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DESDE LA INTENCIONALIDAD AL DIÁLOGO

Durante el primer año de vida, la capacidad de mostrar determinación conduce a intercambios no verbales entre
los niños y sus padres: «diálogos» en los que predominan las expresiones y los gestos por encima de las palabras.
Estos diálogos son el punto de partida de lo que, más adelante, reconoceremos como aspiraciones o deseos. Antes
de que un niño aprenda a decir «yo», su sentido de la intencionalidad
comienza a distinguir entre el emisor y el receptor de determinadas acciones, tal como reflejan estas
interacciones.
A medida que un bebé es capaz de alzar los brazos para que le cojan, apartar de un manotazo la comida que no le
gusta de la mesa y configurar expresiones faciales ante las más diversas emociones, esta conducta intencionada
delimita, poco a poco, los límites entre «quién-soy yo» y «ese otro en el que quiero influir» . Para que un propósito
acabe en una acción claramente intencional, una o varias de las personas más próximas al niño debe «leer» sus
intenciones y responder ante las mismas. Cuando un niño extiende sus brazos para que le cojan, frunce el ceño
porque algo le da asco o sonríe de forma seductora para que los adultos más cariñosos le respondan, se ha iniciado
ya un diálogo no verbal. Caracterizado por expresiones y gestos, puede evolucionar desde una secuencia sencilla de
dos a tres interacciones, a cincuenta o sesenta en una sola serie. A medida que estas interacciones intencionales se
van multiplicando, las primeras piezas del incipiente sentido del sí mismo infantil comienzan encajar. Un sentido
organizado del sí mismo comienza a formarse, así, antes incluso de que el niño sea capaz de usar símbolos.
EL TERCER NIVEL: ESBOZOS DE INTENCIONALIDAD
La capacidad de entablar relación con, al menos, otra persona conduce a la siguiente etapa del desarrollo, un
intercambio voluntario de señales y respuestas. Los niños que han superado con éxito el paso hacia este
compromiso sincero se van dando cuenta, progresivamente, de que las acciones que transcurren entre ellos y los
demás forman parte de un intercambio bidireccional. En el mundo existe intencionalidad: una sonrisa lleva a otra
sonrisa; una mirada tenebrosa, a cualquier otra respuesta. Si bien todavía falta mucho para que el niño maneje los
símbolos y el lenguaje, en la segunda mitad de su primer año de vida los bebés comienzan activamente a usar gestos
y expresiones para tomar parte en un diálogo preverbal. El más sencillo de los gestos es objeto de sutiles cambios:
sonrisas, ceños fruncidos, movimientos de cabeza, cambios en la postura corporal, guiños, murmullos delicados o
malhumorados. De ser exclusivamente sincrónicas, como en la anterior etapa evolutiva, las acciones del bebé y de
sus padres se vuelven, ahora, realmente interactivas. La madre habla con entusiasmo y el niño asiente, en
respuesta, con un movimiento de cabeza. El bebé mira un juguete, su padre lo coge y el bebé gorjea de
satisfacción. El hábito de comunicarse, que durará toda la vida, comienza con estas sencillas secuencias
interactivas que denominamos circuitos comunicacionales. Estas interacciones implican, en esta etapa, un
aprendizaje físico o somático; la conducta y las emociones están estrechamente ligadas a las consecuencias físicas,
como recibir un abrazo o escuchar un comentario cariñoso en respuesta .
Al mismo tiempo, se va desarrollando una capacidad psicológica fundamental e imprescindible para la futura
evolución mental: la capacidad del niño de definir los límites que separan el «yo» del «tú», la toma de conciencia de
que únicamente ocupa una pequeña porción del universo, mientras que otras personas ocupan otras partes situadas
fuera de su alcance. A partir de estas interacciones tan elementales, los niños comienzan a comprender que sus
propias acciones pueden desencadenar respuestas de personas distintas a ellos, que existe una realidad exterior,
ajena a su mundo y no siempre sujeta a su voluntad, más allá de sus propios sentimientos y deseos. Los gestos
aparentemente poco importantes que comenzamos a entender hacia el final del primer año de vida sirven para
asentar nuestras relaciones humanas y nuestros procesos de pensamiento para el resto de nuestras vidas . También
configuran los límites de cada persona como ser individual. Cuando las personas saludan mediante un breve gesto
con la cabeza, cuando nuestras miradas chocan de un extremo al otro de la habitación, o musitan «Ajá» mientras
nos escuchan por teléfono, aprendemos dónde acabamos nosotros y dónde empiezan ellos. Con las mismas señales
gestuales, pequeñas pero sutiles, que definieron nuestras interacciones más precoces, manejaremos todas nuestras
relaciones mientras vivamos. La persona con la que estamos conversando animadamente, ¿realiza el comentario
oportuno en el momento preciso, sonríe ante cualquier observación nuestra? Si es así, percibimos el compromiso
relacional y nuestro discurso será fluido. Si se diera el caso, por otro lado, de que alguien nos mirara fijamente, de
forma inexpresiva, con la mirada perdida en el espacio o permaneciera en silencio, comenzaríamos a sentirnos
desorientados, rechazados o acaso poco queridos. Personas muy sensibles pueden darse cuenta, incluso, de que su
pensamiento se desorganiza y su sentido de intencionalidad se diluye progresivamente.
Este patrón se puede observar, claramente, en la infancia. En un estudio muy conocido, realizado con bebés de
cuatro meses de edad, se pidió a madres de bebés sanos que no hicieran uso de sus habituales sonrisas, gestos de
asentimiento o muestras de cariño, y mostraran únicamente unas miradas fijas e inexpresivas. Los bebés siguieron
un patrón de respuesta predecible, sonriendo, agitándose y alzando los brazos, en un principio, cada vez con más y
más intensidad, como diciendo «¡Eh, préstame atención! ¡Te estoy hablando!». En vista del escaso éxito,
descansaron un momento y volvieron a la carga, de forma más frenética. A los pocos minutos, se mostraron
irritables y furiosos, sus gestos se volvieron desorganizados y, poco a poco, fueron perdiendo su carácter
intencional hasta que, finalmente, la apatía y el desinterés se fueron instaurando y los bebés decidieron tirar la
toalla.
En otro nivel, cualquiera que haya intentado conversar con alguien de semblante grave o haya dado una
conferencia ante un auditorio insensible, habrá podido percibir este estado de confusión y desorientación. Pero el
efecto que ello tiene sobre los bebés, desencadenado por cuidadores irresponsables, es infinitamente superior,
privándoles de la oportunidad de establecer unos límites efectivos para sus sí mismos en evolución. A diferencia de
los bebés del estudio, cuyas madres rápidamente los sacaron del apuro mediante cariñosos abrazos, los bebés
privados, sin excepción, de las respuestas adecuadas se vuelven persistentemente desorganizados. Pierden el
interés por comunicarse, convirtiéndose, en última instancia, en seres apáticos e incluso alicaídos.
