302, para lo que se buscó un término
distinto al de nulidad -que preside dichos artículos-, con apoyo en la
dicción del art. 1.261 (para la Sentencia 8 marzo 1994, "al margen de las
disquisiciones doctrinales en orden a si existe o no distinción entre la
inexistencia y la nulidad radical, es lo cierto que la doctrina de esta Sala,
no muy abundante pero sí unívoca, tiene declarado que tanto en los
casos de inexistencia como de nulidad absoluta, el art. 1.301 Cc. no es
aplicable, ya que estos contratos carecen de toda validez" (cita Ss. 23
marzo y 10 abril 1933, 13 mayo y 22 noviembre 1983 y 31 octubre
1992). Pero en la situación presente de la doctrina, bien establecidas las
diferencias entre nulidad (de pleno derecho) y anulabilidad, se presta a
confusión seguir manteniendo aquella terminología: los contratos en que
falta alguno de los requisitos del art. 1.261 están sujetos a la misma
disciplina que los contrarios a las leyes (o bien, en algunos casos
discutidos, a la de los contratos anulables -incapacidad natural, error
obstativo, violencia-; pero nunca a una disciplina distinta, propia de
contratos "inexistentes"), es decir, la disciplina genérica de la nulidad de
pleno derecho, "a causa de lo cual -reconoce la S. 5 marzo 1966- se
suelen incluir los dos conceptos dentro del capítulo genérico de la
nulidad, distintos ambos de la simple anulabilidad de que trata el Código
civil -con error terminológico en la denominación- en los arts. 1.300 y
ss.".

Expresiones que reiteran las Ss. 29 abril 1986, 24 febrero 1992, 20 junio
1996 y 29 abril 1997 (un análisis jurisprudencial en Pasquau Liaño, M.
2000 b, 2160 y ss.). Un camino por el que, en ocasiones, el Tribunal
Supremo llega a la unificación -que siempre ha mantenido- del régimen
de la inexistencia y el de la nulidad absoluta es el de considerar que en la
simulación hay incumplimiento de una norma imperativa (el art. 1.261-3:
ausencia de causa), por lo que resulta aplicable el art. 6º-3. Así en la S.
23 octubre 1992. La S. 16 junio 1989, en un caso de tercería de dominio
en que el acreedor ejecutante opuso al tercero la simulación de su título
de adquisición, admite la excepción (sin reconvención), declarando que
"debe advertirse que la nulidad por simulación fue alegada como
excepción única, como es posible alegar la nulidad radical, según
reiterada jurisprudencia aplicable a la simulación, pues aun cuando, si es
total, su consecuencia es la declaración de inexistencia, tal declaración
tiene en la práctica, si en el proceso están presentes todos los afectados,
las mismas vías de postulación que la declaración de nulidad" (vid. Albiez
Dohrmann, K. J. 2000, 2238).

En la doctrina reciente, Gordillo ha vuelto a replantear el concepto de


inexistencia, que funda en parte en los mismos datos que la
jurisprudencia (y autores como Castán), aunque con análisis y finalidades
distintos. El dato legal capital sigue siendo el art. 1.261 que, en su
opinión, se aparta del texto de su precedente francés y del Proyecto de
García Goyena para redactarse de acuerdo con la idea de inexistencia. De
este modo, "la inexistencia puede y debe entenderse en nuestro Código
como una posible situación o calificación peculiar del supuesto de hecho
negocial", concretamente como "inexistencia racional o lógica", por
defecto de los elementos genéricos del negocio jurídico (consentimiento,
objeto y causa). Ahora bien (y parece esencial en su planteamiento), la
inexistencia no constituye "un específico y unitario tipo general de
ineficacia negocial"; no constituye un tertium genus entre nulidad y
anulabilidad. La inexistencia y la nulidad o anulabilidad se inscriben en
órbitas distintas: mientras la inexistencia "íntimamente dependiente de la
visión `organicista' del acto jurídico, hace referencia a una situación del
supuesto de hecho atenida a consideraciones sobre su calificación o
valoración estructural", los regímenes de ineficacia "se configuran
históricamente y se diferencian atendiendo a consideraciones funcionales:
al servicio de la imperatividad legal bono publico, la nulidad; al servicio
del interés privado, la anulabilidad". En consecuencia, los supuestos de
inexistencia (que no es querida por el legislador -como la nulidad por
contravención a la ley- sino que, más que desearla, la padece) no
admiten un mismo criterio de tratamiento o cauce de ineficacia: "algunos
encajan perfectamente en el de la nulidad; otros se adaptan al de la
anulabilidad; algún otro tiene legalmente previsto régimen específico y
singular; finalmente, en ocasiones, el legislador … adopta medidas y
ofrece criterios para evitar la inexistencia, y con ella la ineficacia que de
la misma debería seguirse" (Gordillo, A. 1990, en particular 957-960 y
970).

En consecuencia, en los planteamientos de Gordillo, la inexistencia no


constituye uno de ellos: también para él "los dos regímenes básicos y
típicos de ineficacia negocial son nulidad y anulabilidad" (Gordillo, A.
1990, 966). Lo que no quita que el concepto de inexistencia tenga
trascendencia importante a la hora de señalar los casos o causas de
nulidad y de anulabilidad, permitiendo explicar la colocación en ésta
última de supuestos que más habitualmente se consideran de nulidad de
pleno derecho, así como poner de manifiesto la diferencia de fundamento
entre nulidad por infracción de norma prohibitiva y nulidad por
inexistencia del negocio.

[Doctrina]
Este esfuerzo de reinstauración de la categoría de la inexistencia (en el
sentido dicho, no como concreto régimen de ineficacia, sino como una
situación del supuesto de hecho contractual), ha sido aplaudido por
Carrasco, y es sin duda útil al objeto de la discusión doctrinal sobre las
causas o supuestos de nulidad absoluta o de anulabilidad (u otras formas
atípicas de invalidez o ineficacia) [Carrasco Perera, Á.1992, 782, nota 26.
También recoge su teorización Morales Moreno, A. M. 1993, 218 y nota
16, para quien "la ineficacia del contrato por falta de voluntad
(consentimiento) no puede ser totalmente asimilada a la ineficacia
proveniente de contravención a la ley. No tratándose de un contrato
prohibido, los contratantes pueden, con posterioridad, dotar al contrato
de eficacia, supliendo su deficiencia inicial", aunque ello tampoco
corresponda exactamente al tratamiento de la anulabilidad].

1.7 La nulidad absoluta

[Resumen]

El Código civil español utiliza el término `nulidad' en un sentido muy


amplio, que incluye también la anulabilidad (arts. 1.300-1.314). La
"nulidad de pleno derecho" (o "radical" o "absoluta") es una categoría de
elaboración jurisprudencial y doctrinal que tiene su apoyo legal en el art.
6-3 Cc. (antes de 1974, en el art. 4; vid. ahora, además, art. 438 Lec.).

En este apartado se señalan los caracteres de la nulidad de pleno derecho


y se enumeran los principales casos en que se aplica a los contratos en el
Derecho español.

El régimen de la nulidad se estudia a lo largo de todo este MANUAL. Así,


en 2. Las acciones de invalidez, en particular (pero no exclusivamente) en
2.3. Las acciones de nulidad; en 3. Las consecuencias de la invalidez, y
en 4. Convalidación y conversión.

1.7.1 Terminología.

El capítulo VI del título II del Libro IV del Código civil se titula "de la
nulidad de los contratos". Puesto que, en realidad, se ocupa
predominantemente de supuestos que corresponden a la forma atenuada
de invalidez, se ha utilizado la denominación de "nulidad absoluta",
"radical" o "de pleno derecho". En general, todas estas expresiones se
consideran sinónimas. Las adjetivaciones utilizadas ponen de relieve
aspectos distintos de una realidad que contiene todos ellos.
`Absoluta' parece hacer referencia a la posibilidad de ser alegada por
cualquiera y se contrapone a `relativa' o anulabilidad (que sólo pueden
hacer valer las personas determinadas en el art. 1.302), pero conviene
advertir que los efectos de la nulidad y la anulabilidad son los mismos y
afectan o se oponen en ambos casos a toda clase de personas (en este
sentido, los efectos son en ambos casos `absolutos', no `relativos').
Fuera del ámbito de los contratos, y desde una perspectiva no
enteramente coincidente, la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, de marcas,
regula una "nulidad absoluta" y una "nulidad relativa" previstas, de una
parte, para los casos de falta de legitimación en el registro y para el
incumplimiento de "prohibiciones absolutas" (art. 51) y, de otra, para el
incumplimiento de las "prohibiciones relativas" (art. 52).

`Radical' o de raíz indicaría la imposibilidad de subsiguiente convalidación


o sanación, en la estela del brocardo "quod ab initio", incluyendo acaso la
insusceptibilidad de prescripción o caducidad; mientras que "de pleno
derecho" señalaría la innecesariedad del ejercicio de una acción y de una
resolución judicial. En cuanto a esto último, no está de más señalar que
"de pleno derecho", que parece traducción del latín ipso iure, es una
expresión tradicional que significa que la ausencia de efectos
contractuales se produce por obra del mismo Derecho, sin necesidad de
ejercitar ninguna acción ni de que los Jueces lo declaren, pero ha
significado o significa también en otros Ordenamientos que el Juez ha de
declararla o decretarla siempre que concurran los supuestos de la
hipótesis legal, frente a casos (`nulidad facultativa') en que el Juez
dispone de un poder de apreciación para concederla o no según su
arbitrio.

Vid. Larroumet, Ch. 1990, 511 y nota 29; Ghestin, J. 1988, 876.

`De pleno derecho' es la expresión utilizada en el artículo 6º-3 desde


1974 y se encuentra en otras leyes, mientras que el calificativo de
`absoluta' aparece, el art. 438 Lec. Aunque doctrinalmente cabría hacer
distinciones, parece seguro que las leyes utilizan ambas denominaciones
para referirse al mismo tipo de invalidez.

No hay que olvidar que en el Código civil y en otras leyes se utiliza a


menudo el término "nulo" o sus derivados en sentido amplio, que puede
abarcar todas las posibles formas de invalidez, de modo que el intérprete
habrá de dilucidar a qué régimen de invalidez se refiere en cada caso.
Cabe pensar que, al menos a partir de la reforma del título preliminar en
1974, el legislador es consciente -o debería serlo- del significado técnico
de los términos que utiliza. Por ejemplo, parece claro que la expresión
"serán nulos" en el art. 1.322-2 (y en el art. 1.378, ambos de la reforma
de 1981) quiere contraponerse al "podrán ser anulados" de su párrafo
primero, señalando, por tanto, una nulidad de pleno derecho. Con todo, la
doctrina no ha dejado de buscar una interpretación distinta, posiblemente
porque la decisión del legislador no es afortunada (vid. el exhaustivo
análisis de Bello Janeiro, D. 1993, 41-72, con referencia también a otros
muchos casos de pronunciamiento del legislador por la "nulidad" y su
tratamiento doctrinal).

Una Ley que aborda las categorías de la invalidez con buscado rigor
conceptual -si bien para adaptarlas a su específico campo de aplicación-
es la LSA: vid. arts. 34-35 (nulidad de las sociedades, causas y efectos)
y 115-122 (impugnación de acuerdos: distingue acuerdos nulos -los
contrarios a la ley- de los anulables -todos los demás-; entre aquellos,
una categoría especial constituyen los acuerdos que por su causa o
contenido resultaren contrarios al orden público, para los que, según el
art. 116-1, no rige el plazo de un año de impugnación de acuerdos nulos
en general.
1.7.2 Caracteres

En ausencia de norma legal que defina el régimen de la nulidad o señale


sus características, la doctrina y la jurisprudencia -atendiendo
principalmente a la nulidad por contravención a norma imperativa- suelen
señalar los siguientes caracteres como más relevantes:

a) No precisa declaración judicial, ni una previa impugnación del negocio,


ya que opera ipso iure, o de pleno derecho.

b) Cuando, de hecho, haya surgido cierta apariencia negocial, podrá ser


útil, y aun prácticamente necesario, ante la resistencia de quien sostenga
la validez, solicitar la intervención judicial. Estará legitimado para ello
cualquier interesado, haya sido o no parte en el contrato y aun el
causante de la nulidad. Incluso podrá apreciarse de oficio por los
Tribunales en ciertos casos. La sentencia será meramente declarativa.

c) El contrato nulo no produce efecto alguno: quod nullum est nullum


producit effectum. Por ello mismo, los desplazamientos patrimoniales
eventualmente realizados de acuerdo con el contrato nulo deben
deshacerse, volviendo las cosas a la situación que tendrían si el contrato
nunca se hubiera celebrado.

d) La nulidad es definitiva. El paso del tiempo no la sana (quod ab initio


vitiosum est non potest tractu temporis convalescere); es decir, la acción
para hacerla valer puede ejercitarse en cualquier tiempo, sin que
prescriba ni caduque. De otra parte, tampoco es posible la confirmación,
ni forma alguna de convalidación o subsanación.

Todo lo anterior, recogido con escasas variantes de expresión por los


autores y repetido en multitud de sentencias, debe entenderse como
expresión simplificada de principios sujetos a matizaciones y excepciones
más o menos graves, como iremos viendo en este comentario.

1.7.3 Causas

Un elenco completo de las causas o casos de nulidad no es de este lugar,


ni tendría utilidad de no ir acompañado de una prolija discusión de
muchos de ellos. Entre los principales, como mera orientación, valgan los
siguientes:

1. Falta de consentimiento, de objeto o de causa (art. 1.261).

2. Indeterminación absoluta del objeto (art. 1.273) o su ilicitud (artículos


1.271, 1.272 y 1.305).

3. Ilicitud de la causa (arts. 1.275, 1.305 y 1.306).

4. Expresión de una causa falsa (art. 1276) si se entiende, con la mayor


parte de la doctrina, que la ley se refiere a la simulación de los contratos.
Los contratos simulados son nulos de pleno derecho, pero en ellos lo que
ocurre es que falta el requisito del consentimiento.

5. Falta de forma, en los casos excepcionales en que viene exigida para la


validez del contrato (para las donaciones, arts. 632 y 633). En realidad,
esta opinión generalizada no puede sustentarse en ningún artículo del
Código civil de alcance general, como hace notar Carrasco Perera, Á.
(1992, 834), siguiendo una tendencia doctrinal reciente que cuestiona el
alcance de esta supuesta regla. La jurisprudencia tiende a interpretar a
favor de la validez las exigencias de forma en contratos onerosos, cuando
la ley no es taxativa, y es discutido el tipo de invalidez que, con diversas
técnicas, señalan leyes recientes en el ámbito del Derecho del consumo y
para proteger al consumidor o usuario.

6. Haber traspasado las partes los límites de la autonomía privada


infringiendo norma imperativa o prohibitiva, salvo que de la
contravención se derive un efecto distinto (arts. 1.255 y 6º-3). Se
comprenden aquí los casos más dispares, muchos de ellos discutibles,
discutidos y con jurisprudencia contradictoria. Encuadrable en este caso
es el ser el contenido de los contratos contrario al Derecho comunitario
europeo, en particular a sus reglamentos, pues entonces hay que atender
también a criterios del TJCE, como pone de manifiesto la STS 2 junio
2000.

La nulidad debe verse siempre en relación con su fundamento, ya que de


éste depende qué consecuencias jurídicas tendrá el contrato, distintas de
las que le corresponderían si no fuera nulo, pero no idénticas en todos los
casos. Por ejemplo, de la ilicitud del objeto o de la causa puede derivar la
privación de la acción de restitución al contratante o contratantes cuya
conducta sea reprochable (arts. 1.305 y 1.306). Alegada en juicio una
causa de nulidad, no pueden los Tribunales declarar ésta por causa
distinta sin incurrir en incongruencia.

Ss. 15 junio 1918, 10 febrero y 5 marzo 1966, 26 septiembre 1989, 8 enero 1992.
Mayor flexibilidad muestra la S. 10 febrero 1994. En la S. 25 octubre 1994 se
aprecia nulidad parcial por falta de parte del objeto cuando se había alegado
causa ilícita, rectificación, se dice, que "puede hacer esta Sala a virtud del principio
iura novit curia al no entrañar ello alteración alguna de la causa petendi".

1.8 La anulabilidad

[Resumen]

La anulabilidad está configurada por el legislador español en los arts.


1.300-1.314 Cc. con apreciable originalidad. No se requiere lesión del
contratante para que éste pueda alegar la anulabilidad fundado en su
incapacidad o en vicio del consentimiento, que son los supuestos
principales de anulabilidad.

Caracteres especiales tiene la anulabilidad que el legislador establece en


los contratos celebrados por un cónyuge sin el consentimiento del otro
(cuando éste es necesario). Hay en las leyes muchos otros supuestos de
anulabilidad, que se apartan poco o mucho del esquema del Código.

En la doctrina, se discute sobre la "naturaleza jurídica" de la anulabilidad.


Contra la opinión probablemente más extendida, creemos que en el
Derecho español el contrato anulable es originariamente inválido e
ineficaz (aunque puede convalidarse), y que esta caracterización tiene
consecuencias teóricas y prácticas relevantes.

El régimen de la anulabilidad se estudia a lo largo de todo este MANUAL.


Así, en 2. Las acciones de invalidez, en particular (pero no
exclusivamente) en 2.2. La impugnación del contrato anulable; en 3. Las
consecuencias de la invalidez, y en 4. Convalidación y conversión.

1.8.1 Origen y descripción general

La anulabilidad es una clase de invalidez dirigida a la protección de un


determinado sujeto _por lo general, una de las partes del contrato-, de
manera que únicamente él pueda alegarla, y asimismo pueda optar por
convalidar el contrato anulable mediante su confirmación.

Su origen histórico la emparenta con la restitutio in integrum del Derecho


romano, como remedio procesal del Derecho pretorio para privar de
efectos considerados inicuos a actos perfectamente válidos según el viejo
ius civile. En el Derecho común se distinguió, principalmente (tratando de
poner orden en la muy compleja terminología de las fuentes), entre los
actos nulos y los rescindibles, incluyendo en estos últimos aquellos que,
por cualquier causa, pueden ser atacados por determinado sujeto, sin lo
cual producen desde luego plenos efectos. Por estos cauces discurrirá la
doctrina castellana antigua. En el Proyecto de Código de 1851,
corrigiendo expresamente la sistemática del Código civil francés, se
distingue rigurosamente, de una parte, la rescisión de las obligaciones
válidas y, de otra, la nulidad _comprendiendo los casos de incapacidad y
vicios del consentimiento- que sólo puede pedirse en determinado plazo y
por personas taxativamente señaladas. El Código civil seguirá el Proyecto
de 1851, dedicando el capítulo V del Título "De los contratos" a la
rescisión y el VI a "la nulidad de los contratos".

La categoría de la anulabilidad se construye entre nosotros por la


doctrina, tras la publicación del Código civil, sobre la base de sus
artículos 1300-1314. Estos se refieren a contratos en que concurren los
requisitos del art. 1261 (art. 1300) y son susceptibles de confirmación
(art. 1310), por lo que es claro que no perfilan la nulidad en sentido más
estricto o nulidad de pleno derecho, sino una forma o tipo distinto de
invalidez que llamamos anulabilidad (también nulidad relativa,
contrapuesta a `nulidad absoluta'), con término que sugiere el propio art.
1300 (contratos que "pueden ser anulados"; vid. ahora arts. 293 y 1322).

Esta modalidad de la invalidez tiene ventajas prácticas, ya que así el


protegido por la norma resulta más favorecido que con el régimen de la
nulidad absoluta (en que no podrían aprovechar los beneficios del negocio
que le resultara favorable) o el de la rescisión (en el que habría de probar
la lesión sufrida: vid. De Castro, F. 1967, 497).

1.8.2 No necesidad de lesión

En cuanto a que no es necesario alegar siquiera que el contrato lesionó


los intereses de quien acciona en anulabilidad, el art. 1.300 es totalmente
claro (más aún al ponerlo en relación con los artículos 1.291 y ss.).
Naturalmente, cuando el legitimado toma la iniciativa de anular será
porque le interesa en algún sentido, pero es él el único que puede formar
el juicio sobre su interés, por lo que no se excluye que accione aun
cuando una apreciación objetiva de la situación considerara preferible la
eficacia del contrato. El legitimado no tiene por qué no tener en cuenta
otros motivos que los económicos. Aun en este terreno, una cosa es la
lesión producida por el contrato cuando se perfeccionó y otra, muy
común en la práctica, que, tiempo después, haya ventaja económica en
deshacerlo: para que se de esto último sin lo primero basta con que, al
tiempo de accionar, la prestación realizada y que ahora se recibirá en
restitución (por ejemplo, inmueble que se entregó) tenga valor superior a
lo recibido (por ejemplo, precio que se pagó, aun con sus intereses). Sólo
en casos realmente extremos cabría pensar en oponer al accionante el
abuso de derecho.

En algunas sentencias se alude imprecisamente al daño, lesión o riesgo


grave para el accionante que hace valer la anulabilidad, para decirse, por
ejemplo, que procede la acción "aun en los casos en que no se cause
daño", bastando con que "converja riesgo grave y constatado" (S. 1 abril
1993). En otras la "ausencia de perjuicio o fraude" parece considerarse
como prestación de consentimiento que excluye la anulabilidad (Ss. 6
diciembre 1983, 7 junio y 11 octubre 1990, 22 diciembre 1993). Son
pronunciamientos sobre supuestos de disposición de gananciales a título
oneroso por uno solo de los cónyuges, en que parece producirse cierta
confusión con lo dispuesto en los arts. 1.390 y 1.391 (de difícil
armonización con el resto del sistema) que aluden, en efecto, a daño y
fraude. Con mejor criterio, la S. 13 mayo 1992 separa claramente el
supuesto de rescisión del art. 1.391 del constitutivo de anulabilidad por
defecto de consentimiento: en un caso de disposición de inmueble
ganancial por el marido, procede la anulabilidad, no la rescisión como
consecuencia de la falta de prueba de que la venta efectuada por el
esposo fue fraudulenta.

Para el caso particular, pero muy significativo a este respecto, del


contrato viciado por dolo, señala Morales que si bien lo más frecuente es
que el dolo provoque un daño a quien lo padece y una ventaja a quien lo
causa, sin embargo ni el daño ni la ventaja son requisitos del dolo que
contempla el art. 1.269. Es la libertad del contratante el bien jurídico
protegido, y por ello el ataque a la libertad que padece un contratante
justifica la anulabilidad del contrato (Morales Moreno, A. M. 1993, 385).

En tiempos recientes el legislador ha tenido en cuenta el perjuicio


causado a una persona, para, en sentido contrario, no permitirle
impugnar si el acto redundó en su utilidad. Es el caso del artículo 304
(reforma de 1983) respecto de los actos realizados por el guardador de
hecho en interés del menor o presunto incapaz, con una regulación difícil
de armonizar con el resto del sistema (la S. 10 marzo 1994 entiende que
el art. 304 Cc. "es un precepto excepcional por violentar el art. 1.259 Cc.,
que es la norma general para todos los contratos celebrados sin
autorización o representación, seguramente justificada por la especial
naturaleza de la figura de la guarda de hecho").

1.8.3 Naturaleza de la anulabilidad

En nuestra opinión, el contrato anulable debe considerarse


originariamente inválido e ineficaz. La concepción del contrato anulable
como originariamente inválido es la más acorde con un Código que regula
los contratos anulables bajo una rúbrica que reza "De la nulidad de los
contratos", designando la anulabilidad como nulidad en varios artículos
(v. gr. 1.208, 1.824; 33 Lh.) y la contrapone a la rescisión, ésta sí propia
de los contratos "válidamente celebrados" (art. 1.290). No es esta, sin
embargo, la opinión doctrinal mayoritaria ni tampoco afirmación que
pueda apoyarse en la jurisprudencia.

La doctrina española dominante considera al contrato anulable como


inicialmente eficaz, si bien con eficacia claudicante (De los Mozos, J. L.
1983, 515; Díez-Picazo, L. 1970 I, 306-307 quien, en ediciones
posteriores, mantiene sustancialmente la anterior tesis: 1996 I, 489), e
incluso como válido mientras no se impugne o, más exactamente,
mientras no adquiera firmeza la sentencia constitutiva en que se
establezca su anulación (Clavería, L. H. 1977, 30 y 38-39, con amplia
información); si bien advirtiendo que, cuando triunfe la impugnación, el
contrato será considerado inválido retroactivamente, como si fuera
radicalmente nulo.

Con mayor adecuación a los planteamientos de nuestro Código, hace


notar de Castro que el negocio anulable tiene un vicio invalidante no
visible y también sanable fácilmente a voluntad del protegido, por lo que,
desde su perfección, tiene la condición de viciado y de sanable mediante
confirmación.

De Castro, F. 1967, 498, 499 y 508). Este planteamiento fue seguido a


partir de 1976 por Delgado, J. (1976, 1023) y desarrollado más
profundamente en la primera (Delgado, J. 1981) y segunda edición
(Delgado, J. 1995) de sus Comentarios al art. 1300 Cc. En la actualidad,
es aceptado por Miquel, J. M. (1995, 477 y 2002, nota 117, 474),
Yzquierdo Tolsada, M. (2001, 611 y ss.) y Gutiérrez Santiago, P. (2000,
265, nota 97).

Albaladejo, M., publicó en 1995 un trabajo de expresivo título: "Da lo


mismo que el acto anulable se estime válido que inválido" (1995, 9-21) y
de manera gráfica advierte que la discusión le huele a inútil ("como, si
hablando de dos personas una más alta que la otra, se discutiese si la
verdad es decir que aquélla es más alta o si lo que debe mantenerse es
que ésta es más baja"). En su opinión, el acto es válido y eficaz hasta
que no se anula, por lo que produce hasta entonces sus efectos propios y
la sentencia que la declara es constitutiva, porque sin ella no hay
invalidez. Pero, tras considerar preferible esta tesis, y rechazar la
contraria, sostiene la igualdad práctica de ambas tesis porque "mientras
no se ataque no pasa nada y resulta igual una cosa que otra (ya que
aunque sea inválido inicialmente, como la invalidez inicial no aflora, los
efectos del acto se dan por lo menos aparentemente como si fuera válido,
y si es que es válido hasta la impugnación, mientras que ésta no se da,
hay efectos verdadero de acto válido) y si se anula, la retroactividad de
la anulación deja al acto impugnable como si hubiese sido inválido desde
un principio, lo cual es como si se declarase que lo era inicialmente".

En nuestra opinión, el contrato anulable debe considerarse


originariamente inválido e ineficaz. Esta es la consecuencia que más
razonablemente resulta de la valoración que merecen los contratos
anulables en su comparación con las normas legales que regulan los
requisitos de los contratos para su plena validez y que establecen, en su
caso, la anulabilidad como sanción. De esta forma, además, encuentran
mejor explicación algunos aspectos del régimen legal de la anulabilidad.

La discusión doctrinal sobre la naturaleza de la anulabilidad no carece de


consecuencias prácticas. Aunque a muchos respectos las cosas ocurran
de forma parecida, o pueda darse igual respuesta a los problemas
cualquiera que sea la premisa de que se parta, no ocurre así a todos los
efectos. La cuestión de "la naturaleza" implica, por ejemplo, la distinción
entre acción declarativa y acción restitutoria (vid. apartado 2.1), la
posibilidad de oponer la anulabilidad como excepción (y no,
necesariamente, por medio de reconvención: vid. apartado 2.2.2.2), la
naturaleza (caducidad, prescripción) y cómputo del plazo de los cuatro
años, la posibilidad de que la excepción no prescriba (vid. apartado 2.2.3)
o la naturaleza y efectos de la confirmación (vid. apartado 4.1).

El acto anulable puede ser plenamente eficaz, originando las


correspondientes obligaciones y sirviendo de fundamento a las
atribuciones patrimoniales si, quien puede, no hace valer la causa de
anulación. Hecha valer ésta, el contrato será desde siempre y para
siempre ineficaz con la misma amplitud que si se tratara de nulidad de
pleno derecho. En sentido contrario, adquirirá validez (convalidación) si
es confirmado. Obsérvese que, si quien puede hacer valer la causa de
anulación cumple o exige el cumplimiento está confirmando (tácitamente)
el contrato y si se le exige el cumplimiento por la otra parte no está
obligado a cumplir, pudiendo negarse a hacerlo. Es la confirmación la
que, en su caso, convalida lo que sin ella sería inválido y tiene en verdad
efecto retroactivo -inútil si el contrato fuera ya válido- según dispone el
art. 1.313.

En algunas sentencias del Tribunal Supremo se encuentran declaraciones


en el sentido de la validez inicial del acto anulable. Sin negar el dato de la
preferencia jurisprudencial por esta tesis, conviene sin embargo reparar
en el escaso peso decisivo que suelen tener estas afirmaciones
jurisprudenciales.

Esto sucede, en primer lugar, en sentencias en las que la afirmación de la


"validez inicial" del acto anulable se hace en casos que se califican bien
de nulidad absoluta bien de anulabilidad, pero con la única finalidad
pedagógica de contraponer ambos regímenes de invalidez, y sin que
nadie en el caso concreto pretenda mantener la eficacia de actos
realizados antes de la impugnación ni ninguna otra consecuencia. Así, en
la S. 13 mayo 1963, en un caso de donación de inmueble no hecha en
escritura pública, que se califica de "inexistente o radicalmente nula": con
la finalidad de excluir que juegue el plazo de cuatro años previsto en el
art. 1301 afirma que el mismo sólo juega para los contratos anulables
"nacidos válidamente a la vida del Derecho"; frente a la pretensión de
que se declare la nulidad absoluta de una partición transcurridos más de
cuatro años, la S. 25 noviembre 1965 afirma la "validez inicial" de los
actos anulables, lo que permite concluir sobre su posibilidad de
convalidación. En alguna ocasión la validez del acto anulable es
argumento del recurrente, sobre el que el Tribunal Supremo no se
pronuncia (en la S. 23 julio 1993, frente al argumento de que la acción ha
prescrito, apoyado en la afirmación de que "la acción de los arts. 1300 y
ss. Cc. es una acción constitutiva de anulación que entraña que los
contratos cuya anulación se pretende han sido válidos hasta que los
Tribunales los han anulado", el Supremo se limita a decir que el caso es
de nulidad radical, por lo que no juega el plazo de prescripción de la
acción). La S. 27 febrero 1997 afirma, sin pretender extraer ninguna
consecuencia que "hay que estimar a dichos contratos anulables como
inicialmente eficaces, pero eso sí, con una eficacia claudicante".

Mayor interés debe prestarse a los casos en los que a partir de la


afirmación de la validez del acto anulable mientras no se impugne
pretende extraerse alguna consecuencia para actos cuya eficacia
presupone la del acto anulable. En nuestra opinión, lo que sucede en
estos casos es que la cuestión de la validez o invalidez no se presenta de
manera aislada, sino que aparece relacionada con la de la legitimación
para invocar la anulabilidad. Si en un mismo proceso se ejercita la acción
de impugnación de un acto inválido, nulo o anulable, por quien está
legitimado para hacer valer la invalidez, ésta se extiende también a los
actos que para su validez requieren la del acto previo declarado nulo.

S. 12 diciembre 1960: nulidad de transferencia de acciones de sociedad anónima y


nulidad de acuerdos tomados en la Junta de la que formaron parte los supuestos
accionistas; S. 18 marzo 1968: nulidad de acuerdo del Consejo de familia que
autoriza al tutor a enajenar inmueble de menor y nulidad de la venta realizada
por el tutor; S. 7 julio 1978: nulidad de emancipación y nulidad de la venta
realizada por los menores emancipados; S. 11 marzo 1988: nulidad de
convocatoria de Junta sociedad anónima y nulidad de los acuerdos adoptados en
la Junta celebrada). La declaración de nulidad de un acuerdo de Junta de
propietarios obtenida en un proceso sirve para impugnar en otro proceso la
validez de la transacción realizada con apoyo en el mismo (STSJ Navarra 7 marzo
1996) (vid. apartado 2.2).

Cuando el acto es anulable, sólo está legitimado para impugnar el


contratante protegido por la norma (vid. apartado 2.2.1). Esta es la razón
por la que, para los terceros ajenos al contrato, o para la otra parte no
legitimada, la imposibilidad de hacer valer la anulabilidad tiene
consecuencias equivalentes a las que resultarían de considerar la validez
inicial del acto anulable, en el sentido de que ellos no pueden conseguir
un pronunciamiento de invalidez, pero sin que sea correcto entonces
afirmar la validez inicial del acto anulable.

Así, en la S. 21 junio 1956, la afirmación de que la falta de licencia


marital o autorización judicial para la aceptación de la herencia por mujer
casada no hace la aceptación nula sino anulable "y por lo tanto surtirá sus
efectos hasta que se declare tal nulidad" no es completa si no se
transcribe completa: "lo cual sólo puede hacerse en virtud de reclamación
que formulen las personas a quienes expresa y limitativamente faculta el
(derogado) art. 65 del Código civil, lo cual no ha ocurrido en el presente
caso en que solo se alega la falta inoperante del requisito por persona
extraña a estos actos y a los intereses que trata de defender" (en el caso,
la alegación de nulidad es hecha por la comunera demandada de retracto
tratando de impedir el éxito de la acción de retracto interpuesta por
mujer casada que adquirió la condición de comunera en virtud de
aceptación de herencia sin licencia marital).
Es verdad que las cosas podrían plantearse en otros términos, como
consecuencia de la mayor amplitud del círculo de personas legitimadas
para hacer valer la nulidad, si el acto fuera nulo de pleno derecho. Así, en
la S. 30 diciembre 1991, ejercitado retracto arrendaticio, el propietario
que se adjudicó la finca en una ejecución y que es ahora demandado,
opone como excepción la simulación del contrato de arrendamiento: el
Supremo, por razones de economía procesal, declara la nulidad, por
simulación, del contrato de arrendamiento en que basaba el demandante
basaba su derecho. Lo que sucede es que, aun tratándose de nulidad de
pleno derecho, si bien tiende a admitirse que un tercero interesado puede
impugnar un acto nulo, el principio de audiencia exige que sean parte en
el proceso todos los intervinientes en el contrato que se impugna. Así lo
entendió la S. 16 mayo 1960 (la viabilidad de la acción de retracto de
colindantes requería la declaración de nulidad de la permuta que encubría
una compraventa, pero la demanda no se dirigió contra el transmitente
de la finca; el Supremo considera precisa una previa declaración de
nulidad del contrato). Sobre todo ello, vid. el apartado 2.2.3
(Legitimación pasiva).

En un caso de anulabilidad, el Tribunal Supremo entiende correctamente


que la compraventa, base del retracto -en el caso, de arrendamiento
rústico-, no anulada antes del ejercicio de éste, no impide la procedencia
de la acción de retracto. El resultado se explica fácilmente desde la
doctrina del contrato anulable válido mientras no se impugne, pero no es
incompatible con la aquí defendida. Es el caso resuelto por la S. 21 marzo
1983: ejercitada demanda de retracto contra el comprador, éste se opone
argumentando que su título es anulable, pues adquirió con error,
ignorando la existencia del arrendamiento, por lo que ha presentado una
demanda "resolutoria" por error en el consentimiento. Bien dice el
Supremo que esa es una cuestión a ventilar (antes de la reforma de 1984
de la Lec. 1881) en el juicio de mayor cuantía promovido con
posterioridad al retracto y en el que figuran como parte los vendedores,
ajenos al pleito del retracto, en el que sólo puede pronunciarse el Tribunal
sobre la viabilidad del retracto. Quedan por explicar las consecuencias de
una posible posterior anulación. También se refiere a un caso de retracto
(de colindantes) la S. 24 abril 1951: quien pretende hacer valer la nulidad
del acto es quien estaría legitimado para impugnarlo (el marido de quien
compró sin su autorización), pero lo hace precisamente con la finalidad
de negarse al otorgamiento de la escritura pública a favor de la
retrayente. El Supremo, después de afirmar que la adquisición de la
esposa sin autorización del marido nació eficaz añade que el derecho al
retracto del colindante no puede ser afectado por actos posteriores de la
compradora o su marido, que por su propia voluntad podría impugnar
aquel contrato.

La S. 15 junio 1994, en pleito entre accionista contra sociedad anónima,


parte de la premisa de que el contrato anulable "habrá de producir sus
efectos, desde la celebración hasta que triunfe la posible acción de
anulación" para deducir que, celebrada compraventa de acciones de
sociedad anónima, el Consejo de Administración que la considera nula por
contraria a los Estatutos no puede impedir al adquirente asistir a la Junta.
Pero, aparte de que el Supremo hace un juicio previo sobre la validez de
la compraventa de las acciones (las limitaciones estatutarias deben
interpretarse restrictivamente, y en el caso se cumplieron los requisitos
legales), no se prejuzgan las consecuencias del éxito de la demanda
interpuesta por el Consejo impugnando la transmisión (en pleito que
también debe ventilarse con el adquirente), y se insiste en que "si la
postura de los órganos rectores fuera permisible se pondría en sus
normas la posibilidad de eliminar la presencia de cualquier socio en las
Juntas, con sólo iniciar el correspondiente procedimiento anulatorio de su
derecho, y de momento, y por su cuenta, privarle de la efectividad de su
condición de accionista".

El Tribunal Supremo ha repetido en otras ocasiones que son inicialmente


válidos los contratos anulables para referirse a los contratos por los que
un cónyuge dispone a título oneroso de un bien ganancial sin el
consentimiento del otro cónyuge. Así, la S. 19 julio 1993 dice que "si la
acción de anulabilidad no se ejercita, el contrato es plenamente válido y
vinculante para los que lo concertaron (vid. también Ss. 22 diciembre
1992 y 22 diciembre 1993), y la de 25 noviembre 1991 que produce
"todos sus efectos hasta que no se anule". Tales pronunciamientos deben
entenderse como específicos de esta atípica anulabilidad, en que es un
tercero quien está legitimado para impugnar un contrato que produce
desde su perfección pleno efecto vinculante para las partes del mismo.
Aun así, merece señalarse que la S. 13 mayo 1992, al enfrentarse con la
distinción entre la rescisión del art. 1.391 y la anulabilidad del art. 1.377,
indica que el primer caso presupone un contrato válidamente celebrado
que se rescindirá por fraude, mientras que en el segundo estamos ante
un supuesto de "anulabilidad del contrato por defecto de consentimiento
que lo invalida desde su origen".

1.8.4 Los supuestos de anulabilidad

Las causas o casos de anulabilidad son, en primer lugar, los vicios del
consentimiento, la incapacidad y la falta de consentimiento (cuando éste
es necesario) del cónyuge de quien contrató, según resulta del artículo
1.301.

Hay, sin duda, otros casos de anulabilidad en el Derecho español, tanto


en el ámbito del Código como en otras leyes, de modo que parece clara la
tenencia expansiva de la anulabilidad como régimen de invalidez de los
contratos, al menos en cuanto significa evitar la nulidad de pleno derecho
(si bien la regulación concreta puede apartarse significativamente de lo
dispuesto en los artículos 1.300 ss., por lo que ha podido hablarse de
"nueva anulabilidad"). Sin entrar aquí en el análisis de los supuestos,
pueden citarse las normas sobre impugnación de acuerdos de la Junta de
Propietarios en régimen de propiedad horizontal (art. 18 Lph.), acuerdos
de sociedades cooperativas (art. 31 Lcoop.), sociedades anónimas (arts.
115-122 LSA), sociedades de responsabilidad limitada y clubes y
federaciones deportivas. Estrictamente sobre contratos, merece citarse el
art. 4º de la Ley 26/1991, de 21 de noviembre, sobre contratos
celebrados fuera de los establecimientos mercantiles, que establece para
el caso de incumplimiento de los requisitos formales (escrito con ciertas
menciones obligatorias) que "el contrato podrá ser anulado a instancia del
consumidor", añadiéndose que "en ningún caso podrá ser invocada la
causa de nulidad por el empresario, salvo que el incumplimiento sea
exclusivo del consumidor". Sin embargo, la Ley de Crédito al consumo
7/1995, 23 marzo, para un supuesto que no parece muy distinto señala
que "el incumplimiento de la forma escrita… dará lugar a la nulidad del
contrato" (art. 7). ¿Es, realmente, una nulidad de pleno derecho? Cabe
conjeturar que en el terreno de la protección de consumidores y usuarios
el mecanismo de la anulabilidad de los contratos se extenderá por ser
preferible al de la nulidad de pleno derecho, precisamente porque aquél
está diseñado para proteger a una de las partes contratantes frente a la
otra (orden público de protección frente a orden público de dirección,
según el conocido planteamiento de la doctrina francesa). En otras leyes
también hay una exigencia de forma, pero es discutible si se trata sólo de
un requisito que facilita la debida información al consumidor así como la
prueba del contenido del contrato (por ejemplo, art. 4 de la Ley 21/1995,
de 6 de julio, reguladora de los viajes combinados; art. 9 de la Ley
42/1998, de 15 de diciembre, sobre derechos de aprovechamiento por
turno de bienes inmuebles de uso turístico). Se trata de una obligación
impuesta al empresario, en la medida en que su incumplimiento puede ir
acompañado de una sanción administrativa (por ejemplo, disp. adicional
de la Ley 21/1995) y, en cualquier caso, debe ser interpretadas teniendo
en cuenta que es una exigencia dirigida a proteger al consumidor.

Hay casos de anulabilidad determinados fuera de la sede de los artículos


1.300 ss. Cc., y ello no sólo dándoles este nombre, sino también porque
la semejanza con los supuestos indudables de anulabilidad, atendiendo a
la finalidad perseguida (en particular, si se trata de protección de persona
determinada, señalada por el legislador como portador de la acción), así
lo exija. En la jurisprudencia, además, se aprecia una actitud abierta a
tratar como anulabilidad, cuando razones funcionales así lo indican,
algunos casos que la doctrina fundada en la estructura del negocio
considera de nulidad.

[Transición]
Hemos llegado al final de la Parte 1, que constituye una introducción
general y un análisis y discusión de las categorías de la invalidez en el
Derecho civil español.
La Parte 2 se ocupa de las acciones de invalidez, distinguiendo las
acciones declarativas de la acción restitutoria (ésta será objeto de análisis
detallado en la Parte 3). Contiene, por tanto, el tratamiento de la
impugnación de los contratos anulables (mediante acciones declarativas,
en nuestra opinión) y el de las acciones declarativas de la nulidad de
pleno derecho. También nos ocupamos de la nulidad de las condiciones
generales de la contratación y de las cláusulas abusivas en los contratos
con consumidores.
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INDICE

2.1. Acciones
Las nulidades de los contratos
declarativas y acción © J. Delgado y Mª Angeles Parra. Zaragoza. 2003.
restitutoria

2.2. La impugnación del


contrato anulable
Parte 2ª. Las acciones basadas
2.3 Las acciones de
nulidad absoluta
en la invalidez

Panorámica
Son distintas las acciones que únicamente tienen como objeto que se
declare que el contrato es nulo o anulable, de aquellas con las que se
pretende la restitución de las prestaciones.
En esta Parte 2 nos ocupamos de las acciones declarativas basadas en la
anulabilidad (“impugnación del contrato anulable”) (2.2) y de las acciones
declarativas de la nulidad de pleno derecho (2.3).
Un apartado específico (2.4) está dedicado a la nulidad de las condiciones
generales de la contratación y de las cláusulas abusivas en los contratos
con consumidores y usuarios, que presentan notables peculiaridades.
El ejercicio de estas acciones declarativas es, obviamente, previo o
simultáneo al de las acciones de restitución, que estudiamos en la Parte 3
de este MANUAL, bajo el título de “Las consecuencias de la invalidez”.

2.1. Acciones declarativas y acción restitutoria

Resumen
Las acciones declarativas basadas en la invalidez del contrato tienen
como objeto exclusivamente que se declare la invalidez fundada en
determinada causa. No incluyen ninguna pretensión sustantiva.
Frecuentemente se ejercitan por vía de excepción, para pedir la
absolución.
La acción restitutoria constituye una pretensión sustantiva, dirigida a
lograr la restitución de las prestaciones realizadas en atención al contrato
inválido.
El plazo de los cuatro años señalado en el art. 1.301 Cc. se refiere sólo a
acciones de restitución cuando el contrato es anulable.
Las acciones declarativas se individualizan por la concreta causa o
fundamento de la invalidez. El art. 400 Lec. 2000 ha introducido una
novedosa regla que incide decisivamente sobre esta cuestión.

Respecto de un contrato inválido, puede pedirse ante los Tribunales,


básicamente, dos cosas:
a) Que se declare la invalidez, de manera que se enerve toda exigencia
basada en el contrato inválido, y quede expedito el camino para el
ejercicio de derechos o la eficacia de títulos que quedarían contradichos
por el contrato inválido.
b) Que las cosas entregadas o, en general, las prestaciones realizadas
con fundamento en el contrato inválido, se restituyan a quien prestó.
Esto segundo -acción de restitución o repetición- es consecuencia
fundamental de la declaración de invalidez, y la única considerada por el
legislador (vid. art. 1.303: “declarada la nulidad de una obligación, los
contratantes deben restituirse...”). La mera declaración de ser inválido el
contrato es objeto de una acción meramente declarativa (negativa), que
el legislador de 1888 ni reguló ni pudo pensar en ella, ya que la
configuración técnica de tales acciones -al menos, su importación en
España- es bastante posterior (vid. DE CASTRO, F. 1967, 481, 504-505 y
511, nota 41).

[Doctrina]
No todos los autores admiten la teoría de la doble acción: así,
señaladamente, Díez-Picazo, la ha criticado y afirma que “podría
teóricamente admitirse, aunque el supuesto sea académico, una
anulación pura y simple sin que el demandante pida la restitución,
aunque no llegue a verse la utilidad que de ello obtendría” (ahora en,
Díez-Picazo, L. 1996 I, 489; hace suya esta opinión López Beltrán de
Heredia, C. 1995, 53).
En la práctica, no son raros los casos en que el demandante pide que se
declare la nulidad, o la anulación, de un contrato, sin pretender
restitución alguna.

[Jurisprudencia]
Por ejemplo, en el ámbito de la anulabilidad, que se declare que una compraventa
es anulable por dolo, para no tener que pagar el precio ni recibir la cosa (caso de
la S. 28 marzo 1973); o la anulabilidad de partición extrajudicial de herencia, a
efectos de incoar el correspondiente juicio de testamentaría (vid. S. 4 noviembre
1969); o la anulación de un segundo contrato en que los vendedores aceptaron
una modificación del precio anteriormente pactado inducidos a error por las
maquinaciones de los compradores, a efectos de la plena eficacia del primitivo
contrato con el precio en él pactado (S. 24 noviembre 1983).
En la anulabilidad en razón de haberse prescindido del consentimiento preceptivo
del otro cónyuge, éste puede pretender simplemente que no se consume el contrato
con la entrega del bien ganancial o (caso del art. 1.310) de la vivienda familiar.
Cuando es un tercero el que hace valer la invalidez (en los casos en que está
legitimado para ello, en general los de nulidad de pleno derecho) normalmente
será simplemente para evitar que se le oponga el contrato inválido. Por ejemplo,
el demandado de reinvidicación que alega nulidad del título que serviría de
fundamento a la propiedad del reivindicante (v. gr. caso de la S. 25 octubre 1993);
o el acreedor embargante que discute la validez del título del tercerista (v. gr., el
caso de la S. 16 junio 1989).

El artículo 1.301 señala un plazo para el ejercicio de la acción de nulidad.


La doctrina es hoy acorde en considerar que este plazo de cuatro años es
propio, únicamente, de la acción de anulación, de modo que no se aplica
a la nulidad de pleno derecho. En nuestra opinión, lo que sucede más
exactamente es que el artículo 1.301 se refiere tan solo a la acción de
restitución procedente por ser anulable el contrato por alguno de los
motivos en él enumerados -incapacidad, vicios del consentimiento,
contratos de un cónyuge sin consentimiento del otro cuando tal
consentimiento es necesario-, dejando imprejuzgadas todas las demás
cuestiones (entre ellas, si hay plazo o no para hacer valer la nulidad
absoluta). Nosotros creemos que el ejercicio de las acciones declarativas
no está sujeto a limitaciones temporales, pero requiere un interés actual
en el actor. Mientras que la acción de restitución tiene señalado plazo y
su ejercicio es sólo posible para quien, siendo parte en el contrato, ha
realizado alguna prestación en razón del mismo.
Pueden concurrir en un contrato varias causas de nulidad (menor edad en
uno de los contratantes, vicio de consentimiento en el otro, causa
ilícita...). Las acciones declarativas de invalidez se identifican e
individualizan por la concreta causa o fundamento de la misma. Aunque
de características comunes, no hay una única acción de invalidez (ni una
de nulidad y otra de anulabilidad) sino tantas cuantos fundamentos de
invalidez se dan en nuestro Derecho. La cuestión tiene importancia,
además, porque las consecuencias pueden no ser las mismas en todos los
casos (arts. 1303, 1304, 1305 y 1306: quedan obligados los dos a
restituirse recíprocamente, o uno de ellos sólo en cuanto se enriqueció, o
que ninguno o solo uno pueda pedir lo entregado).

[Jurisprudencia]
La jurisprudencia ha venido reiterando que incurre en incongruencia la sentencia
que declara la invalidez por causa distinta de la alegada. Especialmente clara la S.
26 septiembre 1989, que casa por esta razón en un caso en que se había instado
nulidad por inexistencia de causa y de objeto cierto “ya que a la prestación propia
no correspondía contraprestación alguna de contrario”, y la sentencia de
apelación declaró la nulidad por carencia de objeto y de causa en razón de que
“todo pacto entre particulares sobre un vía pública debe estimarse inexistente por
la inidoneidad del objeto”. Vid. también Ss. 21 mayo 1976, 19 julio 1989, 8 enero
1992 (sobre matrimonio) y 25 enero 1994. La S. 10 febrero 1994 entiende que no se
da en el caso incongruencia, pues aunque la nulidad del testamento ológrafo se
pidió por defecto de capacidad y se concedió por inexactitud de la fecha, dada la
íntima conexión entre ambos datos tanto el defecto de capacidad como el examen
de la fecha se discutieron conjuntamente en fase probatoria, por lo que no ha
habido indefensión. Igualmente ha declarado el Tribunal Supremo que pueden
hacerse valer varias causas de nulidad o anulabilidad en un solo juicio,
cumulativa o alternativamente (vid. S. 29 abril 1986).

En la actualidad, el art. 400 Lec. 2000 introduce una novedosa regla de


“preclusión de la alegación de hechos y fundamentos jurídicos” de gran
incidencia en esta materia. La regla recoge una aspiración doctrinal
basada en razones de seguridad jurídica y evitación de procesos
innecesarios (vid. DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, I. 2001 a, 668, con cita de De
la Oliva). La consecuencia práctica más importante es la de que la cosa
juzgada comprenderá los fundamentos jurídicos de nulidad que pudieron
aducirse pero no se adujeron en un proceso. La causa de pedir no podrá
ser tenida en cuenta en el proceso porque no se ha alegado, pero
tampoco en un proceso posterior por alcanzarle la cosa juzgada.

2.2 La impugnación del contrato anulable

Resumen
A la impugnación del contrato anulable dedica el Código, principalmente,
los arts. 1.301 y 1.302. Este último se ocupa, especialmente, de la
legitimación activa, que es el primer gran problema que vamos a abordar
(2.2.1.).
La regla general es que puede impugnar el contratante protegido por la
norma: fundamentalmente, los incapaces y quienes han sufrido un vicio
del consentimiento. Pero hay importantes excepciones, y se presentan
problemas nada fáciles, en particular, respecto de la legitimación de los
fiadores y de los codeudores solidarios.
Frente a opiniones acaso mayoritarias, que entienden que la anulabilidad
sólo puede hacerse valer mediante acción constitutiva ejercitada
judicialmente, mantenemos que, en rigor, no es necesario el ejercicio
judicial de ninguna acción, y que cabe oponer el vicio del contrato
anulable por vía de excepción (2.2.2. Cómo se hace valer la anulabilidad).
Según el art. 1.301, “La acción de nulidad sólo durará cuatro años”. Al
indicar el dies a quo muestra simultáneamente el elenco de causa de
anulabilidad de los contratos.
El plazo de los cuatro años, entendemos, en un plazo de prescripción, al
que está sujeta la acción de restitución. En 2.2.3 se analizan los
problemas de naturaleza y cómputo de este plazo.

2.2.1. Quién puede impugnar

2.2.1.1. El art. 1302 Cc.: antecedentes, sentido general y ámbito de aplicación


El art. 1302 Cc. establece: “Pueden ejercitar la acción de nulidad de los
contratos los obligados principal o subsidiariamente en virtud de ellos.
Las personas capaces no podrán, sin embargo, alegar la incapacidad de
aquellos con que contrataron; ni los que causaron la intimidación o
violencia, o emplearon el dolo o produjeron el error, podrán fundar su
acción en estos vicios del contrato”.
La regla sobre quien contrata con incapaz procede de I. 1.21 y D.
18.1.29.13, de donde pasó a P. 6.16.17, así como al art. 1125 del Código
civil francés. El art. 1302, idéntico –salvo una variante sin importancia- al
art. 1315 del Anteproyecto de 1882-88, inspirado a su vez en el art. 1186
del Proyecto de 1851, según el cual: “Puede pedir la declaración de
nulidad, no sólo el obligado principal, sino también los que lo sean en
subsidio, salvo lo dispuesto en el art. 1735. La persona capaz no puede
pedir la nulidad del contrato, fundándose en la incapacidad del otro
contrayente: tampoco puede pedirla por razón de violencia, intimidación o
dolo el mismo que la causó, ni por error del otro contrayente el que (no)
lo padeció. El texto que GARCÍA GOYENA da de este artículo omite el “no”
que hemos puesto entre paréntesis, en el entendimiento de corregir una
errata clara (cfr. MORALES MORENO, A. M. 1993, 309, sobre esta
hipótesis, y la sugerencia de una posible fuente de inspiración, para el
Anteproyecto de 1882-88, en el Código austriaco, párrafo 871).

El tenor del art. 1302, así como su situación, inducen a duda sobre si ha
de aplicarse a todo supuesto de nulidad, o si, por el contrario, su alcance
se circunscribe a la categoría de la anulabilidad. Prácticamente, la
cuestión más importante que pendería de responder en uno u otro
sentido es la de la legitimación del los terceros para hacer valer la nulidad
absoluta de un contrato por el que no están obligados principal ni
subsidiariamente, pero que lesiona o pone en peligro de otro modo sus
intereses.

[Jurisprudencia]
El Tribunal Supremo ha dudado en admitir a los terceros interesados al ejercicio
de la acción de nulidad o de pleno derecho. Algunas sentencias de la primera
época (1 abril 1897, 18 y 19 abril y 18 diciembre 1901, 23 diciembre 1903), por
ciertas expresiones en ellas contenidas, pudieron considerarse manifestaciones de
una opinión contraria (así lo entiende la S. de 2 diciembre 1966). Pero una lectura
atenta descubre que se trataba de casos en que el tercero no podía mostrar ningún
interés propio en la declaración de nulidad; o que se trataba realmente de un
obligado cuya legitimación se admitía, por disponerlo el art. 1302 Cc.; o en que la
peculiaridad del supuesto desautoriza la generalización -vid. más adelante, 2.3.1.2.
La legitimación de los terceros se reconoce a través de dos caminos distintos, que
suponen una inteligencia contradictoria del alcance del art. 1302:
- una serie de sentencias parten de la aplicación del art. 1302 en todo caso, pero lo
interpretan de tal forma que no excluye la legitimación de los terceros: dicho
artículo afirma la legitimación de los obligados, pero no diría nada respecto de los
extraños, que deben entenderse incluidos cuando del contrato pudieran recibir
perjuicio; así, las Ss. 28 octubre 1929, 15 abril 1955, 2 diciembre 1966, 2 diciembre
1996, 19 mayo 1998, 8 abril 2000 y 12 julio 2001;
- en una línea distinta, el Tribunal Supremo entiende que el art. 1302, a pesar del
nombre empleado, se refiere a la nulidad relativa o anulabilidad, mientras que,
tratándose de “nulidad por inexistencia” –en la terminología del Tribunal,
señaladamente, por simulación- la accionabilidad por el tercero interesado no
tiene el límite establecido por el citado artículo (entre otras, Ss. 11 enero 1928, 18
abril 1945, 3 abril 1962, 9 mayo 1968, 22 marzo 1974, 5 diciembre 1986, 15 marzo
1944 y 25 abril 2001). Precisamente la necesidad de admitir a los terceros a la
acción de simulación (junto al tema de la prescriptibilidad o no de la misma) fue
el motivo principal que llevó al Tribunal Supremo a perfilar la separación tajante
entre nulidad y anulabilidad. Esta segunda línea parece la más correcta.
En realidad, el art. 1302 (lo mismo que el art. 1301) se ocupa tan sólo de la
invalidez derivada de incapacidad o vicio del consentimiento, y no de aquella que
procede de faltar alguno de los requisitos esenciales del contrato, o de haberse
infringido norma imperativa. Por otra parte, también aquí parece que el
legislador tiene en cuenta primordialmente la acción de repetición, y ésta,
evidentemente, sólo puede corresponder a quien, por su parte, se entendía
obligado a cumplir. La posibilidad de hacer declarar la nulidad absoluta de un
contrato en el que no se es parte no está contemplada en este artículo, sino que
deriva del concepto y elaboración doctrinal de la nulidad absoluta.

2.2.1.2. Legitimación activa: el contratante protegido por la norma

i) Centrándonos en los contratos anulables, que es el verdadero campo de


aplicación del art. 1302, es unánime la doctrina que circunscribe a una de
las partes, la protegida por la norma (el incapaz o quien padeció vicio del
consentimiento) el ejercicio de la correspondiente acción. GARCÍA
GOYENA (comentando el art. 1186 del Proyecto de 1851) explicaba que
“la ley no ha tenido por objeto sino conservar y proteger los intereses de
los incapaces: por tanto, estos solos pueden reclamar o renunciar al
beneficio introducido a a su favor”; y más adelante: “La ley socorre a las
víctimas de la violencia, dolo o error, no a los que obraron con plena
libertad y conocimiento”.
Esta doctrina merece plena aceptación. Pero conviene advertir que no es
ello lo que resultaría de una interpretación literal del art. 1302. En él
aparece como regla general la legitimación de ambos contratantes,
señalándose luego –mediante la adversativa “sin embargo”- la privación
excepcional de tal legitimación a algunos contratantes en razón -
parecería- de la ilicitud o deshonestidad de su conducta y como sanción a
la misma. Dada la estructura formal del precepto, podrían entenderse
legitimados algunos sujetos en que la doctrina, según parece, nunca ha
pensado. Concretamente, y habida cuenta de que la violencia y la
intimidación anulan el contrato también cuando las empleó un tercero
que no intervino en él (art. 1268), y que el error puede ser relevante
aunque no haya sido producido por el cocontratante (vid. infra vi)
podríamos preguntarnos si en estos casos quien no causó la violencia o
intimidación sufrida de un tercero por su cocontratante, ni le indujo a
error, estaría legitimado para pedir la anulación en atención a estos
vicios. La respuesta ha de ser –contra la interpretación literal del art.
1302- negativa. La finalidad del precepto es sin duda proteger a los
incapaces y a quienes padecieron el vicio. El portillo que la deficiente
redacción del art. 1302 deja abierto es cerrado por el propio legislador en
otros preceptos, de que resulta que sólo uno de los contratantes estará
legitimado para pedir la anulación: así, en el art. 1311 se señala que
puede confirmar el contrato “el que tuviese derecho a invocar” la causa
de nulidad, presuponiendo que sólo uno de los contratantes se encuentra
en tal situación; lo que resulta definitivamente aclarado en el art. 1312,
en el que se advierte contratantes a quien no correspondiese ejercitar la
acción de nulidad”. Hay pues, siempre, tratándose de contratos anulables,
y a pesar de la letra del art. 1302, un contratante legitimado y otro que
no lo está.

[Jurisprudencia]
En la sentencia de 25 de junio de 1946 se declara que los contratos anulables no
pueden “ser denunciados por las partes cuyo consentimiento no estaba viciado en
tanto no sean impugnados por la única que podría hacerlo al amparo del art.
1302, la que por disponer de la acción de anulabilidad únicamente podría
confirmarlos sin precisar del concurso de la obra, a tenor de lo preceptuado en los
artículos 1309 y 1310”.

ii) El término “obligados” significa aquí vinculados por el contrato, partes


contratantes en sentido sustantivo, cuyas esferas jurídicas quedan
directamente sujetas a la regla contractual (o mejor, habrían de quedar
sujetas si el contrato fuera válido). No da en el blanco, por tanto, la
crítica que el uso de dicho término ha suscitado, aduciendo que “si el que
es víctima de la causa de la nulidad del contrato está obligado por no
haber cumplido todavía las obligaciones derivadas del mismo, más que
una acción para anularlo lo que le interesa es una excepción por si se le
reclama que lo cumpla y, sin embargo, el Código no menciona dicha
excepción. Si, por el contrario, el perjudicado ha cumplido las obligaciones
del contrato nulo, que es el caso en que necesita de la acción de nulidad,
ya no puede llamársele obligado” (BORREL Y SOLER, A. 1947, 135).
iii) La acción puede ejercitarse mediante representante. A quien intervino
mediante representante en el contrato anulable corresponde la acción de
anulación, aunque derive de vicios del consentimiento prestado por aquél.
Según los casos, podrá también el representante, en este concepto,
ejercitar la acción: dependerá de la extensión de su poder.
iv) En el caso del incapaz que contrató inválidamente, corresponde el
ejercicio de la acción a su representante legal mientras dure la
incapacidad y luego al incapaz cuando deje de serlo, durante cuatro años.
El artículo 293 (desde 1983) indica que los actos jurídicos realizados sin
intervención del curador, cuando ésta sea preceptiva, serán anulables a
instancia del propio curador o de la persona sujeta a curatela
(evidentemente, cuando salga de ella), lo que ha de entenderse como
legitimación del curador en nombre propio, pues no es representante de
quien contrató. Ello hace pensar que los padres, o el tutor, también
tienen legitimación en su propio nombre (como facultad integrada en sus
funciones de guarda legal) y no sólo como representantes de sus hijos o
pupilos, respecto de los actos anulables realizados por éstos. Así ha de
entenderse también la legitimación de los padres en el Derecho aragonés,
respecto de los actos realizados por sus hijos mayores de catorce años sin
la debida asistencia, pues no tienen representación sobre sus hijos de
esta edad (arts. 5º y 14 Compilación del Derecho civil de Aragón).
Para el ejercicio de la acción de anulación por los guardadores legales,
cuando estos son más de uno (caso normal del padre y la madre) habrá
que atender a las reglas que, en principio, imponen el ejercicio conjunto
(vid. arts. 156 y 237).
Los representantes legales -pero no, probablemente, los guardadores
legales que carecen de poder de representación, como los curadores-
pueden ejercitar las acciones de anulabilidad que correspondan al menor
o incapaz por razones distintas a su propia incapacidad; por ejemplo,
porque heredaron tales acciones, nacidas de contrato celebrado por su
causante; pero entonces el plazo es el ordinario de los cuatro años desde
su consumación, pues la prescripción opera también respecto de los
incapaces.
Un caso especial constituyen los contratos inválidamente celebrados por
los representantes legales en nombre de menores o incapacitados, de los
que en la práctica los más interesantes son los que consisten en
disposición de sus bienes sin la preceptiva autorización judicial. Si han de
considerarse anulables -como reafirma la S. 9 mayo 1994 y a nosotros
nos parece correcto-, queda por determinar quién está legitimado para el
ejercicio de la acción. Nos parece que, en principio, no puede privarse de
legitimación al representante -actuando como tal-, pero tampoco a los
menores o incapacitados, durante cuatro años desde que salieren de esta
situación.

[Jurisprudencia]
En la importante S. 9 mayo 1994, se desestima la demanda interpuesta por la
madre, en nombre propio y como representante legal de sus hijos menores,
respecto de contrato en que dispuso de bienes de éstos con plena conciencia de que
faltaba la autorización judicial. Esta denegación de legitimación ha de
considerarse excepcional, derivada de los hechos del caso, que llevan al Tribunal
Supremo a afirmar que carece de interés legítimo para instar la nulidad del
contrato, que otra cosa supondría contrariar la doctrina de los actos propios e
ignorar las exigencias de la buena fe, así como la proscripción del abuso de
derecho, respecto de una conducta “rayana, si no incursa, en el fraude procesal”.
En la misma sentencia se advierte que la desestimación de la pretensión ejercitada
por la madre no causa per se perjuicio a los hijos menores, “habida cuenta de la
acción conferida por el artículo 1.301”. En el anterior fundamento de derecho se
había dicho que “los menores disponen de una acción al llegar a su mayoría de
edad, artículo 1.301, y de un mecanismo de confirmación, artículo 1.311”. Esta
configuración de la acción de los menores supone -creemos que correctamente-
tratar estos contratos anulables como “contratos celebrados por los menores”, que
es el caso en que éstos disponen de cuatro años desde su mayoría de edad. El caso,
literalmente, cabría en la letra de la ley, ya que se trata de contratos que alguien
celebra por los menores, es decir, sustituyéndolos. Además, si estos contratos
celebrados por los representantes han de considerarse anulables (como creemos) y
no nulos de pleno derecho, han de ser considerados precisamente como
“celebrados por los menores” a efectos del cómputo del plazo, ya que de otro modo
no dispondrían éstos con seguridad de la posibilidad de impugnarlos (o
confirmarlos) al llegar a la mayoría.
La confirmación de este planteamiento se produce en la S. de 17 de febrero 1995
que, con parecidos argumentos (la doctrina de los actos propios y el principio de
la buena fe) desestima el recurso de casación interpuesto por el padre que vendió
bienes gananciales tras la muerte de su cónyuge, sin liquidar ni solicitar
autorización judicial y, en cambio, estima el recurso interpuesto por los hijos
(codemandados junto a su padre por el comprador, que solicitaba declaración de
validez del contrato y otorgamiento de escritura pública) y declara la nulidad del
contrato de venta.
La S. 21 enero 2000 considera nula de pleno derecho (y, en consecuencia, que era
de lo que se trataba, imprescriptible la acción) la venta realizada por menor de
edad, en nombre propio y en representación de otros hermanos menores de edad,
por entender que en este caso falta absolutamente el consentimiento de los
hermanos “representados”. La sentencia se refiere a un caso de venta de bienes
gananciales tras la muerte del padre y en el otorgamiento del contrato intervienen,
como vendedoras, la madre y la mayor de los hijos, menor de edad. Una cláusula
del contrato dice que “todos los hijos están conformes con esta compraventa y en
prueba de dicha conformidad firma la hija mayor”. El TS. sostiene la nulidad
radical basándose en que los otros cuatro hermanos “no tuvieron intervención
alguna en la compraventa”, a diferencia de lo que sucede en los casos de contratos
concertados por menores de edad, dotados de discernimiento suficiente, con
intervención efectiva y prestando su consentimiento, que son anulables, al igual
que los contratos celebrados por los padres que ostentan la patria potestad sin la
preceptiva autorización judicial (y cita la S. 9 mayo 1994).

v) Aunque, como hemos dicho, en principio el ámbito natural de


aplicación de la regla general del artículo 1.302 es el acotado por las
acciones de anulabilidad, creemos que los casos concretos contemplados
en la segunda parte del precepto pueden abarcar supuestos de nulidad
absoluta, o entendidos como tales por la jurisprudencia o la doctrina. Así,
quien contrató con incapaz no puede alegar la incapacidad de la otra
parte, aunque cupiera argüir nulidad de pleno derecho por falta de
consentimiento del incapaz; y lo mismo respecto del cocontratante de
quien incurrió en error obstativo o violencia ablativa, aun cuando se
entienda que tales contratos están afectados de nulidad de pleno derecho.
vi) Hemos indicado antes que el texto legal, en cuanto que priva del
ejercicio de la acción a “los que produjeron el error”, no expresaba
exactamente lo pretendido, al no ser requisito del error el que haya sido
producido por el otro contratante. Sin embargo, la expresión legal ha
podido dar lugar a ciertas consecuencias en dos sentidos.
Por una parte, el Tribunal Supremo, en varias sentencias, deniega la
acción a quien alegaba su propio error, entendiendo que el mismo actor
lo había producido al proceder de hechos que le eran imputables:
prácticamente, es un camino para imponer el requisito de la
excusabilidad del error (Ss. 25 enero 1908, 14 junio 1943, 13 diciembre
1951, 5 mayo 1983).
Por otra parte, en la doctrina, Morales Moreno ha visto en este final del
artículo 1.302 un argumento en que apoyar el requisito, complementario
de los señalados en el artículo 1.266, de la imputabilidad del error al otro
contratante (MORALES MORENO, A. M. 1993, 308 y ss.).
[Doctrina]
Sin duda, como advierte, “supone el reconocimiento legal de la existencia
de errores provocados que no llegan a constituir dolo”; pero no es
exacto, en nuestra opinión, decir que “este precepto limita el ejercicio de
la acción de nulidad a los casos en que el error padecido por uno de los
contratantes sea imputable al otro”. Su texto dice simplemente que quien
produjo el error no está legitimado: no que sólo esta legitimado quien,
enfrente, tiene a quien produjo el error. Si el texto del art 1.302 no
tuviera otras fisuras, el argumento tendría mayor peso. Pero si el
legislador ha pasado por alto el caso de quien sufrió violencia de un
tercero, lo mismo cabe pensar de los supuestos de error no provocado
Que quien provocó el error no pueda impugnar el contrato no implica
lógicamente que quien padeció el error sólo pueda impugnar cuando el
otro lo provocó: si esto es así, habrá de probarse aliunde. Con todo, el
artículo 1.302 muestra que la imputabilidad del error no es cuestión ajena
a nuestro sistema, y puede ayudar a la evolución doctrinal auspiciada por
Morales.

vii) Hay supuestos de anulabilidad para los que no se encuentra norma


directamente aplicable en el artículo 1.302.
Así, el Tribunal Supremo ha entendido que la partición de la herencia
realizada por comisario, cuando no ha inventariado los bienes de la
herencia con citación de los coherederos, acreedores y legatarios, a pesar
de haber entre los coherederos alguno menor de edad o sujeto a tutela
(con infracción, por tanto, de lo dispuesto en el artículo 1.057-3) está
viciada de nulidad relativa o anulabilidad, de manera que el ejercicio de la
acción de anulabilidad corresponde a aquellos en cuyo favor o beneficio
se ha establecido la garantía, esto es, los coherederos, acreedores y
legatarios (Ss. 23 diciembre 1976 y 16 mayo 1984), y no está
exclusivamente circunscrito a los menores intervinientes en la partición
(S. 17 diciembre 1988, que casó por ello la de instancia). Cabe dudar, sin
embargo, si protegidos por la norma son otros que los coherederos
menores de edad o sujetos a tutela.
La anulabilidad prevista en el art. 4º de la ley sobre contratos celebrados
fuera de los establecimientos mercantiles (Ley 26/1991 de 21 de
noviembre) para el caso de incumplimiento de la forma escrita que exige
su artículo 3º sólo puede hacerse valer por el consumidor. “En ningún
caso podrá ser invocada la causa de nulidad por el empresario, salvo que
el incumplimiento sea exclusivo del consumidor” (art. 4.II).
Las acciones de impugnación de acuerdos de Juntas de Propietarios,
Asambleas de sociedades, etc., suelen tener señalado en la ley los
requisitos de legitimación que, obviamente, no se refieren a una parte
contratante, sino a los copropietarios, socios, etc. que no votaron el
acuerdo, más otras exigencias según los casos. También las normas de
propiedad industrial (impugnación de patentes, marcas, etc.) suelen tener
reglas específicas. Son supuestos en que se utiliza la técnica de la
anulabilidad por ser el interés en juego privado y disponible; pero
estamos fuera del ámbito de las reglas de protección de una de las partes
contratantes.

2.2.1.3. Casos en que la acción corresponde exclusivamente a un tercero

i) La acción dirigida a anular los contratos celebrados por un cónyuge sin


consentimiento del otro, cuando este consentimiento fuese necesario
(artículo 1.301 i. f.) sólo corresponde al cónyuge cuyo consentimiento se
omitió y a sus herederos (artículo 1.322-1º); no al cónyuge contratante
ni a la contraparte.

[Jurisprudencia]
Ss. 8 noviembre 1985, 17 abril 1990, 22 diciembre 1992, 15 y 19 julio y 22
diciembre 1993, 31 mayo 1995 y muchas otras.
En cuanto a la contraparte, podrá, en su caso, pedir la resolución por
incumplimiento y consiguiente restitución de la prestación por él realizada. Pero
aunque el resultado práctico puede ser similar al conseguido mediante la
anulación (que no está en su mano), los presupuestos y régimen en general son
muy distintos. Vid. la S. 15 julio 1993, en que se distingue perfectamente una y otra
acción y se falla en definitiva a favor de quien ha abonado el importe del traspaso
de un local ganancial sin que éste sea puesto a su disposición, pues ha sido luego
vendido a un tercero (vid. BELLO JANEIRO, D. 1993, 211-221).
El supuesto es una notable excepción a lo preceptuado en el artículo 1.302 que, lo
mismo que los siguientes, prescinde totalmente del mismo; anomalía “que prueba,
una vez más, que este tipo de anulabilidad es un cuerpo extraño en el sistema” (DE
LOS MOZOS). La anomalía, aunque con otra trascendencia sustantiva, se daba ya
en el Código en 1888, pues el artículo 65, derogado en 1975, confería solamente al
marido y a sus herederos la acción para anular los actos otorgados. Tampoco
entonces volvía a ocuparse en Código (fuera del artículo 1.301 para señalar el
plazo, como se ha dicho) de esta acción de anulabilidad en manos de terceros.
En cuanto a los herederos del cónyuge cuyo consentimiento se omitió, su
legitimación deriva de la de su causante, de modo que carecen de ella si éste
confirmó, o si dejó pasar el plazo de cuatro años desde que tuvo conocimiento
suficiente del acto o desde la disolución de la sociedad conyugal o del matrimonio;
y sólo por el tiempo que reste si el plazo comenzó a correr antes de la muerte del
causante.
Para éste y, en general, todos los problemas relacionados con la legitimación para
impugnar este tipo de contratos anulables, BELLO JANEIRO, D. 1993, 89-98.

ii) Hay otros casos no considerados en los artículos 1.301-1.314 en los


que puede afirmarse que la legitimación para el ejercicio de una acción de
invalidez de un contrato no corresponde a ninguna de las partes (o no
sólo a ellas, como resultaría de la jurisprudencia sobre el artículo 1.057
Cc.).
Es lo que ha venido ocurriendo respecto de ciertos actos del quebrado.

[Jurisprudencia]
Según la S. 30 junio 1978, la situación de quebrado no suponía verdadera
incapacitación, sino una “mera restricción de capacidad en favor de los acreedores
de la quiebra, y por tanto sólo por la representación legal de ésta puede ejercitarse
la impugnación con base en adolecer de un vicio invalidante (art. 1.300 Cc.), ser
realizado por un incapaz (art. 1.301 Cc.) y con posibilidad de ser anulado a
arbitrio de la Sindicatura, pero sin que el incapacitado o inhabilitado pueda
ejercer en su beneficio la impugnación (art. 1.302) aunque uno y otro resultarán
afectados por la anulación realizada”. Incidentalmente, la S. 15 noviembre 1991
señala que la nulidad de los actos del quebrado (calificada reiteradamente en la
jurisprudencia de "absoluta" o "radical") puede solicitarla "tanto el depositario de
la quiebra como después los síndicos de la misma". Cuestión ésta de la
legitimación que era decisiva en la S. 8 febrero 1988, que niega en efecto
legitimación a cualquier otro interesado (vid. también S. 13 abril 1988).

Ciertamente, el análisis de la invalidez de los actos del quebrado (una vez


declarada la quiebra, o en el periodo de retroacción de la misma)
entrañaba no pocas dudas e incertidumbres, pero si hay un dato que
parece claro es que esta invalidez (de la clase que sea) trataba de
proteger intereses de terceros y, en consecuencia, se dejaban sus
consecuencias al arbitrio de estos terceros (DELGADO, J. 1993, 2489 y
ss. en particular, 2499). Con posterioridad, sobre la "nulidad" del art.
878-2º Ccom. –derogado a la entrada en vigor de la Ley concursal-, es
interesante la comparación entre las Ss.13 septiembre y 29 octubre 1993.

En la actualidad, es el art. 40.7 de la Ley concursal el precepto que se


ocupa de los actos realizados por el deudor que infrinjan las limitaciones
a las facultades de administración del deudor (según los casos, bien
intervención y autorización o conformidad, o bien suspensión y
sustitución por los administradores): sólo podrán ser anulados por la
administración concursal cuando no los hubiere convalidado o confirmado
(pero “cualquier acreedor y quien haya sido parte en la relación afectada
por la infracción podrá requerir de la administración concursal que se
pronuncie acerca del ejercicio de la correspondiente acción o de la
convalidación o confirmación del acto”). En la Ley concursal, los actos
anteriores a la declaración del concurso no son anulables, sino
rescindibles cuando sean perjudiciales para la masa, en los términos del
art. 71.
Teóricamente, algo parecido habría que decir de los actos del declarado
pródigo, pues no son sus intereses, sino los de ciertos familiares
próximos suyos (art. 757.5 Lec. 2000 y, con anterioridad, el derogado
artículo 294 Cc.) los que se trata de proteger. Pero la aplicación,
inevitable, del artículo 293 lleva a otras consecuencias: no están
legitimados quienes pudieron solicitar la declaración de prodigalidad;
mientras dura la declaración de prodigalidad, no es el pródigo quien
pueden impugnar (pero podrá hacerlo durante los cuatro años siguientes
a su rehabilitación), sino que la legitimación corresponde en exclusiva al
curador, en atención a los intereses de los familiares protegidos, terceros
por tanto respecto del contrato.

[Jurisprudencia]
La S. 23 diciembre 1997 admite también, correctamente, la legitimación del
defensor judicial que se designó con las funciones del curador (art. 302)
incumplidas por éste (una hija, favorecida por la donación que es declarada,
también correctamente, nula de pleno derecho, por caer “bajo el imperio
normativo de la norma prohibitiva del art. 221.1”, mientras que las demás
donaciones otorgadas a otros hijos –distintos de los actuales defensores judiciales-
son anulables).

Es muy posible que haya cierto número de casos en el Derecho español


en que legitimados para hacer valer la invalidez de un contrato sean
únicamente ciertos terceros respecto del mismo. Uno de ellos es el
contenido en el art. 123 de la Ley del Derecho civil foral del País Vasco,
para el caso de que un bien troncal se enajene sin el previo llamamiento
de los parientes tronqueros ordenado por la ley. Cualquier tronquero cuyo
derecho sea preferente al del adquirente podrá ejercitar la saca foral,
"solicitando la nulidad de la enajenación y que se le adjudique la finca por
su justa valoración". Peculiar nulidad, ciertamente, pero evidente en ella
la limitación de la legitimación a ciertos terceros.

2.2.1.4. Pluralidad de legitimados

i) En un mismo contrato pueden concurrir varios vicios invalidantes, que


afectan a distintos sujetos: v. gr., una parte es incapaz y la otra sufrió
error en la sustancia de la cosa. Evidentemente, cada afectado podrá
hacer valer la causa de anulabilidad que le corresponda, con total
independencia entre sí, cada una regida por sus propias reglas (por
ejemplo, en cuanto a prescripción). Únicamente, cuando las
consecuencias sean distintas -como en el ejemplo puesto, en que el
incapaz, en cuanto tal, sólo restituirá en la medida del artículo 1.304,
mientras que anulado el contrato por error la restitución recíproca habría
de ser plena- habrá que establecer algún criterio de preferencia para
cuando se ejerciten ambas acciones, criterio que, a nuestro parecer, sería
favorable al incapaz (Sobre concurso de varias causas de anulabilidad, y
de la anulabilidad con otras causas de ineficacia, puede verse DELGADO,
J. 1976, 1.042 y ss.).
Más problemático es el caso en que, frente a la incapacidad de uno de los
contratantes, puede alegar el otro error sobre la misma incapacidad -y
sobre la firmeza del vínculo, por tanto- o dolo consistente en hacerle
creer en la capacidad. Para esta última hipótesis se ha sugerido -sin
perjuicio de la posibilidad de que impugne el contrato quien sufrió el
dolo- que el contrato así celebrado puede entenderse válido, acaso como
forma de resarcir in natura el daño que de otro modo se seguiría al
contratante engañado, daño del que es responsable el incapaz (al menos,
el imputable penalmente). Dicho de otro modo, puede oponerse a quien
pretende la anulación basada en su incapacidad la excepción de dolo

[Doctrina]
Cuestiones todas ellas discutidas. En dos monografías excelentes sobre
culpa in contrahendo se llega a conclusiones distintas: ASÚA GONZÁLEZ,
C. (1989, 263-265) niega ambas posibilidades, que admite, por el
contrario, GARCÍA RUBIO, M. P. (1991, 181-184). A nosotros nos parece
segura la posibilidad de impugnar por dolo (aunque sin poder evitar las
consecuencias del artículo 1.304 si el incapaz impugna). Tiene la ventaja
práctica de poder evitar, en todo caso, un cumplimiento aún no
producido.

En cuanto al error sobre la capacidad, se tiende a considerar irrelevante,


por no ser excusable (cabría discurrir, con todo, sobre el error provocado
por el incapaz, sin ser propiamente dolo).
Similares consideraciones pueden hacerse sobre el error o el dolo de
quien contrata con persona casada sin el necesario consentimiento de su
cónyuge (extensamente, BELLO JANEIRO, D. 1993, 178-190).

Mientras que el error difícilmente tendrá los requisitos ordinarios para ser
relevante, nada impide hacer valer la anulabilidad por dolo de quien lo
sufrió por parte de la persona casada que, por ejemplo, negó estar
casado, aseguró la naturaleza privativa del bien o afirmó falsamente estar
autorizado. Por el contrario, el dolo de la otra parte contratante no
permite deducir la validez del contrato: aquí el dolo sólo podría tener este
efecto si hubiera sido utilizado, no por quien contrató sin consentimiento
de su cónyuge, sino por éste mismo. Caso especial es el del artículo
1.320 Cc., cuyo segundo párrafo da lugar a interpretaciones
contradictorias.

ii) El vicio que afecta a ambas partes contratantes puede ser del mismo
tipo (ambos son incapaces, ambos han sufrido violencia de un tercero,
ambos comparten el mismo error). Cada uno podrá ejercitar la acción que
a él compete. La confirmación por la otra parte no precluye esta
posibilidad.
iii) El problema que con mayor exactitud puede llamarse de la pluralidad
de legitimados es el que suscita la presencia de más de un sujeto en una
de las partes contractuales, o de varias partes en los contratos que las
admiten, cuando el mismo vicio afecta al menos a dos de ellos. Podría
pensarse que, entonces, sólo es admisible el ejercicio de la acción por
todos los legitimados conjuntamente. Pero más acertado parece que
cualquiera de ellos pueda invocar, por sí solo, la incapacidad o vicio que
le afecta. La disyuntiva que entonces se ofrece entre la anulación total del
contrato, o la anulación subjetivamente parcial (de modo que los demás
sujetos sigan vinculados por el contrato), debe resolverse de acuerdo con
los criterios ordinarios sobre la nulidad parcial: en general, el contrato
subsistirá entre los demás si ha de pensarse que no hubieran rechazado
contratar de haber sabido que uno de ellos no se obligaba eficazmente; o,
dicho de otro modo, si la regulación pactada sigue siendo adecuada a la
situación de intereses una vez declarada la no vinculación de uno de los
sujetos (CLAVERÍA, L. H. 1977, 123 y ss., que sigue sustancialmente al
italiano IUDICA, 1973; ENNECCERUS, 1944, 373-374).
La posibilidad de anulabilidad subjetivamente parcial es clara tratándose
de deudores solidarios, dado el tenor del art. 1148 Cc. Pero que los
demás deudores siguen necesariamente obligados tras la liberación de
uno de ellos –aunque por un importe global en el que se descontará la
parte del liberado en la relación interna- acaso sea consecuencia del
vínculo de solidaridad, no generalizable, por tanto, a otros supuestos de
pluralidad de sujetos.
2.2.1.5. Los “obligados subsidiariamente”

2.2.1.5.1. Planteamiento. El fiador y las excepciones “puramente personales”


del deudor.

La posibilidad de que invoquen la anulabilidad los “obligados


subsidiariamente” ha podido hacer dudar sobre el carácter de inherente a
la persona que se reconoce a la acción de anulabilidad, en el sentido de
que sólo competiría al protegido por la norma.
En primer lugar, es claro que el fiador, o el deudor solidario (que son las
principales situaciones de “obligado subsidiariamente” o “en subsidio”,
como decía el art. 1.186 del Proyecto de 1851) pueden invocar las causas
de anulabilidad a ellos referidas, es decir, su propia incapacidad o defecto
en la formación de su voluntad. Incluso puede ocurrir que el vicio de
consentimiento (v. gr. error) que llevó al obligado principal a contratar
sea compartido por el obligado subsidiario, en cuyo caso puede éste hacer
valer la anulabilidad de su propia obligación, con independencia de que,
en definitiva, la principal se anule o se confirme (LÓPEZ BELTRÁN DE
HEREDIA, C. 1995, 227 y 234-236). La anulación de su obligación, en
principio, no afectaría a la obligación garantizada, o a los demás
codeudores.
Pero no es a estos fenómenos a los que entiende referirse el legislador.
La mención de los “obligados subsidiariamente” ha de relacionarse (como
indicaba expresamente el artículo 1.186 del Proyecto de 1851 y el
correspondiente comentario de GARCÍA GOYENA) con los artículos 1.824
y 1.853 Cc. (vid. también 1.845; vid. GUILARTE ZAPATERO, V. 1979). La
doctrina que de los mismos resulta para los fiadores puede aplicarse, por
extensión analógica, a los terceros constituyentes de hipoteca, prenda
(regular o irregular) o depósito en garantía.
El punto decisivo reside en precisar qué sean excepciones puramente
personales del deudor: aquellas que, según el art. 1853, el fiador no
puede oponer al acreedor. Se trata de una regulación tradicional
procedente, mediatamente, del Derecho romano (C. 2.24.2; D. 44.1.7.1),
recibida en el Derecho común (vid. P. 5.12.4), que llega a nuestro Código
civil a través del francés (vid. arts. 1767 y 1735 del Proyecto de 1851,
coincidente con los arts. 1853 y 1824 Cc.). Con base en la tradición
doctrinal pueden hacerse afirmaciones seguras sobre algunos puntos
esenciales: excepción “puramente personal” es, ante todo, la de la menor
edad; mientras que no lo son –y por tanto pueden oponerlas los fiadores-
las basadas en vicios del consentimiento del deudor.

[Doctrina]
Vid., por ejemplo, POTHIER, 1844, 360 y 362 y ss.; TAPIA, E. 1828, 418
y 423; GUTIÉRREZ FERNÁNDEZ, B. 1869, 42 y ss. Que excepciones
puramente personales son sólo las derivadas de la incapacidad del deudor
lo afirmaron, en la doctrina moderna española, DE BUEN, D. 1925, 40 y
DE ROVIRA, A. 1958, 693 y 703. Vid. DE CASTRO, F. 1967, 506;
CLAVERÍA, L. H. 1977, 142. Cfr. ALVENTOSA DEL RÍO, J. 1988, 54 y ss.

La configuración histórica de esta disciplina se ha hecho al margen de la


moderna categoría de la anulabilidad, que comprende hoy supuestos
históricamente muy diferenciados: de una parte, los vicios del
consentimiento y, de otra, la restitutio in integrum a favor del menor de
veinticinco años. Sólo en este último caso se entendía que la excepción
oponible era “puramente personal del menor”; mientras que del error, la
violencia y el dolo emanarían excepciones inherentes a la deuda (rei
cohaerentes). La discusión no se situaba en el terreno de la validez o no
de la deuda principal, sino de la naturaleza de las excepciones oponibles
por el fiador, de manera que, tanto entre las excepciones “puramente
personales” como en las “inherentes a la deuda”, se enumeraban
supuestos a nuestros ojos muy heterogéneos: entre las primeras (con
ciertas variantes, según los autores) el beneficiunm competentiae, la
quita y espera, el pactum de non petendo in personam, el beneficio de
inventario de que puede valerse el heredero del deudor, la procedente del
S. C. Veleyano; entre las segundas, además de las procedentes de error,
violencia y dolo, la cosa juzgada y el juramento decisorio.
Siendo la obligación principal anulable, hay que distinguir, por tanto, dos
situaciones muy diferentes para el fiador.

2.2.1.5.1.1. Obligaciones anulables por incapacidad del deudor.

El Código señala entre las excepciones “puramente personales”, a título


de ejemplo, la de la menor edad. La misma disciplina debe entenderse
aplicable a todos los supuestos de incapacidad del deudor principal cuyos
actos sean por ello anulables.
El fiador del incapaz está obligado a pagar aun cuando éste se exima
aduciendo la causa de anulabilidad, de modo que el riesgo de que esto
ocurra recae en el fiador, no en el cocontratante, que queda garantizado
para este evento (en el mismo sentido, por todos, GUILARTE ZAPATERO,
V. 1977, 73 a 75 y 1991, 1788).
La razón o finalidad por la que se mantiene en todo caso la vinculación
del fiador es sustancialmente la misma que en el Derecho común: la
conveniencia de que los incapaces con aptitud psíquica de entender y
querer no se encuentren en la imposibilidad práctica de contratar
(piénsese en supuestos en que los titulares de la patria potestad estén
ausentes, o imposibilitados para ejercitarla, o en que no se haya
constituido la necesaria tutela) y, a la vez, no sufran en ningún caso
perjuicio. La dificultad de esta solución reside en la configuración técnica
de esta “fianza” eventualmente desligada de toda obligación principal.
La doctrina tradicional, y todavía algunos autores modernos, ofrecen
como explicación que el menor ha contraído una obligación natural, lo
que se considera suficiente para la validez de la fianza. Pero hoy la
mayoría de los autores niegan –correctamente, en nuestra opinión- que
una obligación natural sea susceptible de ser garantizada. Ha de
buscarse, en consecuencia, otra construcción para la fianza de deudas de
los incapaces. No estamos en presencia de una verdadera fianza, ya que
quien aparece como fiador queda vinculado aun cuando no haya
obligación principal, por haber sido anulada. La obligación del garante,
aun cuando dirigida a proporcionar al acreedor la satisfacción del interés
que correspondería a su crédito –anulado- contra el incapaz, es una
obligación principal y autónoma. Se trata, en definitiva, de un contrato de
garantía, en el que el garante toma a su cuenta la obligación del incapaz
para el caso de que éste quede desligado, a la vez que se vincula como
verdadero fiador si la anulación no se produce.
Se discute si, para que haya lugar a esta disciplina, es preciso que el
“fiador” conociera la incapacidad del garantizado. El texto legal calla sobre
tal pretendido requisito y en sentido contrario al mismo se hace valer que
todo fiador tiene la carga de asegurarse de la capacidad del sujeto a que
garantiza. La cuestión es dudosa. Se ha dicho también que el “fiador”
podría anular su fianza en razón de error, cuando ignoraba la incapacidad
del afianzado: pero cabe dudar si tal error sería esencial y, sobre todo, si
sería excusable (quizás cuando el error hubiera sido inducido o producido,
no por el incapaz, sino por la otra parte contratante, en cuyo caso el
supuesto es cercano al dolo).
El “fiador” del incapaz que hace valer la anulabilidad no queda,
necesariamente, desprovisto de acción frente a éste. Recuérdese que,
anulada la obligación por incapacidad de uno de los contratantes, queda
éste obligado a restituir en cuanto se enriqueció con la cosa o precio que
recibiera (artículo 1.304). Pues bien, el fiador que pagó al acreedor
quedará subrogado en el derecho que éste tenía a la aludida restitución
limitada al enriquecimiento (en el mismo sentido DÍEZ-PICAZO, L. 1993
II, 421, que cita en contra a Guilarte –pero vid. después GUILARTE
ZAPATERO, V. 1991, 1789, donde señala cómo, si el fiador paga, se
considera que debe aplicarse el 1163, con cita de Scaevola y Cossío o el
art. 1304, con cita de Lacruz/Delgado-).

