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“Periferia” Juan Diego Incardona en Revista Paco Urondo

Cuando en la literatura argentina se dice periferia, lo


primero que uno piensa es en los alrededores de Buenos
Aires, lo que hoy es el conurbano bonaerense, esa masa
oscura que, desde los principios de nuestra historia, se
presentó amenazante en torno al fuerte, a la aldea, al
pueblo, finalmente a la ciudad civilizada. En realidad, si
tomáramos como premisa la frase común de la cultura
popular “Dios está en todos lados pero atiende en Buenos
Aires”, no sólo el conurbano resulta periférico sino todo el
resto del país. Es allí, en el “resto”, donde las puntas de
lanzas han recortado el horizonte, al otro lado de la
General Paz de cada época; allí donde no sólo te quieren
matar, sino violar. Si vas a la periferia, siempre te quieren
violar. Le pasó al unitario de El matadero, de Esteban Echeverría:“—¿No le ven la patilla en forma
de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.—Perro unitario.—Es un cajetilla.—Monta
en silla como los gringos.—La mazorca con él.” Te quieren violar; una y otra vez este peligro
reaparece en la literatura y el cine argentinos; se vuelve parte del famoso drama de la inseguridad,
algo que, leyendo El matadero, uno puede rastrear desde mucho tiempo antes que los casos
policiales y la difusión compulsiva del delito que hacen los medios de comunicación. De distintas
maneras, la anécdota se repite, como por ejemplo en la serie Okupas (Canal 7, 2001), que dirigió
Bruno Stagnaro, inaugurando para muchos el realismo sucio en la TV argentina. Se trata de la
historia de iniciación de Ricardo, un chico de clase media que, por diferentes circunstancias,
“desciende” a un mundo lumpen, arltiano. En el capítulo 4, titulado “El beso de Judas”, Ricardo sale
de la Capital y se desplaza a la periferia, en este caso al Docke. Allí, lo quieren violar. Empiezan a
desnudarlo, pero se salva a último momento, rescatado por sus amigos. David Viñas escribió: “La
literatura argentina emerge alrededor de una metáfora mayor: la violación”. El
Matadero y Amalia (de José Mármol), en lo fundamental, no son sino comentarios de una violencia
ejercida desde afuera hacia adentro, de la “carne” (del matadero) sobre el “espíritu”. De la “masa”
contra las proyecciones del Poeta, que, durante años, ha visto la periferia desde el centro, desde la
ciudad, como en el poema fundante La cautiva, donde los alrededores, por la tarde que describe el
principio del poema, están en armonía, la naturaleza, los pájaros, pero a medida que avanzan los
versos empieza a oscurecer; entonces los sonidos cambian, es escuchan ruidos bestiales, de los
centauros bárbaros, la chusma hormigueante, los demonios, el enjambre de hienas, como los
nombra Graciela Silvestri en El imaginario paisajístico en el Litoral y el Sur argentinos.

A mediados del siglo XX, el sentimiento se actualiza, en torno al peronismo. El temor a la invasión
embarga al hombre ilustrado o bien a la clase media, ante la posibilidad de un encuentro, de un
choque. Los sonidos ahora okupan la casa de la clase media en el cuento “Casa Tomada” de Julio
Cortázar, publicado por Borges en la revista “Los anales de Buenos Aires” en 1946 y luego incluido
en el libro Bestiario (1951). Se trata de una metáfora posible, según Juan José Sebreli, del
peronismo, que no sólo llega para mojar las patas en la fuente de la Plaza, sino en el living de la casa
donde habita un “matrimonio de hermanos”. A medida que el cuento avanza, los antiguos
ocupantes van entregando espacios hasta que, finalmente, salen a la calle. Lo mismo ocurre en el
relato “Cabecita negra” (1961), de Germán Rozenmacher, que parodia el cuento de Cortázar,
