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PIRATEA

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MiSMINiA
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OCEANO
Se denomina “misoginia” a la aversión u odio a hacia las mujeres. La
misoginia ha sido considerada como un atraso cultural arraigado al
concepto de superioridad masculina y que limita el rol de la mujer al
hogar y a la reproducción. Jack Holland intenta responder en estas
páginas a una pregunta tan fundamental como inquietante: ¿Cómo
explicar la opresión y brutalización de la que ha sido objeto la mitad de
la población mundial por parte de la otra mitad? La respuesta obliga
al autor a emprender un inquietante viaje a través de la historia para
ofrecernos una amplia revisión de la misoginia. Se muestran aquí no
sólo las actitudes de rechazo y agresión individual en contra de las
mujeres, sino sobre todo aquellas que parten de instituciones como el
Estado y la Iglesia. Junto con el recuento histórico, el autor reflexiona
sobre los orígenes y modalidades de esta forma de abuso, así como el
trasfondo ideológico, psicológico y social del mismo.
Para estar en el mundo
Una breve historia de la misoginia
El prejuicio más antiguo del mundo
Una breve historia de la misoginia
El prejuicio más antiguo del mundo

Jack Holland

OCEANO
UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA
El prejuicio más antiguo del mundo

Título original: a brief history of misogyny. the world’s oldest prejudice

Tradujo Victoria Ana Schussheim Basewicz de la edición en inglés


de Constable & Robinson Ltd.

© 2006, Jack Holland

Publicado por primera vez en inglés en 2007 en UK por


Robinson, un sello de Constable & Robinson Ltd.

D. R. © 2010, EDITORIAL OCÉANO DE MÉXICO, S.A. DE C.V.


Boulevard Manuel Ávila Camacho 76, 10° piso,
Colonia Lomas de Chapultepec, Miguel Hidalgo,
Código Postal 11000, México, D.F.
(55) 9178 5100 (55) 9178 5101
Rl info@oceano.com.mx

PRIMERA EDICIÓN

ISBN 978-607-400-301-7 (abril de 2010)


Digitalizado por Piratea y Difunde.
Se alienta la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso.
Viva la piratería como forma de resistencia contra la propiedad
privada de las ideas y de su difusión.
Anti copyright

Impresión: Ediprint S.L.


Encuadernación: Reinbook S.L.

HECHO EN MÉXICO / IMPRESO EN ESPAÑA


MADE IN MEXICO / PRINTED IN SPAIN

9002806010510
Este libro está dedicado a la memoria de su autor.

Lo está también a las mujeres que lo criaron: su madre, Elizabeth Rodgers


Holland, su abuela, Kate Murphy Holland, y su tía “Cissy”, Martha Holland, así
como sus hermanas, Katherine, Elizabeth y Eileen.
Indice tu]

Agradecimientos, 13

Prólogo, 15

Introducción, 19

1 Las hijas de Pandora 27


2 Las mujeres a las puertas: la misoginia 45
en la antigua Roma
3 Intervención divina: la misoginia 69
y el ascenso del cristianismo
4 De reina del cielo a mujer del demonio 91
5 Oh, mundo feliz: literatura, misoginia y 115
el ascenso de la modernidad
6 Secretos Victorianos 141
7 La misoginia en la era de los superhombres 171
8 La política del cuerpo 193
9 En conclusión: encontrándole sentido 217
a la misoginia

Lecturas recomendadas, 231

Notas, 233

Indice analítico, 243


Agradecimientos [ o]

Debemos expresar nuestra gratitud a una cantidad de personas vinculadas con


nuestro intento de lograr que este libro se publicase de manera postuma. Por su
apoyo moral o práctico queremos agradecer a Stephen Davis, Don Gilbert, Susan
Phoenix, Marcia Rock y Michelle Stoddard. Gracias en especial a Brad Henslee,
David Goodine y Mike Myles por crear, desarrollar y mantener www.jackholland.
net.
Nuestro agradecimiento para Sappho Clissitt, nuestra agente literaria de
Londres, que tuvo el valor y la visión de hacerse cargo de este proyecto cuando
muchos otros de sus colegas no quisieron hacerlo.
Para todos, gracias desde lo más hondo de nuestro corazón.

Mary Hudson yjenny Holland

[ AGRADECIMIENTOS ]
Prólogo [15]

Mi padre adoraba la historia y adoraba a las mujeres. Éstos son los dos factores que
lo llevaron al tema de la misoginia, considerablemente diferente de las cuestiones
políticas del norte de Irlanda, a las que dedicó toda su carrera.
Empezó a trabajar en Misoginia: El prejuicio más antiguo del mundo en 2002.
El tema era una buena forma de iniciar una conversación. Una respuesta usual
por parte de otros hombres, cuando mi padre les decía a qué se estaba dedicando,
era suponer que estaba escribiendo una especie de defensa de la misoginia, reac­
ción que a él le resultaba sorprendente. Otra respuesta habitual era el asombro
porque un hombre pudiese escribir semejante libro. Ante esto su respuesta era
muy simple. “¿Por qué no?” decía. “Los hombres la inventaron.”
A medida que escribía se iba quedando atónito ante la asombrosa lis­
ta de crímenes cometidos contra las mujeres por sus esposos, padres, vecinos y
gobernantes. Mi madre y yo nos estremecíamos mientras las relataba: desde las
inconcebibles torturas de las sospechosas de brujería en la Europa de principios
de la era moderna hasta la horrenda crueldad padecida por las mujeres en las
prisiones de Corea del Norte. Recortaba artículos de los periódicos, leía innumera­
bles historias; se volcó en la poesía y la dramaturgia en su esfuerzo por encontrar
explicaciones culturales.
Mi padre consideraba que ésta era su obra más importante. En ella dirigió
su mirada de periodista a una pregunta abrumadora: ¿cómo se explican la opre­
sión y la brutalidad contra la mitad de la población mundial por parte de la otra
mitad, a lo largo de toda la historia?
Las herramientas que utilizó para dar respuesta a esta pregunta fueron
las mismas que empleaba para hacer tangibles a sus lectores otros conflictos más
contemporáneos: su capacidad de condensar materiales difíciles, inaccesibles; su
considerable conocimiento de la historia y la cultura occidentales; su empatia pol­
los oprimidos y su prosa lírica. Con todo esto a su disposición creó una historia que,
a pesar de su tema, muchas veces brutal, resulta notablemente agradable de leer.
En marzo de 2004, un mes después determinar Misoginia, a mi padre le
diagnosticaron cáncer. Murió ese mes de mayo de linfoma de células NK/T, una
forma de cáncer sumamente rara que casi siempre resulta fatal. Aunque debilitado
por la enfermedad y el tratamiento, siguió inmerso en el proyecto, y en su cama
del hospital continuó trabajando en las últimas correcciones.
La relación padre-hija ocupó un lugar importante en este libro, porque
es en ésta, la más íntima de las conexiones, en la que se mantienen o detienen
[ PRÓLOGO ]
[ 16 ] los efectos perniciosos de la misoginia. Es también una relación central de la vida
de cualquier joven, y, como padre, el mío se abocó a su papel de progenitor con
delicadeza, admirando sin lisonjear, aceptando con gracia y aprobación tácita mi
transformación en mujer. Lo que más me preguntaba siempre era qué pensaba.
Me instaba a discutir, a cuestionarlo. En ocasiones, con una risita, se burlaba de
mis convicciones juveniles; otras veces nuestros debates llegaban a ser muy acalo­
rados. Por lo que decía yo sabía que valoraba mi inteligencia. Por la tierna mirada
de sus ojos sabía que atesoraba mi feminidad.
Es difícil medir la importancia de esa aceptación, sobre todo ahora, cuan­
do ya no está. Mientras leía lo que escribió mi padre respecto al trato que han
soportado tantas mujeres, a lo largo de siglos, en todos los continentes, cobré
conciencia de una ironía. Yo me libré de los efectos de la misoginia. De manera
excepcional pude vivir, por lo menos en casa, libre de esos grilletes.
Mi recuerdo más tierno de mi padre, en toda una vida de recuerdos tiernos,
es de tres días antes de su muerte. Estábamos los dos sentados, solos, en una de las
salitas para pacientes de un hospital de Manhattan, revisando juntos el manuscrito.
Yo lo leía en voz alta y él quería saber si deseaba sugerirle algún cambio. Me sentí
halagada de que él —autor profesional, experto, adulto, padre— me pidiese mi
opinión a mí: reportera novata, experta en nada, joven, hija.
Un momento dorado, pulido ahora por el recuerdo. Me dio la sensación
de que la serena labor a la que nos dedicábamos fuese más grande que su enfer­
medad. Por un breve instante en la habitación inundada de sol en la que nos
sentábamos, viendo el río Hudson, pudimos mantener alejados el sufrimiento y
el temor que nos rodeaban en ese pabellón de cancerosos.
No llevábamos mucho tiempo dedicados a nuestra labor cuando me di
cuenta de que el médico de mi padre, un hombre amable y de habla suave que
escasas dos semanas antes nos había informado a mi madre y a mi, que la muerte
de mi padre era inminente, estaba de pie, cerca, mirándonos visiblemente conmo­
vido. Su expresión me dijo que no veía con mucha frecuencia escenas de ese tipo.
Jack creció en Irlanda del Norte en los años cincuenta y llegó a la mayo­
ría de edad en la década de 1960, social y políticamente turbulenta. Desde edad
muy temprana estuvo rodeado por mujeres capaces. Lo criaron primordialmente
su abuela, Kate Murphy Holland, una temible matriarca del agreste condado de
Down, y su tía “Cissy”, Martha Holland, una mujer de considerable belleza que
nunca se casó y que trabajaba en una de las muchas hilanderías de lino que había
en Belfast. Su propia madre, Elizabeth Rodgers Holland, creció en tal pobreza que
sólo esporádicamente podía darse el lujo de ir a la escuela. Para él habría de ser
una inspiración a lo largo de toda su carrera. Solía decir que su propósito como
escritor era darles acceso a ideas complejas a personas como ella, sin educación
pero dotadas de inteligencia.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Siempre le inquietó la experiencia femenina. Cuando empezó a escribir [ i7]
su primera narración del “conflicto” (los disturbios de Irlanda del Norte que se
iniciaron en los años sesenta), urgó en las cartas y relatos de su madre y su tía,
que utilizó con notable efecto en Too long a sacrifi.ce: Life and death in Northern Ire-
land since 1969 (Un sacrificio demasiado largo: Vida y muerte en Irlanda del Norte desde
1969), que se publicó en 1981. Su primera novela, The prisoner’s wife (La mujer del
prisionero) (1982) exploraba el sufrimiento que soportan las mujeres cuando los
hombres se dedican a la guerra.
La mujer más importante en la vida de mi padre fue mi madre, Mary Hud-
son, extraordinario intelecto por derecho propio, talentosa lingüista y maestra.
Ambos gozaron, durante treinta años de un matrimonio productivo y feliz; cada
uno de ellos era invaluable para el otro tanto personal como profesionalmente.
Mientras crecía presencié a la hora de cenar innumerables discusiones sobre la
mejor manera de desarrollar este o aquel aspecto del libro que mi padre estuviese
escribiendo en ese momento. Misoginia, igual que la mayor parte de sus demás
libros, mejoró con la revisión de mi madre.
Sin su perseverancia, a lo largo de los dos últimos años, este libro nunca
hubiese visto la luz. El editor estadunidense con quien mi padre tenía un contra­
to, y con el cual había colaborado estrechamente a lo largo de todo el proceso
de redacción, afirmó curiosamente, después de su muerte, que el manuscrito no
estaba en condiciones de ser publicado. Mi madre sabía que eso no era cierto y
estaba decidida a encontrar una editorial para la obra porque era una historia que
debía ser narrada. Gracias a su perseverancia esta obra, importante e inspiradora,
llegará ahora a sus lectores.
Vivimos hoy en una época relativamente esclarecida, en la cual el fenó­
meno de la misoginia se ha identificado no sólo como una fuente de opresión e
injusticia, sino también como un obstáculo al desarrollo humano y al progreso
social y económico. No obstante, en términos generales a las mujeres se les sigue
pagando menos que a sus contrapartes varones, y en Estados Unidos se están ero­
sionando derechos reproductivos ganados hace decenios. La verdadera igualdad
sexual sigue eludiéndonos. En muchos lugares del mundo, donde las cuestiones
de género se complican por la pobreza, la ignorancia, el fundamentalismo y las
enfermedades, la suerte de las mujeres prácticamente no ha mejorado a lo largo
de los siglos.
Jack Holland, mi padre, era plenamente consciente de que sus problemas
no podrían resolverse con un único libro, ni siquiera con muchos. Pero éste, el
último de los suyos, constituirá un importante herramienta en la lucha contra
el prejuicio más antiguo del mundo.

[ PRÓLOGO ]
Introducción [ o]

ella,
la cabeza rasurada
como un rastrojo de trigo negro,
el pañuelo sobre los ojos como una venda,
la cuerda al cuello como un anillo

Seamus Heaney,
“Castigo”, en Norte (1975)

l 22 de junio de 2002, en un área remota del Punjab, una mujer

E
paquistaní llamada Mujtaran Bibi fue sentenciada, por órdenes
de un consejo tribal, a padecer una violación tumultuaria, porque
presumiblemente su hermano la había visto en compañía de una
mujer de casta más alta. Cuatro hombres, ignorando sus súplicas
de piedad, la arrastraron hasta una choza.
-Me violaron durante una hora y después no podía mover­
me —les informó a los periodistas. Centenares de personas pre­
senciaron la ejecución de la sentencia pero ninguna ofreció su
ayuda.
El 2 de mayo de 2002, Sun-ok Lee, desertora de Corea del
Norte, rindió testimonio ante el Comité de Relaciones Interna­
cionales del Congreso, en Washington D. C., respecto a las condi­
ciones imperantes en la Cárcel Femenina de Kaechon, en Corea
del Norte, en la cual alrededor del 80 por ciento de las reclusas
son amas de casa. Vio dar a luz a tres mujeres sobre el piso de
cemento.
-Fue horrible ver al médico de la prisión pateando con sus
botas a las embarazadas. Cuando nació un bebé el médico gritó:
“Mátenlo de inmediato. ¿Cómo se le ocurre a una criminal tener
un bebé en la cárcel?”.
Nigeria, 2002. Amina Lawal fue condenada a morir lapida­
da por haber tenido un hijo fuera del matrimonio. La sentenciaron
a ser enterrada hasta el cuello y a que le tirasen piedras a la cabeza
hasta aplastarle el cráneo.
Fayetteville, Carolina del Norte. En la base militar de Fort
Bragg, en el lapso de apenas seis semanas, en el verano de 2003,
[i©] cuatro mujeres murieron a manos de sus esposos enfurecidos. Una de ellas fue
apuñalada más de cincuenta veces por el hombre que alguna vez dijo amarla.
Este de Africa. Se calcula que en un área que se extiende desde Egipto has­
ta Somalia, entre el 80 y el 100 por ciento de las mujeres han padecido mutilación
genital. Algunas huyeron a Estados Unidos en busca de asilo. Aducen que tienen
derecho a la misma protección que los refugiados que escapan de la opresión
política. Pero la lucha en la que están involucradas es mucho más antigua que
cualquier campaña por los derechos nacionales, políticos o civiles.

Crecí en Irlanda del Norte, a un mundo de distancia del Punjab, de Corea del
Norte y del este de Africa. Pero un lugar en el cual la palabra “coño” expresaba
la peor clase de desprecio que una persona podía sentir por otra. Si aborrecías o
menospreciadas a otra persona, con “coño” estaba todo dicho.
La palabra aparecía garabateada en los muros de los callejones cubiertos
de basura y en los baños públicos que apestaban a orines y excremento. Nada era
peor que ser llamado “coño”, nadie más estúpido que un “estúpido coño”.
Belfast, en Irlanda del Norte, la ciudad en la que crecí, tenía sus odios
propios. A lo largo de los años las inquinas sectarias la habían convertido en
sinónimo de violencia y derramamiento de sangre. Pero había una cosa acerca
de la cual coincidían las comunidades beligerantes de protestantes y católicos: el
despreciable nivel de un coño.
En este sentido, Belfast no era demasiado diferente de otras partes pobres e
industrializadas de Gran Bretaña, en la cual una forma mundana de desprecio por
las mujeres, las golpizas a las esposas, era un acontecimiento bastante usual. Los
hombres intervenían para impedir que otro hombre pateara a un perro, pero no
sentían la obligación de hacer lo mismo cuando se enfrentaban con la brutalidad
infligida por un marido sobre su mujer. Irónicamente, esto se debía al carácter
“sacrosanto” de la relación entre los esposos, que impedía toda intervención.
Cuando, a finales del decenio de 1960 estalló la violencia política, el com­
portamiento misógino se expresó en forma más pública. A las chicas católicas
que salían con soldados británicos las arrastraban a la calle, las amarraban y las
sujetaban (cosa que con mucha frecuencia hacían otras mujeres), mientras que
los hombres les tijereteaban y rasuraban el pelo antes de cubrirlas de alquitrán
caliente y esparcir plumas sobre ellas. Luego las amarraban a un poste de la luz
para que los nerviosos mirones las contemplasen, y les colgaban del cuello un
cartel en el cual pintarrajeaban otro insulto sexual: “puta”.
Tal vez estábamos imitando a los franceses, ante los cuales suelen incli­
narse, en materia sexual, las naciones de habla inglesa, después de haber visto las
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
imágenes periodísticas de lo que les ocurría en la Francia liberada a las mujeres [21 ]
culpables de haber salido con soldados alemanes. Pero también estábamos siguien­
do la lógica interior de nuestros propios, poderosos sentimientos, la misma ira
que expresábamos con concisión en la palabra “coño”.
Era una lógica que había sido expresada unos dieciocho siglos antes por
Tertuliano (160-220 d.C.), uno de los Padres fundadores de la Iglesia católica,
quien escribió:

Eres el portal del diablo; eres quien le quita el sello al árbol prohibido; eres
la primera desertora de la ley divina. Tú eres la que convenció a aquel al
cual el demonio no tuvo el valor de atacar. Tú destruiste con tanta facilidad
al hombre, imagen de Dios.

La misoginia, el odio hacia las mujeres, ha prosperado en muchos niveles


diferentes, desde el más elevado plano filosófico en las obras de los pensadores
griegos, que contribuyeron a configurar la forma en que la sociedad occidental
ve el mundo, hasta los callejones del Londres decimonónico y las autopistas de
Los Angeles, donde los asesinos seriales han dejado a su paso un rastro de cadá­
veres de mujeres torturadas y mutiladas. Desde los ascetas cristianos del siglo m
hasta los gobernantes talibán de Afganistán, a finales del siglo xx, han dirigido
su ira contra las mujeres y procurado suprimir su sexualidad. Por lo menos en
una ocasión, durante las cacerías de brujas de finales de la Edad Media, ha des­
atado el equivalente de un pogrom sexual, quemando en la hoguera a centenares
de miles de mujeres —millones, según afirman algunos historiadores— por toda
Europa. Ha sido expresada por algunos de los artistas más grandes y renombra­
dos producidos por la civilización y celebrada en las obras más ínfimas y vulgares
de la pornografía moderna. La historia de la misoginia es, en efecto, la histo­
ria de un odio único, por perdurable, que une a Aristóteles con Jack el Destripa-
dor, y al rey Lear con James Bond.
En el nivel más privado de todos, el mismo acto sexual se convirtió en
una forma de humillación y vergüenza: humillación para la mujer que lo expe­
rimentaba y vergüenza para el hombre que lo perpetraba. En el argot de Belfast
la expresión “dejar tieso” podía significar dos cosas: “hacer el amor” o “matar”.
Pero aquí la muerte no implica el sentido francés de la petite mort, que describe
el abandono del yo en el vértigo extático del orgasmo. “Dejé tieso a ese coño”
podía significar “Acaba de matarlo de un balazo” o “Acabo de fondeármela. ” En
cualquiera de los dos casos la víctima ha sido descartada, descontada y esencial­
mente deshumanizada.
Sé que es complicado rastrear la historia de cualquier odio. En la raíz
de una forma específica de odio, ya sea de clase o racial, religioso o étnico, sue­
[ INTRODUCCIÓN ]
le encontrarse un conflicto. Pero en la deprimente lista de odios que los seres
humanos sienten recíprocamente, ninguno, aparte de la misoginia, involucra la
profunda necesidad y deseos que la mayoría de los hombres sienten por las muje­
res y la mayoría de las mujeres por los hombres. El odio coexiste con el deseo
de manera peculiar. Esto es lo que vuelve tan compleja la misoginia: entraña el
conflicto de un hombre consigo mismo. De hecho este conflicto, en la mayoría
de los casos, ni siquiera se reconoce. En Irlanda, tal como ocurre en el resto del
mundo católico, se expresa en lo que a primera vista parece una paradoja. A las
mujeres se las puede despreciar en la calle, pero si se entra en cualquier iglesia
católica se encuentra a una mujer sobre un pedestal a la que se rinde reverencia,
hasta adoración.

Nuestra iglesia en Belfast era una estructura sin ninguna distinción, típica
de las iglesias irlandesas, construidas en su mayoría a finales del siglo xix y prin­
cipios del xx, es decir, mucho después de que concluyese la fase gloriosa de la
arquitectura católica y fuese remplazada por otra de piedad sentimental. Estaba
hecha de ladrillos rojos, igual que las pequeñas hileras de casas que la rodeaban.
Sus únicas pretensiones de belleza eran un pórtico seudogótico y una pila de
pórfido para al agua bendita a la entrada. A la hora de la última misa de los
domingos en el fondo de la misma se habían coagulado diminutos montoncitos de
tierra.
Al ingresar al oscuro interior la atención se fijaba en la estatua de una
mujer joven cubierta con un manto azul, con un halo de estrellas que le rodeaba
la cabeza, y pies pálidos y delicados que pisaban la cabeza de una serpiente que
se retorcía. La lengua bífida de la serpiente salía amenazante de una boca abierta
pintarrajeada de rojo. Pero su ira ponzoñosa resultaba impotente: ‘Y prendió al
dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y
lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase
más a las naciones” (Revelaciones 20:2).
Una mujer que era virgen había vencido al demonio gracias a su pureza,
de una perfección inatacable. Se nos hacía entender que el diablo sobre el cual
se erigía triunfante, y por lo cual era exaltada, era el demonio de la carne, de
la lujuria, del deseo de cometer actos innombrables. Pero nos desconcertaba el
hecho de que la serpiente era un símbolo sexual demasiado obvio como para
ignorarlo. Al celebrar el triunfo de la pureza sobre el deseo corporal la estatua
afirmaba más bien una sensualidad latente, por la forma en que su vestimenta
estaba ligeramente levantada para revelar sus pies delicados y femeninos en un
contacto tan íntimo, tan físico con la serpiente que reptaba y se retorcía. Algún día
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
descubriríamos que la represión del sexo no es más que otra forma de obsesión [ 23 ]
sexual, igual que la pornografía.
Cuando llegamos a los 15 años, tanto mis amigos como yo sabíamos qué
era lo que realmente estaba aplastando en el polvo. Ese era el papel que se espe­
raba desempeñasen las mujeres de nuestra sociedad: negar el deseo en los otros
y aplastarlo en ellas mismas.
No era necesario estudiar filosofía para descifrar la misoginia que se oculta­
ba tras el uso de la palabra “coño”. La exaltación de la Virgen María como madre
de Dios demostraba que la misoginia puede llevar a una mujer hasta lo más alto,
así como hacia lo más bajo. En cualquiera de las dos direcciones, el destino es el
mismo: una mujer deshumanizada.
Aunque la misoginia es uno de los prejuicios más tenaces, ha cambiado y
evolucionado a lo largo de los siglos, moderado o exacerbado por las corrientes
dominantes, ya sea sociales, políticas o, sobre todo, religiosas. Con el surgimiento
del cristianismo y la promulgación de la doctrina del pecado original se produjo
una transformación importante en la historia del odio por las mujeres.
Como se explica en este libro, la doctrina fue producto de la confluencia,
en el cristianismo, de tres poderosas corrientes del mundo antiguo: el platonismo
filosófico griego, el monoteísmo patriarcal judío y la revelación cristiana, tal como
se expresa en la afirmación de que Cristo es el hijo de Dios y que en él se encarna
Dios mismo e interviene directamente en los asuntos humanos. Esta convergencia
sin precedentes de aseveraciones filosóficas, místicas e históricas contribuyó a
crear un poderoso sustento ideológico para el prejuicio más antiguo del mundo
cuando convirtió a la concepción misma en un pecado: el pecado original. La
mujer, incluso cuando se la exaltaba en forma de la Virgen María, se considera­
ba responsable, al mismo tiempo, de haber perpetrado este pecado, llevando a
la caída del hombre desde el perfecto estado de gracia con Dios al horror de la
realidad de ser.
La historia de cómo pudo haberse dado este proceso dual de deshumaniza­
ción —hacia arriba y hacia abajo— nos lleva mucho más allá del culto a la Virgen
María. Es, de hecho, la historia del más antiguo de los prejuicios. Ha sobrevivido de
una u otra forma a lo largo de prolongados periodos, ha emergido aparentemente
sin cambios de los cataclismos que acabaron con imperios y culturas y aniquilado
sus otras formas de pensar y de sentir. Persiste después que las revoluciones filo­
sóficas y científicas parecen haber transformado permanentemente la manera en
que vemos el mundo. Cuando los trastornos sociales y políticos han configurado las
relaciones entre los ciudadanos y el Estado, cuando las democracias han vencido
a las oligarquías y derrocado a los monarcas absolutos, regresa para ensombrecer
nuestros ideales de igualdad con toda la persistencia de un fantasma al que no
[ INTRODUCCIÓN ]
[ 24 ] es posible exorcizar. Está tan actualizado como el último sitio pornográfico en
internet, y es tan antiguo como la civilización misma.
Porque somos los herederos de una antigua tradición que se remonta
a los orígenes de las grandes civilizaciones del pasado que tan profundamente
han configurado nuestra conciencia y conformado el dualismo que se oculta tras
nuestros esfuerzos por deshumanizar a la mitad de la especie humana. “La dua­
lidad del mundo está más allá de la comprensión —escribió Otto Weininger, el
pensador austríaco del siglo xx, tal vez el último filósofo occidental que procuró
justificar la misoginia sobre bases filosóficas—, es la trama de la caída del hombre,
el enigma primitivo. Es la inclusión de la vida eterna en un ser perecedero, de la
inocencia en el culpable.”
Comprender la historia de este “enigma” puede ayudarnos a desentra­
ñarlo. Pero para rastrear sus raíces es necesario observar lo que pudo haberlas
precedido. Si durante siglos las mujeres han sido objeto de desprecio, ¿existió
una historia de las mujeres “antes del desprecio”, antes de la misoginia? Esa es
la cuestión.
Por lo menos es la pregunta que ha estimulado el pensamiento de muchos,
en su mayoría historiadores y especialistas feministas que han tratado de ir más
allá de la historia convencional de las mujeres, la cual consiste en lo fundamental
en la historia de su relación con los hombres. De hecho, hasta hace muy poco
tiempo las mujeres han sido vistas en relación con muy pocas otras cosas.
La historia ha sido (y en gran medida sigue siendo) “la historia de él”, la
historia del impacto de los varones sobre el mundo que nos rodea en todos sus
complejos aspectos religiosos, políticos, militaristas, sociales, filosóficos, econó­
micos, artísticos y científicos. Son muchos, aparte de las feministas, los que han
caracterizado la historia, de hecho, como producto de una sociedad patriarcal
en la cual el papel y las contribuciones de las mujeres han sido descartados o
ignorados. A lo largo de esa historia, la misoginia se ha manifestado de diferentes
formas en distintos momentos. En realidad, para algunos, lo que llamamos historia
no es más que la narración que quiere relatar el patriarcado, y la misoginia es su
ideología, un sistema de creencias e ideas cuyo propósito consiste en explicar el
dominio de las mujeres por parte de los hombres.
Muchas feministas, frustradas ante esta forma histórica de reclusión, han
buscado alivio en la prehistoria, y construyeron un pasado más remoto en el cual
prevalecía el matriarcado, y el estatus más elevado que éste concedía a las mujeres
las protegía, presumiblemente, de la clase de desprecio que más tarde asolaría su
vida y distorsionaría la forma en que se las veía.
En una u otra versión, a partir del siglo xix, el modelo matriarcal ha
ejercido, en ocasiones, una atracción intensa para una diversidad notablemente
amplia de individuos, desde Friedrich Engels y Sigmund Freud hasta miembros
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
del movimiento espiritista feminista de finales del siglo xx. Ha sido adoptado por [ ]
académicos serios, como la arqueóloga Marija Gimbutas, y popularizado en libros
de gran venta como Who cooked the last supper: The women ’s history of the world (Quien
preparó la última cena: la historia del mundo contada por las mujeres), de Rosalind
Miles. Esta afirma:

Desde el comienzo, cuando la humanidad emergió de las tinieblas de la


prehistoria, Dios fue una mujer. ¡Y qué mujer!... El poder y la importancia
de la primera mujer-Dios es uno de los secretos mejor guardados de la
historia.

Miles brinda una cronología del culto a la Gran Diosa (que se equipa­
ra con el predominio de las sociedades matriarcales) y asevera que “el estatus
sagrado de la feminidad se remonta a por lo menos 25 mil años; hay quienes lo
harían retroceder aún más, a 40 y hasta a 50 mil años. En realidad no existe un
solo momento de esta etapa de la historia humana en el que la mujer no fuese
especial y mágica”.
El problema consiste en encontrar evidencias de la existencia del matriar­
cado. E incluso si hubiese pruebas de que existió, esto no alteraría por sí mismo
el hecho de que la relación de las mujeres con los hombres define su papel en la
historia; la historia matriarcal se limita a sustituir un papel subordinado por uno
dominante. Durante gran parte del tiempo en el cual se supone que imperó el
matriarcado no hay registros escritos. Artefactos tales como las figurillas llamadas
Venus paleolíticas, que se encuentran desde el sur de Francia hasta Siberia, sue­
len citarse como prueba del difundido culto a la (irán Diosa. No obstante, son
notoriamente difíciles de interpretar. Para algunos expositores de la interpreta­
ción matriarcal constituyen una prueba de la reverencia y veneración con que se
veía a las mujeres en esa época, pero otros han considerado que las figurillas son
grotescas y que no inspiran reverencia y veneración sino horror. Sin embargo,
incluso si pudiese probarse que representan un culto a la Gran Diosa, la historia
demuestra que no necesariamente existe un vínculo entre la adoración a una diosa
y un elevado estatus social para las mujeres; por ejemplo, el culto de la Virgen
María iba en ascenso durante la quema de brujas de la Edad Media.
En Europa es mucho después del paleolítico, y sólo cuando llegamos a
los celtas, donde encontramos una cultura preclásica que nos proporciona cierta
base documental de la aseveración de que, antes de que los griegos y los roma­
nos afirmasen su hegemonía en la historia, existía una forma de matriarcado. La
evidencia consiste tanto en los mitos y sagas célticos como en los escritos de la
época, obra de griegos y romanos, acerca de las que consideraban impresionantes
libertades concedidas por los celtas a sus mujeres.
[ INTRODUCCION ]
[ 16 ] La tentación de creer en una Arcadia, en una edad de oro perdida en la
cual las relaciones entre hombres y mujeres se daban sin conflicto, es muy grande,
pero hay que resistirse a ella. Lo más que podemos esperar, por lo menos en la
sociedad celta, son evidencias de una relación más equilibrada entre los sexos.
Esta obra demostrará que este equilibrio se perdió con el surgimiento de Gre­
cia y Roma, y pasará revista al dualismo, identificado por Weininger, que ambas
civilizaciones crearon. En este dualismo los varones eran la tesis y las mujeres la
antítesis.
Está en la naturaleza de este dualismo (a diferencia de lo que ocurre en
la dialéctica) que no haya síntesis: los sexos están condenados a un perpetuo
conflicto. Las mujeres se enfrentaron a una batería de argumentos filosóficos,
científicos y legales, destinados a demostrar y codificar su “inherente inferioridad”
ante los hombres. Más tarde el cristianismo aportó un argumento adicional, teo­
lógico, que tuvo un impacto tan profundo que sus ramificaciones siguen vigentes
en la actualidad.
El surgimiento de la democracia liberal en la era posterior a la Ilustración
presenció el inicio de una larga lucha por la igualdad política y legal de las mujeres.
Pero la misoginia nunca ha permitido que el progreso se oponga a ella. Cuando
la igualdad política y legal en Occidente fue seguida por la revolución sexual, se
produjo una reacción violenta tanto de los protestantes fundamentalistas como
de los católicos conservadores. En muchas naciones del tercer mundo la lucha
por los derechos femeninos representaba una amenaza para ideas religiosas y
costumbres sociales muy arraigadas. Esto culminó en Afganistán durante el régi­
men talibán; un Estado que consideraba objetivo primordial la supresión de las
mujeres. Legisló su desaparición de la vida pública, negándoles derechos básicos,
algo comparable con la forma en que las leyes nazis de Nuremberg convirtieron a
los judíos alemanes en no personas. Pocas veces ha sido tan explícito el propósito
de la misoginia: deshumanizar a la mitad de la especie humana.
El odio por las mujeres nos afecta como ningún otro, porque nos pega en
nuestro yo más interior. Se ubica en la intersección entre el mundo público y el
privado. La historia de ese odio puede encontrarse en sus consecuencias públicas,
pero al mismo tiempo nos permite especular por qué, en un nivel personal, la
compleja relación del hombre con la mujer ha hecho posible que la misoginia
prosperase. En última instancia, esa especulación debería permitimos ver que
eventualmente la igualdad entre los sexos logrará desterrar la misoginia y ponerle
fin al prejuicio más antiguo del mundo.

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


I Las hijas de Pandora [27]

s difícil ser preciso acerca de los orígenes de un prejuicio. Pero si

E
la misoginia tiene fecha de nacimiento, debe corresponder a algún
momento del siglo vm a.C. Y si tiene una cuna, ésta se encuentra
en alguna parte del Mediterráneo oriental.
Más o menos en esa época tanto en Grecia como en Judea
surgieron historias de la creación que habrían de adquirir el poder
del mito, que describían la caída del hombre y cómo la debilidad
de la mujer es responsable de todo el sufrimiento humano, la
infelicidad y la muerte posteriores. Desde entonces ambos mitos
se introdujeron a la corriente central de la civilización occidental,
impulsados por dos de sus afluentes más poderosos: en la tradición
judaica, tal como lo relata el Génesis (que todavía la mayoría de los
estadunidenses siguen aceptando como una verdad),1 la culpable
es Eva, y en la tradición griega es Pandora.
Los griegos fueron los primeros colonizadores de nuestro
mundo intelectual. Su visión del universo regido por leyes natu­
rales que el intelecto humano puede descubrir y comprender es
la base sobre la que descansan nuestra ciencia y nuestra filosofía.
Crearon la primera democracia. Pero en la historia de la misoginia
los griegos también ocuparon un lugar único como pioneros inte­
lectuales de una perniciosa visión de las mujeres que ha persistido
hasta la época moderna, refutando cualquier idea que podamos
seguir teniendo en el sentido de que la razón y la ciencia implican
la declinación del prejuicio y el odio.
El mito de Pandora fue escrito por primera vez en el siglo
vm a.C. por Hesiodo, un agricultor convertido en poeta, quien lo
plasmó en dos obras: Teogonia y Los trabajos y los días. Pese a su con­
siderable experiencia de campesino, su descripción de la creación
de la humanidad ignora algunos de los hechos básicos de la vida.
Antes de la llegada de las mujeres la raza de los hombres existe ya,
en dichosa armonía, como compañeros de los dioses, “alejados del
pesar y del doloroso trabajo/libres de la enfermedad”.2 Igual que
en el relato bíblico de la creación del hombre, la mujer es una idea
tardía. Pero la versión griega también es una idea maliciosa. Zeus,
el padre de los dioses, quiere castigar a los hombres impidiéndoles
[ 28 ] conocer el secreto del fuego para que, igual que las bestias, se vean obligados a
comer la carne cruda. Prometeo, un semidiós, creador de los primeros hombres,
roba el fuego del cielo y lo lleva a la tierra. Zeus, furioso por haber sido engaña­
do, discurre la trampa suprema bajo la forma de un “regalo” a los hombres, “una
cosa maligna para su deleite”: Pandora, “la que todo lo da”. La frase griega que
se usa para describirla, kalon kakon, significa “el bello mal”. Su belleza se compara
con la de las diosas.

De ella proviene toda la raza de la feminidad,


La letal raza femenina y la tribu de mujeres
que caven con los hombres mortales y les causan daño.3

Los dioses la dotan de “modales astutos y la moral de una perra”. Pandora


le es presentada a Epimeteo, hermano menor de Prometeo, quien queda encan­
tado por “esta ramera condenada, mortal para los hombres” y se casa con ella.
Pandora llega con una gran ánfora sellada que se le ha dicho nunca debe abrir. El
ánfora es un recipiente de cerámica, con forma de útero, usado primordialmente
para guardar vino y aceite de oliva. En épocas previas se utilizaba también como
ataúd.4 Pandora no puede resistirse a ver lo que hay adentro:

Pero ahora la mujer abrió la barrica


Y esparció dolores y males entre los hombres.5

Desde entonces, según la mitología griega, la humanidad ha estado con­


denada a trabajar, envejecer, enfermar y morir en medio del sufrimiento.
Una de las funciones de la mitología es responder la clase de preguntas que
hacíamos cuando éramos niños, como “¿Por qué brillan las estrellas?” o “¿Por qué
se murió el abuelo?”. Los mitos justifican también las cosas tal como son —tanto
en lo natural como en lo social— y fundamentan las creencias, rituales y papeles
tradicionales. Una de las creencias más centrales para la tradición griega, y des­
pués para la judeocristiana, era que el hombre fue creado por los dioses, o por
Dios, al margen de la creación de los animales. (A la persistencia de esta creencia
entre cristianos conservadores se debe que la teoría de la evolución de Darwin
siga encontrándose con tanta resistencia.) La posesión del fuego era prueba de
que el hombre era diferente de los animales, y también de que se ubicaba en un
lugar más elevado en la jerarquía de las especies. Pero la adquisición del fuego
hizo que el hombre, en opinión de los dioses, estuviera demasiado cerca de ellos.
Se dijo que la mujer era el castigo de esa insolencia, un recordatorio de que el
hombre, cualesquiera que sean sus orígenes y aspiraciones, llega al mundo igual
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
que la humilde bestia. En la actualidad hay quienes leen al revés esta actitud de [ 29 ]
desprecio, celebrando a la mujer debido a lo que consideran sus vínculos más
cercanos con la naturaleza. Pero para los griegos la naturaleza era una amenaza y
un desafío al ser superior del hombre, y la mujer era la encarnación más poderosa
de la naturaleza (porque era la más seductora). Era necesario deshumanizarla,
aunque fuese ella la que hacía posible que la raza humana subsistiese. Merecía
el desprecio por excitar la lujuria que nos lleva el ciclo del nacimiento y de la
muerte, del cual jamás podremos desprendernos.
Además de hacer recaer sobre Pandora la responsabilidad del destino
mortal del hombre, los griegos crearon una visión de la mujer como “la otra”, la
antítesis de la tesis masculina, que requería límites para mantenerla contenida. Y,
cosa más esencial, sentaron las bases filosófico-científicas de una visión dualista de
la realidad, en la cual las mujeres estaban condenadas por siempre a personificar
este mundo mutable y esencialmente despreciable. Toda la historia del esfuerzo
por deshumanizar a la mitad de la especie humana se enfrenta a esta parado­
ja: que algunos de los valores que más apreciamos se forjaron en una sociedad
que devaluaba, denigraba y despreciaba a las mujeres. “Papeles sexuales que le
resultarán familiares al lector moderno quedaron firmemente establecidos en
las edades oscuras de Atenas”, escribió la historiadora Sarah Pomeroy.6 Es decir
que, junto con Platón y con el Partenón, Grecia nos dio una de las dicotomías
sexuales más corrientes que existen, incluida la de la “chica buena versus la chica
mala”.
Hesiodo escribía unos cinco siglos después de que las tribus que habrían
de convertirse en los griegos hubiesen entrado triunfalmente, como conquistado­
res, en el Mediterráneo oriental, estableciéndose no sólo en la parte continental
que ocupa hoy Grecia, sino también en las islas que la rodean y en las costas del
Asia Menor (la moderna Turquía). Para el siglo vi a.C. se habían extendido por
el oeste hasta Sicilia, las costas del sur de Italia y la costa sureste de Galia (hoy
Francia). Llevaron consigo su panteón de dioses guerreros, el más poderoso de
los cuales era Zeus, el tonante. Sin embargo, tener divinidades guerreras violentas
no necesariamente constituye un indicio de una cultura misógina. En las civiliza­
ciones más antiguas con las que se encontraron los griegos, como las de Egipto
y Babilonia, abundaban los dioses guerreros, pero no existía ningún equivalente
del mito de la caída del hombre. En Mesopotamia el poema sumerio La epopeya de
Gilgamesh, que se remonta al tercer milenio a.C., tiene un héroe que, al igual que
Prometeo, desea rivalizar con los dioses. Gilgamesh lo hace tratando de compartir
su inmortalidad, pero las mujeres no se convierten en instrumento de venganza
de algún Dios vengativo que desea sancionar al hombre por desafiar su destino
mortal. Gilgamesh tampoco la emprende contra las mujeres como culpables “del
[ LAS H1IAS RE PANDORA ]
[ jo ] sino del hombre”; los responsables de nuestra mortalidad son los dioses. La diosa
que gobierna el paraíso le dice:

Gilgamesh, ¿a dónde te apresuras? Nunca encontrarás esa vida que estás


buscando. Cuando los dioses crearon al hombre le asignaron la muerte,
pero la vida la conservaron bajo su propio cuidado. En cuanto a ti, Gilga­
mesh, llénate la barriga de cosas buenas, día y noche, noche y día, danza
y alégrate, festeja y regocíjate; usa ropajes frescos, báñate en agua, quiere
al niñito que te toma de la mano y haz que tu mujer sea feliz en tu abrazo,
porque también éste es el sino del hombre.'

En la cultura posterior de los celtas nómadas, que dominaron el noroeste


de Europa, abundan los mitos del paraíso encontrado y perdido, pero no hay
ninguno de la caída del hombre. La versión celta del paraíso es, como la de los
sumerios y los judíos, un frondoso jardín en el que gobiernan bellas mujeres
que seducen a los hombres para llevar una vida de buenaventura. Pero el único
conflicto se da entre la nostalgia de los hombres por su hogar y su deseo por las
mujeres del jardín. Existe el deseo, pero no tiene malas consecuencias. No hay
un equivalente celta de Pandora o de Eva.
Los dioses del panteón ateniense —ubicados tradicionalmente en el monte
Olimpo— se convirtieron en los dioses nacionales de Grecia, con varias caracte­
rísticas destacadas. Cuatro de las cinco diosas más importantes son virginales o
asexuales. La más importante de ellas, Atenea, es tan andrógina como la Estatua
de la Libertad que se yergue en la bahía de Nueva York. Suele representársela
sosteniendo un escudo y una lanza, cubierta por un casco y vistiendo ropajes lar­
gos y espesos que ocultan su cuerpo. La quinta diosa, Afrodita, la diosa del amor,
se comporta, en ocasiones, como una descocada celestial. La asexualidad de la
mayoría de las deidades femeninas presenta un sorprendente contraste con la
naturaleza violenta y depredadora de los varones. Especialmente significativo es
que el panteón ateniense estableciese a un violador serial, Zeus, el dios del cielo,
como padre de todos los demás. La numerosa progenie de Zeus es, casi invaria­
blemente, producto de la violación de mujeres mortales. Las dos excepciones son
Atenea y Dionisos, nacidos de Zeus mismo. Atenea emerge de su cabeza armada,
con su lanza y su escudo, y Dionisos surge de su muslo.
Todas las religiones nos piden que creamos lo imposible. La fantasía de
la autonomía masculina, en la cual se ve a los hombres libres, de alguna manera,
de la dependencia de las mujeres, se expresa en la creación del mito de Pandora,
en el cual los varones llevaban su existencia sin la intervención femenina. En el
panteón ateniense esta imposibilidad se expresa en la aseveración de que los hom­
bres pueden volver innecesarias a las mujeres precisamente en aquella esfera en
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
la cual son indispensables: la de la reproducción. Ridículo como pueda parecer, 1 3i ]
el mito del padre de los dioses que se convierte en madre de los dioses fue for­
talecido por la ciencia aristotélica, la cual determinaba que el papel de la mujer
en la preñez era meramente nutricio. Era un receptáculo pasivo de la simiente
masculina que contenía todo lo necesario (menos el ambiente) para el desarrollo
del feto. Según parece todo lo que la mujer puede hacer, el varón puede hacerlo
mejor... aunque no existen evidencias de que los hombres griegos se apresuraran
a experimentar con el embarazo y el parto.
La emergencia de la misoginia en la Grecia del siglo vm a.C. se produjo
precisamente cuando declinaba la influencia de las dinastías basadas en familias;
el poder pasó al cuerpo político de la ciudad-Estado. Un historiador ha sugerido
que:

Donde el poder político estaba arraigado en la familia real, el límite entre


lo doméstico y lo político, entre lo privado y lo público, no es ni con mucho
tan rígido. Los papeles de los hombres y las mujeres se traslapan, y por
esta razón una mujer puede estar cerca —en ausencia de su esposo— del
ejercicio del poder político.8

Las alianzas entre las familias nobles eran de vital importancia, y el papel
que desempeñaban las mujeres para foijar tales vínculos resultaba esencial. Esto
se refleja en la obra de Homero, el contemporáneo más dotado de Hesiodo. En la
Ilíada, la historia del sitio de Troya, Menelao, rey de Esparta y marido de Helena,
le debe el trono a su esposa. Para él es fundamental recuperar a su esposa después
que ésta huye con París a Troya, no sólo por su belleza sin igual sino porque su
reino depende de ello.
Homero basó tanto la Iliada como la Odisea (la posterior narración del
largo viaje de regreso de Odiseo, uno de los reyes griegos), en materiales que se
remontan al antiguo periodo dinástico. En estas obras a las mujeres se las retrata
por lo general con comprensión; son complejas y poderosas, y se cuentan entre
los personajes más memorables de la literatura. El final de esta era fue acompa­
ñado por el tránsito de una economía pastoral a otra agrícola, intensiva en mano
de obra, preocupada por la conservación de la propiedad. Pero las expresiones
de hostilidad hacia las mujeres, no sólo por parte de Hesiodo, sino también en
otros escritos subsistentes del siglo vni, no pueden ser explicadas enteramente por
estructuras políticas y sociales cambiantes; ningún odio profundo puede serlo. No
obstante, nos proporcionan el contexto en el que los hombres se sentían cómodos
para expresar la misoginia.9 Y la mujer contra la cual se sentían más cómodos expre­
sándola era una creación del siglo octavo: Helena de Troya, la reina de la misoginia
griega, el rostro “que fletó mil naves / e hizo arder las derruidas torres de Ilium”.10
[ LAS HIJAS DE PANDORA ]
[ )2 ] La madre de Helena, Leda, había sido una de las víctimas de Zeus, quien
la violó bajo la forma de un cisne. Pero Helena, en su notable carrera de complejo
icono que incita tanto el deseo como el aborrecimiento, es mucho más hija de
Pandora. Igual que en el caso de ésta, su belleza es una trampa. Despierta en los
hombres un deseo extraordinario. Pero desearla es permitirle la salida a los demo­
nios del derramamiento de sangre y la destrucción. En la llíada Helena expresa
cuánto se aborrece a sí misma describiéndose como una “perra repugnante, intri­
gante y maligna”.11 Se hace eco de la descripción de Pandora. En el momento
culminante del periodo más creativo de Atenas, cuando el autoaborrecimiento
se convierte en un sentimiento generalizado entre los personajes femeninos de
algunas de las grandes tragedias, Helena es el punto focal de la misoginia. Asesina
de hombres, maldición de los varones, perra, vampiro, destructora de ciudades,
cáliz envenenado, devoradora de hombres... se le arrojan prácticamente todos los
epítetos misóginos imaginables. En Las troyanas, de Eurípides, Hécuba, la viuda de
Príamo, asesinado rey de Troya, le grita a Menelao, rey victorioso de Esparta:

Te alabaré, Menelao, si matas a tu esposa. Pero cuídate al verla, que el


amor no te ciegue, que sus ojos deslumbran los ojos de los mortales, que
sus ojos derriban las ciudades e incendian los palacios. ¡Tales son sus atrac­
tivos! Yo la conozco bien, y tú y los que sufrieron tantas desdichas deben
también conocerla.12

Vanos son los ruegos de Hécuba. Menelao necesita y desea demasiado a


Helena como para castigarla. La lleva de regreso a Esparta, donde reanudan su
vida conyugal, mientras que las demás mujeres, reducidas a esclavas de los triun­
fadores, se quedan lamentando a sus esposos, padres e hijos perdidos.
La historia de Helena, al igual que la de Pandora, es una alegoría que
vincula inextricablemente el deseo con la muerte. En la historia de Pandora su
pérdida de la virginidad —la apertura del ánfora— permite la entrada de la muerte
al mundo, así como el deseo que experimenta París por Helena acarrea la guerra
con todos sus horrores. Esas alegoría son expresiones de lo que Sigmund Freud
llamó “la eterna lucha entre Eros y el deseo destructivo o de muerte”, Tánatos.13
En la cultura del desprecio se hace que las mujeres se sientan abrumadoramente
culpables porque su belleza provoca deseo, con lo que se da inicio al ciclo de la
vida y de la muerte.
Otras mitologías y culturas han mediado en esta compleja danza de Eros
y Tánatos, pero primordialmente como acto ineludible de vida. En la mitología
de los celtas lo normal es que las diosas se identifiquen con los principios tanto
de la vida como de la muerte. No obstante, estos papeles duales no se ven de esa
manera, es decir, como dos principios de vida y muerte siempre en guerra. Los
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
celtas retratan a sus diosas reconciliando con naturalidad las fuerzas de la vida y de 33 ]
la muerte, de la misma forma en que lo hacen en la realidad todas las madres: al
traer vida al mundo traen también la muerte. Esta reconciliación vida/muerte es
para ellas simplemente parte de la naturaleza de las cosas, no una causa de culpa
ni de condena. Pero, para la mentalidad dualista griega, la naturaleza encarna las
limitaciones y debilidades del hombre, y la mujer encarna a la naturaleza. Sirve
como constante y resentido recordatorio de esas limitaciones. Es éste el pecado
de Pandora y de sus hijas por el cual la misoginia, desde los cuentos de hadas a
las filosofías, procura castigar a todas las mujeres.
“Una regla constante de la mitología —escribió el poeta Robert Graves^— es
que lodo lo que ocurre allá arriba, entre los dioses, refleja acontecimientos terre­
nales.”14 Las relaciones y actitudes que reciben sanción mitológica suelen estar
reflejadas en las leyes y las costumbres. Esto resultó evidente durante el siglo vi
a.C., con el crecimiento de la democracia y de ciudades-Estado como Atenas,
que rápidamente desarrollaron códigos restrictivos para reglamentar el compor­
tamiento femenino.
Para las mentes modernas la idea de que el ascenso de la democracia
debería conducir a una disminución del estatus de las mujeres podría parecer
una especie de contradicción. Pero la noción del sufragio universal e incluso de
la igualdad, tal como ahora se la entiende, no inspiró a las democracias de Grecia
y Roma. Se trataba de Estados esclavistas en los cuales los derechos democráticos
estaban estrictamente restringidos a los ciudadanos varones adultos. En una eco­
nomía esclavista la idea de que todo el mundo nace igual hubiese sido refutada
por una flagrante realidad, tan útil cuanto universal. La esclavitud es el resultado
“natural” de desigualdades inherentes. En una sociedad en la cual se institucio­
naliza una forma de brutal desigualdad es más fácil que florezcan también otras
formas de la misma.
Las leyes que reglamentan el comportamiento y las oportunidades de las
mujeres nos brindan el ejemplo más gráfico y pertinente de cómo la alegoría de la
misoginia de Hesiodo llegó a convertirse en un hecho social. En términos legales,
las mujeres atenienses seguían siendo menores de edad, siempre bajo la tutela de
un varón. Una mujer no podía salir de su casa a menos que fuese acompañada
por una chapetona. Muy raras veces se la invitaba a cenar con su esposo, y vivía
en un área separada de la casa. No recibía educación formal: “Que la mujer no
desarrolle su razón, porque eso sería una cosa terrible”, dijo el filósofo Demócrito.
Las mujeres se casaban al alcanzar la pubertad, muchas veces con hombres que les
doblaban la edad. Tales diferencias de edad y madurez, así como de educación,
tienen que haber reforzado la noción de la inferioridad femenina. Al esposo se
le advertía: “Quien le enseñe las letras a su esposa obra muy mal: le está dando
mas veneno a una serpiente .lb
| LAS HIJAS DE PANDORA ]
[ 34 ] El adulterio del marido no se consideraba causal de divorcio. (Esta visión
de las cosas predominó en Inglaterra hasta 1923, reflejo de lo profundamente
que penetraron los clásicos en la cultura inglesa de clase alta.) Pero si una mujer
cometía adulterio o era violada su esposo estaba obligado a divorciarse de ella,
so pena de perder su ciudadanía. Con esas amenazas las mujeres de la primera
democracia del mundo estaban peor que en la autocracia de la antigua Babilonia
donde, según las leyes del rey Hamurabi, recopiladas en el año 1750 a.C., el marido
de una mujer convicta de adulterio por lo menos tenía el poder de perdonarla.
Tener sexo por consenso con la esposa de otro hombre se consideraba,
en la antigua Grecia, como un delito más serio que violarla. Durante el juicio
de un hombre acusado de haber asesinado al amante de su esposa, el empleado
del tribunal leyó las leyes de Solón (el gran legislador ateniense del siglo vi a.C.)
relativas a la violación:

Así, miembros del jurado, el legislador considera que los violadores mere­
cen menor castigo que los seductores: para este último ha previsto la
pena de muerte; para el primero la multa doble. Su idea era que quienes
emplean la fuerza son aborrecidos por la persona violada, mientras que
quienes han logrado lo deseado por medio de la persuasión corrompen
la mente de las mujeres de manera tal que hacen que las esposas de otros
hombres sientan más apego por ellos que por sus maridos, con lo cual
toda la casa está en su poder y no queda claro quién es el padre de los
niños, si el marido o el amante.16

En su defensa el marido aseveró que tenía derecho a matar al amante de


su esposa porque los había encontrado in flagranti. Una mujer violada padecía la
misma pena que una acusada de adulterio, y tenía prohibido participar en cere­
monias públicas o usar joyas. Tal como ocurrió y ocurre aún en muchas sociedades
musulmanas conservadoras, la víctima de la violación era vista como responsable
del ataque contra ella misma. Se convertía en una paria social, terrible destino
en la comunidad pequeña y restringida de la ciudad-Estado.17
Solón impuso otras restricciones sobre las mujeres: circunscribió su apa­
rición en los funerales (en los que tradicionalmente habían aportado contingen­
tes de plañideras pagadas) y en las festividades, y limitó asimismo su exhibición
pública de riqueza. Tenían prohibido, además, comprar o vender tierras. El legis­
lador impuso también una ley que obligaba a que, a la muerte de su padre, la
mujer que no tenía hermanos se casase con su pariente varón más cercano. Las
tierras que pudiese poseer serían heredadas por los hijos de ese matrimonio. De
esa forma la mujer se convirtió “en el vehículo a través del cual la propiedad se
mantenía dentro de la familia”.18 Incluso después de su matrimonio una mujer
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
ateniense seguía estando bajo el control de su padre, quien conservaba el poder [ ]
de divorciarla de su marido y casarla con otro si decidía que le convenía hacerlo.
Otra ley atribuida a Solón prohibía que los ciudadanos atenienses esclavizasen a
otro ciudadano ateniense (la esclavitud de no-ciudadanos estaba permitida), con
una excepción notable. El padre o el jefe de familia tenía derecho a vender como
esclava a su hija soltera si perdía la virginidad antes del matrimonio.
Tras cerciorarse de que las chicas “buenas” estuviesen a salvo de cualquier
mancha de indiscreción social, era necesario contar con chicas “malas” que satisfi­
ciesen los apetitos sexuales masculinos. Solón legalizó los burdeles estatales atendi­
dos por esclavas y extranjeras. Mientras las chicas buenas integraban una categoría
única (esposas y madres), las malas se jerarquizaban desde las costosísimas hetairas
—el equivalente de una amante— hasta las prostitutas callejeras de nivel mínimo,
que podía obtenerse por unas cuantas monedas cerca de los basureros de la ciu­
dad, donde la gente iba a defecar. La sexualidad de las rameras era un servicio
público. Se las veía como una cloaca que drenaba la lujuria masculina.19
“Tenemos hetairas para nuestro placer, concubinas para nuestras necesi­
dades diarias y esposas para que nos den hijos legítimos y se ocupen del cuidado
del hogar”, dijo presuntamente Demóstenes, el más grande de los oradores ate­
nienses. Esta delimitación que vincula la virtud femenina con la falta de sexo se
ha utilizado hasta el día de hoy para deshumanizar a las mujeres.
Dado el número de límites que rodeaba a las mujeres no resulta sorpren­
dente que los hombres desarrollasen una especie de obsesión con las mismas como
transgresoras. Esta fascinación encuentra una ejemplificación gráfica en el interés
de los griegos por las amazonas, la tribu legendaria de mujeres guerreras que
invadían el más masculino de los santuarios; la guerra organizada. Las amazonas
constituyen una presencia recurrente en la historia griega; este tema ha persistido
hasta tiempos modernos. Fueron mencionadas por primera vez por Herodoto, el
historiador del siglo v a.C. (el “padre” de la historia), quien las describió como
seres que vivían en los límites de la civilización, dedicadas exclusivamente a la gue­
rra; sólo buscaban a los hombres cuando necesitaban aparearse y dejaban morir
a la intemperie a los recién nacidos varones, para criar sólo a las hembras. Son la
imagen en espejo de la Atenas patriarcal. Con las amazonas la fantasía del varón
autónomo se encuentra con su opuesto de pesadilla, la mujer autónoma.
La fascinación de los hombres por las mujeres guerreras tiene una larga
historia, desde la Atenas clásica hasta la moderna heroína de historietas, la Mujer
Maravilla, y las luchadoras profesionales. Las amazonas se asemejan a estas lucha­
doras porque su combate es una fantasía. Pero para los varones la fascinación,
lindante con la ansiedad, es real. Entre los atenienses llegó a alcanzar niveles de
obsesión. Las representaciones de combates entre hombres y amazonas se cuen­
tan entre las imágenes de mujeres más populares de la antigüedad. Sobreviven
[ LAS HIJAS DE PANDORA ]
[ 36 ] más de ochocientos ejemplos, en su mayoría de origen ateniense.20 Decoran toda
clase de objetos, desde templos hasta vasijas y cuencos para beber. Dondequiera
que voltease un ciudadano, su mirada recaería inevitablemente en una escena
que mostraba a un hombre, con la espada o con la lanza en alto, arrastrando por
el pelo a una mujer de su caballo, apuñalándola o matándola con la maza, con
una jabalina apuntando a un pezón, ya que invariablemente la túnica se desliza
para revelar un seno y la falda corta se enrolla para mostrar los muslos. El mayor
templo de Atenas, el Partenón, se erigió en el año 437 a.C. para honrar a Atenea,
divinidad rectora de la ciudad, y para celebrar la victoria griega sobre los invasores
persas. Pero la escena guerrera que se escogió para decorar el escudo de Atenea
no se basaba en ningún hecho histórico. Era una representación de la victoria
legendaria del héroe Teseo, el fundador mitológico de la ciudad, sobre un ejérci­
to invasor de amazonas. La popularidad de esta escena no puede explicarse por
el mero hecho de que era el único tema que permitía al artista retratar mujeres
desnudas o parcialmente desnudas. (En la Atenas del siglo v a.C. las convenciones
permitían representar desnudos solo a los varones.) La escena aparece una y otra
vez, con la repetitividad de la pornografía. Pero, tal como ocurre con la porno­
grafía, la repetición no puede mitigar la urgencia y la ansiedad que se ocultan
detrás.21
La ansiedad masculina respecto a las mujeres que transgredían los límites
se manifiesta poderosa y memorablemente en la tragedia griega. Todas las trage­
dias que han sobrevivido fueron escritas por dramaturgos atenienses durante un
periodo relativamente breve del siglo v. Sólo una de ellas, Filoctetes, de Sófocles,
no tiene personajes femeninos. Los títulos de más de la mitad de las tragedias
incluyen un nombre de mujer o alguna otra referencia femenina.22 Las mujeres
ocupaban el centro del escena en un estado de rebelión feroz.
Las tragedias casi siempre toman a sus personajes y gran parte de su trama
de las épicas de Homero y sus héroes, heroínas y villanos de la edad de bronce.
Es como si los novelistas modernos siguiesen una convención que los obligase a
basar todos sus personajes y tramas en la leyenda del rey Arturo y sus caballeros
de la mesa redonda. Por eso se ha cuestionado cuánto pueden decirnos esas obras
de teatro sobre la vida y los problemas de las mujeres verdaderas. No obstante,
lo que cabe preguntar no es con cuánta precisión reflejan el comportamiento
de las mujeres reales, sino en qué medida expresan las verdaderas ansiedades
sociales acerca de las relaciones entre hombres y mujeres. Nadie ha dudado de
que lo hagan.23
En Medea, de Eurípides, la heroína homónima mata a sus hijos para ven­
garse de su esposo, el mitológico héroe griego Jasón, cuando éste la abandona
para casarse con otra. En Agamenón, de Esquilo, Clitemnestra toma un amante
cuando su marido parte rumbo a Troya; asume los poderes del Estado y, cuando
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
regresa, lo asesina. En Electra, de Sófocles, la hija de Agamenón incita a su titu- [ 37 ]
beante hermano Orestes a vengar la muerte de su padre asesinando a su madre,
Clitemnestra. Antígona es la historia de una mujer que desafía a su tío Creonte, el
rey, por enterrar a su hermano, cosa que aquél ha prohibido so pena de muerte.
En pago de su rebeldía ella es emparedada viva. Las bacantes, de Eurípides, narra
cómo las adoradoras de Dionisos, el dios orgiástico del vino, son transformadas
en amazonas. Se dedican a asolar los campos, saquear las aldeas, derrotar en una
batalla a un contingente de soldados y, en un frenesí lleno de éxtasis, a destrozar
y desmembrar al rey Penteo, que había tratado de espiar sus actividades.
En todos los casos la tragedia se produce cuando las mujeres desafían el
orden patriarcal, liberándose temporalmente del confinamiento que éste les impo­
ne. Y lo hacen acelerando los llamados de la “naturaleza”. Su rebelión será muchas
veces en nombre de la familia, que antecede y prepondera sobre las demandas del
estado. “Mientras yo viva no habrá aquí ley de la mujer”, afirma Creonte cuando
Antígona declara que el amor que sentía por su hermano la obliga a darle un
entierro decente, aunque deba desafiar la ley.24
Al rebelarse, las heroínas trágicas cruzan el límite entre lo que constituye
un comportamiento femenino aceptable y lo que no lo es, con lo cual se vuelven
masculinas, semejantes, incluso, a las amazonas. Cuando Antígona desafía la ley,
Ismene le advierte a su retadora hermana: “Nacimos mujeres... no estamos hechas
para pelear con los hombres”.25
El mensaje es ambiguo, si es que no contradictorio. Mientras que los
dramaturgos suelen expresar su simpatía hacia las mujeres por el sufrimiento
y la opresión que las impulsa a rebelarse, la violencia y el salvajismo resultantes
refuerzan la ansiedad subyacente en el sentido de que las mujeres son criaturas
salvajes e irracionales, erupciones de la naturaleza que representan un peligro
para el orden civilizado creado por los hombres. Esto se expresa en uno de los
textos de misoginia más poderosos escritos jamás; así en Hipólita, de Eurípides,
Hipólito declama:

¡Vete al infierno! Jamás me saciaré de odiar


a las mujeres. Aunque me digan que hablo sin cesar,
porque las mujeres también son incesantemente perversas.
Alguien debería enseñarles a ser sensatas,
o permitirme pisotearlas.26

Si bien se reconocen las injusticias que padecen las mujeres, se reconoce


también la necesidad de mantener el orden patriarcal que las perpetúa.
El sentido de la mujer como “la otra”, la antítesis del hombre, se desprende
poderosamente de las tragedias. Este dualismo sexual ha sido, desde entonces, una
[ LAS HIJAS DE PANDORA ]
[ 38 ] característica de la civilización occidental, gracias en parte a Platón y Aristóteles,
quienes le dieron su expresión filosófica y científica.
Platón (429-347 a.C.) ha sido considerado el filósofo más influyente que
ha existido, ya sea antiguo, medieval o moderno. Sus ideas acerca de la natura­
leza del mundo se han difundido dondequiera que echara raíces la civilización
occidental y su principal catalizador y cruzado, el cristianismo, conformando el
desarrollo intelectual y espiritual de continentes y naciones que aún no estaban
descubiertos y explorados en la época en que se formularon esas ideas. La contri­
bución platónica a la historia de la misoginia es un subproducto de este impacto
extraordinario pero, en cierto sentido, es paradójico.
Hay quienes han saludado a Platón como el primer feminista porque en
La república, su visión de Utopía, abogó porque las mujeres recibiesen la misma
educación que los varones. No obstante, al mismo tiempo, su visión dualista del
mundo representa un alejamiento del reino de la existencia ordinaria y mutable.
Sostenía que esta existencia era una ilusión y una distracción que debía ser des­
deñada por el hombre sabio. La misma incluía el matrimonio y la procreación,
propósitos inferiores con los cuales identificaba a las mujeres.27 Platón nunca se
casó y exaltaba el amor “puro” de un hombre por otro hombre por encima del
amor de los hombres por las mujeres, que veía más próximo a la lujuria animal. El
suyo es un dualismo bastante familiar: identificar al hombre con la espiritualidad
y a la mujer con los apetitos carnales. Pero Platón le dio una especie de potencia
filosófica nunca antes vista.
Las especulaciones de los filósofos nunca tienen lugar en un vacío; por
abstracta o abstrusa que sea la idea, hay circunstancias bastante reales que la
explican. “Platón era un hijo de su tiempo, que sigue siendo el nuestro”, escribió
Karl Popper.28 Su búsqueda de un mundo superior, más perfecto, más allá del de
los sentidos, tuvo lugar contra el telón de fondo de años de hambrunas, plagas,
represión, censura y derramamiento de sangre de civiles. Los acontecimientos
que estremecieron al mundo griego cuando Platón era joven lo determinaron
intensamente. Nacido en el seno de una acaudalada familia ateniense, creció
durante la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta, que se prolongó casi
ininterrumpidamente desde el año 431 hasta el 404 a.C. Pocas guerras han tenido
consecuencias de tan largo alcance. El impacto de la guerra del Peloponeso sobre
Grecia puede compararse con el de la primera guerra mundial sobre Europa. Con­
dujo a la ruina de Atenas y de su imperio. Acarreó el fin de uno de los periodos
de logro intelectual y artístico más extraordinarios de los que ha gozado jamás la
civilización. Dejó exhausta a Atenas, abriendo la vía para su conquista, primero
por parte de los macedonios y después de los romanos. En el caos y la confusión
que siguieron a la derrota, un vengativo régimen democrático obligó a suicidarse
al amado mentor de Platón, Sócrates (469-399 a.C.). La guerra del Peloponeso
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
influyó profundamente en la visión del mundo de Platón, lo cual por sí mismo 139 ]
representa un hito en la historia. Engendró en él una profunda desconfianza
—desprecio, de hecho— por la democracia.
Cuando Platón imaginó la primera Utopía fue como un Estado totalitario,
rígidamente gobernado por una elite permanente, los guardianes, y una clase
inferior cuyo único papel consistía en mantener la base económica y agrícola de la
sociedad. En el mundo de La república están prohibidos los placeres frívolos como
la poesía amorosa y la danza. A los guardianes no se les permite tener riqueza
ni forma alguna de adorno personal, como los cosméticos. Platón, quien veía el
cuerpo como algo esencialmente malo, expresa con frecuencia su desprecio por
el mutable mundo de los sentidos.29 En el Simposio dice que la belleza personal
es una “nadería”, y habla de “la contaminación de la mortalidad”. “Así, cuando
la corriente de los deseos de un hombre fluye hacia el conocimiento y cosas
similares”, afirma en La república “su placer se encontrará por entero en las cosas
de la mente y los placeres físicos le serán indiferentes, si es un filósofo genuino
y no un falsario.” No debe permitirse nada que distraiga a la elite de contemplar
la Absoluta Belleza y el Absoluto Bien, receta infalible, si las hay, del Absoluto
Aburrimiento.
Toda la obra de Platón adopta la forma de diálogos entre Sócrates y sus
discípulos. En La república Sócrates recomienda la integración de mujeres electas
en la elite gobernante (los guardianes), con las mismas responsabilidades que los
hombres, a partir de su afirmación de que mujeres y hombres sólo difieren en
su papel biológico y su fuerza física. Deberían ser adiestradas y educadas junto
con sus compatriotas varones. Hombres y mujeres guardianes “vivirán y se ali­
mentarán juntos, y no tienen casas y propiedades personales”.30 Es inevitable la
atracción mutua entre guardianes masculinos y femeninos, pero “sería un pecado
que hubiese apareamiento o cualquier otra cosa en nuestra sociedad ideal sin la
reglamentación correspondiente. Los guardianes no lo permitirán”. El objetivo es
el de “tener un rebaño de verdadero pedigrí”, de manera que los mejores deben
aparearse con los mejores. El fruto de sus uniones se alejara de la madre inme­
diatamente después del nacimiento y se criará de manera comunal. A las madres
se les ahorrará el tiempo y el agotamiento que implica amamantar a sus hijos.
Nodrizas estatales lo harán por ellas. “Ningún progenitor debe conocer a su hijo,
ningún hijo a su progenitor.” Al eliminar la propiedad privada no habrá necesidad
de que el padre conozca a su hijo, ya que no habrá nada que heredar.
En la obra de Platón se alcanza la igualdad para las mujeres gracias a
la negación de la sexualidad en todo su alcance. Se han convertido, de hecho,
en hombres honorarios. La única distinción biológica que se les reconoce es la
reproducción. (Varios miles de años más tarde algunas feministas radicales harían
la misma afirmación: que los hombres y las mujeres diferían exclusivamente por
[ LAS HIJAS DE PANDORA ]
4o ] sus genitales, y que todo lo demás era un comportamiento aprendido.) A las
guardianas sólo les está permitido engendrar, no crear vínculos. Sus hijos tendrán
por “madre” al Estado. El control de la sexualidad es la clave del dominio de los
ciudadanos por parte del Estado. Se convierte en un instrumento de política esta­
tal. Al romper los lazos de la familia, sobre todo la relación entre madre e hijo, la
Utopía de Platón ataca la noción misma de individualidad. Todas las ideologías
totalitarias procuran borrar el individualismo a fin de garantizar que las necesi­
dades del Estado sean superiores.
El desdén por los placeres mundanos se cuenta entre los aspectos de la
Utopía de Platón y puede encontrarse en los Estados totalitarios del siglo xx. El
sexo exclusivamente en términos de la labor de reproducir el “rebaño de pedigrí”
presagia la obsesión de la Alemania nazi con la cría de una raza superior. El esta­
tus asexuado de las guardianas se replicaría con los intentos de la China maoísta
por lograr que hombres y mujeres fuesen indistinguibles, con sus trajes idénticos.
La mayor parte de las formas de poesía y música fueron prohibidas durante la
fanática censura de los talibán en Afganistán, en su esfuerzo por crear una repú­
blica islámica pura. Durante su mandato era un acto sedicioso incluso abrir una
peluquería. A partir de Platón todos los regímenes totalitarios han tenido la meta
de impedir que las mujeres se maquillasen.
La república deja en claro también que “el otro” puede adoptar formas
diferentes, raciales, en este caso. Sócrates sostiene que los “enemigos naturales” de
los griegos son los bárbaros, así como las mujeres son los “enemigos naturales” de
los hombres. La división del mundo en principios en conflicto hace que sea fácil
desarrollar categorías excluyentes de personas. No es accidental que la misoginia
y el racismo suelan encontrarse en el mismo entorno social.
El dualismo de Platón adopta una de sus expresiones filosóficas más pode­
rosas en su teoría de las formas. Se espera que los guardianes la utilicen como la
sabiduría que los guía y como la parte más fundamental de su educación. Si no la
comprenden no sabrán cómo distinguir la realidad verdadera de la falsa. Según
Platón la verdadera realidad sólo es captada por la mente.
En La república escribe acerca de la teoría de las formas:

distinguimos entre las muchas cosas particulares que llamamos bellas o


buenas y la belleza y la bondad absolutas. De manera similar, con todos los
demás conjuntos de cosas, decimos que a cada uno de ellos corresponde
una forma única, singular, a la que denominamos realidad absoluta.31

Platón equipará también esta “realidad” superior con el bien, intemporal


en su perfección. Al comentar la naturaleza de Dios lo define como la realización
suprema de esta perfección, despreciando el panteón homérico en el cual los
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
dioses se transforman, como magos, en diferentes seres. “Todo cambio debe ser [ 411
para mal, porque Dios es el bien perfecto.”
La teoría de las formas de Platón es la base filosófica de la doctrina cris­
tiana del pecado original, en la cual el acto mismo de la concepción se ve como
una caída desde la perfección de Dios al mundo abismal de las apariencias, el
sufrimiento y la muerte. Le proporciona una poderosa base filosófica a la alegoría
de Pandora y la caída del hombre. Antes de su caída el hombre autónomo vivía en
un estado de armonía con Dios. La caída que lo aleja de Dios es, inevitablemente,
con la intervención de la mujer, una caída que lo aleja del bien supremo. Esta
visión dualista de la realidad denigraba el mundo de los sentidos, poniéndolo en
eterna lucha con el logro de una de las formas más elevadas del conocimiento:
el conocimiento de Dios. Esta mirada influyó profundamente sobre la visión de
la mujer que desarrollaron los pensadores cristianos, quienes tanto literal como
figurativamente encarnaron en ella todo lo que se repudia como transitorio, muta­
ble y despreciable.
Si la teoría de las formas de Platón volvió filosóficamente respetable la
misoginia, su discípulo Aristóteles (384-322 a.C.) la hizo científicamente respe­
table. Como gran parte de la ciencia aristotélica le parece ridicula a la mente
moderna, es fácil olvidar que sus doctrinas dominaron el pensamiento occidental
en todo el mundo durante cerca de dos milenios. Sus ideas no fueron derrocadas
sino hasta la revolución científica del siglo xvn. “Desde el comienzo del siglo xvn
a.C. todos los avances intelectuales serios han tenido que comenzar con un ataque
contra alguna doctrina aristotélica), observó Bertrand Russell.32
Se ha descrito a Aristóteles como uno de los misóginos más feroces de todos
los tiempos. Su visión de las mujeres adoptaba dos formas: la científica y la social.
Aunque en ocasiones Aristóteles era un observador preciso del mundo natural
—sus descripciones de diversas especies impresionaron a Charles Darwin—, sus
observaciones de las mujeres estaban decididamente distorsionadas. Como señal
de la inferioridad femenina señaló el hecho de que las mujeres no se quedaban
calvas, “prueba” de su naturaleza más infantil. Afirmó también que las mujeres
tenían menos dientes que los hombres, respecto a lo cual se dice que Bertrand
Russell comentó: “Aristóteles jamás hubiese cometido este error si le hubiera dado
a su esposa la oportunidad de abrir la boca de vez en cuando”.33
Aristóteles introdujo el concepto de propósito como algo fundamental en
la ciencia. El propósito de las cosas, incluyendo a todos los seres vivos, es conver­
tirse en lo que son. Al carecer de todo conocimiento de genética o de evolución,
Aristóteles veía el propósito como la realización del potencial de cada cosa para
ser ella misma. En cierto sentido ésta es una versión materialista de la teoría de
las formas de Platón: hay un pez ideal del cual todo los peces que existen son
realizaciones diferentes. El ideal es su propósito.
[ LAS HIJAS DE PANDORA ]
[ 42 ] Cuando esto se aplica a los seres humanos, en especial a las mujeres, tie­
ne resultados desafortunados pero predecibles; se convierte en una justificación
de la desigualdad, antes que en una explicación de la misma. El ejemplo más
pernicioso puede observarse en la teoría de la generación de Aristóteles. Esta
asume propósitos diferentes para los hombres y las mujeres: “el macho es superior
por naturaleza y la hembra es inferior; y uno gobierna y la otra es gobernada;
el principio de necesidad se hace extensivo a toda la humanidad”. Por lo tanto,
de acuerdo con Aristóteles, el semen masculino debe transportar el espíritu o el
alma, y todo el potencial para que la persona sea plenamente humana. La hem­
bra, recipiente para la simiente masculina, no ofrece otra cosa que la materia,
el ambiente nutritivo. El macho es el principio activo, el moviente; la hembra el
pasivo, el movido. El potencial pleno del niño sólo se alcanza si nace varón; si
predomina la “constitución fría” de la mujer, por un exceso de fluido menstrual
en el útero, el niño será incapaz de alcanzar todo su potencial humano y el resul­
tado es una hembra. “Porque la hembra es, por así decirlo, un macho mutilado”,
concluye Aristóteles.34
Gran parte de la discusión sobre las mujeres, por parte de Aristóteles, tiene
lugar en el contexto de su análisis de los esclavos. Estos, igual que las mujeres,
han sido dispuestos por la naturaleza para ser como son. No obstante, Aristóteles
sostiene que los esclavos carecen de la “facultad deliberativa” que sí le es otorgada
a las mujeres. Sin embargo, esta facultad “carece de autoridad”. Ve la obediencia
como el estado natural de la mujer, en el cual cumple su propósito. Y las mujeres
y los esclavos se parecen en un sentido importante: su inferioridad con respecto
a quien manda sobre ellos —el amo en el caso del esclavo, el marido en el de la
mujer— es permanente e inmutable.
Las consecuencias de ver a las mujeres como varones mutilados podía
oírse por la noche, en el mundo de la antigüedad clásica, cuando el llanto de
los recién nacidos rompía el silencio. “Si —¡suerte!— das a luz, si es un varón,
déjalo vivir; si es una hembra, abandónala a la intemperie”, le escribió Hilarión a
su esposa Alis en el año 1 a.C., testimonio de una costumbre que perduró hasta
que el cristianismo se convirtió en la religión dominante del imperio romano.35
Los recién nacidos indeseados eran abandonados en los basureros. Se trataba en
su mayoría de varones deformes o enfermizos, o de “varones mutilados” (niñas).
Era una práctica tan habitual que el llanto de los bebés abandonados no debe de
haber perturbado el descanso de los ciudadanos. Los arqueólogos que estudiaban
los restos de entierros, en Atenas, en el siglo vil a.C. hicieron el sorprendente
descubrimiento de que había el doble de hombres que de mujeres enterrados en
esos lotes. En el año 18 a.C. el historiador Dio Casio se lamentaba de que no había
suficientes mujeres para que se casasen los hombres de la clase alta. Las hembras,
escribió un erudito, eran “eliminadas selectivamente”. Esta costumbre, combinada
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA |
con las elevadas tasas de mortalidad durante el parto y los abortos, hacían que los [ 43 ]
hombres rebasasen siempre de manera considerable a las mujeres.36 Pero no todas
las hijas dejadas a la intemperie morían. Como los recién nacidos abandonados
quedaban automáticamente reducidos a la condición de esclavos, los dueños de
prostíbulos frecuentaban los basureros en busca de niñitas a las que criar como
prostitutas. Nunca sabremos cuántos millones de hijas de Pandora terminaron en
los basureros de Grecia y Roma, algunas para morir de hambre y de frío; otras,
más “afortunadas”, destinadas a una vida de prostitución.
El desequilibrio demográfico en favor de los hombres se ha asociado con el
bajo estatus social de las mujeres. Hoy podemos encontrar esto en algunos lugares
de India y China, donde el aborto selectivo de fetos femeninos ha implicado que
haya menos mujeres que hombres, con lo cual el estatus de aquéllas padece en
consecuencia. Las mujeres se convierten en “bienes escasos” y se ven confinadas
al papel del matrimonio y la crianza de los hijos.
Donde hay más mujeres que hombres, en cambio, las mismas gozan de
una correspondiente elevación del estatus.37 Esparta ha sido señalada como prueba
de este fenómeno. Esparta, victoriosa en la guerra del Peloponeso y modelo de la
república de Platón, era hasta cierto punto una anomalía: practicaba el infanti­
cidio pero no discriminaba entre varones y niñas, sólo entre criaturas sanas y
enfermas. Se criaba a todos los bebés saludables y, como los niños tienden a ser
más enfermizos en el momento del nacimiento y tienen más complicaciones, se
abandonaban a la intemperie menos niñas que niños. El hecho de que Espar­
ta fuese un estado militarista, frecuentemente involucrado en guerras, también
aumentaba drásticamente la tasa de mortalidad masculina. Además, las mujeres
espartanas se casaban a mayor edad de lo que se acostumbraba en la época, de
modo que tenían mejores oportunidades de sobrevivir al embarazo. Como se
esperaba que las mujeres fuesen fuertes para ser madres adecuadas de los gue­
rreros espantarnos, su salud era de interés para el Estado. Para horror y sin duda
fascinación del resto de Grecia, hacían ejercicio desnudas, participaban en juegos
atléticos y, en general, solían ser más fuertes y tener mejor condición.

Querida muchacha espartana de rostro deleitoso,


lavado en el manantial de rosas, qué fresca te ves,
con el paso fácil de tu tersa esbeltez.
Ah, serías capaz de estrangular a un toro.38

Para gran indignación de Aristóteles y de otros moralistas convencionales,


las mujeres espartanas usaban incluso túnicas cortas y reveladoras. Podían here­
dar la propiedad de su marido y administrarla. Para el siglo IV a.C. poseían dos
quintas partes de las tierras de Esparta. El resultado fue una aparente paradoja:
[ LAS HIJAS DE PANDORA ]
[ 44 ] una sociedad militarista en la cual las mujeres gozaban de mayores libertades y
una condición más elevada que en Atenas, cuna de la democracia.
Esparta cayó en el olvido y el trato que otorgó a las mujeres sólo se cita­
ba como una locura que iba en contra de la naturaleza. Platón y Aristóteles, en
cambio, sobrevivieron y se convirtieron en los pilares gemelos del pensamiento
filosófico y científico del mundo occidental, sobre los cuales se elevó el enorme
edificio del cristianismo. La teoría de las formas de Platón, con su desprecio inhe­
rente por el mundo físico, y el dualismo biológico de Aristóteles, en el cual se
veía a las mujeres como machos fracasados, proporcionaron el aparato intelectual
para los siglos de misoginia que habrían de seguir.