2.2.1.5.1.2. Obligaciones anulables por otras causas.

Cuando la anulabilidad de la obligación principal procede de vicios del


consentimiento, el fiador sí puede hacer valer la excepción
correspondiente al deudor principal, porque ésta es de las inherentes a la
deuda, no de las puramente personales del deudor. Se aplica, por tanto,
el párrafo del art. 1824 (no el 2º) y la primera regla del art. 1853. La
obligación fideiusoria sigue las vicisitudes de la principal: confirmada, o
transcurrido el plazo sin que el deudor principal haga valer la
anulabilidad, nada puede excepcionar el fiador por este concepto;
mientras que, anulada la obligación principal decae también la fideiusoria,
pudiendo repetir el fiador lo eventualmente pagado. En el tiempo
intermedio, no puede propiamente el fiador hacer anular la obligación
principal, lo que supone una decisión que sólo al deudor incumbe
personalmente. Aun cuando el art. 1302 da pie a una conclusión distinta,
parece claro que el deudor podría confirmar su obligación aun tras haber
sido “impugnada” por el fiador. Si esto es así, la “impugnación” por el
fiador debe entenderse como ejercicio de una excepción temporal, que le
permite suspender el pago mientras corra el riesgo de que el deudor
principal le niegue el reembolso en razón de la anulabilidad de la
obligación

[Doctrina]
Comparten esta opinión PÉREZ ÁLVAREZ, M. 1985, 167 y GUILARTE
ZAPATERO, V. 1991, 1788; distinta es la opinión de CLAVERÍA, L. H.
(1977, 144 y 145), quien entiende que el contrato anulable debe ser
confirmado por el deudor y el fiador y estima que la confirmación de uno
solo de ellos es subjetivamente parcial y, en consecuencia, inoponible al
otro que, si lo estima conveniente, puede impugnar la validez del contrato
afianzado; vid., sin embargo, lo que decimos más adelante sobre los
sujetos que pueden confirmar, 4.1.5.
Esta disciplina es la aplicable en caso de fianza por préstamo hecho al hijo
de familia, considerado en el párr. 3º del artículo 1.824, conforme al cual,
es inaplicable a este supuesto el párr. 2º y, en consecuencia, queda
sometido a la regla general del párr. 1º. El origen histórico de este
precepto (consecuencia del S. C. Macedoniano, dirigido a liberar a los
hijos de familia con expectativas hereditarias de las garras de los
usureros) inclinaría a ver aquí un supuesto de nulidad absoluta (así lo
entiende en la actualidad la mayoría de la doctrina: ALVENTOSA DEL RÍO,
J. 1988, 57; DÍEZ-PICAZO, L. 1993 II, 421; PÉREZ ÁLVAREZ, M. 1985,
167). Pero tal consecuencia sería gravemente anómala en nuestro
Derecho, en que ningún precepto señala la nulidad de pleno derecho de
tales préstamos. Estos son, por tanto, simplemente anulables, como toda
obligación convencional del menor (aquí por hijo de familia ha de
entenderse cualquier menor, sujeto a patria potestad o a tutela; acaso
también el emancipado -vid. art. 323- y, verosímilmente, los demás
incapaces). El precepto ahora considerado no es sino una excepción a la
regulación excepcional del párr. 2º del artículo 1.824, con lo que sitúa el
supuesto en la regla general para la fianza de obligaciones anulables (es
decir, que el fiador podrá hacer valer la excepción en los términos
explicados), a la vez que confirma que el citado párr. 2º no es el que
contiene tal regla general (también comparte esta opinión expuesta por
Jesús Delgado en sus trabajos anteriores sobre “Invalidez e Ineficacia”,
LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 231-232).

El fiador, al oponer las excepciones que competen al deudor, actúa


legitimado por sustitución, ya que ejercita facultades ajenas en interés
propio (por tanto, aun contra la voluntad del deudor); lo que se le
permite para impedir que el acreedor consiga del fiador más de lo que
lograría dirigiéndose contra el fiado, con la indeseable consecuencia de
que podría éste negar a aquél el reembolso de lo que pagó. Hay, pues,
una estrecha conexión entre la comunicación de excepciones al fiador y la
protección del derecho de reembolso que compete a este último.

2.2.1.5.1.3. Fiador del cónyuge que contrató sin el debido consentimiento


conyugal.

Si la anulabilidad procede de haber contratado un cónyuge sin el


necesario consentimiento del otro, el fiador no puede oponer la
anulabilidad: pero no porque se trate de excepción puramente personal
del obligado principal (como en el caso sub i), sino porque tampoco a
éste corresponde la acción de anulación.

2.2.1.5.2. Los deudores solidarios

El art. 1302 Cc. expresamente menciona a los “obligados


subsidiariamente”, a los que ya nos hemos referido, pero nada dice de los
deudores solidarios. Para éstos, hay que poner en relación el 1302 con el
1148 Cc., conforme al cual: “El deudor solidario podrá utilizar, contra las
reclamaciones del acreedor, todas las excepciones que se deriven de la
naturaleza de la obligación y las que le sean personales. De las que
personalmente correspondan a los demás sólo podrá servirse en la parte
de deuda de que éstos fueren responsables”. Los deudores solidarios
pueden hacer valer las causas de anulabilidad que a ellos afecten, de
modo que resulten totalmente desvinculados tanto respecto al acreedor
como a los demás deudores. Además, la mayoría de la doctrina,
atendiendo al tenor literal del art. 1148, entiende que un codeudor puede
oponer frente a la reclamación del acreedor, sin distinción, todas las
excepciones que afecten a otro codeudor en la parte de deuda de que
éste fuera responsable. Doctrina que cabe poner en duda, pues el art.
1148 no menciona las excepciones “puramente personales” (incapacidad),
de manera que, poniéndolo en relación con el art. 1853, cabría concluir
que el deudor solidario podría invocar la anulabilidad basada en vicios del
consentimiento de otro codeudor (por la parte de deuda que a éste
corresponda en la relación interna), pero no la incapacidad de otro
codeudor.

[Doctrina]
Así, para LACRUZ, J. L. (1999, 43), el régimen de las excepciones en
razón de anulabilidad nacidas en cabeza de un deudor solidario que los
otros pueden oponer se separa de lo dispuesto para la fianza en el art.
1.853 en cuanto que los deudores solidarios habrían de poder oponer la
incapacidad de uno de ellos -lo mismo que los vicios del consentimiento-,
por la parte que a éste corresponde en la relación interna.
Frente a esta tesis, DELGADO advirtió que el art. 1148 debe interpretarse
de manera conjunta con el 1853, de tal manera que, además de las
“excepciones personales” (que son las que menciona el último inciso del
art. 1148, de forma que el deudor solidario puede oponer las excepciones
personales de los demás en la parte de deuda de que éstos fueran
responsables) debe tenerse en cuenta la existencia de “excepciones
puramente personales” (que no están aludidas en el art. 1148 y que, por
tanto, no pueden ser opuestas por los deudores solidarios cuando se
refieran a otro codeudor) (DELGADO, J. en LACRUZ, J. L. 1977, 285).
Esta interpretación, que parte de la base de que, de acuerdo con lo
explicado para la fianza, entre las primeras se encuentran los vicios de
consentimiento y entre las segundas las que resultan de la incapacidad
del deudor, ha sido seguida después por CAFFARENA, J. 1980, 46 y ss. y
68 y ss.; posteriormente en 1991, 148 y ss.
Desde este punto de vista, y de acuerdo con el final del art. 1148 –que
introduce en nuestro Derecho una importante novedad en la disciplina de
la deuda solidaria, desconocida en el resto de los Ordenamientos que le
sirven habitualmente de modelo o término de comparación-, cada deudor
solidario podría invocar la anulabilidad debida a vicios del consentimiento
del otro codeudor, por la parte de deuda que a éste corresponde en la
relación interna, y con las mismas consecuencias que tiene la oposición
por el fiador de las excepciones que corresponden a su deudor principal.
El deudor solidario, en cambio, y al igual que sucede con el fiador, no
podría oponer como excepción la incapacidad de alguno de sus
codeudores. El último inciso del art.1148 supone un acercamiento de la
regulación de la solidaridad pasiva a la de la fianza, en el sentido de la
fideiusso recíproca de que la doctrina discute a partir de la novela 99 de
Justiniano (en el mismo sentido debe interpretarse, por ejemplo, el
párrafo 2 del art. 1148): nuestro Código permite al codeudor solidario
utilizar las excepciones que correspondan personalmente sólo a otro
deudor en la medida en que son meros garantes de deuda ajena, es
decir, utilizando el mismo criterio fundamental del art. 1853 Cc. Habría
que entender, cabe pensar, que el art. 1148 presenta una laguna oculta
consistente en la falta de regulación de las “excepciones puramente
personales”, y colmarla con el mismo criterio que resulta del art. 1853
Cc. Es decir, puesto que el fiador queda irremediablemente vinculado a
pesar de la anulación de la obligación principal cuando ésta se deba a
incapacidad del deudor, del mismo modo sucedería con el deudor
solidario, que no podría oponer como excepción la incapacidad de alguno
de sus codeudores (esta sería una excepción “puramente personal” no
aludida en el art. 1148).
PÉREZ ÁLVAREZ, M. A. (1985, 280 y 281), ha defendido, criticando esta
postura que se acaba de exponer, que es diferente el régimen jurídico
previsto respecto de los casos de incapacidad en el art. 1148, por una
parte, y el establecido por los arts. 1824 y 1853, por otra, pero no puede
decirse que se haga a los fiadores de peor condición que a los obligados a
título principal, ni que sea preciso interpretar el art. 1148 junto al 1853:
los supuestos de afianzamiento de obligaciones contraídas por incapaces
no serían, propiamente, supuestos de fianza –como hemos señalado aquí
también en el 2.2.1.5-, sino que se trataría de una garantía de carácter
principal otorgada al acreedor: “Así determinada la especificidad del
supuesto previsto por el art. 1824, 2, del Código civil, no existe razón
legal que motive hablar de trato de desfavor a los fiadores ni que, en
consecuencia, provoque la necesidad de acudir a una interpretación
sistemática del art. 1148 Cc.”
Al menos, habrá que atender a la causa del concreto negocio porque,
según los casos, la deuda solidaria asumida junto a deudor incapaz puede
serlo en realidad sin parte propia en la relación interna, como una
garantía principal otorgada al acreedor.

2.2.1.6. Herederos y sucesores a título particular

i) Si duda alguna, la facultad de invocar las causas de anulabilidad se


transmite a los herederos. El Código lo dice sólo respecto de los
herederos de quien puede instar la anulación de actos realizados por su
cónyuge sin su consentimiento (artículo 1.322; ya antes de la reforma de
1975, el artículo 65 respecto de los herederos del marido ante actos
realizados por la mujer sin licencia); pero es claro que la facultad de
anular se encuentra entre los derechos que no se extinguen por la muerte
(art. 659).
Como veremos en 2.2.2 (en particular, 2.2.3.4 y 2.2.3.45), no se abre un
nuevo plazo de cuatro años para los herederos, sino que dispondrán del
que restara a su causante, si la acción comenzó ya a prescribir (lo que no
habrá ocurrido, por ejemplo, en el caso (que parece el más frecuente) en
que el incapacitado cuyos actos quieren impugnarse haya fallecido en
este estado: vid. S. 4 abril 1984).
Habiendo varios herederos, parece que sólo actuando conjuntamente
podrán hacer valer la anulabilidad: de un lado, ésta ha de afectar
necesariamente a la totalidad del contrato, sin que parezca posible la
nulidad subjetivamente parcial; de otro, al presuponer el ejercicio de la
acción un juicio sobre la conveniencia de anular o confirmar, ninguno de
los herederos podrá ejercitarla por sí en favor de la comunidad. En
definitiva, tal ejercicio habrá de acordarse por la mayoría o la totalidad de
los herederos, según los casos.
[Doctrina]
CLAVERÍA, L. H. 1977, 128; LACRUZ, J. L. 1961, 353. Este último critica
dos sentencias del Tribunal Supremo que consideran legitimado a cada
sucesor universal (Ss. 26 octubre 1891 y 6 octubre 1931: la primera es
sin duda la de fecha de 27 del mismo mes y año, en que más
probablemente se trataba de nulidad de pleno derecho; la segunda no la
hemos encontrado).

Realizada la partición y aunque no se haya adjudicado a nadie


expresamente la facultad de invocar la anulabilidad, parece que si a uno
de los coherederos se adjudicó la contraprestación recibida por su
causante en el contrato anulable, a él corresponderá en exclusiva anular
o confirmar: ha recibido la cosa por la misma causa por la que la adquirió
el causante (en contrato anulable) y es el único que está en condiciones
de, restituyendo, pedir a su vez la restitución (vid. artículo 1.308).
ii) La facultad de invocar la anulabilidad no puede transmitirse a título
particular por sí sola.
La doctrina francesa es proclive a admitir la transmisión de la acción al
adquirente de la cosa objeto del contrato anulable, como en el caso del
menor que vende un bien y luego, ya mayor, vuelve a venderlo a otra
persona, a la que lo entrega (GHESTIN, J. 1988, 901; LARROUMET, Ch.
1990, 524-525). Juega en esta conclusión una regulación distinta de la
confirmación, que, en el Código francés, no puede oponerse a tercero.
La cesión del contrato anulable comportará la de la acción de anulación
que correspondía al cedente, cuando la cesión misma no suponga
confirmación (vid. artículo 1.208 y, para su interpretación, artículo 1.139
Proy. 1851).

2.2.1.7. Los acreedores

Los acreedores de las partes, aunque eventualmente podrían tener


interés en alegar la anulabilidad, carecen de legitimación propia al
respecto.
Parecen reconocérsela -como a todo tercero interesado- algunas
sentencias que se pronuncian genéricamente sobre el artículo 1.302.
Pero, como se ha dicho en 2.2.1.1, asentado el criterio que circunscribe el
ámbito de aplicación del artículo 1.302 a los contratos anulables, no hay
razón alguna para forzar su letra. La anulabilidad es una invalidez de
protección a ciertas personas, no a sus acreedores.

[Doctrina]
BELLO JANEIRO, D. 1993, 93-94, cita las sentencias 15 diciembre 1989 y
12 febrero 1990, en las que se encuentran expresiones en el sentido de
que la acción de anulación por actos realizados por un cónyuge sin el
preceptivo consentimiento del otro sería ejercitable por el otro cónyuge “o
los terceros perjudicados… a tenor de los artículos 1.300, 1.301 y 1.302
Cc.”. Critica este autor tales declaraciones jurisprudenciales -ciertamente
desafortunadas y que, parece, nunca han servido de fundamento a un
fallo del Supremo- y niega igualmente -con cuidada información
doctrinal- que los acreedores del cónyuge preterido o de la sociedad
conyugal puedan subrogarse en el ejercicio de la acción que solo
corresponde al cónyuge cuyo consentimiento se omitió (y a sus
herederos), discurriendo luego sobre la posibilidad de una acción
rescisoria ex art. 1.111 contra la confirmación por el cónyuge su deudor.

Cuestión distinta es si los acreedores podrían hacer valer a través de la


acción subrogatoria (y dados sus presupuestos) las causas de anulación
que corresponden a su deudor. Admitido que puedan pedir la restitución
de lo entregado por su deudor cuando éste ha tomado ya la iniciativa de
anular el contrato, es dudoso que puedan subrogarse en tal iniciativa. En
principio, la facultad de anular un contrato de contenido patrimonial es a
su vez puramente patrimonial y no de las “inherentes a la persona” que
el artículo 1.111 excluye como objeto posible de la acción subrogatoria
(argumento que, con dudas, inclina a DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 491, a
favor de la posibilidad del ejercicio de la acción de nulidad en vía
subrogatoria). Ni siquiera cuando la anulabilidad proceda de incapacidad
del sujeto, a pesar de la consideración de “puramente personal” del
deudor que los artículos 1.824 y 1.853 atribuyen a la correspondiente
excepción: el adjetivo “personal” está utilizado en otro sentido y para
otros fines.
Pero, en sentido contrario, puede observarse que el ejercicio de la acción
de anulación, con la vuelta a la situación primitiva y el intercambio de
prestaciones que ello comporta, exige una valoración de su oportunidad
cuyo árbitro sólo puede ser el deudor mismo.

[Doctrina]
Para algunos autores, como JORDANO FRAGA, F. (1996, 224), resulta
inadmisible que los acreedores del sujeto protegido por la anulabilidad
puedan ejercitar la acción en vía subrogatoria porque con ello privarían a
su deudor de la posibilidad de confirmar el contrato. En sentido parecido,
insistiendo en los instrumentos de que disponen los acreedores para
defenderse contra los contratos anulables perjudiciales a sus intereses,
sin acudir a la subrogatoria (rescisión por fraude), se pronuncia PASQUAU
LIAÑO, M. (1997, 255).
En realidad, los autores que, no sin dudas (LACRUZ, J. L. 1958, 211 y
ss.; CLAVERIA, L. H. 1977, 138 y ss.; en la doctrina francesa es más
corriente la opinión afirmativa: GHESTIN, J. 1988, 901; LARROUMET, Ch.
1990. 523), admiten el ejercicio por subrogación, observan que los
acreedores nunca podrían confirmar el contrato, facultad que
permanecería siempre (aun después de la “anulación” por los acreedores)
en manos del deudor. Si esto es así, queda sustancialmente desvirtuada
la pretendida anulación por los acreedores, cuyos efectos estarían sujetos
a la voluntad del deudor. Otra cosa es que los acreedores puedan
impugnar, mediante la pauliana, la confirmación cuando el contrato
confirmado sea en fraude de su derecho.

2.2.1.8. Situación del contratante que no puede invocar la anulabilidad

El contratante que no puede impugnar el contrato anulable se encuentra


en una posición incómoda e insegura, en cuanto que los efectos del
negocio están en manos de otra persona, que bien puede mantener esta
situación de objetiva inseguridad durante bastante tiempo. El Código no
se ocupa de la situación del contratante no legitimado, acaso por suponer
que es siempre culpable, causante de la anulabilidad y, por tanto, indigno
de protección. Pero ya hemos advertido antes que tal premisa no es
totalmente correcta: el que contrató con incapaz, o con quien sufrió
violencia o intimidación de un tercero, o padeció error, puede ser ajeno y
desconocedor de estas causas de anulación. En cualquier caso, no hay por
qué llevar los perjuicios para el culpable más allá de lo que exige la
razonable protección del inocente: parece razonable que pueda forzarse a
éste a decidir definitivamente sobre la eficacia o ineficacia del contrato.
Se ha pensado para ello en utilizar la vía de la acción de jactancia, lo que
sólo será posible en casos excepcionalísimos. Se ha propuesto, para
salvar la dificultad, recurrir a la provocación del acto propio o de la
confirmación tácita: si el contrato no ha sido cumplido, ofrecer su
cumplimiento; si ya fue consumado, ofrecer la restitución recíproca de las
cosas que hubieran sido materia del mismo (DE CASTRO, F. 1967, 507-
508).

2.2.2. Cómo se hace valer la anulabilidad.

2.2.2.1. Ejercicio de las acciones declarativas

El contrato anulable, según hemos expuesto más arriba (vid. 1.8.3,


“Naturaleza de la anulabilidad”), es inválido desde su origen, de modo
que la acción para pedir la constatación de tal invalidez -que sólo
corresponde al sujeto protegido por la norma en cada caso- es
meramente declarativa (y lo mismo la correspondiente sentencia). El
actor no ejercita un poder concreto, sino el general de pretender que se
declare lo que ya existe por sí mismo, el carácter viciado del negocio
jurídico. Acción de condena, por el contrario, será la dirigida a pedir la
restitución de lo prestado, que es la regulada en los artículos 1.301 y
siguientes Cc.
Puesto que hacer valer la anulabilidad no es otra cosa que alegar el
fundamento del derecho o facultad que se ejercita, cabe hacerlo mediante
acción, para conseguir (excepcionalmente) la mera declaración de
invalidez o, normalmente, la restitución de lo prestado; pero también en
forma de simple excepción cuando se trata de oponerse a demanda de
cumplimiento del contrato que nació viciado.
Tal concepción, que contrasta con las ideas generalmente admitidas,
necesita alguna explicación. Como es sabido, para la doctrina más común
el contrato anulable es un contrato válido -o, al menos, eficaz- desde su
perfección; de modo que sólo dejará de serlo cuando el protegido por la
anulabilidad ejercite la correspondiente acción dirigida a producir, a través
del proceso, la invalidación retroactiva de lo que nació válido: acción y
sentencia, por tanto, de carácter constitutivo. El legitimado para hacer
valer la anulabilidad tendría entonces un “poder de impugnación”,
constitutivo de un derecho potestativo o de configuración jurídica, cuyo
ejercicio, necesariamente judicial, estaría limitado en el tiempo por un
plazo de caducidad.
De Castro se apartó de esta concepción, aun con algunas concesiones
dubitativas, manteniendo que en el ejercicio de la anulabilidad hay una
acción doble: junto a la restitutoria, y con carácter fundamental, “la
declarativa, con la que se busca la declaración judicial de que el negocio
nació y sigue teniendo un vicio que determina su nulidad”, de modo que
la posibilidad de pedir la anulación es una facultad y no un verdadero
derecho subjetivo (DE CASTRO, F. 1967, 504; por ejemplo, en 508: “La
anulación, se dice, tiene eficacia retroactiva -subrayado nuestro-).
La construcción más común -préstamo indudable de la doctrina alemana
e italiana, sobre textos legales distintos- no sólo no es pensable en la
mente del legislador de 1888 -lo que, evidentemente, no es una objeción
decisiva-, sino que a) no es necesaria para explicar los datos legales
(utilicemos, por tanto, la navaja de OCCAN); b) da por buena la categoría
dogmática del derecho potestativo o al cambio jurídico, con el riesgo de
derivar de ella conceptualmente consecuencias que el legislador no previó
(v. gr. caducidad, necesidad de reconvención); c) Separa demasiado
drásticamente la anulabilidad de la nulidad de pleno derecho (cuando en
el Código más bien aquélla es una clase o modalidad de la nulidad) y la
acerca demasiado a la rescisión (contra la expresa previsión legal: cfr.
arts. 1.290 y 1.300).
Ciertamente, tiene ventajas, como la sencillez conceptual -quizás sólo
aparente- y la mayor protección a la seguridad del tráfico jurídico. Pero
sólo si se lleva coherentemente a sus últimas consecuencias, lo que
implicaría: a) mientras no se impugne con éxito, el contrato es válido a
todos los efectos; b) el plazo de cuatro años es de caducidad para el
ejercicio del poder de impugnar y habría de iniciarse siempre con la
perfección del contrato; c) necesidad de ejercicio judicial y, precisamente,
mediante acción (en su caso, reconvencional: pero siempre dentro del
plazo de caducidad); d) la confirmación no es convalidación de lo inválido
y no tiene efecto retroactivo. Como veremos, la doctrina suele incurrir en
contradicciones, y así, admite que cuando no se ha consumado el
contrato cabe la defensa como excepción en cualquier plazo, o la
jurisprudencia admite que el plazo es de prescripción.
Conviene destacar que si se entiende, como hacemos aquí, que el
contrato anulable es inválido desde su origen, no es imprescindible una
declaración judicial que haga constar esta invalidez. En general, ni el
Notario puede autorizar ni el Registrador inscribir contratos cuya
anulabilidad les conste en su función calificadora. Mientras que nunca ha
habido dudas sobre la inscribibilidad de contratos rescindibles por lesión
(pues el propio Código dice que son válidos), nunca ha podido fundarse
en precepto legal la opinión que preconiza la posibilidad de inscribir los
contratos anulables -o algunos de ellos-. En realidad, fuera del caso -en
su tiempo- de los contratos otorgados por la mujer casada -cuya
anulabilidad era atípica, pues no era ella quien podía atacarlos, sino su
marido y sus herederos-, todos los demás han sido siempre al menos
inciertos. Sin duda, algunos o muchos contratos anulables se han inscrito
(también contratos nulos), pero no porque debieran ser inscritos (ni el
art. 33 ni el 37 Lh. lo autorizan, simplemente asumen que, aun
indeseadamente, puede ocurrir), sino porque su vicio -error, dolo,
intimidación- escapa casi siempre a la calificación del registrador. En
ningún caso es susceptible de inscripción un contrato publicando al mismo
tiempo que es anulable por dolo (por ejemplo) sufrido por una de las
partes (como habría de ser si fuera, en verdad, válido mientras no se
impugnara: los terceros quedarían perfectamente informados de la
situación, como si se tratara, por ejemplo, de condición resolutoria).
Como no creemos que el Notario pueda autorizar un contrato en el que le
conste que una de las partes es víctima de dolo o violencia
(naturalmente, excepcional será que pueda advertirlo).

[Doctrina]
La función calificadora, que se extiende a la validez de los actos (cfr. art.
18 Lh.), comprende no sólo la nulidad, sino también la anulabilidad y
esta interpretación ha sido acogida en los arts. 156-8 y 169 del
Reglamento notarial y 94 Rh. (en este sentido, GÓMEZ GÁLLIGO, F. J.
1996, 891; LACRUZ, J. L. 2001 III bis, 177).

2.2.2.2. La anulabilidad como excepción. Innecesariedad de la reconvención

2.2.2.2.1. Antecedentes

El debate acerca de si es posible hacer valer la anulabilidad como


excepción o si es necesario formular reconvención se ha utilizado como
argumento por las distintas tesis sobre la naturaleza –declarativa o
constitutiva– de la acción de anulabilidad. Así, por ejemplo, es corriente
encontrar la afirmación, entre quienes se inclinan por excluir la posibilidad
de que la anulabilidad se haga valer a través de excepción, de que ello es
consecuencia del carácter constitutivo de la acción de anulabilidad. Para
quienes mantienen esta tesis, sólo la nulidad absoluta podría oponerse
como simple excepción, sin necesidad de ejercitar una acción
(reconvención). De esta forma, en la doctrina civilista, la discusión acerca
de si es posible oponer la nulidad mediante simple excepción o si es
preciso reconvenir se relaciona con la tesis que atribuye distinta
naturaleza a la acción según vaya dirigida a que se declare la nulidad
absoluta o radical –que, por existir ya fuera del proceso, se dice, no
necesita ejercicio de la acción– o la anulabilidad de un contrato. Quienes
defienden que la acción de impugnación de un contrato anulable es
constitutiva entienden que al demandado que quiere hacer valer la
anulabilidad no le basta con oponerla como excepción, sino que
necesariamente debe formular reconvención, esto es, contestar a la
demanda “formulando la pretensión” que cree le compete frente al
demandante (art. 406.1 Lec. vigente). Frente a ello, defendemos que,
puesto que hacer valer la anulabilidad no es otra cosa que alegar el
fundamento del derecho o facultad que se ejercita, cabe hacerlo mediante
acción, para conseguir (excepcionalmente) la mera declaración de
invalidez o, normalmente, también la restitución de lo prestado; pero
asimismo en forma de simple excepción para oponerse a demanda de
cumplimiento del contrato que nació viciado.
Que la anulabilidad puede hacerse valer por el demandado, para lograr la
absolución de la demanda, mediante oposición de excepción, sin
necesidad de reconvenir (es decir, sin ejercitar a su vez una acción contra
el demandante y acaso otras personas, como exigiría la tesis del “poder
de impugnación”) es lo que deriva naturalmente de la tradición histórica
y de la forma de expresarse el Código (artículo 1.824, e implícitamente
artículos 1.148 y 1.853.

[Doctrina]
DE CASTRO, F. (1967, 506) apostillaba en nota: “Se advertirá que este
art. 1.853 precisa que el fiador opone una excepción; no ejercita
verdaderamente una acción (a pesar de la letra del art. 1.301)"): vid.
supra, lo que se dice sobre las excepciones del fiador en 2.2.1.5. Esto ha
sido doctrina y práctica pacíficas durante buena parte del tiempo de
vigencia del Código. DE CASTRO lo afirmaba en 1967 como obvio, sin
contraste de citas ni alegación de jurisprudencia ( 504, nota 18: “no debe
olvidarse que puede ejercitarse tanto en la demanda, y a modo de
reconvención, como oponerse en la contestación o dúplica, en forma de
excepción”; 505: “la señalada facilidad para el ejercicio conjunto de las
acciones, no debe ocultar la importancia del efecto primario declarativo,
que puede ser el único perseguido, como cuando por ejemplo, se oponga
a modo de excepción frente a una demanda de cumplimiento de
contrato”). Probablemente, para entonces nadie lo había puesto en duda,
como prueba el hecho de que la doctrina discutiera sobre si la excepción
prescribe, sin cuestionar la premisa obvia: que puede oponerse como
excepción.

A partir de la década de los ochenta del pasado siglo, se produjeron


varias declaraciones jurisprudenciales en el sentido de exigir que la
anulación se postule a través de reconvención, siendo insuficiente la
mera oposición de excepción. Tendía a cristalizar una máxima
jurisprudencial que diría: “a diferencia de la nulidad radical, en la mera
anulabilidad no puede hacerse por vía de excepción, sino exclusivamente
a través del ejercicio de la correspondiente acción”. Pero la jurisprudencia
ha sido vacilante, produciendo inseguridad jurídica y, desde luego, las
razones por las que en su caso ha rechazado tener en cuenta una
alegación de anulabilidad hecha por el demandado como excepción no
siempre han sido las que pretende la doctrina que defiende el carácter
constitutivo de la acción de anulabilidad.
De una parte, la necesidad de reconvenir para alegar la nulidad, al
margen de que sea nulidad de pleno derecho o anulabilidad, se empieza a
plantear después de la reforma de 1984 Lec., cuando el menor cuantía se
convierte en el tipo, y desaparece la réplica-dúplica y con ello la
posibilidad de argumentación del actor para defender la validez del
contrato que es discutida por el demandado en su contestación.

[Doctrina]
Es verdad que, en principio, podría parecer que en los casos de nulidad
absoluta no sería necesario el ejercicio de la acción si se entiende que tal
nulidad puede apreciarse de oficio. Pero no siempre se argumenta así,
aparte de que tampoco puede afirmarse de manera absoluta que la
nulidad de pleno derecho sea apreciada de oficio por los Tribunales- como
veremos en 2.3.2-, sino que se tienen en cuenta otros argumentos en
contra, como el de la apariencia de validez, que debe ser destruida
mediante el ejercicio de una acción, o la necesidad de que queden
garantizados los principios de audiencia y defensa de las partes (art. 24
CE). Por tanto, las cosas no están tan claras, y cabe entender que
problemas semejantes se plantean en todos los casos de impugnación de
la validez de un negocio jurídico, sea atacado por vicio de nulidad o de
anulabilidad.

Las dudas acerca de si el Tribunal debe pronunciarse sobre las


excepciones y de si la cosa juzgada alcanza a las excepciones o defensas
alegadas por el demandado (vid. DE LA OLIVA, A. 1991, especialmente,
59 y ss., con exposición de argumentos de gran interés, en particular con
ejemplos de nulidad), o la exigencia de que en el proceso sean parte
todos los interesados, unido al problema de si se admite la reconvención
implícita o si cabe reconvención frente a terceros ajenos al pleito o frente
a un codemandado, son otros datos que, en nuestra opinión, explican,
junto a lo anterior, las ambigüedades y contradicciones de la
jurisprudencia que, tras afirmar en muchas ocasiones que la anulabilidad
debe oponerse mediante reconvención y la nulidad puede oponerse como
excepción o como reconvención, ha admitido la excepción en casos de
anulabilidad (vicios del consentimiento) y en cambio ha rechazado la
posibilidad de reconvenir en casos de nulidad de pleno derecho (en
particular, en casos de simulación alegada por el ejecutado para oponerse
a la tercería de dominio).

Por otra parte, la doctrina que exige reconvención para la alegación de


anulabilidad se ha formulado precisamente en casos que versaban sobre
posible anulación de contrato celebrado por el demandado -aunque en
ellos se haya expresado también la generalización a todos los de
anulabilidad-, quien alegaba en la contestación a la demanda que él
dispuso del bien ganancial sin el necesario consentimiento de su cónyuge.

[Doctrina]
En el mismo sentido, LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 258; vid. la
jurisprudencia citada por RIVERA FERNÁNDEZ, M. 2000, 2372. El
excepcionante, por tanto, carecía de legitimación para hacer valer la
anulabilidad, como hace notar también el Tribunal Supremo, por lo que,
en efecto, es totalmente irrelevante la excepción por él opuesta, ya que
sólo su cónyuge -en la práctica, la mujer- podría pedir la anulación,
ejercitando la correspondiente acción (reconviniendo, si ha sido
demandada, o interponiendo otra demanda y acumulando los autos,
como explica BELLO JANEIRO, D. 1993, 144). Pero este supuesto de
anulación, en que es un tercero -el cónyuge cuyo consentimiento se
pretirió- quien impugna un contrato que, mientras tanto, es válido y
eficaz entre las partes, es un supuesto peculiar (vid. 2.2.1.3).

El Tribunal Supremo ha venido admitiendo en cambio la excepción en los


casos clásicos de anulabilidad (incapacidad y vicios del consentimiento)
en varias sentencias que se analizan con detalle.

[Jurisprudencia]
- Antes de la reforma de 1984 de la Lec., la S. 24 mayo 1969 admitió la oposición
como simple excepción de la anulabilidad del contrato cuyo cumplimiento se pide
en la demanda. El demandado oponía como excepción (y el Tribunal aceptó) el
carácter usurario del contrato; BELLO JANEIRO, D. (1993, 141, nota 224) entiende
que esta sentencia no es un buen ejemplo porque los contratos usurarios serían
nulos, pero no es tan obvio que el contrato usurario sea -para la doctrina y para
los Tribunales- nulo de pleno derecho: por ejemplo, la S. 8 noviembre 1991 excluye
claramente que se trate de nulidad radical (aunque lo afirman, a otros efectos,
sentencias igualmente recientes) (cfr. CORDÓN MORENO, F. 1993, 1927-1928 y
TAPIA FERNÁNDEZ, I. 1994, 38, que trata de manera conjunta la impugnación de
los negocios jurídicos, sin distinguir los nulos de los anulables, lo que no deja de
tener, como se ha dicho, su sentido).
- Después de 1984, la S. 14 febrero 1986 afirma que, cualquiera que fuere el
criterio que se sostuviere sobre si el acto realizado por incapacitado por
prodigalidad es nulo ipso iure o meramente anulable –se está aplicando el Derecho
anterior a la reforma de la tutela del 1984-, “ninguna mayor reclamación de
ineficacia puede darse que la oposición a la pretensión de eficacia de quien…
resulta perjudicada por el mantenimiento del valor jurídico al acto realizado con
prohibición legal” (se trataba de capitulaciones otorgadas por un incapacitado por
prodigalidad, y el Tribunal hace la declaración transcrita precisamente para el
caso de entenderse que el acto es meramente anulable).
- En la S. 2 junio 1989 se lee que la nulidad plena puede hacerse valer por vía de
acción y de excepción, mientras que la anulabilidad sólo accionando, pero se
añade, “ello no ocurre en todos los casos, pues en supuestos como el que nos ocupa
la anulabilidad alegada puede acogerse sin necesidad de que se reconvenga por
quien ha padecido la restricción de su capacidad de obrar, siempre que lo haga
dentro del plazo de caducidad”, pero la razón determinante de que se admita la
excepción se encuentra en la explicación que da el propio Supremo: “ya que en
otro caso, si se admite que no puede reconvenir, sería él quien quedaría indefenso,
precisamente por ser correcto que no cabe reconvenir frente al codemandado y
que el hoy recurrente no pidió subsanación de falta alguna, con lo que admitió que
no había tal reconvención, y si entendía que se infringía el art. 24 de la
Constitución bien podía la parte que ahora se considera perjudicada haber hecho
uso de las protestas o alegaciones pertinentes” (en el caso, en la comparecencia a
que se refería el viejo art. 691 Lec., aunque parece dudoso que esa comparecencia
previa permitiera una verdadera contradicción). En el caso, interpuesta demanda
de cumplimiento del comprador frente a la madre vendedora y sus hijos, es una de
las hijas, ahora emancipada, la que alega la excepción de anulabilidad por faltar
la preceptiva autorización judicial: la reconvención, o la demanda en su caso,
debiera haberse ejercitado también contra la madre vendedora, con el problema
de la reconvención contra el codemandado.
- La S. 13 octubre 1989 absuelve a la compañía aseguradora demandada que
opuso la “exceptio doli”.
La prueba de que en el análisis de este problema juegan otros datos diferentes al
de la naturaleza constitutiva o declarativa de la acción de anulabilidad la
encontramos en aquellos casos en que los Tribunales hacen declaraciones sobre la
admisión de la excepción en supuestos en los que, en realidad, se formuló
reconvención, pero sin que haya sido demandado otro sujeto que intervino en el
contrato. Así, la S. 4 julio 1986 excluye en el caso la necesidad de litisconsorcio
pasivo necesario, pues, dice, “no pretendida la declaración de nulidad o
anulabilidad del contrato, sino excepcionada su ineficacia para oponerse al pago,
no era precisa la audiencia de un tercero”, lo que supone dar por buena la vía de
la simple excepción.
En otros casos, la afirmación de la necesidad de reconvenir se hace, a mayor
abundamiento, sin que sea la razón decisiva del pleito, después de haber negado la
legitimación para impugnar (la S. 12 marzo 1987 reitera la doctrina de la
necesidad de formular reconvención tras negar la legitimación de quien celebró un
contrato de arrendamiento con quien no era propietario para invocar la
anulabilidad del contrato en virtud del cual el actor adquirió la propiedad) o
después de negar que en el caso existiera el vicio del consentimiento alegado
(intimidación en el caso de la S. 16 julio 1991, error en el caso de las Ss. 21 mayo
1997 y 11 mayo 1998).
Un caso especial, que presenta problemas propios, es el del ejecutante que alega
nulidad del título del tercerista que pretende paralizar el embargo: en casos en los
que el tipo de nulidad que se suele invocar es la absoluta, la simulación, y de ahí
precisamente que se reconozca la legitimación para hacerla valer a un tercero que
no intervino en el contrato, al ejecutante frente al que se interpone la tercería.
La S. 16 abril 2002 realiza un buen resumen de las ambigüedades y evoluciones de
la propia jurisprudencia (con cita de varias sentencias anteriores), donde se pone
de relieve cómo son los problemas procesales los que explican las declaraciones
acerca de la alegación como excepción o reconvención.

[Jurisprudencia]
Pese a su extensión, el interés de la cita justifica su reproducción:
“El recurrente [tercerista] no está conforme con que se pueda alegar como
excepción perentoria la de nulidad del título que, en su opinión, merecería al
menos el tratamiento de una reconvención implícita. Sin embargo no fue ésta la
solución legislativa que dio la Ley de Enjuiciamiento Civil precedente. Por el
contrario, se impedía que la nulidad se formulara como excepción, aunque la
contrapretensión no pudiera tener más alcance que el absolutorio, sin
planteamiento, por tanto, acerca de la cosa juzgada, más allá de la propia
declaración absolutoria. Y la dicha solución legislativa no puede considerarse
contraria a la Constitución, puesto que comportando, en definitiva, la excepción,
la alegación de un hecho excluyente del derecho del actor, el artículo 693
(comparecencia obligatoria) permitía al amparo del número segundo que se
establecieran las precisiones y rectificaciones fácticas conducentes a la
delimitación de los términos del debate. A la invocación de la nulidad en las
tercerías de dominio y a la legitimidad de su planteamiento como excepción, se
refiere, además, la sentencia del Tribunal Supremo de 27 de abril de 1998 en los
siguientes términos: «procede que se tome en cuenta el ámbito de las posibles
defensas del demandado en las tercerías de dominio en cuanto al juego de las
excepciones de fondo y respecto del alcance de la posible reconvención.
“Conveniente resulta, a los efectos de la debida resolución del caso, que se precise
el alcance que puede tener la reconvención en las tercerías de dominio, pues frente
a una moderna tesis muy amplia que considera, sin una reflexión adecuada sobre
el objeto de la tercería, que el proceso declarativo que le sirve de cauce admite
cualquier modalidad de reconvención e incluso, fuera de toda lógica jurídica, con
infundado apoyo en suposiciones sobre inconstitucionalidad por indefensión, llega
a argüir que debe permitirse la intervención de personas ajenas a la litis en la
reconvención formulada por el ejecutante en solicitud de la nulidad del título
(extensión subjetivamente desmesurada de la reconvención que ni siquiera cabe en
el proceso ordinario), es lo cierto que la jurisprudencia nunca ha olvidado la
naturaleza del juicio de tercería como incidencia de la ejecución, ni su finalidad
básica, que no es otra, que el levantamiento del embargo sobre los bienes trabados
para excluirlos de la ejecución (Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de abril de
1993, entre otras muchas). Por ello, no cabe que se admita una reconvención de
objeto indiscriminado y, únicamente, tras razonables titubeos acerca de su
procedencia en el juicio de tercería, después de la aceptación de la legitimidad de
la excepción de nulidad del título, como motivo de oposición frente al tercerista, se
ha abierto paso la doctrina jurisprudencial que tolera la reconvención sobre la
nulidad del título dominical (Sentencia del Tribunal Supremo de 26 de junio de
1979), doctrina, en la que, sin duda habrá pesado, la dificultad que en nuestro
Derecho ofrece, a veces, la distinción entre la excepción y la reconvención, sobre
todo si se tienen en cuenta la amplitud del concepto de la segunda y la posibilidad
admitida de la reconvención implícita. Cuando la nulidad del título se hace valer
como simple ‘excepción’ el rigor sobre posibles terceros implicados en el negocio
que tendrían que soportar la declaración de nulidad decae, pues el Tribunal
sentenciador, como establece la jurisprudencia, ‘se limita a apreciar la inexistencia
de un título válido de dominio en el tercerista’ (Sentencia del Tribunal Supremo de
24 de julio de 1992). Mas si la nulidad se plantea, por vía de reconvención será
preciso constatar quiénes fueron partes en el contrato cuya nulidad se pida no
para traer a ningún tercero al pleito sino para estimar, si alguno de los sujetos en
la relación jurídico-material, que conforma el título, no es parte en la tercería, y,
con ello, la imposibilidad del pronunciamiento por falta de litisconsorcio pasivo
necesario (Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de julio de 1992), o más
correctamente, por insuficiente legitimación pasiva” (sentencia del Tribunal
Supremo de 20 de julio de 1994). Esta doble posibilidad de alegar la nulidad del
título esgrimido (incluso la nulidad por simulación) ya sea, por vía de acción
reconvencional o por vía excepción la reiteran otras sentencias, entre ellas la
Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de mayo de 1997 al comentar que la
doctrina de esta Sala es que, en principio, en la tercería de dominio no cabe
reconvención, pues no es un proceso principal e independiente, sino un incidente
del proceso ejecutivo principal; en su caso, cabría reconvención si se alega por la
parte demandada en tercería de dominio, la nulidad del título del tercerista
demandante, que también la puede plantear como excepción: la sentencia de 29 de
enero de 1992 admite la reconvención en tercería de dominio en que se solicitó la
nulidad por simulación; la de 24 de julio de 1992 contempla la alegación de
nulidad del título, hecha valer como simple excepción “ya que entonces no se exige
del Tribunal declaración de nulidad alguna... sino que simplemente se limita a
apreciar la inexistencia de un título válido de dominio en el tercerista”; la de 4 de
junio de 1993 declara que la descalificación del título dominical en que se apoya el
tercerista, no precisa la reconvención, sino que puede hacerse como excepción; lo
que reitera la de 29 de octubre de 1993" (sentencia del Tribunal Supremo de 20 de
julio de 1994)”.

Puede concluirse, en definitiva, como resume el Tribunal Supremo en la


Sentencia que se acaba de citar, que la opinión mayoritaria en la
jurisprudencia y en la doctrina con anterioridad a la Lec. 2000 era la de
que, exigido el cumplimiento de un contrato, si la sentencia era
absolutoria porque se estimaba una excepción basada, por ejemplo, en el
dolo, la sentencia no produciría cosa juzgada por lo que se refiere a la
nulidad, al ser alegada simplemente para lograr la absolución, con fines
meramente defensivos (por todos, CORTÉS DOMÍNGUEZ, V. 1990, 454;
TAPIA FERNÁNDEZ, I. 1994, 37 y ss. y 73). De la Oliva -cuya influencia
en la Lec. es conocida- criticaba esta doctrina mayoritaria, con razones
que, directamente, nada tienen que ver con la distinción entre nulidad y
anulabilidad.

[Doctrina]
Como explicaba De La Oliva, esa sentencia tampoco vincularía al Tribunal
de un segundo proceso cuyo objeto esencial fuera una acción de nulidad
del negocio, ni prejuzgaría la concreta conducta, el hecho que se
consideró comportamiento doloso y determinó apreciar la nulidad. Pero si
la sentencia fuese condenatoria por desestimar esa excepción, tampoco
produciría cosa juzgada, ni respecto de la validez del negocio en general
ni sobre la inexistencia de la nulidad (DE LA OLIVA, A. 1991, 60). Por el
contrario, según esa doctrina mayoritaria, para lograr una declaración
judicial de nulidad del negocio sería preciso formular una reconvención y,
entonces sí, con la presencia en el proceso todos los interesados a los que
pudiera afectar tal declaración, que sí producirá cosa juzgada. Tenía razón
De La Oliva al calificar de curiosa cuando menos la propuesta de que la
cosa juzgada dependa de un comportamiento del demandado, que
tampoco tendrá demasiado interés en ofrecer oportunidades al
demandante para defenderse por las ventajas que pueda ofrecerle la
fuerza de cosa juzgada, además de que no dejaba de ser un grave
defecto de la ley la imposibilidad o la injusta dificultad en que pudiera
hallarse el actor para responder a alegaciones del demandado con
eventual incidencia decisiva sobre la consecución o no de la tutela judicial
pretendida en la demanda (1991, 68).

2.2.2.2.2. Situación actual, vigente el art. 408 Lec.

El problema debe ser abordado en la actualidad desde otra perspectiva: la


de las consecuencias que tiene, para las partes, la exigencia de que la
defensa del demandado se formule como excepción o deba formularse
necesariamente como reconvención. Este es el planteamiento al que
responde la regulación que el art. 408.2 Lec. hace del “tratamiento
procesal de la alegación de la nulidad del negocio jurídico”. Conviene
advertir que esta disposición ha sido objeto de interpretaciones
doctrinales bien diversas desde su promulgación, y que habrá que esperar
para ver la que prevalece en la práctica jurisprudencial. Conforme al art.
408.2: “Si el demandado adujere en su defensa hechos determinantes de
la nulidad absoluta del negocio en que se funda la pretensión o
pretensiones del actor y en la demanda se hubiere dado por supuesta la
validez del negocio, el actor podrá pedir al Tribunal, que así lo acordará,
mediante providencia, contestar a la referida alegación de nulidad en el
mismo plazo establecido para la contestación a la reconvención”.
Continuando con sus planteamientos previos sobre el problema, algunos
autores han querido ver en la regulación del art. 408.2 Lec. un
argumento a favor de la imposibilidad de hacer valer la anulabilidad como
excepción y la necesidad de ejercitarla como acción o como reconvención.

[Doctrina]
Este es el caso de EGUSQUIZA BALMASEDA, M. A. (1999, 67): en relación
con el proyecto de Lec., y partiendo del dato de que el precepto se refiere
expresamente a la “nulidad absoluta” concluye que: “En todo caso,
teniendo en cuenta el carácter de orden público de las normas procesales,
si al final este texto ve la luz, parece que a la anulabilidad
procedimentalmente no le quedará otro camino que su deducción por vía
de acción o reconvención”.
En el mismo sentido, pero de manera más rotunda, DE PABLO
CONTRERAS, P. (2000, 451) entiende que la Ley de enjuiciamiento civil
asume una concepción del contrato anulable como válido hasta que no
adquiera firmeza la sentencia, constitutiva, a su juicio, que acoja su
impugnación: “Así resulta, a nuestro juicio –explica–, de la interpretación
a contrario de su art. 408, que –como hemos visto– restringe a la nulidad
absoluta la posibilidad de que el demandado la alegue en la contestación
sin necesidad de formular reconvención, lo que se explica por el carácter
meramente declarativo de la acción: la nulidad del contrato existe ya
fuera del proceso, y ha de poder ser opuesta sin necesidad de ejercitar –
propiamente– aquélla (o sea, como excepción, que lo es impropia, al
estar basada en un hecho impeditivo, que niega la existencia misma de la
acción). Pero parece claro que, para la Lec., las cosas suceden de otra
manera si el contrato es meramente anulable: entonces la acción es
constitutiva, y por eso, si el que está legitimado para hacer valer la
anulabilidad es demandado, no le basta a éste con oponer la anulabilidad
como excepción, sino que debe necesariamente formular reconvención (o
sea, ejercitar la acción, formulando una pretensión que le compete
“respecto del demandante”: art. 406.1 Lec.)”.
Como se explica más adelante, este argumento a contrario no es
convincente pero, además, las conclusiones que se extraen tampoco
resultan del todo coherentes con la propia tesis que a priori se pretende
defender para la nulidad absoluta. Porque, en efecto, el régimen previsto
en el art. 408 Lec. permite que, alegados por el demandado hechos
determinantes de la nulidad del negocio, sin formular reconvención, el
actor pueda sin embargo contestar como si se hubiera formulado
reconvención: es decir, que a un tipo de nulidad para el que se pretende
predicar como rasgo distintivo el existir al margen del proceso y poder
ser declarada aunque no se ejercite la acción ni el demandado la oponga
como acción reconvencional, el legislador le otorga en todo caso el
tratamiento de la reconvención. No debe hacerse hincapié, por tanto, al
comentar el art. 408 Lec., en que se restringe a la nulidad absoluta la
posibilidad de oponerla sin formular reconvención, porque lo que hace el
precepto, precisamente, es permitir que la alegación de la nulidad
absoluta pueda ser considerada en todo caso como reconvención. Todo
ello indica que, en realidad, el enfoque desde el que ha sido previsto el
tratamiento de la alegación de nulidad no es el carácter constitutivo o
declarativo de la acción sino, como veremos, el de la seguridad jurídica y
la evitación de procesos entre las mismas partes que razonablemente
puedan zanjarse en uno solo (apartado VIII de la E. M. de la Lec.).
El art. 408.2 permite que el actor conteste como si se hubiera formulado
reconvención cuando el demandado alegue en su defensa hechos
determinantes de la nulidad absoluta del negocio. Aunque el demandado
haya formulado una simple excepción, dirigida a lograr su absolución, y
no una declaración de la nulidad del negocio. El art. 408.2 no establece
que la nulidad de pleno derecho pueda hacerse valer como excepción y
como reconvención, sino que permite al actor que, alegada por el
demandado hechos determinantes de la nulidad del negocio, se defienda,
si quiere, como si se hubiera formulado reconvención. De lo previsto en
el art. 408.2 no puede deducirse a contrario, como se pretende con una
interpretación voluntarista, que la alegación de anulabilidad deba
formularse necesariamente como reconvención, sino, a lo sumo, que para
que la anulabilidad pueda ser tratada como reconvención debe ser
formulada expresamente por el demandado como tal, conforme a la regla
general del art. 406.2 Lec., que rechaza la reconvención implícita.

[Doctrina]
Esta parece ser la conclusión a la que han llegado otros autores que han
interpretado el art. 408 sin el prejuicio de la naturaleza de la acción de
impugnación. Así, TAPIA FERNÁNDEZ, I. (2000, 47) explica que el
borrador de anteproyecto mencionaba la nulidad, sin especificar si
absoluta o relativa, con lo que se podría interpretar que el legislador
quería englobar cualquier forma de impugnación por parte del demandado
del negocio y critica que el texto definitivo de la ley restrinja el
tratamiento especial del art. 408 a la alegación de nulidad absoluta,
“porque no es en la alegación de nulidad absoluta donde mayores
problemas se plantean, sino justamente en las de anulabilidad o
impugnación genérica de cualquier negocio jurídico”. La misma autora, en
otro lugar, avanza más en esta dirección argumental y concluye que:
“por lo tanto, si el demandado alega en su defensa hechos determinantes
de la nulidad relativa o cualquiera otra forma de impugnación del negocio
jurídico en que se basa la demanda, tal alegación sigue la suerte de las
excepciones materiales (no afectan a la competencia ni al procedimiento
adecuado; no es exigible su expresa resolución en la sentencia, ni son
alcanzadas por la cosa juzgada de modo independiente)” (2001, 1371).

En efecto, a contrario, el art. 408 sólo permite deducir que la alegación


de anulabilidad por el demandado queda fuera del tratamiento que el
precepto otorga a la nulidad absoluta. Cabría pensar, entonces, que el
art. 408 se ha ocupado de zanjar expresamente el problema de la nulidad
absoluta alegada como simple excepción, pero no del tratamiento que
requiere la alegación de la anulabilidad, lo que no sólo es criticable, sino
que para algunos procesalistas exige una interpretación correctora del
tenor literal de la ley. Porque, en efecto, no se trata sólo de que sea poco
razonable excluir de lo previsto en el art. 408 Lec. los supuestos de
anulabilidad, ya que la problemática se plantea con independencia del
tipo de ineficacia sino que, además y sobre todo, porque en muchos
casos, determinar si la causa alegada por el demandado es de nulidad
absoluta o relativa será cuestión controvertible y que deberá resolverse
en la sentencia.

[Doctrina]
Apunta esta idea, DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, I. (2001 b, 686). En sentido
parecido se manifiesta DE LA OLIVA, A., para quien es importante “no
entender en sentido estricto o restrictivamente los términos “nulidad
absoluta” del art. 408.2: en primer lugar, las discusiones sobre nulidad
absoluta y nulidad relativa o anulabilidad no siempre pueden recibir una
respuesta segura; en segundo lugar porque la obvia ratio iuris del
precepto, que es no permitir que lo que resulta razonable sustanciar en
un solo proceso pueda originar dos –porque el demandado en el primer
proceso puede entablar después, otro en el que esgrima la nulidad–, no
fundamenta excluir de esa norma (y del art. 222.3) la nulidad relativa o
anulabilidad” (2001, 411).

En realidad, si bien se mira, la limitación de la aplicación del art. 408.2 a


las causas de nulidad absoluta sólo puede mantenerse teóricamente, pero
en la práctica esta distinción de régimen para la nulidad y la anulabilidad
no va a poder mantenerse. En efecto, la calificación como nulo de pleno
derecho o anulable formulada por el demandado en su contestación
puede ser discutida por el actor y, en cualquier caso, no vinculará al Juez
en su sentencia.
De una parte, es posible que el demandado alegue en su contestación
“hechos determinantes de la nulidad del negocio” y que, previa
contestación del actor, sea considerada por el Tribunal como mera
anulabilidad, con la consecuencia de que los pronunciamientos de la
sentencia tengan, para las partes, fuerza de cosa juzgada (arts. 222.2 y
408.3 Lec.). De otra parte, cabe imaginar que el actor, vista la
contestación a la demanda, sostenga que el tipo de nulidad invocada por
el demandado como excepción, sin formular reconvención, es de las que
da lugar a nulidad absoluta (aunque el demandado la califique de
anulable, o no la califique de ninguna manera), y pida que se le dé
traslado para contestar en la misma forma que si fuera reconvención.

[Doctrina]
No basta, para despreciar este supuesto, y desde el presupuesto que
aquí se trata de combatir de que es preciso formular reconvención, que,
alegada como simple excepción, el Tribunal no deberá tenerla en cuenta,
por lo que el actor no tendrá interés en solicitar que se le permita
contestar en el plazo establecido para contestar a la reconvención. Por el
contrario, el actor puede tener interés en que se otorgue el tratamiento
previsto en el art. 408 Lec. y tratar de desvirtuar los hechos alegados en
la contestación para evitar las consecuencias de la aplicación de la
doctrina jurisprudencial que admite la apreciación de oficio de la nulidad
de pleno derecho. Carece de sentido sostener que el Tribunal pueda
denegar esta solicitud, mediante providencia, por entender que los
hechos alegados son determinantes de anulabilidad –¿le será fácil
adelantar este juicio de la sentencia en una providencia, a la vista de la
demanda y la contestación?–. El art. 408.2 más bien inclina a pensar que
el Tribunal debe atender en todo caso la solicitud del actor –aunque, al
supeditar el tratamiento especial previsto a que “en la demanda se
hubiere dado por supuesta la validez del negocio”, permite sostener,
como hace DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, I., que si el actor hubiese pedido una
expresa declaración de dicha validez, no hay motivo para que se le
permita contestar expresamente a la alegación de nulidad hecha por el
demandado (2001 b, 686)–.

Es seguro que, sea cual sea la causa de nulidad alegada, si el demandado


reconviene expresamente, el actor puede contestar a la reconvención
(art. 407.2 Lec.) y lo que se resuelva sobre ella tendrá el valor de cosa
juzgada (art. 222.2 Lec.). Pero si el demandado no califica expresamente
su alegación de nulidad (o anulabilidad) del negocio como reconvención,
estará en manos del actor el que esa alegación sea tratada como una
excepción o como reconvención. En efecto, el art. 408.2 Lec. cobra
sentido cuando el demandado alega la nulidad (o anulabilidad) como
simple excepción, o cuando alegue la nulidad (o anulabilidad) sin indicar
expresamente que se trata de reconvención. El art. 406.3 de la vigente
Lec. excluye expresamente la reconvención implícita (“La reconvención
habrá de expresar con claridad la concreta tutela judicial que se pretende
obtener respecto del actor y, en su caso, de otros sujetos”). El precepto
termina diciendo que: “En ningún caso se entenderá formulada
reconvención en el escrito del demandado que finalice solicitando su
absolución respecto de la pretensión o pretensiones de la demanda
principal”. Frente a esto, el tratamiento que el art. 408.2 dispensa a la
alegación de nulidad por el demandado, incluso cuando sólo pretenda la
absolución, constituye una especialidad: no porque se le considere como
reconvención, sino porque permite al actor pedir al Tribunal contestar
como si se hubiera formulado reconvención. Si el actor no ejerce esta
facultad, no se abre el trámite de contestación, y el proceso sigue con la
convocatoria de las partes a la celebración de la audiencia,
considerándose la alegación de hechos por el demandado como simple
excepción.
Resulta discutible, sin embargo, si en este caso la Ley ha pretendido
extender el efecto de la cosa juzgada de la sentencia que se dicte
respecto de la alegación de nulidad. Lo niega TAPIA FERNÁNDEZ, I.
(2000, 45), al entender que si el actor no solicita la declaración expresa
tales alegaciones funcionan como verdaderas y propias excepciones, de
tal modo que el Juez no tendrá obligación de resolver expresamente
sobre ellas, sino que bastará que las analice en los razonamientos
jurídicos como base para fundar su decisión sobre la reclamación actora,
y la sentencia que se pronuncie no tendrá efectos de cosa juzgada sobre
esas alegaciones. DE LA OLIVA, A. (1991, 57 y 74), con carácter general
y con anterioridad a la vigente Lec., había defendido que el Tribunal
debería pronunciarse sobre las excepciones materiales propuestas por el
demandante y, en consecuencia, criticaba la tesis de que la cosa juzgada
no se extienda a las excepciones o defensas alegadas por el demandado.
Ahora, en relación con la vigente Ley de Enjuiciamiento este autor ha
escrito que, aunque no ha zanjado definitivamente esta cuestión, en el
art. 408 Lec. se ha dado respuesta expresa a dos casos, la compensación,
en el apartado 1 y, por lo que aquí interesa, la nulidad del negocio (2001,
411).
No es segura la interpretación que excluye de la cosa juzgada la
sentencia que se dicte cuando el demandado ha formulado la alegación
de la nulidad sin formular reconvención o sin que el actor haya hecho de
la facultad que le reconoce el art. 408.2, y la Lec. más bien proporciona
argumentos en otro sentido.

[Doctrina]
Partiendo del criterio inspirador de “la escasa justificación de someter a
los mismos justiciables a diferentes procesos y de provocar la
correspondiente actividad de los órganos jurisdiccionales, cuando la
cuestión o asunto litigioso razonablemente pueda zanjarse en uno solo”,
lo que hace la regulación del art. 408, según explica el apartado VIII de
la E. M. de la Ley es, “evitar la indebida dualidad de controversias sobre
nulidad de los negocios jurídicos –una, por vía de excepción; otra por vía
de demanda o acción–”. Desde este punto de vista, puesto que en el art.
408.2 se da al actor cauce para defender la validez del negocio una vez
alegados por el demandado hechos determinantes de la nulidad del
negocio, sólo a él le será imputable que no haya hecho valer en el
proceso todos los argumentos para defender su validez. Admitido este
planteamiento, los arts. 222.2.I (“La cosa juzgada alcanza a las
pretensiones de la demanda y de la reconvención, así como a los puntos
a que se refieren los apartados 1 y 2 del artículo 408 de esta Ley”) y
408.3 Lec. (“La sentencia que en definitiva se dicte habrá de resolver
sobre los puntos a que se refieren los apartados anteriores de este
artículo y los pronunciamientos que la sentencia contenga sobre dichos
puntos tendrán fuerza de cosa juzgada”) permiten concluir que la cosa
juzgada alcanza a todos los pronunciamientos de la sentencia, incluidos
los que tengan que ver con la nulidad y con la validez del negocio.
Aunque el actor no haya querido hacer uso de la facultad que le reconoce
el art. 408.2 Lec.

En definitiva, de lo hasta aquí expuesto resulta que la regulación del art.


408 Lec. plantea problemas, pero parece preferible la interpretación que
sugiere que la alegación por el demandado de hechos determinantes de
la falta de validez del contrato, con independencia de que se trate de
nulidad absoluta o de anulabilidad, permite al actor solicitar contestar
como si se hubiera formulado reconvención. Por otra parte, y aunque es
discutible, cabe entender que la cosa juzgada de la sentencia que se dicte
se extenderá en todos los casos a las cuestiones relacionadas con la
validez del contrato.

2.2.2.3. No es necesario el ejercicio judicial de la acción

Consecuentemente con cuanto se lleva expuesto, hay que sostener que el


ejercicio judicial de la impugnación no es indispensable. Y ello, no porque
se trate del ejercicio de un derecho potestativo mediante simple
declaración de voluntad (como en el Derecho alemán), sino porque,
siguiendo el principio general, sólo es necesario acudir a los Tribunales
cuando el ejercicio de un derecho sea negado o impedido por otro sujeto.
No hay ningún inconveniente, teórico ni práctico, en que se pida
privadamente la restitución de lo entregado alegando la causa de
anulación; o que se oponga ésta ante la reclamación privada de
cumplimiento; o que se ejercite, asimismo extrajudicialmente, cualquier
otro derecho a pesar de la existencia de un contrato anulable que lo
extinguiría o perjudicaría. Y si la otra parte no se opone, no habiendo
realmente materia litigiosa, no hay necesidad de forzarles a la vía judicial.
Sin duda alguna pueden solucionar privadamente la situación, así como
someter la cuestión a árbitros o transigir sobre ella.
Únicamente ante la resistencia de la otra parte, quien pretenda ejercitar
algún derecho basado en la anulación –señaladamente, la repetición de lo
prestado– habrá de acudir a los Tribunales (según es normal, dada la
prohibición de hacerse justicia por su mano) para que éstos lo declaren e
impongan su satisfacción; y, de igual modo, a aquel a quien se exija
judicialmente algo con base en el contrato anulable, habrá de deducir la
oportuna excepción. La sentencia lo que hará entonces es constatar
frente a todos que el contrato celebrado era inválido (sentencia, por
tanto, declarativa, no constitutiva).
La opinión más común sólo reconoce el ejercicio judicial de la acción de
anulación –elevada a la categoría de derecho potestativo– y,
consecuentemente, que la sentencia es constitutiva. Esta opinión tiene,
sobre todo, una explicación histórica. La restitutio in integrum -figura de
la que procede la moderna anulabilidad- era en Roma un acto del pretor
en ejercicio de su imperium, tras ponderación particularizada de las
circunstancias del caso. Se presentaba, por tanto, como remedio procesal
(no norma sustantiva general y abstracta); carácter que mantiene en el
Derecho común. Pero en el Código español todo el planteamiento es
distinto, e innecesario acudir al Juez cuando las partes se atienen
voluntariamente a las normas sustantivas que señalan la invalidez de los
contratos por ciertas causas, aunque éstas sólo puedan ser invocadas por
uno de los contratantes.

[DOCTRINA]
DÍEZ-PICAZO, L. (1996 I, 487) ha admitido, aludiendo a la tesis aquí
defendida, que “el ejercicio judicial de la impugnación no es indispensable
y que no hay ningún inconveniente, teórico o práctico, en que la cuestión
pueda ser objeto de un arreglo entre las partes”. En su opinión, “la tesis
así formulada es indiscutiblemente cierta”, si bien “no es verdadera
objeción frente a la tesis del carácter constitutivo de la acción”. Observa
que hay materias en que las acciones son “indiscutiblemente
constitutivas” -pone el ejemplo de la actio communi dividundo, para el
que SAMANES ARA, C. (1995), sin embargo, ha demostrado que no es
una sentencia constitutiva, pues no introduce por sí misma el cambio
jurídico, sino de condena- sin que nada impida que la cuestión sea
extrajudicialmente resuelta. Todo lo más, concluye Díez-Picazo, ello
llevaría a subdistinguir dos tipos de acciones constitutivas, unas en las
que el proceso judicial es necesario para la producción del efecto y otras
en que, aun siendo constitutiva la acción judicial, el tema puede ser
resuelto extrajudicialmente por pertenecer a la disponibilidad de las
partes.

La doctrina del carácter constitutivo de la acción tiene como fundamento


el prejuicio del carácter válido del contrato anulable mientras una
sentencia no lo constituya en inválido, y suele explicarse mediante la
doctrina del derecho potestativo de impugnación, cuyo ejercicio
extrajudicial –aunque admitido expresamente en Derecho alemán-
nuestra doctrina sólo excepcionalmente admite.
Así, PASQUAU LIAÑO, M. (1997, 204-205), para quien lo específico de la
anulabilidad es la necesidad de una declaración de voluntad de la persona
designada por la ley, que dispone del derecho o facultad cuyo ejercicio
puede determinar la nulidad o la validez; ahora bien, para este autor,
nada obliga a entender que tal derecho deba ejercerse en sede judicial;
en su opinión, una vez que la persona legitimada ha declarado de forma
inequívoca su voluntad anulatoria, se ha completado la causa de nulidad,
exactamente igual que en los casos de nulidad de pleno derecho. Que
haya que acudir a juicio, concluye, dependerá del carácter manifiesto o
no de la causa de anulabilidad: “si es de las evidentes, es decir, de las
que no comportan, por su propia naturaleza, la exigencia de una
valoración judicial, no será necesaria la acción de nulidad ni la sentencia,
debiendo el contrato entenderse como nulo por todos y a todos los
efectos: así, en los casos de contratos celebrados por menores o
incapacitados judicialmente que excedan a todas luces de su capacidad de
obrar, las enajenaciones de bienes gananciales a título oneroso son
consentimiento del cónyuge, o el defecto de forma solemne en los
contratos celebrados fuera de los establecimientos mercantiles; si, al
contrario, es necesaria tal valoración judicial (como ocurre en los casos
de error, dolo o intimidación), el contrato, aun habiendo declarado su
voluntad anulatoria quien dice haber sufrido el vicio de consentimiento,
debe ser tomado por válido a todos los efectos –por ejemplo, a los de
inscripción en el Registro de la Propiedad- mientras no se pronuncie
judicialmente la nulidad. La sentencia será declarativa en el primer caso,
y servirá sólo para constatar los hechos y dirimir la contienda; será
constitutiva en el segundo caso”.
BELLO JANEIRO, D. (1993, 73) también parece admitir la posibilidad de
ejercicio extrajudicial, pues, ocupándose del art. 1.322, señala que su
sanción “no se configura ab initio sino como consecuencia del ejercicio de
la acción judicial de impugnación”, señalando de seguido que “aunque
ello, según veremos, no sea imprescindible”. En la 123, tras estudiar en
detalle la jurisprudencia sobre la naturaleza del plazo de los cuatro años,
concluye: “A la vista de ello parece oportuno considerar que el TS., más
que partir de que el legitimado para impugnar es titular de un poder de
impugnación, que constituye un poder potestativo, ejercitable sólo a
través del juicio, durante un plazo, entonces, de caducidad, parece
entender, de modo más acorde con nuestro ordenamiento jurídico, que la
invocación de una causa de anulación simplemente supone alegar el
fundamento jurídico del derecho que se ejercita, sin que necesariamente
requiere éste una configuración independiente, como poder jurídico o
derecho autónomo y, en consecuencia, ejercitable durante un plazo de
prescripción”. En su opinión, ello no contradice el carácter constitutivo de
la sentencia, de acuerdo con la distinción entre sentencias constitutivas y
sentencias constitutivas necesarias.
La doctrina procesalista ha distinguido, dentro de las sentencias
constitutivas, las constitutivas necesarias (v.gr., las de divorcio), únicas
en que el pronunciamiento jurisdiccional es imprescindible para el cambio
jurídico, de las voluntarias (producto de una actividad promovida por un
simple querer de la parte) y las sustitutivas (que no cumplen otra función
que la de introducirse en el lugar de uno de los justiciables para constituir
aquél efecto que él podía haber constituido) (RASELLI, A. 1950, 571).
Pero es fácil comprobar que por esta vía no siempre se llega a la solución
de calificar a la acción de nulidad como meramente declarativa y a la
acción de anulación como constitutiva: así, PRIETO-CASTRO, L. (1985,
451) menciona expresamente, entre las acciones y sentencias
constitutivas no sólo a las de anulabilidad (arts. 1300 y ss. Cc.), sino
también a las de inexistencia por falta de los requisitos del art. 1261 –
supuesto de nulidad absoluta– e, incluso, a las de resolución de los
contratos (art. 1124 Cc.), donde claramente es posible el ejercicio
extrajudicial. Una muestra de que las expresiones “constitutiva” y
“declarativa”, referido a las acciones y a las sentencias no siempre se
utilizan en el mismo sentido por la doctrina.
Un criterio seguro para caracterizar las sentencias constitutivas (las que
estiman demandas en que se ejercita una acción constitutiva) es el que
atiende al fenómeno consistente en que el resultado obtenido por la
sentencia no pueda lograrse sino a consecuencia de una sentencia o
resolución judicial (GOLDSCHMIDT, J. 1936, 110; GÓMEZ ORBANEJA, E.
1977, 243; DE LA OLIVA, A. 2001, 78). Desde este punto de vista, la
acción de anulación es una acción declarativa, y no una acción
constitutiva, porque no es precisa la resolución judicial para que el
contrato sea considerado nulo. Cuestión distinta es que la sentencia, al
constatar la concurrencia de la causa de anulabilidad y la voluntad de
hacerla valer por quien puede hacerlo, suponga una especie de
certificación oficial de la falta de validez del contrato.

[DOCTRINA]
DÍEZ-PICAZO, L. (1996 I, 488) que, como se ha señalado, parece admitir
el ejercicio extrajudicial de la anulabilidad insiste en el carácter
constitutivo, no necesario, de la acción, y en defensa de esta tesis añade
una última razón: “El arreglo extrajudicial sobre la anulación y la
restitución no produce nunca, especialmente respecto de terceros, las
consecuencias englobadas en el régimen jurídico de la anulación, de
manera que ese arreglo, transaccional o del tipo que fuere, no produce
unos efectos distintos del mutuo disenso. El carácter retroactivo, llevado
hasta el momento de la celebración del contrato, sólo puede otorgarlo la
autoridad competente”. Pero tampoco este argumento parece
convincente. Se olvida que las sentencias no sólo producen efectos –
como el de la cosa juzgada–, sino que además, por sí mismas, tienen un
valor propio como hecho jurídico que, en el caso de las declarativas,
resulta de la constatación oficial de la existencia de los hechos que
presuponen la falta de validez del contrato –por incapacidad, por
violencia– así como de la voluntad del favorecido por la norma de hacer
valer esa impugnación. La sentencia que declara la nulidad del contrato,
tanto si es nulidad absoluta como anulabilidad, declara erga omnes esa
nulidad: también en el caso de la nulidad absoluta la otra parte del
contrato, y los terceros, pueden pretender las consecuencias de la validez
del contrato mientras una sentencia no declare la invalidez.

2.2.2.4. Legitimación pasiva

No existe una regulación expresa de quién está legitimado pasivamente


en la acción de impugnación del negocio anulable. Las declaraciones
jurisprudenciales, muy numerosas, tienden a una gran generalización en
el sentido de la necesaria presencia en el juicio de todos los interesados.
Pero no es totalmente seguro el alcance real de la exigencia de
litisconsorcio pasivo necesario, por lo que convendrá relacionar las
expresiones generales con la especie realmente resuelta.
Frente a los fundamentos del litisconsorcio esgrimidos con anterioridad
por la jurisprudencia –el principio del proceso de la contradicción de las
partes, la santidad de la cosa juzgada, evitar la existencia de sentencias
contradictorias–, el litisconsorcio necesario se fundamenta hoy en las
reglas ordinarias de legitimación a la luz del art. 24 de la Constitución:
cuando en un proceso se pretenda la modificación o declaración de una
relación o situación jurídica plurisubjetiva, como regla, habrá de
demandarse a todos sus titulares; en caso contrario, se vulneraría el
derecho de defensa de los titulares preteridos (LÓPEZ-FRAGOSO
ÁLVAREZ, T. 1999, 1935). Ahora, el art. 12.2 Lec. establece que:
“Cuando por razón de lo que sea objeto del juicio la tutela jurisdiccional
solicitada sólo pueda hacerse efectiva frente a varios sujetos
conjuntamente considerados, todos ellos habrán de ser demandados,
como litisconsortes, salvo que la ley disponga expresamente otra cosa”.

Quizás sea útil distinguir la acción de anulabilidad de la de nulidad de


pleno derecho (que es el caso al que parecen referirse las más de las
sentencias, que no hacen distinciones). Debe tenerse en cuenta, además,
que las afirmaciones generales no suelen distinguir con la debida
precisión si se refieren a la acción declarativa de invalidez o a la de
restitución que sólo puede ejercitarse con éxito, necesariamente, frente a
quien recibió la prestación. Por eso, y en este apartado nos referimos
sólo a la legitimación pasiva en las acciones de anulabilidad. Más adelante
nos ocupamos, separadamente, de la legitimación pasiva en las acciones
de nulidad de pleno derecho (2.3.3) y de la legitimación pasiva en la
acción de restitución (3.4.3).
Las acciones de anulabilidad deben dirigirse contra la otra parte
contractual (si son varios los sujetos, contra todos ellos), aunque ésta
haya transferido a otro la cosa o derecho que adquirió en virtud del
contrato. En el supuesto de anulabilidad de los actos realizados por un
cónyuge sin el debido consentimiento del otro, la acción ha de dirigirse
contra ambas partes contratantes (el cónyuge del actor y quien con él
contrató).
Si se configura la anulación como facultad o derecho potestativo a
impugnar un acto hasta entonces válido, es claro que sólo contra la parte
(o partes) del contrato impugnado podría ejercitarse. Entendida como
acción de restitución fundada en los vicios del contrato, la parte o partes
del mismo han de ser demandadas porque sólo frente a ellas puede
discutirse la presencia del vicio. Si pretende recuperarse cosa que ya no
está en poder de quien fue parte del contrato anulado, en nuestra
opinión, ya no se está ejercitando la acción regulada en los artículos
1.300 y ss. (el 1.303 se refiere a una restitución recíproca entre los
contratantes). Naturalmente, quien pretenda recuperar la cosa habrá de
demandar a su poseedor (acaso en el mismo pleito en que se declare
anulado el título de su transmitente) y fundar su acción, según nos
parece más correcto, en haber adquirido el demandado de quien no era
dueño. Sobre este problema volvemos más adelante (3.4.3.2, “A quién se
puede pedir la restitución”).
En 2.2.2 (“Cómo se hace valer la anulabilidad”) se ha explicado el
problema y las distintas posturas sostenidas acerca de la posibilidad de
oponer la anulabilidad como excepción, para oponerse al pago que el
demandante exige. Con anterioridad a la vigente Lec. 2000, quienes
creían necesario el ejercicio de un derecho potestativo, mediante
reconvención, habrían de exigir que el demandado no sólo reconviniera,
sino demandara a su vez a otras personas (acumulando luego los autos)
si no es el demandante el único interviniente en el contrato anulable. Por
el contrario, para quienes admitían la alegación de anulabilidad como
excepción, no había ningún problema de legitimación pasiva: al
demandado le basta con defenderse frente a quien le demanda (así, S. 4
julio 1986: no pretendida la declaración de nulidad o anulabilidad del
contrato, sino excepcionada su ineficacia para oponerse al pago, no era
precisa la audiencia de un tercero a quien no se había demandado y con
ello quedaba circunscrita correctamente la relación jurídico-procesal con
la intervención de quienes se reclamaban mutuamente el pago de ciertas
cantidades con base en ese contrato).
Pero ya hemos dicho cómo la distinción entre nulidad y anulabilidad
muchas veces no es fácil, ni puede establecerse a priori con seguridad el
tipo de invalidez, además de que existen argumentos para sostener que,
opuesta la anulabilidad como excepción, la vigente Lec. 2000 permite que
se dé ocasión al actor de contestar, como si se hubiera formulado
reconvención, con la consecuencia también de la producción de la cosa
juzgada. Si se admite esta premisa pueden darse ahora algunos pasos
más, con apoyo en la nueva ley procesal, que llevan necesariamente a
conclusiones distintas de las que se venían defendiendo con anterioridad:
la ley permite ahora, por diferentes cauces, la intervención en el proceso
de sujetos diferentes de los que son parte inicialmente, lo que en el caso
que nos ocupa garantiza que la sentencia que se pronuncie sobre la
nulidad del contrato –con efecto de cosa juzgada, también cuando
formalmente no se haya formulado reconvención– se haya dictado en un
proceso con audiencia de todas las partes del contrato. Sobre estos
cauces, que en nuestra opinión deben entenderse comunes para las
alegaciones de nulidad absoluta o de mera anulabilidad, volvemos en
2.3.3.

2.2.3. Plazo para hacer valer la anulabilidad

Entendemos que el plazo que establece el art. 1301 Cc. es el plazo de


prescripción de la acción de restitución y no, como suele entenderse, el
plazo para hacer valer la anulabilidad.
Para defender esta tesis resulta preciso explicar ahora el sentido del art.
1301 Cc., para aclarar que la acción de declaración de nulidad no tiene
plazo y para explicar también la perpetuidad de la excepción. En 3.4
(“Las consecuencias de la invalidez. La restitución de las prestaciones”),
nos ocupamos de las relaciones entre este plazo de restitución y la
posible adquisición por usucapión de la cosa que debe restituirse.
En 2.3 (“Las acciones de nulidad”), se explica el plazo para la restitución
en caso de nulidad. Conviene advertir que, aunque la restitución es un
fenómeno común a la nulidad y a la anulabilidad, hay plazos diferentes de
prescripción para la restitución en uno y otro caso.
2.2.3.1. El artículo 1301 Cc. Antecedentes.
Dispone el art. 1301 Cc.: “La acción de nulidad sólo durará cuatro años.
Este tiempo empezará a correr:
En los casos de intimidación o violencia, desde el día en que éstas
hubiesen cesado.
En los de error, o dolo, o falsedad de la causa, desde la consumación del
contrato.
Cuando la acción se refiera a los contratos celebrados por los menores o
incapacitados, desde que salieren de tutela.
Si la acción se dirigiese a invalidar actos o contratos realizados por uno
de los cónyuges sin consentimiento del otro, desde el día de la disolución
de la sociedad conyugal o del matrimonio, salvo que antes hubiere tenido
conocimiento suficiente de dicho acto o contrato”.
La Ley de 2 mayo 1975 alteró la redacción originaria del artículo,
cambiando el orden de sus dos últimos párrafos e innovando
sustancialmente el que hoy es último. Decían estos dos párrafos:
“Cuando la acción se dirija a invalidar contratos hechos por mujer casada,
sin licencia o autorización competente, desde el día de la disolución del
matrimonio.
Y cuando se refiera a los contratos celebrados por los menores o
incapacitados, desde que salieren de tutela”.
La primitiva redacción del Código coincidía con el art. 1314 del
Anteproyecto de 1882-88 (que citaba el art. 1184 del Proyecto de 1851)
salvo que éste, en su párrafo último, decía “ataque” donde el Código
sustituyó por “se refiera”. El texto del art. 1184 del Proyecto de 1851 era
el siguiente: “La nulidad del contrato, fundada en algunas de las causas
expresadas en las Secciones II y III, capítulo II, de este Tratado [defecto
de capacidad y vicios del consentimiento], no puede reclamarse por vía de
acción, sino dentro del término de cuatro años.
Este tiempo empieza a correr en los casos de violencia o intimidación
desde el día que hayan cesado: en el caso de error o de dolo, desde que
se tuvo conocimiento del uno o del otro: respecto de las obligaciones
contraídas sin autorización competente por las mujeres casadas, desde el
día de la disolución del matrimonio: en cuanto a las obligaciones
contraídas por los menores, desde el día en que llegaron a la mayor
edad: y respecto de las contraídas por personas sujetas a interdicción,
desde el día en que ésta haya sido alzada.”

2.2.3.2. El plazo de los cuatro años: naturaleza

De manera coherente con lo expuesto en 2.1 (“Acción declarativa y


acción restitutoria”), entendemos, con DE CASTRO, F. (1967, 499, 505 y
511), que el plazo de los cuatro años señalado en este artículo (que
corresponde al de la vieja restitutio in integrum) se refiere al derecho a
pedir la restitución de lo prestado por negocio nulo; mientras que la
posibilidad de pedir que se declare la invalidez del contrato, por estar
viciado el consentimiento o ser incapaz una de las partes, no está sujeta
a prescripción ni caducidad, precisamente por tratarse de acción
meramente declarativa.
A esta tesis, defendida por DELGADO, J. en sus distintos trabajos sobre
invalidez e ineficacia desde 1976 se adhiere YZQUIERDO TOLSADA, M.
(2001, 623).
Ahora bien, la extinción de la acción restitutoria privará normalmente al
actor de aquel interés que le legitima para poder ejercitar la acción
declarativa.
La opinión más común y casi unánime, por el contrario, refiere el plazo al
ejercicio del poder de impugnación, entendido como derecho potestativo
por el que se consigue -mediante el proceso- la constitución del contrato
inicialmente válido en la situación de inválido, retroactivamente.

[Doctrina]
Puede verse una impresionante lista de opiniones en este sentido en
BELLO JANEIRO, D. 1993, 112, nota 13, a la que puede añadirse LÓPEZ
BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 246. BELLO (108 y ss.), por su parte,
señalando la petición de principio en que incurre el “nutrido, abrumador,
sector doctrinal” que se pronuncia por la caducidad, y tras un
cuidadosísimo examen de la jurisprudencia, entiende que el Tribunal
Supremo reiteradamente ha venido a configurar el plazo del art. 1.301
como de prescripción, y así lo acepta, aunque no referido -como aquí- a
la acción restitutoria, sino a la constitutiva de impugnación (negando,
asimismo, que pueda oponerse como excepción sin límite de
prescripción). Entonces, coherentemente -con apoyo también en los
taxativos términos “sólo durará” del texto legal- considera el plazo de
ejercicio como de caducidad, no de prescripción, que transcurre
automáticamente sin poder ser interrumpido. Que el transcurso del plazo
no es una confirmación tácita, ni equivale a ella -como a veces razona el
Tribunal Supremo-, parecería ser consecuencia necesaria de la calificación
del plazo como de caducidad. Sin embargo, DÍEZ-PICAZO, L. (1996 I,
502) argumenta expresamente -contra CLAVERÍA- sobre “la caducidad de
la acción de anulación como confirmación tácita” (vid. infra, 4.1 sobre “La
confirmación”).

Rechazados los presupuestos doctrinales de que deriva la calificación


como caducidad (como se argumenta en los epígrafes precedentes), es
acorde con el planteamiento general que aquí hacemos sobre la
anulabilidad -y, en particular, con el hecho de referir el plazo sólo a la
acción restitutoria- el considerar este plazo como de prescripción, y en
consecuencia que es susceptible de interrupción por declaración
extrajudicial o reconocimiento de la contraparte, que no puede apreciarse
de oficio y que cabe su renuncia. Que el plazo es de prescripción lo dice,
en el Derecho navarro, la Ley 34 de su Compilación (y es de suponer que
el legislador sabe lo que dice, en un texto legal que acoge explícitamente
la distinción entre prescripción y caducidad). También es la respuesta del
legislador italiano (art. 1.442), que asimismo se muestra consciente de la
distinción. Para el Derecho francés, sin norma escrita, la doctrina se
inclina asimismo por la prescripción, diferenciando el caso del de rescisión
por lesión (GHESTIN, J. 1988, 1001).

[Doctrina]
En la doctrina española mención específica merece la opinión de Pasquau,
quien, en monografía dedicada a revisar de manera crítica la doctrina
sobre invalidez del contrato, propone superar todas las disfunciones desde
la elaboración de una teoría acerca de una nulidad de pleno derecho
plural y flexible que evite acudir abusivamente a la anulabilidad. Por lo
que se refiere a la prescripción, Pasquau elabora una original y novedosa
tesis: tras criticar la tesis de la imprescriptibilidad de la acción de nulidad
el autor sostiene que el plazo de ejercicio de la misma, conforme a las
reglas generales, es de quince años: coherentemente con sus ideas
defiende que ese plazo es sólo para los “vicios no manifiestos”, mientras
que si el contrato “no tiene apariencia de validez” (“bien porque de
manera patente falte alguno de los requisitos del art. 1261, bien por
incumplir un requisito de forma solemne, o bien por una contravención
flagrante –en el sentido de evidente- de una norma imperativa o
prohibitiva”) no tiene ningún sentido plantearse la prescripción, porque la
apreciación de la nulidad no requiere pronunciamiento judicial. Para
Pasquau, el plazo de cuatro años del art. 1301, a su juicio, de caducidad,
se referiría sólo a la anulabilidad (judicial o extrajudicial, y que el autor
entiende como opción a anular o no). En su opinión, la especialidad del
art. 1301 se justifica en el hecho de que la anulabilidad comporta un
“derecho de opción” que debe ejercitarse en un corto espacio de tiempo,
por razones de seguridad jurídica, “que sufre más con la incertidumbre de
una nulidad disponible a discreción o arbitrio libérrimo de una de las
partes, que con una nulidad ipso iure cuya acción tarda en ejercitarse”.
Para Pasquau, la acción de restitución, finalmente, estaría sometida a un
plazo de prescripción de quince años desde la entrega, con independencia
de que se trate de nulidad o de anulabilidad, lo que enlaza con su idea de
que el plazo de cuatro años “se circunscribe a integrar o completar la
causa de nulidad, pues el ordenamiento impide que pueda considerarse
nulo el contrato mientras la persona por él designada no lo haya
decidido” (PASQUAU LIAÑO, M. 1997, 277 y ss.).
En nuestra opinión, dejando a un lado la dificultad para distinguir los
vicios manifiestos de los que no lo son, lo que siempre estaría sometido a
una apreciación subjetiva del juzgador (Pasquau pone como ejemplo de
contrato que no tiene apariencia de validez la donación inmobiliaria en
documento privado), esta explicación no sólo parte de presupuestos que
tienen poco que ver con los preceptos legales, que no tienen en cuenta
los criterios que señala el autor, sino que tampoco resuelve de manera
satisfactoria los casos que puedan producirse, como iremos viendo en
2.2.3 ( sobre “Plazo para hacer valer la anulabilidad”) y en 2.3.4
(“Tiempo en que puede hacerse valer la nulidad”). En particular, por lo
que se refiere a los casos de anulabilidad, de los que nos ocupamos
ahora, la tesis defendida por el autor puede suponer que haya
transcurrido el plazo de quince años desde la consumación para ejercitar
la acción de restitución y, sin embargo, no hayan transcurrido los cuatro
años “para optar por la validez o la nulidad” (por ejemplo, para el
incapacitado, desde que sale de la tutela). “Integrada” la causa de
nulidad, ha podido prescribir la acción de restitución por lo que, en su
caso, sólo quedaría la posibilidad de una acción reivindicatoria.
El punto de vista que aquí se defiende –el art. 1301 Cc. establece un
plazo de prescripción de la acción de restitución para los casos que
menciona, con todas sus implicaciones para la construcción doctrinal de
la anulabilidad- encuentra sustancial apoyo en la jurisprudencia, que en
los últimos años ha dicho repetidas veces que se trata de un plazo de
prescripción y, lo que es más importante, ha aplicado al caso las
consecuencias de esta calificación del plazo.

[Jurisprudencia]
Entre las menos recientes, pueden citarse varias sentencias en que se hablaba de
prescripción (Ss. 25 abril 1960, 28 mayo 1965 y 28 octubre 1974; en sentido
contrario la S. 17 febrero 1966, que habla incidentalmente de caducidad), si bien
no parecía muy relevante, dada la fecha relativamente reciente de la introducción
de la categoría de la caducidad en nuestra doctrina; más revelador es que en
algunas sentencias se admitiera, siquiera hipotéticamente, la interrupción del
plazo (Ss. 23 octubre 1908 y 28 abril 1931) y que no se apreciara la prescripción
por no haberse alegado en tiempo y forma (S. 13 noviembre 1916). El balance, sin
embargo, no era del todo concluyente.
Con posterioridad (y prescindiendo de la mención de la palabra en otras
sentencias: Ss. 11 diciembre 1979, 4 mayo 1987, 5 marzo 1992), en varias
decisiones resulta decisivo para el resultado del pleito que el término sea,
precisamente, de prescripción y no de caducidad. Así, en la de 27 marzo 1987 se
niega, por esta razón, que el Juez pueda apreciarla de oficio: el recurrente
acusaba incongruencia alegando que no se había apreciado la caducidad de la
acción que, según él, había denunciado en tiempo procesal oportuno; el Tribunal
entiende que, en realidad, tal denuncia no había tenido lugar en la instancia, y
añade: “Pero es que, además, siendo el plazo que el artículo 1.301 establece de
prescripción y no de caducidad, su apreciación en la sentencia impugnada sin
haber sido alegado en el momento procesal oportuno es lo que hubiera producido
la incongruencia" (parecidamente, rechazando la posibilidad de apreciación de
oficio del plazo de cuatro años, por ser de prescripción, y no de caducidad, la S. 1
febrero 2002, con cita, entre otras, de la anterior; en la de 27 marzo 1989 (vid.
comentario a esta sentencia de DELGADO, J. 1989, 465 y ss.) se aprecia
interrupción del plazo (en un caso que puede entenderse como de ejercicio
extrajudicial), y en la de 23 octubre 1989 se dice que el plazo es de prescripción “de
acuerdo con la doctrina de esta Sala (Ss. 25 abril 1960, 28 marzo 1965 y 28
octubre 1974) susceptible, por tanto, de interrupción por reclamación extrajudicial
o reconocimiento del deudor a tenor del invocado art. 1.973”.
No conocemos ninguna sentencia en que el Tribunal Supremo haya tratado este
plazo de cuatro años como de caducidad (aunque en algunas lo haya calificado
obiter de esta manera). Ciertamente, el mismo Tribunal Supremo se ha
pronunciado por la caducidad en casos de rescisión (Ss. 4 julio 1957, 26 junio 1967
y 6 junio 1990 -sobre el art. 1.076- y 11 mayo 1966; no sin vacilaciones: la S. 16
octubre 1971 -sobre acción pauliana- rechaza el motivo fundado en el transcurso
del tiempo por no haberse opuesto la excepción en la instancia, lo que no se
compadece con la apreciación de oficio que conlleva el concepto doctrinal de
caducidad), pero la analogía no procede, ya que en la rescisión sí que se parte de
un contrato válido (vid. art. 1.290) contra el que se hace valer un derecho
potestativo. El propio Tribunal Supremo ha contrapuesto rescisión y anulabilidad
(al menos desde la S. 17 abril 1943) y precisamente por lo que se refiere al juego de
la prescripción o caducidad en S. 6 junio 1990 (para la distinción entre el plazo de
caducidad del art. 1299 Cc. y la imprescriptibilidad de la acción de nulidad radical
“o inexistencia” en casos de simulación, vid. la S. 4 noviembre de 1996).

[Doctrina]
Es de notar la opinión en contra de DE CASTRO, quien afirma que el plazo
de la acción de anulabilidad es de caducidad, fundado en la expresión
“sólo durará” del art. 1.301 y con cita de la S. 4 julio 1957 sobre el caso
análogo -dice- del artículo 1.076; por lo que transcurre automáticamente,
sin posibilidad de interrupción (1967, 509, nota 30). En el mismo sentido
en 1972, 178, por tratarse de un “poder para modificar una relación
negocial”. Puede advertirse una clara contradicción entre esta opinión del
profesor De Castro -acaso mera concesión a la doctrina dominante- y sus
claras tomas de postura sobre la invalidez originaria del negocio anulable,
el carácter meramente declarativo de la acción para hacerla constar y el
referirse el plazo del art. 1.301 sólo a la acción restitutoria; así como su
neta distinción entre rescindibilidad y anulabilidad.
En consecuencia, la opinión que considera el plazo como de caducidad
carece de apoyo en la jurisprudencia y no creemos que tenga a su favor
otro argumento que el puramente conceptual sobre la naturaleza
atribuida a la anulabilidad por esta doctrina.

En ciertos supuestos o ámbitos, es discutible el tipo de invalidez a que se


refiere el legislador, que utiliza ambiguamente las expresiones nulidad y
anular, si bien por razones de seguridad se tiende a establecer breves
plazos de impugnación: así ocurre en ciertos supuestos de la legislación
de propiedad industrial, o de sociedades, o de impugnación de acuerdos.
Pueden encontrarse casos de anulabilidad sujetos a breves plazos de
caducidad en leyes extracodiciales (arts. 115-122 LSA; art. 18 Lph.,
después de la reforma por Ley 8/1999, de 6 de abril; art. 31 de la Ley
27/1999, general de cooperativas, art. 40.7 de la Ley 22/2003, concursal,
y así lo ha declarado repetidas veces el Tribunal Supremo (vid. BELLO
JANEIRO, D. 1993, 115-118, con citas de jurisprudencia y autores). No
hay ninguna razón, dadas las diferencias de dicción legal, de finalidad de
la normas, y hasta de duración del plazo para trasladar esta calificación a
los casos clásicos de anulabilidad en el Código civil.

[Jurisprudencia]
Por ejemplo, en la S. 10 noviembre 1994 recibe tratamiento de caducidad el plazo
de cuarenta días para la impugnación de acuerdos de Asamblea General de una
Asociación (vid., ahora, art. 40.3 LO 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del
derecho de asociación).
La S. 10 marzo 1992, sobre una impugnación que considera extemporánea de
acuerdos de un club deportivo (sujetos al RD 177/1981, de 16 de enero, sobre
Clubes y Federaciones Deportivas, por lo que algún Tribunal ha considerado que
al ser norma reglamentaria no puede restringir el ejercicio del derecho de
impugnación: SAP Huesca 22 julio 1998), señala que la impugnación de acuerdos
nulos está sujeta al breve plazo de caducidad de cuarenta días; y que ello no
infringe el art. 6º-3 Cc., ni va contra lo dispuesto en los arts. 22 y 86 CE; en
general “pueden establecerse diferentes plazos y efectos según las normas y, en
todo caso, se puede señalar un plazo de caducidad para las acciones de nulidad, y
no solo para las de anulabilidad”. Pero es discutible que el tipo de ineficacia a la
que se refiere el precepto sea calificable necesariamente de nulidad, y más bien
parece que se trata de un tipo especial de invalidez que se rige por reglas
específicas por lo que se refiere tanto a las causas como al plazo o a la
legitimación de los sujetos que pueden impugnar (interesados y ministerio fiscal).
Por lo demás, la misma Sala 1ª TS. unas veces entiende que el plazo no puede
correr automáticamente sin que los interesados conozcan el acuerdo, pues en otro
caso se produciría indefensión (S. 30 octubre 1989), o que es un plazo de
prescripción susceptible de interrupción por la presentación de papeleta de
conciliación (S. 26 octubre 1987) y otras, por el contrario, entiende que el plazo de
caducidad corre aun sin notificación (S. 15 noviembre 1993).