Una deprivación precoz de tales características tiene repercusiones; reconocibles en la edad adulta . Un paciente,
habiendo ya cumplido los veinte, carecía, sin embargo, de un sentido claro de los vínculos que se establecen entre él
y los demás y hacen posible unas relaciones normales. Cuando Bill inició la psicoterapia, era un matemático e
inventor brillante, pero parecía ignorar el nivel gestual de la comunicación: el contacto visual, las expresiones
faciales y las posturas corporales que las personas utilizan de forma intuitiva para recalcar sus intenciones y
orientar sus interacciones con los demás. Al comienzo de sus sesiones fijaba, brevemente, su mirada en el
terapeuta antes de desviarla hacia una ventana próxima. Comenzaría, entonces, un soliloquio largo, más bien
monótono, sobre sus actividades más recientes. Apenas hablaba de emociones y no respondía nunca a los
levantamientos de cejas, a los movimientos afirmativos con la cabeza, a las gesticulaciones o a los cambios en la
postura corporal del terapeuta. Bill, de hecho, apenas reconocía al terapeuta. No hace falta decir que tampoco
fuera del contexto terapéutico respondía a las más elementales señales que emitían los demás, metiéndose, así, en
todo tipo de dificultades, tanto en su vida social como profesional. Al margen de que las personas se sintieran
cansadas, aburridas, molestas, contentas o tristes, Billy continuaba con sus monólogos autorreferenciales. Acudió a
terapia, finalmente, debido a los crecientes sentimientos de entumecimiento, de no tener «nada dentro de sí» y
por la ausencia de relaciones en su vida, aparte de las que mantenía, superficialmente, en su entorno laboral.
A medida que se pudieron obtener datos de su historia se descubrió que, a la edad de nueve meses, había perdido
a ambos padres en un accidente de coche. Un tío y una tía mucho mayores lo acogieron y, a lo largo de toda su
infancia, satisfacieron todos sus caprichos. Dado que estaban absolutamente entregados a su persona, nunca le
impusieron límite u obligación alguna, nunca objetaron su parloteo incesante, nunca mostraron abiertamente que
desaprobaban determinada conducta o definieron esta desaprobación mediante una mirada severa, un movimiento
de de los dedos o un chasquido de la lengua . Más bien estaban pendientes de cada una de sus palabras a lo largo de
horas de inacabables monólogos, los mismos que sufría, ahora, el terapeuta. Representando su papel, durante todos
estos años, ante una audiencia entregada, Bill nunca tuvo que esperar su turno en la conversación, imaginar las
consecuencias desagradables de cualquier travesura, calibrar el estado de ánimo de sus tutores o amoldar su
conducta a sus deseos. El niño pequeño nunca aprendió, y el hombre adulto todavía no sabía cómo enviar y recibir
los mensajes no verbales que definen tanto los límites que separan a los individuos, como el terreno común que se
sitúa entre ellos. La larga terapia de Bill comenzó a surtir efecto cuando el terapeuta empezó a adoptar los
sencillos gestos de «Paren» y «Circulen» del guardia del tráfico, para «dirigir» la conversación y para que ambos
tuvieran la ocasión de hablar. A través de la práctica, Bill se fue dando cuenta progresivamente del alcance de la
comunicación gestual y comenzó, así, a experimentar a las demás personas como seres emocionales que tienen
deseos e intenciones propias.
El sí mismo intencional
Cuando las emociones se pueden expresar mediante acciones con finalidad propia, anuncian el tercer nivel
cognitivo y del sí mismo. El bebé ya no sólo se recrea en las sonrisas que reflejan su imagen de una etapa anterior.
Ahora interactúa de forma recíproca y contingente; es decir, quiere que le devuelvan algo por lo que da, y sus
acciones responden a las de otras personas. En un reciente trabajo de investigación llevado a cabo con Stephen
Porges, mi colaborador y yo detectamos que esta nueva organización del sí mismo coincide con un importante
cambio neurológico. La reciprocidad intencional anuncia la puesta en marcha de un nivel superior del sistema
nervioso central, a medida que se trazan nuevas vías cerebrales para las claves sociales y sus respuestas.
Como indicamos anteriormente, estas conductas voluntarias establecen los primeros circuitos comunicacionales
del niño: el bebé gorjea, papá levanta sus cejas, el bebé sonríe, papá coge al bebé en brazos, el bebé da una
palmada a papá. Ahora intenta una sonrisa para obtener otra a cambio; cada mirada seria, sonrisa de satisfacción,
gorjeo o mirada, obtiene el reconocimiento por medio de un gesto como respuesta. A lo largo del tiempo, los gestos
se vuelven progresivamente más sutiles y más elegantes a medida que el bebé comienza a dar, tomar y devolver y a
pronunciar los más diversos sonidos. Las emociones y las sensaciones llevan a unos diálogos cada vez más ricos y
diferenciados, a medida que el bebé aprende maneras cada vez más expresivas y originales para comunicarse con el
mundo que le rodea. Veinte, treinta e incluso cuarenta circuitos comunicacionales se enlazan ahora de forma
rutinaria, en tanto que caricias, ademanes, sonrisas, guiños, risas, movimientos de cabeza y miradas serias se
multiplican y constituyen largas conversaciones gestuales que relacionan al bebé con las personas significativas de
su entorno.
En esta época el bebé comienza a esbozar un sentido de sí mismo como ser diferencial: no, claro esta, un sí mismo
en su totalidad, integrado u organizado, pero sí un sí mismo ya no del todo incapaz de distinguirse de los demás . Al
principio, el bebé experimenta pequeñas partes del sí mismo: felicidad, rabia, temor. Percibe diferentes
tonalidades emocionales en su cuerpo cuando alarga su mano para alcanzar una pelota o arrebata una galleta de la
boca de mamá para introducírsela en la suya. Su primer sentido de intencionalidad y deseo coincide con -y da pie a
la definición de- lo que denominamos sí mismo intencional o deliberado. Ahora ya no existe sólo un deseo de hacer
algo, sino un «yo» -o, al menos, la fracción de un «yo»- que lo ejecuta. Al combinar el pensamiento intencional y la
acción, el bebé comienza a experimentar estas parcelas rudimentarias de sí mismo.
Este sentido del yo no existe porque, de hecho, no puede existir de forma abstracta o en ausencia de otras
personas. El sistema nervioso ha madurado en grado suficiente, sin embargo, para que el niño pueda mostrar las
emociones, a la vez que percibirlas y responder ante las mismas, capaz de convertir estas experiencias en un
intercambio. Gracias a las iniciativas y a las respuestas de sus padres, el bebé experimenta la iniciativa y la
respuesta en sí mismo: en otras palabras, un sentido del «yo» interactivo. Lo que hace y cómo reacciona definen las
piezas inseparables de esta intencionalidad recién adquirida.
