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En las orillas del río Chicamocha estaba yo fundando una hacienda cerca a ese gran

pueblo al que tanto he amado. Me acompañaba una gran persona su nombre era Oscar,
esa persona a la que en el pueblo le llamaban “el pata sola”, que era ya un hombre
mayor, pues ya tenía 60 años, y veinte de ellos los había pasado en lucha tenaz y bravía
con la naturaleza, sufriendo una infinidad de enfermedades. Un sábado en la noche,
después del pago de los peones, nos quedamos conversando en el corredor; de pronto se
oyen gritos en los corredores del exterior. Se abre la puerta del salón y van entrando con
sus ruanas, llamativos sombreros, silenciosos y cansados, don Alberto y Ricardo Lores,
padre e hijo. Son los campesinos que cuidaban las laderas del cercano río que corre por
los alrededores de la hacienda. Se han vuelto porque el invierno se entró y las fuertes
brisas golpeaban con demasiada fuerza. Llego la noche me dispuse a descansar; porque
el día siguiente se haría una gran celebración, en conmemoración a la fundación de la
hacienda.

Al fin es domingo, y todos nos fuimos a la cancha para poder jugar un partido de futbol,
pero el problema comenzó con una fuerte lluvia que inundó el campo dejando un gran
lodazal, pero Aquél, un muchacho de unos trece o dieciséis años se animó a entrar al
campo no le importaba mojarse pues era lo único divertido que este joven encontraba
para hacer en el pequeño pueblo, pues en el pueblo no había mucho que hacer. Cundo lo
vi entrar al campo, me anime también pues no quería desperdiciar el momento y pues ya
que estábamos mojados, ya no importaba mucho un poco más de agua sobre nuestros
cuerpos ya no importaría. Llegada la tarde me dirigí hacia la hacienda, la vista era
espectacular se veía el valle, el rio cruzándolo y justo al fondo una gran cordillera
majestuosa; y al lado del rio justo en un rincón del valle hay estaba ella, esa gran idea que
se me ocurrió realizar muy cerca de ese ¡gran amor mío!.

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