2.2.3.3. Cómputo del plazo

2.2.3.3.1.“Dies a quo” en general.

En el artículo 1.969 Cc. se expresa la regla general sobre el comienzo de


la prescripción de las acciones: el tiempo se contará desde el día en que
pudieron ejercitarse. Pero el mismo artículo señala la posibilidad de
excepciones: esto es así “cuando no haya disposición especial que otra
cosa determine”. Pues bien, el artículo 1.301 es una de esas disposiciones
especiales que, en principio -sobre todo, en sus antecedentes- no
pretende sino precisar, por razones de seguridad, cuándo se entiende que
en cada caso el interesado pudo ejercitar la acción: quien sufrió violencia
o intimidación, desde que cesaron; el menor o incapaz, desde que dejó
de serlo; el cónyuge, desde la disolución del matrimonio.
La coherencia con el planteamiento que explica el art. 1301 como
disposición que precisa el momento en que puede exigirse la acción
exigiría que también en el caso de error no comenzara la prescripción
hasta el descubrimiento del mismo (como indica genéricamente el art.
1.311 para la confirmación tácita: conocimiento de la causa de nulidad y
que esta haya cesado). Como era y es en el Derecho francés (art. 1.304
Code). Como preveía el Proyecto de 1851 (art. 1.184: “en el caso de
error o de dolo, desde que se tuvo conocimiento del uno o del otro”).
Sin embargo, el Código (desde el Anteproyecto 1882-88) se aparta de
esta idea, para señalar como dies a quo de la prescripción en los casos de
error y dolo (y falsedad de la causa) el de la consumación del contrato.
¿Por qué? La pregunta se divide, en realidad, en dos: por qué se apartó
de la regla francesa, y por qué estableció precisamente ésta fundada en
la consumación.
En cuanto a lo primero, el criterio del Code había suscitado críticas en la
doctrina francesa, que advertía que la situación claudicante del contrato
podía prolongarse indefinidamente, con merma de la seguridad del
tráfico. Es en atención a estas consideraciones por lo que el legislador
español trató de buscar para estos casos un término inicial claro y
seguro, adelantándolo -acortando, por tanto, el plazo- todo lo posible.
¿Adelantándolo hasta qué momento? Con esto entramos en la segunda
parte de la cuestión. Hasta el momento de la consumación, porque
retroceder más -por ejemplo, hasta la perfección- sería imposible si lo
que el legislador entiende estar regulando bajo el nombre de “acción de
nulidad” es la acción de restitución basada en vicios que invalidan el
contrato.
Por eso nos parece que el peculiar señalamiento por el legislador del
momento de inicio de la prescripción en los casos de dolo y error pone de
manifiesto con especial claridad la concepción subyacente, en la ley,
sobre la acción que se está regulando.
Dicho de otro modo. Si partimos de la hipótesis hermenéutica de la
coherencia de la ley, y tratamos de explicar por qué en el caso de error la
acción no comienza a prescribir sino desde la consumación, mientras que
en el de violencia desde que ésta cesa, carece de buen sentido suponer
que, en este último caso, la prescripción comienza aunque el contrato no
se haya consumado. En la comparación entre quien ha sido víctima de
violencia o intimidación y quien ha sufrido error ¿no habría de ser el
primero el que recibiera la mayor protección? Pues aquí ocurriría al
revés. Pero no hay por qué imputar al legislador este dislate. No hay por
qué imaginar que la regla implícita es que la acción (¿que acción?)
debería prescribir siempre desde la perfección del contrato (sólo que con
buen criterio retrasamos el momento para los casos de violencia a que
ésta haya cesado, y con criterio entonces incomprensible en los de error
al momento de la consumación).
Todo resulta, sin embargo, coherente, si partimos de la idea -implícita en
el Proyecto de 1851- de que el inicio es siempre posterior al momento de
la consumación (pues antes no cabe pedir restitución), y de que, además,
ha de haber cesado el vicio o incapacidad. Tiene sentido objetar entonces
que, en los casos de error, dolo y falsedad de la causa (todos en la órbita
del error) el vicio puede permanecer oculto demasiado tiempo después
del cumplimiento y, en consecuencia, proponer que en estos casos el
plazo comience a correr aunque el vicio no haya desaparecido.
Naturalmente, sólo desde el momento de la consumación, pues de él se
parte en esta hipótesis. Y tiene sentido apartarse del punto de partida
hipotético (momento de la consumación) en estos casos en torno al error,
y no en los otros, porque es inicuo que transcurra el plazo para quien
todavía está bajo los efectos de la violencia o intimidación; o para el
incapaz mientras sigue siéndolo.
De este modo -y sólo de este modo- se encuentra explicación razonable
del cambio de criterio entre 1851 y 1882, y al hecho indudable de que, en
el Código, la prescripción en los casos de error no comience sino desde la
consumación. No es, entonces, el de la consumación un criterio especial
para el error, sino el general del que los demás casos se apartan para
requerir, además, la cesación del vicio (violencia) o la incapacidad.

[Doctrina]
Estos razonamientos, expuestos sintéticamente por DELGADO, J. en 1981,
convencen a ALBALADEJO, M. (1995 a, 16 y 17) y a MORALES MORENO,
A. M. (1993, 366). Tratando de los efectos de la violencia, señala el
último autor citado: “El ejercicio de la acción está sometido a plazo,
establecido, fundamentalmente, para limitar el efecto restitutorio. Como
en otros vicios del consentimiento, el plazo es de cuatro años; pero el
cómputo no se inicia en el momento de la “consumación del contrato”,
como en el dolo y el error (art. 1.301, 3º), sino en el “día en que éstas
[violencia e intimidación] hubieran cesado” (art. 1.301, 2º). Esta regla se
explica por la mayor gravedad de este vicio del consentimiento [cursiva
nuestra]. Lo que con ella se pretende no es anticipar el comienzo del
plazo a un momento anterior a la consumación del contrato, sino más
bien retrasarlo, cuando en ese momento no haya cesado la causa que
vició el consentimiento”. Por lo demás, admite igualmente que en vía de
excepción puede utilizarse la anulabilidad por la víctima de la violencia sin
limitación de plazo (365); y que la consumación cuando la violencia ha
cesado puede ser valorada como confirmación tácita (366).
Estos razonamientos no convencen, por el contrario, a BELLO JANEIRO,
D. (1993, 129-130), quien se ocupa de la acción que puede ejercitar el
cónyuge cuyo consentimiento se pretirió -caso posiblemente peculiar
también en este aspecto- y que no intenta una explicación del
tratamiento, entonces, privilegiado, para el que sufre error. Tampoco a
GÓMEZ CORRALIZA, B. 1990, 482.
Por su parte, PASQUAU (1997, 304) comparte la conclusión que así se
defiende, pero propone otros argumentos. En su opinión, interpretado el
art. 1301 junto con el art. 1969 Cc., lleva a afirmar que el tiempo sólo
empieza a contar “desde que la situación de hecho producida por el
contrato le obligue a reaccionar, es decir, desde el cumplimiento del
mismo o desde el ejercicio de la acción de cumplimiento por la otra parte.
Las especificaciones del art. 1301 tienden a alargar, en los casos de
violencia, intimidación y cónyuge cuyo consentimiento se omitió, el
momento de inicio del plazo hasta la fecha en que no sólo deben optar
por la nulidad o por la validez, sino que también pueden hacerlo (por
cesar la coacción, adquirir o recobrar la capacidad, o conocer el contrato,
respectivamente). Si es así, y todo parece indicar que sí, en todos los
casos será posible oponer por vía de excepción –que con frecuencia
deberá ser reconvención- la anulación del contrato”.
En cuanto a la violencia, obsérvese además que difícilmente el legislador
puede prever otra hipótesis que aquella en que la consumación se ha
realizado bajo efecto de la coacción o la violencia. Si la consumación se
produjera con posterioridad al cese de la coacción o violencia, ni siquiera
podría plantearse el tema de la prescripción, porque de forma
prácticamente necesaria tal consumación, ya libre el sujeto de violencia o
coacción, supondría confirmación del contrato (contra, DÍEZ-PICAZO, L.
1996 II, 492, para quien “la cesación de la violencia y de la intimidación
puede ser anterior o posterior a la ejecución de las prestaciones
contractuales, lo que, en esta materia, resulta intrascendente”).
Naturalmente, que el momento inicial del cómputo del plazo no sea nunca
anterior a la consumación no impide hacer valer la causa de anulación
con anterioridad a la misma. Desde la perfección del contrato, y antes de
su cumplimiento, puede alegarse la causa de anulación siempre que sea
necesario, señaladamente para oponerse al cumplimiento exigido por la
otra parte (MANRESA Y NAVARRO, J. M. 1907, 775).

[Jurisprudencia]
Así lo reconoce la S. 28 marzo 1973: al reclamar el vendedor el precio de las
chinchillas vendidas, opone el comprador vicio de dolo. El vendedor arguye que la
acción de dolo, de acuerdo con el artículo 1.301, no puede todavía ejercitarse, por lo
que el comprador, de momento al menos, habrá de pagar y recibir las chinchillas. El
Tribunal Supremo falla a favor del comprador.
En relación con un caso de cesión de renta vitalicia documentada en escritura
pública, la S. 11 junio 2003, con cita de las Ss. de 11 julio 1984, 27 marzo 1989, 5
mayo 1983, 24 junio 1897 y 20 febrero 1928, insiste en que el plazo de prescripción
de la acción de anulabilidad por dolo empieza a correr desde la consumación del
contrato, , “lo que ha de entenderse en el sentido, no que la acción nazca a partir
del momento de la consumación del contrato, sino que la misma podrá ejercitarse
hasta que no transcurra el plazo de cuatro años desde la consumación del contrato
que establece el art. 1301 Cc. Entender que la acción sólo podría ejercitarse “desde”
la consumación del contrato, llevaría a la conclusión jurídicamente ilógica de que
hasta ese momento no pudiera ejercitarse por error, dolo o falsedad de la causa, en
los contratos de tracto sucesivo, con prestaciones periódicas, durante la vigencia del
contrato, concretamente en un contrato de renta vitalicia como son los traídos a
debate, hasta el fallecimiento de la beneficiaria de la renta. Ejercitada, por tanto, la
acción en vida de la beneficiaria de las rentas pactadas, estaba viva la acción en el
momento de su ejercicio, al no haberse consumado aún los contratos”.
El TS., en S. de 29 abril 2000, considera, aplicando el art. 1969, y contradiciendo la
doctrina consolidada del carácter objetivo de la ejercitabilidad de la acción (por
todos, vid. REGLERO CAMPOS, F. 1994), que el plazo de prescripción de cuatro
años del art. 1301 no empezó a correr hasta que el demandante, que estaba en
prisión, salió de la cárcel. Posiblemente, el error de la sentencia, que arranca de que
en el art. 1301 no hay regla para el supuesto de que se trata, deriva, precisamente,
de que no es un caso de contrato anulable, y que el TS. trata de corregir con esta
equivocada doctrina las injustas consecuencias a que le conduciría la aplicación del
plazo de cuatro años de la anulabilidad (se trataba de un caso de contrato celebrado
con extralimitación de poder, para el que cabe defender que no es nulo, a pesar del
tenor literal del art. 1259 Cc., sino que adolece de un tipo de ineficacia específica
(por todos, NÚÑEZ LAGOS, R. 1956, 39).
Sobre qué se entienda por consumación del contrato, vid. S. 20 febrero 1928: El
contrato “no puede entenderse cumplido ni consumado hasta la realización de todas
las obligaciones” (se trataba de un préstamo tachado de doloso). También sobre este
concepto de consumación, Ss. 24 junio 1897, 17 mayo 1904, 16 octubre 1918, 5 mayo
1983, y 11 julio 1984.
La de 5 mayo 1983 afirma que “en el supuesto de entender que no obstante la
entrega de la cosa por los vendedores el contrato de 8 de junio de 1955, al aplazarse
en parte el pago del precio, no se había consumado en la integridad de los vínculos
obligacionales que generó”.
Es de notar que en la de 11 julio 1984, aunque sea obiter, se dice que el cómputo
para el posible ejercicio de la acción de nulidad, o con más precisión anulabilidad,
de contrato de compraventa, pretendida por intimidación, dolo o error, se produce a
partir de la consumación del contrato, o sea, mediante la realización de todas las
obligaciones.
La de 27 marzo 1989 expresa que “este momento de la ‘consumación’ no pude
confundirse con el de la perfección del contrato, sino que sólo tiene lugar, como
acertadamente entendieron ambas sentencias de instancia, cuando están
completamente cumplidas las prestaciones de ambas partes”.
En casos de compraventas de inmuebles, las Ss. 8 abril 1995 y 27 febrero 1997
consideran, sin mayor explicación, como dies a quo el otorgamiento de la escritura
pública, pero parece que se han cumplido las prestaciones de las partes.
En un caso de error invalidante del consentimiento, la S. 19 enero 1957 entendió
que no había llegado el dies a quo, pese al otorgamiento de escritura de renta
vitalicia, porque ni el demandado satisfizo la renta ni la demandante alteró sus
facultades como propietaria).

2.2.3.3.2. Peculiaridades de algunos supuestos

2.2.3.3.2.1. Intimidación y violencia

A lo dicho en el apartado anterior cabe añadir ahora el problema de la


carga de la prueba del día en que la violencia o intimidación cesaron, a
partir del cual corre el plazo de los cuatro años. Debe partirse -de
acuerdo con la jurisprudencia francesa (vid. FLOUR J. y AUBERT J. L.
1984, 272, nota 2)- de que corresponde al actor probar que la violencia o
intimidación siguieron actuando tras la consumación del contrato, cuando
pretende ser restituido en tiempo posterior a los cuatro años a partir de
ésta.
Si la violencia o la intimidación cesaron sin haberse consumado el
contrato, pueden ocurrir dos cosas: bien que se consume luego, lo que
supone confirmación y extingue toda acción basada en la invalidez; bien
que no se haya consumado, en cuyo caso la víctima podrá
indefinidamente, sin límite de tiempo, pedir que se declare el carácter
viciado del contrato, oponiéndose así a toda eventual reclamación basada
en el mismo (vid. MORALES MORENO, A. M. 1993, 366).
Se discute qué se entiende por “violencia” en este precepto, como noción
separada de la intimidación. La discusión tiene su sede propia en el
estudio del consentimiento contractual (art. 1.261.1º) y sus vicios (arts.
1.267 y 1.268). La doctrina española reciente (GORDILLO, A. 1983, 214 y
ss.; JORDANO FRAGA, F. 1988; MORALES MORENO, A. M. 1993, 341 ss.)
se ha ocupado profundamente del tema en los últimos años,
manteniéndose posiciones encontradas. En esta sede (compartiendo, por
lo demás, la explicación de De Castro, Gordillo, Jordano Fraga y Morales
Moreno sobre que la violencia definida en el art. 1.267 es, ciertamente,
vis physica, pero no ablativa, sino compulsiva y, por tanto, vicio del
consentimiento) nos permitimos simplemente recordar que en un
planteamiento funcional de los regímenes de invalidez como el que aquí
se defiende, lo decisivo no es si, en el caso -rarísimo en la práctica- de la
vis absoluta, falta el consentimiento en el sentido del art. 1.261 -lo que
difícilmente puede negarse-, sino si puede haber razones para, a pesar de
ello, aplicarle el mismo régimen que a la vis compulsiva y, decisivamente,
si ello es lo querido por el legislador.

[Doctrina]
Lo niega incluso lege ferenda, Jordano; mientras que para Gordillo -y
coincidimos en ello- sería razonable y cabe entenderlo así lege lata.
MORALES, partiendo de que el efecto de la vis absoluta es la nulidad del
contrato (344-345), observa luego que “en la práctica se va a producir
cierta aproximación entre el tratamiento jurídico de ambas
manifestaciones de violencia”, razonando sobre las diversas situaciones
en que el contrato ha sido cumplido (366-367)

Por otra parte, al menos en una concepción de la anulabilidad como la


aquí expuesta -el contrato anulable es inválido; la acción para hacerla
valer no comienza a prescribir nunca antes de la consumación del
contrato; como excepción puede hacerse valer siempre- parece la
anulabilidad un régimen adecuado también para la vis absoluta. No es
inoportuno señalar a quien dice haberla sufrido un plazo breve -y el de
cuatro años no lo es excesivamente- para pedir restitución de aquello de
que dice que fue despojado. La inactividad de la víctima durante largo
tiempo y su tardía alegación de haber sufrido violencia es sospechosa
En el análisis doctrinal imaginamos una hipótesis en que, con absoluta
seguridad, ha faltado el consentimiento de la víctima (hay sólo una
apariencia de declaración) y sacamos las consecuencias lógicas de
nuestra hipótesis; en la realidad lo que hay es personas que dicen que
han sufrido fuerza, encierro, golpes o amenazas más o menos fuertes y
que describen los hechos de formas diversas alegando datos de
trascendencia variable. No está fuera de lugar poner prudentemente un
plazo pasado el cual no puedan ya alegarse los hechos pretéritos que
habrían de probarse. Por otra parte, no se ve ninguna ventaja práctica en
ofrecer el ejercicio de la acción a cualquier interesado, que sería la
consecuencia lógica de apreciar nulidad. Por todo ello puede defenderse
que el contrato viciado por violencia es tratado en nuestro Derecho como
meramente anulable.

[Jurisprudencia]
Es interesante la S. 5 marzo 1992: “La tesis que, con invocación de un precepto
totalmente inadecuado para servirle de soporte jurídico-sustantivo, en él se
sustenta de que la intimidación genera la nulidad radical o absoluta del contrato
(con la que se trata de combatir la declaración que también hace la sentencia
recurrida, en sus fundamentos jurídicos, de que se halla prescrita la acción de
nulidad ejercitada por vía reconvencional) no puede ser aceptada, ya que (salvo
supuestos muy excepcionales, que no son del caso) la intimidación (vis
compulsiva), aunque vicia el consentimiento, no lo excluye, ni elimina (voluntas,
coacta, voluntas est), y, en consecuencia, como norma general, sólo da lugar a la
mera anulabilidad, no a la nulidad radical del contrato respectivo (art. 1300 Cc.)”.

2.2.3.3.2.2. Dolo, error y falsedad de la causa

Error, dolo y falsedad de la causa son los casos en que la ley


expresamente sitúa el momento inicial de la prescripción de la acción en
la consumación del contrato, sin esperar a que el vicio haya sido
descubierto por quien lo sufrió. Es, por ello, posible que la acción
prescriba sin que, en realidad, haya habido ocasión de ejercitarla y sin
que quepa pensar en una confirmación tácita.
Qué sea dolo lo define la ley en el art. 1.269 (MORALES MORENO, A. M.
1993, 368 y ss.; además, ROJO AJURIA, L. 1994). En cuanto a los
requisitos del error que vicia el consentimiento, los señala el art. 1.266
(MORALES MORENO, A. M. 1987 y 1993, 221 y ss.).

Conviene recordar, sin embargo, que no parece haber duda en cuanto a


la aplicabilidad del artículo 1.301 al error de derecho (cuando haya de ser
relevante).

[Jurisprudencia]
La S. 17 febrero 1994 recuerda que “ya la S. 4 abril 1903 decía que una cosa es que
la ignorancia de la Ley no favorezca a quien la padece y otra que, contra la
realidad misma de las cosas, no se convierta en vicio de la voluntad lo que es falta
de consentimiento o consentimiento equivocado, y así ese error de Derecho
(reconocido en la doctrina y jurisprudencia, Ss. 7 julio 1930, 7 julio 1950, 21 mayo
y 11 junio 1963) puede, como en este caso, dar lugar a la nulidad por anulabilidad
conforme al art. 1.301-4 Cc. con las consecuencias previstas en el art. 1.303”. Vid.
MORALES MORENO, A. M. (además de sus comentarios citados) 1990, 1.455 y ss.
y CABANILLAS SÁNCHEZ, A. 1992, 659 y ss.

La doctrina, en cambio, está dividida respecto de si el error obstativo


produce nulidad absoluta o anulabilidad (con aplicación, entonces, del
artículo 1.301).
Por todos, JORDANO FRAGA, F. 1988, 132-153 (en 151, nota 196, elenco
de autores partidarios de una u otra forma de invalidez) y MORALES
MORENO, A. M. 1993, 259 y ss.

[Jurisprudencia]
En la jurisprudencia, frente a la conocida S. 23 mayo 1935 (que declara nulo,
inexistente, el contrato de cesión de derechos: participación de lotería) puede
citarse la de 17 octubre 1989, que entiende aplicable al error en la redacción de
escritura de hipoteca el régimen (plazo) de la anulabilidad; en la S. 22 diciembre
1999 el TS. vuelve a la tesis de la nulidad (inexistencia del contrato por falta de
uno de sus elementos), que es reiterada por la S. 10 abril 2001, con la finalidad de
reconocer la legitimación de un tercero que no intervino en el contrato
(comentada por DE VERDA Y BEAMONTE, J. R. 2002, 131 y ss., quien pone de
relieve cómo muchos de estos casos pueden solucionarse por vía interpretativa del
contrato, ajustando la redacción a lo realmente querido por los contratantes).

“Falsedad de la causa”, por el contrario, es expresión que, en el Código,


sólo comparece en este artículo (los demás del mismo capítulo también la
ignoran), por lo que no es fácil identificar su concepto.
No puede entenderse como equivalente a la “expresión de causa falsa”
del art. 1.276, si esta última, como suele afirmar la doctrina y es
jurisprudencia constante, ha de significar simulación, con la consecuencia
de la nulidad absoluta. No es este el lugar para discutir este
planteamiento habitual de la base normativa de la simulación en nuestro
Derecho.

[Doctrina]
Desde otro punto de vista LACRUZ, J. L.(1994, 464 y ss.; en exposición
más breve, 1999, 405), con mayor respeto por los textos legales y la
previsible intención del legislador, mostrada por los antecedentes, ha
defendido que el art. 1.301 es, en este punto, interpretativo del 1.276 y
que ambos se refieren al mismo concepto de causa falsa. La comparación
con el art. 767 Cc. y el recurso a la opinión de GARCÍA GOYENA (que
entiende por causa falsa “el error sobre el que únicamente se fundó el
consentimiento”) llevan a pensar que tanto el art. 1.276 como el 1.301 se
refieren al error sobre la existencia de alguno de los elementos y
presupuestos que las partes consideraron esenciales al negocio. La
falsedad de la causa es, entonces, un defecto subjetivo, es decir, la
creencia de que se da o existe un presupuesto que falla en la realidad, y
que era motivo determinante de la obligación asumida por un
contratante.

En cualquier caso, puede darse por seguro que contratos viciados por
“falsedad de la causa”, a los efectos de la aplicación del artículo 1.301 y
consiguiente consideración como anulables, no son los simulados, ni
aquellos en que falte consentimiento, objeto o causa, sino exclusivamente
los que padecen un defecto subjetivo consistente en la representación no
coincidente con la realidad de alguna circunstancia que ha sido
incorporada al contrato como presupuesto del mismo. La causa resultará
falsa, entonces, para quien tuviera como motivo o causa principal
(motivos incorporados a la causa, causa concreta) algo que no existe. No
se trataría de causa inexistente, o de causa mentida, sino de causa
viciada por error (DE CASTRO, F. 1967, 242-243 y 500). Lo que ocurre
entonces es que será muy difícil distinguir estos supuestos de los de error
vicio del consentimiento, si bien la dificultad no acarrea problemas
prácticos, ya que el tratamiento legal es idéntico.

[DOCTRINA]
MORALES MORENO, A. M. (1993, 257 y ss.) entiende que muy cercana a
la “falsedad de la causa” está la causa putativa, pero que mientras la
primera lleva a la anulabilidad, la causa putativa produce nulidad radical.
Esta la define como “la errónea creencia de que existe (en los casos en
que sea necesaria su existencia; no siempre) la causa previa y extrínseca
al contrato, en la que, con carácter exclusivo, se justifica la existencia del
mismo” (258); mientras que en el “ámbito de las presuposiciones
incorporadas al contrato por las partes, pero ajenas a su objeto y función
típicos”, estamos en el “error extrínseco, que es preciso relacionar con la
falsedad de la causa, en el sentido del artículo 1.301”.

2.2.3.4. En particular, los contratos celebrados por los menores

2.2.3.4.1. El plazo, en general.

El plazo del artículo 1.301 se refiere a los contratos celebrados por


menores cuando hayan de considerarse anulables. No es éste el lugar de
discutir los supuestos, si bien conviene recordar que hay contratos válidos
celebrados por menores (en cuanto a los actos ordinarios de la vida
cotidiana, realizados de acuerdo con su edad y los usos sociales, vid. S.
10 junio 1991; respecto de la aceptación de donaciones simples, vid.
RDGR 3 marzo 1989, comentada por PÉREZ DE CASTRO, N. 1989)
mientras que, según la opinión más extendida, son nulos radicalmente
los celebrados sin capacidad natural de entender y querer (vid.
comentario a los artículos 1.263 y 1.264, por GÓMEZ LAPLAZA, M. C.
1993, 155 y ss.). La situación más común, con todo, es la de
anulabilidad.
Genéricamente, puede decirse que el plazo no comienza a correr sino
desde que quien contrató siendo menor puede, por ser ya capaz, ejercitar
la acción. Pero en nuestro Derecho, a diferencia del francés, esta
regulación no es expresión de una regla que impide que actúe la
prescripción en perjuicio de menores o incapaces. De acuerdo con el
artículo 1.932, los derechos y acciones se extinguen por la prescripción
“en perjuicio de toda clase de personas”. En consecuencia, si el menor ha
heredado acciones de impugnación que correspondían a su causante
(v.gr. por estar incapacitado, o por vicio del consentimiento), el plazo se
abre o sigue corriendo normalmente durante la minoría de edad. Al menor
no le queda, en su caso, sino reclamar “contra sus representantes
legítimos, cuya negligencia hubiera sido causa de la prescripción”
(artículo 1.932-2). Lo mismo cuando el contrato anulable ha sido
celebrado por el representante en nombre del menor (vid. S. 20 febrero
1960, respecto del préstamo usurario concertado por el representante del
menor en nombre de éste).
Ahora bien, para hacer valer la anulabilidad de los contratos por él
celebrados, el plazo puede ser bastante largo: normalmente, lo que
quede para llegar a la mayoría de edad y cuatro años más. De modo que
el contrato puede ser impugnado antes de que el plazo de prescripción
haya comenzado a correr. Impugnado, naturalmente, por el
representante legal, quien puede hacerlo cualquiera que sea el tiempo
transcurrido desde la consumación del contrato, o desde que llegó a su
conocimiento y sin que su inactividad durante largo tiempo obste en nada
al plazo de los cuatro años que a partir de la mayoría de edad o
emancipación se abre para quien contrató siendo menor. Por el contrario,
la confirmación por el representante legal impedirá la impugnación por el
menor cuando alcance la mayoría; lo mismo que la anulación por el
representante precluye la posibilidad de posterior confirmación por el
menor.

2.2.3.4.2. Día inicial del cómputo

Llama la atención que el legislador señale como día inicial para el plazo
de anulación de los contratos celebrados por los menores aquél en que
salieren de tutela. Como si la situación normal de los menores fuera su
sujeción a la tutela y no a la patria potestad. Cabe ver un último reflejo -
totalmente inadecuado sistemáticamente en el Código- de la diferente
situación histórica del menor sujeto a tutela (sui iuris, normalmente
huérfano), al que se refería el instituto de la restitutio in integrum, y la
del sujeto a la patria potestad (hasta 1870, cualquiera que fuera su
edad), cuya incapacidad radical sólo se paliaba a través de la doctrina de
los peculios. Pero la explicación parece estar, sobre todo, en la
inadecuada refundición en una sola norma de las que en el Proyecto de
1851 se ocupaban por separado de menores y de sujetos a interdicción -
es decir, incapacitados-, de modo que la vigente ha de interpretarse en
consonancia con las varias situaciones en que hoy pueden encontrarse
unos y otros. Por tanto, respecto de los menores, por tutela debe
entenderse toda institución de Derecho privado dirigida a la protección y -
en su caso- representación del menor; es decir, junto a tutela y curatela
y en primer lugar, la patria potestad.
Ha de entenderse que el plazo comienza a correr desde que la institución
protectora se extingue definitivamente, de modo que no corre todavía por
la muerte de los padres o la adopción del menor (vid. arts. 169 y 276),
sino exclusivamente en los siguientes casos:
a) Por llegar el sujeto a la edad de dieciocho años (o, siendo aragonés,
por contraer matrimonio: art. 4º Comp. aragonesa). Es el caso más
corriente.
b) Por muerte del menor, caso en que sus herederos podrán ejercitar la
acción durante el plazo de cuatro años a partir de la muerte. Si muere ya
mayor, pero todavía no prescrita la acción, podrán utilizarla sus
herederos en el tiempo que reste.
c) Por emancipación (por matrimonio -salvo en Aragón-, concesión de
quienes ejerzan la patria potestad o concesión judicial) o por concesión
del beneficio de la mayor edad (arts. 169-2º, 314, 276-4º, 321). La
solución es dudosa y plantea algunos problemas. Ciertamente, el sujeto
ha salido de la patria potestad o de la tutela, pero todavía su situación no
es la de plenamente capaz, de modo que incluso la función tuitiva de los
padres continúa a ciertos efectos o, en otros casos, se da lugar a una
curatela (vid. art. 286-1º). El dato más importante es que ahora puede
regir su persona y bienes como si fuera mayor (art. 323, salvo las
excepciones en él señaladas), por lo que ha de poder confirmar los
contratos que celebró con anterioridad (en el ámbito en que ahora es
capaz), así como anularlos si lo prefiere; mientras que los padres o el
curador, ahora en función de mera asistencia sólo para ciertos actos, no
puede ni impugnar ni confirmar los que con anterioridad celebró el
emancipado (y que ahora éste podría otorgar por sí mismo).
Respecto de las anteriores enajenaciones de inmuebles y demás contratos
para los que, ya emancipado, necesitaría asistencia, es claro que no
puede confirmar, sin la debida asistencia, los que celebró aún no
emancipado (cabe pensar si podría anularlos por sí solo, sin asistencia:
con ella no hay duda). Los padres o el curador no pueden confirmarlos
(no son representantes del emancipado; otra cosa es que presten su
asistencia a la confirmación) y es dudoso que puedan instar su anulación,
pues no estamos en el supuesto del artículo 293 (referido siempre a los
actos realizados en el periodo de la curatela, al que puede asimilarse el
de emancipación) cuyo remisión, por lo demás, a los 1.301 y ss. produce
no pocas incertidumbres.
En consecuencia, parece bastante seguro que, respecto de los contratos
que, aun emancipado, no puede realizar sin asistencia, el plazo de los
cuatro años no puede empezar a correr con la emancipación o beneficio
de la mayor edad, sino cuando alcance los dieciocho años. Aun cuando no
sea preciso el ejercicio judicial de la acción, esta solución se ve
confirmada por lo dispuesto en el art. 7 de la Lec. que exige, a quienes
no estén en el pleno ejercicio de sus derechos civiles (el emancipado no lo
está), que comparezcan con la asistencia exigida por la ley.
En cuanto a los demás, es defendible que comience el plazo con la
emancipación o el beneficio, pues desde entonces pudo ejercitar la
acción. Pero cabe también pensar que sólo desde la plena capacidad
empiece el plazo, de manera que el menor tenga cuatro años desde que
con absoluta y plena libertad pudo regir su persona y bienes. No sería
contradictorio con el hecho de que, con anterioridad, ya ha podido
confirmar o anular: de hecho, en todos los casos es posible este ejercicio
de la acción (si bien por el representante) con anterioridad al dies a quo
de su prescripción.
Esta última solución es más segura para el caso de vida independiente del
menor mayor de dieciséis años, ya que su situación, aunque es de
equiparación a la emancipación, es asimismo revocable (art. 319).
Para el menor emancipado, y respecto de los actos que no puede realizar
válidamente sino con asistencia, es claro que el plazo no empieza a
correr sino desde la mayoría de edad (vid. PÉREZ DE CASTRO, N. 1988,
269 y ss.).
En los supuestos de incapacitación durante la menor edad, el plazo no
empezará a correr sino desde que se levante la incapacitación.

2.2.3.5. En particular, contratos otorgados por incapacitados e incapaces

Recordemos que, literalmente, el artículo 1.301 señala como momento


inicial de la prescripción de la acción, respecto de los contratos celebrados
“por los incapacitados, desde que salieren de tutela”. Este texto ha tenido
siempre dificultades de armonización con el artículo 1.263-2º, que se
vieron suprimidas cuando la LO 1/1996, de 15 de enero, de protección
jurídica del menor dio nueva redacción al precepto, que ahora se refiere a
“los incapacitados”; pero además, tras la reforma de la incapacitación y
de la tutela en 1983, el art. 1301 hay que relacionarlo con los preceptos
de los artículos 199 y ss. (derogados con posterioridad en buena medida
por la Lec. de 7 de enero de 2000, que regula en los arts. 756 y ss., los
procesos sobre capacidad de las personas).
El artículo 1.301 utiliza el término “incapacitados”; en los artículos 1.302,
1.304 y 1.314, el de “incapacidad”. Nos ocuparemos de la posible
aplicación del régimen de la anulabilidad a todos los incapaces, estén o
no incapacitados. Pero, en primer lugar, nos referiremos a éstos últimos.

2.2.3.5.1. Los incapacitados

Quiénes pueden y deben serlo, y por qué procedimiento, es cosa que


determinan los artículos 199 y ss. Cc. y 756 y ss. Lec., que aquí no debe
ocuparnos en particular, salvo para recordar que, teóricamente, quedan
fuera de su concepto estricto los declarados pródigos. También, que fue
suprimida la pena de interdicción civil. Sí nos interesan, en cambio, las
consecuencias de la incapacitación.
De acuerdo con el artículo 760 Lec. (con anterioridad, art. 210 Cc.), la
sentencia de incapacitación ha de determinar la extensión y límites de
ésta y el régimen de tutela, curatela o patria potestad (prorrogada o
rehabilitada, vid. art. 171). De modo que, obviamente, puede ocurrir que
la sentencia no prive de capacidad para ciertos contratos -en cuyo caso
éstos serán plenamente válidos, con lo que no estamos en el campo de
aplicación del art. 1.301-, o que exija para su validez la asistencia del
guardador (curador -art. 289-, pero también, aunque excepcionalmente,
tutor o padres que, en los actos más importantes, le representan), o que
el acto sea realizado por el representante legal (tutor o padres). El
artículo 1.301 no dice qué ocurre con los actos anulables del incapacitado
(ni, mucho menos, cuáles son o no anulables), sino únicamente que, si
está sujeto a tutela, la acción perdura por cuatro años a partir de que
saliere de la misma. De este modo podrá ejercitar la acción el
incapacitado que, por dejar de serlo a través de otro pronunciamiento
judicial, salga por ello de la tutela; pero, más frecuentemente, sus
herederos, al terminar la tutela por fallecimiento del incapacitado en este
estado. Que el incapacitado tuviera antes intervalos lúcidos -incluso que
en uno de ello celebrara el contrato- o que pudiera regir su persona y
bienes plenamente mucho antes de la declaración judicial que le reintegró
al estado de capaz o mucho antes de su muerte en estado de
incapacitación no altera, en nuestra opinión, esta regla, pues el carácter
anulable de los contratos por él celebrados procede sin más de la
incapacitación y nada puede hacer por su validez mientras no sea
levantada ésta.
Lo mismo podemos decir, en principio, respecto del incapacitado sujeto a
patria potestad prorrogada o rehabilitada, o a curatela, para los actos por
él realizados que, en cada caso, hayan de considerarse anulables. Es
decir, el término “tutela”, en el art. 1.301, comprende ahora todas las
formas de guarda de incapacitados.
Esta afirmación queda corroborada por la remisión que el artículo 293
(desde el año 1983) hace a “los artículos 1.301 y siguientes de este
Código”. Es cierto que la remisión tiene algunos aspectos desconcertantes
y que, en realidad, sólo tendría pleno sentido si en los artículos 1.301 y
siguientes estuviera regulado el régimen de la anulabilidad de los actos
realizados por quien se encuentra sujeto a curatela. Como esto,
obviamente, no es así, hay que entender que el legislador reclama para
este caso lo allí dispuesto para otros, concretamente para los actos
realizados por los incapacitados sujetos a tutela. En consecuencia, lo
mismo habrá que pensar del incapacitado sujeto a patria potestad.
Surgen algunos problemas cuando un régimen de tutela es judicialmente
transformado en uno de curatela y viceversa (o más en general, en todos
los casos en que la incapacitación se suaviza o se agrava). En este último
caso, parece claro que el hecho de que cese la curatela (o la patria
potestad) para ser sustituida por tutela no hace comenzar a correr el
plazo de prescripción; y que el tutor podrá anular aquellos actos
realizados bajo curatela que pudo anular el curador.
Por el contrario, si cesa la tutela abriéndose la curatela en virtud de la
resolución judicial que modifique la incapacitación, es defendible que
comienza el plazo de prescripción -pues el incapacitado ha salido de la
tutela- respecto de aquellos contratos para los que, en su nuevo régimen
suavizado, el incapacitado tiene plena capacidad. Los razonamientos
posibles son paralelos a los expuestos respecto del menor que pasa a ser
emancipado. Por ello mismo, también puede pensarse que sólo con la
definitiva salida de la incapacitación empieza a correr el plazo, sin
perjuicio de que antes el propio incapacitado (y dudosamente el curador)
pudiera ejercitar la acción.

2.2.3.5.2. Los incapaces no incapacitados

En cuanto al tipo de invalidez de los actos realizados por los incapaces no


incapacitados, la doctrina está dividida.
Si en el momento de contratar carecían de “capacidad natural” o aptitud
para entender o querer puede decirse que, entonces, por hipótesis, falta
el consentimiento. Hay razones, por tanto, para entender que, de acuerdo
con el artículo 1.261, “no hay contrato”, de modo que su invalidez sigue
el régimen de la nulidad absoluta y, en particular, la acción no está sujeta
a plazo, puede ejercitarla cualquier interesado y no cabe confirmación.
Este punto de vista ha sido, probablemente, mayoritario en la doctrina y
sustancialmente corroborado por la jurisprudencia.

[Doctrina]
En la doctrina, con detenida argumentación, TORRALBA SORIANO, V.
1983, 569 y ss. y JORDANO FRAGA, F. 1988, 308 y ss.; partidarios de la
anulabilidad, por el contrario, DÍEZ-PICAZO, L. 1993 I, 146; GORDILLO,
A. 1986 (ya antes, en 1983, y en los comentarios jurisprudenciales luego
citados); LACRUZ, J. L. 2002 I-2, 122; GARCÍA-RIPOLL MONTIJANO, M.
1992; GÓMEZ LAPLAZA, M. C. 1993, 186 y ss., con cuidada exposición de
la doctrina.
[Jurisprudencia]
En la jurisprudencia, Ss. 27 marzo 1963, 10 noviembre 1969, 4 abril 1984 (vid.
comentario de DELGADO, J. 1984, 1.573 y ss.); cabe pensar que, en esta Sentencia,
el Tribunal no comparte plenamente la tesis de la nulidad absoluta, que acepta en
razón de la forma en que se articula el recurso), 1 febrero 1986 y 18 marzo 1988
(comentadas por GORDILLO, A. 1986, 3.405 y ss. y 1988, 209 y ss.,
respectivamente), entre otras.

Pero no es fácil justificar por qué los contratos realizados por el incapaz
incapacitado son anulables, mientras que los del mismo incapaz no
incapacitado (y que debería serlo) son nulos de pleno derecho, con
diferente fundamento en cada caso y, por tanto, necesidad de prueba
sobre hechos distintos. En nuestra opinión, esta postura de la doctrina y
la jurisprudencia es una solución ortopédica a las deficiencias del texto
legal, para acudir en ayuda de quienes, no estando incapacitados, se
encuentran habitualmente en situación de locura o demencia (vid. art.
1.263-2º, que antes de 1996 hablaba de “locos o dementes” pero ahora
se refiere a “los incapacitados”).
Probablemente, la indudable mejora que en el tratamiento jurídico-civil
de los incapaces ha supuesto la reforma de 1983 sigue estando
desconectada de la realidad, en que la iniciativa para incapacitar a un
familiar suele ser vista como un ataque a éste -en lugar de como una
acto debido para su protección, como supone el legislador- o, en todo
caso, como una complicación que se evita mientras no hay muy fuertes
razones para abordarla. En consecuencia, la mayor parte de los que para
su protección, de acuerdo con el Código, deberían estar incapacitados, no
lo están. Si esto es así -y no parece que vaya a cambiar- vale la pena
hacer el esfuerzo doctrinal adecuado para aplicar a los actos de los
incapaces habituales la forma de invalidez que el Derecho predispone
para la protección de una parte contractual, es decir, la anulabilidad.
No hay en el art. 1301 ningún obstáculo difícil de salvar para su
aplicación a los actos de los enfermos mentales y disminuidos psíquicos
no incapacitados, y el resto del capítulo más bien inclina a ello.
Recordemos el texto: “cuando la acción se refiera a contratos celebrados
por los menores o incapacitados, desde que salieren de tutela”. ¿Puede
darse un valor decisivo al término “incapacitados” en un texto como éste?
En nuestra opinión, todo inclina en contrario. Si damos a “incapacitados”
un sentido técnico, tendremos que pensar que no es lo mismo que
“incapacidad” en los artículos 1.302, 1.304 y 1.314, de modo que éstos
últimos (pero no el 1.301) se aplicarían en todos los contratos celebrados
por incapaces (estén o no incapacitados). No parece muy coherente.
Estaríamos dando al término “incapacitado” una importancia excesiva, en
un texto que: a) se refiere a los menores que salen de tutela, a pesar de
lo cual no dudamos en aplicar el precepto a los casos, muchísimo más
importantes, en que el menor nunca ha estado bajo tutela, sino bajo
patria potestad o, emancipado, bajo curatela (o incluso nunca ha estado
bajo tutela cuando debió estarlo, por ejemplo por orfandad, pero nadie se
ocupó de constituirla); b) se refiere a la tutela de los incapacitados, a
pesar de lo cual no dudamos en aplicarlo hoy a los sujetos a curatela.
Podrá decirse que en (casi) todos los casos anteriores el incapaz ha
tenido un guardador legal, lo que, para los mayores de edad, sólo es
posible mediante incapacitación. Esto es cierto, pero creemos que prueba
lo contrario de lo que se ha supuesto. No prueba que el precepto haya de
aplicarse sólo a los que han estado sujetos a guarda legal, sino que, aun
en estos casos, el inicio del plazo de prescripción (no el momento en que
pudo ejercitarse la acción por el guardador) se retrasa al momento en
que el propio incapaz deja de serlo. No es que se retrase el dies a quo en
razón de que, con anterioridad, estaban bajo la protección de un tutor,
sino que se retrasa a pesar de contar, hasta entonces, con esta
protección. La finalidad de esta determinación del inicio del plazo no es
posibilitar que el tutor impugne -como es obvio-, sino posibilitar que
quien deje de ser incapaz impugne a pesar de que, hasta entonces, pudo
hacerlo su guardador legal. Por tanto, mayor razón hay para que no
comience el plazo cuando el incapaz no está en condiciones de impugnar
y ni siquiera tiene quien lo haga por él.
Podemos, entonces, explicar la finalidad de la ley del siguiente modo. Ni
siquiera en el caso en que el incapaz (entonces, necesariamente,
incapacitado) tenga tutor el plazo empieza a correr con la perfección del
contrato, o con su consumación, o cuando el tutor tuvo conocimiento del
acto (o en cualquier otro momento que pudiéramos imaginar, relacionado
con la posibilidad que el tutor tiene de hacer anular el acto), sino que
siempre (aun cuando tenga tutor que pudo ejercitar la acción) hay que
esperar a que la incapacidad cese.
Con mayor razón habrá que esperar a este momento (el de recuperación
de la capacidad -que habrá de probar quien oponga la prescripción; al
incapaz; al que lo fue, o a sus herederos, le basta con probar que era
incapaz en el momento de contratar- o, frecuentemente, el de
fallecimiento) cuando quien contrató siendo habitualmente incapaz de
regir sus persona y bienes careció de guardador legal que pudiera hacer
valer con anterioridad la anulabilidad del contrato.
Tampoco hay razón para excluir la aplicación de estos artículos en todos
los supuestos en que la invalidez del contrato proceda de incapacidad,
aunque se parta del principio de que sólo los contratos de los
incapacitados son, propiamente, anulables. Que los autores que así
opinan lleguen a la conclusión de que los contratos de los incapaces no
incapacitados son nulos de pleno derecho no debería impedir aplicar las
normas que el legislador ha previsto para este caso de invalidez. No
habría (en este planteamiento) límite de plazo ni exigencia específica de
legitimación, pero quien contrató con el incapaz no podría alegar la
incapacidad de su contratante, ni éste tendría que restituir sino en cuanto
se enriqueció. Esto último entendió la S. 9 febrero 1949 (vid. DÍEZ-
PICAZO, L. 1973, 64 y ss.).

2.2.3.5.3. Referencia a los pródigos y a los quebrados

A) Tras las reforma de 1983, parece indudable que los actos del declarado
pródigo son anulables (cuando producidos sin asistencia siendo ésta
necesaria), porque así lo ha decidido el legislador (art. 293). Pero no es
fácil precisar el régimen de esta anulabilidad, en general y por lo que
respecta al cómputo del plazo, conforme al artículo 1.301 al que se
remite (a este y a los siguientes) el 293
Una densa exposición de los problemas de la prodigalidad desde el punto
de vista de la anulabilidad de los actos del pródigo en BELLO JANEIRO, D.
1993, 79 y ss., y notas 22-30, y allí bibliografía.
Literalmente, el pródigo no es un incapacitado (porque el legislador así lo
ha querido; en cualquier caso, no es un incapacitado para su protección),
ni está sujeto, nunca, a tutela, sino a curatela. Todo ello no impide que
pueda aplicarse el párrafo que el art. 1.301 dedica a los incapacitados (lo
era el pródigo, aunque de manera peculiar, hasta 1983), de manera que
el plazo de cuatro años no comience a correr sino desde que ha cesado la
condición de pródigo y éste ha dejado de estar bajo curatela. Con
anterioridad, es el curador (probablemente, solo él) quien puede
impugnar.
El resultado es insatisfactorio. No tiene mucho sentido que sea el pródigo
quien pueda impugnar sus propios actos una vez libre de curatela (pues
no se le sujetó a la misma para su protección, sino la de los intereses de
familiares próximos). Pero los datos legales no dan mucho margen para
otra interpretación. Ciertamente, el artículo 293, que no se aplica
solamente a la curatela del pródigo, no fue pensado originariamente para
este caso. Pero su situación entre las “disposiciones generales” de la
curatela, que suponen inequívocamente su aplicación a la prodigalidad
(vid. art. 286-3º), junto con la falta, en la sección segunda, no ya de otra
norma, sino de cualquier indicio de un criterio divergente, hacen difícil
evitar este resultado. Cabe pensar -más que nada, para tranquilidad del
intérprete- que las consecuencias prácticas pueden no ser tan graves. Si
la declaración de prodigalidad es levantada por otra resolución judicial, es
de pensar que el curador -que protege los intereses de los familiares
señalados en el art. 757.5º Lec. (antes, en el derogado art. 294 Cc.) -
tiene ocasión y motivo para impugnar a tiempo (es decir, antes de esta
resolución) los actos realizados con anterioridad por el pródigo sin su
asistencia, cuando ésta era necesaria. Si, por el contrario, el declarado
pródigo fallece en este estado, la acción corresponderá durante cuatro
años a sus herederos (entre quienes fácilmente están los familiares del
art. 757.5º).
B) Los concursados y quebrados no estaban sujetos, propiamente, a
incapacitación (aunque de incapacitar hablaban los arts. 1.914 Cc., 878
Ccom. -inhabilitado- y 1.161 Lec. 1881). La limitación en la eficacia de
muchos de sus actos no trataba de proteger sus intereses sino,
obviamente, los de sus acreedores. Más comúnmente la doctrina y la
jurisprudencia han venido entendiendo que los actos contrarios a esta
limitación infringían una prohibición, por lo que habían de considerarse
nulos de pleno derecho, con dudoso apoyo en el art. 878-2 Ccom. Sin
embargo, la S. 30 junio 1978 razonó extensamente en contra,
inclinándose por un régimen de ineficacia cercano al de la anulabilidad:
GORDILLO, A. (1990, 981-982) señala esta sentencia como exponente de
la tendencia restrictiva de la nulidad y extensiva de la anulabilidad en
nuestro Derecho. Vid. también GOMEZ LAPLAZA, M. C. (1993, 209) y
DELGADO, J. 1993 II, 2499 y ss.
Creemos que los actos del quebrado no eran radicalmente nulos, pero el
régimen de su anulabilidad era atípico. En cuanto al plazo, no es sólo que
para la determinación de su inicio no pudiéramos subsumir el supuesto en
ninguno de los párrafos del artículo 1.301, sino que cabía poner en
entredicho la misma duración de cuatro años. Más bien había de poder
impugnar la representación de los acreedores mientras durara la
situación, durante todo el tiempo que durara, pero nunca con
posterioridad.
La Ley 22/2003, de 9 de julio, concursal, establece ahora los efectos de la
declaración de concurso sobre la persona del deudor, distinguiendo según
sea voluntario o necesario; para el primer caso se establece la
conservación de las facultades de administración y disposición sobre su
patrimonio, si bien sometido su ejercicio a la intervención de los
administradores mediante su autorización o conformidad; en el caso de
concurso necesario se suspende el ejercicio de las facultades de
administración y disposición del deudor sobre su patrimonio, siendo
sustituido por los administradores (art. 40). Para administrar bienes
ajenos o para administrar o representar a cualquier persona sólo se prevé
la posibilidad de inhabilitación en la sentencia que declare el concurso
como culpable (art. 172).
Para los actos del deudor posteriores al concurso se establece un régimen
de anulabilidad específico (art. 40.7): los actos contrarios a las
limitaciones impuestas en la ley pueden ser anulados a instancia de la
administración judicial, que también puede convalidarlos o confirmarlos;
el plazo de ejercicio de la acción, que se califica de caducidad es de un
mes en el caso de que los acreedores hayan requerido a la administración
para que se pronuncie sobre la confirmación o la impugnación; en los
demás casos, la acción caduca con la aceptación del convenio por los
acreedores y, en el supuesto de liquidación, con la finalización de ésta.
Para los actos realizados en los dos años anteriores a la fecha de la
declaración del concurso y que sean perjudiciales se establece una acción
rescisoria, que frente a la actual interpretación jurisprudencial de los
actos del quebrado en el período de retroacción, presupone la validez
inicial de tales actos, si bien se establece la posibilidad de su impugnación
(arts. 71 a 73).

2.2.3.6. En particular, los contratos celebrados por un cónyuge sin el necesario


consentimiento del otro

2.2.3.6.1. Supuestos a que se refiere el artículo 1.301, párr. último

La anulabilidad contemplada en el párrafo último del artículo 1.301, es


decir, la de los actos y contratos realizados por uno de los cónyuges sin el
consentimiento del otro, cuando este consentimiento fuere necesario, es
anómala, ya que la acción para invalidar el contrato se concede, no a
quien fue parte en el mismo, sino a un tercero (cónyuge de uno de los
contratantes). Ello tiene consecuencias de todo orden en el régimen de
esta anulabilidad, hasta el punto de que, muy probablemente, su
naturaleza no es la misma que en los demás casos del artículo 1.301. En
este caso, puede decirse que el contrato celebrado es plenamente válido
y eficaz mientras el cónyuge cuyo consentimiento se pretirió no ejercite
esta acción “dirigida a invalidar” (según la letra del precepto; compárese
la expresión “la acción de nulidad” con que comienza el artículo) lo que,
sin su ejercicio, era plenamente válido y eficaz. En el mismo sentido
inclina el tenor literal del artículo 1.390 i. f., que habla de impugnar la
eficacia del acto, no de solicitar o pedir su ineficacia, como recuerda Bello
Janeiro en su exahustivo estudio de esta cuestión.

[Doctrina]
Para este autor, estamos ante una “anulabilidad relativamente atípica,
distinta a los supuestos que inicialmente contemplaban los artículos 1.301
y ss. Cc., y que constituye un cuerpo anómalo, atípico, peculiar o extraño
al sistema” (BELLO JANEIRO, D. 1993, 133).

Naturalmente, no son los argumentos literales los decisivos (aunque


tienen mayor valor por provenir de textos recientes, en tiempo en que es
de suponer que el legislador conoce el alcance técnico de los términos
que utiliza), sino los que derivan de la regulación que de esta anulabilidad
hace el Código en diversos lugares.
La explicación de esta anomalía es histórica. Hasta la reforma de 2 de
mayo de 1975, el párrafo correspondiente del artículo 1.301 se ocupaba
de los contratos hechos por la mujer casada sin licencia o autorización
competente, supuesto que, en el modelo francés de donde se tomó, se
consideraba de incapacidad, con lo que enlazaba sin dificultad con los
demás referidos a incapaces. Aun así, la norma no tenía, en nuestro
Código, plena coherencia, ya que no era la mujer -supuesta incapaz-
quien podía impugnar el contrato por ella celebrado, sino el marido y sus
herederos (terceros, por tanto, respecto del contrato), en atención al
principio de unidad de la familia y primacía del varón.
A partir de 1958, en que el artículo 1.413 exigió el consentimiento de la
mujer para la disposición de inmuebles y establecimientos mercantiles
gananciales por parte del marido, la jurisprudencia -antes, en influyente
trabajo, DE LA CÁMARA- entendió que los actos realizados por éste sin el
necesario consentimiento de su mujer eran anulables, lo mismo que los
de la mujer sin licencia marital. Esta interpretación era compartida por
algunos autores, pero también combatida por otros. Algunos autores se
inclinaban por la nulidad de pleno derecho; otros por formas más
matizadas de ineficacia (vid., por todos, AMORÓS, M. 1977, 951 y ss.,
donde se recoge la doctrina y jurisprudencia anteriores y se critica la
postura jurisprudencial y su aceptación por el legislador; otras referencias
en BELLO JANEIRO, D. 1993, 98-99, nota 91).
El legislador de 1975 se limitó a consagrar la solución jurisprudencial,
modificando el artículo 1.301 en la forma en que hoy sigue vigente. Se
observará que los dos últimos párrafos del artículo 1.301 han permutado
su posición tras la Ley de 2 mayo 1975. El Proyecto del Gobierno suprimía
el entonces párrafo quinto (relativo a la mujer casada), supresión
mantenida formalmente por la Ponencia de la Comisión de Justicia de las
Cortes. Pero esta Comisión introdujo en su sustitución el párrafo que hoy
es ley, añadido ahora al final del precepto. Quizás con esta colocación
queda más subrayado el carácter heterogéneo del supuesto respecto de
todos los casos anteriores del mismo artículo. Vid., para la elaboración
del precepto, DE ÁNGEL, R. 1977, 1056-1057.
Entre 1975 y 1981, el único caso seguro a que podía referirse el artículo
1.301 i. f. (en relación con el 65, derogado) lo constituía el previsto en el
artículo 1413 (derogado), es decir, la disposición de inmuebles
gananciales por el marido sin consentimiento de la mujer. Pudo discutirse
entonces sobre la aplicación del art. 1.301 i. f. a los supuestos de los arts.
995, 1.361, 1.445, 1.416-1º Cc. (naturalmente, en su redacción anterior)
y 6º y 9º Ccom. Vid. LACRUZ, J. L. 1975, pásg. 76-79; AMORÓS, M.
1977, 977-978.
Tras la reforma global del régimen económico matrimonial en 1981, el
texto inalterado (desde 1975) del art. 1.301 i. f. tiene un alcance distinto.
Ha de ponerse ahora en inmediata relación con el artículo 1.322. Si bien
éste apenas varía la redacción del artículo 65 (en su versión de 2 mayo
1975), ahora los casos en que los actos de un cónyuge pueden ser
anulados se amplían notablemente. La iniciativa de los actos referidos a
bienes gananciales compete a cada uno de los cónyuges y no sólo al
marido; mientras que la necesidad de consentimiento de ambos esposos
se extiende a la generalidad de los actos de gestión y disposición (aunque
con muchas excepciones: arts. 1.375 y ss.). En todos estos casos la falta
del consentimiento requerido conduce a la previsión del artículo 1.301
(salvo que los actos, por ser a título gratuito, sean nulos de pleno
derecho: artículos 1.322-2º y 1.378). También en el supuesto del artículo
1.320 (para la S. 19 octubre 1994, las consecuencias de la infracción del
art. 1.320 las señala el art. 1.322-1), cuyo segundo párrafo introduce una
norma peculiar de protección a terceros.

2.2.3.6.2. Día inicial para el cómputo del plazo

Hasta 1975, el precepto antecedente del actual señalaba que el plazo


comenzaba a correr “desde la disolución del matrimonio”. Referido, como
sabemos, a los actos de la mujer casada sin licencia marital, era
congruente con su tratamiento como incapaz en el Código de Napoleón,
pues sólo ella podía impugnar sus actos, cuando la disolución del
matrimonio le devolviera la capacidad de obrar. Pero en nuestro Código,
en que sólo el marido y sus herederos podían reclamar la nulidad de los
actos otorgados por la mujer (art. 65, derogado), este cómputo del plazo
tenía poco sentido. El marido, sin duda, podía impugnar constante
matrimonio. Entonces, según una opinión doctrinal, basada en que la
acción “sólo durará cuatro años”, transcurrido este tiempo desde que el
marido pudo impugnar, es decir, desde que tuvo conocimiento del acto,
se entendía prescrita la acción. El resto del precepto significaría que, a
pesar del desconocimiento del marido, la acción prescribía como máximo
a los cuatro años desde la disolución del matrimonio.
Este es el planteamiento que el legislador, en 1975, traslada a los actos
realizados por un cónyuge sin el necesario consentimiento del otro. De
manera que el plazo de prescripción empieza a correr desde el
conocimiento del acto por quien puede impugnarlo, si bien nunca puede
durar más allá de los cuatro años desde la disolución de la sociedad
conyugal (en general, sobre los problemas del cómputo del plazo, BELLO
JANEIRO, D. 1993, 98-108).
A) El conocimiento suficiente del acto.
Se entiende, conocimiento por parte del cónyuge cuyo consentimiento,
siendo necesario, falta en el acto, por lo que a él corresponde la acción de
impugnación. El texto del artículo 1.301 no es muy expresivo al respecto,
pero la conclusión parece segura.
El objeto de conocimiento parece ser el otorgamiento o perfección del
acto por el otro cónyuge (pues es entonces cuando hay un acto
susceptible de invalidación), no la mera intención, actos preparatorios u
oferta contractual; pero tampoco la consumación del mismo (porque
todavía no se ha producido, o porque se ignora, siendo conocido el
otorgamiento). Si esto es así, el plazo de prescripción puede empezar a
correr antes de la consumación, lo que muestra que la “anulabilidad” de
tales actos, también en esto, diverge de la hipótesis normal.
El conocimiento será “suficiente” cuando se conozca, al menos, que el
cónyuge ha realizado un acto de aquellos que requieren consentimiento
conyugal, cuál sea en concreto el objeto de que se dispone y la identidad
del contratante. Esta es la información mínima, porque con ella puede ya
interponerse la acción. Mientras que acaso no sea excesiva exigencia
respecto de un cónyuge que, ya enterado de un acto de disposición
realizado por su consorte, averigüe en qué condiciones y reflexione sobre
su conveniencia, mientras que transcurre ya el plazo de cuatro años. Para
la contraparte puede ser excesivamente difícil la prueba del conocimiento
completo de las condiciones, que acaso pueda presumirse desde que se
prueba el conocimiento de la realización del acto (BELLO JANEIRO, D.
1993, 107-108).
Si debiéramos dar por buena -lo que no creemos- la doctrina a veces
sentada por el Tribunal Supremo en el sentido de que para la acción
interpuesta por el cónyuge es necesario daño, fraude o al menos riesgo
para los intereses de la sociedad conyugal o del impugnante, por ello
mismo el conocimiento del daño o riesgo habría de ser considerado
requisito para la “suficiencia” del conocimiento.
No es preciso que sepa que la ley le concede una acción para impugnar lo
hecho sin su consentimiento.
La prueba de que se tuvo conocimiento suficiente del acto más de cuatro
años antes de interpuesta la acción corresponde a quien oponga la
prescripción. Tal prueba puede ser difícil y suponer cierto grado de
inseguridad, pero la carga viene sugerida incluso por la redacción del
precepto, en que el cómputo a partir del conocimiento aparece como
excepción de la regla general, según la cual el tiempo comenzará a correr
desde la disolución de la sociedad conyugal o del matrimonio, y sin que
lleve necesariamente a otra conclusión el art. 217.6 Lec., que ordena al
tribunal tener en cuenta la disponibilidad y facilidad probatoria que
corresponde a cada una de las partes del litigio.
La propia configuración legal del inicio del plazo convence de que el
conocimiento suficiente, por un cónyuge, de lo hecho por el otro sin su
consentimiento, seguido de su pasividad, no puede valorarse como
consentimiento tácito o confirmación. El legislador ha querido claramente
concederle el plazo de cuatro años, por lo que merece crítica una línea
jurisprudencial notablemente proclive a privar a la mujer (que suele ser
en la práctica la que se ve en la necesidad de impugnar) de la posibilidad
de impugnar durante el plazo que la ley le brinda (BELLO JANEIRO, D.
1993, 208-209).
B) Disolución del matrimonio y de la sociedad conyugal.
La disolución del matrimonio conlleva siempre, necesariamente, la de la
“sociedad conyugal”, entendida como régimen económico matrimonial.
Las causas de disolución de la sociedad de gananciales se enumeran en
los artículos 1.392 y 1.393. Pero “sociedad conyugal” ha de entenderse
aquí en un sentido más amplio, según el fundamento concreto de la
acción que se ejercite, pues incluso en régimen de separación se aplica el
artículo 1.320.

2.2.4. Perpetuidad de la excepción de anulabilidad

Se ha debatido desde la promulgación del Código si la deducción de la


excepción de anulabilidad -a diferencia del ejercicio de la acción- está
sujeta a plazo. La cuestión -además de las implicaciones doctrinales que
se dirán- tiene indudable alcance práctico. Si las obligaciones nacidas del
contrato no se han cumplido, ni el incapaz o quien sufrió vicio del
consentimiento ha recibido reclamación alguna, judicial o extrajudicial, de
la otra parte, lo más frecuente será que no tome la iniciativa de acudir a
los Tribunales para solicitar que se declare algo casi puramente teórico:
que el contrato es anulable y que no está obligado a cumplir lo que nadie
le pide. Ahora bien, si pasados los cuatro años (pero no prescrita la
acción de cumplimiento, que lo hará normalmente a los quince) el que
era incapaz cuando contrató o quien sufrió el vicio del consentimiento es
demandado, su única defensa posible será oponer la excepción de
contrato anulable… si se admite que ésta puede oponerse sin sujeción a
plazo alguno.
La quaestio iuris se plantea a veces con carácter absolutamente general:
si las excepciones (todas, por el hecho de serlo) no prescriben, a pesar de
que prescriban las acciones. Cuestión que pende de otras dos igualmente
teóricas y generales: la naturaleza jurídica de las excepciones (¿reus in
excipiendo fit actor?) y la naturaleza jurídica de la prescripción
(¿extinción del derecho? ¿de la acción? ¿hecho impeditivo de su ejercicio?
¿defensa del demandado que se hace valer…mediante excepción?).
Probablemente, con esta generalidad no es posible dar una respuesta
afirmativa ni negativa sobre la imprescriptibilidad de las excepciones. Ni
es necesario para resolver el problema que nos ocupa.
El texto principal sobre esta materia en la tradición del Derecho común es
uno de PAULO (D. 44.4.5.6) relativo a la exceptio doli, sobre el que se
generaliza construyendo la regula "quae temporalia ad agendum perpetua
ad excipiendum”. La expresión no está en este paso del Digesto, pero sí
la (posible) generalización. Dice así D. 44.4.5.6: Non sicut de dolo actio
certo tempore finitur, ita etiam exceptio eodem tempore danda est: nam
haec perpetuo competit, cum actor quidem in sua potestate habeat,
quando utatur suo iure, is autem cum quo agitur non habeat potestatem,
quando conveniatur. El argumento conserva su fuerza: la excepción
compete perpetuamente, pues es potestad del actor decidir cuándo ejerce
su derecho, mientras que aquél a quien se demanda no tiene poder para
determinar cuándo es demandado.
El alcance de la generalización nunca fue seguro, pero en general se
afirmaba el carácter imprescriptible de las excepciones de dolo y miedo,
mientras que se negaba en los casos de restitutio in integrum del
incapaz, atendiendo a que en estos últimos era necesaria una previa
impugnación judicial y un acto judicial que ordenara volver las cosas a su
primitivo estado. Unificada la regulación de ambos tipos de casos en
nuestro Código en forma más cercana a la regulación tradicional de los
vicios del consentimiento, es normal que se trasladara a la anulabilidad la
vieja regula atinente a las excepciones de dolo y miedo.
Entendiendo, como se ha defendido aquí, que la prescripción en el plazo
de cuatro años se refiere exclusivamente a la acción de restitución se
logra una explicación aceptable sobre el tema, tantas veces debatido, de
si la deducción de la excepción de anulabilidad está sujeta a plazo.
La doctrina española moderna -observaba De Castro en 1967 (DE
CASTRO, F. 1967, 510)- comienza estando dividida y últimamente parece
más bien indecisa. En la actualidad, el panorama no deja de ser confuso.
Muchos autores parecen ser conscientes de que admitir la
imprescriptibilidad de la excepción es contradictorio con la consideración
del plazo como de caducidad, aplicado al ejercicio de un derecho
potestativo, más aún cuando defienden que sólo puede ejercitarse
accionando -en su caso, en reconvención- y no mediante excepción.
Partiendo de tal premisa, parece que no hay lugar teórico para la
discusión. Pero, por otra parte, parecen también mayoritariamente
convencidos de la justicia y conveniencia de la solución que preconiza la
posibilidad de oponer la excepción frente a la demanda de cumplimiento,
cualquiera que sea el tiempo transcurrido. Manifestaciones vacilantes,
perplejas o poco claras suelen ser la consecuencia.

[Doctrina]
Constituye excepción la postura de De Pablo Contreras quien,
manteniendo una lógica coherente con la postura mayoritaria a la que se
adhiere acerca del carácter constitutivo de la acción de nulidad y la
imposibilidad de hacerla valer como excepción (sobre lo cual, vid. lo
expuesto en 2.2.2.2), no valora el resultado práctico a que conduce la
solución que de manera rotunda propone: “Dado el carácter constitutivo
de la acción de anulabilidad, no puede hacerse valer ésta como excepción,
sino, siempre, a través de la pertinente reconvención (cfr. art. 408 Lec.),
la cual, como ejercicio que es de la acción por el que es demandado, está
igualmente sujeta al indicado plazo de caducidad” (DE PABLO
CONTRERAS, P. 2000, 435).

A favor de la prescriptibilidad se hace valer -además de las premisas


conceptuales a que acabamos de referirnos- que entre acción y excepción
no hay diferencia sustantiva (reus in excipiendo fit actor); que es la mera
inactividad durante el lapso de tiempo fijado por la ley la que determina
la extinción del derecho; y que, estando basada la prescripción en la
voluntad tácita de renunciar a la acción y confirmar el contrato, tal
confirmación tácita obstaría toda alegación ulterior de la anulabilidad.
En sentido contrario, defendiendo la imprescriptibilidad, se aduce que
quien, habiendo prestado consentimiento viciado o cuando era incapaz,
no se ve inquietado por la contraparte que no le reclama el cumplimiento,
no ha de verse gravado con la carga de un pleito y que sería inicuo
dejarle sucumbir ante la reclamación extemporánea de un contratante
astuto. Se distingue pues, a efectos de la prescripción, según el contrato
haya sino o no consumado. Lo que no solamente es más adecuado según
consideraciones de equidad, sino acorde con el instituto de la
prescripción, es decir, la consolidación de las situaciones de hecho: quieta
non movere. La extinción de la acción de anulabilidad, que impide
cuestionar un cumplimiento que ha tenido lugar, asegura el
mantenimiento del statu quo; mientras que la extinción de la excepción,
que permitiría obtener un cumplimiento que no ha tenido lugar,
conduciría a la destrucción del statu quo (FLOUR, J. 1975; GAUDEMET, E.
1974, 202 y ss.; GHESTIN, J. 1988, 1.004; LAROUMET, Ch. 1990, 544).
De Castro recordaba el texto del Proyecto de 1851, con la aclaración
terminante de García Goyena, que hace pensar que acción, en el texto
del artículo 1.301, no incluye la excepción.
El artículo 1.184, Proyecto 1851, precisaba: “No puede reclamarse por vía
de acción, sino dentro del término de cuatro años”. Y GARCÍA GOYENA
explica: “Por vía de acción: como excepción podrá oponerse cuando
quiera, porque las acciones temporales son perpétuas como
excepciones”, considerando superadas las discusiones con anterioridad
suscitadas por la doctrina. Sobre todo mantiene -según aquí también se
defiende- que el plazo de los cuatro años se establece respecto de la
acción restitutoria. Acción, en el Código, no puede referirse a la
meramente declarativa, sino que denota la acción de condena, es decir, la
que se dirige a la restitución recíproca de cosa y precio, la cual sólo
puede nacer iniciado al menos el cumplimiento del contrato. La acción
meramente declarativa, por serlo, ni prescribe ni caduca, y podrá
ejercitarse cuando haya interés legítimo para ello; el cual no surgirá
normalmente mientras, aún no iniciado el cumplimiento, tampoco haya
sido reclamado; y, de otra parte, habrá desaparecido cuando, cumplido el
contrato, haya prescrito ya la acción de restitución.
La construcción de la anulabilidad aquí aceptada tiene la virtualidad de
dar respuesta a la cuestión con toda sencillez, en el sentido más acorde
con la justicia.

[Doctrina]
Como reconoce ALBALADEJO, M. (1991) la tesis según la cual la
excepción no está sujeta a plazo "es preferible según los antecedentes
históricos, cabe en la letra de los textos vigentes y además, en casos
como el visto, dará lugar a una solución más equitativa que la contraria",
a pesar lo cual no parecía que entonces lo considerara argumento
suficiente a favor de la tesis que aquí se defiende. En trabajo posterior
(1995, 16 y 17) cree que la tesis defendida por DELGADO (1981) de que
el dies a quo del ejercicio posible de la acción no es nunca anterior a la
consumación del acto atacable es un acierto, por lo que considera
resuelto el problema sin necesidad de aceptar que la excepción (que no
es posible después de la consumación) sobrevive a la acción.

Si el plazo de cuatro años se refiere exclusivamente a la acción de


restitución, es claro que al excepcionar anulabilidad frente a la acción de
cumplimiento del contrato no se está ejercitando acción alguna sujeta a
ese plazo. En realidad, no se está ejercitando ninguna acción (salvo, si se
quiere ver así, la "meramente declarativa", no sujeta a plazo).
Por otra parte, si se admite -como hemos expuesto ya- que el tiempo
señalado en el artículo 1.301 no empieza a correr en ningún caso antes
de la consumación del contrato, el problema queda resuelto
coherentemente de forma definitiva: aquel a quien se reclama el
cumplimiento puede negarse siempre oponiendo como excepción que el
contrato es anulable, porque el plazo -se entienda como se entienda,
prescripción o caducidad, de la acción restitutoria o de un hipotético
poder de impugnar- ni siquiera ha empezado a correr.
Aun quien no admita esta doctrina en general, habría de reconocer que es
así en los casos de error, dolo y falsedad de la causa, por expresa
determinación de la ley (art. 1.301, 4).

[Doctrina]
Díez-Picazo, sin embargo, afirma que “la regla del art. 1301 en los casos
de error y de dolo hace difícilmente practicable en ellos la idea de la
perpetuidad de la excepción, porque frente a un contrato consumado sólo
cabe el ejercicio de la acción. La excepción es posible si el error o el dolo
se desvanecieran pronto, el contrato no estuviera todavía consumado y la
otra parte reclamara el cumplimiento. También cabe cuando, aun
habiendo sido consumado, la otra parte reclame, frente al cumplimiento,
responsabilidad contractual” (DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 492-493).
No entendemos que esto sea así. Por el contrario, quien erró o fue
engañado puede siempre oponer a la reclamación de cumplimiento el
carácter anulable del contrato, cualquiera que sea el tiempo transcurrido
desde su celebración -pues la acción ni siquiera ha comenzado a
prescribir. Si se admite este razonamiento, raro y contradictorio
valorativamente sería que no gozara de la misma defensa perpetua -
mientras no cumpla- el incapaz o quien sufrió violencia o intimidación.

2.3 Las acciones de nulidad absoluta

[Resumen]
El régimen de la nulidad de pleno derecho es puramente jurisprudencial.
Se entienden legitimados activamente para hacer valer la nulidad todos
los portadores de un interés legítimo (aunque no es clara la delimitación
de esta situación) (2.3.1).
En particular, están legitimados en todos casos los contratantes (y sus
herederos). Los Tribunales no excluyen esta legitimación aun en los casos
en que la nulidad pueda atribuirse a la mala fe de uno de los
contratantes.
La S. de 29 marzo 1932 estableció la posibilidad de declarar de oficio la
nulidad en determinados supuestos. Su doctrina se ha generalizado luego,
en pronunciamientos judiciales y en la doctrina de los autores, mucho
más allá de aquellos supuestos y como si fuera consecuencia lógica
ineludible del propio concepto de nulidad. Consideramos un error esta
generalización (que hoy puede llevar a indefensión contraria a las
garantías constitucionales), y mostramos cómo el Tribunal Supremo ha
rectificado esta doctrina (con sus habituales contradicciones) a partir de
los años ochenta (2.3.2)
El TS exige, en general, para que la relación procesal se entienda bien
constituida, la presencia como demandados de todos los interesados en el
contrato cuya nulidad se pide, sean o no partes en el mismo. La
casuística de la legitimación pasiva, sin embargo, es muy variada (2.3.3).
No se aplica el plazo de cuatro años señalado en el art. 1.301 Cc. El TS
entiende que ningún otro, por lo que considera la acción imprescriptible.
Cabe duda de lo bien fundado de esta doctrina constante (cfr. art.
1.930.2 Cc.). La acción de restitución creemos que prescribe a los quince
años. Surgen problemas al tratar de armonizar las consecuencias de la
declaración de nulidad con las normas sobre usucapión.

2.3.1. Legitimación activa en el supuesto de nulidad absoluta

La doctrina pone de relieve que la nulidad absoluta, aunque no genera


una acción pública, puede hacerla valer cualquier particular que muestre
un interés legítimo. Eso significa que pueden solicitar la declaración de
nulidad tanto las partes del contrato como los terceros interesados. Como
suelen poner de manifiesto los autores franceses, ampliando así la
legitimación se multiplican las posibilidades de que el contrato que no
debió nacer a la vida del derecho sea tratado efectivamente como nulo
[GHESTIN, J. 1988, 911 y ss. (con citas de Japiot, Farjat y Couturier)].
Ahora bien, conviene advertir, antes de entrar en la explicación de la
legitimación de las partes y de los terceros interesados, que la calificación
como nulidad de pleno derecho por la jurisprudencia de algunos
supuestos que, más bien, parecen de anulabilidad, aunque su régimen
sea atípico, ha dado lugar a ciertas contradicciones si se trata de
mantener de manera rígida la distinción entre los dos regímenes de
nulidad.
Esto es lo que ha venido sucediendo con la nulidad de los actos del
quebrado en el periodo de retroacción de la quiebra. Siendo una nulidad
que la jurisprudencia venía definiendo repetidas veces como radical y
absoluta, que se produce sin necesidad de expresa declaración judicial,
sin embargo sólo podían solicitar la declaración de nulidad el depositario
de la quiebra y los síndicos: no las partes, por tanto, pero tampoco otros
terceros interesados. ss. 9 diciembre 1981 y 15 noviembre 1991 (vid.
2.2.1.3: “Casos en que la acción corresponde exclusivamente a un
tercero”). En la Ley 22/2003, de 9 de julio, concursal, se establece, para
los actos perjudiciales a la masa realizados durante los dos años
anteriores a la declaración una acción rescisoria para la que está
legitimada la administración judicial y, subsidiariamente, los acreedores
(art. 72.1 segundo inciso: “Los acreedores que hayan instado por escrito
de la administración concursal el ejercicio de alguna acción, señalando el
acto concreto que se trate de rescindir o impugnar y el fundamento para
ello, estarán legitimados pera ejercitarla si la administración concursal no
lo hiciere dentro de los dos meses siguientes al requerimiento”).
En la misma línea de la constatación de contradicciones puede señalarse
que en algunos supuestos que la jurisprudencia califica como de nulidad
absoluta, luego restringe el círculo de terceros legitimados atendiendo a
cuál es el fin de protección de la norma infringida, en unas ocasiones
tratando de evitar que pueda hacer valer la nulidad la parte a quien la
norma no trataba de proteger y, en otras, un tercero ajeno al contrato y
al interés tutelado por la norma que se infringió al celebrarlo. Muy
posiblemente, lo que sucede es que toda norma con contenido imperativo
o prohibitivo orientada a la protección de una parte del contrato no puede
derivar, en caso de infracción, en nulidad radical
Como afirma CARRASCO PERERA, Á. 1992, 800. A la vista de estas
ambigüedades, PASQUAU LIAÑO, M. (1997, 243), defiende que la
infracción de normas imperativas de naturaleza protectora de una de las
partes (usura, legislación de protección de consumidores, legislación
arrendaticia, normativa laboral, etc.) debe dar lugar a una “nulidad de
pleno derecho relativa”. Con carácter general, sobre la restricción
prevista en algunas leyes en la legitimación activa para interponer
demanda de nulidad así como sobre la tendencia jurisprudencial a
denegar la acción de nulidad a la parte cuyo interés no es legítimo, vid.
VÁZQUEZ DE CASTRO, E. 2003, 478 y ss.

2.3.1.1. Los contratatantes.

En primer lugar, hemos dicho que la nulidad absoluta puede hacerla valer
cada uno de los contratantes (y sus herederos), aun cuando haya
causado voluntariamente la nulidad. La consideración de que de este
modo se fomenta la denuncia de la ilegalidad -ya que, a poco que el
contrato resulte desfavorable para uno de los contratantes, hará este
valer la nulidad- triunfa sobre el principio de que nadie puede ir contra
sus actos propios (éstos, para que actúe el principio, han de ser válidos,
suele decir la jurisprudencia).

[Jurisprudencia]
Es doctrina consolidada, que encontró contundente expresión en la S. 14 marzo
1974: no puede oponerse la excepción de ir contra sus propios actos “puesto que ir
contra alguno de los motivos que vician el acto supone el cumplimiento de un
deber, que debe ser bien acogido, cualquiera que haya sido la pretérita actuación de
quien postule la nulidad”. La S. 18 octubre 1982 recuerda que “el sistema de las
acciones de nulidad y rescisión en cierto modo restringen el ámbito del venire
contra factum, porque al impugnar el negocio en que se ha intervenido se viene
lícitamente contra los actos propios ante la revocación que se intenta”. También, la
S. 10 febrero 1993, en un caso en que la nulidad de un préstamo es solicitada por el
prestatario, en razón de haberse concedido en contravención del Decreto-Ley y
posterior Ley de expropiación de RUMASA. Para el Tribunal, no hay contravención
del principio venire contra factum propium "cuando lo realizado trasciende de la
esfera voluntarista negocial u obligacional para afectar o incidir en la aplicación de
una norma positiva de carácter imperativo, dado que dichos actos suponen en tales
supuestos un apartarse o un desconocer las reglas de derecho positivo que las partes
debieron tener en cuenta en el contrato por ellas celebrado, cual acontece
precisamente aquí con la Ley 2/1983, de 29 de junio, cuyos preceptos por ser de ius
cogens no pueden ser eludidos por las partes, ya que ello implicaría una derogación
ex voluntate de una norma jurídica”.
La S. 2 junio 2000, en un caso de nulidad de pleno derecho de un contrato por ser
contrario al Derecho comunitario (art. 85 del Tratado Constitutivo y Reglamento
1984/1983, de 22 de junio), por establecer una serie de limitaciones a la actuación
mercantil del concesionario, lo que implicaba restricciones a la libre competencia,
declara que “No es óbice a la declaración de nulidad del contrato litigioso el que tal
nulidad fuera alegada en el proceso precisamente por la parte a quien favorecía la
exclusividad y a quien cabría considerar culpable de la nulidad... ya que, como se ha
dicho anteriormente, para la jurisprudencia del Tribunal de Justicia es irrelevante
de quién hubiera partido la iniciativa en la introducción de las cláusulas prohibidas
y, además, en nuestro sistema la nulidad de pleno derecho del art. 6.3 Cc. es
apreciable por los Tribunales incluso de oficio”.
Para uno de los supuestos de mayor presencia ante los Tribunales, el de simulación,
el TS. rechaza que el ejercicio de la acción de impugnación pueda excluirse por la
aplicación de la doctrina de los actos propios (S. 7 mayo 1993), o que la aplicación
de esa doctrina permita amparar al donatario de donación nula frente al donante
que la ratifica o cumple de modo voluntario y después acciona pidiendo su nulidad
(S. 3 marzo 1995). La S. 23 octubre 1992 proclama que “como el Derecho no puede
temer a la verdad, sino favorecer que ésta prevalezca, es llano que los intervinientes
en el negocio con simulación absoluta están legitimados para pedir la declaración de
su inexistencia (su nulidad e ineficacia total por incumplimiento de una norma
imperativa -art. 1.261-3 en relación con el art. 6º-3-), pero también lo están para
pedir que se declare la inexistencia del negocio aparente, el simulado, en el supuesto
de simulación relativa”. También Ss. 31 mayo 1963 y 24 febrero 1986. Con todo,
algunas sentencias ponen de manifiesto algunas dudas (Ss. 21 octubre 1963, 18
marzo 1972, 20 abril 1983; v. ATAZ LÓPEZ, J. en sus comentarios a las Ss. 7 mayo
1993 (1993, 569); 3 marzo 1995 (1995, 889); ALBIEZ DOHRMANN, K. J. 2000,
2240).

Los artículos 1.305 y 1.306 niegan, en ciertos casos, a una o a ambas


partes la repetición de lo prestado en cumplimiento del negocio nulo, en
razón de su conducta delictiva o gravemente inmoral, pero en ningún
caso de la facultad de hacer declarar la nulidad (y así, por ejemplo, evitar
el cumplimiento).

[Doctrina]
Algunos autores han criticado que la doctrina de los actos propios, y el principio
de la buena fe, no impidan el ejercicio con éxito de la acción de nulidad en
supuestos concretos (así, ALBALADEJO, M. 1986, 1608, en relación con la
aplicación del art. 633 Cc.). Con carácter general, PASQUAU LIAÑO, M. (1997,
247 y ss.) sostiene que los reparos que la doctrina y la jurisprudencia oponen a la
virtualidad del principio en el ámbito de la nulidad derivan del error de
considerar que los actos propios son la misma celebración del contrato nulo,
cuando de lo que se trata es de que el demandante haya mantenido objetivamente
una conducta que razonablemente indujera a pensar a la otra parte que aceptaba
la nueva situación jurídica creada por el contrato. El autor cita jurisprudencia en
apoyo de su tesis. Sin restar valor a la misma, como exponentes de una línea que
tiende a restringir la rigidez de la nulidad absoluta, por lo que se refiere a la
amplia legitimación, o a la imposibilidad de sanar el contrato nulo, es preciso
atender a los datos concretos de las sentencias, lo que impide generalizar la
afirmación de que exista una jurisprudencia que admita la doctrina de los actos
propios en el ámbito de la nulidad: el contrato es considerado anulable, y no nulo
de pleno derecho (S. 9 mayo 1994: enajenación por la madre de inmueble en parte
propio y en parte de sus hijos menores, sin la preceptiva autorización judicial; el
TS. excluye la legitimación de la madre, por ir contra sus propios actos, pero deja
a salvo el ejercicio por los hijos conforme al art. 1301); o el TS. considera,
previamente, que no hay causa de nulidad (S. 20 junio 1983, otorgamiento de
escritura en domingo, día inhábil; S. 30 octubre 1995, los herederos de los
vendedores, que cobraron parte del precio, denuncian simulación, que el TS. no
considera acreditada); o que el contrato no era donación, con lo que excluye la
aplicación del art. 632, que exige la aceptación por escrito, en un caso en el que
quien cumplió voluntariamente el pago de una pensión, después impugna la falta
de validez de la disposición (S. 23 mayo 1987); en el caso de la S. 6 junio 1992,
quien impugna el contrato de arrendamiento no fue parte en el contrato, sino un
tercero que adquiere la finca del acreedor hipotecario que se la adjudicó, y el TS.
tienen en cuenta no sólo que el ejercicio de la acción es contrario a la buena fe (la
entidad demandante se constituye por la aportación de capital de otras sociedades
que ocupaban otras fincas en arrendamiento con la misma persona y el mismo
vicio de falta de representación) sino que, además, “la facultad de instar la
inexistencia del contrato de arrendamiento después de la constitución de la
hipoteca, ha de reconocerse, como fundada en el fraude o perjuicio de acreedor
hipotecario o adquirente del inmueble, a quienes lo adquieren a consecuencia de la
subasta judicial, no a quien, como la aquí recurrente, lo compró varios años
después al adjudicatario y con pleno conocimiento de la situación arrendaticia del
mismo”. En la S. 15 octubre 1999, se niega la legitimación de la actora,
causahabiente del autor de las supuestas maniobras, después de declarar la
irrelevancia que para el contrato civil de arrendamiento de estación de servicio,
supone el incumplimiento de la obligación reglamentaria de notificar a CAMPSA
la celebración del contrato.

En relación con los actos del quebrado el Supremo, que equivocadamente


partía de la calificación de la nulidad, trataba después de evitar las
consecuencias insatisfactorias a las que conduciría su tesis –si de verdad
es nulo el contrato celebrado por el quebrado puede impugnarlo su
contraparte–, aplicando de manera forzada, la doctrina de los actos
propios (así, S. 10 julio 1997, comentada por PARRA, M. A. 1998, 17 y
ss., con cita de otras en el mismo sentido). Ya hemos dicho que el
proyecto de ley concursal de 23 de julio de 2002 prevé, para los actos
realizados en el período sospechoso, una acción rescisoria, para la que
está legitimada sólo la administración judicial y, subsidiariamente, los
acreedores.
Los herederos de las partes tienen, en cuanto tales, la misma legitimación
que su causante.

[Jurisprudencia]
En la jurisprudencia, la cuestión se plantea frecuentemente en relación con
contratos simulados, de modo que (aunque no sin algunas vacilaciones: la S. 21
enero 1986 lo trata como un tercero, de modo que basta que tenga interés para
atacar el contrato, y en otras se permite la impugnación de la compraventa
simulada cuando no cumple con el requisito de la forma o contiene una causa
ilícita, Ss. 3 marzo 1932, 7 octubre 1958, 10 octubre 1961 y 17 febrero 1966) se les
reconoce legitimación para atacar el contrato simulado, pero no el disimulado que
para su causante sería inatacable (Ss. 24 octubre 1995, que se apoya en las Ss. 30
junio 1944, 23 mayo 1956, 3 abril 1962, 22 abril 1963, 21 marzo 1964) y se niega la
legitimación cuando no la tiene ni el propio causante (Ss. 3 abril 1962, 22 abril
1963, 5 julio 1966, 25 abril 1967 y 23 mayo 1987, citadas por ALBIEZ
DOHRMANN, K. J. 2000, 2240). La S. 14 diciembre 1999, que en el caso considera
que ha habido simulación absoluta, y reconoce la legitimación de los herederos de
la vendedora, afirma que a la misma solución se llegaría aunque se entendiese que
la compraventa encubría una donación, ya que al ser precisa la escritura pública
para la donación de inmuebles la acción de impugnación también correspondería
al causante.

Otra es la situación de los legitimarios (tratados como terceros


interesados), que, además, podrán impugnar el contrato disimulado con
las acciones procedentes para la defensa de su legítima.

[Jurisprudencia]
La S. 7 marzo 1980 recuerda que “en punto a la legitimación activa para el
ejercicio de la acción de simulación, la jurisprudencia distingue entre los herederos
legitimarios, que actúan ex iure propio en defensa de su cuota, y los restantes
sucesores por delación voluntaria o intestada, que deberán guardar respeto a la
voluntad auténtica del causante manifestada al realizar la donación, por más que
la hubiera ocultado bajo la forma de escritura pública de compraventa”. En el caso
se trataba de una donación remuneratoria en favor de un mayordomo, disfrazada
bajo apariencia de venta. En muchas pleitos sobre estos temas se cruza el de la
posible validez de la donación de inmuebles disimulada bajo compraventa,
cuestión que no es de este lugar (pueden verse, sobre la jurisprudencia, DURÁN
RIVACOBA, R. 1995, 186 y ss.; ALBIEZ DOHRMANN, K. J. 2000, 2240; ATAZ
LÓPEZ, J. 2000,1282).

2.3.1.2. Los terceros interesados.

La jurisprudencia superó pronto el obstáculo aparente de la letra del


artículo 1.302, reconociendo legitimación activa a quien tenga interés
jurídicamente suficiente. También respecto de la especial invalidez de
acuerdos de Junta de sociedad anónima, a pesar de que el art. 69 de la
ley de 1951 exigía la condición de socio para la impugnación de los
acuerdos sociales, la jurisprudencia no tuvo inconveniente en admitir “la
legitimación de los terceros (extraños a la sociedad) para impugnar los
acuerdos sociales que fueran radicalmente nulos (con nulidad absoluta o
de pleno derecho), no los meramente anulables, siempre que acreditaran
un interés legítimo para dicha impugnación” (S. 9 octubre 1993). Hoy la
distinción la hace la Ley, art. 117.1 del texto refundido de 1989, que
expresamente legitima a “cualquier tercero que acredite interés legítimo”
para impugnar los acuerdos nulos, y el mismo camino han seguido
después el art. 31.4 de la Ley 27/1999, de cooperativas y el art. 40.2 de
la LO 1/2002, reguladora del derecho de asociación.
La legitimación de los terceros que tengan interés no configura una acción
pública de nulidad. Que la acción no es pública significa que ninguna
persona particular puede exigir ante los Tribunales la declaración de
nulidad en defensa del orden público o el interés general (si ella no puede
aducir uno específico suyo) por más lesivos a éstos que sea el acto
cuestionado.

[Jurisprudencia]
Lo recuerda la S. 15 marzo 1994, que distingue la regulación del artículo 1.302
respecto de los contratos que pueden ser anulados de la “legitimación más abierta
que propugna la doctrina y la jurisprudencia en los casos de nulidad absoluta”,
pero señalando que “la acción de impugnación por simulación [tal era el caso
juzgado, pero podemos generalizar la doctrina a todos las acciones de nulidad] no
es pública, sino que es necesario para su eficaz ejercicio que quien actúe
procesalmente con dicha finalidad tenga un interés jurídico protegible por el
órgano jurisdiccional” (con cita de las Ss. 30 junio 1944 y 30 mayo 1958).

Se abre camino, sin embargo (y la LOPJ, arts. 7-3 y 19 lo prevé


genéricamente) la idea de posibilitar el ejercicio de ciertas acciones de
nulidad a asociaciones u organizaciones específicamente dedicadas a la
defensa de ciertos intereses sectoriales, respecto de actos realizados por
sus miembros o asociados o de modo más general. Sería el caso de los
sindicatos respecto de las cláusulas de los contratos de trabajo
individuales contrarias al convenio (puesto que, de acuerdo con el art. 83
del E.T., los convenios colectivos tienen valor normativo), o el caso de los
sindicatos representativos para impugnar cláusulas de un convenio
extraestatutario, al que la jurisprudencia le reconoce sólo valor
contractual, por ser contrarias a la legalidad vigente, constituida,
precisamente, por un convenio estatutario (S., Sala 4ª, de 16 mayo
2002) o de las asociaciones de consumidores respecto de cláusulas
generales abusivas. De este último punto nos ocupamos más adelante en
este mismo apartado (2.4.4).
Afirmada la legitimación de quienes tengan interés, el punto difícil es el
de precisar la entidad exigida en el interés del tercero. Será suficiente el
de quienes contrataron sobre la cosa objeto del contrato tildado de nulo,
en cuanto que su derecho dependa en su existencia, firmeza o alcance de
la invalidez del que atacan (como en una doble venta en que la primera
fuera nula; o en la venta de inmueble, en que fuera nulo el
arrendamiento concertado anteriormente por el vendedor) o el de los
acreedores que ven perjudicada la solvencia del deudor; o el del
retrayente a quien se perjudica haciendo figurar un precio exagerado,
cuando no medió ninguno (S. 12 abril 1952); o el del reivindicante frente
al título del poseedor que, de ser válido, le serviría para la usucapión
ordinaria o la adquisición en virtud del Registro (no se trata de la
supuesta nulidad de la venta de cosa ajena, por serlo, sino de la invalidez
del título de quien, además, adquirió de quien no era dueño). No, por
ejemplo, el del colindante de la finca vendida que preferiría tener como
vecino al vendedor, por ser persona más amable; o el del hijo o familiar
próximo que preferiría que la cosa no saliera del patrimonio del padre o
pariente por razones afectivas (otra cosa es el interés del legitimario, en
cuanto tal, una vez abierta la sucesión). Sí, por ejemplo, el del cónyuge
respecto de actos de disposición de bienes gananciales que su cónyuge
podría hacer por sí solo.
Los terceros no están vinculados por el contrato que atacan, por lo que su
interés en pedir la declaración de nulidad parece que ha de residir
siempre en que el contrato inválido supondría un obstáculo o perjuicio al
ejercicio o plenitud de algún derecho de que son titulares (Ss. 19 mayo
1998 y 25 abril 2001, que en el caso no aprecian la causa de nulidad; un
comentario a la primera en FERNÁNDEZ ARÉVALO, Á. 1999, 169-172).

