Está en la página 1de 271

Ni

tan golfa como aparenta



ni tan virtuosa como anhelo






RAQUEL MINGO














































Título: Ni tan golfa como aparenta ni tan virtuosa como anhelo
1ª edición: enero 2022
© Raquel Martín Mingo, 2022
Diseño de portada: Raquel Martín Mingo
Maquetación: Raquel Martín Mingo

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser
reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico
o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de
almacenamiento y recuperación, sin la autorización expresa y por escrito de la
autora.
Esta es una obra de ficción. Personajes, situaciones, lugares y sucesos son
producto de la imaginación de la autora, o se utilizan de manera ficticia.
Cualquier similitud con personas, organizaciones, hechos o diálogos son pura
coincidencia.
Las canciones o fragmentos de las mismas que aparecen se usan para darle más
realismo a la historia, sin intención alguna de plagio.
Sinopsis


A estas alturas, ya deberíais saber que soy Adriana, la última de las Tres
Solteras de Oro y la única que no ha encontrado a ese maromo impresionante,
empotrador nato, que pondrá mi mundo del revés. Y menos mal, porque para
arruinarme la existencia ya me basto yo solita.
Mi vida amorosa se parece bastante a la de los tíos: hago lo que quiero,
cuando me apetece y con quien me da la gana.
Solo tengo una norma: nunca repito. Entonces, ¿por qué Al Reilly ya me ha
hecho gritar de placer media docena de veces?
No solo pertenece a mi círculo de amigos, sino que además es arrogante,
soporífero y, para más inri, se niega a admitir que no soy tan golfa como
aparento.

Pues solo quedo yo, ¿no? Aldren, el aburrido, el tercer Pichabrava, y el que
poco a poco se ha ido sintiendo descolgado del grupo. Los años pasan y supongo
que las prioridades varían.
No estoy en contra de los cambios. A mí me gustaría darme de bruces con la
mujer de mi vida. El problema es que la que mi corazón desea no es en absoluto
la adecuada, porque… ¿cómo va una chica que nunca duerme dos veces con el
mismo tío a soñar con una casa con valla blanca, una pareja de labradores y
cuatro mocosos corriendo tras ella?
No nos engañemos: puede que en la cama seamos dinamita, y que baste una
sonrisa suya para querer postrarme a sus pies, pero Drina nunca será tan
virtuosa como anhelo.

Enamorarse es tomar los sueños de la otra persona y convertirlos en propios.

¿Seremos nosotros capaces de tamaño acto de fe?
Dedicatoria


Gracias, mamá, porque, a pesar de no ser perfecta, ocupaste el puesto de todas
las personas importantes de mi vida y no abandonaste nunca, ni siquiera cuando
te flaqueaban las fuerzas.

Pablo, sigues siendo mi tesoro más preciado y el motor de mi vida. Los días
contigo no siempre son fáciles, pero sí una experiencia inolvidable.

Querida lectora: tus palabras de aliento son gasolina para mis dedos. Esta
profesión es muy solitaria y a veces me desanimo, aunque basta un comentario
tuyo, una reseña o unos de esos banners tan preciosos que me mandas, para
recordarme por qué sigo escribiendo.
Por favor, no dejes de hacerme llegar tu opinión; te aseguro que las guardo
todas en mi corazón.

Si algún día te pica el gusanillo por saber más de mí, puedes seguirme en:

www.raquelmingo.com
www.facebook.com/raquelmingoescritora
www.instagram.com/raquelmingoescritora
SINOPSIS
DEDICATORIA
Y LO BIEN QUE SE ME DA ROMPER NORMAS SAGRADAS
UN SUEÑO LLAMADO PASIÓN
QUE TÚ TAMPOCO ME VUELVES LOCO. BUENO, A LO MEJOR UN
POCO
ESTOY GENIAL, GRACIAS
CEGADO POR EL BRILLO DEL LATÓN
VALOR Y FUERZA
LA MEJOR DEFENSA ES UN BUEN ATAQUE
CUIDADO CON LO QUE PIDES. EL KARMA BIEN PUEDE DECIDIR
CONCEDÉRTELO
AHORA TOCA DARLO TODO
EL QUE NO PIENSE QUE LEVANTARSE DUELE, NUNCA HA ESTADO
EN EL SUELO
UN PASITO… DOS… TRES… Y YA ESTÁS CAMINANDO
A SU MANERA
UN LO SIENTO NO HACE QUE DUELA MENOS
UNA BODA DE CUENTO DE HADAS CON GOLFA INCLUIDA
ESTRELLAS Y CONFESIONES
KIT KATS QUE ENGAÑAN AL PALADAR
MIEDO Y BESOS
LIVIN' LA VIDA LOCA
VILLA NOSOTROS
ADIÓS, BURBUJITA
NO HAY SORPRESA EN LO PREDECIBLE
CUANDO UN AMIGO SE VA…
LA VIRTUD DE CALLARSE A TIEMPO
EL MAYOR DOLOR NACE DE ALEJARSE DE LO MÁS GRANDE
RECOGER LOS PEDAZOS. VOLVER A ILUSIONARSE
FAMILIA NUMEROSA
Y lo bien que se me da romper normas sagradas

Adriana


Echo las sábanas hacia atrás muy despacio, recojo a tientas la ropa diseminada
por toda la habitación y camino de puntillas hacia el baño. Una vez parapetada
tras la puerta, respiro aliviada y me apresuro a vestirme, temerosa de que me
abandone la suerte.
—Mier… coles —mascullo, cuando trastabillo al meter la pierna en el corto y
ajustado mono blanco. He estado a punto de dejarme los dientes clavados en el
lavabo.
Me observo en el espejo y suspiro. Estoy hecha un desastre: mis ojeras hablan
de mucho sueño y poco descanso, y mi lustroso pelo parece un nido de
golondrinas. Pero aunque no me costaría demasiado tiempo ponerle solución,
puesto que siempre llevo mi neceser de emergencia en el bolso, ahora lo que
prima es salir de aquí cuanto antes, por lo que me conformo con lavarme la cara
y peinarme de forma apresurada con los dedos.
Abro la puerta con sigilo y me deslizo de nuevo en el masculino dormitorio.
Me dirijo como una flecha hacia la salida; no obstante, cuando estoy a un par de
metros del pasillo, me detengo y me giro. El hombre que duerme plácidamente
en la cama es un ejemplar digno de admiración, y si no, que se lo digan a mis
traidores ojos, que se niegan a abandonar su cuerpo desnudo, tan bello y
cuidado.
«Y lo mejor es lo que hace con él», me digo. Soy incapaz de recordar la
cantidad de orgasmos que me proporcionó antes de apiadarse de mí y permitirme
respirar.
«El puñetero Copperfield», como lo bautizó Pau al oír hablar de sus proezas
amatorias.
Y he ahí el quid de la cuestión. Mis conquistas suelen durar una sola noche y
después quedan relegadas a unos cuantos párrafos en mi agenda orgásmica. Sin
embargo, este hombre y yo hemos compartido sudor y piel varias veces. La
última, anoche, después de reunirnos con nuestros amigos, incluidas Martina y
su pequeña hija, Nerea, que acaban de llegar de Nueva York.
Este encaprichamiento mutuo debe terminar.
Vuelvo sobre mis pasos y cruzo la casa hasta la puerta principal. Por suerte,
ayer, apenas bajamos del coche, la pasión nos subyugó, lo cual impidió que su
dueño activara la alarma, así que me limito a coger sus llaves en el aparador y a
parpadear frente al inclemente sol de mayo.
Busco mis gafas de Dior, me calzo mis Gianvito Rossi con tacón de diez
centímetros y escucho, pensativa, el rítmico sonido de la punta de mi zapato
contra el suelo.
«Es la última vez, Adriana Martos de la Cruz. La-úl-ti-ma».
Con esta promesa en mente, echo a andar hacia mi Audi R8 Spyder
Performance descapotable en color rojo tango (o lo que es lo mismo: doscientos
ochenta y seis mil euros de puro nervio, carácter y potencia), sin darle mayor
importancia al hecho de que tengo cruzados los dedos de la mano derecha.
Un sueño llamado pasión

Adriana


N.º 212 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Labios suaves en un santiamén
Querida superheroína:
Hoy vengo a contarte un sencillo pero útil consejo para dejar tus labios ultrasuaves. Únicamente
necesitas mezclar una cucharada de miel y otra de azúcar, repartir la mixtura por la zona y masajear con
la punta de los dedos o con un cepillo de dientes suave. Por último, aclara con abundante agua y aplícate
bálsamo labial (el cacao de toda la vida).
Garantizo unos labios perfectos y a tu chico enganchado a ellos las veinticuatro horas.
¿Ves como se atrapan más moscas con miel que con hiel?

Adriana Martos

—Tienes mala cara, cari. ¿No has dormido bien? —me pregunta Martina en
cuanto me dejo caer en la silla de la cafetería donde desayunamos todas las
mañanas, frente a la Torre de Cristal.
—Vuelve a mirarla —pide Paula, con una sonrisa malvada—. De lo que tiene
cara es de haberse pasado la noche follando como una mona. ¿O me equivoco?
—Pues la verdad es que has dado en el clavo —confieso, girando el cuello
igualito que un contorsionista, en busca del propietario del local.
—Buenos días, niñas. ¿Con qué puedo tentaros esta mañana?
—Hola, José. Para mí, dos cafés bien cargados y otro para llevar, por favor.
Los tres se me quedan mirando un momento antes de volver a la vida.
—La adicta, con uno doble tiene más que suficiente —ordena Pau, sin
posibilidad de discusión, a pesar de que mis serpientes y yo casi la convertimos
en piedra—. Y para nosotras, lo de siempre, gracias.
—¿Algo de comer, muchacha? —me ofrece el buen hombre—. ¿Un
cruasantito a la plancha? ¿Una tosta de solomillo de cerdo y cebolla
caramelizada?
Me mantengo tercamente callada, con la mirada fija en la superficie lacada de
la mesa, y, después de unos segundos, José se marcha con un suspiro pesaroso.
—¡Vale, un panecillo de pasas y nueces con jamón de Jabugo y tomate
triturado con ajo y aceite de oliva, otro multicereales con aguacate y queso
fresco, y un muffin relleno de chocolate fundido! ¡Por no despreciártelo, que
conste!
Tengo un oído muy fino, avalado por mis quince años de abnegada dedicación
al arte de tocar el piano, pero mantengo oculto este superpoder a la humanidad,
así que finjo ser la única que no escucha la risita socarrona de cierto individuo
que se acerca por mi espalda.
—¿Alguien necesita reponer fuerzas después de un maratón sexual?
Las palabras, susurradas solo para mí, consiguen que me ruborice como una
colegiala. Más aún cuando su colonia alcanza mi pituitaria. Efecto:
desintegración total de mis bragas.
Aldren se incorpora y dedica a las chicas una sonrisa que, en mi opinión,
debería estar prohibida por la ONU.
—Señoritas, es un placer veros esta mañana.
—El placer es mutuo —responde la siempre educada Tina.
—¡Tu pedido ya está listo, Al! —grita José, por encima del ruido de la
cafetera y del exprimidor.
—Una mañana complicada, ¿eh? —comenta la rubia (Paula, para quienes
hayáis empezado esta historia por el final).
—Y que lo digas. Hemos pasado una hora entera repasando cada detalle de
una operación que se lleva negociando siete meses. Nos la sabemos de memoria,
pero Brenell quiere estar preparado para cualquier eventualidad que surja
durante la reunión y, la verdad, le entiendo. Si cerramos este negocio, a la hora
de comer serás una mujer bastante más rica que al despertar.
—Estupendo. He visto un chalet a las afueras que me priva. Mil setecientos
metros cuadrados construidos y tres mil de parcela. Y ya va siendo hora de que
Estilo y Seducción extienda sus alas por todo el mundo.
El ejecutivo la contempla con expresión divertida.
—Eres insaciable.
—No sabes cuánto —acepta, con expresión mordaz.
La conversación se ve interrumpida por José, que viene cargado con nuestro
pedido, además de un par de bolsas que le entrega a Aldren.
—Cóbrate también el desayuno de las damas —le pide este, al entregarle un
billete de cincuenta—. Tengo que irme. La reunión es dentro de tres cuartos de
hora. Además, nunca se sabe cuándo tendré que mediar entre Creig y Bren; son
capaces de matarse por una grapadora.
Las tres sonreímos, comprensivas; no anda muy desencaminado.
—Dale recuerdos a mi maridito. Y dile que se lave las manos antes de salir del
despacho. Detesto el olor de la sangre.
Al se marcha, muerto de risa; en cambio, Martina está visiblemente
estremecida.
—¿Tienes que ser tan gráfica cuando estamos comiendo?
—Hija, ni que estuvieras embarazada —se queja la jefa—. No lo estás,
¿verdad?
—No, por Dior, si Nei tiene poco más de dos meses. Soy de naturaleza
delicada, ya lo sabéis —insiste, ante nuestra mirada inquisitiva.
—Tan tierna como el bollito de la niña. —Señala mi megadesayuno con su
cuchara antes de seguir degustando sus Special K con frutos rojos.
—Deja en paz mi bollito —advierto, con un guiño que ella secunda de
inmediato—. Necesita un merecido descanso tras el arduo esfuerzo de ayer.
Ambas nos carcajeamos, mientras que la buena —y sosa— de Tina se limita a
resoplar.
—Es curioso —comenta Paula—. Aldren parecía fresco como una lechuga.
—¿Qué pinta Aldren en todo esto? —se extraña nuestra adorable amiga.
Yo me mantengo firme ante el escrutinio de Maléfica, y no creáis que es fácil
no revolverse bajo esos luceros verdes.
¿Que por qué la llamamos así? No esperaréis que os lo cuente todo en el
primer capítulo, ¿verdad?
—¿Por qué debería haber pasado una mala noche? —La morena sigue dándole
vueltas hasta que, de repente, abre tanto los ojos que semejan dos pelotas de
pimpón—. ¿Te lo has…? ¿Os habéis…? ¿Otra vez?
—Creo que la pregunta correcta sería cuántas veces —tercia Pau. ¿Veis como
es mala?
—¿En esta última ocasión o contando todas las anteriores? —contesto, con
una mueca. Sus caras son de espanto.
—Ay, por las suelas rojas de Louboutin.
—Incluso yo estoy impresionada —admite Paula, tras mojar la primera galleta
en su Nesquik.
—Qué exageradas sois. —Intento restarle importancia añadiendo firmeza a mi
tono.
—Tu norma sagrada es no repetir con ningún hombre, sin importar lo bien que
lo haga.
—Y acabas de reconocer que Copperfield y tú sois algo así como… asiduos.
Hay que jorobarse; a esta mujer no se le escapa nada. Al contrario que a Tina,
que nos contempla alucinada.
—¿Conoces a David Copperfield? Tienes que presentármelo; me encantan sus
trucos. Pero no mezclemos conversaciones, que así no hay quien se aclare.
Pau y yo guardamos silencio porque nuestro trabajo nos está costando no
mondarnos de la risa.
—Ah. Ahhh… Habláis de ese tipo de magia. Esa me gusta especialmente,
aunque solo con mi chico, que, dicho sea de paso, también se merece un apodo
por sus dotes amatorias. Algo como Gladiator o Extra Duracell…
—Sí, sí, ya sabemos que Creig es todo un pulverizabragas —la interrumpe
Paula—. Si te dejó preñada usando condón y píldora. Lo raro es que no te
embarace cada nueve meses, puesto que no te quita las manos de encima ni para
mear. ¿Podemos volver al tema que nos ocupa? La revista no va a dirigirse
solita. —Echa un vistazo a su Apple Watch 6 de Hermès en color granate.
—Sí, vamos a trabajar. Ya hablamos de esto en otro momento…
—Vuelve a plantar el culo en la silla, Adriana. De aquí no nos movemos hasta
que cantes como un lindo pajarito.
—Pío pío —la secunda su feroz secuaz, Blancanieves.
—A ver, que tampoco es para hacer un drama. Estamos hablando de,
¿cuántos?, ¿media docena de interludios? En un año y ocho meses, es una
cantidad irrisoria.
El capuchino de Martina vuela por los aires cuando se atraganta. Por suerte,
no hay desperfectos materiales que lamentar (al menos, por nuestra parte), ya
que nos hemos sentado a una distancia prudencial. La conocemos lo suficiente
como para saber que este tipo de accidentes son habituales.
Observo de reojo a Pau, que parece estar pasándoselo en grande con la
situación.
—¿Qué tiene él que no tengan los demás? —cuestiona.
Una pregunta sencilla, ¿verdad? Pues… no. Me gustaría poder contestarle que
absolutamente nada. Que es igualito a todos. Pero, en vista de los resultados
(seis, por si os habéis saltado la frase), resulta obvio que no es cierto.
—¿Una varita mágica? —suelto, con descaro.
—En tu agenda orgásmica hay unos cuantos cincos que no han vuelto a saber
de ti tras una única vez.
—Me gustas más cuando no te enteras de nada, Tinita —la regaño. Ella se
limita a sacarme la lengua.
¿Que qué es una agenda orgásmica? Mujer, esa pregunta a estas alturas… Se
trata de una de nuestras posesiones más preciadas (o lo era, antes de que aquí,
mis dos mejores amigas se enamoraran hasta las trancas y en la actualidad solo
les sirva como recuerdo anecdótico de tiempos lejanos).
El libro en cuestión es una recopilación de los hombres que han pasado por
nuestras vidas (léase: camas), donde se anotan detalles de suma importancia,
como tamaño (solo interesa el de una parte en concreto), aguante, posturas,
número de orgasmos alcanzados… Incluso se les adjudican estrellitas, como a
los productos de Amazon. Y, por supuestísimo, si no consiguen una puntuación
mínima, no se los vuelve a llamar (en mi caso, ni aun así).
—¿Y qué hay de Héctor?
La que casi escupe ahora el trozo de muffin soy yo. Y tal vez no habría estado
mal ponerle un ojo a la virulé a la tocanarices de Martina…
—¿Qué tienen que ver las churras con las merinas?
—Contesta a la pregunta —pide, con suavidad.
—¿Por fin vas a ejercer de abogada? ¿O has decidido que prefieres ser jueza?
—Nadie pretende juzgarte, Drina. Como mucho, ayudarte, si tú quieres.
Su tono es bajo y dolido, y me doy de tortas mentalmente. Si es que soy tonta
de remate.
—Lo siento, cari. Es que no quiero hablar de Héctor.
—Vale —acepta, sin rechistar—. Pues hablemos de Al.
—De él, tampoco —afirmo—. No sé por qué he roto mi propia norma. Es…
diferente. No lo planeamos, solo sucede. Pero ayer fue la última, os lo aseguro.
Además, él tampoco parece querer nada conmigo.
—Ajá —acata la rubia, si bien, por su expresión, yo diría que está llamándome
mentirosa.
Lo que no entiendo es por qué no me lo grita a la cara. Es más su estilo.
—¿Qué piensas? —le pregunto, pese a que no estoy segura de querer escuchar
la respuesta.
—Que va a resultar que nuestro Aldren sí es un puñetero mago, después de
todo.


—¿No tendría que estar ya aquí? —pregunta nuestra modelo estrella de este
mes, preocupada.
La jefa y yo no lo estamos menos, aunque nos cuidamos muy mucho de no
exteriorizarlo. De ahí que Paula muestre hasta las muelas del juicio cuando
sonríe tranquilizadora a los presentes en la sala.
—Seguro que su avión viene con retraso. Ya sabéis cómo funcionan las líneas
aéreas. Tened un poco más de paciencia, por favor —ruega, y todos asienten, a
pesar de que el tiempo, en este negocio, es oro puro.
—Debería haber llegado hace una hora —le susurro, para que no me escuche
nadie más.
—Ya lo sé. Lo he llamado nueve veces y siempre salta el maldito contestador.
—¿Crees que le habrá pasado algo?
—Eso espero —contesta, con la mirada puesta en la maquilladora, la
peluquera, los técnicos de iluminación, la responsable de vestuario, el
encargado del catering, la asistente y, por supuesto, en Rosie Huntington-
Whiteley, una de las cinco modelos mejor pagadas del mundo.
—¿Qué has dicho?
—Que si no tiene una excusa buenísima, y con buenísima me refiero a un paro
cardiaco o a que hayan secuestrado su vuelo bajo amenaza de bomba, seré yo
quien lo descuartice trocito a trocito.
Me estremezco ante su tono. Parece estar disfrutando con su propia fantasía.
—Se suponía que Bren estaba consiguiendo que te relajaras y volvieras a ser
la chica dulce y educadita que tus padres criaron.
Me echa una ojeada rápida y puedo leer en sus ojos cuánto la divierten mis
palabras.
—Créeme, una vez que vives como Maléfica, ya no te seduce ser Cenicienta.
Oculto una sonrisa. Aunque en los casi dos años que lleva casada ha rebajado
bastante su actitud (y que conste que entiendo que, tras el desengaño amoroso
de Caye, que trajo como consecuencia la pérdida de su bebé, sintiera que de ese
modo se protegía de volver a sufrir), todos hemos aceptado que la Paula a la
que conocimos ha sido devorada por una versión más agresiva y maliciosa, a la
que le he tomado un gran cariño.
—Es maja, ¿verdad? —Me refiero a la modelo rubia, que le enseña algo en el
móvil al personal y ríe junto al grupo como una más.
—Un encanto de niña —confirma.
—Nos saca unos añitos —comento, segura de que mi amiga está al tanto de
que hace algún tiempo que la top model superó la treintena.
—Lo sé, bebé.
—¿Crees que le importará que intente sonsacarle algún detallito sobre
Statham? —pregunto, con voz soñadora.
—¿Qué le veis a ese tipo? Es bajito, está calvo y tiene más de cincuenta tacos,
por favor.
—Y lo dice la que mantuvo una relación con un hombre que le sacaba
veintiocho años, y que además es el padre de su marido.
—No lo era cuando Mat y yo nos acostábamos. Bueno, sí era su padre, claro,
pero entonces Bren y yo ni siquiera nos conocíamos. Y Matthew es un hombre
muy guapo, y todo un caballero. Este, en cambio…
Gesticula hacia Rosie, como si, por una vez en la vida, anduviera escasa de
léxico. Casi me echo a reír.
—Jason mide un metro setenta y ocho, así que a mí me viene estupendo. Y, en
mi opinión, está como un queso. La de mordiscos que le daría… El problema es
esa rubia de ojos azules y piernas interminables que lleva diez años con él.
Además, nos cae bien.
Lo digo con mucha penica: la muesca de la superestrella de Hollywood en el
cabecero de mi cama habría quedado genial. Pero, aunque parezca un chiste, no
soy una destrozahogares.
—Chicas, no creo que vaya a venir.
—Yo tampoco —musito, antes de dirigirme hacia la que, a cada segundo que
pasa, parece menos probable que se convierta en nuestra portada de agosto—.
Rosie, cari, ¿no te parece que esta luz es demasiado fuerte para tu pálido cutis?
Y ese conjunto que llevas quedaría perfecto con esta pamela. ¿Por qué no te la
pones? Mejor te tomo un par de fotos para que veas a qué me refiero, así
hacemos tiempo hasta que llegue el fotógrafo.
Para mi sorpresa, no solo me hace caso ella, sino también los técnicos, que
bajan la intensidad de los focos. Y la verdad es que con el sombrero está
preciosa.
Cojo la cámara que siempre tenemos por aquí y hago un par de disparos de
prueba. En cuanto oye el chasquido del obturador, la pareja de mi amor
platónico se transforma de joven risueña en competente profesional.
—Eso es. Probemos las ideas que íbamos a comentarle a Mario —sugiero,
para ganar unos minutos—. Tamara, pon algo de música, ¿quieres?
—Claro —acepta la dicharachera maquilladora, trasteando en su móvil.
Diez segundos después, Shape of you, de Ed Sheeran, suena por el altavoz a
todo volumen.
Yo apenas lo registro, ensimismada como estoy en la composición que tengo
en mi cabeza, de la que la modelo del momento es protagonista inconfundible.
Solo soy consciente del continuo sonido del obturador, que apenas puede seguir
el ritmo de mi imaginación.
—Un momento. Quiero probar con una apertura diferente. Y estoy pensando
que, si trasladáramos el sillón de piel de aquella esquina al lado de la ventana,
pusiéramos la alfombra blanca de pelo delante y quitásemos ese cuadro, podrías
sentarte sobre el respaldo, solo con la camisa y los taconazos de aguja… Bufff…
Serías el sueño de cualquier hombre, nena.
Doy todas esas instrucciones con cierto aire despistado, absorta en las
instantáneas que acabo de tomar. La idea ha aparecido de golpe en mi mente,
como si mis neuronas hubieran recabado la información en algún momento de
las últimas dos horas y se hubieran confabulado entre sí para juntar las piezas
del puzle, sin contar conmigo.
—Guau. ¡Son espectaculares!
Le echo un vistazo a Rosie y esbozo una ligera sonrisa.
—Solo estoy jugando. Además, tú quedarías guapísima incluso a oscuras.
—Mario no va a venir —informa Paula, a nuestra espalda—. Cuando salía de
casa, ha tropezado con una maleta y se ha caído por las escaleras. Nada
importante —aclara, ante nuestras expresiones horrorizadas—. Un esguince de
tobillo, que le imposibilitará moverse en unos días.
—Entonces, ¿lo cancelamos todo? —pregunta la modelo, con tristeza.
—Al contrario. Rebeca, pídele a Joan una de las cámaras buenas. Y tú —me
señala, y yo calibro dónde esconderme en esta sala con pocos muebles y
atestada de gente— haz con ella todo lo que se te ocurra.
—¿Qué…? ¡¿Qué?! —grazno.
Veo a una de las top models más cotizadas del planeta despojarse del
pantalón de pitillo, volver a calzarse los Roger Vivier de diez centímetros de
tacón y desabrocharse los tres primeros botones de la camisa, como si fuera a
meterse entre las piernas del guapo y solicitado Jason Statham. O viceversa.
Esos dos no parecen muy quisquillosos en estos temas.
La joven se planta delante de mí en tres zancadas de sus elegantes —y
desnudas— piernas, se deshace el sencillo aunque estudiado moño que lleva y,
sacudiendo la cabeza con un movimiento muy sensual, me mira, vestida tan solo
con una sonrisa provocativa y un trozo de seda que apenas le llega a medio
muslo.
—Soy toda tuya, cariño.

Ahora, un año después, me encuentro frente a la misma mujer, en un escenario
muy diferente. Estamos en el templo de Debod, frente a una increíble puesta de
sol, y Rosie contribuye a embellecer más el paisaje, si eso es posible.
Mi dedo vuela sobre el disparador mientras compongo en mi mente el
encuadre que deseo y le doy docenas de instrucciones, que ella sigue como si
fuera una coreografía que hubiéramos ensayado cientos de veces. Trabajamos
muy bien juntas, a pesar de que, desde aquella mañana en el estudio de la revista,
no habíamos hallado la oportunidad de volver a hacerlo. Sin embargo, tenemos
una química especial, y nos caemos de maravilla.
Aquel día algo cambió. O, más bien, alguien. Y si me hubieran dicho que tras
aceptar la loca sugerencia de mi jefa de ocupar el lugar de Mario Testino, uno de
los fotógrafos de moda y celebridades más importantes del mundo, me
convertiría en la fotógrafa no oficial de Estilo y Seducción, me habría dado tal
ataque de risa que seguramente me habría hecho pis encima.
La noche se adueña de la ciudad, y las luces instaladas entre las piedras del
monumento comienzan a encenderse, dotándolo de un encanto casi sobrenatural.
—Qué preciosidad —murmura la modelo, con asombro.
—Sí que lo es. Aprovechemos bien el tiempo; falta poco para que cierren.
—De acuerdo.
—Si te quedases un par de días más, podríamos volver y visitarlo por dentro.
—Me encantaría, pero Jason no puede vivir sin mí.
—¿Eso te ha dicho?
Qué mono, por Dios.
—No exactamente —admite, con las mejillas como fresones.
Vale, ahora sí se ajusta más a la imagen que tengo del protagonista de
Transporter.
—Y echo mucho de menos a mi hijo.
—Jack es muy pequeñín. ¿Qué tal lleva que ambos viajéis tanto?
—Pues sorprendentemente bien, la verdad. Además, el acuerdo es que siempre
uno de los dos tiene que estar con él, así no se le hace tan duro.
—Me parece un plan excelente —coincido—. Un par de tomas más y nos
vamos, ¿vale?
—No te preocupes. Me encanta trabajar a tus órdenes.
—¿Mis órdenes? Pero si yo…
—Eres una de las mejores fotógrafas que he conocido. Y te aseguro que he
trabajado con un montón.
—Solo soy una aficionada.
Aquí, entre nosotras: es cierto. Mi rol en E&S cambió de la noche a la mañana
desde aquellas fotos. Cuando terminamos la sesión, descubrí no solo que me
había divertido como nunca, sino que era incapaz de soltar la cámara. Quería
salir a la calle e inmortalizar cada objeto que veía. Necesitaba expresarme, hacer
sentir con mis fotografías.
Tres horas de trabajo, y la que había cambiado era yo. Había encontrado mi
pasión, esa que le juré a Pau que nunca tendría porque mi máxima en la vida era
casarme bien para vivir mejor. La de mi jefa había sido enfrentarse a su padre
para estudiar Periodismo y fundar su propia revista, que, de la noche a la
mañana, se había convertido en una de las más vendidas del país, además de en
Estados Unidos. Y la de Tina… Después de estudiar abogacía y de terminar la
carrera de jueza, había decidido que lo que más feliz la hacía era ayudar a
nuestra amiga con los entresijos de una publicación de tal magnitud y escribir su
propio blog.
Al principio, nos costó lo indecible abandonar nuestra plácida existencia de
niñas de papá y convertirnos en mujeres trabajadoras, incluso a tiempo parcial,
pero Paula nos necesitaba, y no había sacrificio en el mundo que no
estuviéramos dispuestas a hacer para echarle una mano. Sin embargo, después…
No sé, creo que Estilo y Seducción tiene algo que te vuelve adicta a ella, porque
ahora no nos sacan de allí ni muertas.
Ojo, no todo es fácil y bonito; si bien hace ya un año que me encargo de gran
parte de los reportajes fotográficos, aún hay muchos famosos que se niegan a
trabajar con una mindundi.
Y esa soy yo, señoras.
Que tú tampoco me vuelves loco. Bueno, a lo mejor un
poco

Aldren


N.º 213 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Cómo preparar una maleta y no morir en el intento
Querida superheroína:
Tanto si eres de las que viajan constantemente como si solo haces alguna escapada esporádica, seguro
que el momento de preparar el equipaje es el más conflictivo.
«¿Qué me llevo?», es lo primero que te planteas, seguido de «por si…», y cuando quieres darte cuenta,
solo tienes dos opciones: volver a guardar la mitad de tu vestuario o alquilar un avión privado.
Yo tengo claro cuál escogería, pero comprendo que no todo el mundo goza de mis posibilidades, así que
lo mejor será organizar la maleta con prudencia.
1) Confecciona una lista con todo aquello que necesitarás. De este modo, no se te olvidará nada
importante.
2) Intenta que tus elecciones sean lo más prácticas posible.
3) Dobla toda la ropa que pretendes llevarte y almacénala en un mismo sitio, ordenada por looks.
4) Elige prendas que valgan para varios contextos y situaciones, de tal forma que, combinadas con
otras, te proporcionen un outfit muy diferente.
5) Incluye siempre una prenda de abrigo y un bañador o bikini, no importa adónde vayas (en algún
momento me lo agradecerás).
Y, ahora sí, ¡estás lista para lo que el destino te tenga reservado!