develando el origen de los ruidos que, en esta oportunidad, provienen desde afuera. Dos “negros”,
una chica borracha y un policía, entran a su casa. El pequeño burgués es sometido dentro de su
propiedad, amenazado y golpeado. En el final, se tranquiliza pensando que, al menos, “nosotros
tenemos al ejército”. Los otros son figurados como animales, como monstruos. El cuento de Borges
y Bioy Casares, escrito bajo el seudónimo Bustos Domecq, lo explicita desde el título: “La fiesta del
monstruo”. El monstruo es Perón, habla por cadena nacional; y el protagonista, un colectivero que
habla mal (ejercicio musical de los autores que intentan desacreditar con la jerga, desde un uso
inapropiado del lenguaje, un lenguaje bajo, la cultura del otro), va con la masa a verlo. En el final,
como en El matadero, una patota somete, a piedrazos, a palazos, etc., a un hombre solo que, como
el unitario, representa a la civilización, en este caso, un intelectual judío. La elección, posiblemente,
quiere ligar al peronismo, además, con el nazismo. Tanto este “monstruo” como las voces que no
tienen cuerpo en el cuento de Cortázar, habilitan posibilidades fantásticas. El otro, el peronista,
mitad animal-mitad humano, es un ser sobrenatural que irrumpe en la realidad cotidiana, es un
monstruo, es el aluvión zoológico. Ítalo Calvino, al hacer una historización sobre el género
fantástico, lo separa en dos períodos. Al primero lo llama “fantástico visionario”. Lo sobrenatural se
ve, todo consiste en crear figuras. Esto puede leerse en relatos de los románticos alemanes, como
ETA Hoffman o, incluso, en algunos cuentos de Poe y Hawthorne. En un segundo periodo, lo
sobrenatural se va interiorizando. Calvino lo llama “fantástico psicológico”. Los elementos visuales
se suprimen y entonces crecen otros sentidos, como el oído. Este sucede por ejemplo en “Casa
Tomada”. Lo sobrenatural no se ve, sino que se siente: el peronismo no se ve, el peronismo se siente.
Paranoia y Parodia, explica Ricardo Piglia, son las formas que adoptan estos relatos herederos de
aquel cuento de Esteban Echeverría. Paranoia: Casa Tomada del Matadero; Parodia: La fiesta del
monstruo del Matadero. Pronto se escucharán los tiros, las armas de los pobres, como en la canción
de Bersuit Vergarabat. En la periferia, que, al principio, llamaban desierto, lo cual resultaba una
paradoja, ya que era un vacío-lleno, donde habitaba el otro. Primero, el indio; después, el gaucho;
después, el inmigrante; después, el cabecita negra; después, el villero, amenazando a la ciudad,
como piojos dispuestos a saltar la avenida de circunvalación y enfermar La Cabeza de Goliat, como
llamó Ezequiel Martínez Estrada a Buenos Aires. De este modo, desde el principio, documentado
por las representaciones literarias, la emoción que predomina es el miedo. Una versión local,
autóctona podríamos decir, del romanticismo que cultivaban los liberales del Siglo XIX. Si uno la
compara con los romanticismos europeos, por ejemplo la pintura alemana de Caspar Friedrich, o la
poesía inglesa de los laguistas (Wordsworth, Coleridge), de los satánicos (Shelley, Lord Byron),
puede notar la diferencia. En la versión europea, el sentimiento era otro, la melancolía, allí algo se
había perdido. Claro, los países europeos eran mucho más antiguos y sus paisajes, a veces, jardines
más o menos espectaculares, que se contemplaban desde las ventanas. En nuestro país, en cambio,
la historia recién empezaba; no aparecía aún la sensación de pérdida, sentimiento que después
bajaría de los barcos con los inmigrantes y florecería con el tango en la periferia, en el arrabal. Lo
que había, acá, era miedo. Y en esa masa oscura que rodeaba a la luz (de la ciudad), no se
levantaban, tampoco, criaturas fantásticas como “El Coloso”, de Goya (del Romanticismo español).