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


II
Las mujeres a las puertas: 145 1
La misoginia en la antigua Roma

as mujeres romanas eran la pesadilla de los varones griegos hecha


realidad. Desafiaban el dictado misógino (atribuido al estadista
ateniense Pericles) de que una buena mujer es aquella de la que
no se habla ni siquiera para elogiarla. Obedecer esto había con­
signado a las buenas mujeres de la Atenas del siglo v a.C. al olvido
total; hoy no se conoce por su nombre a una sola.
Pero las mujeres de Roma se dieron a conocer; hay unas
cuantas de las que no se ha dejado de hablar desde entonces.
Mesalina, cuyo nombre llegó a ser sinónimo del exceso sexual;
Agripina, la mujer de ambición implacable, “antinatural”, que con
asesinatos se abrió el camino hasta la cima; Sempronia, la intelec­
tual que abandonó la esfera femenina para ingresar al peligroso
mundo masculino de la conspiración y la revolución; Cleopatra,
la brillante seductora que tramó para gobernar el imperio y lo
precipitó a la guerra civil, y Julia, la hija rebelde del emperador
que desafió los planes de su padre y sumió en crisis al Estado. Se
desprenden de las páginas de los historiadores y poetas romanos,
ejemplos de carne y hueso de cómo veían los hombres a las muje­
res. Mucho de lo que se dice de ellas dista de ser halagüeño. Pero
el vitriolo masculino resultó ser un preservador histórico de las
mujeres tan poderoso como su deseo. Estos sentimientos registra­
dos son indicación del impacto de las mujeres y los obstáculos que
superaron, entre ellos algunas de las leyes misóginas más temibles
expedidas jamás.
Los romanos no eran pensadores originales. No crearon
una nueva teoría o filosofía para justificar la opresión y la deshu­
manización de las mujeres. Les bastaba con los estereotipos que
evolucionaron en la cultura griega (tal como ha ocurrido para
muchas culturas posteriores, incluyendo la nuestra). Pero los escri­
tores romanos nos permiten ver detrás de los mismos. En los retra­
tos literarios e históricos del puñado de mujeres extraordinarias
que ayudaron a configurar una de las mayores civilizaciones que
jamás ha visto el mundo percibimos un destello de la lucha que
libraron para afirmarse.
[ 4ó ] Muy pronto aparece una diferencia entre la misoginia de los griegos y la
que se encuentra en Roma. La misoginia griega se basa en el temor de lo que
podrían hacer las mujeres si fuesen libres para ello. No obstante, hasta donde se
sabe, si las mujeres desafiaron a los hombres esas acciones estuvieron restringidas a
su mundo privado, y sólo se hicieron públicas a través del reino de la imaginación
griega. Pero las mujeres romanas desafiaron desde el principio, abiertamente,
la misoginia predominante, hicieron públicos sus sentimientos y sus demandas.
Las mujeres romanas protestaban contra su sino y salían a las calles. En Roma se
levantó el velo de su anonimato. Las mujeres entraban a la esfera pública y hacían
historia. Intervenían en las guerras y les ponían un alto; se lanzaban a las calles en
protesta por las políticas gubernamentales y las transformaban; asesinaban a sus
maridos; unas pocas se entrenaron y combatieron como gladiadoras en la arena
(evocando inquietantes imágenes de las amazonas); subvertían la autoridad de sus
padres; incluso buscaban la satisfacción personal en sus relaciones y rechazaban el
papel de reproductoras de los gobernantes; y, tal vez lo más perturbador de todo,
se acercaban inquietantemente al poder político. Provocaron una respuesta que
engendró algunas de las armas más pesadas que la literatura y la historia hayan
dirigido contra ellas.
El contexto en el cual se libró esta batalla fue el imperio más grande y
exitoso que el mundo ha creado jamás, un imperio de unos sesenta millones de
personas, que en su momento culminante se extendía desde Escocia hasta Irak e
incluía una desconcertante variedad de culturas y de pueblos. Roma, su capital,
era la ciudad más grande que haya existido, y en el siglo i d.C. llegó a tener una
población de entre uno y dos millones de personas. Era la Nueva York de sus
tiempos, una ciudad de espectáculos salvajes e infinita grandeza, rebosante de
gente de diferentes razas de todos los rincones del vasto imperio.
De todos esos millones sólo se han conservado relativamente pocos nom­
bres. Se trata, abrumadoramente, de los nombres de quienes integraban los niveles
más altos de la sociedad, que contendían por el honor, el poder y la riqueza en
un teatro tan peligroso y sanguinario como lo era el de la arena, en el cual los
gladiadores luchaban hasta la muerte bajo el ardiente sol romano, con el fondo
de gritos y alaridos de la turba citadina.
En esta arena de la clase gobernante es donde, más de dos mil años más
tarde, encontramos los nombres de casi todas las mujeres romanas que siguen
resultándonos conocidas. Se las definía por sus relaciones con los hombres, como
hijas, hermanas, amantes, esposas y madres. Igual que las heroínas de las tragedias
griegas, luchaban por promover los intereses de sus seres queridos. Pero no era
una obra de teatro. En Roma era cuestión de vida o muerte.
Igual que en Grecia, el primer gran obstáculo que afrontaba una mujer en
la vida era el riesgo de ser privada de ella en el momento de nacer. En Roma este
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
peligro se codificaba de manera tal que estimulaba el infanticidio femenino. Las [ 47 ]
leyes atribuidas a Rómulo, el fundador mitológico de la ciudad, decretaban que se
criase sólo “a todo niño varón y a la primera hija mujer”, invitación a abandonar
a la intemperie a otras niñas que naciesen después.
El siguiente obstáculo para ellas era el matrimonio, al que se enfrentaban
cuando llegaban a la pubertad. En la antigua Roma, alrededor del siglo vn a.C.,
estaban sujetas a algunas de las leyes matrimoniales más opresivas que pueden
imaginarse. Como esposa una mujer quedaba bajo el dominio absoluto de su
marido, que tenía poder de vida o muerte sobre ella. Un esposo, como juez, junto
con los parientes de su mujer, “recibía el poder de emitir sentencia en casos de
adulterio y... si se encontraba alguna esposa bebiendo vino, Rómulo autorizaba la
pena de muerte para ambos crímenes”.1 Si existió alguna vez una ley que realmente
promoviese el maltrato a las esposas, era ésta. Egnatius Metellus, poseedor de uno
de los nombres más aristocráticos de la historia de Roma, era ensalzado como
ejemplo paradigmático de cómo debe actuar un hombre en un buen matrimonio.
Una vez llegó a su casa y encontró a su esposa bebiendo vino. Rápidamente tomó
una maza y la mató a golpes. Según el historiador Valerio Máximo:

No sólo nadie lo acusó de haber cometido un crimen sino que nadie lo


culpó. Todos consideraron que era un ejemplo excelente de una persona
que había pagado justamente el castigo por violar las leyes de la sobriedad.
En verdad toda mujer que sin moderación procure usar el vino le cierra
la puerta todas las virtudes y se la abre a los vicios.2

Valerio Máximo cita también con aprobación a Cayo Sulpicio de Galo,


quien se divorció de su esposa porque le encontró con el cabello descubierto en
público. En palabras que podían haber sido pronunciadas por un príncipe de
Arabia Saudita del siglo xxi le explicó: “La ley prescribe para ti que sólo ante mis
ojos puedes demostrar tu belleza. Para estos ojos debes brindar los ornamentos
de la belleza, para ellos ser adorable.”3
Se da otro ejemplo, el del hombre que se divorció de su esposa cuando la
vio hablando con una amiga que había sido esclava, aduciendo que esas relaciones
femeninas alimentaban posibles malas acciones y que era mejor impedir que se
cometiese el pecado que castigarlo después.4 Las leyes permitían también que se
impusiese la pena de muerte a una nuera que golpearse a su suegro. Huelga decir
que el poder de divorciarse se le concedía sólo al marido.
Los romanos heredaron la preocupación griega por la virtud femenina
y la vincularon con el honor de la familia y el bien del Estado. El más famoso
ejemplo de la virtud de una matrona romana antigua en acción fue el de Lucrecia,
modelo de comportamiento femenino muy citado por los moralistas de los años
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[ 48 ] posteriores, “decadentes”, del imperio. Sigue siendo un ejemplo de los peligros a
los que se enfrentaban las mujeres cuando se esperaba que viviesen a la altura de
normas morales basadas en la noción misógina que equiparaba la pureza sexual
de las mujeres con su bondad. El marido de Lucrecia, Colatino, cometió el error
de presumir de la bondad de su mujer frente al lujurioso rey de Roma, Tarqui-
no el Soberbio. La reverencia hacia algo va con frecuencia de la mano con el
impulso de profanarlo: probablemente los símbolos de pureza sexual despierten
más lascivia que las imágenes pornográficas. Tarquino, llevado por el deseo de
desacralizar este ejemplo de virtud matronil, amenazó a Lucrecia diciéndole que
si no se acostaba con él la asesinaría junto con su esclavo y dejaría los cuerpos
desnudos en la misma cama. Lucrecia, consciente de la humillación y el horror
que recaerían sobre su marido y su familia si llegase a pensarse que le había hecho
el amor a un esclavo, escogió el menor de los dos males. Aunque claramente se
vio obligada a tolerar la lujuria de Tarquino, de acuerdo con la ley romana seguía
siendo culpable de adulterio. Tras contarle la historia a su marido y su familia, se
dio muerte apuñalándose. Igual que tantas mujeres que han padecido una viola­
ción, Lucrecia se culpaba a sí misma y (como señaló tan sabiamente san Agustín)
se castigó por los males infligidos por otros.5 La misoginia siempre conduce a las
mujeres al mismo dilema. Ya sean chicas “buenas” o chicas “malas”, se las obliga
a enfrentar el mismo enigma: siguen despertando el deseo en los hombres, y se
las hace responsables a ellas, no a quienes las desean.
La historia tuvo final feliz para Roma, aunque no para la pobre Lucrecia.
Enfurecidos, los romanos derrocaron a Tarquino y pusieron fin al régimen monár­
quico. Establecieron la república, que habría de durar casi cinco siglos antes de
cederle el paso a la autocracia imperial. Pero a lo largo de los siglos Lucrecia ha
seguido siendo usada como ejemplo para amedrentar a las mujeres y obligarlas a
aceptar que no valen absolutamente nada aparte de su virtud.
La antigua Roma nos presenta también, en escala masiva, el primer caso de
la historia humana de una cita que culmina en violación. Además “el rapto de las
Sabinas” sienta el precedente de futuros actos de intervención política por parte
de las mujeres. Los fundadores de Roma, donde escaseaban las mujeres, invitaron
a una fiesta a gente de la vecina tribu de los sabinos. A una señal de Rómulo los
romanos se apoderaron de las mujeres más bonitas y se las llevaron. De acuerdo
con el historiador Livio, trataron a sus cautivas con delicadeza. Rómulo las conven­
ció de que se quedasen y se casasen con sus raptores. La parte más increíble de toda
la historia es que lo logró leyéndoles las leyes matrimoniales romanas para demos­
trarles cuán superiores eran a las de los sabinos. Estos, dispuestos a la venganza,
entablaron una guerra contra los romanos. En determinado momento de la batalla
las mujeres sabinas, que no querían ver a sus flamantes esposos combatir contra sus
hermanos y sus padres, se interpusieron entre las filas y detuvieron las hostilidades.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Los romanos aceptaban este cuento como parte de la historia antigua [ 49 ]
de su ciudad, y les atribuían a las mujeres haber logrado, en la realidad, lo que
Aristófanes pintó sólo como una fantasía en su comedia Lisístrata, en la que narra
cómo las mujeres de Grecia llevaron a cabo una huelga sexual para interrumpir
la guerra del Peloponeso.
Hasta la época de Julio César se levantaba en la Vía Latina, que sale de
Roma con rumbo al sur, un templo dedicado a la fortuna de las mujeres. Conme­
moraba la intervención de éstas en otra guerra, después que Roma expulsara a
uno de sus generales más exitosos, Coriolano, debido a su presuntuosa arrogancia.
El, en venganza, encabezó un ejército de enemigos de la ciudad contra su propio
hogar. Cuando se acercaba a la ciudad, dispuesto a derramar la sangre de sus
conciudadanos, todo parecía estar perdido hasta que una delegación de mujeres
romanas (en la que figuraban también su esposa y su madre) le cerró el paso y
lo convenció de alejarse. La ciudad se salvó y, gracias a las mujeres, se puso fin
una vez más a una costosa guerra.
Aunque sometidas a leyes opresivas, las mujeres romanas nunca se encon­
traron en la reclusión de estilo oriental a la que estaban sujetas las griegas. Los
visitantes griegos que llegaban a Roma comentaban con cierto asombro las dife­
rencias. Uno de ellos fue Cornelio Nepote, quien viajó a Roma en el siglo i a.C.
y observó:

Mucho de lo que en Roma consideramos correcto es impactante en Grecia.


A ningún romano le parece vergonzoso llevar a su esposa a una cena. En
casa la mujer ocupa el primer lugar del hogar y es el centro de su vida
social. Las cosas son muy diferentes en Grecia, donde la esposa jamás está
presente en una cena, a menos que se trate de una reunión familiar y pasa
todo su tiempo en una parte remota de la casa, llamada sección de las
mujeres, a la que jamás entra varón alguno a menos que sea un pariente
muy cercano.6

En una exhibición más impactante aún de su libertad, las mujeres romanas


hicieron extensiva su tradición de intervención pública a las protestas callejeras.
Fueron las que lanzaron el primer movimiento público de protesta organizado
por mujeres del que haya registro. En el año 205 a.C., durante una guerra contra
el general cartaginense Aníbal, Roma expidió la ley Oppia, una legislación que
restringía la cantidad de oro que podían poseer las mujeres y reducía las exhibi­
ciones públicas de decoración y de lujo en el vestuario femenino. Diez años más
tarde, ya plenamente vencido Cartago, las romanas de clase alta exigieron saber
por qué la ley Oppia seguía figurando en los estatutos. Tras mucha agitación
para que fuesen abolidas, el senado decidió discutir el tema. El día del debate
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[ 5o ] las mujeres acudieron en gran número al Foro, en el cual se yergue todavía el
recinto del senado —la antigua sede del gobierno— a fin de abogar en pro de
sus demandas.
El principal opositor a la derogación era Catón el Viejo, el orador más
formidable de su tiempo. Catón era un nuevo rico pero se identificaba con los
Padres fundadores de Roma y con su antigua aristocracia, exponiendo las viejas
virtudes del trabajo duro, la abstinencia de alcohol y la vida simple, las cuales,
afirmaba, habían hecho grande a Roma. Como muchos puritanos profesionales,
presumía con gran ostentación su estilo simple de vida. Según el historiador Livio,
tal como está plasmado en La historia antigua de Roma, en un tour de forcé misógino
Catón declaró:

Si todos los hombres casados se hubiesen preocupado por lograr que su


propia esposa le hiciese caso y respetase su debida posición de esposo, no
hubiésemos tenido ni la mitad de este problema con las mujeres en su
conjunto. Pero éstas han llegado a ser tan poderosas que hemos perdido
nuestra independencia en nuestras propias casas, y ahora se la pisotea y
profana en público. Hemos sido incapaces de adiestrarlas como individuos,
y ahora se han combinado para reducirnos a nuestro pánico actual... hace
unos minutos me ruboricé al tener que abrirme paso entre un verdadero
regimiento de mujeres para poder llegar aquí. Mi respeto por la posición
y modestia de ellas como individuos —respeto que no siento por ellas
como turba— me impidió hacer, como cónsul, nada que hubiese podido
sugerir el uso de la fuerza. De los contrario les hubiese dicho: “¿Qué
pretenden al precipitarse en público de esta manera sin precedentes, blo­
queando las calles y gritándoles a hombres que no son sus esposos? ¿No
podrían haber planteado sus preguntas en casa, y habérselas hecho a sus
maridos?” [...]
La mujer es un animal violento y sin control, y no está bien entregarle
las riendas y esperar que no patee los arreos. No, es necesario sostener las
riendas con mano firme... Imagínense que les permiten adquirir u obte­
ner por extorsión un derecho tras otro, y al final alcanzar una igualdad
completa con los hombres, ¿creen que podrían soportarlas? Tonterías. Una
vez que alcancen la igualdad serán sus amas.7

El discurso de Catón no tuvo éxito. El senado votó por derogar la ley


Oppia. Pero desde entonces se ha venido utilizando el mismo argumento básico
para negarles a las mujeres todo, desde el voto hasta el acceso al control natal.
Catón lo expresa con sorprendente claridad. Denles a las mujeres libertad en una
esfera y las compuertas de la inmoralidad se abrirán en todas las demás.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Una década después de la derogación de la ley Oppia un escándalo extraor- [51]
dinario estremeció a Roma, lo cual usa Livio, quien escribió en un periodo pos­
terior, más “decadente” como prueba de que Catón estaba en lo cierto. Condujo
a una represión feroz de las prácticas religiosas no ortodoxas, presagiando las
cacerías de brujas de la Edad Media.
La religión estatal romana era algo muy masculino. Implicaba apaciguar
a los dioses dominantes por medio de rituales y sacrificios prescritos. Los cultos
se dividían a lo largo de líneas de clase. No se veían con agrado las prácticas que
permitían que los patricios y los plebeyos se mezclasen socialmente. Varios cultos
estaban bajo el cuidado de las mujeres: la diosa Fortuna, por ejemplo, estaba
destinada a darles a éstas suerte en su vida sexual. Había un altar dedicado a
la Castidad plebeya; Livio se conduele de que estaba muy descuidado. El culto
femenino más famoso era el de las vírgenes vestales. Vesta era la diosa del fuego
del hogar, guardiana de la sagrada llama eterna de Roma, que ardía en el rincón
más profundo de su templo, uno de los más bellos del Foro. Seis vestales, selec­
cionadas entre las familias más nobles, atendían la flama. Según una creencia
antigua y muy arraigada, si llegara a apagarse, Roma caería. A cualquier vestal que
permitiese que tal cosa ocurriese se la azotaba; a la que perdiese su virginidad
mientras ocupaba el cargo (que duraba treinta años) se la enterraba viva. Freud
sugirió que se confió el cuidado de la llama eterna a las mujeres porque, dada su
anatomía, ¡era menos probable que orinasen sobre ella y la extinguiesen!8 Fuese
o no por eso, para el año 186 a.C. los cultos romanos tradicionales estaban sedu­
ciendo a menos mujeres. Cada vez más las religiones mistéricas orientales y cultos
como el de Baco atraían devotos, y resultaban especialmente cautivadores para
las mujeres, a las que brindaban una liberación emocional del asfixiante régimen
moral bajo el cual vivían.
Según lo relata Livio, en el año 186 a.C. una joven exesclava les confesó
a las autoridades que había estado involucrada en el culto de Baco, el dios del
vino, cuya adoración había llegado a Roma desde Grecia. Estimulada por el mie­
do que sentía por el futuro de su amante, presionado por su propia madre para
unirse al culto, la liberta pintó una colorida imagen de matronas romanas que
se reunían por las noches para entregarse al vino y el sexo orgiástico. Afirmaba
que los actos sexuales “antinaturales” se habían vuelto normales y que gran parte
de ellos estaban relacionados con los ritos de iniciación. Quien se resistiese a
las exigencias sexuales del culto recibía la muerte, y su cuerpo se enterraba en
secreto. Mujeres de las familias más distinguidas, vestidas con pieles de animales,
como devotas de Baco, se embriagaban, eran poseídas y, con los cabellos sueltos
flotando locamente tras ellas, corrían por la noche, llorando y gritando palabras
incomprensibles. Los seguidores del culto provenían de todas las clases sociales,
incluidos esclavos. Para los romanos, siempre alertas ante una posible rebelión
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[ 52 ] de los esclavos, esas reuniones tienen que haber parecido subversivas
como sexualmente, peligrosas para el orden predominante.
La atemorizante narración de la antigua esclava se asemeja no
a las acusaciones de abandono sexual y promiscuidad que se impu
mujeres medievales consideradas brujas. Las bacantes, igual que las
incriminadas de brujería, eran acusadas de asesinar a quien las desafias,
sus hijos. De algunas se decía que practicaban la magia negra. Vem<
tomando forma el retrato de la bruja medieval: mujeres jóvenes y be]
con serpientes enredadas en el cabello, entregadas a orgías alcohóli
rando diabólicos brebajes en lo más profundo de la noche con sangr
huesos y restos de los niños a los que habían asesinado. Este retrati
de la maldad femenina perduró a lo largo de unos doce siglos antes
Europa se quemase a la primera bruja. Las autoridades romanas arresi
cutaron a los hombres y entregaron a las mujeres que participaban er
sus respectivas familias, donde el pater familias les administró la pena i
Se arrestó y ejecutó por lo menos a siete mil personas.
La vinculación de las mujeres de clase alta con complots y con<
preocupó a otro historiador romano, Salustio (86-35 a.C.). En el año f
banda de patricios sin escrúpulos, llevados a la desesperación por s
conspiraron para derrocar al Estado y poder. Los encabezaba Lucio Cati
bre al cual Salustio, en su descripción del complot, describe como de
intelecto y gran fuerza física”, pero de naturaleza maligna y depravada
que era un revolucionario fracasado, destacó como especialmente inqu
aspecto de la conspiración:

Se dice que por esa época Catilino ganó muchos adeptos de toé
diciones, incluida una cantidad de mujeres que en épocas prev
vivido extravagantemente con dinero que obtenía prostituyénc
después, a medida que el avance de su edad reducía sus ingresos
sus gustos lujosos, se habían llenado de deudas. Pensó que est;
servirían para actuar como agitadoras entre los esclavos de la ciu
organizar actos incendiarios; también sus esposos podrían ser ir
unirse a su causa, o de lo contrario asesinados.10

Sólo se menciona a una de esas prostitutas de clase alta conv


revolucionarias: Sempronia. Descendía de una de las familias más ren
de Roma y era:

Una mujer que había cometido muchos crímenes, los que der
que tenía la implacable audacia de un varón. La fortuna la h
[ UNA BREVE HISTORIA DE Lf
recido abundantemente, no sólo con su cuna y su belleza sino también [ 53 ]
con un buen marido e hijos. Versada en literatura griega y latina, tenía
más habilidad para tocar la lira y bailar de lo que requiere una mujer
respetable... A nada le concedía menos valor que a la corrección y la cas­
tidad... Sus pasiones eran tan ardientes que con más frecuencia les hacía
proposiciones a los hombres que éstos a ella. Ya muchas veces había roto
una promesa solemne, repudiado una deuda cometiendo perjurio y sido
cómplice de asesinatos... Mas sus habilidades no eran despreciables. Sabía
escribir poesía, hacer un chiste y conversar a voluntad con decoro, tiernos
sentimientos o desenfreno; de hecho era una mujer de gran ingenio y
considerable encanto.11

Durante cierto tiempo Sempronia fue amante de Julio César, y se rumo­


raba que uno de sus hijos, Décimo Bruto, había sido engendrado por él. (Bruto
tuvo más éxito como conspirador que su madre, ya que fue parte del grupo de
homicidas que asesinó a César en el año 44 a.C.)
Catilino fue delatado y se ejecutó a los conspiradores. Sin embargo, Sem­
pronia se libró sin daño alguno, e historiadores posteriores han cuestionado la
presunta complicidad que afirmaba Salustio. De lo que no queda duda es de la
mezcla de desaprobación e intensa fascinación con la que el historiador pintó el
retrato de Sempronia. Bailar, escribir poesía, tener amantes, conspirar con revo­
lucionarios, agitar a los esclavos; sin la menor duda si en Roma hubiese habido
mariguana Sempronia la hubiese fumado. Es el prototipo de la mujer intelectual,
bohemia, contra la cual, en sus múltiples manifestaciones, habrían de vociferar y
lanzar acusaciones durante siglos los moralistas. A ojos de Salustio su verdadera
falta consistía en que era una mujer “moderna”. Su descripción pretende ser una
advertencia de lo que les ocurre a las mujeres cuando van en pos del placer tan
abiertamente como los hombres. El gusto femenino por la extravagancia las con­
duce al mal comportamiento sexual, que a su vez las transforma en revolucionarias
desesperadas, dispuestas incluso a vincularse con esclavos. Para los gobernantes
romanos no cabía imaginar una asociación más inquietante y temible que la que
podía existir entre mujeres rebeldes y esclavos insatisfechos.
En los años posteriores a la fallida conspiración, Roma se convulsionó por
los horrores de una guerra civil que terminó por poner fin a la forma republicana
de gobierno y sustituirla por el gobierno unifamiliar de los Césares. Mientras un
puñado de familias poderosas empezaban a luchar por obtener el dominio sobre
el imperio creciente, y se volvía más peligrosa la acción política en la escena
pública, las mujeres se vieron obligadas a retroceder a un área de competencia
más familiar. El acceso al poder implicaba tener acceso al gobernante o a un can­
didato probable; significada la lucha por promover las posibilidades de la propia
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[ 54 ] progenie, en especial de los varones. Cuanto más cerca estuviesen de la fuente
de poder más mortífera se volvía la lucha, proporcionando a los misóginos y los
moralistas de la Roma imperial toda una galería de mujeres desvergonzadas que
desafiaban los estándares de modestia, control y pasividad que se esperaba de las
matronas tradicionales.
No cabía esperar que la más notable de estas mujeres, que arrojó una larga
sombra sobre los años crepusculares de la república, fuese un icono de valores
matroniles. De hecho, Cleopatra (69-30 a.C.) no era ni siquiera romana, sino una
faraona egipcia descendiente directa de uno de los generales macedonios de Ale­
jandro Magno. Los romanos la tomaron como prueba dramática de los males de
permitir que las mujeres tuviesen influencia en cuestiones de Estado y de política
pública. Contribuyeron a convertir a Cleopatra en una de las dos mujeres del
mundo antiguo —la otra es Helena de Troya— cuyo nombre sigue siendo reco­
nocido en la actualidad por la gente común. La profunda impresión que causó
Cleopatra en los historiadores romanos y griegos, en los poetas y cronistas, fue
transmitida a Shakespeare, Bernard Shaw y Hollywood, donde, encarnada por
Elizabeth Taylor, fue tema de uno de los mayores fracasos de la historia de la cine­
matografía.
Cleopatra descendía de Ptolomeo, uno de los generales macedonios que
heredó partes del vasto imperio de Alejandro Magno, tras la muerte de éste en
el año 323 a.C. Era producto del periodo helenístico, que se inicia con la muerte
de Alejandro y concluye en el año 30 a.C. con su suicidio y dominio de Egipto
por parte del imperio romano. Durante esos trescientos años las mujeres griegas
habían podido huir de muchas de las asfixiantes restricciones del periodo clásico
y gozaban de mejoras en su estatus, que incluían contratos matrimoniales más
liberales y oportunidades educativas. También tuvieron un papel más prominente
en las cuestiones políticas. Cleopatra fue la última y la más famosa de una línea
de reinas helenísticas que intervinieron en las batallas dinásticas desatadas por
controlar los restos del imperio de Alejandro.
Su romance con Julio César y, tras el asesinato de éste, con Marco Antonio,
su lugarteniente, se han convertido en material de tragedias, romances y kitsch de
Hollywood. Ambos hombres quedaron seducidos más por su ingenio e inteligencia
que por su belleza. Según su biógrafo, Plutarco, hablaba diez idiomas, conversa­
ba con César hasta la madrugada y respondía sin titubear las bromas lascivas de
Marco Antonio. Fue la única de la larga línea de los Ptolomeos que sabía hablar
la lengua nativa de Egipto. Su vivaz inteligencia incursionó en muchas esferas;
escribió incluso un tratado sobre arreglo del cabello y cosméticos.12 Pero para sus
contemporáneos de Roma era una seductora engañosa, embrujadora y avasalla­
dora, a la que había que detener a toda costa. En la disputa entre Octaviano y
Marco Antonio por el poder imperial absoluto sus enemigos retrataban al segundo
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
como un torpe soldado. La acusación de que Cleopatra estaba utilizando a Marco
Antonio para obtener control sobre el imperio se convirtió en parte vital de la
propaganda de Octaviano. Tal como ocurrió con Sempronia, los enemigos de
aquélla vinculaban su independencia intelectual con su sexualidad licenciosa. Era
algo típico de la centenaria campaña para demostrar que las mujeres lo bastante
inteligentes como para pensar por sí mismas no tienen moral o que, si acaso la
tienen, seguramente la perderán. Por eso Horacio y otros poetas romanos del
periodo dirigieron sus invectivas contra la presunta promiscuidad de la reina. La
apodaron en griego “Meriocane”, lo que significa “la que se abre para mil hom­
bres”. En una fantasía pornográfica que rebasa lo más barato de ese género, sus
oponentes pretendían que había practicado sexo oral con cien nobles romanos
en un solo día.
Era obvio que Marco Antonio se sentía cómodo con mujeres inteligentes
y realizadas. Su esposa Fulvia era hija de Sempronia, y un historiador moderno
la ha descrito como una “amazona”.13 Sus enemigos políticos usaban esto como
prueba de que había sido “estupidizado” por tales mujeres y que, por lo tanto, no
servía para regir el imperio. Tras la derrota de Marco Antonio, en el año 31 a.C.,
Cleopatra intentó seducir a Octaviano, pero él se mantuvo lejos. Antes de permitir
que la arrastrasen encadenada a Roma para adornar su triunfo, prefirió suicidarse.
No obstante, Cleopatra vive, mientras que las obscenidades que se propo­
nían injuriarla se ven ahora como lo que son y de hecho denigran a quienes las
profirieron. Al final triunfaron su ingenio y su encanto, como lo celebra Shakes­
peare en algunas de las líneas más célebres escritas jamás acerca de una mujer:

La edad no puede marchitarla, ni el hábito opacar


su infinita variedad. Otras mujeres empalagan
el apetito que alimentan, pero ella deja hambre
cuando más satisface. Porque las cosas más viles
en ella aparecen tentadoras, y los sagrados sacerdotes
la bendicen cuando se muestra licenciosa.14

Mientras la república de Roma pasaba a la historia hubo unas pocas muje­


res que hicieron oir su voz públicamente como oradoras y defensoras de una
causa, ante la gran indignación del historiador Valerio Máximo. “Ya no debemos
guardar silencio acerca de estas mujeres a las cuales ni la condición de su natu­
raleza ni el manto de la modestia pudieron mantener calladas en el Foro y en
los espacios públicos”, escribió.15 Gracias a su decisión de registrar su desacuerdo
es que sabemos que existieron. La más notable entre ellas fue Hortensia, hija de
uno de los más grandes oradores romanos, Quinto Hortensio. En un incidente
que ha pasado a los libros de historia como mera nota al pie, usó su elocuencia
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
I jó ] para intervenir directamente en cuestiones políticas. Para el año 42 a.C. el pode­
roso triunvirato integrado por Marco Antonio, Octaviano (que sería después el
emperador Augusto) y Marco Lépido gobernaba a Roma como una dictadura de
tres hombres, eliminando sin piedad a sus opositores políticos, 2 300 de los cuales
fueron arrestados y ejecutados. El triunvirato, anheloso de dinero, le impuso un
pesado impuesto a 1,400 mujeres de clase alta. Ellas, en protesta, hicieron una
marcha y trataron de hablar con las parientes de los tres dirigentes, con la espe­
ranza de encontrar oyentes comprensivas. Su éxito sólo fue parcial pero lograron
abrirse paso hasta la tribuna de los oradores en el Foro.
Según Valerio Máximo, “ningún hombre se atrevió a apoyar su caso”. Hor­
tensia se adelantó y “defendió firme y exitosamente su caso frente a los integrantes
del triunvirato”. Luego ocurrió algo notable tanto para la historia de la misogi­
nia como para la de las mujeres (que en gran medida es la historia de la lucha
contra la misoginia). Por primera vez se planteó, aunque sólo por implicación,
el problema del derecho a participar en las decisiones. En su intenso discurso,
que se concentra en los sufrimientos de las mujeres durante la guerra, Hortensia
pregunta: “¿Por qué tenemos que pagar impuestos cuando no participamos de
los honores, las órdenes, la organización del Estado, por los cuales se enfrentan
ustedes unos a otros con tan nocivos resultados?”16
Aunque no se planteó una clara demanda para concederle el voto a las
mujeres, las palabras de Hortensia se asemejan mucho a la exigencia que habrían
de expresar los revolucionarios estadunidenses muchos siglos más tarde: nada de
impuestos sin representación.17
La protesta de las mujeres en el año 42 a.C. fue el punto culminante de
su activismo público en Roma y la última demostración de ese tipo que llevaron
a cabo en esa era. Fue también la última protesta pública con propósitos de
cambio político llevada a cabo por mujeres de la que sabemos en la historia de la
civilización occidental hasta el siglo xix, cuando el surgimiento del movimiento
sufragista le dio un lugar central a la exigencia del voto en la campaña por los
derechos femeninos.
De la crisis que destruyó la república y la sustituyó con el gobierno de una
familia se derivó la represalia conservadora contra las mujeres. Los moralistas, alar­
mados ante las libertades femeninas, adoptaron el refrán: “menos lujuria y familias
más grandes”. Tan pronto se convirtió Octaviano en el emperador Augusto, en el
año 27 a.C., el historiador Livio empezó escribir su historia de Roma (vista desde
la perspectiva de los ganadores) y expresó claramente las intenciones morales del
nuevo régimen:

Espero que todos presten intensa atención a la vida moral de los tiempos
pasados... y aprecian la consiguiente declinación de la disciplina y de los
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
criterios morales, el derrumbe y la desintegración de la moralidad hasta [ >7]
el día de hoy. Porque hemos llegado a un punto en el cual nuestra dege­
neración es intolerable, y también lo son las únicas medidas con las que
es posible reformarla.18

Tal como ocurrió en los decenios de 1960 y 1970, el problema era que las
mujeres tenían menos hijos pero más sexo. El resurgimiento del movimiento de
los “valores familiares” era un intento por invertir esta tendencia. No obstante, el
Estado romano tenía más poder de coerción que la mayoría moralista estaduni­
dense de los años ochenta.
La antigua forma de matrimonio estricto, que ponía a la mujer bajo la
autoridad absoluta de su esposo, fue decayendo con el paso de los siglos para ser
remplazada por arreglos más informales. Evidentemente los maridos no estaban
hechos al modo estricto de los Padres fundadores de Roma, y con los años se
habían vuelto demasiado tolerantes. Incluso se acusó a unos pocos de lucrar con
ello. Se consideraba que esta clase de liberalismo era la causa de la podredumbre
que los moralistas veían a su alrededor. Augusto redactó una serie de leyes, cono­
cidas como la ley Julia, con el propósito de promover que hombres y mujeres se
casasen y de restaurar la familia romana tradicional. Augusto imponía sanciones
sobre los que no estuviesen casados a determinada edad y recompensaba a los que
lo hacían y engendraban hijos. Revivió la antigua ley que permitía que los padres
matasen a sus hijas y los maridos a sus esposas si las atrapaban en un acto sexual;
una vez más se obligaba a los hombres a divorciarse de sus mujeres adúlteras so
pena de enfrentar graves castigos. Augusto le retiró la jurisdicción de los casos de
adulterio a la familia y la puso en manos de un tribunal público. No bastaba con el
divorcio. El emperador quería que las esposas culpables fuesen arrastradas por los
tribunales y castigadas. Al marido engañado se le daban sesenta días a partir del
divorcio para llevar ajuicio a su exesposa. Si resultaba tener el corazón demasiado
blando para hacerlo ella podía ser juzgada por cualquier miembro de más de 25
años del público, lo que sin duda fue uno de los más grandes estímulos jamás
codificados para los entremetidos que se sentían moralmente superiores y que
gozaban con el espectáculo de una mujer a la que se hacía caer públicamente en
desgracia. Aunque la nueva ley permitía que una mujer se divorciase de su esposo
por adulterio, no la forzaba hacerlo, y tenía prohibido denunciarlo criminalmente.
Es decir que el adulterio era un delito público sólo para las mujeres.19
Las nuevas leyes convertían también en delito que un hombre tuviese
relaciones sexuales con cualquier mujer fuera del matrimonio, excepción hecha
de las prostitutas. Esto, aplicado a las mujeres de clase alta, significaba que no
podían tener ninguna clase de relación sexual, a menos que estuviesen casadas.
Como señal de protesta algunas mujeres se apuntaron en el registro de prostitutas
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[ 58 ] que llevaban las autoridades romanas responsables de supervisar los 35 burdeles
oficiales de la ciudad. Esta acción desesperada fue eliminada después cuando
Tiberio, el sucesor de Augusto, prohibió que las mujeres de familias respetables
(es decir, de clase media o senatoriales) se registrasen como meretrices.
Augusto proclamó esta nueva legislación desde la antigua tribuna, la pla­
taforma de los oradores en el Foro, que redecoró con mármoles y proas de barco
hechas de bronce. Son las únicas leyes expedidas durante su largo reinado a las
cuales dio su nombre (Julia, en honor de su familia, los Julianos, de la que lo
había hecho parte, por adopción, Julio César), señal de la importancia que les
concedía. Fue uno de los momentos de más orgullo como gobernante. Se declaró
que Augusto había vuelto a fundar Roma. Poco después, en el 2 a.C., el senado
lo proclamó padre de su país, y fue el primer romano en recibir tal honor. Pero
la ley Julia era enormemente impopular. En vista de las libertades morales de
que gozaban los hombres y las mujeres de Roma era inevitable una represalia
contra esa legislación. Para el orgulloso emperador se presentó de la manera más
humillante posible.
Al cabo de unas semanas, días, tal vez, de la proclamación por el senado,
Julia, la hija de 37 años del “padre de su país”, se burló de esas leyes de una
manera increíble que hizo estremecer los cimientos del nuevo orden moral que
su padre había tratado de imponer. Si en la época hubiesen existido periódicos
amarillistas la primera plana seguramente hubiese revelado: “Julia causa shock
por orgía: retozos sexuales en la tribuna”.
Según el filósofo estoico y consejero imperial Séneca, “Había recibido
hordas de amantes. Había vagado por la ciudad regodeándose por las noches,
escogiendo para sus placeres el Foro y la tribuna misma desde la que su padre
había propuesto la ley sobre el adulterio”. Se la acusó de buscar toda clase de gra­
tificaciones de amantes efímeros.20 Incluso se le imputó haberse contratado como
prostituta. (Las mismas imputaciones se harían posteriormente contra Mesalina,
la esposa del emperador Claudio.)
Las anécdotas que sobreviven sobre Julia, la única hija de Augusto, pintan a
una joven llena de ingenio y de fuerte voluntad. Una vez, su padre hizo un comen­
tario poco favorable sobre la falta de modestia con que se vestía. Al día siguiente,
cuando apareció con las prendas apropiadas, él la felicitó, a lo cual ella respondió:
“Hoy me vestí para los ojos de mi padre, ayer para los de un hombre”.21
Empero, los talentos o ambiciones de las hijas tenían poca importancia en
comparación con su capacidad para tener hijos. Entre los 14 años, cuando Julia
se casó por primera vez, y los 28, tuvo tres maridos, todos escogidos por su padre,
que estaba desesperado por tener un heredero varón. En ocasiones la mujer debe
de haberse sentido como una incubadora imperial. Dio a luz, debidamente, a
tres niños y dos niñas, todos con su segundo esposo, Agripa, mano derecha de su
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
padre, que le doblaba la edad cuando se casaron. Pero ninguno de los varones [ 59]
sobrevivió para satisfacer los sueños de Augusto de encontrar un heredero varón
en su linaje directo. Fue una de las dos hijas, Agripina, la que logró brindarle un
heredero varón al trono: el emperador Calígula.
El comportamiento de Julia era algo más que una mera juerga alocada. El
momento y el lugar de la orgía en la tribuna se calcularon para lograr el máximo
efecto. En el mismo año en que Augusto fue declarado padre de su país su hija
demostró su total fracaso como padre de su propia familia. Sabía cómo una hija
podía herir más intensamente a su padre. Su promiscuidad fue la venganza de
una hija que se rebelaba de la única manera en que podía hacerlo: buscando su
propia gratificación personal, como lo señala horrorizado Séneca. Estaba prac­
ticando la política sexual, obligada a ello porque su cuerpo se había convertido
en una mercancía política. Paradójicamente, al entregarlo lo estaba reclamando
como propio. Pero los actos de Julia fueron actos de desafío político así como
de protesta personal. Las leyes de Augusto eran profundamente impopulares (tal
como lo observó Livio), y en ningún lado tanto como en el grupúsculo de los inte­
lectuales en el que participaba Julia y a partir del cual se desarrolló una rebelión
contracultural. Algo parecido ocurrió en Estados Unidos y en otras democracias
occidentales con la revolución sexual de los años sesenta contra el código moral
conservador y orientado a la familia de las décadas previas.
Augusto, enfurecido, no trató de mantener secreto el escándalo. Arrastró
a su hija y sus amigos ante los tribunales, y la acusó de promiscuidad y adulterio,
así como de prostituirse. El tribunal oyó toda la escandalosa historia. Julia fue
condenada. Su padre la desterró para siempre. Murió dieciséis años más tarde,
sin haber vuelto a verlo ni regresado a Roma.
Con eso se había montado el escenario para una de las grandes creacio­
nes de la misoginia. Catón el Viejo Ies había advertido mucho tiempo atrás a sus
compatriotas romanos, cuando las mujeres estaban exigiendo el derecho a vestir
prendas hermosísimas, que “la mujer es un animal violento y sin control”, a la
cual cualquier concesión, en materia de libertad, la conducirá al abandono total
y al derrumbe de todas las normas morales. Ese temor se encarnó en Mesalina,
la esposa del emperador Claudio (10 a.C.-54 d.C.).
Mesalina era bisnieta de Octavia, hermana de Augusto, que se casó con
Marco Antonio tras la muerte de Fulvia. Se casó con Claudio en el año 37 d.C.,
cuando probablemente era una adolescente (aunque no se sabe con certeza en
qué año nació) y él tenía casi 47. Cuatro años más tarde, tras el asesinato de
Calígula, Claudio lo sucedió como emperador, cargo que ocuparía durante trece
años. Fue tal vez el más inusual de los gobernantes romanos; se lo retrata como un
excéntrico de inclinaciones académicas, inepto y entregado por entero al estudio
de la historia arcana. En dramático contraste, su joven esposa ha sido identificada
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[6c j con un padecimiento psicosexual: “Heterosexualidad excesiva (promiscuidad) o
lo que se conoce como complejo de Mesalina...”22
Según Havelock Ellis, uno de los expertos en sexualidad más famosos
del siglo xx: “Para el tipo Mesalina el sexo no es un verdadero placer. Es sólo un
intento por hallar alivio para una infelicidad más profunda. Podría considerárselo
una huida hacia el sexo.”23
En la época moderna se han expuesto diversas teorías para explicar “el
tipo Mesalina”, desde la frigidez, pasando por instintos maternos frustrados, hasta
el lesbianismo latente; más recientemente se ha cuestionado la idea misma de que
exista la ninfomanía.24 Pero la Mesalina de la historia es más que una categoría
psicológica. Entre otras cosas, es uno de los ejemplos más notorios de cómo el
prejuicio funciona como una especie de reduccionismo.
La importancia histórica de Mesalina se deriva del hecho de que fue apenas
la segunda mujer en convertirse en emperadora romana. El único modelo que
tenía era Livia, la austera esposa de Augusto, cuya vida privada era tan impecable
como la de cualquier matrona. En al menos una cosa, Mesalina parece haberla
imitado: su decisión de librarse de cualquiera de quien se sospechaba sintiese
hostilidad hacia ella o su esposo, o que pudiera albergar ambiciones de suplantar
a su hijo Británico como heredero de Claudio. En ese sentido era brutalmente
eficiente y eliminaba a los rivales potenciales del dominio de los Julios-Claudios
antes de que fuesen capaces de actuar. Pero la Mesalina que ha llegado hasta noso­
tros no es la política implacable, sino la ninfomaniaca, gracias, en gran medida,
al retrato que de ella pinta el poeta Juvenal en su Sexta sátira. En ella la acusa de
escabullirse por las calles oscuras en cuanto se dormía Claudio, con el cabello
negro oculto por una peluca rubia, para entrar a un prostíbulo:

Mira a esos padres de los dioses, y oye que lo que ha sufrido Claudio.
En cuanto su augusta esposa se aseguraba de que su marido dormía,
esta puta imperial prefería, antes que una cama en el palacio, un infame
colchón, se cubría con la capucha que usaba por las noches, se escabullía
por las calles sola, o con un único acompañante, ocultaba su negro cabello
con una peluca rubia y entraba en un burdel.
Apestando a sábanas usadas, aún calientes, su celda le estaba reservada,
vacía, apartada en nombre de Licisca. Allí se desnudaba, exhibía sus tetas
doradas y las partes de las que provenía Británico, recibía a los clientes
con gestos más que invitantes, solicitaba y obtenía su precio y se pasaba
una noche maravillosa, luego, cuando el lenón dejaba que las chicas se
fueran, partía entristecida, la última en irse, aún caliente, con una erección
de mujer, cansada por sus hombres pero aún insatisfecha, con las mejillas
manchadas, arranciada por el olor de las lámparas, inmunda, totalmente
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
repugnante, perfumada con el aroma del prostíbulo, y volvía a casa, por [ 61 ]
fin, a su almohada.25

Este retrato que pinta Juvenal (50-127 d.C.) de la sexualidad femenina


rampante, se ha vuelto proverbial, igual que los mitos de Pandora y de Eva, redu­
ciendo a la mujer a una vagina voraz, eternamente insatisfecha. Usa también a
Mesalina para generalizar acerca de las mujeres:

Sus apetitos son siempre los mismos, sin importar de qué clase provengan;
elevada o baja, sus lujurias son todas parecidas...26

¿Pero este retrato será también un mito? Juvenal estaba escribiendo unos
sesenta años después del reinado de Claudio, y la nueva dinastía bajo la cual vivía
era opuesta a la de los Julios-Claudios. Había hecho su reaparición la virtuosa
matrona romana encarnada en las esposas de los emperadores Trajano (98-117
d.C.) y Adriano (117-138 d.C.). Además, Juvenal era un satírico, entregado a ridi­
culizar los vicios de la humanidad y de la sociedad. El método satírico involucra
llevar los vicios a los extremos, en busca de efectos tanto cómicos como morales.
No hay nada que disfruten más los moralistas de todas las épocas, ya sea la Roma
del siglo n o los Estados Unidos del XXI, que horrorizar a su público apelando
a sus temores y prejuicios más profundos. Puede discutirse en qué medida el
mismo Juvenal era un misógino, pero sin duda se dirigía a la misoginia de su
público. Y lo hacía con notable elocuencia, tal como lo hicieran antes y después
tantos otros misóginos. La Sexta sátira de Juvenal es un ejemplo más de lo que a
primera vista parecería ser una paradoja respecto a la misoginia; ha inspirado más
literatura grandiosa que cualquier otro prejuicio. Uno no se puede imaginar que
el antisemitismo o cualquier otra clase del prejuicio produjese buena poesía. La
paradoja toca el corazón mismo de la misoginia y su contradicción más profunda.
El retrato que pinta Juvenal de la mujer a la que desaprueba tan enérgicamente
está matizado por la fascinación y el deseo. Y son ese deseo y fascinación, tanto
como su indignación, los que lo vuelven elocuente.
Mesalina estuvo siete años junto a Claudio, y al parecer durante ese lap­
so él no tuvo ningún conocimiento de sus aventuras sexuales. El incidente que
precipitó su caída del poder ha dejado perplejos a los historiadores. En 48 d.C.,
cuando el emperador estaba fuera de Roma, se casó con el amante que en ese
momento era su favorito, un guapo aristócrata llamado Cayo Silio, en el curso
de un festival de las bacanales. La teoría de que el matrimonio fue parte de un
complot para remplazar a Claudio como emperador no se sostiene, en vista del
historial de Mesalina de defender los intereses de su hijo como futuro gobernante.
¿Por qué habría de confiar a Británico al cuidado de un padrastro que ya tenía
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[ 61 ] hijos propios? Tanto sus intereses como los de su hijo estaban mejor protegidos
garantizando la supervivencia de Claudio. El historiador Cornelio Tácito da una
explicación más razonable y menos complicada: “El adulterio de Mesalina fun­
cionaba tan bién que ella, por aburrimiento, iba recayendo en nuevos vicios...
la idea de ser llamada esposa [de Silio] le resultaba atractiva simplemente por
escandalosa: la máxima satisfacción de una sensualista.”27
El matrimonio de Mesalina fue el equivalente moral de la diversión sexual
de Julia en la tribuna desde la cual su padre había pronunciado sus leyes contra
el adulterio, desafiante acto de teatro sexual. Pero carecía de la motivación polí­
tica de Julia. Mesalina fue descubierta rápidamente y la lista de sus escandalosas
transgresiones sexuales le fue entregada a Claudio por los hombres del emperador,
preocupados por la creciente licenciosidad de la mujer. A ella se le ordenó come­
ter suicidio. Pero la fortaleza de la joven la abandonó y un oficial de la guardia
pretoriana la mató a puñaladas.
Para un relato más contemporáneo de las batallas dinásticas de Roma
durante el siglo i tenemos que acudir al genio sombrío e irónico de Tácito,
que reflexiona sobre los años en los cuales la familia de los Julios-Claudianos
estaba reforzando su ensangrentado control de la maquinaria administrativa
que manejaba el vasto imperio. Nos brinda retratos extraordinarios de los prime­
ros Césares y de sus esposas. No hay ninguno más evocador que el de la mujer
que sucedió a Mesalina como emperatriz, Julia Agripina, la madre de Nerón.
Agripina estuvo más cerca del poder que cualquier otra mujer romana antes o
después de ella.
Los conservadores y los misóginos utilizaron el extraordinario ascenso al
poder de Agripina como prueba de que Catón el Viejo había tenido razón cuando
más de doscientos años antes había advertido sobre los peligros de la emancipación
femenina y el temor de que las mujeres adquiriesen poder político: “Una vez que
alcancen la igualdad serán sus amas...”
Agripina fue una de los nueve hijos de Germánico, el popular sobrino del
emperador Tiberio, y de Agripina la Vieja, una de las hijas de la primera Julia,
la condenada hija de Augusto. Seis de esos hijos, tres varones y tres mujeres,
sobrevivieron para llegar a la edad adulta. Sólo una de ellos, la hermana menor
de Agripina, Drusila, falleció por causas naturales. Todos los demás habrían de
morir violentamente, víctimas de las luchas dinásticas que le dieron forma al
imperio temprano. Agripina viviría para llegar a ser hermana, esposa y madre de
emperadores. El chismorreo malicioso dice que fue amante de los tres.
Como descendiente de la hermana de Julio César, Agripina heredó una
tradición imperiosa, que en su ambicioso carácter se plasmó tan plenamente como
el de su madre. Agripina la Vieja, mientras acompañaba a su marido en una cam­
paña en Germania, impidió que una legión aterrorizada abandonase su puesto al
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
hacerse cargo del mando y mantener un importante cruce del río Rin hasta que [ 63 ]
Germánico y su ejército regresasen de una peligrosa expedición al interior. Ger­
mánico era el John Fitzgerald Kennedy de Roma, una de las grandes posibilidades
truncadas, despojado del poder absoluto por una muerte prematura (y sospecho­
sa). La madre de Agripina gozaba del apoyo de una poderosa facción romana a
la que Tácito llamó “el partido de Agripina”, que pretendía hacerlos llegar a ella
y a sus hijos al poder supremo. Ya había comandado tropas, ahora comandaba un
partido; se ganó el oprobio de ser calificada como mujer “masculina”. Pero más
que eso, su ambición “masculina” inspiraba temor. Tiberio le preguntó: “Hija mía,
¿crees que te va mal si no gobiernas?”. Finalmente él se vio forzado a exiliarla.
Ella, en señal de protesta, se abstuvo de comer y murió de hambre en el año 33.
Su hija Julia Agripina tenía casi 18 años. Habría de vivir para provocar los mismos
calificativos e inspirar los mismos temores.
Agripina la Joven se casó con Claudio, su tío y tercer esposo, en el año 13
d.C., tras la aprobación de una ley especial que hacía legal el matrimonio entre
sobrina y tío. “A partir de ese momento el país quedó transformado” escribió
Tácito. “Se le rendía obediencia completa a una mujer, y no a una mujer como
Mesalina, que jugaba con los asuntos públicos para satisfacer sus apetitos. Este era
un despotismo vigoroso, casi masculino.”28
Al cabo de un año la nueva esposa aparecía en las monedas oficiales junto
a Claudio, con el título de Augusta, lo que señalaba la primera ocasión en la que
la esposa de un emperador vivo gozaba de este honor. “No es posible exagerar
el significado de la elevación de Agripina”, escribió un historiador. “Tal vez, más
que cualquier otra cosa, transmitía la noción de una emperatriz, no, desde luego,
en el sentido técnico de una persona que cuenta con la autoridad formal para
tomar decisiones con fuerza de ley, sino de alguien que podía pretender la misma
majestad que revestía el cargo de emperador.”29
En 51 d.C., tras una larga guerra en la nueva provincia de Bretaña, el
rebelde celta Carataco fue llevado en cadenas a Roma. Agripina apareció con
el emperador para recibir a las legiones triunfantes y a sus prisioneros, algunos
de los cuales fueron liberados. Tácito apuntó:

Libres de sus cadenas, le ofrecieron a Agripina, notoriamente sentada en


otro podio cercano, igual homenaje y gratitud que el que habían brindado
al emperador. Que una mujer se sentase frente a los estandartes romanos
era una novedad sin precedentes. Ella estaba afirmando su asociación en
el imperio que sus antepasados habían ganado.30

Sus privilegios siguieron acumulándose, incluyendo el derecho a reci­


bir las súplicas de los cortesanos y clientes que cada mañana rendían homenaje
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[ 64 ] a Claudio. Las cabezas esculpidas de Agripina procedentes de este periodo la
muestran usando una diadema, honor sin precedentes. Al mismo tiempo que
estaba consolidando su propio poder estaba defendiendo los intereses de su hijo.
Claudio adoptó formalmente a Nerón como propio, con lo cual lo puso por delan­
te de su propio hijo, Británico, varios años menor, en la línea de sucesión. Sin
embargo, el ascenso de Agripina al poder empezó a provocar feroces críticas y
hostilidad. Con el tiempo, Claudio empezó a tomar nota de ello. Pero Agripina
atacó primero. En el año 54 d.C. Claudio murió repentinamente, casi con toda
seguridad envenenado, y Nerón fue emperador justo dos meses antes de cumplir
17 años. Cuando el jefe de la guardia de palacio le pidió una nueva contraseña al
emperador, éste respondió de inmediato Optima mater (la mejor de las madres),
inicio tristemente irónico para un reinado que se vería ensombrecido por el
matricidio.
En un primer momento la posición política de Agripina pareció ser más
fuerte que nunca. Al comienzo del reinado de su hijo se acuñaron en Roma
monedas imperiales que mostraron juntos a la madre y al hijo, transmitiendo la
impresión de un gobierno conjunto, para el cual no existía precedente en la ley
romana. Aún más impactante para las costumbres romanas fue un relieve con­
temporáneo de ambos que muestra a Agripina colocando una corona de laurel,
símbolo de la victoria militar, sobre la cabeza de su hijo. Los romanos sospechaban,
por supuesto, que Nerón era emperador gracias a su madre, pero les impactaba
que se lo reconociese con tanta audacia. Igualmente revolucionaria fue la decisión
de permitir que Agripina oyese los procedimientos del senado tras el velo de un
recinto construido especialmente con ese fin. Había conseguido “lo impensable”.31
La oposición pública contra ella era peligrosa, pero en privado empezaron a ganar
fuerza los rumores acerca de su “arrogancia femenina”.
El éxito de Agripina al conseguir que se celebrase públicamente su papel
mostraba un carácter incapaz de aceptar el destino de “poder detrás del trono”
que se les reservaba a las mujeres. Tampoco ocultó su ira ante ciertos aspectos
de la vida privada de Nerón. Sin duda esperaba que se pareciese más a su abuelo
Germánico que a su padre Domicio, el primer esposo de Agripina, notorio por
su rudeza y brutalidad. Pero Nerón la decepciono y ella lo hizo saber. Luego él
empezó a tenerle miedo. Asesinó a Británico (con veneno) frente a ella, para
impedir cualquier intento de llevar a la práctica sus tontas amenazas de instalar
en el trono al hijo de Claudio. Llevado por el temor, Nerón tramó una serie de
complejas intrigas para deshacerse de su madre. En una mezcla de comedia con
tragedia hizo construir un barco hundible que la precipitó a la bahía de Ñápe­
les. Agripina resultó herida pero logró nadar hasta la orilla. Nerón, aterrorizado
ante la posibilidad de que la gente se manifestase en favor de ella, envió a uno
de sus matones más confiables. En una de las grandes escenas dramáticas de la
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
historia, Tácito describe cómo el asesino y sus ayudantes rodearon a Agripina en [ 65 ]
su dormitorio, bajo la parpadeante luz de la lámpara. Cuando el homicida levantó
su espada ella se abrió los ropajes y exclamó: “Clávala aquí”, señalando hacia el
vientre del que naciera Nerón.32
En cierto sentido la tragedia de Agripina era inevitable. Las mujeres
romanas podían ser médicas, tener tiendas, practicar el derecho y hasta com­
batir en la arena, pero no podían adoptar una posición política explícita. Cuan­
do vemos hacia el pasado parece una costumbre tan tonta y destructiva como
las que impusieron los talibán en Afganistán, en 1999, para excluir a las muje­
res de toda esfera de actividad fuera del hogar. En ambos casos la misoginia ha
desperdiciado una fuente potencial de talento. ¿Quién puede dudar hoy que
Agripina y su madre hubiesen sido gobernantes aptas? Pero entonces era impen­
sable, como lo es aún en muchos lugares, que las mujeres gobiernen. Debido
a ello, la insistencia en los herederos masculinos arrojó al Estado romano en
una serie de crisis destructivas consecutivas que agotaron sus recursos humanos y
materiales.
Tras la muerte de Agripina, durante los cuatro siglos a lo largo de los
cuales persistió el imperio, hubo otras mujeres poderosas, pero ninguna de ellas
se arriesgó a un desafío directo, ya que estaba restringida por la política o por la
misoginia sobre la cual se basaba la misma.
A medida que el imperio prosperaba primero y declinaba después, la
búsqueda de sensaciones fue volviéndose cada vez más la clave de la imaginación
romana y de sus manifestaciones más misóginas. Un elemento central de esa
búsqueda de sensaciones era el espectáculo de las matanzas que ofrecían con
regularidad los juegos gladiatorios. Estas exhibiciones, que se habían originado
como muestras privadas de valor y habilidad presentadas en los funerales en honor
de ciertos difuntos, se habían convertido, para el periodo imperial, en vastos y
onerosos espectáculos públicos de carnicería y crueldad. La sede más famosa
de estas competencias era el Coliseo de Roma, con capacidad para noventa mil
espectadores. En su inauguración, en el año 80 d.C., se dio muerte a cinco mil
animales salvajes a lo largo de cien días de cacería y de combates de gladiadores.
Ocasionalmente las mujeres tomaban parte en los combates gladiatorios: un bajo
relieve muestra a dos mujeres combatientes, que luchaban con los nombres de
Amazonia y Aquilia; no usan cascos porque los espectadores querían verles la
cara. Una sección íntegra de la Sexta sátira de Juvenal expresa la habitual mezcla
de ultraje y fascinación ante el espectáculo de unas mujeres entrenadas para
luchar:

¿Cómo puede ser decente una mujer que se pone un casco en la cabeza,
negando el sexo con el cual nació? [...]
[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]
[66] Éstas son las mujeres que transpiran en las prendas más delgadas y vapo­
rosas; hasta las telas más transparentes son demasiado cálidas para su
delicado cuerpo.
Oirla gruñir y gemir mientras se esfuerza, parando un golpe, dándo­
lo...33

Lo que se supone debe ser una expresión de desaprobación transmite más


bien la lujuria que despierta la mujer transgresora. Pero era más frecuente que en
la arena las mujeres estuviesen como víctimas, no como protagonistas. Debido a
eso, el Coliseo, aunque no se lo conoce como monumento a la misoginia, puede
pretender haber desempeñado un papel en la historia de ese odio, por accidental
que fuese.
Durante los interludios entre los combates más interesantes de gladiadores,
se arrojaba a los criminales convictos a la arena como alimento para los animales
salvajes. A las mujeres sentenciadas por asesinato se les reservaban horrores espe­
ciales. Del siglo II d.C. nos llega una narración ficticia que parece estar basada en
hechos reales. Una mujer convicta de haber asesinado a su marido y a sus hijos
fue atada con los brazos y las piernas abiertos a una lujosa cama colocada en
medio de la arena, lista para ser violada por un burro. Tras bambalinas esperaban
leones hambrientos para acabar con ella. Este espectáculo se montó por demanda
popular.34 A algunas mujeres las violaban hasta la muerte en la arena durante
la interpretación de escenas mitológicas, por lo general cuando se representa­
ba uno de los numerosos ataques de Zeus, en forma animal, contra una mujer
mortal.
Las fantasías sexuales acerca de animales que copulan con mujeres son
comunes en toda la historia humana. Habitualmente una batería de mecanismos
sociales, psicológicos y morales mantiene separadas nuestras fantasías, tanto las
insólitas como las mundanas, de nuestra capacidad para ponerlas en práctica.
Pero en Roma se traspasaba con tanta frecuencia el límite entre las fantasías,
incluso las más violentas, y la realidad, que se volvió algo cotidiano gozar con los
espectáculos más sádicos que quepa imaginar. Está bien documentado, aunque sea
anecdóticamente, el impacto inmediato que ello tenía sobre la psique masculina:
se dice que, cuando concluían esos juegos sanguinarios, las prostitutas hacían un
negocio extraordinario bajo las arcadas del Coliseo.
Mientras la turba romana se saciara, el imperio tardío se precipitaba de
una crisis a otra. En esa confusión iba cobrando fuerza un nuevo movimiento reli­
gioso. El cristianismo transformaría dramáticamente primero al imperio, después,
para siempre, al mundo y sus habitantes. En un rincón del ruinoso Coliseo, que
es ahora una de las atracciones turísticas más populares del mundo, se levanta
una cruz negra, que millones de visitantes ven todos los años. Es un memorial a
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
los mártires cristianos que murieron allí. Muchos de ellos, si es que no la mayo- [ 67 ]
ría, eran mujeres... irónicamente, la religión a la que eran devotas habría de
desempeñar un papel crucial, sin paralelo hasta esta fecha, en la historia de la
misoginia.

[ LAS MUJERES A LAS PUERTAS: LA MISOGINIA EN LA ANTIGUA ROMA ]


III Intervención divina: la misoginia [é9]
y el ascenso del cristianismo

l ascenso del cristianismo desde ser una secta oscura hasta con­

E
vertirse en la religión dominante del mundo, es un fenómeno sin
precedentes en la historia humana. Lo es también el poder y la
complejidad de su visión misoginia, que se deriva esencialmente
de tres fuentes.
Los primeros cristianos tomaron de los judíos el mito de
la caída del hombre, así como la noción de pecado y un profundo
sentimiento de vergüenza. Más tarde, adoptaron de los griegos
aspectos de la filosofía dualista de Platón y las pruebas “científicas”
de Aristóteles respecto a la inferioridad inherente de las mujeres.
A este poderoso brebaje el cristianismo mismo contribuyó con su
principio central y singular, que Dios había intervenido la historia
humana en la persona de Jesucristo, a fin de salvar a la humanidad
de la muerte, el pecado y el sufrimiento, efectos malignos de la
caída de la gracia, producida por la mujer.
Los cristianos habían heredado la actitud judía hacia la
historia como el despliegue reordenado del plan divino: la Iglesia
elegida sustituyó al pueblo elegido, de la misma forma que, siglos
más tarde, Karl Marx trasladaría el manto del determinismo históri­
co a los hombros de la clase elegida. Pero ninguna otra religión, ni
antes ni después, ha tenido tanta audacia o ingenuidad como para
afirmar que Dios fue un personaje histórico tan real como Julio
César o Marilyn Monroe, y que la salvación sólo estaría al alcance
de quienes lo reconociesen. Se dotó a la enseñanza cristiana con
el poder de la revelación divina. Esto, respaldado por una institu­
ción agresiva, con espíritu de cruzada y omnipotente, resultó ser
una combinación letal, en especial para los herejes y las mujeres.
La ironía más amarga es que, durante los primeros tres siglos del
cristianismo, las mujeres fueron una de las claves de su notable
éxito, gracias al hecho de que les daba una clase de liberación
totalmente insólita en el mundo antiguo.
La dieta de la misoginia judía tenía ya una larga historia
en el momento en que fue absorbida por las enseñanzas cristianas.
Pero en gran medida hubiese seguido siendo irrelevante para el
[70 ] resto del mundo de no haber sido por los diversos acontecimientos que se produ­
jeron a mediados del siglo I d.C. en relación con un oscuro profeta llamado Jesús.
Así, lo que parecía no ser más que otra escisión en las filas siempre beligerantes
del judaismo atrajo muy poca atención en su momento. Si hubiesen existido los
titulares de los periódicos, éstos se hubiesen ocupado de la sangrienta caída de
Sejano, el favorito del emperador Tiberio, y el conflicto resultante que se produ­
jo dentro de la elite gobernante de Roma; lo que ocurría en Judea no hubiese
sido digno siquiera de una mención en la última página. No obstante, gracias al
extraordinario triunfo del cristianismo a lo largo de los siguientes siglos, un puña­
do de proverbios y prácticas pertenecientes a una nación pequeña y políticamente
insignificante han alcanzado un estatus casi universal. El mito de la creación, tal
como se lo narra en el Génesis, resulta central ahora para las creencias de dos mil
millones de cristianos en 260 países; es decir, casi una tercera parte de la población
mundial ha heredado un mito que culpa la mujer de los males y sufrimientos de
la humanidad.
A diferencia de lo que ocurrió con la misoginia griega, la versión judía,
junto con la religión judía, se mantenían en el nivel del proverbio, la parábola y la
práctica. En lugar de filosofía, los judíos tenían vastos comentarios e interpretacio­
nes de los textos sagrados. Pero las semejanzas entre los mitos de la creación y de la
caída del hombre resultan claras. Igual que en el mito griego, en la tradición judía
Dios crea al primer hombre, Adán, como ser autónomo que vivió en existencia feliz
y satisfecha en el jardín del edén. Su única comunión es con lo divino. Eva, como
Pandora, es una ocurrencia posterior. Es creada de una costilla de Adán porque
Dios creyó que éste necesitaba “una ayuda”. Y tal como ocurre con su equivalente
griega, Pandora, Eva es desobediente e ignora la instrucción de Dios de no comer
el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. “La serpiente me engañó,
y comí”, confiesa Eva con bastante desparpajo (Génesis, 3:13).
El Dios del Antiguo Testamento se muestra exactamente tan vengativo
como Zeus. Le dice a Eva:
“Multiplicaré en gran manera tus dolores y tus preñeces; con dolor parirás
los hijos; y a tu marido será tu deseo, y él se enseñoreará de ti” (Génesis, 3:16).
El mensaje para Adán es claro: “Y enemistad pondré entre ti y la mujer”,
le dice Dios en lo que resultaría ser una profecía autocumplida (Génesis, 3:15).
El universo moral del judaismo difería marcadamente del vigente en el
mundo clásico de tal manera que, a través del cristianismo, afectarían de modo
profundo el desarrollo de la misoginia. Estaba dominado por un sentimiento de
pecado, concepto desconocido para sus vecinos griegos y romanos. Zeus y las
demás divinidades tenían rencores y quejas contra algunos mortales, pero con
excepción del castigo infligido a la humanidad debido a la desbordante ambición
de Prometeo (véase el capítulo: Las hijas de Pandora), raras veces amenazan con
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
castigar al mundo por esta o aquella violación. Pero Jehová se ofendía fácilmente, [ 71 ]
veía pecados por doquier, y a lo largo de gran parte del Antiguo Testamento está
sentado en el cielo con el dedo puesto, metafóricamente, en el botón nuclear:

Y dijo Jehová: Raeré los hombres que he criado de sobre la faz de la tierra,
desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo: porque
me arrepiento de haberlos hecho (Génesis, 6:7).

Cumplió su palabra por lo menos en una ocasión, inundando al mundo


y ahogando a toda la raza humana, excepto a Noé y su familia, quienes, según
planeaba, repoblarían la tierra.
Junto con el pecado llegó el sentido de la vergüenza en relación con el
cuerpo humano, cosa totalmente ajena al mundo de los griegos y los romanos. La
vergüenza se presenta como la primera consecuencia de la transgresión de Eva:
‘Y fueron abiertos los ojos de entrambos, y conocieron que estaban desnudos:
entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales” (Génesis, 3:7). La
vergüenza, que de la tradición judía pasó al cristianismo, se arraigó firmemente
en la sexualidad humana. En una medida sorprendente no ha perdido aún ese
poder. Le dio a la misoginia una dimensión nueva y destructiva.
Con la vergüenza se vinculaba la creencia judía, que también heredaron
los cristianos, de que el sexo era para la procreación, no para la recreación. Entre
los romanos, los reformistas morales, que sin duda pensaban sobre la futilidad
de sus propios esfuerzos por conseguir que los hombres y mujeres de Roma se
comportaran correctamente, admiraban el rigor moral de la vida familiar judía.
En ésta el adulterio se castigaba severamente, y tanto el adúltero como la adúltera
morían lapidados. Como vemos también en el Deuteronomio (22:20-21) la pérdida
de la virginidad representaba la pena de muerte para las mujeres solteras:

Mas si este negocio fue verdad, que no se hubiere hallado virginidad en


la moza, Entonces la sacarán a la puerta de la casa de su padre, y la ape­
drearán con piedras los hombres de su ciudad, y morirá; por cuanto hizo
vileza en Israel fornicando en casa de su padre: así quitarás el mal de en
medio de ti.

Estaba prohibida la homosexualidad, así como verter inútilmente la simien­


te del hombre, lo que incluía la sodomía, la masturbación y el sexo oral. No se
podía desperdiciar ni una gota del trabajo de engendrar.
Aparte de la magnífica poesía del Cantar de los Cantares, el Antiguo Testa­
mento es acerbo y sombrío en su actitud hacia la sexualidad humana, y casi siempre
hostil en relación con las mujeres. El Dios del Antiguo Testamento está sentado
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[ 72 ] solo y distante, entregado a la reflexión, y su rango emocional suele limitarse a
los celos y la ira. En general la belleza de los seres a los que ha creado no lo llena
de orgullo, y nunca de deseo. A diferencia de las divinidades del monte Olimpo
está desprovisto de amor o hasta de lujuria. Es un maestro de la psicología de la
venganza, siempre anheloso de castigar y reprimir a su pueblo elegido por romper
una de las 613 leyes que gobernaban todos los aspectos de su vida cotidiana, o
listo para exterminar a sus enemigos y preparar el camino para el día del juicio
final, en el cual se salvarán los judíos virtuosos y el resto de la humanidad será
arrojada a las llamas de la perdición.
Los judíos compartían con sus vecinos paganos la premisa de que la salud
moral de la nación dependía, en gran medida, de la virtud de sus mujeres. Los
estallidos más amargos del Dios judío contra las mujeres se producen cuando
éstas se entregan a su afición a las cosas bonitas. Esto se considera un acto de
rebelión contra Dios.

Asimismo dice Jehová: Por cuanto las hijas de Sion se ensoberbecen, y


andan con cuello erguido y con ojos desvergonzados; cuando andan van
danzando, y haciendo son con los pies; por tanto, el Señor raerá la cabeza
de las hijas de Sion, y Jehová descubrirá sus vergüenzas. Aquel día quitará
el Señor el atavío del calzado, las redecillas, las lunetas, los collares, los
pendientes y los brazaletes, las cofias, los atavíos de las piernas, los parti­
dores del pelo, los pomitos de olor y los zarcillos, los anillos, y los joyeles
de las narices, las ropas de gala, los mantoncillos, los velos, las bolsas, los
espejos, el lino fino, las gasas y los tocados.
Y en lugar de los perfumes aromáticos vendrá hediondez; y cuerda en
lugar de cinturón, y cabeza rapada en lugar de la compostura del cabello;
en lugar de ropa de gala ceñimiento de cilicio, y quemadura en vez de
hermosura (Isaías, 3:16-24).

El Dios del Antiguo Testamento era notable, si acaso no único, entre las
divinidades, por ser, al mismo tiempo, grandioso y extraordinariamente mezqui­
no, creando en un instante el universo y en otro haciendo que se cayese el ca­
bello de las mujeres.
En Ezequiel, Dios va aún más allá de las amenazas para que las mujeres
tengan un mal día con su cabello. Las que estén acusadas de idolatría, así como
de adulterio y prostitución con los asirios y los egipcios, a los que les permiten
apretar y acariciar su seno, deberá “beber una copa de horror y desolación...”

Y pondré mi celo contra ti, y obrarán contigo con furor; quitarte han tu
nariz y tus orejas... Y la compañía de gentes las apedreará con piedras,
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
y las acuchillará con sus espadas: matarán a sus hijos y a sus hijas, y sus [ 73 ]
casas consumirán con fuego. Y haré cesar la depravación de la tierra, y
escarmentarán todas las mujeres, y no harán según vuestra torpeza (Eze-
quiel, 23:47-48).

El Eclesiastés sintetiza sucintamente la misoginia del Antiguo Testamento


cuando afirma: “De una prenda sale una polilla y de una mujer maldad”.1
Los misóginos de Grecia y Roma atacaban constantemente a las mujeres
por sus fallas morales. Pero la desaprobación divina era una adición nueva y po­
derosa a la historia de la misoginia. Le concedía una significación cósmica. Uno
pensaría que el Dios del Antiguo Testamento no es un buen modelo a partir del
cual crear una religión de perdón y de amor. No obstante, es una de las muchas
paradojas de la historia el que de ese sarmiento comenzase a desarrollarse la viña
de la cristiandad.
El Jehová —o Dios Padre— que encontramos en el Nuevo Testamento
se ha suavizado considerablemente en relación con el tronante Dios celestial del
Antiguo. De hecho, algunos cristianos tempranos, como Marción, encontraban
tan increíble el contraste que abogaban por desechar enteramente toda la infor­
mación del Antiguo Testamento.2 Lo más notable que tienen las parábolas y pro­
verbios atribuidos a Jesús, tal como se los narra en los Evangelios, es la ausencia
tanto de misoginia como de anhelo de venganza. Las mujeres se contaron entre
sus primeras seguidoras. Mateo (9:20-22) nos habla de una mujer “que padecía de
hemorragias” y que le tocó el borde del manto. La ley judía tenía estrictos tabúes
en relación con las mujeres que menstruaban, a las que consideraba “impuras”
y les prohibían el contacto con los varones, así como la entrada al templo, entre
otras cosas. En contraste, Jesús no rechaza la mujer que sangra, sino que le dice:
“Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado”.
En el Evangelio según san Juan se dice que los discípulos de Jesús “se sor­
prendían de que hablara con una mujer” (Juan, 4:27). En ese sentido Jesús fue
único. Ninguno de los grandes maestros/filósofos clásicos, y los profetas judíos
que los precedieron, como Juan el Bautista, reunieron a su alrededor un número
importante de seguidoras.3 Cuando a Jesús lo invitan a cenar en casa de Simón
defiende a una mujer a la cual el anfitrión acusa de ser extravagante porque
emplea un aceite caro para ungirlo: “Mas Jesús dijo: ‘Dejadla. ¿Por qué la moles­
táis? Ha hecho una obra buena en mí’” (Marcos, 14:6).
La historia se repite en Mateo y Lucas. Este último es el que da más detalles,
incluyendo el hecho de que la mujer es una pecadora. Cuando Simón se lo señala
a Jesús, éste le responde “Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos
pecados, porque ha mostrado mucho amor” (7:47). Jesús no juzga a las mujeres
de acuerdo con un código rígido, sino en términos que reconocen y comprenden
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[ 74 ] la experiencia femenina. En una sociedad en donde las mujeres corrían el riesgo
de morir apedreadas por amar demasiado, se trataba de una alternativa liberadora
que explica las numerosas seguidoras que encontró entre ellas, y que luego heredó
el cristianismo. Lucas (1:24-80) describe la experiencia femenina de la concepción
y la maravilla del bebé que se mueve en el vientre... primera vez en la literatura
antigua que se le presta alguna atención a este experiencia. La naturaleza radical
de la moralidad de Jesús se hace explícita cuando arrastran ante él a la mujer que
“ha sido sorprendida en flagrante adulterio”. Los fariseos le preguntan qué deben
hacer, pues saben perfectamente bien que el castigo para tal acto es la muerte
por lapidamiento. Al principio, Jesús parece ignorar sus preguntas y con desdén
se inclina para escribir en la tierra:

Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “Aquel


de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. E incli­
nándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oir estas palabras, se iban
retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo
Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose, Jesús le dijo:
"'"Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Nadie,
Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no
peques más” (Juan, 8:4-11).

La simpatía que manifiesta Jesús hacia la mujer representa un asombroso


contraste con la actitud prevaleciente en el Antiguo Testamento, en el cual con
lamentable frecuencia se trata (en palabras de Bertrand Russell) de “infligir cruel­
dad con la conciencia limpia”.4
Marcos señala que en la crucifixión había “muchas mujeres” (15:40). Los
discípulos varones huyen de la escena, pero las mujeres se quedan a orar. Es
significativo que, después de su resurrección, Jesús se le aparezca primero a una
mujer, María Magdalena (Marcos, 16:9). Cuando ella le notifica este hecho a los
apóstoles, no le creen. La resurrección es la doctrina central del cristianismo, la
promesa de salvación. El hecho de que le fuese revelada a una mujer, y de que ésta
fuese la primera en aceptarla, les dio a las mujeres en general una base poderosa
para desempeñar un papel dramático en la nueva religión.
Toda la actitud de Jesús hacia las mujeres era revolucionaria. Ellas se vol­
vieron esenciales para la difusión del primer cristianismo. Tres siglos más tarde,
cuando ya la iglesia había triunfado, san Agustín advirtió: “Oh, hombres que temen
las cargas impuestas por el bautismo, son fácilmente derrotados por sus mujeres.
Castas y devotas a su fe, es su presencia en grandes números la que hace crecer
a la Iglesia”.5
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA J
Las mujeres se entregaron a la nueva fe desde el primer momento. A [ 7; ]
mediados del siglo I d.C. san Pablo, en su epístola a las romanos, menciona 36
creyentes, de los cuales 16 eran mujeres. Aún más notable es que una de las pri-
merísimas personas de las que sabemos se consideraban cristianas fue Pomponia
Grecina, la mujer de Aulio Plauto, comandante de la invasión romana a Bretaña
en el año 43 d.C., cuando Claudio era emperador (41-54 d.C.). El historiador Táci­
to la describe como una “dama distinguida” que fue acusada de adherirse a una
“superstición extranjera”, frase que solía emplearse para referirse al cristianismo.6
Estos y otros indicios sugieren que desde una etapa muy temprana la nueva
fe encontró adherentes entre las mujeres del más alto rango. Para finales del siglo
1 d.C. había penetrado incluso en la familia imperial.7 Las insatisfechas mujeres
de clase media y alta han sido con frecuencia terreno fértil para quienes buscan
conversos a nuevos cultos y religiones, como lo ha demostrado la experiencia en
Estados Unidos, sobre todo a partir de mediados del siglo xx. Otras religiones
orientales que atraían intensamente a las mujeres, incluyendo aquellas dedicadas
a las grandes diosas Bona Dea e Isis, se habían difundido por el imperio. Pero
había ciertos aspectos del código moral del cristianismo que les daba a las mujeres
una ventaja sin paralelo en esa competencia.
Como los cristianos sostenían que todos los miembros de la fe llevaban
en su alma la chispa de la divinidad, estaba prohibido el infanticidio, y lo mismo
ocurría con el aborto.8 Como la mayoría de las criaturas que se dejaban expuestas
al intemperie eran niñas, esto significó que gradualmente fue aumentando la pro­
porción de mujeres cristianas. El número de las mismas se elevó también en esta
nueva fe por la prohibición del aborto que, debido a los riesgos de la operación,
mataba a muchas mujeres y muchas veces dejaba estériles a las que sobrevivían.9 En
el mundo antiguo, tanto en Grecia como en Roma, era el hombre el que, como
cabeza de la unidad doméstica, tenía el poder legal de ordenarle a una mujer que
se practicase un aborto. Aristóteles lo promovía como forma de control natal. Las
evidencias demuestran también que las mujeres cristianas se casaban más tarde
que sus contemporáneas paganas, de modo que tenían mejores posibilidades de
sobrevivir a su primer embarazo. Tampoco estaban obligadas a volver a casarse
las viudas, como solía hacerse porque así lo exigía la ley Julia (véase el capítulo:
Las mujeres a las puertas: La misoginia en la antigua Roma). Se esperaba que los
cristianos se casasen para toda la vida, y la infidelidad se consideraba como un
pecado tanto para el caso del hombre como para el de la mujer. En este sentido
el cristianismo era un juego moral limpio para las mujeres. También era menos
probable que se obligase a casarse a las cristianas, ya que su religión valoraba la
virginidad. Tradicionalmente, en el mundo de la antigüedad clásica se hacía un
llamamiento a los hombres para que se resistiesen a la seducción de las mujeres.
Ahora, por primera vez, se les decía a éstas que podían rechazar a los hombres.
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[ 76 ] A las mujeres se les ofrecía la elección de casarse o no hacerlo. Como el matri­
monio era un estado peligroso, bastantes de ellas ejercían esa opción y escogían
el celibato. Esto brinda interesantes paralelismos y contrastes con lo que ocurrió
en Occidente durante la revolución sexual de la década de 1960, cuando, gracias
a la píldora anticonceptiva, las mujeres pudieron controlar por primera vez su
propia fertilidad. Aunque la antigua revolución cristiana fue en muchos sentidos
antisexual, se asemejaba a los sesenta en un aspecto importante: les brindaba a
las mujeres el derecho a elegir si querían o no reproducirse.
El fenómeno de que las mujeres escogiesen el celibato fue sin duda uno de
los factores que las atrajo hacia la nueva fe y conspiró así para elevar la proporción
de mujeres a hombres en el cristianismo. Esto lo confirman las listas de quienes
murieron durante las persecuciones ocasionales contra los cristianos. En Lion,
Galia, en el año 177 d.C., fueron martirizados 24 hombres y 23 mujeres; tres años
más tarde, en Scilli, Italia, murieron siete varones y cinco mujeres. Según señala
Rodney Stark: “Las fuentes antiguas y los historiadores modernos coinciden en que
la conversión primaria al cristianismo prevaleció mucho más entre las mujeres que
entre los varones”.10 El resultado fue que, con la escasez de mujeres en la cultura
pagana circundante y más grande, con frecuencia los varones paganos se casaban
con mujeres cristianas, y luego un número significativo de ellos experimentaba
una conversión secundaria. En sus estudios de los modernos movimientos reli­
giosos, Stark ha encontrado invariablemente el mismo patrón de conversión. Su
impacto sobre el rápido crecimiento del cristianismo puede observarse cuando
se toman en consideración las cifras. Según el cálculo más confiable, para el año
40 d.C. —siete años después de la crucifixión de Jesús— había aproximadamente
mil cristianos en un imperio que tenía una población estimada de 60 millones
de personas. Stark, tras revisar las mejores evidencias disponibles, calcula que la
tasa de crecimiento más probable de la nueva fe era de 40 por ciento por déca­
da. Para comienzos del siglo II había más de doscientos mil cristianos, y para el
300 d.C. 6,299,832. Justo un decenio después el peso de los números fue uno de
los factores que hizo que el emperador Constantino reconociese el cristianismo,
poniendo fin a las persecuciones esporádicas que se habían lanzado contra quienes
lo practicaban. En el año 350 los cristianos representaban más del 50 por ciento
de la población del imperio.
Las evidencias reunidas por Guttentag y Secord acerca de la relación entre
el estatus de las mujeres, en cualquier sociedad, y la proporción entre hombres
y mujeres, vincula los índices más elevados de mujeres que de hombres con el
estatus más elevado de aquéllas. Stark cree que en el cristianismo temprano las
mujeres gozaban de un estatus más alto que el que tenían en el mundo pagano
que las rodeaba.11 Las referencias que hace san Pablo a las mujeres como diá-
conas se citan en apoyo de esta afirmación. Según san Pablo los diáconos eran
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
importantes en la Iglesia primitiva, en la que asistían en las funciones litúrgicas [ 77 J
y administraban las actividades caritativas de la misma. Y queda claro que Pablo
consideraba perfectamente correcto que las mujeres fuesen diáconas.12
Varias fuentes posteriores se refieren también al predominio de diáconas
en la iglesia antigua. Desde luego, la evidencia más convincente de la alta estima
en que se tenía a las mujeres en la Iglesia primitiva es lo que afirma san Pablo en
su Epístola a los gálatas:

En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo:


Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya
que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (3:27-28).