Adriana Martos

—Adelante.
—No me jodas, Bren. —Creigton ríe al entrar—. Si le das el cambiazo a la
píldora, Paula te corta las pelotas y encarga a Chopard que le haga unos
pendientes con ellas.
—Lo sé, pero puede que el riesgo de quedarme sin huevos valga la pena,
porque no se me ocurre otro modo para dejarla embarazada. Por muchos
argumentos que esgrima, no consigo convencerla de formar una familia —se
queja mi jefe, mientras ocupa uno de los sillones marrones frente a mi mesa.
—Y capado te va a ser aún más difícil —añado, sumándome a la
conversación.
Suelta un largo suspiro, cargado de toda la frustración que le genera este tema.
—¿Por qué tuve que enamorarme de alguien tan cabezota?
—Porque es la única capaz de manejar a alguien de tu complejidad.
—Cierto —asiente, convencido—, es la mujer perfecta para mí. No obstante,
quiero pronto una mini-Paula, o una versión mejorada de mí mismo. Estoy
seguro de que será una madre estupenda; sin embargo, después de lo que ocurrió
con su ex, creo que tiene miedo de volver a intentarlo.
Los tres nos sumimos en un silencio comprensivo.
—Si quieres, cuando Martina y yo necesitemos intimidad, te contratamos de
canguro —propone Creig, con todo su morro.
—¿Qué pretendes? ¿Seguir los pasos de tu hermana? —contesta Brenell, con
guasa. La pequeña Nerea nos tiene enamorados a todos, así que cuidarla no
supondría un gran esfuerzo para ninguno.
—Oye, pues a ella le funciona genial. Lleva años endilgándonos a sus hijos
para poder follar a gusto con su marido, y lo peor es que nosotros se lo
consentimos.
—Esa no cuela, abogado; te encanta estar con tus sobrinos.
El aludido hace una mueca antes de sonreír como un crío.
—Pero no es necesario que Emily lo sepa, ¿verdad?
Tabaleo con los dedos sobre la mesa mientras los observo divertido.
—¿Y a qué debo esta agradable visita? Porque imagino que despotricar sobre
vuestras familias no era el objetivo de esta improvisada reunión.
Creigton alza una ceja con petulancia.
—¿Es que no te agrada compartir un rato de conversación con tus queridos
amigos?
—Estoy bastante ocupado. No sé si os hacéis a la idea de que esta empresa no
sale adelante sola.
—Oh, ¿y la sacas a flote tú solito, colega? —pregunta Bren, rezumando ironía.
Les echo una mirada aviesa por debajo de mi rebelde flequillo y elevo los
brazos.
—Eso parece.
Los dos chasquean la lengua antes de que mi jefe responda a la provocación.
—Qué cabrón más arrogante.
—Ajá —confirma el picapleitos—. ¿Por qué estás de tan mal humor, Aldren?
—No sé de qué me hablas. Me siento genial, gracias.
—Ya. ¿Y por qué parece que alguien te esté estrujando las pelotas?
La risilla de Brenell sí que me toca los cojones, si bien finjo ignorarla.
—¿Me estáis molestando a propósito o es que hoy tenéis el día tonto?
—Sigue a dos velas, de ahí ese carácter de mierda que se gasta últimamente
—le explica a Bren, que está pasándoselo pipa a mi costa—. ¿Cuánto hace que
no follas?
—Cuatro días. Y ahí acaba vuestra invasión a mi intimidad.
—No me extraña que te subas por las paredes, tío. Yo, seguro que ya habría
matado a alguien si llevara tanto tiempo sin sexo.
Lo contemplo con incredulidad. Cuando, un segundo después, su acompañante
asiente con énfasis, me obligo a tomar aire y dejarlo salir despacio. «Dios, dame
paciencia».
—Estoy convencido de que sería una excusa muy endeble en un juzgado.
—Qué va. No hay mejor defensa que la del crimen pasional, y no creo que
exista en el mundo un jurado que no entendiera la desesperación producida por
la carencia persistente de orgasmos.
No son sus carcajadas lo que me obliga a sonreír, sino la absurdez que ha
soltado Creig con la vehemencia del que se piensa portador de la verdad más
absoluta. Y no os engañéis: él cree al cien por cien en cada insensatez que dice.
Claro, que si yo tuviera a mi lado a una mujer como Tina, o como Pau, no saldría
de la cama en todo el día.
—Deja de meterte con el chaval. Ya se cansará de hacerse gayolas y buscará
placer entre las muchas féminas que lo rondan. O con una en concreto.
—En serio, si no tenéis nada que hacer, puedo pasaros algo de lo mío —
comento con aire cansado, como cada vez que sacan el temita. Ignoro
férreamente la mirada incisiva de Brenell.
—En realidad, quería daros las gracias por la excelente labor que llevasteis a
cabo en la reunión con Müller. Si conseguimos cerrar el trato fue gracias a
vuestra intuición y pericia.
—Ya nos lo agradeciste —apunta Creigton—. Y la prima con que nos has
recompensado es sumamente generosa. De todos modos, el artífice indiscutible
de ese éxito fuiste tú.
—Es cierto —convengo—. Además, en eso consiste nuestro trabajo: en
servirte de apoyo y que no se nos escape nada.
—Hacéis mucho más, y lo sabéis. Este proyecto es muy importante para
Lorrigan Enterprises, así que he pensado que podríamos celebrarlo yendo a cenar
y a tomar unas copas. Con las chicas, claro.
Creig y yo nos miramos antes de sonreír.
—Un plan excelente, jefe. ¿Pagas tú?
—Por supuesto, abogado. Nada de escatimar.
—Yo me encargo de reservar —ofrezco—. Mesa para cinco y pases vip en la
discoteca de moda.
—Seis. Adriana también está invitada.
—Vale —me limito a decir.
—Bueno, pues hecho este agradable paréntesis, tengo una empresa que dirigir.
No sé si os hacéis a la idea de que no sale adelante sola —me parodia Bren,
ganándose una carcajada de Creigton.
—Yo voy a seguir cotilleando con el bueno de Al. Total, eres un puto crack y
salvarás al mundo sin nuestra ayuda.
—Maldito par de vagos. Os pago demasiado por nada —asegura,
desmintiendo sus elogios anteriores, justo antes de salir.
—¿Alguna otra chorrada más, Creig? —lo pincho.
Cuando levanto la cabeza, me sorprende su súbito cambio de actitud. Está
serio, incluso diría que preocupado; en nada se parece al tonto del culo que
exaspera —tanto como divierte— a todo el que lo rodea.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
—¿Nunca te has planteado cambiar de tercio?
—¿Hacerme gay? Joder, tío, soy selectivo, nada más.
—Mira que eres idiota —me increpa, aunque sin el entusiasmo de siempre—.
Ayer estuve hablando con Francisco.
La verdad, no veo la relación entre el padre de su novia y que ahora tengan
que gustarme los nabos. Que no me gustan, que quede muy claro.
—¿Ha vuelto a advertirte de que si le haces daño a su hija destrozará tu
carrera, se encargará de que no vuelvas a ver ni a Martina ni a la niña y logrará
que el ataque de los dos sicarios que ha contratado para dejarte en una silla de
ruedas y con el cerebro como una pasa parezca un desafortunado accidente?
—No te has dejado ni una coma —admite, con una sonrisa—. Pero la
conversación fue por otros derroteros. Su deseo es que me incorpore al bufete de
Madrid para que, cuando se jubile, me haga cargo de todo.
No es que me sorprenda; siempre he tenido claro que el gran abogado
Francisco Simón Inoja estaba más que contento de que el nuevo novio de su
pequeña compartiera profesión con él. Además, es consciente del potencial de
Creigton y lo respeta, a pesar de que este no haya pisado un juzgado desde el
inicio de su carrera. Lo que yo no esperaba es que moviera ficha para reclutarlo
tan pronto, puesto que hace tan solo unos días que la pareja se ha reconciliado.
—Supongo que se llevaría una decepción cuando te negaste. Porque te negaste
—añado, al ver que no responde.
Cuando levanta la vista y me encuentro con sus ojos, contengo el aliento.
—Supondría todo un reto para mí. Hablamos de una firma con un prestigio
inmenso a nivel internacional, que cuenta con numerosas oficinas en España y
otras tantas en las principales potencias del mundo.
—¿De verdad estás pensando en dejar a Bren?
—Joder, Al, no estaría dándole la patada. Esta empresa ya es líder de mercado,
y mi equipo está capacitado para seguir sin mí. —Desvía la vista un segundo y,
cuando la devuelve al frente, viene cargada de fuerza y determinación—. Se trata
de la herencia de mis hijos, y si yo no me hago cargo, mi suegro presionará a
Martina hasta que lo haga ella. Sabes cuánto detesta todo lo relacionado con la
abogacía y las leyes. Estudió solo para contentarlo, pero se moriría si tuviera que
ejercer.
—No lo haces solo por eso —conjeturo.
Se pinza la nariz y suspira.
—Es que, cuanto más me hablaba de ello, más entusiasmado me sentía con la
idea. De repente, volvía a emocionarme por mi trabajo, como cuando terminé la
universidad. Últimamente parece que siempre hago lo mismo y mi trabajo solo
me produce… hastío.
—Desconocía que te sintieras así —contesto, dolido, y un poco enfadado por
no haber visto venir todo esto.
—Ya, es que ni yo mismo lo sabía hasta que empecé a vislumbrar las nuevas
puertas que Francisco me iba abriendo. Nunca me ha gustado defender a clientes
ni asistir al juzgado, pero tengo treinta y un años, y mi visión de la vida ha ido
cambiando. Lo que antes no me llamaba ahora representa un nuevo desafío. Creo
—añade, tan serio que asusta— que necesito hacerlo.
—Entonces, no hay más que decir.
Su bufido agita los folios que hay sobre mi mesa.
—No es tan sencillo. Aun cuando aceptara su proposición, que no he dicho
que vaya a hacerlo, tendría que contárselo a Brenell.
—Sería todo un detalle.
—No se lo va a tomar bien —masculla, apesadumbrado.
—Bueno, cuesta hacerse a la idea de que los Tres Pichabravas se disuelven —
reconozco, demasiado afectado por la noticia.
—Oye, que no me voy a vivir a Júpiter. Seguiré dándoos por culo, como
siempre.
Le sonrío, pero no puedo evitar inquietarme. Me cuesta recordar un momento
en el que no hayamos estado los tres. Ha sido así desde la más tierna infancia, ya
que nuestros padres son amigos de toda la vida; hemos vivido casi puerta con
puerta y hemos jugado juntos, ido a los mismos colegios y compartido chicas
desde que tengo memoria.
Joder, nos hemos pasado los dientes de leche unos a otros para estafar al Hada
de los Dientes; nos hemos contado los pelos de los huevos en el baño medio
centenar de veces, obsesionados por crecer más rápido; les hemos mangado a
nuestros padres dinero de la cartera para comprar hierba; Bren y yo perdimos la
virginidad a la vez en el Mercedes de su viejo; lloramos como dos nenazas
cuando la putita de Mary Anne nos abandonó porque resultó que jugaba a dos
bandas, y nos hemos cogido las mayores y mejores cogorzas juntos, hasta no
saber dónde ni con quién estábamos.
Ahora Creig quiere ir por su cuenta, y os juro que lo entiendo, pero acaba de
enamorarse y de ser padre de una preciosa niña, y no puedo evitar pensar que sí,
que nos abandona para luchar con uñas y dientes por su recién construida
familia.
De repente, es como si me faltara un brazo. Qué digo: como si me hubieran
extirpado un pulmón, medio hígado y el riñón izquierdo. Mi cuerpo no podrá
asimilar una ausencia tan grande, y mi mente no está preparada para soportar el
trauma.
Aun así, me obligo a sonreír como un idiota y a tranquilizarlo, tal como haría
un buen amigo.
—No te permitiríamos alejarte mucho, aunque esa obsesión tuya por la
homosexualidad empieza a ser preocupante —bromeo, en un intento de devolver
el brillo juguetón a sus ojos—. Y en cuanto a Bren, no te preocupes. Entenderá
que es una gran oportunidad para ti y te deseará lo mejor. Para eso está la
familia.
—Gracias, tío. Hablar contigo me ha venido bien; no sabes lo agobiado que
estaba con este tema.
Se levanta de un brinco, y su sempiterna sonrisa, la que saca de quicio a todo
el que lo conoce, ya está de nuevo en su sitio.
—A mandar. Aunque la sesión individual de terapia te costará unas copas de
Macallan. O mejor, una botella.
—Coño. Ni que tuvieras licencia para hurgar en las mentes ajenas. Y ni así,
que la puta botella cuesta mil quinientos euros.
—Pues los tres nos la bebemos como si fuera agua.
—Es que está buena, la puñetera. —Consulta su reloj y pone cara de pena—.
Un poco pronto para una copa. Pero la tenemos pendiente, apúntala.
Algo se me retuerce por dentro al pensar que hace cinco días la respuesta
habría sido muy distinta. «En cuanto salgamos, nos la tomamos, ¿vale?», me
habría propuesto, y los tres habríamos estado hasta las tantas. O hasta que nos
hubiéramos quedado sin whisky.
«No flipes. Últimamente Brenell también está de un casero que da asco».
—Apuntada queda —afirmo, todo dientes blancos y expresión jocosa, que se
va tornando taciturna a medida que se cierra la puerta tras él.
Me da que la lista de pendientes será interminable de aquí a unos meses.


Apoyado contra la fachada del restaurante, observo cómo la pelirroja más
despampanante que he visto en mi vida se baja del Audi R8 rojo con el mismo
desparpajo que un piloto de Fórmula 1. Le entrega las llaves al embobado
aparcacoches, y yo, como siempre que presencio esta escena, no puedo evitar
que una sonrisa tironee de mis labios. Juan la adora, y le importa una mierda que
la chica en cuestión le saque cuatro años, un carrerón con los hombres más largo
que el Rally Dakar y una fortuna familiar que lo dejaría en shock solo con los
intereses que genera en el banco.
—Señorita Martos, está usted tan hermosa como siempre —la piropea, a punto
de hincarse de rodillas en el suelo y de lamerle los tobillos.
O lo que se deje.
Ella acepta el halago con naturalidad.
—Se hace lo que se puede. —Con gesto sensual, se retira la melena del
hombro y deja al pobre muchacho sin saliva—. ¿Te has echado novia ya?
—Sigo esperando que me dé una oportunidad.
—Quizá cuando empieces a tutearme.
Los ojos del aparcacoches destellan de emoción antes de que ella le aclare:
—No iba en serio. Ya sabes que no me va jugar a las parejas. Venga, sé buen
chico y busca a alguien especial para ti, ¿de acuerdo?
—De momento no me atrae nadie —dice, en tono pesaroso—. Está bien, lo
intentaré. —Termina cediendo ante su mirada penetrante.
—¿Cuidarás bien de mi pequeñín?
—Como si fuera la reencarnación de Marilyn Monroe.
La carcajada femenina, musical y contagiosa, me hace sonreír otra vez. Ahora
que lo pienso, ambas mujeres se parecen bastante: sexis, seductoras y peligrosas.
Muy peligrosas.
Adriana se acerca a mí despacio, con ese vaivén de caderas tan suyo, que me
la pone dura de inmediato. Cuando la tengo delante, contempla con desagrado la
pipa que tengo entre los labios.
—Pareces un vejestorio —dice, a modo de saludo.
—Tú, en cambio, estás muy guapa.
—¿Por qué no dejas esa asquerosidad? —Me ignora—. Si, además, la tienes
apagada.
—Fumar en pipa fuera de casa es un poco farragoso, pero llevarla me ayuda a
controlar el mono.
Su mirada de gata me estudia sin demasiado interés antes de pasar por mi
lado, dejando una estela de perfume A mi aire, de Loewe, que me engatusa con
su aroma fresco, elegante y romántico. Tan irresistible como la mujer que lo usa.
—¿Entramos? No me gustaría ser la última.
—Un deseo complicado, teniendo en cuenta que pasan veinte minutos de la
hora que acordamos.
Sus pies se detienen de golpe y se gira para enfrentarme.
—Todo esto —señala su figura, repletita de sinuosas curvas en las que me
pierdo durante unos segundos, y enfundada en un vestido verde oscuro que
parece cosido a su piel— lleva su tiempo.
—Seguro que sí. Lo que no entiendo es por qué te molestas.
—¿Per… do… na? —sisea, como si estuviera a punto de cometer un crimen
muy truculento.
Me cuesta tanto aguantarme las ganas de reír que tengo que fingir un ligero
ataque de tos.
—Que no te hace ninguna falta. Te habría bastado con darte una ducha y
dejarte la melena suelta. Sabes que me gustas más con todos esos bucles cayendo
libres y con la cara lavada.
Por un momento, siento la rabia bullir por todos sus poros, aunque se evapora
tan rápido que, si no la conociera bien, pensaría que lo he malinterpretado.
—Qué adulador. Anda, vamos, que al final nos quedamos sin cenar.
Tomo su mano y la coloco sobre mi brazo, más que nada porque temo que
pierda el equilibrio sobre esos tacones de quince centímetros que, cierto, me
excitan muchísimo, pero que probablemente conseguirían que se rompiera algún
diente contra los adoquines de la acera.
—Sabes que nunca dejaría que ese cuerpecito pasara hambre —susurro en su
oído, a la vez que nos abren la puerta.
Dobla el cuello para mirarme y puedo distinguir el reproche y el ardor
brillando en sus iris verde jade.
—No…
—¡Por fin estáis aquí! —la interrumpe Paula—. ¡No me puedo creer que
Aldren haya aparecido igual de tarde que tú, aunque sea por accidente!
Siento la expresión interrogante de Drina y me encojo de hombros.
—Es cierto, tío. ¡Mira que quedarte tirado con tu flamante Ferrari! —Creig se
descojona—. Además, ¿por qué no has venido en…?
—Dejad el cachondeíto, que tampoco es para tanto. Así he llegado con la
mujer más bonita de todo el local. Mejorando lo presente, señoritas, que estáis
impresionantes.
—Señora, si no te importa —tercia mi jefe, a quien le encanta marcar
territorio.
En serio, si fuera por él, iría meándole a su rubita cada cinco pasos. Pero
como a ella le va eso de tirarle de la correa si se excede, todos tan contentos.
Apenas nuestros culos tocan el asiento, el metre se posiciona a mi lado para
preguntar qué vamos a beber. Podría deciros que tanto peloteo me cansa, aunque
la verdad es que mola mucho ser el hijo del dueño, razón por la que solemos
venir a menudo a este sitio.
Vale, también ayuda que solicitar reserva en un restaurante de lujo para seis
personas, con tres días de antelación, en pleno centro de Madrid, sea misión
imposible. Y Vagoda está a rebosar los trescientos sesenta y cinco días del año
porque ofrece calidad, cantidad, refinamiento y un trato inmejorable. Y la fama
de que el gran Ander Louis Reilly, el maestro de la cocina, ha formado
personalmente a todos los chefs de sus restaurantes.
La cena transcurre entre conversaciones amenas, bromas de toda índole y
muchas risas compartidas. La comida y el vino circulan por la mesa sin
descanso. Durante un momento, a la hora del postre, casi me parece que todo ha
vuelto a su lugar y que solo somos nosotros seis, dispuestos a pasarlo bien, sin
importar cómo ni dónde, siempre que estemos juntos.
La sensación no dura, claro: como los espejismos, la realidad prevalece, y el
sentimiento de vacío que me queda es apabullante.
—¿Todo bien? —se interesa Brenell, al que nunca se le escapa nada.
—Claro —miento, porque no sé cómo explicar lo que me pasa.
Me avergüenza confesarles a mis hermanos que me siento dejado de lado.


Angel es una de las discotecas más famosas de la capital desde el mismo día
de su inauguración, para deleite de su propietario. Hoy es viernes, así que la
larga fila de juerguistas deseosos de acceder al edificio da la vuelta a la calle y se
pierde de vista.
Aparcamos en doble fila; en cuanto Fredy vislumbra el Jaguar negro de Bren,
casi se tira en plancha a la carretera para hacerse cargo de los tres coches, que
rápidamente desaparecen bajo la supervisión de sus chicos.
—Cómo está esto, ¿no?
—Hay cola para un par de horas, por lo menos —calcula Martina, con voz
quejicosa.
—Qué más te da, si tú vas a entrar ahora mismo —dice Paula, pasando de
largo y avanzando hacia la puerta, flanqueada por dos gorilas enormes.
En efecto, en cuanto nos ven, Fred y Marcus apartan a la muchedumbre que se
agolpa en la entrada y abren el cordón de seguridad, deshaciéndose en halagos
hacia las muchachas según acceden al interior. Todos hacemos oídos sordos a las
quejas airadas de la gente, que grita que llevan mucho tiempo esperando su turno
y que nadie debería tener privilegios.
—¿Qué tal va todo? —les pregunto, chocándoles la mano con familiaridad.
—Cada día más lleno. La mitad de estos ricachones se quedarán en la calle al
acabar la noche porque no les dará tiempo a entrar antes de que cerremos, pero
¿te crees que se van? No, aquí siguen, como putos pasmarotes, solo por tener
una posibilidad de fardar el lunes, mientras juegan al golf con los colegas, de que
se tomaron una copa en Angel.
—Eso es lo que marca la diferencia entre un lugar con clase y uno cutre: su
fama —les explico, por enésima vez.
—Está claro que a este sitio le sobran ambas cosas: estilo y popularidad. Y, si
no, échales un vistazo a las cajas diarias.
—¿Las chicas cumplen su cometido? —me intereso, aunque la repuesta es
obvia.
La carcajada de los dos retumba a lo largo y ancho de la calle, a pesar del
jolgorio que tienen montado los aspirantes a clientes.
—Por supuesto. Las Spice Girls se están haciendo con todo el pastel. ¿No has
escuchado lo que te he dicho?
Palmeo su hombro y entro, sonriendo. Las cinco relaciones públicas, todas
jóvenes, guapas, entusiastas y diferentes entre sí, se ganaron el mote hace tiempo
por causar entre su público el mismo furor que el mítico grupo años atrás (y por
público me refiero a cualquiera con edad suficiente para entrar aquí y consumir).
Cada día recorren Madrid de punta a punta repartiendo propaganda, invitaciones
y consumiciones gratis entre la gente bien. Todas son estupendas en su labor, ya
sea atrayendo a mujeres guapas al local o camelándose a los hombres para que
las inviten a copas cuando se dignan a aparecer por aquí, lo que ocurre casi cada
noche, porque les encanta la juerga y parece que subsisten con media hora de
carga a un puerto USB. Valen su peso en oro, y es exactamente lo que se les
paga.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunto, extrañado, cuando solo encuentro
a Adriana en nuestro reservado.
—Metiéndose mano en la pista —suelta, con su franqueza habitual y un
encogimiento de hombros que deja caer uno de los tirantes del vestido.
Suspiro y me siento a su lado.
—¿Y cómo has conseguido mantener esto limpio de moscones?
—Les he dicho que si no dejaban de molestar, se lo contaría al dueño y este
les prohibiría la entrada de por vida.
Frunzo los labios para evitar echarme a reír.
—Como técnica disuasoria, es bastante buena. Y dime, ¿no ha habido ninguno
que te interesara?
—De momento no, pero la noche es joven.
Alza su copa hacia mí; yo la imito con el Macallan que acaban de traerme.
Degusto el sabor intenso y afrutado y dejo el vaso sobre la mesa.
—¿Quieres bailar?
Sus ojos rasgados muestran cierta sorpresa antes de velarse por completo.
—Mejor no, gracias.
—Vamos, te encanta dejarte llevar por la música hasta olvidar que el mundo
existe, y esto es una discoteca —argumento, tratando de convencerla.
—Es mejor que evitemos que ciertas situaciones se repitan.
Cien por cien de acuerdo, si bien eso no explica por qué me he inventado que
mi coche no arrancaba y he ido al restaurante en taxi, solo para llegar a la vez
que ella.
—Pues si no recuerdo mal, ya hemos repetido seis veces. Sin contar el montón
de orgasmos que nos hemos proporcionado mutuamente en cada una de ellas.
¿No es un poco tarde para la vieja excusa de que esto ha sido un error? —
cuestiono, mordaz.
Niega con la cabeza antes de seguir con su letanía de débiles excusas.
—Emborracharnos juntos, compartir orgasmos y buscarnos las cosquillas son
ejemplos bastante buenos de las cosas que debemos dejar de hacer.
—De esa forma le quitas toda la diversión, bruja.
—No me llames así, sabes que lo detesto.
—Por eso. —Me remojo los labios con otro lingotazo de mi bebida favorita.
No sé si ya lo he mencionado, pero lo que más me gusta en el mundo es ver
fulgurar de rabia esos ojazos verdes. Provocarla me hace sentir una mezcla entre
placer físico y satisfacción personal. Es jodidamente mejor que cerrar con éxito
cien negocios de Bren.
Me levanto y le ofrezco la mano, deseoso de sentir su piel. Y ese maldito
vestido va a ponérmelo muy fácil.
Adriana mira mi palma como si fuera una serpiente venenosa o, peor aún,
como si padeciera la lepra. Contengo una carcajada y mantengo mi invitación,
convencido de que terminará rindiéndose. No tengo que esperar mucho; unos
segundos después, resopla enfurruñada y se pone de pie, aunque se cuida de no
rozarme ni con la estela de su enorme ego antes de echar a andar.
La sigo despacio, disfrutando del calculado contoneo de sus caderas, que, me
consta, son un arma mortal en manos de una sádica. Bajo hasta su impresionante
y firme culo y a duras penas reprimo las ganas de amasarlo con mis dedos. Justo
antes de que se dé la vuelta hacia mí, contemplo sus piernas esbeltas, absorto en
el recuerdo de esos gráciles miembros alrededor de mi cintura mientras la
embisto con fuerza.
—¿Has cambiado de opinión? —me pregunta—. ¿Prefieres que nos sentemos
a esperar a los demás?
Como única respuesta, la tomo entre mis brazos para comenzar a bailar. Mis
dedos resbalan con naturalidad por su espalda desnuda, aunque, a juzgar por su
jadeo ahogado, imagino que a ella no le parece un movimiento prudente. Bueno,
todos sabemos que no lo es, y resulta bastante curioso, ya que si algo me
caracteriza es la sensatez y moderación con que siempre me rijo. Sin embargo,
cuando se trata de la pelirroja, todo mi comedimiento salta por los aires como un
espectáculo de pirotecnia.
—Estás muy callado.
—¿Y te gustan los parlanchines? —dudo. Juraría que no es así.
—Solo si tienen algo interesante que decir.
—Pues hablemos —acepto, tensando el brazo en torno a su cuerpo, en
anticipo a su reacción—. ¿Te escabulles silenciosamente de todas las camas a la
mañana siguiente? ¿O solo de las que te dejan muerta de gusto?
Durante un instante, se queda helada, y es el puto instante más placentero de la
semana (las veces en que me he masturbado recordando las horas de infinito
placer que pasamos juntos no cuentan).
—Lo siento, tenía prisa. ¿Querías un besito de buenos días?
—Habría estado bien. Como preludio de algo mucho más satisfactorio, ya
sabes. O quizá no, porque de la media docena de veces que hemos follado
(quitando la noche de Las Vegas, en la que ambos rozábamos el coma etílico),
tres saliste corriendo antes de que me despertara, otra nos vimos al mediodía y
no quisiste quedarte a dormir, y solo una me levanté antes que tú, y tuvimos la
mala suerte de que aquel día te habían programado una sesión casi al amanecer
con cierto actor, famoso por no dejarse ver en su forma humana hasta después de
la hora del vermú —comento, con ironía.
—Mira, siento haber herido, tocado o incluso hundido tu orgullo, pero te dejé
claro desde el principio que no soy fan de las relaciones y que se trataría de una
única vez. Considera el resto un bonus.
—¿Y a ti quién te ha dicho que yo quiera una relación contigo? —pregunto,
entre risotadas.
Sus pasos se frenan y nos quedamos inmóviles en medio de la pista. Nuestras
miradas colisionan como dos trenes descarrilados, y el martilleo de mi corazón
habla de cuánto me gustan estas escaramuzas.
—Entonces, ¿nos entendemos? —insiste, la muy cabezota.
—Yo no diría tanto.
Resopla; pese a todo, termina asintiendo.
—Volvamos al reservado, tengo sed.
Es obvio que está escapando de nuevo, ¿verdad? Pero, bueno, a mí también
me conviene que mantengamos esto únicamente en un plano amistoso, así que
mejor cierro la boca.
Cuando llegamos, los chicos ya están allí, bebiendo como si no hubiera un
mañana. Menos mal que fui precavido y le pedí a Fredy que no le devolviera a
nadie las llaves del coche, ni siquiera aunque amenazara con denunciarlo. Ah, es
que no os he contado que…
—Aldren, recuérdame por qué no venimos más a menudo a este sitio tan chulo
—me pregunta Creig, con gesto distendido.
—Porque os bebéis mis mejores caldos como si fueran agua del grifo y os
fundís vosotros cinco solos las ganancias de toda la noche.
—Venga, avaro de mierda, si este garito te está haciendo mear oro.
—Y recuerda que, además de Angel, poseo otros veintitrés locales dispersos
por diferentes países —comento, con arrogancia.
Como iba diciendo, este sitio tan chulo es mío.
—Pues ya podrías haberles cogido el tranquillo a las reformas, o haberle
pedido consejo a la familia de Creigton, señor pez gordo, e instalar más baños de
señoras, que me estoy meando viva y puedo ver desde aquí que la cola llega a la
calle incluso en los aseos vips.
—¡Paula, no seas vulgar!
—¡Martina, deshazte de toda esa mojigatería! —la requiebra ella, siempre
dispuesta a sacar de quicio al más templado.
—Haya paz —pido, con las manos en alto. De ellas cuelga una llave—. ¿Por
qué no vas al baño de mi oficina? Lo tendrás enterito para ti, reina.
La rubia más letal del planeta se levanta de un salto sobre sus tacones de
vértigo, y yo solo vuelvo a respirar cuando la tengo a un par de centímetros de
distancia. Vale, no se ha roto ningún tobillo, a Dios gracias.
—¿Me acompañas, Drinita, para que ningún borrachuzo me moleste durante el
camino? —pregunta, con vocecita infantil, mientras se adueña de la llave en un
gesto codicioso.
—Of course, my friend. Hasta en los sitios más cool se esconden depredadores
—contesta ella, sin quitarme la vista de encima.
Lanzo una carcajada al imaginarme saltando sobre ella. Hummm… La idea
tiene su aquel.
—Cariño, ¿no crees que deberíamos marcharnos?
La voz de Tina consigue despegar mis ojos del culo de Adriana.
—¿Ya? Pero si no son más que las dos —me quejo.
—Es que nunca había estado tanto tiempo separada de Nerea… —Se disculpa
con una sonrisa.
—Claro —la tranquilizo.
Su bebé tiene dos meses y medio, y no hace ni una semana que ella y Creig
vuelven a estar juntos, así que es comprensible que deseen explorar las bondades
de la maravillosa familia que están formando.
—Cielo, la niña lleva horas dormida, al igual que tus padres. Quedamos en
que la recogeríamos mañana cuando fuéramos a comer. Esta noche es para
disfrutar —le recuerda su novio. Por el exagerado vaivén de sus cejas, los cuatro
nos hacemos una idea bastante aproximada de a qué piensan dedicar el resto de
la velada una vez que se despidan de nosotros.
—Vale, vale… Tengo que acostumbrarme o acabaré siendo una de esas
madres asfixiantes que no permiten que sus retoños se alejen dos palmos de sus
faldas.
—Es muy pequeña, es normal que te preocupe perderla de vista —la consuela
Bren.
—No le des coba, te lo suplico. Está tan obsesionada que pretende que
follemos estando ella en el dormitorio.
—¿Qué me dices? —pregunto, con los ojos como platos, en dirección a
Martina, que tiene la cara más roja que una señal de stop—. ¿Al puto amo le da
vergüenza fornicar delante de su inocente hija?
—¡Qué va! ¡Lo que me preocupa es que la pobre se lleve un susto de muerte
con los alaridos de placer de su madre!
Cuando Paula regresa, nos pilla descojonándonos vivos, a pesar de la
expresión descompuesta de la que ha resultado todo un desperdicio para la
industria del porno.
—¿Y Adriana? —pregunto, con el ceño fruncido, cuando se sienta junto a
Brenell.
—Por ahí.
—¿Sola?
—Claro que no. La ha abordado Mistertevoyadarlotuyonena y se han quedado
en la barra, conociéndose mutuamente.
La observo, pensativo, y me percato del momento exacto en que su sonrisa se
convierte en una mueca de pura maldad. Giro el cuello y veo a Drina
enganchada al brazo del tipo que tendrá el placer de poseerla durante unas pocas
horas. Ni siquiera se acerca para despedirse; en su lugar, nos dice adiós con la
mano y, mansa como una corderita, se deja arrastrar fuera de la discoteca.
Me repanchingo en el sofá y sonrío.
—¿Quién quiere otra copa? Invita la casa.
Estoy genial, gracias

Adriana


N.º 214 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Maquillaje a prueba de superheroínas
Querida superheroína:
Si quieres que tu sombra de ojos dure todo el día sin cuartearse, aplica previamente corrector de ojeras
por todo el párpado.
También puedes mantener tu maquillaje mucho más tiempo si, una vez que has acabado de ponerte
guapa, pulverizas sobre tu rostro (a distancia, no vayas a remojarte la cara en un barreño) agua termal o
una bruma a tal fin.
¡El día podrá resultarte eterno, pero tú parecerás fresca como una lechuga!

Adriana Martos

—¿Quién te quiere a ti? La tita Adriana. ¿Quién te quiere a ti? El tito Aldren.
¿Quién te quiere a ti? La tita Paula. ¿Quién te quiere a ti? El tito Bren. ¿Quién te
quiere a ti? Mamá. ¿Quién te quiere a ti? Papá. —El silencio apenas dura tres
segundos, aunque juraría que escucho el redoble de unos tambores—. ¿Quién te
quiere a ti? ¡¡Todo el mundo, todo el mundo, todo el mundo!!
Martina y yo contemplamos estupefactas cómo Pau se come a besos la
barriguita de la niña mientras esta se monda de la risa. Cuando el teatrillo
termina, estoy convencida de que es imperativo cambiar ese pañal.
—Pues para no querer descendencia propia, yo la veo muy maternal —
comenta Tina, en tono amoroso.
—¿A que te saco un ojo con el tacón de este Louboutin? ¿Te parece eso lo
bastante maternal?
—Lo… lo retiro… —tartamudea, con la vista clavada en los doce centímetros
de longitud del arma en cuestión.
—Venga, cari, no seas mala. Yo también opino que ha llegado tu momento.
Enfrento la mirada furibunda de la rubia sin inmutarme. Sé que las personas
que han sido heridas profundamente siempre llevarán una máscara. Hay quien la
usa porque le proporciona seguridad; a otros les otorga fortaleza; algunos
simplemente la utilizan como barrera frente a los demás. Hay máscaras de
muchas clases, materiales y durezas. Pero pocos consiguen deshacerse de ellas
por completo.
Su expresión se relaja y muestra una sonrisa contrita.
—Puede que empiece a planteármelo dentro de unos meses.
Martina y yo comenzamos a saltar por todo el salón y a dar palmaditas, como
quinceañeras frente a su grupo de música favorito.
—Estábamos seguras de que no eras tan reacia a la idea como querías
hacernos creer —dice Tina, más feliz que una perdiz.
—Es que me estoy agobiando un poco con la situación. Bren anda muy
pesadito con el tema, vosotros no paráis de animarlo y…
—Y no puedes olvidar lo que pasó —termino, en un murmullo quedo.
Cierra los ojos un segundo y, al abrirlos de nuevo, están opacados por la
tristeza.
—Sufrí un aborto justo después de romper con el que en apenas dos días iba a
convertirse en mi marido. Sé que es una tontería, pero no dejo de pensar que
podría repetirse, y que esta vez no sería capaz de soportarlo.
Como si fuéramos una, las dos nos abalanzamos sobre ella, formando un
sándwich.
—Qué suerte, hoy me toca ser el jamón york —ironiza, apretujada entre
Martina y yo, aunque todas sabemos que está encantada.
Ser el jamón es superguay porque, si bien esa posición implica el dudoso
honor de estar hundida en la miseria, el hecho de que tus mejores amigas se
afanen en consolarte vale un potosí.
—Todo eso pertenece a tu pasado. Siempre formará parte de ti, pero no debes
permitir que condicione tu futuro.
—Sí —añade la morena, estrechando el abrazo—, a partir de ahora te esperan
cosas buenas al lado de un hombre formidable que te ama con locura, y será
maravilloso que de ese amor tan inmenso y precioso que compartís nazca una
versión en miniatura de ambos.
—Me estáis asfixiando —se queja Paula, en un graznido, y sonríe trémula
cuando la liberamos—. Todo está cambiando muy deprisa, ¿no os parece?
—Hablad por vosotras. Yo estoy en el mismo sitio de siempre —afirmo, con
un gesto de victoria, antes de meterme en la cocina para comprobar cómo va la
comida.
Al contrario que estas dos, que no diferenciarían una sandía de un balón de
fútbol, no solo sé cocinar, sino que lo hago tan bien que dan ganas de llorar
(nada que ver con cuando Tina se empeñó en prepararnos un cocido madrileño y
a nosotras se nos saltaban las lágrimas cucharada tras cucharada de lo que
parecía el agua de fregar su loft).
Añado los langostinos al risotto con calabacín; vierto un chorro de aceite de
oliva virgen extra y, justo en este momento, mi estómago me recuerda que hoy
no he tomado nada más consistente que un café con leche.
La culpa es mía: apenas he llegado diez minutos antes que las chicas, con el
tiempo justo para cambiar el sexi y arrugadísimo vestido de Brunello Cucinelli
(lo sé, lo sé, todo un sacrilegio) que me puse anoche para salir con la chupipanda
por una camisa semitransparente y un pantalón corto vaquero desgastado, que
me hace un tipito de infarto (antes muerta que pillada en chándal o en pijama).
Solo había alcanzado a tomar mi ración indispensable de cafeína cuando el
timbre terminó de espabilarme.
Que conste que mi intención era seguir el plan propuesto por Bren: cena, un
par de copas y a casita como una niña buena. Pero Aldren estaba puñetero y…
Off topic: ¿cómo se me ocurrió hacerle caso a Paula y contratar a Manu para
que me remodele la terraza? El hijo de su antigua asistenta, la cual ha seguido en
la nómina de Creigton desde que este se instaló en el piso de soltera de mi amiga
(aunque os apuesto un bolso de Prada a que no termina el mes allí), tiene una
boquita muy sucia, que no es lo mismo que decir cochinadas entre las sábanas:
de diez palabras, quince son malsonantes. Ains… Entre la rubia y él, voy camino
de convertirme en una estibadora.
A lo que iba, que se me va a pasar el arroz (literalmente): que las pullas del
flemático ejecutivo acabaron por tocarme la moral… y otras zonas
innombrables, y cuando aquel guapo desconocido se me acercó en Angel con
obvias intenciones de llevarme a la cama, no me lo pensé demasiado. Al me
había puesto cardiaca, y el rubiales iba a ser el elegido para calmarme. Y vaya si
lo logró. ¡Si me dejó KO hasta pasada la una del mediodía! Se me olvidó
preguntarle a qué se dedicaba, pero debía de ser guía espiritual, por lo menos. Yo
creo que tenía poderes.
Salgo, cargada con la humeante sopera, y me las encuentro ya sentadas a la
mesa. Parece que no soy la única que está muerta de hambre.
—Qué bien huele, por Dior…
Sonrío a Martina, que desde que es mamá ha perdido algo de peso, y le sirvo
un buen plato.
—No dejes ni un granito, cari.
—De verdad que como bien —nos repite, por enésima vez—. Creig también
prepara unos guisos para chuparse los dedos, lo que pasa es que Nei tiene más
energía que los dos juntos. En serio —insiste, ante nuestras risas—, al principio
me desesperé buscándole el compartimento para las pilas, pero ya me convencí
de que se recarga con el sol. ¡Y estamos a punto de empezar el verano!
—Ya verás como te acostumbras a su ritmo —le aseguro, más para infundirle
ánimos que porque tenga idea de cómo funcionan los niños.
—¿Y eso cuándo será? ¿Cuándo se independice? —lloriquea, a pesar de que
nosotras no podemos dejar de troncharnos.
—¿Y tú, listilla? ¿Para cuándo el novio y un bebé?
Me atraganto con un trozo de langostino (mira que echarlos enteros…) y casi
se lo escupo a Paula a la cara (que es lo que merece por chinchona y mala).
—¿Yo? —pregunto, una vez que consigo tragar el maldito crustáceo—. Si
estoy genial así.
—Seguro que sí.
—No me amarguéis la tarde. Hemos quedado para pasarlo bien. —Intento
atajar cualquier tema desagradable. Y con desagradable me refiero a relacionado
con mi desastrosa vida sentimental.
—Yo me estoy divirtiendo de lo lindo. Sobre todo, ahora que la conversación
se centra en ti.
Tina asiente varias veces, como uno de esos vulgares animalitos pegados a los
salpicaderos de los coches.
—Necesitas a alguien que complemente tu chi —afirma, ilusionada.
—¿Qué ha dicho que le pasa a mi chichi? —le pregunto, con fingido asombro,
a Pau, que tarda un rato en controlar las carcajadas.
—La niña, que se nos ha puesto profunda.
—Eh, que yo puedo ser muy profunda cuando me lo propongo —contesta, con
toda la dignidad de una reina.
Nosotras asentimos, solemnes.
—Recuerda que, gracias a ella, los abnegados conductores de Uber tienen
identidad propia —me recuerda mi jefa.
—¡¡Uberos!! —gritamos las dos a la vez, justo antes de partirnos de risa (con
ella, que no de ella).
Está bien, a Tinita no le hace ninguna gracia, pero yo he conseguido lo que
quería: que dejen mi estado civil y mis queridos ovarios en paz.