Al principio, no había un sí mismo intencional o deliberado sino, únicamente, un sentido de unión con la persona que
se hacía cargo de él. D.W. Winnicott lo describió enfáticamente: «Un bebé solo no existe». A partir de este núcleo
amorfo comienzan a crecer los primeros y diminutos vástagos de un sentido del sí mismo si -y únicamente si- el
niño, que dispone ahora de la capacidad física para interactuar, vive en un entorno que responde a sus propuestas
relacionales y le estimula a usar ese nuevo potencial. Los primeros límites psicológicos entre el bebé y su mundo
exterior, el primer esbozo de un sí mismo complejo, surge a partir de las acciones impulsivas de un niño en
confrontación con las reacciones de un adulto. La respuesta a estas interacciones precoces y deliberadas comienza
a dibujar un límite entre lo subjetivo y lo objetivo. Así nace un sentido de la realidad fuera de nosotros mismos.
Nuestro sentido de la realidad es un producto de ambos procesos, los subjetivos y los objetivos. Comienza, sin
embargo, con la fijación de este límite tan precoz.
A partir de las señales de la conducta intencional, como tocar la nariz de papá o tirar comida al suelo, desciframos
anhelos, deseos e intenciones. Llegados a este punto, la conducta motriz evidencia el deseo y la motivación. Resulta
interesante constatar que, en ausencia de la creciente capacidad para coordinar su musculatura gracias al
desarrollo de su sistema nervioso, el niño no sería capaz de construir algo tan elaborado como un deseo o anhelo . En
otras palabras, un deseo o una exigencia muy probablemente no puedan existir, todavía, como ideas por derecho
propio. Deben estar ligados a una conducta que los defina. Una acción define un deseo de la misma manera en que
un símbolo verbal definirá una idea más adelante; aporta la forma o estructura necesaria para trasladar la
intencionalidad de la vida interior subjetiva del bebé a la vida exterior de la objetividad interpersonal. En ausencia
de estas acciones definitorias, el deseo potencial no acabaría siendo un deseo o una exigencia independiente.
El niño no tiene todavía la capacidad para crear símbolos o ideas con el fin de representar deseos o anhelos. La
principal vía para adquirir conocimientos y comunicarse es a través del sistema motor. Por este motivo, animamos a
niños con graves afecciones motrices o retrasos en su desarrollo a que utilicen cualquier parte de su sistema motor
hábil, como pueden ser sus lenguas o la musculatura del cuello, para transmitir el sentido de la intencionalidad.
Cuando un niño es incapaz de expresar intencionalidad en esta fase inicial de su evolución, el desarrollo intelectual
y emocional puede estar en peligro. Niños que padecen importantes retrasos motores y que han evolucionado de
forma satisfactoria, incluso cuando la intervención ha sido tardía, frecuentemente desarrollan vías de
comunicación a través de miradas, sonidos o movimientos parciales.
Mientras que el sistema motor constituye un medio para definir y expresar deseos y anhelos, la combinación de
afecto y conducta motriz intencional define su carácter proposicional. En una etapa anterior, el bebé tenía
necesidades -se le debía alimentar, cambiar, sujetar- pero no las expresaba en forma intencional alguna. Su
hambre, malestar, o regocijo comportaban cambios en su expresión facial, sonidos, postura corporal y similares.
Estos cambios eran, sin embargo, exclusivamente reactivos a las sensaciones y emociones que estaba
experimentando. La capacidad actual de utilizar sus brazos para alcanzar, agarrar o tirar; su capacidad para gritar
de rabia debido a una molestia fisiológica (o para reírse subrepticiamente, con el fin de obtener otra risa en
respuesta, por una ventosidad) anuncian la voluntad del bebe. Un «yo» curioso, un «yo» temeroso, un «yo» furioso -
todos ellos gérmenes del sí mismo- no están todavía unificados. Inicialmente, sólo existen como pequeños islotes
aislados; es más adelante cuando forman un todo. El sí mismo que, en un principio, no era más que un estado general
de alerta, evolucionó hacia un sí mismo relacionado y comprometido con el mundo. Es ahora cuando brota un sí
mismo nuevo, intencional. En esta fase evolutiva, la conciencia consiste en un creciente sentido de la
intencionalidad, en ser agente de una conducta premeditada.
EL CUARTO NIVEL: INTENCIÓN E INTERACCIÓN
Una vez que el niño asocia las sensaciones y emociones a una acción voluntaria, puede avanzar hacia el cuarto nivel
de desarrollo, en el que la comunicación crecientemente compleja, presimbólica, le dota de recursos para encontrar
su camino en el mundo de la interacción social.
Este paso también es asumido gradualmente. Cuando una madre sonríe a su bebé porque éste le sonrió a ella, o
cuando mueve su cabeza y dice «No, eso no lo hagas», cuando el bebé aparta su plato mientras ella intenta darle su
puré de zanahorias, el bebé comienza a aprender cosas de su madre y acerca de sí mismo. Él es alguien capaz de
generar afecto y cariño en los demás. Ella es alguien que, con toda probabilidad, insiste en que él haga lo que ella le
dice. Y de esta forma, habiéndose esbozado, previamente, los límites entre él y las personas que le rodean, el
pequeño comienza, entre los doce y los dieciocho meses, a perfilar los detalles de ese amago imperfecto de
proyecto.
El proceso avanza de forma titubeante. El primer sentido de identidad del niño es muy precario, un mapa con
grandes espacios en blanco. Si posiblemente ya ha superado la etapa caracterizada por las respuestas que su propia
sonrisa o su sentido del placer desencadenan en mamá, y ya ha ensayado reacciones ante sus miradas serias o sus
gritos, todavía existen amplios territorios no reconocidos en su relación con ella.
A medida que la gesticulación recíproca se vuelve más compleja, el cuadro se define con mucha mayor claridad. Un
niño pequeño mira a su madre como si quisiera preguntarle algo. Ella le devuelve su mirada inquisidora y pregunta
«¿Qué?». El la coge de la mano y la empuja en dirección a la nevera mientras parlotea entusiasmado. Después de
cincuenta interacciones comunicacionales circulares, todas ellas no verbales por su parte -cincuenta episodios en
los que se señala con el dedo y se interroga, se dirige a sí mismo y se ríe, levanta las cejas y asiente, feliz, con la
cabeza- gorjea satisfecho mientras ayuda a su madre a abrir el yogur de su sabor favorito, que tanto deseaba
desde un principio.
A medida que el repertorio gestual del niño se va enriqueciendo, comienza a discernir diferentes patrones en su
conducta y en la de los demás. Mamá suele responder cuando le pide algo de forma amable, pero no cuando está de
mal humor. Papá es muy alegre, pero no le gusta cantar nanas. La abuela es bastante menos severa que mamá o papá.
Poco a poco va anotando estos datos en su mapa interior, perfilándose a sí mismo como persona y, en la medida en
que los demás inciden sobre él, profundizando en su noción, cada ver más extensa, de cómo sus conductas,
intenciones y expectativas encajan con aquellas de las personas que le rodean. ¿Qué conductas le aportan afecto y
aprobación? ¿Cuáles producen sólo rechazo o enfado? ¿Es merecedor de los cuidados, las atenciones y el respeto
que le profesan? ¿Merecen, también, consideración las personas de su entorno? De forma similar está
descubriendo, igualmente, el funcionamiento del mundo físico: dándole la vuelta a esa pequeña cosa de plástico
consigue que aparezca, por sorpresa, un divertido animalito, o empujando ese objeto grande, de tacto suave y a
través del cual se puede mirar, genera un ruido ensordecedor, o produce, incluso, una salpicadura de pequeñas
piezas y gritos por parte de mamá.