Cualesquiera que sean sus demás implicaciones, es la afirmación más radi­


cal de igualdad —de cierto tipo— entre los hombres y las mujeres desde que,
cuatrocientos años antes, Platón propugnara que las mujeres fuesen guardianas
en su Estado ideal (véase e\ capítulo: Las hijas de Pandora). Pero en realidad san
Pablo se limita a hacer explícitas las implicaciones de la actitud de Jesús hacia
las mujeres. Fue para el cristianismo lo que Lenin para el marxismo, dedicado
a difundir la nueva fe y a preparar a los cristianos a fin de que estuviesen listos
para la llegada del reino de los cielos, en el cual hombres y mujeres se unirían
en Cristo, y todas las distinciones terrenales se desvanecerían.
Pero ¿con qué frecuencia se traduciría esta igualdad espiritual de las muje­
res a la realidad social? Es relativamente fácil afirmar que los hombres y las muje­
res son iguales ante los ojos del Señor, pero ¿los instaba el cristianismo primitivo
a verse como iguales ante sus propios ojos? San Pablo es citado con frecuencia
tanto por quienes sostienen que sí como por quienes afirman que no. Tal como
ocurre con Platón, algunos lo exaltan como misógino y otros como feminista. Lo
que sigue siendo indiscutible es que las enseñanzas morales sobre el adulterio, la
prohibición del aborto y el infanticidio, y la menor presión sobre las mujeres para
que se casasen, tiene que haber elevado directamente el estatus de las mismas al
eliminar algunas de las prácticas que les resultaban peijudiciales. Pero no era una
igualdad tal como se la entiende en una democracia liberal moderna.
Hay otra semejanza entre san Pablo y Platón. La igualdad que les ofre­
cían a los hombres y las mujeres sólo podía alcanzarse con la eliminación de las
diferencias sexuales que había entre ellos. Las guardianas de Platón tenían que
convertirse en hombres honorarios, de modo que su sexualidad se borraba. En el
reino de los cielos, según san Pablo, desaparecen las diferencias sexuales. Ambos
pensadores consideran que el sacrificio de un aspecto vital de nuestra naturaleza
humana es el costo necesario de la igualdad entre los sexos. Sin embargo, mientras
tanto tienen que perdurar algunas tradiciones patriarcales. En la primera Epísto-
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[78] la a los Corintios, 11:3-16, el apóstol plantea una serie de formulaciones acerca
de la relación de los hombres y las mujeres con la Iglesia. Reitera la tradición
bíblica del dominio masculino porque “la cabeza de la mujer es el hombre”, y
vuelve a formular el mito de la creación de la primacía del hombre: “En efecto,
no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el
hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre”. También
es aquí donde ordena que las mujeres deben cubrirse el cabello cuando están en
la iglesia. No obstante, reconoce luego nuestra mutua interdependencia: “Por lo
demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque
si la mujer procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y
todo proviene de Dios”.
Sería posible entender esto, tal como lo hace la feminista judía Pamela
Eisenbaum, como el simple reconocimiento de que el hombre depende de la
mujer tanto como ella de él.13 Si se acepta esta interpretación, aquí san Pablo
descarta esa vetusta fantasía misógina tan amada para los griegos y el Antiguo
Testamento: el mito del hombre autónomo. Sin duda es un avance. Empero,
mientras socava una de las pretensiones misóginas, procede a proveerla de una
de sus armas más poderosas, que habría de cambiar por siempre la forma en que
toda una civilización pensaría acerca del cuerpo.
Aparentemente, a primera vista, san Pablo era un hombrecito del montón,
poco atractivo, con “una cabezota”, piernas torcidas, cejas gruesas y espesas que se
unían y una gran nariz; difícilmente, cabría pensar, era un hombre que pudiese
fomentar una de las grandes transformaciones de la psiquis humana.14 Pero las
cartas de san Pablo representan el comienzo de una revolución de la sensibilidad
humana de proporciones sísmicas. En la epístola a los romanos (7:18-25) escribe
acerca de su cuerpo:

Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en


efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo... Pues me
complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra
ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a
la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?
¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy
yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la
ley del pecado.

Esta es una declaración de guerra al cuerpo humano. Y cuando un hombre


se declara la guerra a sí mismo, la primera baja es una mujer. Esta es una guerra
que aún no cesa.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Muchos pensadores de la antigüedad clásica, como Platón, eran dualistas [ 79 ]
que aspiraban a un mayor conocimiento del mundo al tratar de aprehender lo
que, según creían, era la perfección de sus principios subyacentes. Como resultado
de ello rechazaban la realidad cotidiana, incluyendo la del cuerpo, con sus nece­
sidades y deseos, como algo lamentablemente inadecuado, como un obstáculo,
de hecho. Pero no lo rechazaban como algo inherentemente maligno, tal como
hace san Pablo. Nunca antes se había oído su angustiado grito de desesperación
ante su cuerpo rebelde. Platón puede haber visto al cuerpo como un molesto
estorbo que el filósofo de alguna manera tenía que eludir en su senda hacia la
verdad. Pero para san Pablo el cuerpo representaba un rechazo de lo divino, una
insurrección contra la suprema verdad por la cual el hijo de Dios había muerto
en la cruz. Inevitablemente las mujeres habrían de cargar la cruz como principales
instigadoras de esta rebelión de la carne.
En la primera epístola a los Corintios, escrita para aconsejar a los cristianos
que debatían si debían o no ser célibes, san Pablo les dice (7:1-9):

bien le está al hombre abstenerse de mujer...


No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer,
y cada mujer su marido [...] No obstante, digo a los célibes y a las viudas:
Bien les está quedarse como yo.
Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abra­
sarse.

El matrimonio se volvió, así, una “defensa contra el deseo”.15 Aunque san


Pablo no abogó por que todos los cristianos se mantuviese célibes, consciente
de que tal condición hubiese sido incompatible con sus ambiciones de ampliar
el atractivo de la nueva fe, su sombría visión de la sexualidad humana como un
mal necesario fue una justificación para la visión crecientemente misógina de la
Iglesia. La santidad se identificaba cada vez más con la virginidad. Era necesario
dominar al cuerpo rebelde y, como si se tratase de una ciudadela enemiga, se
lo asediaba con ayunos, privaciones y otros castigos, que incluían, como lo más
importante, la abstinencia del sexo. A los griegos y los romanos se les enseñaba
que era necesario dominar sus pasiones. Pero, de acuerdo con el maestro cristiano
Clemente de Alejandría (hacia 150-215 d.C.), “nuestro ideal es no experimentar
deseo alguno”.16 Para finales del siglo 11 d.C. una de las figuras más poderosos
e influyentes de la Iglesia primitiva, Quinto Séptimo Florente Tertuliano, mejor
conocido por este último nombre (160-220 d.C.), podía escribir: “Piensa cómo se
siente un hombre en sí mismo cuando se abstiene de mujer. Piensa pensamientos
espirituales. Si ora al Señor, está junto al cielo; si se vuelca a las Escrituras, todo
él está presente en ellas”.17
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[ Se J En teoría, al menos, es más fácil que un hombre se abstenga de tener
pensamientos acerca del sexo con una mujer si ésta se viste de manera modesta.
De acuerdo con Tertuliano, “la salvación —y no sólo la salvación de las mujeres,
sino la de los hombres— consiste principalmente en la exhibición de modestia”.18
Ya se esperaba que las mujeres usasen velos cuando concurriesen a los servicios
cristianos. Fue Tertuliano quien prohibió que las mujeres desempeñasen ministe­
rios en la Iglesia, debido a su poder de distraer a los piadosos. En la guerra del
varón cristiano contra su cuerpo, una mujer atractivamente vestida era el mayor
aliado de su miembro rebelde. Por eso Tertuliano dedica todo un tratado, “Del
vestido femenino”, a neutralizar esta poderosa fuerza. En él afirma que las mujeres
aprendieron originalmente el arte de decorar su cuerpo y de usar cosméticos de
los ángeles caídos, expulsados del cielo, con los cuales copularon. Los ángeles
caídos confirieron “peculiarmente a las mujeres esos medios instrumentales de
ostentación, la refulgencia de las gemas con las cuales se ornamentan los collares,
y los brazaletes de oro con los cuales se comprimen sus brazos, y los medicamentos
de orquídea con los cuales se colorean las lanas, y ese mismo polvo negro que
sirve para que los párpados y las pestañas se hagan prominentes”. San Pablo había
introducido la noción del cuerpo como “templo del Dios vivo”.19 El amor de las
mujeres por la ostentación y los cosméticos contamina ese templo, obligando a
Dios a renunciar a él:

Porque untan su piel con afeites, se manchan las mejillas con colorete, se
hacen prominentes los ojos con antimonio, pecado contra El. Supongo
que para ellas la habilidad artística de Dios es desagradable. En sus per­
sonas, me imagino, sentencian, censuran, al artífice de todas las cosas.
Porque censurarlo es lo que hacen cuando corrigen, cuando le añaden a
su obra, tomando esas adiciones, desde luego, del artífice adversario. Ese
artífice adversario es el demonio. Porque quién mostraría el camino para
cambiar el cuerpo sino aquel que con su maldad transfiguró el espíritu
humano.20

Los misóginos de Grecia y Roma censuraban de manera similar a las muje­


res por engalanarse. Sin embargo, para un Catón o un Juvenal, el amor de una
mujer por los ornamentos era un mero signo de la vanidad humana. Aunque se
aceptaba que constituía una distracción muy poderosa para los hombres de mente
elevada que deseaban avanzar hacia las virtudes del autocontrol y la disciplina,
era también un oportunidad para demostrar lo tontas que eran las mujeres al
aspirar a poseer una frivolidad transitoria como la belleza. Pero con Tertuliano
nos encontramos en un mundo diferente, en el cual se ha desvanecido el límite
entre lo natural y lo sobrenatural, donde Dios y Satanás luchan ahora por el
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
dominio del campo de batalla que es el cuerpo humano, y donde el deseo sexual [ ]
se ha desplegado del lado de las fuerzas de la oscuridad como una de las armas
más poderosas. La divinidad ha intervenido del lado de quienes se esfuerzan por
suprimir la sexualidad humana, lo que implica, antes que cualquier otra cosa,
suprimir la sexualidad femenina. Para no llegar a convertirse en aliadas del demo­
nio las mujeres, escribe Tertuliano, deben “usar ropajes humildes... y presentar
una apariencia pobre, caminando como Eva doliente y arrepentida, para que por
cada prenda de penitencia ella pueda expiar más plenamente lo que deriva de
Eva; me refiero a la ignominia del primer pecado y al odio que despiertan por
ser causa de la perdición humana”.
Ante la sugerencia de permitir entrar a la iglesia a una joven sin velo
Tertuliano responde con un ejemplo de cómo los moralistas pueden gozar de las
fantasías masturbatorias so pretexto de condenarlas: “Allí la acarician toda los ojos
vagabundos de perfectos desconocidos, le hacen cosquillas los dedos de quienes la
señalan y ella, querida de todos nosotros, se refocila con ese calor entre abrazos
y besos asiduos”.2’
En un fragmento que se ha vuelto célebre desde que Simone de Beauvo-
ir lo citó en El segundo sexo, Tertuliano proclama el vínculo que existe entre las
mujeres y el demonio.

La sentencia de Dios sobre tu sexo vive hasta esta era: la culpa, necesaria­
mente, también debe seguir viva. Eres el portal del demonio: eres la que
arrancó el sello de ese árbol prohibido: eres la primera desertora de la ley
divina: eres aquella que convenció a aquel a quien el demonio no tenía
el valor de atacar. Destruiste tan fácilmente al hombre, imagen de Dios.
Debido a tu deserción [es decir, la muerte] hasta el hijo de Dios debió
morir. ¿Y piensas en adornarte por encima de tus túnicas de pieles?22

Tertuliano truena contra las mujeres al estilo del Dios del Antiguo Testa­
mento que la amenazara alguna vez con que haría que se les cayese el cabello.
Pero su tono y sus palabras son mucho más amenazantes. No sólo se hace a las
mujeres responsables de la caída del hombre, sino que es a ellas —no a los judíos,
no a los autoridades romanas— a quienes se culpa por el sufrimiento y la muerte
de Jesús, redentor del hombre. Es a través de su carne que el demonio llega al
mundo. De hecho, sin pensar en las actitudes del mismo Jesús hacia las mujeres,
Clemente de Alejandría afirma que la misión de Jesús había sido, específicamen­
te, “deshacer la obra de las mujeres”, por la cual entendía el deseo sexual, el
nacimiento y la muerte. Sus palabras se asemejan a las del Eclesiastés (3:19): “Y
el matrimonio siguió a la mujer, y la reproducción al matrimonio, y la muerte a
la reproducción”. '
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[ si ] Con el cristianismo hubo un concepto nuevo en el mundo: el concepto de
salvación. Cada vez más, a medida que su fe se debatía por definirse a sí misma,
los cristianos creían que la salvación sólo podía alcanzarse mediante el rechazo
del sexo. Este sentimiento se intensificó hasta alcanzar niveles inauditos durante
el siglo ni. Fue acompañado de una misoginia de ferocidad nunca antes vista.
El antecedente de estos acontecimientos fue una crisis que se produjo unos
doscientos años después de la muerte de Jesús, cuando la civilización occidental
casi se había extinguido. Su impacto sobre la forma en que la gente pensaba y
sentía acerca de sí misma y del mundo fue aún más desestabilizador que el que
tuviera la guerra del Peloponeso sobre los atenienses del siglo v a.C. (véase el
capítulo: Las hijas de Pandora). Una serie de guerras de sucesión debilitaron
internamente a Roma: entre los años 235 y 28423 veinte emperadores ascendieron
al poder, y una inflación sin control amenazaba al imperio con el derrumbe eco­
nómico. Las hordas bárbaras irrumpieron más allá de las fronteras y penetraron
hasta el interior de las provincias imperiales, antes tranquilas. Por primera vez en
setecientos años Roma tuvo que rodearse de enormes muros.24 Un emperador
romano inclinó la rodilla ante un rey persa.25 Dos grandes epidemias de lo que
ahora se cree fueron los primeros estallidos de viruela y sarampión golpearon a
las grandes ciudades y su entorno rural, causando la muerte de entre la cuarta
y la tercera parte de las personas y ahondando una crisis poblacional que ya era
profunda.26 Raras veces el mundo había parecido más cambiante y transitorio. Y
fue durante esas décadas de desastre y desesperación cuando el cristianismo gozó
de su periodo de crecimiento más rápido; cuando esto concluyó la fe contaba con
más de seis millones de miembros, lo que la convertía en una fuerza que había
que tomar en cuenta.27
Desde san Pablo, en el seno del cristianismo siempre había predominado
un intenso sentimiento de ambivalencia respecto a la sexualidad. Pero los pri­
meros cristianos experimentaban la alegría de creer que el retorno de Jesús era
inminente, y que entonces todos esos problemas se resolverían. Ese estado de
ánimo fue cambiando a medida que pasaba el tiempo. Orígenes (185-254 d.C.),
el primer filósofo verdadero de la Iglesia primitiva, decidió no esperar al reino de
los cielos y resolvió el conflicto entre el cuerpo y el alma cuando se hizo castrar.28
Durante los siglos m y IV el deseo de evitar las tentaciones de la carne se radica­
lizó para convertirse en un cabal rechazo del cuerpo. En su Decadencia y caída del
imperio romano, Edward Gibbon observó que los cristianos sentían “desprecio por
su existencia presente”, la cual creían no era más que una fase transitoria que era
necesario soportar. Algunos declaraban “un boicot del vientre”. Una joven esposa
que se convirtió al cristianismo rechaza con estas palabras a su marido cuando se
acerca a su cama: “No hay lugar para ti junto a mí porque mi señor Jesús, con el
que estoy unida, es mejor que tú”.29 Otra joven transmite su rebelión contra el
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
matrimonio y la reproducción informándoles a sus padres que se niega a lavarse. [ 83 ]
Posteriormente san Jerónimo (342-420 d.C.) ensalzaría a Paula, “asquerosa de
sucia”, como ideal de la feminidad cristiana.30 Según Brown, “romper el hechizo
del lecho era romper el hechizo del mundo”.31 El efecto, de estos sentimientos
hizo que el cristianismo temprano —con su hostilidad por el sexo, desprecio del
estado conyugal y obsesión por la virginidad— fuese uno de los movimientos más
profundamente antifamiliares que han existido jamás.
En la mitad oriental del imperio este sentimiento contra la familia se
expresó de la forma más radical en el ascenso del ascetismo militante. No es sor­
prendente que el Mediterráneo oriental, cuna originaria de la misoginia, diese a
luz también su manifestación más profunda y perturbadora. Juan el Bautista había
sentado un precedente bíblico al vivir en el desierto, sobreviviendo de langostas y
miel silvestre. El mismo Jesús había pasado cuarenta días y cuarenta noches en la
desolación. Durante los siglos 111 y rv, miles de monjes, conocidos colectivamente
como “los padres del desierto”, se refugiaron del mundo en los desiertos de Siria
y Egipto, viviendo en cuevas o en chozas primitivas, e incluso encima de pilares, a
veces solos, otras en pequeñas comunidades. Huir de la sociedad era muchísimo
más fácil que huir del cuerpo, que tiene la costumbre de andar con uno junto con
su bagaje de deseos y necesidades, especialmente las relacionadas con las mujeres.
“Tortura tus sentidos, porque sin tortura no hay martirio”, le aconsejaba
un anciano monje a un neófito.32 El hechizo del lecho se transfiguró en una
pesadilla de autoaborrecimiento a medida que las tendencias misóginas se inten­
sificaban hasta alcanzar niveles psicópatas, creando escenas como de película de
horror barata. Un monje asceta, enloquecido de lujuria, desenterró el cadáver
descompuesto de una mujer, impregnó su manto en la carne putrefacta, lo olió
y luego hundió la cara en él. Esperaba —sin duda con cierta justificación— que
eso le hiciese olvidarse de las mujeres por el resto de su vida.33
Mientras tanto, en Occidente, el cristianismo estaba experimentando otras
transformaciones profundas que afectarían la historia de la misoginia. Había lle­
gado a ser tan poderoso como religión y como fuerza cultural que las autoridades
se vieron obligadas a reconocerlo. En el año 313 el emperador Constantino (306-
337) expidió el edicto de Milán, proclamando la tolerancia religiosa. En forma de
catolicismo, la Iglesia universal, dominada por el obispo de Roma, el cristianismo
empezó a asumir el papel de la religión establecida, regida por una clase clerical
más decidida que nunca a restringir el papel de las mujeres. Pocos años antes
el consejo eclesiástico de Elvira había emitido una serie de reglas que imponían
controles estrictos sobre las mujeres, tanto sexual como socialmente. Los clérigos
podrían seguir estando casados pero tenían prohibido mantener relaciones sexua­
les con sus esposas. A los cristianos se les prohibía tenerlas con los judíos. De las
81 reglas puestas en vigor, 34 eran códigos que aplicaban mayores restricciones al
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[ «4 ] matrimonio y al comportamiento de las mujeres, especialmente en relación con
su papel en la Iglesia. Era como si los mismos clérigos del consejo se prohibiesen
el sexo y luego volcasen su ira contra las mujeres.34
Siete años después del edicto de Milán, Constantino, como primer empe­
rador cristiano, reveló la firme mano de la nueva moral cada vez más absolutista.
Aprobó una ley que castigaba con la pena de muerte a cualquier virgen y su galán
por el crimen de huir juntos. La pena para cualquier esclava que se afirmara había
colaborado en esa huida (y siempre se sospechaba de tal colaboración) era la
muerte con plomo fundido vertido por la garganta. El consentimiento de la joven
para escapar se consideraba irrelevante “en razón de la invalidez asociada con la
irresponsabilidad y falta de lógica del sexo femenino”.35 Encontramos aquí ecos
de la antigua misoginia de Solón y de Catón, pero impuesta con una brutalidad
horrorosa.
La creciente intolerancia se manifestaba también de otras maneras. Duran­
te el reinado del piadoso emperador católico Teodosio I (379-395 d.C.) las turbas
cristianas se soltaron enloquecidas por las calles, haciendo caer la cabeza de las
estatuas de las vírgenes vestales del Foro romano (donde hasta el día de hoy es posi­
ble ver el resultado de su vandalismo), atacando templos paganos e incendiando
una sinagoga.36 La revolución contra el cuerpo llevó a su fin a los juegos olímpicos
en el año 393, porque los atletas competían desnudos. El cuerpo, como tema del
arte, desapareció de la vista en Occidente durante alrededor de mil años. Otro
indicio de lo que deparaba el futuro a medida que la Iglesia reforzaba su control
sobre el comportamiento sexual se produjo en el año 399, cuando se llevaron a
cabo incursiones contra los burdeles homosexuales (que durante siglos habían
florecido en Roma). A los prostitutos que se encontró allí se los quemó vivos en
público. Habían sido condenados por interpretar el papel de la mujer en el acto
sexual; crimen contra la nueva ortodoxia que afirmaba que las diferencias entre
los sexos habían sido ordenadas irrevocablemente por Dios y que, por lo tanto,
eran eternas. El cristianismo más temprano había tolerado una noción más fluida
de lo masculino y lo femenino. Pero la fluidez, como la flexibilidad, tanto en pen­
samiento como en obra, estaba llegando a su fin. La ortodoxia católica empezó
a definir todas las esferas fijas —social, moral, religiosa, intelectual y sexual— en
las cuales los hombres y mujeres estaban destinados a permanecer para siempre,
tan fijos como las esferas del cielo estrellado.
Sin embargo, si bien habría de dárseles una dimensión filosófica a las pro­
fundas dualidades del cristianismo entre alma y cuerpo, hombre y Dios, varón y
mujer, el mundo del espíritu y el mundo de los sentidos, aún quedaba por realizar
una labor intelectual.
El cristianismo temprano era tan inocente de toda filosofía como el protes­
tantismo estadunidense moderno. Su evangelismo relegaba el pensamiento racio­
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
nal en favor de la revelación basada en la fe. Tertuliano desechó con desprecio [85]
cualquier sugerencia de que “los griegos” (como denominaba a los filósofos)
pudiesen servir de algo a los cristianos. La única excepción importante era el
cuarto evangelio, el de san Juan, con su marcada veta de pensamiento platónico:
“En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios”
(1:1). La palabra se identifica con la forma perfecta de Platón, que existe en un
estado de perfección intemporal entre el reino de los sentidos, la realidad absoluta
que los cristianos identificaban con el único Dios verdadero: ‘Y la Palabra se hizo
carne, puso su tienda entre nosotros, y hemos visto su Gloria: la Gloria que recibe
del Padre el Hijo único, en él todo era don amoroso y verdad” (1:14).
De esta forma declara Juan que la perfección de la eterna presencia divina
hizo su entrada al escenario de la historia en la persona de Jesús. La forma per­
fecta de Platón se había vuelto humana, lo ideal se había fusionado con lo real,
declarando el fin del dualismo. De manera que una de las profundas ironías del
cristianismo es que cuando comenzó a absorber sistemáticamente el platonismo
(para volverse catolicismo), fue como justificación filosófica para el conjunto de
dualidades sobre las que se basaba el pensamiento cristiano acerca del mundo.
Hay dos razones por las cuales el catolicismo estuvo tan dispuesto a adoptar
el platonismo. La atracción de Platón se hacía sentir sobre bases tanto intelectuales
como sociales. Su teoría de las formas se adaptaba muy bien a una religión que
subrayaba la importancia del otro mundo y expresaba su desprecio por éste. Su
teoría de la sociedad, tal como se la plasma en La república, atraía directamente a
una Iglesia que estaba desarrollando una estructura jerárquica cada vez más elabo­
rada, con una casta gobernante de clérigos que, como los guardianes platónicos,
han captado la verdad absoluta y están allí a fin de interpretarla para los fieles y
protegerla de los herejes. Según Bertrand Russell, Orígenes fue el primero en dar
inicio a la síntesis del pensamiento platónico y las escrituras judías. Pero habría
de ser san Agustín (354-430 d.C.), el más grande pensador desde Platón, quien
estableciese el edificio filosófico que sustentó intelectualmente la visión cristiana
del mundo, incluyendo su mirada misógina.
Aurelio Agustín, hijo de padres humildes quien nació en lo que es hoy el
este de Argelia, fue miembro de una familia que tipificaba el patrón que se vio
ya con el ascenso del cristianismo: Mónica, su madre, era cristiana, y su padre,
Patricio, era un pagano que se convirtió antes de morir. Tan intelectual y emocio­
nalmente complejo como sexualmente motivado, Agustín empezó a vivir con una
concubina de Cartago cuando tenía 17 años. Mónica se mostró muy afectada y con
gran devoción deseaba que su hijo se volviese católico y se entregase a cosas más
elevadas, de manera muy parecida a como las madres irlandesas rezarían después
con fervor para que sus hijos fuesen curas. Primero estudiante y después maestro
de gramática y literatura, Agustín se trasladó a Cartago, luego a Roma y a Milán.
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[ 86 ] Coqueteó durante años con el maniqueísmo, que finalmente rechazó debido a la
incoherencia de su cosmología.37Fue en Milán, en el año 386, por influencia de
los sermones de san Ambrosio, donde Agustín se convirtió al catolicismo. Pero
antes de encontrar al Señor había encontrado a Platón.
Agustín es una de esas personalidades que representan un parteaguas de
la historia. Se ubica en la gran división entre el mundo de la antigüedad clásica,
que había subsistido unos mil años, y el de la civilización cristiana. Es la primera
persona de la antigüedad que nos revela el torbellino de su mundo interior, tal
como lo registra en su notable obra Confesiones. Es como sintonizar un talk show
en televisión, en el cual el invitado está revelando su más profunda vergüenza,
su más grande amor, su peor pecado y su meta más elevada, un programa trans­
mitido hace 1,700 años, pero que sigue teniendo la frescura de una entrevista de
Oprah Winfrey. En el centro del torbellino de la búsqueda de Dios, por parte de
Agustín, está la lucha entre el deseo de la carne y la fuerza de la voluntad, el pro­
fundo dualismo que él incorporaría en el mismo corazón del catolicismo usando
el aparato filosófico de Platón. Su grito de angustia se hace eco del de san Pablo,
pero con un poder y una complejidad que el apóstol no puede igualar:

Llegué a la ciudad de Cartago, y por todas partes me veía incitado a amores


deshonestos. Conque venía a ensuciar la clara fuente de la amistad con las
inmundicias de la concupiscencia, y enturbiaba su candor con el cieno de
la lascivia, y no obstante ser impuro y torpe, quería ser tenido por galán
y cortesano, muy picado de vanidad.38

Sus deseos corporales lo han condenado a ser prisionero: “aherrojado por


el morboso impulso y la letal dulzura de la carne arrastraba yo mi cadena, pero
temía verme libre de ella”. Estaba “firmemente sujeto por las garras del placer”.
Es tal su disgusto por lo físico de la condición humana que nos compara con los
cerdos: “Rodamos por el cieno de la carne y de la sangre”, proclama.
En una obra posterior, La ciudad de Dios, regresa compulsivamente a este
tema. Al referirse a la caída del hombre escribe:

A partir de ese momento, pues, la carne empezó su lucha lasciva contra


el espíritu. Con esta rebelión nacemos, así como estamos condenados a
morir y, debido al pecado original, a llevar en nuestros miembros y nuestra
c.on\a carne o\a ñeccota ante e\\a.^

El infierno de la lujuria ha permanecido desde entonces con nosotros.


Para Agustín la lucha sólo podía resolverse en un plano superior. Leyó las obras
de los platónicos que habían sido traducidas al latín y descubrió que en todos
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
los libros platónicos iban insertándose Dios y su palabra. Podía homologar la [ 87 ]
idea, la forma pura, eterna e inmutable, con Dios. La visión platónica de una
realidad intelectual más alta se correspondía hasta cierto punto con los desespe­
rados intentos de Agustín por romper los “grilletes” del deseo corporal. Pero el
“paraíso” intelectual de Platón era demasiado abstracto y remoto; y cosa aún más
esencial, no prometía la salvación y la vida eterna: por eso en la actualidad hay
tantos millones de cristianos y tan pocos platónicos. Y al cristianismo se convirtió
Agustín en el año 386 d.C.
Su importancia para la misoginia puede sintetizarse en una cita del libro
2 de sus Confesiones:

No tenía motivo alguno para mi maldad excepto la maldad misma. Era


sucia y la adoraba. Amaba la autodestrucción, amaba mi caída, no el objeto
por el cual había caído sino la caída misma. Mi alma depravada se arrojaba
desde tu firmamento hacia la ruina. No buscaba ganar algo con medios
vergonzosos sino la vergüenza por sí misma.

La idea de la “caída” había sido heredada del mito judío de la expulsión


del hombre del jardín del Edén. A esta caída del hombre, Agustín le añade otra
dimensión aún más terrible: la caída platónica. Esta era una caída de la forma
pura, que para los cristianos era la perfección atemporal de la unión con Dios,
al mundo mutable lleno de vida, lujuria, sufrimiento y muerte, producida por la
concepción. A partir de ese momento estamos en estado de pecado; de pecado
original. Como dice san Agustín, citando los salmos, somos “concebidos en ini­
quidad y en pecado” en el vientre de nuestra madre. El instrumento de esta caída
de la gracia es la mujer: tanto en el sentido de que fue la desobediencia de Eva
la que llevó a nuestra expulsión del paraíso como en el sentido platónico, en el
que ella representa la voluntad de la carne por reproducirse. Somos arrastrados,
así, lejos de Dios y a la vida temporal en la cual (debido a nuestro cuerpo) esta­
mos en estado de rebelión contra él. Nosotros mismos deseamos nuestra caída, y
nuestra rebeldía se expresa más directamente a través del deseo sexual. Debido
al pecado original “el hombre que podía haber sido espiritual en su cuerpo se
volvió carnal en su mente”.40
Agustín, con otros cristianos, creía que la única manera de romper este
ciclo de rebelión era subyugar al cuerpo. Y fue su propia incapacidad de hacerlo
la que retrasó tanto su conversión:

Vanas nimiedades y la trivialidad de quien no tiene nada en la cabeza, mis


viejos amores, me retuvieron. Tironeaban del ropaje de mi carne y susu­
rraban: “¿Estás deshaciéndote de nosotras?”. Y “a partir de este momento
[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]
[88] jamás volveremos estar contigo, nunca jamás”. Y “a partir de este momento
esto y aquello quedan prohibidos para ti para siempre jamás”.41

A pesar de la interpretación misógina de su doctrina, consagrada en la


doctrina del pecado original, las actitudes de san Agustín hacia las mujeres eran
más complejas. No las veía como inherentemente malvadas. En La ciudad de Dios
subraya que “el sexo de la mujer no es un vicio sino su naturaleza”. Pero la terri­
ble angustia de su lucha con el deseo, que registra con tanta intensidad, revela
claramente que en la raíz de la misoginia se encuentra la batalla de un hombre
consigo mismo. No obstante, para san Agustín, en última instancia, la fuente del
mal es nuestra voluntad. El ego, no la libido, es, para empezar, el problema que
nos hizo desafiar a Dios. Como castigo de ello, Dios nos dio el deseo sexual, algo
sobre lo cual nuestra voluntad no tiene control. Así como desafiamos a Dios,
nuestro deseo nos desafía a nosotros. El sexo se convirtió, en el campo de batalla,
tanto placer como castigo, de una manera inédita en la cultura occidental. La
mujer estaba destinada a sufrir debido a nuestro desagradable hábito de culpar a
lo que deseamos porque nos hace desearlo.
En un aterrador atisbo de lo que les esperaba a las mujeres en los siglos
de dominio cristiano por venir, considérese el terrible destino de la última filo­
sofa pagana, Hipatia de Alejandría. Son muy pocas las filósofas de la antigüedad
que conocemos por su nombre.42 Gracias al fanatismo y la intolerancia cristianos
Hipatia es la más célebre de ellas.
Había nacido en Alejandría hacia finales del siglo iv, hija del matemático
Teón, a quien se comentaba que rebasaba en habilidad e inteligencia para “supe­
rar con mucho a todos los filósofos de su propia época”.43 Escribió comentarios a
la geometría de Apolonio y de Diofanto, interpretaba música, enseñaba filosofía
platónica y aristotélica en Atenas y en Alejandría, donde abrió una academia, y
publicó una obra sobre astronomía. Hipatia era, hasta cierto punto, una asceta
y, aunque se la describe como “bella y atractiva”, se mantuvo casta y virginal. De
acuerdo con una fuente, cuando uno de sus alumnos enloqueció tanto de amor
por ella que se le exhibió desnudo, para curarlo de su enamoramiento ella le
entregó sus prendas íntimas manchadas de sangre menstrual.44 Es una manera
novedosa de desalentar a un seguidor y demuestra que no sólo los cristianos se
vieron afectados por la revuelta contra el cuerpo que caracteriza a esta época.
Pero las virtudes de Hipatia (por mucho que se asemejasen a las cristianas) no
aplacaron la hostilidad de los cristianos locales contra ella.
Aunque Alejandría fue una de las más grandes ciudades de la antigüedad
y se volvió célebre como sede del conocimiento, tenía también reputación por
su violencia sectaria, frecuentemente acompañada por el linchamiento de los
oponentes políticos e ideológicos. (Uno de los primeros ejemplos de motines
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
contra los judíos en el mundo antiguo tuvo lugar allí en el año 38 d.C.). En 412 [ 89]
d.C. Cirilo, un fanático cristiano, se convirtió en obispo de Alejandría. Cirilo se
había castigado a sí mismo durante varios años como monje del desierto, pero,
tal como suele ocurrir, las tribulaciones de la carne sólo sirvieron para profundi­
zar su fanatismo y atizar su intolerancia: es fácil imaginarlo como una especie de
mullah fundamentalista. Desde luego sus años en el desierto nada habían hecho
por apagar los fuegos de su ambición. Como obispo desafió la autoridad del pre­
fecto imperial, Orestes, quien gobernaba Egipto en representación de Roma. En
esos años crepusculares de la antigüedad el poder creciente de la Iglesia estaba
absorbiendo el de la autoridad civil, como precursor de la teocracia de la Edad
Media. Cirilo era un cazador de herejes y odiaba a los judíos. Alrededor de la
pascua del año 415 azuzó a una turba cristiana para que atacase a los judíos de la
ciudad, saquease sus hogares y se apoderase de sus sinagogas a fin de purificarlas
y convertirlas en iglesias. Expulsó de la ciudad a esta antigua comunidad. Cuando
Orestes expresó su desacuerdo, una muchedumbre cristiana lo atacó.
Los cristianos empezaron a murmurar que Hipatia había embrujado al
prefecto imperial y que era responsable de la falta de comprensión entre él y el
obispo. En una siniestra premonición de lo que habría de ocurrir después, un
autor cristiano la acusó de ser “devota en todo momento de la magia, los astrolabios
y los instrumentos de música, y sedujo a mucha gente con sus artes satánicas”.45
El hecho de que una mujer fuese erudita y culta no sólo era una novedad, sino
también señal de que era bruja y que estaba aliada con el demonio. Cirilo usó con
mucho gusto a Hipatia como chivo expiatorio para sus problemas con las autori­
dades civiles. Después de un sermón feroz, uno de los seguidores de Cirilo, Pedro
(“un perfecto creyente en todos los sentidos en Jesucristo”, según Juan, obispo de
Nikiu) encabezó a una turba excitada para atacar la academia de Hipada.
La muchedumbre “la encontró sentada en una silla elevada; y tras haberla
obligado a descender la arrastraron hasta llevarla a la gran iglesia llamada Cesa-
rión”.46 Allí la desnudaron. Sujetándola, los cristianos emplearon conchas marinas
para desollarla viva.47 Después “sus estremecidos miembros fueron entregados a
las llamas”, según lo expresa un enfurecido Gibbon.48
Con sobornos se desviaron todos los intentos por enjuiciar a los asesinos
de Hipatia. La carrera de Cirilo en la iglesia católica prosperó. Fue canonizado
como santo. Al parecer lo que cuenta en el currículum de un santo son los mila­
gros, no Jos homicidios.
Los cristianos habían pasado rápidamente de mártires a inquisidores. En
los siglos siguientes el perfume del incienso eclesiástico se mezclaría con lamen­
table frecuencia con el olor de la carne quemada de una mujer.

[ INTERVENCIÓN DIVINA: LA MISOGINIA Y EL ASCENSO DEL CRISTIANISMO ]


IV De reina del cielo a mujer del demonio £ (?I j

os aproximadamente mi] años que separan el fin del mundo clá­

L
sico y el surgimiento del moderno presenciaron el desarrollo de
dos procesos en apariencia contradictorios: la beatificación de la
mujer y su demonización. La Edad Media empezaría por elevar a
las mujeres hacia el cielo y terminaría consignando a muchos miles
de ellas al infierno. Sin embargo, en este último caso el proceso
era algo más que místico o metafórico. Las llamas eran muy reales.
Marcaron un periodo extraordinario durante el cual la imagina­
ción humana se elevó con las grandes torres de las catedrales góti­
cas de Francia, que parecían rozar el piso mismo del paraíso. Fue
también un periodo en el cual el espíritu humano se convulsionó
con estallidos de histeria masiva, pogroms y cacerías de brujas que
convirtieron a esa época en una de las regiones infernales más
terribles que aquél haya visitado jamás.
En el año 431 el supremo consejo de la Iglesia católica
declaró que María, una joven campesina judía de Palestina, era
la madre de Dios. La muchacha, acerca de la cual, en términos
históricos, no se sabía prácticamente nada aparte de su nombre,
no sólo era la madre de un dios —-y en el mundo clásico los dioses
eran tan numerosos como lo son las celebridades en el mundo
moderno—, sino la madre del único Dios creador de todo el uni­
verso. Los demás dioses habían sido desterrados o transformados
por san Agustín en demonios, dejando al dios cristiano rigiendo el
cosmos en solitaria majestad. María era su madre, Theotokos (la que
da a luz al dios). Debido a esta singular propiedad, María habría
de desempeñar no sólo un papel sin precedentes en la historia de
la religión, sino una parte vital y determinante en la historia de
la misoginia.
La proclamación hecha por la congregación de los obispos
se produjo tras un acalorado debate en el curso del cual por las
calles de Efeso —la antigua ciudad ubicada en la costa oriental
de lo que es hoy Turquía—, donde se reunió el concilio, se mani­
festaron multitudes a favor y en contra de la elevación de María
como Theotokos. Efeso era célebre como centro del culto a la diosa
virgen Diana, cuyo templo en ese lugar había sido una de las siete
maravillas del mundo antiguo, antes de ser destruido por un ejército de godos en
los disturbios del siglo m. Una de las personas que se involucró más activamente
en la controversia fue san Cirilo de Alejandría, todo un experto en incitar muche­
dumbres: un feroz sermón suyo, dieciséis años antes, había instado a una turba
de cristianos a desollar viva a la filósofa pagana Hipada. Pero en esta ocasión, san
Cirilo estaba ardientemente en favor de promover a la mujer, bajo la forma de
María, a la máxima altura imaginable, y excomulgó a Nestorio, el obispo de Cons-
tantinopla, quien había señalado que, ya que Dios había existido desde siempre,
era imposible que María o cualquier otra mujer, por virtuosa y milagrosa que fuese,
hubiese sido su madre. A Nestorio le preocupaba que declarar Theotokos a María
la elevase al nivel de una diosa, lo que olía a paganismo; tal vez al dirigirse a las
reuniones del consejo, que se llevaban a cabo en la Iglesia de la Virgen María,
les había echado una ojeada a las ruinas del templo de Diana, y se preocupaba
de que la iglesia católica corriese el peligro de remplazar a una diosa virgen por
otra. Unos cincuenta años antes otra docta congregación de eclesiásticos había
declarado ya que María era virgen perpetua. En todo caso la victoria de Cirilo
resultó popular para las masas, que llevaron a cabo una procesión a la luz de las
velas por las antiguas calles, para celebrar a María, madre de Dios. La persistencia
de la devoción por María ha resultado ser una de las características más notables
y perdurables del catolicismo. En 1950, 1,431 años después del concilio de Efeso,
enormes multitudes de fieles, que se decía ascendían a un millón de personas,
se reunieron en la plaza de San Pedro, en Roma, para aclamar la proclamación
del dogma de la asunción de María al cielo por parte del papa Pío XII, que reci­
bieron con estallidos de cánticos, lágrimas y gozosas plegarias. Mientras tanto, la
joven campesina judía de Palestina encontraría su nombre en veintiocho iglesias
de Roma y millares más en el resto del mundo, y sería inspiración de algunas de
las obras de arquitectura y de arte (incluyendo la poesía y el canto) más grandes
que ha producido el mundo.
El debate sobre la condición de María fue originalmente producto de las
enconadas controversias en torno al estatus de su hijo, Jesús. Los obispos estaban
tratando de aclarar cuestiones relativas a su naturaleza: ¿debía ser definida como
humana, divina o alguna combinación de ambas? Con el tiempo la Iglesia ortodoxa
rechazó ambos extremos del argumento, que Jesús era humano o divino, en favor
de un complejo compromiso denominado consustanciación. Es decir, Jesús, como
hijo de Dios, era “consustancial” con su padre, compartía su naturaleza divina; al
mismo tiempo era “consustancial con la carne”, es decir que compartía plenamen­
te la naturaleza humana. La condición de María, como la de cualquier otra madre,
se elevó junto con la de su hijo. Los Evangelios la habían descrito ya como virgen.
Para el siglo v la Iglesia decidió que había sido virgen antes, durante y después del
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
nacimiento de su hijo. Una vez establecida la naturaleza “consustancial” de Jesús [ 93 ]
con Dios, correspondía que María fuese declarada madre de Dios.
Después de eso, su ascenso por la escalera mitológica fue imparable, por
lo menos hasta la Reforma del siglo xvi. Por esa época el culto a María, en todas
sus complejas manifestaciones, había sustituido a la encarnación y la resurrección
como centros de fe para la enorme mayoría de los católicos. Los mil años transcu­
rridos entre el cristianismo de los padres de la Iglesia y la culminación del culto
de María presenciaron un alejamiento de la expectativa de la segunda venida y las
esperanzas de redención inmediata que habían animado a los primeros seguido­
res de la fe. Aunque los sacudimientos del milenarismo estremecieron a la Edad
Media, sobre todo a medida que se acercaba el momento, la gran mayoría de los
fieles no esperaban la redención en esta vida y se dirigían a María para que los
consolase en el arduo y doloroso paso al otro mundo.
Se consideraba inapropiado que la madre de Dios, al morir, tuviese el
mismo destino que otros mortales. A partir del año 600 la Iglesia celebró la fiesta
de la asunción el 15 de agosto, cuando se pensaba que María había sido elevada
corporalmente al cielo. Comparte el privilegio casi exclusivo de desafiar el destino
humano y existir en forma corporal en el paraíso con Jesús.1 Una vez instalada
entre los ángeles, junto a su hijo, no habría de pasar mucho tiempo antes de que
María fuese coronada como reina del cielo. Más tarde, se planteó la cuestión de su
propia concepción. Para algunos teólogos de la Iglesia resultaba impensable que
la virgen perpetua, madre de dios y reina del cielo hubiese estado contaminada
por el pecado original, compartiendo nuestra caída de la gracia divina, conse­
cuencia directa de nuestra lascivia sexual. La ansiedad respecto que la pureza de
la madre de Dios estuviese manchada por este aspecto de la condición humana
preocupó a Duns Escoto ya en el siglo xrv. Pero hubo que esperar otros quinientos
años antes de contar con una decisión firme al respecto. En 1854 el papa Pío IX
proclamó la doctrina de la inmaculada concepción de María, lo que la convertía
en el único ser humano (aparte de Jesús) que se había librado de la mácula del
pecado original. Esto implicaba que María era el único ser humano (una vez más
aparte de Jesús) que había sido concebido en perfección, sin la tendencia innata
al pecado. Es decir que vivió una vida enteramente libre de tentación, superando
así el estado de perfección de que gozaran Adán y Eva en el jardín del Edén antes
de la caída.
Sin duda un progreso notable para unajoven campesinajudía de Palestina,
sobre todo si se toma en consideración la escasez de referencias a ella que hay en
la Biblia. El apóstol Pablo, la primera fuente de nuestro conocimiento de Jesús,
ni siquiera la menciona por su nombre, y se limita a señalar que Jesús había sido
“hecho de mujer” Gálatas 4:4. Marcos se refiere a ella por su nombre una vez, y
otra en el contexto de un intercambio bastante indiferente entre Jesús y “su madre
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[ 94 ] y sus hermanos”. Se hacen de lado sus súplicas por obtener su atención debido
a que son su familia.
“¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”, replica Jesús (3:33). Responde
su propia pregunta al declarar que todos los que lo siguieron son su verdadera
familia.
Juan contiene dos referencias a la madre de Jesús, que está más presente
en Mateo y Lucas, quienes incluyen la narración de la natividad y la infancia de
Cristo sobre la que se basa la rica tradición navideña del cristianismo. Incluso allí
María está lejos de ser la figura central. Pero la falta de detalles no impidió que a
lo largo de los siglos del cristianismo, y en particular la Iglesia católica, depositaran
sobre sus hombros el enorme peso de sus dogmas más importantes. De hecho,
la ausencia misma de la tradición en las escrituras permitió la proliferación de
mitos y leyendas acerca de María que contribuyeron a convertirla en la mujer más
venerada de la historia humana.
La encarnación, el núcleo esencial de la fe cristiana, se basa en la afirma­
ción de que María era virgen cuando concibió. Desde luego, las aseveraciones de
partos virginales debido a alguna intervención divina no eran raras en el mundo
antiguo, como manera de establecer la naturaleza excepcional de la persona res­
pecto a la cual se afirmaba eso; Alejandro el Grande es un ejemplo; otro es Pla­
tón. Pero debido a su profundo rechazo del cuerpo como puerta del demonio al
mundo, los cristianos tenían que proteger a la madre de Dios de toda sugerencia
de que la experiencia que había llevado al hecho milagroso era de alguna forma
física, es decir, placentera. Por consiguiente, el asunto no podía involucrar sexo.
El redentor no podía venir, este mundo a consecuencia de un acto de inmunda
lujuria. Tal como lo expresó el teólogo del siglo xvu, Francisco Suárez:

Al concebir a un hijo la virgen bendita no perdió su virginidad ni experi­


mentó placer venéreo alguno... no correspondía al Espíritu Santo... pro­
ducir tal efecto ni excitar ningún inapropiado movimiento de pasión...
Por el contrario, la consecuencia de su presencia es la de apagar el fuego
del pecado original.2

La mujer más venerada del mundo sólo podía serlo sobre la base de que
no tenía en común con las demás mujeres algo tan fundamental en su naturaleza
como la experiencia del sexo. Se estaba exaltando a una mujer aun a costa de
despreciar su sexualidad. María, como madre de Dios, quedaba exenta de los
dolores, así como de los placeres de la maternidad, y los doctos teólogos de la
Iglesia primitiva debatían cómo podía haber dado a luz a jesús sin que se rompiese
su himen; se rechazaba la opinión alterna de que se rompió pero fue restaurado
milagrosamente. Comenzó así un largo proceso que volvería a María cada vez más
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
abstracta y remota de la experiencia de las mujeres que buscaban en ella algún [ 95 ]
consuelo procedente del panteón cristiano dominado por los hombres. La palabra
se hizo carne en forma de su hijo Jesús, pero la carne de la mujer que lo parió se
convirtió en una abstracción. En cierto sentido la abstracción de María debida a
su elevación en un ser asexual, edulcorado, similar al de una diosa, muy distante
de la naturaleza humana, actuaba como contrapunto de la encarnación. El antiguo
dualismo de cuerpo y espíritu, amenazado por la creencia en la encarnación, se
reafirmaba con el culto de la Virgen María. La “palabra hecha carne” marcó el
fin del dualismo, pero el culto a la Virgen María implicó que se perpetuase el
antiguo desprecio por la materia.
Incluso hoy penetrar al interior penumbroso y lleno de fríos mármoles
de las grandes basílicas dedicadas a María le provoca al visitante el abrumador
sentimiento de la pertenencia a otro mundo de la virgen madre convertida en
reina celestial. En Santa María Maggiore, que según la leyenda fue fundada entre
los años 352 y 366 por el papa Liberio I, la reina del cielo, gloriosamente cubierta
por telas de oro y perlas, se sienta sobre un diván lujosamente acojinado, mien­
tras, con las manos ligeramente elevadas y un rostro casi sin expresión alguna,
acepta la corona de manos de Jesús. Al otro lado del Tíber, en la basílica aún más
antigua de Santa María del Trastevere, se retrata a la reina del cielo en un icono
que mide casi dos metros de altura. Está sentada sobre cojines imperiales; junto a
ella está su hijo Jesús, que extiende un brazo protector sobre los hombros de su
madre. Una gran diadema corona su cabeza y un débil nimbo resplandece a su
alrededor. El rostro largo y estrecho muestra una expresión impasible, remota y
de otro mundo, mientras mira hacia abajo desde un plano del ser muy por encima
del de la carne y la sangre mortales.
Los iconos envían un mensaje complejo, si no es que contradictorio. Desde
luego, tienen la intención de transmitir mensajes distintos de los relativos a las
mujeres. En una época en la que Roma estaba afirmando su primacía sobre los
demás obispados, las imágenes ofrecen una señal muy clara de que su posición
como capital de la Iglesia católica contaba con la sanción divina. Pero si nos fija­
mos en lo que nos dicen acerca del estatus de la mujer, advertimos que mientras
se exalta a una mujer como a ningún ser humano antes, elevándola por encima
del mismo papa, coronada por el rey del cielo, ella no es agente de su propia
exaltación. Y la causa de su elevación al cénit es su misma pasividad (“He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”, Lucas 1:38) y asexualidad.
Como modelo de comportamiento para las mujeres María les planteaba
normas contradictorias (si es que no directamente imposibles) para su cumpli­
miento, en la medida en que representaba la apoteosis de la pasividad, la obe­
diencia, la maternidad y la virginidad. Su falta de sexo era un reproche a la
sexualidad de aquéllas, su obediencia un impulso para creer que las normas de
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[ ] las relaciones sociales contaban con la sanción divina, su maternidad virginal un
estado milagroso fuera del alcance de las mujeres meramente humanas. Es decir,
es un reproche específico para las mujeres de una forma en la que Jesús no lo es
para los varones. El sufrimiento y la muerte de Jesús constituyen un reproche a
toda la humanidad, y no se dirige de manera específica a los hombres de la misma
forma en que la Iglesia utilizó la elevación de María para convertir en blanco de
su denigración al resto del sexo femenino. Hasta el día de hoy, en la imaginería
católica el pie de María sigue estando firmemente asentado sobre la cabeza de la
serpiente, en un llamado a las niñas y mujeres católicas a reprimir el deseo en sí
mismas y negar su satisfacción en sus hombres.
La única manera en que las mujeres podían aspirar a emularla era la
renuncia a su sexualidad.
En los primeros años del cristianismo eso fue lo que hicieron millares
de mujeres que se entregaron a una vida ascética, por lo general convirtiendo
en retiro una residencia o una villa privada. Para el año 800, unos cuatro siglos
después de la proclamación de que María era la madre de Dios, el movimiento
ya se había institucionalizado, y conventos, monasterios y prioratos eran un rasgo
común por toda Europa. La energía y el compromiso de las mujeres, que tanto
había contribuido al surgimiento del cristianismo, no se vieron recompensados
por la asignación de papel alguno en las estructuras de poder de la Iglesia, sino
que se los canalizó hacia las grandes instituciones monacales que, por primera
vez en la historia, les ofrecían, a un gran número de mujeres, una alternativa al
matrimonio y la maternidad... aunque fuese a costa de aceptar la castidad y otras
restricciones para toda la vida, como parte de una manera de vivir, muchas veces
rigurosa. Pero era el precio que miles y miles de mujeres estaban dispuestas a
pagar. Hacia el siglo xi los conventos se habían transformado en un importan­
tísimo recurso educativo para las mujeres, que aprendían allí a leer y escribir, y
podían familiarizarse con el conocimiento y con los clásicos. Para 1250 tan sólo
en Alemania había unos quinientos conventos de monjas que contenían en total
entre 25 y 30 mil mujeres.3 Se pasaban el tiempo orando, meditando y trabajando
la lana y el lino. Las monjas de Normandía fueron las que realizaron la bellísima
tapicería de Bayeux en conmemoración de la victoria de los normandos sobre el
rey anglosajón Harold, en la batalla de Hastings, Inglaterra, en 1066. También
bordaban las vestimentas de sacerdotes y obispos (labor que siguen llevando a
cabo muchas monjas en la actualidad). Durante esa época las mujeres, como
abadesas, también podían supervisar las instituciones, y unas pocas se elevaron
hasta cargos con mucho poder. Podía ocurrir que las abadesas rigieran sobre los
hombres en comunidades conjuntas, como la que fundó santa Fara en Brie, en
el norte de Francia. Ella y otras incluso oían confesiones. Las monjas de la abadía
de Las Huelgas, en España, designaban a sus propios confesores.4
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
No obstante para comienzos del siglo xin esa libertad e independencia [9-]
iban en declive. Muchas de las abadías perdieron sus tierras y el control se fue
volviendo cada vez más centralizado. El papa Inocencio III (1198-1216), quien
inició la cruzada contra los cátaros en el Languedoc, impuso prohibiciones al
papel de las mujeres en la iglesia. Se abolieron las comunidades conjuntas, acción
bien recibida a la manera misógina por un abad que escribió:

Nosotros y toda nuestra comunidad de canónigos, reconociendo que la


perversidad de las mujeres es mayor que todas las demás perversidades
del mundo, y que no hay ira comparable con la de una mujer, y que la
ponzoña de áspides y dragones es más fácil de curar y menos peligrosa
para los hombres que la familiaridad con las mujeres, hemos decretado
de manera unánime, por la salvación de nuestras almas, así como por la
de nuestros cuerpos y bienes, que por ninguna razón recibiremos ya más
hermanas que contribuyan a nuestra perdición, sino que las evitaremos
como a alimañas venenosas.5

Aunque las mujeres nunca se ordenaron como sacerdotes, el sacerdocio


no les estuvo vedado oficialmente hasta el siglo xiii. Santo Tomás de Aquino
expresó su opinión de que las mujeres no podían tener autoridad sobre los hom­
bres, y que para convertirse en sacerdote era necesaria “la esencia masculina,
superior”, porque “Adán fue seducido por Eva, no ella por él”. Por lo tanto era
necesario que los curas fuesen varones “para que no vuelvan a caer por segunda
vez debido a su ligereza femenina”.6 En adelante sólo los sacerdotes podían oir
confesiones, y puesto que nada más los hombres estaban en condiciones de ser
sacerdotes, las mujeres se verían obligadas a confesar cualquier transgresión sexual
a varones frecuentemente lascivos y frustrados, que muchas veces explotaba su
poder.
A comienzos del siguiente siglo el mundo de las grandes abadesas era ya
algo del pasado. Pero la alta Edad Media aceptaba otras salidas para las mujeres
con energía, talento y estatus. Leonor de Aquitania (1122-1204), esposa de Luis
VII de Francia y después de Enrique II (Plantagenet), futuro rey de Inglaterra,
era “la heredera más rica de la cristiandad occidental” y “el genio que presi­
día... sobre la cultura cortesana”.7 Las mujeres del suroeste de Francia gozaron
de algunos de los beneficios de la ley romana, que persistía en lo que había sido
la provincia romana de Aquitania, entre ellos el derecho a heredar propiedades.
La herencia de Leonor, que comprendía la mayor parte del sur de Francia, se
extendía al sur desde el valle del Loira hasta el mar Mediterráneo, y al oeste
hasta la costa atlántica de Burdeos. Fue allí, durante su reinado, donde alcanzó
su culminación la cultura del amor cortesano, celebrado en la obra de los poetas
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
I 9s ] trovadores. Entre 1150 y 1250 florecieron unos doscientos poetas trovadores a los
que conocemos por su nombre, entre ellos veinte mujeres. Eran poetas de fami­
lias nobles, que introdujeron entre sus patrones aristocráticos los refinamientos
del ingenio del verso elegante; lo más importante fue que celebraban un nuevo
código de conducta caballeresca en la relación entre hombres y mujeres de alto
rango.
La tradición del amor cortesano fue un ataque contra la misoginia clerical
que dominó la actitud de la Iglesia hacia las mujeres, con su implacable y obsesiva
denigración de las mismas como “materia inmunda”. Lo hizo al exaltar el amor
entre el hombre y la mujer. A ésta se la veía como la salvadora de aquél. En tér­
minos de la civilización occidental esto era absolutamente novedoso. Los poetas
clásicos habían entonado loas a sus amantes, pero no existía una tradición de
elevar a la mujer a la posición de objeto universalmente amado. El culto de María
como reina del cielo había establecido un precedente, pero los poetas del amor
cortesano celebraban el amor ilícito, se burlaban del matrimonio y desafiaban la
moralidad cristiana prevaleciente. Se acercaron a la herejía. En Le Bel Inconnue el
trovador Renaut de Beaujeu refuta a la Biblia y afirma que el hombre fue creado
para servir a la mujer, de la cual emanan todos los bienes.
Al hablar de la corte de Leonor el historiador Friedrich Heer escribió:

La esencia del amor, como se la enseñaba en Poitiers, no era la indulgencia


de una pasión incontrolable sino en el modelado de la misma por la dama
de un hombre, su “señora”.8

Según Heer la revolución en las relaciones románticas no fue lo único


que se consiguió en el sur de Francia. Opina que ciertas evidencias sugieren que
las mujeres pueden haber tenido también derecho a votar y a formar parte de las
elecciones para el gobierno local.9
La elevación del amor entre hombre mujer a un sacramento anticipa la
obra de Dante Alighieri (1265-1321). El encuentro de Dante con Beatriz Portanari
transfigura su vida. Inspiró su primera obra, La Vita Nuova. En su obra maestra,
La divina comedia, escrita después de que Beatriz se casó con un comerciante
florentino y murió a la temprana edad de 24 años, narra el viaje que emprende
el poeta por los tres reinos del infierno, el purgatorio y el paraíso. Quien lo
escolta del purgatorio al paraíso es Beatriz. Mientras ella se aproxima cubierta
por un manto verde, con una guirnalda de oliva en la cabeza, él recuerda su
amor por ella: d’antico amor sentí la gran potenza (“sentí el gran poder del antiguo
amor”).
Pero no se trata del amor adúltero de los trovadores. El que siente Dante
por Beatriz es casto, y la salvación del poeta depende de ello. No obstante, lo que
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
llama la atención de su visión es que no implica desdén ni desprecio alguno por [ 99 ]
lo que es humano, ningún triunfo del espíritu sobre la materia: Beatriz es ambas
cosas. Aunque exaltada, sigue siendo una figura muy humana. En términos de
Marina Warner, Dante “era un pensador demasiado profundo y noble para caer en
el dualismo y utilizar la perfección de Beatriz a fin de denigrar a la raza humana
o al resto del sexo femenino”.10
Semejante visión de la mujer como humana y al mismo tiempo como
expresión de belleza con el poder de transfigurar a los demás no podía contra­
rrestar las corrientes misóginas que recorrían el cristianismo. Para la época en
que Dante concluyó su obra esas corrientes se precipitaban con más intensidad.
Habrían de llegar a ser un torrente furioso.
La Iglesia, que siempre desaprobó la tradición del amor cortesano, des­
cubrió que la tierra de los trovadores no sólo era hogar de ideas sediciosas y
perturbadoras acerca de las mujeres, sino también de una importante herejía,
el catarismo. Un gran sector de la población había abandonado por entero la
Iglesia católica en favor de un movimiento que rechazaba el mundo como malig­
no y predicaba que el papa y sus obispos habían abandonado las enseñanzas de
Jesús.11 La persecución de los cátaros vinculó la herejía con ideas acerca de las
mujeres de una forma que, siglos más tarde, habría de facilitar las cacerías de
brujas.
El movimiento cátaro se había originado en el este, cuna de muchas de
esas fes dualistas que se remontaban a tiempos anteriores al cristianismo. Igual
que las herejías más antiguas y, de hecho, que el mismo cristianismo temprano,
escandalizaba a los ortodoxos debido al papel prominente que en él desempe­
ñaban las mujeres. Los cátaros les permitían predicar y convertirse en parte de
la elite espiritual del movimiento, de los Perfectos. Las mujeres acaudaladas del
Languedoc se contaban entre las patrañas más destacadas de los predicadores
cátaros, tal como lo fueran de los poetas trovadores.
En 1208 el papa Inocencio III declaró una cruzada contra el catarismo. Se
la llevó a cabo en forma salvaje. A lo largo de un periodo de treinta años, cientos
de miles de personas fueron asesinadas, quemadas y colgadas, y las mujeres cáta-
ras fueron objeto de especial humillación y abuso, como lo ilustra trágicamente
el destino de la dama Geralda, una de las más renombradas de ellas. Después de
haber sido hecha prisionera la arrojaron a un pozo y la apedrearon hasta matar­
la. “Incluso de acuerdo con las normas de la época fue un acto impresionante”,
comentó un historiador de la herejía.12
La cruzada contra los cátaros borró definitivamente la cultura que había
nutrido la tradición del amor cortesano. Los trovadores siguieron escribiendo
poesía amorosa... pero ya era casta y estaba completamente cristianizada. La purga
contra la herejía se convirtió en una purga contra la expresión de ciertas ideas
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[ ioo] tocantes a la relación entre hombres y mujeres. Ahora los poetas cantaban que
la pureza del amor estaba definida por la negación de su propio fin: la posesión
del ser amado. Según Warner éste era un concepto que “hubiese carecido de
sentido” para los trovadores antiguos.13 La madre de Dios y reina del cielo se pre­
senta ahora como parte de la lucha ideológica y adquiere el título de NotreDame,
Nuestra Señora. El poema sustituye el amor por las damas de la corte por el amor
hacia una dama, María. Gautier d’Arras, que provenía del norte de Francia y que
escribió desaprobatoriamente sobre el espíritu de la corte de Leonor, proclama:
“Casémonos con la Virgen María; con ella nadie puede hacer un mal matrimonio”,
y expresa desdén por el amor de las mujeres verdaderas.14
La deificación deshumaniza a las mujeres tanto como su opuesto total, la
demonización. Ambas les niegan su humanidad normal. Sin embargo, esa huma­
nidad es el tema de uno de los más grandes retratos de mujeres jamás escritos,
que apareció hacia 1387 para arrojar luz sobre la creciente penumbra del declive
de la Edad Media. Tal vez por primera ocasión desde las comedias de Aristófanes,
más de 1,700 años antes, le dio voz a la mujer, no como diosa ni como tentadora,
sino como cualquier otro ser humano con vicios y virtudes. Tal como se la pinta
en los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer (1342-1400), Alison, la mujer de
Bath, no es, sin duda, una Beatriz; ningún hombre llegará a la salvación gracias
al amor por ella. Y no trata de serlo. Sus vicios, como sus virtudes, emanan de
las demandas que le imponen las exigencias de la vida cotidiana. Para Alison los
hombres son un problema que hay que manejar, pero confía en que ese problema
pueden resolverlo las mujeres que usen su inteligencia. Algo más importante es
que protesta contra la historia de la misoginia y su injusticia. Al hacerlo denuncia a
todos los misóginos desde “la antigua Roma” hasta la Biblia, incluyendo a Metello,
“ese patán asqueroso” que mató a golpes a su mujer porque había bebido vino, y
a Cayo Sulpicio Galo, que se divorció de su esposa porque ésta salió con la cabeza
descubierta (véase el capítulo Las mujeres a las puertas: La misoginia en la antigua
Roma); es especialmente mordaz al hablar de la tradición eclesiástica de difamar
a las mujeres. En “El prólogo de la comadre de Bath” afirma:

Porque tómenme la palabra, no existe libelo


acerca de las mujeres que los clérigos no pinten,
excepto cuando escriben de una santa,
pero de las mujeres, nada bueno.
¿Quién llamó salvaje al león? ¿Lo saben?
Por Dios, si las mujeres hubiesen escrito historias
como las que los clérigos guardan en sus oratorios,
hubiesen escrito más de la maldad del hombre
que todo lo que los hijos de Adán hubiesen podido enmendar.15
| UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Su quinto esposo la hace enfurecer leyendo constantemente su colección [ ioi ]
de homilías misóginas. Tras una feroz pelea, ella lo convence de que arroje su
libro el fuego y se someta a su dominio.
“El cuento de la comadre de Bath”, que aparece más adelante, tiene que
ver con el intento de contestar la pregunta que haría famosa muchos siglos más
tarde Sigmund Freud: “¿Qué quieren las mujeres?”. El desventurado caballero al
que se le encomienda la labor de encontrar respuesta fracasa, hasta que una vieja
le da la solución:

Una mujer quiere idéntica soberanía


sobre su marido que sobre su amante,
y dominarlo; él no debe estar por encima de ella.16

Pero para Alison no existe enigma alguno. Soberanía significaba libertad


para ser ella misma, en toda su naturaleza femenina.
La indignación de la mujer de Bath por la misoginia de la iglesia llegó
apenas unas pocas décadas antes de que ésta adoptase su reforma más letal, de
verdadera pesadilla. Esto también estuvo prefigurado por el desdén misógino hacia
la sexualidad humana que expresó el papa Inocencio III, quien exterminó a los
cátaros y a la cultura del amor cortesano. Proclamó que “el hombre se formaba
por la comezón de la carne en el calor de la pasión y el hedor de la lascivia, y, peor
aún, con la mancha del pecado”.17 El papa veía el mundo asediado por el pecado.
En 1215, en el cuarto Concilio de Letrán, se declaró obligatoria la confesión para
todos los católicos adultos. De esa manera la Iglesia podía vigilar con más eficacia el
alma de los fieles. Inocencio III ordenó que se restringiese notablemente el papel
de las mujeres en la vida religiosa. Quedaron permanentemente impedidas de oir
confesiones y de predicar. Hasta su participación en los cánticos durante el servicio
debía ser controlada. En la vida cotidiana también había que confinarlas —en
palabras de santo Tomás de Aquino— a la posición de “ayudantes del hombre”.
Abogaba porque los hombres hiciesen uso de “un objeto necesario, la mujer, que
se requiere para conservar la especie o para brindar alimento y bebida”. La fuerza
brutal empleada por una Iglesia absolutista fue el medio de disuasión definitivo.
Hasta la aparición de los Estados totalitarios del siglo xx no existió una institución
que pudiese esgrimir tanto poder. Pero en ella subyacía una terrible inseguridad.
Los cátaros no eran el único peligro. La Iglesia mandó que los judíos utilizasen
una forma distintiva de vestir: un parche amarillo y una gorra con cuernos, para
señalarlos como asesinos de Cristo. Los estallidos de histeria religiosa se volvieron
más comunes durante ese periodo, y las turbas atacaban a las comunidades judías
con malignos pogroms. De acuerdo con Heer, “se suponía que todo aborto, animal
o humano, todo accidente fatal que sufría un niño, toda hambruna y epidemia,
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[ id ] era obra de alguien que causaba el mal. Hasta que los eliminaron, los judíos eran
los culpables obvios; después lo fueron las mujeres, las brujas”.
La locura de las brujas, que se extendió desde finales del siglo xiv hasta
finales del xvn y que tuvo por consecuencia la muerte de incontables millares de
mujeres, sigue siendo capaz de impresionarnos, en gran medida porque es el único
caso de la historia de la persecución en el cual ser mujer implicaba ser la principal
sospechosa de una vasta conspiración y fundamento para la prisión, la tortura y
ejecución. Sigue siendo el acontecimiento más mortífero de la historia de la miso­
ginia y todavía ahora, tras muchos siglos, el más perturbador y enigmático.
Durante gran parte de la historia humana, e incluso hasta el presente,
la gente ha creído en brujos, tanto varones como mujeres, y consideraba que su
magia era capaz de ser ejercida con fines tanto benignos como malignos. Perió­
dicamente se castigaba a los brujos.18 Pero la Iglesia antigua creía que la encarna­
ción había derrotado eficazmente a Satanás y no se lo veía ejercer una influencia
poderosa sobre los brujos ni sobre ninguna otra persona. Durante el primer mile­
nio del cristianismo, y aún después, la creencia en las brujas solía tratarse como
una superstición de los ignorantes, y la Iglesia ponían en guardia contra ella.
Habitualmente, si moría algún brujo, era a manos de campesinos enfurecidos o
asustados. La posición oficial de la Iglesia seguía siendo la de que existía la magia
y que algunas mujeres —y hombres— podían usarla, en especial para producir
impotencia y causar abortos. Pero condenaba como pecado la creencia de que
las brujas podían cabalgar por el aire durante la noche, convertir el amor hacia
una persona en odio, transformarse a sí mismas, o a otros, en animales y tener
relaciones sexuales con los demonios.19
Hacia finales del siglo xm ese estado de ánimo se había modificado. Una
actitud más sombría y pesimista remplazó a esta saludable cautela, y los teólogos
empezaron a reconsiderar el estatus del diablo, sus demonios y sus sirvientes
humanos. ¿Por qué?
Las herejías habían hecho estremecer ya el edificio antes sólido del cato­
licismo. Fueron seguidas por la pandemia de la peste negra (1347-1350), uno de
los peores desastres que azotó jamás a Europa. Se calcula que murieron veinte
millones de personas. El mundo que surgió después estaba más lleno de temor e
incertidumbre. “Al acercarse a su fin la Edad Media una melancolía sombría pesa
sobre el alma de la gente.”20
El ánimo de pesimismo de finales del medioevo, combinado con dudas
y temores, se expresó de una manera que habría de tener impacto directo sobre
el destino de las mujeres: el aumento del interés por los demonios, la necesidad
de demostrar que eran reales y, por lo tanto, que el diablo y sus demonios anda­
ban sueltos por el mundo. Según lo sintetizó el historiador Walter Stephens, “sin
prueba de un demonio no puede haber prueba de Dios”.21
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
La prueba más convincente de la realidad de los demonios tenía que ser [ 103 ]
su capacidad para interactuar con los seres humanos. No existe ninguna forma
de interacción más intensa y corporal que el sexo. Pero para practicar el sexo
los demonios necesitaban cuerpos. Muchos monjes eruditos se encorvaron sobre
textos antiguos en sus desnudas celdas noches enteras, valorando la corporei­
dad de los demonios; para quienes estaban a favor de la encarnación demoniaca
se invocaban las grandes autoridades de san Agustín y santo Tomás de Aquino
(1225-1274). Agustín había apuntado a los dioses paganos, que, según creía, eran
demonios, y su afición por violar y embarazar a mujeres, como prueba de que
podían interactuar con los seres humanos. Santo Tomás de Aquino creía que los
demonios eran seres transgénicos supremos y sobrenaturales. Podían presentarse
como hembras —súcubos— y proceder a extraerles semen a los hombres.22 Luego
se transformaban en demonios masculinos o íncubos, y embarazaban a las mujeres.
Los escépticos sostenían que los demonios eran una ilusión.
Para el lector moderno todo el debate sobre el cuerpo de los demonios y
lo que éstos podían o no podían hacer con ellos puede parecer muy alejado de
la preocupación por el estatus de las mujeres. Pero de su resultado habrían de
depender las vidas de muchos miles de ellas. Los argumentos abstractos suelen
tener consecuencias concretas, a veces de la más horripilante variedad.
Para el siglo xiv los argumentos en pro de la realidad de los demonios
habían obtenido un apoyo crucial en los más elevados niveles de la Iglesia. El
papa Juan XXII estaba obsesionado con la brujería y la herejía, y creía firmemente
en los demonios. Durante su largo papado una mujer fue acusada, por primera
vez en la historia, de tener relaciones sexuales con el diablo. Lady Alice Kyteler,
de Kilkenny, en Irlanda, fue quien, en 1324, se ganó esa dudosa distinción. El
papa había designado como obispo de Ossory, en el sur de Irlanda, a Richard
Ledrede, hombre que compartía sus obsesiones.23 Lady Kyteler iba por su cuarto
esposo cuando llamó la atención del obispo. Este prestó oído muy interesado a
las acusaciones de los hijos de los tres esposos muertos de la dama, en el sentido
de que ésta había utilizado la brujería para deshacerse de sus padres. También
fue acusada de dirigir una secta que renegaba del cristianismo, y que usaba los
ropajes que envolvían a los bebés muertos sin bautizar para elaborar pociones y
venenos malignos con los cuales causar daño a los buenos católicos. Lo más sen­
sacional de todo fue que, bajo tortura, su doncella Petronilla le contó al obispo
cómo actuaba de intermediaria para el demonio y su ama. La primera vez que el
demonio aparece en la historia como amante lo hace en la forma de tres negros
grandes y guapos. Petronilla dijo que había visto con sus propios ojos (y al parecer
miraba con frecuencia) a lady Alice haciendo el amor con ellos, a veces a plena
luz del día. “Después de ese acto infame [Petronilla] limpiaba con sus propias
manos ese lugar desagradable con sábanas que tomaba de su cama.”24
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[ io4 ] Lady Kyteler también fue acusada de dirigir una secta anticristiana, con lo
que se vinculaban la brujería, el sexo demoniaco y la herejía. Ya no se volvería a
ver a las brujas como mujeres solitarias que preparaban pociones en sus cabañas
aldeanas. Estaban transformándose en parte de una vasta conspiración.
Lady Kyteler escapó a Inglaterra y evitó el castigo, pero la infortunada
Petronilla fue quemada viva. Fue sólo una de las dos personas —y la única mujer—
quemada por bruja en Irlanda.25
Las acusaciones de brujería y sexo demoniaco empezaron a presentarse
con más frecuencia en el siglo xv. Fueron una característica de la primera cacería
de brujas de amplio alcance en el valle del Ródano, en el sur de Francia, en 1428,
durante la cual murieron en la hoguera entre cien y doscientas brujas.26 Menos
de sesenta años después apareció un texto que constituye un hito en la historia
de la misoginia y que explicaba por qué cada vez más mujeres parecían estar
abandonando la Iglesia y arrojándose en brazos de Satanás y sus demonios. No es
que el Malleus maleficarum, o Martillo de las brujas (1487) tenga algo original que
decir sobre la misoginia; no es así; se limita a repetir todos los insultos acumula­
dos sobre las mujeres en la Biblia y en los autores clásicos. Pero lo que hace por
primera vez es vincular explícitamente las presuntas debilidades de la naturaleza
femenina con su propensión a caer ante el diablo y convertirse así en brujas. La
influencia de esa obra se vio inmensamente incrementada por una nueva inven­
ción: la imprenta. Es bastante irónico el hecho de que un invento que habría de
revolucionar el acceso de la gente a la información tuviese tanto que ver con la
difusión de una de las formas más letales de ignorancia, temor y prejuicio que se
haya manifestado jamás.
El Malleus fue obra de dos inquisidores dominicos, Heinrich Kramer y
Jacobus Sprenger (aunque se piensa que el primero fue el principal responsable
de su redacción). Sprenger había estado cierto tiempo como inquisidor en Ale­
mania. Pero su principal aspiración a la fama surgió cuando, antes de ocuparse
de quemar mujeres, estableció, en 1475, la Confraternidad del Santo Rosario,
forma de devoción a la Virgen María a la cual hasta el día de hoy se espera que
se unan los buenos niños católicos. La terrible polaridad de la misoginia cristiana
no encontró una expresión más poderosa que la devoción de Sprenger tanto por
la Virgen María como por torturar y quemar a mujeres inocentes, presuntamente
por haber tenido relaciones sexuales con el demonio.
Se sabe menos de Kramer. Parece haberse interesado por los demonios a
partir de un encuentro casual en Roma, en 1460, cuando conoció a un sacerdote
que estaba poseído por el diablo.27 Eso lo convenció de que tal vez fuese posible
encontrar evidencias físicas de los demonios y demostrar así, más allá de toda
duda, que eran reales.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Kramer y Sprenger tuvieron un poderoso cómplice en su campaña para [ 05]
demostrar que las mujeres estaban teniendo relaciones sexuales con Satanás. El
papa Inocente VIII (1484-1492), quien tenía la reputación de no ser tan inocente.
Se llamaba Giovanni Battista Gibo, y los cronistas de su tiempo lo pintan como
alguien entregado a “una licenciosidad sin control”, que engendró varios hijos
ilegítimos. Habría de pasar las últimas semanas de su vida incapaz de digerir nada
que no fuese leche materna, irónico destino para un hombre que consignó a
millares de mujeres inocentes a la hoguera. Kramer y Sprenger convencieron al
papa, con sus historias de mujeres que copulaban con demonios, devoraban niños,
volvían impotentes a los hombres, provocaban abortos y mataban al ganado, de
que la brujería era un grave peligro para la civilización y para la Iglesia.
En 1484 el papa expidió una bula que concedía fuerza de dogma a las
afirmaciones de que las brujas practicaban sexo con los demonios. La misma
establecía:

En verdad ha llegado últimamente a nuestros oídos, no sin acongojarnos


con un amargo pesar, que en algunos lugares del norte de Alemania, así
como en las provincias, pueblos, territorios, distritos y diócesis de Magun­
cia, Colonia, Tréveris, Salzburgo y Bremen, muchas personas de ambos
sexos, indiferentes a su propia salvación y alejándose de la fe católica,
se han entregado a diablos, íncubos y súcubos, y por sus encantamien­
tos, hechizos, conjuros y otras artes y brujerías malditas, enormidades y
horribles agravios, han matado criaturas que estaban aún en el vientre de
su madre, así como a las crías del ganado, han acabado con el producto
de la tierra, con las uvas de la vid... esos infelices afligen y atormentan,
además, a hombres y mujeres... impiden que los hombres lleven a cabo
el acto sexual y que las mujeres conciban, por lo cual los maridos no
pueden conocer a sus esposas ni las esposas recibir a sus maridos... y por
instigación del Enemigo de la Humanidad no temen cometer y perpetrar
las más infames abominaciones ni los más inmundos excesos con peligro
mortal de su propia alma...
Por eso Nos... decretamos y ordenamos que los dichos inquisidores [Kra­
mer y Sprenger] tengan la autoridad para proceder a la justa corrección,
prisión y castigo de cualesquiera personas, sin impedimento ni obstáculo,
en cualquier forma...28

Fue el equivalente a una declaración de guerra, y el Malleus se convirtió


en una especie de justificación de la misma. Las mujeres habrían de ser sus prin­
cipales víctimas. En los siguientes siglos, 80 por ciento de las personas ejecutadas
en las cacerías de brujas serían mujeres.
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[ icá ] Los inquisidores tienen una sencilla explicación de por qué casi todos los
que se dedican a la brujería son mujeres: “toda brujería viene de la lujuria carnal,
que en las mujeres es insaciable”, escriben, citando el proverbio xxx. “Tres cosas
hay que nunca se satisfacen, y una cuarta que dicen que no es suficiente, a saber
la boca del útero... por lo cual a fin de satisfacer su lujuria yacen incluso con el
diablo.” Aducen otras faltas de las mujeres que las vuelven vulnerables a la tenta­
ción, desde luego, incluyendo su vanidad, su debilidad de espíritu, su charlatanería
y su credulidad. Pero para los inquisidores la causa primordial de la brujería es la
mayor carnalidad de las mujeres. Ya que presumiblemente esta falta que se iden­
tifica como propia de las mujeres no es nueva, cabría preguntarse por qué casi
no hay informes de mujeres que copulasen con el demonio antes del año 1400,
cuando la Iglesia decretó que hacer del amor con los diablos era un crimen capital.
El Malleus no da ninguna explicación de ello, fuera de decir que en los buenos
viejos tiempos “los diablos íncubos solían infectar a las mujeres contra su voluntad”.
Pero las brujas modernas “se entregan voluntariamente a esta servidumbre, la más
inmunda, la más miserable”. La afirmación de que ni las mujeres ni las brujas son
lo que solían ser es una versión grotesca del antiquísimo lamento expresado por
todos los misóginos desde Catón el Viejo hasta el último evangelista de la televisión
acerca de la escasa moral de las mujeres modernas. Hubiese resultado cómico de
no ser porque sus consecuencias fueron tan horripilantes.
El Malleus no tiene nada de cómico; está escrito con toda la mortal serie­
dad que puede reunir el fanatismo más frío, de ésa que hace que Mein Kampf
de Hitler, sea una lectura tan repulsiva. Nada puede lograr que estos dos autores
dejen entrever una sonrisa, ni siquiera la historia de los penes desaparecidos. Sin
olvidar que Sprenger y Kramer acusan a las mujeres de ser el sexo crédulo, con­
sidérese cómo tratan la acusación de que las brujas roban penes.29 Se afirma que
algunas brujas reúnen penes “en grandes números, hasta veinte o treinta juntos,
y los ponen en el nido de un ave o los guardan en una caja, donde se mueven
como miembros vivientes y comen avena y trigo”. Como prueba aseveran que:

Cierto hombre cuenta que, cuando perdió su miembro, se aproximó a cier­


ta bruja para pedirle que le devolviese la salud. Ella le dijo al afligido que
treparse a cierto árbol y que allí podía escoger el miembro que le gustase
de un nido en el cual había varios. Y cuando trató de tomar uno grande
la bruja le dijo: “no debes llevarte ése”, y añadió “porque le pertenece al
cura de la parroquia”.