[Jurisprudencia]
La práctica jurisprudencial muestra, fundamentalmente, dos ámbitos en los que
expone la doctrina de la legitimación del tercero perjudicado por un contrato en el
que no ha sido parte: los actos de disposición de cosa ajena o de cosa común por
uno solo de los condueños y la acción de simulación ejercitada por los terceros:
- En efecto, en primer lugar, en algunas sentencias se parte del error de considerar
que la venta de cosa ajena o parcialmente ajena es nula de pleno derecho, y se
reconoce la legitimación para hacer valer la nulidad al titular del derecho para el
que, al no ser parte del contrato, el mismo sería ineficaz: la S. 2 septiembre 1996
considera tercero perjudicado, legitimado para impugnar una compraventa en la
que no ha sido parte, a quien alega ser propietario por usucapión de un trozo de
finca objeto del contrato (pero en el caso no quedó acreditada la usucapión); la S.
9 noviembre 1999, a la segunda esposa, que impugna la venta realizada por la
primera de un inmueble ganancial –y en parte, por tanto, del difunto–; la S. 17
febrero 2000, que cita otras muchas anteriores, reconoce la legitimación del
coheredero para promover la acción de nulidad de actos de disposición de bienes
de la herencia; la S. 10 abril 2001 reconoce la legitimación para impugnar el
contrato de compraventa celebrado por otras personas que, por error obstativo –
que en el caso es el vicio que da lugar a la nulidad–, incluyeron en la escritura
parte de finca ajena. La misma doctrina se mantiene en el caso de actos de
disposición de cosa sólo en parte propia: por ejemplo, en la disposición por uno de
los coherederos, para la que alguna jurisprudencia sostiene, equivocadamente, la
“nulidad radical o inexistencia” y, a partir de allí deduce la legitimación activa de
“los terceros al contrato”, los demás coherederos cuyos derechos se pueden ver
menoscabaos o burlados (S. 17 febrero 2000, con cita de otras anteriores).
- En segundo lugar, existe bastante jurisprudencia sobre la legitimación de los
terceros en el caso de acreedores que ven perjudicados sus derechos como
consecuencia de la celebración por su deudor de un contrato simulado (ALBIEZ
DOHRMANN, K. J. 2000, 2239). El hecho de que, en ocasiones, el tercero ejercite
subsidiariamente una acción revocatoria o pauliana (que presupone la validez del
contrato: por ejemplo, entre otros muchos, en el caso de la S. 12 julio 2001, donde
Hacienda es considerada como un tercero perjudicado por la celebración de un
contrato simulado, en cuanto perjudica su derecho de crédito contra uno de los
demandados) pone de relieve la peculiaridad del sistema de nulidad construido por
la jurisprudencia en los casos de simulación (legitimación de los terceros
interesados en hacer desaparecer la apariencia del negocio e inexistencia de plazo
para hacer valer la nulidad): de lo que se trata, en definitiva, es de reconstituir el
patrimonio del deudor, pero la acción revocatoria no sólo es subsidiaria sino que,
además, está sujeta a plazo.

Especial referencia debe hacerse a las llamadas “ventas en garantía”,


sobre cuya validez se ha pronunciado el TS. en distintas ocasiones: en los
casos en que la demanda de nulidad es interpuesta por un acreedor de
quien ha “vendido” en garantía un bien a otro acreedor, la jurisprudencia,
tras recordar la doctrina que reconoce la legitimación de los terceros para
impugnar los contratos nulos, aclara que la desestimación de la demanda
procede, no de la falta de legitimación del tercero, sino de la ausencia del
presupuesto de ejercicio de la acción, es decir, el de la invalidez de la
venta en garantía, pues se la considera válida cuando realmente se
acredita la existencia de la deuda entre quienes se ha constituido esta
peculiar forma de garantía (S. 25 abril 2001).
El TS., en Ss. de 5 y 21 noviembre 1997, no ha considerado “terceros
perjudicados”, sino parte, a los socios, negando su legitimación para
impugnar los contratos celebrados por quien tiene la representación de la
sociedad (en realidad, muy posiblemente, lo que suceden los casos
decididos en estas sentencias es que no existe causa de nulidad, y de ahí
la afirmación del Tribunal de que, las acciones que deben ejercitarse son
las sociales de responsabilidad por daños al patrimonio social o al de los
socios).
La S. 8 abril 2000 niega la cualidad de tercero perjudicado a quien vendió
un negocio hostelero –contrato que ahora pretende resolver por
incumplimiento– y, en consecuencia, la legitimación para impugnar el
contrato celebrado entre el comprador del negocio y una sociedad
constituida para su explotación.
Se niega también la condición de tercero perjudicado al Banco acreedor
que pretende la declaración de nulidad de una venta en garantía
celebrada por su deudor con un tercero cuando los bienes embargados
cubren de manera suficiente la cantidad adeudada (S. 25 abril 2001 que,
a continuación, niega, por otra parte, que la venta en garantía sea nula si
realmente existe la deuda entre los contratantes y no se trata de
defraudar a otros acreedores). Pero si se generaliza la afirmación y se
considera que no es perjudicado el acreedor que impugna por simulación
un contrato celebrado por su deudor cuando conserva otros bienes
embargables para cubrir su crédito lo que se está haciendo, además, es
admitir que, como ciertamente nos parece, la nulidad en los casos de
simulación supone ejercer oblicuamente una acción pauliana, que sí es,
por expresa disposición legal, subsidiaria.
El interés del tercero ha de ser legítimo y actual (S. 23 octubre 1973).
Vid., además, entre otras, Ss. 26 febrero 1944, 15 marzo 1961, 22
noviembre 1963, 23 octubre 1973, 22 marzo 1974, 11 febrero y 16 abril
1986, 13 abril 1988, 14 diciembre 1993.
El interés que legitima para pedir la declaración de nulidad ha de ser
alegado y probado por el demandante (S. 9 octubre 1993). Si se actúa en
un concepto, no cabe luego, en casación, aducir un interés distinto, pues
sería plantear una cuestión nueva, con alteración de la causa petendi,
respecto de la que la demandada no habría podido defenderse.
La legitimación a la que nos estamos refiriendo aquí es para pedir la
declaración de nulidad: los terceros no están legitimados para pedir la
restitución de las prestaciones, ni para sí ni en beneficio de las partes.
Como tampoco están vinculados por el contrato que atacan, su interés en
pedir la declaración de nulidad parece que habrá de residir en que el
contrato inválido supondría un obstáculo o perjuicio al ejercicio o plenitud
de algún derecho de que son titulares. Pero la calificación errónea como
nulos por parte de la jurisprudencia de ciertos contratos lleva a algunas
incoherencias en las condenas a restituir entre quienes no han sido parte
en el contrato. Además, hay que tener en cuenta que en el proceso penal,
cuando se ejercita la acción civil, sí es posible obtener frente a terceros
ajenos al contrato la restitución. Pero sobre todos estos problemas
volvemos en 3.4.3, “La restitución de las prestaciones. Sujetos”.

2.3.2. Posible apreciación de oficio de la nulidad absoluta

En los primeros años de vigencia del Código el Tribunal Supremo insistió


repetidamente en que cuando la resolución de un litigio se hace depender
de la nulidad de un acto u obligación debe solicitarse que ésta se declare
previa, expresa y directamente (Ss. 7 y 18 abril 1892, 19 febrero 1984,
31 enero 1896, 11 junio 1897), de modo que no puede ejercitarse en
juicio acción alguna cuyo éxito dependa de la nulidad del contrato sin que
previa o conjuntamente se ejercite la acción adecuada para obtenerla (S.
18 enero 1904). Doctrina que, aunque algo atenuada por el paso del
tiempo, se ha recordado con posterioridad (S. 23 junio 1966, 4
noviembre 1969, 2 junio 1970, 3 octubre 1979) y que corresponde
realmente a los principios de justicia rogada y congruencia que presiden
el proceso civil, consagrados expresamente ahora en los arts. 216 (“Los
Tribunales civiles decidirán los asuntos en virtud de las aportaciones de
hechos, pruebas y pretensiones de las partes, excepto cuando la ley
disponga otra cosa en casos especiales") y 218 Lec. (antiguo art. 359
Lec. 1881).
Ahora bien, en el intermedio, se ha ido abriendo camino la doctrina que
afirma como corolario de la “naturaleza” de la nulidad de pleno derecho
su posible apreciación de oficio por los Tribunales, procedente según
parece de la teorización de la escuela de la exégesis sobre la categoría de
la “inexistencia” (y sin fundamento legal en el Code). Fue,
probablemente, la S. 29 marzo 1932 la primera que consideró correcta la
apreciación de oficio de una nulidad, en un caso en el que el contenido
del contrato se consideró “manifiesta y notoriamente contrario a la
moral”, y como excepción, entonces, al principio de congruencia.

[Jurisprudencia]
Esta S. de 29 marzo 1932, muy citada por sentencias posteriores (De Castro la
califica de “decisiva”), resolvió sobre los pactos entre un Agente recaudador de
contribuciones y quien le prestara la suma precisa para constituir la necesaria
fianza; por ello el Agente otorga al prestamista poder irrevocable de gerente, con
ilimitadas facultades para percibir los beneficio (resumen de DE CASTRO, F. 1967,
476, en que expone la doctrina jurisprudencial hasta los años sesenta). En su
párrafo decisivo dice: “Si bien, en principio y acatando el art. 359 Lec., para que
pueda decretarse la nulidad de los contratos debe ser solicitada en debida forma por
la parte que la pretenda y a quien sus efectos perjudican, no es tan absoluto y rígido
el precepto procesal mencionado, que impida a los Tribunales de Justicia el hacer
las oportunas declaraciones, cuando los pactos y cláusulas que integran el contenido
de aquellos sean manifiesta y notoriamente contarios a la moral o ilícitos, pues lo
contrario conduciría a que los fallos de los Tribunales, por el silencio de las partes,
pudieran tener apoyo y base fundamental en hechos torpes o constitutivos de
delitos, absurdo ético-jurídico inadmisible”.

No parece que en esta primera y decisiva resolución se considerara la declaración de


oficio como una consecuencia del régimen de la nulidad radical, sino como medida
excepcional ante la excepcional y notoria inmoralidad del contrato contemplado,
para no dar lugar a la pretensión de cumplimiento del mismo. Sin embargo, la S. 17
mayo 1949, aunque incidentalmente (ambas partes habían admitido la nulidad de la
venta, por contraria a la Ley de Tasas) dice que “la nulidad debe ser apreciada, aun
de oficio, por todas las jurisdicciones en sus respectivos órdenes”, y la de 29 octubre
del mismo año, de manera decisiva para el pleito, no da lugar al recurso diciendo:
“sin que obste a su desestimación que actores y demandados aceptasen mutuamente
la validez de la cláusula referida (sustitución fideicomisaria), porque los Tribunales
pueden y deben apreciar ex officio, como base de un fallo desestimatorio, la
ineficacia o la inexistencia de los actos radicalmente nulos”. Asimismo la S. 27
octubre 1956 rechaza el recurso fundado en incongruencia considerando que la
nulidad “era procedente declararla de oficio, sin petición concreta” (venta de camión
usado por precio superior al de tasa).

DE CASTRO recogía también la S. 28 marzo 1963, que no aplicaba esta doctrina al


caso (adjudicación entre coherederos de pisos, sin tener en cuenta la prelación de
viviendas para negar la prórroga) precisando que “es obvio que esta doctrina se
establece para aquellos casos graves y extremos en que la conciencia y el sentido
del deber del Juzgador se resiste, con fundamento, a sancionar un resultado
francamente ilícito, notoriamente inmoral o socialmente dañoso”. Estas
precisiones son importantes e indican el planteamiento correcto.
En 1981, DELGADO, J. escribía que la apreciación de oficio de la nulidad había de
considerarse excepcional, y los argumentos entoncesutilizados por el autor pueden
mantenerse ahora.

[Doctrina]
Señalan también la excepcionalidad de la apreciación de oficio, sólo
predicable, en principio, de los actos contrarios al orden público, BELLO
JANEIRO, D. 1993, 62, nota 52. También CARRASCO PERERA, Á. (1992,
782, nota 26) y GORDILLO, A. (1990, 967). El principio iura novit curia
puede llevar a declarar la nulidad aun cuando no hayan sido invocados los
preceptos oportunos, pero habrán de concurrir los siguientes
presupuestos: que hayan sido deducidos en juicio los hechos productores
de la nulidad, que la relación jurídico-procesal esté bien constituida,
siendo partes todos los interesados en la nulidad o validez y, en principio,
que las consecuencias de la nulidad hayan sido pedidas por alguno de los
litigantes. Las sentencias han de ajustarse a las peticiones de las partes
para no incurrir en vicio de incongruencia, por lo que no pueden declarar
una nulidad no pedida (Ss. 3 enero 1947, 10 y 24 febrero 1964, 18
diciembre 1968), aunque sí puede aplicar a los hechos probados un
precepto jurídico no invocado por los litigantes. De manera coherente con
estas ideas, en la actualidad, el art. 218.1.II Lec., armoniza la
congruencia y la regla iura novit curia, recogiendo la jurisprudencia del
TS. (DE LA OLIVA, A. 2001 b, 386): “El Tribunal, sin apartarse de la
causa de pedir acudiendo a fundamentos de hecho o de Derecho distintos
de los que las partes hayan querido hacer valer, resolverá conforme a las
normas aplicables al caso, aunque no hayan sido acertadamente citadas o
alegadas por los litigantes”.
Otras sentencias hacen notar, frente a la doctrina de la declaración de
oficio de la nulidad, que la apariencia de validez que crea todo negocio
jurídico hace indispensable destruirla, previa invocación por la parte, si
constituye obstáculo al ejercicio de un derecho (Ss. 23 junio y 4
noviembre 1969 y de 31 diciembre 1949, 15 octubre 1957 y 16 mayo
1970, citadas por PASQUAU LIAÑO, M. 1997, 265 y 2000 a, 65).
[Jurisprudencia]
De manera muy clara, la S. 30 diciembre 1993 rechaza el motivo del
recurso de casación que señala la infracción del art. 24 de la Constitución,
alegando que debió estimarse tal nulidad de oficio por el Tribunal de
instancia y no escudarse dicho Tribunal en que no se hizo tal petición por
la demandada recurrente en la fase alegatoria de la primera instancia con
el siguiente razonamiento: "A) Esa nulidad absoluta o radical para que
pueda ser calificada y declarada «ex officio» es preciso que sea lo
suficientemente clara y patente para que el Tribunal pueda apreciarla, así
por ejemplo cuando aparezca con relieve la carencia de cualquiera de los
elementos integrantes del contrato establecidos en el art. 1261 del
Código Civil o los pactos sean manifiestamente contrarios a la Ley, a la
moral o las buenas costumbres o recaiga sobre objeto «extra
comercium», pero no cuando la supuesta nulidad estriba en la falta de
suficiente representación de los intervinientes en el negocio jurídico por
cuenta, como en este caso, de la parte vendedora-demandada, pues
como dice la S. 3-1-1947, si bien la inexistencia o nulidad absoluta del
contrato obra de pleno derecho y sin necesidad de declaración judicial,
por no producir efecto alguno, tal doctrina no siempre puede admitirse
como exacta, pues al crear todo negocio jurídico una apariencia de
validez, se hace indispensable destruir tal apariencia si constituye
obstáculo para el ejercicio de un derecho (S. 29-3-1932; 27-5-1949; 29-
10-1949; 16-3-1959; 6-5-1961). A lo que hay que añadir en este caso
que tal apariencia de negocio jurídico sólo puede ser destruida con base
en la aportación de pruebas que acrediten en forma eficiente esa falta de
representación ya que la buena fe que es exigible en todo negocio
jurídico (art. 7-1 del Código Civil), requiere un especial y cuidado tacto
en su apreciación cuando se trata de terceros afectados como parte
contratante que están fuera, como en este caso, de esas relaciones «ad
intra» de la propia Cooperativa, de donde se infiere que los Tribunales no
tienen en estos casos instrumentos probatorios «per se» a su alcance
para apreciar esa nulidad radical que ahora se propugna y que no fue
alegada en su momento por quien le correspondía; y B) Bajo la base de
la consideración anterior es evidente, que no ha podido atribuírsele al
Tribunal «a quo» la infracción del art. 24 de la Constitución Española en
punto a la tutela judicial efectiva que el precepto constitucional le impone
porque su actuación ha sido procesalmente irreprochable, cumpliendo con
su deber jurisdiccional examinando y aquilatando con casuismo
exhaustivo todos los pormenores de una supuesta falta de
representatividad que no fue alegada oportunamente por quien venía
obligado a ello conforme a la jurisprudencia en torno a los arts. 1214 y
1259 del Código Civil [SS. 1-12-1989; 29-1-1990; 18-2-1991; 18
febrero y 22 julio 1992] máxime en materia jurisdiccional rogada".
Nos encontramos, por tanto, con líneas jurisprudenciales contradictorias,
e incompatibles si ambas las consideramos de aplicación absoluta. Ante
ello, parece preferible mantener los principios tradicionales como norma
general, admitiendo la declaración de oficio cuando causas muy señaladas
muevan a ello, para evitar que los Tribunales se vean forzados a
colaborar en los turbios negocios que las partes presenten tratando de
ocultar sus aspectos más reprobables o aun delictivos. El supuesto más
claro, y acaso único, de tal declaración es el litigio entre los propios
contratantes, que piden la ejecución de contratos delictivos o con causa
torpe; con la consecuencias de negárseles (ex artículos 1.305 y 1.306)
tanto la ejecución como la repetición de lo ya entregado.
En la jurisprudencia de los últimos decenios siguen aflorando las mismas
contradicciones antes observadas, pero se perfila una consideración
restrictiva de la posibilidad de apreciar de oficio la nulidad, de acuerdo
genéricamente con la opinión aquí defendida. En realidad, en este
ámbito, más que las declaraciones genéricas que repiten las sentencias,
importa la relevancia que tales afirmaciones tienen para la decisión del
caso concreto así como el análisis de las circunstancias concretas del
caso, de índole fáctica y procesal, y que llevan a los Tribunales a decidir
en uno u otro sentido.
A) Ciertamente, se han dictado sentencias en las que se aplica la doctrina
de la apreciación de oficio de la nulidad, pero esta afirmación debe ser
explicada.
a) En primer lugar, se ha planteado la cuestión de la posible apreciación
de oficio en un tipo de problemas en los que, en realidad, nada tiene que
hacer. Como es sabido, el Tribunal Supremo flexibiliza en los últimos años
su doctrina sobre la necesidad, para el triunfo de una acción
reivindicatoria, de solicitar la nulidad del título que ostenta el demandado.
Pues bien, la S. de 18 mayo 1994 mezcla esta doctrina con la que
permite hacer una declaración de nulidad no solicitada por las partes
cuando los contratos son manifiestamente contrarios a la moral o ilícitos.
[Jurisprudencia]
En su fundamento sexto, tras sentar –de manera posiblemente
demasiado general– que "el hecho de haberse ejercitado una acción
declarativa de dominio o reivindicatoria, lleva claramente implícita la
petición de nulidad del contrato o cancelación del correspondiente asiento
registral, y no puede ser causa de que por razón de error u omisión en el
suplico de la demanda se inadmita ésta", se añade, de manera poco
comprensible, lo siguiente: "si bien lo indicado en el motivo fue aceptado
hace ya tiempo por este Tribunal (vid. S. de 29 marzo 1932), es lo cierto
que la doctrina de esta Sala ha evolucionado en el sentido que se deja
expuesto, estableciendo que el art. 359 Lec. no es tan absoluto ni tan
rígido que impida a los órganos judiciales hacer las pertinentes
declaraciones cuando los pactos y cláusulas que integran el contrato sean
manifiestamente contrarias a la moral o ilícitos, ya que ello conduciría a
que como consecuencia del silencio de las partes, los Tribunales pudieran
en sus fallos apoyar actos o hechos injustos y hasta delictivos (S. de 22
marzo 1963 y las en ella citadas)".
Es evidente que no es sino un exceso verbal o una mala explicación de
por qué la petición de nulidad se entiende implícita en el ejercicio de la
declarativa o de la reivindicatoria y no incurre en incongruencia la
sentencia que se pronuncia al respecto a pesar de no haberse ejercitado
expresamente la acción.
b) En otras ocasiones, las sentencias que declaran que la nulidad es
apreciable de oficio lo han hecho en casos en que alguna de las partes lo
había pedido, o al menos sí las consecuencias de la nulidad, pero no en el
momento procesal oportuno, o sin invocación del precepto pertinente o la
argumentación jurídica de la nulidad, o siendo discutido si la relación
procesal estaba bien constituida por pretenderse tal declaración sin ser
parte en el proceso todos los interesados. Con la doctrina de la
apreciación de oficio el Supremo no establece consecuencias que no han
sido pedidas por nadie, pero salva los defectos de incongruencia o falta
de litisconsorcio pasivo necesario aducidos por la parte recurrente,
aunque sobre casos muy diversos y con precisiones, a veces,
interesantes.
[Jurisprudencia]
- La S. 7 julio 1978, sobre una emancipación concedida en el Derecho
navarro por quien (al haber contraído segundas nupcias) había perdido la
patria potestad sobre sus hijos: “En el ámbito del derecho de familia,
caracterizado por las notas de interés público, contenido ético,
transpersonalismo y la relevante función a que sirven los poderes y
facultades otorgados, la autonomía de la voluntad viene constreñida por
normas imperativas inderogables, como son las referentes a la creación
de un status, y en consecuencia es permitido al organismo jurisdiccional
apreciar de oficio la nulidad de una emancipación realizada vulnerando
normas de inexcusable observancia, pues no se trata de un negocio
entregado al poder dispositivo de los intervinientes, sino que se trata de
situaciones que vienen reguladas “ex lege” y no susceptibles de ser
disciplinadas “ex voluntate”. Aunque es cierto que en materia de estado
civil no juegan en toda su extensión los principios dispositivos y de
aportación de parte, en el caso, el Supremo considera relevante, antes de
realizar su genérica afirmación, que la nulidad de la emancipación fue
formulada explícitamente en la súplica del escrito de réplica, además de
que guarda estrecha relación con el tema planteado en la demanda,
donde se hacía referencia a la nulidad radical de la emancipación.
- Así la de 31 diciembre 1979: “La hipótesis del litis consorcio necesario y
la obligada intervención en el proceso de todos los interesados en la
relación jurídica debatida habrá de considerarse inoperante cuando se
trate de nulidad negocial por ilicitud de la causa o del objeto, pues siendo
el propósito negocial contrario a la ley, la mácula incluso debe ser
apreciada de oficio por los Tribunales, absteniéndose de otorgar eficacia al
contrato viciado, cuya nulidad se origina "ipso jure", según resulta de los
arts. 1275, 1305 y 1306 Cc.”. En el caso, el demandado formula
reconvención frente a la reclamación de cumplimiento de un convenio
social contrario a las normas sobre competencia y, siendo parte en el
pleito la asociación, cuya nulidad se declara, falta sin embargo uno de los
componentes individuales de la agrupación empresarial: es discutible que,
siendo parte la asociación, realmente hiciera falta su presencia en el
proceso, como hemos visto al hablar de los terceros interesados (vid.
2.3.1.2). Parece cierto, sin embargo, que la doctrina de la apreciación de
oficio en el caso de "ilicitud objetiva y causal ante la evidencia de su
dedicación a prácticas restrictivas colusorias" le sirve al Tribunal para
relajar la propia exigencia de la presencia en el proceso de "todos los
interesados". En cuanto a la tacha de incongruencia, recordando la S. 29
marzo 1932 dice: “…y si bien conforme al art. 359 Lec. para que pueda
decretarse la nulidad debe ser solicitada en forma por la parte que la
pretenda y a quien sus efectos perjudiquen, no es tan absoluto el
precepto que impida al Juez hacer las oportunas declaraciones cuando los
pactos choquen manifiestamente con la moral o sean ilícitos, pues lo
contrario conduciría a que las decisiones de los Tribunales, por el silencio
de las partes, pudieran tener su apoyo y base fundamental en hechos
torpes o delictivos, absurdo ético jurídico inadmisible” (por la cuidada
delimitación que hace esta S. de los supuestos en que procede la
apreciación de oficio, igualmente podría citarse como representante de la
tesis restrictiva -vid. GORDILLO, A. 1990, 976-).
- S. 27 noviembre 1984 (sobre pacto de sobreprecio contrario a la
legislación de viviendas protegidas, decretando nulidad parcial): “El deber
judicial de congruencia, o atenimiento a las pretensiones de las partes, no
se viola cuanto respetándose el hecho, se aplican al mismo las normas
adecuadas, ya de modo normal, ora cuando el ordenamiento jurídico
contenga disposiciones de carácter imperativo o prohibitivo que por su
propia naturaleza hagan obligatoria su observancia, incluso de oficio y en
obediencia a las reglas de la jerarquía normativa, que subordinan el
principio de autonomía de las partes al interés social o al orden público,
con el fin (S. 29 marzo 1932) de evitar hechos torpes o absurdos éticos
jurídicos inadmisibles”; en el caso, en definitiva, lo que hizo el Tribunal es
estimar la demanda de devolución del precio pagado en exceso -que
alegaba haber pagado indebidamente- aplicando, iura novit curia, la
norma pertinente de la regulación de viviendas de protección oficial junto
a la doctrina jurisprudencial que daba lugar a la "nulidad parcial" del
contrato por lo que se refiere al exceso del precio pagado;
- S. 30 diciembre 1992 (sobre un “contrato blindado” de un Consejero-
Delegado de Sociedad anónima), por razones distintas de las alegadas en
el recurso y, quizás, para no pronunciarse en general sobre la nulidad de
estos pactos, y excluyendo que a un miembro del Consejo de
Administración se le pueda aplicar ni por analogía las normas que rigen
los contratos de personal de alta dirección, entre ellas, por la importancia
para el caso litigioso, el art. 11 R.D. 1382/85, que faculta al empresario
para desistir del contrato teniendo en estos casos derecho el alto
directivo “a las indemnizaciones pactadas en el contrato”; el Tribunal
concluye que “siendo los arts. 74 y 77.1 (LSA 1951) preceptos de clara
naturaleza imperativa, su falta de observancia conlleva la nulidad radical
de los pactos que los contraríen, por lo que puede ser apreciada de oficio
por esta Sala según ha mantenido en reiteradas ocasiones en que se
apreció una nulidad de esta naturaleza” (con cita de las S. 37 mayo y 29
octubre 1949, 23 junio 1966 y 14 marzo 1983) (sobre la S. de 30
diciembre 1992, vid. el comentario de SALINAS ADELANTADO, S. 1993,
4983-4998; sobre el tema, posteriormente, en comentario a la S. 19
febrero 2001, LA CASA GARCÍA, R. 2001, 649 a 663).
- La S. 18 febrero 1997 declara que: “Tratándose de una norma legal
imperativa como es la de la prohibición del pacto comisorio no es
necesario reconvenir para que se decrete su nulidad porque no se trata
de la defensa de ningún interés privado sino del interés público, que no
puede consentir que se deje en manos de los acreedores la facultad de
apropiarse de los bienes de los deudores que dieron en garantía para
satisfacer las deudas impagadas. En consecuencia, dada la naturaleza de
la prohibición, estamos ante una nulidad radical y absoluta, apreciable de
oficio por los Tribunales”. Pero es decisivo en el caso que la alegación de
nulidad fue excepción opuesta como fundamento de la petición de
absolución de la demanda de otorgamiento de escritura pública, dirigida a
lograr la absolución, pero sin formular reconvención solicitando que fuera
declarada la nulidad. La doctrina de la apreciación de oficio se vincula al
debate procesal de la eficacia de la alegación de nulidad -en el caso se
considera como nulidad radical y absoluta- como simple excepción y si el
Tribunal debe o no pronunciarse sobre las excepciones así como los
efectos en su caso de ese pronunciamiento (sobre lo cual, vid. DE LA
OLIVA, A. 1990, 57 y ss.).
c) Para un caso concreto, de difícil generalización, la S. TJCE 27 junio
2000 (asuntos C-240, C-241, C-242, C-243 y C-244/1998), resolviendo
cuestión prejudicial planteada por el JPI nº 35 de Barcelona, declara que:
“La protección que la Directiva 93/13/CEE del Consejo, de 5 de abril,
sobre las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con
consumidores, otorga a éstos implica que el Juez nacional pueda apreciar
de oficio el carácter abusivo de una cláusula del contrato que le haya sido
sometido cuando examine la admisibilidad de una demanda presentada
ante los órganos jurisdiccionales nacionales”. En la actualidad, en nuestro
ordenamiento, el art. 58 Lec. obliga al Tribunal a examinar de oficio la
competencia territorial fijada por normas imperativas (previa audiencia
del Ministerio Fiscal y de las partes personadas), y el art. 54.2 Lec.
establece la falta de validez de la sumisión expresa contenida en
contratos de adhesión, o que contengan condiciones generales impuestas
por una de las partes, o que se hayan celebrado con consumidores o
usuarios.
B) Pero también el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de advertir la
excepcionalidad de la apreciación de oficio, “doctrina que hay que tomarla
cum granu salis”, en palabras de la S. 31 marzo 1981, reiteradamente
citada por la jurisprudencia posterior y por la doctrina pero que, conviene
advertirlo, casa la sentencia de instancia que, en un pleito en el que las
partes debatían si se trataba de arrendamiento de industria, sujeto al
Código civil, o de venta de negocio y subsiguiente arriendo de locales,
fundó su decisión, después de calificar el contrato como de arriendo de
industria, no en la inadecuación del procedimiento seguido, sino en el
ejercicio abusivo del derecho.
[Jurisprudencia]
"Tampoco podría estimarse como excusa de esa denunciada
incongruencia la posibilidad de justificarla como resultado de una
aplicación ex officio del deber judicial de vigilancia y sanción de los actos
contrarios a la ley mediante la declaración de su nulidad, doctrina que
hay que tomarla cum grano salis para evitar el peligro de proliferación de
nulidades excesivas en materias que entran en el ámbito de la autonomía
de voluntad y que deben dejarse a la iniciativa e interés de la parte,
supuesta la inexistencia de atentado flagrante al orden jurídico de cuya
defensa están encargados los Tribunales, así, si bien las SS. 29-1-32, 15-
1-49, 20-10-49, 28-4-63, –las citas parecen contener errores– y otras
admiten la posibilidad de una declaración de oficio de la nulidad para
evitar que los fallos de los Tribunales, por el silencio de las partes,
puedan amparar hechos torpes o constitutivos de delito, también es
cierto que ello sólo tiene justificación ante actos nulos de pleno derecho
(art. 6.3.º C.C.), pero no ante negocios no afectos de vicio o no
infractores de un precepto claro y terminante -SS. 11-3 y 22-3-65-, y
mucho menos respecto de actos y negocios cuya apariencia jurídica
correcta merezca el debido respeto mientras no se impugnen en forma o
eficazmente, dando así oportunidad a la otra parte para su defensa -SS.
31-12-49, 15-10-57 y 16-5-70- en atención a las posibles
consecuencias de la acción (arts. 1.303 y ss., por ejemplo)".
a) El TS. ha rechazado la doctrina de la apreciación de oficio de la
nulidad, casando incluso la sentencia de instancia que había entendido
erróneamente la extensión de sus poderes a este respecto.
[Jurisprudencia]
- S. 22 diciembre 1992: En un caso en el que la existencia del contrato
no es cuestión planteada, sino admitida por ambos, si bien para uno la
renta debe superar las 60.000 pesetas y hasta alcanzar las 135.000 y
para otro no puede superarla, “la sentencia de primera instancia acepta
la tesis de los demandados, éstos la consienten y la Audiencia, en la
apelación del actor, declara la nulidad del contrato por inexistencia, afirma
tener facultades para declararla de oficio, desestima en todas sus partes
la petición del actor y absuelve totalmente a los demandados. Esta
resolución desconoce que corresponde a las partes fijar los hechos de la
controversia y acreditarlos en periodo probatorio cuando no sean
reconocidos y al Juez decidir las cuestiones planteadas en los términos
contenidos en los escritos de alegaciones. Pues bien, la Audiencia, al
desestimar la demanda, ha desconocido los términos del debate que las
partes reducen exclusivamente a la fijación de la cuantía entre 60.000 y
135.000 ptas. y ha aplicado de oficio unos artículos como el 1.261, que
en modo alguno han sido alegados y ha declarado una nulidad contractual
que no se somete a su decisión”).
- También la S. 25 enero 1994 reprocha incongruencia a la Sala de
instancia, “pues declaró una nulidad de los Estatutos no instada -sólo se
había pedido la modificación de un punto concreto de los mismos-, sin
que ello pueda justificarse porque la razón de la modificación interesada
se fundamentase, más o menos explícitamente, en la nulidad de la
disposición referida".
- La S. 20 junio 1996 casa por incongruente la sentencia de la Audiencia
"tanto por resultar nulidad no probada y ser improcedente en la forma en
que se planteó, al tratarse del ejercicio de una acción no integrada en el
suplico de la demanda y conformadora necesariamente del debate
procesal, como por representar su acogida alteración de la causa de pedir
y decidirse conforme a otra distinta, con indefensión del litigante adverso,
por el cambio de acción operado a cargo del Tribunal de instancia"; en el
caso, la demanda pedía resolución del contrato por incumplimiento, y la
nulidad fue hecha valer por el actor en la contestación a la reconvención,
pero la Audiencia entendió, y en este punto su sentencia es casada por el
TS., que no había incongruencia porque la demandante siempre pidió,
con la misma base fáctica, la ineficacia del contrato “por lo que derivarla
primero de la resolución y luego de la nulidad, no implica propiamente
modificación de la pretensión”).
- La misma doctrina es mantenida por la S. 24 abril 1997 (que casa, por
incongruente, la sentencia que declaró de oficio la nulidad de una
compraventa de una nave, por “inexistencia de objeto”, al no haber fijado
en el documento la ubicación exacta de la misma) (vid. el comentario de
CARRIÓN OLMOS, S. 1999, 792 a 808): solicitada en la demanda condena
al otorgamiento de escritura pública no parece que la vendedora
demandada invocara la nulidad del contrato, lo que fue declarado de
oficio por la Audiencia. El Supremo, tras recordar la línea jurisprudencial
que admite en determinado ámbito la declaración de oficio de los
negocios, concluye que: "Por contrario, no procede declarar de oficio la
nulidad de aquellos contratos no afectados de vacío y cuya apariencia
jurídica correcta merezca el debido respeto, mientras no fueren
impugnados en forma o eficazmente, dando así oportunidad a la otra
parte para su defensa; lo que sucede en este supuesto, pues no se trata
precisamente de ausencia total del objeto del contrato o inexistencia
material del mismo, ya que la nave que se vendió estaba ubicada en la
urbanización que tenía realidad material y superficial y se situó dentro de
su extensión superficial de 19.500 m, y con independencia de su
ubicación exacta, que es problema distinto, por lo que el motivo ha de
acogerse, al no encajar la nulidad decretada en los supuestos autorizados
por la doctrina jurisprudencial y haber llevado a cabo la sentencia
recurrida alteración decidida de la causa de pedir, irrogando indefensión a
la recurrente y así esta Sala lo ha declarado en Sentencia de 20 junio
1996 (que cita, entre otras, las de 7 julio 1986, 9 enero 1992, 9
noviembre 1993, 10 febrero 1994 y 6 marzo 1995)".
b) La S. 15 diciembre 1993 (supuesta nulidad de contrato de
arrendamiento por carecer de causa), tras un cuidado estudio de la
anterior doctrina jurisprudencial (señaladamente, las Ss. 29 marzo 1932 y
21 marzo 1981) concluye afirmando el “carácter excepcional y restrictivo
con que ha de ser ejercitada por el juzgador esta facultad” (la de la
declaración de oficio de la nulidad).
[Jurisprudencia]
El demandante recurrente es quien denuncia en casación inaplicación de
la doctrina que permite declarar de oficio la nulidad (que él no pidió) y el
Supremo, sin desconocer esa jurisprudencia matiza que «tampoco podría
estimarse como excusa de esa denunciada incongruencia la posibilidad de
justificarla como resultado de una aplicación «ex officio» del deber judicial
de vigilancia y sanción de los actos contrarios a la Ley mediante la
declaración de su nulidad, doctrina que hay que tomarla «cum grano
salis» para evitar el peligro de proliferación de nulidades excesivas en
materias que entran en el ámbito de la autonomía de la voluntad y que
deben dejarse a la iniciativa e interés de la parte, supuesta la inexistencia
de atentado flagrante al orden jurídico de cuya defensa están encargados
los Tribunales, así, si bien las SS. 29-3-1932 15-1-1949 20-10-1949 28-
4-1963 y otras admiten la posibilidad de una declaración de oficio de la
nulidad para evitar que los fallos de los Tribunales, por el silencio de las
partes, puedan amparar hechos torpes o constitutivos de delito, también
es cierto que ello sólo tiene justificación ante actos nulos de pleno
derecho (art. 6.3.º Cc.), pero no ante negocios no afectos de vacío o no
infractores de un precepto claro y terminante -SS. 11-3-1965 y 22-3-
1965 y mucho menos respecto de actos y negocios cuya apariencia
jurídica correcta merezca el debido respeto mientras no se impugnen en
forma o eficazmente, dando así oportunidad a la otra parte para su
defensa -SS. 31-12-1949, 15-10-1957 y 16-5-1970- en atención a las
posibles consecuencias de la acción»;
La observación de algunas sentencias de que hay que dar “oportunidad a
la otra parte para su defensa” debe entenderse hoy ineludible en razón
del derecho fundamental establecido en el artículo 24 CE, en su
interpretación por el Tribunal Constitucional, como advierte Díez-Picazo:
“La actuación de oficio puede suponer un grave recorte o limitación de los
medios de defensa. Es concebible que el Juez proponga de oficio de
cuestión de la validez y decida oír a las partes sobre ella, aunque esta
solución no encuentre hoy una vía procesal clara” -DÍEZ-PICAZO, L. 1993
I, 433, aunque esta afirmación haya desparecido de 1996 I, donde el
autor se limita a decir que “el Juez puede declarar de oficio la nulidad”,
“aunque nadie la haya instado” (472 y 473)-.
En efecto, aunque la LOPJ (art. 240-2) permite al Juez, en ciertos casos,
que declare de oficio la nulidad de actuaciones procesales, siempre
“previa audiencia de las partes” (para el proceso civil, en los mismos
términos, el art. 227.2 Lec.), no hay norma legal similar respecto de la
nulidad de actos o contratos de los particulares aducidos en juicio. Acaso
pudiéramos argumentar, partiendo de aquel precepto, que si el Juez no
puede declarar ni siquiera la nulidad de actos procesales, en ningún caso,
sin dar ocasión a las partes para alegar lo que crean conveniente, mucho
menos podrá, sin aquella audiencia, declarar nulo un contrato cuya
invalidez ningún legitimado ha pedido. Cabe observar, finalmente que el
legislador, al regular el “tratamiento procesal de la nulidad del negocio”
establece que, alegada como simple excepción por el demandado, el actor
puede defenderse como si se hubiera formulado reconvención (art. 408.2
Lec.): si consideraba admisible la apreciación de oficio debió igualmente
mencionarla, abriendo un cauce para que las partes pudieran tomar
posición frente a la iniciativa del Juez.
2.3.3. Legitimación pasiva
En el ámbito de las acciones de nulidad de pleno derecho es donde el
Tribunal Supremo viene exigiendo la presencia de todos los interesados,
“entendiéndose que son interesados para estos efectos: los intervinientes
en el negocio que se ataca de nulo; sus herederos; los que obtuvieron
beneficios económicos de dicho negocio, y los causantes de la nulidad,
pues si así no se exigiera, como la cosa juzgada perjudica únicamente a
los que litigaron y sus causahabientes, se podría dar el contrasentido de
que un negocio jurídico determinado podría ser nulo para uno de los
interesados en él y válido para otro, si éste no fue llamado al proceso en
que se obtuvo la declaración de nulidad, lo que iría contra todo raciocinio
lógico, que impide que un negocio jurídico sea válido y nulo al mismo
tiempo” (S. 9 noviembre 1961).
Doctrina similar se encuentra en otras muchas, aunque luego, en el caso
se entiende que sí han intervenido las partes del contrato, únicas a las
que podía afectar la declaración de la nulidad. Fuera de la afirmación
general, lo realmente importante es concretar los supuestos en los que se
ha considerado a los terceros no intervinientes en el negocio, como
interesados legitimados, y en qué casos no, con la consecuencia de que,
sin su presencia se ha considerado mal constituida la relación jurídico
procesal, dando lugar a una sentencia absolutoria sin entrar en el fondo
del asunto.
Un análisis de los supuestos concretos de las decisiones en las que el
Tribunal Supremo ha reiterado esa doctrina de la necesidad de traer a
“todos los interesados” al proceso en el que se ejercita la acción de
nulidad de un negocio nulo muestra que, habitualmente, la afirmación se
ha hecho en supuestos en los que no han sido demandados todos los
otorgantes del negocio (o sus herederos, que deben ser considerados
como partes).
[Jurisprudencia]
Así, en la citada S. 9 noviembre 1961, que con tanta claridad recoge la
doctrina general de los “terceros interesados” se refiere a la heredera:
solicitada por el arrendatario, que alega error doloso provocado por la
otra parte del contrato, declaración de nulidad del contrato de
arrendamiento, y declaración de vigencia de los contratos anteriores, que
se modificaron en virtud del que se impugna, la demanda no se dirige
contra la heredera de quien otorgó los contratos cuya vigencia se
pretende ahora hacer revivir, sino sólo contra su padre, que siendo sólo
usufructuario otorgó el contrato impugnado como si fuera heredero, y
contra el posterior comprador de la finca arrendada; en el caso, además,
la heredera no demandada, en virtud de la renuncia al usufructo por parte
de su padre había consolidado la propiedad, subrogándose en los
derechos del arrendador. Los interesados que faltaban en el proceso, en
el caso de la S. de 30 noviembre 1954 son los hermanos de quien
manifestó comprar “para sí y para sus hermanos, que habían contribuido
al precio” y en el caso de la S. 27 octubre 1955 son los intervinientes
como partes en el contrato de redención de foro pretendida en la
demanda. En la S. 3 junio 1995, aparte de que no se solicitó
expresamente la nulidad, sino sólo la declaración de propiedad a favor de
la demandante, no se trajo al proceso a todos los otorgantes de los
anteriores contratos de compraventa que se consideraban nulos y de los
que trae causa la parte demandada.
Parece correcto el criterio de la S. 14 junio 1969, que casa la sentencia
que estimó la reconvención ejercitada por el demandado frente a quien le
demanda reivindicando una finca: la reconvención alega nulidad del título
de uno de los transmitentes que luego vendió a quien compró la
demandante, y el TS. estima que los otorgantes de los títulos cuya
nulidad se pretende resultarían afectados por las declaraciones de nulidad
y han de ser parte.
Por eso, más que de una inflexión, ha de hablarse de un planteamiento
más realista en las afirmaciones jurisprudenciales en el sentido de que
"cuando se trata de postular la ineficacia de cualquier relación negocial
basta dirigir la pretensión contra quienes han sido parte en el contrato,
como propiamente ligados por la cuestión litigiosa, frente a quienes ha de
ser preservado el principio de audiencia, evitando su indefensión, por
cuanto ostentan un interés legítimo y directo en la controversia y les
alcanzan de modo inmediato los pronunciamientos que se dicten" (S. 4
julio 1986, que cita las de 24 febrero y 10 octubre 1983, 28 marzo 1984
y 9 marzo 1985).
[Jurisprudencia]
No es interesado, ni existe razón para llamar al pleito, al Estado en el
caso de declaración de nulidad de una venta solicitada por los herederos
del propietario vendedor –que había fallecido ya cuando la venta se
efectuó– en un proceso contra los compradores: la venta, otorgada por
un agente ejecutivo en el caso de subasta en un expediente de apremio
por falta de pago de contribuciones: la enajenación, dice la S. 20 marzo
1964, lo que resulta cuando menos dudoso, la realiza el agente en
nombre del dueño, no del Estado, que no percibe el precio, ni debe
restituirlo si la venta se declara inexistente. Un ejemplo de la confusión
entre declaración de nulidad y restitución.
La S. 4 enero 1947 –donde no fue llamado al proceso el administrador
judicial que, infringiendo la norma, no celebró el arrendamiento mediante
subasta, pero sí intervinieron los propietarios que, terminada la
administración, quedaban vinculados por el contrato, y el arrendatario–
desestima el recurso de casación que consideraba mal constituida la
relación procesal.
No está mal constituida la relación procesal ni existe litisconsorcio pasivo
necesario por no haber demandado al hermano que no intervino en la
compraventa simulada otorgada por los demás hermanos del demandante
y su madre, a pesar de que resultaría beneficiado por el éxito de la
acción, al verse incrementado el patrimonio hereditario (S. 3 junio 1995).
Tampoco hay litisconsorcio pasivo necesario entre la sociedad demandada
que concertó el contrato simulado y los socios- accionistas de la misma
(S. 25 mayo 1995).
Hay otros ejemplos que muestran las ambigüedades y contradicciones de
la jurisprudencia en esta materia, y que en buena medida han venido
condicionados por una insatisfactoria regulación procesal de la materia:
en particular, de la forma de oponer la nulidad y los efectos de su
declaración judicial cuando se opone como excepción.
[Jurisprudencia]
La S. 16 mayo 1960 declara que el principio de contradicción impide que
pueda declararse la nulidad de un contrato de permuta, por simulación
que encubre una compraventa, para evitar el derecho de retracto de
colindante del demandante, sin que la demanda se dirija también contra
el transmitente de la finca. En el caso, lo que procedía, dice el Supremo,
era la previa declaración de nulidad del contrato, como fundamento
necesario para que pudiera prosperar el retracto. En cambio, la S. 30
diciembre 1991 se admite la nulidad de un contrato de arrendamiento sin
traer al proceso a una de las partes que lo otorgó. En el caso, ejercitada
demanda de retracto arrendaticio, el propietario que se adjudicó la finca
en una ejecución y que es ahora demandado, opone como excepción la
simulación del contrato de arrendamiento; desestimada la demanda con
fundamento en la inexistencia del arrendamiento por simulación, la
sentencia es confirmada en casación “porque en el juicio de retracto se
puede conocer de la validez o nulidad del título en que se basa el
retrayente, si la parte demandada niega su eficacia o validez...Sería a
todas luces un atentado contra el principio de economía procesal que el
retraído tuviese que consentir la acción de retracto, pese a creer en la
nulidad o inexistencia del título del retrayente, y entablar aparte un juicio
declarativo para anular los efectos del anterior retracto”. Nada que
objetar salvo que ese contrato de arrendamiento que se considera
inexistente, aparentemente fue celebrado por el actor y por el anterior
propietario, que no ha sido traído al proceso.
Posiblemente, tras la Lec. 2000, hayan perdido ya su sentido y su valor
planteamientos como el de la sentencia últimamente citada o el de la S. 4
julio 1986 cuando señala que, alegada la nulidad del contrato por las
demandadas reconvinientes para oponerse al pago de la cantidad
reclamada y obtener la devolución de las cantidades ya abonadas no es
preciso traer al pleito a todos los otorgantes del contrato, sino que basta
con la presencia de aquellos entre los que se plantean los problemas de
pago de las cantidades reclamadas: el argumento fundamental, que no se
pretende la declaración de nulidad del contrato, sino que sólo se utiliza la
nulidad como argumento para no pagar. Como se explica en 2.2.2.2 (“La
anulabilidad como excepción. Innecesariedad de la reconvención”) hoy es
otra la perspectiva de la ley procesal, dirigida a garantizar la seguridad
jurídica y la evitación de procesos entre las partes que razonablemente
puedan zanjarse en uno solo.
[Jurisprudencia]
Tomemos como hipótesis el supuesto de ejercicio de acción de retracto
contra quien compró al anterior propietario, que había concertado
previamente un contrato de arrendamiento con el ahora demandante (la
pretensión, ahora, tramitándose como juicio ordinario, art. 249.1.7º Lec.,
ya no plantea el problema procesal de la dificultad de ventilar en su caso
la complejidad de una declaración de nulidad de título en un proceso
especial como era el de retracto):
- En primer lugar, si el adquirente demandado de retracto quiere
oponerse a la demanda alegando la nulidad del título en que se basa la
demanda –nulidad del contrato de arrendamiento– puede formular
reconvención contra el demandante, pero también contra quien le vendió
y previamente había otorgado el contrato de arrendamiento con el actor,
puesto que el art. 407 Lec. 2000 permite dirigir la reconvención contra
sujetos no demandantes (“siempre que puedan considerarse litisconsortes
voluntarios o necesarios del actor reconvenido por su relación con el
objeto de la demanda reconvencional”, lo que debe entenderse en el
sentido de que la demanda, en su caso, debiera haberse dirigido contra
actor y tercero reconvenido: TAPIA FERNÁDEZ, I. 2000, 61; SAMANES
ARA, C. 2000, 141).
- En segundo lugar, si el adquirente demandado no formula
expresamente reconvención, pero se opone a la demanda alegando la
nulidad del contrato de arrendamiento, el art. 408 Lec. permite al actor
contestar como si se hubiera formulado reconvención: es decir, al actor
se le da ocasión de contestar a la alegación con la consecuencia de la
producción de cosa juzgada. ¿Cómo interviene el anterior propietario que
concertó el arrendamiento cuya nulidad invoca el demandado? De una
parte, el demandante, al contestar puede denunciar la falta de
litisconsorcio pasivo necesario, con las consecuencias previstas en el art.
420 Lec. (el Juez ordenará emplazar a quien también debe integrar la litis
si quien formula reconvención no se opone, pero si lo hace él deberá
soportar las consecuencias de una sentencia que no pueda pronunciarse
sobre la falta de validez del título por no haber sido parte uno de los
sujetos que lo otorgó: con carácter general, sobre la integración de la
litis, SAMANES ARA, C. 2000, 126). Se ha discutido si el Juez puede
apreciar de oficio la falta de litisconsorcio pasivo tras la nueva ley (a favor
de que se mantenga la jurisprudencia anterior al respecto, SAMANES
ARA, C. 2000, 128; contra, LÓPEZ-FRAGOSO ÁLVAREZ, T. 1999, 1936),
pero parece que la jurisprudencia del TS. no modificará su criterio
anterior (vid. S. 30 mayo 2002, con cita de otras anteriores). Finalmente,
también es posible, aunque poco probable, que el anterior propietario que
concertó el contrato de arrendamiento solicite ser admitido como parte
por acreditar tener interés directo y legítimo en el resultado del pleito
(art. 13 Lec.): de hecho, si no ha sido demandado, la sentencia no le
afectará, ni podrá tener para él efecto de cosa juzgada.
La posibilidad de dirigir la demanda reconvencional contra personas no
originariamente demandantes pero que se hallen en situación de
litisconsorcio con ella puede solucionar también los problemas planteados
en las tercerías de dominio, donde el demandado ejecutante podrá hacer
valer la nulidad del título en que se basa la tercería dirigiendo su
pretensión frente al tercerista y demás personas participantes en ese
negocio jurídico (TAPIA FERNÁDEZ, I. 1994, 69 y ss.; CORDÓN MORENO,
F. 1993, 1922; TAPIA FERNÁDEZ, I. 2000, 62).
Las mayores dificultades se producen en aquellos casos en los que la
validez y eficacia de un acto o contrato pretende hacerse valer entre
sujetos que carecen de la legitimación –activa o pasiva– para impugnar.
Así, por ejemplo, el art. 18 Lph. establece un régimen de impugnación de
los acuerdos de la Junta de propietarios que legitima a determinados
propietarios (art. 18.2) dentro de ciertos plazos. Pero no cabe desconocer
que, pasados esos plazos, un vecino puede reclamar el paso por un local
ajeno invocando un acuerdo comunitario que, por mayoría, ha creado una
servidumbre de paso sobre el local: para este tipo de supuestos Carrasco
defiende que el demandado puede excepcionar con la simple nulidad
radical del acuerdo, sin pretender la declaración de nulidad, que sólo
podría obtenerse demandando a la comunidad representada por el
presidente (CARRASCO PERERA, A. 2002 a, 568). La solución
satisfactoria, en efecto, pasa por admitir, como hace el autor citado, que
hay casos de ineficacia no incluidos en el art. 18 y otras vías para
conseguir la nulidad de los acuerdos y, en particular, que los interesados
pueden, dentro o fuera del plazo de caducidad del art. 18, obtener una
declaración de nulidad de los acuerdos incursos en “causa de nulidad
radical no subsanable ni convalidable”. Pero, como ya se ha apuntado
antes, no será raro que, opuesta como simple excepción, se llegue a
considerar la necesidad de llamar al proceso a la Junta o que, en caso
contrario, se dicte una sentencia que no se pronuncie sobre la falta de
validez del título por no haber sido parte quien lo otorgó.
Finalmente, deben tenerse en cuenta también las consecuencias que para
la impugnación de los contratos pueden derivarse de la presunción de
exactitud proclamada por el art. 38 Lh. cuando la finca objeto del
contrato figure inscrita en el Registro de la Propiedad. La acción material
debe acumularse a la acción de rectificación del asiento (arts. 38.II y 40
Lh.), y la conocida y discutida doctrina jurisprudencial que flexibiliza la
aplicación del art. 38.II, entendiendo que la acción de nulidad o
cancelación se entiende implícitamente pedida por el mero ejercicio de la
acción contradictoria del dominio inscrito, no es aplicable cuando el titular
registral no haya sido demandado, porque entonces la aplicación rigurosa
del art. 38.II es exigencia directa del art. 24 CE (S. 6 junio 1988, y
argumentos en GARCÍA GARCÍA, J. M. 1999, p 798 y ss. y en LACRUZ, J.
L. 2001 III bis, 145).

2.3.4. Tiempo en que puede hacerse valer la nulidad

El artículo 1.301 se abre con una declaración general, cuyo alcance es


necesario precisar: “La acción de nulidad sólo durará cuatro años”.
En un primer momento, la jurisprudencia entendió que este plazo
afectaba a toda acción de nulidad en su más amplio sentido. También,
por ejemplo, cuando la nulidad se debía a simulación o a falta de causa
(Ss. 12 junio 1900, 19 abril 1919, 21 febrero 1928, 3 abril y 30
septiembre 1929).
A partir del segundo decenio del siglo veinte se produce un cambio en la
doctrina -como parte de la cada vez más tajante separación entre las
categorías de nulidad y anulabilidad- que restringe la aplicación del
artículo 1.301 a los supuestos de anulabilidad, haciendo notar, para los
demás, que el legislador no entiende referirse aquí sino a los contratos en
que concurren los requisitos del artículo 1.261 (art. 1.300); que la
prescripción de la acción es una suerte de renuncia tácita con función
confirmatoria, por lo que no podrá afectar a los contratos que no tuvieren
los requisitos expresados en el artículo 1.261 (artículo 1.310); que la
inexistencia no necesita del ejercicio de acción alguna para ser tal, por lo
que podrá acusarse sin límite de tiempo y, en general, se cita
enfáticamente el brocardo quod ab initio vitiosum est non potest tractu
temporis convalescere. Esto último abarca también los supuestos de
nulidad de pleno derecho por infracción de prohibición legal, para los que
cabe argumentar -al menos, muchos de ellos- a partir del art. 1.275: “los
contratos sin causa o con causa ilícita no producen efecto alguno”. En el
sentido de la imprescriptibilidad de la acción -meramente declarativa- de
nulidad se manifiesta hoy la doctrina mayoritaria (con matices, como
veremos más adelante) y la jurisprudencia.
Por lo que se refiere a la jurisprudencia, es imposible y de escasa utilidad
tratar de recoger todas las sentencias que han declarado la
imprescriptibilidad de la acción de nulidad de pleno derecho. Con todo,
merece la pena hacer algunas citas, pues muestran también cierta
evolución y algunas dudas significativas.

[Jurisprudencia]
Algunas sentencias se detienen en la afirmación de que el art. 1.301 no tiene
aplicación en los casos de nulidad radial o inexistencia, sin llevar más lejos su
análisis (Ss. 18 abril 1945, 25 abril 1960, 20 marzo 1964 y 28 octubre 1974),
aunque parecen admitir implícitamente que la acción de nulidad no está sujeta a
plazo alguno de prescripción ni de caducidad. Esto último lo dicen explícitamente
y con cierto énfasis buen número de sentencias, como las siguientes: Ss. 11 enero
1928, 19 diciembre 1951, 20 y 23 octubre 1954, 8 octubre 1962, 27 marzo y 13 mayo
1963, 13 febrero 1964, 28 mayo 1965, 17 febrero 1966, 20 marzo 1969, 16 abril y 14
diciembre 1973, 14 y 22 marzo 1974, 20 diciembre 1975. Reiteran la
imprescriptibilidad de la acción de nulidad las Ss.: 19 julio 1989, 14 noviembre
1991: (la nulidad de pleno derecho o de inexistencia contractual es imprescriptible
de acuerdo con la antigua regla de que lo nulo en su inicio no puede ser
convalidado por la acción del tiempo); 23 julio 1993 (la nulidad radical es una
“figura de crisis negocial que queda al margen de la prescripción, según constante
doctrina de esta Sala”); 19 mayo 1995 (reproduciendo argumentos de quod ab
initio vitiosum est y de inaplicabilidad del art. 1301 a los casos de nulidad radical o
inexistencia, calificación que otorga a la renuncia de derechos hereditarios por el
padre en representación de hijos menores y de menor emancipado por el padre
para la ocasión; la impugnación, veintisiete años después de la celebración del
contrato, prospera, sobre todo, porque, a través de un uso conjunto del abuso del
derecho y del fraude de ley, el Tribunal llega a afirmar que no se trata de una
voluntad viciada –que daría lugar a anulabilidad, lo que en principio es más
correcto para estos casos- sino de falta de voluntad: vid. el comentario de DE LOS
MOZOS, J. L. 1996, 742 a751).

Así como la no aplicación del art. 1.301 a los contratos en que no se dan
los requisitos del art. 1.261 parece concluyente, es de notar que ni la
doctrina ni la jurisprudencia ha tratado de argumentar -más allá de las
expresiones generales a las que hemos hecho referencia- por qué no ha
de aplicarse ningún plazo de prescripción, a pesar de lo dispuesto en los
arts. 1.930 (“se extinguen por la prescripción… las acciones, de cualquier
clase que sean”) y 1.961.

[Jurisprudencia]
La S. 31 octubre 1922, si bien negaba la aplicación del artículo 1.301 a los
contratos “inexistentes”, declaraba que “en todo caso, serían aplicables las
disposiciones generales en materia de prescripción de acciones”. Y la S. 22 abril
1894 sujetó una acción de nulidad en Cataluña a la prescripción de treinta años del
Usatge Omnes causa. Pero ni éstas, ni la S. 16 abril 1916, son claras ni
contundentes y están contradichas por las posteriores. La S. 20 diciembre 1975
afirma que “con arreglo a la reiteradísima jurisprudencia de esta Sala, la acción
para declararlo así [la inexistencia por falta de consentimiento], pese a lo previsto
en el artículo 1.961 del mismo ordenamiento, no está sujeta a prescripción
extintiva”).

En la jurisprudencia, la fundamentación de esta imprescriptibilidad,


cuando alguna se ofrece, no es muy cuidada, como puede verse en un
par de ejemplos seleccionados entre los mejores.

[Jurisprudencia]
Según la S. 15 junio 1994, "en las situaciones de nulidad radical contractual de
pleno derecho, contraventoras frontales de la legalidad, no opera la prescripción,
como sanciona el art. 6º-3 Cc. y al ser sus efectos ex tunc, como consecuencia de la
sentencia declarativa que la decreta. La nulidad se produce ipso iure y por ello es
imprescriptible, proyectándose frente a todos, sin perjuicio de los derechos de los
terceros de buena fe declarada". Para la S. 8 marzo 1994, "al margen de las
disquisiciones doctrinales existentes en orden a si existe o no distinción entre la
inexistencia y la nulidad radical, es lo cierto que la doctrina de esta Sala, no muy
abundante (?) pero sí unívoca, tiene declarado que tanto en los casos de
inexistencia como de nulidad absoluta el art. 1.301 no es aplicable, ya que estos
contratos carecen de toda validez (Ss. 23 marzo y 10 abril 1933; 13 mayo y 22
noviembre 1983; y 31 octubre 1992)". Este tipo de afirmaciones se reitera en
decisiones posteriores: S. 21 enero 2000 (rechaza el recurso que alegaba
inaplicación del art. 1303 con el argumento de que los contratos celebrados por
menor, en nombre propio y representación de sus hermanos menores “no pueden
convalidarse con el transcurso del tiempo, al ser imprescriptible la acción de
nulidad en un caso de “consentimiento inexistente que acarrea la nulidad radical
del contrato -art. 6.3 Cc.”-); S. 14 marzo 2000 (“son innumerables las sentencias
de esta Sala que declaran inaplicable el plazo de cuatro años, que establece el art.
1301 Cc., a supuestos de nulidad radical o absoluta como es el de ilicitud de la
causa, caracterizado según el art. 1275 Cc. por la carencia de “efecto alguno”, o a
los actos contrarios a las normas imperativas y a las prohibitivas, que el art. 6.4
del mismo cuerpo legal sanciona con la nulidad de pleno derecho: vid. el
comentario de BENAVENTE MOREDA, P. 2000, 805-834); 5 junio 2000 (“el
precepto citado –el art. 1301- no es de aplicación para los contratos radicalmente
nulos o inexistentes por falta de consentimiento, toda vez que la acción para tal
categoría de ineficacia es imprescriptible”).

En la experiencia española creemos que ha influido en la formulación de


la regla general de la imprescriptibilidad de la acción de restitución la
utilización del concepto de “inexistencia” respecto de los contratos
absolutamente simulados (mera apariencia), que parecen ser los que
dieron origen a la doctrina de la imprescriptibilidad (doctrina que se
reitera, en casos de simulación, en Ss. de 13 abril 1988, 4 noviembre
1996, 29 abril 1997, 26 febrero 1999, 30 octubre 1999, 1 abril 2000).
También, decisivamente, la consideración doctrinal de la acción como
“meramente declarativa”: como recuerda De Castro, no es una acción en
sentido estricto, no comprende ninguna pretensión (facultad actual de
exigir a otro un cierto hacer o no hacer) ni se ejercita con ella un poder
concreto, “sino el general de pretender que se declare lo que ya existe
por sí mismo” (DE CASTRO, F. 1967, 481). El mismo De Castro hace
derivar de este carácter “meramente declarativo” la consecuencia práctica
de que no se extingue por el mero lapso del tiempo.
Pero si esto es así, por ello mismo distinto ha de ser el tratamiento de las
pretensiones que, si bien basadas en la nulidad, no se reducen a su mera
declaración: en particular, la acción restitutoria de la prestación realizada.
Como recuerda la importante S. 27 febrero 1964 (con antecedente en la
de 31 octubre 1922), en el art. 1.930 Cc. se declara la prescripción de los
“derechos y acciones, de cualquier clase que sean”, sin que se establezca
en parte alguna que las acciones restitutorias basadas en la nulidad sean
imprescriptibles, carácter que el Código reconoce sólo a las que enumera
en su artículo 1.965. Dado que el Código tampoco señala particularmente
el plazo de prescripción -y supuesto que no ha de aplicarse el art. 1.301-,
debemos inclinarnos por el genérico de quince años de las acciones
personales que no tengan fijado otro (art. 1.964 Cc.).

[Doctrina]
En este sentido ESPÍN, D. 1970, 531 y ss, y 537 y ss., con cita de
doctrina y amplio razonamiento. Mucho antes, BORREL Y SOLER, A. 1947,
115-117. La misma opinión en DÍEZ-PICAZO, L. 1970 I, 302, 1993 I,
448, 1996 I, 474; BELLO JANEIRO, D. 1993, 63; con dudas, LÓPEZ
BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 245, 249 y 278 y ss.
Pasquau ha sometido a crítica el “dogma de la imprescriptibilidad”,
revisando las ideas fundamentales en las que, a su juicio, se sustenta (la
equivalencia práctica entre confirmación –tácita- y prescripción, que daría
lugar a que sólo pudiera jugar la prescripción en casos de contratos
confirmables, es decir, aquellos que reúnan los requisitos del art. 1261; la
identificación de la nulidad con las causas de nulidad que, en cuanto tales,
no desaparecen con el tiempo, luego tampoco la nulidad; finalmente, la
idea de que la anulabilidad protege intereses de orden privado, que
pueden ceder por razones de seguridad jurídica, mientras que la nulidad
protege el interés general, lo que explicaría que en el primer caso jugara
la prescripción y en el segundo no). El autor citado sostiene que, a falta
de norma expresa, por exigencias de la seguridad jurídica (fundamento de
la prescripción) y por aplicación de lo dispuesto en los arts. 1930.2 y
1964 Cc., debe entenderse que la acción de nulidad prescribe a los quince
años. Lo que sucedería es que, para el autor, de manera coherente con
sus peculiares tesis sobre la nulidad, tratándose de lo que califica como
vicios manifiestos, que hacen que el contrato no tenga “apariencia de
validez” no tiene sentido hablar de prescripción “porque no es necesaria
una acción para que el contrato pueda considerarse nulo” (PASQUAU
LIAÑO, M. 1997, 281 y ss. y 362).

En la jurisprudencia, la afirmación de la imprescriptibilidad de la acción de


nulidad se manifiesta con más facilidad cuando no se solicita una
restitución sino una acción meramente declarativa, de la que pueden
resultar otras consecuencias. Así, en los casos de simulación, que se
tenga el acto simulado por inexistente (Ss.13 abril 1988, 4 noviembre
1996, 27 abril 1997, 26 febrero 1999, 20 octubre 1999, 1 abril y 14
marzo 2000), o que se declare el derecho de la demandante a participar
en la herencia de su madre (S. 5 junio 2000: transcurridos treinta años
desde la “venta” de la herencia, sin que ella hubiera firmado).
Algún caso reciente hace pensar también que la impresciptibilidad
comúnmente afirmada no puede llevarse tan lejos que obligue a reescribir
la historia de la propiedad en España.

[Jurisprudencia]
En el resuelto por S. 25 enero 1991, se cuestionaba la validez de la inclusión, en la
venta cuestionada, de una capilla que formaba parte de la finca subastada a
mediados del siglo XIX, con fundamento en la legislación desamortizadora. De
acuerdo con esta legislación, la capilla no podía incluirse. En casación se alegan
los arts. 6.3, 1255, 1271-1º y el principio quod ab initio. Muy comprensiblemente, el
Tribunal Supremo no da la razón al recurrente, explicando que lo que plantea es
el tema de la nulidad radical o absoluta, en la parte que afecta a la capilla, “de la
venta judicial llevada a cabo por el repetido auto, por no haber excluido a la
capilla de la citada venta, acerca de lo cual no cabe pronunciarse ahora, al
tratarse de una resolución judicial que, con la lejanía histórica quedó firme, y no
consta que hubiera sido impugnada en su tiempo por quien tuviera legitimación
para ello”. El argumento sobre tratarse de resolución judicial (por ser judicial la
subasta) parece ad hoc y poco convincente [de hecho, el propio Tribunal se ha
servido de su doctrina de la imprescriptibilidad de los actos radicalmente nulos
para aplicarla a una adopción, naturalmente aprobada por el Juez en su
momento, señalando correctamente que “no es dable confundir expediente
(judicial) con litigio”: S. 8 marzo 1988].
Curiosamente, el Tribunal Supremo ha aplicado la prescripción de quince años a
la acción de nulidad procedente del carácter usurario del contrato (Ley 23 julio
1908): Ss. 14 diciembre 1949 y 25 febrero 1960. Quizás porque en estos casos se
ejercita casi siempre una acción restitutoria. Hay que recordar, de todos modos,
que la jurisprudencia sobre la clase de invalidez de los contratos usurarios es
contradictoria: por ejemplo, mientras que la S. 30 diciembre 1987 afirma su
nulidad radical, la de 8 noviembre 1991 la excluye de manera no menos expresa,
bien es cierto que a distintos efectos.

Merece recordarse que los Jueces franceses, en concordancia con los


autores de aquel país, y ante la misma ausencia de norma legal específica
que en el España, han entendido que las acciones de nulidad (absoluta,
radical, de pleno derecho) están sujetas a prescripción, aplicándoles el
plazo más largo que el Derecho francés conoce para la misma: el de
treinta años. Ciertamente, no sin vacilaciones, pero esta parece ser la
praxis y doctrina con mucho dominante. La prescriptibilidad de la acción
no era totalmente coherente con la teoría “clásica”, pero desde principio
del siglo veinte la jurisprudencia es prácticamente invariable (otra cosa es
que, lo mismo que para la anulabilidad, se entienda que la excepción no
prescribe). Se hace notar que el mismo tiempo que permite a un
usurpador transformar su posesión en propiedad permite igualmente
transformar la situación de hecho creada por el contrato nulo en una
situación de derecho. Vid. GHESTIN, J. 1988, 875, 877 y 995;
LAROUMET, Ch. 1990, 538-544.
Para nuestro ordenamiento, resulta interesante comprobar las
consecuencias problemáticas que derivan de la admisión, por una parte,
de la tesis que mantiene la imprescriptibilidad de la acción de declaración
de nulidad y, al mismo tiempo, un plazo de quince años para el ejercicio
de la acción de restitución y, por otra, de la existencia de los plazos de
adquisición por usucapión (desde la perspectiva de la nulidad, pero con
distintos enfoques y resultados, se han ocupado de analizar este grupo de
problemas: LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995 73 y ss.; PASQUAU
LIAÑO, M. 1997, 277 y ss.; YZQUIERDO TOLSADA, M. 2001, 603 y ss.).
Por otra parte, es distutible si, quien entregó una cosa en cumplimiento
de un contrato nulo –la respuesta es claramente afirmativa cuando el
reivindicante no fue parte en el contrato cuya declaración de nulidad se
pide-, puede reivindicarla. Parece defendible que, prescrita la acción de
restitución, pueda reivindicarse la cosa entregada si concurren los
presupuestos de la acción reivindicatoria, que son diferentes de los de la
restitutoria (que quien entregó sea propietario y no haya dejado de serlo;
que, siendo cosa inmueble la reivindicación se produzca dentro del plazo
de treinta años: para los bienes muebles, los plazos para la reivindicación
son más cortos –tres o seis años- que el señalado para la restitución). De
una y otra cuestión nos ocupamos más adelante en “Usucapión y nulidad
del título” (3.4.3.3).

2.4. Nulidad de las condiciones generales de la contratación y de las cláusulas


abusivas en los contratos con consumidores

[Resumen]
En estas materias, por su novedad y especialidad, pero también por
influencia de las Directivas europeas, resultan inadecuados los regímenes
conocidos de la nulidad y la anulabilidad, o requieren notables
adaptaciones. Cabe hablar, en ciertos casos, de una “nulidad de pleno
derecho relativa”.

2.4.1. Las partes

El art. 8.1 de la Ley de condiciones generales de la contratación de 1998


establece que son “nulas de pleno derecho” las condiciones generales
“que contradigan en perjuicio del adherente lo dispuesto en esta ley o en
cualquier otra norma imperativa o prohibitiva, salvo que en ellas se
establezca un efecto distinto para el caso de contravención”. Frente a
estas condiciones es posible una reacción individual de un concreto
adherente, pero también el ejercicio de unas “acciones colectivas”.
Cuando se trata de contratos entre profesionales y consumidores en el
sentido del art. 1 de la Ley general para la defensa de los consumidores y
usuarios la nulidad de las cláusulas no negociadas individualmente, sean
o no condiciones generales en el sentido de la Ley de 1998, puede derivar
de su carácter abusivo, lo que sucede cuando “en contra de las exigencias
de la buena fe causen, en perjuicio del consumidor, un desequilibrio
importante de los derechos y obligaciones de las partes que se deriven
del contrato” (art. 10 bis de la Ley de consumidores y usuarios). Para las
condiciones generales abusivas en los contratos con consumidores el art.
8.2 de la Ley de condiciones generales se remite, además, a la Ley
general para la defensa de los consumidores y usuarios. Es esta una
materia regulada de manera muy compleja, por las difíciles relaciones
establecidas por el legislador entre la regulación inicialmente prevista en
la Ley de consumidores y la Ley de condiciones generales, que modificó a
la primera y, a su vez, fue modificada primero por la Ley de
enjuiciamiento civil de 7 de enero de 2000 y posteriormente por la Ley de
28 de octubre de 2002, de transposición al ordenamiento jurídico español
de diversas directivas comunitarias en materia de protección de los
intereses de los consumidores y usuarios.
Precisamente porque al establecer un régimen de invalidez el legislador
no está vinculado por los prejuicios doctrinales sobre la nulidad, la Ley de
condiciones generales de la contratación establece en su art. 8 un
régimen que puede calificarse de “nulidad de pleno derecho relativa”.

[Doctrina]
La doctrina explica que se trata de una nulidad de pleno derecho, por ser
la que procede en el caso de contravención de norma imperativa o
prohibitiva, pero que sólo está prevista en interés del adherente, en el
sentido del art. 2 de la Ley, único legitimado para hacerla valer
(PASQUAU LIAÑO, M. 1999 a, 282; MIQUEL, J. M. 2002, 474), o su
fiador, conforme al art. 1853 Cc. (en este sentido, SÁNCHEZ LÓPEZ, B.-
DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, I. 2002, 490).
[Jurisprudencia]
No lo entendió así, con anterioridad a la Ley, la S. de 12 de diciembre de
1991, que aplicó en contra del comprador el antiguo art. 14 de la Ley de
venta a plazos de bienes muebles y apreció la excepción de
incompetencia porque el comprador presentó la demanda ante el Juez del
domicilio del vendedor.
Con un criterio no compartible, la S. 20 noviembre 1996, consideró
insuficiente la condición de adherente, exigiendo también la presencia de
un interés que, parece ser, se hubiera acreditado si se le hubiera
pretendido aplicar alguna de las cláusulas del contrato o se le hubiera
causado algún perjuicio. En el caso, por el contrario, el actor “no buscaba
con el pleito la protección de sus intereses como titular de una cuenta
corriente con el Banco A., S.A., sino precisamente provocar este pleito,
como lo demuestra el hecho de haber abierto otras en distintas entidades
bancarias y no haber en ningún momento ejercitado sus derechos
contractuales”.

Cabe preguntarse si las entidades colectivas que, con arreglo al art. 16 de


la Ley, pueden ejercer las acciones colectivas, están legitimadas para
intervenir en un proceso individual de nulidad.

[DOCTRINA]
SÁNCHEZ LÓPEZ, B.- DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, I. entienden que, fuera de
los casos en que la propia entidad sea adherente de un específico
contrato, o de la actuación en representación de uno de sus asociados,
sólo es posible la actuación tales entidades como intervinientes adhesivos
simples en un proceso iniciado por un adherente particular, para lo que
deberán acreditar un interés jurídicamente protegible, que sólo concurrirá
cuando el éxito de la acción individual pueda hacer renacer la acción
colectiva prescrita, conforme a lo previsto en el art. 19 de la Ley (2002,
493 y ss.).

Es discutible que la nulidad pueda ser apreciada de oficio, aunque sea en


interés del adherente.

[Doctrina]
La doctrina no es uniforme: con criterio restrictivo, señalando el juego de
los principios de congruencia y tutela judicial efectiva, PASQUAU LIAÑO,
M. 1999 a, 285; a favor de la apreciación de oficio de la nulidad: MIQUEL,
J. M. (2002, 478), para quien la audiencia a las partes puede llevarse a
cabo en la comparecencia previa, art. 416 Lec., aunque no nos parece
seguro que este cauce esté pensado para resolver problemas de este
tipo, además de que haría falta que el Juez hubiera tomado ya su
iniciativa en ese momento; BERCOVITZ, R. admite la apreciación de
oficio, con respeto al art. 24 CE, dando por supuesto que esto es lo que
sucede en los casos de nulidad absoluta (1999, 263, nota 10); también
SÁNCHEZ LÓPEZ, B.- DÍEZ-PICAZO, I., pero negando que la decisión del
Juez a este respecto tenga fuerza de cosa juzgada (2002, 515).
Para la apreciación de oficio de la nulidad en un proceso ejecutivo, estos
últimos autores entienden que el Juez está facultado ex arts. 551 y 552
Lec. cuando la nulidad de la condición general pueda afectar a la
regularidad formal del título ejecutivo –por ejemplo, la liquidez o la
exigibilidad de la deuda-. Entre las resoluciones de los Tribunales, la
STJCE 27 junio 2000se mostró favorable a la apreciación de oficio por los
Tribunales nacionales acerca del carácter abusivo de las cláusulas, pero
en un caso de sumisión expresa contraria al carácter improrrogable de la
competencia territorial, por lo que no es seguro que, pese a la amplitud
de su razonamientos, pueda generalizarse esa doctrina.

Por lo que se refiere a la legitimación pasiva, es indudable la del


predisponente, pero discutible que otros predisponentes de cláusulas
idénticas a las que son objeto del proceso puedan actuar en él,
coadyuvando al predisponente demandado. Parece preferible inclinarse
por la negativa, porque en realidad, el resultado del pleito individual no
va a afectar a otros predisponentes que no son parte en el proceso
(SÁNCHEZ LÓPEZ, B.- DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, I. 2002, 497).

2.4.2. Cómo se hace valer la nulidad. Efectos de la nulidad

En la práctica, será más corriente la alegación de la nulidad frente a una


reclamación de cumplimiento del contrato. Debe entenderse aplicable a la
alegación por el demandado de la nulidad de una condición general lo
previsto en el art. 408 Lec. (2.2.2.2). Para el caso de cláusulas incluidas
en contratos de préstamo bancarios o pólizas de contratos mercantiles,
que conforme al art. 517.2 Lec. llevan aparejada ejecución, es difícil
precisar en qué medida la nulidad puede hacerse valer como oposición a
la ejecución prevista en los arts. 557, 558, 560 y 561 Lec.

[DOCTRINA]
SÁNCHEZ LÓPEZ, B.- DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, I., que han estudiado la
jurisprudencia de las Audiencias Provinciales dictada al amparo del art. 10
de la Ley general para la defensa de los consumidores y usuarios de 1984
bajo la vigencia de la anterior Ley de enjuiciamiento, ponen de relieve
que, en la práctica, y contra la letra de la ley procesal, los Tribunales
entraban en el análisis de todo tipo de argumentos defensivos del
ejecutado que, en buena técnica, debían reservarse para un eventual
proceso declarativo posterior (2002, 505 y ss.). Pero para estos autores,
con la nueva Lec. resulta más claro que el legislador no ha querido
introducir una norma que prevea la posibilidad de alegar como motivo de
oposición a la ejecución la nulidad de una condición general, por lo que el
lugar para hacerla valer será el proceso declarativo posterior (509).

No existe todavía jurisprudencia al respecto, y la doctrina no se pone de


acuerdo acerca del plazo de ejercicio de la acción: a favor de la
imprescriptibilidad –de la declaración de nulidad, no de la acción de
restitución, para la que no ve inconveniente en aplicar el plazo de cuatro
años del art. 1301 Cc. o, en su caso, el de la acción de enriquecimiento,
esto es, el general de quince años- MIQUEL, J. M. (2002, 478); contra,
PASQUAU LIAÑO, M., quien considera aplicable el plazo general de quince
años (1999 a, 288, siguiendo la opinión defendida en 1997, 281).
No es necesario el ejercicio judicial de la acción de nulidad (en este
sentido, MIQUEL, J. M. 2002, 477 y SÁNCHEZ LÓPEZ, B.- DÍEZ-PICAZO
GIMÉNEZ, I. 2002, 487). Ejercitada la acción de declaración de nulidad,
podrán acumularse a ella otras acciones (art. 71 Lec.), como por ejemplo
la de restitución de cantidades ya abonadas. En su caso, conforme al art.
9 de la Ley, la sentencia estimatoria “decreta la nulidad” y “aclarará la
eficacia del contrato de acuerdo con el artículo 10, o declarará la nulidad
del propio contrato cuando la nulidad de aquéllas o su no incorporación
afectara a uno de los elementos esenciales del mismo en los términos del
artículo 1261 del Código civil”. Por su parte, el art. 10.1 establece que la
declaración de nulidad “no determinará la ineficacia total del contrato, si
éste puede subsistir sin tales cláusulas, extremo sobre el que deberá
pronunciarse la sentencia”.
Se establece, por tanto, una regla de ineficacia parcial (sobre la cual,vid.
3.3). La doctrina es unánime a la hora de señalar que, pese a la
literalidad del art. 10 de la Ley, individualizadas las cláusulas nulas, es
necesario integrar el contrato con arreglo a lo dispuesto en el art. 1258
Cc. y disposiciones en materia de interpretación y, con posterioridad,
valorar si la tacha de invalidez compromete o no la eficacia de todo el
contrato (por todos, con citas bibliográficas, PASQUAU LIAÑO, M. 1999 a,
306, y PERDICES HUETOS, A. B. 2002, 530). Se entiende que el Tribunal
puede declarar, sin cometer incongruencia, la ineficacia total del contrato,
y tampoco comete incongruencia cuando aclara la eficacia del contrato
una vez declarada la nulidad.
2.4.3. Control abstracto

Junto al control individual de nulidad (y el de no incorporación del art. 7


de la Ley), la Ley de condiciones generales adopta un modelo de control
abstracto, aplicable tanto cuando el adherente es un consumidor como
cuando es un profesional. En cumplimiento del art. 7 de la Directiva
93/13/CEE, de 5 de abril, de cláusulas abusivas en los contratos
celebrados con consumidores, que encomendaba a los Estados que
velaran para dotar a sus ordenamientos de medios para que cese el uso
de cláusulas abusivas, el art. 12 de la Ley española regula las acciones de
cesación, de retractación y declarativa para cuyo ejercicio están
legitimadas las personas a que se refiere el art. 16 de la Ley (redactado
conforme a la Ley 39/2002 de transposición de diversas directivas
comunitarias). La acción de cesación se dirige a obtener una sentencia
“que condene al demandado a eliminar de sus condiciones generales las
que se reputen nulas y a abstenerse de utilizarlas en lo sucesivo,
determinando o aclarando, cuando sea necesario, el contenido del
contrato que ha de considerarse válido y eficaz” (art. 12.2.I). La acción
de retractación tiene por objeto obtener una sentencia que declare e
imponga al demandado, sea o no el predisponente, “el deber de
retractarse de la recomendación que haya efectuado de utilizar las
cláusulas de condiciones generales que se consideren nulas y de
abstenerse de seguir recomendándolas en el futuro” (art. 12.3). La acción
declarativa se dirige a obtener una sentencia que reconozca una cláusula
como condición general de la contratación y ordene su inscripción “cuando
ésta proceda conforme a lo previsto en el inciso final del apartado 2 del
artículo 11 de la presente Ley” (art. 12.4), es decir, cuando el Gobierno
imponga la inscripción obligatoria en el Registro de las condiciones
generales en determinados sectores específicos de la contratación.
Uno de los presupuestos del control abstracto es, precisamente, por lo
que aquí interesa, la nulidad de la cláusula: se ha dicho, por ello, que hay
una acumulación de acciones (CORDÓN MORENO, F. 1998, 14). Si la
acción que se ejercita es la de cesación y la sentencia es estimatoria se
condena al demandado a “eliminar” y a “abstenerse de utilizar” en lo
sucesivo tal cláusula (sobre todo ello, PORTELLANO DÍEZ, P. 2002, 593).
Pero, además, puede acumularse una acción de devolución de las
cantidades que se hubiese cobrado en virtud de las condiciones a que
afecte la sentencia (art. 12.2.II). El precepto pretende que concretos
adherentes puedan verse beneficiados por el ejercicio de la acción
colectiva. Para la exigencia de esta especie de restitución, conforme a la
redacción actual del precepto, otorgada por la disp. final 6ª Lec. 2000,
están legitimadas las entidades previstas en el art. 16 de la Ley, lo que,
aunque es perfectamente coherente con la amplia legitimación prevista
en el art. 11 Lec., no deja de causar perplejidad, puesto que si no
intervienen esos concretos adherentes no están determinados los sujetos
ni las cuantías de esos derechos de “devolución”. Para la aplicación
práctica de esta disposición deben tenerse en cuenta (vid. disp. adicional
4ª de la Ley de condiciones generales, introducida por la Lec.) las
disposiciones contenidas en los arts. 15 (publicidad e intervención en
procesos para la protección de derechos e intereses colectivos y difusos
de consumidores y usuarios), 221 (sentencias promovidas en procesos
promovidos por asociaciones de consumidores y usuarios) y 519 Lec.
(acción ejecutiva de consumidores y usuarios fundada en sentencia de
condena sin determinación individual de los beneficiados). Sí que es
posible, tras la entrada en vigor de la Lec., y más sencillo, que concretos
adherentes se personen como parte y deduzcan sus propias pretensiones,
acumulándolas a la acción colectiva (REBOLLEDO VARELA, Á. 1999, 527).
Por lo que se refiere al contenido de la “devolución” a que se refiere el
art. 12.2.II de la Ley de condiciones generales debe tenerse en cuenta el
art. 1303 Cc. (restitución recíproca), aunque el tenor literal del artículo
mueva a pensar en el cobro de lo indebido (“devolución de cantidades
que se hubiese cobrado”, vid. PORTELLANO DÍEZ, P. 2002, 606).
El art. 16 no consagra para las acciones colectivas una “acción popular”,
pues cualquiera no tiene acceso a estos procesos colectivos. Al no existir
un concreto derecho subjetivo no existe, a diferencia de lo que sucede en
las acciones individuales, un “legitimado nato” o natural, y, por razones
de oportunidad y de conveniencia decide atribuir la legitimación a las
entidades que considera representativas (GASCÓN INCHAUSTI, F. 2002 a,
685). Para las acciones colectivas no está legitimado un adherente
concreto y es discutible si lo están los “grupos de afectados”,
mencionados en los arts. 6 y 11 Lec. (ley posterior), pero no en el art. 16
de la Ley de condiciones generales de la contratación, que parece debe
prevalecer como ley especial.
La Ley 39/2002, de transposición de diversas directivas comunitarias dio
nueva redacción al art. 19 de la Ley de condiciones generales, que se
ocupa de la prescripción de las acciones colectivas. En esta materia se
trata de lograr un equilibrio entre la seguridad del tráfico y la protección
de los intereses de los consumidores, dando lugar a un peculiar régimen
de prescripción: la acción declarativa es imprescriptible (art. 19.4),
porque se parte del presupuesto de que sus efectos se agotan en la mera
declaración, por lo que la imprescriptiblidad no se considera contraria a la
seguridad jurídica; para las acciones colectivas de cesación y
retractación, después de declarar que “con carácter general” son
imprescriptibles (art. 19.1), el art. 19.2 establece un plazo de
prescripción de cinco años a partir del día en que se hubieran depositado
en el Registro General de Condiciones Generales de la Contratación –esta
parece ser la única virtualidad del depósito en el Registro- siempre que se
hayan sido objeto de utilización efectiva; es decir, que no existe plazo de
prescripción si las condiciones cuya utilización o recomendación se
pretende atacar no han sido depositadas o, aun depositadas, no hayan
sido utilizadas. Pero, aun transcurrido ese plazo de prescripción, el
ejercicio de una acción individual puede “resucitar” a la acción colectiva.
Así debe entenderse lo dispuesto en la Ley en el sentido de que “tales
acciones podrán ser ejercitadas en todo caso durante los cinco años
siguientes a la declaración judicial firme de nulidad o no incorporación
que pueda dictarse con posterioridad como consecuencia de la acción
individual” (art. 19.3).
El art. 14 de la Ley de condiciones generales excluía que pudiera
acumularse una acción individual y una acción colectiva. Es decir, se
excluía la acumulación de una acción individual de nulidad (o de no
incorporación) a una acción colectiva de cesación, de retractación o
declarativa, para cuyo ejercicio sólo están legitimadas las entidades del
art. 16. La doctrina encontraba justificada esta regla en distintas razones:
no había identidad de personas, ni de cosas ni de acción, además de que
la eficacia y la rapidez de un proceso colectivo puede verse interferido
con otros interese individuales (sobre lo cual vid. BONET NAVARRO, A.
1999, 499 y ss.; BACHMAIER WINTER, L. 2002, 624 y ss.). La Lec. 2000
derogó esta disposición, y en la actualidad hay que tener en cuenta el
régimen general sobre acumulación de acciones. La razón hay que
buscarla en la coherencia con otras disposiciones de la propia ley
procesal: el art. 15 permite la intervención de los consumidores en
procesos promovidos por las asociaciones y el art. 222 establece que la
sentencia dictada en un proceso colectivo puede producir efecto de cosa
juzgada respecto de un sujeto que no ha litigado (téngase en cuenta,
además, que conforme a la disp. adicional 4ª de la Ley de condiciones
generales introducida por la propia Lec., las referencias a los
consumidores en la Lec. deben entenderse hecha a todo adherente, sea o
no consumidor, y la referencia a las asociaciones de consumidores deben
entenderse hechas a las personas y entes legitimadas para ejercer las
acciones colectivas).
2.4.4. Contratos celebrados con consumidores

Además, en los contratos celebrados con consumidores, el carácter


abusivo de una cláusula, sea o no condición general –conforme a lo
previsto en el art. 10.bis.1- comportará, según establece el art. 10.bis.2
de la Ley general de defensa de los consumidores y usuarios, su nulidad,
y la cláusula “se tendrá por no puesta”. El precepto contempla también la
nulidad parcial, la integración del contrato con arreglo al art. 1258 Cc. así
como la facultad moderadora del Juez respecto de los derechos y
obligaciones de las partes cuando subsista el contrato y de las
consecuencias de su ineficacia en caso de perjuicio apreciable para el
consumidor o usuario: “sólo cuando las cláusulas subsistentes determinen
una situación no equitativa en la posición de las partes que no pueda ser
subsanada podrá declarar su ineficacia el contrato”, régimen distinto del
previsto en los arts. 9 y 10 de la Ley de condiciones generales para los
casos de nulidad. La Directiva comunitaria se limitaba a decir que las
cláusulas abusivas no fuesen vinculantes, sin precisar el instrumento
jurídico para lograr ese objetivo, y el legislador español ha optado por la
nulidad de pleno derecho (art. 8.2 de la Ley de condiciones generales y
art. 10.bis.2 de la Ley general de consumidores).
La doctrina critica que el legislador no haya aprovechado la ocasión para
establecer un régimen completo de invalidez, ya que se plantean aquí
problemas de legitimación, posible apreciación de oficio o plazo de
prescripción. Puede sostenerse que se trata de una nulidad de pleno
derecho relativa, en el sentido explicado más arriba y que el principio de
protección de los consumidores proclamado por el art. 51 CE puede
inclinar a favor de la apreciabilidad de oficio de la nulidad, siempre en
beneficio del consumidor y cuando no se entre en conflicto con otros
intereses más atendibles (vid. PASQUAU LIAÑO, M. 1999 b, 778).
Especialmente importante es la posibilidad de que las asociaciones de
consumidores ejerciten acciones en defensa de los intereses generales de
los consumidores, conforme a los arts. 20 de la Ley general de
consumidores y usuarios y el art. 11 Lec. Conforme a este precepto debe
entenderse que las asociaciones de consumidores y usuarios tienen
reconocida, además de la legitimación ordinaria para la defensa de sus
propios intereses: a) una legitimación extraordinaria representativa para
defender los derechos e intereses de sus asociados; b) una legitimación
extraordinaria para defender los intereses supraindividuales y los
derechos de los consumidores; c) una legitimación extraordinaria para la
defensa de los intereses y derechos colectivos de los consumidores, es
decir, los de un grupo de consumidores determinados o fácilmente
determinables; d) una legitimación extraordinaria representativa de los
grupos de afectados por el hecho dañoso, para la defensa de los intereses
difusos, es decir, los de consumidores indeterminados o de difícil
determinación (LÓPEZ-FRAGOSO ÁLVAREZ, T. 2002, 2-115).

[Doctrina]
Además, y conforme al art. 222.3 Lec., la cosa juzgada de la sentencia de
fondo firme dictada en un proceso para la protección de los derechos e
intereses de los consumidores iniciados por las personas legitimadas por
el art. 11 afecta a los sujetos que no hayan sido parte en dicho proceso
pero son los titulares de los derechos que fundamenta la legitimación de
las partes que actuaron en el mismo. Habrá que esperar, sin embargo,
como indica este mismo autor, a la interpretación jurisprudencial, para
ver cuál de las dos interpretaciones posibles del precepto prevalece: a)
entender que cuando la asociación o el grupo de afectados comparecen
en el proceso como actores, pueden intervenir en el mismo los
perjudicados individuales (art. 13.1 Lec.), garantizándoles su intervención
la publicidad que ha de realizarse de la existencia del proceso (art. 15
Lec.); se trata de una intervención provocada porque a los concretos
individuos que han sufrido un daño –en la terminología de la ley, aunque
es aplicable en general a otros supuestos- les afectará la sentencia (art.
222.3 Lec.), y podrán verse beneficiados por la sentencia estimatoria de
la pretensión de condena aunque su derecho no haya sido objeto del
proceso (arts 221 y 519 Lec.); b) entender que los derechos personales
de resarcimiento por el daño –la restitución de la prestación, en el caso
que nos ocupa- no quedan comprendidos en los efectos de la cosa
juzgada, y los concretos consumidores que no inicien el proceso ni
intervengan en él pueden optar por utilizar el beneficio que para la
ejecución de la sentencia de condena les ofrece el art. 221.1ª o iniciar un
proceso autónomo (LÓPEZ-FRAGOSO ÁLVAREZ, T. 2001, 1-329).