Inspeccionar este terreno desconocido y situarse a sí mismo en relación con aquél, constituye la tarea apremiante
en esta primera etapa del niño pequeño, un proyecto ingente que comienza mucho antes de que un niño pueda
construir frases o saltar a la pata coja. En esta fase crucial el individuo, o bien puede alcanzar el más importante
reto emocional de su vida y configurar, así, los elementos básicos de su carácter, o bien fracasar en ello . De hecho,
mucho antes de que un niño pueda hablar, la personalidad ya se ha ido moldeando mediante las incontables
interacciones que se suceden entre los padres y el niño.
Jason, por ejemplo, de doce meses de edad, pide reiteradamente poder disfrutar de una relación próxima a su
madre, que se siente tensa y abrumada cada vez que el niño manifiesta ese deseo y que, lentamente, se ha ido
apartando de él. Este niño, activo y rebosante de energía, rápidamente aprende a buscar en su conducta nerviosa la
satisfacción que no puede encontrar en la intimidad. Cada vez se vuelve más agresivo, más y mas impulsivo. A
medida que va creciendo, responde de forma beligerante cada vez que siente la soledad, la tristeza y la
vulnerabilidad que experimentó, por primera vez, cuando su madre le rechazó. Cuando un amigo se traslada a otro
lugar, su profesor preferido falta algunos días a clase o sus padres no le tienen en consideración, Jason no se pone
a reflexionar sobre su tristeza y soledad, sino que más bien aplica la solución aprendida de bebé: agresividad,
rechazo y una actitud que, posteriormente, viene a decir «No necesito a nadie» .
Al mismo tiempo, la pequeña Emma emprende, precavida, sus primeras exploraciones. A pesar de ser
extremadamente sensible al sonido comienza a experimentar con su propia voz hasta que un día, mientras parlotea
incesantemente, intenta, atrevida, explorar la nariz de mamá con sus pequeños dedos. Su madre, no obstante, se
pone tensa mientras Emma cultiva su curiosidad y teme que estas propuestas infantiles sean señal de una
agresividad inapropiada y no, simplemente, un deseo de autoafirmación. En respuesta, da un golpecito en la nariz de
Emma y ahoga las señales de protesta de la niña con la advertencia: «No está bien tocarle la cara a las personas
mayores». Este patrón se repite con pequeñas variantes cada vez que Emma se muestra asertiva. Antes de haber
cumplido los diez meses, ha aprendido los riesgos que comporta la autoexpresión. Progresivamente, abandona sus
conductas exploratorias para dar paso al llanto, mostrando una creciente pasividad en su lucha contra el miedo.
Más adelante, cuando otros niños más atrevidos la dejan de lado, esta niña tan alegre y activa puede sentirse
culpable, permaneciendo pasiva todo el tiempo, insegura y temerosa. Es posible, igualmente, que elija amigos
dominantes para que la guíen por la vida.
Tanto Jason como Emma no llegaron a estas conclusiones tan determinantes acerca de sí mismos según una
deliberación racional, sino a partir de su experiencia emocional de cómo actúan las demás personas. Basaron sus
conclusiones acerca de cómo se ajustan sus propias conductas con las de los demás, principalmente en las
reacciones de sus padres. Desgraciadamente, ambos niños aprendieron unas lecciones que comprometen su futuro.
A lo largo del tiempo, las reacciones que un niño logra obtener por parte de los demás corresponden a sus propios
deseos y a sus expectativas para formar un patrón característico de su actitud y capacidad de respuesta.
Como cualquier ser humano en evolución que trabaja sobre el mapa de su propia naturaleza y de la de los demás,
lógicamente pondrá más énfasis en algunas áreas que en otras. Ningún ámbito familiar proporciona al niño la misma
oportunidad de vivir todo tipo de experiencias. No hay niño que pueda prestar la misma atención a cada una de las
posibles temáticas. En el momento en que cada niño aprende una o, como máximo, dos lenguas maternas y cada
familia únicamente come determinados tipos de alimentos, o profesa una determinada religión, o comparte su
tiempo con determinados amigos en determinadas actividades recreativas, el repertorio emocional inicial del
individuo destaca algunas áreas en detrimento de otras. El entorno de cierto niño puede ofrecer la lengua española
que se habla en México, tortitas y catolicismo, mientras que el contexto de otro le aportará el inglés que se habla
en Estados Unidos, pollo frito y la Ciencia Cristiana. De la misma manera, una familia puede estar impregnada de
sentido del humor y de bromas constantes, con lo que el niño aprende, rápidamente, a reírse de los problemas que
puedan ir surgiendo, mientras que otro aprenderá a responder a las situaciones difíciles con agresividad, ansiedad
o pasividad. Cada individuo desarrolla áreas emocionalmente fuertes o débiles, expansivas o constrictivas .
En las áreas constrictivas, tal como hemos visto, quizá se forman los cimientos para la posterior capacidad de
hacer frente a las dificultades. Una persona puede no haber aprendido a flexibilizar sus respuestas en
determinado ámbito emocional. La rabia, la ansiedad, la intimidad o una separación no generan, así, una respuesta
adecuada a las circunstancias, ni pueden aportar una salida a la situación. Desencadenan, más bien, una respuesta
precaria, estereotipada, ritualizada, una reacción tipo «talla única» que no acaba de ajustar perfectamente a
ninguna situación: la intimidad siempre genera una reacción de huida, la ansiedad siempre desemboca en la histeria,
la separación siempre culmina en reacciones de pánico. La constricción emocional puede producir, igualmente,
reacciones extremas y polarizadas. Una persona puede alternar entre estados anímicos y actitudes de alegría o
malhumor, pasividad y antagonismo, admiración y desprecio.