Salgo del coche, recojo todo lo que necesito y me dirijo al ascensor a paso
rápido. Aunque por una vez no me presento con un retraso del copón, la verdad
es que voy con la hora justa, y habida cuenta de que tengo que preparar mil
cosas antes de empezar la sesión, pues… ¿A quién quiero engañar? Sí llego
tarde.
—¿Necesitas ayuda, pelirroja?
«Necesito que el dichoso karma se ponga de mi lado, para variar», me digo.
Dudo si seguir andando como si no lo hubiera escuchado. «Esa educación,
Drinita», me susurra mi madre al oído, por lo que termino deteniéndome de
golpe.
Al momento, un muro de acero y hormigón armado colisiona contra mi
espalda, desestabilizándome lo suficiente como para que pierda el equilibrio.
—Ey… —murmura Aldren, por encima de mi cabeza. Sus manos se anclan a
mis caderas—. Pareces un tornado, succionando cuanto encuentras a tu paso y
poniéndolo patas arriba.
Pues mirad, la comparación no me desagrada, si no fuera porque viene de él.
—Qué gracia. —Me doy la vuelta, rompiendo el contacto—. Primero me
arrollas y luego resulta que la culpa es mía.
—Cómo te gusta tergiversar las cosas.
—Lo que tú digas.
Enfilo hacia la salida del garaje, modo ignorar a Aldren ON, hasta que las
correas de las voluminosas bolsas de mis cámaras comienzan a deslizarse por mi
hombro. Contengo un grito horrorizado antes de ver a Al pasar por mi lado con
ellas en la mano.
—Tenemos de estas en el salón de las mil y una caras —comenta, como si no
se hubiera percatado de mi susto.
Aferro con fuerza el asa de mi bolso y, mientras lo sigo, me pregunto si
Martinita aceptaría ponerse la toga para defenderme por asesinato (involuntario,
llamémoslo).
—Prefiero utilizar mi propio material —me limito a decir, entrando en el
ascensor.
—¿Ya has pensado cómo vamos a hacerlo?
Lo miro fijamente. Porque, a ver, seguro que estáis pensando lo mismo que
yo, chicas…
Supongo que me abstraigo demasiado en mi fantasía (sí, tiene que ver con
empujones contra el espejo, ropa a medio desabrochar y jadeos descontrolados),
ya que esboza una sonrisa con esa chulería que tanto me molesta.
—Creo que lo mejor es que empecemos con la sesión conjunta y, así, cada uno
puede dedicarse a lo más urgente hasta que le toque el turno de las fotos
individuales.
—Me parece bien. Creigton ha liberado su agenda durante las próximas dos
horas, pero a las diez y media Bren y yo tenemos una videoconferencia con
Shanghái que no hemos podido cancelar. ¿Supondrá un problema?
—Calculo que para entonces aún no habré terminado con el picapleitos;
siempre y cuando la reunión no se alargue demasiado, no me importará esperaros
un rato.
—En principio no se trata de algo muy complicado, aunque nunca se sabe.
El silencio se instaura en la cabina, volviéndose espeso e incómodo.
—Estás preciosa.
Sus ojos, brillantes de admiración, provocan que mi vientre se contraiga de
anhelo.
—Es el pintalabios —aseguro—. Rouge In Danger n.º 4 de Yves Saint
Laurent. Combina a la perfección con el tono de mi pelo.
Su enorme cuerpo, mucho más imponente por obra y gracia del traje a medida,
se acerca despacio, arrinconándome contra el frío cristal.
—La verdad es que tengo unas ganas locas de comerte la boca. Me quedo
mucho más tranquilo sabiendo que se debe a un factor externo ante el que no
puedo resistir.
—Yo no he dicho eso.
—Luego me lo explicas.
Sus labios caen en picado sobre los míos, como si solo hubiera estado
esperando una excusa para probarlos, y esa mera posibilidad me revoluciona casi
tanto como lo que me hace con ellos. Me besa con toda la pasión que lleva
dentro, y que solo he vislumbrado en momentos íntimos, y no tardo en verme
atrapada por ella, desesperada por sentir su codiciosa lengua en lugares mucho
más sensibles.
Mis manos deambulan nerviosas por su pelo mientras nuestras caderas chocan
una y otra vez, aunque no es suficiente, por lo que me preparo para dar un brinco
y encaramarme a su cintura. Me humedezco solo de imaginar la fricción de
nuestros sexos con la simple barrera de sus pantalones de lana y mi tirachinas de
encaje.
Cuando, por algún motivo inexplicable, se aleja de mí, tiro de las solapas de
su chaqueta, reacia a renunciar al placer.
—Entonces, quedamos en que nos avisas cuando termines con Creig, ¿no? —
me pregunta, sin venir a cuento, y se separa un par de pasos.
Abro los ojos y parpadeo repetidas veces, sin saber de qué demonios habla.
¿No habíamos aclarado ese tema?
—Ah, ya estáis aquí. —La voz que escucho a mi izquierda me hace dar un
respingo.
Giro el cuello y me encuentro con Brenell y Creigton frente a una recepción
bastante concurrida. ¿Pero qué…? Es sorprendente cómo Aldren me hace perder
la razón con un simple roce y tira por la borda mis convicciones. ¡Si ni he
escuchado el timbre que anunciaba la llegada a nuestra planta!
—Buenos días —saludo, y doy gracias porque la voz me salga firme.
Camino hacia ellos con decisión, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo
normal, y reparto besos por doquier.
—Siento llegar tan justa de tiempo, es que…
—No lo intentes, preciosa: dudo que vayan a creerse otra de tus excusas, por
muy imaginativa que te pongas.
Después de soltar esa perla, Al recoge su correo y le dedica un par de piropos
a Iris, la guapísima recepcionista, que casi se cae por encima del mostrador de
tanto inclinarse hacia el ejecutivo, en un nada sutil intento de que se fije en su
prominente —y operada— delantera.
—No tardaré en tenerlo todo listo. ¿Han llegado ya los demás? —pregunto, y
cruzo los dedos para que me digan que se ha escapado un león del zoo y, gracias
a eso, hoy media empresa se está retrasando.
—Sí, nos esperan en el salón de las mil y una caras.
Es Creig quien me confirma que sigo ostentando el título de la más tardona de
la década; sin embargo, lo olvido pronto, igual que todas las cosas que no me
interesan. Me pregunto si el ingenioso abogado le puso ese nombre a la estancia
donde se realizan las fotografías de interior para la revista debido a la cantidad
de personas que han pasado por ella desde su inauguración.
—¿Vamos? —sugiero. Sé que el tiempo de estos hombres es muy valioso.
Los tres, caballerosos hasta la médula, me ceden el paso, aunque Bren no tarda
en ponerse a mi lado en el pasillo.
—Te agradecemos mucho que hayas aceptado ocuparte de las imágenes del
reportaje.
—¿Bromeas? Podríais habérselo encargado a cualquiera y nadie habría
dudado en dejar lo que estuviera haciendo por atender vuestra petición. Os
agradezco que queráis contar conmigo para un proyecto tan personal.
—Drina, eres una fotógrafa increíble; no importa que no poseas formación en
ese campo ni que tampoco hayas trabajado a las órdenes de un profesional de
renombre. ¿Y? Tu talento es natural —asegura Brenell, y suena tan convencido
que no me queda más remedio que creerle—. Te hemos escogido porque nos
gusta lo que haces, porque no tienes una interminable lista de espera —me hace
reír— y porque nos sentimos cómodos contigo.
—Yo… no sé qué decir —susurro, cohibida.
—Empieza por explicarnos dónde tenemos que ponernos —sugiere Aldren
mientras entramos en la amplia habitación.
Las presentaciones duran poco, ya que vamos muy apurados de hora, así que
doy las directrices necesarias y hago las comprobaciones de mis cámaras lo más
rápido que puedo.
Los chicos se sitúan tal y como les pido. Los observo a través de la lente;
rompo a reír sin poder evitarlo.
—¿Qué te hace tanta gracia? —quiere saber Al.
—Lo siento, es que parece que os hubierais puesto de acuerdo esta mañana. —
Me miran con cara de no entender nada—. Los tres lleváis camisa blanca y
corbata y traje negro. ¡Parecéis los Men in Black!
¡Jesús! Estar frente a estos guapetones y sus carcajadas supone todo un
impacto para los sentidos. ¡Que alguien me tome la presión, que voy a estallar!
Aunque, antes, tengo que inmortalizar esa imagen; las bragas de millones de
mujeres van a desintegrarse con un solo fotograma.
—Por casualidad no tendréis unas gafas, ¿verdad?
Bren alza una ceja en dirección a la responsable de vestuario (que no tengo ni
idea de qué hace aquí, puesto que mis modelos vienen arregladitos de casa) y
ella corre hacia uno de los armarios.
—Buscaré entre el atrezo. Lo difícil será encontrar tres iguales.
—No hace falta que sean idénticas. Bastará con que encuentres unas de pasta
y en colores oscuros —indico, sin parar de apretar el disparador.
—Estamos de suerte —exclama, emocionada, mientras muestra su botín—.
Todas negras.
—Ay, Dios, lo que van disfrutar las chicas con esto —comento.
—Yo paso. No pienso hacer el ridículo para que tus amigas se echen unas risas
a nuestra costa.
—Ya salió a relucir el sieso —mascullo entre dientes, aunque, por la cara
avinagrada de Aldren, se me debe de haber oído en toda la sala.
—Yo no…
—Tiene razón, así que relájate. El objetivo de este reportaje es publicitar la
empresa y darle un enfoque más humano, pero eso no quita que no podamos
divertirnos —lo corta el rubiales, siempre dispuesto a pasarlo bien.
Al lo mira con intensidad. Después, centra su atención en el jefe, quien, para
mi asombro —y regocijo—, se limita a ponerse las gafas.
Un suspiro hastiado me basta para entender que mi equipo ha ganado.
—Sois como niños —se queja, aunque las gafas ya cubren sus ojos.
Me doy prisa en hacerles las fotos porque no sé cuánto va a durar su buena
disposición. Por el amor hermoso, con esa expresión enfurruñada y los brazos
cruzados en actitud intimidante, casi espero que, de un momento a otro, me
ponga en la cara un neutralizador y suelte: «Haz el favor de mirar aquí. ¿Te
acuerdas de cuando tu madre se pasó toda tu adolescencia insistiéndote sobre los
efectos nocivos del consumo continuado de alcohol? Bien, esto es lo que pasa».
O algo parecido. Reconozco que las niñas y yo estuvimos más pendientes del
buenorro de Hemsworth que del guion de la peli.
Casi dos horas después, sigo con Creig, quien no ha perdido la sonrisa ni la
paciencia en ningún momento.
—Ya casi hemos terminado. Unas cuantas tomas más y lo dejamos. Esta luz te
favorece mucho. A propósito, el tono marrón del traje resalta el color de tus ojos.
—Por eso lo he elegido. Bueno, Martina ha seleccionado todos los outfits para
el shooting —admite, con una mueca—. Me lo he pasado muy bien, Adriana; de
hecho, si no tuviera tanto trabajo, me quedaría para las sesiones de los chicos.
—Muchas gracias por tu tiempo y, sobre todo, por hacérmelo tan fácil. De
todos modos, prefiero que no andes por aquí; eres una distracción demasiado
grande. —Señalo a las mujeres de la habitación, que no se han dedicado a otra
cosa más que a mirarlo embobadas.
—Eso mismo dice mi mujercita —se jacta el muy presumido, a la vez que me
planta dos besazos envueltos en perfume masculino—. ¿Comes con nosotros?
Así intercambiamos impresiones.
—No creo que…
—A Bren le pareció buena idea cuando Aldren lo propuso. —Zanja el asunto
con uno de sus demoniacos guiños, justo antes de marcharse.
Suspiro y me froto las sienes.
—¿Un café, cariño?
—¿Te he dicho lo bien que me caes, Francine?
—Anda, ven a la mesa de los refrigerios. Tratar con estos hombres consume
mucha energía, y aún te quedan dos.
La sigo, tragándome un gemido lastimero. De ambos, tengo muy claro cuál es
el que más me preocupa.
La mesa de los refrigerios parece más el bufé de un restaurante de lujo, y casi
me pongo a salivar ante tanta exquisitez.
—¿Qué te apetece?
—Con un café doble, me vale —murmuro. Aparto la mirada de la bollería
artesanal, porque ya desayuné en casa y este cuerpazo no se mantiene solo.
—No serás de esas que viven obsesionadas con las calorías, ¿verdad?
—Depende de cómo lo mires. Me gusta seguir una alimentación sana, aunque
como de todo y me doy mis caprichos. Y si he cometido algún exceso a lo largo
de la semana, el gimnasio y mis carreras diarias se ocupan de quemarlos.
—Por carreras no te refieres a tu ajetreada vida, ¿no? —pregunta, haciéndome
señas para que nos dirijamos a una de las dos mesas vacías que hay a la derecha.
—No —reconozco—. Salgo a correr. ¡Francine, no puedo zamparme todo
esto! —exclamo cuando, tras vaciar la bandeja que ha traído, me percato de la
cantidad de comida que ha puesto a mi lado.
—Tus muchachos tardarán aún un ratito. Verás como entre el salmón y el
chocolate se te hace más llevadero. Mi fluida conversación también ayudará, por
supuesto.
Cuánta razón lleva. Cuando quiero darme cuenta, me he terminado el copioso
desayuno (que, por cierto, me ha sabido a gloria) y estoy disfrutando de lo lindo
con la dicharachera encargada del catering, cuya labia y sentido del humor
resultan inigualables. Nos lo hemos pasado pipa contándonos anécdotas de
nuestras respectivas revistas, e incluso ha caído algún que otro secretillo menor
de un par de famosetes con los que hemos tratado. Tengo que presentársela a las
chicas; estoy convencida de que van a hacer tan buenas migas con ella como yo.
—Venía apurado por hacerte esperar, pero te veo tan entretenida que casi
mejor me marcho y ya me avisas cuando te parezca.
Levanto la vista para encontrarme al dueño de la empresa apoyado en la mesa
contigua, observándonos con diversión. Al igual que Creig, también se ha
cambiado; ahora lleva un traje azul oscuro, con la camisa en un tono mucho más
suave. Como soy muy leal a mi rubia (y le tengo mucho miedo), solo diré que
está para comérselo.
—La culpa es mía, que la he entretenido mientras llegabais —se excusa mi
acompañante, quien se pone de pie para recoger los restos del refrigerio.
—Solo es una broma. Bren y yo somos amigos —la tranquilizo.
—Amigos íntimos —confirma el CEO—. Pero no de los que se acuestan —se
apresura a añadir—. Quiero decir que Adriana es la mejor amiga de mi esposa y
formamos parte del mismo grupo. Además, Fran, ya llevas suficiente tiempo
colaborando conmigo para saber que no soy un ogro.
—Tienes razón, Brenell —admite—. Y cuando os hacía las fotos, he
comprobado el buen rollo que había entre los cuatro. Es que esta niña es un
encanto, y no quería que tuviera problemas por descansar un momento. Bueno,
os dejo, que os queda mucho tarea. Ahora te llevo un cafetito.
—Eres la mejor.
—Entonces, ¿seguimos nosotros? —pregunto, una vez que nos quedamos
solos.
—Sí, la videoconferencia se ha alargado más de lo esperado y Al continúa
bregando con los chinos. Me temo que tendrás que conformarte conmigo —dice,
con una mirada enigmática.
—Tú eres perfecto —aseguro, e intento mostrarme imperturbable; a este
hombre no se le escapa nada—. Colócate delante de la ventana y muéstrale a la
cámara lo seductor que puedes llegar a ser.
—¿Para eso tengo que hacer algo especial? —inquiere, sorprendido, justo
antes de esbozar una de sus sonrisas de empotrador.
Le doy al disparador como una loca, deseosa de capturar su expresión, y él
mantiene el tipo, seguro de lo que debe ofrecerme.
—Me ha dicho Paul que te niegas a cobrar por este trabajo.
—A tu mujer le cuesta aprender que las conversaciones entre amigas no deben
revelarse en la alcoba.
—Habría terminado enterándome, ¿no crees? —Me encojo de hombros—.
Que seamos familia no implica que tengas que trabajar gratis.
Me aparto del visor y bajo la cámara para poder mirarlo. Su frase me llega
hondo, puesto que no nos une ningún lazo de sangre. Ellos tres se conocen desde
la infancia, así que es lógico que se quieran como hermanos, incluso entiendo
que hayan aceptado a Paula y a Martina en el grupo porque son sus parejas. Pero
¿a mí?
—Precisamente significa eso.
Hace un gesto con la mano, que en su idioma (el del empresario todopoderoso
que siempre hace lo que le da la gana) quiere decir que no me está prestando
atención.
—El dinero ya está en tu cuenta.
—¡Si ni siquiera hemos acabado! ¡Y nunca hemos hablado de precios!
—Te he pagado la misma tarifa que me habría pedido cualquier fotógrafo
profesional.
Tomo aire y cuento hasta diez (deprisita, que con lo nerviosa que estoy, corro
riesgo de ahogarme en el tres).
—Siéntate en la silla y finge que escribes, como si estuvieras en tu propio
despacho.
En cuanto adopta la pose que le he indicado, vuelvo a mi tarea.
—Sabes de sobra que yo no puedo compararme con ellos —insisto.
—¿Y eso quién lo dice? No me gusta repetirme, y ya te he dejado clara mi
opinión hace un rato, así que acepta el puto dinero y punto.
—Si no has visto una sola foto… —me quejo. Discutir con Bren es como
darse cabezazos contra la pared. Y, si no, que se lo digan a Pau.
—Serán magníficas; no espero menos de ti. A propósito, tenemos reservado en
Cómemelo. ¿Te dará tiempo a elegir unas cuantas de muestra?
Reviso mi Chopard y hago cálculos, agradeciendo que durante el impás con
Francine haya sido tan previsora de realizar una selección de la primera tanda.
—Sin problema.
—Estupendo. —Sus ojos se pierden detrás de mí—. Por tu expresión
satisfecha, diría que estamos un paso más cerca de expandirnos por el mundo.
—Shanghái es nuestro —confirma un pletórico Aldren, apoltronado en una
silla, mientras disfruta de su merecido café.
¿Cuánto tiempo llevará ahí?
—¡Buen trabajo!
—Bah, ya estaba decidido cuando has abandonado la reunión, yo solo he
perfilado algunos detalles.
—No te quites mérito; el que se ha metido a Wen Huajing en el bolsillo has
sido tú, y eso sin duda ha inclinado la balanza a nuestro favor.
—Esa mujer es dura de pelar —admite el director de operaciones—. ¿Y cómo
vais por aquí?
—Pues no creas, nuestra dama también se las trae.
Miro a Brenell con las cejas arqueadas.
—A mí me lo vas a decir.
Me giro como si me hubieran pinchado con un tenedor y fulmino a Al.
—¿Nos falta mucho, cariño? Parece que en esta empresa no funciona nada si
no lo reviso personalmente —se queja el dueño y señor de toda la planta, con la
vista clavada en su móvil.
—Tengo material suficiente, no te preocupes.
—Me he divertido mucho. —Se pone en pie.
—De eso se trata, de que el trabajo no cueste.
Su sonrisa podría iluminar todo este rascacielos durante el próximo invierno.
—Nos vemos a las dos en recepción, ¿de acuerdo?
Asiento y lo observo salir, al igual que todas las mujeres de la sala. Claro, que
yo lo hago para no tener que enfrentarme al hombre que permanece a mi lado.
—¿Dónde quieres que me coloque?
«Encima de mí sería perfecto».
—Junto… a la… chimenea —balbuceo, como una idiota.
—¿Estás bien?
—Un poco cansada de sujetar este trasto —miento.
—¿Te apetece parar un minuto?
—No…
Mi respuesta se diluye al verlo venir hacia mí y situarse a mi espalda. Cuando
sus yemas rozan mi nuca desnuda, a punto estoy de saltar hasta los plafones del
techo.
—¡¿Qué haces?!
—Darte un pequeño masaje. Tienes esta zona muy cargada.
Sus manos son… ¿Qué voy a decir de ellas a estas alturas, si las he tenido
vagabundeando por todo mi cuerpo? Ahora, mientras deshacen los nudos de mis
músculos, casi me derrito de gusto. Un ronroneo, similar al de un gato
satisfecho, se filtra a través de mis licuados pensamientos.
Avergonzada (y, sí, frustrada a más poder), doy un paso al frente para alejarme
de la tentación.
—Deberíamos seguir. No tenemos mucho tiempo.
Mi muñeca queda atrapada entre sus largos dedos, que me obligan a encararlo.
—Tú y yo sabemos que el aire se electriza cada vez que coincidimos. —Me
quedo callada. No hay una verdad más aplastante que esa—. La pregunta es,
Adriana, ¿qué quieres hacer al respecto?
«Subirme a tus caderas de un salto ninja y dar rienda suelta a la pasión que
desatas en mí».
Reformulo la frase, claro, porque mi vida es demasiado complicada para
involucrar a Aldren Reilly en ella.
«Salir corriendo lo más rápido y lejos posible de ti».
Aunque tampoco es eso lo que contesto.
—Yo ya tengo un champú antiencrespamiento. ¿Quieres que te apunte la
marca?
Su expresión no varía, consciente de que me he marcado un farol.
—¿Y si lo intentamos?
—¿El… qué? —pregunto, aterrada.
—Ya sabes. Esto. —Nos señala a ambos.
Me echo a reír, hasta que me doy cuenta de lo serio que está.
—¿Quieres que nos acostemos con más frecuencia o que seamos novios?
—La segunda opción llevaría implícita la primera.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho: hay química entre nosotros.
Me quedo muda. Es que no sé ni qué decirle, os lo juro.
—Está bien, mira, estoy dispuesta a saltarme mi regla de oro (de nuevo) y a
concederte otro par de revolcones. Verás que así se te quita toda esta tontería de
la parejita.
—Drina, no soy un crío con las hormonas revolucionadas que confunda
necesidad de sexo con ganas de mantener una relación.
—Pero, pero… —«¿cómo narices salgo de esta?»— el otro día dijiste…
—A veces me sacas de mis casillas —admite— y suelto cosas que no pienso.
Lo miro un buen rato, en silencio. Es tan guapo que corta la respiración y, a
menudo, me hace sentir cosas para las que no estoy preparada.
Exhalo un suspiro tan hondo que le revuelvo el flequillo. Él sonríe.
—No me dejas otra opción, Al. —Su sonrisa se hace más ancha; se sabe
vencedor—. Ya hay alguien en mi vida. Y estoy enamorada de él.
Cegado por el brillo del latón

Aldren


N.º 215 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Cómo limpiar el hervidor de agua eléctrico
Querida superheroína:
Personalmente, yo soy más de cafés (me cuesta una barbaridad levantarme temprano cada mañana),
pero mi amiga Martina adora los tés, y es gracias a ella (bueno, más bien gracias a su asistenta) por lo que
sé cómo mantener en óptimas condiciones la jarra eléctrica, la cual, a causa del uso, suele acumular una
gran cantidad de cal que ralentiza su funcionamiento.
Por supuesto, existen multitud de detergentes para eliminar la cal, aunque yo te aconsejo que limpies tu
hervidor con productos naturales, puesto que es sencillísimo y hay unas cuantas opciones:
Con vinagre blanco: vierte en la jarra dos o tres tazas de vinagre blanco (especial para limpieza).
Cierra la tapa y deja que hierva de quince a veinte minutos. Vacía el contenido, aclara con un poco de
agua y listo. Ideal cuando está muy sucia o no se ha limpiado nunca.
Con limón: exprime dos limones y echa el zumo en el hervidor. Añade dos tazas de agua, cierra la tapa y
deja que la mezcla hierva. Apaga el hervidor y permite que repose durante al menos tres horas. Vacía el
aparato y verás como la cal ha desaparecido.
Con bicarbonato de sodio: se trata de una limpieza en frío, así que la jarra debe estar desconectada en
todo momento. Mezcla 1/2 taza de vinagre blanco, dos cucharadas de bicarbonato de sodio y dos tazas de
agua y deja reposar de veinte a treinta minutos. Vacía y enjuaga con abundante agua fría.
¿Quién quiere un rico té, un mate o un poleo menta?

Adriana Martos

—Bueno, pues creo que con esto estaría todo, ¿no es así?
—En efecto. La compra de su empresa por Lorrigan Enterprises es un hecho.
Le aseguro que no habría encontrado mejores manos en las que depositarla,
señor Jiménez.
—Por eso acepté vuestra oferta. Bueno, y porque me ofrecisteis una cantidad
ingente de dinero, claro. Pero me jubilo mucho más tranquilo sabiendo que mi
sueño no morirá conmigo.
—Como le comentamos, vamos a implementar una nueva gestión, muy
diferente de la actual, aunque mantendremos nuestra palabra de prescindir del
menor número posible de personal.
—Los cambios son inevitables, sobre todo cuando toma el mando sangre
joven. Sin embargo, estoy convencido de que conservaréis intacto el espíritu del
negocio, y eso es mucho más de lo que esperaba cuando comencé a plantearme
vender.
El hombre sonríe, a medio camino entre la tristeza y el alivio, y yo le devuelvo
el gesto. Lo entiendo a la perfección: tiene setenta y dos años y está cansado de
batallar; lo único que le apetece es disfrutar de unos pocos años apacibles y sin
responsabilidades de ningún tipo, más allá de pensar qué va a ponerse ese día o
si comerá en casa o en un bonito restaurante. No tiene mujer ni hijos, porque
convirtió el negocio, que levantó de la nada en su juventud, en el amor de su
vida, y ahora, cincuenta años después, su destino y el de los cientos de
trabajadores que tiene en nómina no le han permitido relajarse hasta encontrar un
comprador con principios e intereses comunes.
El camarero trae la cuenta y me apresuro a cogerla.
—Permítame invitarlo.
Antonio me mira con aprobación y asiente. Un par de minutos más tarde,
salimos del restaurante donde hemos celebrado el cierre del trato.
—Ha sido un placer, Aldren. —Estrecha mi mano.
—Lo mismo digo.
—Transmite mi agradecimiento a Brenell.
—Lo haré. Cuídese.
—Ahora es mi único quehacer en la vida. Eso, y el golf.
Lo observo alejarse hasta que se pierde de vista. Después, suspiro y me pongo
las gafas para protegerme del inclemente sol. Joder, hace un calor de mil
demonios, y la buena comida y el par de copas de vino que he tomado me tienen
amodorrado. Si he de ser sincero, la perspectiva de volver a Madrid y enterrarme
en papeles durante horas no me apetece nada.
Nunca he estado en Ávila, y he escuchado que cuenta con un montón de
enclaves espectaculares para hacer las delicias de los turistas. Por desgracia, mi
tiempo es escaso, y no puedo permitirme recorrer la ciudad de cabo a rabo, pero
sí visitar un par de monumentos antes de marcharme. Total, en una hora me
planto en casa, y sería un sacrilegio estar aquí sin haber visto nada más que el
restaurante y el despacho de Antonio.
Me deshago el nudo de la corbata y me encamino hacia la moto, que tengo
aparcada a pocos metros. Abro el baúl trasero, saco el casco y lo apoyo en el
asiento para guardar el maletín de piel, la corbata y la americana.
Me remango la camisa mientras me pregunto hacia dónde ir; al mirar al frente,
encuentro la respuesta. La catedral se alza orgullosa en el horizonte, no muy
lejos de aquí, y decido al instante que será mi primer destino.
Vuelvo a guardar el casco y echo un vistazo a mis zapatos. Los Canali no son
la mejor opción para patearme el casco antiguo, y menos con este calor, pero
aguantaré un par de horas, que para eso me han costado ochocientos euros.
El paseo me sienta bien. Mi vida es bastante ajetreada y estresante, y apenas
recuerdo cuándo fue la última vez que desconecté de todo. Así que me tomo mi
tiempo en recorrer los dos kilómetros que me separan de la construcción y me
embebo de la serena belleza de las calles por las que deambulo.
Me detengo frente a la iglesia y alzo la vista al cielo, que el edificio parece
tocar con sus puntiagudas torres.
—Bonita, ¿verdad?
Contemplo a la muchacha que tengo al lado, sentada en una silla plegable
frente a un alto caballete, y le sonrío antes de contestar.
—Preciosa.
—¿Sabes que fue la primera catedral gótica que se construyó en España? Y en
1914 la declararon Monumento Histórico Artístico.
—No me extraña —afirmo, convencido—. ¿Pretendes impresionar a algún
profesor cañón?
Su risa es igual de linda que ella, y provoca expresiones similares en los
rostros de los transeúntes que caminan a nuestro alrededor.
—Estudio Arquitectura, y esta —señala el lienzo, donde un dibujo en blanco y
negro de la fachada del templo ya está prácticamente terminado— será la
portada del trabajo que me ha mandado mi profesor de Historia del Arte y de la
Arquitectura. Y sí, está bastante bueno.
Resoplo con fingida indignación y sacudo la cabeza.
—Tienes mucho talento. Apuesto que serás una arquitecta maravillosa.
Admiro la fachada, realmente impresionado por su silenciosa majestuosidad.
—Por dentro es aún mejor.
—Ahora mismo voy a averiguarlo. —aseguro, despidiéndome con un gesto.
—No te olvides de ver la torre del campanario.
Me giro para agradecerle el consejo y ella me guiña un ojo con picardía. Qué
peligro tienen los jóvenes.
Como ya me adelantó la amable jovencita, el interior es increíble, en especial
el retablo del altar mayor, el trascoro, la girola, el coro y los altares de san
Segundo y de santa Catalina.
Por supuesto, no me pierdo la visita guiada a la torre, a pesar de la
impresionante escalera de caracol con ciento trece escalones que hay que subir
para llegar a ella. Los tres euritos que cuesta la entrada también incluyen un
vistazo a la casa del campanero y un conjunto de dependencias de estilo
castellano, entre las que se encuentran una sala, dos dormitorios y la cocina,
todas en perfecto estado de conservación.
Aunque donde pasaría horas es en el campanario. Las vistas panorámicas de la
ciudad son espectaculares; sobre todo, me llama la atención la muralla, y decido
que será lo siguiente que vea, ya que, además, apenas tengo que desplazarme,
pues los muros de la catedral se integran en ella.
Según el guía, el perímetro de la muralla es de dos mil quinientos dieciséis
metros, y cuenta con ochenta y siete torreones y nueve puertas. Verla de cerca
sobrecoge y también proporciona una sensación de orgullo. A veces, los seres
humanos somos capaces de crear cosas maravillosas.
Todavía es pronto, así que me decanto por el recorrido completo por el adarve
superior, que, conforme nos explicó el guía, dura alrededor de una hora.
Probablemente, cuando llegue a Madrid tenga que tirar a la basura los malditos
Canali, pero estoy disfrutando de lo lindo, así que a la mierda todo.
De hecho, el tiempo se me pasa volando y, cuando quiero darme cuenta, estoy
más o menos en el punto de partida. Me da un poco de pena marcharme. Vale,
mucha pena, así que postergo la salida unos minutos más sentándome en la
cafetería del Palacio de los Velada, un hotel situado también dentro de las
murallas y construido en el Renacimiento (o eso dice la publicidad de la
entrada).
El extra de cafeína me va a venir bien para el trayecto de vuelta, ya que hoy
me ha tocado madrugar más de lo habitual para presentarme a primera hora en
las oficinas del señor Jiménez. Cuando bebo un sorbo del delicioso café con
hielo, suspiro con deleite. Cómo me gustaría haber traído la pipa.
Por primera vez en días, me siento relajado. ¿No sería estupendo embotellar
esta sensación y poder saborearla a discreción en el futuro?
Una carcajada discordante y sensual me despierta de mi ensoñación y giro la
cabeza hacia allí, aun sabiendo que es imposible que se trate de ella. Sin
embargo, ahí está, a unas pocas mesas de distancia, como si el destino hubiera
barajado y repartido las cartas para que nos encontráramos a más de cien
kilómetros de casa.
Solo que Drina no está sola. Y, a juzgar por la cantidad de besos y arrumacos
que su acompañante y ella se prodigan, se diría que son un par de enamorados
que han venido a disfrutar de una ciudad con encanto.
«Ya hay alguien en mi vida. Y estoy enamorada de él».
Y yo creyendo que aquel día iba de farol, para tocarme las pelotas, como de
costumbre.
La mujer que sonríe sin cesar y contempla a su pareja con esa expresión
embelesada no tiene nada que ver con la Adriana a la que yo conozco. Parece…
ilusionada, despreocupada, y más joven de los veintiocho años que tiene. Joder,
parece feliz.
«Lo que no quita que se tire a todo tío del que se encapricha» pienso,
sorprendido y asqueado. No creía que ella fuera de esas personas que, por mucho
que revienten de amor, nunca tienen suficiente y son infieles por naturaleza. Pero
a las pruebas me remito.
Soy gilipollas. Venga, no os cortéis, podéis gritármelo a la cara: GI-LI-PO-
LLAS. Como dice Creigton, veo unas tetas grandes, unas caderas contundentes y
un buen culo al que aferrarse, y me arrebato. Mi lista de defectos es larga,
aunque, si hay un error que no pienso cometer es ir tras una golfa.
Con un cabreo monumental, observo cómo el pijo guaperas introduce la mano
por debajo del ya corto vestido veraniego y la va subiendo por el muslo de la
pelirroja. Ella se hace la pudorosa, si bien no antes de que el cabrón afortunado
haya llegado a destino. Seguro que le ha dado tiempo a internarse entre sus
bragas y a acariciar su tentador clítoris. Adriana es muy receptiva, así que no
tengo la menor duda de que está húmeda.
Y cuando él se reclina en su silla y se lleva los dedos a la nariz, primero, para
metérselos en la boca segundos después, no me queda ninguna duda.
Mierda. Joder. Me cago en la puta. Necesito salir de aquí, pero, si me levanto,
abducida y todo como está, es muy posible que me vea. No es que me importe
gran cosa que descubra que he presenciado su falta de recato; sin embargo, no
estoy de humor para tratar con ella en estos momentos.
Gracias a Dios (o a las leyes de la naturaleza, más bien), diez minutos después
es la propia Adriana la que se levanta. Cuando pasa por mi lado, finjo atarme un
cordón del zapato (menos mal que las mujeres vivís preocupadas por no mataros
sobre esos taconazos, porque estos Canali no llevan cordones) y vuelvo a
incorporarme a tiempo de verla dirigirse al baño.
Saco diez euros de la cartera y los dejo junto a la taza. Le lanzo una última
mirada al novio de Drina, quien parece muy interesado en la rubia que comparte
mesa con otras dos amigas a escasos metros de él, y que también le hace ojitos.
Sin más, salgo disparado de ahí.
Para cuando alcanzo la moto, estoy resollando, aunque no tiene nada que ver
con el paseo. Arranco y pego un acelerón en sintonía con mi talante.
Me equivoqué al fijarme en Adriana. No es, ni de lejos, la mujer que yo
esperaba.


Cuando llego a casa, me sorprende encontrar a Bren sentado en la acera. No
me apetece compañía, pero con solo verle la cara tengo claro que toca dejar mis
necesidades en un segundo plano. Mi mejor amigo está bien jodido.
—Vamos, entra.
Abro el portón y voy directo al garaje. Brenell me sigue en su coche; sin
embargo, prefiere dejarlo fuera.
En cuanto apago el motor, Van y Luk se abalanzan encima de mí. Menos mal
que me lo esperaba, si no ya me habrían tirado de la moto.
—Abajo.
La pareja de labradores se sienta de inmediato y me pone ojitos tristes.
Detestan que los regañe, aunque no por eso se portan bien.
—¿Me habéis echado de menos? Ya veo que sí, preciosa. —Acaricio el lomo
canela de la hembra mientras rasco a su compañero entre las orejas. Aquí, cada
cual necesita su ración de mimos.
Saco el maletín y la americana del baúl y hago una mueca al descubrir el
estado de la prenda. Alicia me va a echar una buena reprimenda, y lo peor es que
me la habré ganado.
—¿Te he dicho ya cuánto me gustan tus niños?
Bren no se refiere a los perros, a pesar de que el cariño que les tiene a ambos
es directamente proporcional al que le profesan ellos a él. Ha sabido ganárselos
en el año que hace que los tengo. Claro, que el hecho de que les dé galletas cada
vez que los ve (si no, decidme qué mastican con tanta satisfacción después de
pasar por su lado) es un gran punto a su favor.
Lanzo una ojeada a la colección de coches y motos repartidos por la estancia y
sonrío con orgullo.
Hay un McLaren 675LT Spider, un Lamborghini Aventador Roadster, y mi
preferido, el Ferrari 812 Superfast. En cuanto a motos, una preciosa Honda RC
213 V-S y una novísima Ducati Panigale V4 Superleggera adornan uno de los
laterales.
—Varias veces.
—¿Qué tal se ha portado? —pregunta, acariciando el chasis de la Tamburini
T12 Massimo que acabo de aparcar.
—Como era de esperar, ha ronroneado de gusto debajo de mí.
—Cabrón arrogante.
—¿Un whisky? —le ofrezco, una vez que entramos.
—Trae la botella —pide, tirándose en el sofá.
Frunzo el ceño, aunque me abstengo de hacer comentarios. En su lugar, me
meto en el dormitorio para deshacerme del traje y sustituirlo por un cómodo
chándal. De camino al salón, suspiro cuando mis pies descalzos tocan el parqué.
Sirvo dos generosos vasos y me siento a su lado. Le tiendo uno; dejo la botella
entre ambos, sobre la mesa baja, y doy un buen trago.
—¿Qué tal con Jiménez?
—Bien. Ha verificado que en el contrato figuraba lo que le habíamos
prometido y hemos firmado.
—Pues debe de leer muy despacio. Has tardado… —comprueba su reloj—
¿once horas? Ya podías haberlo ayudado con las palabras difíciles, hombre.
—Hemos ido a comer —me limito a decir.
—¿Y os habéis echado la siestecita también?
—Está bien: lucía un sol espléndido y he aprovechado para hacer un poco de
turismo. ¿Contento?
—Es una coartada aceptable.
—Joder, eres peor que la Gestapo. ¿Desde cuándo tengo que pasarte un
informe de lo que hago en mi horario laboral?
—Tú no tienes horario laboral. Y tampoco debes rendir cuentas, ni siquiera a
mí. Pero hoy estoy de ese humor en que me apetece tocarle un poco los cojones
a alguien.
—Qué suerte que hayas escogido mi humilde morada para dejarte caer.
—¿Verdad? —afirma, con una sonrisa que no contiene ni pizca de humor.
Vale, pongámonos serios.
—¿Qué ocurre? —inquiero, a bocajarro.
Se encoge de hombros con indiferencia.
—Solo me apetece charlar.
—¿De qué?
—De nada en particular. Aunque no lo creas, mis numerosos negocios me
resultan agobiantes a veces y necesito desconectar. Un colega, un copazo, unas
risas, y las pilas se recargan para una temporada.
—Me consta que das demasiado de ti mismo a ese montón de problemas que
tú llamas imperio, a pesar de que rozas el estatus de superhombre. El caso es que
pensaba que tu mujer era la encargada de recargarte.
—No todo es sexo y corazoncitos.
—¿Problemas en el paraíso? —pregunto, preocupado.
—No es eso.
Relleno su vaso porque se lo ha bebido muy rápido. Demasiado.
—Dime ya lo que te pasa.
Su pesado suspiro me inquieta, aunque no tanto como para adivinar sus
siguientes palabras.
—Creigton se marcha.
«Joder».
—¿Adónde? —balbuceo. No puedo creer que haya dado el paso.
—Deja la empresa para trabajar con su suegro. —Lo miro en silencio,
asimilando que de ahora en adelante seremos solo nosotros dos—. Mentiría si
dijera que no esperaba un movimiento así por parte de Francisco. Creig es el
puto amo en su campo, y me consta que a lo largo de los años ha recibido
innumerables ofertas de compañías muy importantes. Entiendes de lo hablo;
estás igual de solicitado que él.
Se levanta de repente, abre la puerta corredera de una de las cristaleras y se
pierde en dirección al jardín.
«La que has liado, capullo», le digo mentalmente a mi amigo antes de agarrar
la botella y salir tras Bren.
—No se trata de una cuestión de dinero. Lo sabes, ¿verdad?
Me mira con expresión apagada.
—Pues claro. Hemos estado hablando dos puñeteras horas —me contesta,
molesto—. Es solo que me ha sorprendido. Pensé que…
—Que siempre estaríamos juntos. Los tres —termino por él.
—Una idea bastante egoísta por mi parte, ¿no?
—En absoluto. Yo también la compartía —admito, con una sonrisa
apesadumbrada.
—Ahora que deseo formar una familia propia puedo entender que quiera
luchar por los suyos y cuidar de la felicidad de Martina. Además, los dos
sabemos que todo esto supone un reto irresistible para Creig.
—Va a pasárselo en grande tiranizando a nuevos infelices —convengo.
Durante unos minutos, ninguno dice nada. Tan solo bebemos y rumiamos la
situación.
—¿Conseguiremos salir adelante sin él?
—Ha formado un gran equipo —aseguro—. Estoy convencido de que
funcionará como la seda sin su supervisión; de otro modo, no se marcharía.
Incluso apostaría que tiene un par de nombres como posibles sustitutos.
—Me refiero a nivel personal.
Esa es otra cuestión.
Valor y fuerza

Adriana


N.º 216 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Pintalabios todoterreno
Querida superheroína:
Para evitar que la barra de labios se diluya con el paso de las horas, solo necesitas seguir un sencillo
procedimiento: aplicar en primer lugar una capa de carmín y, a continuación, dar un beso en un pañuelo
de papel; después, un toque de polvos sueltos y, por último, de nuevo una pasada de tu pintalabios favorito.
¡Ahora solo queda por ver si serás capaz de mantener el ritmo!