De hecho lo que reprodujo el Malleus —evidentemente sin darse cuen­


ta— es un chiste anticlerical muy socorrido. Según el historiador Walter Stephens:
“Hay otros casos en los que Kramer usa bromas como si fuesen transcripciones
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
de procedimientos judiciales; la impresión de demencia que irradia el Malleus [107]
proviene de la disposición de Kramer a creer casi cualquier cosa como evidencia
de la que la brujería y los demonios son reales”.30
En la obra se especula si los demás pueden ver a los íncubos cuando las
brujas tienen relaciones sexuales con ellos. También los inquisidores están intere­
sados por saber si el sexo con un demonio es más placentero para la mujer que
el sexo con su propio esposo. En el Malleus hay evidencias de que el sexo con el
diablo es tan bueno o mejor que con un hombre. Esto cambió con el paso de los
años. En las confesiones de brujas del siglo xvi en adelante, aunque el miembro
del diablo se vuelve grande “como el de una muía... largo y grueso como un brazo”,
e incluso desarrolla ramificaciones para que la mujer pueda tener sexo oral, anal
y vaginal al mismo tiempo, la relación sexual con los demonios se vuelve mucho
menos agradable y llega a ser dolorosa.31
Las especulaciones de los inquisidores en torno al sexo con los demonios
está dedicada, casi por entero, a las mujeres y sus íncubos. Poco se dice de los
hombres que copulan con súcubos. Kramer y Sprenger no sienten curiosidad por
saber cuán gustoso es para un hombre hacerle el amor a una diablesa. Esto, según
sostienen, se debe a que los hombres no son tan proclives a sentir lujuria por los
demonios: “Y bendito sea Aquel que en lo más alto ha preservado hasta ahora el
sexo masculino de tan grande crimen”, exclaman solemnemente.
El vocabulario del Malleus cuando se ocupa de la sexualidad humana, y
sobre todo de la femenina, es de fría repugnancia. Aleja a los autores de su tema
como si los acusadores no perteneciesen a la misma especie que aquellas a quienes
acusan de llevar a cabo actos de tan “diabólica inmundicia”. Aún más repelente
es el helado desapego que exhiben los inquisidores cuando tratan los remedios
para esta “alta traición contra la majestad de Dios”. Puede compararse con el de
un burócrata nazi contabilizando el número diario de muertes en un campo de
concentración.
La institución de la Inquisición, en cuyas manos caían los acusados, se
parecía, en efecto, a las instituciones de terror creadas por los Estados totalita­
rios del siglo xx. La labor de la Inquisición consistía en encontrar y castigar a
los herejes. A la persona acusada no se le decía quién había sido su acusador.
La representación legal era prácticamente imposible. Quienquiera que estuviese
lo bastante loco como para acudir en defensa de aquélla podía ser condenado
también como hereje. “Quienes procuran proteger a las brujas son sus enemigos
más crueles, y las sujetan a las llamas eternas, en lugar del sufrimiento transitorio
de la hoguera”, advierte Peter Binsfield, obispo sufragáneo de Tréveris, una de
las áreas más afectadas por las cacerías de brujas.32
La acusada era hecha prisionera antes de ser llevada a juicio y, mientras
esperaba ese momento, durante periodos muchas veces considerables, alimentada
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
L i =s ] sólo a pan y agua. Se utilizaba la tortura para extraer confesiones y la sentencia
no tenía apelación. El inquisidor era fiscal, juez y jurado. Técnicamente la Iglesia
no llevaba a cabo, de hecho, la sentencia de muerte ya que está prohibido quitar
la vida... se limitaba a “relajar” su protección sobre la acusada (si resultaba conde­
nada) . La víctima se entregaba las autoridades civiles, que eran las que adminis­
traban el castigo. Desde luego, las autoridades civiles coincidían inevitablemente
con los hallazgos del inquisidor.33 Heinrich Krarner y Jacobus Sprenger sintetizan
el papel de la Iglesia con una frase aterradora cuando hablan de “aquellas a las
que hemos hecho arder”.34
A la acusada podían mantenerla en un estado de suspenso, aconsejaban
los inquisidores, “posponiendo continuamente el día del interrogatorio”. Si eso
no la hace confesar, “que primero sea llevada a las celdas penales y desvestida
allí por mujeres honestas de buen carácter”, por si acaso está ocultando algunos
instrumentos de brujería hechos “con las extremidades de niños no bautizados”.
Luego es buena idea rasurarle o quemarle todo el pelo, excepto en Alemania,
donde el afeitado “especialmente de las partes secretas... no suele considerarse
gentil... por lo cual los inquisidores no lo empleamos”. No son tan melindrosos en
otros países, en los cuales “los inquisidores ordenan que rasuren todo el cuerpo
de la bruja”. Según informa el Malleus, “el inquisidor de Como nos ha informado
que el año pasado, es decir, en 1485, ordenó que se quemase a 41 brujas después
de haberlas afeitado por entero”. El inconfundible regodeo que derivan Krarner
y Sprenger del énfasis en estos detalles revela su sadismo subyacente.
Si la miseria de la prisión y la humillación de ser desnudada y afeitada,
por no hablar del creciente terror, mientras espera la tortura inminente, no la
doblegan, el juez debe “ordenar que los oficiales la amarren con cuerdas y la
coloquen en alguna máquina de tortura; y tienen que ser obedecidos de inmedia­
to pero no gozosamente, sino más bien parecer perturbados por su deber”. Por
lo general el primer instrumento de tortura que se aplicaba era el strappado. Se
le amarraban las manos a la espalda. La ataban a una polea y luego la elevaban
violentamente a cierta altura, donde la sacudían hacia arriba y hacia abajo hasta
que se le dislocaban los hombros y se le desgarraban los tendones. “Y mientras se
la eleva por sobre el suelo”, escriben los inquisidores con todo el desapego de un
funcionario público, “si se la está torturando de esta forma, que el juez le lea o
le haga leer las disposiciones de los testigos con su nombres, diciéndole: ‘¡Mira!
Estás condenada por los testigos’.”
Si se muestra obstinada pueden usarse otras torturas. Se la puede quemar
con velas o con aceite caliente. Pueden aplicarle bolas de brea ardiente a los
genitales u obligarla a beber litros y litros de agua hasta que se hinche, tras lo
cual los oficiales le golpean el vientre con varas. Pueden sentarla en la silla de la
bruja, una especie de jaula estrecha con pinzas y un asiento con púas. Pueden
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
emplearse tornillos para aplastar los pulgares y otros aparatos para destrozar las [ 109 ]
piernas y los pies. Algunas víctimas eran mantenidas tanto tiempo con grilletes en
condiciones de total suciedad que morían de gangrena antes de llegar ajuicio.33
Pero los inquisidores no carecen de comprensión. Prohíben torturar a las mujeres
embarazadas. Se les debe aplicar la tortura sólo después de dar a luz.
A los jueces también les están permitidos el engaño y la mentira. Un juez
puede prometerle a una mujer que le perdonará la vida para después, una vez
que haya confesado, entregarla a otro juez a fin de que éste emita la sentencia.
O puede “entrar y prometer que tendrá conmiseración, con la resera mental
de que quiere decir que será piadoso consigo mismo o con el Estado; porque
todo lo que se haga por la seguridad del Estado tiene conmiseración”. Tal como
ocurrió con los totalitarismos del siglo xx, las cosas se convierten en su opuesto,
de acuerdo con los dictados del régimen. Nos recuerda el mundo de pesadilla de
1984, de George Orwell, con sus lemas dominantes: “la guerra es paz, la libertad
es esclavitud, la ignorancia ES fuerza”; los autores del Malleus podrían agregar
“la crueldad es piedad”. Al igual que en la Alemania nazi y en la Rusia estalinista,
se consideraba aceptable que padres e hijos se denunciasen mutuamente. Peter
Binsfield narra la historia de un chico de 18 años que denunció a su madre “lle­
vado por su piedad filial”. Ella fue a la hoguera, junto con tres de sus hijos, en
noviembre de 1588.36
Una vez convicta la acusada, la iglesia decreta que sufra “relajamiento al
brazo secular”, es decir, la entrega para su castigo a las autoridades civiles, lo que
implica una muerte dolorosa. Hay pocas esperanzas de que el brazo secular fuese
a oponerse a la voluntad eclesiástica. Un demonologista francés advierte: “El juez
que no condene a muerte a una bruja convicta debe ser condenado él mismo a
muerte.”37 Camino a la hoguera a las mujeres se las obligaba frecuentemente a
portar la “brida de la bruja”, una mordaza de hierro con púas que le metían y
sostenían en la boca para ahogar sus gritos y sus protestas de inocencia.
A lo largo de un periodo de unos doscientos años fueron ejecutadas con
esos métodos cantidades desconocidas de mujeres, a la mayoría de las cuales se
quemó vivas. En conjunto, ha resultado imposible estimar el número de víctimas
que murieron como brujas. Los cálculos oscilan de varios millones a alrededor
de 60 mil.38 Las cifras, y algunos de los métodos, variaban de un país a otro. Las
cacerías de brujas fueron más violentas y enconadas en Alemania, Suiza, Francia y
Escocia. No obstante, dentro de esos países el número de mujeres ejecutadas cam­
biaba considerablemente de un área a otra. En Francia tendieron a concentrarse
en zonas tales como el suroeste, donde habían florecido herejías previas del tipo
del catarismo. Lo mismo ocurría con Alemania: las principales cacerías de brujas
se dieron a lo largo de las líneas de falla religiosas que produjeron los disturbios
de la Reforma y de las guerras de religión del siglo xvti. En el área del suroeste
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[ no ] de Alemania, entre 1561 y 1670, murieron quemadas 3,229 brujas; en las inmedia­
ciones del pueblo de Wiesenteig, en un solo año —1662— ardieron 63 mujeres,
es decir, más de una por semana.39 En 1585, cerca de Tréveris, después que la
ciudad fue recuperada por los católicos de manos de los protestantes, hubo dos
aldeas en las cuales no quedó más que una mujer en cada una... todas las demás
fueron quemadas. Nicholas Remy, erudito, poeta latino, autor de Daemonolatreia,
así como inquisidor, quemó de dos a tres mil brujas antes de su muerte en 1616.
Entre 1628 y 1631, Philip Adolf von Ehrenberg mandó a la hoguera a 900 brujas,
entre las que se contaban varios niños. En esa época, también en Alemania, a
criaturas de apenas 3 y 4 años se las acusaba de mantener relaciones sexuales con
demonios. Los niños convictos de haber concurrido con sus padres al sabbat de
las brujas eran azotados frente al hoguera en la cual ardían su padre y su madre.40
Jean Bodin, autor del tratado de 1580, De la démonomanie des sorciers, escribe: “a los
niños culpables de brujería, si se los sentencia, no debe perdonárselos, aunque
en consideración a su tierna edad, si se muestran penitentes, cabe estrangularlos
antes de quemarlos”.41 A las jovencitas de más de 12 años y a los chicos de más
de 14 se los trataba como adultos.
En Inglaterra fueron ejecutadas alrededor de mil brujas a lo largo de un
lapso de doscientos años, mucho menos que en la mayoría de los demás lugares
de Europa que habían caído en las garras de esa locura. Por lo general la cópula
con el demonio no formaba parte de las acusaciones, y estaba prohibido el tipo
de tortura que se autorizaba en el continente europeo. A las acusadas, en cambio,
se les impedía dormir durante días enteros, hasta que confesaban.42 La relación
sexual de las mujeres inglesas con el diablo coincidió con la llegada del purita­
no Matthew Hopkins como inquisidor general de brujas, durante la guerra civil
inglesa (1642-1649). Hasta entonces habían estado satisfechas, al parecer, ama­
mantando sapos y gatos demoniacos. Hopkins ahorcó a unas doscientas mujeres
acusadas de brujas en el curso de 14 meses, incluyendo 19 en un solo día en el
poblado de Chelmsford, en Essex. Una de sus víctimas, Rebecca West, de Colches-
ter, acusada de usar la brujería para matar a un niño, confesó haberse casado con
el demonio. Hopkins recibía un bono por cada bruja a la que colgaba, y según la
leyenda cuando se retiró era un hombre rico.
No obstante, justo al norte de la frontera, en Escocia, donde prevalecía la
tortura al estilo del continente, la cópula con el diablo era tan común como en
Francia, Suiza, el norte de Italia y Alemania. Las brujas escocesas también confe­
saban habitualmente haberse comido a sus hijos. Durante los años de las cacerías
de brujas fueron a dar a la hoguera cuatro mil mujeres, número aterrador en vista
de la escasa población de Escocia.
Los puritanos ingleses llevaron consigo al Nuevo Mundo su temor por la
brujería. Y también llevaron algo de la misoginia del Viejo Mundo que constituía
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
su inspiración. Pero la locura de las brujas nunca tuvo la misma ferocidad en las [m]
colonias que en Europa. Sólo hubo dos estallidos intensos, el primero en Har­
tford, Connecticut (1662-1663) y el segundo y más tristemente célebre en Salem,
Massachusetts, durante unos cuantos meses a partir de diciembre de 1691. En
Hartford hubo trece acusadas y cuatro ahorcadas, y en Salem doscientas mujeres
fueron acusadas y diecinueve de ellas terminaron en la horca. Tal como ocurría
en Europa, las cuatro quintas partes de las víctimas eran mujeres; la mitad de
los hombres a los que se acusaba eran esposos o hijos de las brujas. La tasa de
convicción era muy inferior a la de las cacerías de brujas europeas. Predominaba
un sistema de justicia más democrático, que permitía que los convictos apelasen a
tribunales superiores; los estallidos duraron muchísimo menos tiempo. La mayoría
de los casos tenían que ver con actos de posesión. Hubo sólo uno, en 1651, de
una mujer a la que se acusó de acostarse con el diablo, y que lo hizo sólo cuando
se le presentó bajo la forma de su hijo desaparecido. En el nivel oficial se impuso
rápidamente el escepticismo. Lina generación después de los juicios de Salem,
a un hombre y su esposa, que acusaron a una tal Sarah Spenser de brujería, los
enviaron a ver a un médico para definir si estaban cuerdos o no.43
Sin duda una de las razones por las que la persecución de brujas en Amé­
rica del Norte duró tan poco tiempo fue el hecho de que la misoginia del Viejo
Mundo no resultó del todo exitosa cuando se la trasplantó al Nuevo. La tradición
puritana tenía algo de la creencia cristiana primitiva en la igualdad ante el señor.
En las colonias las mujeres tenían un estatus más alto. Dos siglos después de
concluida la locura de las brujas, Alexis de Tocqueville (1805-1859) observó que
en América, “si bien han permitido que se mantuviese la inferioridad social de la
mujer, han hecho todo lo posible por elevarla moral e intelectualmente al nivel
del hombre; y en este sentido me parece que han tenido una excelente compren­
sión del verdadero principio del mejoramiento democrático”44 (véase el capítulo
Secretos Victorianos). El gran experimento democrático que tenía sus raíces en
el radicalismo social y religioso del siglo xvn contribuyó a proteger a las mujeres
de los peores excesos de la locura de las brujas.
La última mujer ejecutada legalmente como bruja fue quemada en la
hoguera, en Suiza, en 1787. En 1793 se quemó a una mujer en Polonia, aunque
ilegalmente. Para entonces ya hacía mucho que se había agotado la locura. Se
había desvanecido la amenaza del demonio y de sus legiones de devotas. Ahora
leemos los textos de Kramer y Sprenger, así como los de otros demonologistas e
inquisidores, con absoluta incredulidad, mezclada con horror y repugnancia.
Pero sigue en pie la pregunta: ¿cómo fue posible que las mujeres fuesen
demonizadas durante cerca de trescientos años en una sociedad en la que el
conocimiento y las artes estaban ingresando en uno de sus periodos más fructí­
feros, y en la cual las revoluciones científicas, filosóficas y sociales de Europa no
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO |
[ 112 ] tardarían en transformar para siempre la forma en que la gente se veía a sí misma
y al mundo? Otra manera de ver esta pregunta consiste en plantearse a qué se
debió que la misoginia, que durante tanto tiempo fue un elemento fundamental
del pensamiento cristiano, adoptase su forma más letal en una época asociada
con el gran progreso humano.
El historiador Walter Stephens sostiene que sin duda la misoginia se hallaba
en la raíz de la locura de las cacerías de brujas. Los profundos cambios intelectua­
les, sociales y morales que estremecían a la sociedad cuestionaban la fe de la gente,
que buscaba formas de reivindicar sus creencias tradicionales en el antiguo orden
divino. En su detallado análisis del Malleus, Stephens afirma que la preocupación
por las mujeres que tenían relaciones sexuales con los demonios era, en esencia,
la inquietud por encontrar evidencias de que los mismos existían; cuantos más
detalles pudiesen obtener de las presuntas experiencias de las mujeres, mejor. Las
obsesiones sexuales de los inquisidores en torno a las mujeres, que para la sensi­
bilidad moderna parecen fantasías pornográficas, son en realidad una búsqueda
desesperada de pruebas que alejen la incertidumbre. “El testimonio experto de
las mismas brujas ha hecho creíbles todas estas cosas”, asegura el Malleus. Es decir
que los inquisidores torturaban a las mujeres en busca de evidencias de que el
diablo de verdad existía. Procuraban transformar su metafísica en una física. La
cacería de brujas fue un horrendo experimento para darles realidad a entidades no
observables. Confirmar su existencia confirmaba que todo el mundo del espíritu
era real, no una mera fantasía. Stephens coincide en que había una dimensión
misógina y en que la larga historia de desprecio y hostilidad hacia las mujeres del
cristianismo hizo que fuesen arrestadas y torturadas en número muy superior al
de los hombres. Pero la motivación primordial de los horrores de esos años fue
la búsqueda de pruebas.
Incluso si aceptamos el argumento de que la misoginia fue un motivo
secundario de las cacerías de brujas, eso no contribuye en nada a mitigar la ate­
rradora imagen que presenta. Significa simplemente que muchos miles de mujeres
murieron entre las llamas o en el extremo de una soga a fin de calmar las dudas
de los hombres. Las llamas afirmaban el dualismo del cristianismo, heredado de
Platón, quien consideraba que el mundo cotidiano era despreciable y el mundo
del espíritu la verdadera realidad. Para las mujeres el dualismo no pudo haber
tenido una consecuencia más terrible.
Por lo menos tres condiciones conspiraron para crear el contexto emocio­
nal, moral y social de las cacerías de brujas. Primero, el siglo xrv, que presenció su
inicio, fue, tal como ocurrió con el siglo v a.C. en Grecia y el m d.C. en el imperio
romano, un periodo de terribles calamidades. La plaga y la guerra amenazaban
con descomponer a la sociedad. El miedo y las dudas hacían que se viese al mundo
a través de una luz más sombría y siniestra. En segundo lugar, herejes tanto reales
| UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
como imaginados amenazaban a una institución que en otros tiempos pareciera [nj]
todopoderosa, la Iglesia, con su pretensión de encarnar la verdad absoluta. Por
último, la arraigada misoginia cristiana brindó el necesario chivo expiatorio bajo
la forma de la mujer. Así como siglos de antisemitismo cristiano proporcionaron
las bases ideológicas del Holocausto nazi, la larga tradición de desprecio y deshu­
manización de las mujeres hizo posible las cacerías de brujas.
Las crisis del siglo xrv concluyeron, pero no ocurrió lo mismo con la que
confrontaba a la Iglesia católica. Al producirse la Reforma se resquebrajó el gran
edificio que había aguantado más de mil años. Las nuevas Iglesias protestantes
demostraron ser exactamente tan fanáticas en relación con la cacería de brujas
como los católicos a los que insultaban. Pero se estaba produciendo una crisis más
profunda que llegaría a amenazar toda la visión cristiana del mundo. El primer
estremecimiento se produjo en 1543, con la publicación de De las revoluciones, de
Nicolás Copérnico, un cura tranquilo y cauteloso que, consciente de la importan­
cia de lo que había escrito, se cercioró de que no se publicase sino hasta después
de su muerte, cuando estuviese a salvo de las garras de la Inquisición. Lo que hizo
Copérnico fue poner en movimiento la tierra alrededor del sol. El suelo se movía
bajo los cimientos intelectuales mismos del cristianismo. Ya no estábamos en el
centro de un cosmos fijo e inmutable, como lo ordenaran Dios... y Aristóteles.
Eso provocó un sentimiento de inquietud del cual el cristianismo no habría de
recuperarse jamás.
La brujería conserva su fascinación en la época moderna. El éxito de las
muchas películas y libros que tratan de brujas y brujería —los más recientes son
las novelas de Harry Potter— indican su seducción, todavía poderosa. Pero lo
asombroso no es que la brujería mantenga (a cierto nivel) su atractivo en la época
moderna, sino que lo mismo ocurra con la misoginia. Esto lo tipifica el reverendo
Montague Summers, el único traductor al inglés del Malteus maleficarum, quien
pareció recibir con beneplácito la misoginia de Sprenger y Kramer. Aunque su
texto ha sido citado frecuentemente por feministas y estudiosos, su introducción
suele ser desconocida. En ella el reverendo Summers aprueba plenamente la
labor iniciada por Sprenger y Kramer y desearía que aún estuviesen vivos para
ocuparse del ascenso del socialismo, del cual considera que la brujería fue un
precursor. Señala “la tendencia misógina de diversos pasajes”, pero escribe que
representan un “antídoto saludable y necesario en esta era feminista, en la que los
sexos parecen haberse confundido, y da la impresión de que el principal objetivo
de muchas mujeres es imitar al hombre”. Esta extraordinaria condonación de la
demonización y el asesinato en masa de mujeres fue escrita en 1928... nueve o
diez años después de que las mujeres obtuvieran el derecho a votar en Estados
Unidos y en Gran Bretaña.
[ DE REINA DEL CIELO A MUJER DEL DEMONIO ]
[iI4] En años recientes se han reconocido muchos crímenes perpetrados por
Estados y otras y organizaciones —incluidas las que están contra las mujeres—, y
en algunos casos los responsables de las mismas se han disculpado con los descen­
dientes de sus víctimas. Por ejemplo, en 1431 una joven campesina francesa de
19 años llamada Juana, que había oído la voz de Dios que le ordenaba encabezar
los ejércitos de Francia contra los ingleses, cosa que hizo con notable éxito, fue
condenada y quemada por hereje. Para los ingleses que la capturaron la voz que
ella había oído no era la de Dios, sino la de Satanás. También fue condenada
como “encantadora”, es decir, bruja. Juana de Arco es la única bruja a la que
la Iglesia ha rehabilitado y convertido en santa.45 Más tarde la Iglesia, por inter­
mediación del papa, ha pedido perdón a los judíos por su antisemitismo, y hace
unos pocos años a Galileo el astrónomo, por perseguirlo debido a su afirmación
de que Copérnico tenía razón al sostener que es el sol, y no la tierra, el que se
encuentra en el centro de nuestro sistema solar.
“Los grandes males constituyen la base de la historia”, escribió el medieva-
lista Huizinga.46 ¿No es momento ya de que el papa se constituya en ejemplo para
otros cristianos y reconozca el terrible mal de las cacerías de brujas, las terribles
injusticias infligidas a millares de mujeres inocentes; de que acepte su inocencia
y pida perdón por sus horrendas muertes?

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


V Oh, mundo feliz: literatura, misoginia [nsj
y el ascenso de la modernidad

ientras aún pendía sobre Europa el humo de las voraces hogueras


de las cacerías de brujas, en los siglos xvi y xvu comenzó a surgir
un mundo nuevo, al principio percibido tenuemente. No habría
de ser un mundo libre de misoginia. De hecho, el término mismo
sería usado por primera vez en 1656.1 Pero era un mundo que
cuestionaban a las autoridades sobre cuyos dogmas y doctrinas se
basaba la misoginia.
Entre los años 1500 y 1800 se produjo una serie de revolu­
ciones intelectuales, sociales, económicas y políticas, que llegarían
a transformar no sólo a Europa, sino, con el tiempo, al mundo
entero. Nunca antes había sido escrutada tan de cerca la autori­
dad. Se ponía en duda lo que previamente se había considerado
sagrado. Se derrumbaron muchas de las antiguas certezas. De entre
las ruinas surgió el mundo moderno.
No fue un proceso lineal ni consistente. Y en ocasiones no
parecería tener nada que ver con el estatus de las mujeres. Cuando
en 1609, Galileo Galilei (1564-1642) subió los empinados escalones
de piedra del campanil de la plaza de San Marcos, en Venecia, y
apuntó al cielo nocturno un burdo instrumento óptico denomi­
nado telescopio, ¿cómo habría de desafiar lo que observó la visión
que toda una civilización tenía de las mujeres? Lo que vio a través
de su telescopio fue un universo en movimiento, no las esferas fyas
e inmutables de un cosmos con centro en la tierra, como se había
enseñado durante más de dos mil años. Sus observaciones (que en
su opinión confirmaban la teoría del sistema solar de Copérnico,
con centro en el sol) cuestionaban las enseñanzas de la Iglesia,
la Biblia y Aristóteles, los principales pilares de autoridad sobre
los cuales se había basado la visión medieval del mundo y de las
mujeres. Si los descubrimientos de Galileo demostraban que las
autoridades antiguas, incluida hasta la Biblia, podían errar acerca
de la naturaleza del cosmos, ¿cuán confiables eran en otras cues­
tiones, entre ellas la naturaleza y el estatus de las mujeres? Pero
habría de resultar más fácil hacer creíble que la tierra se mueve
[116] alrededor del sol que modificar los prejuicios y prácticas tradicionales de la miso­
ginia.
En torno al año 1600, en Inglaterra, que se contaba social e intelectual­
mente entre los países más progresistas de Europa, las mujeres, desde el punto
de vista legal, no tenían ningún derecho fuera los reconocidos por las costumbres
locales. Su padre las tenía a su cargo hasta que se casaban, momento en el cual
pasaban a estar bajo la autoridad de su esposo, que adquiría el control total de
todas sus propiedades personales. Como lo afirmaba la ley de la época: “Lo que
posee un hombre es suyo. Lo que posee la esposa es del marido”.2 En el siglo xvi
las mujeres podían llegar a ser reinas y, como Isabel I, mandar e inspirar temor
y respeto, pero para principios del siglo xvu su estatus, si acaso, había declinado.
Los plantonistas de la época debatían si las mujeres tenían o no alma.3 Por lo
tocante al vestido, que siempre ha sido indicador del estatus de las mujeres, sus
sufrimientos se daban por sentado. La moda de finales del siglo xvu encerraba el
cuerpo femenino en apretados corsets. En la autopsia de una joven, que murió
a los 20 años, se observó que “sus costillas habían crecido hasta meterse en el
hígado, y sus demás entrañas estaban muy dañadas porque las aplastaba el corset
que por órdenes de su madre tenía que apretarse tanto que con frecuencia le
brotaban lágrimas de los ojos mientras la doncella lo ajustaba”.4 Las jóvenes eran
sometidas constantemente a purgas y enemas para “mantener un cutis elegante­
mente pálido”.5 A los hombres que mataban a su esposa los colgaban, pero las
mujeres que asesinaban a su marido padecían el mismo destino terrible que los
traidores y eran quemadas en la hoguera. Para finales del siglo xvill, época en la
cual la mayor parte de la gente educada aceptaba la teoría de un sistema solar
con centro en el sol, la lucha por lograr reformas legales del matrimonio en favor
de las mujeres estaba apenas en su inicio. El casamiento todavía “suspendía” la
existencia legal de una mujer, incorporándola a la de su esposo, “bajo cuya ala,
protección y cubierta ella lo hace todo”.6
Sin embargo, los cambios que se dieron como resultado de las revoluciones
religiosa, social y política que se produjeron a partir de la Reforma habrían de
desafiar a la misoginia como nunca antes. Si bien la situación legal de las mujeres
dentro del matrimonio siguió siendo opresiva, la Reforma hizo que el estatus del
matrimonio mismo experimentase un cambio dramático, que afectó la relación
entre marido y mujer. Y también arrojó una nueva luz sobre la cuestión de la
educación femenina.
El rechazo del celibato sacerdotal por parte de los reformistas estaba en
el núcleo de su revuelta contra la Iglesia católica. Al permitir que los clérigos se
casasen elevaron el estatus del matrimonio, que el catolicismo había considerado
un estado en extremo inferior. Esto puso a esposos y esposas en un nivel más
igualitario del que antes solía ser común.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Las mujeres habían adoptado un papel prominente en los alzamientos reli- [ 117 ]
giosos que se produjeron tras la proclamación de las 95 tesis de Martín Lutero, que
en 1517 provocaron una ruptura irreparable con el catolicismo. No obstante, las
convulsiones que elevaron a las mujeres a un papel público y activo, y que incluso
permitieron que unas pocas alcanzasen el púlpito, crearon inevitablemente una
gran inquietud. A medida que se estabilizaba la nueva fe protestante y se abatía
el fervor revolucionario, descendía también la disposición de los reformistas a
concederles la igualdad a las mujeres. En 1558, John Knox, el fundador del pro­
testantismo escocés, publicó un panfleto titulado “La primera descarga contra el
monstruoso regimiento de las mujeres”, en el que atacaba el papel más destacado
que estaban adoptando aquéllas en la nueva fe. Si acaso, la familia patriarcal resultó
reforzada: ahora el padre no sólo sabía más, sino que sabía más que el cura, cuyo
papel adoptaba, hasta el punto de encabezar a la familia en sus oraciones diarias
y conducir las lecturas de la Biblia. El papel subordinado de la mujer se reafirmó,
como lo sintetizan las palabras del gran poeta puritano inglés John Milton (1608-
1674): “El sólo para Dios, ella para el dios que hay en él”.
De acuerdo con Lawrence Stone,

La mujer ideal de los siglos XVI y xvu era débil, sometida, caritativa, virtuo­
sa y modesta, como la esposa del ministro de Massachusetts de la década
de 1630 a la cual su esposo ensalzó públicamente por su “incomparable
pobreza de espíritu, sobre todo en lo que a mí se refiere”.7

¡Pero no era tan simple! Las relaciones dentro del matrimonio habían
adoptado un rumbo hacia una mayor intimidad conyugal, y no serían desviadas
del mismo hasta que dieron origen a la familia nuclear.
En el mismo momento en que con la revolución astronómica iniciada por
Copérnico las armas demoledoras de la ciencia le asestaron su primer gran golpe
a la autoridad de la Biblia, la Reforma estaba declarando que la autoridad bíblica
era esencial para la fe. No obstante, irónicamente, esa declaración fue buena para
las mujeres porque la dependencia de las Escrituras implicaba que para todos
los protestantes —hombres y mujeres— era importante saber leer, por lo que se
planteaba el asunto vital de la educación de las mujeres. Había habido defensores
tempranos de esa educación. En el siglo xv la poetisa y estudiosa Cristina de Pisa
había escrito: “Si se acostumbrase enviar a las niñitas a la escuela y enseñarles los
mismos temas que a los varones, aprenderían igual de bien y comprenderían las
sutilezas de todas las artes y las ciencias”.8
En 1552 un panfleto publicado en Inglaterra sostenía que las discapa­
cidades de las mujeres no eran resultado de la naturaleza sino “de la crianza y
formación de la vida femenina”.9 Había una especie de movimiento en favor de
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ n8] la educación de las mujeres, entre cuyos exponentes se contaba el filósofo santo
Tomás Moro, el autor de Utopía, la visión de una sociedad ideal que más influen­
cia tuvo desde La república de Platón. “No veo por qué el aprendizaje... no puede
sentarles igualmente bien a ambos sexos”, escribió.10 Pero al siglo siguiente la
idea seguía enfrentando una intensa oposición, muchas veces en los niveles más
elevados. El rey Jacobo I denunció esa noción. “Volver a las mujeres doctas y a
los zorros mansos tiene el mismo efecto: hacerlos más astutos”, dijo, expresando
el prejuicio misógino de siglos, aunque vale la pena advertir que en este caso fue
un insulto al carácter de las mujeres, y no a su inteligencia.11
La opinión del rey Jacobo prevaleció durante cierto tiempo. Se calcula
que para el año 1600, en Londres —el Londres de Shakespeare—, sólo el diez
por ciento de las mujeres sabían leer.12 Fuera de la ciudad la situación era todavía
peor. Para 1754 apenas una de cada tres mujeres de Inglaterra podía firmar los
libros de matrimonio, en comparación con algo menos de dos terceras partes de
los hombres.13 Hacia esa fecha la población total de Inglaterra rondaba los seis
millones de personas. Irónicamente, si se considera su oposición a la educación
femenina, fue durante el reinado de Jacobo cuando se emprendió la primera
gran traducción de la Biblia al inglés, con lo que se creó el incentivo para que
los protestantes ingleses les enseñasen a leer a sus hijas, a fin de que pudiesen
conocer de manera directa la palabra de Dios, defensa vital contra las seducciones
de la aún poderosa Iglesia católica.
“Por naturaleza tenemos una comprensión tan clara como la de los hom­
bres, y si se nos educase en las escuelas nuestro cerebro maduraría”, escribió
Margarita, duquesa de Newcastle.14 Pero las mujeres de clase alta y bien educadas
como la duquesa de Newcastle eran vistas con sorna implacable y satirizadas en el
escenario por su capacidad de leer griego y latín. El “Platón con enaguas” se con­
virtió en una figura usual de burla por atreverse a desafiar las nociones masculinas
sobre las capacidades intelectuales de las mujeres. Sin embargo, gradualmente los
beneficios más amplios de educar a las mismas iban obteniendo aceptación.
Con el surgimiento de la clase media a partir de mediados del siglo xvn se
puso enjuego otro importante incentivo para educar a las mujeres: el desarrollo
de la idea del matrimonio como compañerismo y la necesidad subsecuente de
que una esposa fuese compañera adecuada para su marido, alguien con quien
él pudiese mantener una conversación inteligente. En 1697, Daniel Defoe (1660-
1731), uno de los autores más influyentes de su época, era un enérgico defensor
de la educación de las mujeres. Tenía buenas razones para enarbolar la bandera de
la educación femenina; al ser uno de los primeros novelistas sabía que las mujeres
representaban una parte creciente de sus lectores. Estos acontecimientos fueron
la manifestación de una transformación social mucho más profunda, que habría
de tener un gran impacto en el estatus de la mujer.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Según Bertrand Russell: “El mundo moderno, por lo que se refiere a la [119]
perspectiva mental, comienza en el siglo xvn”.15 Una parte esencial de esa pers­
pectiva se arraigó en Holanda, Inglaterra y las colonias norteamericanas, la cual
se definía por nociones revolucionarias, relativas a la importancia del individuo,
que hacían hincapié en la igualdad y en la búsqueda de la felicidad. El concepto
de autonomía individual, tal como surgió en los inicios de la época moderna,
involucró una redefinición de la relación entre los hombres, su gobierno y su
sociedad, y las responsabilidades que correspondían a cada uno.16 Convertir en
el centro del esquema de las cosas al individuo, ya no a Dios, fue un cambio de
énfasis que habría de tener consecuencias revolucionarias para el estatus de las
mujeres.
Todas estas ideas eran fundamentales en el pensamiento del filósofo inglés
John Locke (1632-1704), quien sentó las bases de la filosofía del liberalismo. Loc-
ke atacaba la idea de que la estructura de la familia debía reflejar la estructura
patriarcal de la sociedad, en la cual el rey, como cabeza del Estado, era un modelo
para el dominio del padre sobre quienes vivían bajo su techo. Ofreció una teoría
más fluida de la familia, del Estado y de la relación del individuo. Con este último
punto, su concepto de autonomía se vinculaba con ideas de igualdad, así como
el derecho del individuo a ir en pos de la felicidad. Locke declaró que “todos los
hombres nacen iguales por naturaleza”, y que “la necesidad de tratar de lograr la
verdadera felicidad es el fundamento de toda libertad”.17
Algo tal vez igualmente importante es que Locke era un empirista que
sostenía que todos los seres humanos son, al nacer, una pizarra en blanco sobre la
cual las circunstancias, especialmente la crianza y la educación, inscriben eso que
denominamos “naturaleza humana”. La hipótesis de la pizarra en blanco ubica
las causas del comportamiento humano, no en el cerebro, sino, primordialmente,
en el mundo exterior. Con el tiempo esa hipótesis llegaría a sustituir la noción
del pecado original como estado primigenio del ser para todos nosotros. Las
implicaciones que esto tuvo para las mujeres fueron profundas. Si al igual que
el hombre la mujer era, al nacer, una pizarra en blanco, su “inferioridad” no era
algo inherente a su naturaleza ni predeterminado por ella, sino producto de su
crianza y su educación.18
Esto ponía a debate una de las piedras fundacionales de la misoginia. El
Génesis había decretado que el sometimiento de las mujeres a sus maridos y su
sufrimiento al dar a luz eran castigos por el papel que desempeñó Eva en la caí­
da del hombre. En sus Dos tratados sobre el gobierno, Locke adoptó un enfoque de
sentido común y afirmó: “no hay ley que obligue a una mujer a tal sometimiento,
si las circunstancias de su condición o de su contrato con su marido la eximen de
él, como no la hay de que deba parir a sus hijos con pesar y dolor, que es también
parte de la misma maldición contra ella, si acaso llega a encontrarse un remedio”.
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ i2o ] Como Locke equiparaba el bien con el placer y el mal con el dolor, no tenía sen­
tido soportar el sufrimiento si era posible evitarlo. Fue uno de los primeros en
protestar contra la moda de encerrar el cuerpo femenino en apretados corsets.
No resulta difícil imaginar qué desafío representó esto para el orden pre­
valeciente, en el cual la subordinación de las mujeres era parte del plan divino
y modelo de la estructura misma del cosmos. La idea de que aquéllas pudiesen
escapar de lo que se consideraba su destino biológico sigue siendo para algunos
una afrenta a lo que creen es el gran designio de Dios o de Alá, y se ha topado
durante siglos con una feroz oposición. Las Iglesias habrían de protestar contra el
uso de cloroformo para calmar los dolores de parto en el siglo xix (véase el capítulo
6); en el XX los católicos conservadores y los protestantes fundamentalistas harían
campañas, en ocasiones con violencia, contra la anticoncepción y el aborto.
Resultó imposible evitar las implicaciones del liberalismo tan pronto como
se formularon los principios de los cuales se derivaban. Las mujeres inglesas no
tuvieron que esperar a que Locke planteara la nueva filosofía con todas sus rami­
ficaciones. En 1642, por primera vez desde finales de la república romana, las
mujeres tomaron las calles para protestar políticamente. Unas cuatrocientas de
ellas se congregaron frente al Parlamento inglés para quejarse de sus dificultades
financieras. Durante la guerra civil inglesa (1642-1649) mujeres que pertenecían
a una de las sectas más radicales entonaban:

No seremos esposas
ni amarraremos nuestra vida
en infame esclavitud.^

Menos de dos años después de la muerte de Locke, Mary Astell (1668-


1731), la que suele describirse como primera escritora feminista inglesa, autora
de Una seria proposición a las damas (1694-1697) y de Algunas reflexiones en torno al
matrimonio (1700), planteó la pregunta inevitable: “Si todos los hombres nacen
libres, ¿por qué todas las mujeres nacen esclavas?”.
La aplicación de las ideas liberales acerca de los derechos del individuo
había producido ya un mejoramiento del estatus de las mujeres en las colonias
de América del Norte; en 1647, Massachusetts expidió una ley que prohibía a
los maridos golpear a sus esposas. Pero la influencia del liberalismo fue mucho
más allá. Contribuyó a crear toda una nueva noción de la familia como unidad
basada en el afecto, así como en la autoridad. Locke imaginó la familia como una
unidad de poder compartido “en la cual también la madre tiene su parte, junto
con el padre”.20 Esto, a su vez, revolucionó las reglas en torno al papel del sexo
entre marido y mujer. Debilitó asimismo el control de los padres sobre la elección
conyugal de sus hijos. Como ha señalado Stone: “¿Como habría de perdurar el
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
control paterno sobre la elección del futuro cónyuge si ahora la pareja estaba [m]
unida por lazos de amor y afecto?”.21
La idea de que maridos y esposas podían tener relaciones sexuales para
su “mutuo confort”, así como con fines de procreación, marcó una pérdida de
control de las Iglesias y otras autoridades sobre el comportamiento sexual. La
tradicional misoginia del cristianismo había tolerado el sexo entre hombres y
mujeres considerando que era, lamentablemente, el único medio de que dispo­
nían los seres humanos para reproducirse. (Esta sigue siendo, en lo fundamental,
la actitud de la Iglesia católica hasta el día de hoy.) De san Pablo en adelante la
actitud básica del cristianismo en relación con el sexo fue que se trataba de un
acto vergonzoso... y más vergonzoso aún si se lo gozaba. Sin embargo, a medida
que la sociedad se fue secularizando, lo mismo ocurrió con el sexo. Este proceso
no avanzó de manera inexorable. Los periodos de liberación sexual siempre han
sido contrarrestados con periodos de retroceso conservador. Pero el desarrollo de
actitudes más liberales en relación con el sexo se aceleró después del fracaso de
la revolución puritana de Inglaterra (1647-1660), cuando se produjo una revuelta
moral contra los fanáticos religiosos que durante el gobierno de Oliver Cromwell
habían cerrado los teatros, prohibido las peleas de gallos y clausurado las taber­
nas. Puede que los puritanos ganasen la guerra civil, pero en su guerra contra el
placer fueron decididamente derrotados.
Separar el sexo del plan divino condujo inevitablemente a un creciente
hincapié en su función recreativa, más que en la procreativa. Esto se vio facilitado
por la invención del condón, que comenzó a estar disponible en Londres y en París
en el curso del siglo xvn. Aunque inicialmente se lo utilizó como profiláctico contra
las infecciones venéreas, no tardó en funcionar como recurso anticonceptivo. El
condón representó el primer gran paso hacia la transformación de la actividad
sexual en un afán esencial, y no sólo ocasionalmente recreativo.22 La posibilidad de
que las mujeres se protegiesen y evitasen el embarazo se enfrentó al determinismo
biológico subyacente en mucha de la misoginia imperante. La ansiedad que esto
crea, tanto hoy como en el siglo xvn, suele ocultarse bajo el discurso moralizan­
te de que esa protección vuelve a las mujeres más vulnerables aún a la lascivia
masculina. Pero no puede ocultar el temor esencial de que las mujeres controlen
su destino reproductivo, logrando así la autonomía que tanto temen todos los
misóginos.
A medida que comenzaba a vislumbrarse la posibilidad de una forma de
autonomía, la ciencia dio sepultura a la fantasía de otra, la del macho autónomo,
que se encuentra detrás del mito griego de la creación y de la exposición “cien­
tífica” de Aristóteles del papel menor, y hasta prescindible, que desempeñan las
mujeres en la reproducción (véase el capítulo: Las hijas de Pandora). Durante
milenios uno y otro habían reducido el papel de la mujer al de un envase que
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ i22 ] alimentaba la simiente dadora de toda vida. Sin embargo, con la invención del
microscopio se abrió un mundo en miniatura tan fascinante como todo lo que
había revelado el telescopio. En 1672 se descubrieron los ovarios. Gradualmente
se fue entendiendo que el papel de la mujer en la concepción no era el de incu­
badora pasiva en la cual la simiente masculina llevaba en sí todo los elementos
esenciales de la vida, incluyendo el alma, tal como se había propuesto a partir de
Aristóteles. Se demostró que los óvulos de la mujer eran esenciales para la creación
y la conservación de la vida. Atenea podría salir algún día de una caja de Petri
pero nunca de la cabeza de su padre Zeus.
El ascenso de la ciencia, el progreso de la razón, el nacimiento de las
ideas democráticas y el desarrollo de una filosofía centrada en el individuo no
bastaron, sin embargo, para eliminar la misoginia, como tampoco lo hicieran los
triunfos intelectuales de los griegos, dos mil años antes. Tal como ocurre con
todos los prejuicios, la misoginia se experimenta muchas veces con más intensidad
en reacción a cambios que ponen en peligro sus supuestos subyacentes. Hay que
recordar que la forma más letal de misoginia de la historia, la cacería de brujas,
alcanzó su pináculo en el siglo xvu, mientras Locke dilucidaba los derechos del
individuo y protestaba contra los corsés muy apretados. Como ha señalado el poeta
T. S. Eliot, toda época es una era de transición.23 Y el siglo xvu fue uno de los más
turbulentos de la historia humana, repleto de conflictos morales, intelectuales,
sociales y políticos que dejaron su marca en los siglos siguientes.
En la literatura, la misoginia nunca pasó de moda en Europa durante el
periodo que identificamos como de nacimiento del mundo moderno. En el siglo
xvi y a principios del xvu se produjo una rica cosecha de textos misóginos. Iban
desde insultantes panfletos, el más notorios de los cuales fue “La acusación contra
la mujer lasciva, ociosa, descarada e inconstante”, de Joseph Swetman, del cual se
hicieron diez ediciones entre 1616 y 1634, hasta las denuncias morbosas y amargas
que se encuentran en la obra de los mejores poetas y dramaturgos isabelinos y
jacobinos. La misoginia nunca careció de exponentes.
No fue la primera vez en que junto con la poesía lírica dedicada a ensalzar
a las mujeres por su belleza se encontrase la cloaca de la misoginia, muchas veces
salida de la pluma del mismo poeta. El poeta francés Clement Marot compuso
una poesía en elogio de los senos de las mujeres que llegó a crear una moda
literaria:

Bolita de marfil
en medio de la cual se encuentra
una fresa o una cereza,
cuando alguien te ve muchos hombres sienten
en sus manos el deseo de tocarte y sostenerte.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Posteriormente compuso el opuesto: [123]

Seno que no es más que piel,


seno fláccido, como un pendón,
como un embudo,
seno con un feo labio grande y negro,
seno adecuado para amamantar
a los hijos de Lucifer en el infierno.^

Muchos de esos ataques a las mujeres son parte de una convención retó­
rica y consisten esencialmente en gastados clichés que se remontan a la tradición
misógina griega y romana. En inglés, esto persistió como importante tradición
literaria a lo largo de todo el siglo xvni. En Epiceno, o La mujer silenciosa, de Ben
Jonson (¿ 1573?-l637) un marido, el capitán Otter, describe a su esposa en términos
que hubiese comprendido —al margen de las referencias contemporáneas— el
poeta romano Juvenal:

¡Oh, rostro más vil! Y, sin embargo, me cuesta cuarenta libras al año de
mercurio y huesos de cerdo. Todos sus dientes se hicieron en Blackfriars,
sus dos cejas en el Strand y su pelo en Silverstreet. Cada rincón de la ciu­
dad posee una parte de ella... Se desarma toda cuando se va a acostar, en
unas veinte cajas, y alrededor del mediodía siguiente se vuelve a armar,
como un gran reloj alemán.25

Los misóginos despliegan propaganda contra el maquillaje en todas las


épocas, más o menos siempre con el mismo aburrido lamento. Pero surge una
ansiedad psicológicamente más perturbadora que se concentra en la independen­
cia de las mujeres. Epiceno retrata a un grupo de mujeres independientes cono­
cidas como las Colegiadas, que se pasan el tiempo hablando de poesía, política
y filosofía. Su independencia se ve subrayada por el hecho de que pueden darse
el lujo de circular por Londres en sus propios carruajes. Sus rasgos masculinos
contrastan con los personajes varones que, como el capitán Otter, quedan bastante
afeminados por su incapacidad de controlar a sus esposas. Se intercambian los
papeles de género, puesto que las mujeres independientes se vuelven masculinas
y los hombres débiles, afeminados. Se acusa a las Colegiadas de buscar el sexo por
puro placer, igual que los hombres, y de acostarse unas con otras. El resultado es
el caos y el desorden moral y social.
Esas mujeres fueron el blanco de ardientes sátiras de Jonson y sus con­
temporáneos. Acerca de una mujer llamada Morilla que, igual que las Colegiadas,
se atrevía a salir en su propio carruaje —uno se imagina que era el equivalente
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
I i24 ] isabelino de una mujer que se pasease en una rugiente motocicleta— el autor
satírico William Goddard escribió:

Dime: ¿podrías considerarla menos que algunos hombres?


Por lo menos estoy seguro de que considerarías esto:
era parte hombre, parte mujer, parte bestia.26

En La fierecilla domada, William Shakespeare (1564-1616), quien por enton­


ces era un joven y promisorio dramaturgo, se ocupa de la ansiedad prevaleciente
ante la rebelión doméstica de las mujeres. La obra es una comedia siempre popu­
lar, al mismo tiempo divertidísima y erótica. Se dedica a la cuestión del sexo y el
poder, y su final, si bien representa ostensiblemente un claro triunfo masculino,
se expresa de manera un tanto ambigua.
No hay hombre que quiera casarse con la heroína, Catalina Minóla de
Padua, porque está en estado de permanente insurrección ante la perspectiva de
verse sometida a un esposo. Petruchio, que necesita casarse desesperadamente por
razones económicas, se muestra a su altura. El diálogo en el que Catalina acepta,
en el acto 5, escena 2, es una súplica para que las mujeres se rindan y abandonen
su lucha por el dominio con los hombres:

Horror, horror, relaja ese ceño amenazante y rudo


y no arrojes miradas despectivas de esos ojos
para herir a tu señor, tu rey, tu gobernador.
Manchar tu belleza como la helada los prados,
confunde tu fama como los remolinos sacuden los hermosos capullos...
Tu marido es tu señor, tu vida, tu guardián,
tu cabeza, tu soberano, quien se preocupa por ti
y tu sustento; quien entrega su cuerpo
al doloroso trabajo tanto en tierra como en mar...
Mientras tú permaneces al abrigo de tu hogar, segura y a salvo...27

Para el público masculino puede resultar gratificante ver que una mujer
levanta de manera tan conspicua la bandera blanca. La fierecilla domada parece cele­
brar una vuelta al statu quo, con la mujer como sujeto y el hombre como amo.
Sin embargo, en la obra se confunden la apariencia y la realidad. Muchas
veces se olvida que se trata de una obra dentro de otra obra. La fierecilla domada es
una diversión que ponen en escena dos nobles para engañar a un mendigo borra­
cho y pusilánime llamado Sly y hacerle creer que es un señor. Cuando concluve
la obra lo arrojan a la calle, donde cae en un estupor alcohólico. Se despierta de
su sueño de señorío para enfrentarse a la perspectiva de verse frente a una esposa
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
enojada porque se pasó toda la noche afuera, bebiendo. Asevera: “Ahora ya sé [ 125 ]
cómo domar a una fierecilla”, y añade rápidamente: “Me pasé soñándolo toda la
noche, hasta ahora”. La doma de la fierecilla es el sueño de un borracho, una mera
apariencia de realidad, que se desvanece cuando Sly se despierta. Shakespeare deja
a su público con una incómoda ambigüedad: el amansamiento y la domesticación
de la mujer rebelde, ¿son apariencia o realidad?
En la obra de William Shakespeare hay mucho de incómodo y ambiguo
cuando trata de las mujeres y la relación de las mismas con los hombres. Pero
no resulta fácil generalizar sobre ningún aspecto de Shakespeare, ya que exploró
una asombrosa diversidad de emociones con una extraordinaria complejidad y
profundidad. Al hacerlo produjo el más grande conjunto de literatura dramática
desde los autores teatrales ateniense del siglo v, y la llenó de una poesía que está
al nivel de la de Homero, Virgilio y Dante. De manera que no causa sorpresa que
la misoginia se encuentre entre los sentimientos de los que se ocupa. En dos de sus
grandes tragedias se expresa con una intensidad poética tal vez sin par, haciendo
que nos preguntemos si el poeta más grande del mundo sentía o no un profundo
desprecio por las mujeres.
Ellas desempeñan papeles clave en la mayoría de sus obras. En sus come­
dias, los romances que viven son centrales para la trama, y en esas obras le presenta
al público una gran diversidad de personajes femeninos enfermos de amor, iróni­
cos, románticos, rebeldes, inteligentes, engañosos, animados e independientes, en
un abanico nunca igualado por ningún otro escritor. Sin embargo, a diferencia
de los trágicos atenienses, Shakespeare no convirtió a las mujeres en figuras cen­
trales de sus más grandes obras, sus tragedias, todas ellas escritas en un increíble
periodo de diez años de logros poéticos, entre 1599 y 1609. Aunque las mujeres
son cruciales para la acción principal de todas las tragedias, el elemento principal
es el héroe y las debilidades que lo acongojan. Es decir que en las tragedias el
interés principal de Shakespeare radica en las cualidades necesarias para que los
hombres muestran su poder y su autoridad. En ellas las mujeres no cuestionan la
autoridad masculina, tal como lo hacen en las grandes tragedias atenienses. Pero
su relación con el héroe es frecuentemente la fuerza impulsora que lo lleva a la
tragedia. Los casos más célebres son los de la ambición de Lady Macbeth de que
su marido sea rey, que lo lleva a él al asesinato e incluso al regicidio, y el amor
de Marco Antonio por Cleopatra, que lo induce a creer que puede ser el único
gobernante de Roma, con ella como su reina.
En ninguna de estas obras el héroe condenado desprecia y reprueba a
la mujer por el papel que desempeña en su caída. Shakespeare no aprovecha la
oportunidad (que para un misógino resultaría ideal) de reinterpretar el tema de
la caída del hombre con Lady Macbeth y Cleopatra en el predecible papel de Eva
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ izó ] o de Pandora, que acarrean la destrucción del varón. Macbeth y Marco Antonio
van a su muerte aceptando la plena responsabilidad de su destino.
Sin embargo, tanto en Hamlet como en el Rey Lear se culpa a las mujeres
no sólo como individuos, sino también como sexo, en general, por contribuir a
producir el sufrimiento y la caída del héroe. Como suele considerarse que éstas
son las dos más grandes obras de Shakespeare, ello ha hecho que algunos lo
acusasen de ser misógino o, “en el mejor de los casos, un poco ambivalente con
respecto al valor y la sexualidad de la mujer”.28
No resulta fácil sacar de Hamlet conclusiones acerca de la actitud de su
autor respecto a las mujeres y la sexualidad. La obra es un enigma y se la ha lla­
mado “la Mona Lisa de la literatura”.29 Al mismo tiempo que se la elogiaba como
la mejor obra jamás escrita, se la denostaba como “indiscutiblemente un fracaso
artístico”.30 El problema radica en la dificultad de identificar precisamente de qué
se trata Hamlet. Macbeth es sobre la ambición; Antonio y Cleopatra sobre la pasión;
Coriolano trata del orgullo; Otelo de los celos; Rey Lear de la ingratitud. Pero Hamlet,
que debería haber sido la más fácil de clasificar de todas, ya que por lo menos en
su superficie es una obra sobre la venganza, elude toda síntesis simple. Si se nos
pregunta de qué trata la obra, podemos decir que Claudio, el tío de Hamlet, ha
asesinado a su padre, el rey, casándose con su madre, impidiendo así el ascenso
al trono de Hamlet. Este debe vengar la muerte de su padre. Pero con eso no
tocamos siquiera las emociones intensas, complejas y turbulentas que se desbor­
dan en una de las obras más grandiosas escritas jamás. No obstante, lo que vuelve
importante a Hamlet para la misoginia es el hecho de que una de esas emociones,
tal vez incluso la más intensa de toda la obra, sea la expresión de su ira y disgusto
hacia su madre, Gertrudis, por haberse casado con su tío.
Antes incluso de que el fantasma de su padre ponga sobre aviso a Hamlet
acerca de la malvada acción de su tío, lo vemos sumido en un estado de profunda
melancolía, que linda con la desesperación, debido al apresurado matrimonio
de Gertrudis. Su enojo contra ella se ha generalizado en forma de un disgusto
profundo el mundo y el cuerpo humano, que es tema del primero de los grandes
soliloquios de la obra, que comienza (acto 1, escena 2):

Ah, si esta carne tan, tan manchada se derritiese,


se descongelase y convirtiese en un rocío...

Es la lujuria de su madre la que ha “manchado” el cuerpo y, según se hace


evidente, a medida que continúa el monólogo, convierte al mundo en:

un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amargos.


¡Que esto haya llegado a suceder a los dos meses que él ha muerto! No, ni
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
tanto, aún no hace dos meses. Aquel excelente rey, que fue comparado con [ 127 ]
éste, como con un sátiro, Hiperión; tan amante de mi madre, que ni a los
aires celestes permitía llegar atrevidos a su rostro. ¡Oh! ¡Cielo y tierra! ¿Para
qué conservo la memoria? Ella, que se le mostraba tan amorosa como si en
la posesión hubieran crecido sus deseos. Y no obstante, en un mes... ¡Ah!
no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad! ¡Tú tienes nombre de mujer!

El primer soliloquio de Hamlet revela que estaba enojado con su madre


antes incluso de su presuroso matrimonio. La atracción sexual que Gertrudis
sentía por su padre es vista con repugnancia, si bien, dada la descripción que
hace del rey como parangón mismo de la realeza, no debería sorprenderle que lo
encontrarse tan atractivo. Después que Gertrudis pierde a su marido, su apetito,
aparentemente insaciable, la ha llevado a los brazos de un hombre al que su hijo
compara con un sátiro, esa figura de la mitología griega, mitad hombre, mitad
cabra, encarnación misma de la lascivia animal, al que muchas veces se representa
con un pene exagerado. La denuncia que hace Hamlet de su madre se convierte
en un ataque contra las mujeres que se ha vuelto proverbial. Detrás del disgusto
acecha la noción de que, una vez que se despiertan, los deseos sexuales femeninos
son incontrolables.31
En un momento posterior de la obra, Hamlet regresa al tema del apetito
sexual de su madre cuando le entrega un retrato de su padre para que lo compare
con el de su actual esposo (acto 3, escena 24):

Ni podéis llamarlo amor; porque en vuestra edad los hervores de la sangre


están ya tibios y obedientes a la prudencia, y ¿qué prudencia desde aquél
a éste?

El iracundo estallido de Hamlet continúa, mientras se enferma casi al


conjurar una imagen de Gertrudis y Claudio juntos en la cama:

¡Y permanecer así entre el pestilente sudor de un lecho incestuoso, envi­


lecida en corrupción prodigando caricias de amor en aquella sentina
impura!

Expresa aquí un horror por la sexualidad humana que pertenece clara­


mente a la tradición misógina del cristianismo y que podría haber emanado de
la pluma de san Agustín. Pero la ira de Hamlet contra su madre es provocada
también por la falta de adecuación de ella misma. Es uno de los personajes feme­
ninos más negativos que Shakespeare creara jamás. No es especialmente malvada
ni especialmente astuta o manipuladora; desde luego dista mucho de ser aguda.
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
fus] Su rápido matrimonio con el hermano de su difunto esposo no es un acto de
osadía de una mujer que desafía las convenciones, sino de debilidad. Y a pesar de
lo que Hamlet dice de ella, no parece ser un monstruo de lascivia. En realidad su
característica principal es su pasividad. Uno sospecha que su hijo ha exagerado su
carnalidad y que, con ello, ha revelado más sobre sus propias obsesiones sexuales
que sobre las de su madre.32
Ofelia, el otro único personaje femenino de la obra, padece debido a la
repugnancia de Hamlet ante la sexualidad femenina. Al anunciarle (acto 3, esce­
na 2) que ya no la ama, le dice: “Mira, vete a un convento, ¿para qué te has de
exponer a ser madre de hijos pecadores?”.
Lo que sigue es uno de los estallidos de misoginia más famosos de la
literatura: “He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza
os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito
corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracia vuestros
defectos mismos”.
Entre las poderosas emociones que se expresan en su parlamento hay
verdadera amargura y crueldad en relación con el deseo de Ofelia de ser “madre
de hijos pecadores”, lo que sugiere una vez más un arraigado enojo contra las
mujeres porque (de acuerdo con la teología cristiana) perpetúan la maldición del
pecado original. Pero debemos recordar que, en el mismo parlamento, Hamlet
está tratando de engañar a Claudio y a Polonio para hacerles creer que su infelici­
dad se debe a sus problemas con Ofelia, y no a la usurpación del trono por parte
de su tío. De manera que el estallido de misoginia más famoso de la literatura
es, en realidad, un ejercicio retórico por parte de Hamlet, más relacionado con
sus intentos de engañar a sus enemigos que con la expresión de sus legítimos
senümientos acerca de Ofelia o de las mujeres en general.
El tema central de Hamlet tiene que ver con la relación entre una madre y
su hijo. El Rey Lear, la otra obra en la cual la misoginia es un tema central, gira en
torno a la relación entre un padre y sus hijas. Marcó un cambio notable en el énfa­
sis emocional. Según un biógrafo reciente de Shakespeare, “más o menos a partir
de 1606 el vínculo padre-hija se vuelve un tema casi obsesivo en su obra”.33
Si la psicología tiene una teoría de la misoginia, ésta traza sus orígenes
hasta la relación primigenia entre la madre y el hijo. Por lo general cuando un
hombre tiene hijas su carácter ya está definido, e incluso si son tan malvadas como
las de Lear, Goneril y Regan, su comportamiento no determinará los sentimien­
tos de su padre hacia las mujeres en general; se limitará a confirmarlo. Por esta
razón la misoginia, por poderosamente que se la exprese en el Rey Lear, es menos
esencial para la dinámica de la obra de lo que ocurre en el caso de Hamlet. La
trama simplemente le brinda a Lear la oportunidad de desahogarse. Después de
que Goneril y Regan lo dejaran sin hogar, puesto que el viejo rey, tontamente, les
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
había entregado su reino, y a merced de los elementos, Lear estalla en una de las [129]
escenas más poderosas de la literatura (acto 4, escena 6):

Mirad esa dama gazmoña, cuyo gesto


anuncia hielo entre las piernas,
que afecta virtud y menea la cabeza
si oye hablar del placer.
Ni zorra, ni semental bien nutrido
gozan con más desenfreno.
De cintura para abajo son centauros,
aunque sean mujeres por arriba.
Hasta el talle gobiernan los dioses;
hacia abajo, los demonios.
Ahí está el infierno, las tinieblas, el pozo sulfúreo,
ardiendo, quemando; peste, podredumbre. ¡Qué asco,
qué asco! ¡Uf, uf! Boticario, dame una onza de algalia,
que me perfume la imaginación.

Una vez más, como sucediera en Hamlet, lo que se inicia con un ataque
contra una mujer en particular (o contra un tipo particular de mujer, en este
caso la que presume falsa modestia) se convierte en una feroz denuncia de la
sexualidad femenina. Y una vez más, tal como ocurre con Gertrudis y con Desdé-
mona en Otelo, es el “apetito” por el sexo el que disgusta al héroe y perturba su
imaginación. Pero, a diferencia de Hamlet, el rey Lear es redimido por una mujer,
su tercera hija, Cordelia, quien lo enfrentó al inicio de la obra con una muestra
de honestidad que socava el juego de la misoginia. Cuando se niega a alabarlo
con falsos elogios demuestra la relación que hay entre la verdad y el amor, que su
padre no capta plenamente hasta el final —al precio de la vida de Cordelia, quien
la pierde mientras trata de rescatarlo. La misoginia no sobrevive a la visión trágica
de Shakespeare, como tampoco lo hacen otras locuras que provoca la infelicidad
humana. La compasión, que emana de una profunda simpatía por la condición
humana, tal como la soportan por igual hombres y mujeres, la sustituye como
emoción dominante de sus más grandes obras. El triunfo de la tragedia shakespe-
riana es que, a través de la compasión, revela que compartimos una humanidad
común, en la cual todas las distinciones, incluyendo las que existen entre hombres
y mujeres, se vuelven insignificantes.
En las siguientes obras, trabajo de sus últimos años como dramaturgo,
por ejemplo La tempestad y Cuento de invierno, desaparecen las diatribas contra las
mujeres, ya sean retóricas o profundamente sentidas. El ánimo que predomina
es de reconciliación, por lo general entre el padre y la hija. El conflicto entre
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[i?o] hombres y mujeres se resuelve satisfactoriamente en la relación que un padre
tiene con su hija.
En otros textos la misoginia mostró su resistencia, a lo largo de los siglos
xvn y xviii, ante acontecimientos sociales, morales, económicos y políticos que
habrían de transformar profundamente el estatus femenino. En Inglaterra es posi­
ble discernir un proceso dual. A medida que se desarrollaba un nuevo modelo
de familia entre las clases medias en ascenso, con mayor énfasis en el afecto
mutuo entre el hombre y su esposa, en los círculos cortesanos cultos del periodo
posterior a 1660 se produjo una ruptura de la moralidad sexual tradicional, que
por momentos se acercaba al nihilismo. Junto con ella aparecieron algunos de
los ataques poéticos más infamantes contra las mujeres desde Juvenal (véase el
capítulo: Las mujeres a las puertas: La misoginia en la antigua Roma).
John Wilmot, conde de Rochester (1647-1680), el poeta que plasmó algu­
nas de lirismos amorosos más exquisitos de la lengua inglesa, incluyendo el que
comienza “Una era pasada en su abrazo / parecería un corto día de invierno”
era capaz, asimismo, de describir a una mujer como “pasiva bacinica para el des­
ahogo de los tontos”, y asemejar los genitales femeninos a una cloaca.34 El conde
de Rochester formaba parte de un nuevo fenómeno: la primera generación de
“disolutos” jóvenes de clase alta que se entregaban a un estilo de vida libertino,
lascivo, abierto, rebelde, irreligioso, muchas veces políticamente progresista y, al
mismo tiempo, implacablemente satírico, tan entregados a los estallidos de des­
esperación misantrópica como a los versos misóginos. Rechazaban ferozmente
el puritanismo oficial que había prevalecido en la generación anterior. Habrían
de dar inicio, en Occidente, a una serie de ciclos morales donde los periodos de
conservadurismo sexual serían seguidos por brotes de hedonismo, seguidos a su
vez por una reacción conservadora, que ha perdurado hasta nuestros días.
Los disolutos llegaron a crear una subcultura en torno a la corte del perio­
do de la Restauración (1660-1688), en el cual se buscaba el sexo exclusivamente
por placer. En el continente europeo predominaba el mismo tipo de hedonismo
en la corte de Luis XIV (1643-1713). Constituía una rebelión contra la moralidad
sexual judeocristiana, y estaba inspirada por el humanismo de la Italia del Rena­
cimiento. En el pasado, como en la Roma de finales de la república y principios
del imperio, había habido “rupturas” comparables de la moralidad convencional
entre sectores de la clase dirigente. Pero, en general, eran castigadas severamente.
No obstante, a finales del siglo xvn, con el debilitamiento de la autoridad de las
Iglesias y con una naciente cosmovisión de la clase media de la cual no se deri­
vaba aún una moral coherente, ninguna institución tenía el poder de restringir
el nuevo hedonismo.
Las mujeres que formaban parte del círculo de los disolutos iban, en rango
social, desde las prostitutas de la clase más baja y las actrices (que por entonces
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
eran un hecho novedoso de la escena social) hasta las damas de la aristocracia, [ 131 ]
algunas de las cuales, por lo menos por su reputación, eran tan promiscuas como
los hombres. Por primera vez en la historia inglesa unas pocas de ellas dejaron
tras de sí su visión del juego erótico y verbal en el cual se involucraban tan inten­
samente, cruzando la espada poética con algunos de los ingenios más notables
del periodo. La más famosa de ellas, Aphra Behn (1640-1689), era renombrada y
vilipendiada como dramaturgo y poetisa de éxito, y fue la primera mujer inglesa
en alcanzar tal fama literaria. Se la denunció como una “ramera lasciva” que se
atrevió a revelar cómo una joven esposa podía agotar sexualmente a su marido y
dejarlo convertido en una ruina temblorosa. Hizo historia literaria al ofrecer la
versión femenina de la eyaculación precoz, de la cual los poetas varones con tanta
frecuencia culpaban a sus “bellas ninfas”. En su poema “El desencanto” se acusa
al infortunado galán de tratar de prolongar su placer “que tanto amor destruye”,
y descubrir así “su enorme placer convertido en dolor”.35
Por su parte, la actitud de los disolutos hacia las mujeres era, al mismo
tiempo, decorosa y vulgar; oscilaba entre la adoración y el desprecio, nacido habi­
tualmente de la desilusión o el rechazo. Contenía también una fuerte veta de
ansiedad acerca de su desempeño sexual, como puede observarse en la cantidad de
poemas que hay acerca de la impotencia y en el creciente uso de consoladores por
parte de las damas de la corte. El hecho de que a partir del decenio de 1660 los
consoladores fuesen normalmente de fabricación italiana aumentaba la angustia
sexual de los varones ingleses de clase alta, ya que Italia se asociaba con un erotis­
mo feminizante. ¿Que podía ser más humillante para un inglés que ser relegado
mediante un consolador italiano?36 Los disolutos no abrieron nuevas fronteras en
las crónicas de la misoginia, con la salvedad de que por su lenguaje explícito y
ordinario anunciaron al primero de los que reconoceríamos como pornógrafos.
De hecho, Wilmot fue considerado así hasta hace relativamente poco tiempo.
En 1926 la policía incautó y destruyó una edición de sus poemas.37 No obstante,
los disolutos se diferenciaban de los pornógrafos en varios aspectos importantes;
uno de ellos era que se ocupaban tanto de las frustraciones del sexo como de sus
deleites, y se mostraban tan francos acerca de sus episodios de impotencia como
de sus conquistas. Predominaba también un sentimiento, especialmente poderoso
en el caso de Rochester, de que la búsqueda del placer sexual no es más que otra
de las transitorias ridiculeces de la vida.
Para finales del siglo xvu un número significativo de personas veían al
sexo como una actividad independiente de la procreación y del amor. Desde
luego, la biología seguía imponiendo restricciones a la capacidad de los hom­
bres, y más aún a la de las mujeres, para poner en práctica esa opinión, pese a la
existencia del condón y del consolador. Si bien se trata de una visión que ha sido
recibida con más de una violenta reacción moral conservadora, ha seguido pros-
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ 15z ] perando en la sociedad occidental, ignorando todos los intentos por suprimirla o
limitarla.
Sin embargo, distaba mucho de ser la moralidad dominante, y tampoco fue
la que habría de determinar la forma que adoptaría la misoginia en los siguien­
tes siglos. Para principios del siglo xvm la clase media mercantil de Inglaterra y
de Holanda, gracias a la inmensa expansión del comercio ultramarino, se había
establecido como un poder político que debía ser tomado en cuenta. Había for­
jado un código moral que reflejaba sus prioridades. Este era, en cierto sentido,
conservador, y destacaba las virtudes de la frugalidad, el ahorro, el trabajo duro
y la restricción sexual. Pero gracias a su hincapié revolucionario en las necesida­
des e importancia del individuo, fue haciendo cada vez más difícil negarles a las
mujeres su total humanidad, incluso mientras la misoginia era reacondicionada
para coincidir con ciertos aspectos de la nueva moralidad dominante.
Durante la primera parte del siglo XVIII, surgió una nueva forma literaria
que encarnó ese individualismo: la novela. Esta habría de desempeñar un papel
único en la historia de las mujeres. Por primera vez se retrataba a los personajes
como individuos que vivían su vida en un momento real, en un lugar real. La
novela le era fiel a la experiencia femenina de una manera que ninguna literatura
previa había intentado. Antes los grandes poetas y dramaturgos habían presentado
personajes y tramas que permanecieron fíeles a ciertos tipos universales derivados
de la mitología o de la historia, y que no pretendían tanto representar al indivi­
duo como encarnar alguna verdad general respecto a la vida. Estas verdades se
consideraban absolutos platónicos atemporales, inmutables, que contrastaban con
lo efímero de la experiencia individual. En oposición a ello, desde su inicio, en
la obra de Daniel Defoe (1660-1731), la novela se basa en el detalle realista para
narrar las historias de los personajes. Llegamos a conocer a Molí Flanders y a
Roxana, protagonistas de Defoe, de una forma íntima, muy diferente de aquella
en la que conocemos a Medea o al rey Lear. La novela fue un instrumento para
explorar la vida personal de individuos reconocibles y, como tal, permitía la pre­
sentación de personajes femeninos y sus relaciones de manera totalmente nueva.
No es casual que la novela fuese también la primera forma literaria que los gustos
e intereses femeninos contribuyeron a conformar; tampoco es sorprendente que,
aunque sus primeros autores fueron varones, habría de ser pronto el género en el
cual, más que en ningún otro, destacarían las mujeres. Para finales del siglo xvm
en Inglaterra había más mujeres que hombres novelistas.38
En Inglaterra, la prosperidad de las clases medias se había visto acompa­
ñada por una expansión del público lector y una explosión de información; apa­
recían imprentas por todo Londres y producían panfletos, así como los primeros
periódicos y revistas. Además, un número creciente de mujeres gozaba de más
tiempo libre. Debido a una perdurable desconfianza protestante por el teatro, con­
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
siderado más o menos vergonzoso, gran cantidad de esas mujeres se volcaron a la [ 133 ]
novela en busca de entretenimiento. Era evidente su atractivo para la clase media y
para las mujeres. No se requería una educación sobre los clásicos ni conocimiento
de la historia griega o romana para disfrutar de Molí Flanders. Después de todo
su autor se había educado en una escuela comercial y había practicado un oficio
(primero como mercader de medias y después como panfletista y periodista).
El hecho de que muchas veces las novelas tuviesen por protagonistas personajes
femeninos representaba también un poderoso atractivo para las lectoras. Dos de las
más grandes novelas de Defoe versan sobre mujeres: Molí Flanders (1722) y Roxana
(1724).39 Defoe era un enérgico defensor de la educación femenina. Al margen
de todo lo demás, era un autor de éxito, que comprendía la importancia de las
mujeres como lectoras. Contribuyó también a influir sobre la opinión creciente
que se oponía a que los padres obligasen a las hijas a casarse contra su voluntad,
cosa que equiparaba con la violación. Como vocero de las clases medias destacó
la importancia del amor en el matrimonio y sostuvo que “decir que el amor no es
esencial para una forma de matrimonio es correcto; pero decir que no es esencial
para la felicidad del estado conyugal... no lo es”.40 No obstante, como protestante
temeroso de Dios ponía en guardia contra la “lascivia”, o pasión sexual, como
motivo para el matrimonio, y afirmaba en un panfleto que “acarrea locura, des­
esperación, la ruina de las familias, suicidios, asesinato de bastardos, etcétera”.41
No obstante, el mensaje moral que transmiten estas novelas no es tan claro.
Todos los personajes de Defoe son básicamente iguales al primero y más famoso de
ellos, Robinson Crusoe: son náufragos. Crusoe naufraga debido a una tormenta en
alta mar; Roxana, en cambio, queda en calidad de náufraga por un esposo tonto y
egoísta que los abandona a ella y a sus cinco hijos para que se mueran de hambre.
Todas las historias son narraciones de supervivencia en circunstancias difíciles.
Roxana sobrevive y prospera convirtiéndose en prostituta y cortesana de una serie
de hombres ricos. Cabría pensar que era una vía bastante predecible, si bien no
respetable, para una mujer hermosa, y Defoe trata de tranquilizar al lector con
frecuentes acotaciones morales en las que insiste en que no está recomendando
que las mujeres sigan el ejemplo de su heroína. Pero Roxana no coincide con el
estereotipo predominante de las mujeres y, aunque Defoe hace todo lo que puede
por desaprobarla, a lo largo de la novela resulta evidente que su admiración por
ella, como relato de éxito económico, supera su moralización convencional contra
la forma en que gana dinero. Y algo más importante aún, ella no está regida por
el amor, sino por el deseo de conservar la autonomía que ha alcanzado gracias
a su éxito económico. Una parte considerable de la novela tiene que ver con la
forma en que maneja el dinero. Al hacerlo, Roxana redefine su relación con los
hombres. Rechaza el matrimonio que le ofrece un hombre que la ama porque,
dice, “aunque podría entregar mi virtud, y exponerme a mí misma, no podría
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ 134 ] renunciar a mi dinero”. Y explica: “mi corazón se inclinaba por la independencia
de la fortuna, y le dije que no conocía ningún estado matrimonial que no fuese,
en el mejor de los casos, un estado de inferioridad, si no de esclavitud; que no
tenía noción de ello; que vivía una vida de absoluta libertad; que era tan libre
como cuando había nacido y que, al tener una cuantiosa fortuna, no entendía
qué coherencia había entre las palabras honrar y obedecer y la libertad de una
mujer independiente”.42
Incluso cuando está embarazada se resiste a la oferta de matrimonio. Defoe
invierte la situación habitual. Es el padre el que le suplica que se case con él a
la madre, en consideración de su hijo no nacido. Roxana lo rechaza y él queda
atónito. “Porque nunca se ha sabido”, responde “que mujer alguna se negase a
casarse con un hombre que antes se había acostado con ella, y mucho menos
con un hombre que la hubiese preñado, pero tú tienes nociones diferentes de las
de todo el mundo y las expones con tanta firmeza que un hombre apenas sabe
qué responder, aunque tengo que reconocer que tienen algo que contradice a la
naturaleza.”43 La inquietud de Roxana acerca de la seguridad de su fortuna refle­
ja con precisión la situación legal de las mujeres casadas en el siglo XVIII, regida
aún por nociones patriarcales que se remontaban a los tiempos de Roma. En el
momento del matrimonio la propiedad de una mujer pasaba a ser de su esposo.
(Eso seguiría ocurriendo hasta bien entrado el siglo XIX.)
Al final Roxana se casa por obtener un título, y sólo después de haber
puesto en práctica las medidas más rigurosas para preservar la independencia
de su fortuna. Los personajes más fuertes del relato son mujeres, y las relaciones
más intensas se dan entre ellas. Los personajes masculinos son criaturas pasivas,
insustanciales, que ni siquiera tienen nombre, simples escalones en el ascenso de
Roxana a la cima.44 Así como Robinson Crusoe era el retrato del hombre autóno­
mo, que se labraba una vida independiente para sí, pese a todas las contrariedades,
Roxana es su equivalente femenino: la primera visión que tenemos de una mujer
autónoma. A lo largo de la novela se la denomina una “amazona” —miembro de la
legendaria tribu de guerreras que vivían sin hombres—, indicación de la profunda
y perdurable ansiedad que inspira la idea de una mujer autónoma.
Los valores de la clase media que presentan visiones de individualidad
resultarían estar repletos de ambigüedades para las mujeres. La nueva moral de la
clase media se asemejaba a la antigua en su identificación del valor de una mujer
con su castidad. Si bien se esperaba que la esposa y madre de clase media del
nuevo modelo de familia fuese capaz de “reconfortar” sexualmente a su marido,
se la estaba representando cada vez más como una persona para la cual el placer
sexual carecía de importancia. Su virtud se volvió propaganda en la guerra moral
librada por la clase media contra los ociosos y degenerados de la aristocracia. La
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
imagen de la buena esposa de clase media del siglo xvm abriría el camino para [ 135 ]
las doncellas victorianas lánguidas y asexuadas del xix.
La resistencia de la misoginia puede explicarse, en parte, por el hecho de
que los misóginos siempre han proclamado dos cosas distintas. En forma tal vez
comparable con la propaganda nazi, que retrataba a los judíos, al mismo tiempo,
como bolcheviques y banqueros, los misóginos han condenado a las mujeres por
ser insaciables sexualmente o negado que tuviesen deseo sexual alguno. En este
dualismo contradictorio se veía a las mujeres como depredadores sexuales insa­
ciables o como víctimas sexuales castas y virtuosas.
Este dualismo se manifestó claramente en el decenio de 1740. El más
grande poeta de la época, Alexander Pope (1688-1744), en poemas tales como “A
una dama”, sintetizó un aspecto del pensamiento misógino tradicional:

Algunos hombres se inclinan por los negocios, otros por obtener placer,
pero todas las mujeres son, en el fondo, disolutas.45

Por la misma época apareció una visión totalmente opuesta de las mujeres
con la publicación de Pamela: Or, Virtue rewarded (Pamela o la virtud recompensada),
la primera novela de Samuel Richardson, un impresor, hijo de un carpintero,
que recibió el encargo de un editor de escribir un volumen de cartas que ense­
ñase a las hijas inocentes —o presuntamente inocentes— de la clase media cómo
comportarse cuando trabajaban como sirvientas en las mansiones de la aristocra­
cia. Pamela era la historia de cómo una joven virtuosa se resiste a los variados y
decididos esfuerzos de su patrón, el señor B, un disoluto, por seducirla. Pamela
afirma que su máxima es “¡Que no sobreviva ni un instante al momento fatal en
el que entregue mi inocencia!”46 El señor B, enfrentado a su inexpugnable pure­
za, termina por rendirse y proponerle matrimonio. Pamela reconsidera todas sus
objeciones morales previas contra él y, tras decir que después de todo no es tan
mala persona, acepta. Para el final de la novela, gracias al virtuosísimo ejemplo
de su esposa, el disoluto se ha convertido en puritano. Desde luego, no era la
primera historia de una mujer virtuosa que se resistía a un varón lascivo, pero sí
era la primer ocasión en que a una sirvienta se le concedía ese papel heroico, para
demostrar que si bien la aristocracia podía seguir siendo socialmente superior a
la ascendente clase media, ésta era superior moralmente.
Pamela gozó de un éxito extraordinario, primero en Inglaterra, donde se
hicieron cuatro ediciones en un breve lapso, y después en Francia. Algunas de sus
lectoras más devotas eran mujeres de la clase media. Por esta razón la novela es
un hito tanto en la historia de las mujeres como en la de la literatura. Al convertir
a Pamela en un éxito de ventas, las mujeres (al menos las de clase media) habían
ejercido por primera vez su derecho a opinar qué esperaban de los escritores.
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
Y lo que escogieron fue Pamela, una parábola de la pureza femenina de la clase
inedia, enfrentada a los deseos del rapaz varón de la clase alta. Su protagonista
representaba un modelo a emular para las hijas de los comerciantes, los impresores
y los dueños de mercerías. Pero la parábola contenía una profunda ambigüedad
moral. ¿Pamela era “pura” por la pureza misma o simplemente como señuelo
para atrapar al señor B?47
Evidentemente la pureza de Pamela resulta una irresistible incitación a
la lujuria para el señor B. Las clases medias inglesas no fueron las primeras en
descubrir el poderoso atractivo sexual de las mujeres virtuosas; la “chica buena”
original, Lucrecia, fue violada porque su virtud era muy provocadora sexualmente.
Como lo expresa Angelo, el supremo puritano, en Medida por medida de Shakes­
peare (acto 2, escena 3):

¿Es posible
que la modestia pueda traicionar nuestros sentimientos
más que la ligereza de una mujer?... Angelo,
¿deseas aprovecharte malamente de ella por las mismas cosas
que la hacen buena?

La respuesta de los señores B de este mundo es un resonante sí.


El éxito de Pamela entre las mujeres plantea otra pregunta, más interesante.
Evidentemente indica que una considerable porción de las mujeres se identifica­
ban con un personaje que, en el mejor de los casos, es increíblemente ingenuo
y, en el peor, inauditamente manipulador. No debería resultar sorprendente que
las lectoras hubiesen absorbido esos estereotipos misóginos, pero sigue siendo
bastante irónico que por el hecho de ejercitar, por primera vez, su poder como
parte importante del público lector contribuyesen a convertir a la obra en un
éxito de ventas.
Con el aumento del poder y la influencia de las clases medias el ideal de
la mujer asexuada se volvió norma para la sociedad, no sólo en Inglaterra, sino
también en los escritos filosóficos y sociales de Jean-Jacques Rousseau en Francia, a
finales del siglo xvin, y en Norteamérica. Esta norma insiste en que las diferencias
entre los hombres y las mujeres explicaban cabalmente sus diferentes estratos, y
que la más importante era la fuerza del deseo sexual en uno y su relativa ausencia
en la otra. Las mujeres se vieron deshumanizadas, esta vez en nombre de la pureza.
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), probablemente uno de los misóginos
más influyentes de todos los tiempos, tomó el ideal de la mujer pura que usa su
virtud como atractivo sexual y lo convirtió en un destino inahidible de la natura­
leza. El fingimiento y la manipulación le fueron asignados como características
definitorias. “Comparta o no la mujer las pasiones del hombre —escribió en una
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
descripción de la mujer ideal y de su educación, en un libro que habría de llegar [ 137 ]
a ser un éxito internacional—, esté dispuesta o reacia a satisfacerlo, siempre lo
rechaza y se defiende, aunque no siempre con la misma energía y, por lo tanto,
no siempre con el mismo éxito.”48 No es más que una forma indirecta de afirmar
que las mujeres dicen “no” incluso cuando quieren decir “sí”, la misma lógica que
se ha usado con frecuencia como defensa en los juicios por violación.
Rousseau vivió el preludio de la Revolución francesa. Era producto de la
época de la Ilustración pero precursor del movimiento romántico, la revolución
intelectual, artística y moral que habría de sustituirla. Ya habían sido destronadas
las antiguas autoridades filosóficas y religiosas. Ahora se veía al universo regido
por leyes que el intelecto humano era capaz de descubrir y comprender mediante
el uso de la razón. Mas era la razón —destinada a liberar al mundo de prejuicios
superados— la que invocaba Rousseau para justificar su creencia de que la mujer
era “el sexo que debía obedecer”.49 Afirmó: “Las mujeres hacen mal en quejar­
se de la desigualdad de las leyes hechas por el hombre; esta desigualdad no es
hechura de los hombres, o en todo caso no es resultado de un simple prejuicio,
sino de la razón”.50
Esa razón se derivaba de lo que él consideraba el orden natural de las
cosas. Como la naturaleza había confiado a la mujer el cuidado de los niños, ella
“debía hacerse responsable de los mismos ante el padre de los mismos”.51 La clave
del pensamiento de Rousseau era que el hombre se corrompía a medida que se
alejaba de la naturaleza. La civilización, con todas sus iniquidades, incluidos el
egoísmo, la desigualdad y la avaricia, es resultado de que el “hombre natural” se
desarraigue de su estado original de existencia, que Rousseau equiparaba con la
inocencia. No obstante, habría una cosa que no había cambiado —ni debería
cambiar—: la subordinación “natural” de las mujeres a los hombres. Ahora la
voluntad de la naturaleza sustituía la voluntad de Dios para determinar la suerte
y el estatus de las mujeres.
No es sorprendente que en la visión que tenía Rousseau del hombre pri­
mitivo, los hombres y las mujeres llevasen vidas separadas, apareándose cuando
se encontraban y después siguiendo su camino, y que las mujeres criasen a su
progenie por sí mismas, sin ninguna ayuda o interés por parte de los padres. Era
una versión del siglo xvm del antiguo mito de la autonomía masculina. Rousseau
también volvía a los griegos en busca de un modelo de cómo deberían ser tra­
tadas las mujeres, y admiraba su política de segregación de los sexos tal como la
practicaban, en su versión más extrema, los atenienses. Actuó de acuerdo con el
desprecio que predicaba acerca de las mujeres, y a los cinco hijos que tuvo con
su amante, Thérése le Vasseur, los abandonó en orfelinatos. Ella no sabía leer ni
escribir. Él, al parecer, disfrutaba con el sentimiento de superioridad intelectual
que obtenía con esa relación, porque si bien le enseñó a su amante a escribir, la
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ i38] misma nunca aprendió a leer, a contar, ni a recordar los nombres de los meses
del año.52 Tampoco resulta sorprendente que Rousseau admirase las novelas de
Richardson, ya que también él pensaba que la “castidad inflama” los deseos del
hombre, y no había nada más sensual que una virgen tímidamente sonriente que
sabía cuál era su lugar.
No obstante, otra visión de las mujeres, de la cual podemos captar un
destello en Roxana, la novela de Defoe, cuestionaba la versión de la misoginia
de Rousseau y de Richardson. Podría parecer una especie de paradoja que esta
visión contraria, en la cual se contemplaba a las mujeres como seres sumamente
sexuales, capaces de alcanzar la independencia y el estatus, hallase su expresión
más dramática y franca en la pornografía del siglo xvui. Aunque, sin duda, la
relación entre la misoginia, la pornografía y el estatus de la mujer es una de las
más controvertidas que existen.
Si bien es probable que pueda generalizarse con bastante certeza que los
filósofos y los sacerdotes les han causado más daño a las mujeres que los pornó­
grafos, no es una afirmación que la mayoría de las personas acepte fácilmente en
la actualidad. Pero hay muchas cosas acerca de la pornografía que la gente no
está dispuesta a aceptar, incluyendo su significado exacto. Describir algo como
pornográfico es como afirmar que determinadas organizaciones son terrorista: se
trata primordialmente de un juicio de valor que describe algo —actos, cosas u
objetivos— que uno no aprueba. El problema es que los valores cambian, y que
lo que le parecía pornográfico a una dama victoriana no lo sería para una ado­
lescente estadunidense aficionada a la música rap.
No obstante, una cosa es cierta: la pornografía está inextricablemente
relacionada con el surgimiento de la modernidad. No se llamaba pornografía en
esa época —en inglés el término sólo llegó a ser usado en su sentido actual a
mediados del siglo xix—, pero en los albores de la era moderna se establecieron
muchas de las características del género que siguen siendo típicas hasta el día
de hoy. Todavía el sello de la pornografía sigue siendo la descripción explícita,
en palabras o en imágenes, de actos sexuales. Pero su dimensión satírica y polí­
tica que, sobre todo en Francia, la convirtió en un importante vehículo para los
ataques anticlericales y antigubernamentales hasta el estallido de la Revolución
francesa, había desaparecido para finales del decenio de 1790. Hasta entonces la
pornografía había desempeñado un papel propagandístico esencial en los acon­
tecimientos que llevaron a la revolución, y su asociación con el desorden social
y el radicalismo político fue una de las razones por las que se la suprimió poste­
riormente en Inglaterra.
Al principio, durante el siglo xvi y la mayor parte del xvu, la distribución
de la pornografía se restringía a los círculos de clase alta. Pero la invención de la
novela hizo por la antigua pornografía lo que las grabadoras de video por su des­
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
cendiente del siglo xx. A principios del siglo xvni existía en Francia una popular [ 139]
industria de la pornografía, y lo mismo ocurrió en Inglaterra hacia mediados de
la centuria. De allí provino, en 1748, el que fue tal vez el libro pornográfico de
mayor éxito de ventas de todos los tiempos: Fanny HUI: Or, The memoirs of a woman
of pleasure (Fanny HUI o las memorias de una mujer de placer), de James Cleland.53
La presunta autobiografía o “confesiones” de meretrices, una de las formas
de escritura pornográfica más populares del siglo xvm cuestionaba directamente la
imagen de la mujer asexuada y pura, víctima perenne de la lascivia masculina, que
se estaba arraigando entre la clase media de Inglaterra, y a la que se exaltaba en
las obras de Rousseau en Francia. Las memorias de la “puta libertina”, como se la
ha llamado,54 describen a mujeres sexualmente agresivas, confiadas en sí mismas,
capaces de experimentar un placer sexual casi sin límites, con éxito financiero,
y por lo general indiferentes u hostiles a las nociones habituales que definen la
feminidad convencional, como la maternidad y el matrimonio. De hecho, las
diferencias sexuales entre hombres y mujeres quedan prácticamente borradas en
la búsqueda del placer, la realización y la dominación. En el mundo de la puta
libertina las mujeres son tan apasionadas como los hombres, y están, igualmente
deseosas de satisfacer sus propios deseos. El ejemplo más extremo es La historia
de Juliette: o, las fortunas del vicio, del marqués de Sade.
Sade (1740-1814) sigue siendo el autor más tristemente célebre de todos
los tiempos, y de su nombre se deriva el término “sadismo”. Se pasó cerca de la
mitad de su vida en la cárcel, casi siempre por lo que ahora se considerarían, si
acaso, delitos menores, y redactó la mayor parte de su obra tras las rejas. Las tres
cuartas partes de la misma se han perdido o fueron destruidas, y lo que subsiste
experimentó una severa censura.55 Su trabajo presenta una imagen de excesos
sexuales sin paralelo en la historia de la literatura, en la cual las orgías sádicas están
tan cuidadosamente coreografiadas como los pasos de las comedias musicales.
No resulta sorprendente que en esa obra Sade fuese acusado de atacar la
idea misma de lo que representa ser humano. Sin embargo, escribía menos de un
siglo después de la última mujer torturada y quemada viva por bruja. Nosotros,
que estamos al otro lado de los horrores del siglo xx, no nos sentimos tan impac­
tados por sus revelaciones acerca del ansia de poder que acecha en el corazón
humano.
Juliette es una nueva especie —algo así como un Tirannosaurus Sex. Aunque
forma parte de la tradición de la puta libertina dispuesta a lograr su autonomía,
Juliette lo hace sin reparar en el costo que implique para otros seres humanos que
son sus víctimas (tanto masculinas como femeninas), a las que tortura y asesina
para obtener satisfacción sexual. En el mundo de Juliette no existen ni hombres
y mujeres, sólo los poderosos y los débiles, el amo y el esclavo, los que están dis­
puestos y son capaces de utilizar su poder para conseguir sus objetivos y los que
[ OH, MUNDO FELIZ: LITERATURA, MISOGINIA Y EL ASCENSO DE LA MODERNIDAD ]
[ i4o] no pueden hacerlo y se convierten en víctimas de los primeros. “Celosamente
igualitaria’’, le dice a un rey, “nunca he considerado que una criatura viva sea
mejor que cualquier otra, y como no creo en las virtudes morales, tampoco pienso
que se diferencien por su valía moral.”56 Sade hace mofa de la visión de Rousseau
de la mujer ideal y la desprecia, demostrando que si, como creía —y la historia
tiende a apoyarlo— el instinto del poder es parte de la naturaleza humana, las
mujeres pueden poseerlo tanto como los hombres y serán exactamente igual de
crueles al ejercerlo. Juliette demuestra que puede hundirse hasta las mismas pro­
fundidades de inhumanidad que cualquier varón. Su capacidad para hacer el mal
no está moderada por su género. De modo que, por medio de la crueldad y la
violencia, Juliette alcanza una especie de igualdad con los hombres, única para
una mujer en la historia de la literatura y de las ideas, pero sólo en un mundo
en el que el desprecio absoluto por las mujeres había sido remplazado por un
desprecio absoluto por los débiles.
No era la clase de igualdad que buscaban las mujeres en el mundo real. Esa
habría de surgir como legado de la Ilustración que se desarrollaría en el siguiente
siglo, junto con su contradicciones, para confrontar a la misoginia en un nuevo
terreno tanto en Europa como en mundos novedosos o poco conocidos.