Acá, como dirán después los realistas mágicos, no había que inventar nada; la realidad americana
ya es fantástica, exuberante, desproporcionada. Es una realidad que no cabe en el idioma. ¿Para
qué inventar monstruos mitológicos si teníamos indios? La consigna, como se sabe, fue su
eliminación, porque indio y desierto eran la misma cosa. Parece una historia vieja, anacrónica
pensará alguno; sin embargo, las manifestaciones y reclamos de los Pueblos Originarios no han
perdido vigencia, como sucedió en la gran marcha del 20 de mayo de 2010. Y traigo esto a colación,
porque ese otro, que en los comienzos fue el indio, aún es el ejemplo viviente de que la periferia
que rodea al centro excede al Conurbano Bonaerense. Como Dios atiende en Buenos Aires, hay que
marchar a la Plaza de Mayo. Argentina es Plurinacional y Pluricultural, dice la Declaración de las
Naciones Originarias; y el reclamo, en la canción: “Acaso porque soy coya no tengo oportunidad /
acaso porque soy coya no tengo oportunidad”. En el marco del Bicentenario, la CONABIP (Comisión
Nacional de Bibliotecas Populares), ofrece una hermosa serie de libros, dirigida y prologada por
Osvaldo Bayer. Los dos primeros: La guerra al malón, del Comandante Prado y Autonomismo y
Centralismo, de Leando N. Alem. En el primero de los prólogos, Bayer observa el increíble racismo
que destila Prado. Es que todo se había preparado. Los diarios de Buenos Aires empezaron una
campaña contra los Pueblos Originarios, para preparar el clima de lo que pronto sería la Conquista
del Desierto, un genocidio. Un clima, nada más alejado del espíritu de Mayo de 1810 —afirma
Bayer—, de los escritos de Mariano Moreno, de Manuel Belgrano, de Juan José Castelli. Año 1870.
Lucio Mansilla, Coronel del Ejército Argentino, publica en el Diario “La Tribuna” Una excursión a los
indios ranqueles en forma de folletín, donde cuenta su encuentro con los indígenas ranqueles etnia
mapuche y su gran cacique Panghitruz Guor (Zorro cazador de pumas), también conocido como
Mariano Rosas (apellido que llevaba por quien había sido su captor: Juan Manuel de Rosas). El
motivo del viaje era convencer al cacique de trasladarse a la Subcomisaría de Río Cuarto, Córdoba,
y tenía como objetivo ganar tiempo hasta que se diera la batalla definitiva. Sin embargo, después
de conocer a los ranqueles, tuvo para ellos palabras de apoyo y defensa. “Al toldo de un indio se
acerca el que quiere. Pero no puede apearse del caballo, ni entrar sin que primero se lo ofrezcan.
Una vez hecho el ofrecimiento, la hospitalidad dura 1 hora, 1 día, 1 año, toda la vida.” Ya anciano y
viviendo en París, Mansilla quiso mostrarle a un amigo un objeto preciado, el poncho que le regalara
la mujer principal de Mariano Rosas. Pero al hacerlo, descubrió que la prenda había sido comida por
las polillas. Mansilla se derrumbó sobre su sillón, llorando. “Durmamos (…). Lo confieso (…). Yo no
he dormido jamás, mejor ni más tranquilamente que en las arenas de la Pampa (…). Viviendo entre
salvajes he comprendido por qué ha sido siempre más fácil pasar de la Civilización a la Barbarie que
de la Barbarie a la Civilización.” Pero no fue el indio, sino el gaucho el que representó más tarde la
condición del “Ser Nacional”. Y en el momento de su extinción, sus rasgos se volverán positivos. Ya
no será el bárbaro de El matadero, sino el perseguido, el sacrificado, la víctima. En 1873, se publica
Martín Fierro, y es un éxito. Pero antes de esto, la “agresión inicial” es del gaucho. Los textos del
Romanticismo argentino —observa Viñas— pueden ser leídos en su núcleo como un progresivo
programa del espíritu y la literatura contra el ancho y denso predominio de la “bárbara materia”. El
circuito —explica— que va desde los planteos del ´37 o ´38 que postulan una síntesis entre “el
espíritu” y “lo material”, entre Europa y América, pasando al dilema excluyente de Civilización-
Barbarie, hasta el darwinismo social con que se mutila esa dicotomía y se justifica la liquidación de
la “barbarie”. Los proyectos iniciales de síntesis entre el escritor y las masas, entre lo europeo y lo
concreto de América Latina se desnivelan y desplazan enfatizando lo “espiritual” hasta disolverse o
deformarse. La Argentina —sigue Viñas— tenía que ser el país más europeo, el privilegiado, enclave
del “espíritu universal” en medio de un continente de “tierras calientes”. Podría decirse: querían
que la Argentina fuese hablada por Europa. Se trataba de “humanizar” el país a los efectos de que
les devolviera su propia imagen. Qué paradoja. Años más tarde, la inmigración europea
desembarcaría a montones en Buenos Aires, pero no serían ingleses o franceses representantes de
la civilización, sino gente pobre, huyendo de las guerras. Entonces, empiezan a expresarse esos
nuevos “otros” de la periferia, a decir las propias alegrías o tristezas. Ligado, también, al tango, nace
uno de los géneros más importantes del Teatro Argentino: el grotesco.