Adriana Martos

Salgo de la ducha y me seco a conciencia con una toalla de Versace de
algodón egipcio. Tardo un rato en untarme una buena capa de crema en todo el
cuerpo (¿os he hablado de la importancia de hidratar la piel? Si no he tocado el
tema en mi sección, escribidme y lo vemos).
Una vez que termino de mimarme, me envuelvo en un liviano batín blanco y
me siento frente al tocador a desenredarme el pelo. Me quedo absorta en mi
propia imagen, que se refleja en el espejo, pensando en Héctor y en nuestra
escapada a Ávila el fin de semana pasado. Lo echo terriblemente de menos.
Cuando yo ya había perdido la esperanza de que pudiéramos estar juntos más
que unas pocas horas, a pesar de que me lo había prometido cientos de veces, el
viernes se presentó en la revista y me lo propuso sin más. Apenas me dio unos
minutos para pasar por casa a buscar lo más básico. «No te líes a echar
conjuntitos en la maleta, nena. Voy a mantenerte en posición horizontal la mayor
parte del tiempo».
Estaba tan ilusionada que preferí ignorar el comentario; al fin y al cabo, es
muy típico de él meter la pata en los momentos más inoportunos. Porque para
acostarnos no necesitábamos movernos de Madrid. Es lo que hacemos casi
siempre que nos vemos.
Los dos días se me pasaron volando, y las ganas de que lo nuestro se convierta
en una relación verdadera ahora son una prioridad para mí. Quiero tener la
oportunidad de salir a la calle de su mano, que me muestre orgulloso en su
entorno, presentárselo a mis padres, formar una familia juntos.
Quiero ser feliz.
La imagen de Aldren se me aparece de repente, sacándome de golpe de mi
quimera. No sé a cuento de qué pienso en él justo ahora, la verdad; quizá sea
porque hace diez días que no lo veo. Resulta extraño: no ha aparecido a la hora
del desayuno, tampoco hemos coincidido en la torre ni ha hecho acto de
presencia en ninguna de nuestras quedadas. Juraría que me está evitando… Bah,
menuda tontería, ¿verdad?
La canción Amor enemigo, de Malú, retumba en la silenciosa habitación y
pego un brinco en la silla. Agarro mi bolso y rebusco entre el millón de cosas —
todas indispensables— que guardo en él, hasta dar con el móvil. Por suerte, la
persona que llama tiene la paciencia de un santo o unas ansias tremendas de
hablar conmigo, porque mi idolatrada madrileña continúa desgañitándose,
apasionada, hasta que al fin descuelgo.
—¿Sí?
—Hola, hermanita. ¿Te pillo mal?
—Es un poco tarde, ¿no?
—Acabo de llegar.
—¿De la oficina?
—Tenía mucho trabajo que terminar. Luego he cenado con Almudena y nos
hemos tomado una copa por ahí.
—¿Y dónde está ahora? No me digas que la has llevado a casa y que vas a
pasar la noche solito.
—Se está duchando, así que tengo unos quince minutos para hablar contigo;
bastante más si se pone pesada con el tema de los mejunjes que, según ella, son
imprescindibles para mantenerse joven y guapa —se queja, aunque me consta
que adora cada lunar de la piel de su chica—. ¿Y qué hay de ti? Supongo que, o
estás de juerga con tus amigas, o te he interrumpido en mitad de un polvo. Por
favor, si es esto último, no necesito confirmación. Con imaginármelo ya me
entran ganas de vomitar.
—Claro, porque tú eres virgen y no haces guarrerías cada dos por tres con tu
novia.
—No, mujer, la dejo descansar un par de horas al día. Tampoco soy un obseso
sexual.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Me llamabas por algo en particular?
—En realidad, pretendía invitarte a comer, pero eres tan antipática que me lo
estoy replanteando.
—¡Si soy un encanto de persona!
—Solo cuando duermes, y hace mucho tiempo que no vivimos juntos, así que
no puedo confirmarlo.
—Voy a colgar.
—No, vale —cede, entre risas—. Venga, quedamos mañana en Vagoda. Pago
yo.
Está intentando camelarme; sabe cuánto me gusta ese restaurante. Además, es
escandalosamente caro y elitista.
—Hay que hacer la reserva con meses de antelación. ¿Cómo has conseguido
una tan rápido?
—Soy un hombre de recursos —se jacta.
—Bueno, pues no seré yo la que desaproveche la oportunidad de lucirse en
compañía tan grata. Y generosa. Pienso probar lo más caro del menú. ¿Vendrá
también Almu?
—No, solo tú y yo.
—Oh, qué bonito. ¿Tienes pensado pedirme algo? —pregunto, suspicaz.
—Un par de abrazos. ¿Y tú?
—Un par de fruslerías de Tiffany.
—Mira que eres interesada. Te dejo, que ya no escucho correr el agua. A ver si
pillo a cierta morenaza toda mojadita. O, mejor, la humedezco yo…
—Mira que eres guarro. Espero que consigas descansar un poco o mañana
serás una compañía horrible.
—Lo mismo te digo. Aunque dudo que el tío que te espera impaciente te dé
cuartelillo.
«Si tú supieras», pienso mientras cuelgo. Lo más caliente que voy a tocar esta
noche será el horno multifunción.
¡¡Riiinnng!!
—¿Pero qué le pasa hoy a todo el mundo? —Me calzo las zapatillas y me
dirijo a la entrada. Echo un vistazo por la mirilla y frunzo el ceño antes de abrir
—. ¿Qué ocurre? ¿Nerea está bien?
—«Buenas noches, Martina. ¿Te gustaría pasar y así no charlamos de pie en el
descansillo?» —ironiza la petarda de mi amiga.
—Son las doce de la noche. Si no ha ocurrido una desgracia, ¿se puede saber
qué tripa se te ha roto?
—Anda, es lo mismo que venía a preguntarte yo, aunque de forma un poco
más elegante.
—Sí, hija, desde tu época en la Gran Manzana no hay quien te baje los humos.
—Tenía que haber intentado lo de ser senadora, ¿a que sí?
Resoplo. Resoplo mucho.
—Tinita, no está el horno para bollos.
—Pues cualquiera lo diría, cari.
—¿Eh?
—Que el edificio entero lleva toda la tarde oliendo a repostería fina, y tú solo
te das el atracón de cocinar si estás a punto de histerizarte.
—¿Ese término existe? —pregunto, ignorando el resto de lo que ha dicho.
—Debería.
Después de mirarnos fijamente un momento, nos echamos a reír.
—¿En serio Creig te aguanta?
—A ver, le pronostico calvicie prematura en un par de años, pero ya he pedido
cita en un centro cuquísimo en Turquía, especializado en microcirugía folicular,
así que no hay de qué preocuparse. —Sacudo la cabeza, divertida—. En cuanto
ti… He venido a ver qué ocurre, porque esto no es normal —explica,
olisqueando el aire igualito que su yorkshire—. Bueno, y a que me llenes un
táper, que mi chico dice que para algo debe servir nuestra inquebrantable
amistad.
Me hago a un lado para que entre y la sigo hasta la cocina.
—¡Por el rojo sangre de Chanel, aquí hay material para montar una cafetería!
Tú estás muy malita. ¡Dime ahora mismo qué te pasa!
Recorro con la vista las encimeras y la barra americana, abarrotadas de
bandejas de cruasanes, muffins y tartaletas saladas. También hay una lasaña de
pollo y espinacas, un tartar de salmón con aguacate, una empanada de verduras y
una fuente de merluza a la riojana.
El temporizador del horno avisa de que el bizcocho de calabaza ya está listo y
me apresuro a sacarlo.
Cuando me doy la vuelta, Martina me contempla con cara de circunstancias.
—Me apetecía cocinar —comento.
—¿Y acabar con el hambre en el mundo tú solita?
—Para repartir táperes entre los amigos.
—Touchée. El mío, que sea grande; somos tres.
—Tu hija toma biberón —le recuerdo.
—Pero Creigton tiene que alimentarse bien para… esto…
—Darle alegría a tu cuerpo, que ahora que debes conformarte con un único
maromo, lo tendrás machacado. Por cierto, ¿qué está haciendo, para que tú me
des la lata a estas horas?
—Durmiendo.
No digo nada, aunque la miro con una sonrisa socarrona que habla por sí sola.
A Tina no tardan en subírsele los colores hasta la raíz del pelo.
—Es que la niña estuvo muy revoltosa anoche… Y Creigton se ofreció a
hacerse cargo de ella…
—Claro. ¿Y ese chupetón es de antes o de después de conseguir que el bichito
cayera rendido?
—Pues… de antes, claro. Y de mientras. Y también de después. Fue una noche
muy ajetreada —admite, con expresión soñadora.
—Me hago una idea.
Parto dos porciones de bizcocho, las emplato y le entrego una.
—¿Leche o descafeinado?
Duda. Me apresuro a quitarle la idea de la cabeza.
—No pretenderás que te prepare un chocolate a medianoche, ¿verdad?
Por la mueca que hace, sí lo pretendía.
—Entonces, leche caliente, gracias.
Meto su vaso en el microondas y me sirvo otro para mí; yo lo tomaré frío.
Cuando suena el pitido, lo pongo delante de ella y me siento a su lado.
—Qué rico, por favor. Casi me da penita que no nacieras pobre. Te habrías
ganado la vida de maravilla como cocinera.
La observo con las cejas alzadas. Menudo comentario, ¿no creéis? Pero Tina
es así.
—Lo tendré en cuenta si mis padres lo pierden todo.
—Era un cumplido.
—¿En serio?
Agita la mano en el aire, restándole importancia.
—Bueno, ¿y qué te preocupa, cari?
—Mira que estás pesadita. Te he dicho que estoy bien.
—Llevas nueve horas cocinando sin parar. Si eso no es estar en crisis, que
venga Dior y lo vea.
Pues me va a tocar confesar, ¿no?
—El fin de semana pasado estuve con Héctor.
Martina abre mucho los ojos.
—Dijiste que habías ido a casa de tus padres.
Me encojo de hombros.
—Mentí.
—¿Por fin ha cumplido su promesa de llevarte a algún sitio fuera de la cama?
—pregunta, bajito.
—A Ávila.
—Bueno, no es Venecia, pero tiene unas murallas… encantadoras.
Sé que intenta animarme, pero no lo está logrando.
—No las visitamos.
—Ah. ¿Y la plaza del Mercado Chico?
Niego con la cabeza.
—¿La catedral…? —musita, casi con miedo.
—Esa sí. Se veía desde la ventana de la suite del hotel.
—No entrasteis…
—Dirás que no salimos. De la habitación. De verdad, para destrozar los
muelles del colchón, nos habríamos ahorrado el viaje.
—¿Los colchones siguen teniendo muelles?
—Tina, haz el favor de centrarte, ¿quieres?
—Sí, perdona. ¿Puedo comerme uno de esos?
Se refiere a los muffins de arándanos que tiene a su derecha.
—Y tres —accedo, indiferente.
Coge la pequeña magdalena y la deja en su plato.
—Adriana, ¿qué has visto en ese capullo integral?
Me atraganto con un trozo de bizcocho, sorprendida por su vocabulario.
Alcanzo el vaso de leche; necesito beber la mitad para recuperar la compostura.
—Manu está pintando la habitación de Nerea —se justifica—. No puedo
entender la obsesión de Paula porque contratemos a ese chico para cualquier
chapuza. Con lo que me gusta a mí llamar a mi decoradora de toda la vida.
—Pau adora a Luisa y la está ayudando a que su hijo no se meta en problemas.
El chaval está en una edad difícil y todo eso. Al menos, es lo que no para de
repetirme para colármelo en casa cada dos por tres —apunto.
—Pues será todo un manitas, pero habla como un delincuente. —Me callo
porque tiene más razón que un santo—. Bueno, lo es, ¿no?
—¿Un delincuente? Ay, yo no diría tanto…
—Me refiero a Héctor.
—Qué susto. Sí, es un capullo integral. —Fuerzo una sonrisa—. En cuanto a
lo que me atrae de él… Supongo que al amor no se le pueden pedir
explicaciones. Ocurre, sin más. Y, para ser totalmente sincera, puede ser
divertido y encantador cuando se lo propone. Además, está muy pero que muy
bueno, y el sexo se le da de vicio.
—Ya. Visto así…
—Sin embargo, nada de eso compensa lo mal que me siento cuando cierra la
puerta tras de sí —declaro, y es la primera vez que lo hago ante otra persona.
Nos miramos en silencio durante unos segundos, sin máscaras, sin ambages.
Solo dos amigas que se quieren con locura.
—Sé que todos tenéis razón al pensar que no va a dejar a su mujer. —La boca
de Tina forma una perfecta O y me hace reír, a pesar de la situación—. Que no lo
diga en voz alta no significa que no os escuche. O que sea tonta.
—No he dicho…
Hago un gesto para silenciarla. Por fin puedo poner en palabras mis
sentimientos, tanto tiempo a resguardo en una caja fuerte imaginaria.
—Héctor lleva dos años y medio tomándome el pelo. Jurándome que me ama,
que va a abandonar a su esposa y que, entonces, podremos dejarnos ver en
público, como una pareja normal. Pero nunca ha tenido intención de divorciarse.
—Cariño…, no es culpa tuya.
—Lo sé. Es un caradura y un mentiroso, y no va a cambiar nunca, ni por mí ni
por nadie. El problema es que lo quiero, y que para abandonarlo voy a necesitar
una gran cantidad de valor y de fuerza. Y, hoy por hoy, no los tengo, Martina.
Su mano aprieta la mía en una demostración del apoyo y consuelo que me
hacen falta en estos momentos.
—Los obtendrás. Estoy segura.
—Eso espero. Soy demasiado lista para seguir dejándome embaucar por un
hombre que no merece la pena.
Los nudillos que tocan con suavidad la puerta ponen fin a las confesiones,
aunque no me sorprenden. En realidad, tengo bastante claro quién puede llamar a
estas horas.
En efecto: cuando abro, un delicioso Creig, vestido tan solo con unos
pantalones de pijama, me observa con ojos somnolientos.
—O me invitas a desayunar o me devuelves a mi mujer. Tú eliges.
—Aún faltan muchas horas para el desayuno, y esa chica de ahí —señalo a la
morena, que lo saluda con los carrillos hinchados y la boca manchada de
arándanos— no es tu nada.
—Resulta imposible dormir rodeado de este aroma a comida, así que…
recenar, desayunar… Lo que sea. Ponme un café y te la presto media hora más.
Y solo es cuestión de tiempo —replica, a mi segunda observación, mientras se
agencia un cruasán de chocolate—. Poco, no nos engañemos.
—¿Y la niña? —Tina se levanta de golpe.
—Durmiendo como un angelito, que ya jodió bastante anoche.
Ella no parece escucharlo. Se dirige a la puerta casi corriendo. Creigton estira
el brazo y la agarra de la muñeca. Antes de que pueda decir algo, se saca un
pequeño intercomunicador del bolsillo y lo deposita encima de la encimera.
Todos nos quedamos mirando la imagen del bebé acostado plácidamente en su
cunita.
—Qué susto me has dado —lo acusa ella, antes de volver a su sitio y servir
dos trozos de bizcocho (uno para cada uno, por si había alguna duda).
—¿En vuestra casa no coméis o qué?
—No te creía tan egoistona, Adriana. ¿Qué piensas hacer con todo este
arsenal? Mira que luego se te va a las cartucheras.
—Llevarlo a Cáritas —me invento, para jorobarlo.
—¿Entonces lo de los táperes no ha colado? Me encantaría probar esa lasaña.
—Tú tranquilo, amor, que nos los llevamos antes de irnos.


Entro en la cafetería como un vendaval y me dirijo a la barra casi a la carrera.
—José, por lo que más quieras, ponme una magdalena rellena de chocolate
blanco y un smoothie de fresa y plátano.
—¿Qué te pasa, niña? ¿Estás baja de defensas?
—Algo así —murmuro, fijándome en la persona instalada en mi mesa
favorita.
—Pues toma. —Me tiende un plato con el dulce y yo salivo ante el exquisito
olor que desprende—. Ve comiendo. Ahora mismo te llevo tu batido.
—Gracias.
Mis taconazos retumban en el suelo de baldosas mientras avanzo hacia la zona
acristalada. Cuando quedamos la chupipanda al completo, solemos sentarnos
más en el centro. Pero mi sitio preferido es el que ocupa Aldren en estos
momentos.
—Hola.
Alza la cabeza. La frialdad de sus oscuros ojos me desconcierta.
—Buenos días —saluda, y focaliza de nuevo su interés en el periódico.
Frunzo el ceño.
—¿Puedo sentarme?
Tarda dos segundos en contestar, los suficientes para hacer notar su reticencia.
—Claro.
Dado que mi silla habitual es la que se ha apropiado él, elijo la de enfrente.
—¿Haciendo un Kit Kat?
—Vengo de una reunión y he parado a tomar un café —comenta, sin despegar
la vista de su lectura, que debe de ser muy fascinante.
Como todos los lunes, hoy me ha costado levantarme. Además, la mañana está
siendo intensita y no ha dado pie a intercambiar cotilleos sobre la actualidad. Sin
embargo, de haber ocurrido alguna catástrofe mundial, o incluso nacional, ya me
habría enterado, ¿no?
Pruebo un trozo de mi magdalena.
—Hummm… —Se me escapa, pero es que adoro los dulces. Cuando estoy de
bajón, son lo único que me ayuda a pintar la vida de otro color. Bueno, el sexo
también, aunque no es cuestión de abordar a Al y montárnoslo sobre la mesa. O
sí…
Una diminuta sonrisa asoma a sus labios; no obstante, desaparece antes de que
pueda ser disfrutada como Dios manda.
—Oye, en cuanto a lo que te dije el otro día… —Ahora sí me presta toda su
atención, qué bien (léase la ironía). Me contempla con expresión seria e
indescifrable y me veo obligada a ser más explícita—. En la sesión de fotos.
—¿Que me vendría bien usar tu champú antiencrespamiento?
—Eso fue una broma —murmuro, entre dientes.
Se acaricia el labio inferior. Parece meditar.
—¿Te refieres a que estás cachonda y quieres volver a pasar por mi cama?
La oportuna aparición de José me salva de soltarle una fresca (o un guantazo,
quién sabe). Esta mañana el señorito está de lo más borde.
—Aquí tienes, cielo. Te lo he puesto en vaso extragrande, que hoy te veo muy
necesitada.
Aldren se parte de risa y yo quiero partirle el vaso en el cráneo al pobre José.
Ya sabéis, a veces pagan justos por pecadores.
Cuento hasta veinte (creo que la cantidad idónea serían mil, pero dudo que
este imbécil, y ahora me refiero a Al, vaya a aguantar calladito todo el tiempo
que me llevaría hacerlo) y hago unas cuantas respiraciones abdominales, tal y
como aprendí en mis clases de yoga, a ver si así consigo relajarme.
—Hablo de nuestra conversación sobre empezar algo juntos y de lo que te
conté acerca de que estaba enamorada de otra persona —aclaro, una vez que nos
quedamos solos.
—Olvídalo. Fue una gilipollez.
«Pues sí que ha cambiado el cuento en unos pocos días».
Ya sé lo que pensáis. Debería estar contenta. Me he librado de una buena. Y lo
estoy, claro. Me siento megacontenta. Hiperfeliz. Estoy dando palmas de alegría,
maldita sea.
«¿Por qué ya no quiere salir conmigo?», me pregunto, contrariada, al verlo
retomar el diario, como si la situación careciera de importancia.
—Sí, somos…
—Muy diferentes. Nunca habría funcionado —zanja, rotundo.
Arqueo una ceja. Pues entre las sábanas funcionamos de maravilla. «Atrévete
a negarlo», le dicen mis ojos.
—Los polvos han estado genial —reconoce, como si leyera mis pensamientos
—, aunque los tengo igual de buenos con muchas mujeres.
¿Rabia? ¿Humillación? ¿Decepción? No. Estoy mucho más allá de eso ahora
mismo.
Estoy a un paso de estrangularlo con mi pulsera de diamantes.
—Pues si disfrutas de tanto sexo espectacular, no sé por qué me olfateas como
un chucho —le suelto, antes de terminarme el batido.
Aldren tira el periódico sobre la mesa y se pone de pie. Mantengo la
compostura mientras se abrocha los dos botones de la americana; le sostengo la
mirada, fría como el Ártico.
—Será porque hueles como una perra en celo.
Aprieto los puños por debajo del tablero.
—Que te jodan.
Se inclina sobre mí hasta que apenas nos separan un par de centímetros y
sonríe con soberbia.
—Me aseguraré de que lo hagan. Rápido y duro, como más me gusta.
La mejor defensa es un buen ataque

Aldren


N.º 217 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Aprende qué hacer con las bolsas de té usadas
Querida superheroína:
A ti, que disfrutas de un buen té, te encantará saber que, después de tomarte esta infusión, aún puedes
darles un montón de usos diferentes a las bolsitas. Hoy te cuento cuatro:
Evita los malos olores.
En los armarios: deja que las bolsas se sequen un par de días, añádeles cuatro gotitas de tu aceite
esencial preferido y distribúyelas por baldas y cajones.
En los zapatos: tan solo tienes que introducir las bolsitas en el calzado, y adiós al olor.
En la caja de arena del gato: tan fácil como colocar unas bolsas en la arena y cambiarlas
semanalmente.
Impide la aparición de hongos en las plantas. Esparce los restos secos de las bolsitas de té entre la
tierra y riega. Así mantendrás tus plantas libres de hongos.
Elimina las manchas de grasa de ollas y sartenes. Lo único que tienes que hacer es echar dos o tres
bolsas en cada recipiente, junto con agua caliente. Deja que actúen toda la noche y verás que al día
siguiente te será más fácil limpiarlos.
Reduce las ojeras. Las bolsitas de té (verde, negro y de manzanilla) son perfectas para desinflamar las
ojeras y las bolsas de los párpados después de pocas horas de sueño. Hierve dos bolsas de té durante tres
minutos. Luego, retíralas y mételas en el congelador hasta que se enfríen. Con la cara limpia, ponte una
sobre cada ojo y déjalas de diez a quince minutos.
Otra práctica consiste en verter en un bol agua fría con hielos. Introduce las dos bolsitas de té para que
se enfríen. Colócatelas sobre los ojos y deja que reposen unos quince minutos.
Que sepas que las bolsas de té usadas sirven para muchas más cosas. Si estás interesada en conocer
todas las formas en que pueden reciclarse, sígueme en Instagram, Twitter y Facebook. ¡Allí te lo cuento
tooodo!

Adriana Martos

—«Atentamente, Aldren Reilly. Director de operaciones de Lorrigan
Enterprises». ¿Has tomado nota de todo, Mar?
—Sí. La enviaré ahora mismo —contesta mi secretaria, que termina de teclear
en su iPad—. ¿Necesitas algo más?
—De momento eso es todo, gracias.
—¿Te apetece un café? ¿Y algo sólido con que acompañarlo?
—Estoy tentado de ofrecerte un aumento.
Su risa ronca la acompaña hasta la puerta.
—Si lo haces, no te diré que no.
Una vez solo en mi despacho, mi buen humor desaparece. Llevo así dos
semanas y no me aguanto ni yo.
No os molestéis en echar cuentas: ando encabronado desde que descubrí a
Adriana con su enamorado, y lo único que se me ha ocurrido para cortar de raíz
cualquier posible encoñamiento por mi parte es mantenerme lo más alejado que
pueda de la tentación.
Así que, básicamente, me he atrincherado en casa. Suena patético, ¿verdad?
Pues nada más lejos de la realidad: mi humilde morada tiene una superficie
construida de dos mil metros cuadrados y, entre otras comodidades, consta de
siete dormitorios, nueve baños, piscina exterior, otra interior climatizada,
gimnasio, jacuzzi, pista de tenis y pádel y un garaje con capacidad para diez
coches. Todo rodeado de una preciosa parcela de cuatro mil quinientos metros
cuadrados que hace las delicias de mis dos consentidos perros.
Para ser sincero, no me he aburrido ni un instante. Con el poco tiempo libre
que me queda después del trabajo, disponer de unas horas extras me ha venido
de lujo. Después de casi tres años, al fin estoy disfrutando del gimnasio y la
piscina climatizada.
Y he vuelto a dibujar. Sí, señoritas: el aburrido y siempre contenido Aldren
Reilly tiene una pasión oculta. Me encanta pintar; llevo haciéndolo desde mi más
tierna infancia, y tan solo mi familia y mis dos mejores amigos lo saben. Bueno,
y ahora, vosotras. Guardadme el secreto, please.
No se me da nada mal. Vanidad aparte, podría haberme dedicado de forma
profesional a ello. Sin embargo, poseo un alma empresarial, de ahí que terminara
por convertirme en la mano derecha de mi mejor amigo.
En estos días de soledad autoimpuesta, he desempolvado mi bloc y mis lápices
y he recordado tiempos lejanos, cuando llenaba una lámina tras otra, desbordado
de inspiración. Diría que la he recuperado, de no ser porque mis dibujos se han
centrado en un tema en concreto: una pelirroja arisca y sexi, a la que no he
sabido/podido/querido evitar retratar casi siempre desnuda.
Hay que joderse, ni siquiera encerrado en casa me he librado de ella.
La puerta se abre sin previo aviso. Claro, que la persona que accede a mi
oficina no suele entretenerse en formalidades.
—¿Permite, Su Majestad, la entrada de un simple plebeyo a sus dominios?
—Es demasiado temprano para aguantar tus gilipolleces, Creigton.
Ignorándome por completo, se sienta frente a mí y deja sobre la mesa un vaso
grande de café y una bolsa de papel.
—Mar te envía esto. Estás más arisco que un gato. ¿Cuándo vas a confesar
qué es lo que te atormenta para que los demás podamos seguir con nuestras
vidas?
—Serás payaso… Y dejadlo ya, que me tenéis hasta las narices con el temita.
Me apetece desconectar y descansar un poco. No es un crimen, ¿no?
—Supongo que no —concede, nada convencido—. Pero sí raro. De los tres, tú
has salido el más familiar, y me extraña (nos extraña) que de repente te haya
dado este venazo de querer aislarte como un monje tibetano. ¿Piensas compartir?
Me quedo inmóvil, con el sándwich mixto a escasos milímetros de mi boca.
—No he desayunado.
—Lo habrías hecho si hubieses pasado por la cafetería a la hora de siempre —
me echa en cara. Sigue mirando mi tentempié con fijeza, el muy cabrón.
Suspiro y le tiendo la otra mitad. Le da un mordisco.
—¿Para qué cojones tienes una cafetera último modelo en tu despacho si
nunca la utilizas?
—Para que tú puedas tomar todos los cafés que te apetezcan.
Esboza una sonrisa burlona antes de levantarse y dirigirse al aparador, junto a
la pared acristalada.
—Entonces, ¿qué? ¿Se te ha pasado ya la tontería?
—Déjame en paz, Creig.
—No me pongas de mal humor, tío —amenaza. Me señala con el emparedado
a medio terminar—. Pareces un vejestorio. Qué digo: cualquier respetable señor
de la tercera edad tiene más vida social que tú, y ahí incluyo la sexual.
—¿Tenemos para mucho con esta conversación? Me esperan en recursos
humanos. Y después he de hacer unas llamadas importantes.
Regresa a su asiento con cara de malas pulgas. Y no se corta a la hora de
contemplarme con manifiesta irritación mientras remueve su café solo y sin
azúcar.
—¿Qué más te ha traído tu eficiente secretaria? —pregunta, haciéndose con la
bolsa.
—¿Eso que escucho son celos? ¿Alejandra no te mima?
—Sandra me la chuparía todos los días si yo me dejara. De hecho, antes de
que Martina y yo…
—Haz el puto favor de ahorrarme tus batallitas sexuales, que estoy comiendo,
por Dios.
—Con los años te estás volviendo un santurrón.
—Lo que me estoy volviendo es muy impaciente, así que, si no te importa…
Esa estúpida sonrisa vuelve a extenderse en sus sarcásticos labios. Me
pregunto cuántos puñetazos serían necesarios para borrársela, pero Creigton es
tan loco y arrogante que seguramente me destrozaría los nudillos y él seguiría
riendo victorioso.
Vacía el contenido de la bolsa, que, para mi sorpresa, aún guardaba todo un
botín: un pepito de crema y una magdalena de chocolate blanco.
—A no ser que estés de antojo, me quedo…
—La magdalena es mía.
—Yo también la quiero.
—Me da igual. El pepito o nada —aseguro.
—Aldren, es una jodida magdalena. Lo sabes, ¿verdad?
Claro que sí, pero no dejo de pensar en el gesto de placer que tenía Drina el
otro día mientras se comía una igual. Quizá, si la pruebo, experimente lo mismo
que ella. Y si eso me hace parecer un puto loco, me la pela, ¿vale?
Estiro la mano hacia Creig y lo miro sin parpadear. El tiempo pasa sin que
ninguno de los dos ceda un ápice. Al final, pone el dichoso dulce sobre mi
palma. Yo respiro.
—Si echaras un par de polvos, incluso con la misma mujer, toda esa tensión
insana se esfumaría. No sé si has hecho una promesa o qué, pero Dios entenderá
que tu salud mental es más importante que unos votos pronunciados en el calor
del momento.
Creigton puede resultar absurdo y cargante; no obstante, tiene buen fondo y, si
se esfuerza, incluso se hace querer. Por eso siempre llevo conmigo una lista,
elaborada a lo largo de los muchos años que hace que lo conozco, para
recordarme los motivos por los que lo sigo aguantando. En este momento estoy
muy tentado de sacarla, la verdad.
Le doy un mordisco a la magdalena y casi gimo de placer. Aunque, más que
por lo buena que está (le doy un seis), por el recuerdo de una pelirroja al borde
del orgasmo mientras saboreaba la suya (en serio, tenía la misma expresión que
cuando se dejaba ir entre mis brazos).
El mamón de mi amigo me observa con toda la pinta de estar cachondeándose
de mí.
—Ya que has terminado de gorronearme el desayuno, ¿qué tal si desapareces
para que pueda trabajar a gusto?
—La verdad es que venía a verte por algo. Para dos cosas, en realidad.
Gruño de pura frustración. Tal vez últimamente yo no sea muy sociable, pero
este idiota saca de sus casillas hasta a un santo. Y si no, que venga Dios y lo
ratifique.
—Tú dirás —mascullo.
—Esta tarde vendrá Piero Conti.
Me tenso con solo escuchar el nombre de su posible sustituto.
—¿Cuántos candidatos has preseleccionado, aparte de él?
—Ninguno.
Lo miro con la boca abierta.
—Piero es el mejor y lo quiero en mi puesto. Fin de la discusión.
Me levanto de golpe.
—¿Se te ha pasado por la cabeza que quizá a Brenell y a mí no nos guste?
Estoy seguro de que es un lince en lo suyo, o no lo habrías elegido, pero seremos
nosotros dos los que tendremos que lidiar con él cada puñetero día de aquí a la
jubilación.
—Aldren, ninguno será yo.
Esas tres palabras se me clavan en el pecho como la hoja afilada de un
cuchillo. Me dejo caer en la silla, sin fuerzas.
—Aunque me pasase media vida formándolo, nunca encajaría en vuestras
expectativas porque le falta lo más esencial: Piero, o cualquiera que ocupe el
cargo, no será el compañero de la infancia, el amigo de la puerta de al lado, el
tercer Pichabrava, vuestro hermano. Pero eso no significa que no sea capaz de
realizar su trabajo con eficacia.
Abro un archivo y tecleo un par de frases. Ni idea de cuáles. Solo necesito
hacer algo.
—Lo superaremos, amigo. Para mí tampoco va a resultar fácil empezar de
cero. Al menos, Bren y tú os tendréis el uno al otro.
—Sin embargo, eres tú el que se marcha —lo acuso.
—Espero que nunca tengas que tomar esa decisión. Porque estar dividido
entre las personas a las que quieres es una gran putada.
Decido no presionarlo más. Como bien dice, él ya tiene lo suyo.
—A estas alturas tengo claro que te has propuesto joderme la mañana. ¿Cuál
es la otra mala noticia?
—Mira que eres capullo. Esto es algo bueno. Al menos, para mí.
Se me queda mirando con una sonrisa tonta, como de perrito enamorado, y
entonces adivino lo que me va a anunciar. Me inclino hacia delante y apoyo los
codos en la mesa, sin salir de mi asombro.
—¡Le has pedido que se case contigo!
—No.
—Tienes cara de haber recibido un sí —insisto.
—Que no. Pero voy a proponérselo. Y estoy convencido de que aceptará.
—Cabronazo. Mira que tienes suerte. Te llevas una joya.
—Lo sé. De verdad, tío, me siento jodidamente afortunado. Si no hubiera sido
capaz de enterrar los fantasmas de mi pasado, la habría mantenido alejada de mí
y me habría perdido toda una maravillosa vida a su lado.
—Me alegro mucho por ti, hermano.
Lo digo de corazón. Bren y él forman parte de mi familia.
—Se lo pediré mañana delante de todos. Al fin y al cabo, habéis sido testigos,
e incluso partícipes, de nuestra historia. A Martina le encantará; es una romántica
incurable.
—Vas a ganar unos cuantos puntos —coincido.
Se levanta, hace una pelota con la bolsa y, con un giro de muñeca propio de
Michael Jordan, la encesta en la papelera.
—Entonces te espero mañana en casa de Brenell. Va a organizar una cena con
la excusa de la proximidad de las vacaciones, para que mi chica no se huela
nada.
—Espera, espera. Me avisas con muy poco tiempo, y no me viene nada bien.
—Vete a la mierda.
—De verdad que lo siento, tío.
—¿Estás diciendo que no piensas venir a mi fiesta de compromiso?
—Joder, para mañana ya tengo planes.
—Voy a expresarlo de otro modo: es muy importante para mí que no faltes.
Pocas veces puede verse a Creig serio o preocupado. Es ese tipo de persona
que todo se lo toma a guasa y cuyo buen humor riega cada día para que no se le
estropee, bajo ninguna circunstancia.
Hoy es una de esas raras ocasiones. Y maldita sea la gracia que me hace
ponerle solución.
—Allí estaré —prometo, si bien preferiría estar en cualquier otra parte del
mundo.
Si ya presentía que mi amigo me iba a dar por culo antes de irse.