Estas constricciones ocurren, incluso, en niños óptimamente dotados y educados por unos padres lo más
afectuosos y responsables posible. Si la esencia de la condición humana radica en la capacidad de experimentar
emociones, entonces su destino consiste en ser imperfecta. La emoción real, espontánea, es impredecible, y a
veces, incluso, incontrolable. Cuanto más sensible y sutil sea una persona, emocionalmente hablando, tanto más le
costará, de hecho, poder controlar sus reacciones sentimentales y emocionales. Absolutamente nadie, por muy
equilibrado y flexible que sea, puede ser siempre del todo ecuánime. En un momento u otro, todo el mundo se da por
vencido, alguna vez, por sentimientos desproporcionados a lo que es, realmente, la situación. Y lo que es más
importante, dado que estos patrones se van formando en épocas de desarrollo, nos sentimos más cómodos con unas
emociones que con otras. Posiblemente tengamos cinco mil respuestas diferentes ante el amor o el placer, y
únicamente dos ante la rabia, o viceversa. Quizás evitemos, por completo, determinadas emociones. No existe
interacción alguna y, por lo tanto, ningún sentido del dar y del recibir en estas áreas omitidas. Ningún ambiente en
el que se desenvuelve un niño es perfecto y aquellos padres que se esfuerzan en demasía en ofrecérselo, a menudo
anulan esa espontaneidad emocional tan importante para el proceso global de desarrollo. Aun siendo esto así, la
forma en que transcurre este período formativo, si bien tiene su influencia, no es del todo definitiva. Muchos
elementos de la personalidad se forman precozmente en la vida, pero son las interacciones diarias las que los van
redefiniendo continuamente. Como niños ya mayores o, incluso, como adultos, el agresivo Jason o la acobardada y
pasiva Emma pueden tener la oportunidad de reelaborar estos patrones de conducta. Posiblemente elijan amigos y
cónyuges que mantengan el statu quo, pero es igualmente posible que tengan la suerte de comprometerse con
alguien en aquel ámbito que, originariamente, debían abandonar: la inseguridad en el caso de Jason, la capacidad de
autoafirmación en el de Emma.
A medida que el niño pequeño avanza a lo largo de esta cuarta etapa evolutiva y va siendo capaz de distinguir las
diferentes expresiones faciales y posturas corporales, puede ya discriminar las diversas emociones básicas ,
distinguir aquellas que representan seguridad y bienestar de aquellas que significan peligro. Puede distinguir la
aprobación de la desaprobación, la aceptación del rechazo. Se identifican los aspectos emocionales más
importantes de la vida y se elaboran los patrones para hacerles frente. El niño también comienza a usar esa nueva
habilidad, recién adquirida, en situaciones cada vez más comprometidas. Ya no sólo registra las conductas de las
personas de su entorno, sino que comienza a medir las situaciones según sutiles indicios comportamentales.
¿Estaban abrazándose o discutiendo aquellas dos personas que callaron, repentinamente, cuando él se dispuso a
entrar en la habitación? ¿Teme su madre a ese hombre que se le acaba de acercar? El niño comienza a emplear sus
conocimientos para responder de forma diferente a las personas en función de su conducta, a desconfiar de alguien
que le parece no ser merecedor de confianza, a alejarse de una situación que parece amenazadora.
Esta capacidad le servirá, para el resto de su vida, a modo de radar que puede poner en marcha para navegar a
través del universo social, permitiéndole elaborar esas impresiones personales, no verbalizadas, que proporcionan
nuestra primera y a menudo muy fiable evaluación de los sentimientos y de las intenciones de los demás y que nos
permiten mirar, más allá de las palabras, al fondo del significado emocional de una relación. La habilidad intuitiva de
descifrar los intercambios relacionales humanos, de recoger las claves afectivas antes de haberse intercambiado
palabra alguna y entender su significado, acaba funcionando, finalmente, de modo similar a un órgano sensorial.
Constituye, de hecho, algo similar a un «supersentido» que abarca elementos de todos los demás subsentidos,
permitiéndonos realizar, al momento, evaluaciones y ajustes de nuestras propias reacciones. Es esto, ciertamente,
lo que hace posible la vida social.
El niño tipo ha desarrollado, así, mucho antes de haber adquirido el lenguaje simbólico, la habilidad básica que le
permitirá aprender valores, normas y actitudes características de la cultura a la que pertenecen sus padres o
cuidadores. La utilización de este supersentido, cuando observa cómo se desenvuelven las personas de su entorno
en la vida cotidiana, le permite descifrar la letra pequeña de sus reacciones emocionales ante los acontecimientos
de cada día. Sus conductas constituyen un relato continuo, no verbalizado pero absolutamente franco, que
transcurre a lo largo de la escala de aprobación, desaprobación, rabia, entusiasmo, felicidad y miedo. Ir recogiendo
pistas de esta letra menuda permite al niño aprender, de forma más intensa y precisa que mediante cualquier
lenguaje hablado, lo que está bien y lo que está mal, qué se ha hecho, qué no se ha hecho, qué es aceptable e
inaceptable en el mundo social del que forma parte.
Una vez más, nuestro trabajo con niños autistas nos sirve para dilucidar un aspecto crucial del desarrollo en niños
sanos. Nuestras observaciones indican que el autismo resulta de un hándicap primario de mayor peso específico que
los déficit lingüísticos, cognitivos o sociales habitualmente descritos, y que se sitúa, precisamente, en ese nivel
evolutivo que acabamos de describir. Al revisar más de doscientos casos detectamos que, en el momento de
realizar el diagnóstico, el 68% de los niños con diferentes subtipos de trastorno autístico no habían alcanzado el
nivel de la conducta intencional compleja, en comparación con únicamente el 4% de niños sin síntomas autísticos, si
bien muchos mostraban un lenguaje repetitivo o automatizado. Tal como hemos visto, la mayoría de los niños
adquieren la capacidad de descifrar los mensajes emocionales de forma espontánea a lo largo de su desarrollo. Es
esta capacidad la que les permite comportarse de forma intencional. La capacidad de asociar la conducta motriz a
los deseos e intereses conduce, posteriormente, a la aparición de la expresión simbólica a lo largo de las
interacciones cotidianas. Los niños autistas son incapaces, sin embargo, de asociar el afecto a las conductas o a los
pensamientos. Pero cuando les hemos podido ayudar a superar este escollo, estos niños pueden progresar.
La relación entre afectos, conducta y el empleo de símbolos quizás explique la sorprendente observación de que
muchos niños que se relacionaban un poco y mostraban conductas intencionales en las primeras fases de su
desarrollo, comenzasen a mostrar síntomas autísticos únicamente entre los dieciocho y los treinta meses de vida,
con conductas repetitivas y autoestimulantes, como girar sobre sí mismos, alinear juguetes o abrir y cerrar
puertas. En su segundo año de vida, el niño aprende a ir más allá de las interacciones sencillas, como jugar al veo-
veo, para pasar a secuencias en las que, digamos, coge a su padre de la mano y lo conduce hacia el armario, hacia la
puerta principal o hacia el televisor. Estas interacciones complejas, claramente dirigidas hacia un objetivo,
requieren de un sentido de la finalidad y direccionalidad, un sentido transmitido por la respuesta emocional del niño
hacia los demás. Por otra parte y a medida que el sistema nervioso va madurando, el uso de los símbolos (por
ejemplo, la capacidad de emparejar una imagen con un objeto o de repetir palabras) comienza a ser posible. Una
vez más, es el afecto el que da un sentido intencional y direccional a esta nueva adquisición. Es el afecto el que
hace que el «zumo» sea algo que sabe bien y que otorga a la palabra «más» el significado de obtener experiencias
adicionales del tipo que sea. En ausencia de afecto, no obstante, la conducta y la capacidad cognitiva emergentes se
vuelven idiosincrásicas y desorganizadas, como los miembros de una orquesta tocando sin director. El afecto es el
que organiza, por contraste, la conducta y el pensamiento para poder funcionar de forma armoniosa y concertada.