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


VI Secretos Victorianos [ 141 ]

a misoginia dista mucho de ser exclusiva de la civilización occi­


dental. Eso les quedó claro los europeos a medida que, a partir de
principios del siglo xvi, comenzaron a expandirse a regiones del
mundo con las que antes habían tenido poco o ningún contacto.
Se encontraron con civilizaciones complejas, por lo menos tan anti­
guas como la suya (y a veces mucho más) e igualmente sofisticadas
(cuando no más, desde ciertos puntos de vista). Mientras tanto,
en otras áreas antes inexploradas o desconocidas, descubrieron
culturas que, en el ámbito tecnológico y social, eran más simples
que todo lo que habían conocido antes. Pero todas tenían una
cosa en común: ni en las sociedades primitivas ni en las sofisticadas
estaban ausentes los prejuicios contra las mujeres.
A veces esos prejuicios adoptaban un carácter casi univer­
sal, como ocurría con los tabúes relacionados con la menstrua­
ción. Desde la tribu macusi de Sudamérica, que metía a las jóvenes
pubescentes en hamacas colgadas en lo alto y procedía a golpearlas
con varas,1 hasta los brahmanes hindúes de la India, que pensaban
que visitar a una mujer menstruante era una de las siete cosas que
podía hacer un hombre para cancelar su posibilidad de tener una
vida feliz o prolongada,2 en todo el mundo el terror de los hom­
bres hacia las mujeres menstruantes las dotaba de extraordinarios
poderes para provocar daños.
No obstante, lo que más impresionó a los europeos en los
comienzos de la era moderna no fueron las burdas supersticio­
nes de las tribus, que en ocasiones vivían como los hombres de
la edad de piedra, sino las complejas opiniones y con frecuencia
profundamente contradictorias sobre las mujeres con las que se
encontraron cuando empezaron a desarrollar relaciones comercia­
les con las poderosas civilizaciones de Oriente, en especial con las
de India y China. El hinduismo y el budismo se habían desarrollado
en la India en el curso de más de un milenio, entre los años 1500
y 500 a.C., mientras que el taoísmo y el confucianismo surgieron
en China entre los siglos vil y v a.C. Ambas civilizaciones con­
servaban huellas de culturas muy tempranas, con lo que algunos
han interpretado como elementos matriarcales. En el primer mito
[ 142 ] de creación chino, por ejemplo, fue una diosa, Nu Wa, la que modeló a la raza
humana con arcilla. La investigación arqueológica de las primeras civilizaciones
del valle del Indo revela una plétora de figurillas de terracota que representan
mujeres desnudas, y el panteón hindú posterior incluye a varias diosas poderosas,
entre ellas Parvati, Durga, Sakti y Kali.3 Al margen de las conclusiones a las que
pudiésemos llegar sobre el estatus de las mujeres en esas sociedades antiguas hay
algo que queda claro. En ambas civilizaciones los rituales sexuales y religiosos
reconocían y, en ocasiones, exaltaban el papel de la mujer. Sin embargo, junto
con ello se daba un profundo desprecio, particularmente perceptible en el con-
fucianismo, el hinduismo y el budismo.
Hacia mediados del siglo xvni, Gran Bretaña dominaba el subcontinente
indio tanto política como económicamente, y ese dominio habría de perdurar
hasta 1947, cuando la India se volvió independiente. Los británicos y otros euro­
peos estaban impactados, confundidos y fascinados por las actitudes y el compor­
tamiento sexual indios. Al escribir sobre las numerosas prostitutas de los templos
que se encontraban en la India el abate Dubois, un misionero del siglo xvni,
declaró: “Jamás ha existido entre personas civilizadas una religión más vergonzosa
o indecente”.4
Los europeos encontraban fácilmente evidencias del bajo estatus social de
las mujeres que complementaban muchos de sus propios prejuicios de tipo occi­
dental. Pero los recién llegados no podían ignorar la evidencia de la sensualidad
exuberante de India, que los rodeaba por doquier. Contemplaban las extraordina­
rias tallas de piedra del gran templo hindú de Konarak, que representan parejas
(y a veces tríos) haciendo el amor con una comodidad casi indolente, impensable
para la imaginación occidental, con sus cuerpos entrelazados con mujeres de
grandes senos que, en lugar de frutos, formaban guirnaldas por todo el lugar
sagrado, como si se tratase de una vid voluptuosa. Leían el Kamasutra, escrito
entre los siglos m y v d.C., con su guía despreocupadamente meticulosa para el
placer sexual, no como en El arte de amar, de Ovidio, para el placer exclusivo del
hombre, sino con el pleno reconocimiento de las necesidades sexuales de las
mujeres que debían ser satisfechas. En este y en otros sentidos la India exaltaba
las relaciones eróticas entre el hombre y la mujer hasta un plano desconocido en
Occidente. De hecho, en algunas sectas hindúes y budistas los rituales orgiásticos
se consideraban la principal senda a la iluminación, la manera de escapar de lo
que el poeta mexicano Octavio Paz denominó la “trampa dualista”.5
Las grandes religiones de las civilizaciones orientales difieren profunda­
mente del cristianismo ya que, en lo esencial, no tienen una orientación filosófica
ni teológica. Tampoco tienen una misión, una convicción de ser poseedoras de una
verdad absoluta acerca de la salvación de toda la humanidad, con el imperativo
histórico de difundirla. Antes bien, sus creencias respecto al mundo y al lugar
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
que la raza humana ocupa en él han dado origen a complejos sistemas éticos en [ 143 ]
los cuales las ideas están ritualizadas. También son enteramente ahistóricas. Es
decir, sus creencias tienen consecuencias sólo personales, no históricas; su meta
consiste en permitir que el individuo alcance la felicidad en este mundo (hin-
duismo, taoísmo y confucianismo) o que se libre del sufrimiento, en su forma
más radical, extinguiendo todo sentimiento del yo (budismo). No comparten
la necesidad misionera de cristianos y musulmanes de convertir o exterminar a
quienes no creen. Esto significa que, a diferencia de lo que ocurre con el islam y
la cristiandad, su misoginia ha sido en gran medida interna. Pero lo que el taoís­
mo, el confucianismo, el hinduismo y el budismo tienen en común con el cristia­
nismo y el islam es un profundo dualismo, en el cual el mundo se ve en un estado
permanente de tensión, si no es que de conflicto, entre el cuerpo y el espíritu, el
yo y la naturaleza, el uno y los muchos, la vida y la muerte, el varón y la mujer,
el ser y el no ser.
Con excepción del confucianismo, que no era tanto una religión como
un código de etiqueta y de ética, estas religiones orientales tenían en común con
los cristianos y los platonistas que el mundo de los sentidos es fundamentalmente
una ilusión que nos impide alcanzar un estado superior del ser. Pero, a diferen­
cia del cristianismo, planteaban que era posible ponerle fin al dualismo en este
mundo por medio de la práctica de ciertos rituales. No obstante, aunque se veía
al cuerpo como un obstáculo para alcanzar este fin, no se lo consideraba malvado,
señal de nuestra caída de lo divino, tal como ocurre entre los cristianos. Ninguna
de las religiones orientales tenía un concepto equivalente al del pecado, lo que
hizo que la labor de los primeros misioneros que llegaron a la India y China en
el siglo xvn resultase sumamente frustrante. Incluso en las expresiones ascéti­
cas de estas creencias, tanto el budismo como el hinduismo produjeron tradicio­
nes de hombres santos y monjes que renunciaban a este mundo, a cambio de una
vida de contemplación y carencias físicas; el puritanismo, tal como lo entiende
Occidente, no existe. Aunque los estudiosos han vinculado el ascetismo oriental
con la misoginia en las sociedades india y china, el impacto que esto ha tenido
sobre el estatus de la mujer sigue estando lleno de contradicciones. De hecho,
en el taoísmo, así como en las versiones tántricas del hinduismo y el budismo,
el cuerpo, y en especial el placer sexual, se veían como una vía hacia la inmor­
talidad. Entre quienes practicaban las disciplinas tántricas era una liberación
del ciclo de nacimiento, muerte y reencarnación, un camino hacia el nirvana
en el cual se disuelve el yo. En todos esos rituales las mujeres desempeñaban un
papel esencial.
El taoísmo sostiene que el mundo se mantiene en equilibrio mediante
la interacción de dos fuerzas, el yin (femenino) y el yang (masculino). Según el
1 Ching o Libro de los cambios esta interacción da origen al cambio. Hay dos claves
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ 144] para tener una larga vida. La primera consiste en la retención del semen, creen­
cia que se encuentra en muchas culturas de todo el mundo. La segunda clave,
que se considera igualmente vital, es la absorción de secreciones vaginales. Los
taoístas creían que mientras que el hombre producía una cantidad limitada de
su precioso fluido, las mujeres producían el suyo de manera infinita. En China
esto condujo a elaborados rituales sexuales cuyo objetivo consistía en llevar a la
mujer —pero no al hombre— hasta el orgasmo. No resulta sorprendente que el
sexo oral practicado por los hombres en las mujeres fuese popular en China: “la
práctica de un método excelente para absorber el precioso fluido”, según afir­
maba una autoridad.6 En una serie de textos, conocidos como los Tratados de la
cama, elaborados entre las dinastías Sui y Ming (581-1644 d.C.), se describe hasta
en sus últimos detalles los métodos para retener el semen, absorbiendo al mismo
tiempo todo el fluido femenino que resulte posible. El objetivo último consistía
en unir los fluidos masculino y femenino, desvaneciendo el dualismo sexual y
alcanzando (según se creía) una especie de inmortalidad.7 Los tratados fueron
suprimidos después, durante la conservadora dinastía Qing (1644-1912), junto con
las novelas eróticas de la era Ming (1368-1644), aunque siguieron sobreviviendo
en el mercado negro chino.
El budismo tántrico en la India representó una rebelión contra la rigidez
del sistema hindú de castas y sus rituales religiosos, basados en la creencia de la
reencarnación (que sostenía que el comportamiento de una persona durante su
vida determina el estatus que tendrá en la siguiente). Los rituales sexuales tántríeos
eran orgiásticos y se iniciaban con el banquete, en el cual se colocaban los alimen­
tos sobre el cuerpo de una mujer desnuda acostada boca arriba; luego los devotos
copulaban en público. Creían que a través del éxtasis sexual podían liberarse del
ciclo de la reencarnación y alcanzar el estado de nirvana. Una historiadora ha
comparado el tantrismo con la revolución sexual de los años sesenta, afirmando
que su permisividad sexual representa un desafío a la autoridad moral, social y
política.8 Escandalizó al abate Dubois cuando visitó la India en el siglo xvm. El
fue el primer europeo en describir lo que llamó “el festín infame”.
Sin embargo, no es necesario llegar a los extremos del budismo tántrico
para comprender que las prácticas sexuales indias difieren de las occidentales en
su reconocimiento de la mujer como ser sexual. Desde el Kamasutra hasta los ritua­
les tántricos, el erotismo indio ve a la mujer como participante activa, y la meta,
tanto de hombres como de mujeres, es darse placer recíprocamente. De manera
similar, para los chinos las relaciones sexuales entre hombres y mujeres no estaban
dominadas por un sentimiento de pecado o de vergüenza, sino por la necesidad
de manejar el deseo y la pasión. En el Libro de los ritos confuciano se instruye a
los maridos que “incluso si una concubina está envejeciendo, mientras no haya
llegado aún a los 50 años, deberás tener relaciones sexuales con ella cada cinco
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
días”.9En ese sentido, se alcanza una especie de equilibrio sexual, que parece ser [ i45 ]
totalmente lo opuesto a la misoginia que se desarrolló en Occidente y que trató de
negarles a las mujeres su naturaleza sexual. Empero, por mucho que se expresase
el reconocimiento de la sexualidad femenina en las civilizaciones india y china,
no protegía a las mujeres de ser tratadas despectivamente en otras formas.
En las enseñanzas de Confucio (551-479 a.C.), que dominaron el pen­
samiento chino durante por lo menos dos mil años, se construyó un complejo
sistema ético, junto con una etiqueta precisa para regir las relaciones sociales.
En un sistema patriarcal en el cual las relaciones dentro de la familia reflejaban
tanto el orden del cosmos como la estructura del Estado, China fue una sociedad
polígama durante gran parte de su historia; la poligamia se declaró ilegal en 1912,
con el derrumbe del poder imperial. Tenía una gran clase media, en ese ámbito
la mayor parte de los hombres poseía entre tres y una docena de esposas y concu­
binas. Había también lujosos establecimientos en los cuales los ricos podían visitar
a las cortesanas. Si bien de acuerdo con la doctrina de Confucio, que siempre
procuraba alcanzar el equilibrio y el orden, se esperaba que el marido se ocupase
de las necesidades económicas y sexuales de sus esposas y concubinas, en otros
aspectos a las mujeres se las trataba con desdén. Como lo expresó el poeta chino
Fu Hsuan:

Amargo en verdad es nacer mujer,


¡resulta difícil imaginar algo tan bajo!...
Nadie derrama una lágrima cuando se casa...
El amor de su marido es tan distante como la Vía Láctea,
mas ella debe seguirlo como un girasol al astro.
Sus corazones no tardan en separarse como el agua y el fuego.
Se la culpa de todo lo que puede salir mal.w

A las mujeres se las segregaba completamente de los varones desde edad


muy temprana. Debía evitarse el contacto físico accidental entre hombres y muje­
res porque despertaba las pasiones; Confucio no enseñó que el cuerpo fuese
malo, sólo que era peligroso.11 De acuerdo con el Libro de los ritos: “Un hombre y
una mujer no se pasarán directamente nada de mano en mano. Si el hombre le
da algo a una mujer ella lo recibe en una bandeja de bambú”.12 Las mujeres que
deseaban concurrir a festividades públicas tenían que llevar un biombo plegadizo
portátil detrás del cual se colocaban para evitar ser vistas.13 Tradicionalmente en
ios asuntos públicos no había ningún papel para las mujeres. “Provocará desorden
y confusión en el imperio —escribió el estadista Yang Chen en el segundo siglo
de nuestra era—, le acarrearán vergüenza a la corte imperial... A las mujeres no
se les debe permitir tomar parte en cuestiones de gobierno.”14
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ i4é] Al parecer, la mayoría de las mujeres, incluidas las que pertenecían a las
clases más elevadas, recibían poca o ninguna educación, y se las mantenía en el
analfabetismo. Tal como ocurría en la antigua Atenas, se esperaba que sólo las
cortesanas supiesen leer y escribir. La instrucción de las mujeres solían limitarse
a aprender a coser, bordar y tocar un instrumento musical. Incluso aquellas que
eran educadas, como la erudita e historiadora Ban Zhao (40-120 d.C.), cuyo padre
pertenecía al círculo de la corte y propugnaba por que las niñas debían recibir
por lo menos una instrucción elemental, lo eran a fin de que pudiesen adquirir
mayor conciencia de su estatus subordinado. Su destino era ser esposas obedientes,
madres. Una esposa que no diese a luz a un hijo varón podía ser desplazada por
una concubina que lo hiciese. El prejuicio contra las niñas persiste hasta la época
moderna: se ha vuelto común que las embarazadas aborten el feto si es femenino,
lo que ha creado en ciertas áreas un creciente desequilibrio entre el número de
hombres y el de mujeres. Según los investigadores ahora hay en todo el país 111
varones por cada 100 mujeres.15 Esto ha llevado también al tráfico ilegal de recién
nacidas, vendidas por las campesinas pobres que tienen ya uno o dos hijos, para
satisfacer el ansia de hijos de las familias de las grandes ciudades.
Los criterios de belleza femenina de los chinos siempre destacaron lo
recatado, lo delicado y lo diminuto, con especial hincapié en los pies pequeños. A
partir del siglo x esta predilección adoptó un desagradable hábito con el surgi­
miento del vendaje de los pies. A partir de una tierna edad los tres dedos exteriores
del pie de la niña se envolvían apretadamente, doblándolos hacia el interior del
pie, para obtener lo que se llamaba el “pie de loto”. Según el arqueólogo Heinrich
Schliemann, quien viajó por China y Japón a finales del siglo XIX:

Una joven llena de marcas de viruela y a la que le faltan dientes, o que tiene
el cabello ralo, pero con un piececillo que no mide más que tres pulgares
y medio, se considera cien veces más hermosa que otra que, de acuerdo
con las normas europeas, sería vista como excepcionalmente bella, pero
cuyo pie mide cuatro pulgares y medio de largo.

Observó que eso dejaba lisiadas a las mujeres, deformándoles el empeine,


y que las hacía caminar oscilantes “como gansos”.16 El vendaje de los pies afec­
taba principalmente a las mujeres de clase alta y a las cortesanas. Apenas con la
revolución china y el establecimiento de la República Popular, en 1949, llegó a
prohibirse esta mutilación misógina. El confucianismo se suprimió también en
la década de 1950 puesto que se lo consideraba contrarrevolucionario, aunque
sobrevivió el taoísmo (o alguna versión de éste).
En la India, asimismo, el erotismo voluptuoso que exaltaba la sexualidad
femenina coexistía con una multitud de prácticas discriminatorias que reducían
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
el estatus social de las mujeres. En la épica india del siglo v a.C., Mahabarata, el [ 147]
nacimiento de una hija se considera un infortunio, y se declara: “las mujeres son
las raíces de los males, porque se las considera frívolas”.17 Más de dos milenios
después la situación no ha cambiado, salvo por el hecho de que, con el progreso
de la tecnología, a los padres ahora les resulta más fácil evitar tener hijas. Las
pruebas prenatales de sexo, aunque declaradas ilegales, se utilizan para definir el
género del feto; si es una niña lo usual es abortarla, lo que está produciendo, igual
que en China, una creciente desproporción numérica entre hombres y mujeres.
En el censo de 2001 se reveló que entre los niños menores de 6 años había 927
niñas por cada 1,000 varones.18
Las mujeres indias, igual que las chinas, no solían recibir educación, a
menos que se tratase de las prostitutas sagradas que trabajaban en los templos
hindúes. El abate Dubois observó:

Esas prostitutas son las únicas mujeres de la India que pueden aprender a
cantar, a leer y a danzar. Esos logros les corresponden de manera exclusiva
y, por esa razón, son vistos con tal aborrecimiento por el resto de su sexo
que cualquier mujer virtuosa consideraría una afrenta la sola mención de
los mismos.19

Se dice que el gran templo de Rajarajeshvara, en Tanjore, albergaba unas


cuatrocientas prostitutas sagradas.20 La asociación entre la prostitución y la edu­
cación siguió siendo un obstáculo para avanzar en la educación femenina hasta
finales del siglo xix. A pesar de las leyes impuestas por los británicos contra la
oferta física y el uso de las instalaciones con fines de prostitución, la costumbre
persistió hasta la independencia, cuando las autoridades locales intentaron re­
primirla.21
El Mahabarata deja en claro que el hinduismo tradicional era especial­
mente feroz en sus tabúes contra las mujeres que menstruaban.22 A partir del
periodo medieval aumentó la preferencia por las novias niñas, lo que implicaba
una elevación en la tasa de muertes de estas jóvenes esposas en el momento del
parto. En cuanto al destino de las viudas, no era envidiable. Por lo general, no
se les permitía volver a casarse (aunque el Mahabarata describe excepciones), y
se esperaba que llevasen una vida de frugalidad y luto perpetuo, durmiendo en
el piso y tomando sólo una comida al día. Como lo expresó una historiadora:
“la viuda era el espectro en el festín”.23 El Mahabarata narra historias de mujeres
heroicas que se arrojaban a la pira funeraria de su marido, prefiriendo morir
que enfrentar la vida sin él, en una costumbre conocida como suttee o sati, que
significa “la mujer virtuosa”. Sin embargo, algunas viudas que no mostraban tantas
ansias eran obligadas en ocasiones a morir quemadas. En un caso, en 1780, las
[ SECRETOS VICTORIANOS j
[ 148 ] 64 esposas del rajá de Marwar fueron consumidas en la pira funeraria junto con
el cadáver del mandatario.
Debajo de ese desprecio parecería encontrarse el dualismo, también cono­
cido en las civilizaciones occidental y musulmana, de la mujer como naturaleza y
el hombre como espíritu o alma.

... que sepa el hombre que las mujeres son las continuadoras de la red de la
Samsara [el mundo de los sentidos]. Son el campo arado de la naturaleza,
de la materia... los hombres se manifiestan como el alma; por lo tanto, que
el hombre, antes que cualquier otra cosa, las deje atrás a todas ellas.24

Pero si bien esto puede parecer familiar, asemejándose a una división


platónica entre la forma o idea y el mutable mundo de los sentidos, no implica
desprecio por las mujeres por ser las representantes de la materia. La corporei­
dad y la sensualidad del budismo se alcanzan plenamente en los hombres y las
mujeres, y les permite transfigurarse a ambos a un estado más elevado del ser. El
cuerpo no es rechazado sino que, a través del erotismo, se lo ve como una de las
vías hacia la iluminación.
La paradoja de la India dejó perplejos a los europeos, en particular a los
ingleses, que eran los que habían tenido la relación más prolongada e íntima con
su cultura. Se quedaban atónitos ante la desenfadada celebración de la sensuali­
dad femenina y, al mismo tiempo, impactados frente a los ejemplos más extremos
de desprecio y desdén en el que se tenía a las mujeres, en términos de su nivel
social. Para el siglo XIX se había declarado ilegal el infanticidio femenino, y se
dieron pasos para tratar de ponerle un alto a la costumbre del sati, incluso cuando
la esposa estaba dispuesta a arrojarse a las llamas para seguir a su marido hasta la
muerte. En el siglo XII, después de la invasión musulmana de la India, también
se había prohibido esa práctica por ir contra las leyes del islam... pero sin éxito.
Bajo el control británico, la ley no llegó a prevalecer del todo y la costumbre no
desapareció. El último incidente de sati del que se ha informado tuvo lugar en
agosto de 2002, cuando una viuda de 65 años murió quemada en la provincia
de Madya Pradesh. La Ley de nuevo matrimonio de las viudas expedida en 1856
tampoco desterró la muy arraigada tradición que prohibía un nuevo matrimonio.
La educación para las mujeres, de igual manera, no avanzó demasiado bajo el
dominio británico: para 1939 sólo 2 por ciento de las mujeres indias concurrían
a la escuela.25
La tradicional visión india de las mujeres, con todas sus contradicciones
aparentes, representaba un completo contraste con la forma en que se veía a las
mujeres en la Inglaterra victoriana y en Estados Unidos. Mientras que en la India
había una celebración de la sexualidad femenina que coexistía lado a lado con la
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
denigración social de las mujeres, en Occidente la constante mejora del estatus [ i49]
social y político de éstas iba acompañada por la creciente negación de su sexua­
lidad. Esto llegó, a mediados de la época victoriana, al punto en que los médicos
pudieron afirmar, con toda certeza, que las mujeres no tenían absolutamente
ningún deseo sexual. Sin duda esto le hubiese parecido absurdo a un hindú, de
la misma manera que un caballero Victoriano hubiese considerado que la idea
de llegar a la salvación por medio de la cópula era la culminación misma de la
incorrección.
En Europa y en América del Norte la Ilustración y las revoluciones del
siglo xviii habían transformado por entero las relaciones políticas y sociales. No
obstante, ni la nueva república de Estados Unidos ni la Asamblea Nacional, ins­
talada en Francia por la revolución, hacían extensivos los derechos del hombre
a las mujeres, a las que se les seguía negando el voto que en el siglo siguiente se
concedió de manera cada vez más amplia a los varones, cualquiera que fuese su
estatus económico. Pero no era posible que las mujeres fuesen vistas para siempre
como excepción eterna a la concesión de derechos políticos y sociales. Thomas Pai­
ne (1737-1809) cuyo panfleto Common sense (Sentido común) tanto había hecho por
promover la lucha de los colonos contra Gran Bretaña, había propugnado por los
derechos femeninos. En 1775, un año antes de escribir Sentido común, se lamentaba:

Incluso los países en los que puede considerárselas más felices [las mujeres
están] restringidas en lo que desean acerca de la disposición de sus bienes;
despojadas de libertad y voluntad por las leyes; son esclavas de la opinión
que gobierna sobre ellas con absoluto poder y convierte las apariencias
más tenues en culpa; rodeadas por doquier de jueces que al mismo tiempo
son sus tiranos y sus seductores... porque incluso con los cambios de las
actitudes y las leyes persisten prejuicios sociales profundamente enraizados
y opresores que confrontan a las mujeres minuto a minuto, día a día.26

En París, en 1792, en la Asamblea Nacional, de la cual era miembro, Pai­


ne abogó sin éxito por el derecho de la mujer al voto. En ese mismo año, Mary
Wollstonecraft (1759-1797) publicó Una reivindicación de los derechos de la mujer, libro
aclamado por algunos como “la declaración de independencia femenina” y “el pri­
mer argumento sólido en pro de la emancipación femenina basado en un sistema
ético coherente”.27 Cuando se publicó esta obra su autora fue descrita como “una
hiena con enaguas”, y su apoyo a la Revolución francesa —Wollstonecraft se mudó
temporalmente a París en 1792— se veía en Inglaterra con gran suspicacia o con
franca hostilidad. Se la llamó “una de las intrigantes amazonas de la Francia repu­
blicana”.28 Su argumento básico era sencillo: los derechos del hombre implican los
derechos de la mujer. Ya otras mujeres, en Inglaterra, como Mary Astell, cien años
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ i ,-o ] antes, habían apoyado la emancipación de las mujeres inspiradas en el pensamiento
filosófico de la Ilustración (véase e\ capítulo Oh, mundo feliz: literatura, misoginia
y el ascenso de la modernidad). Pero la Revolución francesa tomó principios de
libertad abstractos y trató de darles una expresión política concreta, inspirando
en muchas personas de la generación de Wollstonecraft la esperanza de que sus
nociones de igualdad y hermandad universal podrían ya hacerse realidad.
Wollstonecraft fue una de seis hijos, hija de un granjero, en ocasiones
tiránico, y una madre a la que describía como “dispersa y débil”, que sentía un
amor realmente excesivo por su hijo mayor. Tras trabajar poco felizmente como
institutriz, publicó un tratado, Ideas sobre la educación de las hijas (1787) y después
una novela, Mary. Una ficción (1788), se trasladó a Londres para hacer carrera
como escritora y participó en círculos radicales, en los que conoció a Thomas
Paine, al poeta William Blake, al filósofo político William Godwin y al químico
Joseph Priestly. Su experiencia como institutriz la había vuelto ferozmente hostil al
estilo de vida de las mujeres de la clase alta, que dedicaban sus días a acicalarse y
a otras actividades que ella consideraba absolutamente frívolas. Wollstonecraft hizo
todo lo contrario y se convirtió, de hecho, en la feminista bohemia arquetípica,
que no se interesaba por su apariencia, tenía el pelo descuidado y usaba medias
negras de lana, lo que le disgustaba a uno de sus amigos que decía que era una
“pastrosa filosófica”.29
La hostilidad de Wollstonecraft hacia las mujeres que pasaban, lo que
en su opinión era demasiado tiempo frente al espejo, es uno de los principales
temas de Una reivindicación. Planteó el tono de muchos de los posteriores textos
feministas. De hecho, el desprecio que sentía por lo que veía como frivolidad feme­
nina, en especial la devoción de las mujeres por engalanarse, es tan cabal como
cualquier cosa que haya podido escribir un varón misógino. “El placer”, escribe
“es la ocupación de la vida de las mujeres de acuerdo con la actual modificación
de la sociedad; y mientras siga siendo así, poco cabe esperar de seres tan débiles.”
Parafrasea con aprobación la diatriba de Hamlet contra las mujeres. Sus quejas
acerca de las mismas es eco de las que se encuentran en las obras de misóginos
tradicionales, y es tan ácida que una especialista en su obra ha tenido que acudir
en su defensa para que no se la malinterpretarse como “hostil hacia las mujeres”.30
De hecho Wollstonecraft acepta la noción dualista de que la devoción al cuerpo
es señal de inferioridad mental y moral. Afirma que mientras las mujeres sigan
siendo culpables de ello, se las percibirá como inferiores y, en su opinión, mereci­
damente. Advierte: “si las mujeres no renuncian entonces al poder arbitrario de la
belleza demostrarán que tienen menos inteligencia que el hombre”.31 El antiguo
dualismo mente/cuerpo había cobrado nueva fuerza filosófica gracias a la obra de
René Descartes (1596-1650), en la cual la prueba misma de la existencia dependía
del pensamiento, como declaró convincentemente en su célebre máxima: “Pienso,
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
luego existo”. Wollstonecraft interpretó esto en el sentido de que el cuerpo es no [151]
racional y, por lo tanto, inferior a la mente, dicotomía familiar desde Platón, y
favorita entre los misóginos que identifican a las mujeres como cuerpo. Se deducía
que aquellas que le dedican demasiada importancia a sus cosméticos y vestidos
deben ser inferiores a las que se pasan las horas leyendo obras fdosóficas.
A lo largo de Una reivindicación hace hincapié en la importancia de la
razón. Esta es la que nos hace humanos y establece “la preeminencia del hombre
sobre la creación bruta”. Por lo tanto, sostiene, para que las mujeres puedan ele­
varse por encima de su bajo estatus es fundamental que reciban una educación
que les enseñe a ser seres racionales, más que meros juguetes de los hombres y
esclavas de la moda. La razón las redimirá de sus vanidades y sus pecados. Una
mujer de razón aborrecerá los vicios, las locuras y hasta los gracejos obscenos. Será
casta y modesta y evitará incluso las familiaridades con otras mujeres, que la au­
tora describe como “groseras”. La mujer de razón resulta tan remilgada que
comienza a parecerse a la mujer de pureza plena que habría de convertirse en el
estereotipo femenino de la época victoriana, con la salvedad de que estará mejor
educada.
¿Fue entonces misógina también “la primera gran feminista”? Si bien sus
críticas a las mujeres se asemejan a las de los misóginos tradicionales, su lógica es
diferente. En la conclusión de Una reivindicación afirma: “Hay muchas tonterías
que en cierta medida son peculiares de las mujeres —pecados contra la razón,
tanto de comisión como de omisión—, pero todos emanan de la ignorancia o
el prejuicio. Y los hombres se han abocado, impulsados por diversos motivos,
a perpetuar” esas tonterías. Pero a diferencia de los misóginos, Wollstonecraft
cree que esas tonterías femeninas no se basan en la naturaleza inherente de las
mujeres, sino en su educación o falta de ella. Siguiendo a Locke, considera que
somos casi por entero producto de las fuerzas sociales que nos configuran. Si se
eliminan las fuerzas que inculcan la ignorancia y el prejuicio se hará de las mujeres
“criaturas racionales y ciudadanas libres”. O, como lo expresó Bertrand Russell:
“Los hombres nacen ignorantes, no estúpidos; lo que los vuelve estúpidos es la
educación”.32 Lo mismo se aplica a las mujeres.
Finalmente la mayor parte de los ideales en los que creía Wollstonecraft le
fallaron, o ella fue la que les falló. El rumbo sangriento que emprendió la Revolu­
ción francesa la llenó de horror. Se enamoró hasta la locura de un estadunidense,
Gilbert Imlay, precisamente el tipo de hombres contra el que ponía en guardia a
las mujeres. Las pasiones que en Una reivindicación despreciaba como prueba de
la debilidad femenina la consumieron, y la llevaron a intentar suicidarse cuando
su amante la abandonó junto con su hija casi recién nacida. Más tarde se casó con
su viejo amigo William Godwin, con el cual mantuvo una relación feliz y fructífera.
Pero trágica e irónicamente murió de septicemia al dar a luz a una segunda hija,
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
también llamada Mary Wollstonecraft (1797-1851). Un clérigo insensible comentó
que su muerte era una útil lección para las mujeres porque “marcaba enérgicamen­
te la distinción de los sexos al señalar el destino de las mujeres y las enfermedades
a las cuales están expuestas de manera especial”.33 Su hija se casaría más tarde con
el poeta y radical Percy Bysshe Shelley, y escribiría Frankenstein.34 Viviría hasta ver
la primera convención de los derechos de la mujer celebrada en 1848, en Seneca
Falls, en el estado de Nueva York, en la que se lanzó la campaña por el sufragio
femenino y por muchas de las reformas que su madre había propuesto más de
cincuenta años atrás. En el curso de un siglo, tras la muerte de Mary Shelley, las
mujeres habían logrado ingresar a las escuelas de medicina y universidades de
Estados Unidos, así como a la Universidad de Cambridge, en Inglaterra.
No obstante, el hecho de que Mary Wollstonecraft figure en una histo­
ria de la misoginia dice algo respecto a la naturaleza paradójica de su legado.
Mientras proclamaba enérgicamente la necesidad de la emancipación femenina,
sostenía que era incompatible con cosas con las que se asociaba tradicionalmen­
te a las mujeres, como la pasión y la belleza. Al hacerlo perpetuaba el antiguo
dualismo mente/cuerpo, que de muchas maneras había sido tan peijudicial para
las mujeres. Lamentablemente este aspecto de su pensamiento fue recogido por
generaciones posteriores de feministas en Gran Bretaña y en Estados Unidos,
las que creían que abogar por los derechos políticos y sociales de las mujeres
implicaba desdeñar o negar por entero los aspectos más eróticos de la naturaleza
de las mismas, que según afirmaban eran invenciones masculinas destinadas a
manipular a las mujeres para su propio placer. En este sentido las feministas que
quemaban brassieres a principios de los setenta son sus descendientes directas.
Por desgracia fue una posición que alejó a muchísimas mujeres del movimiento
feminista.
En el siglo xvill se produjo un cambio en la visión intelectual y política
de Europa occidental y Norteamérica; en el siglo xix se transformó el entorno
físico de esas áreas. El impacto que eso tendría sobre la vida de las mujeres no se
asemejaría a nada experimentado con anterioridad. Las conquistas de la ciencia,
especialmente en biología y química, y la revolución industrial, representaron
un considerable progreso intelectual y técnico. Pero como lo deja bien claro la
historia de la misoginia, el progreso en otras áreas de la actividad humana no
necesariamente implica progreso para las mujeres.
La revolución industrial absorbió a la población de las áreas rurales en
las ciudades en expansión para alimentar a las fábricas de mano de obra barata,
destruyendo las antiguas industrias domésticas que habían empleado las habilida­
des femeninas para hilar, tejer, fabricar cerveza, hacer pan, elaborar mantequilla y
otras actividades tradicionales, que les permitían vestir y alimentar a sus familias.
En los atiborrados barrios bajos se creó una nueva clase: la clase trabajadora.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Estaba mal pagada y, en general, mal alimentada. Para 1861, en Inglaterra y Gales [153]
—el motor de la revolución industrial— estaban trabajando casi tres millones de
mujeres de más de 15 años, que representaban 26 por ciento de la población
femenina. De ellas sólo 279 tenían empleos de oficina. La enorme mayoría de
las demás trabajaban en fábricas o como sirvientas.33 Igual que los hombres, las
mujeres se habían convertido en esclavas asalariadas, y su posición subordinada
destacaba aún más por el hecho de que, en promedio, se les pagaba aproximada­
mente la mitad de lo que ganaban los hombres por realizar la misma labor. Para
mediados del siglo xix un hilador ganaba en Inglaterra entre 14 y 22 chelines
por semana y una hilandera alrededor de 5; en Estados Unidos un obrero de
la industria del algodón cobraba 1.67 dólares semanales, y una mujer que ocupa­
ba el mismo puesto 1.05. El salario de un prensista francés era de dos francos
diarios, el de una mujer sólo de uno.36
A las miserables condiciones de trabajo se sumaba el hecho de que las
obreras tenían que seguir llevando la carga de su papel biológico y soportar múl­
tiples embarazos en condiciones horribles. En palabras del revolucionario socia­
lista irlandés James Connolly, las mujeres de la clase trabajadora eran “las escla­
vas de los esclavos”. Aunque se estaban haciendo progresos en la fabricación
de condones, la inmensa mayoría de las mujeres de la clase obrera no tenían
acceso a ellos. La anticoncepción seguía dejándose en manos de los hombres, lo
que con frecuencia significaba que no se la usaba ni siquiera cuando era posible
obtenerla.
Raras veces, a lo largo de la historia, hombres y mujeres han padecido el
tipo de degradación que se encontraba en los enormes barrios bajos de las ciu­
dades y pueblos industriales de la Inglaterra decimonónica. Se veía a los pobres
como una raza distinta, y aventurarse en los distritos que habitaban era equivalente
a explorar “el África negra”. El novelista Charles Dickens (1812-1870) entró en
1851 a una de esas barriadas que estaba a pocos cientos de metros del Museo
Británico, y encontró: “¡Diez, veinte, treinta, quién puede contarlos! ¡Hombres,
mujeres, niños, en su mayoría parcialmente desnudos, amontonados sobre el piso
como gusanos en un queso!”37 Veinte años después un visitante francés dijo de
los londinenses pobres:

Tres veces en el curso de diez minutos vi reunirse multitudes en torno a las


entradas, atraídas por peleas, sobre todo entre mujeres. Una de ellas, con
la cara cubierta de sangre, lágrimas en los ojos, ebria, trataba de arrojarse
contra un hombre mientras la muchedumbre miraba y se reía. Y como si el
estrépito fuese una señal, la población de callejones cercanos se derramó
en la calle, niños en harapos, indigentes, prostitutas, como si se vaciase
repentinamente una cloaca humana.38
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ 154] Tal vez la pobreza no cree misoginia, pero la experiencia sugiere que
tiende a reforzarla. Sobre las mujeres, como “esclavas de los esclavos”, recaía el
peso de la ira y la frustración de los hombres cuando se quedaban sin empleo,
o eran incapaces de mantener a sus grandes familias, o padecían alguna otra
humillación cotidiana. Observadores de clase media como Henry Mayhew, autor
del célebre libro London labour and the London poor (La mano de obra y la pobreza
en Londres) (1851-1856), que se aventuraban a entrar a los barrios pobres para
ver las cosas por sí mismos, señalaban que las golpizas a las esposas y la violación
eran tan comunes que pasaban inadvertidas. Y esas condiciones imperaron hasta
el siglo xx. En 1902, el escritor estadounidense Jack London (1876-1916) penetró,
disfrazado de obrero, en el East End de Londres, que era entonces un enorme
asentamiento miserable de un millón de almas, e informó:

Golpear a la esposa es la prerrogativa masculina del matrimonio. Los hom­


bres usan notables botas con refuerzos de bronce y de hierro, y cuando
terminan de golpear a la madre de sus hijos y le dejan un ojo morado
o algo por el estilo, las derriban y se dedican a pisotearlas, de manera
muy similar a la de un semental del oeste que aplasta a una víbora de
cascabel... Los hombres dependen económicamente de sus amos y las
mujeres dependen económicamente de los hombres. El resultado es que
las mujeres reciben las golpizas que el hombre debería darle al amo, y no
pueden hacer nada.39

A menos que se llegase al asesinato, esas fechorías muy pocas veces lle­
gaban a la atención de las autoridades. En condiciones de apiñamiento la gente
dormía de manera promiscua, a veces cuatro, cinco o seis personas en una cama,
en ocasiones más, por lo general sin reparar en sexo, edad o relación.
Las mujeres de los barrios bajos con frecuencia se dedicaban a la pros­
titución para completar sus ingresos. En 1841 había, según se calcula, 50 mil
prostitutas en Londres, ciudad que tenía una población de dos millones de per­
sonas. La mayoría estaba horriblemente desfigurada por las enfermedades vené­
reas. Una prospección realizada en 1866 halló que más de 76 por ciento de las
rameras examinadas estaban infectadas y que todas padecían alguna enfermedad
debilitante, con mucha frecuencia viruela.40 Las mujeres más afortunadas eran las
que encontraban espacio en un burdel, donde por lo menos podían esperar ser
alimentadas y vestidas. La madame de un prostíbulo londinense, conocida como
Madre Willit, presumía de que siempre “sacaba a sus chicas con el culo limpio y
buenos trapos; y que así como ella las sacaba no le importaba quién las volteaba
porque iban limpias como un pececito y con olor a fresco, como una margarita”.
La ley trataba a esas mujeres con el mayor desprecio. Un visitante de la prisión
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
de Newgate informó horrorizado: “Casi trescientas mujeres, todos los niveles del [ i55 ]
delito, 120 en un pabellón, sin colchones, casi desnudas, todas borrachas... sus
oídos fueron heridos por los insultos más terribles”.41
Los misioneros de clase media se esforzaban por rescatar a las “mujeres
caídas”. Se calcula que hacia la época en que ascendió al trono la reina Victoria, en
1837, la Religious Tract Society (Sociedad de Textos Religiosos) había impreso ya
quinientos millones de panfletos para tratar de ganarse a las prostitutas y conven­
cerlas de abandonar esa vida. En las décadas siguientes la inundación de esos folle­
tos aumentó, pero sin efecto perceptible.42 La pobreza motivaba a la mayoría de las
mujeres, y la profunda dicotomía moral de la época victoriana, en relación con el
sexo, les aseguraba una constante clientela de hombres para los cuales las “mujeres
respetables” —es decir, las mujeres que llegaban a ser sus esposas— estaban, para
todo fin práctico, castradas. El sexo era para las “mujeres caídas”, o las mujeres de
los pobres promiscuos, consideradas no del todo humanas. El deseo sexual era un
lamentable impulso que afligía mayormente a los hombres y que, en ocasiones,
sus esposas se veían obligadas a aliviar. Esa era la época en la cual las esposas de la
clase media se acostaban de espaldas y pensaban sólo en Inglaterra... o en Estados
Unidos, según dónde estuviesen. La visión misógina adoptaba su habitual aspecto
dual y contradictorio, denigrando a las mujeres de los barrios bajos como no del
todo humanas, debido a su promiscuidad sexual, y elevando, al mismo tiempo, a
la mujer de clase media al estatus más que humano de “ángel del hogar”, gracias
a su innata asexualidad. De acuerdo con uno de los expertos médicos más destaca­
dos de su tiempo, el doctor William Acton, la buena esposa “se somete a los abrazos
de su marido, pero principalmente para gratificarlo, y de no ser por el deseo de
ser madres preferirían, con mucho, verse libres de sus atenciones”. Esto se debía
porque, según Acton, “la mayoría de las mujeres (para fortuna de la sociedad)
no están demasiado preocupadas por sentimientos sexuales de ninguna clase”.
Encontrar placer en el sexo producía cáncer de útero o demencia, advertía.43
Si bien la mayoría de las autoridades médicas reconocían que las muje­
res experimentaban algo de placer sexual durante la cópula, consideraban que
toda señal de excitación, o pérdida de control, era una alarmante indicación de
degeneración moral, o desequilibrio mental, que podía conducir a la locura y la
enfermedad. En esa época tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos el
comportamiento sexual estaba empezando a ser estudiado “científicamente” y
dividido en categorías de tipos aceptables e inaceptables. La ciencia representaba
una forma objetiva de ver al mundo, incluyendo el cuerpo y el comportamiento
humanos. Pero detrás de las nuevas categorías presuntamente científicas de las
“enfermedades” acechaba muchas veces una moralidad que nos resulta familiar.
La preferencia por hacer el amor con un miembro del propio sexo se convirtió
en un padecimiento denominado homosexualidad. En el área de la sexualidad,
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ 156] sobre todo de la sexualidad femenina, la noción de “enfermedad” entrañaba,
con frecuencia, una enérgica desaprobación moral. Por ejemplo, las mujeres que
disfrutaban demasiado con el sexo podían ser clasificadas de ninfomaniacas y
descritas como “peligrosas, antinaturales y sexualmente fuera de control”.44 Tanto
en la Grecia clásica como en la antigua Roma se creía tradicionalmente que las
mujeres tenían deseos sexuales más fuertes que los hombres, y que era necesario
vigilar su carnalidad ya que fácilmente podía perder el control. Testimonio de ello
es el destino de Mesalina, la joven esposa del emperador Claudio, cuya ansia de
sexo la llevó a hacerse pasar por prostituta en un burdel, según las fuentes anti­
guas (y hostiles) (véase el capítulo: Las mujeres a las puertas: La misoginia en la
antigua Roma). Pero a partir de finales del siglo xviii el deseo sexual “excesivo” de
las mujeres empezó a ser considerado primordialmente como un desorden físico,
no moral. Para la época victoriana había alcanzado el carácter de una enfermedad
indiscutible, con síntomas diversos y con frecuencia contradictorios.
Una indicación cierta de problemas futuros era la masturbación de las
jovencitas, obsesión victoriana que persistió en Estados Unidos hasta bien entra­
da la década de 1950. La masturbación masculina ya era cosa bastante mala, pero
la femenina, si quedaba sin control, hacía estremecerse los cimientos mismos
de la sociedad. Después de todo, al concentrarse en el clítoris la mujer estaba
ignorando su vagina y, de hecho, rebelándose contra su papel biológico y pre­
determinado de paridora de niños. Se la veía como una perturbadora señal de
tendencias “masculinas”, las cuales, entre otras malignas consecuencias, podían
conducir al lesbianismo, la ninfomanía y una multitud de horripilantes enfermeda­
des, entre ellas hemorragia uterina, prolapso del útero, irritación espinal, convul­
siones, rostro envejecido, delgadez extrema y alteraciones funcionales del corazón.
En 1894, el New Orleans Medical Journal llegaba a la conclusión de que “ni la pla­
ga, ni la guerra, ni la viruela, ni una mulütud de males similares, han resultado
más desastrosos para la humanidad que el hábito de la masturbación: es el ele­
mento destructor de la civilización”.45 Desde luego, muchas veces se prescribía
una acción drástica, cuanto antes mejor.
Como ejemplo de lo que podía hacerse el New Orleans Medical and Surgical
Journal informaba también del caso de una niña de 9 años cuya madre sospechaba
que se masturbaba. La examinó un ginecólogo, A. J. Block. Le tocó la vagina y los
labios menores pero la niña no respondió. El médico informa: “Tan pronto como
llegué al clítoris abrió mucho las piernas, su rostro empalideció, la respiración se
hizo agitada y rápida, el cuerpo se retorcía de excitación y la paciente dejaba oir
la ligeros gemidos”. La prescripción: una clitoridectomía.46
En 1867, el British Medical Journal describió cómo llevaba a cabo la opera­
ción un ginecólogo Victoriano, Isaac Baker Brown:
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Se utilizaron dos instrumentos: el par de fórceps en forma de gancho que [ i57 ]
el señor Brown emplea siempre para las clitoridectomías, y un hierro caute­
rizador como el que utiliza para dividir el pedúnculo en las ovariotomías...
Se tomó el clítoris con los fórceps de la forma acostumbrada. Luego se
pasó el borde delgado del hierro al rojo vivo alrededor de su base hasta
que el órgano quedó desprendido; las ninfas a cada lado se seccionaron de
manera similar con un movimiento aserrado del hierro caliente. Después
de eliminar el clítoris y las ninfas se concluyó la operación tomando la
parte posterior del hierro y aserrando las superficies de los labios y otras
partes de la vulva que no habían sido tocadas por el cauterio, y el instru­
mento se frotó hacia adelante y hacia atrás hasta que esas partes quedaron
mejor destruidas que cuando el señor Brown utiliza las tijeras para lograr
el mismo resultado.

Brown era un entusiasta de la clitoridectomía, la que, afirmaba, había


empleado para curar “enfermedades femeninas” inducidas por la masturbación,
como la melancolía, la histeria y la ninfomanía. En diciembre de 1866 recibió por
su trabajo un entusiasta espaldarazo del periódico Times.4’’ El informe del Times
disparó una controversia en el mundo médico. Muchos integrantes de esa profe­
sión simplemente se sentían molestos por el hecho de que un tema tan desagra­
dable se ventilase en la prensa. Otros colegas médicos acusaban a Brown, quien
era miembro del Royal College, de ser un charlatán. Pero la Iglesia se lanzó en
su defensa. Tanto el arzobispo de Canterbury, que encabeza la Iglesia anglicana,
como el de York, elogiaron su labor.
Aunque con el paso del tiempo la clitoridectomía llegó a no ser muy
bien vista en Occidente, la masturbación femenina no perdió su capacidad de
atemorizar a la profesión médica. El doctor Block, quien mutiló a la niña de 9
años, la denominaba una “lepra moral”. Afortunadamente fue uno de los últimos
médicos estadunidenses que realizó esas operaciones.48 Sin embargo, la mutilación
general de niñas y mujeres sigue siendo común y hasta rutinaria en la actualidad,
en ciertas partes de Africa, sobre todo las musulmanas, y se la practica también
en la península arábiga y en algunas zonas de Asia (véase el capítulo: La política
del cuerpo).
No resulta sorprendente que una cultura que en un nivel adoraba a la
mujer como “ángel” castrado llegase a desnaturalizarla en la realidad, ni que desa­
rrollase un culto de las niñas. En el ámbito sexual nada podía resultarle menos
atemorizante a un caballero Victoriano que una bonita chiquilla que reposaba
entre las flores de los prados, imagen misma de la inocencia. Entre los pintores
de mayor éxito fie esa época figura Kate Greenaway, a la que se describe como
“una dama amable, de lentes, de mediana edad, vestida de negro”,49 que dedicó
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ i5s ] su vida a pintar empalagosas acuarelas de niñitas tímidas aspirando el aroma de
las flores, o mirando ahelosas por la ventana del cuarto de los niños. Raras veces,
la misoginia se había manifestado antes de una forma tan siniestra, que repre­
senta la total incapacidad de los hombres para relacionarse con mujeres adultas.
Como era inevitable, esa profunda difunción sexual encontró otra salida: la cara
opuesta de la adoración de la inocencia femenina ha sido siempre la degrada­
ción y humillación de las mujeres. La cantidad de burdeles de niñas que había
en Londres indicaba que los caballeros Victorianos no se limitaban a derretirse
con los retratos sentimentales de las niñitas. Un reportero del periódico francés
Le Fígaro contó, en una sola noche, quinientas niñas de 5 a 15 años exhibiéndose
como prostitutas entre Piccadilly Circus y Waterloo Place, en el elegante distrito
del West End de la capital. Una madame anunciaba su prostíbulo como un lugar
en el cual “puede usted deleitarse con los gritos de las niñas con absoluta certeza
de que nadie más que usted mismo podrá oírlos”.50
La incapacidad del varón Victoriano de relacionarse, en el ámbito sexual,
con mujeres maduras nunca es más evidente que en la literatura de la época. No
es casual que la escena más connotada de la literatura victoriana sea la muerte
de la Pequeña Nell, en la novela Almacén de antigüedades, de Charles Dickens. La
negación de la naturaleza sexual de las mujeres implicó que, por primera vez en
la historia de la literatura inglesa, un importante periodo literario carezca casi
por entero de representaciones de relaciones eróticas entre hombres y mujeres.
Esta área se abandonó y se dejó en manos de los pornógrafos y el music hall. Las
raíces de ello son en realidad previctorianas, y pueden rastrearse hasta mediados
del siglo xvill, cuando el éxito de la novela Pamela reflejó el ideal de la clase media
en ascenso, de la mujer virtuosa que conquista al varón brutal. En 1801 se fundó en
Inglaterra la Sociedad para la Supresión del Vicio y la Promoción de la Religión y
la Virtud, que vigilaba desconfiada las cuestiones literarias para asegurarse de que
ningún autor transgrediese los límites del buen gusto, el cual se definía cada vez
más como la ausencia de toda referencia a las funciones corporales, en especial
las sexuales. Diecisiete años más tarde, Thomas Bowdler (1754-1825) publicó el
primer Shakespeare para la familia, en el que había suprimido todas las referencias
groseras, vulgares o abiertamente sexuales. Los Victorianos demostraron su afición
por mutilar la literatura, al igual que a las mujeres.
Charles Dickens, el más grande novelista de la época —y posiblemente el
mayor de toda la literatura inglesa— en el curso de unas quince novelas y muchos
cuentos, fue incapaz de crear un retrato de una mujer sexualmente madura. En
David Copperfield, quizá su obra más genial, y sin duda la más autobiográfica, la natu­
raleza infantil que los Victorianos buscaban en sus mujeres se plasma cabalmente
en su retrato de Dora, la primera esposa del protagonista. Copperfield comete el
error de casarse con ella porque se parece mucho a su madre, Clara, que también
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
era débil, ineficiente e inmadura. La novela expone la cruda realidad que subyace [159]
al ideal de la inocencia infantil, que no genera otra cosa que desprecio por la
mujer e infelicidad tanto para ella como para su compañero.51
La misoginia victoriana no sólo creó a la mujer infantilizada, sino que
también ofreció, para nuestra admiración, a la mujer noble, impulsada sólo por
su altruismo. En los clásicos textos Victorianos, como Jane Eyre, de Emilv Bronté,
o Middlemarch, de George Eliot, la única vocación que presenta la heroína es el
autosacrificio, por lo general para auspiciar el bienestar de su marido, o para
contribuir a su carrera. El papel que le corresponde es el de actuar como una
especie de ayudante espiritual del varón. Ella, mediante el ejemplo de su pureza,
puede elevar la naturaleza más tosca y física del hombre, a fin de que sea capaz de
apreciar los sentimientos más elevados. Esa era la carga de la mujer blanca, que
debía soportar a costa de la negación de una parte vital de la naturaleza humana:
su sexualidad. Cuando se ilustra un deseo apasionado, como el que existe entre
Heathcliff y Catalina, en la obra maestra de Emily Bronté, Cumbres borrascosas, es
infernal, y sus consecuencias son desastrosas.
El retrato de las relaciones sexuales y el deseo sexual, anatemizado en la
literatura respetable, pasó a la clandestinidad para crear el floreciente comercio
de novelas subidas de tono y las revistas para hombres, con ilustraciones muy
explícitas. En 1857 se inventó una palabra para describir este material: “porno­
grafía”, literalmente escribir sobre prostitutas o prostitución. Pero el sexo también
animaba la escena de los music halls de la clase trabajadora, donde seguía cele­
brándose la interminable lucha entre hombres y mujeres en canciones, recitales
y actos cómicos y subidos de tono.
Mientras se esperaba que las mujeres victorianas se mantuviesen por enci­
ma de ciertos aspectos de la naturaleza, se contaba también con que se sometie­
sen a la naturaleza de maneras que se consideraban parte esencial del destino
femenino. Una de ellas eran los dolores del parto. Desde hace mucho tiempo,
los cristianos predicaban que ese sufrimiento era el castigo impuesto sobre todas
las mujeres debido al pecado de Eva. Doscientos cincuenta años antes, durante
el reinado de Jacobo VI (1566-1625), una tal Euphanie McCalyane, incapaz de
tolerar los dolores del parto, le pidió a una partera, Agnes Simpson, que le diese
algo para aliviar su sufrimiento. El rey se enfureció y mandó que se la quemase
viva. ¿Acaso no había autorizado él mismo la traducción de la Biblia al inglés para
que la palabra de Dios le resultase clara a todos, incluidas las mujeres? Y en el
libro del Génesis se leía claramente lo que Dios le había dicho a Eva: “Aumentaré
mucho tu sufrimiento en el embarazo; con dolor darás a luz a los hijos” (3:16). Y
por si no había quedado claro lo repitió en Isaías (26:17): “Como la mujer encinta
cuando se acerca el alumbramiento gime y da gritos en sus dolores...”
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ ióo] Dios había hablado. Así que cuando un médico escocés llamado James
Young Simpson (1811-1870) apareció con una propuesta que parecía ponerle fin
a lo que Dios había ordenado, hubo bastante escándalo. De niño, Simpson había
oído una vivida descripción de cómo su propia madre había estado a punto de
morir al traerlo al mundo. Más tarde, mientras trabajaba como obstetra, presenció
por sí mismo el sufrimiento de las mujeres al dar a luz y comenzó a buscar un
remedio para aliviarlo. En 1847 le administró éter a una mujer que tenía la pelvis
contraída, a fin de facilitarle el trabajo de parto. Demostró que incluso cuando
ella estaba inconsciente su útero seguía contrayéndose. Más tarde descubrió las
propiedades anestésicas del cloroformo y empezó a usarlo con las parturientas.
Simpson fue denunciado desde el púlpito. Se decía que el cloroformo era
“un señuelo de Satanás, que en apariencia se ofrece como una bendición para las
mujeres; pero al final endurecerá a la sociedad y despojará a Dios de los gritos
profundos y sentidos pidiendo ayuda que emanan en momentos de problemas”.
La Iglesia calvinista de Escocia hizo circular folletos por los consultorios médicos
de Edimburgo advirtiendo que la labor de Simpson destruiría el temor a Dios de
la gente y provocaría el completo derrumbe de la sociedad.52
Los ataques, que procedían también de sus colegas médicos, muchos de
los cuales afirmaban que no debía interferirse con “el curso providencialmente
dispuesto del parto sano”,53 a largo plazo tuvieron poco efecto sobre la populari­
dad de Simpson. Cuando murió, más de 30 mil personas, gran número de ellas
mujeres, acudieron a su funeral. Para entonces la misma reina Victoria había sido
anestesiada durante el nacimiento de sus dos últimos hijos, lo que silenció a los
críticos. Eso hace merecedora a esa feroz defensora del statu quo de un lugar entre
quienes lucharon por mejorar el destino de las mujeres.
Los argumentos misóginos basados en lo que desea Dios, o lo que dicta la
naturaleza, se desplegarían cada vez con más frecuencia a medida que avanzaba el
siglo xix y el estatus de las mujeres se convertía en campo de batalla legal y político,
así como científico, en Europa occidental y en América del Norte. El siglo se había
iniciado en Francia cuando se aprobó un conjunto de leyes que restringían los
derechos de la mujer, con un rigor represivo difícilmente igualado hasta que los
talibán ocuparon Afanistán, a finales de los años noventa. En 1804, el código napo­
leónico hizo dar marcha atrás a los avances realizados por las mujeres durante la
revolución, cuando se había aprobado una legislación que les concedía el derecho
al divorcio. Según Napoleón “el marido debe tener poder absoluto, y derecho a
decirle a su esposa: ‘Señora, no irá usted al teatro, no recibirá a tal o cual persona,
porque los hijos que traerá el mundo serán míos’”.54 Eso le daba fuerza legal a
su opinión de que “las mujeres debían limitarse a tejer”, dejándole la libertad de
empapar de sangre los campos de batalla europeos. No obstante, en este último
campo de batalla el gran general quedaría completamente derrotado.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Apenas cincuenta años después de la aprobación del código napoleónico, [ iói ]
en 1857, las mujeres inglesas conquistaron, finalmente, el derecho a solicitar el
divorcio de sus esposos. Era una victoria limitada; a un hombre le bastaba con
demostrar que su mujer había cometido adulterio, pero las esposas agraviadas
tenían que probar que sus maridos eran culpables de “adulterio incestuoso, o
bigamia con adulterio, o violación, o sodomía, o bestialidad, o adulterio asociado
con tal crueldad que sin el adulterio hubiese bastado para garantizar el divorcio”.
Pero en el curso de las tres décadas siguientes se aprobaron leyes adicionales
que les concedían a los jueces el poder de otorgar la separación a una mujer si
su marido la había atacado, y que obligaba a los esposos que abandonaban a sus
mujeres a pagarles la manutención. La ley de propiedad de las mujeres casadas
de 1870 reforzaba la independencia financiera de la esposa, pese a las vagas obje­
ciones de lord Shaftesbury, quien se condolía de que eso “chocaba con las ideas
poéticas del matrimonio”.55 Sin embargo, entre las más pobres de las mujeres la
situación mejoró con enorme lentitud. Tal como lo observó Jack London en los
barrios bajos del East End, las esposas brutalmente maltratadas por sus maridos
no los denunciaban a la policía porque dependían financieramente de ellos y, si
los enviaban a prisión, no podrían sobrevivir sin los ingresos que aportaban.
La reforma de las leyes de divorcio a favor de las mujeres fue vista por
muchos como una amenaza tan grande a la civilización como la masturbación
femenina. Cuestionaba la creencia misógina de la desigualdad “natural” entre
hombres y mujeres. De acuerdo con la influyente Saturday Review, “el adulterio
de la esposa es, y siempre será, una cuestión más grave que la infidelidad del
marido”.56 Las diferencias naturales entre hombres y mujeres justificaban y expli­
caban las diferencias en su trato y en sus responsabilidades. Este argumento fue
sustituyendo gradualmente al que se basaba en la autoridad divina, a medida que
el cristianismo se batía intelectualmente en retirada frente a los avances científicos.
Pero lo repitió monótonamente, con una o dos variantes, para refutar las campañas
en pro de la educación y el derecho al voto para las mujeres.
Según esta visión de las cosas, la “natural fragilidad” de las mujeres las
volvía inadecuadas para los rigores de una educación intelectual. Un filósofo de
la época advirtió que si el cerebro de las jóvenes se ejercitaba en exceso tendrían
el pecho plano y serían incapaces de dar a luz “a un niño bien desarrollado”.57
¿Acaso Eva no fue castigada por saber demasiado? La educación podría traer con­
sigo excesivo conocimiento del “montón de mezquindad y maldad e infelicidad
que está suelto por el mundo. Ella no podría conocerlo sin perder la belleza y la
frescura cuya preservación es su misión en la vida”.58 Evidentemente el autor no
había visitado el East End para presenciar cómo les iba a la belleza y la frescura
de las mujeres bajo las botas claveteadas de sus maridos: mucho menos bien, sin
duda, que si hubiesen estado leyendo a Shakespeare o a Platón.
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ ió2 ] Los misóginos tradicionales no fueron los únicos que plantearon al argu­
mento de que la naturaleza, o Dios, había hecho a las mujeres diferentes de los
hombres. Quienes abogaban por los derechos femeninos utilizaban el mismo razo­
namiento. Pero ellos, desde luego, partían de la premisa de que la naturaleza de
las mujeres las hacía superiores a los hombres, no inferiores a ellos. Tanto quienes
se oponían a extenderles libertades a las mujeres como quienes propugnaban
por ello usaban en pro de su causa la creencia en la “otredad” de la naturaleza
femenina. En Gran Bretaña, el primer ministro William Gladstone (1809-1898)
se oponía al sufragio femenino porque, decía, involucrar a las mujeres en polí­
tica implicaría “invadir la delicadeza, la pureza, el refinamiento, la elevación de
su naturaleza”. Al mismo tiempo, los reformistas afirmaban que, al hacer exten­
sivo a las mujeres el derecho al voto, el gobierno estaba “promoviendo la enor­
me proporción de crimen, intemperancia, inmoralidad y deshonestidad”, por­
que “los peores elementos”, es decir, los hombres, “se habían puesto en las urnas,
y a los mejores elementos”, o sea las mujeres, “se las mantenía alejadas”.59
La lucha por el voto fue complicada. Reveló en blanco y negro que la
desaprobación que sentían algunas feministas por los hombres era equivalente al
desprecio de los misóginos por las mujeres, pero también el desprecio de algunas
mujeres por su propio género se hacía eco del que sentían los varones. Fue una
mujer, la reina Victoria, quien encabezó el ataque contra la brigada de los derechos
femeninos. En una carta al biógrafo de su esposo, el príncipe Alberto, escribió:

La reina está muy anhelosa de reclutar a cualquiera que pueda hablar,


escribir o incorporarse para controlar esta loca y malvada estupidez de los
“derechos de la mujer”, con todos sus horrores concomitantes, a la que se
ha inclinado su pobre sexo débil, olvidando todo sentido de sentimiento
y corrección femeninos.60

Dijo que una tal lady Amberley, quien había osado presentar una ponencia
en la que escribía en favor del voto para la mujer, en el Instituto de Mecánica de
Stroud, se merecía una buena azotaina. Muchas mujeres, de la reina para abajo,
se oponían al cambio y destacaban el hecho de que el statu quo no parecía tan
opresivo para algunas de ellas como para otras. Esta habría de ser una constante
dificultad a la que se enfrentarían los defensores de los derechos femeninos en los
años siguientes, sobre todo cuando entre sus más ruidosos oponentes figuraban
las mujeres mismas.
No obstante, la era de la revolución había creado una nación nueva en
América del Norte, donde la idea de progreso era un imperativo económico, social
y cultural que amenazaba con socavar muchos de los supuestos sobre los que se
había basado la misoginia tradicional. Los primeros colonos europeos del noreste
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
del continente llevaron consigo la tradición cristiana en la cual la mujer se veía [163]
como fuente de tentación y pecado. Al mismo tiempo, la reforma protestante había
engendrado una visión de colaboradora valiosa y respetada. Es posible imaginar
las duras condiciones de las primeras colonias si se recuerda que de las dieciocho
esposas que llevaron consigo los llamados Padres peregrinos (puritanos), sólo
cinco sobrevivieron al primer invierno en el Nuevo Mundo. Las mujeres eran un
recurso esencial en la frontera, pues trabajaban a la par de sus hombres. Las trans­
gresiones sexuales se castigaban severamente, muchas veces con azotes y marcas
con un hierro al rojo vivo, pero las penas se infligían sobre los transgresores tanto
masculinos como femeninos. Ya se mencionó que en Nueva Inglaterra, a finales
del siglo xvn, la locura de las brujas se agotó rápidamente y la creencia en la
brujería se desprestigió pronto. El resultado fue que, incluso tomando en cuenta
la escasa población, muchísimas menos mujeres fueron condenadas y castigadas
como brujas en Nueva Inglaterra que en Europa durante los mismos decenios
(véase el capítulo: De reina del cielo a mujer del demonio).
La hostilidad de los puritanos hacia el cuerpo se manifestaba con los tra­
dicionales ataques misóginos contra las mujeres por adornarse. El más influyente
de toda una serie de panfletos antiguos sobre este viejo tema familiar fue el que
escribió el reverendo Cotton Mather (1663-1728), quien durante más de cuaren­
ta años fue el pastor de la iglesia del norte de Boston. (Fue también uno de los
que defendían vigorosamente la creencia en las brujas.) Este texto, titulado The
character of a virtous woman (La personalidad de una mujer virtuosa) vuelve a pasar
revista al viejo lugar común que homologa el amor por el adorno con un peca­
do o con la laxitud moral: “La belleza por la cual una mujer virtuosa siente un
notable disgusto es la que incluye las pinturas artificiales”. Las mujeres virtuosas
mantenían cubierto todo el cuerpo, con excepción del rostro y las manos, por­
que de lo contrario “encenderían un sucio fuego en los espectadores masculinos,
razón por la cual hasta los escritores papistas, no menos correctamente, las han
atacado con severidad”.61
Sin embargo, Mather se esmera por matizar sus amonestaciones y adverten­
cias con elogios a las mujeres. Denuncia como “hombres perversos y malhumora­
dos” a quienes han sometido a las mujeres a todo un catálogo de “indignidades”.
Sólo los malos hombres podrían afirmar que femina nulla bona (“no hay ninguna
mujer buena”). “Si existen hombres tan malvados... como para negar que sean
ustedes criaturas racionales, los mejores medios para refutarlos consistirán en
demostrar que son seres religiosos.”62 En ocasiones parece estar tan avergonzado
de los hombres por atacar a las mujeres como lo está de las mujeres por usar cos­
méticos. Su enérgico apoyo a la educación femenina demuestra también que en
el Nuevo Mundo se tenía ya a las mujeres en más estima de lo que era tradicional
en el caso de Europa.
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ i64 ] Durante la revolución norteamericana, Thomas Paine abogó por los dere­
chos de la mujer. Esa tradición la continuó Abigail Adams (1744-1818), esposa del
segundo presidente de Estados Unidos, John Adams (1735-1826, presidente de
1797 a 1801), la cual afirmó, en 1777, que las mujeres “no nos veremos limitadas
por leyes en las cuales no contemos con voz”.
Las doctrinas del siglo xvni acerca de la igualdad y el derecho a buscar
la felicidad se entronizaron en la Constitución estadunidense y representaron un
punto de referencia fundamental para quienes querían librar la guerra contra la
discriminación política y social a la que seguían estando sometidas las mujeres.
Por ello se cuestionaron inevitablemente las tradicionales creencias misóginas
que yacían en la base de esa discriminación. La misoginia se puso a la defensiva
intelectual, política y socialmente.
Incluso antes de que se alcanzasen los derechos de la mujer, la influencia
benéfica de la democracia norteamericana sobre el estatus de las mujeres resultó
obvia para visitantes como Alexis de Tocqueville, el aristócrata francés liberal
que visitó Estados Unidos a lo largo de ocho meses entre 1831 y 1832. En 1835
publicó su obra maestra, La democracia en Estados Unidos. En ella observa que las
mujeres norteamericanas están mejor educadas y tienen sorprendentemente, una
mentalidad más independiente, en ocasiones, que sus contrapartes francesas e
inglesas. “Con frecuencia me he sorprendido y casi atemorizado ante la singular
elocuencia y alegre audacia con la cual las jóvenes de Estados Unidos logran
organizar sus pensamientos y su lenguaje en medio de todas las dificultades de
la conversación libre.”63
En Europa, dice, los hombres halagan a las mujeres pero dejan entre­
ver su desprecio subyacente, mientras que en Estados Unidos “los varones raras
veces les hacen cumplidos a las mujeres, pero demuestran diariamente cuánto
las aprecian”. Observa que en este país la violación sigue siendo un delito que se
castiga con la pena capital, y que “una joven soltera puede emprender un largo
viaje sola y sin temor”. La experiencia de De Tocqueville en Estados Unidos lo
insta a plantear la pregunta más importante de todas las que tienen que ver con
la relación entre hombres y mujeres. ¿Llegará la democracia “en última instancia
a afectar la gran desigualdad entre hombre y mujer que, hasta el día de hoy, ha
parecido estar basada eternamente en la naturaleza humana?” Es una interrogante
que, al iniciarse el nuevo milenio, continúa reverberando por todo el mundo en
desarrollo, mientras Occidente exporta su modelo político y social a culturas que
siguen mostrándose hostiles a las ideas de igualdad entre los sexos. En 1835, De
Tocqueville predijo con confianza cuál sería la respuesta. La democracia, pensaba,
“elevará a la mujer y la convertirá cada vez más en igual del hombre”.64
De Tocqueville había pasado la mayor parte de su tiempo en el noreste
de Estados Unidos y relativamente poco en los estados esclavistas del sur, donde
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
la perspectiva de la igualdad entre hombres y mujeres hubiese parecido tan poco [ 165 ]
probable como la de la equidad entre los negros y sus amos blancos. Si bien la
esclavitud, igual que la pobreza, no crea la misoginia, sin duda le brinda la opor­
tunidad de prosperar. Y, lo que resulta fundamental, elimina toda barrera legal
a la explotación sexual de las mujeres. “Desde el momento en que la primera
esclava africana fue violada por su amo norteamericano —escribió el erudito en
materia judicial León Higginbotham— el mensaje quedó aún más claro: a los ojos
de la ley una esclava negra no era vista como ser humano y no tenía derechos, ni
siquiera el de controlar su propio cuerpo.”65 Como en la esclavitud las personas
eran consideradas propiedad de otros, las africanas se usaban muchas veces como
reproductoras para producir más propiedad.
Según la historiadora Beverly Guy-Sheftall: “La explotación sexual de las
negras durante el esclavitud fue tan devastadora como la castración de los esclavos
negros”.66 Sojourner Truth, una exesclava que participó activamente en los inicios
del movimiento por los derechos de la mujer, tuvo trece hijos, y atestiguó que la
mayoría de ellos fueron vendidos como esclavos.67
Las primeras feministas encontraban un paralelismo entre la esclavitud y
la misoginia, en el sentido de que las mujeres, igual que los esclavos, eran vistas
como una propiedad. De hecho, cuando se excluyó a Lucretia Mott (1793-880),
la abolicionista cuáquera, de expresarse en una reunión abolicionista celebrada
en Londres, en 1840, porque era mujer, decidió luchar en pro de los derechos
femeninos. Ocho años después, en Seneca Falls, en el estado de Nueva York, se
llevó a cabo la primera convención por los derechos de la mujer, organizada por
Mott y por Elizabeth Cady Stanton (1815-1902). Allí declararon: “Creemos que
estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres y las mujeres
son creados iguales”. Al año siguiente, en 1849, las primeras mujeres médicas obtu­
vieron licencia para practicar en Estados Unidos. Veinte años después el territorio
de Wyoming hizo historia política, social y de género, al convertirse en la primera
entidad política moderna que le dio a la mujer el derecho al voto.68 Habrían de
pasar cinco décadas más para que se aprobase la 19a. enmienda de la Constitución
norteamericana que hizo extensivo el voto a las mujeres de todos los estados.
En Inglaterra, en 1867, el filósofo empirista John Stuart Mili (1806-1873),
quien proponía enérgicamente los derechos femeninos, y que fue autor de The
subjection of women (El sometimiento de las mujeres), procuró incluir en un proyecto
de ley de la Cámara de los comunes una estipulación que le concedería el voto
a las mujeres, aunque el mismo hubiese estado restringido por consideraciones
educativas. Fracasó, como también lo hizo, en 1879, el intento del Congreso Socia­
lista Francés por conquistar derechos políticos para las mujeres.
Mili fue uno de los primeros en aplicar a la política y al sistema social
lo que se conoce como la hipótesis de la pizarra en blanco: la idea de que no
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ i66 ] existía la “naturaleza humana” como tal, y que todas las diferencias entre razas e
individuos podían ser explicadas por las circunstancias. Sostenía que la creencia
en las diferencias innatas, incluyendo las existentes entre hombres y mujeres, era
el principal obstáculo al progreso social.
Sus oponentes demostraron que tenía razón. A medida que iba ganando
fuerza el argumento del empirista en favor de la igualdad de las mujeres, la reac­
ción en su contra fue dependiendo cada vez más de deducciones de la naturaleza
para refutar una noción tan descabellada. ¿Acaso la naturaleza no hacía a las
mujeres más débiles que los hombres? ¿No tenían la cabeza más pequeña, según
observó un tal Charles Darwin, quien sostuvo que, por lo tanto, su cerebro estaba
“menos evolucionado”?69 ¿No menstruaban? Se puede calar el nivel del análisis
científico a partir del hecho de que a lo largo de seis meses, durante 1878, el
British Medical Journal publicó un debate respecto a si una mujer que menstruaba
podía arranciar un jamón al tocarlo.70
La reacción se expresó filosóficamente. A la misoginia nunca le han hecho
falta filósofos, de Platón en adelante. En el siglo xix, entre pensadores sobre todo
alemanes, adoptó la forma de una reacción contra el empirismo y contribuyó a
crear el movimiento romántico bajo la influencia de Rousseau (véase e\ capítulo:
Oh, mundo feliz: literatura, misoginia y el ascenso de la modernidad) y de Imma-
nuel Kant (1724-1804). Resulta bastante irónico que los románticos se alineasen
del lado de los perpetradores de la misoginia, ya que lo “romántico”, por lo menos
en el pensamiento popular, tiene el aura de ser aliado de la mujer. Pero los román­
ticos (en poesía y en filosofía) fueron para la liberación de las mujeres lo que los
cómicos imitadores de negros para el movimiento de los derechos civiles.
La noción kantiana de que el conocimiento más profundo es independien­
te de la experiencia (es decir esencialmente intuitivo) se presta a una interpreta­
ción semimística y panteísta del mundo. Se volvió antirracionalista, rechazando
el intelecto y elevando la voluntad como medio de alcanzar el significado del
mundo, que veía compuesto por esencias. A las mujeres se les asignaron ciertas
cualidades, a los hombres otras. Para Kant, la mujer era la esencia de la belleza, y
su único papel en la vida era el de una glorificada acomodadora de floreros a la
que era preferible no perturbar con los esfuerzos del hombre pensador, de los que
cuanto menos supiera, mejor. En la filosofía de Arthur Schopcnhauer (1788-1860),
que siguió a Kant, es una niña crecida, una criatura de desarrollo interrumpido,
apta sólo para cuidar a los hombres. Schopenhauer, el autor de El mundo como
voluntad y representación, era budista, creía en la magia y el misticismo; amaba a
los animales, nunca se casó y era absolutamente antidemocrático. Pensaba que
“las mujeres existen principalmente para la propagación de la especie”. Sin duda
su contribución más importante a la historia de las ideas fue su influencia sobre
Friedrich Nietzsche (1844-1900).71
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Para Nietzsche, igual que para Schopenhauer, la única realidad era la [ 167]
voluntad. Admiraba a Napoleón y al poeta británico lord Byron (1788-1824). Napo­
león parece una elección más evidente que Byron, la primera celebridad literaria
en el sentido moderno. Pero éste encarnaba lo que Nietzsche consideraba debía
ser el papel del Übermensch, el superhombre, que pisoteaba las convenciones, desa­
fiaba las normas morales predominantes, personificaba la voluntad de poder. En
el caso de Byron se trataba del poder sobre las mujeres... era célebre como “Don
Juan” viviente.72
“La felicidad del hombre es: ‘Yo quiero’. La felicidad de la mujer es: ‘El
quiere’”, escribió Nietzsche en Así hablaba Zaratustra. Y también: “Todo en la mujer
es un enigma, y todo en la mujer tiene una solución: el embarazo”. Cuando no
está pariendo bebés superhombres se dedica al “reposo del guerrero”. “Todo lo
demás es una tontería.” En La voluntad de poder escribió de las mujeres: “¡Qué pla­
cer es encontrar criaturas que sólo tienen en la cabeza los bailes, las estupideces
y las elegancias!”
Las fantasías de poder y violencia de Nietzsche son las de un recluso
enfermizo, y su desprecio por las mujeres es el de un hombre que les teme.73 La
tonta frívola que retrata como su mujer ideal es hija de Rousseau y de Schopen­
hauer, una combinación de inocencia e ignorancia, no muy lejana del “ángel del
hogar” Victoriano. Pero su descendiente directa habría de nacer más tarde, en la
mente de Adolf Hitler. En el siglo xx adoptaría la forma de la doncella germana
de estirpe pura, la madre asexuada de la raza superior.
Debido a su impacto sobre Hitler, Nietzsche bien puede haber sido el misó­
gino decimonónico de mayor influencia, pero no fue el más famoso. Esa dudosa
distinción le corresponde a un hombre cuya identidad sigue siendo tan misteriosa
como lo fue hace poco más de cien años, cuando se ganó el apodo por el cual
seguimos conociéndolo: Jack el Destripador, el primer asesino serial de la época
moderna. El asesinato puede hablar con tanta elocuencia de los temores, deseos
y preocupaciones de una sociedad como lo hace su poesía. En este sentido no hay
expresión más aterradoramente elocuente de la misoginia victoriana que los cinco
asesinatos que llevó a cabo Jack el Destripador, entre agosto y noviembre de 1888.
Sólo había pasado un año desde que la reina Victoria celebrase su jubileo de oro.
El imperio británico estaba en la cúspide y Gran Bretaña era la nación más segura
de sí misma y poderosa de la tierra. Sin embargo, los asesinatos sórdidos y encar­
nizados de cinco prostitutas de clase baja habrían de sacudir a la capital imperial,
proporcionándole un espejo ensangrentado en el cual contemplar atemorizantes
reflejos del arraigado odio que la sociedad sentía por las mujeres.
Desde luego, los Victorianos no desconocían la violencia contra las mujeres,
aunque bien pueden haber optado por ignorarla cuando las víctimas eran de clase
baja, como ocurría en la mayoría de los casos. Cuando no bastaba la realidad de la
[ SECRETOS VICTORIANOS ]
[ ió8 ] violencia, la pornografía la ofrecía en dosis generosas para estimular las fantasías
de los caballeros de la clase media. El mismo año de los asesinatos del Destripador
se publicó una obra anónima, My secret life (Mi vida secreta). Sus once volúmenes
son presuntamente la autobiografía sexual de un caballero casado adicto a las
prostitutas y a las mujeres de clase baja. Después de una de sus escapadas, durante
la cual creía haber contraído sífilis, vuelve a su casa, con su esposa, la cual se niega
a tener relaciones sexuales con él.

Pero salté a la cama y, forzándola a ponerse boca arriba, le metí la verga.