Debe tenerse en cuenta, por lo demás, que la legitimación de las


asociaciones de consumidores para ejercer las acciones colectivas frente
a las cláusulas abusivas deriva de la interpretación conjunta de los arts.
16 y 8.2 de la Ley de condiciones generales, que expresamente se remite
al actual art. 10 bis y disposición adicional primera de la Ley general de
consumidores y usuarios.
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INDICE

3.1. En general
Las nulidades de los contratos
© J. Delgado y Mª Angeles Parra. Zaragoza. 2003.
3.2. Propagación de la
ineficacia

3.3. Ineficacia parcial

3.4. La restitución de las Parte 3ª Las consecuencias de la


prestaciones
invalidez
3.5. Consecuencias de la
declaración de nulidad
de contrato contenida en 3.1. EN GENERAL
sentencia penal

1. Cualquiera que sea la construcción que se considere preferible sobre la


anulabilidad, la doctrina coincide en entender que tanto los contratos
nulos como los anulables una vez anulados se encuentran exactamente
en la misma situación. Quienes conceptúan el poder de impugnación
como derecho potestativo o de configuración jurídica señalan que si bien
el contrato anulable es eficaz, con eficacia provisional, claudicante o
precaria, esta queda borrada ex tunc, con retroactividad real, cuando se
ejercita aquel derecho. Por tanto, también partiendo de estas premisas
las consecuencias de la nulidad y las de la anulabilidad son exactamente
las mismas. Lo que sigue se refiere genéricamente a todos los supuestos
de invalidez.

2. El legislador español atiende de manera expresa tan sólo a uno de los


efectos o consecuencias de la declaración de nulidad de un contrato, la
obligación recíproca de restituirse los contratantes las prestaciones que en
cumplimiento del mismo realizaron, de que se ocupa el art. 1303 Cc. y los
siguientes. Quizás por considerarla el legislador la consecuencia
prácticamente más importante, por ser la que con mayor frecuencia se
persigue al pedir la declaración de nulidad. En cualquier caso, es la que
da sentido a toda la regulación del capítulo VI del Título II del Libro IV del
Código civil (“De la nulidad de los contratos”, arts. 1303 y siguientes), en
que propiamente no se atiende a la acción declarativa de la nulidad o
anulabilidad -o a la acción de impugnación-, sino a la acción restitutoria.
Pero conceptualmente los efectos de la invalidez -o de su declaración-
son distintos y más amplios.

a) En primer lugar, puede hablarse de efectos negativos (o


aniquilatorios). La declaración de nulidad supone la privación de toda
eficacia al contrato y de toda consideración o relevancia jurídica en
cuanto tal. Por tanto, la realidad -todos los demás hechos o actos - ha de
ser valorada jurídicamente como si el contrato inválido nunca hubiera
existido. Es decir, todos los hechos y actos, anteriores o posteriores, de
las partes o de terceros, reciben la valoración que les corresponda
prescindiendo de que alguna vez hubo una apariencia de contrato.
Respecto de las partes, esto significa que no están vinculadas ni lo han
estado nunca. Por tanto, no han nacido obligaciones entre ellas, por lo
que no se podrá exigir su cumplimiento en el futuro. Pero también, según
los casos, podrá advertirse que siguen sujetas a otros vínculos que el
contrato inválido pretendía extinguir o modificar, o que una de ellas o
ambas puede ejercitar facultades o derechos de que el contrato inválido
le hubiera privado, o que se desvanece su responsabilidad frente a
terceros.

Si las partes han realizado atribuciones patrimoniales en atención al


contrato inválido, deberán valorarse como producidas sin causa (por
ejemplo, el comprador que recibió la cosa será mero poseedor -de buena
o de mala fe, según los casos-, pero no propietario). El contrato nulo
puede fundar la buena fe del poseedor e indica prima facie el concepto en
que posee, también a efectos de la adquisición de los frutos, pero no es
título suficiente para la usucapión ordinaria (art. 1.953): otra cosa es, sin
embargo, quién puede hacer valer esa anulabilidad del título (vid. 3.4.3.3,
sobre “Usucapión y nulidad del título”).

Respecto de los terceros, el efecto más generalmente apreciable para los


que pidieron la declaración de nulidad será que ahora pueden ejercitar
derechos o facultades que habrían quedado de algún modo afectados por
el contrato inválido, o no verán comprometida la eficacia de sus títulos.
Respecto de terceros adquirentes de las cosas que fueron objeto del
contrato o de derechos sobre las mismas, resultará que adquirieron -
creyeron adquirir- de quien no era dueño, por lo que la entrega de la cosa
no les trasmitió el dominio o el derecho real.
Todo lo anterior podríamos comprenderlo en la idea de que el contrato
inválido es ineficaz. No produce los efectos queridos por los contratantes
(o los correspondientes a la finalidad por ellos perseguida, o al tipo
contractual utilizado) ni ha de tenerse en cuenta en la valoración de otros
hechos o actos jurídicos.

b) Pero el contrato inválido no es un nihil que pueda, simplemente, ser


ignorado por el Derecho. Siendo un fenómeno fácticamente acaecido, el
Ordenamiento no puede -y no pretende- convertirlo en algo no acaecido.
De la valoración negativa que la invalidez implica como calificación, deriva
una determinada disciplina de los intereses que el contrato pretendió
inútilmente regular, que puede tener cierto carácter de sanción para una
o ambas de las partes. Puede hablarse, por tanto, de efectos o
consecuencias positivas, propias del contrato inválido. No son efectos
contractuales, sino de la ley, aunque en algunos aspectos tampoco la
pretendida regulación contractual sea irrelevante
Contra la doctrina más común, ha defendido PAWLOWSKY, H. M. (1966)
la naturaleza negocial de las consecuencias del negocio nulo. Una crítica
de esta opinión en LARENZ, K. 1972, 380.

En particular, nuestro Ordenamiento no se limita a valorar como


producidas sin causa las atribuciones patrimoniales eventualmente
operadas en atención al contrato inválido, sino que proporciona a los
contratantes una acción específica de restitución recíproca (la del artículo
1.303), que es un efecto propio de la nulidad del contrato. Luego nos
ocupamos de esta acción de restitución, pero obsérvese ya que tal acción
no es imprescindible y que, de hecho, no existe en otros Códigos, como el
alemán, el francés o el italiano. En estos Derechos sirven a los mismos
fines las acciones de cobro de lo indebido o de enriquecimiento injusto,
pero no como acciones específicamente nacidas de la declaración de
nulidad, sino como mero reflejo del efecto negativo de la invalidez: cada
uno tiene las acciones que tendría si el contrato inválido no se hubiera
celebrado.

Parece de particular interés para juristas españoles la amplia polémica


que los civilistas argentinos han mantenido sobre si los artículos 1050 a
1057 de su Código civil regulan realmente verdaderos efectos propios de
la nulidad de los actos jurídicos. El interés especial deriva de los dispuesto
en los artículos que se transcriben a continuación: Art. 1.050: "La nulidad
pronunciada por los Jueces vuelve las cosas al mismo o igual estado en
que se hallaban antes del acto anulado". Art. 1051: "Todos los derechos
reales o personales transmitidos a terceros sobre un inmueble por la
persona que ha llegado a ser propietario en virtud del acto anulado,
queda sin ningún valor y pueden ser reclamados directamente del
poseedor actual". Art. 1.052: "La anulación del acto obliga a las partes a
restituirse mutuamente lo que han recibido o percibido en virtud o por
consecuencia del acto anulado". El artículo 1.051 puede entenderse en el
sentido de que proporciona al actor que triunfa en la acción de nulidad la
posibilidad de dirigirse directamente contra terceros, como efecto de la
declaración de nulidad, sin necesidad de reivindicar -con los requisitos
propios de la reivindicatoria, en particular, la prueba de la propiedad-,
para exigir la restitución de la posesión perdida. En esta inteligencia, el
legislador se vio inclinado a intervenir, añadiendo al artículo 1051 la
siguiente importantísima adición: "salvo los derechos de los terceros
adquirentes de buena fe, sea el acto nulo o anulable" (Ley 17.711, de 1
de julio de 1968).

La doctrina argentina se ha ocupado de los efectos de la nulidad en libros


tales como MOYANO, J. A. 1932; LLAMBÍAS, J. J. 1953; y buen número de
artículos de revista. Puede verse una amplia exposición en LLOVERAS DE
RESK, M. E. 1985, especialmente 199 y ss.

c) En ocasiones -que quizás cada vez sean más- el legislador interviene


limitando el efecto negativo de la invalidez con instrumentos ad hoc. En
este sentido, introduce efectos positivos de la invalidez -del contrato
inválido en cuanto hecho jurídico, acaso junto con otros hechos o actos-,
aunque contrarios a los antes señalados. No nos referimos a la
pertinencia del uso de los instrumentos comunes que señalan el límite de
los efectos negativos de toda invalidez (prescripción de acciones,
usucapión, protección de ciertos terceros), sino a intervenciones del
legislador para negar de una forma u otra efecto ex tunc a la declaración
de nulidad. Un ejemplo especialmente claro proporciona la Ley de
sociedades anónimas, al determinar que la sentencia que declara las
nulidad de la sociedad "abre su liquidación, que se seguirá por el
procedimiento previsto en la presente ley para los casos de disolución"
(art. 35). En casos como este, la regla contractual, a pesar de ser el
contrato nulo, se aplica definitivamente durante el tiempo intermedio
hasta la declaración de nulidad.

Pueden también analizarse como limitación del efecto negativo de la


invalidez los supuestos -al menos, algunos de ellos- que suelen tratarse
como "nulidad parcial" (vid. 3.3, “Ineficacia parcial”). En general, lo que
es parcial es la ineficacia normalmente consiguiente a la invalidez, cuando
puede salvarse una eficacia parcial todavía adecuada a la intención
práctica de las partes; o cuando el legislador, ante contratos que
infringen determinadas normas imperativas, cree preferible mantener la
vinculación de las partes sustituyendo la regla contractual por la
regulación ex lege que se pretendió eludir.
3.2. PROPAGACIÓN DE LA INEFICACIA

Normalmente, la ineficacia alcanza al contrato inválido en su totalidad, y


sólo a él. Pero surge el problema de la propagación de la ineficacia a
otros contratos que guardan cierta vinculación con el inválido; o, en
sentido contrario, de si puede aislarse la ineficacia en una parte o
contenido de una cláusula del contrato, sin afectar al resto (lo que puede
evitar total o parcialmente la restitución de las prestaciones). La doctrina
trata habitualmente estas cuestiones por separado, bajo los rótulos de
propagación de la invalidez (o de la ineficacia) y de nulidad (o invalidez, o
ineficacia) parcial (cuestión esta segunda que ha tenido un desarrollo
jurisprudencial y doctrinal muy superior); pero, como ser verá, los
principios decisivos son los mismos.

Respecto de la propagación de la ineficacia, y en ausencia de norma legal,


no cabe sentar reglas generales para determinar cuándo la nulidad de un
acto deba trascender a otro posterior que con él se relacione, o que en el
mismo se apoye. Ha de atenderse, ante todo, al propósito negocial
concreto, teniendo en cuenta las circunstancias del caso, la naturaleza del
negocio y las exigencias de la buena fe. El problema de la propagación de
la ineficacia debe resolverse de distinto modo en función de la naturaleza
del vínculo que une a los contratos celebrados por las partes. Si ambos
contratos cooperan al logro de un mismo resultado buscado por las
partes, la ineficacia de uno origina la ineficacia de los demás cuando sin
él ya no puede lograrse ese resultado.

Por ejemplo (tomado de DÍEZ-PICAZO. L. 1996 I, 467), se pacta la


transmisión del dominio de un solar, la obligación del adquirente de
construir un edificio, la obligación de transmitir al cedente determinados
pisos y una serie de garantías reales: la ineficacia de la transmisión del
dominio del solar comporta la ineficacia de todo el conjunto negocial,
mientras que no parece que ocurra necesariamente lo mismo si resultan
ineficaces las garantías prestadas por el adquirente (vid. también LÓPEZ
FRÍAS, A. 1995, 299).

El Tribunal Supremo tienen declarado que la cuestión “de determinar


cuándo la nulidad de un acto deba trascender a otro posterior que, con él
se relacione o que, en el mismo, se apoye” debe resolverse en sentido
afirmativo, entre otros casos, "no sólo cuando exista precepto específico
que imponga la nulidad del acto posterior, sino también cuando éste
presuponga, para su validez, la circunstancia de un determinado estado o
condición de alguno de los participantes, que intentó adquirirse mediante
el acto nulo precedente, o cuando el acto posterior persiga el mismo fin
de defraudar la ley o de atentar a la moral o al orden público; o sea que
presidiendo a ambos una unidad intencional, sea el anterior causa
eficiente del posterior, que así se ofrece como la consecuencia o
culminación del proceso perseguido" (S. 10 noviembre 1964, según la
cual la nulidad de la emancipación de un menor produce la de la posterior
venta por él otorgada).

Esta S. 10 noviembre 1964 ha sido criticada en cuanto que la venta


otorgada por el menor, siendo nula la emancipación, será anulable, pero
no nula de pleno derecho (DÍEZ-PICAZO, L. 1973, 59). Cabe defender la
tesis del Tribunal si la finalidad global de la operación era precisamente la
venta otorgada por el menor. En sentido similar, aunque aplicando
Derecho navarro, la S. 7 julio 1978 entiende que "siendo radicalmente
nula y carente de eficacia la emancipación concedida por el padre que
había perdido la patria potestad (por segundas nupcias), claro es que no
puede desplegar los efectos de independencia y capacidad que
acompañan a este medio extintivo cuando es lícitamente actuado,
siguiéndose en consecuencia la nulidad de los contratos celebrados por el
menor y en general de las declaraciones que emitiera, ya que así lo
impone la ley 19 del Fuero Nuevo".

La S. 5 diciembre 2002 (comentada por SÁNCHEZ RUBIO, A. 2003, 543)


declara, de oficio, la nulidad por simulación de dos compraventas,
antecedentes de un convenio regulador del que se pedía la declaración de
nulidad de una de sus cláusulas: la declaración de oficio de la nulidad de
un negocio anterior a aquél cuya nulidad se pide trata en el caso de
remediar las consecuencias que se irrogarían a la demandante inicial al
tener que iniciar un nuevo pleito, pero, como advierte SÁNCHEZ RUBIO,
A. (2003, 556), no es fácil encontrar un equilibrio entre la necesidad
sentida por el Juzgador de dar respuesta razonable al caso y los principios
que configuran el régimen de la cuestión debatida, que impiden declarar
de oficio la nulidad cuando de ella se siguen otras consecuencias.

Sobre propagación de la ineficacia, vid. también Ss. 28 enero 1892, 31


enero 1896, 12 diciembre 1960 (la nulidad de la transferencia de unas
acciones acarrea la de la Junta General de la Sociedad en que toman
parte los nuevos accionistas), 18 marzo 1968 (nulidad de venta de bienes
del menor por ser nulo el acuerdo del Consejo de Familia que la aprobó),
S. 11 marzo 1988 (la nulidad de una convocatoria a Junta General de
Sociedad Anónima implica y supone la nulidad radical de los acuerdos
tomados en ella), S. 15 junio 1994 (la exclusión en una Junta General de
ciertos adquirentes de acciones -por entender el Consejo que la
transmisión era nula- acarrea la nulidad de la Junta y la de los acuerdos
en ella tomados), STSJ. Navarra 7 marzo 1996 (declarado nulo un
acuerdo de la Junta de propietarios sobre transacción afectante al título
constitutivo y a elementos comunes, por haber sido adoptado sin
unanimidad, es nula la transacción realizada con posterioridad: en el caso
hubo dos procesos diferentes: el primero, contra la comunidad y el
segundo contra la empresa con la que se transigió).

En los casos de subcontratación parece posible, según las circunstancias,


que la falta de validez del primer contrato y la del segundo vayan unidas:
así sucede en la S. 9 diciembre 1993, en demanda dirigida contra el
arrendadador, arrendatario y subarrendatario que celebraron los
contratos con la finalidad de defraudar los derechos de quien se adjudica
la finca por hipoteca.

Con independencia de la consideración acerca de la naturaleza del


precontrato, parece razonable entender que, siendo nula la obligación
inserta en una promesa de arrendamiento sea inexigible el otorgamiento
del contrato de arrendamiento (S. 10 febrero 1962: aplicando el art.
1116 Cc. considera nula la obligación inserta en el contrato de promesa
porque la condición impuesta integraba un caso de quota litis, al
comprometerse el futuro arrendatario, abogado, a asumir los gastos que
resultaran del litigio para lanzar al actual arrendatario de la finca).
Conviene poner en guardia contra la idea de que si una venta es nula, los
contratos celebrados por el comprador disponiendo de la cosa son
asimismo nulos. No hay una "cadena de nulidades" en este sentido. La
venta de cosa ajena no es nula por el hecho de serlo el contrato en cuyo
cumplimiento recibió la cosa el actual vendedor. Ciertamente, el segundo
comprador no habrá adquirido la propiedad por carecer de la misma su
vendedor (por lo que estará expuesto a la reivindicación, salvo que haya
adquirido de un modo irreivindicable), y en este sentido la venta es
ineficaz; pero su título es título válido, de él nacen obligaciones entre las
partes y sirve para la usucapión ordinaria. Sobre esto, téngase también
en cuenta lo explicado en los apartados relativos a los sujetos en la acción
de anulabilidad, de nulidad absoluta y de restitución (apartados 2.2, 2.3 y
3.4.3).

Por otra parte, hay que advertir que, para resolver los problemas de
“propagación de la ineficacia” constituye una simplificación la tendencia
recogida en la manualística a razonar exclusivamente sobre la idea de
accesoriedad. La invalidez de la obligación, cláusula o contrato principal
acarrearía la de lo accesorio, tanto si es parte del mismo contrato como si
se trata de contrato coligado o conexo, mientras que la validez de lo
accesorio no afectaría a lo principal.

Ejemplo de lo primero, la cláusula penal, para la que el art. 1155 Cc.


expresamente recoge esta regla: hasta tal punto se mantiene su
aplicación que la doctrina entiende que no puede pactarse una pena para
el caso de ser ineficaz determinada obligación, pues esto equivaldría a
cometer un fraude de ley, al privarse de eficacia a la disposición legal que
determina la nulidad de la obligación (por todos CABANILLAS SÁNCHEZ,
A. 1991, 162), aunque pensamos que no necesariamente habrá de ser
así, pues cabe que el reproche del Ordenamiento no alcance a la
prestación en que consiste la cláusula penal, como si, por ejemplo, se
presta para el caso de que el vendedor no consiga el consentimiento de
su consorte para la venta de un bien común)
Ejemplo de contrato conexo, la fianza, art. 1.824, a la que nos referimos
a continuación.

Pero la idea de accesoriedad así expuesta no sirve para resolver de


manera lineal todos los ejemplos que se proponen: de una parte porque
los mismos conceptos de accesorio y de principal son relativos y en
ocasiones la operación negocial en su conjunto forma un todo que las
partes no hubieran querido celebrar sin “lo accesorio”; de otra, porque no
siempre la accesoriedad se da respecto del contenido de la obligación
principal, o al menos no sólo respecto de ella.

Es coherente con la idea de la accesoriedad la S. 23 enero 1998 que


casa, por incongruente, la sentencia que extiende la declaración de
nulidad de la hipoteca mobiliaria –accesorio- al reconocimiento de deuda
–principal-, que no había sido pedida. También la S. 3 julio 1997 en la
que, probada la inexistencia de la obligación principal, se concluye
afirmando la nulidad de la hipoteca, por carecer de obligación que
garantizar (en el caso, la simulación del préstamo y constitución de
hipoteca se hizo con el propósito de defraudar los derechos de quien
luego se adjudicó la finca en subasta judicial).

En otros casos deben tenerse en cuenta otros datos. Así, de acuerdo con
el art. 8 de la Ley de arbitrajes de Derecho privado "la nulidad de un
contrato no lleva consigo de modo necesario la del convenio arbitral
accesorio".
Aunque algunos autores han defendido la autonomía o independencia del
pacto arbitral, ALBALADEJO ha puesto de relieve cómo lo que sucede es
que el pacto arbitral no siempre es accesorio o dependiente de las
discrepancias que puedan surgir en la aplicación del contrato principal (en
tal caso, la caída de lo principal arrastra la de lo accesorio, el convenio
arbitral), y puede haber sido voluntad de las partes que también quede
sometido al arbitraje la propia cuestión de la validez o invalidez del
contrato principal (1990, 69 y ss.).

Para el crédito al consumo el legislador ha tenido en cuenta la posibilidad


de que el contrato de crédito quede vinculado a la compraventa, de tal
manera que la ineficacia de esta última determina la ineficacia del crédito
(art. 14.2 de la Ley de 23 de marzo de 1995). Aunque no estaba previsto
en la Directiva comunitaria de crédito al consumo, el legislador español
también ha previsto que la compraventa se vincule a la consecución de
un crédito, de tal manera que la eficacia de la primera queda supeditada
a la del segundo (art. 14.1 de la Ley de 23 de marzo de 1995, que
declara “nulo el pacto incluido en el contrato por el que se obligue al
consumidor a un pago al contado o a otras fórmulas de pago, para el
caso de que no se obtenga el crédito de financiación previsto”). Se trata
de contratos vinculados, y no cabe descartar que a soluciones semejantes
pueda llegarse mediante una labor interpretativa de la voluntad de las
partes, la naturaleza del negocio o la buena fe en casos que queden fuera
de la Ley de crédito al consumo, de ámbito restringido, conforme a los
arts. 1 y 2 de la propia Ley.

Para la fianza, CARRASCO PERERA señala, con acierto, que no existe una
regla absoluta y todo depende del sentido de las declaraciones de
voluntad (2002 b, 149 y ss.). Además de lo que hemos explicado en el
apartado 2.2.1 (“Quién puede impugnar”) acerca de las excepciones que
puede oponer el fiador, deben tenerse en cuenta otros datos, como el
propósito negocial de las partes o el tipo invalidez.

Cabe plantear, en primer lugar, si es posible una fianza constituida,


precisamente, para el caso de que la obligación sea nula: el fiador, en tal
caso, estaría asumiendo la obligación de realizar la prestación de
restitución bajo la condición suspensiva de que la obligación sea nula, lo
que no parece que deba excluirse, salvo que con la fianza se trate de
conseguir el mismo resultado que la norma de la que resulta la nulidad
trataba de impedir; siguiendo al autor citado, esto no sucede, por
ejemplo, si se afianza la obligación de restituir el precio pagado por el
comprador si el vendedor no consigue que su consorte consienta la venta
del inmueble ganancial, o la restitución del precio de venta si el vendedor
no puede obtener una autorización administrativa de enajenación del bien
vendido. La fianza en estos casos es de una obligación que nacerá si se
cumple la condición, suspensiva, de la falta de validez del contrato.
No parece que se oponga a esta posibilidad la S. 23 noviembre 1990: la
negativa que en ella se formula a que “pueda extenderse la obligación del
fiador a garantizar la devolución de aquello que, por efecto de esa
nulidad, que no cumplimiento del contrato, deban restituirse, en su caso,
las partes de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 1303 y ss. Cc.”, se
hace en relación con un caso en el que la fianza lo era, precisamente, del
cumplimiento de unas obligaciones derivadas de contrato de transporte
aéreo que resultó ineficaz (“nulo de pleno derecho”, por falta del requisito
necesario de autorización de la Dirección General de Aviación), pero nada
se dice de la posibilidad de constituir una fianza que garantice,
precisamente, el cumplimiento de la obligación de restitución derivada de
una eventual nulidad. Pero si al fiador le consta la existencia de la causa
de nulidad de la obligación principal, tampoco debe descartarse una
interpretación en el sentido de que haya querido obligarse él como
deudor principal o garantizar la obligación de restituir, salvo que con ello
se logre un resultado equivalente al prohibido por la norma que
sancionaba con nulidad a la obligación principal.
Tampoco hay que descartar la posibilidad de que subsista la fianza de un
préstamo, calificado de nulo por usurario, pero entonces garantizando
únicamente la obligación de devolver el capital prestado, que es lo que
resulta del art. 3 de la Ley de 1908 de usura.

Según las Ss. 6 marzo 1961 y 8 noviembre 1991, los efectos de aquel
contrato no desaparecen en su integridad y, por ende, el accesorio de la
fianza subsiste, si bien reducido a la extensión de la obligación principal.
La misma doctrina mantiene, para la hipoteca de préstamo usurario, con
cita de la doctrina de la S. de 6 de marzo de 1961, la S. 14 junio 1984
(“por obra misma de su accesoriedad habrá de subsistir la hipoteca en
tanto el pago del crédito no provoque su extinción”). Parece criticable
este criterio, pues como, con mejor criterio dice la S. 20 junio 2001,
rectificando el criterio de la de 1984: “no se ve cómo puede subsistir una
hipoteca constituida voluntariamente con los requisitos precisos para su
inscripción registral en atención a los principios hipotecarios de
especialidad y determinación, a fin de que garantice otra obligación
principal y por un tiempo que no se ha establecido obviamente... el
órgano judicial no puede ser la fuente creadora de una garantía real con
los necesarios requisitos exigidos para la inscripción”.

Es difícil extraer un criterio de la jurisprudencia acerca de cuándo la


ilicitud del propósito perseguido por la obligación principal se extiende a
la accesoria. En la S. 23 diciembre 1961 se declara la nulidad de la
hipoteca constituida por la madre para garantizar los descubiertos de su
hijo a consecuencia de actuaciones mediadoras de fondos públicos (por
“ilicitud causal de los negocios jurídicos encubiertos” se declaran
“inexistentes en cuanto afectan al derecho de la demandante”). En
cambio, la S. 15 febrero 1982 rechaza la alegación de la entidad que
aseguró unos créditos a la exportación y que, fundada en la nulidad por
ilicitud del préstamo garantizado, pretendía exonerarse de su obligación
de restituir a la prestamista la cantidad que la prestataria no restituyó.
En esta ocasión, el Supremo confirma la sentencia de la Audiencia que
concluyó con “la afirmación de la validez del contrato de seguro por no
estar su causa viciada y no afectar a las partes contratantes del mismo
los móviles ilícitos que la jurisdicción penal tuvo en cuenta. Se trataba de
los préstamos concedidos a MATESA por el Banco de crédito industrial,
por el que fueron sancionados penalmente directivos de una y otra
entidad.

3.3. INEFICACIA PARCIAL

A poco complejo que sea el contenido de un contrato, puede ocurrir que


sólo una parte del mismo, o una de sus cláusulas, sea contraria a norma
imperativa, o exceda los límites de la autonomía privada, o recaiga
exclusivamente sobre ella el vicio del consentimiento, etc. Ciertamente, el
contrato constituye una unidad –aunque puede ser problemático cuándo
se está en presencia de un solo contrato, o de varios con una sola
documentación, o de contratos coligados o unidos, o de un solo contrato
mixto-, a pesar de lo cual la ineficacia puede afectar sólo a una parte o
cláusula del mismo, manteniéndose el resto en vigor en aplicación del
principio de conservación de la voluntad negocial.

Algunos Códigos regulan expresamente la “nulidad parcial” y la doctrina


tiende a tratarla como una modalidad de la invalidez distinta tanto de la
nulidad de pleno derecho como de la anulabilidad. Esto último no parece
exacto, pues el fenómeno de la limitación de la ineficacia a una cláusula o
parte, permaneciendo intacto el resto, es compatible con aquellas dos
modalidades típicas de la invalidez: la cláusula o parte inválida puede
serlo, por ejemplo, por infringir norma imperativa, pero también por error
que recae exclusivamente sobre la misma; y fenómeno similar puede
producirse cuando, siendo más de dos los sujetos, uno de ellos es
incapaz.

El Derecho español no contiene norma general al respecto, pero hay


disposiciones que para casos concretos establecen que la nulidad de una
cláusula no afecta a la validez del resto del contrato. En el Código civil,
por ejemplo: art. 1155 (la nulidad de la cláusula penal no lleva consigo la
de la obligación principal), art. 1260 (el juramento en los contratos se
tendrá por no puesto), art. 1476 (nulidad del pacto de exoneración de
responsabilidad de evicción al vendedor de mala fe), art. 1608
(irrelevancia del pacto que limite la posibilidad de redimir el censo), art.
1691 (irrelevancia del pacto que excluye a un socio de las ganancias),
art. 1826 (reducción de la obligación del fiador a los límites de la
obligación del deudor). Fuera del Código, para el arrendamiento de
vivienda, el art. 6 de la LAU declara “nulas, y se tendrán por no puestas”
las estipulaciones que modifiquen en perjuicio del arrendatario o
subarrendatario las normas del Título II de la Ley, salvo que la propia
norma lo autorice expresamente. Hay, además, reglas expresas de
nulidad parcial con sustitución automática de la norma infringida en el
Estatuto de los Trabajadores, en la legislación de consumidores y en la
legislación de arrendamientos.

La doctrina, por otra parte, cada vez presta más atención a la nulidad
parcial

GÓMEZ MARTÍNEZ FAERNA, 1962, 338 y ss.; LÓPEZ FRÍAS, A. 1990, 851
y ss.; MARIN PADILLA, M. L. 1990; GORDILLO CAÑAS, A. 1975, 101 y
ss.; RUIZ MUÑOZ, M. 1992; CARRASCO PERERA, Á. 2003, 945; VÁZQUEZ
DE CASTRO, E. 1999; GÓMEZ DE LA ESCALERA, C. 1995; CRISCUOLI, G.
1959; GANDOLFI, G. 1991, 1049 y ss.; SIMLER, Ph. 1969; GHESTIN, J.
1988, págs. 1009-1060 (extensión en una obra general que muestra la
importancia que la nulidad parcial ha adquirido en la práctica y la doctrina
francesas).

Finalmente, el Tribunal Supremo ha admitido la posibilidad de ineficacia


parcial en buen número de sentencias (aunque no en todas ellas la
entiende aplicable al caso).

La primera que suele citarse es la de 30 marzo 1950; luego Ss. 3 junio


1953, 11 noviembre 1955, 7 junio 1960, 10 octubre 1977, 7 julio 1978
("la cuestión de si la nulidad de una parte determina la invalidez de todo
el negocio jurídico, por tener que apreciarse que los intervinientes no lo
habría realizado sin la parte nula, envuelve a falta de una previsión
concreta de la ley, un problema de interpretación de tal negocio"), 24
noviembre 1983 ("hoy está admitido, doctrinal y jurisprudencialmente, la
posibilidad y compatibilidad de la concurrencia en un mismo acto o
negocio jurídico de pactos válidos y de pactos nulos, sin que la nulidad
trascienda a la totalidad del negocio"), 21 febrero 1984 ("sin que la
nulidad parcial trascienda por fuerza a la totalidad del negocio según la
naturaleza del negocio y la buena fe"), 11 marzo 1985; 30 abril 1986, 17
octubre 1987 (cuando "sólo algún pacto resulte contrario a la ley y
siempre que conste, además, que se habría concertada aun sin la parte
nula"), 12 noviembre 1987 (únicamente "en los casos autorizados
expresamente por la ley o en los que el defecto generante de la nulidad
recaiga sobre un elemento accesorio o que no alcance a la médula de la
causa contractual"), 20 abril 1988 (en los supuestos no previstos
legalmente, "depende de la importancia que la causa de la nulidad tenga
en el conjunto del negocio"), 22 julio 1993, 25 octubre 1994 (con una
aplicación cuestionable del principio).
Pero no resulta con claridad de los pronunciamientos jurisprudenciales si,
fuera de los supuestos legalmente previstos, el punto de partida es la
ineficacia parcial o la total ineficacia.

3.3.1. Ineficacia parcial prevista en la ley

En ocasiones, la finalidad de la norma de la que deriva la invalidez queda


salvada amputando al contrato alguna parte o cláusula nula, o recortando
o aumentando sus efectos respecto de los indicados como queridos por
las partes (reducción del contrato, en el caso de precios o intereses
máximos o de duración máxima, o aumento del plazo del arrendamiento,
por ejemplo, en el caso de establecerse mínimos legales). A veces es la
propia ley la que ordena la sustitución automática de las cláusulas
contrarias a determinadas normas imperativas por el contenido de éstas,
que se incrustan en el contrato en sustitución de la voluntad privada en
contrario. Esto sucede, en particular, con las llamadas “normas de
protección” (en las relaciones laborales, en materia de arrendamientos o
de protección del adherente de condiciones generales).

Así, por ejemplo, recogiendo el criterio del art. 10 de la Ley del contrato
de trabajo, el art. 9 del Estatuto de los Trabajadores establece que “si
resultase nula sólo una parte del contrato de trabajo, éste permanecerá
válido en lo restante, y se entenderá completado con los preceptos
jurídicos adecuados conforme a lo dispuesto en el nº 1 del artículo 3”
(que establece las fuentes de la relación laboral: disposiciones legales y
reglamentarias, convenios colectivos, disposiciones de las partes y usos y
costumbres). Pero, además, el precepto atribuye al Juez un poder de
declarar la subsistencia o la supresión de las condiciones o retribuciones
especiales que tuviera asignadas el trabajador en la parte no válida del
contrato (vid. MONTOYA MELGAR, A. 2000).

Para los arrendamientos rústicos, el art. 31 de la LAR exige que la renta


se fije en dinero pero, si no obstante, las partes la fijan en especie “el
contrato será válido, pero cualquiera de las partes podrá exigir la
conversión de la renta en dinero”. Cuando la Ley de 1942 exigía que la
renta se fijase en trigo, explicaba DE CASTRO (1967, 495), que la
jurisprudencia, desconociendo la figura de la nulidad parcial y la finalidad
de la ley, declaraba la nulidad de todo el contrato de arrendamiento
rústico en el que el precio se hubiera fijado en dinero, dando lugar a un
problema social, hasta que en 1949 el legislador expresamente impuso
como interpretación auténtica el criterio de la nulidad parcial.
En materia de condiciones generales y de cláusulas abusivas en los
contratos con consumidores, el legislador de 1998 optó por la nulidad
parcial, a menos –respectivamente- que el contrato no pueda “subsistir
sin tales cláusulas” (art. 10.1 de la Ley de condiciones generales de la
contratación) o que resulte una “situación no equitativa en la posición de
las partes que no pueda ser subsanada” (art. 10 bis.2 de la Ley general
para la defensa de los consumidores y usuarios, redactado conforme la
Ley de condiciones generales, pero manteniendo en esta cuestión el
criterio que recogía la Ley de consumidores de 1984 en su art. 10.4). En
ambos casos, la parte del contrato afectada por la nulidad se integra con
arreglo a lo dispuesto en el art. 1258 Cc. pero, además, en el caso de las
cláusulas abusivas el art. 10 bis.2 de la Ley de consumidores atribuye al
Juez “facultades moderadoras respecto de los derechos y obligaciones de
las partes, cuando subsista el contrato”.

En estos casos, para la producción de la ineficacia parcial con sustitución


es irrelevante la voluntad privada: el negocio permanece en vida tanto si
responde su pervivencia a la voluntad de las partes como si resulta que el
mismo no se hubiera concluido sin la parte sustituida por la cláusula
legal. La “integración coactiva del contrato” (pues las cláusulas legales no
son normas dispositivas que vengan a llenar una laguna de regulación,
sino normas imperativas que se introducen en el contrato apartando de él
todo lo que encuentran incompatible) puede referirse a parte esencial de
su contenido –por ejemplo, y muy señaladamente el precio-; por tanto,
procede también cuando el resto del contrato, una vez amputada la parte
ilegal, carecería de entidad como regulación autónoma. Por ello se ha
dicho que el contrato, entonces, deja de ser fuente de regulación
autónoma para devenir mera ocasión de aplicabilidad de una composición
heterónoma de intereses.

También se ha observado que la ineficacia parcial con inserción de las


cláusulas legales no es una forma atenuada de la nulidad (total) de pleno
derecho, pues si bien cuantitativamente se recorta en la extensión de sus
efectos, consigue, no obstante, una mayor intensidad específica y propia
al impedir al gravado con la ley sustitutiva el restablecimiento del statu
quo anterior a la celebración del contrato y al permitir al protegido por la
norma el logro de la finalidad que le llevó a contratar, aun en contra de la
voluntad de su contraparte (GORDILLO).

El problema se plantea cuando la norma infringida no establece


expresamente esta modalidad de sanción. Los autores tienden a inferir
que procede la nulidad parcial cuando se trata de normas de protección, a
la vista de su finalidad y de la necesidad de evitar su fraude. Pero en
ausencia de expresa previsión legal la jurisprudencia no siempre es
unívoca. Se ha aplicado la nulidad parcial en casos de pacto de interés
superior al legal (S. 16 septiembre 1986) y de legales (S. 10 mayo
1995). Pero la jurisprudencia ha mostrado palmarias contradicciones en el
caso, quizás paradigmático, de las ventas de viviendas de protección
oficial por precio superior al permitido.

Hasta finales de los años setenta (y todavía en Ss. como 7 julio 1981 y
25 mayo 1983) el T.S. reputaba irrelevante en el orden civil la infracción
de las pertinentes "normas administrativas". En Ss. como 17 abril 1978,
20 marzo 1979, 3 diciembre 1984, 20 junio 1985, 15 febrero y 24 junio
1991 aprecia nulidad parcial, con sustitución, por tanto, del precio
pactado por el que legalmente corresponda, sin acceder a la nulidad total
pues "redundaría en beneficio del vendedor culpable de la contravención"
(como dice, con varias otras, la última de las citadas). Cuando esta línea
jurisprudencial parecía consolidada (y, en general, aprobada por la
doctrina), la S. 3 septiembre 1992 casa la de instancia (que apreció
nulidad parcial) y vuelve a la tesis de la validez de la venta con el precio
efectivamente pactado. Fue seguida por las Ss. 14 octubre 1992, 4 junio
y 16 diciembre 1993, 21 febrero 1994, 4 mayo 1994, 11 junio 1995, 15
marzo y 21 noviembre 1996, 4 febrero 1998, 27 marzo, 14 junio y 6
noviembre 2000 y 16 julio 2001, por lo que ya se puede considerar
"reiterada jurisprudencia de esta Sala" la que determina que "no cabe
aplicar la nulidad del art. 6.3 Cc.. puesto que la legislación de viviendas
establece que tales casos son determinantes de sanciones administrativas
y pérdida de beneficios, ni cabe sostener la nulidad parcial de la cláusula
puesto que el precio pactado fue el decisivo para el acuerdo de
voluntades". Aunque no la contradice la S. 23 febrero 1994, acaso
tampoco armoniza plenamente con esta doctrina, pues entiende que el
precio de la vivienda por la que se entregó una cantidad a cuenta, no
habiéndose pactado otro, es el oficial. Para casos especiales, el T.S. ha
dictado Ss. (ambas casan las de instancia: las Audiencias se acomodaron
inmediatamente a la nueva jurisprudencia) como la de 10 octubre 1994
(la indemnización por incumplimiento del promotor-vendedor ha de
calcularse de acuerdo con el precio oficial) y S. 9 febrero 1995, que
entiende que en la liquidación de una sociedad de gananciales la
valoración de la vivienda ha de ser al precio oficial (muy inferior al que
ambas partes le habían atribuido, acorde con el mercado). Puede
pensarse que es la cambiante "realidad social" tenida en cuenta por el
juzgador la que lleva a estas divergentes apreciaciones, lo que no dejaría
de ser coherente con la función y finalidad de este tipo de ineficacia
parcial, pero lo cierto es que la mayoría de la doctrina ha criticado el
cambio jurisprudencial: en realidad, el RD 727/1993, de 14 de mayo, al
levantar la limitación en el precio de las viviendas acogidas a regímenes
anteriores al RDL 31/1978 (pero no así para las posteriores, con variantes
según los casos lo hizo sólo para las segundas y posteriores
transmisiones, no para las primeras ventas hechas por constructores y
promotores). Criterio diferente al que resulta de la actual doctrina
jurisprudencial para la venta es el que recoge la Ley 29/1994, de
Arrendamientos Urbanos, cuya Disposición Adicional Primera (Régimen de
las viviendas de protección oficial en arrendamiento), dispone en su
apartado 5º que "sin perjuicio de las sanciones administrativas que
procedan, serán nulas las cláusulas y estipulaciones que establezcan
rentas superiores a las máximas autorizadas en la normativa aplicable
para las viviendas de protección oficial". Esto significa, entonces, que es
ineficaz en cuanto al exceso, es decir, se establece una regla de nulidad
parcial. ¿Se entenderá que el arrendatario es merecedor de una tutela
más fuerte que el comprador de vivienda de protección oficial?

La jurisprudencia en las ventas sobre viviendas de protección ilegal


considera que el principio de libertad contractual consagrado en los arts.
1255 y 1256 Cc. no puede ser afectado en vía civil por normas de tipo
administrativo. Se apunta, de esta manera, una idea relevante, la de que
el precio fue decisivo para el acuerdo de voluntades (para la S. 20 mayo
1985, en un caso de precio ilegal en la compra de cemento, también es
decisivo el dato de la voluntad de las partes: pero en este caso para
declarar la nulidad parcial, porque el comprador, desde el primer
momento, aceptó las mercancías suministradas con la reserva de las
acciones pertinentes).

3.3.2. Ineficacia parcial en atención a la voluntad de las partes

En particular, si la ley no establece la nulidad parcial, ni llega a


sostenerse este tipo de ineficacia en un caso concreto, a la vista de la
finalidad de la norma, el criterio que deberá tenerse en cuenta para
decidir si la nulidad de una parte del contrato o de una cláusula
determina la nulidad total dependerá de la interpretación de la voluntad
de las partes. Este es el planteamiento de los Códigos civiles alemán e
italiano, si bien discrepan en cuanto a si la regla general es la ineficacia
parcial o la total ineficacia. Así, mientras el italiano (art. 1419) presupone
la nulidad parcial, y la del contrato entero sólo si resulta que los
contratantes no lo habrían concluido sin aquella parte de su contenido
que incurra en nulidad, el B. G. B. (parágrafo 139), cuando una parte del
negocio es nulo, considera nulo el negocio en su totalidad, a no ser que
deba suponerse que las partes lo hubieran concluido también sin la parte
nula.

La doctrina española acepta también que la cuestión de la posible validez


parcial, excluyendo la parte tachada de nulidad, es un problema de
interpretación del negocio y también de la ley, y para ello tiene en cuenta
el criterio tradicional que distingue entre negocios de contenido unitario
(indivisible) y plural (divisible) (DE CASTRO, F. 1967, 493). Pero, puesto
que la nulidad parcial sólo está prevista por el legislador para casos
determinados parece preferible entender que, salvo prueba en contrario
de una voluntad hipotética que permita mantener parcialmente los
efectos del contrato, la nulidad debe ser total (en el mismo sentido,
DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 482).
Se ha puesto de relieve la semejanza entre la conversión del negocio nulo
(vid. 4.3) y la nulidad parcial en atención a la voluntad de las partes, ya
que esta última se presenta como una forma de salvar en la medida de lo
posible el intento práctico de las partes, para que su voluntad no quede
del todo frustrada. Pero, como advierte DÍEZ SOTO, C. M. (1994, 143),
son varias las diferencias entre estas figuras, por lo que no deben
aproximarse. La conversión lo es de todo el contrato inválido, que cambia
su causa original, precisamente para evitar la sanción de nulidad, y el
recurso a la voluntad hipotética sintetiza el juicio de compatibilidad entre
la finalidad práctica perseguida por las partes y el resultado económico
que deriva del esquema negocial subentrante. La nulidad parcial, en
cambio, afecta a una parte identificable del contrato, y la voluntad
hipotética sirve como criterio para valorar si lo que queda es reconducible
o no a la autonomía privada de las partes.

El criterio de la atención a la voluntad de las partes es acogido por la


jurisprudencia, pero en la decisión de los casos a veces parecen influir
otros datos, como el hecho de existir un negocio previo y que, en
realidad, se anule uno posterior simulado (S. 30 abril 1986), o que, en
realidad, se trate de negocios diferentes otorgados en un mismo
instrumento (S. 10 octubre 1977). En la S. 30 abril 1986, en un caso en
que se declara la nulidad parcial de una escritura pública, en cuanto se
declara inexistente el contrato de compraventa de la nuda propiedad, por
simulación, de dos adquirentes, y se declara válida en cuanto al otro
adquirente, se afirma: “Condición esencial para esa subsistencia parcial
es que concurran los elementos esenciales para la existencia del contrato,
y aparte de esa concurrencia de elementos dicha nulidad parcial requiere
que el contenido del negocio sea divisible, de tal suerte que una vez
separada la parte nula quede un resto que pueda subsistir como negocio
jurídico independiente, y además que ese resto del negocio tiene para la
compradora única en pleno dominio un eminente valor práctico” (la
escritura en cuestión recogía un contrato de adquisición de la nuda
propiedad de una finca a favor de dos personas que no efectuaron ningún
pago y del usufructo a favor de una tercera que, en realidad, y esto es lo
relevante, había adquirido ya en virtud de documento privado,
reservándose la facultad de ceder a tercero en el momento de otorgar
escritura). Hay otras Ss. en las que se repite la idea de que el
fundamento de la nulidad parcial es la voluntad de las partes. En palabras
de la de 7 marzo 1975: “la cuestión de si la nulidad de una parte
determinada determina la validez de todo el negocio jurídico, por tener
que apreciarse que los intervinientes no lo habrían realizado sin la parte
nula, envuelve, a falta de una previsión concreta de la ley, un problema
de interpretación de tal negocio, que solamente puede abordarse en
casación si se ponen en juego por el recurrente las reglas de
hermenéutica contractual incorporada a los arts. 1281 y ss. Cc.” (lo que
en el caso, parece que no hizo el recurrente, argumento que sirve para
desestimar el recurso). También reitera esta doctrina, con amplia
exposición doctrinal sobre la nulidad parcial, la S. 10 octubre 1977 (en un
caso en el que se declara la nulidad la disposición hereditaria por
caducidad del poder testatorio otorgado por el marido pero, en cambio, se
mantiene la validez de la disposición efectuad por la mujer de sus propios
bienes) y la S. 17 octubre 1987 (sin que parezca que tenga ninguna
influencia en el caso la afirmación genérica de que la nulidad parcial
depende de que conste que se habría concertado aun sin la parte nula).

3.4. LA RESTITUCIÓN DE LAS PRESTACIONES

3.4.1. El artículo 1303

3.4.1.1. El texto legal

Conforme al art. 1303: “Declarada la nulidad de una obligación, los


contratantes deben restituirse recíprocamente las cosas que hubiesen
sido materia del contrato, con sus frutos, y el precio con los intereses,
salvo lo que se dispone en los artículos siguientes”. Merece la pena
señalar la coincidencia del texto de este artículo -aunque con sustanciosas
variantes terminológicas- con la primera parte del párrafo primero del
artículo 1.295, relativo a la rescisión. En ambos casos se reproduce una
fórmula estereotipada de las consecuencias de la restitutio in integrum.
La segunda parte del citado primer párrafo del artículo 1.295 tiene como
paralelo el texto del artículo 1.308, mostrando la ligazón entre éste y el
1.303.

Por el contrario, no hay en sede de nulidad una norma como la que en el


art. 1.295 excluye la rescisión cuando las cosas objeto del contrato se
hallaren legalmente en poder de terceras personas que no hubiesen
procedido de mala fe, por lo que hay que plantearse qué sucede para
este supuesto en el ámbito de la nulidad (vid. 3.4.4.5).
Ya GARCÍA GOYENA había hecho notar la coincidencia sustancial entre los
correspondientes textos del Proyecto de 1851, advirtiendo en su breve
comentario al art. 1.190 que se dispone en éste para la nulidad lo mismo
que en el 1.172 para la rescisión. Añade tan sólo: "El contrato declarado
nulo no ha existido civilmente, y lo nulo no puede, en tesis general,
producir efecto alguno". Ahora bien, de este principio general no se
deduce necesariamente la obligación recíproca de restitución, al menos
con la configuración que el Proyecto de 1851 y el Código le dan, como
efectos de la declaración de nulidad (éste era el epígrafe de la sección
correspondiente en aquel Proyecto). De hecho, ni el modelo francés ni
Códigos posteriores incluyen un precepto como nuestro artículo 1.303, ni
GARCÍA GOYENA señala precedente ni concordancia alguna. Con toda
probabilidad, el enunciado procede de la doctrina francesa de principios
del siglo XIX. Sin embargo, la regulación expresa de los efectos de la
declaración de nulidad tuvo aceptación en algunos Códigos
hispanoamericanos, como el chileno y, de forma especialmente abultada,
en el argentino.
Sobre los orígenes doctrinales franceses de la regulación del Código
argentino (que son también, los del Código español), LLOVERAS DE
RESK, M. E. 1985, 223 y ss.

3.4.1.2. Ámbito de aplicación.

Por lo que se refiere al ámbito de aplicación del artículo 1.303, hasta


época reciente, nadie dudó, ni los autores ni los Tribunales, de que el art.
1303 tenía aplicación tanto en los casos de nulidad como en los de
anulabilidad, e incluso alguna sentencia lo afirmó expresamente para los
primeros (Ss. 29 octubre 1959 y10 noviembre 1966), junto a otras en
que sin discusión se procede a aplicarlo. Según parece, fue De Castro
quien por vez primera objetó que el artículo 1.303 no debiera aplicarse a
los casos de nulidad directamente, sino por analogía, movido sobre todo
por la preocupación de la claridad doctrinal de la distinción entre nulidad
y anulabilidad que, en su opinión, se había visto en peligro -entre, otras
razones- por la aplicación directa del art. 1303 a la primera (DE CASTRO,
F. 1967, 471, nota 2, y 484; vid. LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995,
51-52). Su alta autoridad ha encontrado algún eco en la jurisprudencia
(S. 8 abril 1976), pero el Tribunal Supremo ha reiterado su doctrina en el
sentido de que el art. 1.303 "se refiere a la nulidad de una obligación una
vez declarada, sin distinguir entre nulidad absoluta o inexistencia o
relativa" (S. 22 septiembre 1989; también Ss. 29 octubre 1956, 8 mayo
1987, 28 septiembre 1996, 26 julio 2000, 30 noviembre 2000), o que “es
aplicable a todo tipo contractual afectado por cualquier clase de invalidez”
(Ss. 30 diciembre 1996).

Aunque, de momento, la discusión no tiene alcance práctico (podría


tenerlo, si partiendo de la no aplicación del art. 1.303 a los supuestos de
nulidad de pleno derecho buscáramos la respuesta a estos casos en las
acciones de cobro de lo indebido o de enriquecimiento injusto, como en
los Derechos francés o italiano, pues hallaríamos entonces algunas
diferencias, que entonces resultarían injustificadas), conviene insistir en
que la situación del negocio anulable, una vez anulado, y la del nulo de
pleno derecho es absolutamente idéntica, y que la restauración de la
situación primitiva procede en ambos casos en los mismos términos. El
Supremo, sin embargo, parece utilizar el principio del enriquecimiento
injusto como un argumento para reforzar la aplicación del art. 1303 al
ámbito de la nulidad de pleno derecho (Ss. 22 septiembre 1989 y 30
diciembre 1996).

De otra parte, parece evidente que el artículo 1.303 está dictado para
todo supuesto de invalidez: lo prueba la existencia de los artículos 1.305
y 1.306 -que suponen nulidad absoluta- junto al artículo 1.304 -referido,
en principio, a casos de anulabilidad-, siendo todos ellos introducidos por
el legislador como excepciones a la regla general contenida en el artículo
1.303 (véanse sus palabras finales).

Otra cosa es que cuando, siendo el contrato nulo de pleno derecho (o,
excepcionalmente, anulable), es un tercero el que hace valer la invalidez,
el art. 1.303 no reza con él, ya que, no habiendo recibido nada en virtud
del contrato, nada tiene que restituir. Conviene advertir que, en
ocasiones, sin embargo, la jurisprudencia, partiendo de una calificación de
nulidad discutible (para los casos de falta de poder disposición, venta de
cosa ajena o parcialmente ajena), llega a condenar a la restitución de
bienes, como consecuencia natural de la declaración de nulidad instada
por quien no fue parte en el contrato (vid. 3.4.3, “La restitución de las
prestaciones. Sujetos”).

En la jurisprudencia, no es raro que el artículo 1.303 se aduzca, con


mayor o menor fortuna, fuera del ámbito de la nulidad, refiriendo su
sentido esencial a la resolución por incumplimiento o a otras formas de
ineficacia.
Se ha considerado aplicable por analogía en el ámbito de la resolución por
incumplimiento para rechazar que sea incongruente la sentencia que
condena, no sólo a la devolución de las cantidades abonadas, sino a
consentir la recogida del sistema de riego de una finca, a pesar de no se
solicitó en los escritos iniciales (S. 11 febrero 1992) o para condenar a la
devolución del precio con los intereses (S. 20 julio 2001 que añade que,
además, a la misma solución se llegaría aplicando el art. 1124 por lo que
se refiere a la condena a indemnizar daños lo que, tratándose de dinero,
se cifra en el pago del interés); para un caso de rescisión, la S. 6 mayo
1997 viene a afirmar que los arts. 1295 y 1303 son de aplicación
conjunta, “porque lo que se pretende con ambos es la restauración de la
situación primitiva” (parecidamente, para un caso de resolución por
incumplimiento, la S. 6 octubre 1986, que confirma las sentencias de
instancia en las que “el reintegro a cada contratante en las cosas y valor
de las prestaciones” se fundamenta, conjuntamente, en los arts. 1295,
1303, 1308 y 1123 Cc.). Esta ambigüedad se ve apoyada por la doctrina
del Supremo del principio de equivalencia de resultados, conforme a la
cual no procede casar una sentencia que, sobre la base de los hechos
alegados en la demanda como causa de pedir, cambia la calificación de la
acción (en el caso nulidad por resolución por incumplimiento), “pues
ambas implican el retorno de las cosas al estado anterior” (S. 8 octubre
2001; parecidamente, en una mezcla entre la resolución por
incumplimiento y la nulidad por error, S. 1 julio 1995).

La jurisprudencia, incluso ha recurrido al art. 1303 fuera del Derecho de


la contratación, para referirlo, por ejemplo, a la nulidad de actuaciones
judiciales (por ejemplo, S. 16 octubre 1965).
Por el contrario, la jurisprudencia, con anterioridad a la Ley 22/2003, de 9
de julio, concursal, ha venido negando su aplicación en el importante
supuesto de la nulidad de los actos del quebrado en el período de
retroacción de la quiebra, a pesar de la doctrina mayoritariamente
contraria a lo que considera un enriquecimiento injusto para la masa de
la quiebra, que recupera lo que el quebrado entregó sin recíproca
restitución de lo por él recibido. Entre otras, S. 19 diciembre 1991 –vid.
comentario de FINEZ RATON; J. M. 1992, 169 y ss.- pero en otro sentido
S. 22 septiembre 1989, sobre contrato celebrado por sociedad en
suspensión de pagos sin la autorización de los interventores. Vid.
referencias en DELGADO, J. 1993, 2490 y 2496-2497. Esta situación
cambia en la Ley concursal de 2003, cuyo art. 73 establece la restitución
de las prestaciones objeto del acto rescindido por sus efectos
perjudiciales para la masa, con sus frutos e intereses (art. 73.1) y
atribuye al derecho a la prestación que resulte a favor de los demandados
como consecuencia de la rescisión la consideración de créditocontra la
masa, que habrá de satisfacerse simultáneamente a la reintegración de
los bienes y derechos objeto del acto rescindido, “salvo que la sentencia
aprecie mala fe en el acreedor, en cuyo caso se considerará crédito
concursal subordinado”.

3.4.2. Concepto y fundamento

3.4.2.1. Restitución con fundamento en la nulidad

En la mayor parte de los casos, no es suficiente el efecto negativo o


aniquilatorio de la invalidez para satisfacer los intereses de quien la
solicita -pero no hay que olvidar que puede serlo, como en los casos, tan
importantes en la práctica, de la declaración de nulidad por simulación de
los actos de disposición realizados por un deudor, a instancia de sus
acreedores. Les basta con ello para ejercitar eficazmente las acciones que
ya tenían contra su deudor, sólo que ahora el bien de que dispuso
simuladamente responderá como los demás de su patrimonio-. Si se ha
producido alguna alteración en la realidad que pueda imputarse al
contrato inválido y, señaladamente, si se ha cumplido en todo o en parte,
el Derecho puede proporcionar a quien solicita la nulidad medios
específicos para restaurar la situación anterior, como si el contrato no se
hubiera celebrado. Esto es lo que hace el artículo 1.303. Configura a
favor de quien fue parte en el contrato nulo una acción específica,
fundada en la misma nulidad del contrato, para recuperar la prestación
por él realizada de manos del otro contratante; señala su contenido y su
nota de reciprocidad (acentuada en el artículo 1.308) y anuncia
limitaciones o peculiaridades que los siguientes artículos regularán.
Junto a esta acción específica de restitución inter partes, sirven a la
finalidad de restaurar la situación anterior al contrato inválido otras
acciones, como pueden ser la reivindicatoria, la de resarcimiento de
daños o la de enriquecimiento injusto. Ahora bien, para el ejercicio de
estas otras acciones habrán de concurrir y ser probados sus requisitos
propios, mientras que la acción ex artículo 1.303 requiere sólo probar que
se entregó algo en cumplimiento del contrato nulo.

Conceptualmente, es claro que una cosa es pedir la declaración de


nulidad y otra la restitución de lo que se prestó. Ambas acciones,
evidentemente, no son independientes, en el sentido de que la
restitutoria no procede sin previa o simultánea declaración de nulidad.
Pero la declarativa de nulidad sí puede tener existencia autónoma (cfr.
LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 52-54). Pero ello no impide en
modo alguno que se ejerciten conjuntamente ambas acciones, como será
lo habitual por parte de quien algo prestó en cumplimiento del contrato.
Más aún, pedida sólo la declaración de nulidad, podrá entenderse que se
han pedido también sus consecuencias restitutorias. Es doctrina del
Tribunal Supremo, que parece consolidada, que puede decretarse la
restitución de las prestaciones sin incurrir en incongruencia, cuando se
declara la nulidad del contrato; e incluso se postula que tal consecuencia
restitutoria es necesaria o automática.

- En la S. 22 noviembre 1983 se afirma que la restitución "es un efecto


inmediato y elemental, que no altera la armonía entre lo pedido y lo
concedido, de la anulación decretada, efecto tendente a evitar, sin
necesidad de un nuevo pleito, el enriquecimiento injusto de una de las
partes a costa de la otra y a dar cumplimiento -iura novit curia- a la
disposición del artículos 1.303 Cc.". Un préstamo se pretende luego
novado en condiciones más gravosas para los prestatarios. Demandados
éstos, oponen en reconvención la nulidad de los acuerdos novatorios.
Juzgado y Audiencia la declaran, decretando asimismo la restitución, por
los prestatarios, de la cantidad que media entre la cuantía del préstamo
originariamente concertado y aquélla a que se elevó en los acuerdos
novatorios. Los prestatarios se aquietan y es la prestamista la que, en
casación, alega incongruencia por ultra petita, motivo que es desestimado
por el T. S. con la argumentación transcrita. La restitución recíproca es
considerada como efecto necesario de la nulidad en sentencias como las
de 26 junio 1946, 11 junio 1971, 23 octubre 1973, 28 febrero 1974 y 6
octubre 1994; pero también en otras se considera "cuestión nueva" en
casación: Ss. 22 diciembre 1973 y 19 febrero 1979. Probablemente los
hechos, tal como llegan a casación, tienen matices distintos en cada caso.
- La S. 24 febrero 1992 entiende, no sólo que el Juez a quien se solicita
nulidad de contrato puede, al acordar ésta, decretar también la
restitución de cosa y precio sin incurrir en incongruencia, sino que está
obligado a hacerlo. En el caso, se había declarado nulidad de
compraventa celebrada entre el esposo en nombre de una cooperativa y
su esposa como compradora, a instancia de la cooperativa que demandó
a ambos. Siendo conformes ambas instancias, que declaran la nulidad, el
Tribunal Supremo casa acogiendo el motivo del recurso interpuesto por
los demandados, con la doctrina que se transcribe. "Es doctrina reiterada
de esta Sala (SS. 7-10-57, 7-1-64, 27-10-73, 22-11-83, 17-6-86 y 22-
9-89), que declarada la nulidad de un contrato procede la restitución
recíproca de las cosas que hubieran sido objeto del contrato, con sus
frutos, y el precio con los intereses, a tenor del art. 1303 Cc., habiendo
declarado la S. 18-1-04 que "corrobora este criterio la jurisprudencia de
esta Sala referida a la nulidad absoluta o inexistencia, que ha declarado
que las restituciones a que se refiere el art. 1303 sólo proceden, incluso
tratándose de contrato nulo o inexistente, cuando ha sido declarada la
nulidad", obligación de devolver que no nace del contrato anulado, sino
de la Ley que la establece en este contrato, S. 10-6-52, por lo cual no
necesita de petición expresa de la parte pudiendo ser declarada por el
Juez en virtud del principio iura novit curia, sin que ello suponga alterar la
armonía entre lo pedido y lo concedido, y con la finalidad de evitar, sin
necesidad de acudir a un nuevo pleito, el enriquecimiento injusto de una
de las partes a costa de otra (S. 22-11-83). Al no haber acordado la
sentencia recurrida, confirmatoria de la de primer grado, la recíproca
restitución que impone el art. 1303 Cc., ha incurrido en la infracción
denunciada por lo que procede la estimación del motivo, así como la
casación y anulación parcial de la sentencia de apelación y la revocación
parcial de la de primera instancia y acordar la restitución de la cosa y
precio, objeto de la compraventa que se declara nula, con sus frutos e
intereses que se determinarán en ejecución de sentencia”.

- Aunque en un supuesto que tiene regulación específica, también


entiende del mismo modo las consecuencias de la nulidad la S. 29
septiembre 1992, que condena al prestatario que, en reconvención, tildó
de usurario el contrato, siendo así apreciado, a restituir el capital todavía
no devuelto, en aplicación del art. 3º Ley 23 julio 1908. Para el Tribunal,
al acogerse la existencia de un préstamo usurario encubierto "es
imperativo aplicar lo dispuesto en el art. 3º" de la mencionada ley,
añadiendo que "nunca puede tacharse de incongruente lo que es
consecuencia necesaria de un pronunciamiento o declaración meramente
complementaria, ya que va implícita en lo pedido al ser consecuencia ex
lege". El prestamista demandante solicitaba elevación a escritura pública
del contrato privado por el que el prestatario le vendió un inmueble. A
solicitud del demandado, mediante reconvención, el contrato se declara
nulo por encubrir préstamos usurarios o derivar de ellos. Declarada la
nulidad, el Juzgado advierte que no puede condenar al demandado
reconviniente a restituir cantidad alguna, pues no se ha solicitado. La
Audiencia revoca considerando válida la venta, recurre en casación el
demandado y el Tribunal Supremo casa, confirmando la sentencia del
Juzgado, pero -y esto es lo que me parece más notable- añadiendo (sin
que nadie lo haya pedido en ninguna instancia) la condena a restituir la
parte del capital prestado no devuelta.

- La S. 9 noviembre 1999 rechaza el motivo del recurso que alegaba


infracción del art. 1303, del que deriva la obligación de restitución
recíproca, porque la sentencia de apelación no realiza pronunciamiento
alguno sobre esta cuestión: “porque declarada, como ha sido, la nulidad
de la obligación, es evidente que el efecto restitutivo reseñado en el
indicado art. 1303 ha de producirse en este caso, toda vez que según
reiterada doctrina, se trata de una consecuencia ineludible de la invalidez
implícita, que no hace falta reflejar en la parte dispositiva de la
Sentencia”. Por el contrario, la S. 26 julio 2000 casa la sentencia de
instancia que, tras declarar la nulidad del contrato y la condena al
reintegro de las sumas pagadas como precio de la finca,
“inexplicablemente”, no recoge ningún pronunciamiento relativo a la
devolución de la finca.

- La S. 30 noviembre 2000 estima el recurso de casación y declara la


nulidad del contrato de reconocimiento de deuda y dación de pago hechos
para evitar un proceso penal que finalmente tuvo lugar, pero no condena
a abonar, tal como solicitaba el demandante, la diferencia de precio entre
la cantidad realmente debida -como consecuencia de unas apropiaciones
realizadas mediante falsedades documentales y estafa de quien trabajaba
como contable en una empresa- y el valor real de los inmuebles. Sin otro
razonamiento, el TS. declara la nulidad y añade que: “Nulidad declarada
determinante de que, en vía de equilibrio entre lo percibido y la obligación
de restitución ha de actuarse con respeto a la equidad impeditiva de
cualquier enriquecimiento de una parte en perjuicio de la otra, por lo que
esa declaración conlleva a que el recurrente habrá de restituir lo
compensado sobre el débito más sus intereses legales desde la
constitución del contrato, fijando como principal la cifra señalada en el
proceso penal mientras que el recurrido, receptor, habrá de reintegrar a
la contraparte los inmuebles entonces entregados, en el estado en que
presenten en la actualidad de la devolución previa deducción a su favor
de las mejoras, gastos y expensas”.
- De “circunstancias singulares del supuesto enjuiciado” habla el TS. en la
S. 11 febrero 2003 (comentada por COLOM PIAZUELO, E. 2003), sobre
declaración de nulidad (y efectos consiguientes) de escritura de
compraventa otorgada para formalizar la adquisición en subasta de finca
embargada y adjudicada en procedimiento administrativo de apremio que
es invalidado previamente por sentencia del orden contencioso
administrativo. En vía civil, el propietario embargado demanda a la
Administración y al adjudicatario de la finca embargada, pero no a los
terceros subadquirentes de parte de la la finca segregada que han inscrito
en el Registro de la Propiedad. Se solicita la declaración de nulidad de la
escritura otorgada por el recaudador de tributos a favor de los
demandados, la entrega de la posesión de la finca así como que “se
condene a los demandados solidariamente o alternativamente, en la
forma y/o proporción que se determine por el Juzgado en sentencia, al
pago de la indemnización de los daños y perjuicios que se le han causado
a la demandante por la imposibilidad de reintegrarle en el dominio de la
finca segregada”. El Supremo afirma, con cita de jurisprudencia, que el
art. 1303 “opera sin necesidad de petición expresa, por cuanto nace de la
ley” en un caso en el que sí ha sido pedida la restitución. Añade a renglón
seguido que el art. 1307 (para el caso en que no sea posible la restitución
“in natura”) también es “aplicable de oficio, como ‘efecto ex lege’”, pero
en el caso se ha pedido, si bien sin invocar el art. 1307 y sin hacer
referencia al “valor de la cosa cuando se perdió”, la indemnización de
daños causados por la imposibilidad de la restitución. Las afirmaciones del
Supremo deben entenderse para el caso singular enjuiciado, como una
corrección de una demanda que, en un caso difícil, no ha individualizado
la suma a pagar por la Administración -que no es parte del contrato, pero
sí la causante de la nulidad- y la adjudicataria de la subasta -compradora
que, a su vez, segrega y vende parte de la finca-. Esta última, a su vez,
en la contestación a la demanda, y de forma subsidiaria para el caso de
que no se le mantuviera en la posesión de la finca, solicitaba la
devolución de la cantidad pagada y gastos. Son esas afirmaciones sobre
la aplicación de oficio las que le permiten al Supremo no sólo ordenar la
restitución recíproca entre comprador y vendedor del precio y de la finca,
así como del valor de la parte que no se puede reintegrar, sino también
condenar a la Administración, en concepto de “responsabilidad derivada
de la subasta” para corregir los desequilibrios patrimoniales producidos (a
abonar la parte del precio que el vendedor debe restituir al comprador
pero que él no llegó a ingresar, los intereses que debe abonar el
vendedor, los gastos y la cantidad que corresponda al valor de la parte
segregada en lo que exceda del precio cobrado por los compradores que
la vendieron).
La restitución de cosa y precio no nos parece una consecuencia ineludible
de la declaración de nulidad, sino interpretación razonable, según los
casos, de la demanda y su suplico, de modo que, si este es el caso, el
juzgador no incurrirá en incongruencia. Si nada se ha debatido en el
pleito, para liquidar unas relaciones que se han mantenido durante
tiempo (sociedad, mandato) o una situación posesoria con sus problemas
de frutos, gastos, mejoras o daños, no parece que sea suficiente con la
usual remisión al trámite de ejecución de sentencia. La cosa puede
haberse destruido, o perdido, o estar en manos de terceros. Obsérvese,
además, que el actor puede resultar también obligado a restituir.
Imponer esta obligación cuando la otra parte no lo ha solicitado y ni
siquiera el actor ha pedido restitución nos parece que afecta a la
congruencia. En general, cuando el demandado se limita a oponer la
invalidez como excepción frente a una demanda de incumplimiento no
parece que haya términos hábiles para decretar una restitución que nadie
ha pedido. En cualquier caso, creemos que nada legitima al Juez para
decretar de oficio la restitución si resulta con claridad -acaso por
manifestación expresa- que quien solicita declaración de nulidad no
quiere plantear ninguna otra cuestión en ese pleito.

Un ejemplo de esta complejidad que impide generalizar la afirmación de


la condena a la restitución sin que nadie la hay pedido es la S. 10 abril
2001 (sin valorar ahora los presupuestos de los que parte el TS., es decir,
la calificación como nulidad de pleno derecho para un caso de error
obstativo, al manifestar la superficie de unas fincas en el momento de
escriturar una compraventa): ejercitada acción reivindicatoria y de
restitución por parte del propietario del trozo de finca erróneamente
escriturado, dirigida contra vendedores y compradores, se condena a esta
última a restituir al actor la parte de finca que no era del vendedor, pero
el Supremo rechaza el motivo del recurso de casación interpuesto por la
compradora que acusa infracción del art. 1303 porque, decretada la
nulidad del contrato, no se ordena a su favor la devolución del precio
satisfecho ni de los intereses. En palabras del TS.: “La devolución
mencionada excede de los límites del presente litigio, al no haber sido
solicitada por ninguna de las personas que para ello se hallaban
legitimadas. Lo que no impide que la señora C. pueda ejercitar las
acciones de que, a tal efecto, considere hallarse investida”.

Debe observarse, por otra parte, que la afirmación iura novit curia de la
restitución no es raro que se realice para favorecer a quien en el proceso
no ha solicitado la nulidad, sino defendido la validez del contrato, sin
haber pedido, para el caso de que se declare la invalidez, la restitución de
lo por él entregado, de modo que se vería condenado a restituir sin
recibir a cambio la prestación que realizó (Ss. citadas de 24 febrero 1992,
29 septiembre 1992, 26 julio 2000, 30 noviembre 2000).

3.4.2.2. El artículo 1.303 en el "Derecho de restitución"

La acción de restitución del art. 1.303 tiene mucho en común con otras
acciones tendentes igualmente a la restitución de bienes. Carrasco Perera
la incluye entre las correspondientes a uno de los cinco modelos
restitutorios que identifica en nuestro Derecho, la "restitución de bienes
en razón de la pérdida de eficacia del título por el que se entró a poseer,
o a la misma ineficacia inicial del mismo", cuyo común denominador en el
Derecho romano "es el de responder al esquema de la restitutio in
integrum, es decir, aquella basada en el principio de que el contrato
devenido ineficaz debe quedar en tal forma que nihil amplius
consequeretur quamquod haberet si (veditio) facta non esset".
Responden a este modelo, junto al art. 1.303, los artículos 1.124-1.295
(resolución, rescisión), 1.123 (cumplimiento de condición resolutoria),
1.120, 1.122 (condición suspensiva), 1.486 (redhibición de la venta),
entre otros (CARRASCO PERERA, Á. 1987-1988). Naturalmente, ello no
quiere decir que el régimen de la restitución en todos estos casos sea
idéntico, pero sí que algunos aspectos de su regulación responden a los
mismos principios.

Además, la restitución a consecuencia de nulidad del título guarda


estrecha afinidad con la "restitución de un bien ajeno detentado sin
derecho, sin necesidad de considerar -y con independencia de ello- el
título por el que se entró indebidamente a poseer" (otro de los modelos
restitutorios considerados por Carrasco), cuyos supuestos fundamentales
son la reivindicación (sobre la concurrencia de la acción reivindicatoria
con la de restitución ex art. 1.303 vid. LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C.
1995, 266 y ss.) y la condictio del artículo 1.895. En particular, la acción
personal del artículo 1.303 es muy cercana o del mismo tipo que la
condictio indebiti, como suele apreciar la doctrina francesa respecto de un
Código que carece (asimismo el italiano o el alemán, cuyas doctrinas
siguen caminos similares) de norma expresa paralela a nuestro artículo
(LARROUMET, Ch. 1990, 551, nota 93; GHESTIN, J. 1988, 1064). En
realidad, las atribuciones patrimoniales operadas en supuesto
cumplimiento del contrato inválido lo son sin causa o fundamento jurídico
y han sido producidas a través de una prestación voluntaria. Ciertamente,
el error en el pago no juega aquí como requisito, a diferencia de lo que
ocurre, prima facie, en el pago de lo indebido (art. 1.895). Pero -además
del siempre discutible papel del error en el pago de lo indebido- cabe la
posibilidad de encuadrar las acciones ex art. 1.303 en la previsión del art.
1.901, pues en efecto se pagó cosa que nunca se debió y, de otro lado,
no hay por qué excluir la aplicación de la última parte de este artículo.

En la jurisprudencia, aunque de manera imprecisa, relacionan el art.


1.303 con el enriquecimiento injusto las Ss. 22 noviembre 1983, 22
septiembre 1989, 24 febrero 1992, 30 diciembre 1996, a veces como un
argumento para defender que la aplicación de oficio de aquel artículo es
"evitar un enriquecimiento injusto". Se muestra de acuerdo con lo dicho
(defendido por DELGADO en 1981) la S. 31 octubre 1984, según la cual
"las atribuciones patrimoniales operadas en el supuesto de pago de
rentas en cumplimiento de cláusula inválida lo son sin causa o
fundamento jurídico, a pesar de haber sido producidas a través de una
prestación voluntaria, por lo que la acción para obtener la restitución
puede calificarse de condictio indebiti, aunque en el supuesto
contemplado no juegue el error como requisito, a diferencia de lo que
ocurre prima facie en el pago de lo indebido, pero que no impide
encuadrar las acciones derivadas del artículo 1.303 en la previsión del
1.901, pues en efecto se pagó cosa que nunca se debió" (cfr. LÓPEZ
BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 54 - 56 y 259-).

Se ha podido objetar que el accipiens, en el pago de lo indebido, adquiere


la propiedad de la cosa, por lo que la condictio tiende precisamente a la
readquisición de la propiedad perdida por el solvens; mientras que nunca
adquiere la propiedad quien recibió la cosa en virtud de título nulo, lo que
alejaría las acciones ex art. 1.303 de la condictio indebiti. Pero la premisa
es incorrecta. El mismo planteamiento de la hipotética objeción ya
debería hacer sospechar su incorrección. En efecto, no parece muy
coherente que en el mismo Ordenamiento, por ejemplo, quien entrega
una cosa en la creencia errónea de deberla en virtud de una venta que
cree haber realizado su causante pierda la propiedad de la cosa, mientras
que la conserva quien la entrega asimismo voluntariamente en
cumplimiento de una compraventa efectivamente celebrada que luego
impugna por error. Como demostró cumplidamente Lacruz, en nuestro
Derecho el accipiens indebiti no adquiere la propiedad (salvo concurrencia
de hechos posteriores, a modo, entonces, de atribución impropia), siendo
la acción del solvens una mera condictio possessionis: esta es,
exactamente, la naturaleza de las acciones ex artículo 1.303, para
cuando la cosa específica entregada se encuentra en manos del accipiens
(LACRUZ, J. L. 1957, 11 y ss.; ahora 1992, 343 y ss.). Tanto en un caso
como en otro quien entregó indebidamente cosa de su propiedad tiene,
además, la acción reivindicatoria.

En los últimos años se han intensificado los estudios sobre acciones de


restitución, hasta el punto de configurar, algunos autores extranjeros, un
"Derecho de restitución" como rama autónoma del Ordenamiento y
parcela específica para su estudio. CARRASCO, en su excelente y
documentado trabajo sobre "Restitución de provechos", daba cuenta de
que en el área jurídica anglosajona el Derecho de restitución es una parte
diferenciada del Derecho Privado a partir de la obra fundamental de GOFF
y JONES, 1968), citando obras, entre otros autores, de BIRKS (1985) y
PALMER (1978, cuatro volúmenes) de títulos similares. Según indica, el
Law of restitution, en estos autores, se compone de una parte importante
del derecho de los contratos, y principalmente la parte del mismo
conectada con los problemas de la ineficacia del título y se compone
sobre todo, del derecho de los cuasicontratos (Unjust Enrichment)
(CARRASCO PERERA, Á. 1987, 1055-1148 y 1988, 5-151). Junto al
"modelo anglosajón" de restitución, cita y caracteriza únicamente el
"modelo escolástico" elaborado por los teólogos y moralistas españoles).
Es al menos curioso que COING, (1985, 190-191), en un epígrafe
dedicado a la teoría de la restitución elaborada por la "teología moral
española", y tratando de precisar su influencia en juristas de épocas
posteriores, se pregunta si hay algún vínculo con la teoría de la
restitution del area anglosajona. La cuestión queda abierta, pero indica
que la obra de STAIR Intitutions of the Law of Scotland (1681) contiene
el mismo concepto de restitución formado por los escolásticos españoles.

Que esta consideración unitaria y sistemática del Derecho de restitución


no responde exclusivamente a las peculiaridades del área jurídica
anglosajona, sino a intereses prácticos y científicos generalizables y
propios de Derechos más cercanos al nuestro lo demostraría la
proliferación en Francia de obras de tema similar en los últimos decenios.
Primero MALAURIE, Ph. 1974-75. Quince años más tarde. MALAURIE, M.
1991. Asimismo parte de un planteamiento de conjunto MORANÇAIS-
DEMEESTER, M. L. 1993, 757-787. Sobre el caso concreto de la
restitución consiguiente a la declaración de nulidad contractual,
GUELFUCCI-THIBIERGE, C. 1992; BOUSSIGES, A. 1982, además de
artículos en revistas y notas de jurisprudencia,
Entre nosotros, además del estudio de Carrasco -que por su extensión,
lucidez de análisis y propuestas de construcción sistemática, es una
monografía fundamental en el Derecho patrimonial español-, merece
mencionarse la obra de LÓPEZ BELTRAN DE HEREDIA (1995), dedicada
precisamente a las "consecuencias de la nulidad" de los contratos, en que
se estudian los diversos aspectos de los artículos 1.303 y ss. Cc., así
como la acción reivindicatoria en sus relaciones con la invalidez del título
del poseedor reivindicado.

3.4.3. Sujetos

3.4.3.1. Quién puede pedir la restitución


Puede pedir restitución quien haya realizado alguna prestación en
cumplimiento del contrato inválido, aun cuando la cosa entregada no sea
de su propiedad. Cualquiera de los contratantes y no sólo, tratándose de
anulabilidad, quien hizo valer ésta.

La restitución no pueden pedirla los terceros, aunque ellos hayan instado


la invalidez, del mismo modo que no quedan obligados a "restituir" nada.
La S. 27 marzo 1963 desestima el recurso de casación que alegaba la
falta de legitimación de un hijo natural de la vendedora para impugnar
una venta de su madre, oligofrénica, por falta de consentimiento, y
confirma la sentencia que declaraba la nulidad y negaba, a la vez, la
solicitada restitución de la finca vendida, que sólo podría pedir la
vendedora por medio de su representante legal (si bien este punto no fue
discutido en casación y sí, en cambio, la cancelación de las inscripciones,
que no fue concedida por la Audiencia, rectificada en este punto por el
Supremo de tal manera que, con la cancelación, las fincas vuelven a estar
a nombre de la vendedora, y no hay “restitución” ¿de posesión material y
efectiva?, pero se logra el efecto pretendido por el demandante).

Para el Derecho anterior a la Ley concursal de 2003, y respecto de los


actos del quebrado, la sindicatura estaba legitimada para ejercer la
impugnación. La jurisprudencia también admitía su legitimación para,
solicitada la declaración de nulidad por simulación de un contrato
celebrado por el acreedor, lograr la restitución a la masa y la cancelación
de las correspondientes inscripciones registrales (S. 13 abril 1988 que
cita, en el mismo sentido, la de 8 febrero 1988).

Ahora, la Ley 22/2003, de 9 de julio, concursal, reconoce la legitimación


de la administración concursal para el ejercicio de las acciones rescisorias
(art. 72.1) y contempla la restitución a la masa como un efecto de la
sentencia que estime la acción (art. 73), pero también contempla una
legitimación subsidiaria de los acreedores (“Los acreedores que hayan
instado por escritote la administración concursl el ejercicio de alguna
acción, señalando el acto concreto que se trate de rescindir o impugnar y
el fundamento para ello, estarán legitimados para ejercitarla si la
administración concursal no lo hiciere dentro de los dos meses siguientes
al requerimiento”. Sobre los problemas que plantea esta legitimación, vid.
GARCÍA CRUCES, J. A. 2003, 19.

Un problema peculiar constituyen los contratos anulados por un cónyuge


en razón de haberse omitido su necesario consentimiento (artículo 1.301
i. f. en relación con el 1.322). La protección del cónyuge preterido, habida
cuenta de que se trata de disposición de bienes de que es cotitular,
inclina a admitir la posibilidad de que reclame la restitución para la
comunidad conyugal de los bienes que a ella pertenecen, pero es dudosa
la aplicación, precisamente, del artículo 1.303 y, en cualquier caso, las
consecuencias globales de la restitución. Fundar la restitución en el
artículo 1.303 supone forzar su letra -el cónyuge cuyo consentimiento se
pretirió no es parte contratante- y plantea el problema de la posible
reciprocidad en la restitución de las prestaciones, pues quien ejercita la
acción nada ha recibido. Sin embargo, hay que convenir en que para que
el remedio anulatorio alcance su finalidad es preciso que el bien
enajenado se restituya; que no es fácil hallar mejor fundamento legal
(una acción de enriquecimiento, como se ha sugerido, llevaría a
consecuencias normalmente insatisfactorias); y que parece razonable la
aplicación del art. 1.303, aun con las necesarias adaptaciones, a un caso
previsto en un artículo tan cercano del mismo capítulo (como es sabido,
mayores problemas surgen en la aplicación del paralelo artículo 1.295 en
buena parte de los supuestos tratados por el legislador en el capítulo de
la rescisión).

Todo ello explica que la S. 15 octubre 1984 (2ª sentencia), al estimar la


demanda de la mujer "en defensa de su derecho en el patrimonio
ganancial contra el acto anulable de su marido y por tanto ineficaz en
perjuicio de aquélla", lo haga "con los efectos previstos en el art. 1.303
Cc., es decir, con el reintegro del bien, indebidamente cedido, al
patrimonio ganancial".
La situación del demandado resulta incómoda, pues no puede exigir al
cónyuge accionante la restitución de lo que él prestó. Sin duda, puede
accionar contra el cónyuge con quien él contrató, pero ¿puede ser
compelido a restituir con independencia o antes de que se le devuelva lo
por él prestado? El artículo 1.308 lo impediría (y la misma referencia a la
reciprocidad en el 1.303), pero la respuesta es dudosa. BELLO JANEIRO,
D. afirma la procedencia del ius retentionis ex art. 1.308 (1993, 222 y
ss.).

La S. 29 noviembre 1986 llega a la respuesta negativa, pues alegado por


los demandados que las actoras debían haberles devuelto o al menos
haber ofrecido la devolución del precio que medió en los contratos de
compraventa, el Tribunal, partiendo de la aplicación del art. 1.303,
advierte que "no son las actoras las obligadas a la devolución del precio,
pues los bienes objeto de los contratos no se incorporan a su patrimonio,
sino que pasan a integrarse en el haber de la sociedad de gananciales
que regla el matrimonio del fallecido vendedor y la actora, por lo que el
precio que pudo haber sido satisfecho por los demandados constituye, si
procede su devolución, un crédito que ha de ser satisfecho con cargo al
as hereditario que resulte a favor de J., una vez liquidada dicha sociedad,
con la atribución patrimonial que corresponda a la herencia de M." Como
puede verse, el Tribunal se limita a señalar que si procede la devolución
tendrán que pedirla a los herederos del cónyuge contratante, pero
desestima el recurso y confirma la condena a restituir –
incondicionadamente– a favor de la actora. Los problemas, con todo, no
acaban aquí. Habrá que dilucidar con cargo a qué patrimonio restituye el
cónyuge que contrató inútilmente, si el suyo propio o el ganancial (¿éste
sólo hasta el límite del enriquecimiento?) y cómo afecta al patrimonio
ganancial la responsabilidad por daños en que fácilmente ha podido
incurrir (para todo ello, por todos, BELLO JANEIRO, D. 1993, 222 y ss.).
Estas peculiaridades y dificultades derivan del hecho de ser la del art.
1322 una anulabilidad de distinta naturaleza a la de los demás casos del
art. 1301.

Con mucha más razón, tampoco pueden generalizarse las soluciones a las
que llega el Tribunal Supremo en materia de restitución después de
calificar, erróneamente, como nulos, supuestos que debieran recibir otro
tratamiento. Este es el caso de la contratación en nombre de otro sin
estar por éste autorizado (art. 1259 Cc.), el de la venta de cosa ajena y
el de venta de cosa parcialmente ajena, en los que se ordena la
restitución a favor del titular del derecho dispuesto y de cuyo
consentimiento se ha prescindido. Los ejemplos que a continuación se
exponen muestran que, arrastrando el error de la calificación de nulidad,
el Supremo llega a desmentir la afirmación de que la restitución sólo
procede entre las partes del contrato que llevaron a cabo las
prestaciones:

- La S. 24 febrero 1992 pone fin a la demanda interpuesta por la


cooperativa propietaria de las viviendas solicitando la declaración de
nulidad de la compraventa celebrada entre uno de los socios y su esposa,
sin la pertinente autorización de la cooperativa: declarada la nulidad de la
venta en la instancia, en casación son los cónyuges demandados los que
invocan la necesaria restitución a tenor del art. 1303, que no había sido
acordada. La estimación por el TS. del motivo del recurso, por entender
que la restitución, aun no solicitada, puede ser concedida por el Juez iura
novit curia debe referirse también al precio pagado por la esposa.
- La S. 6 octubre 1997, citada después por otras posteriores, como la de
17 febrero 2000, en un supuesto de disposición por uno de los
coherederos de un bien común, e interpuesta acción de nulidad de
contrato por otro coheredero, reitera su equivocada doctrina de la nulidad
de venta de cosa parcialmente ajena y concluye que “la jurisprudencia de
esta Sala en casos como el presente declara la nulidad de los contratos, la
cual comporta la restitución de las cosas (no la propia reivindicación, sino
efecto simple de la nulidad)”. No es seguro, aunque parece que podría
entenderse así, si la restitución de las cosas se refiere también al precio
pagado por el vencido en el pleito, pero lo que sí hace la sentencia es
declarar que todo ello “sin perjuicio de que la terminación de la posesión
del bien por su poseedor actual pueda generar algún proceso liquidatorio
de dicha posesión, que se regirá por las normas para ello establecidas en
el Código civil, y ejercitado a instancia de parte por la vía
correspondiente”.
- También se refiere a un caso de falta de poder de disposición, que el
Supremo califica de nulo, la S. 9 noviembre 1999: la demanda de la
segunda esposa solicitaba la declaración de nulidad de la venta efectuada
por la primera esposa del causante, el reintegro de la finca a la masa
hereditaria y el abono del precio al comprador; estimada la demanda y
acordado el reintegro a la comunidad hereditaria del bien vendido por la
primera esposa, el comprador interpone recurso de casación por no existir
en la sentencia pronunciamiento alguno sobre la restitución del precio; el
Supremo lo desestima porque “declarada, como ha sido, la nulidad de la
obligación, es evidente que el efecto restitutivo reseñado en el indicado
art. 1303 ha de producirse en este caso, toda vez que, según reiterada
doctrina, se trata de una consecuencia ineludible de la invalidez e
implícita, que no hace falta reflejar en la parte dispositiva de la
Sentencia”.
- En la S. 2 octubre 2001, en un caso que el Supremo considera incluido
en el primer párrafo del art. 1259, y siendo partes en el proceso las del
contrato, pero no el propietario del solar en cuyo nombre se efectuó la
venta sin su autorización –y que mediante interdictos paralizó las obras
iniciadas por el comprador–, el TS. considera aplicable el régimen de
nulidad del contrato a que se refiere el párrafo segundo del mismo
artículo –frente a la resolución por incumplimiento que ejercitó el
comprador y que la sentencia de instancia, con buen criterio, estimó–, y
tras desestimar la falta de litisconsorcio pasivo necesario por no haber
traído al pleito al propietario de la finca, declara, que “como tanto la
nulidad cuanto la resolución contractual implican el retorno de las cosas a
su estado anterior, el actor habrá de desocupar el solar objeto del
contrato litigiosos al ser una consecuencia inherente por ministerio de la
ley a la ineficacia contractual procedente y a la por él mismo solicitada,
que implican la recuperación del precio pagado en su día pero también la
restitución de la cosa, sin perjuicio de los derechos que el demandante
crea tener frente a terceros por razón de lo construido sobre el solar”.

Puede apreciarse en estos supuestos cómo el Supremo acaba


considerando como “consecuencia natural” de la declaración de nulidad, e
implícita en su declaración, la recíproca restitución entre las partes del
contrato aun cuando el proceso se haya planteado a instancias de quien
no intervino en el contrato. Por las peculiaridades del caso, que llevan a
declarar la nulidad de un contrato sólo en cuanto a los palmos cuadrados
que se dicen escriturados –y que hacen pensar que lo que hubo es un
problema de cabida, pero que es planteado por un tercero al contrato, y
propietario de parte de la superficie que se dice escriturada–, la S. 10
abril 2001 desestima el recurso de casación de la demandada que,
invocando el art. 1303, solicita, por primera vez en casación, “la recíproca
devolución a dicha demandada del precio satisfecho y de los intereses
devengados en el mismo” –es discutible, incluso, si es técnicamente
correcto el tratamiento del caso, calificado como de error obstativo y nulo
de pleno derecho, a efectos, parece, de reconocer la legitimación del
tercero que ejercitó la acción declarativa de su dominio–.
Mención específica merecen también los supuestos de simulación:
precisamente porque se admite la legitimación de terceros que se puedan
ver perjudicados por el acto simulado es preciso analizar las
consecuencias restitutorias de estas declaraciones de nulidad instadas por
quien no ha sido parte en el contrato pero que, en última instancia, lo
que pretende es, al igual que en el caso de ejercicio de la acción
revocatoria o pauliana, recomponer el patrimonio de su deudor. DE
CASTRO, F. (1967, 356) explicó que la acción de simulación es una acción
declarativa que no excluye, como consecuencia de la misma, la posible
acción de condena para obtener la restitución de los bienes, su
reivindicación, la indemnización correspondiente o el ejercicio de la
preferencia que proceda. En la práctica no siempre los acreedores que
ejercitan la acción de simulación piden formalmente, al mismo tiempo, la
restitución de los bienes al patrimonio de su deudor, pero sí la nulidad de
las escrituras y la cancelación de las inscripciones cuando se trata de
fincas inscritas en el Registro de la Propiedad, lo que en la práctica lleva a
análogas consecuencias, pues al volver a figurar el bien a nombre del
deudor el acreedor puede dirigirse contra ese bien para cobrar (Ss. 20
octubre 1999, 12 julio 2001). En los casos en que la acción de simulación
se ejercita por quienes se creen perjudicados en sus derechos
hereditarios la jurisprudencia muestra que sí se solicita, y se obtiene,
junto a la declaración de nulidad, la restitución de los bienes a la masa
hereditaria (Ss. 24 febrero 1999, 14 diciembre 1999).

3.4.3.2. A quién se puede pedir la restitución.

La restitución sólo puede pedirse al contratante que recibió la prestación.


Se trata de una acción personal que no permite recuperar la cosa sino
mientras se encuentre en manos del accipiens, pues el artículo 1.303 se
restringe a quienes fueron parte en el contrato inválido, presuponiendo
una restitución recíproca sólo pensable entre ellos. Otra cosa es que si el
accipiens dispuso de la cosa -que no era suya al haberla recibido por
contrato inválido- a favor de un tercero, éste tampoco la hizo suya, por lo
que el propietario –que habitualmente coincidirá con el solvens– podrá
ejercitar la acción reivindicatoria mientras ésta no quede obstaculizada
por otra causa. En efecto, el art. 1303 no es aplicable al tercero. Cuestión
distinta es la de si, habiendo adquirido el tercero de manera
irreivindicable, resulta aplicable el art. 1307, que se refiere a la “pérdida”
de la cosa que debe restituirse (vid. 3.4.4.5.3. “Enajenación de la cosa
recibida”).

Frente a tercero la acción procedente es la reivindicatoria. Otra cosa es


que con la habitual relativización jurisprudencial de la prueba de la
propiedad del reivindicante -en la práctica, le bastará con probar que su
título debe prevalecer sobre el que presenta el poseedor (vid. VALPUESTA
FERNANDEZ, M. R., 1993)-, probando el actor la nulidad del contrato
traslativo que medió entre él mismo y el causante del actual poseedor,
convierte en inoponible frente a sí el título posterior de éste (dicho de
otro modo, ha demostrado que su título procede de quien no era dueño,
por lo que no adquirió el dominio). El tema está relacionado con el de la
supuesta nulidad de la venta de cosa ajena y con el requisito
jurisprudencial de la necesidad de pedir y obtener la declaración de
nulidad o ineficacia del título del demando para el éxito de la acción
reivindicatoria (lo que exige demandar a todos los intervinientes en el
otorgamiento del título). Todo ello lleva, como ha señalado CARRASCO
PERERA, Á. (1987, 1118-1119), a que la concurrencia empírica entre las
acciones restitutorias derivadas de un título ineficaz y las propias de la
reivindicación se manifieste como difuminación de los ámbitos respectivos
de aplicación y alternatividad en la elección de los medios restitutorios.
Ahora bien, de alternatividad entre la acción ex art. 1.303 y la
reivindicatoria sólo puede hablarse cuando ambas resulten adecuadas al
caso, lo que no ocurre, para la primera de ellas, cuando el demandado no
fue parte en el contrato.