Los posibles fallos en las conexiones neuronales entre funciones llevadas a cabo, habitualmente, por diferentes
partes del cerebro, pueden causar dificultades a la hora de relacionar el afecto con la conducta y la cognición. En
la mayoría de las personas diestras, la parte derecha del cerebro se relaciona más con el afecto y la
intencionalidad que la parte izquierda, en gran medida responsable de la secuenciación lingüística, simbólica y
conductual. Es interesante constatar que muchos niños con trastornos de tipo autístico a menudo prefieran mirar
los objetos con el rabillo del ojo y eviten el contacto visual directo, incluso cuando se muestran afectuosos. Pueden
estar abrazando y besando a sus padres sin que sus ojos transmitan mirada amorosa alguna. Los padres,
comprensiblemente, se quedan perplejos ante esta conducta. «Me abraza pero no me mira», explicaba un padre
amargado. Al mirar de soslayo, estos niños sólo utilizan una parte del cerebro mientras que, cuando miramos
directamente de frente, debemos utilizar ambos hemisferios cerebrales de forma integrada.
Es posible que las conductas aprendidas en las primera etapas de la vida, como la de tranquilizarse, atender a las
impresiones sensoriales, mostrarse afectuoso e incluso la ejecución de sencillas interacciones gestuales, puedan
llevarlas a cabo partes del cerebro no del todo integradas entre ellas, e incluso uno u otro hemisferio
independientemente, y que aparezcan los primeros síntomas autísticos únicamente cuando diferentes áreas tengan
que realizar un trabajo más conjuntado y debido a trastornos específicos del sistema nervioso. La maduración que
tiene lugar durante el segundo año de vida permite planificar las conductas y, con el tiempo, un empleo inteligente
de las palabras, requiriendo, así, la coordinación de diferentes áreas cerebrales, incluyendo funciones asociadas a
los hemisferios derecho e izquierdo. Una línea de investigación llevada a cabo en animales y en seres humanos,
intentando ver qué ocurre cuando una parte del cerebro funciona sola, confirma esta tesis. La acción compleja,
catalizada por el afecto, parece necesitar que ambos hemisferios trabajen en tándem.
Parece, por lo tanto, que el déficit primario del autismo tiene que ver con la relación que se establece entre el
afecto y la planificación de secuencias conductuales y entre el afecto y la creciente capacidad para emplear
símbolos. Los problemas del desarrollo de la empatía o en la elaboración de una teoría de la comprensión (por
ejemplo, la capacidad de captar las actitudes y las intenciones de los demás), que algunos investigadores destacan
como parte del trastorno autístico, son, con toda probabilidad, dificultades secundarias que tienen como base este
déficit más primario.
Los hallazgos neurológicos en el autismo son, en el momento presente, poco concluyentes. Mientras que los niños
afectados evidencian grandes diferencias fisiológicas, no hemos identificado todavía ni un solo déficit o conjunto
de déficit. Las observaciones evolutivas sobre el vínculo entre el afecto y la conducta quizá nos ayuden a
identificar los patrones biológicos más relevantes. Entre tanto, los enfoques terapéuticos que mejores resultados
nos han dado consisten, antes que nada, en ayudar a los niños con síntomas de tipo autístico a que establezcan
estas conexiones afectivas. Cuando han sido capaces de establecer estos vínculos, su uso del lenguaje, de las
capacidades cognitivas y de la conducta social adquieren un carácter mucho más espontáneo . Cuando no hemos
podido ayudar a los niños a establecer estas relaciones, o cuando se han empleado unos enfoques conductuales más
mecanicistas, hemos podido observar progresos en alguna ocasión, pero de otro calibre. El lenguaje y la cognición
tienden a permanecer estereotipados, rígidos y repetitivos. Incluso niños con excelente capacidad para la lectura y
el cálculo tienen dificultades cuando se requiere el pensamiento abstracto. La formación de amistades y el
desarrollo de la capacidad creativa resultan problemáticos.
En todos los niños, incluso en aquellos que padecen trastornos fisiológicos poco frecuentes, la interacción
emocional desempeña un papel trascendental en el proceso de aprendizaje. Si bien es demasiado pronto para poder
saber, a ciencia cierta, si la terapia corrige este hándicap neurológico de base o elabora recursos compensatorios,
parece que ambos factores están entrando en juego. La mejora observada en niños autistas que han ido pasando,
progresivamente, a través de las diferentes etapas del desarrollo afectivo, subraya la importancia que tiene la
comprensión de la estructura mental basada en las emociones que sirve de base a la inteligencia.
El sentido del sí mismo preverbal
A medida que el mundo interaccional del niño se vuelve más complejo y abarca los intercambios presimbólicos, su
sentido del sí mismo permite una mayor organización y el niño puede desempeñar, así, un papel activo en su mundo
ingeniando planes y objetivos concretos. Su tendido neurológico abarca, ahora, unidades mucho más largas: para el
niño, el «yo» feliz y el «yo» que desea la manzana y el «yo» que recibe un beso, pueden combinarse en el «yo» que
es feliz cuando obtiene una manzana o un beso. La felicidad ya no constituye una serie de sensaciones
fragmentadas sino diferentes experiencias entrelazadas que pueden incluir un paseo con mamá para visitar a la
abuela y jugar con el perro. Este sentido del sí mismo presimbólico, pero coherente, surge a medida que las
emociones, la intencionalidad y la motivación que, de forma aislada, definían ese sí mismo inicial, fragmentado, se
funden ahora en un «yo» más complejo, más unificado. El pequeño puede coger a mamá de la mano con la finalidad
de obtener la recompensa que desea y, si pone pegas, intentar persuadir o seducirla. Aparte de estas secuencias
largas de insinuaciones afectivas, desarrolla un sentido del sí mismo que le permite satisfacer sus necesidades por
diferentes vías.
A los doce o trece meses este sí mismo está todavía dividido en diferentes fragmentos de tamaño, eso sí,
considerable. El «yo» feliz ha englobado al «yo» deseoso de saber, al «yo» explorador y al «yo» autoafirmativo,
pero está todavía a gran distancia del «yo» enfadado o triste. Cuando un niño de doce a catorce meses se enfada
con alguien, es posible que no perciba que, hace tan sólo unos momentos, había estado jugando, tan feliz, con esa
misma persona. Uno sospecha que, en caso de haber dispuesto de un rifle, no habría dudado en disparar sin
remordimiento alguno. Sin embargo, hacia los quince meses, más o menos, la incipiente toma de conciencia de que
una relación fiable y protectora puede coexistir con la sensación de rabia, ha comenzado, a menudo, a templar su
estado de ánimo. El sentido del sí mismo consiste, ahora, en fracciones cada vez más largas y unificadas, si bien
persisten, todavía, considerables brechas. En algunos adultos, de hecho, la vertiente feliz, desconoce la vertiente
crispada; el Doctor Jekyll y Mr. Hyde viven bajo la misma piel pero no se encuentran nunca .