Toco el timbre y aguardo con paciencia a que me abran. Escucho la algarabía
que hay al otro lado de la puerta y, a mi pesar, sonrío.
—Así que al final has venido.
Frunzo el ceño y miro interrogante a Bren.
—¿Tenía elección?
Me giro hacia el ascensor, dispuesto a largarme.
—Ven aquí, cabronazo. —Me rodea el cuello y tira de mí hacia el salón—.
¿Por qué últimamente te cuesta tanto quedar con nosotros?
—Porque sois todos muy feos —bromeo.
—No será que estás huyendo de cierta pelirroja bajita y curvilínea, ¿verdad?
Me detengo en medio del vestíbulo, un tanto descolocado.
—¿Qué película te estás montando?
—¿Yo? Me va más el teatro. Pero no hace falta ser muy listo para saber que
habéis arrugado juntos unos cuantos juegos de sábanas. —Alza una ceja—. ¿Me
equivoco?
—Nos hemos acostado en alguna ocasión —admito con reticencia.
—¿Y?
—No esperarás que te cuente los detalles.
—Seguro que sería de lo más entretenido, aunque no me refería a eso.
—Entonces, ¿qué quieres que te diga?
—Está claro, hombre. Lo que nos roba el sueño es si la Curvas les da sentido a
tus polvos.
Los dos nos volvemos hacia Creig, que nos observa apoyado en la pared, la
mar de divertido.
—Pensaba que el sexo no significaba para ti nada más que placer, conquista y
alivio.
—A veces puedo ser muy gilipollas —reconoce de forma abierta—. Estoy
intentando pulirme.
—Sigue practicando, abogado —lo insta Brenell.
—Ya me echaréis de menos, ya.
Sus palabras se cargan de golpe el buen rollo. Hace dos días que dejó
oficialmente su cargo, y su ausencia se hace notar en cada rincón de la empresa;
nuestros corazones, los primeros.
—No hay nada entre Adriana y yo —afirmo, por milésima vez—. Y para
evitar que sigáis dándome la matraca, permitid que os lo deje claro: nunca va a
haberlo.
He sonado duro y terminante, y la sorpresa en el rostro de mis amigos es
evidente. Supongo que todos han barajado, en un momento u otro, la posibilidad
de que los dos que aún estamos libres formáramos pareja, sobre todo cuando ya
ha quedado patente que nos atraemos.
—He traído un detalle —digo, para distender el ambiente.
—No hacía fal…
Creigton me arrebata la bolsa de las manos y curiosea en su interior.
—¡Hostia, una botella de Macallan! ¿Por qué a mí siempre me toca vino, o
dulces?
Bren se hace con la preciada mercancía y nos invita a entrar en su salón.
—A partir de ahora, eres mi mejor amigo —me informa, obviando la mirada
asesina del abogado—. De hecho, como mi invitado de honor, serás tú el que le
pida matrimonio a Tina.
—¡Por encima de mi cadáver! —niega, indignado, Creig.
—Eso se puede arreglar —asegura Brenell, con malicia. Yo asiento, conforme.
—¡Ey, chicos, ¿tenéis una fiesta privada en el recibidor?! —escuchamos gritar
a Paula.
—Para esto nos vamos a Vagoda a que nos hagan mucho la pelota y nos sirvan
comida de la buena, no estos aperitivos rancios —se queja Drina.
—¿No piensas decir nada? —le pregunta Bren a su mujer.
—¿Y qué esperas, poniendo patatas fritas? —replica ella.
—¿Qué? A nosotros nos gustan —se defiende—. Ya tenéis un buen surtido de
delicatessen, chatas. Me he dejado una pasta para satisfacer vuestros fisnos
paladares.
Me siento en la única silla libre (cómo no, al lado de la pelirroja, a la que echo
un breve vistazo antes de aceptar la cerveza que me ofrece el anfitrión).
—No conseguiríais mesa en Vagoda ni aunque os desnudarais frente al metre.
Martina por poco se ahoga con su Coca-Cola light. Pau comparte unas risas
con su marido. En cuanto a Adriana… Esta se coloca de lado para cruzar una
mirada conmigo, bate sus largas y tupidas pestañas y pone cara de niña buena.
«Ahí viene».
—Pues estuve allí hace unos días y Ricardo —recalca, como si yo no supiera
el nombre del jefe de sala del restaurante de mi padre— se mostró encantado de
verme. Me invitó a ir cuando me apeteciera.
Elijo uno de los aperitivos y lo mastico despacio. Después, la contemplo con
calculada benevolencia.
—Eso se lo dice a todos los clientes. De hecho, se muestra más pelota con las
mujeres porque son mucho más crédulas.
El gemido ahogado de Tina sugiere que es posible que me haya pasado. Aun
así, sostengo la mirada aturdida de mi interlocutora durante unos segundos, antes
de dirigirme a Creigton:
—Estas tartaletas rellenas de steak tartar de solomillo con yema de huevo de
codorniz están deliciosas. ¿Las has probado?
—Ya llevo dos.
—¿Y fuiste sola, Drina? —se interesa la anfitriona. Lo más probable es que
quiera aligerar la enrarecida atmósfera que he creado.
—No, con…
—Déjalo. Nadie espera que recuerdes el nombre de todos tus ligues.
Ahora, la que se atraganta con un saquito de gambas y rape es la rubia. En
cuanto se recupera del ataque de tos, sus ojos verdes me lanzan dardos
envenenados.
—Pero vamos a… ¡Ahhh!
A juzgar por la mirada penetrante que ella le dedica, Brenell ha debido de
quedarse con un trozo de media al pellizcarle el muslo.
—Esta me la vas a pagar más tarde, Lorrigan —avisa.
—Pienso recordártelo. —Su marido le sigue el rollo, nada impresionado por
su aspecto feroz—. ¿Me echas una mano en la cocina, Aldren?
Tengo ganas de negarme, para ver qué ocurre. No estoy de humor para hostias,
y cada minuto que paso sentado al lado de Adriana me encabrono más y más.
Sin embargo, mis amigos no tienen la culpa de mis paranoias, así que me levanto
como un buen chico y lo sigo.
—¿Necesitáis que os acompañe? —ofrece Creig—. Por si no podéis cortar el
pan solos.
—Tranquilo. Si nos surge alguna duda, lo consultamos en Google.
—Siempre me pierdo la diversión —se queja, igual que un niño.
—Date prisa —le exijo a Bren en cuanto cierra la puerta—. A ver si esta
maldita cena termina cuanto antes.
—¿Desde cuándo haces un esfuerzo por pasar tiempo con tus amigos?
—No es eso.
—Pues es exactamente como ha sonado.
Me froto la cara y hago un par de respiraciones profundas. Pese a ello, me
tiemblan las manos por las ganas de cargarme la mitad de la vajilla de Paula. Me
contengo, claro. La razón principal es el mosqueo monumental que se pillaría
Maléfica tras mi arrebato.
—Joder, Bren…
—¿Piensas explicarme qué está pasando o esperamos a ver cuál de las tres
mujeres de ahí fuera te arranca el corazón con un palillo?
A mi pesar, sonrío.
—Son como una familia de adorables gremlins, ¿verdad?
—Toca a una y descubrirás que no es necesario darles de comer después de
medianoche para que las otras se te echen encima con intenciones asesinas. —
Guardamos silencio—. No entiendo qué te ocurre, Al, pero estoy seguro de que
me lo contarás cuando lo consideres oportuno. Lo único que te pido es que
recuerdes que Adriana es nuestra amiga. Tu amiga.
—Lo sé. Necesito algo de tiempo, nada más.
—Bien. ¿Volvemos al cuadrilátero?
—Espera. —Lo detengo cuando ya está a punto de salir—. ¿Me ajustas bien
los guantes?
—Diría que está tan alucinada por tu cambio de actitud que aún no ha
reaccionado, pero, cuando lo haga, te va a dejar hecho papilla. Drina no tiene
nada que envidiarle a mi Paul en cuanto a mala leche.
Salimos de la cocina descojonándonos.
—¿Raor o solomillo de buey? —pregunta Brenell a la mesa en general.
—Pescado, por favor.
—Ese solomillo tiene una pinta estupenda.
—Yo también quiero carne.
—Pues yo no pienso perder la oportunidad de probar el raor.
—¿Adriana?
—¿Hummm?
—¿Tú qué prefieres?
—Tinto, gracias.
Las conversaciones se silencian y todas las miradas confluyen en ella.
—¿Eso significa que quieres buey?
—No, me apetece pescado —contesta, a todas luces confundida—. Mejor me
paso al vino blanco.
—¿Estás bien? —se interesa Martina.
—Sí, claro.
Siento los ojos de Creig y Bren taladrándome, pero los ignoro. Es obvio que
Drina no comprende mi fría actitud ni mis ataques gratuitos y que se siente
desconcertada. Nuestra relación es altamente volátil, aunque en un sentido
sexual. Fuera de la cama, por lo general, nos llevamos bien y mantenemos un
trato amistoso y cordial.
Nunca he sido agresivo con ella y, mucho menos, hiriente. Esta noche, sin
embargo, me está costando un mundo permanecer a su lado y mostrarme
indiferente, como me prometí hacer cuando coincidiéramos. No puedo quitarme
de la cabeza la imagen de la parejita feliz en el Palacio de los Velada.
¿Por qué no soy capaz de olvidarla? Mujeres hay a miles, y muchas estarían
encantadas de salir conmigo.
«Elige a una y pasa página», me aconsejo. Devuelvo la atención a mi plato de
carne, que está buenísima, por cierto.
—Sí, ¿qué tal con el nuevo? —escucho preguntar a Adriana.
—Acaba de incorporarse, pero se desenvuelve bien —comenta Brenell.
—¿Y tú qué opinas, Al? —indaga Tina.
—Parece que domina su labor. En la reunión con Londres estuvo a la altura.
Aunque le espera un arduo trabajo si quiere ponerse al día.
—Dadle un poco de margen —pide Creigton—. Tardará meses en conocer
todos los entresijos de un monstruo como Lorrigan Enterprises.
—¿Acabas de insultar a mi bebé?
—No se me ocurriría, Bren —niega el abogado, entre risas—. Era un elogio.
—Eso espero. Una buena parte de tu fortuna proviene de mi empresa.
¿Tomamos el postre en la terraza?
—Qué buena idea —secunda Drina—. Estos días está haciendo bastante calor,
pero por las noches queda una temperatura estupenda.
—A mí ya no me entra nada más —asegura Martina, y se sienta en una de las
sillas de cojines blanco roto.
—Siempre queda hueco para algo dulce, mujer. Ya lo quemarás dentro de un
rato. ¿Verdad, picapleitos?
—Déjalo en mis manos, pelirroja —promete el aludido. Abarca la cintura de
su chica con sus fornidos brazos y esta los regaña:
—Cómo sois.
—Claro, porque tú tienes intención de echarte a dormir cuando os marchéis,
justo hoy que estáis de Rodríguez.
—¿Quién demonios es ese? Mira, Martina, que la tenemos…
—¡Olvida los celos! Se trata de un dicho español, que significa que estamos
solos en casa.
—Ah… Entonces vale.
Adriana suelta una carcajada y yo aguanto la respiración ante la imagen tan
preciosa que proyecta. He intentado evitarlo, pero se me ha ido la vista cada dos
por tres durante toda la cena. El vestido corto amarillo le queda de muerte, y sus
jugosos labios pintados de rojo atraen mi atención cada vez que gesticula.
—¿Eso es un pastel Sacher? —susurra, con ojillos golosos.
—Con crema de chocolate, mermelada de naranja y glaseado de chocolate con
leche y caramelo —confirma Pau.
—Estás tardando en servirme. —Le acerca su plato.
—Yo también quiero. Voy a… hacer ejercicio después… —tartamudea Tina,
cuyo comentario se gana unas cuantas risas.
—Nosotros también, cariño, así que no te prives de una buena ración —
murmura Bren, contra el cuello de su rubia.
La conversación fluye distendida por la mesa, excepto entre Drina y yo, que
evitamos incluso mirarnos. Creo que ha captado la indirecta y también se
mantiene alejada. No negaré que me da pena, porque me gustaba nuestro tira y
afloja y el buen rollo que siempre hemos mantenido. Y los polvos eran brutales,
vaya.
—Hora de los cócteles —anuncia la anfitriona.
—Te ayudo, preciosa —se ofrece Creig.
—Paul, no pierdas de vista la botella de Macallan que ha traído mi mejor
amigo. Este gorrón es capaz de aprovechar que va al baño para bajársela al
coche.
—Nunca haría eso. —Creigton se muestra ofendido—. Sería mucho menos
evidente entretener a Paula mientras la Barbie se pega una carrerita hasta el
BMW.
La Barbie es su novia, y tiene una cara de espanto épica.
—Yo… no…
—Anda, atontao, vamos a por esas bebidas.
Los cuatro observamos sonrientes cómo se marchan.
—Adriana, antes de ayer llegaron tus fotografías. No nos hemos puesto en
contacto contigo porque estamos muy liados con la incorporación de Piero.
Además, aún faltan dos meses para publicar el reportaje, así que vamos bien de
tiempo.
—No te preocupes, Brenell, lo entiendo. Yo también me he retrasado en
mandároslas, pero en la revista estamos hasta arriba de trabajo.
—La espera ha valido la pena. Nos han gustado mucho. A Aldren lo han
fascinado, de hecho.
—¿Ah, sí? —pregunta ella, enfocándome a mí.
—Son buenas —admito.
—¿Incluso las de los Men in Black? —insiste, la cabrona.
Reprimo una sonrisa involuntaria y juego con la cucharilla de postre.
—Tienen su punto; son fantásticas para ligar con las chicas. Creig ha puesto
una en la mesa de su nuevo despacho.
—¿Sabrá su nuevo jefe lo idiota que es? —se mofa Bren.
—Mi padre lo adora —interviene Martina—. Aunque, a veces, lo saca de
quicio —confiesa, en un murmullo quedo.
—Y eso que me estoy comportando —suelta el aludido, que entra en la terraza
cargado con una bandeja repleta de vasos.
—Venga ya. No serías capaz de comportarte ni el día de tu boda —lo reprende
Paula, mientras reparte las bebidas. De inmediato se gana una mirada de
advertencia del abogado.
—La foto queda bien. Le da un toque de color a esa oficina tan seria —tercio,
para cambiar de tema.
—A mi copa le pasa algo.
—Mi despacho se ve profesional. ¿Qué quieres que parezca, una sala de speed
dating1?
—De verdad, el vaso tiene algo dentro… —insiste Tina, en voz más alta.
—Será la guinda —contesta Creigton, con paciencia—. Lo que te molesta es
que tenga una oficina tan inmensa y que la gente allí me trate como a un dios —
me refriega por la cara.
—No es mayor que la que tenías antes. ¿Y que te llamen señor Jarvis te la
pone dura?
—¡¡Por las chaquetas de tweed de Coco Chanel!!
—Martina, cariño, te preparo otro combinado sin alcohol si este no te gusta,
pero antes necesito decirle a este atontado…
—¡Creigton, deja ese absurdo tema de una puñetera vez! —grita la morena.
Todos nos quedamos patidifusos al oír una palabrota en su, habitualmente
monjil, vocabulario—. ¡Hay un anillo en mi vaso!
—Te dije que estabas adelgazando mucho al darle el pecho a la niña. Si se te
ha caído el anillo dentro de la bebida…
—¡Que no es mío!
Introduce los dedos en el recipiente y, cuando saca la joya, ni uno solo de los
presentes duda de que esté fascinada con la alianza de platino y diamantes.
Sus ojos buscan los del abogado, que le sonríe desde el corazón.
—Eres la persona más importante de mi vida, Martina, y nada, absolutamente
nada, me haría más feliz que pasar el resto de mi existencia a tu lado. También
me has dado el regalo más increíble que podría desear: una familia maravillosa.
¿Quieres casarte conmigo, Barbie Pijirrepipi?
—Mi amor… —Ella llora a moco tendido—. Yo… no sé qué decir…
—¿Ah, no? —Creig frunce el ceño.
—Me refiero a que no sé cómo igualar una declaración tan romántica. Estoy
muy emocionada y no me salen las palabras.
—Bufff, qué susto. Con un sí, me basta, cielo. Fuiste tú la que luchó por
nosotros. Ahora es mi turno de demostrarte cuánto te amo.
La joven se levanta y se arroja a sus brazos; ambos se enzarzan en un beso de
película que hace suspirar a más de una. Cuando consiguen separarse, los
felicitamos, contentos por ellos, y brindamos por su próximo enlace con
champán, cortesía del restaurante donde Bren ha encargado la cena.
—Qué bonito es el amor, ¿verdad? —opino.
—Sí, lo es. —Drina asiente y se limpia los ojos, cuajados de lágrimas.
—¿Y tú, Adriana? ¿Cuándo vas a presentarnos a tu novio? Ese al que aseguras
querer con locura mientras lo conviertes en el mayor cornudo de España.
Todo enmudecen. Por sus expresiones tensas y reprobadoras, esta vez no solo
me he excedido, sino que he traspasado todos los límites. En cuanto a ella…, se
queda lívida de la impresión, aunque, segundos después, su rostro adquiere un
tono rojizo. Aprieta los puños a los costados, seguramente para evitar
estampármelos en el estómago.
—¿Pero a ti qué te pasa? —me reprocha, tan furiosa que resuella.
—Está tomando una medicación muy fuerte —interviene Creigton—. Para la
impotencia. Y no debe mezclarse con alcohol bajo ninguna circunstancia. ¿No te
insistió en ello el urólogo, Al?
El puñetero vino espumoso sale por mi nariz; después de varios intentos
infructuosos por tomar aire, empiezo a verlo todo borroso. Bren me da unas
palmadas en la espalda que casi me hacen echar los pulmones por la boca, pero
al fin consigo respirar con normalidad.
—¡Joder! ¡Pienso quejarme al restaurante de los cojones! —exclama,
malhumorado—. ¡De esta no pasa sin que alguien se asfixie!
Cuidado con lo que pides.
El karma bien puede decidir concedértelo

Adriana


N.º 218 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Lucir ojazos todos los días
Querida superheroína:
Tener unos ojos enormes es el sueño de cualquier chica. No todas podéis presumir de ello (es que los
míos son como platos andaluces), pero existen trucos para que tus ojos parezcan más grandes.
Aplica un lápiz blanco en el párpado inferior y una sombra del mismo color en el lagrimal y verás qué
cambio. Eso sí, te advierto que cualquier mota o bichito en dos kilómetros a la redonda siempre elige unos
preciosos ojazos para hacer una parada. ¡Es un verdadero incordio!

Adriana Martos

—Brenell, la señorita Martos está aquí.
—Dile que pase —oigo, a través del intercomunicador.
—Adriana, por favor —le pido, una vez más, a la simpática secretaria.
—Adriana. —Ella esboza una espléndida sonrisa antes de abrirme el despacho
de su jefe.
No sé por qué Paula la apoda el pitbull. A mí me parece un cielo de mujer.
—Buenos días, pelirroja —me saluda Bren, inclinándose para darme dos
superbesos—. ¿Qué tal estás?
Me echo a reír.
—Nos hemos visto hace una hora en la cafetería.
—¿Y? La vida puede cambiar en un instante.
—Te has levantado profundo.
—Me ofendes. Soy un hombre intenso y complejo.
—Por supuesto —acepto, con cierto tonillo guasón.
—¿Vamos a buscar a Aldren?
—¿Para qué?
—Para hablar de las fotos que hemos seleccionado para incluir en el reportaje,
claro.
—¿No podemos concretarlo nosotros? Siempre me ha encantado este
despacho; tiene mucha luz natural, tu mesa de reuniones me fascina, y la pantalla
de proyección es ideal para visionar las imágenes.
Mi sonrisa es impostada, pero confío en que el brillo de mis dientes lo
enmascare.
—Cariño, la otra noche Al perdió los papeles. Se pasó con la bebida y no
controló las estupideces que decía.
Pues no ha habido suerte.
—Solo tomó dos copas de vino —contradigo, seca.
—También dio buena cuenta de mi whisky.
—Eso fue al final de la noche, y para entonces ya había soltado un montón de
estupideces. No intentes justificarlo, Bren.
—Es por esa medicación que toma. La de la impotencia. No le entra en la
cabeza que no puede mezclarla con alcohol.
Lo dice tan serio; ni siquiera parpadea. Yo lo observo en silencio. Se me
escapa una risotada, a la que siguen varias más.
—Por Dios…, sois unos payasos.
Abre la puerta y me hace un gesto para que salga primero.
—Está atravesando un mal momento. No se lo tengas en cuenta.
Permanezco en medio de la oficina durante un minuto entero, debatiendo en
mi fuero interno. No quiero volver a pasar por lo mismo del otro día, pero
tampoco puedo darle esquinazo siempre. Formamos parte del mismo círculo de
amistades, y sea lo que sea que le esté pasando conmigo es su problema, no el
mío. Aunque, si piensa seguir por ahí, no voy a quedarme callada y a tragarme
sus desplantes.
«Si quiere guerra, guerra tendrá». Salgo al pasillo y giro a la izquierda, en
dirección a su despacho.
Mi acompañante golpea la hoja de madera con los nudillos y entramos en
cuanto nos dan paso.
Aldren me lanza una mirada rápida antes de levantarse. Me da la bienvenida
con un escueto «buenos días» que desprende poco o nada de su habitual calor.
—¿Café, té o cualquier otra cosa? —nos ofrece.
—Dile a Mar que traiga lo de siempre —contesta Brenell—. ¿Un café
extragrande, Drina?
Hago una mueca.
—¿Es tu sutil forma de decirme que parezco un zombi?
—No creo que haya habido un momento de tu vida en que no hayas estado
deslumbrante, pero se te ve cansada.
—No he dormido bien últimamente —concedo—. Acepto tu oferta.
Al se acerca a la secretaria para darle instrucciones. Bren se adentra en el
despacho y yo lo sigo como si fuera un pedrusco de Tiffany rodando por la
acera.
—No la tiene tan grande como la mía —comenta, con sarcasmo. Señala la
mesa ovalada, destinada a largas y fructíferas reuniones de negocios—, pero el
tamaño no lo es todo, ¿verdad?
—Muy gracioso —dice el directivo, en tono lacónico, tras nosotros.
Espera a que me siente y después elige el sitio más alejado al otro lado de la
superficie de cristal. No como su jefe, que ocupa la silla contigua a la mía,
después de pulsar un par de botones de un pequeño mando. Segundos más tarde,
una enorme pantalla de proyección comienza a deslizarse hacia abajo.
—Le encantan estos chismes —se justifica, ante la ceja alzada de Aldren—. Y
las imágenes se verán mejor aquí que en un portátil. Sobre todo, si insistes en
trasladarte a otro continente —añade, con una mirada burlona, en referencia al
enorme espacio que ha dejado entre nosotros.
Supongo que podría haber sofocado la carcajada, pero no me apetece. Al, en
cambio, se mantiene callado, aunque su irritación es palpable.
—Hemos preseleccionado quince imágenes —continúa Brenell—. Tenemos
que reducirlas a seis; siete con la de la portada. Queremos que nos ayudes a
hacer la criba, para lo que nos gustaría saber el porqué de tus elecciones.
—Me parece bien.
En cuanto aparece la primera instantánea, frunzo el ceño.
—¿Ocurre algo? —se interesa Aldren.
—No, es que había pensado que ahora que Creigton ya no trabaja aquí, quizá
querríais que solo apareciesen vuestras fotos.
—Creig siempre formará parte de Lorrigan Enterprises —explica Bren—. La
empresa no habría llegado adonde estamos hoy sin el esfuerzo y el excelente
trabajo que ha realizado en los últimos ocho años. Además, aprovecharemos este
reportaje para comunicar su marcha.
Aldren asiente, y noto un nudo en la garganta al percibir su tristeza.
Deslizo las tres imágenes del abogado y me decido enseguida. Me detengo en
mi preferida.
—Ese aire de pillo, esa sonrisa picante y su mirada juguetona definen a
Creigton más que cien entrevistas.
El siguiente en aparecer en pantalla es Brenell, y, aunque me cuesta un poco
más, porque se ve espléndido en todas las fotografías, termino decantándome por
una.
—Exudas poder, seguridad en ti mismo y un carisma arrollador. Pero esa
sonrisa que intentas esconder te vuelve casi irresistible. Hace… que desees
conocer al hombre.
Él se cruza de brazos con expresión risueña.
—Recuerdo que en ese momento me preguntaste si podía aparentar que no me
creía el dueño del mundo.
—Y tú me contestaste que procurabas no mentir si no era absolutamente
necesario.
Llaman a la puerta y la secretaria entra con un carrito. No le presto atención,
ya que estoy visionando las fotos de Al. Las repito en bucle unas cuantas veces.
Me gustan todas. Exuda masculinidad y magnetismo. Y mentiría si dijera que no
me apetece imprimirme un póster a tamaño natural para mi cuarto.
Me sobresalto cuando Mar deposita la enorme taza a mi lado. Estoy a punto de
cogerla (mi necesidad de cafeína, da igual la hora del día, siempre es imperiosa)
cuando coloca también un plato con una porción de tarta de manzana.
Levanto la cabeza y mis ojos buscan los de Aldren, que parece muy ocupado
con su café.
—Esta —decido.
—¿Por qué? —quiere saber Bren.
—No sé. Es en la que menos soso y aburrido parece —miento. Y me encojo
de hombros con aire inocente cuando el susodicho vuelve a prestarme atención.
Tiene pinta de estar furioso. No así su compañero, que ríe con ganas.
—Vayamos a las fotos grupales —aconseja, todavía con rastros de diversión
en la voz.
—Sí, terminemos con esto —coincide Al.
Abro en la pantalla las tres que yo ya había escogido antes de venir, y que
también se encuentran entre las que ellos han preseleccionado.
—Tres hombres guapos riéndose siempre atrapan; la de los Men in Black tiene
un gancho difícil de superar, y esta en la que estáis charlando con un vaso de
whisky en la mano es una estampa tan habitual para mí que no concibo excluirla.
Todas, en conjunto, representan el cariño, la amistad incondicional y los grandes
hombres de negocios que sois.
Ellos permanecen en silencio, estudiando las imágenes que he propuesto, y
que Brenell va pasando con el mando. Los minutos se suceden sin que ninguno
diga nada, así que yo disfruto de mi tarta, que está de vicio.
Alzo la mirada; Aldren me está esperando con una expresión extraña. Por un
lado, parece enfadado, como si mi mera presencia lo importunase. Pero en sus
iris oscuros también creo detectar cierta dulzura y un creciente anhelo; no
obstante, desaparecen tan rápido que me pregunto si la tal Mar no le habrá
echado unas gotitas de orujo a mi café.
«Bah, hombres. No hay quien los entienda».
Bren apaga la pantalla y se gira hacia su director de operaciones. Se observan
durante unos instantes; juraría que se entienden sin necesidad de palabras.
Sorprendente. Creí que esa funcionalidad solo estaba programada en el cerebro
de las mujeres.
—Bien. Vamos a utilizar las fotos que has elegido.
—¿Seguro? ¿No queréis pensároslo un poco más?, ¿hablarlo entre vosotros?
—pregunto, con ironía.
—Has llevado a cabo un trabajo magnífico, y no solo en la parte artística.
Siempre hemos pensado que eras la persona idónea para este proyecto, pero
ahora estamos convencidos de que cualquier otra elección habría resultado un
error.
—Muchas gracias —digo, realmente conmovida—. Me divertí mucho con
vosotros y ha supuesto una gran oportunidad para mí.
—El placer ha sido mutuo, créeme. Ahora tengo que irme, el deber me llama.
¿La acompañas tú?
Al asiente, aunque parece que le estén ordenando que se entregue en sacrificio
a King Kong.
—Nos vemos en el aeropuerto dentro de dos días.
—Hasta entonces —confirmo, aceptando sus dos besos.
Cuando nos quedamos solos, un pesado silencio cae sobre el despacho.
—¿Nos vamos? Yo también tengo bastante trabajo.
«Muy sutil, Reilly».
—Claro. A mí me espera Max para hacerme un masaje, y me muero por
desnudarme y sentir sus manos por todo mi cuerpo.
—¿Es otro de tus amantes? —pregunta, de mal humor, mientras me guía hacia
el ascensor.
—Yo no tengo amantes.
—Perdona; de tus líos de una sola noche.
Freno de golpe y él me imita.
—No sabes nada de mí y no tienes ningún derecho a juzgarme.
—Me importa una mierda lo que hagas con tu vida. Y mucho menos, en la
cama.
—Qué arcaico. Sabes que la cama cada vez se usa menos, ¿verdad?
—¿Ahora vas a darme lecciones sobre sexo?
Dios, su cara de asombro no tiene precio.
—Parece que las necesites.
—Mira, niña…
—Que te den, Aldren. A ver si así aprendes algo.
Salgo disparada hacia el vestíbulo, rezando para que no me siga. No quiero
saber nada de él. Es un imbécil. Un subnormal. Un estirado y aburrido gilipollas.
Y lo quiero lo más lejos posible de mí.
Gimo bajito y doy una patada mental en el suelo.
«Olvídalo, Adriana. Es fácil. Solo sigue andando y ya está».
Me paro.
«Eres tonta».
Doy media vuelta y choco con un pecho de acero cubierto por una americana
gris oscuro.
«Parece Superman».
Alzo la cabeza y me enfrento a sus tempestuosos ojos.
—¿Algún otro consejo con el que hayas olvidado iluminarme esta mañana,
Drina?
Saco el marco de mi maxibolso y me planteo golpearlo en la frente con él.
—Toma.
Casi se lo incrusto en el estómago antes de salir despavorida. Me agarra de la
muñeca para impedirlo y eleva el portarretratos. Abre los ojos con sorpresa al
observar la imagen que contiene.
—Había pensado en no dártela, pero en realidad nunca me ha pertenecido —
susurro.
No me cuesta nada soltarme: está tan ensimismado que no se da cuenta de que
me he marchado.


—No puedo creerme que volvamos a estar las tres juntas —digo, más feliz
que una perdiz.
—Lo que resulta increíble es que vayamos a pasar aquí solo tres días —se
queja Paula.
—No seas así, cari; sabes que me es imposible estar más tiempo separada de
Nerea —lloriquea Martina.
—Eres demasiado dependiente. En algún momento tu hija tendrá que
independizarse, digo yo.
—¿A los tres meses y medio?
—Si por ti fuera, la tendrías haciendo ganchillo y leyendo novelas románticas
contigo hasta que la palmaras.
—Haya paz, que hemos venido para descansar, beber cócteles y ponernos
morenas.
—Una aceituna para la pelirroja —coincide Pau, tirándomela a la cara.
Por suerte, un mocoso cruza corriendo entre nuestras hamacas y se lleva el
impacto. El niño no se da ni cuenta y a nosotras nos entra un ataque de risa.
—Gracias por planear esta escapada de fin de semana, chicas —declaro, con
entusiasmo—. Sé que puse algunas pegas al principio, pero me alegro de estar
aquí.
—Algunas, dice. ¡Si nos ha costado una semana convencerte de venir!
—Tú mejor te estás calladita. Que soltar a tu cría de la teta ha sido más difícil.
—Es que no sabes lo que duele extraerse la leche con el dichoso aparatito. Y
en la nevera no dura más que tres o cuatro días, por eso tenemos que volver el
domingo.
El bufido de la rubia atrae las miradas reprobatorias de cuatro señoras que
están sentadas cerca de nosotras (y a las que no hacemos mucho caso, la verdad).
—Y Bren pretende persuadirme de que seamos padres. No se lo cree ni loco,
vamos.
—La maternidad es algo maravilloso —afirma Tina.
—Pues ve a por otro. Así tenéis la parejita.
—¡Por Givenchy y Versace juntos! ¡Creí que eras mi amiga!
Nuestras carcajadas deben de escucharse al otro lado del lujoso complejo
donde nos alojamos.
—Dejaré de serlo como sigas tan pesadita. Y tú —me apunta con una uña
perfectamente pintada de rojo sangre—, nada de caras mustias. Hemos planeado
esta salida para evitar que te hundas en un pozo sin fondo de autocompasión. Así
que nada de hablar de hombres si no es para contar proezas sexuales ocurridas en
esta isla —avisa, con seriedad—. Y —vuelve la cara hacia Martina, que se
estremece como si tuviera al mismísimo coco delante de ella— no quiero
escuchar ni una sola vez la palabra bebé, ni ningún sinónimo, hasta que
aterricemos en Madrid.
—Pero…
—Tienes permitida una sola llamada diaria de cinco minutos para hablar con
el picapleitos y enterarte de cuantas monerías haya hecho tu hija. Durante la
cena, para que nos enteremos todas. Nada más.
—Eso no es…
—Si te pillo mandando un solo wasap, tiro tu móvil por la ventana.
—¡Estamos en el piso diecisiete!
—Esperaba que te hubieras dado cuenta de ese detalle —dice, con una sonrisa
de mala de película que alucináis—. ¿Estamos de acuerdo?
¿Qué puedo decir? La principal razón de que estemos aquí es que las chicas se
han percatado de que llevo algún tiempo decaída. Por supuesto, ambas son
conscientes de que la culpa es del par de imbéciles que me ronda sin descanso.
Por un lado, tenemos a Héctor, al que ya he decidido dejar. Pero como decirlo
es más fácil que hacerlo, vivo dividida entre la ilusión porque me llame y las
ganas de no volver a saber de él.
Luego está Aldren, que, o bien tiene doble personalidad, y en este momento le
toca el papel de Mr. Hyde, o su sentido del humor es de lo más raruno y se lo
está pasando pipa tomándome el pelo. En cualquier caso, se trata de un juego
bastante cruel que no estoy dispuesta a seguir.
Ambas situaciones me duelen de forma atroz y, por eso, mis amigas están
haciendo cuanto pueden para animarme.
—Sí. Hemos venido a estar juntas y a disfrutar de Mallorca —asevero. Choco
los cinco con Paula.
Tina sonríe de oreja a oreja cuando nos giramos hacia ella.
—¡Nada ni nadie nos impedirá vivir a tope estos tres días!
—Bajad un poquito la voz, niñas, que los clientes de este hotel merecemos
respeto y descanso.
—Eso, Encarna. ¡Qué juventud tan maleducada! Podían haberse ido a un
camping, o a un albergue —comenta la otra, con evidente asco.
—O ustedes podrían meterse en su jaula, viejas cacatúas. Ya me encargo yo de
que les suministren alpiste de calidad dos veces al día —les contesta Paula, con
voz melosa.
Las cacatúas se ponen hechas unos basiliscos, aunque no les hacemos el
menor caso. Nuestras carcajadas son tan ruidosas como sus graznidos
indignados. O más.


Salimos de Louis Vuitton bastante más cargadas que al entrar, pero con una
sensación de ligereza en el cuerpo… como si voláramos. Es lo que tiene gastar
dinero sin comedimiento, que te da un subidón…
—¿A cuál vamos ahora?
—Oh, no…
—Porfi, porfi, ¡solo una más! —suplica Martina, haciendo pucheros con sus
labios pintados en tono Tropical Pink (de Yves Saint Laurent, claro).
—No, no, no —rechazo, con vehemencia.
—Venga, que he visto unos vestidos preciosos para mi niña…
—Como si la princesita no tuviera qué ponerse —me burlo—. Llevamos dos
horas sin parar y no puedo con mi alma. O con mis pies, que viene a ser lo
mismo.
—¿A quién se le ocurre estrenar zapatos para salir de compras? —se burla
Paula, con los ojos fijos en mis nuevos Jimmy Choo.
Levanto uno y lo contemplo extasiada.
—Son preciosísimos. No podía marcharme y dejarlos allí solitos —explico,
aunque sé que ambas me entienden a la perfección—. ¡¿Cómo iba a saber que tu
idea de comprarle un detalle a tu marido se convertiría en una carrera de tienda
en tienda durante toda la dichosa mañana?!
—Has podido volver a ponerte los que llevabas al salir y dejar de sufrir.
Le dirijo a Tina una de mis miradas de muérete en el acto, desgraciada, que
practico frente al espejo antes de maquillarme. Parece que funciona, porque pega
un respingo y se esconde tras la rubia.
—¿Por qué no te sientas en esa terraza de ahí enfrente y te relajas con un
batido fresquito? Yo acompañaré a la fanática del consumismo. Nos reuniremos
contigo en diez minutos.
—Estupendo —acepto, la mar de entusiasmada—. Y no corráis, a ver si os
vais a torcer un tobillo. O, peor, a romperos un tacón.
Cruzo la carretera dando saltitos de alegría, a pesar del dolor de pies. Dejo la
docena de bolsas alrededor de mi silla y echo un vistazo rápido a la carta.
—Buenos días. ¿Sabes ya lo que vas a tomar?
Alzo la mirada y… Por el amor hermoso. El muchacho que me observa con
una sonrisa espléndida en la boca, libreta en mano, está tremendo. Pero
tremendo; de quitar el sentido, la razón y las bragas.
«A ti, rehogado en chocolate fundido y fresas salvajes. Después, el zumo
multifrutas, que se me ha quedado la garganta seca ante tanta generosidad de la
naturaleza».
—Es una oferta irresistible, lo que pasa es que ahora tengo el local a tope y no
puedo dejar a Leticia sola. De momento, te traigo el zumo y mi teléfono. ¿Qué te
parece?
Parpadeo alucinada, procesando sus palabras. ¡La madre que me trajo, que lo
he dicho en voz alta!
—¿La reina? —pregunto, todavía alelada. Y al borde del ictus, al parecer.
Su carcajada me hace sonreír.
—La camarera que me ayuda por las mañanas.
—Habría aceptado con más deportividad que me abandonaras por Su
Majestad.
—No te cambiaría por ninguna mujer —asegura—. Pero sacar adelante un
negocio es duro —aduce, encogiéndose de hombros.
—¿La cafetería es tuya?
Asiente, de nuevo con la sonrisa puesta.
Ya casi siento el sabor untoso del chocolate en la lengua…
—Qué bien.
—No creo que estés impresionada.
Le dedico un prolongado vistazo. De la cabeza a los pies, y vuelta.
—Créeme. Lo estoy —aseguro, con voz sugerente.
Sus preciosos ojos castaños se oscurecen de deseo y da un paso hacia mí,
aunque no tarda en retroceder.
—Eres peligrosa, pelirroja. Ahora te traigo tu bebida.
Asiento y lo observo marcharse. Ya no me siento juguetona ni divertida. De
hecho, estoy tan segura de que me dejará su número cuando vuelva como de que
no voy a llamarlo.
Y, sí, también tengo claro que soy tonta de remate. Porque lo que lo ha
cambiado todo ha sido ese estúpido apodo.
«¿Y? No solo Aldren te llama así. Creig y Bren también lo hacen y no te
sientes tan… tan… triste y magullada como ahora mismo».
No siempre me entiendo ni estoy segura de por qué hago las cosas. ¿Vosotras
lo tenéis todo superclaro? Si estáis leyendo mi historia (y habéis pasado por las
de mis amigas antes) seguro que la respuesta es un contundente no. La vida es
dura, sobre todo para mujeres sensibles, enamoradizas y con gran corazón, como
nosotras.
El pitido de mi móvil anunciando un wasap me saca de mis —trascendentales
— pensamientos.
El grupo Ricas, bellas y sin abuela está activo.

Nena, vamos a demorarnos un ratito. Esta mujer está desatada. Creo
que le están transfiriendo las escrituras de la tienda mientras te escribo.

Me mondo de la risa mientras leo las quejas de Paula.

Si alguien puede ponerle freno eres tú, Maléfica. Confío en ti.

No deberías. Voy a cargármela.

Pero hazlo sin que sufra, ¿vale? Ya sabes que no tolera el dolor.

¿Un rayo mortal? ¿Un piano de cola cayéndole encima? ¿Una piscina
llena de pirañas?

Cuánta violencia.

¿Puedo al menos darle una pequeña descarga con un táser? Será la
única manera de sacarla de aquí.

Me entran escalofríos al pensar que es muy capaz de haber conseguido uno de
esos chismes.