Contra lo ahora expuesto, hay en la doctrina cierta propensión, nunca


precisamente formulada, a entender que la misma acción de nulidad
permite recuperar las cosas en cualesquiera manos que se encuentren,
aduciéndose el brocardo resoluto iure dantis resolvitur et accipientis. Pesa
acaso el recuerdo de las acciones in rem scriptae que el Derecho común
conoció como variante de las acciones reales, con sujeto pasivo
determinado en cada momento por su relación con la cosa (con
antecedentes en Derecho romano, actio quod metus causa D. 4.2.9.8).
Pero a la vista del texto del artículo 1.303 no vemos cómo puede
defenderse esta opinión.

Fuera del Código civil hay una importante norma, en el Código Penal, que
fundamenta un derecho de restitución frente a cualesquiera terceros
poseedores de la cosa, para el caso en que alguien haya sido privado de
su posesión mediante delito. El art. 111 Cp. incluye en la responsabilidad
civil derivada de delito o falta la restitución de la cosa de manos de
cualesquiera terceros. De este modo, cuando media un delito como el de
estafa la declaración de nulidad del contrato puede llevar consigo la
recuperación de la cosa en poder de terceros. Nos ocupamos de estos
problemas en 3.5 (“Consecuencias de la declaración de nulidad de
contrato contenida en sentencia penal”).
Salvo lo ahora dicho sobre el art. 111 Cp., no hay otro precepto que con
alcance general permita pedir la restitución a los terceros ajenos al
contrato que los relativos a la reivindicación.

Cabe plantear como un caso especial el de las consecuencias de los actos


del quebrado (nulos según el art. 878-2 Ccom., derogado por la Ley
22/2003, de 9 de julio, concursal) en el período de retroacción de la
quiebra, frente a terceros adquirentes, de acuerdo con la jurisprudencia.
Para ésta dicha nulidad era tan radical que los Síndicos podían recuperar
las cosas enajenadas por el quebrado en el período de retroacción aunque
estuvieran en manos de terceros, incluso, en principio, los terceros a
quienes el Registro protegería (art. 34 Lh.). Vid. DELGADO, J. 1993, 2489
y ss. y las posteriores Ss. 13 septiembre y 29 octubre 1993.
Ley 22/2003, de 9 de julio, concursal, al regular la “rescisión” de los actos
perjudiciales realizados por el deudor en los dos años anteriores a la
declaración de concurso, parece querer poner fin a esta jurisprudencia, al
prever los casos en que los bienes salidos del patrimonio del deudor no
puedan reintegrarse a la masa por pertenecer a tercero que “hubiera
procedido de buena fe o gozase de irreivindicabilidad o de protección
registral”. En estos casos, conforme al art. 73, “se condenará a quien
hubiera sido parte en el acto rescindido a entregar el valor que tuvieran
cuando salieran del patrimonio del deudor concursado, más el interés
legal; si la sentencia apreciase mala fe en quien contrató con el
concursado, se le condenará a indemnizar la totalidad de los daños y
perjuicios causados a la masa activa”.

3.4.3.3. Usucapión y nulidad de título.

Se plantean aquí importantes problemas de relaciones entre título y


adquisición y transmisión de la propiedad, entre título nulo y anulable y
usucapión, entre la acción reivindicatoria y la restitutoria derivada de la
nulidad, en particular por lo que se refiere a plazos de prescripción y
sujetos legitimados para una y otra. Las aproximaciones doctrinales a
esta materia no siempre parten de los mismos presupuestos, y las
deficiencias y contradicciones que se observan encuentran su explicación
última en la dificultad de coordinar normas e instituciones reales y
personales.
En análisis de estos problemas se había venido haciendo en el ámbito de
la usucapión (fundamentalmente: BADOSA COLL, F. 1971, 660; MORALES
MORENO, A. M. 1972; ALBALADEJO, M. 1993), pero en los últimos
tiempos se han realizado algunas aproximaciones desde el punto de vista
de la nulidad. Así, LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, dedica un
capítulo (147-172) a “la venta de cosa adquirida en virtud de contrato
nulo o anulable y venta de cosa ajena” y otros (173-220) a la
“transmisión de la posesión en virtud de título nulo: adquisición de la
propiedad por usucapión y obligación de restitución” y “título anulable y
usucapión”; también PASQUAU LIAÑO, M., 277 y ss.; con enfoques
distintos, y desde otra perspectiva, propone soluciones a estos problemas
YZQUIERDO TOLSADA, M. 2001, 548 y ss..

Presupuesto previo de todo lo que a continuación se expone es el de que


la usucapión no tiende a sanar las posibles deficiencias de nulidad (radical
o anulabilidad) de que adolezca el título sino, en cualquier caso, la falta
de propiedad de quien transmitió la posesión de la cosa en virtud del
mismo. El problema que se plantea cuando, además de carecer el
transferente de la titularidad de la cosa, el título es nulo o anulable. La
pregunta fundamental que debe responderse, entonces, es la de si puede
adquirir por usucapión quien recibió la posesión de la cosa en razón de un
contrato nulo cuando su posesión reúne los caracteres exigidos para la
usucapión y, en su caso, si puede hacerse valer esa usucapión tanto
frente al tercero, verdadero propietario que ejercita la acción
reivindicatoria, como frente al otro contratante, que ejercita la acción de
restitución.

Las diferentes explicaciones doctrinales acerca de la naturaleza de la


nulidad y la anulabilidad, la admisión o no de la teoría de la doble acción
(declarativa de nulidad y restitutoria), así como las distintas tesis acerca
de los plazos de ejercicio de tales acciones condicionan unos
razonamientos y conducen a unas conclusiones muy diferentes en esta
materia. La exposición que hacemos a continuación trata de ser coherente
con las posiciones que hemos expuesto a lo largo de este Manual sobre
estas materias, si bien debemos admitir que conservamos algunas dudas
acerca de la solución preferible en puntos en los que el Ordenamiento no
ofrece con claridad una respuesta segura.
La comprensión de la complejidad de esta materia exige distinguir, en
primer lugar, entre la usucapión ordinaria (que requiere un título válido,
art. 1953 Cc.) y la extraordinaria (en la que es irrelevante la existencia
de un título); en segundo lugar, entre la usucapión de bienes inmuebles y
la de bienes muebles (para los que el art. 1955 Cc. distingue los
supuestos de buena o de mala fe, pero en ningún caso exige título); en
tercer lugar, en las relaciones entre el propietario y el que recibió la cosa
de quien no era propietario en virtud del contrato que, además, resulta
nulo, y las relaciones entre las partes del contrato (en particular, ¿puede
invocarse entre las partes del contrato, frente a la acción de restitución, la
usucapión?, quien entregó la posesión de la cosa en cumplimiento de un
contrato nulo, ¿puede reivindicarla una vez transcurrido el plazo de
ejercicio de la acción de restitución?).

Parece preferible exponer esta materia partiendo de este último criterio


de distinción, es decir, según que el conflicto se plantee entre las partes
del contrato o entre el tercero propietario y quien adquirió en virtud de
contrato nulo. Ello, fundamentalmente, por dos órdenes de motivos: en
primer lugar porque la acción de restitución sólo es posible entre las
partes del contrato, aun en el caso de que se trate de nulidad de pleno
derecho, mientras que el tercero, que podrá tener interés en que se
declare tal nulidad, sólo puede ejercitar una acción reivindicatoria -
contra, YZQUIERDO TOLSADA, M. 2001, 589 y 604, quien cree que el
tercero, que no fue parte en el contrato, puede ejercer la acción de
restitución en los casos de nulidad absoluta-; en segundo lugar, porque
será raro que exista una sentencia previa que declare que el contrato es
nulo con nulidad radical o anulable, lo que, por el contrario,
habitualmente se planteará precisamente en el pleito en el que se
pretenda la recuperación de la cosa, bien a través de la acción personal
de restitución bien a través de la reivindicatoria.

3.4.3.3.1. Relaciones entre las partes del contrato.

Quien entrega una cosa ajena en virtud de contrato impugnable puede


ejercitar frente a su contraparte la acción de nulidad y la de restitución,
para las que es absolutamente irrelevante que el demandante sea o no
propietario de la cosa. La acción de declaración de nulidad es
imprescriptible, pero aquí hemos defendido que la acción de restitución
está sometida a un plazo de prescripción de quince o de cuatro años,
según el contrato sea nulo o anulable. ¿Puede el demandado defenderse
con éxito alegando haber adquirido la cosa por usucapión aunque no haya
transcurrido el plazo de ejercicio de la acción de restitución?

En nuestra opinión, la acción de restitución podrá ejercitarse con éxito


mientras no haya transcurrido su plazo de prescripción, sin que pueda
invocarse con éxito usucapión alguna, ni abreviada ni extraordinaria,
puesto que entre las partes deben prevalecer las consecuencias de la
nulidad de la relación contractual. No parece argumento bastante en
contra de este planteamiento el de que se hace entonces de peor
condición a quien recibió la cosa en virtud de un contrato que a quien,
por ejemplo, la robó -así, por ejemplo, PASQUAU LIAÑO, M. (1997, 298,
nota 84) y también YZQUIERDO TOLSADA, M. (2001, 605, 624 y ss. y
633), quien niega que entre las partes juegue la usucapión ordinaria
pero, en cambio, admite el juego de la usucapión extraordinaria que, en
su opinión, por basarse sólo en la posesión, es oponible erga omnes,
también frente a la contraparte del contrato, con independencia de que el
título sea nulo o anulable y con independencia de que la cosa sea o no del
transmitente. En efecto, no hay que olvidar que el legislador ha previsto
un régimen especial para los casos de ineficacia contractual, basado en el
principio de reciprocidad, en virtud del cual el obligado a restituir
recuperará, a su vez, lo por él entregado. Cuestión diferente es la de si el
verdadero propietario puede recuperar la cosa de quien la ha recuperado
en virtud de la acción reivindicatoria, lo que debe descartase por haber
transcurrido el plazo de ejercicio de la misma. A la posibilidad de que el
verdadero propietario se dirija contra el que la recibió en virtud de
contrato nulo nos referimos más adelante en este mismo apartado.

En la doctrina se ha ocupado de este problema LÓPEZ BELTRÁN DE


HEREDIA, C. (1995, 203 y ss. y 282), quien llega a solución semejante a
la aquí defendida, si bien con otros argumentos. Distinta es la opinión de
PASQUAU LIAÑO, M. (1997, 297 y 363), para quien: “El transcurso del
plazo necesario para la usucapión a favor del adquirente en virtud del
contrato nulo, si es más breve que el propio de la acción de nulidad (o la
de restitución), habrá consolidado la adquisición, que quedará inmune no
sólo respecto de la acción real reivindicatoria, sino también respecto de la
restitución derivada de la nulidad”.

La tesis que aquí se propone no significa que compartamos la doctrina


jurisprudencial que niega la posibilidad de usucapión extraordinaria a
quien recibió la posesión como consecuencia de un contrato nulo:
admitiendo que es posible la usucapión extraordinaria cuando la posesión
se entregó en virtud de un contrato nulo rechazamos, en cambio, que
pueda hacerse valer esa usucapión frente a la contraparte cuando todavía
no ha prescrito la acción de restitución, lo que es algo diferente. La
jurisprudencia ha negado en ocasiones que quien posee en virtud de
título nulo pueda adquirir por usucapión extraordinaria (que, recuérdese,
no requiere ni depende del título) con el argumento de que falta la
posesión a título de dueño (por todos, con cita de doctrina y
jurisprudencia, YZQUIERDO TOLSADA, M. 2001, 595 y ss. y antes en
1998). En nuestra opinión, esta jurisprudencia (pronunciada, además, en
casos en los que el transmitente era propietario, lo que no coincide
tampoco con nuestra hipótesis: por ejemplo, donación en documento
privado) equivale, desde un punto de vista práctico, y aunque los
argumentos no se formulen en estos términos, a la afirmación de la
imprescriptibilidad de la acción de restitución cuando el contrato es nulo,
lo que parece criticable.

Cabe plantearse finalmente si, prescrita la acción de restitución, puede el


dueño que ha entregado la cosa en virtud de contrato nulo ejercitar una
acción reivindicatoria frente a su contraparte. Es posible que hayan
transcurrido los cuatro (anulabilidad) o los quince años (nulidad) de la
acción de restitución pero todavía no hayan transcurrido los plazos de
adquisición por usucapión (partimos aquí de la teoría, discutida también,
de que no se puede extinguir la acción reivindicatoria sin que nadie llegue
a adquirir por usucapión: contra, la STS 29 abril 1987, comentada por
MIQUEL, J. M. en CCJC 14). Para la nulidad radical, si en cumplimiento de
contrato nulo su dueño entregara la posesión de un inmueble, el
poseedor no llegaría a adquirir la propiedad hasta que no transcurran
treinta años: ¿puede, entre los quince y los treinta años, prosperar la
acción reivindicatoria? Tratándose de bienes muebles los plazos de
usucapión son de tres o seis años (art. 1955 CC), más breves que el
correspondiente a la acción de restitución en caso de nulidad absoluta,
por lo que el problema no se plantea. ¿Cómo se plantearía el problema
para el caso de que el contrato fuera anulable y hubiera transcurrido el
plazo del art. 1302 CC (que aquí defendemos que es para la acción de
restitución)? Conviene recordar que la usucapión abreviada no tiende a
sanar los vicios de anulabilidad de que adoleciera el título, sino la falta de
propiedad del transmitente, pero la cuestión es si el demandado puede
decir que su posesión se ha hecho irreivindicable por posesión durante
largo tiempo. Tratándose de bienes muebles, el Código no exige título,
pero la usucapión puede no consumarse hasta los seis años (art. 1955
CC). Tratándose de bienes inmuebles, la cuestión se plantea en términos
similares a los de la nulidad absoluta si se trata de la usucapión
extraordinaria. Para la usucapión ordinaria cabe pensar que si es la parte
legitimada (el menor, el incapacitado) para hacer valer la nulidad la que
reivindica, y ejercita además la acción declarativa de nulidad, la otra no
podrá alegar una usucapión abreviada; no puede admitirse, en cambio,
que quien celebró el contrato con el protegido por la norma, y que no
está legitimado para hacer valer la nulidad, pretenda recuperar mediante
una reivindicatoria la cosa, porque quedaría desvirtuado todo el sistema
previsto de anulabilidad como tipo de ineficacia dirigido a proteger a una
de las partes.

Con carácter general, la cuestión es discutible, y no nos parece que


existan argumentos definitivos a favor de ninguna de las dos posturas
posibles: podría alegarse en contra de la admisión con éxito de la
reivindicatoria que, entre las partes, debe otorgarse preferencia a la
acción personal derivada del contrato nulo, por lo que prescrita la acción
de restitución, carece el propietario de toda posibilidad de recuperar la
cosa (lo que, en cambio, no podría decirse respecto del reivindicante que
no fue parte en el contrato cuya nulidad se pide).

Rechaza que pueda prosperar la acción reivindicatoria una vez prescrita la


acción de restitución PASQUAU LIAÑO, M. (1997, 363) quien, para lo que,
de manera coherente con su tesis, califica de “vicios no manifiestos”
afirma: “Si el plazo para la usucapión es más amplio –que el de la acción
de nulidad (o la de restitución)-, el transcurso del plazo de la acción de
nulidad impedirá plantear en juicio la propia nulidad, por lo que en la
práctica resultará que la adquisición se habrá producido por el contrato
(cuya nulidad –no manifiesta- no ha podido pronunciarse) y no por la
usucapión”; para los casos de contratos que “no tengan apariencia de
validez”, para los que el autor entiende que se pueden tener por nulos sin
necesidad de juicio, sostiene Pasquau que el interesado puede ir
directamente contra los efectos del contrato a través de una
reivindicatoria y, en el caso de que se tratara de un contrato oneroso, a
partir de ese momento empezaría a correr el plazo de prescripción para
que la contraparte pudiera ejercer la acción de restitución del precio
(1997, 290).

La tesis de este autor parte del presupuesto, que aquí no compartimos


(por carecer de apoyo en los textos legales, pero también por las dosis de
subjetivismo que comporta), de la relevancia decisiva de la distinción
entre apariencia o no de validez y, de manera coherente con la misma
sólo tiene sentido hablar de prescripción de la acción de nulidad para los
contratos que tengan esa apariencia de validez mientras que para los que
no tengan tal apariencia, al no ser preciso un pronunciamiento de
nulidad, podrían destruirse sus efectos sin ejercicio de la acción.
Sin embargo, a favor de que el contratante pueda ejercitar con éxito la
acción reivindicatoria puede argumentarse que los presupuestos de la
acción de restitución y de la acción reivindicatoria son diferentes, por lo
que, siempre que concurran los necesarios de esta última (en particular,
que el demandante sea propietario y no haya dejado de serlo), no hay
razón para negarle la posibilidad de reivindicar.
Con otros argumentos, fundamentalmente razonando en términos de
justicia, LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. (1995, 282 y ss.) llega a
solución semejante, entendiendo aplicable, lo que parece que puede
aceptarse, la solución que para el Derecho italiano sostiene Bianca: que la
repetición de lo que por su parte entregó el vencido por la reivindicatoria
podrá lograrla por la vía del enriquecimiento injusto.

En la jurisprudencia, resuelve un supuesto de este tipo la S. 21 enero


2000 (nulidad absoluta por falta de consentimiento en venta de inmuebles
de menores), en la que, tras declararse la imprescriptibilidad de la acción
de nulidad, se condena a la entrega de los bienes transcurridos
veinticuatro años desde la enajenación. En el caso, sin embargo, no se
ejercitó una acción reivindicatoria, sino una acción de nulidad y de
restitución. Pero, en realidad, la condena a la restitución equivale a la
admisión de una acción reivindicatoria (dando por supuesto que, quien
entregó era y sigue siendo propietario) y la mención de la acción de
nulidad acaba jugando casi como un presupuesto de esa reivindicatoria
(el poseedor demandado no dispone de un título válido de adquisición),
formalmente no ejercitada, pero cuyos plazos sin duda juegan en la
mente del juzgador.

3.4.3.3.2. Relaciones entre el propietario y quien recibió la cosa de quien no era propietario en
razón de un contrato impugnable.

Quien no fue parte en el contrato sólo puede ejercer una acción


reivindicatoria frente a quien está poseyendo cosa que otro le entregó.
¿Puede el demandado alegar usucapión? Parece indudable que si la
posesión tiene los caracteres requeridos para la usucapión, tal usucapión
se consumará, si se trata de bienes muebles, a los tres o a los seis años
(art. 1955 Cc.). Si se trata de bienes inmuebles, con seguridad, a los
treinta años (art. 1959 Cc.), porque la usucapión extraordinaria no
precisa título. Merece una atención más detenida el examen de la
posibilidad de si el usucapiente puede hacer valer los plazos más
abreviados, alegando que posee en virtud de título.
Las afirmaciones más comunes en la doctrina son las de que quien recibe
la cosa de quien no es propietario y, además, en virtud de contrato nulo
(que, recuérdese, no debe considerarse nulo por el hecho de ser otorgado
por un no propietario) puede adquirir por usucapión, si bien si el título es
nulo con nulidad radical o absoluta no podrá valerse de los plazos
abreviados. Suele entenderse, por el contrario, que quien posee en virtud
de título anulable podría alegar la existencia de un título válido mientras
no se impugne y adquirir por usucapión en un plazo más breve, si bien se
discute si, ejercitada con éxito la acción de impugnación del contrato (lo
que es posible, a la vista de cómo se computa el dies a quo, que tenga
lugar después de transcurridos los plazos para la usucapión), debe
respetarse o no la usucapión (un resumen de toda esta materia en LUNA
SERRANO, A. 1991, 2129 y ss.).

Los razonamientos de los autores suelen ser coherentes con los


presupuestos de los que parten en materia de nulidad y anulabilidad,
pero no siempre parecen tener en cuenta otros aspectos del régimen de
estos tipos de ineficacia que necesariamente condicionan las posibilidades
prácticas de las teorías, como si la nulidad o la anulabilidad del contrato
resultara evidente para las partes y para el Juez como un dato de hecho
previo, sin que pueda discutirse en el pleito, o como si fueran irrelevantes
aspectos de la regulación procesal que impiden, según los casos, que
pueda invocarse la nulidad o como si se admitiera que, en todos los
casos, y aun de oficio, podría ser tenida en cuenta. Debe tenerse
presente, por el contrario, la falta de legitimación del propietario para
hacer valer la anulabilidad de un contrato en cuyo otorgamiento no
intervino y en cuya virtud adquirió la posesión de la cosa el demandado,
cuando éste invoca la usucapión ordinaria; por otra parte, desaparecidas
la réplica y la dúplica, no se ve el camino por el que el propietario
reivindicante pueda invocar la nulidad radical si no lo hizo ya en la
demanda, y el demandado en su contestación alega la usucapión
ordinaria, salvo que se entienda que es una nulidad radical apreciable de
oficio por el Juez, lo que ya vimos que es algo excepcional (vid. 2.3.2).
La cuestión presenta gran complejidad. Al tercero que ejercita la acción
reivindicatoria le conviene, además, invocar la nulidad del título en virtud
del que adquirió el demandado porque éste puede defenderse alegando
que adquirió en virtud de contrato válido (recuérdese, además la
jurisprudencia que exige al reivindicante pedir previa o simultáneamente
la nulidad del título del demandado: Ss. 12 junio 1970 y 9 marzo 1979).
Pero esta alegación de nulidad se enfrenta a algunas dificultades: de una
parte, no parece que pueda declararse sin que sean traídos al proceso
todos los intervinientes en el contrato cuya declaración de nulidad se
pretende; de otra parte, y si se trata de anulabilidad, el tercero no está
legitimado para hacerla valer. Desde esta perspectiva, tiene razón
YZQUIERDO cuando señala que si la posesión se tiene en virtud de un
título anulable cuya invalidez no se ha hecho valer por quien podía hacerlo
esa posesión sirve para usucapir frente a quien era el verdadero dueño
de la cosa (si bien advierte que, si después de lograda la usucapión se
ejercitase la acción impugnatoria, la cosa debería ser devuelta como
efecto restitutorio de la anulabilidad: YZQUIERDO TOLSADA, M., 2001,
605, 624 y 633).

3.4.4. Objeto.

3.4.4.1. Restitución y reciprocidad

Los artículos 1.303 y 1.308 están pensados para los supuestos en que el
contrato inválido produzca obligaciones para ambas partes y que ambas
las hayan cumplido, y el primero de ellos atiende más específicamente a
la compraventa. A pesar de lo cual, la norma ha de ser generalizada
cuanto sea posible (S. 22 noviembre 1983), de modo que servirá de
fundamento también para la restitución de la prestación única realizada.
Lo mismo cuando se hayan entregado cosas o dinero como cuando la
prestación sea por su naturaleza irrestituible in natura (por ejemplo,
servicios: entonces, en su equivalente dinerario), supuesto al que nos
referimos en el siguiente apartado (3.4.4.2).
A) Cuando el contrato inválido intentó crear obligaciones recíprocas, y en
esta inteligencia fue cumplido por ambas partes, la interdependencia de
las prestaciones opera en la relación de liquidación, de modo que las
restituciones han de hacerse simultáneamente y cualquiera de las partes
puede oponer a la otra la excepción de incumplimiento. Observaba al
respecto GARCÍA GOYENA que en ningún contrato bilateral u obligación
recíproca, el que no cumple la suya no puede exigir el cumplimiento del
otro contratante y añadía: "lo mismo debe observarse en las sentencias"
(GARCÍA GOYENA, comentario al artículo 1.195 del Proyecto de 1851).

Es este un aspecto en que las consecuencias legales de la invalidez se


regulan teniendo en cuenta la regla contractual inválida. Resulta curioso
comprobar que la excepción de contrato no cumplido es recogida
expresamente en este art. 1308 para un caso muy peculiar, mientras que
no se formula con igual claridad con alcance general para las obligaciones
recíprocas (cfr. art. 1100 i. f.) (vid. ESPÍN CÁNOVAS, D. 1964, 543 y ss.).

B) El precepto es consecuencia o especificación del principio de


reciprocidad en la restitución proclamado en el art. 1303 (cfr. art. 1295)
y se completa con el art. 1314, que supone una excepción a aquel
principio. Por ello mismo sólo se aplica cuando uno de los contratantes –
en contrato nulo tendencialmente fuente de obligaciones correspectivas y
habiendo cumplido ambas partes– ejercita la acción personal prevista en
el artículo 1.303. Por el contrario, nada puede exigir el demandado al
tercero que hace valer la nulidad y reivindica lo que es suyo (salvo casos
como los contemplados en los párrafos 2 y 3 del artículo 464, a favor de
quien adquirió de buena fe en venta pública cosa mueble perdida o
sustraída, o de los Montes de Piedad). Es muy dudoso que jueguen de
algún modo las consecuencias de la reciprocidad previstas en este artículo
en el caso de la acción de anulabilidad ejercitada por el cónyuge cuyo
consentimiento se omitió a pesar de ser necesario para la disposición de
bien ganancial (vid. 3.4.3, “La restitución de las prestaciones. Sujetos”).
Cuando se ejercita acción basada en la incapacidad del actor, el artículo
1.304 puede llevar a que éste nada haya de restituir a cambio de aquello
cuya restitución solicita (si en nada se ha enriquecido), pero es dudoso
que el artículo 1.304 elimine la aplicación del 1.308 cuando, en efecto,
algo ha de restituir el incapaz (vid. 3.4.4.6, “Limite de la restitución
debida por el incapaz”).

El mencionado principio de reciprocidad no tiene en este campo


consecuencias idénticas que en el del cumplimiento de obligaciones
válidas. En particular, no procede la resolución (de la obligación de
restitución) por incumplimiento, ya que ello equivaldría a convalidar el
contrato ya anulado o declarado nulo (comparte esta opinión DÍEZ-
PICAZO, L. 1996 I, 496). Las consecuencias de la imposibilidad de la
prestación debida por una de las partes serán las previstas en esta sede,
en particular en los arts. 1307 y 1314. Por ello el menor que hizo anular
el contrato y nada tiene que restituir por no haberse enriquecido con lo
que recibió (arts. 1304 y 1314), puede pedir inmediata restitución de lo
por él dado, sin ofrecer nada a cambio (S. 22 octubre 1894).

C) La restitución o el ofrecimiento de hacerla no son exigidos para instar


la nulidad, sino tan sólo para pedir restitución de lo entregado (vid. S. 30
enero 1960). Ya hemos visto cómo la jurisprudencia afirma que la
sentencia que declara la invalidez deberá condenar a la restitución
recíproca aunque ninguna de las partes lo haya pedido así, por ser
consecuencia ineludible de la invalidez (3.4.2.1). Pero la generalización de
esta afirmación da lugar a alguna incoherencia en la jurisprudencia
cuando los sujetos que piden la declaración de nulidad, en realidad, son
ajenos al contrato y, por tanto, no están legitimados para ejercer la
acción de restitución, como se ha apuntado en 3.4.3.
Quien, con arreglo a Derecho, retiene la cosa que debe restituir,
excepcionando incumplimiento por parte del reclamante, tiene la
consideración de poseedor de buena fe (S. 26 febrero 1949).

3.4.4.2. El problema de las prestaciones irrestituibles “in natura”

Tanto en el caso de que la prestación sea por su naturaleza irrestituible in


natura, como en los de contratos con prestaciones continuas o
recurrentes se ha planteado por un sector doctrinal si la declaración de
invalidez habrá de producir efectos exclusivamente hacia el futuro (ex
nunc), debiendo respetarse los efectos ya producidos como una suerte de
relación contractual de hecho (se piensa, en particular, en los contratos
de trabajo, sociedad o arrendamientos).

Para algunos casos concretos, el legislador ha establecido una regla


específica: un ejemplo especialmente claro en la Ley de sociedades
anónimas, art. 35, de acuerdo con el cual la nulidad de la sociedad tiene
como consecuencia su liquidación por el procedimiento previsto para los
casos de disolución; fuera del ámbito contractual, no es raro que los
acuerdos (de juntas, consejos, etc.) puedan ser ejecutados aun ya
impugnados, mientras no haya declaración judicial; la Ley de patentes
(20 marzo 1986), en su art. 114, señala el efecto retroactivo y sus límites
en la declaración de nulidad de la patente (vid. S. 30 mayo 1990). Pero,
salvo disposición distinta del legislador, más adecuado es entender
obligada la restitución de las prestaciones mediante el pago de su valor
en dinero, calculado, no de acuerdo con la contraprestación pactada, sino
según apreciación objetiva –el artículo 1.307 sirve de argumento para
ello.
Para el Derecho francés, con discusión de buen número de casos
jurisprudenciales, GHESTIN, J. 1988, 1065; LARROUMET, Ch. 1990, 553 y
ss.
Así parece entenderlo la jurisprudencia que, por ejemplo, frente a la
pretensión del arrendatario –declarado nulo el arrendamiento– a la
restitución de las mercedes pagadas opone la del arrendador
indemnizatoria de la privación de la cosa "y por el lucro que
torticeramente había venido obteniendo el ocupante mientras duró la
ocupación indebida" (S. 17 mayo 1973); vid. Ss. 10 noviembre 1906, 24
febrero 1962 (Soc.) y 10 noviembre 1966 (esta última argumenta a partir
del artículo 1.547, que ordena al arrendatario devolver al arrendador la
cosa arrendada imponiéndole además la obligación de abonar, por el
tiempo que haya utilizado la cosa “el precio que se regule”).
Cfr. LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 58 y ss.

Díez-Picazo explica que en estos casos, si el contrato es nulo, hay que


ordenar la restitución de la cosa y decidir si lo pagado se puede identificar
con el valor de uso; en otro caso, el arrendador deberá complementarlo.
También considera aplicable a los casos de prestaciones de servicios ya
ejecutadas el criterio previsto en el art. 1307, cuyo ámbito de aplicación
el autor generaliza a todos los casos de imposibilidad de restituir. Puesto
que el art. 1307 establece, para los casos de pérdida, la obligación de
restituir el valor que tenía la cosa cuando se perdió, “si se trata de
servicios, aplicando la misma regla por analogía habrá que entender el
valor de los servicios cuando se ejecutaron. Por valor hay que entender
aquí el valor común o el valor de mercado” (DÍEZ-PICAZO, L. 1994, 117).

3.4.4.3. Frutos e intereses

El artículo 1303 Cc. parece imponer siempre, a quien por razón de nulidad
del contrato ha de devolver cosa fructífera, la restitución de los frutos
junto con la cosa. Pero, además de cierta imprecisión –ya que no se
indica qué frutos, los percibidos o los debidos percibir, son los abonables-
, la doctrina denunció desde la entrada en vigor del Código cierta
contradicción con el artículo 451, que atribuye al poseedor de buena fe
los frutos percibidos mientras no sea interrumpida legalmente la
posesión. Y es claro que quien recibió la cosa en virtud de contrato nulo
puede perfectamente ser poseedor a título de dueño –o en otro concepto
que igualmente le permita la apropiación de los frutos- y de buena fe.
Algunos autores pretendieron salvar la antinomia atribuyendo al artículo
1303 la regulación de las relaciones interpartes dirigidas a la restitución
de lo prestado en razón de contrato nulo, y circunscribiendo la aplicación
de los artículos 451 y 455 a los supuestos en que la restitución ha de
hacerla el poseedor a tercera persona ajena al acto de adquisición, es
decir, cuando el título del poseedor procede a non domino: SÁNCHEZ
ROMÁN, F. 1909, 443-444; GÓMEZ ACEBO, F. 1952, 208; MARTÍN
PÉREZ, A., 1958, 160; de otra opinión en 1993, 289.
Otros autores, por el contrario, mantienen la aplicación de los artículos
451 y 455 también cuando el título –nulo- procede a domino (DE
CASTRO, F., 1967, 484; PUIG BRUTAU, J. 1983, 119-120; DELGADO J.
1975, 559 y ss. cuyas opiniones, en lo fundamental, se siguen en
adelante.

La jurisprudencia es contradictoria [vid, también, LÓPEZ BELTRÁN DE


HEREDIA, C. 1995, 73, CARRASCO PERERA, “Restitución de provechos”,
en ADC 1987, pág. 1117]. A favor de la restitución de frutos, ex artículo
1303, pueden verse las sentencias de 9 febrero 1948, 8 octubre 1965 y 1
febrero 1974; en la línea de la sentencia de 10 de febrero 1970, las
sentencias de 17 febrero 1922, 27 octubre 1932, 14 junio 1976. Más
recientemente, la S. 26 julio 2000 afirma que el art. 1303 “puede resultar
insuficiente para resolver todos los problemas con traducción económica
derivados de la nulidad contractual, por lo que puede ser preciso acudir a
la aplicación de otras normas de carácter complementario, o supletorio, o
de observancia analógica, tales como los principios generales en materia
de incumplimiento (arts. 1101 y ss.) y los relativos a la liquidación del
estado posesorio (arts. 452 y ss.), sin perjuicio de tomar en
consideración también el principio general del derecho que veda el
enriquecimiento injusto”.
La buena doctrina –en nuestra opinión- está representada por la
sentencia de 10 febrero 1970, cuando dice que el artículo 1303 “hace
mención solamente de la restitución genérica de frutos y deja, como es
natural, la especificación de su alcance a los textos que regulan, según
los casos, dicha restitución, en atención a la buena o mala fe que haya
presidido la posesión del contratante restituyente de la cosa y sus frutos”.
Es decir, el artículo 1303 no contiene un precepto completo que imponga
la restitución de los frutos percibidos en todo caso, sino que se limita a
recordar que, en su caso, habrá que abonar frutos, los percibidos o los
debidos percibir, según los supuestos y de acuerdo con las normas
específicas que disciplinan esta materia. Esta interpretación se basa ante
todo en consideraciones sistemáticas y de coherencia del Ordenamiento.

a) En primer lugar, los artículos 451 y 455 del Código civil no son, como
en otros Derechos, una peculiaridad del ejercicio de la acción
reivindicatoria, sino que configuran el estatuto de todo poseedor,
independientemente de cómo comenzó a poseer y cómo se ve
desposeído. Si quien comenzó a poseer por propia autoridad –con buena
fe- hace suyos los frutos, no hay razón para que haya de restituirlos
quien recibió la posesión –siendo igualmente de buena fe- de quien ahora
se la reclama.

b) El accipiens indebiti de buena fe no ha de restituir frutos, mientras que


el de mala fe abona los percibidos o debidos percibir (art. 1896), es decir,
los que el “poseedor legítimo” hubiera podido percibir. El restituyente ex
artículo 1303 es un accipiens indebiti que cobró lo que nunca se debió, en
cualquier caso, no ha de sufrir, siendo de buena fe, peor tratamiento que
quien recibió lo que nunca se debió sin que mediara siquiera apariencia
de contrato con el solvens. La aplicación indiscriminada de la letra del
artículo 1303 implicaría admitir graves contradicciones de valoración
dentro del Código.

Téngase en cuenta que el Derecho romano, y las Partidas (5.14.37),


obligaban a restituir los frutos al accipiens de buena fe (vid. LACRUZ, J.
L. 1976, 509). El artículo 1303 armoniza con este criterio, y por ello
mismo ha de verse afectado por el cambio que al respecto se introduce
en nuestro Ordenamiento en 1888 (con antecedente en el Proyecto de
1851).

c) La explicación de la desafortunada dicción del artículo 1303 a este


respecto parece residir en una deficiente representación por el legislador
de la realidad por él disciplinada: se le ha escapado que el obligado a
restituir puede ser de buena fe. Olvido tanto más fácil, dado que el
legislador, en esta sede, se ocupa explícitamente, ante todo, de
supuestos de anulabilidad, en que casi siempre el contratante a quien se
pide restitución ha dado origen a la invalidez. Este olvido es evidente en
el artículo 1302, y se percibe igualmente en el artículo 1307. Hay así base
firme para apreciar una laguna oculta en el artículo 1303, que no se ha
ocupado de los contratantes de buena fe, ni ha precisado qué frutos han
de restituir los de mala: laguna que colmaremos con la aplicación de los
artículos 451, 455 y 1896.

En resumen, el contratante que ni conoció ni debió conocer la invalidez


del contrato hace suyos los frutos percibidos y nada ha de abonar en este
concepto; mientras que quien se encuentra en el caso contrario –mala fe-
ha de abonar los frutos percibidos y los que su contratante hubiera
podido percibir.
La misma distinción ha de hacerse para discriminar quién ha de abonar
intereses, cuando la prestación recibida sea dinero. El interés abonable,
en su caso, es el legal (así, S. 12 noviembre 1996, que considera
restituible el interés legal de la cantidad pagada desde el momento en
que efectivamente se pagó al vendedor que, dolosamente, ocultó que la
finca no podía transformarse en regadío, motivo determinante de la
celebración de la compraventa).
CARRASCO PERERA Á. (1987, 1.116-1.120) muestra su acuerdo de
principio con la aplicación de las reglas de liquidación posesoria, pues "no
se discute que el régimen posesorio resulte de congruente aplicación a las
resultas de la invalidez" (él mismo expone brillantemente cómo las
normas de liquidación posesoria se han convertido en el estatuto de todo
poseedor, de modo que "los arts. 451 y ss. Cc. constituyen el derecho
común de las liquidaciones posesorias en general"). Sin embargo, hace
una importante excepción para el caso de que estemos ante un contrato
sinalagmático, pues "no se compadece con la idea de sinalagma que el
accipiens acreedor (de "buena fe") retenga los frutos e intereses mientras
que el accipiens deudor (de "mala fe") restituya unos y otros; si así
fuera, el acreedor acumularía inadmisiblemente el interés positivo de
cumplimiento (retendrá el fruto o el interés) y el interés negativo de
resolución (recuperará los frutos de la cosa comprada o los intereses de la
cantidad entregada)". Pero la premisa para esta crítica no nos parece que
haya de compartirse, pues supone aplicar a las consecuencias de la
nulidad los criterios valorativos procedentes del contrato declarado nulo y
que, por tanto, el Derecho considera irrelevantes. La regla contractual no
ha de aplicarse cuando el contrato es nulo. No hay sinalagma contractual
sin contrato válido.

3.4.4.4. Gastos y mejoras

También sobre cuestiones distintas del pago de frutos el Tribunal


Supremo entiende aplicables las normas de la posesión en la liquidación
de la situación procedente del contrato nulo.
- Así la sentencia de 6 de octubre 1994 reserva a una de las partes los
“derechos que tenga como poseedora de buena fe”, en relación con las
edificaciones levantadas sobre la finca que ha de restituir. En la de 15 de
junio 1994 hace referencia a las mejoras introducidas en la cosa cuyo
pago tendría derecho como poseedora de buena fe, pero el Tribunal
entiende que para exigir estas consecuencias hubiera sido necesaria la
reconvención.
- La S. 28 noviembre 1998, previa declaración en otro proceso de nulidad
de contrato por simulación, con condena a restituir, resuelve el proceso
que después inicia el vencido en el primer pleito con el propósito de
recuperar gastos efectuados en la finca. Advierte la sentencia que la
declaración de nulidad de los contratos no conlleva la declaración de mala
fe, que es necesario probar para destruir la presunción legal de buena fe.
El Supremo considera la buena fe como un efecto positivo de la sentencia
dictada en el proceso anterior, que no aplicó el 455 Cc., y consideró la
buena fe del obligado a restituir la finca pues, solicitada en la demanda la
restitución de los frutos desde la fecha de ocupación de la finca, la
condena fue sólo a restituir los frutos producidos y por producir desde la
firmeza de la sentencia, fecha en que se entiende queda interrumpida la
buena fe del poseedor. En el caso, por aplicación del art. 453.1º Cc. se
condena a abonar los gastos necesarios hechos en la finca (actualizados
según los índices de precios al consumo) así como los gastos útiles
(consistentes en el establecimiento de riego por goteo) que, conforme al
art. 453.2º Cc. sólo se abonan al poseedor de buena fe.
- La S. 26 julio 2000 no considera aplicable los arts. 454 y 455 porque
dichos preceptos se refieren a las mejoras de puro lujo o mero recreo
(que no se efectuaron), y al poseedor de mala fe, y en el caso los
compradores no eran de mala fe, al ser imputable la causa de la nulidad
únicamente al constructor vendedor, que propició el error invalidante del
consentimiento en aquéllos (acerca de la posibilidad de segregar la
parcela edificada). De esta manera se confirma la sentencia de instancia
en lo que se refiere a la condena al vendedor a abonar, además del
precio pagado, los gastos de ampliación y utilidades que se fijaron como
condición del contrato.

3.4.4.5. Restitución de cosa perdida o enajenada

3.4.4.5.1. El art. 1307 Cc. (y relación con otros)

Conforme al art. 1307 Cc.: “Siempre que el obligado por la declaración de


nulidad a la devolución de la cosa, no pueda devolverla por haberse
perdido, deberá restituir los frutos percibidos y el valor que tenía la cosa
cuando se perdió, con los intereses desde la misma fecha”. El precepto
coincide, con ligeras variantes terminológicas y de puntuación, con el
artículo 1.320 del Anteproyecto 1882-88 y el 1194 del Proyecto de 1851,
para el que GARCÍA GOYENA no señala ningún antecedente ni
concordancia.
Este precepto, que apenas ha suscitado la atención de los civilistas hasta
tiempos recientes -verosímilmente por carecer de precedentes y
concordancias en otros Códigos-, presenta importantes aspectos oscuros
y resulta difícil fijar con exactitud su lugar en un planteamiento
sistemático de las consecuencias de la invalidez.
En primer término, se ofrece la duda sobre los sujetos a que se aplica, si
a ambos contratantes obligados recíprocamente a la restitución de cosa y
precio o sólo a aquél contra quien se ejercita la acción, es decir,
tratándose de anulabilidad, aquél que no está legitimado para hacerla
valer. Los términos literales permiten ambas interpretaciones, porque
"obligado por la declaración de nulidad a la devolución de la cosa" lo está
tanto quien reclama la nulidad como quien se opone a ella (artículos
1.303 y 1.308). Ahora bien, la presencia del artículo 1.314, que, referido
a quienes pudieron ejercitar la acción de nulidad, señala consecuencias
distintas para el caso de pérdida de la cosa, obliga a reconocer a cada
uno de ellos un ámbito específico.
Como dice Manresa, "cuando tiene aplicación el artículo 1.314 deja de
tenerla el 1.307" (MANRESA Y NAVARRO, J. M. 1907, 792).
Admitimos, de este modo, que el artículo 1.307 recibe aplicación tan sólo
respecto de la parte contra la que se invoca la invalidez. Hay que tener
en cuenta, de todos modos, que el alcance del art. 1314 es también
dudoso y discutido (sobre él volvemos en 3.4.6, “Negación de la
repetición a quien perdió culpablemente lo recibido a cambio”).
También para LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. (1995, 112), el art. 1.307
se aplicará "siempre y cuando no deba entrar en juego el art. 1.314",
pero interpreta uno y otro de forma algo distinta a la aquí propuesta, de
modo que, en su opinión, el art. 1.307 es el aplicable en todos los casos
de nulidad, tanto respecto de quien solicita su declaración como respecto
de la otra parte contratante; y en los casos de anulabilidad respecto del
contratante no legitimado para impugnar y del legitimado si perdió la cosa
por caso fortuito.
En principio, el artículo 1.307 se refiere tanto a supuestos de anulabilidad
como de nulidad de pleno derecho (en el mismo sentido, LÓPEZ BELTRÁN
DE HEREDIA, C. 1995, 112 y 118) y, aunque se presenta como una
excepción o salvedad a la obligación de restitución recíproca, creemos
que es el aplicable también cuando es un tercero ajeno al contrato nulo o
anulable el que pide la restitución (aunque él nada haya de entregar a
cambio). Sería el caso, en el ámbito de la anulabilidad, de quien no pueda
restituir la cosa que recibió del cónyuge del ahora actor, cuyo
consentimiento para la enajenación fue omitido.
Por el contrario, no es el aplicable a la situación de los terceros
poseedores que adquirieron de quien a su vez adquirió mediante contrato
inválido. No están estos terceros obligados a la devolución de la cosa "por
la declaración de nulidad", ni se ejercita contra ellos la acción personal
del artículo 1.303 sino la acción reivindicatoria, por lo que no responderán
sino en cuanto poseedores (de buena o mala fe).
Parece que esta es también la opinión de LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA,
C. (1995, 124). Acaso hay errata en la frase "supuestos en que la
restitución sea exigida por tercera persona ajena al acto de adquisición
nulo, es decir, cuando el título del poseedor proceda a non domino", pues
creemos que debería decir "exigida a tercera persona".

3.4.4.5.2. Pérdida de la cosa

La cuestión más importante que plantea el precepto es si ha de


entenderse aplicable también a la pérdida ocurrida por caso fortuito o
fuerza mayor, o si solamente cuando media culpa o negligencia del
obligado (o "hecho propio", como luego se dirá). Ha parecido contrario a
los principios que la pérdida de la cosa debida por caso fortuito -y no
estando el deudor en mora ni comprometido a entregar la misma cosa a
dos personas distintas- obligue a pagar su equivalente íntegro.
En este sentido Manresa ha traído a colación el artículo 1.105, según el
cual nadie responde del caso fortuito "fuera de los casos expresamente
mencionados en la ley", mención que no es, en su opinión, la del artículo
1.307, por las dudas que sugiere (MANRESA Y NAVARRO, J. M. 1907,
794-796). En definitiva, según este punto de vista, se aplicarían aquí
plenamente las reglas sobre extinción o perpetuación de obligación
consistente en entrega de cosa determinada.
No compartimos esta opinión. De ser así, sobraría el artículo 1307,
reducido a un recordatorio inútil y de redacción deficiente. Sus términos
absolutos, la palabra siempre con que comienza y la razonable
consideración de que, admitiendo diversos sentidos, ha de entenderse en
el más adecuado para que produzca efecto, llevan a pensar que la
situación regulada es precisamente la de pérdida por caso fortuito.
Los comentarios de GARCÍA GOYENA sobre el Proyecto de 1851 -en el
que aparece ex novo este precepto- confirman esta interpretación, a la
vez que ayudan a señalar su ratio y, consiguientemente, los límites de su
aplicación. En aquel Proyecto, el artículo 1.194 (=1.307 Cc.) estaba
limitado por el 1.188 (antecedente lejano del 1.314 Cc.), según el cual la
pérdida de la cosa no excluía la reclamación de nulidad cuando ésta
procedía de incapacidad, o de vicio de consentimiento; mientras que
cesaba el recurso o remedio de la nulidad "en los demás casos" si la cosa
se hubiere perdido en poder del reclamante y también "si se hubiere
perdido en poder de aquel contra quien se reclama sin culpa o estando
constituido en mora". De las explicaciones de GARCÍA GOYENA
(Concordancias, a los artículos 1.188 y 1.194), parece claro que se
concede importancia decisiva (a los efectos de la extinción de la
obligación de restituir), al hecho de que el demandado hubiere obrado o
no de buena fe al concluir el contrato. La restitución por equivalente (más
frutos e intereses) de la cosa perdida aun fortuitamente mira a proteger
los intereses del demandante bajo el supuesto de que es inocente (no
causó ni conoció la invalidez del contrato) y de que frente a él se alza un
contratante deshonesto que trató de aprovecharse de su incapacidad o
sorprender su buena fe. Por eso mismo quien contrató con incapaz (aun
ignorándolo, según GARCÍA GOYENA: qui cum alio contrahit vel est vel
debet esse non ignarus condicionis eius), o quien utilizó la violencia o el
dolo o indujo al error no se eximen de restituir aunque la pérdida de la
cosa por ellos recibida se deba a caso fortuito; mientras que nada puede
pedirse a quien, siendo de buena fe al contratar (es decir, desconocedor
del vicio del contrato a pesar de su razonable diligencia) ha perdido la
cosa recibida sin culpa y sin estar constituido en mora.

Este régimen armoniza a la perfección con el que el legislador prevé para


el cobro de lo indebido. Como se sabe, el accipiens de mala fe presta el
caso fortuito, salvo “cuando hubiere podido afectar del mismo modo a las
cosas hallándose en poder del que las entregó" (art. 1896), mientras que
la responsabilidad del de buena fe se limita a aquello en que se hubiese
enriquecido. Ya hemos dicho cómo, quien realiza una prestación en
atención a un contrato inválido está realizando propiamente un pago
indebido (vid. 3.4.2.2, “El artículo 1.303 en el "Derecho de restitución"”),
por lo que parece satisfactorio el resultado alcanzado en la interpretación
del artículo 1.307, al coincidir con lo dispuesto para el pago de lo
indebido aceptado de mala fe (vid. también artículo 1.185).
El régimen del artículo 1.307 coincide, por tanto, con el del cobro de lo
indebido de mala fe; mala fe que el legislador presupone que tiene
siempre al concluir el contrato el contratante vencido luego en juicio
sobre nulidad. Esta suposición (implícita también en el art. 1302: vid.
2.2.1 “Quiénes pueden impugnar” y 3.4.4.3 “Frutos e intereses”) es
inexacta, pues cabe que alguien contrate con incapaz ignorando sin culpa
esta circunstancia; o que contrate con quien sufrió error que él no indujo,
o con quien sufrió violencia de un tercero; o, en la nulidad absoluta,
ignorando sin culpa la infracción determinante de la nulidad. Estos casos
constituirían laguna oculta en el art. 1307, en cuanto que éste no
establece una excepción que, de acuerdo con las valoraciones latentes en
el Ordenamiento, sería necesaria. Laguna que se colmaría aplicando la
regla correspondiente al accipiens indebiti de buena fe (art. 1897), que
sólo responde en cuanto se hubiese enriquecido.

La doctrina ha intentado, en los últimos años, otras explicaciones para


este precepto cuyo sentido, ciertamente, no es claro, en particular por la
dificultad de relacionarlo armónicamente con otros muchos en que el
Código sienta otras reglas de responsabilidad para quien ha de restituir
una cosa.
Para Carrasco Perera, este artículo 1.307 es uno de los supuestos de
pérdida del bien restituible en que el Código impone que "la restitución
alcanza al valor del mismo, con independencia de la culpa o negligencia",
por lo que habrá que estar a esta norma y "la diligencia del deudor se
hace irrevelante. Tratando conjuntamente este supuesto y el del art. 645,
afirma que "aquí no se ha querido excluir caso alguno, a diferencia, por
ejemplo, del art. 1.122. En caso contrario, la regla sobraría". En
consecuencia, estima que "ni el artículo 645 ni el 1.307 son normas de
responsabilidad, sino de atribución de riesgos, de la misma forma que
comúnmente se entiende que el acreedor ha de soportar el riesgo cuando
el deudor pierde fortuitamente la cosa debida" (CARRASCO PERERA, Á.
1988, 20).
Este planteamiento, por lo que se refiere al artículo 1.307, coincide con lo
aquí expuesto. Carrasco no aborda la posible armonización de esta regla
con la correspondiente al cobro de lo indebido. Sí se pregunta por su
relación con la regla del art. 457, que exime de responder al poseedor de
buena fe del deterioro o pérdida de la cosa poseída; exención de
responsabilidad por culpa que deriva "del sólo hecho de que el obligado a
restituir desconoce su propia condición de obligado". En su opinión, como
he dicho, en el supuesto del art. 1.307 ha de soportar incluso el caso
fortuito que produce la pérdida, pero -añade- "la cuestión es más dudosa
cuando se trata de deterioros. ¿Responderá por culpa el adquirente de
buena fe cuyo título se anula por la existencia de un defecto de
consentimiento de su cocontratante?". Nótese que el supuesto no está
contemplado en la letra del art. 1.307, por lo que la laguna no es una
"laguna oculta" como la que antes he advertido, sino, por el contrario,
aplicar aquí el art. 1.307 supone una interpretación extensiva. Pues bien,
para Carrasco, habrá de responder este obligado a restitución "aun si los
deterioros fueron ocasionados por caso, ya que a su vez el cocontratante
que ejercita la nulidad tendrá que devolverle a él todo el precio recibido".
La premisa -que Carrasco explicita en otros lugares, y que a nosotros nos
parece cuestionable- es que el sinalagma contractual ha de operar, a los
efectos de la distribución del riesgo, también en el contrato nulo, de
modo que, para este autor, esta sería la ratio del art. 1.307, por lo que
éste se aplicaría en todo caso (prescindiendo de la buena o mala fe de las
partes) e incluso más allá de su letra, para acoger los supuestos de
deterioro (CARRASCO PERERA, Á. 1987, 1120).

Por su parte, López Beltrán de Heredia dedica especial atención a la


pérdida de la cosa que se ha de restituir como consecuencia de la
declaración de la nulidad del contrato, señalando muchos aspectos
dudosos en la interpretación de los artículos 1.307 y 1.314 Cc. Tras
exponer resumidamente la opinión mantenida por Delgado Echeverría en
la primera edición de los Comentarios a los arts. 1303-1314 publicados
en Edersa, propone "una versión distinta", en cuyo desarrollo se
muestran tanto coincidencias cuanto discrepancias (LÓPEZ BELTRÁN DE
HEREDIA, C. 1995, 108-145).
Son acertadas sus observaciones -con apoyo en Badosa- sobre el "hecho
propio" que, sin entrañar negligencia, sin embargo perpetúa la obligación
de restituir, que tendrá ahora como objeto el valor de la cosa perdida.
Para cuando la pérdida sea fortuita, obligar a la restitución del valor con
independencia de la buena o mala fe del receptor de la cosa le parece
una conclusión que "puede ser injusta" y de alguna manera contradictoria
con el sistema y, en particular, con el art. 1.105, por lo que acepta, en
principio, la aplicación analógica del art. 1.897, de modo que el accipiens
de buena fe sólo responderá en la medida del enriquecimiento. Hace la
salvedad de los supuestos en que, de acuerdo con el contrato nulo,
habría de restituirse la cosa (v. gr. comodato), pues el poseedor, que
conoce su obligación de restituir, tiene deber de diligencia respecto de la
cosa valorado de acuerdo con el contrato nulo, pues éste es el que señala
el concepto en que posee (el mismo sentido, CARRASCO PERERA, Á.
1988, 24). Otra salvedad es que la aplicación del art. 1.897 le parece
adecuada cuando la obligación de restitución sea unilateral, pero no
cuando el contrato, de haber sido válido, hubiera producido obligaciones
sinalagmáticas, pues "no siempre será justo que el comprador restituya
en la medida de su enriquecimiento y el vendedor devuelva la totalidad
del precio". En definitiva, para este supuesto, si ambos son de buena fe,
cabe pensar en la "rigurosa aplicación del art. 1.307, que no excepciona
la pérdida fortuita o, cuando menos, en moderar también la obligación de
restitución del otro, limitada a la medida de su propio enriquecimiento".

En nuestra opinión, estas distinciones en la aplicación del art. 1.307 no


mejoran la interpretación del mismo. En cualquier caso, ponen de nuevo
de manifiesto la dificultad de llegar a resultados seguros y la necesidad
de coordinar -la cuestión es cómo- este precepto (en general, la
obligación de restituir consiguiente a la nulidad) con los relativos a la
posesión y al cobro de lo indebido.

3.4.4.5.3. Enajenación de la cosa recibida

3.4.4.5.3.1. Enajenación de la cosa y restitución

Merece atención especial el problema de si la obligación de restituir


encuentra algún límite cuando la cosa ha pasado a manos de un tercero
que la ha adquirido de quien intervino en el contrato impugnado y
declarado nulo. Un enfoque correcto de este caso debe partir, en nuestra
opinión, de las siguientes premisas:
- En primer lugar, y como ya hemos dicho, la obligación de restituir
prevista en el art. 1303 es una acción personal, que sólo puede
ejercitarse con éxito frente al contratante que recibió la prestación, pero
no contra un tercero. Los arts. 1303 y 1308 no sólo señalan como sujeto
pasivo de la acción de restitución al otro contratante, sino que imponen al
actor, en régimen de reciprocidad, una obligación de restituir lo que
recibió que sólo tiene sentido frente a aquél.
Sólo en el caso del ejercicio de la acción civil en el proceso penal, y como
excepción, el art. 111 Cp. permite obtener la restitución de terceros,
aunque no hayan intervenido en el contrato que se declara nulo, y sin los
requisitos de la acción reivindicatoria (sobre esta restitución en el proceso
penal vid. 3.5).
- En segundo lugar, debe considerarse errónea la doctrina que se refiere
a la "cadena de nulidades" o "arrastre de nulidad" que resultaría de la
supuesta propagación de la nulidad del contrato nulo a todos los
contratos sucesivos celebrados por quien adquirió de manera nula y los
posteriores adquirentes. Por el contrario, y frente lo que a veces suele
considerarse de manera implícita, debe entenderse que el contrato
celebrado por quien adquirió de manera inválida no es a su vez, por ese
solo motivo, inválido.
A veces casi parece un exceso verbal, o en todo caso para decir que esa
supuesta regla tiene excepciones cuando la cosa es irreivindicable, pero lo
cierto es que se encuentran afirmaciones de este estilo en la doctrina: en
GARCÍA GARCIA, J. M. 1999, 531; LÓPEZ-BELTRÁN DE HEREDIA, C.
1997, 128: “La declaración de nulidad de un contrato puede afectar a
terceros de buena fe que no intervinieron en el mismo, pues la nulidad de
un negocio primitivo puede arrastrar la nulidad en cadena de
titularidades, nuevos negocios, transmisión de derechos, obligaciones ... o
bien impedir la adquisición de la propiedad por parte de un tercero, por
no ser dueño el transmitente de la cosa transmitida”, pero en otros
lugares da por supuesto que no es nula la venta celebrada por quien
adquirió de manera inválida; ALBIEZ DOHRMANN, K. J. 1994, 73:
“Estamos ante un problema de los efectos que tiene un contrato ineficaz
sobre las titularidades reales que originó. Sólo cuando no existen normas
de protección o faltan los presupuestos para que el Ordenamiento jurídico
dispense su protección a los terceros adquirentes, la repercusión de la
nulidad adquiere plena relevancia. La nulidad puede en estos casos,
arrastrar a los demás contratos de manera que el último también carezca
de una causa de atribución patrimonial, debiendo tener entonces los
efectos restitutorios en cadena propios de toda nulidad”.
El problema al que se está haciendo referencia, entonces, es el de la
suerte de las adquisiciones efectuadas por terceros. El Código español no
contiene norma específica al respecto. Una desafortunada norma que
acaso pretende la protección de terceros respecto de un previo contrato
anulable contiene el artículo 1.320, para el caso de la venta de la
vivienda habitual. No parece posible razonar, a partir de ella, sobre cómo
serían las cosas en su ausencia. El artículo 1.335 -asimismo desde la
reforma de 13 mayo 1981- indica que "las consecuencias de la anulación"
de las capitulaciones matrimoniales "no perjudicarán a terceros de buena
fe". Aunque también la interpretación encuentra puntos oscuros (por
ejemplo, ¿consagra una disciplina distinta para la anulabilidad y otra para
la nulidad?), parece que podemos considerarlo como una excepción a la
regla según la cual la nulidad o anulabilidad habría de perjudicar también
a los terceros, aun de buena fe (vid. CABANILLAS SÁNCHEZ, A. 1991,
614).
En otros Ordenamientos sí existe una regla expresa: así, el Código civil
argentino, que se ocupa con detalle de los efectos de la nulidad, disponía
en su art. 1.051: "Todos los derechos reales o personales transmitidos a
terceros sobre un inmueble por una persona que ha llegado a ser
propietario en virtud del acto anulado, quedan sin ningún valor, y pueden
ser reclamados directamente del poseedor actual". En 1968, la Ley
17.711 ordenó la derogación de este artículo, para reemplazarlo por un
nuevo texto que coincide literalmente con el derogado excepto que se le
añade ahora lo siguiente: "salvo los derechos de los terceros adquirentes
de buena fe a título oneroso, sea el acto nulo o anulable". La doctrina de
aquel país ha tratado profusamente del alcance del precepto y, en
general, de las consecuencias de la nulidad y anulabilidad frente a los
terceros, antes y después de la reforma (vid. LLOVERAS DE RESK, M. E.,
1985, 355-514).
Sí hay reglas expresas para casos parcialmente semejantes en el ámbito
de la rescisión (art. 1.295.II) y del pago de lo indebido (art. 1.897 i. f.),
que excluyen, con técnica y matices diferentes, que el actor recupere la
cosa de manos del subadquirente de buena fe. La cuestión es si estas
reglas pueden aplicarse, por analogía, al ámbito de la restitución derivada
de la ineficacia del contrato.
En particular, si Primus vendió y entregó la cosa a Secundus (siendo la
venta inválida) y Secundus (adquirente) la vendió y entregó a Tertius
(subadquirente), ¿ha adquirido Tertius eficazmente? ¿Puede reclamar la
cosa Primus a Tertius? En nuestra opinión, lo que ocurre es que el
subadquirente recibió la cosa de un no propietario y, por tanto, sin
eficacia traslativa de la propiedad; su título es válido pero ineficaz para
transmitir el dominio. En consecuencia, el propietario podrá reivindicar,
salvo que Tertius haya usucapido (usucapión ordinaria, ya que el hecho
de que el título de adquisición de su transmitente fuera inválido no
invalida su título) o esté protegido por el Registro o por el art. 464 Cc. El
propietario podrá reivindicar aunque Tertius sea de buena fe si no se
cumplen los requisitos previstos en nuestro Ordenamiento para que
adquiera a non domino de manera irreivindicable.
Sostener esta tesis implica rechazar que sea aplicable en el ámbito de los
contratos inválidos el criterio que el Código establece para la rescisión
(art. 1295.II). En cuanto al artículo 1.295 -al que se remite el art. 1.124
en tema de resolución, lo que tiende a convertirlo en la regla general
para los casos de ineficacia sobrevenida- hay que pensar que su ratio
pende de la calificación de válido que corresponde al contrato rescindible
(art. 1.290) o resuelto. Por ello, el subadquirente lo es de un verdadero
propietario que podía disponer de la cosa, transmitiéndola con plena
eficacia: salvo que el subadquirente hubiese procedido de mala fe -es
decir, conociendo la causa de rescisión del contrato por el que adquirió su
causante- y, acaso, cuando la segunda adquisición sea a título gratuito. Si
esto es así, no procede la aplicación analógica al supuesto de invalidez,
precisamente porque en éste el subadquirente recibe de manos de un no
propietario (adquirente por título inválido).
Es más bien el argumento a contrario el pertinente. Así DE CASTRO, F.
1967, 508; DÍEZ-PICAZO, L. 1994, 116. Por el contrario, MELON
INFANTE, C. (1957, 92) considera acertada la aplicación analógica del
artículo 1.295 al caso de invalidez, si bien acaba calificándola de
innecesaria, mientras que, con cierta incoherencia, propone una disciplina
distinta de la que resultaría de la aplicación de aquel artículo.
Veamos ahora cómo se plantea la cuestión respecto del cobro de lo
indebido. El adquirente a título oneroso -acaso, sólo si él también obra de
buena fe- de quien recibió de buena fe lo que no se le debía, no puede
quedar afectado por la acción del solvens.
Para algunos, el pago de lo indebido transmite la propiedad de la cosa
pagada, por lo que el accipiens puede disponer con plena eficacia de lo
recibido. Para otros, porque, a pesar de no adquirir la propiedad el
accipiens indebiti, ni estar legitimado para comunicarla a terceros, del
artículo 1.897 i. f. deriva que, excepcionalmente, "la enajenación a título
oneroso, por el accipiens indebiti, del objeto pagado, comunica al tercer
adquirente, siendo ambos de buena fe, el dominio del mismo" (LACRUZ,
J. L. 1976, 513 -ahora 1992, 339-, donde argumenta convincentemente
esta opinión. El mismo autor, 1976, 503 –y 1992, 330- y antes más
ampliamente, en 1957 -1992, 343 y ss.- demostró cómo el pago de lo
indebido no transfiere al accipiens, en nuestro Derecho, la propiedad de la
cosa entregada, por falta de justa causa. Puede verse el estado de la
doctrina en BALLARIN HERNANDEZ, R. 1991, 1.961-62).
Entendemos que no hay obstáculo para la aplicación de esta norma al
caso que nos ocupa -si admitimos, como parece correcto, que la datio
indebiti no transmite al accipiens la propiedad de lo entregado-, ya que
quien recibe lo pactado en virtud de contrato inválido recibe en rigor lo no
debido, siendo la acción del artículo 1.303 una configuración peculiar de
la condictio indebiti (vid. 3.4.2). Ahora bien, con ello tenemos solamente
un criterio para el caso, excepcional, en que el contratante a quien se
pide restitución por ser inválido el contrato sea de buena fe, es decir,
desconocedor de la causa de invalidez. El criterio general, en
consecuencia, es el antes indicado: los posteriores adquirentes lo son de
quien no es propietario (por ser su título inválido), y el propietario que
dispuso inválidamente de la cosa podrá recuperarla de manos de los
terceros.
Díez-Picazo, parece adherirse a esta tesis cuando dice que las de la
condictio indebiti “en opinión de un importante sector doctrinal, al que
creo que hay que unirse, son las reglas que resuelven también los
problemas relativos a las atribuciones patrimoniales realizadas solvendi
causa, cuando no existe la obligación” (DÍEZ-PICAZO, L. 1994, 116).
Esto es algo que no parece haber puesto nunca en duda el Tribunal
Supremo (para lo que cita a veces los brocardos nemo plus iuris… y
resoluto iure dantis…).
Vid., con doctrina general y citas de otras anteriores, las Ss. 22 abril
1994 -nulidad de subasta por falta de notificación a los interesados y
buena fe del adjudicatario, que es insuficiente para que sea protegido, y
la S. deja a salvo la posible acción de responsabilidad que pueda
corresponderle contra la Administración causante de la nulidad- y 24
octubre 1994 -que, en efecto, declara que la codemandada no es tercera
protegida por el art. 34, contra lo declarado por la Audiencia, cuya
sentencia, tras declarar la nulidad, rechazó la restitución, el TS. casa, al
entender que en el caso la codemandada no adquirió de persona que
aparezca en el Registro con facultad para transmitir; pero es muy
significativo que, además, en otros fundamentos, el TS. tiene en cuenta
también que el contrato de cesión de bienes celebrado entre la
codemandada y el otro demandado había sido declarado nulo por la
Audiencia, presumiblemente basándose en la idea, que aquí hemos
calificado como errónea, de la "cadena de nulidades", porque el
transmitente, también demandado, carecía de la facultad de disposición,
al ser declarada nula la institución de heredero y consiguiente aceptación
en su favor en la medida en que perjudicara la legítima de la
demandante-.
En la jurisprudencia, el convencimiento de que la nulidad de un contrato
se puede hacer valer contra cualesquiera terceros posteriores adquirentes
de la cosa es tan firme que llegan a plantearse dudas sobre si el tercero
hipotecario (cumplidos todos los requisitos del art. 34 Lh.) será siempre
mantenido en su adquisición.
La S. 10 febrero 1983 recuerda la doctrina jurisprudencial según la cual el
tercero del art. 34 Lh. "queda a cubierto de todo ataque, no obstante y a
pesar de que se declarase nulo o inexistente el acto por el que adquirió
quien figurase como titular registral"; pero añade "aunque pudiera ser
revisable esta rigurosa doctrina, sobre todo en supuestos de actos o
contratos celebrados con manifiesta oposición a la ley imperativa (art. 6º,
3 Cc.), porque el Registro tampoco puede sanar actos de flagrante
ilegalidad, su aplicación es clara ante los negocios anulables siempre que
su posible invalidez no resulte del propio registro".
En realidad, como bien dice García García, este tipo de declaraciones
jurisprudenciales sólo se explican por la mala comprensión del sentido del
art. 33 Lh. y de su relación con el art. 34 Lh. (GARCÍA GARCÍA, J. M.,
1999, 392).
Por otra parte si, de acuerdo con el Código Penal (art. 111), no ha de
restituir el tercero que adquirió la cosa de manos del delincuente cuando
tal adquisición se produjo "en la forma y con los requisitos establecidos
por las leyes para hacerla irreivindicable" (supuestos en los que, sin duda,
se incluye el juego del registro de la propiedad, junto con la usucapión),
no parece que haya de restituir quien la recibió de quien a su vez la
obtuvo mediante contrato contrario a las leyes pero no delictivo. Sólo
indirectamente, en cuanto pudiera incidir sobre la buena fe, parece que la
"flagrante ilegalidad" del título del transmitente podría llegar a impedir la
adquisición del tercero registral. Por otra parte, la exigencia del art. 34
Lh., para dispensar su protección, de que la causa de resolución o nulidad
no conste en el Registro debe entenderse en el sentido de que tal causa
tenga un reflejo registral adecuado, bien mediante anotación de demanda
o por tratarse de una causa publicada en el mismo asiento (GARCÍA
GARCÍA, J. M. 1999, 462), lo que si bien puede suceder en los casos de
resolución (pacto de condición resolutoria) nos parece difícil que suceda
en los casos de nulidad.
La protección del art. 34 Lh. al tercero hipotecario, que requiere título
válido, tiene lugar tanto cuando adquirió de quien adquirió con nulidad
absoluta como cuando el negocio antecedente es anulable. Si es anulable
el negocio por el que adquiere el tercero, transcurridos los plazos de
impugnación o producida la confirmación, el art. 34 surte todos sus
efectos, aunque ese negocio antecedente pudiera ser impugnado todavía
(vid. GARCÍA GARCÍA, J. M. 1999, 445; LACRUZ, J. L. 2001 III bis, 183).
En definitiva, por tanto, la buena fe del tercero adquirente no le protege
frente a la reivindicación, sino tan sólo, tratándose de inmuebles, el juego
de la fe pública registral y, si de muebles, el art. 464 Cc. y concordantes -
art. 85 Ccom., art. 65 LOCM- (o, en ambos casos, la usucapión, que
puede ser ordinaria). Son los mismos límites que para la restitución de la
cosa objeto de delito prevé el artículo 111 Cp., al disponer que procede
aunque el tercero la haya adquirido por un medio legal, salvo el caso en
que “el tercero haya adquirido la cosa en la forma y con los requisitos
establecidos por las leyes para hacerla irreivindicable”.
Un caso que requiere atención especial es el del adquirente del quebrado.
Dada esta regulación del Código penal, aun resulta más chocante la
doctrina que la Sala 1ª, con anterioridad a la Ley 22/2003, de 9 de julio,
Concursal, había venido manteniendo para el caso de la "nulidad radical"
de los actos del quebrado en el periodo de retroacción de la quiebra
conforme a la cual ningún tercero, ni siquiera los que reúnen los
requisitos del art. 34 Lh., pueden oponerse eficazmente a la restitución
exigida por los Síndicos de la quiebra
Vid. DELGADO, J. 1993, 2489 y ss.; GARCÍA GARCÍA, J. M., 1999, 406 y
542; MARTÍNEZ VELENCOSO, L. M. 2002, 179 y ss.; ABRIL CAMPOY, J.
M. 1996, 111 y ss.
En el aspecto concreto que nos ocupa, la S. de 20 septiembre 1993
señaló explícitamente un giro o evolución en la interpretación del art.
878-2 Ccom. y recordó que un sector de la doctrina científica y de la
jurisprudencial encuentraba excesivamente rigurosa la interpretación más
radical del precepto (habitual en la jurisprudencia). En definitiva, en un
caso en que en la instancia se había declarado que determinada
enajenación de inmueble por la sociedad luego en quiebra no fue
perjudicial para la masa de acreedores, la Sentencia mantuvo en su
adquisición al tercero inscrito, con la declaración de que "es evidente
asimismo que el art. 34 Lh. -Ley posterior al Código de comercio (años
1.946 a 1.885)- tiene una virtualidad que no es dable desconocer, cuando
como en el presente caso la sentencia recurrida sienta el hecho probado y
no desvirtuado de que el negocio jurídico de enajenación no fue
perjudicial para la masa de acreedores en que subyace una declaración
de buena fe". Esta rectificación de su línea anterior por el Tribunal
Supremo (rectificación consciente, con apelación a la "realidad social" y al
principio constitucional de seguridad jurídica, art. 9 CE) no fue seguida en
sentencias posteriores. La de 11 noviembre 1993 vuelve a reproducir las
declaraciones generales más radicales e insostenibles: "No es posible
negar que el párrafo segundo del artículo 878 del texto mercantil sanciona
el principio de la retroacción absoluta, sin que la declaración de nulidad
que establece venga paliada por ningún criterio relativista, y semejante
nulidad es absoluta o de pleno derecho, tanto desde el punto de vista
subjetivo, frente a todos, como objetivo, afecta a la totalidad de los actos
de dominio y administración del deudor, haciendo volver a la masa de la
quiebra, ipso iure, aquellos bienes que salieron del patrimonio de aquel
como consecuencia de esos actos nulos, cuya nota de nulidad radical
constituye doctrina consolidada de la Sala", citando a continuación, en
efecto, numerosas sentencias -no la del 20 de septiembre inmediato-;
vid. también Ss. 20 octubre 1994 y 16 marzo 1995; la S. 28 octubre
1996 considera que el art. 34 protege al subadquirente, pero no al
adquirente directo del quebrado.
La Ley concursal de 2003 cambia este planteamiento: al regular la ación
de reintegración prevé una acción rescisoria de los actos perjudiciales
para la masa, y se ocupa expresamente de la situación de los terceros
que hayan adquirido de buena fe, de forma irreivindicable o gocen de la
protección registral (arts. 71 a 73). Como advertía en relación con el
Proyecto de ley GORDILLO, A. (2003, 432), los subadquirentes de buena
fe quedan a salvo de las acciones de reintegración pero, en cambio, si
bien la Ley no da respuesta expresa a la cuestión, de la misma resulta
que los efectos de la rescisión sí llegan a quien de buena fe contrató con
el concursado.

3.4.4.5.3.2. Aplicación del art. 1.307 Cc. cuando la cosa es irreivindicable

Para los casos en que la adquisición del tercero es irreivindicable, y el


antiguo propietario no pueda recuperar la cosa, la doctrina se plantea si
es aplicable el art. 1307, que literalmente sólo se refiere a la pérdida y,
de hecho, no menciona a posibles terceros que tengan la cosa en su
poder, sino a aquél contratante contra el que se ha ejercido la acción de
nulidad o anulabilidad y tiene que restituir, pero “no puede devolverla por
haberla perdido”. Es dudoso que el art. 1307 pretenda regular también el
caso de enajenación de la cosa recibida, a la par que el de pérdida de la
misma, pero el hecho de que ningún otro precepto atienda
específicamente a esta cuestión inclina a incluir en la pérdida de la cosa
también la que puede llamarse “pérdida jurídica” que puede operarse
mediante acto de disposición de quien la recibió en virtud del contrato
nulo. En estos supuestos específicos de protección a determinados
terceros subadquirentes de buena fe, así como en todos los que, por
cualquier razón, la cosa resulta irreivindicable (usucapión, pérdida de
individualidad de la cosa por accesión, confusión o especificación), quien
entregó la cosa en virtud del contrato inválido no puede recuperarla. La
situación de intereses es equivalente a la de pérdida de la cosa, por lo
que parece procedente la aplicación del artículo 1.307 (y del 1.897, si,
excepcionalmente, el cocontratante actuó de buena fe).
Sobre esto y lo que sigue, con opiniones en general coincidentes (salvo,
por ejemplo, en cuanto a la aplicación del art. 1.897), LÓPEZ BELTRÁN
DE HEREDIA, C. 1995, 148 y 178.
La jurisprudencia aplica el art. 1307 en los casos de enajenación sin
especial argumentación, como cosa obvia.
Así en la S. 25 marzo 1988, se dice que la consecuencia de la nulidad,
dada la imposibilidad de la restitución de la cosa (por haber dispuesto de
ella a favor de terceros que inscribieron en el Registro), habrá de ser "la
que pecuniariamente corresponda por vía de sustitución y la
indemnización de daños y perjuicios si procediere (art. 1.307)". Las
mismas partes de este pleito intervienen en el que es resuelto de manera
definitiva por la S. 6 junio 1997, que discuten ahora si el momento para
calcular el valor de las cosas es el de la enajenación o la fecha que
declara la imposibilidad de la restitución. El TS. declara que: “Equiparada
la pérdida jurídica a la pérdida física, el momento en que la cosa “se
perdió”, en expresión del art. 1307 Cc., es aquel en que por su
enajenación a terceros de buena fe la cosa vendida se hizo
irreivindicable, no la sentencia que así lo declara, habida cuenta que esta
sentencia es declarativa, no constitutiva, y se limita a constatar una
situación jurídica preexisente; de ahí que la obligación de restitución
surja en el momento en que los vendedores enajenaron” (vid. comentario
de MONFORT FERRERO, M. J. 1998, 249-254).
La S. 24 marzo 1995, que no cita el art. 1307, sino el 1306, confirma la
sentencia de instancia que declara la nulidad de la cesión de la vivienda y
condena a la restitución del importe del valor de la misma a la comunidad
hereditaria porque, en palabras del Supremo, “la integridad de la
prestación en este caso se traduce por sustitución o subrogación real en
el importe del valor total de la casa vivienda, al encontrarse en posesión
dominical de tercero extraño de buena fe protegido por el art. 34 de la
Lh.”. Mientras que en la S. 6 octubre 1994, en supuesto no muy distinto,
pero en el que la demandada ha dispuesto de la mitad de la finca en
contrato no atacado como nulo en la demanda, entiende que "el reintegro
sólo opera sobre lo que la compradora obligada tiene a su disponibilidad
y sin perjuicio de los derechos que puedan ostentar los beneficiarios
sobre la parte restante" (cabe advertir que el Tribunal no cita el art.
1.307 y que acaso debe entenderse que la cosa no está perdida -en la
mitad de que se dispuso-, o no definitivamente, para los demandantes).
La S. 11 febrero 2003, con cita de jurisprudencia anterior, afirma la
aplicación del art. 1307 en un complejo caso en elque no se podía
restituir la parte segregada de una finca que fue objeto de transmisiones
y cuyos sucesivos adquirentes no fueron demandados por entender que
eran terceros protegidos por el art. 34 Lh.
Aplicando el artículo 1307, puesto que el demandado no puede devolver
la cosa, habría de pagar el valor que tenía cuando la enajenó (no el
precio recibido, sea mayor o menor), más los frutos percibidos hasta
entonces y los intereses desde la misma fecha. Normalmente se reclama
la devolución del precio pagado por la cosa en la segunda venta, y los
Tribunales condenan a la restitución de la suma recibida, en concepto de
precio (así, la S. 14 marzo 1974; vid. LÓPEZ BELTRAN DE HEREDIA, C.
1995, 148). En cualquier caso, convendrá entender este planteamiento
como fundado, en cada caso, en el hecho frecuente de que el precio
recibido coincide con el valor de la cosa.
La S. 6 junio 1997 declara que debe tenerse en cuenta “el valor de las
fincas en el momento de su enajenación, que se determinará en ejecución
de sentencia, más los intereses del valor de cada una de las fincas desde
el momento de su enajenación hasta la fecha de esta sentencia” (en el
caso, los contratantes que deben abonar el valor son considerados de
mala fe, porque celebran un contrato de compraventa con su padre,
sabiendo que todavía no se ha practicado la partición hereditaria, y que
no tenía la titularidad de bienes específicos, y luego venden a unos
compradores que llevan su adquisición al Registro).
Con cita de esta S. 6 junio 1997, la de 11 febrero 2003 afirma que “habrá
de estarse al valor de la cosa en el momento de su disponibilidad (“el
momento es aquel en que por su enajenación a terceros de buena fe la
cosa vendida se hizo irreivindicable, no el de la sentencia que así lo
declara, habida cuenta que esta sentencia es declarativa, no constitutiva,
y se limita a constatar una situación preexistente; de ahí que la
obligación de restitución surja en el momento en que los vendedores
enajenaron las cosas, careciendo de poder dispositivo sobre ellas”)”.
Dada la singularidad del caso, tras esta afirmación, el TS. afirma que la
responsabilidad dineraria por el valor de la parte segregada debe
limitarse, por razones de “reformatio in peius” a la suma de cinco millones
quinientas mil pesetas (que, al parecer, coincide con el precio de la
venta), pero se condena a la Administración (que no era vendedora ni
compradora, pero que fue la causante de la situación de nulidad de la
compraventa inicial ahora declarada nula, al proceder de embargo en
procedimientote apremio declarado nulo) al pago del valor que exceda de
dicha cantidad hasta el valor de la finca.
Que debe tratarse del “valor” y no del precio resulta con claridad en el
caso de la S. 21 noviembre 2000, que declara nulas unas subastas
notariales de unas acciones pignoradas porque no fueron precedidas de la
publicidad suficiente (mediante su publicación en el diario Marca, de
difusión nacional pero de exclusiva dedicación a temas deportivos), de
modo tal que el precio obtenido fue inferior al que pudo haberse
obtenido. El Banco acreedor, que fue el único licitador, se adjudicó las
acciones, y después las enajenó a un tercero en forma legal. La S., que
no cita el art. 1307, declara nulas las subastas y condena al Banco
demandado a abonar “el valor real de las acciones pignoradas que se
determinará parcialmente en ejecución de sentencia teniendo en cuenta
el balance y la cuenta de pérdidas y ganancias de Renta Inmobiliaria,
S.A., de cuyo capital forman parte las acciones pignoradas,
correspondientes al año 1992 y a los dos años anteriores; el valor de las
cantidades así subastadas no podrá ser inferior al establecido para la
celebración de las respectivas subastas ni exceder el de 1250 pesetas por
acción propuesto por la actora en su demanda”.

Explica Díez-Picazo que, al ser la del art. 1307 una obligación de valor,
plantea el problema de las devaluaciones monetarias. Critica la S. 3
noviembre 1988, que confirma la sentencia recurrida por considerar
correcta la afirmación de que la obligación de devolución es “del valor de
la cosa al tiempo de la obligación y no de la devolución”, sin que deba
tenerse en cuenta la devaluación monetaria. A juicio de este autor esta
afirmación no sólo entra en contradicción con alguno de los postulados de
la propia jurisprudencia, sino que además destruye la característica
sustancial de ser una obligación de valor “La liquidación de las nulidades
contractuales” (DÍEZ-PICAZO, L. 1994, 117). La sentencia, que en
realidad no resuelve un caso de nulidad, sino un pleito de resolución de
compraventa por incumplimiento del vendedor, rechaza el motivo del
recurso de casación que alegaba, precisamente, aplicación indebida de los
arts. 1303 y 1307 Cc., por considerar el recurrente que estos preceptos sí
permiten referirse al valor de la cosa al tiempo de la obligación, pero que
no son aplicables a las consecuencias previstas en el art. 1124 Cc.
Para el caso, no previsto en el art. 1307, del accipiens de buena fe, se
aplicaría el final del art. 1897, por las razones antes indicadas (con lo que
restituirá el precio percibido o cederá la acción para hacerlo efectivo).
Además, cabe considerar que, aun ofreciéndose al actor expedita la vía
de la reivindicación, pueda optar por dirigirse únicamente contra el
cocontratante, si ello le es más cómodo, ex art. 1303 y (por analogía)
1307, para exigirle restitución por equivalente. Este comportamiento
implicaría ratificación del negocio ineficaz (por no ser dueño de la cosa
quien dispuso sobre ella) que medió entre el otro contratante y el
tercero. De esta forma se entiende fácilmente que el Juez no podrá
absolver al cocontratante demandado con el argumento de que la cosa
podía recuperarse de manos del tercero mediante reivindicatoria.

Para LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 148 en este caso "el ejercicio
de la acción personal restitutoria contra la contraparte supondrá renuncia
al ejercicio de la acción reivindicatoria contra el tercer adquirente", si bien
más adelante (1995,152) reproduce la explicación -no incompatible con la
anterior- que aquí hemos dado.
Cabe preguntarse si en estos casos podría el cocontratante demandado
plantear la intervención en el pleito del tercero a quien él enajenó la
cosa, argumentando que sí es posible que prospere la reivindicación.
Aparte de que el art. 14 Lec. sólo contempla esta llamada al tercero
“cuando la ley lo permita”, lo que hace incierta la aplicación de esta
posibilidad en ausencia de previsión legal, a la vista de la regulación de
este precepto procesal, parece difícil que el Juez admita, sin la
conformidad del demandante, una intervención que supone un ejercicio
de una nueva acción no planteada por el actor (que ejerció una acción
personal de nulidad y restitución contra el cocontratante, y no una
reivindicatoria contra el tercero, bien por ignorar la enajenación o por
considerar preferible este camino).
Por último, es también imaginable una parcial acumulación de la acción
reivindicatoria contra el tercero y el remedio ofrecido por el art. 1307, a
los efectos de cobrar al cocontratante de mala fe frutos e intereses que el
tercero, si es poseedor de buena fe, no estaría obligado a abonar. A
CARRASCO PERERA, Á. (1988, 32) le parece admisible esta tesis, que
ilustra con cita de ALR, I, XI, 158.

3.4.4.6. Límite de la restitución debida por el incapaz

3.4.4.6.1. La regla y su fundamento

El final del art. 1303 anuncia una serie de salvedades al principio de


recíproca y plena restitución de las prestaciones. La primera concierne a
los incapaces, cuya obligación de restituir se limita como consecuencia de
la finalidad protectora de la norma que invalida sus actos. Con
perspectiva histórica, se aprecia que el Código ha unificado bajo el
tratamiento de la anulabilidad situaciones que corrieron durante siglos por
cauces distintos, como son las consecuencias de los vicios del
consentimiento y las de la incapacidad del sujeto en la conclusión de los
contratos. Pero esta unificación no impide la persistencia de
características propias, quizás la más visible de las cuales, por lo que se
refiere a la protección de los incapaces, es la que ahora comentamos -
hemos visto supra, 2.2.1.5.1., “Quién puede impugnar. Los obligados
subsidiariamente”, las relativas a la legitimación del fiador).
Conforme al art. 1304: “Cuando la nulidad proceda de la incapacidad de
uno de los contratantes, no está obligado el incapaz a restituir sino en
cuanto se enriqueció con la cosa o precio que recibiera”. Equivale al
artículo 1.317 del Anteproyecto de 1882-88 y al artículo 1.191 del
Proyecto de 1851, con algunas diferencias de sintaxis. Parece clara la
procedencia inmediata del artículo 1.312 Cc. francés y mediata de D.
26.8.1.5 y la tradición del Derecho común. Su finalidad precepto es
arbitrar una protección adecuada para los incapaces, especialmente los
menores, de quienes puede temerse que enajenen sus bienes para
derrochar el precio. Como dice GARCÍA GOYENA, "el favor concedido al
incapaz se funda por punto general en la presunción de que no sabe
cuidar de sus cosas, y el favor se haría ilusorio haciéndole responsable de
la pérdida de la cosa por culpa suya" (GARCÍA GOYENA, Concordancias,
artículo 1.188). La protección acordada en forma de anulabilidad del
contrato sería ilusoria si, para conseguir la restitución de lo por ellos
dado, se vieran obligados a pagar con cargo a su patrimonio el
equivalente de lo recibido y malgastado. A los mismos principios
responde la regla segunda del art. 1314 (también artículo 1.765 i. f.).
Esta regla, de otra parte, concuerda en lo esencial con el art. 1163
(según indicaba GARCÍA GOYENA y señalan los autores franceses para los
artículos equivalentes de su Código). La recepción material, por el
incapaz, de la prestación pactada no es pago válido, sino en cuanto se
hubiere convertido en su utilidad; por ello sólo habrá de restituir, en su
caso, lo que recibió válidamente, es decir, aquello en que se enriqueció.
Merece señalarse que tanto el art. 1.312 como el 1.241 Cc. francés
(paralelos a los artículos 1.304 y 1.163, respectivamente, del nuestro)
utilizan la expresión "se hubiere convertido en su utilidad" (tourné à leur
profit), mientras que la doctrina habla del enriquecimiento del incapaz
como causa o límite de su obligación de restituir. En el Derecho español
las diferencias, en este punto, observables en los artículos 1.304 y 1.163
son sólo aparentes, ya que con ambas expresiones ("en cuanto se
enriqueció"; "en cuanto se hubiere convertido en su utilidad") se quiere
decir lo mismo.

3.4.4.6.2. Precisiones sobre los casos comprendidos

3.4.4.6.2.1. Relaciones con el art. 1.163.

Que, como se ha dicho, no haya contradicción entre los arts. 1.304 y


1.163, sino que en realidad respondan ambos a los mismos principios, no
quiere decir que su campo de aplicación sea coincidente.
Apreció contradicción entre ambos artículos HERNÁNDEZ GIL, A. 1960,
323-333; por el contrario, entiende que son "dos caras del mismo
fenómeno, llegando a la misma conclusión", DÍEZ-PICAZO, L. 1993 II,
490. Tiene razón Carrasco al precisar que "será de aplicación el artículo
1.163 y no el 1.304, cuando se contrató con el representante
[válidamente] pero el pago se hizo al incapaz, o cuando por cualquier
razón se contrató siendo capaz y la incapacidad sobreviene antes del
pago. Igualmente, cuando el negocio es nulo pero ni el incapaz ni su
representante demandan la nulidad por el artículo 1.302, y sin embargo,
se pretende la nulidad del pago por haber entregado la cosa al incapaz y
no a su representante. O bien, cuando la obligación no surge de contrato"
(CARRASCO PERERA, Á. 1988, 105).
Ahora bien, ocurre asimismo que prácticamente en la mayor parte de los
supuestos en que opere el art. 1.304 concurrirá también el artículo 1.163
(lo que no produce ningún problema porque, como he dicho, ambos
llegan a la misma conclusión). En efecto, para que se aplique el artículo
1.304 es preciso, no sólo que el contrato haya sido celebrado por el
incapaz, sino también (prácticamente, en la mayor parte de los casos)
que el pago se haya hecho a éste mientras subsiste el estado de
incapacidad: si se le pagó siendo ya capaz, o a su representante cuando
no lo era, la aceptación del pago implicará confirmación del contrato.
Realizado el pago al incapaz, en virtud de contrato anulable luego
anulado, el pago no sólo carece de causa (por lo que ha de restituirse),
sino que sólo se tiene en cuenta como pago pretendido en la medida en
que el incapaz se enriqueció (efecto del art. 1.163) y ésta es la medida
en que ha de restituir.

La inteligencia aquí propuesta de los artículos 1.304 y 1.163 y sus


relaciones puede llevar a una plausible limitación del ámbito de aplicación
del primero. Cuando, siendo el contrato anulable por falta de capacidad
para contratar, el pago recibido sea válido por tener el incapaz accipiens
capacidad suficiente para ello, anulado el contrato habrá de restituir en su
integridad. El ejemplo más significativo sería el de la venta de inmueble
por menor emancipado (art. 323), que recibe el precio. Ciertamente, la
venta es anulable y no ha sido confirmada, pero el cobro realizado por el
emancipado es válido plenamente y no sólo en cuanto el emancipado se
hubiere enriquecido. Luego parece que (anulado el contrato) habrá de
restituir la totalidad de lo recibido, excluyéndose la aplicación del artículo
1.304.

3.4.4.6.2.2. Nulidad basada en la incapacidad

La limitación de la restitución prevista en el art. 1304 tiene lugar tan sólo


cuando la causa de invalidez esgrimida es precisamente la incapacidad del
contratante cuya restitución se limita y no, simplemente, el hecho de que
el obligado a la restitución sea incapaz. Es decir, si el incapaz arguye vicio
del consentimiento prestado, o nulidad por falta de elemento esencial, o
por infracción de ley o de orden público; o si frente a él se pretende la
invalidez del contrato por cualquier causa, no juega este precepto. Ahora
bien, si junto a la invalidez por cualquier otra causa concurre la
incapacidad del sujeto, podrá éste, mientras el contrato no sea
confirmado, pedir la anulación por incapacidad y alcanzar así la aplicación
del régimen privilegiado del artículo 1.304. Por ello, al incapaz interesa
siempre la anulación en este concepto, aunque pudiera hacer valer
también los vicios del consentimiento u otras causas de invalidez y frente
a quien reclame la invalidez con cualquier fundamento. Dicho de otro
modo, concurriendo diversas causas de invalidez en un mismo supuesto,
cada una de ellas opera con independencia de las demás; y, siendo una
de ellas la incapacidad, su régimen propio en cuanto a la restitución (art.
1.304) prevalece sobre el general del artículo 1.303 (DELGADO, J. 1976,
1.042 y ss.)
Siendo ambos contratantes incapaces, ambos podrán alegar la invalidez
en este concepto -cada uno su propia incapacidad- y ambos verán
limitada su obligación restitutoria al enriquecimiento.

3.4.4.6.2.3. Tipos de incapacidad y de invalidez

¿A qué incapacidad se refiere el artículo? Y, consecuentemente, ¿qué se


entiende aquí por nulidad? En nuestra opinión, el precepto se aplica en
todo supuesto de invalidez del contrato debida a incapacidad del sujeto
dirigida a su protección. Es decir, a los menores de edad y los
incapacitados por las causas del art. 200, tanto si están sujetos a tutela
como a curatela. Es dudoso que puedan incluirse también los casos de
prodigalidad, pues el legislador no los hace objeto formalmente de
incapacitación, pero puede argumentarse que si bien la declaración de
prodigalidad no tiende a proteger al pródigo personalmente, sí a
determinados familiares suyos. Acaso a la respuesta afirmativa (cuando
es el pródigo quien ha recibido el pago) puede llegarse también a través
del artículo 1.163.
En nuestra opinión, el criterio para discernir los casos incluidos no lo da la
clase de invalidez, pues no se restringe a los de anulabilidad. Los
incapaces de entender y querer, aun mayores no incapacitados -y aunque
se consideren sus actos, con buena parte de la doctrina, como nulos de
pleno derecho- reciben esta especial protección del art. 1304 (así
ALBALADEJO, M. 1991, 465, nota 10). En este sentido juzgó la Sentencia
9 febrero 1949, respecto de un enfermo mental no incapacitado
judicialmente.