Hacia los dieciocho o veinte meses, un niño que se haya enfadado con una persona querida utilizaría una escopeta a
modo de amenaza, pero no dispararía. Su rabia tiene, ahora, un significado diferente; parece más madura, más
compleja, como el enfado de una pareja, casada hace muchos años, que sabe que ninguna disputa, por agria que sea,
puede cortar el vínculo que les une. El niño ha conseguido unir dos «yoes» ciertamente diferentes, un «yo»
enfadado con uno amoroso, en un sí mismo único, superior.
Cuando el niño unifica en su sentido del sí mismo afectos diferentes e, incluso, contradictorios, también crea unos
vínculos emocionales a través del espacio y finalmente, a través del tiempo. Anteriormente, sólo sentía el afecto de
su madre cuando descansaba en sus brazos, o las ganas de jugar de su padre cuando permanecía sentado en su
regazo. Ahora, sin embargo, puede levantar la vista de sus cubos, echar un vistazo a su madre a través de la
habitación, ver cómo sonríe y sentir la seguridad de su cercanía. O le puede balbucear algo a su padre, escuchar un
sonido-respuesta procedente de la habitación contigua y sentirse más tranquilo gracias a esta comunicación. Hacia
mediados del segundo año, el niño es capaz de comunicarse a través del espacio, lo que le posibilita realizar sus
conductas exploradoras en un radio cada vez más distante de sus padres sin renunciar, por ello, al placer que
significa constatar su proximidad.
Cuando hablan por teléfono con una persona del otro lado del continente o, incluso, cuando leen una carta de
ultramar, la mayoría de adultos pueden lograr este sentido comunicacional a través del espacio. Algunos, sin
embargo, no pueden. El desarrollo de este logro constituye un paso decisivo para el niño pequeño, tal como señaló
Margaret Mahler. Observó que para un bebé temeroso, el alejamiento de su madre puede ser equivalente a su
pérdida. El deseo simultáneo de independencia y dependencia constituye un dilema de «separación-individuación».
Un niño, no obstante, capaz de llevar imaginariamente a su madre a través del espacio, puede resolver este
dilema. Puede realizar sus actividades exploratorias en su sala de juegos mientras mamá trajina en la cocina y, aun
así, sentirse cerca mientras la observa desde la distancia. Un pequeño gesto suyo de consentimiento con la cabeza
puede experimentarse como el más cálido de los abrazos. Si se encuentra fuera de su campo visual, escuchar la
respuesta que su madre da a sus voces puede transmitir la misma sensación de seguridad y de afecto. La capacidad
del niño de descifrar los gestos y sonidos de su madre le otorga una seguridad psicológica , aunque deba retroceder
y abrazarse a ella durante un rato si ésta ignora sus miradas o sus llamadas de atención. Más adelante, ya podrá
llevar consigo la imagen mental de su madre a través del tiempo y del espacio. Puede imaginársela ahora tal como
era hace unos pocos minutos. Al desarrollar la capacidad de comunicarse con las personas queridas incluso cuando
no están, físicamente, a su alcance, el niño pequeño adquiere una considerable seguridad emocional.
La consolidación plena de esta cuarta etapa implica la unión de fracciones cada vez más extensas del sí mismo al ir
juntando diferentes propósitos y afectos. Esta organización conduce a la acción. El niño puede vincular su rabia con
su alegría si experimenta ambas en un mismo contexto relacional. Mientras juega con mamá, por ejemplo, se siente
molesto porque ella no le deja quitarle las gafas de un tirón. Ella le dice que no y, cuando intenta agarrárselas de
nuevo, le dice, nuevamente, que no. Quizá lo tiene cogido a cierta distancia y le dedica una de sus miradas del tipo
«Déjalo estar, hablo en serio». Cuando frunce el ceño, ella le imita a modo de juego. «Sé que estás enfadado», le
dice, «pero no puedo permitir que juegues con mis gafas. Las necesito.» Después de alguna que otra muestra de
malhumor, vuelve a lo que estaba jugando anteriormente. De la felicidad al enfado y, de vuelta, nuevamente a la
felicidad. Siente que tanto la rabia como la alegría le pertenecen y su sentido del sí mismo comienza a integrar un
«yo» que puede estar enfadado y alegre de forma casi simultánea. La integración tiene lugar porque experimenta
una amplia gama de sentimientos que sus padres toleran.
Esta integración se presenta a medida que transcurre el tiempo. Cuando juego con niños pequeños de diferentes
edades y me las arreglo para que se enfaden conmigo, observo reacciones muy diversas. La rabia de un niño de doce
meses parece suceder al margen de cualquier toma de conciencia de que soy aquella persona por la que sentía
afecto o a la que, incluso, quería hace tan sólo unos minutos. Siento que este niño acabaría, finalmente, apretando
el gatillo. A los dieciocho meses, sin embargo, su enfado tiene otro carácter. Puede ser igualmente intenso, pero
subyace la certeza de que soy la misma persona con la que se lo había estado pasando bien jugando hace unos pocos
minutos.
Esta integración podría no haber ocurrido si, cada vez que un niño mostrara un estado de frustración, por
ejemplo, uno de los padres le hubiera impuesto un período de aislamiento mientras él desaparecía. No tendría, así,
la oportunidad de experimentar la secuencia de emociones que va desde el fastidio y la rabia hasta el bienestar . En
este contexto, el enfado permanece separado de -y constituye una amenaza para- la felicidad: se convierte en algo
que hace desaparecer a mamá. La felicidad se convierte, así, en un sentimiento que únicamente puede existir en
ausencia de la rabia. No resulta sorprendente, por lo tanto, que los hijos de padres severamente deprimidos, que
no pueden tolerar las más mínimas tensiones, a menudo aprendan a asociar su enfado con sentimientos de
abandono, vacío interior e incluso desesperación . Más que la posibilidad de volver al estado de felicidad es la
amenaza de que los dejen solos lo que acaba asociándose a la sensación de rabia.
El sentido del sí mismo de un niño también se desarrolla a partir de la imitación de movimientos, gestos,
expresiones y tonos de voz de las personas a las que quiere. Es el momento, ahora, de ponerse el sombrero de papá
y de imitar su forma de caminar, de regañar a la muñeca con una réplica perfecta de la expresión crispada de mamá
y de otras payasadas elaboradas a partir de lo que ven. Cuando lleva el sombrero de papá y camina hacia la puerta
como si fuera al trabajo, es papá. Cuando da vueltas a la olla en su horno de juguete mientras mamá da vueltas a
una olla más grande al preparar la comida, es mamá. Ya no aprende de forma fraccionada lo que hacen mamá y papá,
ahora puede imitar todo un conjunto de patrones conductuales. Lo integra todo de una vez, de la misma forma en la
que un deportista habilidoso, que observa cómo un profesional juega al tenis, puede salir a la pista y darle a la
pelota con golpes improvisados. Intentar ser como otras personas remedando su forma de actuar también tiene
otra finalidad importante, más allá de erigir un sentido de sí mismo. Experimentarse uno mismo como si fuera otro
le sirve al niño de pequeña preparación para desarrollar su empatía en cuanto alcance un nivel de conocimiento más
avanzado.