Vosotras tranquilas, que yo estoy muy a gustito. Y las vistas son
estupendas.

Contemplo embobada al maromo que me sirve el zumo de melón, naranja,
mandarina y lima. Doy un largo trago y sonrío cuando, debajo del vaso,
encuentro un papel doblado. No me molesto en cogerlo.

Cabrona.

Me entretengo revisando mis redes sociales. Es un mundo absorbente y, si lo
permitiera, podría pasarme el resto del día cotilleando. Me tiro un buen rato
chateando con unos y con otros, compartiendo publicaciones, prodigando likes y
posteando cosas chulas en mi muro. También aprovecho para echar una ojeada
rápida a los e-mails de la revista, aunque, si hubiera ocurrido una catástrofe, Pau
ya nos hubiera metido en un avión, cargándose nuestra burbuja de felicidad sin
ningún remordimiento.
—Siéntate.
Pego un bote al escuchar la airada voz justo a mi derecha. Se me escapa la risa
cuando veo a Tina enfurruñada, cargada como una mula e intentando
acomodarse en la silla de PVC.
—¿Al final te han hecho accionista? —le pregunto. Miro con burla todas sus
bolsas.
—No, ¿puedes creértelo? Pero Pau casi me pega.
—Mira que eres dramática.
—¡Me has levantado la mano!
—Es que eres insoportable.
—¡Paula! —la reprende, ofendida.
—¡Martina! —replica la otra (y, de verdad, no descarto que tenga intención de
agredirla).
—¿Es un buen momento para preguntar lo que os pongo?
Las dos lo contemplan como si fuera la octava maravilla del mundo.
—Yo… uno como el de ella —murmura Tina, sin quitarle la vista de encima.
—Para mí, un zumo natural de naranja.
El silencio se apodera de la mesa hasta que él desaparece en el interior del
local.
—Cómo está el camarero, ¿no?
—Es el dueño.
—Has estado aquí sola cuarenta minutos, la mayor parte de ellos metida en
Insta y en Twitter. A propósito, he dado a me gusta en todas tus publicaciones.
¿Cuándo has tenido tiempo para ligarte al buenorro?
—Yo aún no te he leído, Drina. He estado… ocupada. Pero prometo hacerlo,
cari. ¡¿Te lo has ligado?!
Ahora sí, cojo el papel y lo desdoblo para que puedan leerlo.
—Eres mi heroína —asegura la morena, con adoración.
Volteo la nota y la leo. Después, suelto una carcajada.
«Me juego una cena a que estás de paso. Deja que pague mi apuesta esta
misma noche. Después, solo piel, chocolate, fresas y sexo a raudales».
Su teléfono no lo menciono, que no tardaríais ni dos segundos en marcar el
número y quitarme a este bombón.
«¿Y qué más te da, si no piensas darle ni un mísero mordisco?». Pues también
es verdad. Apuntad…
—Supongo que no te veremos hasta mañana. Tarde, y con muchas ojeras.
Mi sonrisa es inmensa y contiene un puntito cruel.
—Supones mal. —Y hago trizas el papel.


—Esto es vida —murmura Paula, tras darle un sorbo a su Zacapa.
—¿Podemos quedarnos a vivir aquí? —pregunto. Mi mirada está fija en las
olas que rompen contra la arena.
—Dos meses al año. Y no seguidos.
—Un…
—Por quincenas. Y solo podríamos coincidir las tres durante una de ellas. El
resto, nos lo jugaremos a piedra, papel o tijera —dice, tajante.
Dos segundos después, nos echamos a reír.
—Creo que podré convencer a mi padre para que monte un bufete aquí —
confirma Tina.
Suspiro. Qué bonitos son los sueños. Y la amistad. Y las noches de luna llena
frente a la playa. Y los gin-tonics… Sí, amigas, ya llevo unos cuantos, de ahí mi
I love you, I love me, I love all. Si casi suena como una canción…
—Mañana es nuestro último día aquí.
La vocecita de Martina destila tanta pena que estoy a punto de soltar una
carcajada. El caso es que yo me siento igual de triste. Estas cuarenta y ocho
horas junto a mis locas preferidas me han venido muy bien; tanto que, cuando
veo pasar una estrella fugaz frente a mis ojos, pido un deseo estúpido.
«Que mi karma se desperece, porque la existencia plácida y sin pretensiones
que llevo no termina de satisfacerme. Necesito que mi vida pegue un cambio de
ciento ochenta grados».
—¿Qué os parece si…?
La canción de Malú que tengo como tono de llamada interrumpe mi pregunta;
las dos se ponen a cantarla a voz en grito mientras busco el móvil en el bolso. Se
me escapan un par de risotadas ante sus desafines. Descuelgo, divertida.
—Hola, hermanito. Dime que te lo has pensado mejor y que estás a punto de
subirte a un avión para pasar el domingo con nosotras en esta isla de ensueño.
Con sus primeras palabras, mi cara se transforma por completo. Aferro el
teléfono como si así fuera a cambiar lo que escucho. Las chicas se ponen serias
al instante y me observan con cautela.
La conversación no dura mucho. Apenas un par de minutos, aunque soy
incapaz de procesar la información que me ha facilitado Sandro.
Cuelgo con dedos temblorosos y la mirada perdida en la mesa de plástico. Una
mano, con mi vaso mediado, aparece en mi campo de visión y, si bien sé que no
es la mejor de las ideas, lo cojo y lo vacío de un solo trago.
Me enfrento a ellas con miedo, incredulidad y mucha pena.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Paula, con voz suave.
El torrente de lágrimas que mis ojos se esfuerzan por retener se desborda y cae
por mis mejillas en una cascada. Antes de que la histeria y el dolor puedan
conmigo, se lo cuento:
—Mi padre ha muerto.
Ahora toca darlo todo

Aldren


N.º 219 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Combatir las molestas bolitas de la ropa
Querida superheroína:
Las pelusas o bolitas en la ropa aparecen a causa del roce o de un mal lavado, y hacen que tus prendas
luzcan envejecidas y deterioradas.
Eliminarlas es tan fácil como seguir alguno de estos consejos:
Quitapelusas eléctrico: extiende la prenda sobre una superficie plana y desliza el aparato de arriba
hacia abajo, como si la estuvieras planchando.
Celo o cinta adhesiva: un truco casero consiste en enrollar al menos tres capas de cinta aislante en
torno a tu mano, con la parte adhesiva hacia el exterior, y pasar esta por la prenda varias veces.
Maquinilla de afeitar: estira la prenda y pasa la maquinilla de arriba abajo con suavidad. No aprietes,
o cortarás las fibras.
Rodillo adhesivo: aunque es más efectivo quitando pelos y polvo, para un apaño puede valer.
Guante de goma: colócate un guante de goma (de los que se usan para limpiar) y pásalo en repetidas
ocasiones por la prenda, siempre de arriba hacia abajo.
Como ves, las opciones son variadas; no obstante, para evitar que surja este problema, compra prendas
de calidad y sigue las instrucciones de lavado incluidas en la etiqueta. Ahorrarás tiempo, que puedes
dedicar a actividades mucho más interesantes (y glamurosas).

Adriana Martos

Las últimas semanas han sido una auténtica mierda. Todo puede estropearse
de un momento a otro, sin tener tiempo de reacción. Cosas que siempre hemos
dado por sentadas, como que si hemos jodido algo lo podemos arreglar; que para
olvidar a una mujer que no nos conviene, lo mejor es conocer a otra
completamente opuesta, o que nuestros seres queridos estarán ahí para hacernos
la vida más fácil.
Adriana ha aprendido por las malas lo puta que es esta vida. Y la lección está
destrozándola.
La única vez que la he visto desde que su padre falleció fue en el entierro y,
aparte del abrazo fiero y sentido que compartí con ella, no tuvimos más contacto.
Ni siquiera creo que escuchara mis afligidas palabras de pésame. Aquella tarde
de principios de verano, ella estaba a un paso de desmayarse, y solo el consuelo
de sus angustiadas amigas de la infancia la ayudó a sobrellevar el trance.
Recibo una llamada a través de los altavoces del coche y activo el manos
libres.
—¿Sí?
—¿Dónde estás?
—He llegado —respondo. Freno frente a las rejas negras que franquean la
imponente mansión.
—Tienes que traspasar esa puerta —explica mi interlocutora, como si leyera
mis pensamientos.
—No te preocupes, Pau. En cinco minutos estaré hablando con ella.
—Lleva dos meses escondida allí —me recuerda—. Tina y yo solo pudimos
acercarnos un par de veces antes de que diera órdenes para que nos prohibieran
la entrada. Y parecía un puñetero zombi, Al. Por eso hemos recurrido a ti.
Me paso la mano por el pelo, demasiado nervioso y tenso.
—Sigo sin entender por qué pensáis que yo voy a solucionar algo. Conseguiré
que me escuche, pero que pueda sacarla de su aislamiento es otro cantar.
—No tienes que comprenderlo. Simplemente, hazme caso, para variar.
—De acuerdo —accedo.
Solo quiero verla y comprobar que está bien.
—Mitiga su dolor. Oblígala a reaccionar. Pero, Aldren, sea lo que sea lo que te
pasa con ella, no la hundas más.
—No voy a lastimarla —aseguro, furioso.
—Pues deja de perder el tiempo conmigo y tráela de vuelta.
Cuelgo, y resoplo como un toro antes de embestir. Lo que me pide es un
imposible. Ni que yo fuera el puto Superman, joder.
Y encima, no ha podido evitar lanzarme la última pullita, como si yo no
tuviera claro que ahora mismo Adriana necesita toda la comprensión y el cariño
del mundo.
«No te has portado muy bien con ella últimamente. ¿Qué esperabas?».
No es el momento ni el lugar para darle vueltas a esta cuestión, así que aprieto
el botón del telefonillo y espero impaciente.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Buenos días. Quiero hablar con Adriana Martos.
—Lo siento, la señorita Martos no se encuentra…
—Infórmela de que soy Aldren Reilly.
—Le reitero mis disculpas, pero no va a ser posible. No obstante, le
transmitiré que ha estado aquí.
Cuento hasta tres para no gritarle; no es más que un empleado que cumple
órdenes.
—Dígale a su madre que se ponga.
—¿Disculpe?
—Que le pida a Rosa de la Cruz que se ponga al puto aparato. Puedo
deletreárselo si quiere.
La línea queda en silencio unos segundos.
—Un momento, por favor.
Bren se descojonaría vivo si me viera ahora mismo. «Eres el epítome del
diálogo y la negociación, tío».
—¿Sí? —pregunta una voz femenina.
Allá vamos.
—Buenos días, señora De la Cruz. Me llamo Aldren Reilly, formo parte del
círculo de amigos de su hija.
—Sé quién eres. Estuviste aquí hace unos meses, en una de nuestras fiestas.
—En efecto.
—Te agradezco que hayas venido a interesarte por Adriana; sin embargo, no
está recibiendo visitas estos días.
—No voy a marcharme sin verla —advierto.
—Pues es lo que va a ocurrir. Ella no quiere estar con nadie. Y me temo que
eso te incluye a ti.
—Lo entiendo, de verdad. Pero Drina es muy importante para mí y no pienso
irme con las manos vacías. Saltaré la verja si es necesario.
—Es bastante alta —comenta, con un deje de diversión.
—Cierto —convengo, tras echarle un rápido vistazo—. Aunque eso no va a
disuadirme. Puede que salga de aquí en ambulancia o esposado y con una
denuncia por allanamiento, pero me las apañaré para tener delante a mi pelirroja
y asegurarme de que se encuentra bien.
—Cuánto arrojo —se burla—. Y todo por cuidar de una amiga.
—¿No es la amistad una de las cosas más importantes de la vida? —afirmo,
con seguridad. Salgo del coche y miro con fijeza a la cámara—. ¿Voy llamando a
mi abogado?
—Los dos sabemos que no será necesario —contesta. Los portones comienzan
a abrirse—. Como resulta que también es un amigo, sabrá que si no tiene
noticias tuyas en los próximos cinco minutos, debe ir directamente a la comisaría
del centro.
—No crea; otra posibilidad era encadenarme a la valla hasta que me dejaran
pasar.
Su risa me reconforta. Durante el par de minutos que tardo en llegar a la
entrada principal, pienso en el ridículo tan grande que habría hecho con tal de
conseguir mi cometido.
Aparco de forma descuidada en la amplia glorieta de tierra y subo los
escalones de dos en dos. La puerta se abre antes de que yo llegue, y un
mayordomo pulcramente uniformado me cede el paso.
—Bienvenido.
Me giro para ver entrar en el vestíbulo a la madre de Drina. Sería imposible no
reconocerla, incluso aunque no me la hubieran presentado en aquella fiesta. Es
igual que su hija. O al revés. Idéntico pelo rojo ondulado; la misma belleza
impactante y salvaje; incluso sus ojos tienen un tono verde jade muy parecido.
Me pregunto qué fue lo que aportó el padre, aparte de la paciencia para aguantar
a semejantes tornados.
—Señora De la Cruz, ¿cómo se encuentra?
—Por favor, llámame Rosa. —Asiento—. Triste, muchacho. Muy triste. A
veces… creo que no podré soportarlo ni un día más, sobre todo cuando veo lo
afectada que está Adriana. —Su vista se pierde en algún rincón de la casa antes
de volver a mí, una vez controladas las lágrimas—. Llevábamos treinta y dos
años juntos. ¿Entiendes lo que implica eso?
—No —atino a decir.
«Pero me muero por averiguarlo», me callo.
—Significa que, sin Luis Alfonso, no sé hacer nada —susurra, compungida.
—Aprenderá a hacerlo. —Le imprimo a mi voz toda la convicción que soy
capaz de reunir.
Ella sonríe con dificultad.
—Bendita juventud. Sois tan jodidamente valientes.
Nos observamos unos segundos, en silencio. Después, el vestíbulo se llena con
nuestras risas; nerviosas, cascadas, catárticas.
—Mi hija está en el jardín trasero. Allí se marchita desde hace dos meses.
Rafael te indicará el camino.
Le dedico un gesto de cabeza como despedida, deseando encontrarme con
ella.
—Aldren.
Me giro con un gesto interrogante.
—No dejes que tu pelirroja te gane esta partida. Necesita ayuda de verdad,
aunque la rechace.
—No le permitiré hacerlo —prometo.
Sigo al mayordomo hasta las puertas dobles de cristal y salgo al exterior. La
primera imagen que obtengo de Adriana me noquea. Hace un calor de mil
demonios, pero ella está tapada por una manta liviana; su menudo cuerpo,
encogido sobre el sofá de tela y resina trenzada, apenas abulta más que uno de
mis perros en su etapa de cachorro.
Se la ve pálida y ojerosa, y se le marcan todos y cada uno de los huesos de la
cara. Aunque lo peor llega cuando abre los ojos y compruebo que el usual brillo
que iluminaba su mirada ha desaparecido por completo. En su lugar, solo queda
una apabullante tristeza que me aterra.
—¿Qué haces aquí? —pregunta, en un tono desesperanzado que no le he
escuchado nunca.
—Salvarte.
Nunca he dicho una palabra que signifique tanto ni que tenga más ganas de
llevar a cabo.
Nos contemplamos en silencio. Yo, retándola; ella, no lo sé, la verdad. Parece
insensible. Vacía. Pero sé que no es así. Adriana siente todo con intensidad. De
ahí que esté en ese estado.
—Márchate, Aldren.
—Ni hablar.
—Por favor. —Me obligo a no ceder ante la súplica que impregna su petición
—. No tengo fuerzas para enfrentarme a ti.
—No he venido a pelear contigo, pelirroja.
Cierra los ojos un instante, seguramente por el apelativo, y cuando los abre,
identifico en ellos una minúscula chispa de emoción. ¿De qué tipo? Me importa
una mierda. Lo único que me interesa es que sienta.
—Diles que estoy bien. Solo necesito tiempo. Vete y diles eso.
—Repítelo hasta quedarte afónica, si te apetece, pero de aquí no me muevo.
—No puedes continuar en esta casa para siempre.
—Cuento con el apoyo de tu madre, así que yo no apostaría nada.
Creo que me estrangularía con sus propias manos si fuera capaz de levantarse
de ese sofá por sí misma. Esto está resultando más fácil de lo que esperaba.
—¿Qué quieres?
—Que comas todo lo que te traiga dentro de un momento.
Su cara de asco me parte el alma; no obstante, me obligo a mantenerme
impasible.
—No tengo hambre.
Me siento en el sillón de enfrente, estiro las piernas y las cruzo a la altura de
los tobillos. Echo un vistazo perezoso al jardín antes de mirarla de nuevo.
—Un sitio bastante bonito para esconderse del mundo.
No reacciona a mi pulla, lo cual es bastante significativo.
—Creía que ibas a pasar todo el mes en Los Ángeles, con tu familia.
—Hemos hecho unos ajustes en las vacaciones.
Se incorpora despacio y me contempla con el ceño fruncido.
—¿Qué significa eso?
Me encojo de hombros.
—Nada. Únicamente hemos reprogramado las fechas.
Sus preciosos ojos se clavan en los míos con una intensidad singular. Es lista,
así que saca sus propias conclusiones.
—¿Las habéis cancelado? ¿Todos?
—No lo digas como si hubiéramos cedido nuestro primogénito al diablo. Solo
son unos días libres, Drina. A ninguno nos apetecía alejarnos de ti.
¿Os sorprende la llegada de las lágrimas? A mí no, pero que me aspen si me
agrada. Pocas veces la he visto llorar; sin embargo, os juro que es una de las
cosas que más odio en esta vida. Me liaría a hostias contra el mundo si con ello
pudiera evitárselas.
Me acerco y me arrodillo a su lado. Busco sus manos y las aprieto, no sé muy
bien si para consolar a Adriana o a mí mismo.
—No te preocupes por eso. Nadie se siente mal por ello, así que no se te
ocurra cargar con unos remordimientos que no te corresponden.
Sus delgados dedos tiran con suavidad y me obligo a soltarla.
—Necesito más tiempo… —pide. Suena a disculpa.
Una que no estoy dispuesto a aceptar. Tampoco me dejarían hacerlo.
—Sé que estás desolada. Que no es justo que te hayas quedado huérfana con
veintiocho años. Que te sientes perdida y derrotada. Pero debes encontrar la
fortaleza para seguir luchando. —Hago caso omiso a su gesto de negación—.
Eres fuerte, valiente y tenaz. Y nos tienes a nosotros para servirte de apoyo a
cualquier hora, en todo momento. Te juro por Dios que no te fallaremos.
—Aldren… —solloza.
—No voy a permitir que te hundas.
—No sé cómo superar esto.
—Día a día. Estaré a tu lado en cada paso.
—No vas a dejarme en paz, ¿verdad?
—Ni de coña.
Una minúscula sonrisa, tan pequeña como la primera flor de la primavera, se
dibuja en sus labios. Es tan bonita que se me encoge el corazón solo con mirarla.
—¿Me traes un vaso de agua, por favor? Me duele la garganta.
«Debe de dolerte todo el cuerpo».
—Claro. Junto con algo de pasta y un pescadito a la plancha.
—Es que…
—No es una pregunta, Drina.
Aprieta los labios, pero asiente.
—Mejor un caldo; hace un poco de frío.
Disimulo mi estupefacción. Me pregunto cuánto tardarán en preparárselo,
porque no es un plato que suela incluirse en el menú en pleno agosto.
—Hecho. No se te ocurra moverte de aquí.
—¿Para qué? —Exhala un suspiro cansado—. No pararías hasta encontrarme.
Me levanto con una carcajada y la contemplo un segundo más antes de buscar
a Rafael.
En cuanto me presento en la cocina (a pesar de la amable petición de que
espere cómodamente sentado en el jardín), se desata el caos. La noticia de que el
apetito de la señorita ha regresado emociona a todo el personal más que si
tuvieran en su poder un décimo premiado en la lotería de Navidad; en menos de
cinco minutos, sostengo en mis manos una bandeja con un consomé y un plato
de mero al horno con patatas panaderas, además de una apetitosa manzana asada
con arándanos. Al parecer, están habituados a que Adriana se sienta
destemplada, por lo que la comida caliente nunca falta en esta casa.
Escucho voces airadas según me acerco al jardín. Como una de ellas es la de
Drina, no me detengo, si bien permanezco apartado, prestando atención a la
conversación que mantiene con su hermano.
—Deja de pedirme lo mismo una y otra vez, Sandro.
—Pues acepta tu parte de responsabilidad en esto.
—¡Sabes que no puedo!
—¿Crees que es fácil para mí? ¿Que no lo veo en cada maldita esquina de las
oficinas? ¿Que no me invaden cientos de recuerdos si bajo la guardia un
segundo? Mierda, Adriana, estoy ocupando su puñetero despacho…
—Siempre has sido más fuerte que yo.
—No te atrevas a juzgar mi entereza. —El hombre toma aire y lo suelta
despacio, con la mirada perdida—. Si papá viera que dejamos que su imperio se
hunda, se volvería a morir, joder.
La pelirroja reacciona como si la hubiera abofeteado.
—¡Tienes a doscientas dieciséis personas trabajando en la central! ¡Alguna
habrá que pueda ayudarte!
—Te lo he explicado muchas veces. Él dirigía la empresa. Como
vicepresidente, yo me encargo de la parte financiera, pero no estoy preparado
para cubrir todos los aspectos de un negocio de esta envergadura. ¡Desconozco
muchos de ellos, maldita sea! Ninguno esperábamos que fuera a darle un infarto
a los sesenta y un años, mientras dormía, y él menos que nadie. —El rostro
femenino está encharcado de lágrimas. Niega reiteradamente con la cabeza. La
manta descansa a sus pies, lo cual me permite constatar cuánto ha adelgazado en
estos meses—. Te necesito.
La voz de Alejandro suena a ruego, aunque mucho menos que la de su
hermana cuando contesta.
—No digas eso…
—No puedo solo con esto, Drina. Si no quieres ver cómo el sueño de papá se
va a la mierda, tienes que sobreponerte a tu dolor y luchar conmigo. Por él. Por
mamá. Y por nosotros.
—Sandro, ahora mismo apenas soy capaz de levantarme por las mañanas,
mucho menos de ocuparme de algo de esta magnitud. Además, nunca he querido
participar de forma activa en el negocio. He descubierto que me apasiona la
fotografía, y me encanta trabajar con las chicas en la revista. Lo que me pides
es…
—Justo —concluye él, con un punto de dureza.
La expresión suplicante de Adriana muda en derrota, y su cuerpo parece
empequeñecer por momentos.
De repente, pierde el equilibrio, y si no es porque su hermano la sujeta, habría
terminado en el suelo.
—¿Estás bien?
—Sí, no te preocupes. —Lo tranquiliza con una sonrisa tan rota que mi alma
grita de impotencia—. En cuanto a la empresa, tienes razón, cuenta con…
—Yo lo haré.
Los dos miran en mi dirección. Salgo de entre las sombras y coloco la bandeja
en la mesita auxiliar.
—¿Qué hace él aquí?
—Yo no lo he invitado —murmura Drina, enfurruñada.
—Hola, soy…
—La mano derecha de Dios, hijo de Ander Reilly y propietario de dos
docenas de locales de moda por todo el mundo —interrumpe él mientras me
estrecha la mano—. Por si eso fuera poco, formas parte del selecto grupo de
amigos íntimos de mi hermanita.
Suelto una carcajada.
—A Bren le encantará su nuevo apodo.
—Y a mí que los guardias te hayan permitido la entrada en el palacio
embrujado.
Vuelvo a reír. A pesar de tener una edad similar y de frecuentar los mismos
círculos, nunca habíamos hablado. Y me da que es una auténtica pena.
—¿Qué has hecho para camelarte al dragón? —insiste.
—Tu madre es encantadora —contesto, tremendamente divertido.
—Por supuesto que lo es. Y cuida a sus cachorros con ferocidad.
—Tal vez por eso me ha dejado pasar —argumento.
—Buen punto.
Lo rodeo y me agacho para recoger la manta. Me acerco a Adriana y poso los
dedos con suavidad sobre su codo. Me siento agradecido de que no rechiste
cuando la guío hasta el sofá, le tapo las piernas y le aproximo el tazón.
—Se está enfriando. Cómetelo todo.
Observamos sin parpadear el trabajoso avance de la cuchara. Sé que Alejandro
está haciendo el mismo esfuerzo que yo para no delatar su asombro. Supongo
que las pequeñas escaramuzas que Adriana ha mantenido hoy con los dos la han
debilitado tanto que, por el momento, ya no es capaz de seguir plantando cara.
Solo cuando se ha tomado la mitad del caldo, su hermano parece salir del
trance. Entonces, se gira hacia mí con curiosidad.
—¿Qué querías decir antes con…?
—Voy a ocupar el lugar de Adriana en Roseland.


«Contárselo a Bren va a resultar mucho más complicado».
Es lo que me digo mientras llamo a la puerta de su despacho a la mañana
siguiente y espero, con el corazón en la garganta, a que me dé paso.
—Adelante.
Allá vamos.
—Me alegro de que estés aquí, así me ahorras una visita a tu oficina —
dispara, en cuanto me ve entrar—. ¿Qué coño te pasaba en el desayuno? Estabas
raro de cojones.
Tomo asiento en una de las sillas frente a su mesa y me entretengo
desabrochándome los dos botones de la americana.
—Tenemos que hablar.
Cuando lo miro, se da cuenta enseguida de que es algo importante.
—¿Qué pasa?
—Ayer vi a Adriana.
—¿En serio? ¿Y cómo está? —pregunta, preocupado, con lo que me confirma
que, después de que yo pusiera a Paula al corriente de lo ocurrido en la mansión
de los Martos, esta no le ha dicho nada.
—Triste, deprimida y furiosa, aunque esto último creo que aún no ha aflorado.
Además, ha perdido mucho peso y tiene un aspecto enfermizo que me inquieta.
—¿Pero en qué coño está pensando su familia? —ruge, a punto de saltar de la
silla—. ¿Es que nadie es capaz de cuidarla como Dios manda?
—Imagino que le han estado dando un margen para que afrontara el duelo a su
manera, y que abrirme la puerta fue su forma de decir basta. Todos están
pasándolo mal —los disculpo. Ayer pude apreciar cómo cada uno intentaba salir
a flote como podía—. Y tienen más de un problema entre manos.
—¿Qué quieres decir?
—Que la cadena de joyerías está en peligro.
—¿Qué? Si ese negocio tiene cerca de un siglo de antigüedad y consigue unos
beneficios anuales de varios millones de euros.
—Era Luis Alfonso Martos quien dirigía el cotarro. Sin él, lo más probable es
que se derrumbe.
—¿Y su hijo?
—Está intentando hacerse cargo, pero no puede con todo.
—Mierda. Por supuesto, les habrás dicho que cuenten con nosotros.
Pondremos nuestros recursos e infraestructura…
—En tu bandeja de entrada tienes mi carta de dimisión.
Por un momento, se me queda mirando como si yo fuera un extraterrestre. Soy
consciente del mazazo que le estoy dando; sin embargo, no existe otra vía,
porque, de haberla, os juro que la habría escogido.
—No tiene por qué ser así.
—Brenell, si la hubieras visto…
Ni siquiera sé cómo explicárselo.
«No es solo que esté destrozada y que yo no pudiese soportar la súplica que le
había hecho a su hermano para no trabajar allí».
«Esa chica remueve dentro de mí cosas a las que no quiero ponerles nombre,
pero a las que no me costaría mucho hacerlo si me parase a pensarlo».
«Tengo que ayudarla o no me lo perdonaré nunca».
—¿Estás enamorado de ella?
«No».
—Es posible.
De repente, con esas dos palabras, respiro mucho mejor y dejo de toquetearme
el nudo de la corbata.
—Pero no lo haces solo por eso.
—¿Para qué voy a molestarme en aclarártelo si ya lo sabes todo?
—Porque es lo mínimo que merezco.
Toda la razón, vaya.
—Drina es feliz colaborando con tu mujer y con Martina. La viste en la sesión
de fotos: brillaba.
—Ha encontrado su pasión —afirma—. Y, además, es buena en lo que hace.
—Sin embargo, nunca ha sentido el más mínimo interés por el imperio
familiar.
—No me digas más: te sientes identificado con ella —replica, mordaz.
—¿Te imaginas a alguien deshecho obligado a hacer algo que no quiere todos
los días de su vida?
—Esta historia me suena. Espera, me la han contado hace menos de tres
meses.
—Lo siento mucho.
El CEO se levanta de golpe y se atrinchera junto a la pared acristalada.
—Pensé que trabajaríamos siempre juntos. Creig, tú y yo —aclara—.
Llámame soñador o imbécil. Pero lo que nunca imaginé es que lo que nos
separaría sería una mujer. Dos, para ser exacto.
No me salen las palabras. Entiendo lo que le pasa porque, cuando Creigton se
fue, sentí lo mismo. Que entendiera sus motivos no lo hizo más digerible ni evitó
que experimentara una dolorosa sensación de abandono. Como si se trasladara al
Polo Norte o se hubiera muerto. Maldición, aún no lo he superado. Y Bren lo
está viviendo por segunda vez.
Se da la vuelta, y la pena que veo en sus ojos se me clava en el pecho como
una lanza.
—Eres mi mano derecha. Joder, Al, eres mi puta mitad.
Me levanto y me lanzo a por él. Lo abrazo con todas mis fuerzas; debo inhalar
todo el aire que puedo para evitar ponerme a llorar como un crío.
—Tengo que hacerlo.
—Lo sé —dice con voz enronquecida.
El que no piense que levantarse duele,
nunca ha estado en el suelo

Adriana


N.º 220 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Hoy me mimo el pelo con…
Querida superheroína:
Si eres amante de los productos naturales, el artículo de hoy te va a encantar. Te propongo tres ideas
para elaborar champús caseros, tan fáciles que me odiarás (mentira, es imposible no quererme) por no
habértelas ofrecido antes.
De té verde: prepara un vaso de té verde, agrega una cucharada de bicarbonato de sodio, un chorrito de
vinagre de manzana y aceite aromático (opcional). Bátelo bien y ya lo tienes listo para utilizar.
De agua de rosas: mezcla dos cucharadas de vinagre de manzana, otras dos de agua de rosas, dos
huevos y aceite aromático (opcional). Remueve todo junto, et voilà!
De miel: en una taza y media de agua, disuelve una cucharada de bicarbonato de sodio y una
cucharada de miel.
Si tu cabello es graso, puedes incorporarle zumo de limón. Si, por el contrario, lo tienes seco, mejor
alguna hierba tipo lavanda o menta.
A mí me han enamorado los tres (es que, en cuestiones de belleza, soy de un facilón… Bueno, y de moda.
Eh, y con los dulces…), así que los voy alternando. Y tú, ¿con cuál te quedas?

Adriana Martos

La cafetera se apaga y me esfuerzo en salir de mi ensimismamiento. Me sirvo
un café tan generoso que le falta un dedo para considerarlo droga ilegal, pero
supongo que Creig podría sacarme de esta con la defensa de que es el primero
que tomo en dos meses. He dormido poco y mal en ese tiempo, así que no era
cuestión de ponerle más trabas al sueño (y, digan lo que digan, el descafeinado
no es café de verdad).
Me apetece solo y espeso, aunque no me privo de añadirle una buena dosis de
azúcar. Imagino que debería acompañarlo de un desayuno saludable (o
desayuno, a secas), pero tengo el estómago cerrado, posiblemente a causa de los
nervios. Hoy empiezo mi nueva vida, una en la que papá no estará más, y el
sentimiento de pérdida es tan grande que solo tengo ganas de volver a la cama y
taparme la cabeza con las sábanas, como si así pudiera borrar las últimas
semanas.
Toda esta locura no va a desaparecer, ¿verdad? Y lo que es más importante:
nada va a devolverme a mi padre.
Le doy un sorbo a mi café XXL y pego un grito cuando me escaldo la lengua,
la faringe y el esófago. Ya para cuando toca el estómago está tibio, por lo que no
tengo muy claro qué ha ocasionado las lágrimas que se agolpan en mis ojos. O
sí.
Echo un vistazo al loft desde la barra de la cocina y suelto un suspiro. No sé si
me alegro de estar aquí de nuevo. Es cierto que en casa de mamá y pa… Inspiro
profundo. En la casa familiar me sentía bastante agobiada con tanta
preocupación y mimos. Y no había rincón donde pusiera los ojos en el que la
presencia de papá no resultara tangible, lo cual me rompía el corazón a cada
momento. Pero quedarme allí me aseguraba la privacidad que tanto necesitaba.
Que aún necesito.
El caso es que, para salvarme de un destino peor que la muerte (a veces tiendo
a ser un pelín melodramática), he prometido dejar de compadecerme y volver a
tomar las riendas de mi vida, aunque actualmente no haya mucho en ella que
merezca ser rescatado. Como podéis comprobar, estoy a tope de optimismo. Y,
sí, ya sé que ponerse negativa no es de guapas, pero os aguantáis.
Supongo que el que tu padre muera de un infarto fulminante a los sesenta y un
años es lo que tiene, que no deja mucho margen para que te sientas magnánima
con el mundo… Y el hecho de que ocurriera mientras el pobre dormía junto a su
amada esposa… quizá es solo un poco… más… desgarrador… e insoportable…
Intento sujetarme a la encimera, pero el torrente de lágrimas emborrona mi
visión y no atino, por lo que me doy de bruces contra el suelo. Ahí me quedo un
rato, llorando sin consuelo y sintiendo cómo la valentía de ayer, cuando pedí un
taxi para venir a dormir en mi piso, se va desvaneciendo, junto con el escaso
maquillaje que me puse hace unos minutos.
El timbre de la entrada me sobresalta tanto que dejo de respirar.
—Adriana, soy yo, Aldren. Ábreme, por favor.
Observo la puerta con absoluto horror. ¿Qué hora es? Hemos quedado a las
nueve y media. ¿Es posible que lleve tanto tiempo desahogándome en esta
indigna postura?
«Pues claro, si a mí me gusta un drama más que una tarjeta de crédito sin
límite», me reprocho. Intento ponerme de pie; los tacones no ayudan, así que me
los quito con un gesto furioso.
Cuando consigo quedar en posición vertical (la falda gris de tubo tampoco me
lo ha puesto fácil) vuelvo a contemplar con cautela la madera blanca, razonando
(vale, puede que no mucho) que si permanezco completamente inmóvil no se
percatará de que estoy justo al otro lado.
—Maldita sea, he escuchado tus sollozos desde el portal. Déjame entrar.
—Mierda. Mierda. Mierda.
—Eso también lo he oído.
Me ruborizo hasta la raíz del cabello. Y recordad que soy pelirroja, así que los
coloretes me quedan fatal. Parezco… una amapola.
—No es un buen momento. Vuelve el año que viene, ¿de acuerdo?
—Los cojones. Abre, nena, o no respondo.
A veces le tiraría algo a la cabeza. No en plan para dejarlo tieso en el sitio,
como Paula, sino para deshacerme de la mala leche que me despierta y
descuajaringarle un poco esa rigidez que se gasta.
Al final, le abro; ¿lo dudabais? Soy una señorita de la cabeza a los pies, o eso
quiere creer mi familia, y a mí me da mucha penita decepcionarlos.
—¿Piensas sacarme un ojo con eso?
Miro el Balenciaga que sostengo sobre mi cabeza (juro que ha sido un acto
instintivo) y cuento hasta treinta y dos antes de bajarlo muy despacio. ¿Que por
qué treinta y dos? Porque cinco mil se os iba a hacer eterno y con diez no tengo
ni para empezar.
Entra y cierra la puerta tras él. Voy a rescatar mi taza de café para familias
numerosas, pero sus dedos se enredan con los míos igual que el cabello en las
pestañas en un día de viento, y me paralizo en medio del salón.
—¿Te encuentras bien?
«No creo que vuelva a estarlo nunca más».
—Es la alergia —miento como una bellaca, aun sabiendo que es inútil.
No puedo sorprenderme más cuando me estrecha contra él con fuerza,
envolviéndome en un abrazo tierno y feroz a la vez. Siento de nuevo el empuje
de las lágrimas, pero ahora mismo no quisiera estar en otra parte más que
cobijada en este pecho cálido y duro, acunada por el latido de su corazón, que
palpita al mismo ritmo desaforado que el mío.
No sé cuánto tiempo permanecemos así, pero cuando se separa de mí, para mi
más absoluta vergüenza, suelto un quejido lastimero. Su boca me calla con un
beso corto y sentido que me sabe a esperanza.
—Todo saldrá bien, canija.