En la S. 15 febrero 1952 se trata de un incapacitado (cuando se discute


sobre restitución), pero, al parecer, el contrato lo había celebrado con
anterioridad a la incapacitación. Se ha objetado a esto último,
considerando la solución dudosa, que en las fuentes romanas el beneficio
se refería a las personas sometidas a la tutela, y que en el Código
existen indicios para pensar que continúa siendo así, señaladamente la
dicción del art. 1163 (“persona incapacitada para administrar”) (DÍEZ-
PICAZO, L. 1973, 67, comentando la citada S. 9 febrero 1949). A lo
primero puede responderse que, cualquiera que fuera la solución romana,
el sistema de protección de los incapaces es hoy notablemente distinto y
que, lo mismo que no hay razón para negar el trato privilegiado del art.
1304 al menor huérfano sin tutela constituida, tampoco al enfermo
mental que no haya sido incapacitado; a lo segundo, bastará recordar la
imprecisión terminológica de nuestro Código y que los antecedentes
próximos del art. 1163 (art. 1102 Proy. 1851 y art. 1180 Anteproy.
1882-88) se refieren a la persona impedida de administrar sus bienes.
La S. 2 junio 1989 dice ser aplicable el artículo 1.304 en un caso en que
el contrato era nulo (o anulable: este aspecto no resulta muy claro) por
ser disposición de bienes de menores por su representante sin la
preceptiva autorización judicial. La solución es discutible y puede
depender de la conceptuación de la invalidez de este tipo de contratos,
pero nos parece defendible que el menor no responde sino con el criterio
del enriquecimiento, sin perjuicio de que su representante, que cobró el
precio, pueda responder por la totalidad.

En el caso resuelto en esta S. 2 junio 1989, el comprador de un inmueble


(en contrato condicionado a la posterior aprobación judicial) reclama el
cumplimiento frente a la madre (titular del usufructo de una parte) y los
hijos copropietarios. Comparece sólo uno de los hijos (emancipada), que
opone la nulidad del contrato a la vez que pide que su madre -en
rebeldía, así como el otro hijo todavía menor- restituya el dinero recibido
como parte del precio. Se estima la nulidad, pero no se da lugar a esta
petición de restitución, por no ser procedente la reconvención contra un
codemandado. Cuando en casación el comprador aduce infracción del
artículo 1.303, se le responde que "la devolución del millón de pesetas no
aparece amparada en el art. 1.303, sino en el 1.304 Cc., por lo que no
constituye una obligación complementaria, sino un verdadero derecho
independiente, en cuanto a los menores afecta, que requiere prueba de
su enriquecimiento (cuestión fáctica no tratada)…, aunque es indudable el
derecho del actor a recuperar la cantidad entregada bien de la madre y
de los hijos, si éstos se beneficiaron, o sólo de aquella si no se da tal
beneficio, derecho que podrá hacer efectivo mediante el ejercicio de la
correspondiente acción." Critica este pronunciamiento, por entender que
en ningún caso debe aplicarse el art. 1.304 a las resultas de los contratos
celebrados por los representantes de los menores, LÓPEZ BELTRÁN DE
HEREDIA, C. 1995, 294-295.
Pudo dudarse en su momento si las consecuencias de la anulación de los
actos realizados por mujer casada sin licencia de su marido, en los casos
en que ésta era necesaria, eran las del artículo 1.304 (lo afirmaban
MANRESA Y NAVARRO, J. M. 1907, 784, y MUCIUS SCAEVOLA, Q. 1958,
1.025; y pareció admitirlo la S. 15 junio 1918). Quizás este lejano
precedente es el que llevó a De la Cámara a sugerir la aplicación
analógica del artículo 1.304 a los supuestos de nulidad de actos de un
cónyuge sobre bienes gananciales sin el necesario consentimiento del otro
cónyuge, de manera que si el patrimonio del cónyuge contratante no es
suficiente para restituir lo que recibió, el ganancial sólo deberá responder
en cuanto se haya enriquecido (DE LA CÁMARA, 1988, 103; acepta esto
BELLO JANEIRO, D. 1993, 229). En nuestra opinión, no hay razones
suficientes para la analogía.

3.4.4.6.3. El enriquecimiento y su prueba

Conceptualmente, puede discutirse si el deber de restitución que incumbe


al incapaz “en cuanto se enriqueció” tiene como fundamento el mismo
enriquecimiento, o si el enriquecimiento no juega sino como límite de una
restitución debida ya por otra causa. Dicho de otro modo, si el art. 1304
excluye para el incapaz la restitución ex art. 1303, imponiéndole
eventualmente un deber basado en el enriquecimiento; o si, supuesto su
deber de restitución correspondiente a todo contratante que recibió algo
en virtud de contrato inválido, se señalan límites a la cuantía de lo
debido. El texto del art. 1.304 es ambiguo en este punto, y la cuestión no
deja de tener consecuencias. En la primera interpretación (el art. 1.304
excluye la aplicación del 1.303) no habría reciprocidad entre ambas
obligaciones y no se aplicaría el artículo 1.308. Tampoco se aplicaría la
doctrina jurisprudencial que considera la restitución consecuencia obligada
o automática -aun no pedida- de la declaración de nulidad (ambas
consecuencias parecen resultar de la S. 2 junio 1989).

Para CARRASCO PERERA, Á. (1988, 104), el artículo 1.304 -que entiende


supone un "profundo absurdo" (1988, 106)- es "el único caso en el
Código civil donde se responde plena y exclusivamente por el
enriquecimiento en sentido estricto" (1988, 105).
Por su parte, Lacruz, al trazar los límites de la acción de enriquecimiento,
excluye de su ámbito, entre otros supuestos, el que nos ocupa. “La acción
-dice- no pierde su carácter inicial: no es específica de enriquecimiento,
sino la misma que competía contra una persona capaz, con su contenido
económico limitado… La acción, entonces, no se halla fundada en, sino
restringida al enriquecimiento” (LACRUZ, J. L. 1969, 576). Cfr., sobre el
juego de la idea de enriquecimiento en este artículo 1.304, CARRASCO
PERERA, Á. 1988, 104 y ss. y LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995,
290-291.

La jurisprudencia tiende a interpretar el art. 1304 en este sentido. Así, la


S. 17 febrero 1916 explica que “el hecho del enriquecimiento es la causa
única de la obligación de restituir que el artículo 1304 impone al incapaz”;
deduciendo de ello que la prueba del enriquecimiento -fundamento de la
acción- corresponde al que reclame la restitución.
Incidentalmente, la S. 5 diciembre 1992 señala que el enriquecimiento sin
causa "carente de una regulación precisa y unitaria en el Código civil, es
abordado en algún precepto, como sucede en el artículo 1.304"; sin
deducir de ello consecuencia alguna.

Los criterios para decidir la existencia de este enriquecimiento son, de


acuerdo con Carrasco, los que corresponden a la "regula" in quantum sit
factus locupletior, que establece un "cálculo hipotético diferencial" en el
sentido de que "un determinado sujeto no se enriquece a costa de otro
usando, consumiendo o disfrutando de sus bienes, si una vez realizados
dichos actos sobre los bienes ajenos no tiene en su patrimonio más de lo
que tendría de no haber usado, consumido o disfrutado; es decir, si con
estos actos de injerencia no ha ahorrado ningún gasto" (CARRASCO
PERERA, Á. 1988, 105: señala el "modelo diferencial" como el adecuado
al art. 1.304; 92 y ss.: define este modelo; 106-118: desarrolla los
problemas de prueba, desaparición y momento de la fijación del
enriquecimiento).
Si la cosa identificable que el incapaz recibió se encuentra todavía en su
posesión, es ésta la que ha de restituir, pero el riesgo se desplaza
totalmente a la otra parte del contrato. En cuanto a los frutos, entiende
CARRASCO (1988, 105) que no los hace suyos como deudor de buena fe,
sino que ha de restituirlos igualmente en la medida del enriquecimiento,
es decir, los que conserve en su poder con deducción de todos los gastos
y los consumidos y gastados con los que haya ahorrado gastos, todo ello
como una especie de compensación equitativa por el riesgo soportado por
el cocontratante. No compartimos este criterio, que a lo más parece
aceptable cuando, en el caso concreto, aun así la otra parte consiga
menos que lo que derivaría de aplicar el art. 1.303, pues este criterio es
el límite máximo de lo que, en cualquier caso, puede estar obligado a
restituir el incapaz.
No supone enriquecimiento la mera recepción de la cosa o cantidad,
según indica la jurisprudencia y es evidente, ya que, si no, no tendría
utilidad el artículo. No basta que ese valor haya sido entregado al
incapaz, “porque éste, por su defecto mental o su vicio, ha podido
dilapidarlo o destruirlo, sin provecho para él” (S. 15 febrero 1952).
Ha de probarse, por tanto, “el incremento o beneficio causado en su
patrimonio mediante una inversión provechosa o un justificado empleo en
la satisfacción de sus necesidades” (S. 15 febrero 1949, que apunta que
acaso deba aplicarse la regla general de restitución íntegra cuando la otra
parte desconociera la incapacidad, lo que parece más defendible si medió
dolo del incapaz sobre este extremo). Vid. también Ss. 22 octubre 1894 y
17 octubre 1916. Según ésta última, el mero hecho de adquirir una joya
u otro objeto cualquiera de puro adorno o lujo no puede estimarse como
presunción de aumento de riqueza para el que la adquiere.

Con mayor detalle explica de Castro que “utilidad y enriquecimiento


existen no sólo cuando haya habido un aumento del activo patrimonial o
cuando se ha evitado un gasto, sino también cuando haya venido a
satisfacerse una necesidad de la persona o del patrimonio del menor” (DE
CASTRO, F. 1952, 186). Por ello, si el contrato anulado versaba sobre
cosas necesarias o útiles al menor, que las recibió, éste habrá de
responder por su valor real.
Parece que habrá de atenderse al enriquecimiento subsistente en el
patrimonio del incapaz en el momento en que dejó de serlo, y no en el
del ejercicio de la acción, cuando es posterior. Así se infiere del art. 1314
i. f. De lo dilapidado o destruido una vez alcanzada la capacidad responde
como cualquier otro sujeto capaz. Parece llegar a la misma conclusión,
con otro planteamiento, CARRASCO PERERA Á. 1988, 116.
La jurisprudencia (Ss. 22 octubre 1894, 17 octubre 1916 y 9 febrero
1949) pone la prueba del enriquecimiento a cargo de quien reclama la
restitución al incapaz; es decir, no ha de ser éste quien demuestre que,
por no haberse enriquecido, su restitución queda limitada o excluida (lo
que es coherente con el planteamiento general de que es una acción de
restitución basada o fundada en el enriquecimiento). Esta doctrina podría
considerarse acorde con las reglas generales sobre la carga de la prueba
(aunque no se admita que el fundamento de la acción sea precisamente
el enriquecimiento), ya que ha de restituirse en cuanto se recibió, y el
incapaz no ha recibido válidamente (art. 1163) sino en cuanto se hubiere
convertido en su utilidad, extremo que habría de probar quien pretenda
haber pagado. Así se establece expresamente la carga de la prueba el
art. 1312 Cc. francés y, entre nosotros, la doctrina es prácticamente
unánime, salvo CARRASCO, quien se muestra radicalmente contrario
(1988, 107). En la actualidad no hay que descartar, sin embargo, el juego
que pueda desempeñar el art. 217.5 Lec., que ordena al Tribunal “tener
presente la disponibilidad y facilidad probatoria que corresponde a cada
una de las partes del litigio”, y parece que puede resultar más fácil al
incapaz probar la ausencia de enriquecimiento.

3.4.5. Negación de la repetición de lo dado por causa torpe

3.4.5.1. Planteamiento.

Los arts. 1305 y 1306 Cc. forman un bloque peculiar, algo reiterativo,
que encaja en este capítulo al presentarse como una excepción o
salvedad (anunciada en el art. 1303 i. f.) a la regla de recíproca
restitución de las prestaciones producidas en virtud de contrato inválido.
El origen de la norma se remonta al Derecho romano [D. 12.5 (De
condictione ob turpem vel iniustam causam) y 12.7.5], de donde pasó al
intermedio (P. 3.22.27 y 5.14.47-54, cuya lectura recomendaba GARCÍA
GOYENA como explicación del precepto hoy vigente) para ser reelaborado
por civilistas y canonistas, cristalizando en las máximas nemo auditur
propriam turpitudinem allegans e in pari causa turpitudinis cessat
repetitio.
El origen y evolución de estas máximas, así como su recepción en la
doctrina de la codificación puede verse en DÍEZ-PICAZO, L. 1990.
En otros Códigos (alemán, suizo; nada dice el francés, aunque el principio
es aceptado jurisprudencialmente), la sustancia de estos preceptos se
presenta en sede de pago de lo indebido, o de enriquecimiento injusto.
Nada dice el Código civil francés, ni decía el italiano de 1865: en ambos
países Tribunales y autores entendieron aplicable la máxima nemo
auditur, no sin discusión sobre su alcance. El Código italiano de 1942
acoge el principio tradicional en su art. 2.035. Asimismo, con
anterioridad, ALR prusiano, I, 16, §§ 205 y ss.; BGB § 817 y Cód. obl.
suizo, art. 66; todos ellos -menos el ALR, que lo hace en la de pago- en
sede de pago de lo indebido o de enriquecimiento injusto], como hace
también la Compilación navarra, ley 510 [(capítulo "del enriquecimiento
injusto"). Dispone en la segunda parte de la Ley 510: "Causa inmoral
para el que pagó. Asimismo es irrepetible lo que se da a causa de un
convenio inmoral para el que pagó, aunque lo sea también para el que
cobró". (La primera parte de esta Ley se refiere a las obligaciones
naturales). En efecto, se trata de recoger un conjunto de casos en que se
deniega la condictio o la acción de cobro de lo indebido. En la medida en
que el art. 1303 contiene acciones de este tipo, es correcta la colocación
de los arts. 1305 y 1306, que señalan casos en que se excluye la
restitución de lo prestado.
Conviene retener este dato porque la sedes materiae elegida por el
legislador (el capítulo “De la nulidad de los contratos”) podría mover a
confusión, pues parte de un contrato nulo cuando lo único relevante es la
ilicitud cualificada o a la torpeza en la atribución patrimonial, sin contrato
previo. A esta cuestión nos referimos infra b).
En esencia, los arts. 1305 y 1306 responden a un solo principio y
contienen una sola norma básica (la exclusión de la repetición de lo dado
por causa torpe), pero la presentan repetitivamente. El art. 1305 se
ocupa del caso en que el hecho constituya delito o falta, distinguiendo
según sea común o de parte de uno solo de los contratantes. El art.
1306, del caso en que el hecho no constituyere delito ni falta,
distinguiendo según la culpa o turpitudo esté de parte de ambos
contratantes o de uno solo.
Como se ve, el paralelismo entre ambos enunciados es total, como ya
observó GARCÍA GOYENA, quien justificaba el artículo equivalente al
actual 1305 por haber hecho necesaria la distinción que en él se
establece diversos artículos del Código penal entonces vigente. Pero
observaron atinadamente Pérez González y Alguer que para establecer el
efecto penal (comiso) bastaba el Código de la materia, por lo que el art.
1305 es superfluo (PÉREZ GONZÁLEZ, B. y ALGUER, J. 1944, 367; 1981,
746).
LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. (1995, 307), que se adhirió a esta
crítica la matiza después (1997, 155), señalando cómo, en su opinión, el
art. 1306.II justifica la retención del contratante no culpable, mientras
que en el caso de delito de uno solo, la combinación del art. 1305 con lo
dispuesto en el Código penal respecto del comiso de las ganancias impide
este efecto; nos parece, sin embargo, que se olvida que el comiso de
ganancia es una consecuencia accesoria que deriva de la imposición de la
pena al condenado, no al no culpable (sobre lo cual, vid. CHOCLÁN
MONTALVO, J. A. 2001, 49 y ss.). Efectivamente, los efectos civiles -
privación de la restitución a uno o a ambos contratantes- son los mismos
sea o no su conducta constitutiva de delito. De hecho, el artículo 1.305 no
juega ningún papel en las sentencias penales que declaran nulidad de
contrato y sus consecuencias como parte integrante de la responsabilidad
civil (la cita del art. 1305 aparece, por ejemplo, de manera poco
significativa, junto a otros preceptos del Cc. y sin sacar consecuencias
para el caso concreto en la S. de la Sala 2ª de 4 abril 1992).
De otra parte, el legislador repite innecesariamente que del contrato nulo
por ilicitud de la causa o del objeto no nace ninguna pretensión a su
cumplimiento (“carecerán de toda acción entre sí”: 1305.I; “no estará
obligado a cumplir”: 1305.II; lo mismo, por tres veces en el art. 1306).
Bastaba para excluir la pretensión de cumplimiento con la declaración
genérica del art. 1275 (los contratos con causa ilícita no producen efecto
alguno) y aun sin ella, por estar implícita en el concepto de nulidad. La
exclusión de la repetición, ésta sí contenido específico y operativo de los
arts. 1305 y 1306 (también innecesariamente reiterada), es el único
aspecto en que ambos artículos contienen efectivamente una salvedad a
lo dispuesto en el 1303.

3.4.5.2. La causa torpe

Entre los arts. 1305 y 1306, sumados, no agotan todo el ámbito de los
negocios nulos por ilicitud de la causa. El primero de ellos atiende a los
supuestos constitutivos de delito o falta; el segundo, a los de causa
torpe. Quedan fuera de su regulación excepcional los de objeto ilícito y
los de causa ilícita por ser contraria a las leyes (art. 1275).
Es decir, en nuestra opinión, la causa torpe apunta a la inmoralidad de
una datio (por sus motivos o la finalidad que persigue) que se enfrenta a
las buenas costumbres en modo tal que resulta proporcionada la pena
(civil) de privación de la restitución. Habrá que atender a las valoraciones
morales socialmente vigentes y cambiantes con los tiempos y las
costumbres: piénsese, por ejemplo, en lo dado como apuesta en juego de
azar, por corretaje matrimonial o por pacto de quota litis, o en las
donaciones a las personas con que se convive more uxorio. Los cambios
de la moral social en estas materias han sido radicales. Por ello mismo no
deben valorarse hoy los artículos 1.305 y 1.306 con los ejemplos del
pasado.
La S. 30 enero 1995, con cita de la de 23 febrero 1988, reitera que la
"realidad social" puesta de manifiesto por la regulación administrativa y
fiscal del juego, "conduce a excluir la existencia de causa torpe o ilícita en
el juego legalizado", con la consecuencia de que el que pierde está
civilmente obligado a pagar,
La S. 18 noviembre 1994, con buen sentido (aunque mejorable sintaxis)
considera que una donación a la persona con la que se convive (¿habría
que añadir que "cualquiera que sea su orientación sexual"?) puede no
tener nada de inmoral, citando incluso el art. 39 C.E. sobre protección a
la familia. Para entender la historia del tratamiento jurídico de las
donaciones a la concubina conviene recordar -recordatorio quizás ya
imprescindible para los más jóvenes- que el Derecho prohibía (en el
Código, hasta 1975) las donaciones entre cónyuges.
Interesa subrayar que hay, sin duda, contratos de causa u objeto ilícitos
en que, no habiendo delito, y no pudiendo reprocharse torpeza a ninguno
de los contratantes, no han de aplicarse los arts. 1305 y 1306, sino la
regla de recíproca restitución (art. 1303). Sucede ello, ante todo, en los
casos en que el contrato sea nulo por ser contrario a la ley -supuesto
habitualmente considerado de nulidad por ilicitud de la causa, atendiendo
a que, según la letra del art 1275, es ilícita la causa cuando se opone a
las leyes- pero no se puede tachar la conducta de las partes como
deshonesta, impúdica, lasciva, ignominiosa, indecorosa o infame (que son
los significados del adjetivo “torpe” según el Diccionario de la Academia,
4a y 5a acepciones). Sólo la torpeza en el sentido dicho -o la condena por
delito o falta- determina la privación de la repetición. La tacha de torpeza
podrá acompañar a la infracción a la ley, pero ciertamente no en todos
los casos ni de forma necesaria. Ni toda conducta ilegal lleva tacha de
turpitudo, ni esta implica necesariamente contradicción a la ley.
Bien dice CARRASCO PERERA, Á. (1992, 784) que "el Tribunal Supremo
ha optado por referir continuamente el art. 6º-3 al defecto de ilicitud
causal, identificando una y otra vez la nulidad del acto contra legem del
art. 6º-3 con la nulidad del contrato incurso en ilicitud causal del artículo
1.275". Por ello mismo parece absolutamente imprescindible circunscribir
la aplicación del art. 1.306 sólo a algunos casos de ilicitud de causa,
identificando restrictivamente una causa "torpe". En sentido semejante,
Díez-Picazo afirma que los contratos prohibidos que no son constitutivos
de delito (art. 1305) ni tienen causa torpe por inmoralidad del contrato o
de las prestaciones contractuales (art. 1306) siguen las reglas generales,
pues no hay una privación de la condictio de restitución por la ilicitud del
contrato (DÍEZ-PICAZO, L. 1994, 122).
En la jurisprudencia francesa parece bien establecida la distinción entre
ilicitud e inmoralidad a efectos de aplicar en el segundo caso y no en el
primero la máxima nemo auditur: AUBERT, M. 1954, 95 y ss.; LE
TOURNEAU, Ph. 1970, 132 y ss.
Entre nosotros, la práctica muestra que no es raro que la parte obligada a
restituir trate de retener la cosa recibida alegando el art. 1306, en
supuestos en los que no tiene nada que hacer (S. 19 junio 1986, pago de
cheque librado con cargo a cuenta corriente efectuado por la entidad
bancaria sin cargo a la cuenta, y que es considerado como pago por un
tercero; S. 26 marzo 1986, pago excesivo por error y posterior
declaración de nulidad de unas cláusulas del contrato que no afectaban a
ese pago).
Puede observarse también cómo el Tribunal Supremo, en casos en los
que es discutible la existencia de causa torpe, da por supuesta la torpeza
y excluye la aplicación del art. 1306 con otros argumentos.
Así, negando que el art. 1306 sea aplicable cuando la nulidad deriva de
ser simulado el contrato (S. 24 enero 1977, que considera causa torpe o
ilícita la simulación de una venta para evitar que los acreedores pudieran
embargar la maquinaria; S. 30 octubre 1985, compraventa en la que no
existe precio, aunque no consta la finalidad de la simulación).
Tampoco parece que exista torpeza en la celebración de un contrato
contrario a las prácticas restrictivas de la competencia, pero la S. 31
diciembre 1979 rechaza la aplicación del art. 1306 por otra razón: la de
no existir recíprocas prestaciones.
En un caso que no debiera calificarse siquiera de nulo (porque existen
remedios específicos para proteger a los legitimarios, y no parece
correcto declarar la nulidad porque la cedente careciera de más bienes:
cesión de bienes a cambio de alimentos), la S. 24 marzo 1995 confirma la
condena a la restitución recíproca y no aplica el art. 1306 -no invocado
por nadie y que perjudicaría a la única recurrente- por entender que lo
impide el principio de la “reformatio in peius” (a pesar de que se
considera torpeza “el propósito de eludir la obligación de respetar las
legítimas).
La S. 11 diciembre 1986 considera “contrario a la moral y a las buenas
costumbres obtener o provocar la transmisión gratuita de un inmueble,
aunque no medie amenaza, por la promesa de un silencio ante la
Administración respecto de la existencia de una determinada
contravención tributaria” (aunque después afirma que el art. 1306 no es
aplicable a los casos de inexistencia del contrato por falta de causa –lo
que es incompatible con la anterior afirmación de que la causa es ilícita
por contraria a la moral- y, “a título de abundamiento”, añade que en
cualquier caso, no hay torpeza por parte de la víctima de la conducta
antijurídica de otro-). Vid. comentarios a esta sentencia de CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1987, 4281 a 4287 y de MORALES MORENO, A. M.
1988, 607 a 618.
La aplicación de la exclusión de restitución en casos de contravención de
la legislación sobre precios ha sido vacilante. La S. 20 mayo 1985, en un
caso de venta de hormigón a precio superior al autorizado legalmente, no
niega que sea inaplicable el art. 1306 por faltar el requisito de la torpeza,
sino que razona acerca de si la causa torpe debe ser atribuida a las dos
partes o únicamente a la vendedora (postura que prevalece, aplicando el
párrafo segundo del art.1306, lo que permite a la compradora recuperar
lo pagado de más). Sin embargo, la jurisprudencia que considera válidos
los contratos que incumplen la normativa sobre viviendas de protección
oficial en materia de devengo de intereses o precios máximos, ha
considerado inaplicable el art. 1305 (que permitiría al no culpado
recuperar lo dado de más) porque, en efecto, se trata sólo de infracción
de norma administrativa que no constituye delito, pero tampoco ha dicho
que el es el 1306 el que debiera ser invocado o aplicado (Ss. 14 octubre
1992, 4 junio 1993, 3 diciembre 1993).
La S. 14 marzo 1986 ha considerado aplicable el art. 1306, 1º en un caso
de infracción de la normativa de cooperativas (que impide ser directores
a los funcionarios al servicio de la Administración que desarrolle funciones
relacionadas con las típicas de la cooperativa), con el resultado de negar
la repetición de las cantidades abonadas desde la incompatibilidad.
También en un caso de infracción de la normativa sobre transmisión de
farmacias, en la S. 2 abril 2002 (comentada por LÓPEZ-BELTRÁN DE
HEREDIA, C. 2002), impidiendo al transmitente obtener el pago de los
beneficios pactados en virtud de un contrato de regencia de farmacia
celebrado.
En esta última sentencia, contra lo que se ha sostenido aquí,
expresamente afirma el TS. que limitar la “causa torpe” del art. 1306 a
los supuestos de quebrantamiento de buenas costumbre es una
“interpretación estricta que no se compagina con una interpretación
sistemática, que pasando de su significación vulgar del término “torpe”,
hay que entenderlo aplicable a todos los supuestos de contratos con
objeto o causa ilícita, que no sea susceptible de ser tipificada de
infracción penal, supuesto al que se refiere, precisamente el artículo
anterior, el 1305 Cc., preceptos ambos que no hacen otra cosa que seguir
la máxima que establece que “in pare cause turpitudinem, melior est
condictio possidetis”, criterio que acertadamente adoptó la sentencia
recurrida y que es unánime entre los intérpretes del Código [lo que no es
cierto, nos permitimos objetar nosotros], que entienden que se
comprenden en este caso no sólo lo opuesto a la moral, que no constituye
falta penada, sino también lo que contraríe el orden público o la ley, sin
estar determinada para el caso sanción penal”.
Esta S. se aparta de la jurisprudencia que ha mantenido la irrelevancia
civil, inter partes, de las normas administrativas sobre transmisión de
oficinas de farmacia: así, en S. 17 octubre 1987 (comentada por
BERCOVITZ, R. 1987), sin mención del art. 1306, afirma el Supremo que
“las irregularidades administrativas que cupiera reprochar a la parte
demandante y en las cuales participó en pie de igualdad la demandada,
no son bastantes a producir la nulidad que se pretende por cuanto la
levedad del caso así lo permite”, con el resultado de que se condena a la
demandada a presentar la liquidación de la explotación y al pago del
cincuenta por ciento de los beneficios, conforme a lo pactado.
La irrelevancia civil de la infracción de normas reglamentarias ha sido
sostenida en otras ocasiones: así, la S. 15 octubre 1999 (arrendamiento
de concesión de estación de servicio contraviniendo reglamentos de
carburantes) que añade que “aun suponiendo que contra lo determinado
en los arts. 1305 y 1306 Cc., tuviera el copartícipe de la causa ilícita
acción para utilizar ese motivo de nulidad, nunca podría hacerlo en
derecho propio para eximirse de las consecuencias del incumplimiento de
lo pactado”, afirmación que, aun hecha a mayor abundamiento, resulta
contraria a la ley.
Finalmente, no hay que desconocer que cabe que la ley infringida -como
lex specialis- determine una solución distinta, en todo o en parte, a la de
los artículos 1305 y 1306, aun cuando la conducta del infractor pudiera
calificarse de torpe (así, por ejemplo, art. 3°, Ley 23 julio 1908, de
represión de la usura). También, aunque la ley infringida nada prevea, la
sanción de privación de la repetición puede quedar excluida de acuerdo
con la finalidad de la norma prohibitiva (cfr. TORRALBA SORIANO, V.
1966, 687). Pero cabe entender también que la exclusión de repetición es
aplicable en ámbitos en los que como regla general el legislador sólo
establece la repetición, sin prever la posibilidad de la torpeza. Así parece
entenderlo la doctrina, por ejemplo, en relación con el contrato de
trabajo.
El art. 9 del Estatuto de los Trabajadores establece que, en caso de que el
contrato de trabajo resulte nulo, el trabajador podrá exigir, por el trabajo
que ya hubiese prestado, la remuneración consiguiente a un contrato
válido. La regla, que trata de evitar un enriquecimiento injusto del
empresario, está en la línea de lo explicado en 3.4.4.2, “El problema de
las prestaciones irrestituibles ‘in natura’”). Con anterioridad, el art. 55 de
la Ley del contrato de trabajo establecía una excepción: “Salvo si la
nulidad proviniera de voluntad maliciosa del trabajador” y hoy la doctrina
entiende que a conclusión semejante debe llegarse mediante la aplicación
analógica de los arts. 1305 y 1306 Cc., de tal manera que el trabajador
no tendrá derecho al salario si el contrato de trabajo constituye un ilícito
penal en el que han intervenido trabajador y empresario o si, no siendo
ilícito penal, el trabajador ha contribuido culpablemente a su invalidez
(vid. MONTOYA MELGAR, A. 2000).

3.4.5.3. Causa del contrato y de la atribución patrimonial

En nuestra opinión, la causa ilícita o torpe que impide la restitución, no se


refiere al contrato o al negocio, sino a la atribución realizada, a la datio.
Por ello puede afectar a una sola de las partes -mientras que la causa del
contrato implica necesariamente a ambas- y así se explica que la regla
que niega la restitución de lo dado por causa torpe se encuentre también
en Ordenamientos que desconocen el concepto de causa del contrato o
del negocio, como el romano (de donde procede) o el alemán.
La causa ilícita del contrato, para serlo realmente y dar lugar a la nulidad
del mismo, ha de ser compartida por ambas partes y dar sentido al
negocio. En consecuencia, no cabría distinguir luego, como hacen estos
preceptos, según que la ilicitud afecte a ambos o a uno solo, pues en
este último caso (motivo o finalidad ilícitos para una parte, desconocidos
para la otra y que no dan sentido al negocio) el contrato sería válido y
estaríamos fuera del campo de aplicación del precepto.
Tanto el art. 1305 como el 1306 presuponen que: a) el contrato es nulo
por ilicitud de la causa o del objeto, ilicitud que afecta, necesariamente,
al contrato en su conjunto; b) uno o ambos contratantes han realizado
una atribución patrimonial correspondiente al contenido -no vinculante,
por nulo- del contrato; c) la atribución realizada, o una o ambas de las
realizadas, están afectadas de causa torpe para quien las hizo. Cuando
esta turpitudo resulta tipificada penalmente (para una o para ambas
partes) estamos en el ámbito del art. 1305.
En realidad, no era necesario partir de la existencia de un contrato nulo,
pues lo único relevante es la ilicitud cualificada o torpeza en la atribución
patrimonial. En efecto, esta atribución podría tener lugar sin contrato
previo, es decir, mediante entrega con finalidad ilícita a cuya consecución
o realización no queda obligado el accipiens. La conclusión sería la misma,
es decir, la privación de la condictio (en este caso, condictio ob causam
futuram) aunque la prevista finalidad no tenga lugar. Pero, en el fondo,
tampoco es incorrecta la situación de los arts. 1305 y 1306 en el Código,
porque, como hemos dicho, se presentan como una excepción a las
acciones del tipo de la condictio indebiti establecidas en el art. 1303.

3.4.5.4. Las distinciones clásicas

Ayudan a situar el tipo de problemas de que tratan estos artículos las


distinciones de los juristas clásicos, cuyo resumen tomo aquí de DONELLO
[en versión de NUÑEZ LAGOS, R. 1961, 7-40 (= Q. M. Scaevola, ¿??????
??????? 759-798)]. Pueden darse, según esta doctrina tradicional, los
siguientes casos:
1. Recae la torpeza en el que da y en el que recibe, cuando algo di para
que se haga maleficio: por ejemplo, si doy dinero al Juez para que falle
injustamente.
2. Se entiende que la torpeza está únicamente en el que recibe, cuando
se dio algo a otro para que éste se abstenga del maleficio o de la injuria.
Esto se hace de dos maneras: una, si doy algo para que éste no haga lo
que per se está prohibido hacer por el mismo derecho, por ejemplo, que
no cometa sacrilegio, que no robe, que no mate a un hombre (podría ser
el caso del llamado “impuesto revolucionario”); otra manera, cuando doy
algo a una persona para que esta haga lo que por derecho está obligada
a hacer, por ejemplo, si doy al ladrón para que devuelve la cosa
arrebatada, o me devuelva lo que me quitó, o si diera algo a persona a
quien presté o en cuyas manos deposité alguna cosa, para que me
devuelva lo prestado o depositado (podría ser el caso del “rescate”
pagado a secuestradores).
3. La torpeza puede estar únicamente en quien da. En las fuentes,
destaca el caso de la remuneración y regalos a meretrices y concubinas.

3.4.5.5. Fundamento y naturaleza de la exclusión de la repetición

La doctrina moderna ha tratado de encontrar un fundamento de política


legislativa a la máxima nemo audiatur turpitudinem suam allegans (o
bien in pari causa turpitudinis cessar repetitio), con la preocupación, en
particular, por aquellos casos en que, alcanzando a ambas partes la
turpitudo y habiendo cumplido una sola, resulta favorecida la otra por la
retentio de una prestación cuya contrapartida pactada tampoco se le
puede exigir (vid. AUBERT, M. 1954, 24 y ss.; CAEMMERER, E. 1958-
1959, 649; DE CASTRO, F. 1967, 252-252; ESSER, J. 1960, 789-800;
HECK, Ph. 1925, 32 y ss.; LE TOURNEAU, Ph. 1970, 240 y ss.).
Pueden señalare tres grupos de opiniones:
a). Compensación de culpas (por ejemplo, HECK). Se recuerda el
brocardo in pari delicto melior est causa possidentis, trasladando a este
terreno ideas propias de la indemnización de daños. Podría encontrarse
paralelo con el criterio del art. 1.270-1 Cc. para cuando ambos
contratantes han utilizado el dolo.
Explicación, al menos, insuficiente, para el Derecho español, ya que la
privación de restitución opera también cuando uno solo de los
contratantes es “culpable”.
b) Indignidad procesal de quien basa su acción en un acto propio ilícito.
La Justicia, se ha dicho, ante negocios infames, vuelve su rostro en un
movimiento de cólera y asco. A quien se ha colocada fuera del
Ordenamiento jurídico se le deniega la protección del Derecho. Es el
punto de vista más acorde con la aplicación de la máxima nemo auditur
en toda la amplitud que su letra sugiere.
Explicación no del todo convincente, pues resulta discutible que los
Tribunales civiles puedan no entrar a juzgar sobre las cuestiones que se
les proponen (art. 1-7 Cc.), resolviendo en justicia, por muy indigna o
injusta que haya sido la conducta del litigante. Por otra parte, en estos
casos el litigante no acude con una tara conocida ante el Tribunal (como
si fuera “persona infame”), sino que la turpitudo es una valoración que
hace el Tribunal después de conocer los hechos y a los efectos precisos
señalados por la ley: las consecuencias -privación de la repetición- lo son
del Derecho sustantivo aplicable al caso y no de una denegación de
justicia. Más aún, un contratante siempre puede hacer valer la ilicitud del
contrato, y con ello su propia infamia, para negarse a cumplir lo
prometido, aunque la contraparte demandada sea extraña a la causa
torpe.
La privación de restitución, por último, no tiene el carácter personalísimo
que sería acorde con la concepción de la "indignidad procesal", sino que
afecta a los causahabientes (por ejemplo, S. 30 noviembre 1929, cdo, 6º)
y a los terceros que pudieran ejercitar la acción por subrogación (v. gr.
acreedores, síndicos de la quiebra: la jurisprudencia alemana hace una
excepción para los administradores de la quiebra; cfr. ESSER, J. 1960,
800; para el Derecho francés, vid. LE TOURNEAU, Ph. 1970, 109-113).
No afecta, sin embargo, a los legitimarios, que actúan en virtud de
derecho propio (por ejemplo, S. 12 abril 1944). Cabe entender que no
funda una excepción cuyo libre ejercicio se encomiende al demandado en
repetición, sino que el juzgador ha de rechazar por sí la repetición que se
actúa, aplicando de oficio los artículos 1.305 - 1.306 (en lugar del art.
1.303) cuando resulten probados los hechos que configuran su supuesto
(aunque debe reconocerse que no es seguro que sea este el parecer de la
jurisprudencia, sino más bien el contrario, que requiere la invocación de
parte y excluye la aplicación de oficio de estos preceptos: implícitamente,
S. 5 octubre 1957 y también S. 24 marzo 1995, que mantiene el
reintegro mutuo por entender que es una exigencia, en el caso, del
principio prohibitivo de la “reformatio in peius”, pues es sólo la recurrente
quien pide retener sin que la contraparte invoque la regla de no
repetición; las Ss. 24 enero 1977 y 30 octubre 1985 advierten que la
alegación de la no restitución es cuestión nueva, en la que no debiera
entrar el Tribunal, si bien luego, a mayor abundamiento, y por otras
razones, rechazan la aplicación de los preceptos que la establecen).
c) Pena civil contra el atribuyente, al que se priva de protección jurídica
en razón de lo infame de su conducta. Es el criterio más extendido en la
jurisprudencia y doctrina alemanas.
Contra esta conceptuación se ha argumentado que la idea de pena es
ajena al Derecho civil moderno. Pero el legislador no puede menos de
tener en cuenta, para salvaguardarlos, los intereses públicos y la
moralidad social también en la solución de los conflictos que se plantean
como puramente privados, pudiendo imponer consecuencias negativas a
quien ha infringido principios de moralidad de especial importancia para
la comunidad, con finalidad también preventiva. Por lo demás, es un
hecho que el legislador tiende a establecer cada vez más sanciones civiles
en distintos ámbitos: responsabilidad del administrador por deudas de la
sociedad en el caso de no promover su disolución, art. 262 LSA; pérdida
del envío no solicitado al consumidor, sin cobrar el precio, para el caso de
envíos no solicitados, art. 42 Ley de ordenación del comercio minorista de
1996; multas coercitivas impuestas en la ejecución, arts. 709 a 711 Lec.
de 2000; multas coercitivas para el incumplimiento de las medidas
provisionales previstas en el art. 42 de la Ley de servicios de la sociedad
de la información de 2002.
En nuestro Código, la finalidad penal es evidente en el art. 1305, que tiñe
todo el ámbito de éste y del siguiente artículo. La jurisprudencia así lo
admite: la S. 23 noviembre 1969 (Cdo. 5º) califica la privación de
repetición ex art. 1.306 "como sanción a la conducta antijurídica de los
contratantes"; la S. 14 marzo 1986 entiende que de la regla 1º del art.
1.306 (que no aplicó en el caso) supone que "cuando se establece un
concierto o se crea una relación jurídica con un fin que no sea lícito, la
ley declara su ineficacia hasta sus últimas consecuencias, como sanción a
la conducta antijurídica de los creadores de dicha relación, sanción que no
distingue el carácter voluntario o forzoso de la entrega, pues sólo se
exige que sea consecuencia de la relación creada y antes de que ésta se
declare nula".
Teóricamente, el comiso alcanza también a casos en que uno solo de los
contratantes ha incurrido, no sólo en delito, sino incluso en falta dolosos -
salvo que las cosas pertenezcan a un tercero de buena fe no responsable
del delito que las haya adquirido legalmente- (art. 127 Cp.). Por ejemplo,
en los casos de cohecho o tráfico de influencias, la torpeza puede darse
sólo en quien recibe la dádiva, y el art. 431 Cp. expresamente establece
que “en todos los casos” las dádivas, presentes o regalos caerán en
decomiso. Ante ello, desciende mucho el peso de la objeción que hace
valer que nunca el contratante igualmente infame habría de sacar
provecho de la pena impuesta al otro, como ocurriría si sólo éste ha
cumplido y no se previera el comiso. Y decimos teóricamente porque,
como es sabido, la regulación del comiso es deficiente y contradictoria, y
no están claras las relaciones de las regulaciones especiales del comiso
con la regulación general (arts. 127 y 128 Cp., que vinculan el comiso de
bienes de lícito comercio a la satisfacción a la víctima) ni tampoco están
claras las relaciones del comiso con las reglas de responsabilidad civil,
que en el art. 110 Cp. incluyen la restitución, de tal manera que tendría
apoyo legal la decisión judicial que no decretara el comiso sino la
restitución a favor de quien cumplió sin ser responsable penal.
Por otra parte, la retención de lo recibido -cuando el comiso no tiene
lugar- no es propiamente tal, sino mero efecto reflejo de la privación de
acción al contrario; la ley no atribuye a quien recibió la prestación un
derecho a retenerla o hacerla suya; de modo que el favorecido
fácticamente no ha adquirido por justa causa (por lo que podrá haber,
según los casos, un deber moral de restituir que, aun no exigible ante los
Tribunales, haría irrepetible su cumplimiento espontáneo). Por ello
creemos que parte de premisas erróneas LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA,
C. (1995, 308 y ss.; posteriormente, 1997, 159 y ss.) al criticar el
precepto legal porque "consagrar en una norma el enriquecimiento
injustificado no tiene actualmente buen sentido" y "cuando ambos son
culpables y ambos ejecutaron el contrato inmoral, tampoco tiene buen
sentido que ambos tengan derecho a retener lo prestado". Pero la ley no
concede tal "derecho", ni consagra el enriquecimiento, ni ello tiene
sentido ni "actualmente" ni en ningún momento histórico. Aunque es
indudable que los cambios en las concepciones morales se reflejan en la
aplicación de preceptos como estos, no parece acertado afirmar que el
artículo 1.306 "sólo se comprende teniendo en cuenta la tradición
histórica y el punto de vista de los Ordenamiento burgueses que recogió
esta tradición, en el afán del legislador de época por "moralizar
conductas".
La actitud contraria a estos preceptos, ciertamente incómodos, parece
cada vez más extendida entre los juristas españoles. Acaso corresponde
a unas concepciones sociales que tienden a no considerar moralmente
reprobable -al menos, reprobable por los Jueces- sino lo penalmente
prohibido; quizás también a unas premisas teóricas (sean o no
conscientes) que atribuyen al Derecho virtualidad para regir eficazmente
todas las acciones humanas socialmente relevantes produciendo siempre
resultados coherentes y justos. Es posible que artículos como los 1.305 y
1.306 se entiendan mejor con una visión más modesta de las
posibilidades reales del Derecho como instrumento de dirección de la vida
en sociedad; reconociendo que los Ordenamientos jurídicos son realmente
incompletos y contradictorios y comparten su papel de gobierno de la
sociedad con otros Ordenamientos o sistemas.

3.4.5.6. Hecho constitutivo de delito o falta

Conforme al art. 1305: “Cuando la nulidad provenga de ser ilícita la causa


u objeto del contrato, si el hecho constituyere delito o falta común a
ambos contratantes, carecerán de toda acción entre sí, y se procederá
contra ellos, dándose, además, a las cosas o precio que hubiese sido
materia del contrato, la aplicación prevenida en el Código penal respecto
a los efectos o instrumentos del delito o falta. Esta disposición es
aplicable al caso en que sólo hubiere delito o falta de pare de uno de los
contratantes; pero el no culpado podrá reclamar lo que hubiese dado, y
no estará obligado a cumplir lo que hubiera prometido”.
El texto de este artículo es semejante al correspondiente del Anteproyecto
de 1882-1888 y del Proyecto de 1851. Se reproducen aquí subrayando
las variantes principales. Anteproyecto de 1882-1888, art. 1328: “Cuando
la nulidad provenga de ser ilícita la causa o materia del contrato, si el
hecho constituye un delito o falta común a ambos contrayentes,
carecerán de toda acción entre sí, y se procederá contra ellos, dándose,
además, a la cosa o precio que hubiesen sido materia del contrato, la
aplicación prevenida en el Código penal respecto a los efectos o
instrumentos del delito o falta. Esta disposición es aplicable al caso en
que sólo hubiese delito o falta de parte de uno de los contrayentes; pero
el inculpado podrá reclamar lo que hubiere dado, y no estará obligado a
cumplir lo que hubiere prometido”. Proyecto de 1851, art. 1192: “Cuando
la nulidad provenga de ser ilícita la causa o la materia del contrato, si la
torpeza constituye un delito o falta común a ambos contrayentes,
carecerán de toda acción entre sí, y se procederá contra ellos, dándose
además a las cosas o precio que hubieren sido materia del contrato la
aplicación prevenida en el Código penal a los efectos o instrumentos del
delito o falta. Esta disposición es aplicable al caso en que sólo hubiere
delito o falta de parte de uno de los contrayentes, en lo que respecta al
mismo; pero el otro podrá reclamar lo que hubiere dado y no estará
obligado a cumplir lo que hubiere prometido”.

3.4.5.6.1. Delito o falta común. El comiso

La aplicación del art. 1305 presupone la condena, en juicio criminal, del


contratante o contratantes, en razón de hechos constitutivos de delito o
falta (S. 26 noviembre 1955; indica implícitamente una solución distinta
la S. 5 octubre 1957).
Por el contrario Díez-Picazo entiende que "no se requiere que la
calificación previa de los hechos como delito haya sido previamente
realizada por la jurisdicción penal, ni que tal calificación tenga valor de
cosa juzgada para que el precepto civil pueda entrar en juego. La puesta
en juego del art. 1.305 puede ser llevada a cabo por los Tribunales civiles
aun a falta de actuaciones penales" (DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 478).
La necesidad de proceso penal es evidente para el comiso, que
ciertamente no podría imponerlo el Juez civil. A éste incumbe solamente
apreciar si los hechos pudieran ser constitutivos de delito o falta a efectos
únicamente de ponerlo en conocimiento del órgano jurisdiccional
competente. Puesto que, salvo el comiso previsto en el primero de ellos,
las consecuencias de los artículos 1.305 y 1.306 son exactamente las
mismas, puede decirse que los Tribunales civiles sólo aplican este último
(aunque citen ambos).
En el caso del párr. I del art. 1305, el contrato es por hipótesis nulo y
nadie puede reclamar su cumplimiento. Como consecuencia accesoria, al
delincuente (o a los delincuentes, cuando los hechos constituyen dos
delitos -como en el cohecho- o resultan ser los contendientes partícipes
en el único cometido) se impone el comiso de los efectos e instrumentos
así como de las ganancias provenientes del delito (comiso que generaliza
el art. 127 Cp. 1995 para cualquier delito), entre las que se cuentan la
cosa o precio recibido, a no ser -precisa el Código penal- “que
pertenezcan a un tercero de buena fe no responsable del delito que los
haya adquirido legalmente”. No hay que descartar, sin embargo, que con
arreglo a las reglas generales de responsabilidad civil derivada del delito
(art. 110 Cp.) no se decrete el comiso, sino la restitución de la cosa a
favor de la víctima del delito, que puede ser el contratante no culpado del
apartado II del art. 1305, el cual “podrá reclamar lo que hubiere dado”
(que no esté obligado a cumplir lo prometido no deriva de su falta de
culpabilidad, sino de ser el contrato absolutamente nulo). Así, por
ejemplo, cantidades entregadas al rufián por la prostituta (famoso en la
jurisprudencia francesa: crim. 7 junio 1945, D. 1946, 149).
La S. de la Sala 2ª de 6 abril 1962 pone de relieve la necesidad de
conciliar las regulación del comiso (cuyo fin fundamental, cuando se trata
de bienes de lícito comercio, es satisfacer a la víctima del delito, en el
caso el contratante estafado) con la de la responsabilidad civil: el
recurrente denuncia inaplicación del art. 1305 y pretende la restitución de
un camión entregado como parte del precio de la compra de otro que no
era del estafador que se lo vendió. Pero se desestima el recurso por
entender que la nulidad de la compraventa no determina la de las que
haya efectuado el culpable (que a su vez vendió el camión cuya
restitución se pretende a un tercero), “sino que dota al contratante
inocente para reclamar del otro lo que hubiese dado, según el art. 1305,
y de acción reivindicatoria contra el poseedor de buena fe como se prevé
en el art. 464 Cc.”. De esta forma, se deja sin efecto la intervención y
depósito del camión que queda a disposición de los actuales poseedores:
no hay comiso cuando los efectos del delito han pasado a poder de un
tercero no responsable del mismo (art. 48 Cp. anterior a 1995; cfr. con la
regla que impide la restitución cuando la cosa ha sido adquirido de modo
irreivindicable por un tercero, art. 11.2 Cp.).

3.4.5.6.2. Delito o falta de parte de uno solo de los contratantes

Como se acaba de decir, la repetición se niega sólo al condenado, por el


Tribunal competente, en razón de hechos constitutivos de delito o falta.
La prestación realizada por el contratante “no culpado” no cae en comiso,
sino que puede recuperarla. Esto es así también para quien observó
frente al delincuente una conducta equívoca o reprobable, mientras no
constituya delito o falta (por ejemplo, víctima de la estafa que trató de
aprovecharse del estafador). Esta norma legal implica un juicio
comparativo de la conducta de ambos contratantes. Es decir, que aun el
que da con motivo o con finalidades reprobables conserva la repetición, si
la conducta de la otra parte es considerablemente de mayor inmoralidad.
Criterio que, en nuestra opinión, debe también trasladarse al campo del
artículo 1306, es decir, cuando ninguna de las conductas torpes incurren
en delito ni falta (vid. 3.4.5.7).

3.4.5.7. Hecho no constitutivo delito o falta. La culpa


Además de la objetiva violación de la ley o de la moral -lo que, por sí
solo, puede determinar la nulidad del contrato- se requiere, para que
tenga lugar la privación de la restitución, que el sujeto conociera las
circunstancias de las que deriva la ilicitud y tuviera conciencia de la
ilicitud misma o hubiera debido tenerla (vid. LARENZ, K. 1959, 548;
AUBERT, M. 1954, 59 y ss.). Los vicios del consentimiento pueden excluir
la culpa. Repárese -en confirmación de la exigencia del elemento
subjetivo- en el término “culpa” utilizado en el art. 1306, regla 1a, que
sustituye al de “torpeza” utilizado en el Proyecto de 1851.
Se ha defendido la necesidad de una apreciación comparativa de la
torpeza de una y otra parte, de modo que sólo se privará de repetición a
ambos cuando su comportamiento sea igualmente vituperable, pero no
cuando haya sensible desproporción, aun habiendo obrado ambos
inmoralmente (en particular, LE TOURNEAU, Ph. 1970, 175 y ss.). El
adagio in pari causa turpitudinis parece apuntar en esta dirección. Este
planteamiento flexible, que permitirá al juzgador mayor margen de
apreciación, para llegar en cada caso a la solución más equitativa, nos
parece el adecuado en nuestro Derecho, pues armoniza con la última
parte del art. 1305. En efecto, si el cocontratante de quien incurrió en
delito o falta puede repetir lo dado, por más que su propia conducta no
sea irreprochable (mientras él, a su vez, no haya delinquido), el mismo
criterio que pena sólo a aquél cuya conducta es más gravemente inmoral
habrá de tenerse en cuenta cuando ninguno haya cometido delito o falta,
pero la infamia de uno haga palidecer la de la otra parte.
Así lo considera también LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. (1995, 329),
pues de los arts. 1.305 y 1.306 se desprende que nuestro legislador
recoge la regla in pari causa, de acuerdo con los antecedentes históricos,
en particular las Partidas (que no pudieron conocer la regla nemo auditur
por ser de formulación posterior). También para CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L.
H. (1993, 572) el párr. 1º del art. 1.316 "merece una interpretación
restrictiva, no debiendo aplicarse si los contratantes no se hallan in pari
delicto".
En la jurisprudencia, sigue este mismo criterio la S. 11 diciembre 1986
(“sin que la ilicitud quepa referirla a la infracción fiscal cometida con
anterioridad, sino a la causa del simulado contrato de compraventa o del
pretendidamente disimulado contrato de donación” celebrado para evitar
la denuncia fiscal).

3.4.5.8. Alcance de la exclusión de la repetición

Los arts. 1305 y 1306 impiden al contratante o contratantes torpes


repetir lo que cada uno hubiera dado en virtud del contrato. Se excluye
con ello la aplicación del art. 1303, pero también toda hipotética acción
fundada en el cobro de lo indebido (del que el art. 1303 no es sino una
concreción) o en el enriquecimiento injusto. Sólo así alcanza la ley el
efecto sancionador que se propone. En particular, no podría alegar pago
de lo indebido o empobrecimiento el contratante que se adelantó a pagar,
y ahora queda sin lo que dio y sin la contraprestación pactada.
Se excluye, asimismo, la acción reivindicatoria (en este sentido, entre
nosotros, CARRASCO PERERA, Á. 1987, 1067). En nuestro sistema la
nulidad, por ilicitud, del contrato obligacional destituye de causa a la
traditio, por lo que el accipiens no adquiere válidamente. Pero conceder
entonces la reivindicación al tradens contradiría la finalidad de la norma
en todos los casos en que la prestación hubiera consistido en entrega de
cosa identificable en el patrimonio del accipiens (es decir, en gran número
de los casos considerados en los arts. 1305 y 1306), colocando al tradens
en situación prácticamente equiparable a la que tendría si no hubiera
incurrido en torpeza o no existieran los arts. 1305 y 1306, los cuales se
aplicarían en realidad sólo a quienes prestó servicios o cosas no
identificables. La discriminación que se daría, en este terreno, entre
dadores de cosas -señaladamente inmuebles- y dadores de dinero o
prestadores de servicios no encuentra justificación.
El tema de la extensión del apartado 2 del § 817 BGB a la reivindicatoria
ha sido muy discutido en Alemania: recuérdese que los datos del
problema son allí muy distintos, dado el carácter abstracto del acto de
disposición, que no resulta habitualmente afectado por la inmoralidad del
negocio obligacional. Vid., en diversos sentidos, ESSER, J. 1960 801 y
ss.; FLUME, W. 1960, 396 y ss.; LARENZ, K. 1959, 550. En la doctrina
francesa, cfr. LE TOURNEAU, Ph. 1970, 47 y ss., que entiende admisible
la reivindicatoria.

3.4.5.9. Atribuciones unilaterales y cumplimiento por una sola de las partes

Ha preocupado a la doctrina la posible injusticia que la privación de


repetición entrañaría cuando, en un contrato sinalagmático nulo por
ilicitud de la que son partícipes ambos contratantes, sólo uno de ellos ha
cumplido lo prometido. El otro, cuya conducta ha sido igualmente torpe,
retendrá de hecho gratuitamente la prestación recibida, ya que no puede
exigírsele tampoco el pago de la contraprestación. La objeción podría
acaso llevar a la negación del principio in pari causa en aquellos
Ordenamientos en que la ley no lo acoge expresamente, pero nada habría
de poder contra norma expresa y clara -acorde, por lo demás, con la
tradición histórica del principio- como es la regla 1a del art. 1306, en la
que se hipotiza precisamente la situación de quien ya ha cumplido -
negándosele la repetición- y todavía no ha recibido la contraprestación
pactada -negándosele que pueda reclamar el cumplimiento-
(ALBALADEJO, M. 1991, 468).
La S. 23 noviembre 1961 aplica la regla 1ª del art. 1.306 contra el
contratante que cumplió sin recibir nada a cambio; también la de 2 abril
2002.
Por lo demás, quizás la aparente injusticia no sea tal, ya que, si bien no
se atiende a los intereses privados de las pares, sí al interés público. Por
último, para ciertos casos, la ponderación del diverso peso de la
inmoralidad de una y otra parte puede servir de expediente de equidad
(vid. 3.4.5.7., “Hecho no constitutivo de delito o falta. La culpa”).
Contra lo ahora dicho, llama la atención que el Tribunal Supremo, en el
supuesto clásico de las donaciones a la concubina, llega siempre a la
solución contraria a la tradicional, es decir, a reconocer la repetición al
donante.
Así, la S. 5 octubre 1957 concede, en definitiva, la restitución, aunque por
dudosas razones procesales. En particular, la S. 17 octubre 1959 -
criticada por la gran mayoría de los autores- hace valer una doctrina
inaceptable, según la cual el art. 1306 contemplaría únicamente “la
hipótesis de contratos con prestaciones correspectivas, y no aquellos
otros en los cuales sólo consta la entrega de algo, sin compensación de
adverso por una de las partes”.
Esta doctrina se apoyaba, erróneamente, en la cita de la S. 10 junio
1902: en esta se encuentra una frase que luego ha tenido un curioso
éxito jurisprudencial: "No habiendo entregado nada a su madre -se decía
allí- al otorgar el contrato, no es aplicable la compensación a que se
refiere la regla 1ª del art. 1.306". Sobre ser incidental la afirmación, era
también claramente improcedente, ya que en el caso decidido no había
causa torpe.
Frases similares se encuentran luego en otras Sentencias, sobre asuntos
diversos y en los que, como ya hemos señalado en 3.4.5.2. (“La causa
torpe”) es muy dudoso que pudiera calificarse la datio como torpe (por lo
que, en efecto, y no por la razón que dice el Tribunal, no procedía aplicar
el art. 1306).
Así, la S. 24 enero 1977 (venta simulada para evitar el embargo de los
bienes por los acreedores), para la que “la regla 2a del art. 1306 no es
aplicable cuando la nulidad de un contrato se funde en simulación o
cuando solo uno de los que suscribieron entregó algo”.
Para la S. 31 diciembre 1979 (aportación a sociedad contraria a la
legislación de prácticas restrictivas de la competencia), partiendo del
hecho de que la adhesión al contrato ha sido libre, la torpeza e ilicitud del
contrato alcanza a todos los otorgantes, privándoles de la posibilidad de
recabar el cumplimiento de lo pactado como sanción a su conducta
antijurídica, “aunque no de repetir lo aportado al no responder al Juez
[¿juego?] de unas mutuas prestaciones”.
La citada doctrina, por lo demás, no ha sido aplicada en los casos de
simulación relativa, cuando el negocio disimulado, además, es nulo por
contrario a la ley: invocada por el recurrente la doctrina que considera
inaplicable el art. 1306 a los contratos simulados, en la S. 2 abril 2002, el
TS. no la niega, aunque matiza que es inaplicable al contrato aparente,
por inexistente (compraventa de farmacia) pero no al encubierto y
realmente querido por las partes (la regencia de la farmacia: asunción de
la titularidad formal de la farmacia a cambio de un salario mensual a
detraer de los beneficios): la absolución de la solicitud de condena al pago
de los beneficios puede justificarse tanto negando el cumplimiento del
contrato como, por aplicación del art. 1306, negando la restitución que
procedería en el caso de prestación irrestituible in natura por el cesionario
aparente que explotó la farmacia.
La de 30 octubre 1985 (compraventa simulada, inexistencia de precio)
dice: “es reiterada la jurisprudencia de esta Sala, contenida, entre otras,
en la S. 7 febrero 1959 y en las citadas en la misma, según la cual el art.
1306 Cc. ‘no es aplicable cuando la nulidad se funda en ser simulado el
contrato, ni tampoco si uno solo de los contratantes entregó algo’, que es,
al igual que en el supuesto contemplado por la referida sentencia, el caso
resuelto por la aquí recurrida, en que el presunto vendedor, padre del
demandado, hoy recurrente, transmitió a éste, que figuraba como
comprador, las fincas objeto de las simuladas compraventas, sin
contraprestación alguna por su parte”. En realidad, no parece que en los
últimos casos citados se diera la causa torpe, en el sentido del art. 1306,
cuya aplicación era con toda probabilidad improcedente.
Hace tiempo que DÍEZ-PICAZO señaló la S. 17 octubre 1959 como
símbolo de la defectuosa utilización de sus propios precedentes por el
Tribunal Supremo (en lugar tan notorio como el prólogo a sus Estudios de
Jurisprudencia civil, 1973, 11; vid también 1973, 142-143). En realidad,
nos parece que en los casos de simulación absoluta lo que debiera
entenderse es que la entrega no se ha realizado, como en su día señaló
De Castro, porque el comprador aparente, a pesar de serlo por escritura
pública (art. 1462 Cc.), no se entenderá que ha recibido la cosa, pues la
simulación impide que sea real el paso de la posesión que, como el
dominio, sigue siendo del aparente vendedor (DE CASTRO, F. 1967, 252).
Pero son muy diferentes otros casos en los que, si se mantiene la
torpeza, la interpretación del Supremo es contraria a la ley, y parece
obedecer a un juicio contrario a la previsión legal.
Carrasco dice que no ha encontrado ninguna sentencia donde se haya
aplicado el art. 1.306-2 en un caso en que la causa torpe esté de parte
de uno solo de los contratantes que hubiera cumplido sin recibir nada a
cambio (CARRASCO PERERA, Á. 1992, 803). La consecuencia habría de
ser no poder recuperar lo que dio, que quedaría en manos del otro
contratante que nada pagó. Pero quizás este hecho no deba tanto a la
postura jurisprudencial -que, ciertamente, no se inclina a este resultado-
como a la cruda realidad. Quien incurre en causa torpe frente a quien
obra de forma no vituperable no suele realizar prestación alguna sin
cobrar por adelantado; si lo hace, es poco verosímil que recurra a los
Tribunales para exigir el pago. Un caso límite, ciertamente, es el de la S.
11 diciembre 1986, en el que quien logra una transmisión gratuita de un
inmueble a cambio de no denunciar una infracción tributaria, demanda
para reclamar el importe de un impuesto que tuvo que pagar como
consecuencia del contrato celebrado.
Obsérvese, por último, que la doctrina jurisprudencial que aquí se critica
llevaría siempre a eludir la exclusión de la restitución, pues a) si se trata
de donación, por ello mismo podría siempre repetirse lo donado, mientras
que b) si el contrato es sinalagmático y sólo una de las partes ha
cumplido, también cabría la repetición, de modo que c) en el caso de
cumplimiento por ambas partes, la aplicación de los preceptos que nos
ocupan sería meramente aparente, pues los resultados coincidirían
exactamente con los queridos por las partes, a pesar de la especial
enemiga con que el legislador parece tratar estos contratos no sólo nulos,
sino especialmente inmorales, con lo que se despoja de todo sentido
razonable a las normas legales.
CARRASCO PERERA, Á. (1992, 784 y 803) observa igualmente -sin que
parezca entenderlo merecedor de crítica- que el Tribunal Supremo aplica
la regla de irrepetibilidad del art. 1.306-1º "cuando considera razonable
mantener el statu quo resultante del contrato nulo, con efectos
equivalentes a los producidos si no se hubiera declarado la nulidad”.

3.4.5.10. Algunas limitaciones al principio: prestaciones no definitivas o que el "accipiens" no


recibía para su propio patrimonio

El Código civil alemán excepciona de la exclusión de repetición de la


prestación torpe el caso en que la prestación consistiere en contraer una
obligación (§817-2 BGB). Con mayor razón debe mantenerse la misma
doctrina para el Derecho español, en que no se reconoce el negocio
obligacional abstracto. La aceptación de letra de cambio o la firma de
pagaré no es todavía pago (vid. art. 1.170-2 Cc.) y es conforme a la idea
de los artículos 1.305 y 1.306 impedir su cumplimiento para evitar con él
una atribución patrimonial reprobable. Generalizando este criterio
restrictivo, se ha dicho que no ha de excluirse la repetición de las
atribuciones no definitivas, aquellas que el atributario no ha de retener
para siempre según el acuerdo y las que no recibe para su propio
patrimonio (ESSER, J. 1960, 803; FLUME, W. 1965, 391-394; LARENZ, K.
1959, 549-550). Así, por ejemplo, las prestaciones en garantía
(constitución de prenda o hipoteca, cesión de crédito en garantía, etc.)
serían repetibles aun cuando la obligación garantizada fuera nula por
ilicitud de la causa. Lo mismo las cantidades entregadas para ejecución
de un mandato ilícito (mientras éste no ha sido ejecutado) o las
atribuciones fiduciarias: de otro modo, la aplicación de los artículos 1.305
y 1.306 llevaría a desplazamientos patrimoniales que ni siquiera el
contrato habría producido de ser válido.
Siguiendo este camino, es decir, entendiendo restrictivamente el
concepto de "prestación" realizada en virtud de contrato ilícito ("lo que se
hubiera dado a virtud del contrato", dice el artículo 1.306 Cc.), se hace
notar que en contratos como el préstamo o el arrendamiento lo dado en
virtud de él no es el dinero o la cosa, sino la utilización de ellos durante
cierto tiempo; en consecuencia, la irrepetibilidad sólo operaría en el
tiempo contractualmente previsto para la duración de la prestación.
El supuesto principal es el del préstamo usurario, que llevó al
Reichsgericht a cambiar en el sentido apuntado su anterior jurisprudencia
(S. 30 junio 1938): se entiende que al usurero alcanza la tacha de torpe,
y no así al prestatario, por lo que éste puede repetir los intereses
pagados, pero aquél no el capital entregado; ahora bien, si la negación de
la repetición fuera perpetua, el prestatario obtendría sin fundamento
alguno otra ventaja patrimonial, además de la que el contrato le
proporcionaba (la utilización del capital por el tiempo pactado); en
definitiva, se entiende que el § 817 BGB (equivalente a nuestro artículo
1.306) no se opone a la repetición del capital una vez transcurrido el
tiempo pactado. La solución parece aceptable en nuestro Derecho, en que
el art. 3º de la Ley 23 julio 1908 (de represión de la usura) obliga al
prestatario a restituir la suma recibida, autorizándole a repetir el exceso
pagado en concepto de intereses: ha de entenderse -aunque no resulta
con claridad de la jurisprudencia- que la restitución del capital tampoco
puede exigirse antes del plazo pactado. Considerando que esta solución
legal no es sino concreción para un caso de la regla del art. 1.306
podríamos tratar con los mismos instrumentos problemas como el del
arrendamiento de prostíbulo, sin necesidad de reconocer -lo que sería
incorrecto, en nuestra opinión- el ejercicio de la reivindicatoria al
arrendador durante el plazo del arriendo.
Conforme al art. 3 de la Ley de usura, “declarada con arreglo a esta ley la
nulidad de un contrato, el prestatario estará obligado a entregar tan sólo
la suma recibida; y si hubiera satisfecho parte de aquélla y los intereses
vencidos, el prestamista devolverá al prestatario lo que, tomando en
cuenta el total de lo percibido, exceda del capital prestado”. Como
recuerda PARRA LUCÁN, M. A., en comentario a la S. 21 febrero 2003
(2003, 824), se han defendido tres tesis para explicar el contenido de
esta disposición.
La primera entendería que los efectos del contrato usurero no
desaparecen totalmente a pesar de la declaración de nulidad, pues
subsiste la obligación de restituir. Esta tesis ha sido defendida por algún
autor que, a través de la afirmación de que el contrato produce efectos,
encuentra además explicación a que la obligación de restituir quede
sometida, como parece que hace la jurisprudencia, al plazo de
prescripción previsto para las acciones personales que no tengan
señalado otro plazo de prescripción (MARÍN PÉREZ, P. 1982, 138, con cita
de Santos Briz) y a que los efectos de la declaración de usureros no sean
los de la nulidad del Código civil (restitución de frutos, precio e intereses,
art. 1303 del Código civil: en este sentido, RIVERO ALEMÁN, S. 1995,
299).
La misma idea se encuentra expresada en algunas Sentencias de la Sala
Primera del Tribunal Supremo con el fin de declarar la subsistencia de la
fianza de un préstamo, calificado de nulo por usurero, pero entonces
garantizando únicamente la obligación de devolver el capital prestado,
que es lo que resulta del art. 3 de la Ley de 1908 de usura: según las Ss.
6 marzo 1961 y 8 noviembre 1991, los efectos de aquel contrato no
desaparecen en su integridad, pues “queda subsistente” la obligación de
devolver y, por ende, el accesorio de la fianza subsiste, si bien reducido a
la extensión de la obligación principal. La misma doctrina mantiene, para
la hipoteca de préstamo usurero, con cita de la doctrina de la S. de 6 de
marzo de 1961, la S. 14 junio 1984 (“por obra misma de su accesoriedad
habrá de subsistir la hipoteca en tanto el pago del crédito no provoque su
extinción”), pero el criterio ha sido rectificado, yo creo que con acierto
para la hipoteca, por la S. 20 junio 2001 (“no se ve cómo puede subsistir
una hipoteca constituida voluntariamente con los requisitos precisos para
su inscripción registral en atención a los principios hipotecarios de
especialidad y determinación, a fin de que garantice otra obligación
principal y por un tiempo que no se ha establecido obviamente... el
órgano judicial no puede ser la fuente creadora de una garantía real con
los necesarios requisitos exigidos para la inscripción”).
Criticando la jurisprudencia que entiende que el préstamo declarado nulo
por usura produce sus propios efectos (entre los que estaría la obligación
de devolver), ALBALADEJO, M. (1995 b, 43) ha argumentado, y esta sería
una segunda explicación del art. 3 de la Ley de usura, que la restitución
es una consecuencia de la nulidad, conforme a la regla general del art.
1303 del Código civil. El plazo de prescripción de quince años resultaría,
lo que es coherente con el planteamiento del autor de ser la del préstamo
usurero una nulidad absoluta y estar referido el plazo a la restitución, y
no a la declaración de nulidad, por lo que no estaríamos, como suele
afirmar la doctrina civilista, ante una “nulidad atípica” (lo que no impide,
aunque no voy a entrar en ello, que en la jurisprudencia se encuentren
afirmaciones de ser una nulidad absoluta pero también la exclusión de
que pueda apreciarse de oficio o de que esté legitimado un sujeto distinto
del prestatario). La subsistencia de la fianza podría defenderse, como
hace Albaladejo, para el caso de que no se haya excluido, entendiendo
que la voluntad de afianzar comprende tanto la de afianzar las
obligaciones contractuales como las que pueda generar la invalidez del
contrato: pero esto, que puede ser equitativo y conforme al espíritu del
art. 1258 del Código civil choca, como reconoce el propio autor, con el
criterio restrictivo que para la fianza establece el art. 1827 del Código
civil.
No ha faltado, sin embargo, lo que parece razonable, quien señala la
conexión de la nulidad del contrato con los arts. 1305 y 1306 del Código
civil (lo apunta, a otros efectos, ROCA TRÍAS, E. 1989, 156).
Es evidente que las posibles explicaciones del art. 3 de la Ley de usura y
de sus relaciones con los preceptos generales sobre nulidad de los
contratos están relacionadas tanto con el propio concepto del contrato de
préstamo de dinero como con las diferentes posiciones doctrinales sobre
nulidad e ineficacia.
Lo primero que debemos plantearnos es la pregunta de si es el art. 3 de
la Ley de usura una reiteración de lo dispuesto en el art. 1303 del Código
civil. ¿Cuáles serían “las cosas materia del contrato” de préstamo que,
caso de ser aplicable el art. 1303 del Código civil, deberían restituirse
recíprocamente los contratantes una vez “declarada la nulidad de la
obligación”? Las consecuencias que resultarían de aplicar en su literalidad
el art. 1303, concebido en el Código civil como contrato real son absurdas
(si el prestamista entrega una suma de dinero y el prestatario se obliga a
devolver otro tanto así como los intereses pactados por el beneficio que
supone gozar de la cantidad prestada, declarada la nulidad del contrato
surgiría, conforme al art. 1303, la obligación del prestamista de restituir
la suma de dinero devuelta por el prestatario –esa es en realidad la
prestación ejecutada en cumplimiento del contrato- así como los intereses
ya cobrados). Esa consecuencia ilógica (el prestatario recuperaría el
capital y los intereses) se supera si se razona desde la perspectiva de la
finalidad del art. 1303 del Código civil, que no es otra que la de restaurar
la situación anterior, como si el contrato no se hubiera celebrado: el
prestatario debe devolver el capital y el prestamista los intereses que ya
haya cobrado. No se produciría la supuesta contradicción denunciada por
algún autor entre el art. 3 de la Ley de usura (que excluye el pago de
intereses) y el art. 1303 del Código civil (que ordena la restitución de
intereses) porque este última regla, como hemos explicado, sólo es
aplicable, conforme a las reglas generales, cuando el obligado a restituir
sea de mala fe, vid. 3.4.4.3). En un préstamo usurero, al prestatario se le
puede considerar de buena fe y no tendría que abonar ningún interés,
tampoco si se aplicara el art. 1303 del Código civil. Desde esta
perspectiva, tampoco parece necesario calificar la del art. 3 de la Ley de
usura de nulidad atípica, en el sentido de que el prestatario no quede
obligado a pagar el interés normal, o el interés legal, como a veces se ha
propuesto, porque esta consecuencia tampoco resultaría de la aplicación
del art. 1303 del Código civil.
Pero no parece que el régimen del art. 1303 se ajuste al problema de los
préstamos usureros. En particular, el principal inconveniente que tendría
la aplicación del art. 1303 a la declaración de nulidad del préstamo es
que, entonces, la obligación de restitución surgiría aunque no hubiera
vencido el plazo previsto en el contrato por las partes para la devolución
del capital.
Desde este punto de vista, quizás sea posible ofrecer otra interpretación
del art. 3 de la Ley de usura que, precisamente, lo que pretende
únicamente es que el prestamista no cobre ningún interés, pero no evitar
que pueda exigir la recuperación del capital prestado ni tampoco permitir
que pueda hacerlo antes del momento previsto para su devolución. La
sanción impuesta al usurero por la Ley de usura no es la misma que
resultaría de aplicar el art. 1303 del Código, puesto que consiste en la
negación del derecho a recibir ninguna contraprestación por la cesión del
capital, pero no en la afirmación del derecho a exigir inmediatamente la
restitución del capital como consecuencia de la nulidad.
Si se pone en relación el art. 1 con el art. 3 de la Ley de usura, que
literalmente se refieren a la nulidad, cabe entender que el de los
préstamos usureros es un régimen especial de nulidad en el siguiente
sentido: que el contrato de préstamo usurero es nulo significa que el
prestamista sólo está obligado a devolver la cantidad recibida, pero no
antes del vencimiento del plazo fijado en el contrato.
Si se admite lo anterior, la solución defendida equivaldría a las
consecuencias que se obtendrían de calificar la regulación del art. 3 de la
Ley de usura como un supuesto de ineficacia parcial.
Creemos que esta interpretación, que podía mantenerse partiendo de la
finalidad perseguida por la Ley de usura, se ve ahora reforzada por la
interpretación con arreglo a la nueva realidad, entendiendo por tal, las
leyes que en materia de protección del consumidor, cláusulas abusivas y
condiciones generales de la contratación establecen la denominada
“nulidad parcial” (una comparación entre la diferente técnica sancionadora
de la Ley de usura y la Ley de consumidores, en GARCÍA CANTERO, G.,
1989, 209).
El contrato de préstamo es válido y eficaz en todo aquello que no se
opone a la ley, que prohíbe los intereses usureros; estipulado un interés
usurero, la consecuencia es la eliminación de las cláusulas contrarias a
normas imperativas, entendiendo por tales las que prohíben los intereses
usureros, pero sin que se imponga un contenido en sustitución de la
cláusula eliminada (el interés legal del dinero, o el interés normal), salvo
que se entienda que se sustituye por la regla que establece el carácter
naturalmente gratuito del préstamo (art. 1755 del Código civil). La validez
del contrato de préstamo explicaría que subsista la obligación de restituir
el capital al vencer el plazo previsto en el contrato, como una
consecuencia del contrato y que, por lo mismo, pudieran subsistir las
obligaciones accesorias, como la fianza.
Esta solución, por lo demás, es coherente con la interpretación que,
pegada al tenor literal de la Ley de usura, que habla de nulidad del
contrato, puede hacerse de su art. 3 en relación con el art. 1306 del
Código civil.
El art. 1306.2 del Código civil se ocupa de la restitución en el caso en que
el hecho no constituyere delito ni falta y la culpa o turpitudo esté de parte
de uno solo de los contratantes: “no podrá éste repetir lo que hubiese
dado a virtud del contrato, ni pedir el cumplimiento de lo que se le
hubiera ofrecido”. El que fuera extraño a la causa torpe “podrá reclamar
lo que hubiera dado, sin obligación de cumplir lo que hubiera prometido”.
Parece razonable entender que en el caso de los préstamos usureros la
torpeza está de parte del prestamista, no del prestatario. Pero si se
negara al usurero el derecho a obtener la repetición del capital prestado
se estaría concediendo al prestatario una ventaja patrimonial
injustificada. Debe entenderse que en el contrato de préstamo lo dado
por el prestamista no es el dinero, sino su utilización durante cierto
tiempo: en consecuencia, la irrepetibilidad del art. 1306 sólo operaría en
el tiempo contractualmente previsto para la duración de la prestación, es
decir, la restitución del capital no puede obtenerse antes del plazo
pactado.

3.4.6. Negación de la repetición a quien perdió culpablemente lo recibido a


cambio

3.4.6.1. Pérdida de la cosa por quien puede ejercitar la acción

3.4.6.1.1. Sentido del art. 1314 Cc.


El artículo 1.314 trata de la pérdida de la cosa recibida por el contratante
que, luego, pretende la restitución de lo por él dado en razón de ser
inválido el contrato (“También se extinguirá la acción de nulidad de los
contratos cuando la cosa, objeto de éstos, se hubiese perdido por dolo o
culpa del que pudiera ejercitar aquélla. Si la causa de la acción fuere la
incapacidad de alguno de los contratantes, la pérdida de la cosa no será
obstáculo para que la acción prevalezca, a menos que hubiese ocurrido
por dolo o culpa del reclamante después de haber adquirido la
capacidad”).
La norma contenida en el artículo 1.314, de la que se ha dicho con razón
que es "algo enigmática" (CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 236),
presenta en efecto notables problemas en la interpretación de detalle,
pero, sobre todo, una gran dificultad de caracterización y encuadre. Se ha
entendido autorizadamente que el artículo 1.314 incluye en la
confirmación el supuesto en que las cosas objeto del contrato se
hubiesen perdido, mediando dolo o culpa del que pudiera ejercitar la
acción (DÍEZ-PICAZO, L. 1993 I, 477-478, cuya doctrina -tomada de
anterior edición- acepta expresamente, salvo en un detalle, CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 236).
Pero, en nuestra opinión, esta interpretación ofrece varias dificultades, y
aquí no la compartimos (sobre todo ello vid. 4.1.4.5.). Sólo cuando la
conducta de quien recibió cosa pueda configurar una confirmación tácita
del contrato anulable en las condiciones en que ésta se produce, es decir,
habiendo ya cesado la causa de nulidad y siendo conocida por el sujeto al
causar la pérdida de la cosa se producirá el efecto de la confirmación,
pero por obra de los arts. 1309-1313, sin que para nada afecte a ello el
art. 1314.
Es de notar también que no parece que el art. 1314 tenga mucha
importancia en la práctica, a juzgar por el hecho de que no se encuentra
ni una sentencia del Tribunal Supremo que la haya aplicado.
La S. 6 febrero 1974, que cita ALBALADEJO, M. (1991, 481) y,
siguéndole, LÓPEZ BELTRAN DE HEREDIA, C. (1995, 121), en realidad no
se ocupa de este artículo, sino que, como otras muchas, entiende que los
artículos 1.300-1.314, en su conjunto, no alcanzan a la nulidad absoluta.
El punto de partida en esta materia es el de que la pérdida sitúa a quien
perdió la cosa en la imposibilidad de restituirla, por lo que, en principio, y
de acuerdo con el art. 1308, no puede compeler al otro a la restitución.
Que esta consecuencia derivaría ineludiblemente de los arts. 1303 y 1308
lo pone de manifiesto -por si hiciera falta- la comparación con el art.
1295, cuya primera parte es sensiblemente igual al art. 1303 y que
continúa: “En consecuencia, sólo podrá sólo podrá llevarse a efecto
cuando el que la haya pretendido pueda devolver aquello a que por su
parte estuviese obligado”. Es decir, para el legislador, la regla según la
cual perdida, por cualquier causa, la cosa que uno debe entregar se
extingue el derecho a reclamar la entrega de contrario está implícita o es
consecuencia de la que establece la restitución recíproca de cosa y
precio: reciprocidad que, para la invalidez, subraya con énfasis el art.
1308 (cfr. art. 1.078). Vid. el comentario del artículo 1.295 por MORENO
QUESADA, B. 1995, 193 y ss.
En este contexto, el artículo 1.314 introduce una importante excepción a
favor de personas a quienes se pretende proteger, permitiéndoles, contra
la regla general, pedir restitución de lo dado cuando la causa de no
restituir lo por ellos recibido sea la pérdida no culpable de la cosa (más
ampliamente, la imposibilidad fortuita sobrevenida de la prestación). Este
artículo, lo mismo que el 1.307 del que es homólogo (uno para la pérdida
de lo recibido por el demandado; el otro, de lo recibido por el acto), sería
una salvedad más, la última, de las enunciadas en el artículo 1.303
respecto de la restitución recíproca de cosa y precio.
Tratemos de precisar lo motivos de esta norma excepcional. GARCÍA
GOYENA explicaba que el artículo 1.188 del Proyecto de 1851 tendía a
proteger al incapaz, entendiendo que hay malicia en contratar con él a
sabiendas y culpa en ignorarlo; y que, en los casos de dolo, violencia y
error hay "más que culpa" en el autor del dolo y violencia, mientras que
el error de un contrayente es casi siempre resultado del dolo del otro; por
ello -prosigue- "si el error de uno no procediese de dolo o engaño del
otro, de modo que hubiese buena fe de ambos contrayentes" se regirá el
caso por la regla general, es decir, que "si la cosa se hubiese perdido en
poder del reclamante, cesará este recurso", no siendo posible exigir
restitución. Como se ve, de nuevo el legislador presupone que aquel
contra quien se ejercita la acción actuó de mala fe al contratar, y acaso
por ello podría decirse que está siempre en mora en el cumplimiento de
su deber de restitución por nacer éste de ilícito (vid. arts. 1.182 y 1.185),
por lo que ni siquiera el perder la prestación por él entregada le exime de
cumplir. Consecuentemente, creemos, con GARCÍA GOYENA, que si el
demandado actuó de buena fe (lo que puede ocurrir, no sólo en el caso
de error, sino también en el de violencia empleada por un tercero) no se
aplica este artículo, sino que, sea cual sea la causa de la pérdida de la
cosa recibida, quien no puede restituir no puede tampoco exigir
restitución.

3.4.6.1.2. ¿Qué se entiende por pérdida ?

La pérdida a que alude el artículo 1.314 puede ser, en primer lugar, una
pérdida puramente material, como la destrucción, el extravío o la
consumición. A la destrucción puede equipararse el menoscabo esencial
de la cosa, así como pérdida de identidad por unión, mezcla o
especificación.
La enajenación puede valer como confirmación tácita cuando se den los
requisitos necesarios (en particular, conocimiento de la causa de nulidad
y haber ésta cesado: vid. 4.1.4.2.); pero que, en todo caso, en cuanto
que pone al sujeto en la imposibilidad de restituirlo por él recibido y luego
enajenado, plantea la duda sobre si conserva o no la restitución de lo por
él prestado. De acuerdo con cuanto se lleva expuesto, la imposibilidad de
restituir le priva, en principio, de la acción de restitución (y esto,
probablemente, aun prescindiendo de si la otra parte contratante podría
recuperar la cosa, pues lo decisivo parece ser que el actor pueda
ofrecerla al pedir a su vez restitución). Pues bien, el artículo 1.314
conserva la acción a favor de los protegidos por la anulabilidad, aunque
hayan enajenado la cosa recibida, siempre que quepa entender que no ha
mediado dolo ni culpa en la enajenación (lo que depende de cómo se
entiendan estos conceptos: si se entiende como mero "hecho propio" o
imputable, lo sería toda enajenación voluntaria; quedaría fuera la
expropiación forzosa y, según los casos, la ejecución forzosa para pago
de deuda). Además, en todo caso, el incapaz que la enajenó -su
guardador legal, o con él- durante su incapacidad no pierde por ello la
acción.

3.4.6.1.3. Dolo y culpa.

Propiamente, para calificar de doloso o culposa la pérdida de la cosa


recibida ha de suponerse un deber de diligencia en su conservación que,
de ordinario, es accesorio al de entregarla. Ahora bien, el deber de
entrega de lo recibido no incumbe al legitimado para pedir la anulación
del contrato mientras no opta por la anulación; ni se ve qué otra base
tendría el deber de diligencia, o cómo podría tener vida autónoma. Acaso
proceda entonces calificar la posición del actor respecto de la
conservación de la cosa como una carga (y no como un deber en sentido
propio), en cuanto que el eventual ejercicio del derecho a la restitución
queda subordinado a la prestación de la diligencia adecuada en la
conservación de la cosa -diligencia que habrá de medirse con el canon del
buen padre de familia- para el caso de que la cosa, por haberse perdido,
no puede restituirse. O bien puede pensarse que la privación de la
restitución en caso de pérdida doloso o culposa de lo recibido es una
sanción por la conducta desleal consistente en pedir luego restitución de
lo dado cuando el actor se ha colocado por hecho a él imputable en la
imposibilidad de restituir la contraprestación.
En cualquier caso, para que esta conducta pueda tacharse de desleal, o
hipotizarse una carga de diligencia, parece necesario que la pérdida haya
ocurrido cuando el actor conocía ya o debía conocer el vicio del contrato y
podía, por tanto, prever la eventualidad de la anulación. De modo que la
pérdida anterior a este momento, aunque se deba a la voluntaria
destrucción del objeto por quien lo tiene como suyo, habrá de
considerarse como fortuita y no enervante, por tanto, del derecho de
restitución (en el ámbito en que opera el artículo 1.314).
Planteamiento distinto es el que hace Badosa, quien considera este
artículo 1.314 como una de las normas jurídica ajenas a la relación
obligacional en que la culpa es utilizada en su sentido puramente material
de hecho propio (acción u omisión), imputable al sujeto, al margen de
todo modelo de conducta (BADOSA, F. 1987, 913). Acepta esta
explicación del concepto de "dolo o culpa" LÓPEZ BELTRAN DE HEREDIA,
C. 1995, 142.
La cuestión parece opinable, pues no se explica bien entonces por qué no
es relevante -con la consecuencia de privarle de la acción- el hecho
propio del incapaz, de acuerdo con el párrafo segundo del artículo (el
propio BADOSA entiende que las cosas son distintas -es decir, que no es
presupuesto de la "culpa" la capacidad del sujeto- en el caso fundamental
de "culpa-hecho propio" representado por el artículo 1.182: 1987, 943 y
ss). En todo caso, obsérvese que con este concepto de "dolo o culpa" se
sitúa al artículo 1.314 totalmente al margen del campo de la
confirmación.
Es perpleja la cuestión sobre la carga de la prueba. De una parte, podría
entenderse aplicable el artículo 1.183 (así MANRESA Y NAVARRO, J. M.
1907, 812); pero el actor no era propiamente, cuando se perdió la cosa,
un deudor de la misma. En sentido contrario, se argumentaría que si el
demandado afirma su liberación (o la extinción de la acción del actor, lo
que es lo mismo) habrá de probar los hechos que producen tal liberación,
es decir, el dolo o culpa con que se produjo la pérdida (vid. artículo 217.1
Lec.). Ahora bien, el artículo 1.314 establece una excepción a la regla
general de recíproca restitución de las prestaciones, por lo que quien
pretenda ampararse en ella habrá de demostrar los hechos que
configuran tal excepción, es decir, el carácter fortuito de la pérdida. Esta
parece la opinión más probable propiciada, en la actualidad, por lo
dispuesto en el art. 217.6 Lec. acerca de la necesidad de tener en cuenta
la disponibilidad y la facilidad probatoria de cada una de las partes.

3.4.6.1.4. Consecuencias de la pérdida culpable.

Si la pérdida ocurrió por dolo o culpa de quien contrató inválidamente por


sufrir vicio del consentimiento, o tras adquirir la capacidad quien contrató
sin ella, no podrá pedir la restitución de lo por él prestado. Eso quiere
decir la expresión “se extinguirá la acción de nulidad”, que no debe
interpretarse como convalidación del negocio ni en virtud de confirmación
ni por otra causa autónoma. Prácticamente, excluida la consecuencia
principal de la invalidez -la restitución-, poca importancia tendrá en la
mayoría de los casos que el contrato deba seguir calificándose como
inválido. Pero la diferencia aparece cuando el actor -que ha perdido por
su culpa lo recibido- no ha cumplido todavía lo pactado, o sólo en parte;
pues, según lo dicho, podría excepcionar la invalidez para eximirse de
cumplir en lo que falte (contra, LÓPEZ BELTRAN DE HEREDIA, C. 1995,
144). En su caso, procederá indemnización de daños y perjuicios.

3.4.6.1.5. Consecuencias de la pérdida fortuita.

Según lo dicho, y de acuerdo con el primer párrafo del art. 1314, cuando
la pérdida es fortuita, el actor no queda privado de su derecho a la
restitución de lo por él prestado. Pero calla este artículo sobre si no habrá
de restituir por su parte nada en absoluto, o acaso el equivalente, o al
menos el enriquecimiento. En el primer sentido podría inclinar una lectura
poco cuidadosa del artículo 1.314 (Así opina MANRESA Y NAVARRO, J. M.
1907, 811-812, que impone sin embargo a quien ejercita la acción el
deber de restituir los frutos que al tiempo de la pérdida hubiere recibido).
Ciertamente, este precepto ningún deber sustitutorio impone al actor.
Pero ello, más que indicio de no existir tal deber -sobre todo, dada la
forma indirecta con que se regula el caso- constituye una laguna
necesitada de integración.
Mucius Scaevola entiende que "aunque la cosa se haya perdido sin culpa
del demandante, la obligación de devolver su valor, con abono de los
frutos y de los intereses, no se altera en nada por los términos del
artículo 1.314": es decir, la laguna se colma con la aplicación del artículo
1.307 (MUCIUS SCAEVOLA, Q. 1958, 1.041). Pero tampoco esta solución
parece convincente, ya que, como hemos explicado, el artículo 1.307
presupone que el obligado a entregar la cosa contrató de mala fe, y por
ello se le impone una plena restitución por equivalente aunque la pérdida
haya sido fortuita. Mientras que el actor, en el supuesto del artículo
1.314, obró por hipótesis de buena fe al contratar (era incapaz, o sufrió
el vicio del consentimiento), por lo que su posición es la del accipiens
indebiti de buena fe, que sólo responde en cuanto se hubiere enriquecido
por la pérdida, menoscabo o enajenación de la cosa (artículo 1.897).
Cree igualmente que el artículo 1.897 es aplicable al caso por analogía
LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 144.
Que el actor, perdida fortuitamente la cosa, no queda liberado de prestar
(al menos) el enriquecimiento nos lo confirma la consideración del caso
contemplado en el párrafo 2º del artículo 1.314. El incapaz conserva el
derecho a restitución, pero la aplicación entonces del artículo 1.304 es
ineludible, ya que está dictado precisamente para cuando no puede
restituir in natura lo recibido. Si el incapaz restituye, perdida la cosa, "en
cuanto se enriqueció", con mayor razón los demás sujetos considerados
en el artículo 1.314.
En definitiva, a quien perdió fortuitamente lo recibido el artículo 1.314, en
el ámbito de su aplicación (y contra la regla general del artículo 1.308)
consiente no obstante recuperar lo dado, pero no le libera de prestar el
enriquecimiento.

3.4.6.1.6. El caso de los incapaces.

Tratándose de incapaces, ni siquiera la destrucción dolosa -antes de


adquirir la capacidad- les priva de la acción de restitución. Ello responde
al mismo criterio que el art 1304, en cuanto que no se convirtió en
utilidad del incapaz lo recibido que luego se perdió por cualquier causa.
Ahora bien, por la misma razón, si alguna utilidad percibió de la cosa
antes de su pérdida o en razón de ella, eso habrá de restituir. La
destrucción o daño voluntariamente causados en la cosa por el menor
imputable y conocedor de la anulabilidad del contrato origina
responsabilidad extracontractual (arts. 1902 y 1903) (DE CASTRO, F.
1949, 192-193).
3.4.6.2. Casos de nulidad absoluta

Hemos dicho que, en nuestra opinión, la regla general es la imposibilidad


de pedir restitución para quien, por cualquier causa, perdió la cosa
recibida. El artículo 1.314-1 señalaría una excepción -se extingue la
acción sólo cuando la cosa se pierda por dolo o culpa-; excepción
aplicable solamente en los casos de incapacidad y vicios del
consentimiento, únicos en que el régimen de la invalidez está configurado
para la protección de una parte contratante frente a otra normalmente de
mala fe, al menos en cuanto que conocía o debía conocer el vicio. Es lo
que resulta del Proyecto de 1851 (aunque hay que reconocer que en un
sistema distinto). En este Proyecto el artículo 1.188 se ocupaba de los
casos de incapacidad, error, dolo, violencia o intimidación y de "los
demás casos de nulidad"; pero respecto de estos la regla era la extinción
de la acción de restitución siempre que la cosa se hubiere perdido en
poder del reclamante. Creemos que esta es hoy la regla.
En el caso de los contratos anulables a instancia de un cónyuge por
haberse prescindido indebidamente de su consentimiento nos
encontramos, una vez más, con la dificultad de encajarlo en las
previsiones genéricas de la ley para los contratos anulables. El cónyuge
que ejercita la acción no es el que recibió la contraprestación. Creemos
que puede aplicarse en su sentido literal el artículo 1.314-1 a este caso,
de modo que si la cosa se pierde por dolo o culpa del legitimado para
accionar (aunque él no la recibió), la acción se extingue. La pérdida de la
cosa en cualquier otro supuesto no tiene consecuencias sobre la acción
del cónyuge cuyo consentimiento se pretirió, pues no es él, en realidad, el
obligado a restituir (no hay "restitución recíproca": vid. lo que decimos en
3.4.4.2.).
Dos observaciones todavía:
a) En algunos supuestos de nulidad por ilicitud del objeto o torpeza de la
causa, cuando ésta afecta a uno solo de los contratantes, la pérdida por
cualquier razón de la cosa recibida por el inocente no le privará de pedir
restitución de lo por él dado, ya que él no está obligado a restituir lo
recibido. Las consecuencias, aunque por distinto camino, pueden ser
similares a las previstas en el artículo 1.314.
b) El párrafo 2º del artículo 1.314 se aplica a todo supuesto en que el
contrato sea inválido por incapacidad de una parte, aunque se entienda -
por ejemplo, por tratarse de loco no incapacitado, según doctrina muy
extendida- que el contrato es radicalmente nulo.