Tiene que haber estado muy dura, y yo muy violento, porque exclamó que
le hacía daño. “¡No lo hagas tan fuerte!... ¿qué te pasa?” Pero yo sentía que
podía matarla con mi verga, y empujé y empujé y ahogue sus maldiciones.
Mientras me la cogía la odiaba... sólo servía para vaciarle mi ardor.74

El desprecio por las mujeres que se expresa tan intensamente en este frag­
mento da por resultado una especie de asesinato psíquico, en el cual el pene se esgri­
me como arma mortal. El Destripador tenía inclinaciones más literales y empleaba
un cuchillo. Pero lo que revela la manera en que la misoginia puede transformarse
es la forma en que lo usaba. En esos momentos se modificó para adaptarse al
triunfo del nuevo paradigma científico, que crecientemente iba sustituyendo a la
religión como árbitro de lo correcto y lo incorrecto en el comportamiento sexual.
Antes que categorías morales explícitas prefería el vocabulario de la ciencia médi­
ca. Jack el Destripador aplicó este paradigma de la manera más directa y brutal que
quepa imaginar: reducía a las mujeres a ejemplares aptos sólo para la disección.
Sus cinco víctimas fueron Mary Ann Nichols, asesinada el 31 de agosto;
Annie Chapman, asesinada el 8 de septiembre; Elizabeth Stride, asesinada el 30
de septiembre; Catherine Eddowes, asesinada el mismo día, y Mary Jane Kelly,
asesinada el 9 de noviembre.75 Todas las víctimas eran prostitutas que trabajaban
en las calles, en las pensiones baratas y las tabernas del área de Whitechapel, en
el East End. Todas eran alcohólicas. Todas estaban separadas de su marido. Todas
estaban luchando desesperadamente por sobrevivir.
El modus operandi de su asesino consistía en estrangular a su víctima cuando
ésta se levantaba la falda en preparación para el sexo. La acostaba en el piso de
espaldas, le cortaba dos veces el cuello y luego empezaba su verdadero trabajo.
Por lo general, se dice que mutilaba a sus víctimas. Pero lo que realmente hacía
se parece más a una disección concentrada en el área púbica de la mujer. Saca­
ba el útero, acuchillaba o cortaba partes de la vagina. (Al parecer en el caso de
Stride lo interrumpieron y no llegó tan lejos.) También extraía las entrañas de la
víctima. El propósito de la disección era exponer a las mujeres desde su interior.
El peor caso fue el de Mary Kelly, quien murió en el miserable cuartucho que
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
rentaba. Un reportero de The Pall Malí Gazette observó que su cuerpo parecía “uno [ 169 ]

de esos horribles ejemplares anatómicos hechos de cera”.76 Más seguro contra las
interrupciones allí que en la calle, el Destapador le hizo una disección completa.
De acuerdo con el informe del médico policial Thomas Bond," le quitaron los
senos, uno de los cuales se le colocó debajo de la cabeza; el otro estaba junto su
pie derecho. También el útero apareció debajo de la cabeza, al igual que los riño­
nes. Los genitales habían sido despojados de la carne, y lo mismo se había hecho
con el muslo derecho. El rostro estaba mutilado hasta hacerlo irreconocible. La
carne del abdomen fue colocada sobre la mesa de noche. Una de sus manos se
introdujo en la cavidad abdominal, que estaba vacía. La mujer tenía tres meses
de embarazo, pero los informes no mencionan al feto. El Destapador la dejó con
las piernas abiertas, en un claro gesto de burla sexual. Todas sus demás víctimas
se encontraron con la falda levantada, exponiendo el área genital. Sin embargo,
los Victorianos, aunque celebres por tapar las patas de las mesas porque las encon­
traban sexualmente provocadoras, no clasificaron los asesinatos del Destapador
como crímenes sexuales.
Igual que la locura de las brujas a finales de la Edad Media y principios de
la época moderna, los asesinatos de Jack el Destapador nos dicen mucho sobre lo
que acechaba en la visión de las mujeres que tenía la sociedad. Una viuda de 46
años escribió a un periódico londinense diciendo que las “mujeres respetables”
como ella no tenía nada que temer, porque Jack “respeta y protege a las mujeres
respetables”.78 De hecho, algunas opiniones respetables de la clase alta del West
End sostenían que las “malas” mujeres habían recibido su merecido. La suposición
victoriana de que las mujeres buenas eran seres asexuales y que por lo tanto el
deseo sexual por parte de una mujer era señal de “enfermedad” había llevado
a la práctica de la mutilación genital como cura para la masturbación, la histeria,
la ninfomanía y otras afecciones “femeninas”. A las prostitutas se las denominaba
habitualmente “mujeres caídas” o “hijas de la alegría”, ya que la misoginia victo­
riana no veía sus actividades como resultado de la desesperación económica, sino
de un deseo sexual incontrolable. Jack el Destapador llevó esto hasta su extremo
lógico, aunque sicópata. Ya que las “mujeres caídas” padecían una enfermedad
sexual les practicaría cirugía y las dejaría expuestas, como cualquier otro ejemplar
enfermo, para que el mundo las contemplase.79
En la locura de las brujas la misoginia había actuado a través de un ins­
titución poderosa, la Iglesia. En el caso de Jack el Destapador se expresaba en
el nivel de un individuo sicótico. Desgraciadamente el siglo xx proporcionaría
demasiadas oportunidades para que la misoginia adoptase ambas formas.

[ SECRETOS VICTORIANOS ]
VII La misoginia en la era de los superhombres

uando se está viviendo eso que llamamos historia, raras veces hay
una clara línea de división entre una época y otra. Nosotros tra­
zamos una separación entre nuestro mundo moderno y el de los
Victorianos, sobre todo en cuestiones sexuales, olvidando que fue­
ron hombres con raíces en la época victoriana quienes contribu­
yeron a configurar el siglo xx y la forma en que se vería y trataría
las mujeres. Sigmund Freud (1856-1939), Charles Darwin (1809-
1882) y Karl Marx (1818-1883), hombres del siglo XIX, nos legaron
ideas cuyas consecuencias sólo se comprendieron plenamente en
el siguiente siglo. Las ideas de los tres han tenido influencia (a
veces profunda) en la historia de la misoginia. Esta no resulta evi­
dente a primera vista en el caso de Marx y de Darwin, pero desde
luego sí en el de Freud.
Al iniciarse el siglo xx, los ideales de la Ilustración, con
su énfasis en la igualdad y la autonomía del individuo, parecían
haberse impuesto en toda Europa occidental, Estados Unidos y las
naciones que se habían desprendido de esas regiones. Con ella se
vinculaba la idea de progreso, también profundamente inserta en
Occidente. Parecía ser mucho más que una mera idea. Parecía una
realidad. Un periodo de crecimiento industrial y expansión econó­
mica sin precedentes prometía una prosperidad generalizada. En
Europa y América del Norte, en los Estados en los que prevalecían
formas democráticas de gobierno, los derechos de la mujer —entre
ellos el derecho al voto— estaban firmemente asentados en el pro­
grama político. En 1893, Nueva Zelanda se había convertido en el
primer Estado-nación en concederle el sufragio a las mujeres. Le
siguieron Dinamarca, Finlandia, Islandia y Noruega. La revolución
bolchevique de Rusia les dio ese derecho en 1917. Al año siguiente,
tras una campaña larga y a veces amarga que duró casi todo un
siglo, el Reino Unido le otorgó derecho al voto a las mujeres de
más de 30 años, y una década después redujo la edad para votar a
21. El derecho femenino al voto llegó a ser, en agosto de 1920, la
19a. enmienda de la Constitución norteamericana. Mientras tanto
las mujeres eran una parte cada vez más importante de la fuerza
laboral. La esfera pública no era ya un dominio exclusivamente
[i72] masculino. Las mujeres de clase media tenían acceso a la educación superior y
estaban ingresando en profesiones hasta entonces consideradas exclusivas para
varones.
El progreso de las mujeres, no por primera vez en la historia de la miso­
ginia, provocó una reacción. Esta se manifestó en varios ámbitos diferentes: cien­
tífico, filosófico y político. Pero si esas reacciones tenían un objetivo en común
era el de demostrar que el desprecio de los hombres por las mujeres estaba justi­
ficado. Era necesario reconfirmar, si acaso no reforzar, el antiguo prejuicio, a fin
de tranquilizar a los hombres asegurándoles que, al margen de la igualdad y los
derechos de la mujer, había ciertos aspectos de la relación macho-hembra que
jamás cambiarían.
Esto se observa con mucha claridad en la obra de Freud, la cual ha tenido
una influencia extraordinaria, hasta el punto de que, en palabras del poeta inglés
W. H. Auden, se convirtió “en todo un clima de opinión/bajo el cual llevábamos
a cabo nuestras diferentes vidas”.1 Su obra representa el primer examen extenso
y detalladamente “científico” de las diferencias psicológicas entre ambos sexos.
Freud intentó encontrar las raíces psicoanalíticas de las diferencias que se per­
cibían en la naturaleza de hombres y mujeres. En sus primeros años se inclinó
por destacar los paralelismos, más que las diferencias, en el desarrollo de niños y
niñas. En determinado momento abrigó incluso la noción de que los niños expe­
rimentaban “envidia del útero”.2 No obstante, según iba envejeciendo desarrolló
una visión más dualista. Durante este periodo, en la década de 1920, pronunció
sus formulaciones más famosas acerca de los hombres y las mujeres.
Cuando se los analiza a fondo, algunos de estos hallazgos resultan pareci­
dos a los que sostienen los médicos brujos africanos. El hecho de que el médico
brujo haga sus declaraciones envuelto en la bata blanca nueva y resplandeciente
de la ciencia no puede ocultar sus notables semejanzas. Piénsese, por ejemplo,
en el ataque de Freud contra el clítoris. En un artículo que escribió en 1925 veía
el clítoris como el elemento “masculino” de la sexualidad femenina, ya que tenía
erecciones, y consideraba que la masturbación del clítoris era “una actividad mas­
culina”. Declaró: “La eliminación de la sexualidad clitoriana es una precondición
necesaria para el desarrollo de la feminidad”.3 La feminidad se logra mediante una
especie de cambio de régimen, en el cual el clítoris le entrega “su sensibilidad, y
al mismo tiempo su importancia, a la vagina”.
La tribu dogón de Nigeria, en Africa occidental, cree que todas las personas
nacen con un alma masculina y otra femenina. Para que las jóvenes alcancen su
verdadera feminidad es necesario eliminar esa parte de ellas en la que reside su
alma masculina, el clítoris, así como los niños tienen que someterse a la circun­
cisión para retirar su alma femenina oculta en el prepucio? Como hemos visto,
algunos expertos médicos Victorianos propugnaban la clitoridectomía para curar
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
las “enfermedades femeninas”. ¿Cuál es la diferencia entre un curioso mito afri­ [173]
cano, la clitoridectomía victoriana y las afirmaciones de Sigmund Freud, aparte
de que éste propone una mutilación psíquica, y no física, de la mujer? Afirma
que la verdadera feminidad se presenta cuando la mujer renuncia al placer sexual
derivado de la actividad “masculina”, que se identifica con el clítoris, porque es
una fuente de placer puro, sin relación alguna con la reproducción. Semejante
egoísmo es característico del macho, y por lo tanto tiene que ser abandonado a
fin de que la hembra pueda llegar a ser una criatura plenamente femenina, ya
que la feminidad implica el autorrenunciamiento y la autonegación con fines más
elevados, lo cual se identifica con la vagina. ¿Y que podría inspirar a una joven,
cabría preguntarse, a renunciar a sus deleites clitorianos? Las niñas, escribe Freud,
“advierten el pene de un hermano o un compañero de juegos, notablemente
visible y de mayores proporciones, reconocen de inmediato que es la contraparte
superior de su propio órgano pequeño e inconspicuo, y a partir de ese momento
son víctimas de la envidia del pene”.5 Evidentemente, al menos para Freud, el
tamaño es importante. Determina también la forma en que los hombres ven a las
mujeres, y brinda una explicación de la misoginia:
“Esta combinación de circunstancias lleva a dos reacciones, que pueden
fijarse y que, en conjunción con otros factores, determinará de manera perma­
nente las relaciones del niño con las mujeres: horror por la criatura mutilada o
desprecio triunfal por ella.” De acuerdo con Freud esto explica no sólo por qué los
hombres desprecian a las mujeres, sino por qué ellas mismas desarrollan desprecio
“hacia un sexo que ocupa el segundo lugar en un aspecto tan importante”.6 Por lo
tanto esta teoría predice que la misoginia no es una aberración, sino, de hecho,
una reacción normal universal, por parte tanto de hombres como de mujeres,
hacia la hembra “mutilada”.
La descripción que hace Freud del desarrollo femenino recuerda no sólo
la de los médicos brujos africanos, sino también las opiniones de Aristóteles. Unos
2,200 años antes, también Aristóteles veía a las hembras como machos “mutilados”,
criaturas que no había logrado realizar su pleno potencial (véase el capítulo Las
hijas de Pandora). El punto de partida de Freud, igual que el de Aristóteles, con­
siste en asumir que el macho es la norma sexual con respecto a la cual se mide el
otro sexo. Esto establece una especie de dualidad —normalidad masculina contra
anormalidad femenina— que se va profundizando en su pensamiento a medida
que pasa el tiempo. Al final la utiliza para repetir muchos de los viejos prejuicios
misóginos contra las mujeres, salvo que en esta ocasión están justificados en nom­
bre de la ciencia? Su teoría de que la feminidad dependía de transferir el enfoque
del sexo clitoriano al vaginal podría verse como la justificación “científica” del
prejuicio, expuesto de manera tan tronante en la propaganda nazi de esa época,
de que el papel de las mujeres debía limitarse a ser madres.
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[r4] Para cuando escribió una de sus últimas obras, El malestar en la cultura,
en 1929, los hombres se equiparaban con la civilización misma y las mujeres
con sus oponentes, una fuerza hostil, resentida y conservadora impulsada por la
envidia del pene. Las conclusiones de Freud eran que la sexualidad femenina era
un “continente negro”, reveladora metáfora que ubica a las mujeres, junto con
los africanos, firmemente fuera del reino de la civilización, que es “asunto de los
hombres”.8
En Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos
Freud admitió que sus teorías sobre la sexualidad femenina se basaban “en un
puñado de casos”. Erigir grandes teorías sobre datos limitados no es un buen hábi­
to científico. La ciencia es una de esas áreas en las que el alcance (de la muestra
de hechos sobre la cual se basan las teorías), tiene importancia. La disposición
de Freud a plantear sus opiniones a pesar de la ausencia de evidencias suficientes
dicen más respecto al tamaño de su propio ego, que acerca de la naturaleza de
la sexualidad femenina.
“Siempre me resulta raro”, escribió “cuando no puedo entender a alguien
en términos de mí mismo.”9 Las observaciones de este tipo han hecho que haya
quienes lo incluyen en la tradición de los “superhombres” de Nietzsche, esos mons­
truos autorreverentes ante cuyo enorme ego masculino todo lo demás palidece
hasta ser insignificante.10 Desde luego, la visión dualista de los sexos de Freud
encaja muy bien en esa tradición, aunque no se deriva de los mismos principios
irracionales y románticos. Nietzsche veía a la mujer como enemiga de la verdad,
mientras que Freud la veía como enemiga de la civilización.
La tradición nietzscheana del dualismo esencial del varón y la mujer pro­
porcionó una de las bases principales para la reflexión filosófica, y posteriormen­
te política, contra las mujeres en el siglo xx. En el otoño de 1901, Freud trabó
conocimiento con uno de sus exponentes menos conocido, pero no por ello
carente de significación. Un estudiante graduado de la Universidad de Viena, de
21 años, llamado Otto Weininger, se acercó a él con el bosquejo de un libro que
planeaba escribir y titular Sexo y carácter. Freud leyó el esbozo y no quedó muy
impresionado; señaló —bastante irónicamente, si se considera su propio hábito
de arreglárselas con datos escasos—: “El mundo desea evidencias, no ideas”. Y le
dijo al joven que se dedicase durante diez años a reunir evidencias de sus teorías.
Semejante empresa era ajena a la naturaleza de Weininger. De cualquier manera,
no le quedaba tanto tiempo de vida.11
Según todas las versiones, Otto Weininger (1880-1903) era un estudiante
brillante que a los 18 años hablaba ya ocho idiomas. Su pensamiento estaba pro­
fundamente influido por Schopenhauer y Nietzsche. Es decir, había heredado una
tradición en extremo hostil a las mujeres, y la llevó a su culminación filosófica en
Sexo y carácter, que se publicó en 1903. En él su dualismo misógino adquiere una
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
calidad casi mística. Todos los logros positivos de la civilización se asocian con 1 '75 1
los hombres —los hombres arios. Las mujeres son su negación. Weininger llega
al extremo de negarles a las mujeres su humanidad y las reduce a no-entidades:
“Las mujeres no tienen existencia ni esencia; no son, no son nada”.12 Invoca la
distinción platónica entre materia y forma, entre el mundo mutable y transitorio
de los sentidos y el ideal. La mujer es materia, el hombre forma. Afirmar que la
mujer no tiene “esencia” significa que no existe en el elevado nivel de la forma
pura y, por lo tanto, para Weininger su existencia material real no tiene ninguna
importancia.
Weininger repite el mito de la caída del hombre en el nivel filosófico.
“Porque la materia en sí misma no es nada, sólo puede cobrar existencia a través
de la forma”, es decir, deseando a una mujer que es “el material sobre el cual
actúa el hombre”. Ella es “la sexualidad misma”. Según Weininger:

El dualismo del mundo está más allá de toda comprensión: es la trama de


la caída del hombre, el enigma primitivo. Es la fusión de la vida eterna
con un ser perecedero, del inocente en el culpable.

En el pensamiento de Weininger se combinan Platón, el Génesis y la doc­


trina del pecado original, mientras la mujer fusiona al hombre con la materia
perecedera y la forma eterna degenera en el mundo fugaz. Llega a la conclusión de
que, como instrumento que produce esta caída, “sólo la mujer es la culpable.”13
Weininger era judío, pero su antisemitismo es tan característico de su obra
como lo es su misoginia, aunque se disocia de algo tan vulgar como promover la
persecución “práctica o teórica” de los judíos. Traza paralelismos entre las mujeres
y los judíos. Estos, igual que las mujeres, “no tienen rastro alguno de genialidad”.
Los judíos y las mujeres se parecen por su “extremada adaptabilidad” y por “su
falta de ideas originales profundamente arraigadas; de hecho, por la manera en
que, como las mujeres, no son nada en sí mismos, pueden convertirse en lo que
sea”. Unos y otras son también “personas con doblez”, que nunca creen realmente
en nada y que, por lo tanto, son por entero desconfiables.14
Previsiblemente, Weininger también considera despreciables a los empi-
ristas. Afirma que ningún ario verdadero construiría un sistema de pensamiento
basado en algo tan superficial como la evidencia de los sentidos o la necesidad
de validar las teorías mediante experimentos. Menosprecia a los ingleses debido
a la importancia que le dan al pensamiento empírico, del que se burla por su
superficialidad.
El propósito último de Sexo y carácter, según lo declara el autor al comienzo
del libro, es el de ocuparse de la cuestión de la emancipación femenina, que lo
llena de ansiedad, ya que la ve como una amenaza para el concepto de humanidad.
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[ 1^6] Regresa sobre este punto en su conclusión y se conduele de que Nueva Zelanda
le haya concedido el derecho al voto las mujeres, cosa que equipara con otorgár­
selo a los imbéciles, los niños y los criminales. Relaciona la emancipación con la
prostitución y con la perniciosa influencia de los judíos. No es sorprendente, que
llegue a una posición similar a la de los ascetas cristianos del siglo rv, y concluye
que “el coito es inmoral”.
No mucho después de la aparición de Sexo y carácter, en 1903, Otto Wei­
ninger se suicidó. En general el libro había recibido una atención escasa o poco
favorable, pero la muerte del joven arrojó una sombra dramática sobre él y su
trabajo, y sus ideas no tardaron en llegar al nivel de un culto en los círculos vie-
neses en los cuales, según el sexólogo Ivan Bloch, hasta los varones heterosexuales
empezaron a “renunciar horrorizados a las mujeres”.15 Su impacto se dejó sentir
en Francia, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos, donde su obra fue aclamada
por el prestigioso crítico literario Ford Maddox Ford, quien declaró que “un nuevo
evangelio había aparecido” entre los hombres.16
Weininger influyó sobre pensadores tales como el filósofo Ludwig Witt-
genstein, también vienés, y mucho más tarde impresionó a un puñado de femi­
nistas. Germaine Greer elogia su obra en The female eunuch (El eunuco femenino'),
y afirma que sus teorías sobre las mujeres se limitaban a basarse en lo que veía
en torno suyo. En este sentido, la autora comparte una larga tradición del pensa­
miento feminista que acepta algunos de los supuestos de la misoginia tradicional,
incluyendo el desprecio hacia ciertos aspectos de lo femenino, como la preocu­
pación por la belleza.
No obstante, la verdadera importancia de Weininger en la historia de
la misoginia se encuentra en otro lado. En el nivel de las ideas, cristaliza vivida
e intensamente las principales corrientes del desprecio hacia las mujeres, que
emanan del pensamiento judeocristiano tradicional y de la filosofía griega. Algo
aún más importante, es la expresión de una visión del mundo al mismo tiempo
antisemita y misógina, que encontró una intensa resonancia en otro joven que fre­
cuentaba los cafés y las calles de la Viena de principios del siglo xx y que absorbió
su fétida atmósfera de prejuicio y odio: Adolf Hitler (1889-1945).
Existen semejanzas notables, no sólo en el pensamiento, sino también en
ciertos aspectos de la vida, entre Hitler y los tres filósofos comentados, Schopen-
hauer, Nietzsche y Weininger. Todos eran hombres aislados, sexualmente insegu­
ros, que (hasta donde se sabe) nunca entablaron relaciones maduras y estables
con mujeres ni gozaron de una vida doméstica tranquila. Su sentido de aislamiento
iba acompañado por una fe abrumadora en su propio destino. Cuando Weininger,
tras la publicación de su libro, declaró: “Existen tres posibilidades para mí: la hor­
ca, el suicidio o un futuro tan brillante que no me atrevo a pensar en él”, Hitler
hubiese podido entenderlo. La misoginia de estos hombres, basada en el temor a
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
las mujeres (y tal vez en un temor subyacente a la intimidad misma) se vinculaba [ 177 ]
también con otros prejuicios, sobre todo el antisemitismo.17 Por parafrasear a
Hamlet, raras veces los prejuicios llegan como espías solitarios, sino que acuden
en batallones. La atmósfera de Viena, a inicios del siglo pasado, era ponzoñosa­
mente antisemita.18 En la mente de Weininger la emancipación de las mujeres, la
prostitución y los judíos estaban vinculados. Escribe que de lo que se trataba el
movimiento de las mujeres era “meramente del deseo de ser ‘libres’, de sacudirse
las restricciones de la maternidad; en general los resultados prácticos demuestran
que es una revuelta de la maternidad y hacia la prostitución, una emancipación
de las prostitutas, antes que la emancipación del sexo femenino en su conjunto
que se pretende”. Afirma que sólo debido a la sagaz influencia de los judíos “nos
inclinamos ante ello” y vemos algo diferente de lo que realmente es.19
Hitler se hizo eco de esas ideas, denunciando los derechos femeninos
como una “frase inventada por el intelecto judío”.20 En su visión distorsionada los
judíos, las prostitutas, los marxistas y las mujeres modernas eran todos parte de un
siniestro complot en contra de la maternidad y de la civilización “teutónica”.
Hitler llegó a Viena en 1908, a los 19 años, aspirante a artista, pero fracasó
en su intento por lograr ingresar a la Academia de Bellas Artes. En su mucho
tiempo libre acostumbraba sermonear a su amigo August Kubizek, con quien
compartió un cuarto durante cierto tiempo, sobre los males de la prostitución.
Ocasionalmente se llevaba a Kubizek a recorrer el distrito de luces rojas de la
ciudad, que le inspiraba nuevos alegatos sobre el sexo y la decadencia moral. Más
tarde habría de culpar a los judíos de la difusión de la prostitución, así como de la
dispersión de las ideas liberales. Una vez, cuando Kubizek, que estaba estudiando
piano, llevó a la casa a una mujer para darle clases de ese instrumento, le lanzó
una furiosa diatriba. Le dijo a su amigo que las mujeres eran incapaces de benefi­
ciarse de ese aprendizaje.21 Igual que Weininger, Hitler abogaba por la abstinencia
del sexo (así como del alcohol y la carne). Se oponía también a la masturbación.
Otro amigo dijo de él que “tenía muy poco respeto por el sexo femenino, pero
ideas muy austeras respecto a las relaciones entre los hombres y las mujeres”.22 Su
mujer ideal era, en sus propias palabras, “una cosita amorosa, mona, ingenua...
tierna, dulce y estúpida”.23 A lo largo de los años se ha acumulado una enorme
variedad de rumores, mayormente sensacionalistas, en relación con la sexualidad
de Hitler. En su autobiografía, Mein Kampf, escribe de manera obsesiva sobre las
mujeres, los judíos y la sífilis, y cinco de las seis mujeres con las que tuvo algún
tipo de relación se suicidaron, incluida su sobrina de 23 años, Geli Raubal, de la
cual estaba patológicamente celoso. “Mi tío es un monstruo”, dijo la joven en una
ocasión.24 En septiembre de 1931 se la encontró muerta en el departamento que
tenía su tío en Munich, con un balazo de la pistola de aquél en la cabeza. Casi
con seguridad Hitler era asexual y, si bien parece haber derivado cierto placer
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[ 178 ] de la compañía de jóvenes bonitas, su comportamiento indica un terrible temor
a las mujeres en general.25 Le gustaba referirse a la maleabilidad de las masas
como “femenina”, mostrando así su desprecio tanto para las muchedumbres a
las que enloquecía con sus discursos como para las mujeres con las cuales se las
comparaba. Resulta trágico que habría de dejar la huella ensangrentada de sus
obsesiones, tanto misóginas como raciales, en la historia del siglo xx.
Con el ascenso del movimiento nacionalsocialista, del cual emanaron los
nazis, Hitler pasó de ser un vagabundo de ideas fanáticas a convertirse en un
líder carismático con el poder de convertirlas en una realidad política, con todo
su horror. Desde su inicio, el partido nazi fue una poderosa maquinaria de miso­
ginia, así como de odio racial. Emanó de la cultura exclusivamente masculina de
las trincheras, las cervecerías, las organizaciones paramilitares y las asociaciones
de antiguos combatientes que establecieron los exsoldados alemanes, amargados
e iracundos por la derrota de su país en la primera guerra mundial. Había tam­
bién un claro elemento homosexual que recorría el culto nazi del guerrero y el
“superhombre”. (Esto llegó a ser especialmente perceptible en la organización
paramilitar original partido nazi, la SA.) El propio desprecio de Hitler por las
mujeres coincidía bien con la actitud predominante en el partido naciente. En la
primera reunión general del Partido Alemán Nacionalsocialista de los Trabajado­
res, en 1921, los miembros del partido aceptaron una resolución unánime en el
sentido de que “una mujer nunca puede ser aceptada como parte de la dirigencia
del partido ni para integrar el comité ejecutivo”.26
En términos más generales, la misoginia del nazismo era una expresión de
una paradoja profundamente arraigada que comparte con muchos movimientos
fundamentalistas y conservadores, incluidos los que se han dado más reciente­
mente en el islam, el cristianismo y el judaismo ortodoxo. Aunque explotaba el
progreso tecnológico, sin el cual no hubiese podido librar sus guerras y mantener
su dominio, el nacionalsocialismo siguió siendo, al mismo tiempo, ferozmente
hostil en relación con la modernidad. Para los nazis no podía haber expresión
más desenfadada y alarmante de la modernidad que la mujer emancipada de los
años veinte, con sus tacones, labios pintados y cigarrillos. Entre los años 1918 y
1933, Alemania había desarrollado una cultura hedonista moderna, en la cual
prosperaban los clubes nocturnos, las películas de Hollywood causaban furor y la
experimentación sexual era generalizada.
La rígida exclusión de las mujeres de la estructura de poder nazi, y su meta
a largo plazo de eliminarlas por entero de la vida pública, no impidió que aquellas
apoyasen al promisorio agitador. Como lo reconoció el mismo Hitler, las mujeres
“habían desempeñado un papel nada insignificante” en su carrera política.27 Unas
cuantas lo adoraban incluso como un nuevo mesías.28 En ciertos sentidos la línea
nacionalsocialista seguía el mismo tema de kinder, küche, kirche —hijos, cocina e
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA |
iglesia— que ensalzaban los demás partidos conservadores. En un principio, las [179]
mujeres alemanas le dieron su apoyo a los partidos más tradicionales de derecha.
Pero en la elección de noviembre de 1932 las mujeres votaron por los nazis en
número tan grande como los hombres.29 En vista de lo que ocurrió después, sin
duda es una de las grandes ironías que las mujeres fuesen tan esenciales para el
triunfo de Hitler. Sin embargo no es muy sorprendente que en una época de
incertidumbre, cambio rápido y riesgo de una revolución comunista, el mensaje
de Hitler resultase tranquilizador para muchas mujeres alemanas, con su énfasis
en los valores eternos del hogar y la familia. Como lo expresaba un sentimental
poema nazi:

Madres, vuestras cunas


son como un ejército dormido,
siempre listas para la victoria,
y nunca estarán vacías.30

Probablemente la mayoría de las mujeres no se tomaron en serio la mili­


tarización de la maternidad ni vieron su siniestra metáfora que vinculaba direc­
tamente la cuna con la guerra, como predicción de lo que estaba por venir. Pero
Hitler se lo tomó muy en serio. Las mujeres alemanas eran parte esencial de su
línea de producción de maquinaria bélica. Sin embargo, la propaganda nazi se
las arregló para ocultar la realidad brutal, mientras conjuraba una visión de una
Arcadia de inocencia perdida, de una época en la que el mundo era un lugar
más simple y las mujeres más puras, satisfechas con ser madres, sin ambiciones
perversas sociales y políticas. Dos de los misóginos más notorios del partido, Julius
Streicher y Ernest Rohm, jefe de la SA, contribuyeron a propagar una visión empa­
lagosamente sentimental de la maternidad alemana. No sorprendería que ambos
hombres tuvieran una fijación con sus respectivas madres. Streicher era el editor
del espantoso semanario DerSturmer, que en su momento culminante llegó a tener
una circulación cercana al millón de ejemplares. Combinaba el antisemitismo
con imágenes violentas y pornográficas de indefensas doncellas alemanas violadas
por judíos que parecían demonios. Los excesos de Streicher llegaban a resultar
incómodos para algunos nazis, que querían que Der Sturmer se suprimiese. Pero
Hitler toleraba a Streicher y sus obsesiones, tal vez porque se parecían a una de
las pesadillas recurrentes del propio Führer: una alemana desnuda encadenada e
inerme, mientras un carnicero judío se aproxima a ella por detrás, y Hitler, que
lo observa, es incapaz de salvarla.31
En 1923, Streicher protestó furiosamente porque el ejército francés que
ocupó la zona del Rin, por el acuerdo posterior a la primera guerra, tenía soldados
negros. Escribió: “Cuando un soldado negro del Rin se aprovecha de una joven
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[ iSo] alemana, ésta queda perdida por siempre para la raza.”32También creía que un
único acto sexual entre un judío y una alemana impediría que ésta tuviese jamás
un “niño ario de pura sangre”, e hizo campaña (con éxito) para declarar ilegales
los matrimonios entre razas.
Las culturas misóginas viven de esas fantasías de violación o seducción
de “sus mujeres” por formas ajenas. En las mentes fantasmagóricas del nazi y
del inquisidor, el demonio judío desempeñaba el mismo papel perverso en rela­
ción con la doncella aria de pura raza, que el íncubo en relación con la bruja.
Repite una obsesión misógina común que vincula algo que se considera crucial
para la seguridad masculina, como el honor, con la virtud de una mujer. En la
ideología nazi la preservación de la virtud de la mujer alemana se identificaba
con la preservación de la pureza racial. Alarmantemente, esta patología se con­
virtió en política social. Los nazis expidieron leyes prohibiendo que las mujeres
alemanas tuviesen relaciones sexuales con las razas “inferiores”, como los judíos
o los eslavos. Durante la guerra, debido a la ausencia de los varones alemanes,
miles de polacos fueron empleados para trabajar en las granjas y ayudar así a las
esposas y viudas alemanas, solas y, sin duda, muchas veces frustradas. A partir de
las denuncias hechas a la policía secreta alemana, la Gestapo, parece que incluso
en los casos en los que una alemana era violada por un trabajador polaco era
castigada públicamente. Le rasuraban la cabeza y la exhibían en la picota. A los
hombres los ahorcaban, sin importar si la relación se había dado por consenso.
En contraste, cuando los varones alemanes se acostaban con mujeres polacas la
Gestapo se limitaba a tomar nota.33
Hitler consideraba que el problema de la posición de la mujer en la socie­
dad moderna era resultado directo de la “estúpida” idea de la igualdad entre los
sexos. Se hacía responsables a las mujeres modernas del “crepúsculo de la familia”.
Eran culpables de “traición contra la naturaleza” por no tener hijos. “Pero los
hombres alemanes quieren otra vez a las mujeres alemanas”, declaraba un pan­
fleto nacionalsocialista. “No un juguete frívolo superficial, que sólo sirve para el
placer, que se engalana con lujos de mal gusto y es como un exterior destellante
que por dentro está vacío y oscuro. Nuestros oponentes intentaron inclinar a las
mujeres para que cumpliesen sus oscuros propósitos al pintar la vida frívola con
los colores más resplandecientes y retratar como esclavitud la verdadera profesión
asignada a las mujeres por la naturaleza.”34 La alemana verdadera rechazaba el
lápiz de labios, los tacones y el barniz de uñas en favor de convertirse en una
especie de lechera primordial, según el ideal de los expertos del partido. Estos
sostenían que las mujeres sólo volverían a ser felices cuando se reinstalasen las
diferencias naturales entre hombres y mujeres. Alfred Rosenberg, el “filósofo” del
partido, afirmaba que las mujeres piensan “líricamente” y no “sistemáticamente”,
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
como los hombres. Un lema nazi declaraba: “Las mujeres deben ser emancipadas [ 181 ]
de la emancipación de las mujeres”.
Hitler prometió “ponerle fin a la idea de que lo que cada individuo hace
con su propio cuerpo es asunto suyo”.35 Era asunto del Estado, y el Estado sabía
lo que quería hacer con los cuerpos de las mujeres alemanas. Hitler afirmó:

Si en el pasado los movimientos liberales-intelectuales de las mujeres con­


tenían en su programa muchos, muchos puntos que surgían de la deno­
minada “mente”, entonces el programa de nuestro movimiento femenino
nacionalsocialista contiene en realidad un solo punto y ese punto es: el
niño.36

Sus palabras son un eco de la proclama de Nietzsche de que la respuesta al


enigma de la mujer es el embarazo. Hitler refleja la fijación con la madre de esos
misóginos místicos, Schopenhauer y Weininger. Una de las consecuencias prácticas
que eso tuvo para las mujeres alemanas fue que, en 1938, se restauró legalmente
la falta de hijos como causal de divorcio. También se prohibieron el aborto y los
anticonceptivos. Por lo menos en este caso Hitler estaba en favor de la vida.
El estado les concedía a las mujeres una condecoración, la “Cruz a la
Maternidad”, a imitación de las condecoraciones que se otorgaban a los hombres
por valor en el campo de batalla, de acuerdo con sus “logros dando a luz hijos”.37
La visión que tenía Hitler de un mundo posterior a la guerra incluía una ley que
obligaría a todas las mujeres solteras o casadas de menos de 34 años, que no
hubiesen dado a luz, y a por lo menos a cuatro hijos, a aparearse con un varón
alemán de pura raza. Si éste ya estaba casado se lo liberaría con ese fin. Según
Heinrich Himmler, jefe de la tropa de elite ss, “el superhombre de Nietzsche
podía lograrse por medio de la cría”.38De manera que los nazis veían el futuro de
Alemania como una enorme granja de cría que abastecería las divisiones de Hitler
con carne de cañón fresca. A los sementales racialmente puros se los denominaría
“asistentes para la concepción”. Pero lamentablemente con los nazis la misoginia
no se limitaba a las familiares obsesiones sobre la virtud de la mujer alemana o
con la perpetuación de ilusiones sentimentales, aunque interesadas, en torno a
la maternidad. Es imposible encontrar un contraste más horripilante con estas
empalagosa fantasías que la brutalidad asesina dirigida contra las mujeres judías
durante el Tercer Reich.
En su búsqueda de la solución genocida al “problema judío”, los nazis
colocaron a todos los judíos fuera de los códigos normales de ética. Algunos
especialistas han objetado que el antisemitismo no distinguía a sus víctimas de
acuerdo con lincamientos de género. “El Holocausto les ocurrió a víctimas que
no eran vistas como hombres, mujeres y niños, sino como judíos”, escribió Cynthia
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[ i8z ] Ozick.39 Pero como casi siempre ocurre, cuando se inflige una persecución sobre
un grupo odiado, hay un ensañamiento con las mujeres de ese grupo, que pade­
cen humillaciones y crueldades especiales. Cuando se liberan los odios raciales o
religiosos, en general se le da rienda suelta a la misoginia subyacente.
Cuando Hitler se anexionó a Austria, en marzo de 1938, e hizo su entra­
da el ejército alemán, se desató una serie de ataques brutales contra los judíos
austríacos. En un adinerado suburbio de Viena, llamado Wahring, los nazis les
ordenaron a las mujeres judías que se quitasen sus abrigos de pieles. Les dieron
unos cepillos pequeños y las obligaron a lavar las calles. A manera de broma, con
frecuencia echaban ácido en las cubetas de agua. Luego, mientras las mujeres se
arrodillaban en el pavimento, los soldados nazis, con aclamaciones y risas de la
gran multitud de mirones, les orinaban en la cabeza.40 De cierta forma es grotes­
camente apropiado que la ciudad que pocos años antes había producido a un
Weininger, quien les negaba a las mujeres su propia existencia, y que había nutrido
la virulenta misoginia y el antisemitismo del mismo Hitler, hubiese presenciado
la desagradable realidad que había detrás de esas fantasías. El “superhombre” de
Nietzsche quedó revelado como un prejuicioso matón de cervecería.
Tres años más tarde, cuando la maquinaria de guerra nazi arrasó con
Polonia y parte de la Unión Soviética, los actos genocidas se convirtieron en la
norma. Un número inmenso de hombres, mujeres y niños judíos fueron reuni­
dos y masacrados. Durante las purgas de los guetos solían desnudar a los varones
judíos, antes de asesinarlos, hasta la cintura, dejándoles la poca dignidad que un
par de pantalones le brinda a un varón. Pero no hacían lo mismo con las mujeres
judías. La mayoría de las veces las desnudaban antes de arrearlas como ganado
por las calles para recibir burlas y humillaciones. Lo sabemos porque los solda­
dos alemanes solían tomar instantáneas de estos acontecimientos, a veces para
enviárselas a sus parientes que se habían quedado en casa, a veces para el registro
histórico. Dos fotos grises y granulosas del gueto polaco de Mizoc, tomadas el 14
de octubre de 1942, muestran a una fila de 16 mujeres desnudas que se apretujan
unas contra otras, supervisadas por dos soldados. En el pasto que aparece delante
de ellas hay montones de ropa encimada o dispersa. Entre ellas hay tres niños:
uno es un bebé en brazos de su madre; las otras dos son niñitas que se sujetan
de mujeres mayores, probablemente sus madres o hermanas. A primera vista, las
mujeres van desde menos de 30 hasta poco más de 40 años. Muchas de ellas se
cubren los senos, en un intento inútil de recato. Es evidente que tienen frío. Las
están haciendo recorrer la línea hacia la muerte. La siguiente instantánea granulo­
sa, tomada minutos más tarde, revela un amontonamiento promiscuo de cuerpos
blancos y una mujer, aún viva, de espaldas a la cámara, que se apoya en los codos
junto al cadáver de una niñita, mientras junto a ella está de pie un soldado alemán
que apunta con su rifle, listo para liquidarla.41Escenas de ese tipo se veían una y
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
otra vez por todos lados mientras los nazis se apoderaban de la zona oriental. Se [ rs3 ]
las consideraba tan normales que los soldados involucrados en las matanzas se
alegraban de poder registrarlas y compartirlas con su familia, sus esposas y novias,
como si fuesen instantáneas de unas vacaciones.
Incluso en medio de los horrores de los campos de concentración, con
frecuencia se escogía a las mujeres judías para que recibiesen un tratamiento
especial y se las sometía a grotescos experimentos “ginecológicos”. En el campo
de concentración de Ravensbruck, Alemania, el profesor Cari Clauber realizaba
experimentos de esterilización en mujeres. El tristemente célebre médico nazi,
Joseph Mengele, usando como conejillos de Indias a centenares de mujeres judías
y gitanas, les inyectaba sustancias químicas en el útero para bloquear las trompas
de Falopio.42 A las mujeres más jóvenes las mandaban a los burdeles de los campos,
instalados para diversión sexual de los guardias.43Se usaba la desnudez pública
como instrumento de humillación sexual constante. Y se la usaba también como
herramienta de eliminación. En el campo de la muerte de Auschwitz a las recién
llegadas que daban impresión de estar embarazadas las dirigían hacia la izquierda,
y se las mandaba a las cámaras de gas. Para las judías dar la vida se había con­
vertido en sentencia de muerte. Hasta el último instante, en el esquema nazi de
inhumanidad en el cual, por primera vez en la historia, el asesinato se transformó
en un proceso industrial, seguía encontrando lugar la misoginia.
A diferencia de lo que ocurría con el nazismo y otras formas de fascismo,
el socialismo y la ideología que se desarrollaron a partir de las ideas de Karl Marx
estuvieron, desde el primer momento, muy en favor de la emancipación de la
mujer. La meta de los marxistas era erradicar las diferencias, mientras que los
nazis las consideraban esenciales. Por consiguiente la relación del marxismo con
la misoginia es más compleja.
En el siglo xix, los primeros socialistas apoyaban enérgicamente los dere­
chos femeninos. Marx y Friedrich Engels (1820-1895) criticaron con fervor la
posición de las mujeres que, en su opinión, emanaba directamente del desarrollo
de una sociedad propietaria de bienes. El patriarcado y la opresión femenina, en
su análisis, es resultado directo de las relaciones de propiedad. Según Engels, “el
matrimonio monógamo hace su aparición como subyugación de un sexo por el
otro”,44 y la relación entre hombre y mujer representa un prototipo de la lucha
de clases, que los marxistas veían como la fuerza impulsora que estaba detrás del
cambio histórico. La plena emancipación de la mujer sólo podría darse cuando
se aboliesen las relaciones de propiedad subyacentes a su sometimiento. Esto, a
su vez, sólo se lograría con una revolución socialista, con el derrocamiento del
capitalismo y de la burguesía y con el triunfo del proletariado. Era otra ideología
dualista en la cual —por lo menos en las versiones más simplistas que prevale­
cían— la burguesía representaba la corrupción, la voracidad y la decadencia,
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[ií>4] mientras que el proletariado equivalía al progreso, la libertad y la decencia. La
historia nos enseña que a las mujeres no suele irles muy bien cuando imperan
ideologías dualistas en las cuales el mundo es visto como campo de batalla de dos
fuerzas o principios en conflicto.
El marco de referencia filosófico del pensamiento marxista le debe mucho
al de los empiristas del siglo xvui. Compartía su creencia de que el condiciona­
miento social explica las diferencias de carácter y talento de la gente, incluyendo
las que podían encontrarse entre clases, razas y géneros. La opresión de la mujer
era “un problema de historia, antes que de biología, un problema que el mate­
rialismo histórico tenía que preocuparse por analizar, y la política revolucionaria
por resolver”.45Aceptaba la hipótesis de la “pizarra en blanco” según la cual la
conciencia estaba determinada por el ser social. Los marxistas confiaban en que,
dadas las circunstancias económicas apropiadas, serían capaces de dibujar en esa
pizarra un retrato del Hombre y la Mujer Comunistas nuevos, en los cuales ya
no podrían percibirse las antiguas divisiones que tanto aquejaron a las relaciones
humanas a lo largo de los siglos. Pero habría de resultar problemático dilucidar
el tema de las diferencias sexuales, sobre todo si se argumentaba (como habría
de hacerse), que eran las circunstancias sociales, y no la naturaleza, las que pro­
ducían tales diferencias. La naturaleza se había vuelto un concepto “burgués” y
“reaccionario”, y se identificaba con aquellos que deseaban mantener esclavizadas
a las mujeres.
La primera oportunidad de aplicar estas creencias se presentó en 1917, en
Rusia, donde una demostración durante el Día Internacional de la Mujer desató
una serie de trastornos políticos que en el término de seis meses llevaron al derro­
camiento del zar y el ascenso al poder de los bolcheviques encabezados por Vladi-
mir Lenin (1870-1924). Lenin declaró: “El proletariado no puede lograr la libertad
completa a menos que logre la libertad completa para las mujeres”.46 El nuevo
gobierno se movió rápidamente en relación con las cuestiones femeninas y al cabo
de pocos meses de haber tomado el poder emitió una legislación que declaraba la
absoluta igualdad de hombres y mujeres. A las mujeres se les concedió el derecho
al voto. Se les otorgó el derecho a divorciarse de sus maridos. En 1920, la Unión
de Repúblicas Soviéticas Socialistas, como se llamaba el nuevo Estado, legalizó el
aborto: el primer Estado moderno que lo hizo. Para entonces los bolcheviques se
habían convertido en el Partido Comunista de la Unión Soviética. Predominaba
la idea de que la única manera de que la mujer pudiese alcanzar la libertad de
lo que Lenin describió como “su sacrificio cotidiano a un millar de trivialidades
sin importancia” era que fuese “liberada” del hogar y reclutada por la “economía
socialista en gran escala” como miembro del proletariado.47 Como el hogar se
identificaba con la “esclavitud” de la mujer, debía ser abolido. Se instalaron gran­
des comedores públicos, casas para niños, cocinas y lavanderías comunitarias, a
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
fin de integrar el mundo privado de la familia al mundo del nuevo orden social. [ 185 ]
La despreciada burguesía se identificó con el egoísmo, el lujo y el amor por los
adornos. Como suele ocurrir en las ideologías dualistas, todo lo que se asocia con
el artificio —como el maquillaje— fue demonizado. En el nuevo orden mundial
del comunismo era un símbolo de lo que Lenin llamó la “antigua humillación
burguesa de las mujeres”,48 un símbolo de su esclavitud sexual y doméstica de la
cual las había rescatado el marxismo. En ciertos aspectos, la utopía leninista es
similar a la de la república de Platón (véase el capítulo: Las hijas de Pandora), en
la cual las mujeres eran integradas a la comunidad gobernante como guardianas,
sólo a costa de negar aspectos importantes de la sexualidad humana, como el
amor por la belleza.
Tras la segunda guerra mundial las tropas soviéticas impusieron en Europa
oriental el modelo político, social y económico establecido en la Unión Soviética.
Mao Tse Tung (1893-1976) siguió ese modelo cuando culminó la lucha comunis­
ta por el poder en China, en 1949. Sistemas similares se establecieron en Corea
del Norte y Vietnam del Norte. Centenares de millones de hombres y mujeres
se convirtieron, de hecho, en conejillos de Indias del experimento de ingeniería
social más grande de todos los tiempos.
Irónicamente, la promesa igualitaria contenida en el comunismo y expre­
sada en el término “camarada”, que se aplicaba teóricamente a todos, sin reparar
en su rango, se convirtió más bien en una aplanadora ideológica que trató de
reducir a los individuos a productos de ingeniería social en la cual la naturaleza
humana no desempeñaba papel alguno. ¿Acaso no había declarado Marx que “la
naturaleza verdadera del hombre es la totalidad de las relaciones sociales”?49 Hitler
había anunciado que la era del individuo había quedado atrás. En esto coincidían
con él los comunistas, sus principales enemigos ideológicos.
Por supuesto, tal como ocurría en la república de Platón, hombres y muje­
res tenían funciones biológicas diferentes y, en consecuencia, diferencias anató­
micas, pero éstas se consideraban relativamente poco importantes en términos
de comportamiento y de psicología. Todo intento por parte de las mujeres por
destacar o llamar la atención sobre las diferencias sexuales era visto, en el mejor
de los casos, con desaprobación, y en el peor, entre los regímenes más fanáticos,
se castigaba por considerarse evidencia de que se poseían malignas tendencias
burguesas. En la China maoísta, durante la revolución cultural (1962-1976, aproxi­
madamente) , se prohibió a las mujeres usar falda, que era un signo de su esclavitud
sexual, y se las obligó a portar la misma ropa tipo uniforme que los hombres: una
especie de traje de dos piezas con gorra de visera. Quedó estrictamente prohibido
el maquillaje. Los comités de barrio (establecidos por el Partido Comunista local)
recorrían su zona para cerciorarse de que no estuvieran tratando de violarse los
estrictos límites impuestos al tamaño de las familias, que sólo permitían un hijo
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[isó] por pareja. En nombre de la “ciencia revolucionaria” se emplearon sustancias
experimentales con las camaradas para controlar su fertilidad.50
Huelga decir que el gran experimento para remodelar la naturaleza huma­
na, según los dictados de la teoría social marxista, fue un fracaso. Después de la
muerte de Mao, en 1976, tan pronto como comenzaron a tolerarse medidas más
liberales, empezaron a aparecer salones de belleza, a los que las mujeres chinas
acudían en multitud. Para finales de los años noventa una revolución sexual esta­
ba barriendo a China, como reacción a las décadas de represión. Comenzaron a
abrirse bares con espectáculos nudistas y bailarinas a gogó. Los chinos dicen: “La
revolución cultural es el padre de la revolución sexual”.51
Con frecuencia, en China, se obligaba a las mujeres a abortar para mante­
ner el tamaño de la familia dentro de los límites prescritos. Mientras tanto, en la
Unión Soviética, en 1936, apenas 16 años después de la legalización del aborto,
se lo prohibió durante el gobierno de José Stalin. Decir que Stalin, como Hitler,
antes que él, estaba a favor de la vida, tal vez no sea lo más atinado. Lo más impor­
tante es lo que ambos tienen en común con los comunistas chinos y, de hecho,
con lo que en la actualidad se conoce como el movimiento “provida” en Estados
Unidos: todos ellos se oponen a la elección, pues creen que el derecho de una
mujer a controlar su propia fertilidad tiene que estar subordinado a objetivos más
importantes que cualquier idea que ella pueda tener de su propia autonomía. Eso
es, en sí mismo, una forma de desprecio.
Las formas de totalitarismo tanto de derecha como de izquierda son de
muchas maneras tan profundamente semejantes que en términos generales sus
diferencias ideológicas resultan irrelevantes. Ambas se propusieron dar marcha
atrás a la revolución política y moral de la Ilustración, que por primera vez en la
historia ensalzó la idea de la autonomía del individuo, su derecho a la libertad y a la
búsqueda de la felicidad, derechos que gradualmente también se han ido haciendo
extensivos a las mujeres. El ataque totalitario contra la Ilustración no se ejemplifica
en ningún lado con tanta claridad como en su absoluta indiferencia —desprecio,
de hecho— por los derechos del individuo, y en la forma horripilantemente brutal
en la que los Estados totalitarios tratan a sus ciudadanos. “La extrema violencia
de los sistemas totalitarios —escribió el novelista Vasily Grossman— demostró ser
capaz de paralizar el espíritu humano en continentes enteros.”52 Podría afirmarse,
como se ha hecho en relación con el Holocausto, que en vista de los horrores
infligidos tanto sobre hombres como sobre mujeres que cayeron en desgracia
dentro de sus regímenes no tiene mayor sentido distinguirlos en términos del
sufrimiento que ambos padecieron. Por su misma naturaleza, los actos inhumanos
niegan o ignoran la humanidad de sus víctimas. No obstante, siempre hay espacio
para la misoginia. De hecho, en esos regímenes la crueldad contra las mujeres
basada en sentimientos misóginos suele representar la norma. Con frecuencia se
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
las castiga por su feminidad y por desempeñar su papel biológico de madres. A [ 187 ]
través de su maltrato sistemático a las mujeres, muchas veces el Estado totalitario
se revela en su faz más aterradora.
En mayo de 2002, un grupo de tres desertores nos proporcionaron un
estremecedor vistazo de la vida dentro de una prisión para mujeres en Corea del
Norte, parte de un gulag de campos y cárceles que, según se calcula, contiene en
este momento unas 200 mil personas. Las organizaciones de derechos humanos
creen que desde 1972 han muerto allí alrededor de 400 mil prisioneros. Las tres
desertoras rindieron testimonio en mayo de ese año ante el Comité de Relaciones
Internacionales del Congreso en la ciudad de Washington. Hablaron sobre su
experiencia como prisioneras políticas en el último Estado verdaderamente tota­
litario que existe en el planeta. El país, creado en 1948 como República Popular
Democrática de Corea, ha sido gobernado desde entonces por una especie de
dinastía comunista constituida por Kim Il-Sung y sus sucesores.
Las desertoras describieron que era una práctica común inyectarles a las
mujeres embarazadas sustancias inductoras del aborto. Los guardias y los médicos
de la prisión obligaban a las madres que daban a luz en la cárcel a matar ellas
mismas a sus bebés o a observar mientras otras los mataban.53Una de las deserto-
ras, Sun-ok Lee, investigadora en economía de 54 años que vive ahora en Seúl,
Corea, escribió un libro sobre el tiempo que pasó en prisión, Los ojos brillantes de
las bestias sin cola. Estuvo detenida en la prisión política de Kaechon donde, según
informó, 80 por ciento de las prisioneras eran amas de casa.54 Ella era una de
ochenta a noventa mujeres que compartían una celda de 5.8 metros de largo por
4.9 de ancho. Dormían en el piso, sin ropa de cama. Se les permitía bañarse dos
veces al año. Estaban autorizadas a ir al baño dos veces por día, a horas fijas, y en
grupos de diez. La celda especial de castigo medía menos de 60 centímetros de
ancho y poco más de 90 de alto, demasiado poco para estar de pie en posición
vertical o para acostarse y estirar las piernas. Si se veía a una mujer mirando su
reflejo en una ventana se la castigaba por el crimen burgués de la vanidad y se la
enviaba al “equipo de las desertoras” durante tres meses o un año.
“Su principal labor es recoger excrementos de las fosas sépticas de la pri­
sión y echarlos en un gran estanque de materia fecal desde el cual se abastecía a
los equipos de cultivo que trabajaban en la granja de la cárcel, del otro lado de
la muralla”, le explicó al comité la señora Lee. “Dos mujeres caminan hundidas
hasta las rodillas en el fondo de la fosa séptica para llenar de excrementos una
cubeta de hule de 20 litros, sin otra herramienta que sus manos desnudas. Otras
tres mujeres jalan la cubeta de hule desde arriba y vierten su contenido en un
tanque de transporte.” Luego el tanque se llevaba a un gran estanque de excre­
mentos donde se vaciaba. Un día lluvioso de 1991, una ama de casa de Pyongyang,
llamada Ok-tan Lee, quien había estado todo el día trabajando en la fosa séptica,
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[ 188 ] se trepó a la parte superior del tanque porque se había quedado pegada la tapa.
Mientras forcejeaba para abrirla “resbaló en la superficie mojada por la lluvia y se
precipitó al estanque. Era tan profundo que desapareció entre los excrementos.
Un guardia colocado a cierta distancia (siempre mantenían su distancia debido
al hedor que despedían las prisioneras) gritó: ‘¡Basta! ¡Déjenla morir ahí si no
quieren morir ustedes de la misma forma!’ La dejaron para que se ahogase ahí,
en la materia fecal”.
En 1989, dos años después de haber llegado a la prisión, tras recuperarse
de un ataque de paratifoidea, le dijeron a la señora Lee que se presentase en la
enfermería. “Cuando llegué a la enfermería vi a seis embarazadas que esperaban
dar a luz. Mientras estaba allí, tres de ellas alumbraron sobre el piso de cemento,
sin siquiera una cobija. Fue horrible ver al médico de la prisión pateando con sus
botas a las embarazadas. Cuando nació un bebé el médico gritó: ‘Mátenlo de inme­
diato. ¿Cómo se le ocurre a una criminal tener un bebé, en la cárcel? Mátenlo’.
Las mujeres se tapaban la cara con las manos y se echaban a llorar. Pese a que el
alumbramiento se forzaba con una inyección, al nacer los bebés seguían estando
vivos. Las enfermeras/prisioneras, con manos temblorosas, les apretaban el cuello
a las criaturas para matarlas. Una vez muertas las envolvían en un trapo sucio, las
colocaban en una cubeta y la sacaban por una puerta posterior. Me impactó tanto
la escena que en mis pesadillas sigo viendo a las madres llorando por sus bebés.
Mientras estuve en la cárcel presencié dos veces el asesinato de recién nacidos.”
Otros desertores le informaron al comité que había ocasiones en que se
obligaba a las mismas madres a ahogar a sus bebés con trozos de plástico, después
de haber dado a luz en sus celdas, y que los guardias amenazaban con golpearlas
si no lo hacían. Decían que había una animadversión especial hacia las mujeres a
las que habían embarazado hombres chinos. Entre marzo y mayo de 2000, ocho
mil desertores de Corea del Norte, en su mayoría mujeres, fueron deportados
desde China a su país de origen como parte del combate a la prostitución y el
matrimonio forzoso. Se calcula que cerca de una tercera parte de ellas estaban
embarazadas. A la enorme mayoría cuando llegó a Corea del Norte se la mandó
a prisión. Una exobrera, identificada sólo como señorita Lee (que no tenía nin­
guna relación de parentesco con la señora Lee) declaró al comité: “Los guardias
nos gritaban: ‘Ustedes tienen esperma china, de países extranjeros. Los coreanos
somos un único pueblo, cómo se atreven a traer aquí esa esperma extraña’”.55
Los sentimientos patrióticos en materia de espermatozoides pueden con­
siderarse un ejemplo bastante extremo de nacionalismo, ese fenómeno esencial­
mente del siglo xx que ha desatado tantas guerras y conflictos. Pero por desgracia
esas guerras y conflictos nos han enseñado que no es algo tan poco usual. El
nacionalismo, una de las fuerzas más divisorias de la historia, se superpone con
el racismo, el sectarismo religioso y el tribalismo. En ocasiones ha alcanzado pro­
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
porciones de genocidio, como ocurrió en Ruanda, en la primavera de 1994. A las [ 189 ]
mujeres del grupo odiado suele tratárselas con el especial desprecio nacido de la
misoginia, y se las somete a torturas sexuales y violaciones antes de asesinarlas. En
esta visión dualista del mundo, el grupo odiado representa al “otro”, y las mujeres
de ese grupo son vistas, por lo general, como el aspecto más despreciable de la
“otredad” percibida. Es decir, como su forma femenina.
La historia de los últimos cien años es una deprimente crónica de las
atrocidades realizadas bajo la influencia de esta embriagadoramente simple visión
del mundo dividido entre “nosotros” y “ellos”. Desde la violación de Nanking, que
entonces era la capital de China, por los japoneses, en diciembre de 1937, hasta la
masacre de musulmanes, a manos de nacionalistas hindúes en India occidental, en
marzo de 2002, las mujeres vulnerables han padecido por la misoginia que siempre
va de la mano con los odios raciales o religiosos agitados por el nacionalismo. Las
grotescas mutilaciones que acompañaron esos ataques contra las mujeres eran de
naturaleza sexual, de manera que parecía que los hombres comunes y corrientes
se habían transformado en otros tantos Jack el Destripador. Se volvió aceptable un
comportamiento que normalmente hubiese sido visto como prueba de psicosis.
Desde luego, la guerra autoriza actos como matar, que normalmente la sociedad
desaprueba en forma enérgica. Así que, en cierto sentido, los soldados japoneses
y los nacionalistas hindúes que violaron tumultuariamente a embarazadas chinas
y musulmanas, y luego les desgarraron el vientre para arrancarles los fetos que
llevaban, deben de haber visto que su conducta estaba permitida. Y de hecho lo
estaba por el profundo desprecio hacia las mujeres, enaltecido en algún profundo
nivel de sus respectivas culturas. Durante la guerra, los militares japoneses utiliza­
ron a millares de coreanas como “mujeres para la comodidad”, eufemismo de la
prostitución forzosa. El nombre que les daban los soldados era tan directo como
denigrante: las llamaban “excusados”. En Nanking nadie conoce con exactitud
el número de mujeres violadas, muchas veces como preludio a la mutilación y
el asesinato. Pero según un cálculo fueron 80 mil. En acciones que recuerdan a
asesinos seriales de mujeres, como Jack el Destripador, los japoneses dejaban los
cuerpos de sus víctimas tirados en las calles, con las piernas abiertas y la vagina
perforada por cañas de bambú, palos, botellas y otros objetos.56 Los alemanes
afirman que durante el avance del ejército soviético a través de Prusia oriental,
en 1945, “todas las mujeres alemanas que se quedaron atrás fueron violadas por
soldados del ejército rojo”. Un oficial soviético de la división de tanques presumía
más tarde que “dos millones de hijos nuestros nacieron” en Alemania.57 Si esto
es cierto, la invasión soviética de Alemania representaría la violación masiva más
grande de la historia.
La violación en la guerra es tan vieja como la guerra misma, tanto como
manera de vengarse de la población enemiga como liberación sexual para los
[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]
[ i9o ] soldados frustrados. Pero en las guerras civiles posteriores a la desintegración de
Yugoslavia, a principios del decenio de 1990, adquirió una dimensión siniestra.
Se convirtió en un arma del conflicto étnico mientras la mayoría serbia lanzaba
ataques sobre las minorías croatas y musulmanes. En el curso de 1992, las autori­
dades serbias establecieron campos de violación, donde las mujeres musulmanas
y croatas eran violadas y embarazadas sistemáticamente.
La Iglesia ortodoxa serbia enseñó durante años que la baja tasa de naci­
mientos de los serbios se debía a que sus mujeres eran egoístas. Declararon que eso
era un pecado contra la raza serbia. Los propagandistas advirtieron a los serbios
que musulmanes fundamentalistas estaban secuestrando a “mujeres serbias sanas
entre los 17 y los 40 años de edad... para embarazarlas con simiente islámica orto­
doxa”.58 Los serbios creían (igual que los musulmanes y los croatas católicos) que
el varón era el que determinaba la identidad del niño, mientras que la mujer no
desempeña otro papel que el de incubadora de su semen. Como ya hemos visto,
esta fantasía misógina se remonta hasta Aristóteles. Por consiguiente, los serbios
veían el embarazo forzado como un medio de reproducir los grupos étnicos. Al
mismo tiempo, era una manera de humillar profundamente a sus enemigos, sobre
todo los musulmanes, que tienen un dicho: “Tal como son nuestras mujeres es
nuestra comunidad”.59 Por lo tanto, esas desafortunadas mujeres se veían obligadas
a soportar una doble carga que convertía a su amarga humillación personal en
una devastadora humillación también para su comunidad. Sus familias y marido
solían rechazar a las que sobrevivían a las violaciones. La tristemente familiar
identificación de la virtud de una mujer con el honor de la familia, la nación o
la raza, siempre implica que las mujeres sean castigadas dos veces por actos sobre
los cuales no tienen ningún control. Al trauma de la violación se suma el trauma
del rechazo comunitario. Muchas mujeres enloquecieron y algunas se suicidaron.
No se conoce con exactitud el número de mujeres que padecieron violencia sexual
por parte de los serbios. Las cifras oscilan entre 20 y 80 mil.60
Las guerras de la antigua Yugoslavia sacaron a la luz todo el problema de
la violación como crimen de guerra. Tradicionalmente la violación en periodos de
guerra es el delito menos castigado, y las mujeres se pusieron en campaña para
modificar esa injusticia.61 En 1993, durante la conferencia de derechos humanos
de las Naciones Unidas que se llevó a cabo en Viena, la violación y otras formas
de violencia sexual fueron reconocidas como crímenes de guerra. Posteriores
conferencias realizadas en Pekín y El Cairo, que se ocupaban del problema en el
contexto general de los derechos femeninos, reiteraron esa declaración, aunque
no sin una considerable oposición respecto a ciertos temas por parte de los repre­
sentantes del Vaticano y de los Estados musulmanes. Esto, sin duda, representa un
progreso moral. Pero casi con certeza sus efectos prácticos serán limitados.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
El problema es la naturaleza de la guerra misma, en la cual se suprime [ 191 ]
la más importante de todas las prohibiciones morales, la que nos impide matar
a otros seres humanos. Esto nunca quedó tan absolutamente claro como en las
guerras que se libraron en el siglo xx, que presenciaron el exterminio casi total de
comunidades, y no sólo a manos de los nazis y los comunistas. Entre 1943 y 1945
los bombardeos aliados arrasaron sistemáticamente ciudades alemanas, dando
muerte a cerca de 700 mil hombres, mujeres y niños. Cuando se aceptan como
algo legítimo transgresiones tan monstruosas a la más elemental decencia huma­
na no debería causar sorpresa que se pasen por alto las violaciones. Si queremos
ser realistas, la única manera de abolir la violación durante la guerra consiste en
abolir la guerra misma.
A medida que avanzamos en el nuevo milenio, eso parece sumamente
improbable. De hecho, con el ascenso del nacionalismo y de otras ideologías
dualistas que deshumanizan al grupo odiado sobre bases raciales, étnicas o reli­
giosas, si acaso daría la impresión de que la violación y la degradación sexual de
las mujeres se verán estimuladas.

[ LA MISOGINIA EN LA ERA DE LOS SUPERHOMBRES ]


VIII La política del cuerpo [l93]