¿Canija? Media hora después, sigo dándole vueltas al apodo de las narices,
decidiendo si sentirme ofendida o no.
Es cierto que descalza, y aun estirando el cuello como un pavo real, apenas le
llego a la barbilla; sin embargo, eso no justifica semejante falta de respeto.
Aunque la calidez y la ternura que mostraban sus ojos color chocolate al
referirse a mí de esa forma me provocaron un ligero estremecimiento por todo el
cuerpo. Y lo cierto es que supone un avance respecto a bruja.
«Decididamente, me gusta». No obstante, preferiría entregar mi primogénita a
las guerrillas colombianas (o la de Tina, que no ando yo muy entusiasmada con
el tema de la maternidad) antes que confesarlo.
—Habéis llegado.
Me giro hacia Alejandro, que me observa con cierta sorpresa, como si no
terminara de creerse que esté aquí.
—Aldren ha sido tan amable de ir a buscarme, por si me perdía.
—Para que no tuvieras que conducir —corrige.
—¿Os apetece algo? ¿Café? ¿Té?
—Para mí, nada, pero seguro que tu hermana agradece un desayuno
mediterráneo. Me temo que me he presentado demasiado pronto y no la he
dejado comer como Dios manda.
—Por supuesto. Ahora se lo pido a Esther.
Le echo una mirada asesina a Aldren, aunque lo único que obtengo a cambio
es una sonrisa Profident. Me encantaría borrársela de un bolsazo; de hecho, hoy
llevo un Alexander McQueen que podría servirme de saco de dormir, y lo tengo
bien cargadito. Si hasta he metido la cámara de fotos, no os digo más.
Me contengo porque el muy maldito podría chivarse de que he llorado más
que cuando me enteré de que los Reyes Magos eran los padres, y no quiero que
Sandro siga preocupándose por mí. Se lo ve pletórico, y estoy segura de que es
por tenerme al fin en la empresa.
Freno de forma súbita en el vano de la puerta. Algo —o, mejor dicho, alguien
— choca contra mi espalda y casi me manda volando hasta el centro de la
habitación. Un fornido brazo rodea mi cintura y me atrae hacia un torso que me
es muy familiar, y que ha sido esculpido en acero caliente.
—¿Estás bien?
No pregunta por mi salud, puesto que apenas me he movido del sitio.
—Drina… —murmura Sandro, detrás de nosotros.
La mano me suelta despacio y me obligo a adentrarme en la estancia.
—Me trasladé a la oficina de papá porque me lo sugirió la junta, pero la
verdad es que no consigo sentirme cómodo. Demasiados recuerdos, supongo. O
quizá es que siento su presencia constante y no me concentro. Debí elegir otro
lugar para reunirnos —se disculpa.
—No pasa nada. Ha sido la primera impresión.
—A lo mejor te gustaría ocuparlo tú, Aldren —propone Alejandro.
—No creo que sea buena idea.
—Claro que sí. Te hemos asignado un despacho estupendo, pero este es
infinitamente mejor. Yo estoy deseando volver al mío, y ten por seguro que
Adriana no va a utilizarlo. —Niego con énfasis; no me veo capaz de pasar un
solo día entre estas paredes—. Sería una pena que quedara vacío. Mi padre era
de la opinión de que las cosas que no se usan se deterioran porque se saben
abandonadas.
Al nos mira a ambos y yo sonrío para tranquilizarlo. La verdad es que no me
importa que se lo quede. Sandro tiene razón: a papá le habría gustado que
hubiera alguien sentado frente a su mesa de cerezo, y quién mejor que el hombre
que va a luchar por sacar adelante su sueño.
—Este lugar es fantástico —admite, con la vista clavada en la amplia
extensión de bosques que se distingue a través de los ventanales—. Si a ninguno
de los dos os parece mal, me instalaré aquí —acepta, tras volver a posar sus ojos
en mí.
—Perfecto. Voy a pedir el tentempié. Poneos cómodos.
Me encamino hacia el sofá de piel y me siento con las piernas recogidas. Mi
acompañante lo hace a mi lado. Finjo buscar algo en el bolso para evitar mirar a
mi alrededor. «Ojalá Aldren decida cambiar la decoración entera», pienso, con
un pellizco de dolor en el pecho.
—Estoy aquí.
Levanto la cabeza y lo observo.
—Te veo.
No sé si he mencionado lo preciosa que es su sonrisa.
—Me refiero a que estoy contigo. Puedes contarme lo que sea. O llorar, si lo
necesitas. Este traje puede meterse en la lavadora.
Echo un vistazo al conjunto de tres piezas.
—Lo dudo. Tom Ford los confecciona casi todos en seda o cachemira.
—Qué supone un traje más o menos si consigo que te desahogues.
—Oh, entonces no te importará que lo llene de aceite de oliva.
Su expresión desconcertada me indica que no me sigue.
—Ya sabes. De ese desayuno mediterráneo que has pedido por mí.
—Júrame que has desayunado y no insistiré.
—¿Estamos en el colegio?
—Algunas se comportan como niñas —afirma, con el único propósito de
molestarme.
—Aldren, esta mañana no estoy en mi momento álgido. Yo no tensaría
demasiado la cuerda.
—Pero, pelirroja, si por eso mismo te estoy tratando entre algodones…
La puerta se abre y la secretaria de mi hermano entra con un carrito lleno de
comida y diversos termos. Alarmada, me pregunto cuántas personas van a
participar en esta reunión.
Alejandro toma asiento en el sillón a mi izquierda. Me contempla con cariño y
nostalgia. Seguramente está recordando la de veces que me he acurrucado en
este mismo sitio, en idéntica posición, a lo largo de los años.
—Pues ya estamos. Si os parece, nos vamos poniendo al día mientras
comemos.
—¿Esperamos a alguien más? —pregunto, con la vista clavada en la entrada.
—Eh…, no. Creo que primero debemos hablar nosotros tres y, cuando
tomemos las decisiones oportunas, Aldren y yo informaremos a la junta
directiva. ¿Te parece bien?
—Estupendo —susurro.
—Gracias, Esther —le dice a la eficiente mujer que lleva asistiéndolo desde
que se incorporó a su puesto.
Cuando sale, los dos me observan, expectantes.
—¿Qué?
Sandro se cruza de brazos y se limita a mirar a Al.
—Empezaremos a trazar planes cuando no quede ni una miga en tu plato.
—Si creéis que aunando fuerzas lograréis doblegarme, vais listos.
—Pelirroja, esta reunión puede ser breve y fructífera o larga y tediosa. De ti
depende.
La risita socarrona de Alejandro me hace apretar los dientes, furiosa, pero
deslizo las piernas hasta el suelo y comienzo a untar mantequilla en una tostada.
Quiero largarme de aquí lo antes posible y, para conseguirlo, soy muy capaz de
zamparme todo el maldito breakfast yo sola, carrito incluido.
—Por lo que sé —comienza Aldren, dirigiéndose a mi hermano—, tú
gestionas la parte financiera y tu padre se encargaba del resto.
—En efecto.
—Si estáis de acuerdo, podemos continuar así. Asumiré las funciones de Luis
Alfonso, al menos hasta que tú te veas preparado para hacerlo. Después, o bien
contratas a alguien en quien delegar gran parte de las tareas o (esto es lo menos
viable, al menos para mí) seguiría realizándolas yo por tiempo indefinido. De
todos modos, mi posición aquí requerirá de una confianza extrema por parte de
todos.
Sandro tabalea sobre la mesa con aire pensativo. Después, alza la cabeza y me
observa con intensidad. Sé lo que está pensando.
—Yo confío en él —aseguro.
La respuesta de mi hermano viene acompañada de una sonrisa torcida.
—Si su fe ciega no fuera prueba suficiente para mí, el hecho de que te hayas
embarcado en esta locura para ayudar a Drina lo sería. Yo también confío en ti.
—Gracias —manifiesta Al; se nota que lo satisface nuestro apoyo.
—¿Y ahora qué?
—Ahora determinaremos qué papel va a jugar Adriana en la empresa.
—Espera, ¿qué? Acordamos que yo quedaría fuera.
—¿No quieres implicarte ni un poquito en el sueño de tu padre?
—No.
—A ver…
—He dicho que no.
—Adriana.
Su tono, duro e inflexible como el granito, me deja muda. O tal vez es la rabia
que siento. Esto no es lo que pactamos.
—Eres una fotógrafa maravillosa —insiste.
—Es cierto —coincide Sandro.
—Podrías realizar los catálogos.
—¿Por qué? Tenemos un departamento artístico con excelentes profesionales.
—Pero ninguno se deja el alma como lo haría uno de los dueños.
—Lo siento. Ya tengo un trabajo.
—Este no te quitará mucho tiempo.
—Me parece una idea genial, Drina.
—Claro que sí. Lleváis años intentando que meta la cabeza en el negocio.
—¿Ni siquiera te hace un poco de ilusión? —pregunta mi hermano, con un
deje de tristeza.
«Vale, un poco sí», reconoce mi Pepito Grillo. Le dirijo una mirada
incendiaria al nuevo vicepresidente, quien, si se encontrara un poco más cerca de
mí, ya no luciría ese perfecto flequillo.
—Es un momento complicado. Ahora no puedo pensar en esto.
—Vamos, no te cierres…
—¡Lo hablaré con las chicas! —grito. Me están agobiando—. Y os diré algo.
—Bien —accede Aldren, que parece que ha entendido que debe dejar de
presionarme.
—Claro, que también está la colección «Roseland»…
Nos giramos hacia Alejandro.
—¿Qué es la colección «Roseland»?
—El mayor logro personal de mi padre —contesto, en un hilo de voz—. Más
que el imperio en sí. Todos los años presentaba una docena de piezas especiales,
creadas por él. Una edición limitada que alcanzaba precios astronómicos en una
subasta privada, y que contribuía a aumentar el renombre de las joyerías.
—La colección «Roseland» —murmura Al, con admiración, como si con mi
explicación hubiera comprendido la importancia de esta.
Mi hermano y yo asentimos.
—En honor a mi madre. Cuando mi bisabuelo montó su humilde tiendecita en
Zaragoza, la llamó Regalos Martos; hasta que mis padres no se enamoraron, no
le cambió el nombre por el que se conoce hoy en día a la cadena de joyerías.
—Entiendo —dice Aldren. Cualquiera diría que ha descifrado él solito, con un
solo trago, el secreto de la fórmula de la Coca-Cola.
—¿Qué entiendes? —pregunto.
—Que entre tus funciones en la empresa estará crear las futuras colecciones
«Roseland».
Los dos me miran muy serios. Creo que me voy a desmayar.
—¿Có… mo…?
—Una idea excelente, Reilly.
—¿Te has golpeado la cabeza en la ducha esta mañana?
—He patinado, pero ningún daño que lamentar. Tengo que acordarme de
comprar una alfombrilla.
—Te aconsejo una tarima de teca —interviene Sandro—. Dura mucho más
que el PVC y, estéticamente, no tiene nada que ver.
—Gracias por el consejo.
Estudio el carrito del desayuno y resoplo.
—Pídeme un gin-tonic.
—Son las diez y media de la mañana. No voy a proporcionarte ni una gota de
alcohol. —Mi hermano niega con el ceño fruncido.
—Tómate el bol de frutas y el yogur —exige el mandón de Al.
—El panecillo con jamón ibérico tiene una pinta estupenda. Yo voy a coger
uno —comenta el descerebrado de Sandro.
Tomo una cucharada de la macedonia. No porque me lo ordene, que conste,
sino porque está fresquita y es rica en vitaminas, minerales, fibra y calcio.
—Me voy a casa.
—Si no fueras capaz de hacerlo, no te lo pediríamos.
—¡Pero es que no soy capaz! —exclamo, con las manos en alto.
—Has estudiado un doble grado en Diseño y Bellas Artes. Y mamado este
mundo desde la cuna. Por supuesto que puedes con ello. Apuesto a que sabrías
hacerlo con los ojos cerrados.
Me giro hacia Sandro, que es quien ha hecho tan estúpida exposición.
—Tú cursaste la carrera de Empresariales y esto te queda grande. Por eso está
él aquí, ¿no?
—Estoy aquí porque entre los dos no sabéis haceros cargo de vuestra herencia
—me recuerda el nuevo fichaje. Y, sí, me sienta como un bofetón en plena cara.
—¿Cuántas veces tengo que deciros que no quiero estar aquí?
—¿Vas a renunciar a tu parte y a vivir del sueldo que te paga Paula? —
pregunta Alejandro, con las cejas alzadas y expresión desafiante.
—No voy a permitirlo —interviene Aldren—. Si participo en esto es para que
Adriana no sufra, para ayudarla en lo que pueda y para que su vida cambie lo
menos posible.
¿Con veintiocho años se te puede parar el corazón y morirte sin más? De la
emoción, digo. En serio, no me noto los latidos. Que alguien llame al Sámur, al
Ramón y Cajal, o a mi primo Juanjo, que es amigo del celador de un ambulatorio
en Las Tablas. ¡Me estoy mareando, lo juro!
Mi hermano se cruza de brazos y me observa, complacido.
—Olvida la presión de recoger el testigo de papá. ¿De verdad no te pone
enfrascarte en un proyecto así?
—No estoy a la altura. Por muchos estudios que tenga, nunca me he dedicado
a esto.
—Tampoco habías sacado una maldita foto hasta que falló Testino. Y resulta
que eres mejor que muchos fotógrafos consagrados. Llevas el arte en las venas.
Y tu porfolio de diseños era espectacular. Recuerdo que dejaste a papá alucinado.
—Era una cría.
—Exacto. No llego a imaginar las maravillas con las que nos impresionarás
ahora.
—Me gustaría ver ese porfolio —sugiere Al, interesado—. Puede que
podamos utilizar algo para la colección. —Me froto las sienes. Estoy agotada y
no son ni las once de la mañana—. Come, por favor. Y tómate el zumo de
naranja. Te vendrán bien las vitaminas —indica, antes de girarse hacia Sandro—.
Entonces, si ella se encarga del catálogo y la colección anual, y tú de la parte
financiera, de momento yo asumiré el mando. ¿La junta tendrá algo que objetar?
—No, si Drina y yo te apoyamos. También te echaré una mano con los
proveedores. A mi padre le gustaba tratar directamente con ellos y los conozco a
todos.
—Eso será estupendo. No has tocado el yogur —me dice a mí.
—No tengo más hambre —contesto. En realidad, siento náuseas; lo que no
tengo claro es si por forzarme a comer o por las responsabilidades que pretenden
que asuma—. Si me disculpáis, ya que lo tenéis todo controlado aquí, me voy a
la revista.
Los dos se levantan.
—Te llevo.
—No hace falta.
—Aun así, voy a hacerlo. Vuelvo en un rato, Alejandro.
—Perfecto. Mientras, me voy mudando a mi despacho.
—Maldita sea, dejad de ignorar mi opinión o me largo de aquí y no vuelvo.
Verlos pasmados bien vale que me hayan puesto furiosa.
—Pídeme un taxi y ponte las pilas para conseguir que nuestro legado siga
intacto.
Nos retamos durante interminables minutos. O puede que sean unos pocos
segundos. Estoy al borde de mis fuerzas; sin embargo, no puedo desfallecer
ahora.
—Está bien. Pero cuando quieras volver a casa, me llamas y te acerco.
«No podrás ganar todas tus batallas, así que elige bien las que quieres pelear».
—Vale.
—Una cosa más. La noticia de que he abandonado Lorrigan Enterprises y
aceptado la vicepresidencia de Roseland no tardará en correr como la pólvora en
el mundo empresarial. Y es muy posible que la prensa rosa especule sobre por
qué, después de tantos años de trabajar con Bren, me he marchado tan de
repente.
—¿Qué tiene que opinar la prensa del corazón de tus decisiones laborales? —
pregunto, buscando un paracetamol en mi bolso.
—Pues, seguramente, que la culpa la tienes tú, hermanita.
Alzo la vista y los encuentro mirándome expectantes. ¿Es que se han
propuesto volverme loca hoy?
—Bueno, y la tengo, ¿no? Si no fuera por mí, seguirías en tu puesto, ayudando
a Brenell a comerse el mundo.
—Estoy haciendo esto porque quiero. Nadie me obliga, ¿lo entiendes? —
suelta, en tono serio y grave. Asiento—. Pero a los periodistas les va a encantar
sacar un montón de titulares acerca de la heredera triste y perdida que consiguió
encandilar al rico ejecutivo, hasta el punto de convencerlo de que ocupara el
puesto de su padre en el negocio familiar. La Cenicienta, Blancanieves y
Pocahontas quedarán reducidas a cenizas frente a nuestra empalagosa historia de
amor.
Sus oscuros ojos me estudian con intensidad, supongo que esperando a que
salte a su provocación, como siempre.
—Entiendo —me limito a decir.
—¿Va a suponer un problema para ti?
Sé que está pensando en mi supuesto novio.
Lo enfrento con aplomo, aunque tengo unas ganas tremendas de llorar. Son
demasiadas cosas las que se esperan de mí, y me siento débil como un bebé. Lo
único que quiero es meterme en la cama y no salir en ¿un par de años?
—Ninguno.


Veinte minutos después, me bajo del coche de Aldren. No, no he claudicado.
Pero ese cavernícola no ha querido ni oír hablar de que me desplazara en taxi y,
como si ya fuera el dueño y señor de la empresa, ha dispuesto que uno de sus
nuevos ayudantes me trajera hasta la Torre de Cristal.
Aún no me lo creo, la verdad; ni que yo haya aceptado tan dócilmente sus
órdenes durante toda la mañana ni que él haya permitido que un extraño se
hiciera cargo de su amante (me refiero al McLaren).
Puede que sea por la rabia, pero me siento perversa, así que me giro hacia la
ventanilla del conductor y doy unos toquecitos en el cristal.
—¿Sí, señorita Martos?
—Adriana está bien. ¿Por qué no aparcas ahí delante? Quiero que me
acompañes a un sitio.
—Es que el señor Reilly me ordenó que la trajera y volviera de inmediato.
—Ya. Pero yo te estoy pidiendo otra cosa. —Me miro las uñas, que necesitan
una manicura completa urgente—. ¿Qué vas a hacer, Cristóbal?
—Deme un momento.
Observo regocijada cómo se dirige a una plaza libre y lo espero. Me dirijo a
una cafetería cercana y tomo asiento al lado del ventanal. Hace un día precioso,
y el aire acondicionado y el solecito me animan bastante.
—¿Qué haces ahí de pie como un pasmarote? Siéntate y coge la carta. Seguro
que desayunaste hace un montón de horas.
—Esto… Yo… no…
—La silla. —Me limito a realizar un gesto elocuente hacia el mueble.
Sé que quiere quejarse, pero tiene claro que soy una de las dueñas, así que
cierra la boca y obedece.
—Buenos días. ¿Qué les pongo?
—¿Qué te apetece, Cristóbal?
—Con un café bastará.
Lo veo echar una ojeada a la mesa contigua y me fijo en lo que están
comiendo.
—¿Y unos huevos Benedict?
Una tímida sonrisa asoma a sus labios.
—Por favor.
—¿Y para usted? —pregunta la camarera.
—Un té negro a la canela.
—¿No va a tomar nada más? —se extraña el hombre.
—Acabo de desayunar.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí?
—Para divertirnos, claro —digo, ante su absoluto asombro—. Y porque este
sitio es ideal, ¿a que sí?
—Supongo —accede, no muy convencido.
La camarera trae nuestro pedido y la expresión de Cristóbal cambia al
instante.
—Que aproveche.
—Gracias, señorita Martos.
—Adriana. —Mi móvil comienza a sonar y sonrío de anticipación—. ¿Sí?
—¿Dónde demonios estáis? ¿No ibas a llamarme cuando llegaras a la revista?
—Hola, Aldren. —Me pongo un dedo en los labios para avisar a mi
acompañante de que se esté calladito—. Verás, es que hemos sufrido un
contratiempo.
—¿Estás bien?
Casi me arrepiento de mi bromita cuando escucho su tono preocupado.
—Perfectamente. Aunque… no puedo decir lo mismo de tu coche.
—¡¿Qué le ha hecho ese idiota a mi Spider?!
Apenas puedo reprimir las carcajadas ante el grito casi histérico, y mucho
menos cuando veo la cara desencajada de Cristóbal.
—Esto… Tienes seguro a todo riesgo, ¿verdad? —Me aparto el teléfono un
poco para que parezca que no quiero que él escuche lo que voy a decir—. Risto,
¿el seguro a todo riesgo cubrirá los destrozos que hemos hecho o tú crees que lo
declararán siniestro? Me da que ese coche valía una fortuna…
—Señorita…, yo no-no creo que… No debi… La compañía no… O sea,
que… siniestro… seguro…
Pobre mío. Está tan atacado de los nervios que no es capaz de hilvanar una
frase. Lo cual me viene de perlas, puesto que las escasas palabras inconexas que
ha soltado parecen darme la razón.
—¡Me cago en la puta, Adriana! ¡Dile que no se moleste en volver porque voy
a matarlo con mis propias manos! ¿Me oyes? ¡Mi primer cometido en esta
empresa va a ser cargarme a ese incompetente, conductor de mierda, asesino de
tesoros de cuatro ruedas!
—Respira y cuenta hasta treinta mil. No, mejor hasta cincuenta mil. Y a
Cristóbal ni me lo toques, que lleva quince años trabajando en Roseland y
Sandro y yo lo apreciamos mucho.
—¡Me importa una mierda, joder! ¡Me costó media vida conseguir ese coche!
Solo hay quinientos en el mundo y lo cuido como si fuera mi hijo. Es la primera
vez que lo conduce alguien que no sea yo.
—Y mira lo que pasa… —me lamento.
—¡La madre que lo parió!
—Aldren, tranquilízate, que tienes una vena en el cuello con una pinta muy
chunga —escucho que le dice mi hermano.
—¡Ya puedes poner a ese tío fuera de mi vista! ¡Llévatelo a Brasil, a picar en
una mina, o te juro por Dios que lo estrangulo con el envoltorio del caramelo que
hay sobre la mesa!
No puedo evitarlo. Rompo a reír, tan alto y fuerte que todos los clientes se
vuelven para observarme. No sé cuánto tiempo paso a carcajada limpia, pero
imagino que mucho, ya que, cuando paro, me duele la tripa y los lagrimones
ruedan por mi cara.
La gente me mira raro, incluido mi acompañante, aunque en su expresión hay
más compasión que otra cosa.
La línea telefónica se ha quedado muda.
—¿Sigues ahí? —susurro, sintiéndome muy ridícula. Y triste.
—Claro.
—Risto llegará en media hora.
—¿Debo entender que mi coche está en perfectas condiciones?
—Sí, lo siento. —Silencio—. ¿Estás muy enfadado conmigo?
—Debería estarlo.
—Supongo.
—Tienes una risa preciosa. De las que calientan el corazón.
Contengo el aliento. Después de lo que le he hecho, ¿me dice esto? ¿Y yo qué
hago?
—Tengo que irme.
—Bien. Dale una tila doble a ese hombre, ¿de acuerdo? Que no se le ocurra
acercarse a mi amor hasta que dejen de temblarle las manos.
Sonrío.
—Vale.
—Adriana.
—¿Sí?
—Avísame cuando estés preparada para volver a casa.
Cuelgo sin contestar.


Me detengo frente a la puerta del despacho de Paula, indecisa. Ya en el
vestíbulo del edificio he perdido la cuenta de las personas que me han dado el
pésame, y con cada una de sus palabras de condolencia y ánimo me he ido
viniendo un poco más abajo.
Hay días en que pienso que no podré recuperarme de este golpe, y hoy lo
acuso de manera más intensa. Puede que sean demasiadas emociones para un
solo día o que simplemente es muy pronto para volver a mi vida.
Y todavía no me he enfrentado a las chicas. Son mis mejores amigas. Las
quiero tanto como a Sandro. Quizá por eso me da tanto miedo.
Contengo un gemido lastimero y empujo el picaporte.
Necesito a mis hermanas.
Como preveía, las dos están aquí, muy ocupadas revisando unos documentos.
Por la cara que tienen, deben de ser más valiosos que los que se manejan en La
Moncloa.
Martina alza sus preciosos ojos azules y casi se le salen de las cuencas al
verme.
—¡¡Adrianaaa!! —chilla, como una loca, antes de hacerme un placaje digno
de un jugador de fútbol americano.
Estoy a punto de caer de culo al suelo. Por suerte, unos brazos me sujetan por
detrás y me estabilizan, a la vez que nos mantienen unidas en un apretado
abrazo.
—Ya era hora, joder —espeta mi rubia, con dos… narices.
—¡Paula, por Dios! —se queja, por supuesto, la Barbie Pijirrepipi.
—Cállate, absurdita. No estropees el momento.
Giro el cuello cuanto puedo.
—¿Estás llorando? —susurro, horrorizada.
—¿Has venido borracha a trabajar? —contraataca ella.
No me sueltan, y a mí me gustaría que este momento durara para siempre.
—Me encanta cuando jugamos a ser un sándwich —confieso, a punto del
llanto.
—Claro. Hoy eres tú el jamón york —se ríe Tina, estrechándome otro poco.
—Algo bueno debe tener que tu vida sea una mierda.
Al fin me liberan y, la verdad, casi les suplico que me espachurren todo lo que
quieran. Aunque por mi culpa no nos hayamos visto en semanas, las he echado
muchísimo de menos.
—Qué guapa, cari —me alaba Martina, apretando mi mano y mirándome de
arriba abajo.
—Aprende a mentir o cállate —contradice Pau—. Está hecha un asco.
—De verdad, eres única levantando el ánimo. Lo importante es que ha salido
de casa y que a partir de ahora va a dejarnos cuidarla.
La rubia echa un vistazo a su Apple Watch 6 (el reloj, nenaaas) y chasquea la
lengua.
—Sigue sin gustarnos madrugar, ¿eh? Son las doce de la mañana.
—Vengo de Roseland —explico, porque en algún momento tendré que
contarles los cambios que va a sufrir mi vida. Aunque hoy no me apetece nada,
la verdad.
Dos pares de cejas se elevan con sorpresa.
—¿Ahora que Al ya no anda por aquí vas a escabullirte a menudo al Pardo
para hacerle ojitos?
—¡Claro que no! —Me presiono la sien derecha—. Lo siento. Está siendo un
día complicado y me siento al borde de mis fuerzas. ¿Os importa si empiezo
mañana? Me gustaría irme a casa.
—Por supuesto. —Paula accede enseguida. Enlaza su brazo con el mío
mientras le hace una seña a Tina—. Tu trabajo es fundamental para la revista,
pero nos las arreglaremos sin ti unas horas más. —Me dejo llevar por ella hasta
la puerta, mucho más tranquila—. Ahora vamos a tomar algo y nos ponemos al
día. Dos meses son mucho tiempo.
Estoy a punto de protestar, pero ya me tienen metida en el ascensor. Pau sonríe
con todos los dientes (lo cual casi me hace mearme encima de miedo) y Martina
se esfuerza por cargar con los dos bolsos, no dejar caer el móvil y pulsar el botón
de la planta baja sin romperse una de sus perfectas uñas pintadas de rosa coral.
Ya en la calle, observo con anhelo los taxis que pasan por nuestro lado.
—En serio, estoy agotada. Mejor me marcho y hablamos mañana.
—Ni hablar. Has tenido tiempo suficiente para llorar y descansar.
—Un té caliente, unas galletas de canela y un ratito de conversación. No te
pedimos más —me ruega Martina, con carita de pena.
Me trago las ganas de salir huyendo y no afrontar actividades tan cotidianas
como compartir un té con mis chicas. Sé que he sido una amiga horrenda. Y que
han demostrado una paciencia enorme. Pero se les está acabando. ¿Se las puede
culpar?
—Está bien.
Paula relaja la postura. Creo que estaba dispuesta a agarrarme de los pelos y
arrastrarme al primer bar que encontrara.
Elegimos una cafetería cercana que apenas conocemos. Supongo que saben
que ahora mismo no podría encontrarme con José y su carácter paternal, de ahí
que no vayamos a nuestro sitio preferido.
—Bren está deseando verte. Quiere que sepas que si el idiota de Aldren no es
capaz de ayudarte con la empresa, él lo hará con mucho gusto.
Tina asiente.
—Creigton también quiere comerte a besos. Y ha dicho algo similar respecto a
Al y su posible incompetencia.
Tengo un nudo en la garganta del tamaño de Disney World.
—Dadles las gracias. Yo… os he añorado mucho. De verdad. Simplemente
necesitaba… Dios, ni siquiera lo sé. Aún espero que abra la puerta y me sonría
—sollozo. Ellas también se entristecen y envuelven mis manos con las suyas—.
Creo que Aldren lo hará bien. Mi hermano lo adora.
Las tres nos reímos. La gente nos mira raro, pero ¿desde cuándo eso nos
importa?
—Si hay alguien que pueda sacar adelante el imperio de tu familia, ese es Al,
ya lo verás.
—Sí, mejor que mi querido esposo no meta las manazas en tu empresa.
Parpadeo, confundida.
—¿Qué me he perdido?
—Nada. Pau está enfurruñada porque el gran Brenell Lorrigan lo ha vuelto a
hacer.
Abro mucho los ojos.
—¿Nos ha vuelto a robar la portada?
—Si se le ocurre, lo capo.
Martina gime, pero no le hacemos caso. No entiendo cómo, ahora que vive
con Creig, puede conservar esa ingenuidad. Sí, en estos dos meses me he perdido
algunas cosas, aunque la de que se mudaran juntos os avisé de que no tardaría en
ocurrir.
—Nos ha reventado el número de este mes —me informa la morena, porque la
jefa está que trina.
—¿Cómo?
—Ha publicado una entrevista de la pareja del siglo: Bennifer.
—¿Tiene una exclusiva de Ben Affleck y Jennifer Lopez? —pregunto, con la
mandíbula en el regazo.
—Bastardo —se limita a decir Paula. De su marido, sí.
—Bueno, la próxima publicación será nuestra —afirmo. Me pregunto qué
narices vamos a hacer para superar eso.
—Oh, dalo por hecho, cari. —La seguridad de Pau es aplastante.
Me recorre un escalofrío. Y estoy convencida de que a Tina le ha ocurrido lo
mismo. Si hasta le brillan los ojos.
—¿Tienes algo en mente?
Que no sea acabar con la humanidad, por favor.
—Quizá el anuncio de un embarazo y la entrevista a la futura mamá.
Frunzo el ceño.
—Tendría que ser de alguien megafamoso. ¿Sabéis de alguien que se haya
preñado últimamente?
—¿Qué tal yo?
Un pasito… dos… tres… y ya estás caminando

Aldren


N.º 221 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Escuchar tu nota de voz antes de enviarla por WhatsApp
Querida superheroína:
Cuando no tienes claro si enviar una nota de voz, es habitual grabarla en alguna aplicación externa,
escucharla y luego mandarla. ¿Te alegro el día? ¡Pues toda esta parafernalia es innecesaria! Uno de los
mejores trucos de WhatsApp es que puedes oír tu nota de voz o audio antes de enviarla.
Es ultrasencillo, sobre todo para una superheroína como tú:
En un chat o conversación, pulsa el micrófono y bloquéalo. Graba la nota de voz y sal de la aplicación.
Cuando vuelvas a entrar, el audio seguirá en la barra de escritura y podrás escucharlo, eliminarlo o volver
a grabarlo antes de mandarlo.
Sí, lo sé… me adoras. Acepto cualquier forma de agradecimiento, menos el efectivo, que no es de
guapas.

Adriana Martos

Pulso el timbre por tercera vez y me enfrento a la posibilidad de que no vaya a
abrirme. Entiendo que se lo tome como un acoso y derribo por mi parte y que se
sienta un tanto agobiada, pero está visto que, en cuanto le concedes algo de
margen, se repliega como una cochinilla, aislándose del mundo.
Acerco el dedo al interruptor, dispuesto a fundirlo. No voy a moverme de aquí,
y Adriana es lo bastante inteligente para comprenderlo.
La puerta se abre de golpe y una espectacular pelirroja, envuelta en un kimono
blanco de gasa semitransparente con mangas acampanadas, me da la bienvenida.
«Joder, qué recibimiento». La maldita bata cuenta con un pronunciado escote
que deja entrever buena parte de sus pechos, y es tan corta que muestra el inicio
de sus preciosos muslos.
Diría que ha salido a toda prisa de la ducha, sin siquiera secarse, porque la
escasa tela está mojada y se adhiere a su desnudez como una segunda piel. Sí,
habéis leído bien. A través del tejido, tengo una visión privilegiada de sus
pezones, duros y enhiestos como pequeños guijarros, y soy absolutamente
incapaz de apartar la mirada de la lujuriosa llamarada roja de su femineidad.
—¿Qué narices quieres a estas horas, Aldren? —pregunta, de muy mal humor.
—Buenos días, Adriana. ¿Qué tal has dormido?
Como única respuesta, resopla y me da la espalda, de regreso al interior del
apartamento. Cierro y la sigo. Mi atención se centra en la parte baja de su
espalda; calculo que estoy a un centímetro escaso de tela de poder extasiarme
con sus firmes glúteos. Casi me tiro de rodillas al suelo para ampliar las vistas;
me retiene la seguridad de que, en cuanto me pille, me calza una hostia que me
deja sin dientes.
Se detiene en el salón y me observa con los brazos cruzados.
«Me cago en mi puta vida». El agua se escurre por su melena, por lo que los
hombros y el pecho se dibujan con total claridad frente a mis ojos hambrientos,
igual que si no llevara ropa. Contemplo hipnotizado las areolas rosadas y
reprimo un gemido de agonía.
—Dime a qué has venido. Tengo prisa.
Me obligo a parpadear. A mirar a otro lado. A respirar.
—¿Por qué no te arreglas mientras preparo el desayuno? —ofrezco.
Cualquier cosa con tal de que se tape.
—Tomaré algo con las chicas en la cafetería de José.
Voy hacia ella y no me freno hasta que apenas nos separan dos centímetros.
Tiene que levantar la cabeza para mirarme porque, a mi lado, es muy pequeñita.
—¿A ellas las engañas igual que estás intentando hacer conmigo?
—No sé de qué hablas.
—Que no has desayunado con Paula y Martina ningún día de esta semana. De
eso hablo.
—Porque lo he hecho…
—No te atrevas a mentirme.
Cierra la boca y leo la culpabilidad en su rostro.
—Ve a vestirte —pido. Me dirijo a la cocina sin comprobar si me hace caso.
Me quito la americana y abro la nevera. No estoy enfadado. No por su
comportamiento, al menos. Entiendo por lo que está pasando y sé que necesita
tiempo y la compañía de sus seres queridos para sanar.
Lo que me molesta como nada en el mundo es que no se preocupe por su
salud. Si no come, acabará enfermando. Y no pienso consentirlo.
Cuando sale, elegante y preciosa, ya he recuperado el control sobre mí mismo.
Lleva un vestido amarillo pálido por encima de las rodillas, sin mangas, que
resalta su melena rojiza, y va subida a esos sempiternos tacones que tanto me
excitan. Se ha maquillado levemente, lo suficiente para que sus ojazos verdes me
dejen sin aliento.
—Siempre preparas comida para un regimiento —se queja, sentándose en uno
de los taburetes negros que flanquean la barra americana.
—Y tú apenas picas algo —le reprocho, mientras coloco una fuente de
tostadas frente a ella.
El zumo natural, la jarra de café, la fruta, los yogures variados, el pan con
tomate, las gruesas rebanadas con jamón ibérico y aceite de oliva, incluso un
plato con huevos revueltos, ya ocupan el resto de la encimera, a la espera de
despertar su apetito.
—Detesto que me trates como a una cría.
—Pues empieza a comportarte como una adulta.
Posa la taza con un golpe seco.
—¿Por qué actúas así?
Arqueo una ceja, sorprendido.
—¿Así, cómo?
—Como un auténtico gilipollas.
Lanzo una carcajada.
—¿Aún anda por aquí el chavalín ese? Dile a Paula que, si persiste en
mantenerlo por el buen camino, que lo mande a mi casa; ya le encontraré
ocupación. O que lo ponga a estudiar. Empezáis a hablar como unas verduleras.
—Vete a…
El móvil de Adriana intercepta la fresca que fuera a soltarme. Una pena,
porque seguro que habría sido muy divertida. Por la cara que pone cuando
comprueba quién es, no le hace ninguna ilusión hablar con la persona en
cuestión. Amor enemigo, de Malú, sigue sonando mientras ella finge estar muy
interesada en el bol de frutas que remueve sin cesar.
Me sorprende su elección del tono de llamada. Habla de un amor acabado y no
correspondido; de recuerdos; de soledad; de vacío y dolor. Es una canción triste
pero, sobre todo, parece un recordatorio. Un aviso para no olvidar algo. O tal vez
sean imaginaciones mías.
La canción se interrumpe; ella continúa instalada en un feroz mutismo.
—¿No vas a…?
—No.
Antes de que yo pueda insistir, el teléfono vuelve a sonar.
El suspiro tembloroso que brota de sus labios reverbera en mi pecho. Es obvio
que algo se me escapa, y estoy bastante seguro de que no me gustaría si supiese
qué es.
—¿Qué quieres? —pregunta a su interlocutor, sin intercambiar un mísero
saludo.
Su voz es neutra, ni molesta ni esperanzada. Apostaría que, si no fuera porque
estoy aquí, no se habría molestado en descolgar.
—Te dije que no volvieras a llamarme —continúa.
Se levanta y camina hacia las ventanas, imagino que para conseguir algo de
privacidad.
—No he cambiado de opinión. Es definitivo. Asúmelo.
Parece serena, pero percibo su espalda tan tensa que podría quebrarse con un
soplo de viento.
—Debiste demostrármelo hace mucho tiempo. Ahora es tarde —asegura, en
tono triste.
Nuestros ojos se encuentran a través del cristal y descubro una pena inmensa
en ellos. De inmediato, baja las pestañas y me deja fuera de sus emociones.
—No quiero saber nada más de ti. Adiós, Héctor.
Cuando se da la vuelta, lleva puesta una enorme máscara de indiferencia que
me impide saber qué piensa o siente. Nunca la había visto en este estado, pero
presiento que está acostumbrada a lucirla; la noto cómoda con ella, como si fuera
una vieja amiga. Está de más que diga que odio que se oculte así de mí.
—Será mejor que nos vayamos. Paz recogerá todo esto cuando llegue.
—Es pronto —rechazo—. Y tengo hambre.
No parece muy convencida; sin embargo, termina sentándose. Elijo una
rebanada de pan con tomate y le añado unas lonchas de jamón. Mastico; decido
guardar silencio sobre la conversación que acabo de presenciar. No creo que se
tome muy bien ningún comentario sobre el tema.
—¿Qué planes tienes para el fin de semana?
—Poca cosa. El domingo iré a casa, pero el resto lo pasaré aquí.
—¿Sola?
—Tengo intención de estrechar relaciones con mi Satisfyer y rentabilizar mi
suscripción a Netflix.
—Los chicos quieren quedar a cenar esta noche —comento, conteniendo a
duras penas una carcajada.
—Ya. Paula y Martina me han estado dando la tabarra toda la semana.
—Estaría genial que te apuntaras. Hace una eternidad que no salimos los seis.
—Quizá la próxima vez.
Me bajo del taburete y me acerco a ella, tanto que se ve obligada a abrir las
piernas, creando un hueco que aprovecho para colarme entre ellas. Su jadeo
ahogado me llena la cabeza de imágenes lujuriosas, aunque las desecho al
instante. No es momento de complicarnos más la existencia.
—Me encantaría que vinieras, pelirroja.
Nuestras bocas casi se rozan. Tengo unas ganas locas de besarla, joder, y echo
mano de todo mi autocontrol para evitar abalanzarme sobre sus suculentos labios
pintados de rosa. Me pierdo en su mirada, entre sorprendida y hechizada.
—Vale, iré.
Dejo escapar una sonrisa satisfecha.
—Vendré a recogerte a las ocho y media.
—No te preocupes. Tina y Creig me llevarán.
—Ellos tienen que dejar a Nei con los abuelos. Y no me importa.
—Sabes que llevo varios días conduciendo, ¿verdad?
—Porque eres una cabezota. No he parado de repetirte que soy tu chófer
particular, pero siempre te las arreglas para darme esquinazo.
Se termina el café y me sonríe.
—Eres muy divertido, Aldren. No sé cómo no me había dado cuenta antes.