Si bien en esta etapa evolutiva la imitación viene motivada por los sentimientos, se basa en la aparición de la
capacidad cerebral, fuertemente arraigada, de ver, escuchar y reproducir patrones completos y no sólo fracciones
o trozos. Gracias a esta nueva adquisición, los niños aprenden conducta social, lenguaje y habilidades cognitivas,
entre otras cosas, con gran facilidad. Sin embargo, para el niño que ha sufrido importantes frustraciones o miedos,
la conducta imitativa no constituye un medio para ampliar sus conocimientos y su sentido de la identidad, sino más
bien para aferrarse a aquello que se ha perdido. La reproducción de la situación traumática intenta reconquistar lo
que un día fue suyo. Usada de este modo, como defensa ante el miedo, la imitación pierde su flexibilidad emocional.
En lugar de incorporar los roles y los rasgos de los demás a su sí mismo en crecimiento, comienza a incorporar unas
facetas que no puede digerir. Sonreír a papá mientras se pone su sombrero permite al niño obtener una sonrisa
como respuesta; la imitación y la sonrisa se convierten en la misma cosa y le pertenecen. Pero cuando un niño camina
como papá para exorcizar el miedo de ser agredido por él, la imitación queda como un fenómeno aislado, como un
cuerpo extraño en su psique. Los niños que alcanzan una falsa madurez a través de los traumatismos psicológicos y
en ausencia de una educación interactiva, a menudo se vuelven adultos que no saben, a ciencia cierta, qué aspectos
de su personalidad son realmente suyos, qué acciones suyas expresan, realmente, sus propios sí mismos.
Los rituales rígidos e inamovibles también constituyen una característica típica de un sentido constrictivo del sí
mismo. Los rituales que contienen un significado simbólico pueden, en última instancia, elaborarse mediante
dramatizaciones, por ejemplo. Estos son claramente diferentes de los rituales puestos en práctica, exclusivamente,
para adquirir seguridad y confianza. Estos últimos constituyen a menudo un mal sustituto de la interacción humana
y del sosiego que le falta.
Para el niño que evoluciona favorablemente, estas nuevas adquisiciones de base neurológica, como son el
reconocimiento y la imitación de patrones conductuales, le permiten poner en práctica patrones interactivos cada
vez más largos. Es ahora cuando aprende a hacer frente a los sentimientos humanos más profundos y más
trascendentales. Rabia, amor, proximidad, autoafirmación, curiosidad, dependencia se integran en la experiencia
del niño a medida que pone en práctica las reacciones emocionales de sus padres y las hace suyas . A través de la
conducta imitativa, la cara seria, de fastidio, que pone papá y sus impacientes idas y venidas, la mirada de sorpresa
de mamá y los nerviosos golpecitos que da con los dedos en la mesa, adquieren para el niño un significado emocional
que va haciendo suyo. Si sonreír igual que mama se asocia con un sentimiento de cariño y amor y conduce a estar
cerca de sus padres, ello acabará formando parte, realmente, de su personalidad en evolución. De la misma manera,
si las regañinas de papá van asociadas a un estado de enfado y sirven para ahuyentar a un hermano, eso también
quedará integrado en su sí mismo en evolución. No obstante, si el patrón conductual no lleva asociado ningún afecto
ni sirve a finalidad alguna, carecerá de sentido. Si va asociado a determinadas emociones negativas, se puede volver
rígidamente repetitivo.
Cuando la capacidad de reconocer patrones conductuales más complejos surge alrededor de los dieciocho meses,
el niño pequeño será cada vez más capaz, de leer los sentimientos de los demás y de hacerles frente de forma cada
vez, más efectiva. Ahora el niño se puede dar cuenta, a partir de la posición de la cabeza o la tensión en los
hombros de papá cuando entra en la habitación, que esta tarde está malhumorado y que no se encuentra con ánimos
para jugar con él. Es mejor no enseñarle, precisamente ahora, esa nueva pelota o intentar hacerle partícipe de un
juego. Este nivel perceptivo únicamente se alcanza a través de la interacción: a través de las incontables
oportunidades de haber descifrado la configuración que toma la boca de mamá, las arrugas que surgen en las cejas
de papá. La realización de estas interpretaciones puede resultar dificultosa en el niño pequeño que carece de
suficientes interacciones. La falta de práctica en la comunicación preverbal compleja puede llevar al niño a
malinterpretar la señal de silencio por parte del profesor, de que ahora va en serio, o a acercarse demasiado a otro
niño sin haber preparado previamente el terreno para tal muestra de confianza.
Todas estas habilidades ya han ido construyendo, ahora, algo que va más allá de los patrones conductuales
propiamente dichos. Llegados a este punto, podemos comenzar a hablar del sí mismo infantil como de su estructura
caracterial o su personalidad, su manera particular de vivir el mundo. Formado por sus expectativas y respuestas
más habituales, de los vínculos que ha ido estableciendo con su vertiente emocional, no tiene nada que ver, todavía,
con el uso de símbolos. ¿Espera el niño que los demás le quieran o que le rechacen, que toleren su rabia o que le
abandonen cuando la muestra abiertamente, que estimulen sus ganas de saber o que le exijan permanecer pasivo,
que le permitan descubrir el mundo sintiéndose protegido o le condenen a la soledad cuando se lanza a la aventura?
Estas primeras presuposiciones conductuales y emocionales no dependen, como pensaba Freud, de determinados
conflictos relacionados con cierto miedo simbólico a la ira, sino de las lecciones aprendidas, directamente, de los
incontables intercambios relacionales con otras personas significativas. Estos intercambios forman una parte
significativa del carácter antes, incluso, de que los símbolos inconscientes tengan un mínimo grado de relevancia.
Un niño pequeño sabe cómo van a reaccionar los demás respecto de él, no porque sepa pensar sobre ello de forma
lógica, sino debido a que sus emociones, engarzadas en patrones amplios basados en la experiencia, le informan
sobre el grado de intimidad, sobre la capacidad autoafirmativa, sobre la sexualidad, sobre la no satisfacción de
algunos deseos, sobre todo aquello que conlleva ser aceptado y lo que conduce al miedo o al dolor.
Los valores y las actitudes tienen su origen aquí, mucho antes de que sean representados en forma de símbolos .
Las emociones del niño ligadas, ahora, a patrones reactivos, aportan información continua, incesante, sobre su
conducta. Deseos, ilusiones y propósitos se transforman en patrones significativos y la emoción interpreta el papel
de guía en vista de los desafíos, cada vez mayores, que ofrece la vida. En esta etapa evolutiva, la conciencia
consiste en un mayor conocimiento de las emociones, de la conducta y de las acciones : de los patrones que
constituyen la base del sentido del sí mismo. Igualmente importante es la constatación de los demás como seres
interactivos intencionales e incluso con cierto grado de predictibilidad . El mundo de las unidades interactivas
aisladas es, ahora, un mundo formado por patrones relacionales. Y el conocimiento del sí mismo y de los demás
comprende, por primera vez, unas expectativas emocionales y sociales complejas.

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