3.5. CONSECUENCIAS DE LA DECLARACIÓN DE NULIDAD DE CONTRATO


CONTENIDA EN SENTENCIA PENAL

3.5.1. Restitución en concepto de responsabilidad civil

El artículo 101 del Código Penal señala que la responsabilidad civil


procedente de delito o falta comprende, en primer lugar, la restitución, y
el 102 completa la regulación indicando que la restitución de la cosa se
hará "aunque ésta se halle en poder de un tercero y éste la haya
adquirido por un medio legal, salvo su repetición contra quien
corresponda", añadiendo que "esta disposición no es aplicable en el caso
de que el tercero haya adquirido la cosa en la forma y con los requisitos
establecidos por las leyes para hacerla irreivindicable".
Pues bien, ejercitada la acción civil solicitando la restitución de la cosa, la
jurisprudencia penal no tiene inconveniente –en particular, en los delitos
de estafa y alzamiento de bienes en extender su pronunciamiento sobre
"responsabilidad civil" a la declaración de nulidad de contratos (también
de inscripciones registrales).
En relación con alzamiento de bienes, las Ss. Sala 2ª, 16 noviembre
1971, 4 noviembre 1981, 11 junio 1984, 14 marzo 1985, 25 junio 1985, 9
mayo 1986 y 36 marzo 1993; en relación con delitos de estafa, Ss. Sala
2ª 20 noviembre 1972 y 4 abril 1992; vid. ALONSO MONTERO, 1988,
1.061; OCAÑA RODRÍGUEZ, 1997, 159; SOTO NIETO, F. 2001.
Durante tiempo, estas declaraciones de nulidad de contratos en el proceso
penal apenas han sido objeto de atención ni por penalistas ni por
civilistas, siendo sin duda una cuestión de Derecho civil (como la llamada
responsabilidad civil por delito) de notable importancia práctica y que
suscita problemas nada fáciles tanto respecto de sus requisitos como de
sus consecuencias.
En la civilística española son interesantes las observaciones de
CARRASCO PERERA, Á. 1987, 1144-1145; después, PARRA LUCÁN, M. A.
1995, 307-327; YZQUIERDO TOLSADA, M. 1997; LÓPEZ BELTRÁN DE
HEREDIA, C. 1997.
Es perceptible en este entendimiento que los Tribunales del orden penal
tienen de la "restitución" como parte de la "responsabilidad civil" un eco,
si no ya influencias directas comprobables, de la teología moral
escolástica española sobre el deber de restituir. En particular, según esta
doctrina está obligado a restituir ratione rei acceptae quien posee de
buena fe una cosa que no le pertenece, como es el caso del comprador de
la cosa robada. En este planteamiento originariamente moral y ajeno a
las categorías del ius, son escasamente relevantes las distinciones entre
acciones reales (reivindicatoria) y personales, y de ello es posiblemente
reflejo el tratamiento del tercero en cuyo poder se halle la cosa en
nuestro Código penal y en la práctica de los Tribunales Penales.
Vid. COING, H. 1985, 190-191, con cita de NUFER, G. 1963 y FEENSTRA,
R. 1974, 338-363. El "modelo escolástico de la restitución" es descrito por
CARRASCO (1987, 1061-1062).
Por lo que aquí interesa, parece que quien ha sido privado de la posesión
de una cosa por hurto o estafa no la recupera de terceros en virtud de
una reivindicatoria (para lo que tendría que probar su propiedad), sino
como una consecuencia de la responsabilidad civil, mediante una acción
que tiene su fundamento específico en el art. 111 Cp. –art. 102 Cp.
derogado–. Dice bien, entonces, el art. 100 Lecr. que ésta es una acción
civil para la restitución de la cosa que nace del delito o falta ("De todo
delito o falta nace acción penal para el castigo del culpable y puede nacer
también acción civil para la restitución de la cosa, la reparación del daño
y la indemnización de perjuicios causados por el hecho punible”).
No es raro, sin embargo, que algunos autores y cierta jurisprudencia se
refieran a “la acción reivindicatoria en el proceso penal” para referirse a
la restitutoria del art. 111 Cp. (o que entiendan que esa “reivindicatoria”,
es la vía adecuada cuando se trata de delitos en los que no existe un
negocio jurídico dispositivo (hurto, robo) impugnable: en este sentido,
NADAL GÓMEZ, I. 2002 144. Pero aun entonces, y dejando aparte las
cuestiones terminológicas, esta doctrina no deja de advertir las
peculiaridades de este “reivindicatoria”, cuando no que se trata de una
“reivindicatoria especial” (LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1997, 73;
NADAL GÓMEZ, I. 2002, 144).
Parece claro que, en supuestos tales como declaración de nulidad de
contratos por estafa, está obligado a restituir la cosa no sólo la otra parte
contratante, sino todo tercero poseedor (salvo supuestos de
"irreivindicabilidad"). Por tanto, el art. 111 Cp., a diferencia del art. 1.303
Cc., sí que es fundamento legal de una pretensión de restitución basada
en la nulidad del contrato delictivo dirigida contra cualesquiera terceros.
Además, en los delitos de alzamiento de bienes, los Tribunales penales
ordenan que se reintegre al patrimonio del deudor delincuente los bienes
y derechos que salieron indebidamente de él, de tal manera que la
estimación de la acción civil supone la declaración de nulidad de los
negocios dispositivos celebrados en fraude de acreedores, recuperando la
situación de solvencia anterior al delito, de manera semejante a lo que
sucede con la acción rescisoria de contratos válidos de los arts. 1111 y
1294 Cc.
Los Tribunales penales suelen negar, en consecuencia, la posibilidad de
condena en el proceso penal al pago de la deuda, salvo alguna excepción,
en la que los Tribunales aprecian “agotamiento delictivo”, es decir,
cuando el resultado de insolvencia se traduce en la falta efectiva de
cobro, evidenciado por el fracaso de una ejecución forzosa; vid. al
respecto GASCÓN INCHAUSTI, F. 2002, 7.
La Sala 2ª ha consolidado la aplicación del principio dispositivo y de
justicia rogada respecto del ejercicio de la acción civil en el proceso penal,
descartando que el art. 742.II Lecr. –que en realidad, se limita a ordenar
que la sentencia resuelva "todas las cuestiones referentes a la
responsabilidad civil que hayan sido objeto de juicio"– permita declarar de
oficio nulidades no solicitadas.
Así, la S. Sala 2ª 1 julio 1991 confirma la de instancia que no declaró la
nulidad de las escrituras mediante las cuales se había operado el
alzamiento de bienes por no haberse pedido, ya que de otro modo "se
faltaría al principio de rogación y congruencia imperantes en materia
civil", dejando a salvo a los recurrentes las acciones oportunas que
podrán ejercitar en la vía civil. En sentido similar, S. Sala 2ª, 20 enero
1989 (v., también, Ss., Sala 2ª, 9 noviembre 1985, 1 abril 1995).
El principio de justicia rogada lleva a los Tribunales a desestimar la
pretensión cuando se pide una indemnización de daños por pago de la
deuda debida y no la nulidad del negocio -en el caso del delito de
alzamiento de bienes-, pero se recurre a una doctrina peculiar, la de la
"reserva tácita de acciones", permitiendo al perjudicado solicitar ante la
jurisdicción civil tal acción (Ss., Sala 2ª, 30 diciembre 1983 y 1 julio
1991, citadas por GASCÓN INCHAUSTI, F. 2002 b,13).
Debe tenerse en cuenta que para el ejercicio de la acción civil están
legitimados tanto los acusadores particulares o actores civiles como el
Ministerio Fiscal, quien debe ejercerla salvo que el particular se la reserve
o renuncie expresamente a ella (art. 108 Lecr.). Esta legitimación del
Ministerio Fiscal puede dar lugar a problemas procesales cuando, no
habiendo reserva de acciones, hay sin embargo condena a indemnizar
daños sin que el Juez haya conocido efectivamente la acción de
restitución, que no formó parte del objeto civil en el proceso penal
(NADAL GÓMEZ, I. 2002, 160)
Surgen especiales problemas de legitimación pasiva. El contrato cuya
nulidad se pretende puede mediar entre el inculpado y un tercero, o ser
un tercero el actual poseedor de la cosa de cuya restitución se trata. Una
cosa es que, de acuerdo con el art. 111 Cp., el tercero esté obligado a
restituir, y otra que pueda ser condenado a ello, o declarado nulo el
contrato en que fue parte, sin haber sido llamado a juicio ni tener, por
tanto, la posibilidad de defenderse.
El criterio de la Sala 2ª del Tribunal Supremo coincide con esta
apreciación, al entender, por ejemplo, que "no puede declararse la
nulidad de contratos en cuyo otorgamiento intervinieron terceros de
buena fe, que en modo alguno pueden ver alterados sus derechos por
resoluciones recaídas en procesos en que no fueron parte" (S. Sala 2ª, 4
noviembre 1981); o que "para poder hacer valer frente al comprador del
inmueble la pretensión de nulidad de la venta era necesario que éste
hubiera sido citado al juicio" (S. Sala 2ª 12 marzo 1993), pues otra cosa
infringiría el principio de contradicción y, en definitiva, el art. 24 CE. Vid.
también Ss. Sala 2ª 4 mayo 1989 y 13 diciembre 1991.
Además, la de 27 junio 1990, que, en el mismo sentido, entiende
necesario para hacer tal declaración de nulidad "que se ejercite la acción
correspondiente en debida forma, esto es, de acuerdo con los principios
procesales que regulan el ejercicio de estas acciones de carácter civil".
"Uno de tales principios es el respeto al derecho de defensa, de modo
que no cabe hacer en sentencia ningún pronunciamiento que pueda
perjudicar a quien no fue parte en el correspondiente proceso, elevado
ahora a la categoría de derecho fundamental de la persona por lo
dispuesto en el art. 24 CE”.
En el mismo sentido, Ss. Sala 2ª, 15 febrero 1995, 30 septiembre 1997,
17 marzo 1997, 21 octubre 1998, 18 junio 1999, 24 abril 2001.
Sobre los aspectos procesales de la posibilidad de llamada al proceso en
calidad de demandados civiles de los terceros que han intervenido en el
contrato impugnado pero que no son perseguidos penalmente por ello,
vid. GASCÓN INCHAUSTI, F. 2002,. 11 y ss.
En consecuencia, si el agraviado por el delito pretende que un tercero
restituya la cosa objeto del delito, habrá de conseguir constituir a este
tercero en parte civil para que pueda ser condenado. En realidad, está
ejercitando contra él acciones civiles –que, en su caso, podría o tendría
que ejercitar ante la jurisdicción civil–, aunque su fundamento esté en el
art. 111 Cp.
Cuando se trata de titularidades sobre inmuebles publicadas por el
Registro de la Propiedad debe tenerse en cuenta, además, el juego de los
principios registrales de legitimación, tracto sucesivo y las reglas
recogidas en los arts. 40 y 82 Lh. La Dirección General de los Registros y
el Notariado ha reiterado la doctrina de que no es título suficiente para
cancelar una inscripción el mandamiento judicial que así lo ordena si en el
procedimiento penal no han sido parte, además de todos los
intervinientes en el negocio declarado nulo, los titulares registrales que
se vean afectados por la cancelación. El problema se plantea, en
particular, cuando existen asientos posteriores a la inscripción (inscripción
de dominio a favor de ulteriores adquirentes, anotaciones de demanda,
anotaciones de embargo) cuya cancelación se pretende sin que sus
titulares respectivos hayan sido traídos al proceso (Rs. 11 enero 1993, 15
marzo 1994), ni existiera una anotación preventiva que advirtiera de su
tramitación (Rs. 25 marzo y 27 mayo 1999), pero también cuando la
hipoteca se hubiera constituido en garantía de obligaciones al portador y
no hayan sido parte los terceros posibles poseedores de las obligaciones
garantizadas (R. 25 marzo 1999) o cuando, siendo gananciales los bienes
adquiridos, no hubieran sido demandados los cónyuges de los condenados
(R. 4 mayo 2000).
En un caso semejante, la R. 26 abril 2000, previa declaración de nulidad
de pleno derecho de subasta y de todas las actuaciones posteriores
recaída en un proceso penal seguido contra todos los intervinientes en la
ejecución, pero no contra la esposa cuando la finca aparece inscrita como
presuntivamente ganancial, que "es posible que los efectos civiles de una
sentencia penal den lugar a una modificación del Registro, pero ello sólo
si aquellos con derechos han intervenido en el procedimiento; en otro
caso, surge un obstáculo del propio Registro para cumplir el mandato
judicial (art. 100 Rh.) y habrá de instarse para la rectificación registral el
juicio declarativo correspondiente seguido contra esas personas (art.
40.d) Lh.)".

3.5.2. Restitución sin reciprocidad

En el Código Penal no hay referencia alguna a la necesidad de restitución


recíproca, ni a que no pueda el agraviado por el delito pretender la
restitución mientras no realice la devolución de lo que él recibió (arts.
1.303 y 1.307 Cc.). Creemos que estos principios no rigen en la
restitución que forma parte de la responsabilidad civil por delito. Lo
demuestra la previsión del apartado 1 del art. 111 Cp., al dejar a salvo la
"repetición contra quien corresponda" a favor del tercero obligado a
restituir: luego no está condicionada su obligación de restitución a que él
recupere lo que pagó. Lo prueba asimismo lo dispuesto en el Código civil
en los párrafos 2 y 3 del art. 464 (en su conexión con el art. 111.2 Cp.),
al señalar casos excepcionales en que el tercero no ha de restituir
mientras no se le reembolse el precio o se le reintegre la cantidad del
empeño.
En realidad, hipótesis en que la restitución proceda entre partes del
contrato nulo, una de las cuales sea el condenado penalmente y otra el
agraviado por el delito, no parecen tan raras. Sucede en algunas formas
de estafa, en las que puede darse que el agraviado por el delito haya
recibido a su vez algo del delincuente. Parece que estamos en el caso
contemplado en el art. 1.305.II Cc., de modo que lo que procederá, al
menos frecuentemente, es el comiso en cuanto instrumento del delito, lo
que no priva al no culpado de su derecho a reclamar lo que hubiese dado.
Las relaciones, sin embargo, se complican cuando afectan a tres o más
personas. El obligado a restituir no tiene entonces ninguna relación previa
con el agraviado a quien se restituye, que nada percibió, por otra parte,
en razón del contrato declarado nulo. Es claro que la restitución procede
sin más, naciendo entonces a favor del tercero que restituye una acción:
“derecho de repetición contra quien corresponda y, en su caso, el de ser
indemnizado por el responsable civil del delito o falta” (art. 111.1 Cp.). La
expresión del Código da a entender que se aplican a esta "repetición" las
normas del Código civil, de modo que, por ejemplo, pue de exigir a su
vendedor (ajeno al delito y al proceso penal) responsabilidad por evicción
(aunque nada claro resulta cómo puede este comprador instar que se le
notifique la demanda de evicción, según exige el art. 1.481 Cc.). Pero
cabe también pensar que el art. 111.1 Cp. –sin perjuicio de lo anterior–
señala un nuevo responsable, quien lo sea civilmente del delito o falta, en
todo caso. Esta acción sería acción de responsabilidad civil regulada en el
Código penal y no carecería de utilidad práctica. Si la cosa (por ejemplo,
la que consiguió el delincuente mediante la estafa) es vendida luego a
sucesivos compradores, el actual poseedor obligado a restituir puede
exigir responsabilidad por evicción a su vendedor (y cabe defender que se
subrogue en el mismo derecho de los compradores-vendedores
intermedios hasta llegar al vendedor delincuente), pero ello parece que
requerirá un distinto proceso civil (eventuales arrendatarios,
comodatarios o precaristas podrían tener más difícil o inviable conseguir
indemnización distinta de la fundada en ser perjudicados por el delito).
Mientras que si tiene un derecho distinto a que le indemnicen los
responsables civilmente del delito o falta, esta indemnización puede
ventilarse en el mismo proceso penal y de acuerdo con las pautas del
Código penal sobre responsabilidad civil (cfr. CARRASCO PERERA, Á.
1988, 17-18).
Considerar a este tercero como perjudicado por el delito es lo que resulta
de la praxis de los Tribunales penales, al parecer no puesta en cuestión
hasta 1950, por Gómez Orbaneja, quien comentó críticamente la S. Sala
2ª 6 junio 1949, en la que se estima el recurso de casación interpuesto
por el Ministerio Fiscal contra sentencia que omitió pronunciarse sobre
indemnización a los compradores de buena fe de cosas sustraídas, de
quienes se recogieron para depositarlas y restituirlas a su dueña (GÓMEZ
ORBANEJA, E. 1950, 83). La Sala ha seguido manteniendo este criterio
(Ss. Sala 2ª 17 marzo 1951, 19 diciembre 1953, 9 febrero 1954, 23
enero 1957, 23 febrero 1965, 19 diciembre 1967 y 10 marzo 1983, todas
ellas, en general, basadas en criterios pragmáticos y de economía
procesal), a pesar de que ahora la doctrina parece inclinarse en sentido
contrario (FONT SERRA, E. 1991, 31; CÓRDOBA RODA, J. 972, 575 y
578; FENECH, M. 1952, 525; YZQUIERDO TOLSADA, M. 1997, 94; NADAL
GÓMEZ, I. 2002, 189).
Sin profundizar aquí en los muchos aspectos de esta cuestión, puede
anotarse que si se admite –como parece adecuado– que la ley (el código
penal) funde una acción de restitución ejercitable frente a terceros en el
hecho mismo del delito, no es la sentencia que condena a la restitución
("la restitución ordenada por el Tribunal", dice GÓMEZ ORBANEJA, E.
1951, 386), sino el mismo delito la causa del daño sufrido por la privación
de la cosa (con todas sus consecuencias) por parte de quien ha de
entregarla. La misma ley que atribuye a quien por el delito se vio privado
de la cosa una acción erga omnes constituye asimismo, desde el mismo
momento y por la misma causa, en perjudicado por el delito a todo
tercero que está obligado a restituir.

3.5.3. El caso de la STC 278/94, de 17 de octubre

Se ponen claramente de manifiesto los problemas de la restitución tras


anulación de contrato en el proceso penal –así como pueden observarse
cómodamente las implicaciones teóricas y prácticas– en la S. del Tribunal
Consitucional 278/1994, de 17 de octubre.
Los hechos son los siguientes. Un Ayuntamiento adquirió una finca rústica
que destinó a vertedero de basura. Ahora bien, quien vendió al
Ayuntamiento resulta no ser el propietario, sino que ha sido condenado
por estafa (vendió haciéndose pasar por tal). La sentencia contiene, entre
sus pronunciamientos de derecho civil, la declaración de nulidad de la
escritura otorgada entre el condenado y el Ayuntamiento, y la obligación
de este último de restituir la finca tras retirar las basuras depositadas.
También se condena al vendedor condenado por estafa a indemnizar al
Ayuntamiento en la cantidad que éste pagó en su día por la compra de la
finca.
Cuando al Ayuntamiento se le notifica el auto en que se le requiere a
retirar las basuras, interpone recurso de reforma solicitando personarse
en las actuaciones, pero el recurso es desestimado. En consecuencia, el
Ayuntamiento -que, al parecer, mantiene que el verdadero dueño es su
vendedor: en el proceso penal parecen haberse ventilado difíciles
cuestiones civiles, como el animus domini en la posesión, la interversión
del título posesorio y la usucapión- en ningún momento ha tenido ocasión
de ser oido.
Interpone luego recurso de amparo, fundado en infracción del art. 24 CE.,
contra la sentencia dictada en apelación, en cuanto confirmaba el
pronunciamiento del juzgado sobre responsabilidad civil.
El Tribunal Constitucional lo estima parcialmente, sólo en lo relativo a la
cuantía de la indemnización que ha de pagarle el condenado por estafa.
Ciertamente, fijada por el Juzgado en la cantidad que el Ayuntamiento
pagó como precio, no tiene en cuenta, entre otras cosas, que retirar las
basuras puede costar mucho más que el precio de la finca. Pero es
sorprendente que el Tribunal Constitucional dé por buena, sin
argumentarlo siquiera, la condena al Ayuntamiento como responsable
civil a la restitución de la finca, cuando se le ha impedido personarse en
el proceso. Como se ha visto, es constante la jurisprudencia de la Sala 2ª
del Tribunal Supremo exigiendo que el obligado a la restitución haya sido
parte civil (con lo que el Tribunal Supremo, en estos casos, resulta ser
mejor garante de la Constitución que el Tribunal Constitucional) y, aun
sin ello, la infracción del art. 24 parece clara.
Cabe pensar que el criticable fallo del Tribunal Constitucional se debe, en
alguna medida, a una inadecuada o insuficiente comprensión de los
complejos aspectos civiles y procesales que conlleva la declaración de
nulidad de contratos en un procedimiento penal y la consiguiente
obligación de restitución fundada en el artículo 111 Cp., tal como en este
epígrafe hemos tratado de exponer.
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INDICE

4.1. La confirmación
Las nulidades de los contratos
© J. Delgado y Mª Angeles Parra. Zaragoza. 2003.
4.2. Otras formas de
convalidación o sanación

4.3. La "conversión" del


contrato nulo Parte 4 ª. Convalidación y
conversión.

Panorámica

La confirmación es la única modalidad de convalidación de los contratos regulada


en el Código. Opera mediante una declaración de voluntad de quien podía invocar la
causa de invalidez. Sólo los contratos anulables son confirmables y son confirmables
todos los contratos anulables.
El Código distingue la confirmación expresa y la tácita, que es sin duda la más
frecuente. En nuestra opinión, no son propiamente confirmación tácita ni el
transcurso del plazo para ejercitar la acción de anulación ni la pérdida dolosa o
culpable de la cosa recibida.
Por último, nos ocupamos brevemente de algunas formas excepcionales de
convalidación y de la llamada conversión del contrato nulo.

4.1. LA CONFIRMACIÓN

4.1.1. Concepto y función

La confirmación es una modalidad de la convalidación, la más importante


en la práctica y la única con disciplina legal. Entendiendo por
convalidación el fenómeno por el cual las partes quedan vinculadas por un
contrato originariamente inválido, en virtud de un hecho posterior, la
confirmación podría definirse como aquella convalidación operada por una
posterior declaración de voluntad de quien podía invocar la causa de
invalidez.
También se llama confirmación al acto que produce el efectum iuris
convalidatorio, con lo que podría definirse (atendiendo a varios aspectos
de su regulación legal) como “la declaración de voluntad unilateral
realizada por la parte legitimada para hacerlo, concurriendo los requisitos
exigidos por la ley, y en virtud de la cual un negocio afectado de vicios
que lo invalidan se convierte en válido y eficaz como si jamás hubiera
estado afectado por vicio alguno” (SERRANO ALONSO, E. 1976, 38).
En realidad, lo más probable es que sea muy superior -comparado con
los confirmados- el número de contratos anulables que acaban
produciendo todos sus efectos por haber transcurrido el plazo durante el
cual podía hacerse valer la causa de nulidad. Pero es muy dudoso que
cause verdadera convalidación la prescripción -llamada por ello
"sanatoria"- (vid. lo que se dice más adelante en 4.1.4.3; cfr.
ALBALADEJO, M. 1991, 477 y 481).
La distinta conceptuación de la anulabilidad por los autores (contrato
inválido, pero eficaz; inválido e ineficaz; con validez y eficacia -o una de
ellas- claudicante o precaria, etc.) condiciona el concepto de
confirmación. Remontándonos aún más, es claro que distintos conceptos
teóricos de validez, nulidad e ineficacia pueden conducir a una
conceptuación distinta.

[Doctrina]
Por estas razones, y otras más ligadas a la regulación positiva -que, en el
caso del Código civil, es incompleta y ambigua en algunos puntos- se han
formulado en la doctrina muy diversas teorías sobre la naturaleza de la
confirmación, que conviene considerar brevemente. Vid. CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 57 y stes y SERRANO ALONSO, E. 1976, 54 y ss.
a) La confirmación como “sanación”, entendiéndose que la voluntad
viciada del contrato anulable es sustituida luego por otra manifestación de
voluntad por parte del incapaz o de quien sufrió el vicio, que pasa a
ocupar el puesto de la antigua como si hubiera sido emitida en el
momento de la celebración del negocio (la S. 14 mayo 1904 parece
entender la confirmación como una reiteración del consentimiento,
despojado ahora de vicios); o, al menos, que la nueva declaración de
voluntad suprime o borra la irregularidad del negocio, haciendo “sano” lo
“enfermo”.
Esta tesis -que encontraría cierto apoyo en la letra del art. 1313-
presupone una concepción de la invalidez como “estado del acto” en lugar
de como forma de tratamiento o regulación adecuada a ciertas
irregularidades. Por otra parte, explica mal la retroacción de los efectos
de la confirmación al momento de la celebración del contrato. En último
término, se apoya en una ficción, ya que la irregularidad o defecto del
contrato, como fenómeno empírico, no desaparece realmente en virtud de
actos posteriores.
b) La confirmación como “acto integrador” de un contrato que, así
completado, produciría los efectos que sin tal integración no pudo
alcanzar.
Pero no parece que el contrato anulable pueda ser tratado como
incompleto -susceptible, por tanto, de ser completado-, sino que es un
contrato cuyo ciclo de formación está ya cerrado, aunque irregularmente.
Tampoco este acercamiento teórico explicaría la retroacción de los afectos
de la confirmación.
c) La confirmación como renuncia de la acción de impugnación.
Es una teoría bastante extendida en nuestra doctrina (señaladamente
GULLÓN, A. 1960, especialmente 1195 y ss.).
La S. 17 junio 1991 dice obiter de la "actividad confirmatoria" que
"purifica a los posibles pactos anulables (art. 1.313 Cc.) bien mediante la
convalidación de los vicios originarios de que adolecen, convirtiendo en
regular lo que era negocio irregular -con lo que parece aceptarse la
posición doctrinal indicada sub a)-, o bien mediante la dejación y
renuncia de las acciones de anulabilidad que asisten a los interesados en
el asunto convenido, no obstante perdurar los defectos originarios".
Le daría apoyo textual la dicción del art. 1309 -la acción de nulidad queda
extinguida- y del 1311 -voluntad de renunciar al derecho a invocar la
causa de nulidad-; y sería coherente con una concepción de la acción de
impugnación como un derecho potestativo con cuyo ejercicio se priva de
validez a un contrato inicialmente válido: renunciada la acción, la validez
del contrato operaría ya sin posible contradicción.
Ahora bien, si se entiende que el contrato anulable es un contrato
inicialmente inválido -como nos parece más defendible- resultan ser
fenómenos heterogéneos la renuncia a la acción para hacer valer la
invalidez -que, por sí, nada altera la inicial invalidez del contrato- y la
“purificación de los vicios del contrato” a que se refiere el art. 1313.
En cualquier caso, parece que la voluntad que nuestro Código tipifica al
referirse a la confirmación tiene un contenido y alcance diferentes -y más
amplios- que los de la voluntad de desprenderse de la acción de
anulación (CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 85, 68 y ss. y 84 y ss.; vid.
también SERRANO ALONSO, E. 1976, 62). Renuncia y confirmación son
dos figuras distintas, si bien la segunda tiene como efecto práctico más
importante la extinción de la acción, y sin perjuicio de que cuando la
renuncia procede de la única persona legitimada para ejercitar la acción
de anulación se produzca un efecto prácticamente idéntico al propio de la
confirmación.
d) La confirmación como convalidación. El contrato inicialmente inválido
deviene vinculante en virtud de un hecho posterior configurado por la ley,
dirigido a conferir carácter definitivo a la eficacia, hasta entonces
claudicante y precaria, del contrato anulable. El intento práctico del
confirmante se dirige a suprimir la incertidumbre sobre la vigencia de la
regla negocial; y esta intención es satisfecha mediante el efecto que la
ley atribuye al acto confirmatorio, consistente esencialmente en fijar el
valor jurídicamente vinculante de la lex privata que constituye el
contenido del contrato (CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 68-69 y 95,
recogiendo ideas del italiano PIAZZA). Esta nos parece la configuración
más apropiada en nuestro Derecho para la confirmación del contrato
anulable, desde el punto de vista de su función.

La doctrina dominante y la jurisprudencia entienden que la confirmación


es figura referible tan sólo a los contrato anulables (vid. 4.1.2). Opera
mediante una declaración de voluntad unilateral por parte de quien está
legitimado para hacer valer la anulabilidad, dirigida a la otra parte del
contrato (arts. 1311 y 1312); puede ser expresa o tácita (art. 1311) y
sus efectos se retrotraen al momento de la celebración del contrato
(1313).

4.1.2. La correlación entre confirmación y anulabilidad

Según el art. 1310: “Sólo son confirmables los contratos que reúnan los
requisitos expresados en el artículo 1261”.

[Doctrina]
Antecedente de este precepto es el art. 1323 del Anteproyecto de 1882-
1888: “Sólo son confirmables los contratos existentes conforme al artículo
1274. De los convenios en que falte cualquiera de los requisitos
mencionados en este artículo, no nace acción alguna contra los que
aparezcan obligados (Nuevo: 1319, Laurent)”. El artículo 1274 del
Anteproyecto equivale al art. 1261 Cc. El art. 1319 del Anteproyecto
belga de Laurent (citado por el autor colectivo del Anteproyecto de 1882-
1888) dice: “Los contratos inexistentes o nulos de pleno derecho no
pueden ser confirmados. Así sucede con la donación nula por razón en la
forma; el donante debe volver a hacerla en forma legal”.

Acudiendo, por tanto, al artículo 1.261 al que el 1.310 se remite, resulta


que sólo son confirmables los contratos en que concurran consentimiento
de las partes, objeto cierto y causa de la obligación que se establezca. De
donde autores y jurisprudencia infieren de ordinario que sólo los
contratos anulables y no los absolutamente nulos son susceptibles de
confirmación, siendo, por otra parte, esencial al concepto de anulabilidad
que quien puede invocar la causa de anulación pueda asimismo
confirmar.

[Jurisprudencia]
Ss. 25 junio 1945, 4 enero 1947, 16 abril 1973, 3 octubre 1974, 27 octubre 1980 y
muchas otras, como la de 27 mayo 1968, que indica que es "la posibilidad de
subsanación o confirmación la que, principalmente, señala la línea divisoria entre
las dos especies de nulidad".

La comparación del art. 1261 con el 1300 lleva a pensar que las
calificaciones de anulable y confirmable, referidas a un contrato o
negocio, irían siempre inseparablemente unidas.

Subraya particularmente la conexión entre los artículos 1.261, 1.300 y


1.310 JORDANO FRAGA, F. 1988, 335, nota 445.

Pero el artículo 1.310 no dice que sean confirmables todos los contratos
en que concurran los requisitos del artículo 1.261. Dicho de otro modo,
señala requisitos necesarios, pero no suficientes. El artículo 1.310 no
excluye, por sí, la posibilidad de confirmar contratos nulos por ser
contrarios a norma prohibitiva, los que están afectados de ilicitud de
causa o los que padecen defecto de forma, cuando tal defecto da lugar a
la nulidad absoluta.

4.1.3. Contratos confirmables


Que en los casos últimamente citados sea imposible la confirmación
podría argumentarse, en general, a partir del hecho de tratarse de
contratos afectados del mismo tipo de invalidez que los excluidos por la
letra del artículo 1.300, pero no es suficiente, por meramente
conceptualista, un argumento basado en tratarse de contratos
absolutamente nulos y, por tanto, no confirmables, pues ello supone un
régimen de la nulidad absoluta que el legislador, en realidad, no enuncia
en lugar alguno.

Más fuerza tiene observar que los supuestos en que la invalidez puede
hacerla valer cualquier interesado contrastan con lo que presuponen los
artículos 1.311 y 1.312 para los contratos confirmables ("quien tuviere
derecho a invocar" la causa de invalidez, frente al contratante "a quien no
correspondiere ejercitar la acción de nulidad"). Por otra parte, la ilicitud
de la causa (que, al menos en la apreciación jurisprudencial, puede
observarse en todo contrato contrario a norma prohibitiva) es equiparada
en el artículo 1.275 a la falta de causa, por lo que parece que en ambos
casos el contrato habría de correr igual suerte también respecto de la
posibilidad de confirmación. Cabe también argumentar que la ilicitud de la
causa o del objeto pueden considerarse como falta de la causa o del
objeto precisos para la validez y, por tanto, falta de alguno de los
requisitos señalados en el artículo 1.261.
Sobre todo, el fundamento mismo de la nulidad por infracción de norma
prohibitiva -impedir que la voluntad de los particulares prevalezca contra
lo dispuesto por el legislador, más allá del ámbito reconocido de
autonomía privada- excluye que los mismos particulares puedan alcanzar
mediante acto posterior -confirmación- lo que directamente les está
vedado (cfr. CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 77 ss.).

[Jurisprudencia]
El Tribunal Supremo ha afirmado repetidas veces que sólo los contratos anulables
son confirmables, pero no los que adolecen de “nulidad absoluta, radical o de
pleno derecho” (Ss. 25 septiembre 1987, 8 marzo 1989, 23 enero 1998, 26 julio
2000). En particular, que no son confirmables los contratos con causa ilícita (Ss.
16 junio 1904, 14 junio 1920, 11 diciembre 1986), en que falte el consentimiento (S.
4 diciembre 1904), los simulados (Ss. 14 junio 1920, 12 abril 1944, 16 abril 1973, 3
octubre 1974, 13 abril 1988, 21 julio 1997 –denunciada infracción del art. 1311, el
TS. la rechaza porque “un contrato que carece de existencia no se puede ratificar e
inventar de esta manera e inventar una realidad jurídica de la que carece de
forma absoluta y radical”) o los contrarios a la ley (Ss. 4 enero 1947, 7 julio 1978,
30 diciembre 1987). Una sentencia anómala, de 21 junio 1958, niega que un
contrato viciado por error sea confirmable (vid., críticamente, DE CASTRO, F.
1967, 111 y 115).

Son confirmables -entre otros que no ofrecen ninguna duda - los


celebrados por menores, cuando llegan a la mayoría de edad.

[Jurisprudencia]
Ss. 31 diciembre 1896, 17 junio 1904, 25 junio 1908, 3 julio 1923, 29 noviembre
1958, 28 abril 1977, 19 diciembre 1977, 21 mayo 1984. La duda pudo plantearse en
cuanto que, según algunos, o en ciertos casos, faltaría absolutamente el
consentimiento (así, R. 27 enero 1906, cuya doctrina debe entenderse superada).
Vid. CASTÁN TOBEÑAS, J. 1992, 774.
Para la S. 30 marzo 1987, la enajenación de bienes de menores sin la previa
autorización judicial no es inexistente en el sentido del art. 1261, ni tampoco nula
en el del número 3 del art. 6, sino que puede la enajenación convalidarse al llegar
el menor a la mayor edad, doctrina reiterada, con exposición de precedentes
(como la S. 21 mayo 1984) y también de sentencias en sentido contrario, por la S. 9
mayo 1994. Con todo, no cabe excluir que el Tribunal Supremo vuelva a
reproducir opiniones anteriores contrarias a la posibilidad de confirmación (como
en la S. 28 mayo 1965, en que si bien se dice que tal venta "puede ser convalidada"
es para añadir a continuación que "más propiamente constituirá dar nacimiento
al negocio jurídico hasta entonces radicalmente nulo por los menores al llegar a la
mayor edad").
Según una sentencia (26 diciembre 1928), nada se opone, en rigor, a la posibilidad
legal de confirmar los contratos celebrados por el concursado en el período de su
incapacidad, una vez recuperada su capacidad mediante la rehabilitación; y la S.
30 junio 1978 llega a la misma conclusión para los actos del quebrado, pues, según
dice, "reuniendo el contrato tan citado los requisitos expresados en el artículo
1.261 Cc., le afecta la posibilidad de confirmación a que alude el artículo 1.310"
(pero lo cierto es que admite la confirmación, no por los síndicos, sino por la
contraparte, lo que no es correcto).

La conexión entre anulabilidad y posibilidad de confirmación lleva a


considerar anulables los actos de un cónyuge que dispone de bienes
gananciales sin el consentimiento del otro, pero la cuestión es compleja.

[Jurisprudencia]
Los preceptos que se ocupan de la confirmación (en particular, el artículo 1.312)
suponen que ésta procede de uno de los contratantes, lo que no ocurre en este caso,
mientras que, conceptualmente, cabe discutir si estos contratos reúnen el primero
de los requisitos del artículo 1.261, es decir, el consentimiento. Cabe la ratificación,
al menos cuando el contratante lo haya sido en nombre propio y de su cónyuge.
Puesto que cabe un consentimiento previo -lo mismo que el simultáneo-, cabe
también un consentimiento posterior sin el carácter de confirmación y, por tanto,
sin el efecto retroactivo de ésta. Pero la opción del legislador por la anulabilidad
en el art. 1.322, aunque no tiene adecuado desarrollo en los artículos 1300-1314,
lleva a aceptar la posibilidad de confirmación, con la importante consecuencia de
que puede hacerse tácitamente (vid. S. 6 junio 1990, con amplia referencia a
sentencias anteriores).
En la práctica, los Tribunales aprecian como confirmación el mero silencio del
cónyuge preterido con mucha mayor facilidad que en los demás casos de
anulabilidad (por todos, BELLO JANEIRO, D. 1993, 196-210).

Son también confirmables los actos de disposición sobre la vivienda


familiar habitual en que no ha intervenido el cónyuge no propietario ni
mediado autorización judicial (art. 1.320), mediante actos de éste (S. 19
octubre 1994).
Por los que se refiere a los contratos nulos por defecto de forma, ya
hemos hecho notar que el artículo 1.310 no excluye la posibilidad de
confirmación, directamente ni de ningún otro; así como que el argumento
basado exclusivamente en tratarse de contratos absolutamente nulos y,
por tanto, no confirmables, nos parece conceptualista. Algún peso tiene la
consideración de que los artículos 1.311 y 1.312 no están pensados,
evidentemente, para contratos en que ambas partes, y aun cualquier
tercero interesado, puedan hacer valer la nulidad.

[Doctrina]
Parece necesaria una seria revisión doctrinal sobre el tema, que habrá de
tener en cuenta ciertos datos de la tradición jurídica (v. gr. Proyecto de
1.851, art. 1.187, últ. párr.) y la situación de los intereses en juego en
cada caso. No sólo sobre la posibilidad de confirmación del contrato que
no tenga la forma exigida para su validez, sino, en general, el régimen de
esta invalidez. Interesantes observaciones en CARRASCO PERERA, Á.
1992, 834-837; REGLERO CAMPOS, F. 1993, 689- 730 y, en el ámbito
que indica su título, pero atendiendo especialmente a la posibilidad de
confirmación tácita mediante cumplimiento voluntario (que acepta), ATAZ
LOPEZ, J. 1992, 111 ss.; con matices, SANTOS MORÓN, M. J. 1996, 158
ss.
Es importante la doctrina jurisprudencial sobre "sanación" del testamento
inválido por defecto de forma voluntariamente ejecutado por los
herederos (vid. infra, 4.2.2), que abre una brecha en este terreno.
Merece recordarse también la doctrina del Tribunal Supremo sobre
contrato de sociedad a que se aportan bienes inmuebles sin cumplir el
requisito de forma previsto en el artículo 1.667 Cc. (Ss. 15 octubre 1940,
12 y 18 junio 1950, 25 abril 1953, 6 octubre 1961, 22 diciembre 1986 y
9 octubre 1987) -lo hace SERRANO ALONSO, E. 1976, 83; sobre la
limitación del alcance del 1167 a la eficacia real del contrato de sociedad
vid. SANTOS MORÓN, M. J. 1996, 326-; o sobre contrato de seguro,
interpretando el artículo 5º de la Ley 8 octubre 1980, que exige la forma
escrita, REGLERO CAMPOS, F. (1993, 688), concluye que "del estudio de
las grandes líneas maestras trazadas por el Tribunal Supremo se advierte
con meridiana claridad de qué modo la jurisprudencia es
extremadamente reacia a la hora de declarar la ineficacia o invalidez de
un contrato por falta de forma, incluso cuando la forma parece que es
exigida por la norma especial con carácter ad solemnitatem, con la
excepción de los contratos a título gratuito, y no siempre, y las
capitulaciones matrimoniales" (vid. también REGLERO CAMPOS, F. 1993,
729).

Como atinadamente observa CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. (1977, 647-


648), la nulidad absoluta de algunos contratos, por defecto de forma y
aun por otras causas, puede estar encaminada a proteger intereses
particulares, por lo que no debería haber obstáculo a la renuncia de la
acción para hacerla valer (al no ser tal renuncia contraria al interés o el
orden público ni perjudicar a terceros: vid. art. 6°.2), lo que tendría
efectos prácticos cercanos a la confirmación.
Todo lo cual parece que ha de tener creciente importancia conforme el
legislador va estableciendo en leyes especiales requisitos de forma -
normalmente, forma escrita en documento privado- pensados como
medio de protección a consumidores y usuarios, como ocurre en el art. 6º
de la Ley de ventas a plazos de bienes muebles; el art. 4º de la Ley sobre
contratos celebrados fuera de los establecimientos mercantiles y el art. 7º
de la Ley de crédito al consumo. La sanción de "nulidad", en esta última
ley, por el incumplimiento de la forma escrita, mientras que la anterior
citada establece que "podrán ser anulados a instancia del consumidor"
(así como la discusión doctrinal sobre el alcance del art. 6º LVP) pone
bien de manifiesto las incertidumbres sobre esta materia.

4.1.4. La confirmación como acto jurídico

4.1.4.1. Consideración general

Según la opinión más extendida, la confirmación expresa y la tácita no


son sino variantes de la confirmación en cuanto acto jurídico,
diferenciadas tan sólo por el medio a través del cual se manifiesta la
voluntad de confirmar, que es, en el segundo caso, los hechos
concluyentes. Es, entonces, posible un tratamiento unitario de la
confirmación como acto jurídico, a pesar de que algunos de sus requisitos
sean presentados por la ley como característicos sólo de la confirmación
tácita.
La confirmación es un acto jurídico unilateral, probablemente no
recepticio, que algunos consideran negocio jurídico, advirtiendo entonces
su carácter de integrativo, accesorio o complementario del anulable al
que se refiere.

Más amplia discusión sobre estas y otras calificaciones de la confirmación


como acto jurídico en CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 271 ss.

4.1.4.2. Clases de confirmación: confirmación expresa y confirmación tácita

El art. 1311 Cc. (confirmación expresa y tácita) y el art. 1312 (sujetos)


proceden del art. 1324 del Anteproyecto de 1882-1888, donde se indica
su carácter de “nuevo” y su origen, el proyecto belga de Laurent (art.
1322: “La confirmación es expresa o tácita. Es expresa cuando la
voluntad del que renuncia a la acción de nulidad resulta de una
declaración formal. No se requiere que la declaración se haga por escrito;
si se formaliza por escrito, se aplicarán los principios que rigen la prueba
documental”; art. 1323: “La confirmación es tácita cuando la parte
interesada ejecuta un acto que implica necesariamente la voluntad de
renunciar a la acción de nulidad. Así sucede con el cumplimiento de la
obligación, si el que la cumple tenía capacidad para renunciar y conocía el
vicio que hace el acto nulo”; art. 1328: “La confirmación es un acto
unilateral por el cual aquel que tiene el derecho a reclamar la nulidad de
un contrato renuncia a él a fin de borrar el vicio. Se considera que la
obligación confirmada nunca fue viciada”.
4.1.4.2.1. Confirmación expresa

Conforme a la primera parte del art. 1311 Cc.: “La confirmación puede
hacerse expresa o tácitamente”. La confirmación expresa está aludida en
nuestro Código en el art. 1311, pero no regulada directamente.
Parece mucho menos frecuente que la tácita -a juzgar por los casos que
han dado origen a pronunciamiento por los Tribunales-, acaso por el
carácter puramente técnico-jurídico de la declaración expresa de
confirmar, cuyo contenido se dirige a operar sobre un contrato anterior
para dotarlo definitivamente de eficacia: los mismos efectos se consiguen
a través de hechos concluyentes (mucho más comprensibles y
significativos para los contratantes), sin que la declaración expresa
conlleve ninguna ventaja para el confirmante.

[Jurisprudencia]
Observa la S. 1 diciembre 1971 que "la Ley no dice en qué debe consistir" la
confirmación expresa, en un caso en que considera que existe tal confirmación "o
al menos tácita", con lo que pone de manifiesto que es, en realidad, esta última la
que opera. Por lo demás, en el caso no se trataba realmente de confirmación, pues
el contrato ya había sido anulado por sentencia firme.

No exige el Código un contenido específico a la confirmación expresa, lo


que contrasta con sus habituales modelos extranjeros, y aun con el
Proyecto de 1851 (art. 1219), que requerían mención del contrato
anulable cuya confirmación se pretende, referencia al motivo de
anulabilidad y declaración confirmatoria propiamente dicha. Ciertamente,
tal es el contenido lógico de toda declaración confirmatoria expresa, pero
no es imprescindible que resulte todo él directamente de la misma
declaración, sino que será posible indagar aliunde cuál sea el negocio que
se pretende confirmar y respecto de qué vicio (CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L.
H. 1977, 193 ss., especialmente 199 ss.). Lo esencial es la manifestación
de querer conferir definitivamente eficacia al contrato anulable. No es
necesario que se utilice el término “confirmar”, sino que resulte de los
términos utilizados la voluntad de producir los efectos de esta figura. La
manifestación de renunciar a las acciones de impugnación habrá de
interpretarse casi siempre como verdadera confirmación.
Se discute si la confirmación expresa es negocio (unilateral) recepticio.
No lo es, por su propia naturaleza, la tácita: pero acaso aquí sea oportuno
diferenciarlas, ya que los hechos concluyentes tienen por sí cierto
carácter público observable por cualquiera -y así, por la contraparte
contractual-, mientras que tratándose de declaración expresa parece
razonable exigir para su eficacia que llegue a conocimiento de los
interesados en la suerte del contrato que se trata de confirmar.

La doctrina -extranjera- dominante se inclina por el carácter no recepticio


de la declaración. Afirma tratarse de declaración recepticia CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 215 ss. Contra, DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 501.

En cuanto a la forma, y en ausencia de precepto legal que imponga una


determinada, podríamos concluir que cualquiera es suficiente. Vistas las
cosas más de cerca, se ha argumentado en el mismo sentido a partir de
la existencia de la confirmación tácita: si simples hechos concluyentes
operan la confirmación, con mayor razón cualquier declaración expresa,
cualquiera que sea su forma. Pero Clavería ha mostrado que tal
argumento no es convincente, ya que hay ejemplos en nuestro Código,
como la aceptación de la herencia (art. 999) y la condonación de deuda
(art. 1.187) en que el acto se configura como solemne cuando es expreso
admitiéndose, sin embargo, la declaración tácita (CLAVERÍA GOSÁLBEZ,
L. H. 1977, 207 y ss). Atendiendo a que, mediante la confirmación, el
confirmante queda vinculado por un contrato que hasta entonces podía
desconocer, y a la conveniencia de proteger a la persona a cuya
protección se dirige todo el mecanismo de la anulabilidad, ha defendido
que la confirmación expresa estará sujeta a los mismos requisitos de
forma que el contrato que se pretende confirmar.

Entienden, por el contrario, que la confirmación expresa no requiere


forma determinada: ALBALADEJO, M. 1991, 478; DE CASTRO, F. 1967,
513; DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 500; GULLÓN, A. 1960, 1213.

4.1.4.2.2. Confirmación tácita

Conforme al segundo inciso del art. 1311 Cc.: “Se entenderá que hay
confirmación tácita cuando, con conocimiento de la causa de nulidad y
habiendo ésta cesado, el que tuviese derecho a invocarla ejecutase un
acto que implique necesariamente la voluntad de renunciarlo”. La
confirmación tácita se manifiesta a través de hechos concluyentes, es
decir, de un comportamiento no dirigido a expresar la voluntad de
confirmar, pero del que se infiere inequívocamente la existencia de ésta.
La expresión “implicar necesariamente”, utilizada por el legislador, ha
sido entendida por el Tribunal Supremo en el sentido de mediar “enlace
preciso y directo” (derogado art. 1253 Cc.: ahora, art. 386 Lec. 2000)
entre la conducta seguida y la voluntad confirmatoria. La convalidación
del contrato anulable es, por tanto, también en caso de confirmación
tácita, un efecto negocial; y, consecuentemente, se exigirán los mismos
requisitos de capacidad, ausencia de vicios, etc., que en la expresa.

[Doctrina]
Con criterio distinto, ha defendido Díez-Picazo que la confirmación tácita
no es sino una manifestación del principio venire contra factum proprium,
por lo que ha de atenderse sólo a la objetiva contradicción entre cierto
comportamiento del contratante y su posterior ejercicio de la acción de
anulación, el cual defraudaría de forma intolerable la confianza
legítimamente suscitada en el cocontratante por aquella conducta (DÍEZ-
PICAZO, L. 1963, 176; 1993 I, 475).
No parece ser ésta la concepción de la confirmación tácita en nuestro
Código, aunque a su favor operan ciertos antecedentes históricos y la
relativa impropiedad con que el legislador adopta en ocasiones los
términos “expreso” y “tácito”. Ahora bien, en aquellos casos en que no
haya confirmación tácita en el sentido negocial antes dicho, podrá todavía
excluirse que el contratante haga valer la invalidez del contrato cuando
con ello contradiga el sentido de su conducta anterior, en la forma que
doctrina y jurisprudencia han precisado para la aplicación del principio
venire contra factum proprium (algunas consideraciones sobre
confirmación y doctrina de los actos propios en la S. 18 octubre 1982).
La S. 12 noviembre 1996, en un caso de venta dolosa al ocultar que la
finca no podía transformarse en regadío, y alegada por los recurrentes
para evitar la nulidad tanto la doctrina de los actos propios como la
confirmación tácita del contrato, desestima ambos motivos con
semejantes argumentos. En particular, por lo que se refiere a la
confirmación se afirma que “ni las gestiones que los compradores
realizaron ante los organismos oficiales para obtener autorización y poder
realizar la transformación de la finca en regadío, ni el pago posterior de
una parte del precio, entrañan acto alguno de confirmación del contrato,
a los efectos sanatorios del mismo, ya que tales actos fueron realizados
por los compradores, como se ha dicho en el fundamento jurídico anterior
de esta resolución, no con ánimo convalidante alguno, sino en la creencia
exclusiva de que la finca era susceptible de ser transformada en regadío”.

Dado el carácter negocial de la confirmación tácita, debe admitirse la


eficacia de la reserva o protesta que excluye el valor confirmatorio de
determinada conducta (CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 229 ss.).

Como hechos concluyentes de los que puede inferirse la voluntad de


confirmar -su apreciación corresponde, en principio, al juzgador de
instancia, como cuestión de hecho (S. 4 julio 1991)- pueden enumerarse,
entre otros, los siguientes (supuestos siempre los requisitos necesarios) –
seguimos en la enumeración a CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 233 ss.-
:
a) Cumplimiento del contrato por el legitimado para hacer valer la
anulabilidad (Ss. 26 diciembre 1944 y 15 abril 1971; en la S. 16 abril
1912 se hace valer que un Ayuntamiento venía consignando en sus
presupuestos las cantidades necesarias para pagar la deuda: pero el caso
no era propiamente de confirmación, sino de aceptación o reconocimiento
de la nulidad de acuerdo por el que se declaraba extinguida la deuda).
Es el modo más claro de confirmación tácita, y único reconocido en otros
Códigos. Puede bastar el cumplimiento parcial, así como el ofrecimiento
de pago, la consignación, la dación en pago o la consignación de bienes.
b) El hecho de recibir la prestación de la otra parte, o de exigirla judicial o
extrajudicialmente, o de beneficiarse de ella (Ss. 25 junio 1908 -recibir,
sin reserva ni protesta alguna, los dos últimos plazos del precio
convenido-, 3 julio 1923, 14 marzo 1927, 10 marzo 1956).
c) Realización de actos que impliquen la imposibilidad de restablecer el
statu quo ante, como la disposición de la cosa recibida (Ss. 3 julio 1923,
21 mayo 1940), su utilización, transformación, consumo o destrucción.
Estos casos se relacionan con el de pérdida de la cosa considerado en el
art. 1314, pero pueden constituir verdadera confirmación cuando se dan
sus requisitos, mientras que el art. 1314 configura una causa distinta de
extinción de la acción de repetición.
d) Novación (vid. art. 1208 Cc.), oposición de la excepción de
compensación, condonación.
e) El hecho de renunciar a la restitución del bien que la otra parte del
contrato le ofrece.
f) Actos de reproducción del contrato anulable, o tendentes a facilitar su
interpretación o su ejecución.
g) La petición de plazo para pagar.
h) La constitución de garantías.

Una línea específica, más propensa a apreciar con facilidad confirmación


del contrato anulable, parece seguir el Tribunal Supremo respecto de los
contratos celebrados por un cónyuge sin el necesario consentimiento del
otro. Ya hemos tenido ocasión de advertir varias veces las peculiaridades
de este supuesto de anulabilidad, en el que cabe admitir que junto a la
confirmación puede operar, según los casos, una ratificación (de lo por un
cónyuge hecho en nombre de ambos) o un verdadero consentimiento
contractual posterior al emitido por el otro cónyuge. Nótese ahora que,
para este supuesto, carece de sentido la previsión legal del artículo 1.311
sobre que la causa de nulidad haya cesado. En cualquier caso, no parece
justificada la tendencia a inferir la confirmación (o el consentimiento) del
mero hecho de la pasividad del cónyuge preterido que conoce el contrato
otorgado por el otro, pues el legislador le confiere la posibilidad de
impugnar durante cuatro años a contar precisamente desde que tuvo
conocimiento (art. 1.301, párr. últ.).

[Jurisprudencia]
Expresión de la línea jurisprudencial criticada puede ser la S. 22 diciembre 1993,
en que se lee que "el consentimiento de la esposa puede ser expreso o tácito,
anterior o posterior al negocio y también inferido de las circunstancias
concurrentes, debiendo ponderarse la pasividad de la esposa y su no oposición a
la enajenación conociendo la misma, así como la ausencia de fraude o perjuicio e
incluso el silencio puede ser, en estos casos, revelador de consentimiento".
Parecidas expresiones -que provienen de sentencias dictadas en aplicación del
antiguo artículo 1.413- pueden verse en sentencias como las de 11 octubre 1990 y
20 junio 1991; vid. también S. 22 mayo 1995y S. 2 julio 2003. Vid. BELLO
JANEIRO, D. 1993, 205-210. Un análisis más cuidadoso y convincente de los
hechos y sus circunstancias se ofrece en la S. 1 diciembre 1994, que aprecia el
"aprovechamiento acreditado que el recurrente obtuvo del negocio" (¿será
casualidad que en esta sentencia -como en la de 19 octubre 1994- el consentimiento
omitido sea el del varón?).
Según la S. 19 octubre 1994, es susceptible de confirmación tácita la
enajenación de la vivienda familiar por el cónyuge propietario único de la
misma mediante actos del otro cónyuge, que en el caso se aprecia porque
el no propietario "se aprovechó del pago del precio obtenido en la venta
para saldar deudas propias".

4.1.4.3. Conocimiento de la causa de anulabilidad y previa cesación de ésta.

Que la causa de anulabilidad haya cesado (S. 6 noviembre 1948) y que


sea conocida por quien confirma (S. 8 junio 1973) son requisitos que el
Código señala sólo para la confirmación tácita, en la que juegan un papel
peculiar ya que, de no darse, los hechos no serían concluyentes; pero no
hay inconveniente en generalizar su alcance y referirlos también a la
confirmación expresa. Como quiera que en ésta debe existir una voluntad
de confirmar, el conocimiento constituye una necesidad lógica, pues no se
puede querer confirmar aquello que no se sabe que es impugnable, ni
sería válida la confirmación afectada del mismo vicio que el contrato a
que se refiere.
Se discute si basta con el conocimiento empírico del vicio o irregularidad
del contrato o si es necesario, además, conocer su valoración jurídica
como causa de invalidez y, por tanto, la posibilidad de hacer valer ésta si
se quisiera. Inclina en el segundo sentido la propia letra del precepto
(conocimiento de la causa de nulidad, es decir, del vicio en cuanto
causante de invalidez; voluntad de renunciar al derecho a invocarla,
imposible sin conocer que existe tal derecho). No es preciso, sin
embargo, que se conozca exactamente la clase de ineficacia del contrato
o, en general, la calificación técnico-jurídica del mismo (cfr. CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 159 ss. y GULLÓN, A. 1960, 1214).
El negocio de confirmación se refiere necesariamente a una o varias
causas de anulabilidad -necesariamente conocidas por el confirmante y
que ya han cesado-, de manera que, descubiertas luego nuevas causas,
cabría todavía la anulación sobre esta base.
Si la causa de anulación no ha cesado todavía -es decir, si el sujeto sigue
siendo menor, o incapaz; el error o el dolo no han sido descubiertos,
persiste la coacción- la confirmación estaría, asimismo, viciada, y por ello
sería ineficaz. Pero el legislador ha erigido la cesación de la causa de
anulabilidad directamente en requisito de la confirmación tácita: con buen
criterio, ya que los actos -de ejecución, etc.,- no serían concluyentes.

4.1.4.4. Confirmación y transcurso del plazo para el ejercicio de la acción

Contra una opinión muy extendida en la doctrina menos reciente y que


sigue teniendo defensores, no constituye confirmación la inactividad del
titular de la acción durante el tiempo señalado para su ejercicio, ya que la
prescripción no se apoya en la voluntad real o hipotética del titular, sino
en consideraciones objetivas de seguridad jurídica y paz social. Más difícil
aún esta justificación voluntarista basada en la confirmación para quienes
mantienen que el plazo es de caducidad

[Doctrina]
Consideran el transcurso del tiempo como una variante de la confirmación
tácita, entre otros, DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 502 (para cuando el contrato
ha sido ejecutado, pues en otro caso admite el ejercicio de la anulabilidad
por vía de excepción sin límite de tiempo); GULLÓN, A. 1960, 1214;
BELLO JANEIRO, D. 1993, 139 ss. y 157 ss., si bien con muchos distingos
y salvedades. Distingue correctamente ALBALADEJO, M. 1991, 477 y 481.
Extensamente, CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 52 ss. y 242 ss.

Sin entrar aquí en la discusión de fondo sobre el fundamento de la


prescripción y la posibilidad de que sea, realmente, "sanatoria", bastará
con notar que los efectos no son necesariamente idénticos -por ejemplo,
cabe renunciar a la prescripción ganada- y, más en particular, que puede
prescribir la acción sin que fuera siquiera posible la confirmación: así,
cuando cuatro años después de la consumación del contrato no se conoce
todavía el error o el dolo, o cuando pasado el mismo tiempo después de
la disolución de la sociedad conyugal o del matrimonio no ha llegado a
saber uno de los cónyuges la celebración por el otro de un contrato
anulable. En ambos casos el artículo 1.313 impide hablar de confirmación.
Tampoco cabrá apreciar confirmación en la pasividad durante el tiempo
de prescripción por parte de un incapaz (que, por ejemplo, heredó a
quien otorgó contrato anulable), mientras que la prescripción opera
contra él (art. 1.932).

4.1.4.5. ¿Equiparación a la confirmación de la pérdida dolosa o negligente de las cosas objeto del
contrato?

Se ha entendido autorizadamente que el artículo 1.314 incluye en la


confirmación el supuesto en que las cosas objeto del contrato se
hubiesen perdido, mediando dolo o culpa del que pudiera ejercitar la
acción (DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 503-504, cuya doctrina -tomada de la
primera edición- acepta expresamente, salvo en un detalle, CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 236). Se trataría de un supuesto de confirmación
tácita -sin perjuicio de algunas peculiaridades- con arreglo a cuyos
principios habría de interpretarse. Así, respecto de la pérdida dolosa, se
dice que es la "realizada voluntariamente y con la conciencia de la
existencia de la acción de anulación", condición ésta última que es
necesario introducir si la conducta del sujeto ha de interpretarse como
acto confirmativo. Pero mayor dificultad tiene, en esta línea, justificar el
efecto confirmatorio cuando la pérdida de la cosa haya obedecido a
negligencia o descuido del titular de la acción, como reconocen los
mismos defensores de esta interpretación. En efecto, ni cabe ver en la
negligencia un comportamiento contradictorio con la posterior
impugnación, ni la confirmación del contrato parece que haya de ser una
forma de sanción; ni es fácil identificar el canon de la diligencia requerida,
la cual sólo parece exigible en la medida en que la conciencia de que
existe y puede ser ejercitada la acción de anulación imponga un deber de
conservación de las cosas que en tal evento deben ser restituidas.
En cualquier caso, habría que suponer que la pérdida de la cosa ocurre
cuando el actor tiene ya un conocimiento de la causa de anulabilidad -y
sólo a la anulabilidad se aplicaría el precepto-, pues sólo entonces cabe
confirmar, restringiendo así el ámbito de aplicación de la norma.
Los resultados alcanzados por este camino no nos parecen satisfactorios.
El artículo 1.314 está colocado detrás de los artículos referentes a la
confirmación -lo que ha podido inducir a confusión, viendo en aquél una
variante de ésta- pero no formando bloque con ellos, sino separado por la
expresión “también se extinguirá la acción de nulidad”, paralela a la
utilizada en el art. 1.309, configurando así dos causas distintas de la
extinción de la acción: la confirmación (que es más que esto) y la
contenida en el art. 1.314.

[Doctrina]
El antecedente reconocido de éste, el art. 1188 del Proyecto de 1851,
relaciona claramente la materia que tratamos con la considerada en el
art. 1307 Cc., y en modo alguno constituye un supuesto de confirmación:
dejando aparte otros datos (vid. el último párrafo de la regla 3ª del
artículo 1.188 del Proyecto de 1851. GARCÍA GOYENA, en su comentario,
no hace referencia a la confirmación -ratificación en la terminología de
aquel Proyecto-, como no habría dejado de hacer teniendo en cuenta que
a ésta se dedica el artículo 1.187, inmediatamente anterior), obsérvese
que en él se atendía precisamente a la pérdida ocurrida antes de
empezar a correr el término de los cuatro años y, por tanto, antes de que
fuera siquiera posible la confirmación (al menos en algunos casos, como
los de error y dolo, en que aquel término comenzaba desde que se tuvo
conocimiento del uno y del otro).
En el índice que acompaña a una de las ediciones oficiales del Código
civil, la voz "confirmación" no remite al artículo 1.314 (lo hace sólo a los
artículos 1.310, 1.311, 1.312 y 1.313). Vid. LÓPEZ LÓPEZ, J. y MELÓN
INFANTE, C.1967. Se trata del índice que acompañó a una de las
versiones oficiales del Ministerio de Justicia de la edición reformada. Aun
con sus defectos, no deja de tener interés para la interpretación de las
normas: vid. págs. XXVII y 560 de la citada obra. Al artículo 1.314 se
hace referencia, en el citado índice, al menos en dos lugares. En la voz
"nulidad" ("Extinción de la acción de nulidad, 1309 y 1314") y en la
compleja voz "Acciones.- Nacidas de las obligaciones" ("De nulidad de los
contratos: su plazo: cuándo empieza a correr, 1301.- Quiénes pueden
ejercitarla: limitaciones, 1.302.- Su extinción, 1.309.- Su extinción por la
pérdida de la cosa: cuándo prevalece, 1314"). Parece claro que, para el
autor del índice, el artículo 1.314 no forma parte de la regulación de la
confirmación.

En el mismo sentido merece observarse que el párrafo 2º del art. 1314


comienza ocupándose de la pérdida de la cosa en el periodo de
incapacidad del sujeto, periodo en el que es imposible toda confirmación
por su parte, por lo que no habría debido ocuparse de él un artículo que
pretendiera regular una variante de la confirmación tácita

[Doctrina]
Argumento que, expuesto por DELGADO, J., 1981, en comentario al art.
1314, desarrolla LÓPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C. 1995, 138-139, para
concluir que "no estamos ante un caso de confirmación o, al menos, no
estamos necesariamente ante un caso de confirmación", en lo que
coincide con lo aquí expuesto, aunque luego discrepe en algún punto,
señaladamente al entender el art. 1.314 como verdadera convalidación
del contrato anulable.

Por otra parte, resulta muy forzado valorar la negligencia como una
declaración de voluntad (tácita) de querer confirmar, con la dificultad
adicional de que el carácter fortuito de la pérdida parece que habrá de
probarlo quien la alega, lo que, en la interpretación que se critica,
supondría una presunción de confirmación ciertamente anómala.
Por último, la opinión que ve en el art. 1314 un caso de confirmación
parece suponer que, si no fuera por ésta, podría pedirse restitución de lo
dado aun no pudiendo entregar lo recibido, olvidando la regla del art.
1308 (para la explicación del art. 1314 vid. 3.4.6, “Negación de la
repetición a quien perdió culpablemente lo recibido a cambio”). Cuestión
distinta es la de que si la pérdida de la cosa es debida a una actuación de
quien la recibió, tal conducta pueda configurar una confirmación tácita del
contrato anulable en las condiciones en que ésta se produce, es decir,
habiendo ya cesado la causa de nulidad y siendo conocida por el sujeto al
causar la pérdida de la cosa. Este efecto (confirmación) se produce por
obra de los arts. 1309-1313, sin que para nada afecte a ello el art. 1314.

4.1.5. Sujetos

4.1.5.1. Legitimación.

Conforme al art. 1312: “La confirmación no necesita el concurso de aquel


de los contratantes a quien no correspondiese ejercitar la acción de
nulidad”. La confirmación es un negocio jurídico unilateral.

Contra la posibilidad de una confirmación bilateral, CLAVERÍA GOSÁLBEZ,


L. H. 1977, 130 ss., que critica una opinión de Manresa.

Puede confirmar únicamente el que tuviere derecho a invocar la causa de


invalidez (art. 1311) -no la otra parte contratante, lo que, aunque es
obvio, se vio en el caso de declarar la S. 27 octubre 1980- y basta con su
declaración de voluntad (no necesita el concurso de nadie más).
Ordinariamente el legitimado para confirmar será una de las partes del
contrato. Excepcionalmente puede ser un tercero, cuando a él
corresponda la acción de anulabilidad, como el cónyuge en los supuestos
del art. 1301 i. f. en cuyo caso su actuación se acerca a una ratificación.
Por el incapaz puede confirmar -lo mismo que podría pedir la anulación-
su guardador legal, en cuyo caso el contrato queda definitivamente válido
y el incapaz no podrá impugnarlo cuando adquiera capacidad. Ha de
hacerse la salvedad de aquellos supuestos en que el guardador no podría,
sin autorización judicial, actuar en representación del incapaz (arts. 166,
271 y 272), por lo que tampoco puede, mediante confirmación por su
parte, conseguir que, sin tal autorización protectora de los intereses del
incapaz, los actos de éste le vinculen definitivamente

DELGADO, J., en LACRUZ , J. L. 2002 I-2, 123; DÍEZ-PICAZO, L. I, 498


(en que admite para estos casos la confirmación con autorización judicial.

Tampoco hay inconveniente en llevar a cabo la confirmación mediante


representante voluntario.
Si admitimos que, en caso de pluralidad de legitimados para pedir la
anulación, cada uno puede hacerlo con independencia de los demás,
entenderemos que, del mismo modo, cada uno de los legitimados (v.gr.,
varios compradores de una misma cosa que sufrieron el mismo error)
podrán confirmar por lo que a él afecta, pero tal confirmación sólo a él
vinculará, con la eventual consecuencia de una anulación parcial (Cfr.
CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 123 ss. y 156 ss. y SERRANO ALONSO,
E. 1976, 107 y 112; cfr. PASQUAU LIAÑO, M. 1997, 327).

4.1.5.2. Capacidad

La capacidad para confirmar será la requerida para celebrar el contrato de


cuya confirmación se trate, pues su efecto, en definitiva, es quedar
vinculado por éste. Sería razonar de manera inadecuada y meramente
formal deducir del carácter de renuncia de la acción de impugnación que
algunos atribuyen a la confirmación la exigencia de capacidad de
disponer, igual para todos los casos (CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977,
150 ss.).

4.1.5.3. Vicios del consentimiento.

Los vicios del consentimiento hacen ineficaz la confirmación. No lo dice


directamente la ley, pero se infiere con claridad de la exigencia de que
hayan cesado los vicios que produjeron la anulabilidad del contrato que
se confirma, y viene exigido por una adecuada extensión analógica de los
artículos 1.265 y ss. a los negocios unilaterales (S. 6 noviembre 1948,
dolo).
Se discute si la confirmación procedente de un incapaz o de sujeto con
voluntad viciada es nula o anulable.

[Doctrina]
En los casos en que lo que ocurre es que todavía no ha cesado la causa
de anulabilidad del contrato de cuya confirmación se trata, falta un
requisito para la confirmación (art. 1.311), por lo que esta podemos
considerarla inexistente o irrelevante. En los supuestos en que el vicio del
acto de confirmación sea distinto del que afecta al acto confirmado,
Clavería ha defendido la nulidad absoluta, de manera que el sujeto podría
-sin necesidad de impugnarla- hacer valer directamente la anulabilidad
del contrato ineficazmente confirmado (CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977,
154 ss. y 275 ss.). Según este autor, "una pretendida confirmación
anulable, si deseamos ser coherentes con la naturaleza jurídica propia de
cada una de las figuras que en este momento manejamos, conferiría
precariamente carácter definitivo a la eficacia de una contrato anulable,
lo cual es una contradictio in terminis".
Esta opinión no nos parece segura, y acaso dependa demasiado de la
postura adoptada respecto de la naturaleza jurídica de la anulabilidad
como acto válido y de la confirmación. Más bien parece que el vicio de la
confirmación sólo podrá hacerlo valer el legitimado para confirmar (e
impugnar), no la otra parte contratante ni los terceros; y que habrá de
alegar y probar por separado el vicio de la confirmación y el del contrato
anulable (esto último aparece más claro en un caso como el de la S. 10
abril 1976, en que el marido alegaba que su confirmación tácita de la
partición de la herencia realizada por su mujer sin su licencia estaba
viciada por error (creyó equivocadamente que era justa). En cualquier
caso, no parece posible impugnar la confirmación sin impugnar asimismo
el contrato confirmado (es decir, no cabe dejar viva todavía la acción
contra el primitivo contrato).

4.1.6. Efectos

4.1.6.1. Consideración general

De los efectos de la confirmación se ocupa el art. 1313 (“La confirmación


purifica al contrato de los vicios de que adoleciera desde el momento de
su celebración”).

[Doctrina]
Con dicción más precisa –señalan LÓPEZ LÓPEZ, J. y MELÓN INFANTE, C.
1967, en su edición crítica del Código civil-, el art. 1326 del proyecto de
Código de 1882-1888 separaba con una coma las palabras adoleciera y
desde. El citado art. 1326 del Proyecto de 1882-1888 aparece sin
indicación de procedencia. No hay antecedente en el proyecto de 1851,
en el que a la confirmación (ratificación) no se atribuye efecto retroactivo.

El art. 1313 señala el efecto propio de la confirmación y no es mera


repetición del art. 1309 (“La acción de nulidad queda extinguida desde el
momento en que el contrato haya sido confirmado válidamente”). Por el
contrario, la extinción de la acción restitutoria no es sino una
consecuencia particular del art. 1313, ya que, devenido vinculante el
contrato al quedar purificado de los vicios de que adolecía, como si tales
vicios nunca hubieran existido, es claro que ninguno de los contratantes
puede exigir restitución de lo que entregó. Por lo demás, la confirmación
puede realizarse en momento anterior a aquel en que nace la acción de
restitución (por ejemplo, descubierto ya el error o el dolo, pero antes de
la consumación del contrato), caso en que no sería exacto apreciar
extinción -o renuncia- de lo que todavía no se tiene.
Lo que sucede es que el Código inicia la regulación de la confirmación
(arts. 1309 a 1313) con el art. 1309, que cumple de enlace con los que le
preceden. Es decir, todos los artículos que siguen al art. 1303 configuran
las “salvedades” que anuncia su inciso final.

[Doctrina]
Quienes piensan que el contrato anulable es inicialmente válido y que
sólo el ejercicio de un poder de impugnación lo invalida
(retroactivamente), explican que la confirmación consolida su validez
presente, o lo dota de validez definitiva ya no sujeta a la eventualidad de
su anulación, por lo que -dicen- puede considerarse una forma de
convalidación en sentido amplio (Cfr. ALBALADEJO, M. 1991, 480 y 1995
a, 16, con diferente explicación; CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 62 y
ss.).
Cabe objetar a esta tesis que, si se afirma que el contrato anulable era
válido y eficaz (aun con el añadido de claudicante o de forma provisional)
para nada haría falta el efecto retroactivo. Ciertamente, no para "borrar
su impugnabilidad en el pasado", pues el mero paso del tiempo cancela
ineludiblemente la posibilidad de impugnar (o de hacer cualquier otra
cosa) en el pasado. Pero precisamente la configuración legal de la
confirmación y su efecto retroactivo es un fuerte argumento para
considerar inválido ab initio al contrato anulable, al que la confirmación,
en efecto, convalida, considerándose en adelante como si en su formación
no hubiera mediado ninguna irregularidad. Así lo entiende BELLO
JANEIRO, D. (1993, 137), quien matiza por ello el sentido de la
retroactividad, pues no admite que el contrato anulable sea inválido.

La letra del art. 1313 ("purifica") podría inclinar a considerar la


confirmación como acto sanatorio en sentido estricto. Pero no es ello así,
ya que los vicios de que adolecía el contrato no quedan borrados, sino
que -y esto explica la dicción legal- se excluyen las consecuencias
jurídicas de aquellos vicios; es decir, se convalida el contrato inválido,
siendo ahora considerado jurídicamente como si en su formación no
hubiera mediado ninguna irregularidad. La confirmación es, en definitiva,
una convalidación.

4.1.6.2. Retroactividad de la confirmación

La confirmación opera retroactivamente, de modo que el contrato ha de


ser considerado válido desde el momento de su celebración, tanto en la
relación entre las partes como respecto de terceros. El precepto es
inequívoco en este punto, debiendo advertirse, en el terreno de la
gramática, que el adverbio “desde” modaliza al verbo “purificar” (y no a
“adolecer”), y que el adjetivo “su” se refiere al contrato, no a la
confirmación.

[Doctrina]
Aunque otro es el planteamiento en Códigos extranjeros y en el Proyecto
de 1851, al menos en la opinión de GARCÍA GOYENA, que explicaba (al
artículo 1.187) como "la ratificación, o ratihabición en el lenguaje
forense, equivale a contraer de nuevo la obligación anterior, y debe ésta
ser considerada como si hasta entonces no se hubiera contraido"; vid.
también en su comentario al artículo 1.219.
[Jurisprudencia]
Una sentencia desafortunada (S. 1 diciembre 1971) pretende lo contrario, forzando
la sintaxis para referir en el art. 1313 “su celebración” a la confirmación, negando,
por tanto, retroactividad a ésta (en realidad, en el caso era evidente que no se
trataba de confirmación, pues el contrato ya había sido anulado por sentencia
firme: en un segundo contrato, ya declarado nulo mediante sentencia el primitivo,
se hace referencia a éste en el encabezamiento y al fijar la renta que ha de
satisfacerse que será "la que figure en el contrato de arrendamiento"; es decir, se
regulan algunos extremos mediante remisión al contrato nulo; evidentemente, este
segundo contrato -que no constituía en modo alguno una (imposible) confirmación
del anterior- no produce efecto sino desde su celebración (lo que en el caso era
decisivo para el cálculo de la duración del arrendamiento). El resultado es
correcto, pero la argumentación está plagada de errores (vid. CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 77). En sentido distinto, siguiendo la tesis correcta, se
pronuncia el resto de la jurisprudencia (Ss. 7 mayo 1897, 3 julio 1923, 29 enero
1945, 15 marzo 1945, 25 junio 1946) y los autores.

4.1.6.3. La confirmación y los terceros

Los efectos convalidatorios de la confirmación se imponen erga omnes, es


decir, el contrato originariamente anulable vale también para los terceros
como si desde el principio careciera de vicios.
El discutido caso del menor que vende un inmueble y que, llegado a la
mayoría de edad, lo vende de nuevo a otra persona y que, todavía
después, confirma la primera venta, parece que habrá de decidirse -
según señala de Castro- conforme al criterio del art. 1473, considerando
la venta hecha durante la menor edad como la de fecha más antigua (DE
CASTRO, F. 1967, 515). En sentido contrario resolvía GARCÍA GOYENA
supuesto similar -comentario al artículo 1.219 del Proyecto de 1851-,
precisamente porque partía de la irretroactividad de la confirmación-.

[Doctrina]
Esta solución -sin perjuicio de reconocer el carácter más bien académico
del supuesto- debería ser evidente para quienes mantienen que el
contrato anulable es válido y eficaz mientras no se impugna, pues nada
habría de afectar a esta validez y eficacia iniciales el hecho de que más
tarde el mismo sujeto realizara un contrato incompatible con el anulable.
Sin embargo, es la solución contraria la que propone Díez-Picazo: "En
estos contratos, parece que el segundo contrato es plenamente válido y
eficaz, por lo que una posterior confirmación del primero, contradictoria
con el hecho de haber celebrado el segundo contrato, no puede afectar a
los derechos adquiridos por el tercero, sin perjuicio, como es lógico, de la
responsabilidad por daños y perjuicios en que el confirmante incidirá por
el eventual incumplimiento de sus obligaciones respecto del contrato
confirmado" (DÍEZ-PICAZO, L. 1996 I, 505).
Esta es también, aproximadamente, la solución de la doctrina francesa,
pero con base en un precepto que al determinar los efectos de la
confirmación deja a salvo los derechos de los terceros (art. 1.338-2 Code
civil francés): LARROUMET, Ch. 1990, 536-537; GHESTIN, J. 1988, 972-
973.
Partiendo de la invalidez inicial del contrato anulable -como es nuestra
opinión- el resultado defendido tiene como fundamento el efecto
retroactivo que el legislador atribuye a la confirmación. Desde el punto de
vista de la política legislativa, puede explicarse que mediante la
anulabilidad se pretende proteger a determinados sujetos, a los cuales se
permite decidir sobre la validez o invalidez del contrato, pero sin que los
terceros puedan hacer declarar tal invalidez, o beneficiarse de ella salvo
que el legitimado la haga valer. En nuestro caso, el segundo adquirente
no está más protegido o a cubierto de las consecuencias de la primera
venta que si ésta hubiera sido válida, pues para él es inatacable en todo
momento.

4.2. OTRAS FORMAS DE CONVALIDACIÓN O SANACIÓN

4.2.1. Repetición o renovación del contrato nulo

Respecto de los contratos, no regula el Código otra forma de


convalidación que la confirmación de los anulables, de modo que, fuera
de su ámbito, no queda a las partes que persistan en su propósito sino
repetir el contrato nulo evitando la causa de nulidad cuando ello sea
posible
Repetición que supone nuevas declaraciones de voluntad por ambas
partes -cuyo contenido acaso señalen per relationem al anterior contrato
inválido- y que produce sus efectos ex nunc: de un caso de esta índole, y
no de confirmación, se ocupa realmente la S. 1 diciembre 1971. Podría
todavía dotarse al nuevo contrato de retroactividad obligacional (es decir,
sin que los terceros queden afectados por ella).

[Jurisprudencia]
La S. 7 julio 1978, tras señalar que los negocios viciados radicalmente no son
susceptibles de confirmación ni de ratificación, explica que "no siendo sanable la
nulidad radical, sólo cabe que una vez desaparecida la causa determinante de la
misma procedan los sujetos intervinientes a la renovación del negocio, a fin de
establecer ex novo la reglamentación de intereses trazada en el anterior viciado de
nulidad".

4.2.2. Convalidación excepcional de algunos negocios nulos

Fuera del ámbito de los contratos, la regla es igualmente que el negocio


nulo no es susceptible de convalidación, pero se presentan algunas
excepciones. En algún caso es una disposición legal la que posibilita la
convalidación, como respecto del matrimonio contraído por menores hace
el art. 75-2 y del viciado por error, coacción o miedo el art. 76-2 (por
esta razón algunos autores consideran estos supuestos como de
anulabilidad del matrimonio). En otros la doctrina ha analizado en este
sentido una línea jurisprudencial que priva de la acción de nulidad de un
testamento a aquellos que expresa o tácitamente han reconocido su
validez (entre otras, Ss. 26 noviembre 1901, 28 febrero 1908, 15 marzo
1951, 14 junio y 24 octubre 1963). No parece que puede hablarse,
propiamente, de convalidación del testamento nulo, y el supuesto difiere
de la confirmación en aspectos esenciales, si bien se acerca más a ésta
para quienes la configuran como renuncia a la acción, o basan la
confirmación tácita en la regla que veta venir contra los propios actos

[Doctrina]
Sobre la idea de "convalidación excepcional" del testamento nulo, con
diversos planteamientos, CAPILLA RONCERO, F. 1987, 63 ss.; CLAVERÍA
GOSÁLBEZ, L. H. 1977, 45 ss.; DÍEZ SOTO, C. M. 1994, 149-150;
GULLÓN, 1960, 1197 ss..; SERRANO ALONSO, E. 1976, 84 ss. y 88 ss.
(este autor es el que más acerca la "sanatoria excepcional" al ámbito de
la confirmación).

4.2.3. Ratificación

Figura distinta de la confirmación -aunque similar en algunos aspectos-


es la ratificación, referida a negocios ineficaces por haber contratado
alguien en nombre ajeno, o dispuesto de cosa ajena, sin poder suficiente,
en cuyo caso el dominus negotii puede asumir los efectos del contrato
como si hubiese sido celebrado con poder suficiente (vid. arts. 1.259,
1.727 y 1.892): NÚÑEZ LAGOS, R. 1956, 7 ss.; RIVERO HERNÁNDEZ, F.
1976, 1.047 ss.
Prescindiendo aquí de la calificación del contrato sobre que opera la
ratificación ("nulo" lo denomina el artículo 1.259; pero quizás mejor
ineficaz, o irrelevante para el dominus) es claro que la función de la
ratificación es muy distinta de la propia de la confirmación, por lo que
tiene un tratamiento distinto, puesto de relieve por la doctrina y la
jurisprudencia.

Ss. 14 diciembre 1940 -ponente Castán Tobeñas- (vid. BONET RAMÓN, F. 1942,
654, en comentario a la S. 3 marzo 1942), y 25 enero 1945 (HERNANDEZ GIL, A.
1946, 613 y ss.) y, dejando otras muchas, 7 julio 1978 y 17 junio 1991.

Sin embargo, el propio legislador utiliza a veces el término ratificación


para referirse a la confirmación (v. gr. art. 1.208, en que se habla de una
ratificación que "convalide los actos nulos en su origen"): conviene
recordar al respecto que ésta era la terminología del Proyecto de 1851
(vid. su art. 1.189). Por otra parte, cabe sugerir que algunas normas de
la confirmación podrían extenderse a la ratificación, sobre todo en su
aspecto de declaración de voluntad que puede hacerse también
tácitamente. En cuanto al efecto retroactivo de la ratificación, se discute
si es absoluto (como dispone el art. 1.313 para la confirmación) o si, por
el contrario, quedan a salvo los derechos adquiridos medio tempore por
terceros.

4.3. LA "CONVERSIÓN" DEL CONTRATO NULO.

En cuanto a la llamada “conversión”, la ausencia en nuestro Código de


una norma que prevea esta figura en sus rasgos genéricos inclina a
dedicarle aquí algunas páginas, como sede más afín, aunque, en realidad,
sus relaciones con la confirmación son muy escasas.

DÍEZ SOTO, C. M. 1994; FERNÁNDEZ ESPINAR, 1995, 327-339; DE LOS


MOZOS, J. L. 1959; GANDOLFI, G. 1985, 1988; WIEACKER, F. 1984,
1.311 ss.

La conversión del contrato nulo, de acuerdo con su definición en el Código


civil italiano (art. 1.424), consiste en lo siguiente: "el contrato nulo puede
producir los efectos de un contrato distinto, cuyos requisitos de sustancia
y forma contenga, cuando, teniendo en cuenta la finalidad perseguida por
las partes, deba considerarse que éstas lo habrían querido si hubiesen
conocido su nulidad". Previamente se había formulado su concepto en el §
140 BGB, como fruto de una intensa elaboración doctrinal en el ámbito de
la pandectística.
Llamar a este remedio "conversión" quizás no sea del todo afortunado, ya
que no ocurre que un contrato que primero era inválido se convierta
luego, en virtud de acontecimiento posterior, en un contrato distinto, sino
que desde el principio se le enjuicia no según la calificación directa que
merecería -de acuerdo con la cual sería inválido- sino según una
calificación corregida (correcta) que le salva de la invalidez a cambio de
producir efectos algo distintos, en general más limitados o más débiles.
La aludida ausencia de una norma legal en que basar la conversión en
nuestro Código ha hecho dudar sobre su admisibilidad en el Derecho
español. Así, en reciente y bien construida monografía, se concluye con
un pronunciamiento en contra de la tesis más extendida, favorable a la
admisibilidad del instituto de la conversión sustancial en nuestro Derecho,
como remedio de carácter general (DÍEZ SOTO, C. M. 1994, passim; en
particular, 198 ss., en sede de conclusiones). Pero el mismo autor, que
niega la pertinencia de la utilización de concepto técnico -y de manejo
nada fácil- de conversión en nuestro Derecho, advierte que hay en éste
otros instrumentos (especialmente en materia de interpretación de la
norma que impone la sanción de nulidad, y de interpretación y calificación
del negocio atendiendo a su causa concreta) que pueden llevar a
resultados próximos a los que derivan de la conversión en Ordenamientos
que la han asumido como remedio general. DÍEZ SOTO ha puesto de
relieve cómo la caracterización de la conversión debe realizarse
distinguiéndola de figuras afines, como, por ejemplo, la nulidad parcial o
la simulación relativa (1994, 142 ss.).
Un ejemplo de la dificultad de esta materia se pone de relieve en los
comentarios elaborados en torno a la S. 26 abril 2001 que para el
profesor García Cantero supone un ejemplo de aplicación de la doctrina
de la conversión del negocio jurídico (GARCÍA CANTERO, G. 2001, 353 a
365) mientras que para Marín López, no es sino un caso de simulación:
ocultación, bajo la apariencia de una compraventa, de una transmisión de
propiedad en garantía (MARÍN LÓPEZ, M. J., 2002, 147 a 171).

[Doctrina]
Pero incluso en los Ordenamientos en los que existe un remedio general
sobre la conversión la figura ha sido sometida a revisión crítica. De estos
planteamientos se ha hecho eco el Proyecto de Código Europeo de
contratos de 2000 elaborado por la Academia de Pavía, cuyo art. 145 se
ocupa de la conversión del contrato nulo tratando de distinguir este
remedio de la interpretación conservativa y de la reproducción del
negocio (“el contrato nulo produce los efectos de un contrato distinto y
válido cuando existan los elementos de fondo y de forma del mismo que
permitan alcanzar de forma razonable el propósito perseguido por las
partes”) –GANDOLFI, G. 2001, 549-. En el proyecto de Pavía la
conversión sólo tiene lugar si del contrato o de las circunstancias no
resulta ser otra la voluntad de las partes (art. 145.3); es aplicable
también a una sola cláusula del contrato (art. 145.2), así como también
al contrato anulado (art. 145.5); la conversión se produce
automáticamente “por el mero hecho de que concurran sus
presupuestos”, pero la parte que quiera hacerla valer debe dirigir a la
otra parte, antes de que transcurra el plazo de prescripción de tres años
a contar desde la celebración del contrato, “una declaración que contenga
las indicaciones necesarias en este sentido, y a la que son aplicables las
disposiciones contenidas en los artículos 21 y 36 apartado 2. También
puede, dentro del mismo plazo de prescripción, solicitar una constatación
judicial de la conversión. Sin embargo, con el fin de que las partes
puedan alcanzar un acuerdo extrajudicial, no se admitirá ninguna
demanda hasta que no transcurran seis (o tres) meses desde la recepción
de la citada declaración. Para los casos urgentes, queda a salvo la
facultad de solicitar del Juez la adopción de las medidas previstas en el
artículo 172” (art. 145.4) -un comentario en DE LOS MOZOS, J. L. 2001,
545 a 553-.

La figura de la conversión, que ciertamente ha recibido su perfil técnico


en Ordenamientos que abordan de manera distinta las relaciones entre
autonomía privada y ley, no es ajena a nuestra tradición jurídica, en
cuanto tradición del Derecho común (cláusula codicilar, confirmatio
donationis). Tampoco faltan manifestaciones de la misma en el Código y
otras leyes, por lo que, con base en estas disposiciones singulares, junto
con otras expresiones del principio de conservación del negocio y, sobre
todo, la regla de la buena fe en la integración del contenido del contrato
(art. 1.258) es posible considerar la conversión como remedio general,
correctivo de la ineficacia en ayuda de la autonomía privada.

[Doctrina]
Mientras en la teorización del negocio jurídico (en la pandectística) se
entendió que la "voluntad negocial" está dirigida al resultado jurídico y no
al objetivo económico-social propuesto por las partes, resultaba imposible
fundar la conversión propiamente dicha (que supone una voluntad
negocial que naufraga mientras el objetivo económico-social sobrevive).
Las primeras explicaciones no lograban sobrepasar el ámbito de la
interpretación, apelando a una voluntad presunta (RÖMER), o implícita
(WINCHEID), o al juego de la falsa demonstratio sobre el nomen del
negocio (DERNBURG). Pero, como explica, WIEAKER –respecto del $ 140
del B. G. B., paradigmático para los derechos europeos continentales-, es
presupuesto primario de la conversión precisamente que el negocio-base
no pueda ser mantenido en vida mediante la interpretación como negocio
querido en vía principal (no en vía eventual); y sólo si éste, como tal, ha
naufragado, puede entrar en acción la conversión. La “voluntad
sustitutiva” en que se apoyará el negocio sustitutivo no será, por tanto,
una voluntad real, psicológica (verosímil, presunta, eventual...), sino una
voluntad hipotética, construida “conforme a la razón”, condicionada por
criterios de valoración (la confianza de la otra parte en un
comportamiento negocial razonable, la buena fe, los usos del tráfico).
Pero esta voluntad hipotética no es tampoco pretexto para la introducción
en el contrato de valoraciones ajenas a la autonomía negocial, a la
consecución de sus intereses por los sujetos particulares; en concreto, al
propósito práctico perseguido por las partes; pues la conversión viene en
ayuda precisamente de la autonomía privada. Otra cosa es que el
legislador, o el Juez, utilicen la conversión –entonces con significado
sustancialmente distinto- como instrumento de política legislativa, para
configurar el contrato con un contenido preceptivo predeterminado, en
aras de intereses –entendidos como superiores- extraños a los
particulares de los contratantes. Este tipo de conversión se acerca –por su
función- a la nulidad parcial con sustitución de las cláusulas nulas por las
legales imperativas; del mismo modo que la conversión en apoyo del
propósito negocial de las partes tiene similar función a la de la nulidad
parcial con fundamento en la voluntad hipotética de las partes.

No todos los negocios nulos son susceptibles de conversión. No lo son, en


particular, cuando las finalidades perseguidas por el negocio-base
contradicen las prohibiciones legales, la moral o el orden público, pues
falla entonces todo el fundamento para acudir, con este remedio, un
apoyo de la autonomía privada. Se requiere, además, desde el punto de
vista objetivo, que haya un denominador común entre el negocio-base y
el otro (sustitutivo), de orden sustancial, que proporcione una
correspondencia o congruencia recíproca entre ellos: el común fin
económico o social de los dos negocios; y el negocio sustitutivo ha de
mantener un equilibrio de las prestaciones equivalente al del negocio-
base.
Se discute si el negocio sustitutivo ha de ser, necesariamente, de otro
tipo, lo que suele negarse, poniéndose como ejemplos la conversión del
poder irrevocable en revocable, o la del testamento mancomunado (sin
disposiciones correspectivas) incompleto, en testamento ológrafo. Aquí el
acercamiento a la nulidad parcial es evidente.
Desde el punto de vista subjetivo, es preciso que los contratantes
ignoraran la nulidad y que no hayan excluido la conversión, pues sólo así
cabe suponer que los contratantes habrían querido la validez del negocio
de sustitución.
En la conversión material –que es de la que venimos hablando- se opera
una reducción del objeto o de los efectos del contrato o un cambio del
tipo. Junto a ella, la conversión formal resulta de que el documento en
que consta el negocio, que carece de algún requisito necesario para la
validez de la forma documental elegida, llegará a valer conforme a otra
forma de documento cuyos requisitos reúna (por ejemplo, testamento
cerrado como testamento ológrafo, art. 715 Cc.; escritura pública como
documento privado, art. 1233 Cc.; art. 115 Ley de sucesiones por causa
de muerte de Aragón, conversión del testamento nulo por defecto de
forma en otra clase de testamento y conversión de testamento
mancomunado nulo por causa que afecte sólo a uno de los otorgantes
vale como testamento unipersonal del otro si cumple los requisitos
propios de su clase), lo que entrañará muchas veces, además, una
alteración o reducción de los efectos (y, por ello, una conversión también
material).
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Las nulidades de los contratos


© J. Delgado y Mª Angeles Parra. Zaragoza. 2003.

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