E
n la década de 1960 la política del cuerpo hizo su ingreso al cuerpo
de la política.
Durante los últimos millares de años el control del cuerpo
—es decir, del cuerpo de la mujer— ha sido una preocupación cen­
tral de muchas de las doctrinas e instituciones religiosas, sociales y
políticas creadas por el hombre. De no ser así no hubiese habido
necesidad de escribir una historia de la misoginia. No obstante,
en lo más hondo de la psique masculina están los manantiales de
temor y fascinación que provoca la contemplación de la mujer.
Su deshumanización, ya fuese por medio de la elevación o de la
denigración, siempre fue (en términos generales) un asunto polí­
tico. Es decir que la política del cuerpo no se inventó en los años
sesenta. Pero no fue sino hasta mediados del siglo xx cuando las
mujeres mismas tuvieron el poder de determinar cómo se definiría
la política del cuerpo. En ese punto una innovación tecnológica
y la reaparición del feminismo se combinaron para imponer la
cuestión en la esfera pública como nunca antes.
La primera mitad de ese siglo había sido testigo, en Occi­
dente y en las naciones desarrolladas (fuera de la esfera totalita­
ria) de las mujeres que iban ganando derechos políticos, legales y
sociales. En las siguientes décadas la lucha habría de desplazarse
a un escenario mucho más profundo: el derecho de las mujeres a
controlar su propia fertilidad, a medida que la tecnología necesaria
para ello se iba volviendo más refinada, confiable y disponible. Se
trató de una batalla por el último mecanismo de control sobre el
cuerpo de una mujer: su ciclo reproductivo. Para una mujer este
derecho es el más crucial que existe y la clave para alcanzar una
verdadera autonomía. La misoginia le niega esa autonomía; de la
falta de ella depende su subordinación. A medida que la revolución
sexual se iba desplegando en Occidente la misoginia se enfrentó
a su peor pesadilla. La virulencia de su respuesta al desafío no
dejaría nada que desear.
La idea de que las mujeres tengan relaciones sexuales sin
el riesgo de quedar embarazadas es profundamente perturbadora
para la visión del papel de la mujer que ha heredado la civilización
[194] occidental de la tradición judeocristiana que, en su núcleo, es profundamente
misógina. En Gran Bretaña, la Iglesia anglicana la denunció como “la horrible
herejía”.1 A medida que en Estados Unidos las familias iban haciéndose más peque­
ñas durante los primeros años del siglo xx, cuando la mujer promedio daba a
luz aproximadamente a tres hijos en 1900, en comparación con siete en 1800, la
reacción moral fue ganando fuerza. Las mujeres mismas presentaban oposición,
sobre bases morales, a la anticoncepción. Elizabeth Blackwell, la primera mujer de
Estados Unidos que obtuvo título de médico, afirmó que utilizar anticonceptivos
para “consentir la sensualidad de un marido y al mismo tiempo contrarrestar a la
naturaleza es, por un lado, de éxito muy incierto y, por el otro, eminentemente
nocivo para la mujer”.2 Theodore Roosevelt atacó el uso de condones como “deca­
dente”. Adelantándose a los términos que usarían después los nazis en su campaña
por mantener a las mujeres en la cocina, descalzas y embarazadas, declaró que las
mujeres que utilizaban anticonceptivos eran “criminales contra la raza... objeto de
un despectivo aborrecimiento por parte de las personas sanas”.3
El embarazo, con sus dolores y sufrimientos, había sido preordenado por
Dios como parte del castigo, junto con el trabajo y la muerte, del que se había
hecho merecedora Eva por su maligna curiosidad. Si no existía el riesgo de emba­
razo, las mujeres se entregarían el sexo por placer y abandonarían sus responsabi­
lidades maternas, volviéndose tan egoístas como los varones o aún peores, ya que
la idea de que las mujeres eran sexualmente insaciables nunca había desaparecido
y seguía representando una fuente de ansiedad masculina. Para algunos era así
de simple. Eso hacía que la demanda de un control natal eficaz fuese mucho más
amenazante que la exigencia del voto. Si no existía un control natal confiable la
igualdad de las mujeres siempre estaría muy condicionada. Quienes se oponían
a esa exigencia tanto en la Iglesia como en el Estado se alegraban de que así fue­
se; podrían confiar a las mujeres el voto pero no el poder de decidir su destino
reproductivo.
No obstante, la demanda de acceso al control natal no llegaría a convertirse
en una grave amenaza al dominio que la sociedad tenía de las mujeres, mientras
los métodos anticonceptivos siguiese siendo burdos, poco confiables, toscos o sim­
plemente demasiado vergonzosos para usarlos, como lo fueron durante la mayor
parte de la historia humana —hasta la invención de la pastilla anticonceptiva, en
1955. Hasta entonces los hombres tenían a las mujeres más o menos a su merced
al decidir si usarían o no condones, que eran el recurso anticonceptivo más habi­
tual. Desde luego, en teoría una mujer podía negarse a tener relaciones con un
hombre a menos que se lo impusiese, pero en la práctica los hombres amenazaban,
coaccionada, extorsionaban o presionaban de alguna otra manera a las mujeres
para que se arriesgasen en pro del placer masculino. Y siguen haciéndolo. Pero
a principios de los sesenta, cuando se difundió la píldora, eso implicó que por
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
primera vez en la historia humana las mujeres podían decidir por sí mismas si [ 195 ]
querían o no regular su fertilidad, sin necesidad de consultarle al hombre con el
cual mantenían relaciones sexuales.
El antiguo sistema de dominio masculino, con sus teorías de la misoginia,
era algo más que un simple reflejo de las relaciones de propiedad, como afirmaron
en términos burdos Marx y Engels. Se basaba también en la subyugación biológica
de las mujeres a los hombres, que se mantuvo en ausencia o rechazo de medidas
de control natal para regular la fertilidad femenina. Este sistema patriarcal tuvo
un éxito notable (y sigue teniéndolo en muchos lugares del mundo), y les dio a
los hombres la clase de libertad sexual que le estaba negada a las mujeres. Como
escribió el filósofo Bertrand Russell: “los hombres, que dominaban, tenían una
considerable libertad, y las mujeres, que sufrían, estaban tan totalmente subyu­
gadas que su infelicidad parecía no tener importancia”.4 Por primera vez, en la
década de 1960 la pastilla anticonceptiva amenazó esta antigua jerarquía y abrió
un panorama de igualdad sexual.
Tradicionalmente el movimiento de las mujeres se había abstenido de dis­
cutir el tema de la igualdad sexual, por temor a desalentar el apoyo de las clases
respetables. De hecho, quienes propugnaban por el control natal a principios del
siglo xx se preocupaban más por el control poblacional y la reglamentación de los
pobres, cuyo número creciente se veía como un peligro para la estabilidad social,
que por nivelar el terreno de juego sexual entre los sexos.5 Si los que abogaban
por los derechos de la mujer se pronunciaban en favor de la igualdad sexual
entre hombres y mujeres era, por lo general, para destacar la necesidad de que
los varones respetasen la moral de la monogamia que les habían impuesto a las
mujeres. Se ubicaban firmemente dentro de la tradición moral cristiana que, dos
mil años antes, había atraído a las mujeres, al considerar que el marido adúltero
pecaba tanto como la esposa adúltera. La idea de que podía llegarse a la igualdad
al permitir que las mujeres se comportasen tan promiscuamente como los hom­
bres desafiaba hasta tal punto el código tradicional, así como ciertas realidades
biológicas, que el movimiento femenino temía que manchase su propio esfuerzo
con el estigma del radicalismo bohemio. Pero con el advenimiento de la pastilla
comenzó a ser físicamente posible que las mujeres tuviesen relaciones sexuales
tan informales como los hombres, si así lo deseaban, sin miedo a embarazarse. El
derecho a decidir es, como siempre, la clave del progreso de las mujeres, tal como
lo es para los hombres. Quince años después de su introducción, 20 millones de
mujeres estaban ejercitando ese derecho tomando la pastilla, y otros 10 millones
usaban el dispositivo intrauterino o diu.6
La misoginia procura deshumanizar a las mujeres por medio de defini­
ciones restrictivas de cuál se supone que es su “verdadero” papel, y cerciorándose
de que estén limitadas a él. En la civilización occidental no hubo ningún aparato
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[i96] más poderoso para imponer esa definición que las Iglesias cristianas. Pero para
mediados del siglo XX su influencia se había debilitado considerablemente en la
mayor parte del mundo occidental. A partir del siglo xvm, la Iglesia católica, que
tal vez había hecho más que cualquier otra institución de la historia por definir
la manera en que los hombres veían y trataban a las mujeres, pasó a un retiro
intelectual irreversible. Había visto alejarse el peligro de la Reforma pero no el
desafío de la Ilustración y la subsecuente revolución científica. En lugar de elabo­
rar una respuesta filosófica seria a la visión científica del mundo, buscó refugio
en una edulcorada simplicidad. El arma propagandística más eficaz de la Iglesia
en la guerra por mantener a las mujeres en su lugar, la Virgen María, comenzó a
aparecer repentinamente ante los ojos atónitos de niñas y niños campesinos en
Portugal, Francia e Irlanda. Se produjeron más de doscientas apariciones de ese
tipo que se iniciaron en el siglo xix; de ellas la Iglesia sólo autentificó un puña­
do, como la de Lourdes, en el sur de Francia, que sigue atrayendo a millones de
creyentes todos los años. Supuestamente la Virgen estaba angustiada por la falta
de fe del mundo moderno, y su mensaje fue que sólo el rosario podía salvar a la
humanidad. Las apariciones se produjeron después de la declaración del papa
Pío IX, en 1854, del dogma de la inmaculada concepción de María, aclamándola
como el único ser humano concebido jamás sin pecado original, y convirtiendo
esta creencia en una de las bases de la fe católica. La respuesta de la Iglesia a la
revolución científica fue confiar en una credulidad sentimental y proclamar que
sus dogmas estaban más allá y por encima de la razón. A partir de esta posición
desencadenaría sus ataques contra la anticoncepción y el aborto.
La Iglesia podía haber perdido la discusión intelectual con la ciencia,
pero seguía ejerciendo una enorme influencia moral sobre millones de fieles,
sobre todo en el mundo en desarrollo, tal como ocurre hasta el día de hoy, y ha
utilizado esa influencia para tratar de impedir que las mujeres pudiesen tener
acceso a medidas de control natal, incluso en los países más pobres, donde eso
resulta esencial si se desea tener alguna esperanza de librarse del ciclo de pobreza
y carencias. “La práctica antinatural conocida como control natal está causando
estragos en Estados Unidos”, escribió, en 1944, Orville Griese, un jesuíta conside­
rado una autoridad en derecho canónigo y vida conyugal. “Si se mantiene la tasa
actual, el pueblo estadunidense ya no sobrevivirá. Lamentablemente la mayoría
de los norteamericanos se muestran indiferentes a los efectos nocivos de este
abominable vicio. De hecho, el único ataque organizado contra el crimen de la
anticoncepción es el que está llevando a cabo la Iglesia católica.”7 Griese sostenía
que incluso si eso implicaba una muerte cierta para la mujer, sin duda era pecami­
noso que “llevase a cabo el acto matrimonial en forma contraria a la naturaleza”,
es decir, que usarse algún recurso anticonceptivo.8 A principios de los sesenta, en
respuesta al llamamiento de muchos millones de mujeres católicas, sobre todo
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
de Estados Unidos, que querían limitar el tamaño de su familia mediante el uso [ 197]
de anticonceptivos, se instauró una comisión papal para revisar las enseñanzas
católicas en materia de control natal a la luz del conocimiento científico de la
época. Se encontró que no existía ninguna razón evangélica, teológica o filosó­
fica, o base en la ley natural, para la prohibición del control natal por parte de
la Iglesia.9 Millones de parejas católicas soltaron un suspiro de alivio esperando
que la Iglesia adoptaría una actitud más liberal. No obstante, en 1968, el papa
Paulo VI respondiéi con una encíclica, Humanae vitae. Esta reafirmaba la postura
de rechazo de la Iglesia: los anticonceptivos eran malignos y estaban contra la ley
divina. Diez años más tarde el papa Juan Pablo II declaró que Humanae vitae era
una “cuestión de fe católica fundamental”.10
En Occidente muchos, si acaso no la mayoría de los católicos, ignoró la
prohibición. Para ellos, por dolorosa que fuese, la decisión de concebir o no raras
veces era cuestión de vida o muerte. Lamentablemente, para las mujeres que viven
en los lugares más pobres del mundo muchas veces lo es. Allí el derecho a escoger
si se desea concebir o no está vitalmente relacionado con las posibilidades de que
una mujer se libere a sí misma y a su familia de la pobreza. Es en este contexto
donde la misoginia inherente y profundamente arraigada de la Iglesia ha cobrado
su mayor precio sobre la vida de las mujeres. El papa Juan Pablo II dedicó una
parte considerable de su pontificado a hacer propaganda en nombre de una
doctrina que les dice a las mujeres pobres y analfabetas que usar un preservativo
equivale a un asesinato, y que cada vez que usan un anticonceptivo hacen que el
sacrificio de Cristo en la cruz haya sido “en vano”. Dijo: “Ninguna circunstancia
personal o social ha podido ni podrá jamás rectificar el error moral del acto anti­
conceptivo”.11 Lo que subyace en esta actitud es la suposición de que cuando se
trata de tener un bebé no se requiere el consentimiento de la mujer y que, una
vez que ésta ha quedado embarazada, accidentalmente o no, su propia voluntad
resulta irrelevante. Las implicaciones morales de ello son interesantes cuando
se las compara con las que rigen nuestras actitudes en relación con la violación.
Todas las sociedades civilizadas aceptan que se necesita el consentimiento de una
mujer para poder tener relaciones sexuales con ella. No procurar obtener ese
consentimiento y forzarla a la cópula es cometer una violación, lo que constituye
un grave delito. No obstante, de acuerdo con la Iglesia, en la cuestión vital del
embarazo el consentimiento de la mujer no viene al caso. Es posible embarazarla
en contra de sus deseos y sin su consentimiento. La inexorable ley de Dios es
más importante que su voluntad, y el hecho de que esté embarazada determina
su destino. Se le niega su autonomía personal.
Negar la necesidad de su consentimiento para este aspecto, el más impor­
tante de la vida de una mujer, es sin duda el equivalente moral de justificar la
violación. Nos recuerda, una vez más, el profundo desprecio en el que se han
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[ i9s ] sustentado las actitudes católicas hacia las mujeres y que a lo largo de los siglos
ha sido responsable de tanto sufrimiento. Millones de mujeres en los países más
pobres, que son las más vulnerables, siguen padeciendo debido a ello. La Iglesia
se opone a que los gobiernos de los países católicos desarrollen sistemas para la
planeación familiar, que se necesitan desesperadamente en cualquier lugar en el
que el crecimiento de la población rebase el desarrollo económico. En 1980, el
papa visitó Brasil, la nación católica más poblada del mundo. Durante años, Bra­
sil siguió la doctrina católica y se opuso a la planificación familiar. El aborto era
ilegal y sobre cualquiera que lo llevase a cabo recaían sentencias que iban de 6 a
20 años de cárcel. Como consecuencia de ello, millones de mujeres brasileñas se
veían obligadas a buscar aborteras clandestinas, o a recurrir a agujas de tejer, o
ganchos para la ropa a fin de interrumpir sus embarazos no deseados. Se calcula
que alrededor de 50 mil mujeres al año mueren por los esfuerzos frustrados de
poner fin a una preñez.12 Sin embargo, dos años después de la visita del papa,
el gobierno dio marcha atrás a su posición previa y le pidió ayuda al Fondo de
Población de las Naciones Unidas, cuyo objetivo consiste en difundir la ayuda
para la planificación familiar en las naciones más pobres, que son las que más lo
necesitan. Pero el aborto sigue estando prohibido en Brasil, y sigue matando a más
mujeres brasileñas que cualquier otra cosa. Desde luego, las más pobres son las que
más sufren. La rica elite de Brasil tiene acceso al aborto sin temor al arresto o al
estigma social. “Nuestra ley sólo sirve para castigar a los pobres”, comentó Elsimar
Coutinho, director de la Asociación Brasileña de Planificación Familiar.13
La Iglesia católica no es la única institución poderosa y de alcance mundial
que está llevando a cabo una campaña para restringir el acceso de las mujeres más
pobres y vulnerables a la planificación familiar. En la década de 1980, el gobierno
de Estados Unidos, durante la presidencia de Ronald Reagan, adoptó la política
de negar financiamiento a los grupos de planificación familiar que proporciona­
ran servicios de abortos o brindaran información acerca del aborto. Esa política
le fue impuesta al gobierno por los cabilderos de las organizaciones protestantes
fundamentalistas, cuya influencia en la política norteamericana ha aumentado
desde esa época. Son parte de una reacción conservadora y religiosa contra los
logros que las mujeres alcanzaron en los años sesenta y setenta. Para las eleccio­
nes legislativas de 1994 dos de cada cinco votos a favor del Partido Republicano
provenían de la derecha cristiana.14 El presidente George W. Bush, el núcleo de
cuyos defensores son fundamentalistas, resucitó esa política y declaró “la guerra”
contra el aborto antes de su “guerra” contra el terrorismo. En su primer día en el
cargo, en 2001, volvió a poner en vigor la “ley mordaza” contra el financiamiento
a los grupos que proporcionaban servicios de aborto e información al respecto.
Centenares de organizaciones para la salud de la mujer en algunos de los países
más pobres del mundo tuvieron que hacer la difícil elección entre abandonar
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
sus servicios de aborto y asesoría o perder su financiamiento. Uno de los que se [ 199]
negó a firmar la ley mordaza fue Amare Badada, de la Asociación Etíope de Guía
a la Familia. Dijo que debido a su negativa probablemente para 2004 cerraran 44
de las 54 clínicas de planificación familiar de su región. Cada una de ellas daba
atención a alrededor de quinientas mujeres, algunas de las cuales caminaban diez
kilómetros para llegar. Los problemas a los que se enfrentan sus clínicas día con
día incluyen la violación, el matrimonio forzoso y la mutilación genital. “Bajo la
ley mordaza podía atender a una mujer que llega con una hemorragia después
de un aborto ilegal pero no se me permitía advertirle de los peligros antes de que
vaya a hacérselo”, dijo el señor Badada. “No deberían decirnos qué pensar y qué
hacer.” Y concluyó: “Estados Unidos está empujando a las mujeres a las manos de
las aborteras clandestinas”.15
En 1999 el aborto era ilegal en la mayoría de las naciones centro y sud­
americanas, excepto en casos de violación o incesto, o cuando estaba en riesgo la
vida de la madre. Las mismas restricciones se aplican en la mayoría de los Estados
africanos y en gran número de naciones del Cercano Oriente y del sur de Asia. En
1983 en la República de Irlanda, esencialmente católica, se incluyó en la Constitu­
ción del país una cláusula contra el aborto.16 La Organización Mundial de la Salud
calcula que, como resultado de tales restricciones, alrededor de 70 mil mujeres
mueren cada año por abortos mal realizados, y que muchos centenares de miles
más padecen terribles infecciones o pierden la fertilidad.17 Esto significa que tantas
o más mujeres mueren cada año porque se les niega el derecho a decidir, como
las que fueron asesinadas anualmente en el punto crítico de las cacerías de brujas
europeas de los siglos xvi y xvn. Igual que entonces, la misoginia del cristianismo
es directamente responsable de la mayor parte de este sufrimiento innecesario.
Puede parecer algo irónico que la Iglesia católica se encuentre abogando
por la misma posición contra el aborto que sus críticos más severos, los fundamen-
talistas protestantes. De hecho, no es más sorprendente que hallar al movimiento
denominado provida en compañía de Adolf Hitler, José Stalin y el presidente
Mao, todos los cuales, en un momento u otro, prohibieron los abortos. Lo que
todos ellos tienen en común es su creencia, arraigada en la misoginia, de que el
derecho de la mujer a elegir —aspecto fundamental de su autonomía— debe ser
aplastado a fin de lograr lo que han considerado un objetivo religioso, moral o
social “superior”.
La campaña por el derecho de la mujer a elegir se ha contado entre las
luchas más amargas y controvertidas de Estados Unidos en el siglo xx. Provocó
la reacción misógina de los años ochenta y noventa, que en sus expresiones más
fanáticas condujo a atacar las clínicas de planificación familiar y asesinar a médicos
y trabajadores de la salud.
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[ 200 ] La justificación ideológica de esta campaña emanaba de la tradicional
misoginia del cristianismo y de su principio básico de que la subordinación de
la mujer, su inferioridad evidente, es el juicio divino por la culpa que le corres­
ponde debido a la caída del hombre (véanse los capítulos: Intervención divina:
la misoginia y el ascenso del cristianismo y, De reina del cielo a mujer del demo­
nio). Sin embargo, ni siquiera la Iglesia católica se ha mostrado siempre tan
intolerante acerca del aborto como en la actualidad. Hasta 1588 la Iglesia seguía
el dictado de Aristóteles de que el feto no tenía “alma” hasta después de 40 días
tras la concepción, si era varón, y 60 días, si era mujer. De manera que, en ciertas
circunstancias, el aborto podía tener lugar hasta esa fecha. No obstante, en ese
año el papa Sixto V decretó que el aborto, en cualquier etapa de la concepción,
era un asesinato. El dogma de la inmaculada concepción proclamado en 1854
reforzó aún más la postura antiaborto de la Iglesia, porque asumía que María
había sido “dotada de alma”, como el único ser humano libre del pecado original,
desde el momento mismo de su concepción, lo que significaba que a partir de ese
segundo era plenamente humana. Pío IX reiteró esa enseñanza en 1869. Y para
asegurarse de que no habría discusión al respecto, al año siguiente proclamó el
dogma de la infalibilidad papal. Sin duda la curva de creciente intensidad con la
que la Iglesia proclamaba que el aborto era un asesinato iba de la mano con el
ascenso de las demandas femeninas para disponer de control natal y del derecho
a elegir. Se convirtió en el campo de batalla en el que se determinaría el destino
de la familia misma: “desde el punto de vista de la unión de marido y mujer, se
han reunido estadísticas que demuestran que el divorcio prácticamente no existe
entre los padres de familias grandes, y que se multiplica a medida que se reduce
el número de niños... nada desarrolla tanto la solidaridad del marido y de la mujer
como la multitud de sus hijos”.18 Los teólogos eruditos sostendrían que si no tenía
una gran familia de la cual ocuparse, una esposa se volvía egoísta, se entregaba al
chismorreo, a la lectura de libros peligrosos y a andar en malas compañías.19
Tras la muerte de Stalin, en 1955, volvió a legalizarse el aborto en la Unión
Soviética (donde había sido proscrito en 1936) y, más o menos en esa misma época,
en todas las naciones que dependían de ella. Fue legalizado en Gran Bretaña en
1967, en Estados Unidos seis años más tarde, en Francia en 1974 y en Italia en
mayo de 1978. No obstante, ha sido en Estados Unidos donde la legislación en
favor de la elección se ha encontrado con una resistencia feroz, violenta y fanática,
que involucra tanto a los fundamentalistas protestantes como a los católicos con­
servadores. En la década de 1980, cuando llegó a su punto crítico el número de
abortos realizados en ese país,20 surgió una organización denominada Operación
Rescate, que montaba protestas frente a las clínicas de planificación familiar en
las que se proporcionaban servicios de aborto. Sus miembros eran en su mayoría
hombres maduros o ancianos. Algunos de los manifestantes recitaban el rosario
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
mientras las mujeres ingresaban a las clínicas; otros agitaban modelos o fotos de [ 201 ]
fetos mutilados. Canturreaban “el aborto es un asesinato”, “no mates a tu bebé”,
o les gritaban “asesinos de bebés” a los médicos y al resto del personal. Hacían
frecuentes comparaciones entre el aborto y el Holocausto. Los millones de fetos
abortados se comparaban con los asesinatos masivos de judíos durante el régimen
nazi. Para muchas mujeres que ya padecían de estrés por la difícil decisión que
habían tenido que tomar para poner fin a su embarazo, verse expuestas a este
diluvio de intimidaciones e insultos podía resultar dolorosísimo y traumático.
Las autoridades religiosas, del papa para abajo, se habían pasado años
denunciando al aborto como asesinato. Prácticamente cada vez que un cura cató­
lico hablaba del aborto desde el púlpito pronunciaba las palabras “asesinos” y
“asesinato”. Los predicadores protestantes no se quedaban muy atrás en la carre­
ra por ver quién podía salir con la comparación más sensacionalista, obscena y
cruel entre el aborto y algún horror real o imaginario. Las autoridades religiosas
tanto protestantes como católicas acostumbraban emponzoñar su retórica contra
el derecho de una mujer a elegir con alusiones al Holocausto. La retórica histé­
rica de los manifestantes no hacía otra cosa que seguir el ejemplo impuesto por
sus mentores, a medida que sus ataques verbales contra las mujeres adquirían la
intensidad de discursos de odio. La lógica de ello es inescapable. Si las mujeres
que ejercitan su derecho a ponerle fin a un embarazo y el personal médico que
les ayuda son el equivalente moral de asesinos y administradores de campos de
concentración, se deduce que deben ser castigados como tales —o al menos eso
ocurría en la mente de quienes se tomaban literalmente el discurso del odio.
Entre ellos se contaba Michael Griflfin, quien en 1993 mató de un balazo al
doctor David Gunn en una clínica de abortos de Pensacola, Florida. Este inspiró a
Paul Hill, de 40 años, padre de tres hijos y exministro presbiteriano, manifestante
frecuente fuera de las clínicas de abortos, donde gritaba por la ventana: “¡Mamá,
no me mates!”: Hill apareció en televisión y en programas tales como Nightline y
Donahue; comparó matar a un médico que practicaba abortos con matar a Hit-
ler.21 El 29 de julio de 1994, cuando el doctor John Bayard, de 69 años, su chofer
James H. Barret, teniente retirado de la fuerza aérea, de 74 años, y la esposa de
este último entraron al estacionamiento de otra clínica de abortos de Pensacola,
Hill abrió fuego contra ellos con una escopeta. Mató primero a Barret, antes de
dispararle en la cabeza al doctor Bayard. Más tarde explicó que apuntó delibera­
damente a la cabeza de éste, sabiendo que era probable que el doctor usase un
chaleco antibalas. También hirió a la señora Barret, que se agazapaba aterrorizada
en el vehículo.
Hill se entregó, fue juzgado, convicto y sentenciado a muerte. La víspera de
su ejecución, el 3 de septiembre de 2003, se reunió una multitud de manifestantes
en las afueras de la prisión de Starke, Florida. Algunos se oponían a la pena de
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[ 202 ] muerte, algunos habían ido a apoyar a Hill, y otros a defender el derecho a elegir.
Los carteles que llevaban algunos miembros del grupo pro Hill eran una incitación
al asesinato, si no es que al odio. “Los médicos muertos no pueden matar”, decía
uno. “Matar a quienes matan bebés es un homicidio justificado”, proclamaba
otro. Uno de los manifestantes le dijo al New York Times que Hill había “elevado
el estandarte” del movimiento antiaborto. “Espero tener algún día el valor de
ser tan hombre como él.” En una conferencia de prensa, antes de ser ejecutado,
Hill habló de su convicción de que el Estado estaba haciendo “de mí un mártir”.
Sus últimas palabras fueron: “Si crees que el aborto es una fuerza maligna debes
oponerte a esa fuerza y hacer todo lo necesario para ponerle un alto”.22
Entre 1993 y 1998 quienes como Hill seguían la lógica de la violenta
retórica de la campaña contra el derecho a decidir acabaron con la vida de siete
médicos que practicaban abortos y empleados de clínicas de planificación familiar.
En 2001, terroristas “provida” de Australia emularon sus ataques y mataron a un
guardia de seguridad que estaba fuera de la Clínica de Control de la Fertilidad de la
zona este de Melbourne. Desde luego, las Iglesias protestantes y católicas, así como
las principales organizaciones antiaborto, se apresuraron, comprensiblemente, a
poner distancia entre ellas y los asesinatos. La paradoja de una organización que
afirmaba ser provida pero que se identificaba con los asesinatos era demasiado
notoria como para que le ignorase cualquiera que no fuese un absoluto fanático.
Sin embargo, el movimiento “provida” no puede librarse de las consecuencias
morales de los discursos de odio que suele utilizar contra el personal de las clí­
nicas y las mujeres que recurren a ellas. Tampoco pueden hacerlo los dirigentes
protestantes fundamentalistas y católicos conservadores cuya retórica que describía
el aborto en términos del Holocausto, sin duda influyó para enviar a los homicidas
a asesinar en nombre de la vida. Hill comparó matar a un médico con matar a
Hitler. James C. Kopp, un converso al catolicismo de 48 años, fue convicto, en
mayo de 2003, por el asesinato, en octubre de 1998, del doctor Barnett A. Slepian
en su casa cerca de Buffalo, Nueva York. En su declaración ante el tribunal, Kopp
comparó a Margaret Sanger, la fundadora de Planned Parenthood (Paternidad
Planificada) con Hitler, y dijo que el aborto era “la continuación del Holocausto
[el cual] no terminó en 1945”.23 Y continuó: “Espero que mis hermanos y herma­
nas más jóvenes del movimiento sepan que todavía podemos hacer huecos en las
cercas de los campos de la muerte y permitir que unos cuantos bebés se arrastren
hacia la seguridad”.24
La imagen de bebés (en realidad debería ser de fetos) que se arrastran
para atravesar cercas de alambre de púas es tan extraña como ridicula pero, dado
el contexto, no es una fantasía sorprendente. El terrorismo “provida” atrajo a una
desagradable colección de intolerantes e inadaptados, que arroja luz sobre los
vínculos entre la misoginia y otras formas de odio. En junio de 2003, Eric Robert
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Rudolph fue acusado de cuatro ataques con bombas entre 1996 y 1998. Entre ellos [203]
se incluye la voladura de un ducto en un parque que albergaba las Olimpiadas de
Verano en Atlanta, Georgia, que dejó una mujer muerta y un centenar de heridos,
y una bomba fuera de una clínica de abortos en Birgmingham, Alabama, que cobró
la vida de un oficial de policía, que en su día de descanso actuaba como guardia. Se
lo vincula también con el bombardeo de un bar homosexual en Atlanta. Rudolph
era miembro de una organización “supremacista” blanca y un antisemita que se
quejaba de que los judíos se habían apoderado del mundo. Rudolph sigue siendo
una especie de héroe popular en la comunidad de Murphy, Carolina del Norte,
donde creció y donde mucha gente expresa apoyo a sus puntos de vista. A un
residente del pueblo se lo citó en distintas publicaciones afirmando: “Rudolph es
un cristiano y yo soy cristiano y él dedicó su vida a luchar contra el aborto. Esos
son nuestros valores”.25 John A. Burt es un conocido activista contra la libertad
de elegir que ha sido acusado en varias ocasiones de organizar protestas violentas
en clínicas de control natal del estado de Florida. La familia del doctor Gunn,
asesinado en 1993, ganó un juicio civil contra Burt afirmando que instó al hombre
convicto del asesinato, Michael Griffin, a llevarlo a cabo. Burt también es miembro
del Ku Klux Klan. En 2003 fue acusado de abuso sexual contra una adolescente.
Treinta años después de que la decisión de la Suprema Corte respecto al
caso Roe versus Wade les otorgó a las mujeres estadunidenses el derecho a elegir,
el llamado movimiento “provida” sigue activo, tratando de hacer retroceder esa
victoria y obligar a las mujeres a volver a los días del gancho para ropa y la aguja
de tejer. El hecho de que algunos miembros del movimiento hayan recurrido
en ocasiones al terrorismo es un recordatorio de que la misoginia, igual que
cualquier odio o prejuicio, puede dar por resultado la extrema violencia. Resulta
tentador descartar a quienes asesinan en nombre del movimiento “provida” como
extremistas dementes. Pero comparar a una mujer desesperada que requiere un
aborto con un nazi genocida, como lo han hecho los líderes eclesiásticos, tampo­
co confiere una garantía de cordura. Sin embargo, estas odiosas comparaciones
siguen siendo esenciales para la retórica deshumanizante de los voceros religiosos
y conservadores de derecha, decididos a mantener a las mujeres en su posición
subordinada.
Las políticas del cuerpo han tenido consecuencias aún más letales en las
áreas de África, Asia y el Cercano Oriente en las que se ha dejado sentir, desde
el siglo xix, la influencia de Occidente. Pero, paradójicamente, fue con frecuen­
cia debido al intento occidental de imponer valores más progresistas y liberales
que cuestionaban las prácticas locales. Tras la segunda guerra mundial comenzó
a ascender la oposición al colonialismo. Muchas veces esta oposición adoptó la
forma de defender costumbres y tradiciones que los colonialistas atacaban. Lamen­
tablemente, en numerosas ocasiones se trataba de costumbres decisivas para las
[ LA POLITICA DEL CUERPO ]
[ 2o+ ] mujeres, o que expresaban las creencias misóginas del lugar. Los esfuerzos bri­
tánicos por prohibir el sati, la cremación de las viudas, en India, habían creado
una intensa hostilidad hacia su gobierno (véase el capítulo: Secretos Victorianos).
En la década de 1950, en Kenia, el intento del gobierno británico de proscribir la
práctica tribal de la clitoridectomía hizo que aumentase el apoyo al movimiento
anticolonialista conocido como los man mau. La independencia se alcanzó en
1962 y aún persiste la práctica de la mutilación genital femenina.
Lo mismo ocurre en Egipto, donde fue condenada en una conferencia
de Naciones Unidas sobre control de la población, que se llevó a cabo en El Cai­
ro, en septiembre de 1994, como una violación del derecho humano básico a la
integridad del cuerpo. Después que en 1966 dos niñitas murieron desangradas
tras clitoridectomías mal practicadas, el gobierno del presidente Mubarak declaró
ilegal esa práctica. Pero el apoyo popular a la mutilación de las niñas sigue siendo
fuerte. “¿Tengo que quedarme parado mientras mi hija persigue a los hombres?”,
dijo Said Ibrahim, un agricultor. “¿Y qué tiene que algún médico infiel diga que
no es saludable? ¿Eso lo vuelve cierto? Hubiese circuncidado a mi hija incluso si lo
hubieran castigado con la pena de muerte. Ya sabe cómo es el honor en Egipto. Si
una mujer es más pasiva eso le conviene a ella, le conviene a su padre y le conviene
a su esposo.”26 Un adolescente de 17 años estuvo de acuerdo: “Prohibirlo haría
que las mujeres enloqueciesen como las de Estados Unidos”, según lo citan.27 Se
calcula que entre 80 y 97 por ciento de las niñas egipcias han padecido alguna
forma de mutilación genital. Alrededor de cien millones de mujeres de todo el
mundo han sido sometidas al procedimiento, y dos millones más lo sufren cada
año, incluidas 40 mil de comunidades de inmigrantes en Estados Unidos, según
la feminista egipcia Nawal Assaad.28 Sin embargo, la oposición más memorable a
la influencia occidental se manifestó en el Cercano Oriente, contra los esfuerzos
gubernamentales por proscribir la práctica islámica de obligar a las mujeres a
usar velo.
Raras veces se percibe a la misoginia como catalizador histórico; sin embar­
go, ha desempeñado un papel profundo para contribuir a determinar el curso
que habrían de seguir los asuntos humanos. No resultaría exagerado afirmar que
la larga y sangrienta secuencia de acontecimientos que llevó a los ataques del 11
de septiembre en Estados Unidos se inició cuarenta años antes en Afganistán,
cuando un alumno enfurecido le arrojó ácido a la cara a una joven estudiante
porque no tenía puesto el velo. El se llamaba Gulbuddin Hekmatyar, y habría de
contribuir a fomentar una rebelión contra el gobierno reformista de Afganistán,
que atraería primero a los soviéticos y posteriormente, a los estadunidenses a una
guerra brutal contra los fundamentalistas musulmanes, en la cual Estados Unidos
sigue comprometido hasta el día de hoy.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
A partir del siglo xix, cuando la influencia occidental en el mundo árabe [ 205 ]
empezó a desafiar las costumbres musulmanes, la práctica del velo femenino ha
estado en el centro de un ardiente debate que involucra a occidentales contra
reformistas, nacionalistas y fundamentalistas musulmanes. Con frecuencia ha pro­
vocado revoluciones, violencia y derramamientos de sangre. En su impulso por
controlar y dominar a las naciones árabes, Occidente señalaba el velo como prueba
del retraso y la inferioridad inherente de las culturas islámicas. En respuesta, quie­
nes luchaban contra los poderes coloniales muchas veces usaban esa costumbre
como algo fundamental para la preservación de una identidad musulmana que
se enfrentaba al abrumador poderío político, económico y cultural de Occidente.
Mientras tanto, a las mujeres, cuyo bienestar y estatus estaban, presuntamente, en
el centro de esta batalla, se les ordenaba cubrirse o descubrirse de acuerdo con
los dictados de la tendencia que hubiese logrado la hegemonía. Por lo general,
no se ha permitido que la preocupación occidental acerca de la forma en que se
las trata interfiriese con el objetivo más importante de lograr el dominio.
Y detrás de este y otros argumentos siempre se yergue la cuestión de la
misoginia inherente del islam. Realmente sería un milagro que una religión tan
estrechamente vinculada con el cristianismo y el judaismo como la musulmana
no manifestarse poderosas tendencias misóginas. Después de todo, el islam acepta
la tradición bíblica como revelada por Dios, y eso incluye sus historias misóginas
acerca de las mujeres. El mito de la caída del hombre es tan importante en el
islam como en el judaismo y el cristianismo, como clave para explicar el estatus
inferior de la mujer.
Si bien el islamismo temprano les concedía a las mujeres algunos dere­
chos que les eran negados por el cristianismo, como el de heredar propiedades,
Mahoma (570-632) adoptó otras prácticas, entre las que se incluyen la poligamia,
la reclusión y el velo, que afectaron de manera adversa la forma en que las mujeres
eran vistas y tratadas. Los años posteriores a la muerte de Mahoma, mientras los
ejércitos árabes barrían, conquistadores, el Medio Oriente y el norte de Africa,
se retiraba a las mujeres de la vida pública, se instituía la segregación durante las
plegarias y se introducía la lapidación como castigo para el adulterio. Al mismo
tiempo, la civilización musulmana estaba alcanzando la cúspide del esplendor
intelectual, científico y artístico. Preservó el conocimiento del mundo antiguo y
volvió a transmitírselo a los bárbaros que habían triunfado en Occidente después
de la caída de Roma. Sir Richard Burton, el explorador del siglo xix que tradujo
la obra maestra del erotismo árabe, El jardín perfumado, describió a Bagdad, que
se encontraba en el corazón de esta cultura, como “el centro de la civilización
humana, que estaba restringido entonces a Grecia y Arabia, y la metrópolis de un
imperio cuya extensión rebasaba los más amplios límites de Roma... esencialmente
una ciudad de placer, un París del siglo ix”.29 Tal como ocurre en el Kamasutra de
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[ zoó ] la India (véase el capítulo: Secretos Victorianos), en El jardín perfumado la mujer
es celebrada por la belleza de su sexualidad, y el libro, como pasa con las obras
más antiguas sobre erotismo de China y de la India, es una guía para alcanzar la
satisfacción sexual tanto para hombres como para mujeres. “Alabado sea Dios”,
empieza “que ha colocado el mayor placer del hombre en las partes naturales de
la mujer y que ha destinado las partes naturales del hombre para proporcionarle
el mayor gozo a la mujer.”30 Este reconocimiento franco y explícito de la sexuali­
dad femenina acerca más al islam, desde el punto de vista erótico, a la tradición
oriental que al cristianismo, con su permanente represión del cuerpo.
Pero no sería la primera vez que ese reconocimiento, así como el respeto
por el saber y las artes, coexistía junto con el desprecio intelectual, espiritual y
social hacia las mujeres. A partir del siglo vui, la palabra que significa “mujer” se
volvió sinónimo de la palabra “esclava”. No obstante, el islam, en su expansión,
absorbió muchas costumbres y tradiciones locales, de manera que los especialistas
aducen que resulta difícil aislar prácticas misóginas, o discriminatorias, específicas
de las culturas islámicas. Por ejemplo, la poligamia, el velo y la reclusión eran
características establecidas desde antiguo en los estratos más altos de la sociedad
bizantina.31
El teólogo islámico medieval Gazali (1058-1111) expresó la misma y cono­
cida misoginia que sus contrapartes cristianos y judíos cuando afirmó: “Es un
hecho que todas las tribulaciones, infortunios y pesares que recaen sobre los
hombres provienen de las mujeres”. Enumera los 18 castigos que deben sufrir
las mujeres como resultado de la desobediencia de Eva. Entre ellos se cuentan la
menstruación, el parto y el embarazo. Pero se esmera en ir más allá de lo biológi­
co para incluir en la lista costumbres sociales, profundamente peijudiciales para
las mujeres, como “no tener control sobre su propia persona... la posibilidad de
que se divorcien de ella y su incapacidad de divorciarse... que sea legal que un
hombre tenga cuatro esposas pero que una mujer tenga [sólo] un marido... el
hecho de que deba estar recluida en la casa... el hecho de que deba mantener
la cabeza cubierta dentro de la casa... que [se requiera] el testimonio de dos
mujeres contra el de un hombre... el hecho de que no tenga que salir de la casa
a menos que vaya acompañada por un pariente cercano”.32 Al convertir una cos­
tumbre social en expresión de la voluntad de Dios, Gazali le da el poder de la
sanción religiosa. Algunas de estas costumbres, aunque no todas, se han podido
rastrear hasta Mahoma. Pero Gazali representa una consolidación conservadora
del pensamiento islámico acerca de las mujeres. Un destacado historiador ára­
be sólo puede mencionar a un erudito musulmán de importancia, Ibn al-Arabi
(1165-1240) que mostró simpatía por las mujeres, y dice que “probablemente sea
el único”.33 Con la declinación del poder árabe y la creciente penetración en el
Cercano Oriente de Europa primero y después de Estados Unidos, tales prácticas
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
—o “castigos”, como los denomina Gazali— representaban el bajo estatus y el trato [ 207 ]
de las mujeres del Medio Oriente. Además, se convirtieron en parte de la guerra
de propaganda que se libraba y sigue librándose entre Occidente y sus oponentes
islámicos.
Las contradicciones, las inconsistencias y, en ocasiones, una duplicidad sin
ambages, han formado parte siempre de la relación de Occidente con las naciones
musulmanas. Los británicos, que ocuparon Egipto en 1882, condenaron el uso del
velo como parte del retraso del cual estaban tratando de rescatar a los egipcios,
pero, al mismo tiempo, suprimieron el financiamiento para la educación de las
niñas.34 Los esfuerzos de reforma económica en Irak, en 1951, fueron víctimas de
las rivalidades de la guerra fría, cuando la CIA y Gran Bretaña instrumentaron un
golpe que le devolvió el poder dictatorial al sha. Egipto obtuvo la independencia
de Gran Bretaña en 1953, después de un levantamiento político en el cual las
mujeres desempeñaron un papel prominente. Eso llevó al ascenso al poder del
presidente Gamel Abdel Nasser (1918-1970), quien, en 1952, les concedió a las
mujeres una forma limitada de sufragio. El mismo año, los británicos, los franceses
y los israelíes invadieron Egipto, después de que Nasser nacionalizara el canal de
Suez. Aunque se iba volviendo cada vez más dictatorial, el presidente siguió siendo
una figura apreciada por el pueblo porque se lo veía como alguien que se oponía
a la agresión occidental. Con el sha de Irán ocurría lo contrario. A partir de 1951,
los fundamentalistas islámicos veían su programa de modernización, que incluía la
prohibición del velo, como una entrega a los poderes occidentales. Esto provocó
una enorme manifestación de mujeres en Teherán, en 1979, exigiendo el derecho
a usar el velo. Ese mismo año la revolución islámica de Irán hizo ascender al poder
al ayatola Jomeini. Este impuso serias restricciones a las mujeres, sacándolas de
la vida pública como parte de su propósito de dar marcha atrás a los progresos
alcanzados durante el reinado del sha. Las nuevas leyes incluían un castigo de
74 azotes a quien desafiase el nuevo código de vestir que exigía que estuviesen
veladas en todo momento cuando se mostraban en público. Las mujeres iraníes
quedaron reducidas “al estatus de objetos sexuales privatizados que debían estar
permanentemente a disposición de sus maridos”.35 A las mujeres acusadas de violar
las restricciones se las dejaba expuestas a la violencia masculina y, si se consideraba
que iban inadecuadamente cubiertas, eran atacadas en la calle por pandillas de
fundamentalistas. Se modificó el sistema legal, que se convirtió en una misoginia
codificada. Fueron depuestas las mujeres jueces y no se aceptaba evidencia de
testigos femeninos, a menos que fuese corroborada por varones. Se prohibió que
las mujeres concurriesen a la escuela de derecho. La edad en que podía casarse
una joven se redujo de los 18 a los 13 años. Como el ayatola era enemigo de
Estados Unidos, su conducta hacia las mujeres se enarboló como ejemplo de la
barbarie del islam y como prueba de la necesidad de una fuerte acción occidental
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[ ios ] en el Cercano Oriente, mientras convenientemente se olvidaba que la complicidad
occidental para apoyar la dictadura del sha contra sus oponentes democráticos
era responsable, al menos en parte, de la reacción islámica.
Más hacia el este, en Pakistán, se estaba dando una reacción similar con­
tra la occidentalización. En 1980, durante la dictadura del general Zia ul-Uq, se
impuso el uso obligatorio del velo. Las mujeres fueron declaradas “razón y causa
de la corrupción”, y se condenó especialmente a las que trabajaban, por ser res­
ponsables de un derrumbe de la moralidad y de la desintegración de la familia. El
nuevo régimen quería que se retirasen y se jubilasen.36 Estas declaraciones suenan
familiares, pues se hacen eco de la propaganda del partido nazi en Alemania,
en la década de 1930, con su impulso para obligar a las mujeres a regresar a la
esfera “correcta” de encarcelamiento doméstico. Un asesor islámico del gobierno
propugnó que las mujeres “nunca debían abandonar los confines de su hogar
excepto en caso de emergencia”. El Estado estuvo a punto de abolir la violación
como crimen cuando su experto en derecho islámico sostuvo que mientras las
mujeres se dejen ver en la esfera pública ningún hombre tiene que ser castigado
por violación. En otras palabras, es comprensible que un hombre que ve a una
mujer en público sea avasallado por la lujuria y la viole, ya que ella no tiene por
qué ser vista fuera de su casa. Si se producía una violación, una mujer necesitaba
cuatro testigos varones antes de poder iniciar una demanda. El testimonio de las
mujeres y el de quienes no sean musulmanes no es admisible. El sesgo misógino
del tribunal es descarado, ya que se debe suponer que cualquier mujer que pre­
sente un cargo por violación tiene que haber estado, cuando fue atacada, fuera
del control de su guardián masculino, lo que inmediatamente arroja una luz de
sospecha sobre su comportamiento.
Aunque el estricto gobierno del general Zia quedó en el pasado, su legado
misógino aún subsiste. En mayo de 2000, una mujer de 26 años fue condenada a
muerte por lapidamiento después de acusar de violación a su cuñado. Zafran Bibi,
quien dio a luz a una niña mientras su marido estaba en la cárcel, le informó al
tribunal que había sido asaltada sexualmente repetidas veces por el hermano de
su marido, Jamal Jan, ya fuese en la loma que había detrás de su casa en la remota
zona montañosa de Pakistán, cerca de la frontera con Afganistán, o en su granja,
cuando estaba sola. El juez, aplicando la ley islámica, declaró:

La dama declaró ante este tribunal que sí, había tenido relaciones sexuales,
pero con el hermano de su marido. Esto no le dejó al tribunal otra opción
que imponer la pena máxima.37

El señor Jan quedó en libertad sin ser acusado formalmente. Los activistas
de derechos humanos afirmaron que incluso si se anulaba la pena de muerte,
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
la señora Bibi se enfrentaba a un periodo de 10 a 15 años de prisión por haber [ 2C9 ]
practicado sexo ilegal.
Los tribunales de Pakistán hacen pocas distinciones entre el sexo por
consenso y la violación. Hasta el 80 por ciento de las mujeres que están en las
cárceles pakistaníes han sido condenadas de acuerdo con las leyes islámicas contra
el adulterio.38 Se informa que niñas de apenas 12 o 13 años se enfrentan a esas
sentencias y a azotes públicos si son por tener relaciones sexuales ilegales.39 Casi la
mitad de las mujeres que denuncian una violación terminan siendo sentenciadas
por adulterio. La ley desalienta en forma activa a las mujeres de presentar cargos
de violación, pero si acaso no lo hacen, y quedan embarazadas, pueden ser decla­
radas culpables de adulterio. Pocas semanas después de que el caso de Zafran Bibi
llamase la atención de los medios de información salió a la luz del otro lado de
Pakistán, en el distrito de Punjab, el de Mujtaran Bibi (no hay parentesco entre
ellas). Había sido víctima de una violación masiva por órdenes del consejo local
de su aldea, debido a que su hermano menor había sido acusado de entablar
relaciones con una mujer de casta superior. Sin embargo, después de una recla­
mación pública, la policía presentó cargos contra seis hombres en relación con la
violación.40 El Estado le otorgó a Mujtaran Bibi poco más de ocho mil dólares a
título de compensación.41 Normalmente la inmensa mayoría de los casos de esta
clase no son denunciados.
Por brutal y represivos que Irán y Pakistán fuesen para las mujeres, los
hechos que tuvieron lugar allí no serían más que un simple preludio de lo que
habría de ocurrir en Afganistán, donde quizá por primera vez en la historia se
formalizó un Estado cuyo propósito primordial era poner en obra política, social
y legahncnte, una visión misógina de una crueldad aterradora.
Afganistán ocupó un lugar en la imaginación de Occidente porque los
hombres que tripularon los aviones secuestrados contra las Torres Gemelas, el
Pentágono y un campo de Pensilvania fueron producto, en gran medida, de los
campos de entrenamiento que musulmanes fundamentalistas habían establecido
allí a lo largo de las últimas décadas. Mohamed Atta, quien se cree que estrelló
el vuelo 11 en la torre norte del Word Trade Center de Nueva York, justo antes
de las 9 de la mañana del 11 de septiembre de 2001, estipuló en su testamento
que no se permitiese que mujer alguna tocase su cuerpo o concurriese siquiera
a sus últimos ritos. En realidad este crimen inhumano, en una horrorosa ironía,
hizo que los átomos de su cuerpo se mezclaran con los de muchos centenares de
mujeres en el incendio y el derrumbe provocados por el ataque. No era simple
coincidencia que Atta fuese misógino. La misoginia es parte esencial de la cosmo-
visión de los terroristas musulmanes entrenados en las montañas de Afganistán,
con quienes está en guerra Estados Unidos, así como ingrediente ineludible de
la historia reciente de esa infortunada tierra.
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[ 213 ] El hilo que atraviesa la historia reciente de Afganistán y que lo vincula con
los ataques del 9 de septiembre es la feroz resistencia a todo esfuerzo por hacer que
las mujeres sean tratadas como seres humanos. Desde 1959, cuando un gobierno
reformista decretó que las mujeres ya no estaban obligadas a cubrirse con el velo,
los fundamentalistas islámicos han estado en el centro de esa resistencia. En ocasio­
nes colaboraron con diversos grupos nacionalistas así como con una diversidad de
alianzas tribales —las tribus se han reunido periódicamente para combatir contra
un enemigo común— antes de empezar, invariablemente, a luchar entre sí. Las
mujeres afganas obtuvieron el voto en 1964. En ese momento, Afganistán era más
progresista que la mayoría de las naciones musulmanas; en algunas ciudades, como
Kabul, se permitía que algunas niñas fuesen a la escuela. No obstante, la enorme
mayoría de las mujeres seguían siendo analfabetas. Y las que se atrevían a tratar de
obtener educación se enfrentaban a fanáticos fundamentalistas como Gulbuddin
Hekmatyar, cuya primera acción memorable como muyaidín, o guerrero sagrado,
fue encabezar un grupo que les arrojaba ácido a la cara, a las jóvenes que iban en
la escuela sin velo. Más tarde, sus hombres crucificaron a una joven estudiante,
cuyo cuerpo desnudo y partido a la mitad se encontró clavado a la puerta de un
salón de clases de la Universidad de Kabul.42
Estados Unidos no empezó a prestarle atención a Afganistán hasta que
socialistas prosoviéticos montaron un golpe de Estado contra el gobierno, en 1978.
Los esfuerzos reformistas del nuevo régimen, frecuentemente dirigidos a mejorar
la posición de las mujeres, se encontraron con una feroz resistencia, y el apoyo al
fundamentalismo islámico aumentó. Esto instó a la Unión Soviética a intervenir
a finales de 1979. A partir de ese momento, Estados Unidos dio su firme apoyo
a Hekmatyar, quien por ese entonces era un títere del régimen fundamentalista
pakistaní del general Zia ul-Huq. Durante el gobierno del presidente Reagan, se
destinaron miles de millones de dólares, a través del servicio secreto de Pakistán,
a Hekmatyar y sus seguidores.43 Nunca se financió hasta ese punto a muyaidines
más moderados. Los soviéticos fueron obligados a retirarse en 1989, tras una
guerra sangrienta, aunque se ha cuestionado la contribución de Hekmatyar a su
derrota.
Evidentemente los responsables de la política de Estados Unidos supusie­
ron que los comunistas eran más peligrosos que los misóginos. La historia habría
de demostrar que estaban equivocados. Del caos que se produjo después de la
retirada soviética surgió el movimiento conocido como talibán. Estaba integrado
esencialmente por estudiantes de religión formados en las madrasas o escuelas
coránicas de Pakistán. Sus raíces se hallaban en el deobandismo, una tendencia
ultraconservadora del islam que se remonta al siglo xix y que provino del norte
de la India. Enseñaba una lectura estricta y literal del Corán.44
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
La misoginia era para los talibán lo que el antisemitismo para los nazis: [ -n ]
el núcleo mismo de su ideología. A medida que expandían su dominio desde
Kandahar, en el sur, hasta Kabul, en el norte, se expulsaba sistemáticamente a
las mujeres de la esfera pública. En una larga serie de decretos, que son el equi­
valente misógino de las leyes nazis de Nuremberg contra los judíos alemanes, a
las mujeres se les prohibía trabajar, ir a la escuela, asistir a médicos varones, usar
maquillaje o cualquier forma de ornamentación, aparecer en público, a menos que
fuesen acompañadas por un pariente varón y estuviesen completamente cubiertas
de pies a cabeza por una burka, el velo oscuro de tela opaca unido a una gorra
ajustada que les oculta por entero el cuerpo. Sólo una mirilla a la altura de los
ojos permite que en esa tumba ambulante entre algo de luz. Quedaron prohibidas
la televisión, la música, la danza y toda forma de entretenimiento. La radio can­
turreaba plegarias coránicas y una serie, al parecer interminable, de restricciones
y edictos, por ejemplo:

El transporte público ofrecerá autobuses reservados para varones y otros


reservados para mujeres... Queda prohibido a mujeres y niñas usar ropa
de colores brillantes debajo del chadri [velos oscuros]... No está permitido
que una mujer vaya a un sastre para hombres. Está prohibido que una
muchacha converse con un joven. La infracción a esta ley provocará el
matrimonio inmediato de los culpables. Las mujeres no üenen permitido
hablar en público porque sus voces excitan a los hombres. Las mujeres
comprometidas para casarse no pueden ir a salones de belleza ni siquiera
en preparación para su boda... Los comerciantes tienen prohibido vender
ropa interior femenina.45

También se enfocaron en los hombres. Se los obligó a dejarse crecer la


barba y a usar una gorra blanca o un turbante. A nadie se le permitía mostrar fotos
o hacerse tomar una foto, ni siquiera en ocasiones festivas como los casamientos.
Silbar estaba contra la ley. Los talibán encontraron incluso una justificación corá­
nica para prohibir las teteras que chiflan cuando hierve el agua. Era el literalismo
llevado a la locura.
Pero por absurdos o dementes que fuesen sus decretos, los talibán los
imponían con estremecedora crueldad. Su policía moral, bajo la égida del Minis­
terio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio, patrullaban las
calles. Atacaron a dos mujeres en una calle de Kabul y las golpearon con látigos
hasta dejarlas inconscientes. Su crimen: usar zapatos blancos debajo de la burka,
gesto que se interpretó como un insulto a la bandera de los talibán, que es blan­
ca. A otra mujer de Kabul la detuvieron en la calle y la denunciaron. Su delito:
usar barniz de uñas. Le cortaron los dedos en ese mismo lugar. A las mujeres las
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[in] azotaban por salir solas. A dos mujeres convictas por adulterio las arrastraron
hasta el estadio deportivo de Kabul, que se había convertido en un terreno de
ejecuciones públicas. Les dieron un balazo en la parte posterior de la cabeza
frente una enorme multitud. Como lo expresó una joven que vivió esta pesadilla:
“aunque parecen sucederse sin razón alguna, estos decretos tiene cierta lógica:
el exterminio de la mujer afgana”. Los talibán, escribió, “trataron de robarme mi
rostro... de robarles el rostro a todas las mujeres”.46 Las mujeres se defendieron.
Una abrió un salón de belleza secreto en Kabul. Sus dientas iban y venían con el
sigilo de conspiradoras dedicadas a un terrible acto revolucionario; de hecho, en
eso se había convertido el uso del maquillaje. Otras abrieron en su departamen­
to escuelas para niñas. A las jóvenes se les recomendaba llevar consigo en todo
momento algún texto religioso, y si se allanaba el departamento siempre había
a la mano obras religiosas, con la esperanza de que fuese posible convencer a la
policía moral de que las niñas estaban recibiendo instrucción religiosa.47
Poco después de la ocupación de Kabul, en septiembre de 1996, los talibán
discutieron si las mirillas del chadri eran o no demasiado grandes. El velo había
transformado el rostro de la mujer en un órgano sexual que tenía que ser negado,
rechazado y reprimido a toda costa. No sólo la mujer misma, sino todo lo que
tiene que ver con ella está infundido de su sexualidad, especialmente sus ropas,
que los talibán no tocan. Un hombre, su esposa y su hija estaban huyendo del
país. Evitó que le revisasen las maletas con simplemente decirles a los guardias
talibán: “Esta es la maleta de mi esposa y éstas son de mis hijas”, y los guardias
retrocedieron.48 Pocas veces se ha expresado con tanta elocuencia el horror y el
temor por el cuerpo femenino, ni se ha manifestado en forma tan explícita.
Algunos han buscado explicaciones para esta misoginia en la naturaleza
misma del islam. Es fácil desenterrar citas de diversos mulás que condenan la
belleza femenina como algo maligno, obra del demonio. Pero en esto la tradición
islámica realmente difiere poco de la del cristianismo y del judaismo. Comparte
con éstos una herencia común rica en misoginia (aunque en obras como El jardín
perfumado incorporó la influencia erótica de Oriente de una forma en que jamás lo
ha hecho la tradición cristiana). Sin duda influyeron las tradiciones históricas de
las que es heredero el islam, pero la explicación de una misoginia tan implacable
como la que encarnaron los talibán tiene que buscarse en algún otro lado.
A los talibán se los ha comparado con una hermandad exclusivamente
masculina de guerreros sagrados, como la de los cruzados medievales.49 Sería
posible trazar un paralelismo más reciente con los orígenes del partido nazi, cuya
política hacia las mujeres tenía el propósito de expulsarlas de la esfera pública y
meterlas en una prisión doméstica donde se esperaba que llevasen a cabo su única
función verdadera: la reproducción.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Tanto los talibán como los nazis fueron productos de la guerra, la desilu- [ 213 ]
sión y la frustración. Los talibán surgieron de los campos de refugiados de Pakistán,
a los que millones de afganos habían huido durante la guerra contra los soviéticos,
así como del mundo exclusivamente masculino de las escuelas religiosas estable­
cidas y financiadas en Pakistán por acaudalados árabes sauditas para enseñar una
forma reaccionaria del islam, profundamente hostil a Occidente. Muchos de los
que acudieron esas escuelas eran huérfanos, con poco o ningún contacto con
las mujeres. En los talibán este mundo masculino habría de consolidarse en una
realidad profundamente antagónica a las mujeres, y no poco temerosa de ellas.
Ambos movimientos atrajeron a hombres embrutecidos por años de muer­
te y destrucción, amargados por las humillaciones. Para los alemanes que se unie­
ron a los nacionalsocialistas la derrota alemana en la primera guerra mundial fue
el catalizador de su ira; para quienes se afiliaron a los talibán fue la humillación
de su país y sus tradiciones a manos de bandidos sin ley financiados por Estados
Unidos y, en términos más generales, la humillación del islam, a medida que la
influencia de Occidente se expandía por todo el Medio Oriente. Los nazis tenían
las cervecerías, dominio masculino, igual que el de las trincheras, los veteranos y
las asociaciones paramilitares que crearon después de la guerra. Para los talibán
las escuelas coránicas desempeñaban una función semejante, y allí su ira y su frus­
tración podían fundirse en una ideología cuya misoginia es tan extrema que no
pasa la prueba de la cordura. Si un individuo hubiese expuesto tales doctrinas lo
hubiesen considerado (muy apropiadamente) demente. Pero como se ha señalado
antes, una vez que una religión sanciona una creencia, nuestras ideas ordinarias
de lo que distingue lo demente de lo cuerdo se van a la basura.
Tal como ocurría en el entorno exclusivamente masculino de los nazis, no
resulta sorprendente encontrar también un fuerte elemento homoerótico entre
los talibán. Poco después de la caída de los mismos, a finales de 2001, a un perio­
dista estadunidense que visitó su baluarte de Kandahar le sorprendió encontrar
una tienda de fotografía con fotos que retrataban a guerreros talibán, algunos de
los cuales usaban delineador para ojos. Se enteró de que no era raro que esos
fundamentalistas hiciesen lo que estaba prohibido para las mujeres: pintarse con
henna las uñas de las manos y los pies. Algunos usaban incluso sandalias de tacón
que les hacían caminar con pasos cortos y femeninos. A esas “talibancitas” se las
toleraba en la capital de un Estado que mutilaba y trataba con brutalidad a las
mujeres por usar cosméticos, y donde el castigo oficial para los homosexuales
consistía en usar bulldozers para aplastarlos y enterrarlos vivos.50
Cuando las restricciones morales desafían la naturaleza humana resulta
inevitable la hipocresía.
Lamentablemente la hipocresía también sigue siendo parte fundamental
de la relación de Occidente con el mundo musulmán. Hasta después del 9 de
[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]
[ 2i4 ] septiembre los gobiernos de Occidente ignoraron en gran medida las violaciones
de los derechos humanos por parte de los talibán y las muchas atrocidades que
cometieron y que se dirigían específicamente a las mujeres. En febrero de 1997, el
gobierno francés invitó al ministro de Salud talibán, el mulá Mohammed Abbas, a
París, donde, el mismo día en que se ejecutó a dos mujeres en Kabul por cometer
adulterio, fue recibido por el ministro de Relaciones Exteriores y por el presi­
dente de la Asamblea Nacional. “Un ‘ministro de Salud’ —comentó una mujer
afgana— que excluye a las mujeres de los hospitales”, que obligó a las doctoras y
enfermeras a dejar su trabajo y cerró las guarderías. Abbas era un “mulá ignoran­
te”, que ni siquiera era médico. La invitación hizo que algunas mujeres afganas se
desesperasen, porque “si Francia le da la bienvenida a un talib, eso significa que la
propaganda talibán ha funcionado”.51 En mayo de 2001, justo cuatro meses antes
de los ataques contra Estados Unidos, el presidente George W. Bush felicitó a los
talibán porque habían interrumpido la producción de opio, y los compensó por
la pérdida de ingresos con un cheque de 43 millones de dólares.52 Durante todo
ese tiempo los talibán estaban dando facilidades para adiestrar a los seguidores
de Osama bin Laden que atacarían a Estados Unidos y sus aliados.
Causó cierta satisfacción saber que en los ataques aéreos estadunidenses
contra blancos talibán, que se iniciaron en octubre de 2001 figuraba por lo menos
una mujer piloto. Pero después de todo es poca compensación por los decenios
de políticas erróneas emprendidas por Occidente que contribuyeron a crear a
los talibán.
En los años que han transcurrido desde la caída de los talibán, Estados
Unidos y sus aliados han estando financiando programas de salud y educación
para las mujeres, en un intento por reparar el caos que los años de guerra y de
fundamentalismo han provocado en los sistemas médicos y educativos. “La morta­
lidad materna en Afganistán tiene niveles catastróficos”, informó un funcionario
de la Unicef al año siguiente de la huida de los talibán. En una provincia, entre
1998 y 2002, 64 por ciento de las mujeres en edad reproductiva que morían lo
hacían por complicaciones vinculadas con el embarazo.53 Los esfuerzos por educar
a las niñas han logrado abrir escuelas improvisadas en remotas áreas rurales, e
impulsado el resurgimiento de las escuelas en las grandes ciudades. Sin embargo,
Afganistán sigue siendo inestable y aún prospera la amenaza de los fundamen-
talistas. A finales de 2002, fueron atacadas cuatro escuelas de niñas en aldeas
ubicadas al sur de Kabul. Cerca de una de ellas se dejó un mensaje que advertía:
“Hacemos un llamamiento a todos nuestros compatriotas para que salven a sus
hijas y hermanas de esta red de los infieles. Dejen de poner en práctica los planes
de los norteamericanos o se enfrentarán a nuevos ataques mortales”. La policía
local dijo que los atacantes eran seguidores de los talibán, o personas que seguían
siéndole leales a Hekmatyar.54
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Una de las enseñanzas de Afganistán, y del Medio Oriente en general, es [215]
que el trato a las mujeres no es para Estados Unidos cuestión de política exterior
a menos que, como ocurrió durante la presidencia de George W. Bush, exista la
perspectiva de que el dinero destinado a la ayuda vaya a dar a clínicas de planifica­
ción familiar que brindan servicios de aborto. La misoginia, igual que el racismo,
nunca tiene importancia cuando los halcones de la política exterior de Washing­
ton pasan revista al equilibrio global y escogen a sus aliados y sus enemigos. Los
derechos de la mujer siguen negándose sistemáticamente en Estados tales como
Arabia Saudita y Pakistán, aliados cercanos de Estados Unidos. Sin embargo, a
diferencia de lo que ocurre en el caso del racismo, la misoginia se ve como un
rasgo cultural curioso aunque a veces inquietante, con el cual los de afuera no
se meten. Es como en aquellos días, no muy lejanos, en los que las golpizas a las
esposas eran disputas domésticas que no concernían a nadie más.
Nuestra historia reciente tiene que haber dejado una cosa muy clara. Los
derechos femeninos son derechos humanos. Cualquier política exterior incapaz de
reconocer esto está deshumanizando, de hecho, a la mitad de la raza humana.

[ LA POLÍTICA DEL CUERPO ]


IX
En conclusión: (1,7j
encontrándole sentido a la misoginia

uando le decía a la gente que estaba escribiendo una historia de la


misoginia me encontraba frente a dos respuestas muy distintas, que
se dividían a lo largo de líneas de género. De las mujeres era una
expresión de interés curiosidad respecto a lo que había encontrado.
Pero de aquellos hombres que sabían lo que significaba “misoginia”
recibía un gesto de cabeza y un guiño, por el supuesto tácito de
que me había dedicado a justificarla. Creo que si hubiese dicho que
estaba escribiendo una historia del racismo nadie hubiera llegado
automáticamente a la conclusión de que era racista. Esto sugiere
que, a diferencia del racismo, mucha gente no ve a la misoginia
como un prejuicio, sino como algo casi inevitable.
Durante mucho de la historia humana la misoginia ha for­
mado parte de lo que el historiador del Holocausto, Daniel Gold-
hagen, ha llamado (en relación con el antisemitismo) “el sentido
común de la sociedad”.1 Era un prejuicio demasiado obvio para
reparar en él. En distintas civilizaciones, en diferentes épocas, el
registro histórico es muy claro: se consideraba algo perfectamente
normal que los hombres condenasen a las mujeres o que expresa­
sen su disgusto hacia ellas por el simple hecho de que eran mujeres.
Todas las grandes religiones del mundo, y los más renombrados
filósofos, han visto a las mujeres con desprecio y con una suspicacia
que se convertía a veces en paranoia. En la época clásica, cuando
a las mujeres atenienses se las obligaba a permanecer dentro de su
casa la mayor parte de la vida, o hacia finales de la Edad Media,
cuando se las quemaba vivas como brujas, eso no se veía como
consecuencia de un prejuicio contra las mujeres, a pesar del hecho
de que ambas sociedades tenían una larga historia de denigrarlas
y demonizarlas.
Un prejuicio puede subsistir por largo tiempo antes de
tener nombre.
En la actualidad, en muchos lugares del mundo, prácticas
como la del velo, la reclusión y la clitoridectomía siguen siendo
aceptadas como parte del “sentido común” de la sociedad. Según
el Humphrey Institute of Public Affairs, las mujeres aún poseen
[ 218 ] menos de 1 por ciento de la propiedad mundial. La Unicef informa que hay 120
millones de niños que no van a la escuela, 80 por ciento de ellos en el Africa
subsahariana y el sureste de Asia, y que la inmensa mayoría son niñas. A princi­
pios de 1993 se informó que en una clínica de Bombay, en la India, se habían
abortado 8,000 fetos, 7,999 de ellos femeninos.2 Como dijera George Orwell: “Se
requiere una lucha constante para ver lo que tiene uno delante de la nariz”.3
La misoginia sigue floreciendo en algunos rincones de la cultura occi­
dental. Donde los varones se sienten humillados y enojados las mujeres siguen
representando el chivo expiatorio universal. Una canción rap de 1990 del grupo
llamado Geto Boys afirmaba: “Está desnuda y yo la estoy espiando / Su cuerpo
es bello así que pienso en violación / No debería tener las cortinas abiertas, de
modo que ése es su destino”. En la terminología del rap las mujeres son “zorras”
y “putas”. Los raperos no son los únicos que proponen la misoginia en la cultura
popular, y distan mucho de ser los primeros. Incluso durante las décadas de 1960
y 1970, periodo que muchos recuerdan por su celebración del amor y la libertad
sexual, ciertos grupos pop como los Rolling Stones tuvieron mucho éxito con
canciones como “Oprimida” y “Chica estúpida”. En 1976 los Stones lanzaron un
álbum titulado “Negro y azul”, que se anunciaba con la foto de una mujer gol­
peada amarrada a una silla. Sin embargo, la hostilidad hacia las mujeres parece
estar en el centro mismo de la cultura. Un joven negro de un gueto de Chicago,
al hablar del rapero Ice Cub, célebre por su hostilidad hacia los homosexuales, así
como hacia las mujeres, comentó que le gustaba su música porque “está dicien­
do la verdad, así es como son las cosas en mi barrio. Hay mucha tensión entre
las mujeres y los hombres en el vecindario, un montón de tipos que actúan de
padrotes y un montón de mujeres que actúan como zorras y putas”.4 Aunque se
ha atacado el descarado desprecio del rap por las mujeres, cosa que han hecho
tanto las mujeres negras como otras personas, es producto, claramente, de una
cultura de alienación y frustración en la cual la misoginia sigue siendo parte del
“sentido común” de la sociedad. Es un recordatorio más del poder que tiene el
desprecio por las mujeres para replicarse en diferentes culturas como un virus
casi indestructible.
Lo que nos enseña la historia acerca de la misoginia puede sintetizarse en
cuatro palabras: generalizada, persistente, perniciosa y cambiante. Mucho antes
de que los hombres inventasen la rueda habían inventado la misoginia y hoy,
mientras las ruedas de nuestros vehículos circulan sobre las llanuras de Marte,
esa invención más temprana sigue destruyendo vidas. Ningún otro prejuicio ha
resultado ser tan duradero ni comparte en tal medida sus demás características.
Ninguna raza ha sufrido un trato tan prejuicioso a lo largo de un periodo tan
prolongado; ningún grupo de individuos, como quiera que se los haya podido
caracterizar, ha sido discriminado en escala tan global. Tampoco hay prejuicio
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
alguno que se haya manifestado bajo tantas apariencias diferentes, presentándose [219]
a veces con la sanción de la sociedad en el ámbito de la discriminación social y
política, y en otras ocasiones surgiendo en la mente atormentada de un psicó­
pata sin otra sanción que la de sus propias fantasías de odio. Y muy pocos han
sido tan destructivos. Sin embargo, estas mismas características que tendrían que
hacer que la misoginia se destacase, la ha vuelto, de una forma curiosa, muy poco
conspicua. En el caso de la misoginia hemos abandonado con gran frecuencia el
esfuerzo para ver lo que tenemos delante de la nariz.
En noviembre de 2003, el último de una larga serie de asesinos seriales
estadounidenses, Gary Ridgeway, de pie ante un tribunal de Seattle, repitió una
y otra vez la palabra “culpable” por las acusaciones de estrangular a 48 mujeres
jóvenes, en su mayoría prostitutas, a lo largo de un periodo de dos décadas.5 Si las
víctimas de esa turbulencia asesina hubiesen sido judíos o negros, se hubiese hecho
sonar la alarma en todo el país y se hubieran impreso kilómetros cuadrados de
papel con preguntas introspectivas acerca del estado de las relaciones raciales en
Estados Unidos cuando estamos entrando al nuevo milenio. Pero, por lo general,
se deja que las acciones de un Ridgway o de un Jack el Destripador las explique
algún psiquiatra. Su ansia de asesinar mujeres se ve como una aberración, cuando
en realidad no es otra cosa que una intensificación de un prejuicio habitual. El
espectro de la misoginia, que va desde el despectivo “coño” garabateado como
insulto en las paredes de los baños hasta la ira homicida de un asesino serial,
parece demasiado amplio, demasiado extremo como para prestarse a una única
explicación sencilla, aunque eso no ha impedido que la gente lo intentase. De
hecho, una de las principales justificaciones para escribir una historia de cualquier
odio o prejuicio es revelar su fuente, a fin de que podamos encontrar una manera
de ponerle fin. Tiene que ser algo más que una mera colección de actos y palabras
que revelen el desprecio de los hombres por las mujeres.
Como ya he sugerido, la historia de la misoginia demuestra que ésta es
una labor especialmente difícil. La razón es obvia. Radica en la complejidad de
la relación entre las mujeres y los hombres. Esta es biológica, sexual, psicológica,
social, económica y política. Es un nudo gordiano de dependencias entrelazadas
que involucran nuestra propia existencia como individuos y como especies. Si
cortamos ese nudo, ¿dónde encontraremos, entre las madejas enmarañadas, el
origen del desprecio que los hombres sienten por las mujeres?
Todos los ámbitos en los cuales hombres y mujeres se relacionan entre
sí, desde el biológico hasta el político, han generado una teoría de la misoginia.
Todos asumen que en el núcleo de este desprecio está el temor que los hom­
bres sienten por las mujeres y que se deriva de su reconocimiento de que son
diferentes de ellos de maneras potencialmente amenazadoras. Desde luego, la
historia de la misoginia confirma las obsesiones masculinas por la forma en que
[ EN conclusión: encontrándole sentido a la misoginia ]
[izo] las mujeres difieren de ellos, de manera real o simplemente percibida como real.
Para los hombres las mujeres son el “otro” originario... el “no tú”. La gente tiene
una alarmante tendencia a convertir en chivo expiatorio a cualquier categoría de
personas así designadas. Y antes de que hubiese diferentes razas, religiones o cla­
ses, había mujeres y hombres. Pero la mujer presentó un problema más complejo
para quienes la designan como “el otro”. Es “el otro” que no puede ser excluido.
Los racistas pueden evitar la interacción con el grupo al que desprecian. Pero la
cópula con las mujeres, al final, resulta inevitable, incluso para los misóginos. Los
miembros de las tribus de las montañas de Nueva Guinea y los aborígenes de la
cuenca del Amazonas pueden impedirles el acceso al lugar en el que duermen;
los caballeros atenienses pueden encerrarlas en la parte más remota de su hogar;
los teólogos católicos recluirlas tras las puertas de los conventos y los fanáticos
musulmanes ocultarlas tras velos que las cubren de pies a cabeza, pero la intimidad
con ellas es tan inevitable cuanto esencial. La persistencia misma de la vida y la
sociedad humanas dependen de ello.
Dependencia, temor... desprecio. Las teorías que procuran explicar este
conjunto de sentimientos en conflicto suelen presentar una de dos limitaciones.
Son excesivamente ambiciosas o no son lo bastante amplias. En la primera catego­
ría, la de las teorías demasiado ambiciosas, se ubican las explicaciones biológicas,
sexuales, psicológicas y psicoanalíticas. La teoría biológica declara que “esencial­
mente, la hembra es la forma primordial o básica del feto” que experimenta la
transformación en un feto masculino con la liberación del andrógeno testosterona
entre la sexta semana y el tercer mes del embarazo.6 La masculinidad se ve como
una sobreimposición a una feminidad primordial a la cual los hombres temen
regresar. Es decir que la ontogenia repite la filogenia: el desarrollo del individuo
imita el de la especie a la que él o ella pertenece. Son bastante comunes las carac­
terizaciones misóginas de las mujeres como pantanos, marismas, miasmas, hoyos y
demás, y se dice que son una expresión de este terror a ser tragados. Las teorías
sexuales del miedo del hombre por la vagina como órgano que puede tragárselo
o castrarlo reflejan también esa noción. Igualmente ambiciosas son las hipótesis
psicológicas y psicoanalítica, ya sean freudianas o de otro tipo. Estas culpan la
dependencia inicial del varón hacia su madre, o su amor no devuelto por ella.
Supuestamente esto crea, en un momento posterior de la vida, el resentimiento
hacia todas las mujeres. La teoría de Freud de que la misoginia se basa en el
desprecio de los niños por el “diminuto” clítoris de las niñas encaja también en
la categoría de explicaciones ambiciosas que pretenden tener alcance universal
{véase el capítulo: La misoginia en la era de los superhombres).
Y en eso radica, precisamente, su debilidad. Puesto que todos los varones
surgen de fetos femeninos, y todos los niños dependen de una madre durante sus
años más impresionables y formativos, y todos los hombres que tienen relaciones
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
sexuales con las mujeres experimentan esa sensación de ser “tragados”, estas teo- [ 221
rías predicen que todos los varones tienen que ser misóginos. Pero en realidad
no todos ellos lo son. La misoginia no es más que una parte de la historia de la
relación de la mujer con el hombre. Si fuese toda la historia, el progreso que han
hecho las mujeres hacia la igualdad en las democracias occidentales, o de estilo
occidental, a lo largo de los dos últimos siglos, y que se ha logrado con el apoyo
y la promoción de los hombres, difícilmente hubiese sido posible. Tampoco se
escribiría un libro como éste. Eso sugiere que el temor a la hembra primordial
que se lleva dentro, o el deseo de venganza contra la madre preedípica todopo­
derosa, no son determinantes universales de la manera en que los hombres se
relacionan con las mujeres.
Las teorías de la segunda categoría, las que no son lo bastante amplias,
tienden a ver el mundo, sobre todo, en términos sociales, económicos y políticos,
como una lucha de poder sin fin. En su mayoría se derivan del pensamiento mar-
xista (véase el capítulo: La misoginia en la era de los superhombres). En términos
generales, su enfoque es racionalista. Cuando ven un prejuicio se preguntan qué
propósito cumple. Desde este punto de vista los peijuicios surgen de la necesi­
dad de justificar la explotación económica, social y política de una raza, clase o
grupo étnico por parte de otro. A muchas feministas este modelo, o algo muy
similar, les resulta sumamente atractivo y lo desarrollaron con una crítica de lo
que denominan “patriarcado”, sistema en el cual todo el poder se encuentra en
manos de los hombres y las mujeres son convertidas en víctimas como clase siem­
pre sometida. La misoginia emerge como la ideología que denigra a las mujeres
a fin de justificar su bajo estatus.
Sin embargo, hay dos problemas con las teorías marxistas o de inspiración
marxista de la misoginia. El primero es que hay evidencias bastante convincentes
de que la misoginia se encuentra en culturas en las que no existen las clases de
relaciones de propiedad y condiciones económicas que, según se dice, se hallan
en su origen. Según algunos antropólogos, como David Gilmore, se da incluso
en culturas en las cuales las mujeres tienen un estatus social relativamente alto y
que no podrían describirse como patriarcales. La segunda objeción se desprende
de un elemento de la misoginia misma: su aspecto alucinatorio. En efecto, los
capitalistas pueden sentir la necesidad de demostrar que la clase obrera es men­
talmente inferior, y los dueños de esclavos el imperativo de denigrar a los negros
por tener un menor desarrollo intelectual, pero no había ningún equivalente a la
fantasmagoría asociada con la misoginia, en la cual las mujeres tenían el poder de
hacer que otras mujeres abortasen, de volar por el aire sobre un palo de escoba,
de hacer desaparecer los penes de los varones, de marcar con un mero toque a
los hombres para que tuviesen una interminable mala suerte, de amamantar gatos,
de tener relaciones sexuales con demonios con múltiples órganos sexuales y de
[ EN conclusión: encontrándole sentido a la misoginia ]
[ 222 ] dar a luz a la progenie del diablo. Sólo hay un prejuicio que hace afirmaciones
similares en forma consistente a lo largo de los siglos, y ése es el antisemitismo.
Aunque el antisemitismo ha sido un prejuicio limitado en gran medida a
la civilización cristiana que se desarrolló en Europa durante los siglos siguientes a
la caída de Roma, tiene una semejanza mucho más que pasajera con la misoginia,
con la cual ofrece algunos interesantes paralelismos, así como contrastes. Durante
alrededor de 1,500 años, el antisemitismo fue parte del “sentido común” de la
sociedad, una creencia que se daba por sentada como parte del orden cósmico y
social, hasta el punto de que casi no se la comentaba. Se sostenía que los judíos,
igual que las mujeres, “violaban el orden moral del mundo” sobre todo debido
a su papel en la muerte de Jesús. Se los consideraba responsables de negar su
divinidad, y las mujeres, debido al papel de Eva en la caída del hombre, eran
culpadas por haber hecho necesaria, en primer lugar, la encarnación. Durante
el final de la Edad Media y el principio del periodo moderno tanto a los judíos
como las mujeres de Europa se les atribuían poderes increíbles de marchitar las
cosechas, envenenar los pozos, provocar abortos de las vacas y las esposas de otros
hombres. Tanto a los judíos como a las mujeres se les adjudicaban estos poderes,
aunque la enorme mayoría de ellos ocupaba los escalones más bajos y débiles de
la sociedad. Evidentemente ninguno de ellos representaba una verdadera amenaza
para nadie.7 Esto no salvó a unos ni otras de los malignos estallidos de violencia
comunitaria. Para los judíos eso ocurría de manera bastante regular. Para las muje­
res adoptó esa forma durante la locura de las brujas, que persistió con ascensos y
descensos de intensidad a lo largo de casi trescientos años (véase el capítulo: De
reina del cielo a mujer del demonio).
El antisemitismo tiene otra característica en común con la misoginia: su
naturaleza cambiante. Floreció en Europa, sobre todo en Alemania, mucho des­
pués de que las razones religiosas subyacentes se hubiesen convertido en parte de
la historia. Se transformó de un prejuicio religioso en uno secular. La raza sustituyó
a la religión como motivación para la persecución de los judíos. En esta forma
floreció con especial intensidad, como hemos visto, en los círculos intelectuales
de la Viena de principios del siglo xx. Allí, en los primeros decenios del siglo
pasado, el antisemitismo y la misoginia se unieron en una horripilante alianza en
la mente de personas como Otto Weininger y Adolf Hitler. Ambas corrientes de
odio fluyeron juntas a lo largo de los horrores del periodo nazi.
La misoginia, maleable como siempre, experimentó también un proceso
de secularización a partir del siglo xvn, a medida que el poder del cristianismo
iba declinando entre la elite intelectual. Las explicaciones llamadas “científicas”
de lo que se veía como la inferioridad intelectual y moral de las mujeres sustitu­
yeron a las que se derivaban de la autoridad religiosa, tal como lo hicieron como
justificación del antisemitismo de principios del siglo xx.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
La caricatura del demonio judío está restringida, en gran medida, al anti- [ 223 ]
semitismo cristiano. Pero el carácter alucinatorio de la misoginia es una de sus
características dondequiera que se manifieste. La mujer demonio o diablesa, con
distintas apariencias, se encuentra en muchas culturas diferentes, entre ellas la
judía, la hindú, la germánica, el budismo de Birmania, la musulmana y muchas
creencias tribales de África. Sus representaciones más famosas son las monstruosas
criaturas femeninas de los mitos griegos clásicos: la Gorgona, las Furias, Caribdis y
Escila. A diferencia del demonio judío, la diablesa sigue siendo un motivo popu­
lar que llega a la cultura de masas en canciones como “Mujer diabla”, de Marty
Robbins, que empieza:

Mujer diabla, eres maligna


como el arrecife de coral negro...

La misoginia, como el antisemitismo, está “fuera de toda proporción con


cualquier objetivo o conflicto social”.8 No obstante, incluso el antisemitismo, pese
a toda su irracionalidad, tiene orígenes en un tiempo y en un lugar, por remotos
e irrelevantes que sean hoy. Puede rastrearse en la lucha que se produjo a partir
de finales del siglo 1 d.C. respecto a quiénes serían los herederos de la verdad
revelada de las escrituras, si los judíos o los cristianos, y acerca de cómo tenía
que ser interpretada esa verdad. Pero no existe ningún conflicto social, político
o ideológico en el cual los hombres y las mujeres se encuentren automáticamente
en lados opuestos, y donde sus opiniones estén determinadas tan sólo de acuerdo
con las líneas de género. La historia demuestra que las mujeres pueden estar tan
a favor de la guerra como los hombres, pese a que esté en juego la vida de sus
hijos y a pesar del hecho de que cuando se descompone el orden social, como
consecuencia de un conflicto prolongado y traumático, las mujeres se encuen­
tran en su momento más vulnerable. En realidad las mujeres a veces incitan a
la violencia contra otras mujeres. Durante las matanzas de Ruanda se dice que
Pauline Nyiramasuhuko, integrante del gobierno, incitaba a los varones hutu a
violar a las mujeres tutsi antes de matarlas. Irónicamente, había sido la ministra
de Asuntos de la Mujer. El New York Times la llamó “ministra de violaciones”.9 En
su momento fue enjuiciada por genocidio; es la primera mujer de la historia que
se enfrentó este cargo.
Incluso cuando se trata de temas que involucran los derechos femeninos,
incluyendo el derecho al voto, muchas mujeres se alinean con los hombres que
se oponen a ellas. En la actualidad las mujeres suelen ser las oponentes más voci­
ferantes al movimiento en pro de la decisión de abortar. Su identidad de mujeres
no implica ningún imperativo ideológico. Está subsumida en otra categoría, que
es más importante para su sentido de sí mismas. Así que, evidentemente, como
[ EN conclusión: encontrándole sentido a la misoginia ]
[ 224 ] lo demuestra la historia y lo sugiere el sentido común, no es posible explicar la
misoginia como una derivación de alguna disputa social, política o ideológica de
cierta manera innata en la relación de hombres y mujeres. Sin duda alguna hay
problemas sociales, económicos o políticos que pueden exacerbar el conflicto
entre ellos, como la dependencia económica de unas en relación con los otros.
Pero tales circunstancias no pueden explicar sus orígenes. En este sentido no se
parece a ningún otro prejuicio que conozcamos.
Comencé esta historia en el mundo del Mediterráneo oriental tal como era
hace casi tres milenios, donde se originó un complejo sistema de creencias que
ha tenido más peso que ningún otro para influir en nuestra visión de la mujer,
de su papel y su estatus. Creo que este sistema, producto del pensamiento y la
metodología griegos y judeocristianos, contiene una clave importante del origen
de la misoginia en general, que en nuestra búsqueda de una explicación nos lleva
más allá del ámbito de las estructuras sociales.
En la versión dominante del mito de la caída del hombre, común a los
mitos de creación griegos y judeocristianos, el hombre existió antes que la mujer,
creado de manera autónoma por los dioses o por Dios. Por lo tanto, no sólo se veía
al hombre en una relación especial con la divinidad, sino también como un ser
separado, de alguna manera, del resto de la naturaleza. Era una creación distinta,
apartada de la naturaleza, con una relación única con su creador. La creación de
la mujer puso fin a esa relación e introdujo en el mundo del hombre todas las
características asociadas con la naturaleza. De pronto se vio sometido a las mismas
necesidades y limitaciones que cualquier animal, incluyendo la cópula, los dolores
de parto, la lucha por la existencia, la experiencia de envejecer y de padecer dolor,
el debilitamiento debido a diversas enfermedades y, por último, la ignominia de
la muerte. En palabras del novelista francés Louis-Ferdinand Céline, ése era “el
horror de la realidad”.10 Pero el verdadero horror era comprender que el hombre
no era autónomo, antes bien, que era dependiente. “Está también nuestra madre,
Eva, que despierta a Adán de su sueño del paraíso y lo obliga a hacer frente al
mundo real: trabajo, historia, muerte”, escribió el poeta Octavio Paz.11 Pandora, el
mito griego, desempeña el mismo papel de crear desilusión. Como nos lo recuer­
dan tanto Eva como Pandora, la autonomía no representa una opción.
En un ámbito menos sofisticado, el temor de la pérdida de autonomía,
de no ser ya algo distinto y separado de la naturaleza, se refleja en las fobias a ser
tragado por obra de las mujeres, comunes a tantas culturas en todo el mundo.
Los hombres no renuncian fácilmente a sus ilusiones de autonomía. El
dios solitario de judíos, cristianos y musulmanes creó el universo de la nada, sin
intervención de ningún ser femenino. Es el único de todo los dioses que no tiene
ningún sentimiento sexual por las criaturas que ha creado y que raras veces mues­
tra aprecio por su belleza. Por el contrario, la hermosura femenina suele irritarlo.
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
El creador no tiene vínculo alguno con sus criaturas, aparte de su necesidad de [225 ]
hacer que refuercen su propio sentimiento de singularidad en el cosmos, o de
castigarlos si no lo hacen. Siempre está allí, como modelo a seguir, aunque un
modelo que ha demostrado ser imposible de emular, si bien eso no ha impedido
que algunos hombres lo intentasen. En cierto sentido, todos los misóginos, desde
Platón y Aristóteles, pasando por Tertuliano y santo Tomás de Aquino, hasta llegar
a Rousseau, Nietzsche y Hitler, han tratado, de una u otra forma, de demostrar
que es posible que el hombre reafirme la singularidad de su relación con Dios
o con el cosmos, o con lo que prefiera usar para describir la verdad última que
identifica con su destino. Eso crea una especie de dualismo en el cual la mujer
es la menor de las verdades, amarrada a la sexualidad que no deja de interferir.
Tiene que ser rechazada y denigrada como embajadora del mundo mutable del
cual él pretende afirmar su independencia y sobre el cual procura establecer su
superioridad. Hubiesen coincidido con Katharine Hepburn, quien se mostró como
platónica en La reina africana, cuando le comenta al personaje interpretado por
Humphrey Bogart: “La naturaleza, señor Allnut, es aquello para elevarnos sobre
lo cual nos ponen en este mundo”.12
Pero “elevarse” sobre la naturaleza consiste en comprenderla y entender
la relación de los seres humanos con ella. Si bien somos la única especie capaz de
tal comprensión, seguimos sin podernos elevarnos por encima de la naturaleza ni
hundirnos por debajo de ella. Seguimos siendo inseparables.
El mito del hombre autónomo ha estado derrumbándose durante muy
largo tiempo. Irónicamente, fue revivido, en el ámbito filosófico, en la misma
teoría que ha contribuido tanto a proporcionar una base intelectual para el ataque
contra la misoginia, que tiene sus raíces en la Ilustración. La teoría de la pizarra
en blanco trató de descartar la naturaleza humana con su aseveración de que todas
las diferencias entre los individuos eran inscripciones sociales, incluidas todas las
diferencias sexuales al margen de las anatómicas y biológicas. Esto hizo posible
que los reformistas que trataban de mejorar el estatus de las mujeres adujesen
que las diferencias sexuales que solían citarse para demostrar que eran de alguna
manera “inferiores” eran, de hecho, producto de la crianza y educación de ellas.
Elimínense esos obstáculos y las mujeres demostrarán ser iguales a los hombres. La
hipótesis de la pizarra en blanco se basaba en un peligroso dualismo que veía al
hombre separado del resto de la naturaleza. De alguna manera la historia humana
era algo distinto de la historia natural. El comportamiento de hombres y mujeres
no estaba arraigado en algo innato —a diferencia de lo que ocurría con el resto
del mundo vivo—, sino en estructuras sociales.13
La historia de la misoginia demuestra que los sistemas de pensamiento
dualistas tienden a ser desfavorables para las mujeres, y ninguno más que el mito de
la caída del hombre y su afirmación de que éste goza de una relación privilegiada
[ EN CONCLUSIÓN: ENCONTRÁNDOLE SENTIDO A LA MISOGINIA ]
[ 226] con el resto de la naturaleza, aunque la mujer la debilitó. La teoría de la pizarra
en blanco perpetuó esta división en el ámbito filosófico. Aunque desempeña un
papel positivo durante una fase de la lucha por poner fin a los prejuicios contra
las mujeres, al final actuaba contra ellas si querían sostener su igualdad con base
en esas premisas. Esto se debe a dos razones. La primera es que los avances cien­
tíficos realizados desde el siglo xix han puesto en duda algunos de sus supuestos
básicos. No queremos defender la igualdad femenina sobre premisas falsas. Y,
segundo, actuar como si fuese cierto lleva a la negación, o denigración, de las
diferencias reales que hay entre hombres y mujeres, a costa de nuestra naturaleza
humana compartida.
La teoría de la evolución de Charles Darwin radicalizó la forma en que
vemos la naturaleza y su papel en la configuración del comportamiento humano,
arrojando dudas sobre la teoría de la pizarra en blanco. Según Bertrand Russell:
“La doctrina de que todos los seres humanos nacen iguales y de que las diferencias
entre los adultos se deben exclusivamente a la educación es incompatible con
su énfasis en las diferencias congénitas entre miembros de la misma especie”.14
Debido a esta afirmación desestabilizadora, la teoría de la evolución, que puede
ser la teoría científica más revolucionaria desde que la tierra fue desplazada del
centro del cosmos, ha gozado de la dudosa distinción de ser atacada tanto desde la
derecha como desde la izquierda. La base de las objeciones es fundamentalmente
la misma. La evolución niega que la humanidad se distinga de la naturaleza, ya
sea en términos de una relación especial con Dios, como lo afirma el mito judeo-
cristiano de la caída del hombre en el libro del Génesis, o como parte de una
exención especial de los procesos naturales que conforman al resto del mundo
vivo, como lo implica la teoría de la pizarra en blanco.
Las evidencias abrumadoras son de que el comportamiento humano está
configurado tanto por características hereditarias como por factores sociales y que
nosotros, de la misma forma que las tortugas de las Galápagos, somos producto
de la evolución. Y eso incluye nuestra conducta sexual. ¿Qué significa esto para
la misoginia? Algunas feministas temen que la afirmación de que hay ciertas dife­
rencias innatas entre hombres y mujeres pueda conducir a justificar un compor­
tamiento discriminatorio hacia estas últimas, por lo cual se aferran a la hipótesis
de la pizarra en blanco. Pero al hacerlo, escribe Pinker, “están esposando a las
mujeres a la vía de un ferrocarril por la cual se va aproximando un tren”.15 De
hecho, la visión evolucionista de la naturaleza humana nos protege de las posibi­
lidades misóginas inherentes a la teoría de la pizarra en blanco. Quienes creen
que la naturaleza humana está determinada por estructuras sociales han pasado,
con frecuencia, de sostener que los hombres y las mujeres pueden ser iguales a
exigir que sean iguales. Los sistemas sociales basados en este modelo castigan a
las mujeres por usar cosméticos o por cualquier forma de conducta que se vea
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
como la negativa a conformarse al ideal asexual. Coinciden con Platón en que, [227]
puesto que la maternidad es una mera función biológica, sin consecuencias en el
comportamiento, es posible alejar a los bebés de sus madres en el momento en
que nacen, a fin de que los críe el Estado en casas cuna comunitarias.
Si la evolución contribuye explicar por qué somos diferentes tanto como
hombres y mujeres cuanto como individuos, lo hace sin imponer ningún imperati­
vo moral o legal para discriminar con base en las diferencias. Algo aún más impor­
tante: si la teoría de Darwin nos ayuda a reconocer la función de las diferencias
que hay entre los sexos podrá defendernos contra quienes, por cualquier razón
ideológica, deseen ignorarlas o erradicarlas y, con ello, violentar la naturaleza
humana. En última instancia, sin embargo, la igualdad de la mujer no se deriva
de alguna teoría de la naturaleza humana, sino más bien de conceptos de justicia,
de igualdad y de la integridad del individuo, con base en principios filosóficos y
políticos que hemos ido desarrollando desde la Ilustración.
“En realidad no hay incompatibilidad alguna entre los principios del femi­
nismo y la posibilidad de que hombres y mujeres no sean psicológicamente idénti­
cos”, escribe Pinker. “Hay que repetirlo: la igualdad no es la afirmación empírica de
que todos los grupos de seres humanos son intercambiables; es el principio moral
de que los individuos no deben ser juzgados ni restringidos por las propiedades
promedio de su grupo.” Es decir que si se descubriese que la mayor parte de las
mujeres pasan más tiempo en el salón de belleza que en la biblioteca, leyendo a
Platón, eso no constituye un argumento para despojarlas del voto, como tampoco
lo sería si se demostrase que la mayoría de los hombres prefiere ver el fútbol y
tomar cerveza a resolver problemas geométricos.
La evolución puede no explicar la misoginia, pero nos ayuda a comprender
cómo interactúan sexualmente mujeres y hombres. Esto, a su vez, puede condu­
cir a una mayor comprensión de las raíces de algunos de los conflictos que hay
entre los sexos y que parecen trascender el tiempo y la cultura. Observemos, por
ejemplo, la razón evolutiva de la poesía amorosa, que demuestra que no todas las
formas de confrontación entre mujeres y hombres son necesariamente destructi­
vas. En algún momento de nuestra evolución como especie, la hembra humana
suprimió su ciclo de estro. A diferencia de prácticamente todas las hembras de
nuestros parientes cercanos del reino animal, los primates, en las hembras huma­
nas la ovulación es oculta. “Tan bien se oculta la evolución humana —escribe
el fisiólogo y zoólogo Jared Diamond— que no tuvimos información científica
precisa sobre su periodicidad, sino hasta alrededor de 1930. Antes de esa fecha
muchos médicos pensaban que las mujeres podían concebir en cualquier momen­
to de su ciclo o incluso que la concepción era más probable en el momento de
la menstruación.”16 A los machos de otras especies de primates les resulta mucho
más fácil determinar si la hembra es receptiva o no a sus acercamientos sexuales.
[ EN CONCLUSIÓN: ENCONTRÁNDOLE SENTIDO A LA MISOGINIA ]
[ 22$ ] En el momento adecuado del ciclo, las nalgas de las hembras de los primates se
inflaman y adquieren un color rojo brillante. Los machos responden y se reúnen
a su alrededor; los machos alfa tiene la primera opción. Pero a partir de la pub­
escencia las hembras humanas mantienen una exhibición constante asociada con
la receptividad sexual durante todo su ciclo. La labor del macho humano consiste
en descifrar si está lista o no para recibir sus atenciones. Muchas veces no lo está
y es necesario convencerla:

Si nos bastasen el mundo y el tiempo, señora,


esa timidez no sería ningún crimen.
No sentaríamos y pensaríamos de qué manera
caminar y pasar nuestro larguísimo día del amor...
Cien años serían para ensalzar
tus ojos y en tu frente solazarse.
Doscientos para adorar cada seno,
y treinta mil para el resto...
Pero a mis espaldas oigo sin cesar
cómo se aproxima la alada carroza del tiempo,
y allá, ante nosotros, se extienden
desiertos de inmensa eternidad.11

Si el ciclo del estro hubiese estado funcionando todavía, lo único que


hubiera necesitado hacer el poeta era presentarse en el momento adecuado del
mes y su amante, no tan tímida, se hubiese sentido obligada a aparearse con él
o, de hecho, con cualquier macho disponible. Pero debido a la naturaleza de la
sexualidad humana, entre nosotros siempre hay duda, y las mujeres tienen el poder
de escoger al compañero que les parezca resultará más apropiado. Los hombres se
ven obligados a tratar de influir en su decisión. Algunos, al hacerlo, han producido
un arte grandioso. Así que, en gran medida, es gracias a la supresión del ciclo del
estro que tenemos poesía amorosa. Tal vez también sea por eso que los poetas
(y los artistas creadores en general) salen mejor librados que los sacerdotes y los
filósofos de esta confrontación entre los sexos. Pueden dar testimonio de que la
misoginia no es más que una parte de la historia de la relación de la mujer con
el hombre. Para ellos sus conflictos y contradicciones pueden ser trascendidos
mediante el arte.
No es casual que un elemento central de esta revolución de la sexualidad
humana sea la decisión. La supresión del ciclo del estro libera a las hembras
humanas del elemento de compulsión, mantiene a los machos atentos a ellas y
les permite una mejor oportunidad de escoger a su compañero. La ovulación ha
resultado crucial para la evolución. Y, cosa igualmente importante, hace posible
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
una gran variedad de relaciones entre hombres y mujeres, que van más allá de lo [ 229 ]
puramente procreativo, permitiendo las complejas interacciones sociales caracte­
rísticas de todas las culturas humanas en las cuales los sexos pueden relacionarse
entre sí en muchos ámbitos diferentes: como amantes, amigos, compañeros y
colegas. Nos recuerda que el derecho de las mujeres a decidir es esencial, no
sólo para su propia integridad, sino para las raíces mismas de lo que nos hace
humanos y nos distingue de los demás primates.18 No es sorprendente entonces
que la expansión del derecho a decidir haya sido crucial para las mujeres a lo
largo de toda la historia. El derecho a escoger a su compañero y a controlar las
circunstancias en las cuales estaría dispuesta a aparearse con él marcó una etapa
importante de la historia femenina. Ahora la batalla por la decisión se centra en
su derecho a controlar su propia fertilidad.
Si la decisión es algo tan esencial para la evolución de la mujer (y por
lo tanto para la de la humanidad), también lo son su sexualidad y su derecho a
manifestarla o destacarla. Una de las características de las culturas en las cuales la
misoginia forma parte del “sentido común” de la sociedad es que procuran supri­
mir ese derecho. En algunos casos, como ocurrió con los talibán en Afganistán
(véase el capítulo: La política del cuerpo), alcanzó tales niveles de paranoia que
cualquier cosa asociada con el atractivo sexual femenino, como la ropa interior, les
inspiraba algo parecido al terror. Este temor suele estar asociado con los esfuerzos
por confinar la sexualidad femenina a su papel de procreación, de modo que no
resulta sorprendente que las madres tengan tanta importancia en el pensamien­
to de muchos misóginos. Tienen problemas para relacionarse con una mujer
en cualquier otro ámbito. Desde luego, habitualmente disfrazan su oposición a
cualquier despliegue sexual de las mujeres de manera paternalista, en términos
de “protegerla” de la explotación por parte de chauvinistas malvados; tantos los
nazis como los fundamentalistas musulmanes siguieron esa vetusta tradición en las
razones que dieron cuando trataron de suprimir los cosméticos y los salones de
belleza (véase el capítulo: La misoginia en la era de los superhombres). Pero sus
acciones y sus obsesiones no hacen más que revelar su propia incapacidad para
relacionarse con mujeres sexualmente maduras.
En nuestra cultura sigue perdurando una profunda ambivalencia en rela­
ción con la belleza femenina como parte de nuestra herencia de hostilidad judeo-
cristiana hacia el cuerpo. En el célebre llamamiento que hizo Mary Wollstonecraft
a las mujeres a “renunciar al poder arbitrario de la belleza”, pues de lo contrario
“demostrarían tener menos mente que el hombre” (véase el capítulo: Secretos
Victorianos), estaba haciéndose eco de esa hostilidad. La enorme mayoría de las
mujeres rechazaron la dicotomía entre la mente y el cuerpo y, más de dos siglos
después, siguen haciéndolo. Como ha observado la psicóloga Nancy Etcoff, “la
[ EN conclusión: encontrándole sentido a la misoginia ]
[ zjc ] solución no puede consistir en renunciar a un espacio de placer y poder que nos
ha acompañado desde el comienzo de los tiempos”.19
La solución no consiste en rechazar la belleza, sino en rechazar la miso­
ginia. Desde la Ilustración y el surgimiento de la democracia moderna, con su
hincapié en la autonomía personal y en el reconocimiento del derecho del indi­
viduo a la búsqueda de su propia felicidad, tanto las mujeres como los hombres
que las han apoyado en su lucha por la igualdad de derechos han cuestionado la
creencia en la cual se basa la misoginia: que las mujeres violan de alguna manera
el orden moral del mundo. Cada vez más se las incluye y se las ve como parte
esencial de ese orden moral, incluso en las culturas en las que las actitudes tradi­
cionales se resisten a semejante cambio. La misoginia muestra parte del “sentido
común de la sociedad”. El hombre ya no necesita estar en guerra consigo mismo
y en conflicto con la persona con la cual puede tener la relación más productiva,
placentera y satisfactoria.
Tal vez estemos cerca ya de despertarnos de la vieja fantasía que yace en
el centro de la misoginia y aprendiendo, por fin, a tratar al prejuicio más antiguo
del mundo, con el desprecio que se merece.