En gran parte de estas obras, las historias transcurren en zonas periféricas, en los conventillos, en
los arrabales. Armando Discépolo, hermano de Enrique Santos, escribe obras que se volverán
clásicas: Mustafá, El organito, Babilonia, Mateo, Stéfano, etc. Otros escritores de esta época son
Nicolás Olivari, Roberto Arlt, Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo y el Grupo Boedo. Estos autores
son importantes porque la periferia ya no es fruto de un viaje que realiza el hombre del centro hacia
el borde, sino que son relatos, en gran parte, de la comunidad. Pero esta periferia es el borde de la
Capital, todavía se encuentra dentro de sus límites. Y habría que agregar a la serie los cuentos
orilleros de Borges, como una representación mitificada del arrabal criollo. El conurbano
bonaerense prácticamente no aparece, salvo en ocasiones, pero allí sí supone un viaje, no desde el
centro, sino desde el borde hacia fuera, desde el borde interior al borde exterior. Viajes como el que
hace Adán Buenos Ayres y los excursionistas de Saavedra en las páginas de Marechal o como el que
hace Erdosain en Los siete locos, de Roberto Arlt, a Temperley, a la casa del Astrólogo, donde se
planea una revolución. Después, la inmigración ya no bajaría de los barcos sino de los trenes. En ese
choque, la violación es al revés. Osvaldo Lamborghini escribe El Matadero al revés en “El niño
proletario”. Ahora es el “niño federal” el que es sometido por los niños acomodados, en este caso
por tres chicos burgueses. Es uno de los relatos más crudos que se han escrito en la literatura
argentina. La violación del pobre también aparece en el cine, en películas como “Crónica de un niño
solo” (1964), de Leonardo Favio, donde la violencia se produce en una zona a medias urbanizada, a
medias natural, una combinación de paisajes común en el conurbano profundo, cuyas villas de
emergencia, al no tener agua corriente, se han asentado muchas veces cerca de zanjas, arroyos o
ríos. El término “Villa Miseria” fue una expresión inventada por Bernardo Verbitsky, escritor y
periodista, padre de Horacio. Villa Miseria también es América, se titula su libro más conocido. En
el texto, se relatan historias de los barrios latas, “que forman costras en la piel de Buenos Aires”.*En
los últimos años, la periferia, ya en sus zonas pobres, ya en sus zonas obreras, ya, incluso, en sus
barrios acomodados, ha crecido en presencia en las publicaciones de nuestra literatura. Muchos
autores ubican sus relatos allí, ya no con las miradas exóticas o deslumbradas de los viajeros, de los
visitantes, sino como habitantes. De este modo, la periferia se vuelve, para los personajes, en
centro, de sus vidas, de sus familias, de sus trabajos. Como en todas las épocas, la literatura ofrece
documentos subjetivos que dan cuenta de un estado de las cosas, de la política, la historia, la cultura
en general, no en tierras desconocidas, sino en el corazón mismo de lo inmediato. Pinta tu aldea y
pintarás el mundo, dice la frase. Quedan pendientes, aún, muchas voces de los habitantes de la
periferia, que han llegado al Conurbano en busca de trabajo y han encontrado, a veces, la
discriminación y la violencia. Hermanos paraguayos, bolivianos, peruanos, que han bajado, no de
los barcos, no de los trenes, sino de América. Hoy por hoy, el Conurbano Bonaerense, demográfica
y culturalmente, es la zona más latinoamericana de nuestro país. Finalmente, “la ciudad europea”,
que siempre ha soñado con París, está rodeada por el mestizaje, y penetrada —el término no es
casual— por las caras marrones que día a día suben y bajan de los colectivos de un lado y otro de la
General Paz y el Riachuelo.

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