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


Lecturas sugeridas [2Jí]

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[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


Notas [x3J]

I. Las hijas de Pandora

1 Véanse las evidencias estadísticas en The blank slate: The modem denial of human nature, Steven
Pinker, Viking, 2002.
2 Hesiod: Theogony / Works and days [elip], traducción de Dorothea Wender, Penguin Classics,
1973.
3 Ibíd.
4 Helen: Myth, legend and the culture of misogyny, Robert Meacher, Continuum, 1995.
5 Wender, op. cit.
6 Goddesses, whores, wives and slaves, Sarah Pomeroy, Schocken Books, 1975.
’ The epic of Gilgarnesh, traducción de N. K. Sanders, Penguin Classics, 1960.
8 Women in Greece, Sue Blundell, Harvard University Press, 1995.
9 Semónides, el poeta del siglo VII, escribió: “Porque Zeus lo designó como el peor de todos
los males: la mujer/nos unió a ella con grilletes imposibles de romper”.
111 The tragical history of Dr Faustus, Christopher Marlowe.
11 The ¡liad, traducción de Richmond Lattimore, citado por Robert Meacher, op. cit.
12 The Trojan women, traducción de Gilbert Murray, George Alien & Unwin Ltd., 1905.
13 Civilization and its discontents, Sigmund Freud, Dover Publications, 1994.
14 De la introducción a Larousse Encyclopaedia of Mythology, Hamlyn, 1968.
13 Menander, citado en The reign of the phallus, Eva Keuls, University of California, 1985.
16 “A Husband’s Defense, Athens ciña 400 b.C.”, citado en Women's Ufe in Greece andRome: A source
book in translation, Mary R. Lefkowitz y Maureen B. Fant, eds., John Hopkins University, 1982.
” Pomeroy, op. cit.
18 Ibíd.
19 Courtesans and fishcakes: The consuming passions of Classical Athens, James Davidson, Harper
Perennial, 1999.
20 Keuls, op. cit.
21 “Aunque heridas, aporreadas, derrotadas y subyugadas por las jabalinas de los héroes clásicos,
por la indignación moral de los Padres de la Iglesia y de innumerables defensores cristianos, por
los fantásticos hechizos y poderes de los héroes del Renacimiento y por la audacia y voracidad de
los primeros conquistadores modernos, las amazonas siguieron con vida para reaparecer una y otra
vez en la cultura occidental”, escribe Abby Kleinbaum, al comentar la extraordinaria persistencia
de este mito en su libro The war against the Amazons, New Press, 1983.
22 Blundell, op. cit.
23 Las comedias de Aristófanes, escritas también en el siglo V, suelen jugar con temas similares,
en los que las mujeres desafían el orden moral, social y político prevaleciente. Su obra refleja,
indiscutiblemente, las inquietudes, obsesiones y preocupaciones del mundo de su época. En vista de
que tanto las tragedias como las comedias tienen temas comunes, podemos asumir la importancia
contemporánea de unas y otras.
24 Antigone, traducción de F. F. Watling, Penguin Classics, 1947.
25 Ibíd.
26 Hippolyta, traducción de Judith Peller Hallet, Oxford Classical Texts, 1902-1913.
27 El dualismo de Platón no era nuevo. En el siglo vi a.C. la escuela filosófica de Pitágoras elaboró
un cuadro de los opuestos. La I isla comprendía diez pares que según creían los pitagóricos regían
el universo, como bien y mal, derecha e izquierda, luz y oscuridad, limitado e ilimitado, masculino
y femenino. Los cuatro elementos a los que los antiguos reducían toda la naturaleza también eran
pares de opuestos: fuego y aire, tierra y agua. Un hábito del pensamiento veía las diferencias entre
hombres y mujeres como opuestos inmutables y eternos, fuente de un interminable conflicto.
28 Citado en An introduction to Western philosophy: Ideas and arguments from Plato to Popper,
Anthony
Flew, Thames and Hudson, 1989. The open society and its enemies, de Popper, es una crítica del
pensamiento político y social de Platón y de Marx.
25 The history of Western philosophy, Bertrand Russell, George Alien and Unwin, 1946.
3(1 The Republic, traducción de H. D. P. Lee, Penguin Classics, 1955. Todas las citas son de esta edición.
31 En la parábola de los prisioneros en la caverna transmite su visión de la falsedad del mundo tal como es percibido por
los sentidos. Imaginemos que los prisioneros han estado allí desde la infancia, encadenados entre sí. Cerca de la entrada
arde un fuego y por un camino elevado, entre la hoguera y los prisioneros, pasa gente. Mientras afuera el mundo sigue su
curso, los prisioneros no ven otra cosa de él que sus sombras titilando sobre la pared de la caverna. Como no conocen otra
cosa, lo confunden con la realidad. Así como los prisioneros son engañados por las sombras de una realidad que nunca
han percibido directamente, nosotros, que sólo conocemos el mundo por medio de los sentidos, no sabemos nada del
mundo de las formas perfectas, absolutas y eternas, del cual el mundo de los ojos y los oídos, el sabor y el tacto, es una mera
sombra. Se equipara al filósofo con un prisionero que ha escapado de la caverna y visto el mundo que hay más allá.
32 Russell, op. cit.
33 Keuls, op. cit.
34 “On the generation of animáis”, citado en Misogyny in the Western philosophical traditúm. A Reader, Beverley Clack, ed.,
Routledge, 1999.
35 Women’s Life in Greece and Rome: A source book in translation, Mary R. Lefkowitz y Maureen B. Fant, John Hopkins
University Press, 1982.
36 Pomeroy, op. cit.
37 Too many women?: The sex ratio question, Marcia Guttentag y Paul Secord, Sage Publications, 1983.
38 De Lysistrata, en The complete plays of Aristophanes, Moses Hales, ed., Bantam Books, 1962.

II. Las mujeres a las puertas: la misoginia en la antigua Roma

1 Lefkowitz y Fant, op. cit.


2 Ibid.
3 Ibid.
4 Ibid.
5 The city of God, traducción de Gerald G. Walsh et al., Image Books, 1958.
6 Román women: Their history and habits, J. P. V. D. Balsdon, Harper and Row, 1962.
7 Livio, The early history of Rome, traducción de Aubrey de Selincourt, Penguin Classics, 2002.
8 Civilization and its discontents, Sigmund Freud, Dover, 1994. La flama perduró hasta el año 394 d.C., cuando los
cristianos, por entonces gobernantes de Roma, ordenaron que se la extinguiese. La antigua profecía tardó 16 años en
cumplirse. En 410 d.C. Roma cayó ante un ejército de invasores bárbaros.
9 fugurthine war, and conspiracy of Catiline, Salustio, traducción de S. A. Handford, Penguin Classics, 1963.
10 Ibid.
11 Ibid.
12 Las mujeres egipcias, como las de Mesopotamia, eran notorias por su elaborado maquillaje. Los cosméticos se men­
cionan por primera vez en un texto mesopotámico fechado en el año 3000 a.C.
13 Román Women, Balsdon, ibid.
14 Shakespeare, Antony and Cleopatra, acto 2, escena 2.
13 Lefkowitz y Fant, op. cit.
16 Ibid.
17 Women and politics in Ancient Rome, Richard A. Bauman, Roudedge, 1992.
18 Livio, op. cit.
19 Pomeroy, op. cit.
20 Bauman, op. cit.
21 Macrobius, citado por Bauman, ibid.
22 El psiquiatra Frank Caprio, ciado en Nymphomania: A history, Carol Groneman, W. W. Norton, 2000.
23 Groneman, ibid.
24 Ibid.
25 Traducción de Rolfe Humphries, Indiana University Press, 1958.
26 Ibid.
27 Tácito, The Annals, traducción de Michael Grant, Penguin Classics, 1956. En la antigua Roma no eran en absoluto
desconocidos los matrimonios escandalosos. Durante el reinado de Nerón, un aristócrata, que ya había desafiado a la
opinión pública al combatir como gladiador, se casó con su novio. El mismo Nerón se cubrió con un velo nupcial y se
casó con uno de sus amantes varones.
28 Ibid.
29 Agrippina: Sex, power and politics in the early Román Empire, Anthony A. Barrett, Yale University Press, 1996.
39 Tácito, op. cit.
31 Bauman, op. cit.
32 Agripina escribió una autobiografía detallando su vida y las desgracias de su familia, probablemente pocos años
antes de su muerte. Por desgracia sólo sabemos de este documento a partir de unas pocas referencias que hacen Tácito

[ UNA BRF.VE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


y Plinio el Viejo, que la usaron como fuente. Deducimos de ellas que Nerón nació de nalgas, y que probablemente ésa
[235]
fuese la razón de que su madre no tuviese más hijos.
53Juvenal, op. át.
■H Apulieus, The goldrn así, A new translation, E. J. Kennedy, Penguin Classics, 1998. El asno, que es el héroe humano
metamorfoseado, temeroso de que después de terminar con la mujer también se lo coman los leones, decide escapar
antes de ponerse en acción.

III. Intervención divina: la misoginia y el ascenso del cristianismo

1 Esto proviene de un manuscrito hebreo del Eclesiastés, descubierto en el siglo XII, y citado por Russell, op. cit.
2 A history of Christianity, Paul Johnson, Simón and Schuster, 1976.
3 Hay ciertas evidencias de que Pitágoras y las escuelas que fundó permitían la entrada de mujeres.
4 Citado por Pinker, en Pinker, op. cit.
5 Citado en Body and society: Men, women, and sexual renunciation in early Christianity, Peter Brown, Columbia University
Press, 1988.
6 Tácito, The annals. La acusación fue investigada por el marido y la mujer fue declarada inocente.
7 Un pariente del emperador Domiciano (81-96 d.C.) era un cristiano que trabajó junto a san Pablo cuando el apóstol
fue a Roma. Según la leyenda, la hermosa iglesia de San Clemente, en Roma, se erige donde su ubicaba la silla de su
familia.
8 El argumento y las evidencias que aquí se citan se basan en The rise of christianity: ,4 soáologist reconsiders history, Rodney
Stark, Princeton University Press, 1996.
’ Primero las mujeres tomaban dosis de diversos venenos, para provocar el aborto. Si eso fallaba se recurría a la cirugía,
para lo cual se empleaban navajas, punzones y ganchos a fin de cortar y extraer el feto por partes. Con gran frecuencia
las mujeres eran obligadas a hacerse un aborto por sus amantes o esposos. La sobrina del emperador Domiciano murió
a consecuencia de un aborto que él la forzó a practicarse después de haberla embarazado.
10 Stark, op. cit.
11 Guttentag y Secord, op. cit.
12 Stark, op. cit. Cita argumentos en el sentido de que la infame referencia que aparece en la Epístola a los Corintios,
de san Pablo (14:34-36) en el sentido de que las mujeres deben mantener silencio en la iglesia no corresponde a lo que
dice Pablo, sino que éste está citando una afirmación de un opositor al que trata de refutar.
13 “Is Paul the father of misogyny and anti-Semitism?”, Pamela Eisenbaum, Cross Currents, invierno 2000-2001. La autora
sostiene insistentemente que san Pablo no es ninguna de las dos cosas.
14 Esta descripción, tomada de las Hechos apócrifas de san Pablo, es citada por Johnson, op. cit.
13 Brown, op. cit.
16 Ibíd.
17 De leuinion 5.1, Corpus Christianorum 2:1261.
18 “On female dress”, en The wnlings of Tertullian, vol. 1, traducción del reverendo S. Thelwall, Edimburgo, 1869.
19 2 Corintios, 6:16.
20 Tertuliano, “On the apparel of women”, en The Ante-Nicene Fathers, vol. II, cap. 5, traducción del reverendo S.
Thelwall, Edimburgo, 1869.
21 Citado por Brown, op. cit.
22 Tertuliano, op. át.
23 Esto se compara con quince en los primeros 130 años de dominio imperial.
24 Se construyeron durante el reinado de Aureliano (270-275 d.C.). Siguen siendo uno de los rasgos prominentes de
Roma hasta el día de hoy.
25 El emperador Valeriano, derrotado por Shapur I en el año 260.
26 La primera duró desde 165 hasta 180 d.C., y la segunda se produjo en el año 251.
27 Stark, op. cit.
28 En un ejemplo especialmente doloroso del literalismo, Orígenes interpretó fielmente las palabras de Mateo: “Porque
hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos, que son hechos eunucos por los hombres; y hay
eunucos por causa del reino de los cielos; el que pueda ser capaz de eso, séalo” (19:12).
29 El Evangelio según santo Tomás, citado en Brown, op. át.
30 Citado en A history of their awn, vol. 1, Bonnie S. Anderson yjudith P. Zinsser, Oxford, 2000.
31 Brown, op. át.
32 Ibíd.
33 Ibíd.
34 De una conferencia de Paul Surlis, 2002.
33 Brown, op. át.
36 Cuando los funcionaros romanos quisieron enjuiciar a los responsables del ataque contra los judíos, Ambrosio, obispo
de Milán, intervino para proteger a los maleantes antisemitas sobre la base de que eran buenos cristianos.

[ NOTAS ]
37 Las doctrinas de Maní eran en extremo dualistas y sostenían que toda la materia era inherentemente malvada. Por
[236]
eso sus seguidores veían la reproducción como la perpetuación del mal, de modo que la prohibieron y rechazaron la
idea de que Dios hubiese podido permitir que su hijo entrase al universo material. Según sus enseñanzas, Jesús era un
fantasma. Mani fue ejecutado por los persas en el año 276.
38 Confessions, traducción de Henry Chadwick, Oxford University Press, 1991. Todas las citas posteriores provienen de
este texto.
39 The city of God, traducción de Gerald G. Walsh, S. J. Demetrius. B. Zema, Grace Monahan y Daniel J. Honan, Image
Books, 1958. Las citas restantes provienen de este texto.
40 Russell, op. cit.
41 Walsh et al., op. dt.
42 En su compilación de inscripciones, cartas y textos, Womrn’s Ufe in Greece and Rome, los editores Lefkowitz y Fant
incluyen dos, Hiparquia y Apolonia, de los siglos III y II d.C., respectivamente.
43 En Ecclesiastical history de Sócrates Scholasticus.
44 Life of Isidore, de Damasceno, traducción de Jeremiah Reedy, Phanes Press, 1993.
45 De la "Crónica de Juan”, obispo de Nikiú.
46 Ibíd.
47 Sócrates Scholasticus, op. dt.
48 The decline and fall of the Román Empire, Edward Gibbon, Penguin Classics, 2000.

TV. De reina del cielo a mujer del demonio

1 Se debate, hasta cierto punto, si Moisés estuvo presente en cuerpo. También se considera que otros profetas del Antiguo
Testamento, Enoch y Elias, tomaron una ruta directa al cielo, sin necesidad de la larga espera de la resurrección.
2 Citado en Alone of all her sex: The myth and the culi of the Virgin Mary, Marina Warner, Vintage Books, 1983.
3 The Medieval warld: Europe 1100-1350, Friedrich Heer, Welcome Rain, 1998.
4 Anderson y Zinsser, op. cit.
5 Citado en The perfect heresy: The revolutionary Ufe and death of the medieval Cathars, Stephen O’Shea, Walker and Com-
pany, 2000.
6 Anderson y Zinsser, op. dt.
7 Heer, op. dt.
8 Ibíd.
9 Ibíd.
10 Warner, op. dt.
11 Los ataques contra la opulencia de la Iglesia y su creciente distanciamiento de los fieles ha constituido la base de otros
movimientos heréticos, como el que estuvo inspirado por Peter Waldo, quien predicaba el regreso a la pobreza de Jesús.
12 O’Shea, op. cit.
13 Warner, op. dt.
14 Ibíd.
15 The Canterbury tales, Geoffrey Chaucer, versión en inglés moderno de Nevill Coghill, Penguin Books, 1951.
16 Ibíd.
17 Citado en Medieval misogyny and the invention of Western romantic lave, Howard Bloch, University of Chicago Press,
1991.
18 En la Roma del siglo III se prescribió la muerte por fuego de una bruja que, con magia, había provocado el falleci­
miento de alguien. En el siglo VI la reina de los francos, Fredegunda, mandó quemar por brujas a varias mujeres, acusadas
de haber provocado la muerte de dos de los jóvenes hijos de la reina. Antes de quemarlas las acusadas fueron torturadas
hasta lograr que confesasen. El uso de la tortura y el hecho de que fuese una mujer la que acusó a otras de matar a los
hijos se convertiría en una característica de la posterior locura de la quema de brujas.
19 Cuando en 1080 unas mujeres fueron acusadas de brujería, culpadas de provocar tormentas y la pérdida de las
cosechas, el papa Gregorio VIII se quejó al rey danés y prohibió ese trato. Sin embargo, la superstición popular persistió,
muchas veces con crueles consecuencias. En 1090 una turba quemó a tres mujeres en Baviera. Noventa años después una
mujer sospechosa de brujería fue eviscerada por órdenes de los ciudadanos acaudalados del lugar y obligada a caminar
por las calles de Gante con sus propios intestinos en las manos.
211 The waning of the Middle Ages, J. Huizinga, Peregrine Books, 1965.
21 Demon lovers: Witchcraft, sex and the crisis of belief Walter Stephens, University of Chicago Press, 2002.
22 Posteriormente habría bastantes especulaciones eruditas sobre cómo y cuándo se producía esa extracción, y si se
podía usar o no el semen de las “poluciones nocturnas”.
23 Stephens, op. cit.
24 Citado por Stephens, ibíd.

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


25 Incluso en el punto culminante de las cacerías de brujas Irlanda permaneció esencialmente al margen de ellas.
[237]
Como ya se ha señalado, en las tradiciones celtas irlandesas están ausentes muchos de los elementos misóginos comunes
en la visión del mundo clásica, judía y cristiana.
26 Europe’s inner demons, Norman Cohn, University of Chicago Press, 2000.
27 Ibid. A partir de 1600 la posesión demoniaca se volvió más frecuente, y afectaba muchas veces a gran número de
mujeres al mismo tiempo. Los casos más famosos son las monjas de Loudon y las mujeres de Salem. Tal como ocurrió con
ese sacerdote bohemio, la posesión solía adoptar la forma de repugnancia a asistir a ceremonial religiosas.
28 Malleus Maleficarum, Henricus Institoris, traducción, introducción, bibliografía y notas del reverendo Montague
Summers, John Rodker, 1928. Esta cita es de su introducción. Todas las siguientes citas del Malleus, salvo indicación en
contrario, son de la traducción de Summers.
29 En África siguen produciéndose acusaciones de que las mujeres roban penes. En noviembre de 2001, la BBC informó
que turbas en Cotonuo, Benin, atacaron y mataron a cinco personas, cuatro de las cuales fueron quemadas vivas, después
que unos hombres denunciaron que sus penes habían desaparecido. Se cree que es posible hacer que el pene de un
hombre se desvanezca mediante un apretón de manos o un encantamiento.
311 Stephens, op. cit.
81 Ibid.
32 Materials towards a history of witchcraft, vol. 2, Henry Lea, organizado y editado por Arthur Howland, Thomas Yoseloff,
1957.
33 O’Shea, op. cit.
31 Summers, op. cit.
35 The Encyclopaedia of Witchcraft and Demonology, Rossell Hope Robbins, Crown, 1959.
36 Lea, op. cit.
37 Jean Bodin, citado en Lea, ibíd.
38 Stephens, op. cit.
39 Cohn, op. cit.
49 The European witch craze of the 17th century, Hugh Trevor-Roper, Penguin Books. 1966.
41 Lea, op. cit.
42 La falta de sueño fue la tortura preferida durante las purgas estalinistas del Partido Bolchevique en la década de 1930.
En los juicios publicitados, destacados intelectuales del partido, igual que las brujas, tres siglos antes, confesaron haber
recorrido sigilosamente los campos envenenando pozos y matando al ganado. En Irlanda del Norte, en 1971, los británicos
usaron la misma tortura, en forma modificada, contra sospechosos de ser activistas del Ejército Republicano Irlandés.
43 The Devil in the shape of a woman: Witchcraft in colonial New England, Carol Karlsen, Vintage Books, 1989.
44 Democracy in America, Alexis de Tocqueville, Everyman’s Library, 1994.
45 Cuando fue canonizada, en 1920, eso se debió a su vida virtuosa, no a su exitosa carrera militar, según las historia­
doras Bonnie Anderson y Judith Zinsser, op. cit.
46 Ibíd.

V. Oh, mundo feliz: literatura, misoginia y el ascenso de la modernidad

1 En el Oxford English Dictionary el término “misoginia" aparece por primera vez en un glosario de 1656 y se lo define
como odio o desprecio hacia las mujeres. “Misógino" había aparecido en 1630 en un panfleto titulado “Swetman arraigned”.
Swetman fue el autor de un notorio texto que atacaba a las mujeres: “El nombre de Swetman sonará más terrible en el
oído de las mujeres / que el de ningún misógino que haya existido”.
2 The weaker vessel: Women in 17th century England, Antonia Fraser, Alfred A. Knopf, 1984.
3 The family, sex and marriage in England 1500-1800, Lawrence Stone, Pelican Books, 1979.
4 Citado por Stone, ibíd.
5 Ibíd.
6 William Blackstone, profesor de derecho de la Universidad de Oxford, citado en A vindication of the rights of woman,
de Mary Wollstonecraft, con una introducción de Miriam Brody, Penguin Classics, 1992.
7 Stone, op. cit.
* Citado en Who cooked the Last Supper: The women’s history of the world, Rosalind Miles, Three Rivers Press, 2001.
9 Anderson y Zinsser, Ibíd.
10 Stone, op. cit.
11 Fraser, op. cit.
12 Ibid.
13 Stone, op. cit.
14 Ibíd.
15 Russell, op. cit.

[ NOTAS ]
16 Los mitos de la caída de los griegos y los judíos se plantearon a partir de un concepto de autonomía masculina
[ 238 ]
específica: la idea de que los hombres fueron creados antes que las mujeres y que vivieron felices y autónomos sin ellas,
gozando de una relación privilegiada con la o las deidades.
17 Citado por Russell, op. cit.
18 Esta sigue siendo la visión del mundo dominante entre los científicos sociales, aunque está siendo cuestionada por
los hallazgos de la biología evolutiva.
19 Stone, op. cit.
20 Locke, op. cit.
21 Ibid.
22 El segundo paso habría de esperar otros tres siglos, hasta que en la década de 1960 se difundió la píldora anticon­
ceptiva.
23 “The poetry of the 18th century”, T. S. Eliot, The Pelican Guide lo English Literature, vol. 4, From Dryden to Johnson,
editada por Boris Ford, Pelican Books, 1973.
24 Citado en A history of the breast, Marilyn Yalom, Ballantinc Books, 1997.
25 Ben Jonson’s plays, vol. 1, con una introducción de Félix Schelling.J. M. Dent and Sons, 1960.
26 Citado en Befare pomography: Erotic writing in early modem England, lan Frederick Moulton, Oxford University Press,
2000.
27 William Shakespeare, The Complete Works, Stanley Wells y Gary Taylor (eds. gen.), Oxford, 1988.
28 Misogyny: The male malady, David Gilmore, University of Pennsylvania Press, 2001.
29 Selected Essays by T. S. Eliot, Faber and Faber, 1969.
30 Ibíd.
31 Otelo deja oir la misma lamentación acerca de su esposa Desdémona; a medida que sus celos se van volviendo más
intensos, señala (Otelo, acto 3, escena 3):
¡Oh. maldición del matrimonio,
que llamemos nuestras a estas delicadas criaturas,
pero no a sus apetitos!
32 Era eso o, como sugirió T. S. Eliot, que Shakespeare simplemente no logró crear en Gertrudis una personalidad
capaz de justificar el feroz odio que su hijo sentía por ella. Es uno más de los muchos enigmas de la obra.
33 Shakespeare: A lije, Park Honan, Oxford University Press, 1998.
34 The completepoems ofJohn Wilmot, Earl of Bochester, editados y con una introdcción de David M. Vieth. Yale University
Press, 1968. Esta fue la primera edición completa y sin censura de la poesía de Rochester. En otro poema la higiene personal
parece suplantar a la misoginia como tema, cuando el poeta le ruega a su amante: “Ninfa bella y desagradable, / sé limpia
v amable, y devuélveme todos mis goces. / usando papel para atrás / las esponjas para adelante". En este caso Rochester
no hacía más que reflejar el hecho de que los ingleses y las inglesas de la época eran notoriamente sucios y ajenos a la
higiene corporal, recordatorio de que tras la caída del imperio romano se perdieron sus magníficos baños públicos, sus
acueductos y el agua corriente permanente, y que Europa soportó más de un milenio de terrible suciedad. En el Londres
del siglo XVII la higiene personal solía limitarse a lavarse las manos y la cara. El diarista Samuel Pepys (1633-1703), quien
llevó una célebre narración de su vida cotidiana, que incluía descripciones explícitas de sus múltiples encuentros sexuales,
tuvo un alejamiento sexual con su esposa Elizabeth después que ésta fue a un baño público (por primera vez en su vida)
y luego se negó a acostarse con él mientras no hiciese lo propio. Al cabo de tres días su hostilidad hacia los baños fue
superada por su necesidad sexual, y aceptó. Pero por lo general se consideraba que las mujeres eran las más sucias.
35 Citado en Rochester’s Poetry, David Farler-Hills, Rovvman and Littlefield, 1978.
36 La ansiedad resultante halló salida en una corriente de poesías ingeniosas. Entre las más famosas figura “Signior
Dildo”, de Rochester.
37 The secret museum: Pomography in modem culture, Walter Kendrick, University of California Press, 1987.
38 The rise of the novel, lan Watt, University of California Press, 1957.
39 En general se considera que las otras dos son Robinsm Crusoe (1719) y Ajoumal of the plague year (1722).
441 Stone, op. cit.
41 Defoe, “Conjugal lewdness", 1727.
42 Roxana: The fortúnate mistress, Daniel Defoe, editado y con una introducción de David Blevvett, Penguin Classics,
1982.
43 Ibid.
44 Otra característica curiosa de Roxana es que se trata de la historia de una prostituta, pero que no le dice casi nada
al lector sobre su vida sexual. De hecho la única escena erótica del libro se produce entre Roxana y su devota doncella
Amy. El amante de Roxana le ha echado ojo a Amy, quien le devuelve las miradas, pero es demasiado tímida y “delicada”
como para tomar aluna iniciativa. Roxana invita a Amy a acostarse con él y cuando la joven se niega, le insiste. Cuando
Amy sigue mostrándose tímida, Roxana empieza a desvestirla. Al principio Amy se resiste, pero después de un jaloneo se
rinde ante Roxana, quien informa “me dejó hacer todo lo que quise”, utilizando la frase que se emplea habitualmente
cuando una mujer se entrega a un hombre. Luego Roxana la empuja desnuda a la cama con su amante y observa, mientras
ambos hacen el amor. La escena tiene el propósito de establecer la capacidad de la heroína de actuar con decisión de

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


una manera que desafía el estereotipo habitual de la modestia femenina. Domina a Amy con tanta firmeza como podría
[239]
hacerlo un hombre, tal como controla su dinero y a sus varones, manipulándolos para sus propios fines.
15 Resulta interesante comparar estos anticuados estereotipos misóginos que se remontan hasta Juvenal con el retrato
intenso y original de Roxana que pinta Defoe. Las expresiones poéticas sobre las mujeres de autores como Pope, que
desdeñaban la novela por considerarla literatura para las sirvientas, parece ahora patética, predecible y pasada de moda.
46 Pamela, Samuel Richardson, vol. 1, con una introducción de George Saintsbury, Everyman’s Library, 1960.
47 El novelista Henry Fielding no dudaba de cuál era la respuesta. En un panfleto titulado “Shamela” [de shame,
vergüenza] atacó por hipócrita a Richardson. la primera novela de Fielding, Joseph Andrews, era una parodia de Pamela,
en la cual un guapo lacayo es perseguido por una lasciva lady Booby. Fielding consideraba ridículo suponer que sólo los
hombres experimentan lujuria, y pasó revista al mismo tema en su más grande obra: Tom Jones.
48 Émile, Jean-Jacques Rousseau, traducción de Barbara Foxley, Everyman Library, 1911.
49 Women in Western política!. Ihought, Susan Moller Orkin, Princeton University Press, 1979
50 Rousseau, op. til.
51 Ibíd.
52 Russell, op. cit.
58 The invmtion ofpomography: Obscenily and the origins of modemity, 1500-1800, editada y con una introducción de Lvnn
Hunt, Zone Books, 1993.
54 Kathryn Norberg, citada en ibíd.
55 Jusline: or, Good amduct well chaslisedy The history offuliette: or, The fortunes of vice, fueron prohibidas en 1814 y 1815,
respectivamente. No tuvieron difusión amplia en Inglaterra hasta 1965.
56 The history ofJuliette: or, The fortunes of vice, Grave Press, 1968.

VI. Secretos Victorianos

' The golden bough: The roots of religión and folklore, James Frazer, Avenel Books, 1981.
2 Sexual Ufe in Ancient India: A study in the comparative history of Indian culture, Johann Jakob Meyer, Bames and Noble,
1953. El análisis de Meyer se basa en el antiguo poema épico indio Mahabharata.
5 Se han hallado figurillas parecidas por toda Europa occidental y se las ha utilizado como evidencia de la existencia
de una civilización matriarcal anterior a la historia registrada, más o menos entre 8000 y 3000 a.C. No obstante, es noto­
riamente difícil extraer de los artefactos conclusiones acerca de las relaciones sociales. Si lo único que conociésemos de
la Edad Media fuesen los retratos de la Virgen María, podríamos llegar a la conclusión de que la Europa católica había
sido un matriarcado.
4 Citado en Sexualia: From prehistory to cyberspace, Clifford Bishop y Xenia Osthelder, eds., Koneman, 2001.
5 Conjundions and disjunctions, Octavio Paz, traducido del español por Helen R. Lañe, Seaver Books, 1982.
6 Erotic art of the East, Philip Rawson, citado por Paz, ibíd.
7 Paz, ibíd.
8 Citado en Sex and history, Reay Tannahill, Abacus, 1981.
9 Ibíd.
19 Ibíd.
11 Paz, op. cit.
12 Ibíd.
18 Bishop y Osthelder, op. cit.
14 Citado en Tannahill, op. cit.
15 Publicado en The New York Times, 20 de julio de 2003.
16 Citado en Bishop y Osthelder, op. cit.
17 Meyer, op. cit.
18 Difundido por Associated Press, 10 de noviembre de 2002.
19 Citado en Bishop y Osthelder, op. cit. Cabe esperar que la indignación del abate se dirigiese también contra el
hecho de que la enorme mayoría de las mujeres de Europa occidental también tenían vedado obtener una educación de
la misma calidad que los hombres.
20 Ibíd.
21 Ibíd.
22 Meyer, op. cit.
23 Tannahill, op. cit.
24 Meyer, op. cit.
25 Tannahill, op. cit.
26 De “An occasional letter to the Female Sex”, citada en la introducción del editor a Common Sense, Isaac Kramnick,
ed., Penguin American Library, 1976.
27 De la introducción a A vindicalion of the rights of woman, Mary Wollstonecraft, editada y con una introducción de
Miriam Brody, Penguin Books. 1992.

[ NOTAS ]
, , 28 Brodv, introducción, ibíd.
U4°]
“ Ibíd.
31 Ibíd.
32 Russell, op. cit.
33 Citado en Of woman bom: Motherhood as experience and institution, Adrienne Rich, W. W. Norton, 1986.
34 En una tesis inédita de 7998 del Trinity College, Dublin, Jenny E. Holland ha sostenido que esta historia del hombre
que crea la vida es una crítica alegórica a la ciencia que se apoderó del papel de la partera, cosa que ocurrió durante el
siglo xix, con la rápida expansión de la ciencia médica.
35 Tannahill, op. cit.
36 Ibíd.
Charles Dickens: Selected jmmalism, 1850-70, editado, con introducción y notas de David Pascoe, Penguin Classics,
1997.
38 Hippolyte Taine, citado en The warm in the bud: The world of Victorian sexuality, Ronald Pearsall, Pelican Books,
1969.
35 The people of the abyss, Jack London, con una introducción de Brigitte Koenig, Pluto Press, 2002.
« Ibíd.
41 Señora Elizabeth Fry, citado en Pearsall, op. cit.
42 Ibíd.
43 Ibíd.
44 Nymphomania: A history, Carol Groneman, Norton, 2001.
45 Citado en John Duffy, Tulane L'niversity School of Medicine, en "Masturbation and clitoridectomy", Journal of the
American Medical Association, 19 de octubre de 1963.
46 El caso se cita en Groneman, op. cit.
47 Descrito en “Women at our mercy”, Peter Stothard, The Times, 27 de marzo de 1999. Posteriormente Brown negó
haberse reunido con un periodista o haber afirmado que la cirugía pudiese curar enfermedades mentales. Pero el periódico
sostuvo su historia. Más tarde el British Medical Journal encontró pacientes mentales femeninas que habían sido operadas
por Brown, quien perdió su pertenencia al Royal College y dejó Inglaterra para proseguir su carrera en Estados Unidos.
48 Duffy, op. cit.
* Citado en Pearsall, op. cit. La señora Greenaway también tuvo gran éxito en Francia y en Alemania.
30 Ibíd.
31 La obra de Dickens sigue presentando un marcado contraste con la de su contemporáneo Entile Zola, de Francia,
en cuyas novelas abundan vividos retratos de mujeres sexualmente maduras, pero que no puede pintar convincentemente
a los niños. Su La Terre fue censurada como obscena en Inlaterra en 1888, cuando fue tema de debate en la Cámara de
los comunes. Un enfurecido miembro del parlamento declaró que “la literatura de este tipo [estaba] corroyendo” la fibra
moral de Inglaterra. El editor inglés fue a dar a la cárcel por tres meses.
32 Rich, op. cit.
53 The Lancet, citado en Pearsall, op. cit.
54 Miles, op. cit. Según Miles el código le permitía al marido forzar a su esposa a residir o trasladarse al lugar que él
decidiese, adquirir sus propiedades y ganancias al divorciarse, mandarla a la cárcel hasta por dos años en caso de adulterio,
mientras él no estaba sujeto a sanción alguna, y despojar a los hijos de todo derecho. Llega a la conclusión de que “las
francesas habían estado mejor en las edades oscuras...”
53 Pearsall. op. cit.
36 Citado en Ibíd.
37 Herbert Spencer, citado en Miles, op. cit.
38 Saturday Review, febrero de 1868, citado en Pearsall, op. cit.
39 Tannahill, op. cit.
“ Citado en Pearsall. op. cit.
61 Citado en Wilches of the Atlantic World: A historical reader and primary source book Elaine G. Breslaw, ed., New York
University Press, 2000.
62 Ibíd.
63 De Tocqueville, Democracy in America, Everyman’s Library, 1972.
64 Ibíd.
63 Shades offreedom: Racial politics and presumptions of the American legal process, A. León Higginbotham, Oxford University
Press, 1996.
“ Citado en una entrevista aparecida en el sitio web de la revista Essence Magazine. Sheftall es autor, junto con Johnetta
B. Colé, de Gender talks: The struggle for women's equality in African American communities, Ballantine Books, 1999.
67 Miles, op. cit.
68 Incluso en esa época se especulaba mucho sobre por qué esa tierra de frontera, sin ley, del lejano oeste, debía dar
un paso tan progresista. Los vaqueros y los pistoleros parecían haber llegado a la conclusión de que con eso mejoraría
la imagen de Wyoming, ya que las mujeres representaban, para la mayoría de los estadounidenses, todo lo que había de

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


respetable y moral. Las mujeres adquirieron también el derecho a desempeñarse como jurados. El juez Hoyt, presidente de [ MI ]
la Suprema Corte, que se opuso a la decisión, llego posteriormente a la conclusión de que “esas mujeres se comportaron
con tal dignidad, decoro, corrección e inteligencia que se ganaron la admiración de todos los ciudadanos con sentido de
la justicia de Wyoming”. Véase Tannahill, op. cit.
m Miles, op. di.
70 Tannahill, op. cit.
71 Russell, op. dt.
72 Pero Nietzsche malinterpretó tan desastrosamente a Byron como a las mujeres. Lejos de ser el legendario Donjuán,
el seductor desalmado, dipuesto a despojara las mujeres de su virtud, Byron solía ser el seducido, más que el seductor. Su
más grande poema, la épica cómica Don Juan, nos habla de un joven amable, soñador y de buen carácter al que le resulta
difícil decirles que no a las mujeres hermosas.
73 Las nociones de poder de Nietzsche recuerdan en ocasiones las de Sade. Pero el “Divino Marqués" hubiese encon­
trado ridicula e infantil la visión de la mujer que tenía aquél. Tal como lo veía Sade, ya que las mujeres eran humanas,
eran capaces de mostrarse inhumanas en igual medida que los hombres, como deja en claro en Juliette.
74 Citado en Pearsall, op. dt.
75 Los especialistas en Jack el Destripador discuten si el número de asesinatos que se le atribuyen debería ser mayor o
menor. Hay hasta diez muertes, algunas antes y otras después de los homicidios reconocidos, en general, del Destripador,
que en ocasiones se han considerado obra suya. Pero como ocurre con tantas otras cosas relacionadas con Jack el Destri­
pador, la enorme mayoría de los presuntos vínculos que lo relacionan con ellas se basan en la mera especulación.
76 Citado en The complete Jack the Ripper, Donald Rumbelow, con una introducción de Colín Wilson, The New York
Graphic Society, 1975.
77 Su informe se cita en el sitio web Casebook: Jack the Ripper, como una de 178 mil entradas relacionadas con los asesinatos
del Destripador a las que da acceso el motor de búsqueda Google.
78 Rumbelow, op. dt.
79 La identidad de Jack el Destripador sigue siendo un enigma hasta el día de hoy. Ha habido unos quince sospechosos
principales, que van desde el duque de Clarence, nieto de la reina Victoria, hasta un barbero polaco. Varios testigos men­
cionaron a un hombre “bien vestido con ropas gastadas de aspecto extranjero” que habló con varias de las víctimas antes de
la muerte de éstas. Whitechapcl era una zona judía y la policía temía que esos rumores provocasen disturbios antisemitas.
Por esa razón destruyó lo que podía representar una de sus pocas pistas verdaderas. Poco después del cuarto asesinato,
no lejos del lugar del mismo, un policía encontró un mensaje pintado en la pared: “Los judíos no son los hombres que
serán acusados en vano". Estaba fresco, y tal vez fuese un intento del asesino por agitar los sentimientos en contra de la
población judía local. Posteriormente Freud especularía acerca de las relaciones entre la misoginia y el antisemitismo.

VIL La misoginia en la era de los superhombres

1 Collected poems, editados por Edward Mendelson, Random House, 1976.


2 The enigma oj woman: Woman in Freud’s writings, Sarah Kofman, traducido del francés por Catherine Porter, Cornell
University Press, 1985.
’ Some psychical consequences of the anatomical differences between the sexes. The Freud Reader, Peter Gay, ed., W. W. Norton
and Company, 1989.
4 Bishop y Osthelder, op. dt.
5 Gay, op. cit.
6 Ibid.
7 Kofman, ibid.
8 Civilization and its discontents, Sigmund Freud, Dover Publications, 1994.
9 Citado en Betty Friedan, The feminine mystique, Norton 1963.
10 Eve's Seed: Biology, the sexes and the course of history, Robert S. McElvaine, McGraw-Hill, 2001.
11 Mucha de la información sobre Weininger se tomó del sitio web www.theabsolute.nedottowlottoinfo , 5 de noviembre
de 2003. Este material, a su vez, se deriva de Sex, Science, and self in imperial Vienna, tesis doctoral de Chandak Sengoopta,
John Hopkins University, 1996.
12 Sex and character, Otto Weininger, sitio web feastofhateandfear website, 11 de noviembre de 2003.
>’ Ibid.
14 Ibid.
15 www.theabsolute.net/ottow/ottoinfo
16 Ibid.
17 Freud teorizó que había un vínculo inconsciente entre la misoginia y el antisemitismo, al menos tal como se mani­
festaban en la civilización occidental. Especuló que ambos surgían del temor a la castración. La circuncisión inspiraba el
mismo temor que la contemplación de los genitales femeninos (véase el capítulo IX).
18 Hitler 1889-1936: Hubris, lan Kershaw, W. W. Norton, 1998.
19 Weininger, op. dt.

[ NOTAS ]
. 20 The face of the Third Reich, Joachim C. Fest, Pelican Books, 1972.
I 242 7 21 Kershaw, op. át.
22 Ibid.
29 Ibíd.
24 Ibíd.
25 Ibíd.
26 Fest, op. cit.
* Ibíd.
28 Ibíd.
29 Kershaw, op. cit.
39 The Third Reich: A new history, Michael Burleigh, Pan Books, 2001.
31 Ibíd.
32 Del sitio web Truth at Last Archives, 11 de noviembre de 2003. Streicher fue procesado y ejecutado por los aliados
en octubre de 1946.
33 Burleigh, op. cit.
34 Ibíd.
35 Mein Kampf citado en Fest, op. cit.
K Citado en Fest, Ibíd.
37 Ibíd.
38 Ibíd.
39 Women wnting the Holocaust, sitio web, 17 de noviembre de 2003.
* Hitlers willing executioners: Ordinary Germans and the Holocaust, Daniel Goldhagen, Vintage Books, 1997.
41 Las fotos se reproducen en Goldhagen, ibid.
42 The nazi doctors, Rover Jay Lifton, citado en The New York Times, 19 de noviembre de 2003.
43 Women in concentralúm camps, sitio web, 17 de noviembre de 2003.
44 The oñgins of the family, prívate property and the State, Friedrich Engels, con una introducción de Michael Barren,
Penguin Classics, 1985.
45 Rosalind Delmar, citada en Michael Barrett, ibíd.
46 The woman question: Selections from the wnlings of Kart Marx, Frederick Engels, vol. 1. Lenin, Joseph Stalin, International
Publishers, 1951.
47 Ibíd. Lenin seguía a Engels, quien en Origins (Engels, op. cit.) había afirmado que la liberación de “todo el sexo
femenino” sólo podía lograrse por medio de la integración en la economía general.
* Ibíd.
49 Basic wnlings on politics and philosophy, Anchor Books, 1989.
50 Adrienne Rich, op. át.
51 The People’s Daily Online, 12 de noviembre de 2003.
52 De Life and fale, citado en The faU of Berlín, Antony Beevor, Viking, 2002.
53 El gobierno de Corea del Norte ha calificado sus aseveraciones de “una mentira escandalosa". Pero organizaciones
de derechos humanos que cuentan con credibilidad han sustanciado los testimonios de los defectores.
54 Todas las siguientes citas y referencias a la señora Lee provienen de la transcripción de su testimonio ante el
comité.
55 New York Times, 3 de mayo de 2002.
56 Iris Chang, The rape of Nanking, citado en War's dirty titile secret: Rape, prostitution and other dimes against women, Anne
Llewellyn, ed., The Pilgrim Press, 2000.
57 Beevor, op. át.
58 Citado en Llewellyn, op. cit.
59 Ibíd.
“ Ibíd.
61 Uno de los pocos casos de soldados castigados por violación se produjo durante la invasión de Alejandro Magno
a Persia en el año 3345 a.C. Mandó ejecutar a dos soldados por haber violado a las esposas de dos persas. Alejandro los
comparó con “bestias brutas que pretender destruir la humanidad". Véase Plutarch ’s Life ofAlexander, traducción de Thomas
North, Southern Illinois Press, 1963.

VIII. La política del cuerpo

1 Pearsall, op. cit.


2 Ibíd.
3 Tannahill, op. cit.
3 Why I amnot a Christian. And other essays on religión and related subjeets, Bertrand Russell, Simón and Schuster, 1950.

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


4 Hay excepciones, como la defensora del control natal y libertina del siglo XIX, Annie Besant, que en una ocasión afirmó:
“Si la Biblia y la religión son un obstáculo para los derechos de la mujer, tienen que desaparecer”. Véase Pearsall, op. cit.
5Miles, op. cit.
6 The “rhythm’’ in marriage and Christian morality, Orville Griese, Newman Bookshop, 1944.
’ Ibíd.
8 Gods politician: John Paul al the Vatican, David Willey, Faber and Faber, 1992.
9 Ibíd.
10 Ibíd.
11 Ibíd.
12 Citado en Willey, Ibíd.
15 Joan Didion, reseña de Armageddon: The cosmic battle of the ages, Tim LaHaye y Jerry B. Jenkins, New York Review of
Books, 17 de noviembre de 2003.
14 Sitio web de la bbc News World Edition, 28 de junio de 2003.
15 Afortunadamente para las mujeres irlandesas, Inglaterra está a escasa distancia por barco. Miles de irlandesas viajan
todos los años para hacerse los abortos que se les niegan en su país. Eso permite que sucesivos gobiernos irlandeses se mues­
tren muy moralistas en relación con sus antecedentes “provida” sin tener que enfrentar las consecuencias de sus actos.
16 Bishop y Osthelder, op. cit.
17 Doctor Jacques Leclercq, citado en Griese, op. cit.
18 Ibíd.
19 En 1981, de acuerdo con información publicada en The New York Times del 20 de enero de 20, rebasó por muy
poco los 29 abortos por millar de mujeres de entre 15 y 44 años. En 2003 la cifra era de 21.3.
21 New York Times, 4 de septiembre de 2003.
22 Ibíd.
23 The New York Times, 10 de mayo de 2003.
24 Ibíd.
25 The New York Times, 2 de junio de 2003.
26 Dallas Moming News, 9 de agosto de 1996.
27 Ibíd.
28 Citado en The Dallas Moming News, op. cit.
29 The perjumed garden of the shaykh Nefaawi, traducción de sir Richard Burton, edición, introducción y notas adicionales
de Alan Hull Walton, Gramercy Publishing Company, 1964.
»Ibíd.
31 Women and gender in Islam, Leila Ahmed, Yale University Press, 1992.
32 Tannahill, op. cit.
33 Ahmed, op. cit.
34 Ibíd. Ahmed señala que lord Cromer, cónsul general británico en Egipto, llevó a cabo una campaña en contra del
velo mientras en Inglaterra organizaba una campaña que se oponía al sufragio femenino.
35 Haleh Afshar, citado en Ahmed, ibíd.
* Ibíd.
37 The New York Times, 17 de mayo de 2002.
38 Ibíd.
39 Ibíd.
40 The New York Times, 2 julio de 2002.
41 ----- , 6 julio de 2002.
42 My forbidden face: Growing up under the Taliban, A young womans slory, Latifa, escrito con la colaboración de Shekeba
Hacchemi, traducción de Linda Coverdale, prefacio de Karenna Gore Schifff, Hyperion, 2001.
43 Soldiers of God: With Islamic warriors in Afghanistan and Pakistán, Robert D. Kaplan, Vintage, 2001.
44 Latifa, op. cit. También es irónico que los británicos, durante su ocupación de India, promovieran el deobandismo
para contrarrestar el peligro que representaban los nacionalistas hindúes.
45 Ibíd.
46 Ibíd.
47 Ibíd.
48 Ibíd.
49 Kaplan, op. cit.
50 John Anderson, New Yorker, 28 de enero de 2002. Anderson descubrió también que el Mullah Ornar, jefe de Estado
durante el dominio de los talibán, oía música secular en el reproductor de discos compactos de su Toyota Land Cruiser.
51 Latifa, op. cit.
52 Los Angeles Times, 4 de noviembre de 2001.
53 The New York Times, 27 de octubre de 2002.
54 ----- , 31 de octubre de 2002. En diciembre de 2003, en una convención nacional convocada para redactar una
nueva Constitución de Afganistán, una de las cien delegadas habló contra los muyaidín presentes en la reunión. “¿Por qué

[ NOTAS ]
han vuelto a escoger como presidente del comité a esos criminales que han acarreado estos desastres al pueblo afgano?”
[ 244]
—preguntó. Según la BBC, 18 de diciembre de 2003, fue necesario colocarla bajo la protección de las Naciones Unidas.
Ninguna mujer fue elegida para integrar alguno d elos comités establecidos por la convención.

IX. En conclusión: encontrándole sentido a la misoginia

I Goldhagen, op. cit.


- Washington Post, 4 de abril de 1993.
’ The collected essays. Joumalism and letters of George Orwell, vol. 4, In fronl ofyour nose, 1945-50, editado por Sonia Orwelle
lan Angus, Penguin Books, 1970.
4 “Rock turns mean and ugly”, Greg Kot, crítico de rock, Chicago Tribune, 18 de noviembre de 1990.
5 The New York Times, 6 de noviembre de 2003. A Ridgeway se lo conocía como “El asesino de Green River”, y hacía
de
las suyas desde finales de los ochenta, cuando los cuerpos de sus primeras víctimas empezaron a aparecer en las
márgenes
del río Verde, cerca de Seattle.
6 Samuel Slipp, citado en Misogyny: The male malady, David Gilmore, University of Pennsylvania Press, 2001.
7 Resulta interesante comparar el trato a los judíos por parte de las autoridades de Roma, cuando representaban un
legítimo peligro para el control romano de Judea, con su suerte a manos de los cristianos. Pese a dos graves levantamientos
judíos, el primero en el año 66 y el segundo en 132 d. C., suprimidos ambos a costa de un considerable derramamiento
de sangre, los romanos no impusieron leyes antisemitas. El tipo de intolerancia religiosa y racial que se convirtió en
característica del cristianismo era en gran medida ajeno al pensamiento romano.
8 Goldhagen, op. cit.
9 The New York Times Magazine, 15 de septiembre de 2002.
10 Pable far another time, traducción de Mary Hudson, University of Nebraska Press, 2003.
II Paz, op. cit.
12 Citado por Pinker, op. cit.
15 Ibíd.
14 Russell, op. cit.
15 Pinker, op. cit.
16 The rise and fall of the third chimpanzee: How our animal herilage affects the way we Uve, Vintage, 1992.
17 “To his coy mistress”, Andrew Marvell, The Oxford Book of English Verse, editado por bv Christopher Ricks, Oxford
University Press, 1999.
18 El bonobo, o chimpancé pigmeo, es el único otro primate en el cual la ovulación está oculta. Los bonobos son
sexualmente activos todo el tiempo, y al igual que los seres humanos utilizan el sexo por una gran variedades de razones,
además de la procreación. Véase Demonio males: Apes and the ongins of human violence, Richard Wrangham y Dale Peterson,
Mariner Books, 1996.
19 Survival of the prettiest: The Science of beauty, Nancy Etcoff, Doubleday, 1999.

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


Indice analítico 045 1

abadesas, 96, 97
abandono de recién nacidos a la intemperie, 42-43, 46-47, 75, 77
Abbas, Mohammed, 214
abolicionismo, 165
aborto, 43, 75, 77, 101, 102, 105, 120, 181, 184, 186, 187,
196, 198, 199, 200, 201, 202, 203, 215, 222
Acton, William, 155
Adams, Abigail, 164
Adams,John, 164
Adán, 70, 93, 97, 100, 224
adulterio, 34, 47, 48, 57, 58, 59, 62, 71, 72, 77, 161, 164, 205, 209, 212, 214
Afganistán, 21, 26, 40, 65, 204, 208, 209, 210, 214, 215, 229
África, 20, 153, 157, 172, 203, 205, 218, 223, 225
Agamenón (Esquilo), 36
Agripina la Vieja, 62, 63
Agripina, 45, 59, 62, 63, 64, 65
Agustín, san, 48, 74, 85, 86, 87, 88, 91, 103, 127
alcohol, 52, 124, 168
Alejandría, 88, 89
Alejandro Magno, 54
Alemania, 40, 96, 104, 105, 108, 109, 110, 176, 178, 181, 183, 189, 208, 222
Véase también régimen nazi
almas, 97, 154
alquitrán y plumas, 20
altruismo, 159
amazonas, 35, 36, 37, 46, 149
Amberley, lady, 162
amor
en la literatura, 98-100, 227-228
en el matrimonio, 132-133
amor cortesano, 97, 98, 99, 101
“ángel del hogar”, 155, 167
anticoncepción, 120, 153, 194, 196
Antígona (Sófocles), 37
Antiguo Testamento, 70, 71, 72, 73, 74, 78, 81
antisemitismo, 101-102, 113, 114, 175-177, 179, 181-183, 203
paralelismos con la misoginia, 172, 175, 222
Antonio y Cleopatra (Shakespeare), 126
Aquitania, 57
Aquitania, Leonor de, 97, 98, 100
[ 246 ] Arabia Saudita, 47, 215
Aristófanes, 49, 100
Aristóteles, 21, 38, 41, 42, 43, 44, 69, 75, 113, 115, ,121, 122, 173, 190, 200, 225
Arras, Gautier d’, 100
ascetismo, 83, 143
asesinos seriales, 21, 189, 219
Assaad, Nawal, 204
Astell, Mary, 120, 149
asunción de la virgen María, 92, 93
asuntos políticos
papel de la mujer en los, 55-57, 62-64, 65
Véase también sufragio
Atenas, 29, 32, 33, 35, 36, 38, 42, 44, 45, 88, 146
Atta, Mohamed, 209
Anden, W. H., 172
Augusto, 56, 57, 58, 59, 62
Auschwitz, 183
Australia, 202
Austria, 182
autonomía
femenina, 121, 139, 186, 193, 197, 199
individual, 119, 171, 224, 230
masculina, 30, 121, 133, 137, 224
autosacrificio, 159

Babilonia, 29, 34
bacantes, Las (Eurípides), 37, 52
Baco, culto de, 51
Badada, Amare, 199
Ban Zhao, 146
Barret, James H., 201
barrios bajos, 152-155
Bayard,John, 201
Beatriz (Portanari), 98, 99, 100
Beaujeu, Renaut de, 98
Beauvoir, Simone de, 81
bebés, comercio de, 146
Behn, Aphra, 131
Belfast, 16, 20, 21, 22
belleza, devoción de las mujeres a,
bestialidad, 161
Bibi, Mujtaran, 19, 209
Bibi, Zafran, 208, 209
Biblia, véanse Evangelios; Nuevo testamento; Antiguo Testamento, 93, 98, 100,
104, 115, 117, 118, 159
bigamia, 161
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Bin Laden, Osama, 214 [ 247 j
Binsfield, Peter, 107
Blackwell, Elizabeth, 194
Blake, William, 150
Bloch, Ivan, 176
Block, A.J., 156, 157
Bodin.Jean, 110
Bogart, Humphrey, 225
Bona Dea, 75
Bond, Thomas, 169
Bowdler, Thomas, 158
brahmanes, 141
Brasil, 198
Británico, 60, 61, 64
Bronté, Charlotte, 159
Bronté, Emily, 159
Brown, Isaac Baker, 156-157
Brown, Peter, 83
brujas, 52, 89, 101-114, 163, 169, 221-222
cacería de brujas, 21, 51, 91, 99, 104, 105, 107, 109, 111, 112, 113, 114, 115, 122, 199
quemas y ejecuciones, 25, 107, 109, 110, 163, 217
Bruto, Décimo, 53
budismo, 141, 142, 143, 144, 148, 223
burdeles infantiles, 158
burka, 211
Burt, John A., 203
Burton, Richard, 205
Bush, George W„ 98, 214, 215
Byron, George Gordon, lord, 167

caída del hombre, 23, 24, 27, 29, 30, 41, 69, 70, 81, 86, 87,
119, 125, 175, 200, 205, 222, 224, 225, 226
Calígula, 59
campos de concentración, 183, 201
Carataco, 63
castidad, 96, 134, 138
castigos, para las mujeres, 19-20, 65-66, 89, 99, 116, 163, 180,
187-188, 189, 206-207, 208-209, 211-212
castración, 165
cátaros, 97, 99, 101
Catilino, Lucio, 247
Catón el Viejo, 50, 59, 62, 106
celibato, 76, 116
Céline, Louis Ferdinand, 224
celtas, 25, 30, 32, 33
Centroamérica, 199
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
[ 248 ] Cercano Oriente/Medio Oriente, 199, 203, 204, 205, 206, 207, 208, 213, 215
César, Julio, 49, 53, 54, 58, 62, 69
chaperonas, 33
Chapman, Annie, 168
Chaucer, Geoffrey, 100
China, 40, 43, 141, 143, 144, 145, 146, 147, 185, 186, 188, 189, 206
circuncisión femenina, véase mutilación genital
Cirilo de Alejandría, san, 89, 92
Ciudad de Dios, La (san Agustín), 86, 88
ciudades-estado griegas, 31, 33, 34
Clauber, Cari, 183
Claudio, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 75, 126, 127, 128
Cleland, James, 139
Clemente de Alejandría, 79, 81
Cleopatra, 45, 54, 55, 125, 126
Clitemnestra, 36, 37
clítoris, 156, 157, 172, 173, 220
clitoridectomía, 156-157, 172-173, 204, 217
cloroformo, 120, 160
código napoléonico, 160, 161
colonias
estatus de la mujer en las, 112, 120, 162-163
movimiento anticolonialista, 203-204
Common Sense (Paine), 149
comunismo, 185
condiciones de trabajo, 153
condones, 153, 194
confesión
de brujería, 107-108, 109, 110
en la iglesia, 97, 101
Confesiones (san Agustín), 86, 87
Confraternidad del Santo Rosario, 104
confucianismo, 141, 142, 143, 146
Connolly, James, 153
consoladores, 131
Constantino, 76, 83, 84
control natal, véase anticoncepción
conventos, 96, 220
coño, como término despectivo, 20, 21, 23
Copérnico, Nicolás, 113, 114, 115, 117
Corea del Norte, 15, 19, 20, 185, 187, 188
Coriolano, 49
Cornelio Nepote, 49
corsets, 116, 120
Coutinho, Elsimar, 198
cría selectiva, 39, 40, 181
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
crímenes contra las mujeres, disculpas por los, 114 [ ¿491
cristianismo
crecimiento del, 76, 82-84
iglesia temprana y misoginia, 69-89
importancia de las mujeres en la iglesia temprana, 75, 76-77, 96
origen de su misoginia, 69-70
y el estatus de las mujeres, 77-78, 83
Véanse también iglesia católica; caída del hombre; pecado original; protestantismo
Cromwell, Oliver, 121
Cuento de invierno (Shakespeare), 129
“cuento de la comadre de Bath, El” (Chaucer), 100-101
Cuentos de Canterbury (Chaucer), 100
cuerpo
política del, 193-215
repugnancia y rechazo del, 78-79, 82, 84, 86-88, 163, 229
cultos, romanos, 51
cultura rap, 218
cunnilingus, 144

Dante Alighieri, 98, 99, 125


Darwin, Charles, 28, 41, 166, 171, 226, 227
David Copperfield (Dickens), 158
decisión, batalla por la, 186, 193-194, 197-198, 199-203, 228-229
Defoe, Daniel, 118, 132, 133, 134, 138
democracia, 23, 26, 27, 33, 34, 39, 44, 59, 77, 164, 221, 230
Demócrito, 33
demonios, 32, 91, 102, 103, 104, 105, 107, 110, 112, 129, 179, 221
Demóstenes, 35
denuncias, 122, 180
derechos de la mujer, 149, 152, 160, 162, 164, 165, 171, 172, 195, 215
mujeres como opositoras a los, 162
Descartes, René, 150
deshumanización, 23, 45, 113, 193
desnudez, 182-183
día del juicio final, 72
diablo, 21, 22, 102, 103, 104, 105, 106, 110, 111, 112, 222
Diamond, Jared, 227
Dickens, Charles, 153, 158
diferencias psicológicas entre los sexos, 172
dinastías basadas en familias, 30-31, 60, 61, 62
Dio Casio, 42
Dios, 21, 23, 25, 28, 29, 30, 37, 40, 41, 51, 69, 70, 71, 72
Antiguo Testamento, 70-73
como mujer, 25
desaprobación divina de las mujeres, 71-73, 224-225
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
[ 2jo ] Nuevo Testamento, 73, 77
visión de Platón de, 40-41
diosas
Gran Diosa, 25
griegas, 30
hindúes, 142
dioses, griegos, 27-28, 29, 30
disculpas, de los crímenes contra las mujeres, 114
disolutos, 130-131
dispositivo intrauterino (diu), 195
Divina comedia, La (Dante), 98
divorcio, 34, 47, 57, 160, 161, 181, 200
dogón, tribu, 172
Dubois, abate, 142, 144, 147

Edad Media, 91-114, 169, 217, 222


Eddowes, Catherine, 168
educación, 16, 33, 38, 40, 116, 117, 118, 119, 133, 137, 146, 147, 148,
150, 151, 161, 163, 172, 207, 210, 214, 225, 226
Éfeso, Concilio de, 91, 92
Egipto, 204, 207
antiguo, 29, 54
Ehrenber, Philip Adolf von, 110
ejército rojo, 189
Electra (Sófocles), 37
Eliot, George, 159
Eliot, T. S., 122
Ellis, Henry Havelock, 60
Elvira, Concilio eclesiástico de, 83
encarnación, 29, 93, 94, 95, 102, 103, 127, 222
enfermedades venéreas, 154
Engels, Friedrich, 24, 183, 195
entretenimiento, 133, 211
envidia del útero, 172
Epiceno (Jonson), 123
eremitas, 83
Eros, 32
esclavitud domésúca, 185, 206, 207, 213
esclavitud, 33, 35, 134, 165, 180, 185
Escocia, 46, 109, 110, 160
Escoto, Duns, 93
Esparta, 31, 32, 38, 43, 44
Esquilo, 108
Estados totalitarios, 40, 101, 107, 186
Estados Unidos, 17, 20, 59, 61, 75, 113, 148, 149, 152, 153, 155, 156, 164, 165, 171, 176,
186, 189, 190, 194, 196, 197, 198, 199, 200, 204, 206, 207, 210, 213, 214, 215, 219
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA
esterilización, 183 [251]
Etcoff, Nancy, 229
Eurípides, 32, 36, 37
Eisenbaum, Pamela, 78
Eva, 27, 30, 61, 70, 71, 81, 83, 87, 93, 97, 119, 125, 159, 161, 194, 206, 222, 224
Evangelios, 73, 92
evolución, 28, 41, 226, 227, 228, 229
exámenes prenatales de sexo, 147
Ezequiel, 72, 73

Fanny HUI (Cleland), 139


fantasías, sexuales, 66, 112, 179
feminismo/feministas, 25, 39-40, 149-152, 165, 176, 193, 221, 226
Fierecilla domada, La (Shakespeare), 124
figurillas llamadas Venus, 25
fluidos vaginales, absorción de los, 144
Ford, Ford Maddox, 176
Francia, 21, 25, 29, 91, 96, 97, 98, 100, 104, 109, 110, 114, 135,
136, 138, 139, 149, 160, 176, 196, 200, 214
Freud, Sigmund, 24, 32, 51, 101, 171, 172, 173, 174, 220
Fu Hsuan, 145
fuga, 84

Galileo Galilei, 114, 115


Galo, Gallo Sulpicio, 47, 100
Génesis, 27, 70, 71, 119, 159, 175, 226
genocidio, 189, 223
Germánico, 62, 63, 64
Geto Boys, 218
Gazali, 206-207
Gibbon, Edward, 82, 89
Gilgamesh, 29, 30
Gilmore, David, 221
Gimbutas, Marija, 25
gladiadoras, 46
Gladstone, William, 162
Goddard, William, 124
Godwin, William, 150, 151
Goldhagen, Daniel, 217
golpizas a la esposa, 20, 47, 120, 154, 161, 215
Graves, Ribert, 33
Grecia, antigua, 26, 27, 29, 30, 31, 33, 34, 38, 43, 46, 49, 51, 73, 75, 80,112, 15»,
Grecina, Pomponia, 75
Greenaway, Kate, 157
Greer, Germaine, 176
Griese, Orville, 196
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
[ zj2 ] Griffin, Michael, 201, 203
Grossman, Vasily, 186
guardianes, de Platón, 39, 40, 85
guerra civil inglesa, 110, 120
guerra y actos misóginos, 189-191
guetos, 182
Gunn, David, 201, 203
Guttentag, Marcia, 76
Guy-Sheftall, Berverly, 165

Hamlet (Shakespeare), 126, 128


Hamurabi, 34
Hartford, 111
Heaney, Seamus, 19
hedonismo, 130
Heer, Friedrich, 98, 101
Hekmatyar, Gulbuddin, 204, 210, 214
Helena de Troya, 31, 32, 54
Hepburn, Katharine, 225
herejía, 98, 99, 103, 104
Herodoto, 35
Hesiodo, 27, 29, 31, 33
Higginbotham, León, 165
Hilarión, 42
Hill, Paul, 201, 202
Himmler, Heinrich, 181
hinduismo, 141, 142, 143, 147
Hipada de Alejandría, 88, 89, 92
Hipólita (Eurípides), 37
Historia de Juliette, La (Sade), 139
historia, la historia de los varones, 24
Hitler, Adolf, 106, 167, 176, 177, 178, 179, 180, 181, 182, 185, 186, 199, 201, 202, 222, 225
Holocausto, 113, 181, 186, ,201, 202, 217
Homero, 31, 36, 125
homosexualidad, 71, 155
Hopkins, Matthew, 110
Horacio, 55
Hortensia, 55, 56
Huizinga.J., 114
Humanae vitae, 197

Ibn al-Arabi, 206


Ibrahim, Said, 204
Ice Cube, 218
iconos, 95
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA
ideología dualista, 24, 26, 29, 37-38, 40, 44, 69, 79, 85, 95, 112, 135, 142, [253]
143, 148, 150-151, 152, 172, 174-175, 183-184, 185, 191, 225
Iglesia anglicana, 157, 194
iglesia católica
restringe el papel de las mujeres, 83, 84, 97, 101
visión del sexo de la, 121
y anticoncepción y aborto, 196-198, 200, 201, 202
y culto a la viren María, 91-96, 196
y misoginia, 21, 22-23, 26, 101-102, 196
y platonismo, 84-85
y la Reforma, 116-117
igualdad de los sexos
en la Unión Soviética, 184-185
espiritual, 77
cristianismo y, 77-78
filósofos y, 119, 165-166
política, 26
visión ilustrada de la, 171-172, 227
y los movimientos femeninos,
Véanse también hipótesis de la pizarra en blanco; sexos, diferencias entre los
igualdad política, 26
Ilustración, 26, 137, 140, 149, 150, 171, 186, 196, 225, 227, 230
independencia financiera, 161
India, 43, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 147, 148, 189, 204, 206, 210, 218
infanticidio, 47, 75, 77, 148
ingeniería social, 185
inmaculada concepción, 93, 196, 200
Inocencio III, 97, 99, 101
inquisidores/inquisición, 89, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 112
Irán, 207, 209
Irlanda del Norte, 16, 17, 20
Irlanda, 16, 17, 20
Isabel I de Inglaterra, 116
Isaías, 22, 103, 104, 196, 199
Isis, 75
islam, 143, 148, 178, 205, 206, 207, 210, 212, 213
Véase también musulmanes, persecución de los
Italia, 29, 76, 110, 130, 131, 200

Jack el Destapador, 21, 167, 168, 169, 189, 219


Jacobo I y VI de Inglaterra y de Escocia, 118, 159
Jan.Jamal, 208
Japón, 146
Jardín perfumado, El, 205, 206, 212
Jerónimo, san, 83
Jesucristo, 69, 70, 83, 222
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
actitud hacia las mujeres, 73-74, 77, 81
mujeres culpadas por su sufrimiento y muerte, 81
naturaleza consustancial de, 92-93
Jomeini, 207
Jonson, Ben, 123
Juan Bautista, 73, 83
Juan Pablo II, 197
Juan XXII, 103
Juan, san, 73, 74, 85, 94
Juana de Arco, 114
judaismo, véase judíos y judaismo
Judea, 27, 70
judíos yjudaísmo, 26, 30, 69, 70, 72, 73, 81, 83, 89, 101, 102, 114, 135, 175,
176, 177, 179, 180, 181, 182, 201, 203, 206, 211, 219, 222, 223, 224
Julia, 45, 58, 59, 62, 73, 75
Juvenal, 60, 61, 65, 80, 123, 130

Kamasutra, 142, 144, 205


Kant, Immanuel, 166
Kaechon, cárcel política, 19, 187-188
Kelly, Maryjane, 168
Kenia, 204
Kim Il-sung, 187
Knox,John, 117
Konarak, templo de, 142
Kopp, James C., 202
Kramer, Heinrich, 104, 105, 106, 107, 108, 111, 113
Ku Klux Klan, 203
Kubizek, Auhust, 177
Kyteler, Alice, 103, 104

Lawal, Amina, 19
Ledrede, Richard, 103
Lee, Ok-Tan, 187
Lee, Sun-ok, 19, 187-188
Lenin, Vladimir, 77, 184, 185
Lepido, Marco, 56
ley
igualdad ante la, 26
reglamentación a las mujeres por la, 26, 33, 34-35, 46, 47, 57-58, 160-161 207-209 211
y los derechos de las mujeres, 116, 117
ley de propiedad de las mujeres casadas, 161
ley Julia, 57, 58
“ley mordaza”, 198, 199
ley Oppia, 49, 50, 51
leyes de Nuremberg, 26, 211

[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]


liberalismo, 57, 119, 120
Liberio I, 95
Libro de los ritos, 144, 145
Lisístrata (Aristófanes), 49
literatura
griega, 36-38, 125
medieval, 98-101
misoginia en la, 36-38, 122-131, 158-159
novelas y mujeres, 132-134, 135-136
romana, 60-61, 65
siglos xvn y xvni, 122-131
victoriana, 158-159
Véase también pornografía
Liria, 60
Lirio, 48, 50, 51, 56, 59
Locke,John, 119, 120, 122, 151
London,Jack, 154, 161
Lourdes, 196
Lucas, san, 73, 74, 94, 95
luchadoras, 35
Lucrecia, violación de, 47, 48, 136
Lutero, Martín, 117

Macbeth (Shakespeare), 125, 126


macusis, 141
magia, creencia en la, 102
Mahabarata, 147
Mahoma, 205, 206
Malleus maleficarum (Sprenger y Kramer), 104, 105, 106, 107, 108, 109, 112, 113
Mao Tse Tung, 185, 186, 199
maquillaje, 123, 185, 211, 212
Marción, 73
Marco Antonio, 54, 55, 56, 59, 125, 126
Marcos, san, 73, 74, 93, 115
María Magdalena, 74
Marot, Clement, 122
mártires cristianos, 67
Marwar, rajá de, 148
Marx, Karl/marxismo, 69, 171, 183, 185, 195
masturbación, 71, 156, 157, 161, 169, 172, 177
Mateo, san, 73, 94
maternidad
visión nazi de la, 173, 176-177, 179, 180, 181
Véase también parto; niños
Mather, Cotton, 163
matriarcado, 24, 25
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
[ 2j6 ] matrimonio, 33, 47, 57, 75, 77, 83, 84, 116, 117, 147, 160-161
como compañerismo, 118, 130, 163
elección de la pareja, 120-121, 133
mau mau, 204
Máximo, Valerio, 47, 55, 56, 59
Mayhew, Henry, 154
McCalyane, Euphanie, 159
Medea (Eurípides), 36
médicos brujos, 172, 173
Medida por medida (Shakespeare), 136
Menelao, 31, 32
Mengele, Joseph, 183
menstruación, 141, 206, 227
Mesalina, 45, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 156
Mesopotamia, 29
Metello, Enarius, 100
milenarismo, Milton, John, 117
Miles, Rosalind, 25
Mili, John Stuart, 165
misioneros, 143, 155
misoginia clerical, 98
misoginia
características de la, 218
complejidad de la, 22, 219-229
en la antigua Grecia, 27-44
en la antigua Roma, 45-67
en la Edad Media, 91-114
en la era victoriana, 141-169
entre 1500 y 1800, 115-140
“el sentido común de la sociedad”, 217-218
orígenes de la, 27, 224, 225
primer uso del término, 115
siglo XX, 171-191
teorías sobre la, 220-221
y el ascenso del cristianismo, 69-89
mitos, 28, 33
mitos de creación, 224
moda, 116, 120, 151
modestia, 50, 54, 55, 58, 80, 129, 136
Molí Flanders (Defoe), 132, 133
monacato, 96-97, 143
Mónica, santa, 85
monjas, 96-97
monstruos, femeninos, 223
moralidad, ciclos de, 130-131, 132, 134-135
Moro, Tomás, 118
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Mott, Lucretia, 165 [ 257 ]
movimiento provida, 186, 199, 202, 203
movimiento sufragista, 56
Mubarak, Hosni, 204
Mujer Maravilla, 35
mujeres guerreras, 35
music hall, 158, 159
musulmanes, persecución de los, 143, 189, 190, 204, 205, 208, 209, 220, 224, 229
mutilación genital, 20, 169, 199, 204
My secret life, 168

nacionalismo, 188, 189, 191


Napoleón, 160, 167
Nasser, Gamel Abdel, 207
nazi, régimen, 201
Nerón, 62, 64, 65
Nestorio, 92
Newcastle, Margarita duquesa de, 118
Nichols, Mary Ann, 168
Nietzsche, Friedrich, 166, 167, 174, 176, 181, 182, 225
Nigeria, 19, 172
ninfomanía, 60, 156, 157, 169
niños
política de un solo hijo en China, 185-186
prejuicios contra las niñas, 146, 147, 218
presión por producir, 56, 58, 181, 194
y la brujería, 110
novelas, 132-134, 135-136
novias niñas, 147
Nueva Guinea, 220
nuevo matrimonio, 148
Nuevo Mundo, 110, 163
Nuevo Testamento, 73
Nyiramasuhuko, Pauline, 223

obediencia, 42, 63, 95


Octavio, véase Augusto
Operación Rescate, 200
Orestes, 37, 89
Organización Mundial de la Salud, 199
organizaciones de derechos humanos, 187
Orígenes, 82, 85
Orwell, George, 109, 218,
Otelo (Shakespeare), 126, 129
“otro”, mujer como el, 220
Ovidio, 142
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
[2s8] ovulación, 227, 228
Ozick, Cynthia, 182

Paulo VI, 197


Pablo, san, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 82, 86, 93, 121
Padres peregrinos, 163
paga, a las mujeres, 152-153
Paine, Thomas, 149, 150, 164
Pakistán, 208, 209, 210, 213, 215
Pamela (Richardson), 135, 136, 158
papel nutricio de las mujeres, 31, 42, 121-122
paraíso, mito del, 30
Partenón, 29, 36
parto
mortalidad en el, 43, 75, 147, 214
sufrimiento en el, 119, 120, 159-160, 194, 206
pasividad, 54, 95, 128
pastilla anticonceptiva, 194, 195
patriarcado, 24, 183, 221
Paz, Octavio, 142, 224
pecado original, 23, 41, 86, 87, 88, 93, 94, 119, 128, 175, 196, 200
pecado, concepto de, 69, 70-71, 78-79, 101, 143
pena de muerte, 34, 37, 47, 52, 71, 84, 204, 208
por brujería, 109-111
pene, envidia del, 173, 174
Perfectos, 99
Pericles, 45
peste negra, 102
Pinker, Steven, 226, 227
Pío IX, 93, 196, 200
Pío XII, 92
Pisa, Cristina de, 117
pizarra en blanco, hipótesis de la, 119, 165, 184, 225, 226
planificación familiar, véase anticoncepción
Planned Parenthood, 202
Platón, 29, 38, 39, 40, 41, 43, 44, 69, 77, 79, 85, 86, 87, 94,
112, 118, 151, 161, 166, 175, 185, 225, 227
Plutarco, 54
población, proporción de varones a mujeres en la, 42-43, 146, 147
pobreza, 16, 17, 117, 154, 155, 165, 196, 197
poligamia, 145, 295, 206
política exterior y derechos de la mujer, 215
Polonia, 111, 182
Pomeroy, Sarah, 29
Pope, Alexander, 135
Popper, Karl, 38
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
pornografía, 21, 23, 36, 138, 139, 168
Portugal, 196
posesión, 28, 100, 111, 127
prácticas orgiásticas, 51, 142, 144
Priestly, Joseph, 150
prisiones femeninas, 19, 187-188
Prometeo, 28, 29, 70
promiscuidad, 52, 55, 59, 60, 155
propiedad, 31, 34, 39, 43, 91, 116, 134, 160, 175, 183, 195, 218, 221
propiedad de la tierra, 34, 43, 97
prostitución, 43, 72, 147, 154, 176, 177, 188, 189
protestantismo, 117, 118
fundamentalista, 26, 84-85, 120, 198, 199, 200, 201, 202
protestas públicas, 49-50, 56
Ptolomeo, 54
pureza, celebración de la, 22, 135-137
puritanos, 50, 110, 121, 163

quema de brassieres, 152

racismo, 40, 179-180, 188, 190, 215, 217


rasurarse, 108
Raubal, Geli, 177
razón, 137, 151
Reagan, Ronald, 198, 210
reclusión, 33, 49, 137-138, 145, 205, 206, 217
Reforma, 93, 109, 113, 116, 117, 196
reivindicación de los derechos de la mujer, Una (Wollstonecraft), 149-151
relación padre-hija, 128, 129-130
religión
mujeres y la, 74-75, 76, 117
Véanse también budismo, cristianismo, confucianismo, romanos,
cultos; hinduismo; islam; judíos y judaismo; taoísmo
Religious Tract Society, 155
Remy, Nicholas, 110
reproducción, 31, 39, 81, 83, 121, 173, 212
República, La (Platón), 38, 39, 40, 85, 118
Restauración, 130
revolución china, 146
revolución científica, 41, 176
revolución cultural, 185, 186
revolución norteamericana, 164
Revolución francesa, 137, 138, 149, 150, 151
revolución industrial, 152, 153
revolución sexual, 59, 76, 144, 186, 193
revolución rusa, 171, 184
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
[ 2óo ] revolucionarias, mujeres como, 52-54
Rey Lear (Shakespeare), 21-129-132, 126, 128
Richardson, Samuel, 135, 138
Ridgeway, Gary, 219
Robbins, Marty, 223
Rochester, John Wilmot, conde de, 130, 131
Rohm, Ernest, 179
Rolling Stones, 218
Roma, antigua, 26, 33, 43, 45-69, 70, 71, 73, 75, 80, 82, 83, 84, 85,
89, 92, 95, 100, 104, 125, 130, 134 156, 205, 222
romántico, movimiento, 137, 166
Rómulo, 47, 48
Roosevelt, Theodore, 194
Rosenberg, Alfred, 180
Rousseau, Jean-Jacques, 136, 137, 138, 139, 140, 166, 167, 225
Roxana (Defoe), 133, 138
Ruanda, 189, 223
Rudolph, Eric Robert, 203
Russell, Bertrand, 41, 74, 85, 119, 151, 195, 226

sabinas, violación de las, 48


sacerdocio, 97
Sade, marqués de, 139, 140
Salem, 111
Salustio, 52, 53
salvación, concepto de, 82
Sanger, Margaret, 202
sati, 147, 148, 204
Schliemann, Heinrich, 146
Schopenhauer, Arthur, 166, 167, 174, 176, 181
Secord, Paul, 76
segunda venida, 93
semen, retención del, 144
Sempronia, 45, 52, 53, 55
Séneca, 58, 59, 152, 165
septiembre 11, 209
ser tragado, véase vagina, ser tragado por la
Serbia, 190
Sexo y carácter (Weininger), 174, 175, 176
sexo
como recreación, además de para la procreación, 121, 131-132, 142, 144-145, 194
demoniaco, 103-105, 107, 110, 111, 112
derecho de las mujeres a manifestar sexualidad, 229
deseo como castigo del hombre, 88, 155
humillación y vergüenza del, 21, 71, 78-79, 86-87, 97, 121
intentos por suprimir la sexualidad de las mujeres, 81, 136, 229-230
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
visión victoriana del, 155-157, 171 [26!]
y liberalismo, 121
sexos, diferencias entre los, 84
Sexta sátira (Juvenal), 60, 61, 65
Shaftesbury, lord, 161
Shakespeare, William, 54, 55, 118, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 136, 161
Shelley, Mary, 152
simiente masculina, mujeres como receptoras pasivas de la, 31, 42, 122
Simpson, Agnes, 159
Simpson, James Young, 160
Sixto V, 200
Slepian, Barnett A., 202,
Sócrates, 38, 39, 40
sodomía, 71, 161
Sófocles, 36, 37
Solón, 34, 35, 84
Sprenger, Jacobus, 104, 105, 106, 107, 108, 111, 113
Stalin,José, 186, 199
Stanton, Elizabeth Cady, 165
Stark, Rodney, 76
Stephens, Walter, 102, 106, 112
Stone, Lawrence, 117, 120
Streicher, Julius, 179
Stride, Elizabeth, 168
Suárez, Francisco, 94
Subjection ofWomen, The (Mili), 165
Sudamérica, 141
sufragio, 33, 152, 162, 171, 207
Suiza, 109, 110, 111
sureste de Asia, 218
suttee, véase sati
Swetman, Joseph, 122

Tácito, Cornelio, 62, 63, 65, 75


talibán, 21, 26, 40, 65, 160, 210, 211, 212, 213, 214, 229
Tánatos, 32
tantrismo, 21, 26, 40, 65, 160, 210, 211, 212, 213, 214, 229
taoísmo, 141, 143, 146
Tarquinio el Soberbio, 48
Tempestad, La (Shakespeare), 129
Teodosio I, 84
teoría biológica de la misoginia, 220
teoría de las formas de Platón, 41, 44
teoría psicológica de la misoginia, 220-221
tercer mundo, 26
terrorismo, 198, 202, 203
[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
[ 2ó2 ] Tertuliano, 21, 79, 80, 81, 85, 225
Tiberio, 58, 62, 63, 70
Tocqueville, Alexis de, 111, 164
Tomás de Aquino, santo, 97, 101, 103, 225
tortura, 102, 103, 108, 109, 110, 139
tragedia griega, 36
traspaso de límites, 35-37
tribalismo, 188
trovadores, 98, 99, 100
Troya, 31, 32, 36
Truth, Sqjourner, 165

Unicef, 214, 218


unidad familiar, 40, 120, 129-130
Unión Soviética, 162, 184, 185, 186, 200, 210
Utopía (Moro), 118
utopía, 38, 39, 40, 189

vagina, ser tragado por la, 220-221


vanidad, 80, 86, 106, 187
varones mutilados, mujeres como, 42
Vasseur, Thérése le, 137
velo, 46, 64, 81, 204, 205, 206, 207, 208, 210, 211, 212, 217
vendaje de los pies, 146
vergüenza, sentido de la, 71
Victoria, reina, 155, 160, 162, 167
victoriana, época, 149, 151, 155, 156, 171
Vietnam del Norte, 185
violación de Nanking, 189
violación tumultuaria, 19
violación, 19, 34, 48, 66, 137, 165, 179-180, 189, 208-209
como causal de divorcio, 34, 161
en la guerra, 189-191, 223
y consentimiento, 197-198
violencia, de mujeres contra mujeres, 223
Virgen María, 23, 25, 95, 100, 104, 196
vírgenes vestales, 51, 84
virginidad, 32, 35, 51, 71, 75, 79, 83, 94, 95
virtud y pureza sexual, 35, 47-48, 72, 94-96, 136-137, 190
viudas, 75, 147-148, 204
voto, véase sufragio

Warner, Marina, 99, 100


Weininger, Otto, 24, 174, 176, 222
West, Rebecca, 110
[ UNA BREVE HISTORIA DE LA MISOGINIA ]
Wittgenstein, Ludwig, 176
Wollstonecraft, Mary, 149, 150, 151, 152, 229

Yang Chen, 145


Yugoslavia, 190

Zia ul-Huq, 208, 210

[ ÍNDICE ANALÍTICO ]
Jack I lolland nació en Belfast, Irlanda, en 1947, y falleció en Esta­
dos Unidos en 2004. Fue periodista, narrador y poeta. Colaboró en
numerosas revistas y periódicos, destacando su labor en la agencia
BBC Belfast. Sus crónicas y reportajes sobre la situación política en
Irlanda del norte se consideran referencias inevitables para compren­
der la compleja situación en esa parte del mundo. Escribió alrededor
de once libros de ficción v no-ficción, entre ellos: Phoenix: Policingthe
Shadows, /huerican Connection y Hof>e Against History.
EL PREJUICIO MAS ANTIGUO ¡
DEL MUNDO

1 odio hacia las mujeres tío es nuevo ni excepcional. Su ori­


gen se pierde en la noche de los tiempos y se ha manifestado
de manera constante a lo largo de los siglos. La misoginia
no es algo que se circunscriba a cierto ámbito cultural; aparece lo mis­
mo en las obras de los antiguos filósofos griegos y en los serrijones de
prominentes figuras religiosas de la Edad Media que en las manife^
taciones populares de nuestros días. La encontramos entre los pue­
blos menos civilizados, pero también en las naciones supuestamente
más avanzadas. La misoginia se ha presentado bajo muchos rostros
como menosprecio, humillación, exclusión, discriminación, rechazo,
despojo, etcétera. Hoy como ayer, este odio desemboca, con aterra­
dora regularidad, en la violencia bajo todas sus formas, golpes, tor­
tura, violación, mutilación. Muchos asesinatos de mujeres, desde los
crímenes de Jack el Destripador hasta las muertas de Juárez, tienen
una raíz misógina. ¿Qué hay detrás de este prejuicio?, ¿por qué se ha
-i £ mantenido durante milenios?, ¿qué lo alimenta?, ¿cómo erradicarlo?
Tales son algunas de las preguntas que intenta responder el autor de
este extraordinario y estremecedor libro.

OCEANO
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