La cena transcurre tranquila, en un ambiente distendido y cómodo. El
momento más emotivo se produce durante los saludos, cuando Bren y Creig casi
se pelean por abrazar a Adriana y a ella se le saltan las lágrimas, refugiada en sus
robustos pechos.
Me siento bien; estamos todos juntos de nuevo y, cuando cruzo la mirada con
mis amigos, sé que ellos tienen en la punta de la lengua la misma palabra que yo:
plenitud.
Nos marchamos relativamente pronto. Ha sido un duro día en el trabajo y
somos conscientes de que Drina ya no está habituada a trasnochar.
Aparco frente a su edificio y me giro para contemplarla.
—¿Estás muy cansada?
—Un poco. ¿Por qué?
«Nada que no pueda esperar a mañana», me aseguro. Aunque las palabras que
salen de mi boca son muy diferentes:
—Había pensado que quizá podrías enseñarme tu porfolio de diseños.
—¿Ahora?
—Tienes razón. Es tarde.
Duda un segundo y aferra su bolso.
—No tengo sueño. Anda, sube.
No permito que se lo piense. Tengo ganas de pasar un rato más a su lado. A
solas, por supuesto.
—¿Una copa? —me invita.
—No debería. He tomado vino y aún tengo que conducir hasta casa.
Cualquiera diría que no me ha escuchado. Saca un vaso bajo y lo media de mi
whisky preferido. Me lo tiende con una sonrisa pícara.
—¿No piensas acompañarme?
—En cuanto me ponga cómoda.
La veo salir de la estancia con ese movimiento cimbreante de caderas que
tanto me excita.
«Concéntrate, Reilly». Ahogo a duras penas una carcajada mordaz. Si me
concentro más, puede que me quede bizco para siempre.
¿Qué? ¿Pretendéis reprocharme algo? Esta mujer cada día está más guapa y,
desde que intuyo que lo ha dejado con su novio, apenas puedo contenerme para
comerle la boca. Y lo que se tercie, vaya…
—¿Te has quedado con hambre?
Saco la cabeza de la nevera y le enseño el limón que estoy guardando. Ella se
estira cuanto puede y alcanza a ver su gin-tonic al otro lado de la barra.
—Te lo cambio —propone, ofreciéndome un grueso cuaderno.
Le tiendo la copa y acepto el porfolio, ilusionado como un niño con un juguete
nuevo.
La sigo hasta el sofá. «La madre que la parió», maldigo. ¿Es que esta mujer no
tiene ropa decente para andar por casa? Yo qué sé, un chándal viejo, unas mallas
desteñidas, una camiseta dos tallas más grande… ¿De verdad su vestuario íntimo
está compuesto únicamente por saltos de cama, encaje y seda, o guarda estos
modelitos solo para frustrarme? Si yo fuera ella, le echaría una bronca de tres
pares de narices a la empleada doméstica, porque está claro que no maneja
correctamente los programas de la lavadora. ¡Lo tiene todo encogido, como si
perteneciera a su hermana pequeña!
Cruzo las piernas para evitar quedar como un completo gilipollas e intento
centrarme en lo que me ha traído aquí. En algún momento advierto que ha
puesto música, pero estoy tan ensimismado con sus bocetos que apenas reparo
en lo que ocurre a mi alrededor.
—¿Y bien? ¿No vas a decir nada?
Parpadeo, confuso, y me doy cuenta de que he llegado al final del cuaderno.
No sé cuánto hace que miro absorto al vacío, pero ella parece tímida e insegura.
Tontita.
—Estoy… impresionado.
—Venga ya. Tenía veinte o veintiún años. No son nada del otro mundo —
afirma, señalando el porfolio.
—Pues si entonces fuiste capaz de hacer esto, no consigo imaginar lo que
podrás crear ahora.
Le da un trago tan largo a su bebida que temo que se le suba a la cabeza en
unos minutos.
—Al, no… no me siento capacitada para un encargo de esta envergadura. Por
favor, no me obliguéis a hacerlo.
Su susurro atemorizado me conmueve en lo más profundo del alma, pero no
me dejo convencer. Sé que es la adecuada para sacar adelante la colección;
después de ver sus trabajos, mi convicción es absoluta. Además, estoy seguro de
que recoger el testigo de su padre va a venirle bien a nivel personal, porque ese
nexo con él calmará en cierta forma el dolor que la atenaza día y noche.
«No, no voy a rendirme, canija».
Tomo su mano y la aprieto.
Sus ojos muestran una vulnerabilidad dolorosa. Presiento que esa fragilidad no
proviene solo de la repentina muerte de su progenitor.
Mi chica valiente necesita que le recuerden cuánto vale.
—Nadie va a obligarte, Adriana. Lo único que te pedimos es que lo intentes.
—No quiero —se obceca.
—Está bien. Si de verdad deseas que el mayor legado de tu padre se pierda
para siempre, todos lo respetaremos.
Su expresión horrorizada casi me hace reír, echando al traste mis planes.
—Eso es cruel. E injusto.
—Yo confío en ti. —Le devuelvo sus palabras de hace unos días.
—Pues es una confianza inmerecida —gruñe. Se zafa de mí y cruza los
brazos, enfadada.
—Un par de bocetos —insisto, aun a riesgo de arrinconarla demasiado—. Ni
siquiera tienen que ser muy elaborados.
Me mira con cierta sorna.
—No funciona así. Hay que visualizar una idea general para sacar de ahí la
colección completa. Las piezas deben complementarse entre sí, aunque se
vendan por separado.
—Ya tienes claro el concepto. ¿Ves como no es tan difícil?
Se inclina en busca de su copa, pero la sujeto por los brazos para impedir que
la alcance.
—Yo te ayudaré —aseguro.
Su expresión es dulce y triste a la vez.
—En esto no puedes salvarme, Lancelot.
«Te daría hasta mi último hálito de vida con tal de que siguieras iluminando al
mundo con tu sonrisa». Las palabras se forman solas en mi cabeza. Resulta inútil
que siga fingiendo. Hace tiempo que mi corazón lo sabe: aunque es la mujer
menos adecuada para mí, también es la única.
Maldigo en silencio. ¿Cómo he podido enamorarme de una golfilla sin
sentimientos?
—¿Tienes un iPad? —pregunto, para desviar mis caóticos pensamientos.
Su mirada sorprendida y escéptica me divierte bastante.
—¿Vas a actualizar tus redes sociales ahora?
Suelto una carcajada.
—Pues no. Creo que mis legiones de seguidores podrán esperar a mañana para
enterarse de mis andanzas.
—Querrás decir «seguidoras». Tienes unos cuantos miles.
—¿Eres una de ellas? —pregunto, asombrado.
—Claro que no. Se lo he oído a una niñata de la revista.
—Ya. ¿Quieres que te cuente mi secreto o no?
¿He mencionado que Adriana es una curiosa de cuidado? Baste decir que
tengo la tablet en mis manos en menos de treinta segundos.
—Muy pocas personas saben esto de mí. De hecho, nadie, salvo mi familia.
—Si no quieres contármelo…
—Sí quiero —afirmo, quizá con demasiada contundencia.
—Vale —susurra.
Accedo a mi cuenta de OneDrive y busco lo que necesito. Inhalo y exhalo
despacio.
«Una vez que cruce esta línea, no habrá vuelta atrás».
No quiero que la haya.
—Toma. —Le paso el iPad.
Durante mucho tiempo, no se escucha absolutamente nada en el loft. Me
pongo nervioso; Drina mantiene la cabeza baja, mirando la pantalla con mucha
concentración, y no puedo descifrar su expresión.
Me bebo mi Macallan lentamente. Al acabármelo, me pongo en pie y me sirvo
otro. Voy por la mitad cuando al fin levanta la vista y la fija en mí. Me sorprendo
al ver sus lágrimas. ¿Por qué narices llora?
—Son tan hermosos… —Se le quiebra la voz, y el nudo en mi garganta se
hace más grande.
—¿De verdad te gustan?
—Aldren, son puro sentimiento. Es como estar delante de cada imagen y
sentir que es real. Cada persona, objeto… Emociona. Tienes una sensibilidad
especial.
—Solo son dibujos —miento. Cada uno posee un trozo de mí.
—Me niego a creer que esto sea un mero pasatiempo.
—¿Crees que podría servirte de ayuda de algún modo? Quiero decir, para la
colección.
Se queda callada durante tanto tiempo que empiezo a enfadarme. De verdad,
soy imbécil. ¿De qué jodida forma voy a contribuir yo en un proyecto tan
grandioso como la colección «Roseland»?
—Creo que los dos juntos seremos capaces de sacar adelante el sueño de mi
padre.
Siento el pecho a punto de estallarme. No sé si es orgullo, admiración o simple
felicidad. Lo cierto es que ahora mismo me da igual.
Casi sin darme cuenta, me inclino hacia ella y acaricio su mejilla.
—Me encantaría besarte, pelirroja.
—Nunca me has pedido permiso.
Sonrío.
—No, ¿verdad?
A su manera

Adriana


N.º 222 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
¿Poros abiertos, yo? ¡Nunca!
Querida superheroína:
Que se abran los poros del rostro es muy común si no te cuidas. Pero ponerle solución resulta tan
sencillo como seguir unos cuantos de mis consejos:
1) Desmaquillarse siempre antes de acostarse. Si no, los poros se obstruyen y aparecen las
imperfecciones. Recuerda, además, limpiarte la cara cada mañana con un limpiador facial.
2) Exfoliar una vez a la semana; es esencial para eliminar las células muertas.
3) Pasta con bicarbonato de sodio. La mezcla de bicarbonato con agua tibia, a partes iguales, es un
remedio casero para reducir los poros. Basta con aplicarlo, masajear con movimientos circulares durante
veinte segundos y aclarar con agua fría. Hay que aplicarlo a diario durante una semana, y después ir
reduciendo la frecuencia.
4) Usar mascarilla una vez a la semana. Ayuda a extraer las impurezas que se van acumulando en
las capas de la piel.
5) Utilizar cubos de hielo. Deslizar algunos cubitos por el rostro durante unos quince segundos
ayuda a tensar la piel y a reducir el tamaño de los poros.
6) Hacer un baño de vapor una vez a la semana también ayuda a abrir los poros para purificarlos
bien. Solo hay que hervir agua y acercar el rostro a ella, tapándote la cabeza con una toalla.
¡Ay, que gracias a mí vas a tener la cara como el culito de un bebé!

Adriana Martos

Desciende despacio hacia mí, como si quisiera concederme la oportunidad de
rechazarlo. No sabe que me es imposible resistirme a él, que mis ganas por
descubrir todos sus trucos son más grandes que los muros que he erigido entre
ambos. Es el jodido Copperfield. Y yo quiero embeberme en su magia.
Sus labios quedan suspendidos a un escaso milímetro de los míos y aspiro en
su aliento los rastros de whisky.
—¿Estás segura de esto?
—¿Tú no?
—No hay nada que me apetezca más en este puto momento, pero no creo que
sea la mejor manera de consolarte.
Me trago la sonrisa que amenaza con dividirme la cara.
—A mí me parece una manera perfecta —aseguro, antes de colgarme de su
cuello y destruir el innecesario espacio entre nuestras bocas, que se buscan
desesperadas.
Nuestras lenguas se enredan en un duelo sin campeón. Qué bien besa este
hombre. Qué bien lo hace todo, reconozco cuando sus manos suben por mis
costados y me rozan los pechos, creando espirales de placer que recorren todo mi
cuerpo.
Nos separamos lo suficiente para tomar aire y, al instante, estamos
probándonos de nuevo, aunque la dinámica del beso ha cambiado. Ahora es
lánguido, perezoso y enloquecedoramente suave.
¿Por qué me contempla con esa sonrisa mordaz?
—Esta no va a ser como las otras veces.
Hago un puchero, enfurruñada.
—A mí me encantaron.
En un movimiento veloz e inesperado, me alza en brazos y se dirige a mi
dormitorio.
—Hoy te va a gustar más.
¿Os pareceré muy ordinaria si confieso que me humedezco ante su promesa?
Pero, chicas, imaginadlo y luego me contáis.
Me deposita a los pies de la cama y me observa de arriba abajo. Hay tanta
pasión en sus ojos oscuros… En la intimidad del sexo es en el único momento en
que Aldren Reilly deja de ser aburrido y estirado y permite que sus instintos y
emociones salgan a la luz.
Me fascina este Aldren.
Me desata el cinturón de la bata e inspira hondo ante la imagen de mis pechos
erguidos y mi exiguo tanga azul zafiro.
—Eres la mujer más sexi del planeta.
—Demuéstrame cuánto te gusto —lo apremio.
—Si lo hago, mañana no podrás sentarte.
—¿Lo prometes?
Su carcajada calienta una parte de mí que últimamente ha permanecido
tiritando en algún lugar húmedo y oscuro.
—Tú lo has querido, nena.
Se deja caer de rodillas al suelo y yo trago con dificultad. Introduce un par de
dedos bajo las tiras de mi ropa interior, los enreda con la tela y, sin apartar la
mirada, arrastra las yemas muy despacio a lo largo de mis piernas, hasta dejarme
desnuda.
—¿No prefieres ponerte cómoda? —pregunta, con la voz impregnada de
diversión.
Me siento en el borde de la cama (no por una cuestión de confort; es que me
tiembla hasta el apellido) y él aprovecha para abrirme las piernas y colocarse en
medio. Acerca su morena cabeza y me preparo mentalmente para lo que me va a
hacer sentir. Aun así, cuando su áspera lengua me lame de arriba abajo, pego un
brinco, nerviosa como una yegua desbocada.
Levanta la mirada, tan cargada de lujuria y deseo que me invade un calor
ardiente.
—Disfruta —ordena, antes de subir mis corvas a sus fuertes hombros y
reanudar el asedio. Me dejo caer hacia atrás hasta apoyar la espalda en el
colchón.
Los siguientes minutos los paso haciendo justo lo que me ha pedido. Dejarse
mimar por Al es la mejor de las medicinas para el cuerpo. Es concienzudo,
generoso; un puñetero mago. No puedo evitar gemir como una posesa y, cuando
al fin alcanzo el orgasmo, lo hago con su nombre en mis labios.
—¡Aldren!
Reparte besos ligeros y suaves por mis muslos y mi vientre durante un par de
minutos más, hasta que me calmo. Después, se incorpora despacio. Mis ojos
recorren su torso, cubierto con un polo granate de Armani que deja entrever sus
trabajados pectorales y unos abdominales tan definidos que, de haber nacido en
el siglo XVIII, el ilustre Alva J. Fisher jamás habría pasado a los anales de la
historia como el genio que inventó la lavadora moderna, en detrimento de la
archiconocida tabla de lavar.
Agarra el bajo de la prenda y se la quita con el mismo desparpajo que un
modelo en pleno anuncio de ropa interior. Estoy a punto de aplaudir; me controlo
porque aún queda la mejor parte. Se deshace de los mocasines a puntapiés y los
pantalones caen al suelo segundos más tarde. Me muerdo el carrillo por dentro
para sofocar la risa mientras lo veo colocar la ropa con cuidado sobre el respaldo
de la silla. Este hombre es un caso.
—Si quieres, doy un par de vueltas sobre mí mismo para que aprecies todos
los detalles.
Vale, me he quedado tonta mirándolo, y ni siquiera ahora aparto la vista. Es
hermoso como una obra de arte, y me parece un sacrilegio no disfrutar de
semejante espectáculo.
—Hazlo cuando te hayas quitado los calzoncillos —lo provoco.
Suelta una carcajada y se libra de ellos de un tirón. Sin ningún pudor, gira
sobre sus talones y me permite contemplarlo a placer. ¡Madre mía, cuánto me
gustaría coger la cámara y hacerle un book, por si le entran ganas de presentarse
este año a Míster Polvos Mágicos!
La diversión se le corta de golpe cuando clava la vista en mi cuerpo.
—Quiero hacerte el amor, pelirroja.
El corazón me late con tanta violencia que temo desmayarme.
«Acaba con esto».
Gateo por la cama hasta él, que me observa enardecido. Mi mano recorre toda
la longitud de su miembro y aprieto con cierto vigor, haciéndolo gemir.
—Yo prefiero que me folles.
Me aferra por el culo y me alza a pulso. Le rodeo las caderas con las piernas y
me abrazo a sus hombros anchos y musculosos. Su lengua me llena la boca. De
saliva. De ganas. De necesidad.
—Hoy no —advierte, dejándose caer sobre la cama, conmigo debajo.
Busco sus ojos y encuentro pasión y deseo, pero también una férrea
determinación.
¿Qué narices le pasa? Nuestros escarceos siempre han sido frenéticos, salvajes
y muy rudos.
—¿Sigues teniendo los preservativos en la mesilla?
Asiento, y él estira el brazo para cogerlos. Se coloca uno sin desprenderse de
mi mirada; roza mi húmeda entrada con la punta y yo suspiro entregada.
Sigue besándome de esa forma dulce y tierna que me exaspera y enciende a
partes iguales. Me penetra tan despacio que casi me parece una tortura; cuando
llega al final, contengo el aliento. No puedo leer su expresión, pero sé que, ahora
mismo, hay mucho más que sexo y fluidos entre nosotros, aunque no logre
identificar qué. Es algo esquivo, igual que este placer que nace desde el mismo
centro de mi ser y se extiende por cada una de mis terminaciones nerviosas.
Sus caderas comienzan una danza lenta y sensual que, si bien me subyuga, me
perturba demasiado.
—Más… Por favor…
Pasa un brazo alrededor de mi cintura y, sin esfuerzo alguno, cambia de
posición. Queda de rodillas, conmigo a horcajadas sobre sus muslos. Su larga y
gruesa polla vuelve a deslizarse en mi interior, y mi gemido de gusto se mezcla
con el suyo.
—Te daré lo que quieras. Pero será a mi manera.
Reconozco que su manera es divina, ya que está a punto de volverme loca. Su
boca recorre mis pechos sin descanso; moja mi carne y sopla con ligereza,
poniéndome la piel de gallina.
—Al…
—¿Sí? —murmura, antes de morderme un pezón, sin parar de llenarme con el
cadencioso vaivén de sus caderas.
—Voy a…
—¿Morir de gusto? —me ayuda, con voz rasgada.
—Sí… Justo… eso.
Me besa con pasión, como si quisiera poner todo de su parte para que ocurra:
acabar conmigo de puro gozo.
—Pues hagámoslo juntos, canija.
No soy capaz de averiguar si lo que provoca mi clímax es su sugerente
invitación o el maldito apodo, pero alcanzo uno de los mejores orgasmos de mi
vida. Me deshago entre sus brazos, temblando y a gritos, y siento cómo las
contracciones de mi sexo lo obligan a dejarse ir a él también.
—Adriana…


El fin de semana pasa en un suspiro. No logro comprender cómo, pero Aldren
se queda en casa hasta el domingo al mediodía, en que me marcho a comer con
mamá.
¿Estáis alucinando? ¿No? Pues yo sí. Se supone que nunca paso dos noches
con el mismo hombre, y con él he repetido un montón de veces. Y. A. Ca. Ba.
Mos. De. Pa. Sar. El. Di. Cho. So. Fin. De. Se. Ma. Na. Jun. Tos.
Ha sido… increíble. Maravilloso. Y no me refiero solo al sexo. A ver, que
estar sentada durante horas junto a mi familia con una sonrisa de oreja a oreja
resulta todo un suplicio (pedir un flotador en el que apoyar mi delicado —y
escocido— tulipán sería bastante más bochornoso, la verdad).
Aunque, para ser sincera, me duelen más las risas, los juegos, la increíble
compenetración y los ratos de conversación compartidos con Al. Desde el primer
beso, un enorme cartel de neón me avisa del peligro. «Corre en sentido contrario
a su pito».
Apenas media hora después de que vuelva a casa, suena el teléfono.
¿Adivináis quién es?
—Hola.
—Buenas noches, pelirroja. ¿Ya has llegado?
—Hace un ratito.
—¿Qué tal está tu madre?
—Bastante bien, dadas las circunstancias. Hemos llamado a Sandro y a Almu
y hemos salido a tomar algo.
—¿Quién es Almu?
—La prometida de mi hermano.
—¿La morena alta, espigada y de grandes… ojos marrones?
—Estoy segura de que tu mirada nunca ha subido hasta sus ojos —afirmo, con
cierta tirantez. Que conste que no estoy celosa, ni nada parecido, pero el muy
idiota se ha prendado del pechamen de mi cuñada, como todos—. ¿De qué la
conoces? —indago. Almudena es una modelo famosa y siempre anda de acá
para allá representando a grandes firmas (de hecho, así es como conoció a
Alejandro, posando para un anuncio de nuestra empresa), lo cual complica
mucho que mi hermano y ella encuentren tiempo para estar juntos.
—El despacho de Sandro está lleno de fotografías suyas.
Sonrío al escuchar el diminutivo. En los escasos días que Al lleva en la
empresa, es obvio que los dos han ganado bastante confianza y que se caen bien.
—Dados sus respectivos trabajos, les cuesta encontrar el momento de
formalizar su relación, pero se quieren mucho.
—Lo sé. Es que juraría que nunca lo he oído llamarla así. Suele referirse a ella
como mi vida, mi chica, mi morenaza, mi media naranja, mi amor, mi niña, mi
pareja… La lista es inquietantemente larga.
Me echo a reír porque hay que ver cuánto ha cambiado a mi hermano esta
mujer.
—Mamá y yo ya no nos metemos con él porque resulta aburrido.
—Se le cae la baba cada vez que habla de ella.
—Y es muy a menudo —coincido.
La línea queda en silencio durante un par de segundos.
—¿Quieres que me acerque? Podríamos hablar de la colección. Quizá se nos
ocurra sobre qué basarla.
Lo admito: me muero por aceptar. A pesar de haber estado juntos dos días
seguidos, no he parado de pensar en él en toda la tarde y lo echo de menos. Me
está cuidando mucho, se preocupa por mí, y es muy dulce y cariñoso.
Además, no olvidemos su faceta de empotrador. Me hace disfrutar como
nadie. Repito: COMO NADIE.
Pero aún estoy desintoxicándome de Héctor y no puedo permitirme pillarme
otra vez por un hombre, por muy encantador que sea. Equivocarse una vez tiene
perdón. Hacerlo una segunda carece de justificación.
—Estoy cansada y mañana madrugo. Prefiero acostarme temprano.
—De acuerdo. Terminará saliendo, ya lo verás.
—Menos mal que tienes fe por los dos.
—Me amparo en tu increíble talento y en mi instinto infalible. Solo te falta
creer en ti misma. ¿Pasarás por la empresa por la tarde? Podríamos comer juntos.
—He quedado con las chicas. Tal vez me acerque después —me escabullo, sin
concretar.
—Genial. Resérvame la cena, entonces.
Y cuelga sin darme opción a negarme. Maldito empotrador. Digo, arrogante.


—¿No podrías retrasar la boda?
—¡¿Qué has dicho?! ¡Paaaula, ¿qué ha dicho?!
—Nada, nada. Su conversación se ha mezclado con la de la otra mesa, cielo.
—Y… y… ¿cuál es la pregunta correcta? —pregunta Martina, con el ceño tan
fruncido que, de hallarse presente su madre, doña Candela Núñez de Arenas, ya
le habría pedido cita con su cirujano plástico.
—La de Drina, que si no podrías hablarnos de la boda. La larguirucha con
cara avinagrada de ahí al lado ha llamado retrasado al pobre infeliz que lleva
aguantándola toda la comida —nos confiesa, en voz bastante baja para tratarse
de ella.
Creo que en Calcuta no la han oído, vaya, aunque la larguirucha, sin duda, sí,
ya que nos observa alucinada.
—Tú mides uno ochenta, cari —le recuerda la morena, un tanto apurada por
su falta de modales.
—Y qué bien llevados, ¿verdad?
Nos guiña un ojo mientras bebe de su copa. Suspiro y vuelvo al ataque, pero
me insto a mí misma a tirar de sutileza por el bien de mi sensible amiga.
—Preferiría que me abrieras las muñecas y me arrojaras a una piscina llena de
pirañas hambrientas antes que verme obligada a montar en un avión hacia la otra
punta del mundo para asistir a un circo con mil quinientos invitados.
Toma sutileza.
La expresión de la Barbie es escalofriante. En serio, parece que se haya
comido un piñón —fruto al que es altamente alérgica— con cáscara y todo. Sus
ojos, grandes de por sí, están a punto de salírsele de las cuencas.
Escudriño con preocupación su ensalada sunomono moriawase de pulpo,
vieira, pescado y verduras encurtidas, por si encuentro alguno sobresaliendo
entre las algas.
—¿No quieres ir a mi boda?
Miro a Paula, rogándole ayuda en silencio. Mierda, incluso ella aparenta estar
impresionada.
—No es eso. Claro que quiero. ¡Estoy superfeliz de ser tu dama de honor!
Me revuelvo en la silla, sin saber qué añadir para borrar su rictus herido.
—Adriana aún se siente un poco triste y perdida.
Sonrío a mi rubia, agradeciéndole el cable.
—Sí —admito—. Y solo quedan dos semanas para el enlace…
La pequeña mano de Tina aprieta la mía con cariño por encima de la mesa.
—Sé que apenas han pasado dos meses y medio desde que Creigton me pidió
matrimonio, pero esta fue su única condición. Tal y como se desarrollaron las
cosas entre nosotros, se perdió el embarazo y las primeras semanas de Nerea, así
que no está dispuesto a desaprovechar ni un minuto más de nuestras vidas. —
Coge su copa de agua y le da un sorbo antes de continuar—: Lamento todas las
molestias que supondrá que nos casemos en Los Ángeles. Después de que su
familia se enterara al mismo tiempo de que tenía una hija y de que, por fin, iba a
sentar la cabeza, me pareció que celebrarlo allí sería un pequeño gesto de
compensación. A mi madre casi le da un soponcio —recuerda, con una risita.
—Cande no necesita excusas para verse con su psicólogo —tercia Pau.
—¡Paula!
—¡Martina! ¡Pero si lo invita a todas las cenas de Navidad!
Nos echamos a reír con ganas.
—Todo esto de la boda la tiene muy estresada —reconoce Tina—. Y eso que
ha contratado a una wedding planner y que hemos viajado a California varias
veces para supervisar los detalles. Además, Eleanor y sus hermanas son un amor
y nos están ayudando muchísimo. Aunque ya sabéis cómo es mamá…
—Una…
—Todo saldrá perfecto. —Interrumpo a Pau, que, como siempre, no lleva
frenos—. Lo importante es que vas a pasar el resto de tu vida con el hombre al
que amas.
La cara de Martina se transforma al instante. Brilla. Y nadie que la vea en este
momento puede dudar de que está enamorada.


Un par de horas más tarde, llego a mi loft. Sí, lo sé: se suponía que tras la
comida con las chicas debí haber ido a la empresa de la que soy copropietaria y
haberme puesto las pilas con la dichosa colección, pero, en cuanto he salido del
restaurante, he tenido claro que no lo iba a hacer.
Entro en el dormitorio y me siento en la cama, donde dejo el bolso y las llaves.
Me quito los zapatos y suspiro. Estoy agotada, y no son ni las cuatro de la tarde
del lunes.
Ya hace una semana que me reincorporé a la vida laboral; sin embargo, no
puedo deshacerme de esta debilidad que me aqueja día y noche. Es como si me
faltaran las fuerzas, y supongo que dormir cuatro o cinco horas diarias no ayuda
demasiado.
En cuanto al proyecto, no me siento motivada. Vale, es mentira. Me
entusiasma, aunque nunca se me hubiera ocurrido dedicarme a ello de forma
profesional. El problema es que… tengo miedo. Mucho miedo.
¿A qué?, os preguntaréis. A no estar a la altura, por supuesto. ¿Qué sé yo de
diseñar joyas? ¿Cómo voy a ser capaz de seguir los pasos de mi padre, que se
pasó la vida deslumbrando a la humanidad con su genialidad?
La respuesta es simple: si no lo intento, no decepcionaré a nadie. Al mundo; a
mamá; a Sandro. A Aldren. Y lo más desconcertante es que soy consciente de
que, de todos, este último es al que más temo defraudar. Está tan seguro de que
saldré victoriosa de este reto…
Me hago un ovillo sobre la suave colcha de color verde agua y, al fin, me
permito derramar mi ración diaria de lágrimas.
Un lo siento no hace que duela menos

Aldren


N.º 223 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
¿Muy delgada? Aprende a crear curvas de la nada
Querida superheroína:
Sí, has leído bien. Es posible dar volumen al cuerpo, aunque ya te digo que, si lo que esperas es magia,
mejor te des un paseo por Hogwarts, porque yo solo puedo ofrecerte unos consejos básicos que, eso sí,
espero que te sean de utilidad.
Decántate por los pantalones un poco acampanados y de cintura baja.
Las faldas plisadas o abombadas son una elección excelente para ti, al igual que los cinturones anchos.
Remete las camisas por dentro del pantalón.
Elige telas con estructura; es decir, que no tengan caída.
Superpón varias capas de ropa (una camiseta bajo un chaleco, por ejemplo).
Apuesta por los colores claros, con brillos o satinados. Los estampados grandes y las rayas horizontales
también dan sensación de volumen.
Evita ropas muy ceñidas al cuerpo.
Por supuesto, estos ejemplos son ayuditas que pongo a tu alcance y que nunca están de más en el
arsenal de cualquier mujer delgada, pero lo más importante es estar a gusto con una misma y, como diría
my friend Paula, disfrutar a tope de la vida y del sexo, sin complejos de ningún tipo. Martina (mi otra
amiga del alma) ya se ha relajado, gracias a Dios, pero estoy convencida de que es de la misma opinión.
Así que… ¿a qué estás esperando para ser feliz?

Adriana Martos

Entro en casa y voy directo a mi habitación para cambiarme. Tengo el tiempo
justo antes de que lleguen los chicos, pero necesito darme una ducha, aunque sea
exprés. Apenas tardo dos minutos, y los finos chorros de agua templada me
sientan de maravilla.
Me pongo un polo blanco de Ralph Lauren y unos vaqueros desgastados.
Estoy atándome las Converse negras cuando suena el timbre.
«Este Bren es más exacto que el reloj de la Puerta del Sol», pienso, echando
un vistazo a mi Hublot con una sonrisa, antes de ir a recibirlo.
—Macho, si tardas un poco más en abrir, me derrito. Hace un calor que torra.
Semejante labia, tan impropia de mi amigo, me deja inmóvil, bloqueando la
entrada. Cuando reacciono, me hago a un lado para que pase.
—Paula tiene a Manu instalando una barbacoa en la terraza, no te digo más —
comenta Creig, en tono resignado.
Lanzo una carcajada. Ahora se entiende todo.
—¿Nadie ha pensado en darle un trabajo estable a ese chico?
—Proponlo en la próxima junta de Roseland; puede que cuele —suelta
Brenell, mientras se tira en el sofá.
Me hago el sordo. Y el sueco. E incluso el gilipollas.
—¿Whisky o queréis también algo de comer?
—Eres un pésimo anfitrión —contesta el abogado.
Eso me pasa por preguntar. Voy a la cocina y preparo unos aperitivos.
Resoplo; son las siete y seguramente me toque invitarlos a cenar, a pesar de la
bandeja a rebosar que dejo sobre la mesa baja, en la que ya están servidos tres
vasos de mi preciada botella de Macallan.
—Como si estuvierais en vuestra casa, ¿eh?
—Venga, pesado, que te estamos esperando.
Me siento al lado de Bren y tomo mi bebida. Entrechocamos los vasos y
brindamos.
—Por la amistad.
—Por nosotros.
—Por la felicidad.
Los dos me observan con curiosidad. Me arrepiento en el acto de mis
irreflexivas palabras.
—¿Hay algo que quieras contarnos, hermano?
—En absoluto. ¿Es que no queréis ser felices?
—Claro, es un deseo muy plausible. Pero a ti hace semanas que te ronda algo
por la cabeza.
—Por la polla, tío. Y es alguien. Bajita, voluptuosa y pelirroja, por si te has
perdido.
Le echo tal mirada a Creigton que tendría que estar retorciéndose de dolor en
mi sillón, en pleno infarto. Sin embargo, el cabronazo me observa con una
sonrisilla sabionda mientras se come mi jamón de Jabugo.
—No, si lo tengo claro. Lo que quiero saber es si él se ha percatado de la
situación.
—Hombre, se la está follando. Digo yo que alguna idea tiene.
Me levanto de un brinco y me acerco a uno de los muebles altos.
—Sois imposibles —gruño, ocupado en buscar los utensilios para fumar.
—Vamos, Al. Cuando hemos hablado de quedar, ya sabías que íbamos a
someterte al tercer grado. Estás más huraño que de costumbre, lo que ya es decir.
—Y somos un par de cotillas —añade Creig—. Peores que la vieja del tresillo.
—Visillo —lo corrijo, sentándome de nuevo.
—¿Eh? —duda, visiblemente perdido.
—¿Queréis más aceitunas? —pregunto, y me incorporo de nuevo para ir a
buscarlas.
—Este tío es tonto —le dice el picapleitos a Brenell, que suspira con pesadez.
—A ver, Aldren. ¿Qué ocurre?
—Que no pasa nada, joder. Ni siquiera sé por qué se os ha metido en la cabeza
que estamos liados.
—Liados —repite el mamón de Creigton. Mira a Bren con las cejas alzadas.
—Así no se puede —refunfuño.
Enciendo la pipa y aspiro sin fuerza. En cuanto noto la primera bocanada de
humo en la boca, siento que me calmo un ápice. Jodidos cabrones.
—Es obvio. Pareces un crío de quince años. Y llevas días con esa estúpida
sonrisa en la cara.
—¿Qué sonrisa? —le pregunto a Brenell, confundido.
—La que ponemos todos cuando perdemos la virginidad.
Sus carcajadas casi consiguen que me coma la pipa, encendida y todo.
—Muy graciosos.
—Pues no es un chiste.
De repente, se quedan callados. Es bastante incómodo sentirse observado por
estos dos mientras dan buena cuenta de mis delicatessen. Doy un buen trago al
whisky y suspiro.
—Nos hemos acostado unas cuantas veces, ¿vale? —claudico.
—¿Te estás tirando a Drina, una y no más, Follaman?
—Mierda, Creig, no das una. Es Santo Tomás —corrige Bren.
—Lo que tú digas.
—Deja de comportarte como un capullo. Se trata de nuestra amiga.
—Claro que sí. Pero lo cortés no quita lo valiente. —Levanta las dos manos,
como si hubiera expresado algo obvio que a nosotros se nos escapara—. Ese lo
he dicho bien, ¿eh? Estos refranes españoles se las traen, coño.
—Eres gilipollas —afirmo.
—Al menos yo soy muy consciente de que estoy loco por la mujer a la que me
llevo a la cama todas las noches.
—Creo recordar que esa certeza es bastante reciente, y que has estado a punto
de perder a tu familia por ser un hijo de puta cabezón y egoísta.
El silencio inunda el salón. Me cago en la puta.
—Lo siento. De verdad. No he querido…
—No has dicho nada que no sea cierto. Por suerte, supe rectificar a tiempo, o
habría sido el hombre más desgraciado del mundo. Y ahora tendría que repartir
mis múltiples encantos entre los millones de mujeres guapas que habitan la
Tierra, en vez de concentrarlos en una sola —termina, cachondeándose, como
siempre. Aunque a mí no me hace ni puñetera gracia. Me he pasado un huevo.
—Dejemos el tema de Adriana, por favor. Aún no estoy preparado para hablar
de ello en voz alta.
Por sus caras, sé que quieren obligarme a afrontar la situación, y no solo la
vertiente física de mi relación con ella. Supongo que perciben que no es buen
momento, puesto que no insisten. Se lo agradezco en el alma.
—Me preocupa que se niegue a participar en Roseland. Sigo sin lograr que
ponga uno de sus primorosos piececitos en la empresa.
—¿No se suponía que iba a encargarse de los catálogos y de la colección de su
padre? —pregunta Brenell, con el ceño fruncido.
—Sí, pero a efectos prácticos se ha quedado en papel mojado. Siempre tiene
un pretexto para no aparecer por allí después de salir de la revista. Eso, cuando
se digna en excusarse.
—Entonces, ¿la colección «Roseland» no va según las fechas previstas?
Mi carcajada carece de humor alguno.
—Ni siquiera ha empezado a desarrollar la idea. Como no espabile,
simplemente no podremos sacarla.
—Sería la primera vez en treinta y cinco años.
—Lo sé. —Aspiro una calada de la pipa antes de revelar lo que más me
preocupa—: A veces, se encierra en sí misma y no deja entrar a nadie.
Bren se inclina hacia delante y me evalúa con sus inteligentes y perceptivos
ojos.
—Pues tendrás que conseguir que te deje entrar a ti.


Golpeo la puerta con los nudillos y espero a que me den paso. Le guiño un ojo
a Lorena, que ha aceptado no anunciarme porque me conoce y porque —
admitámoslo— está un poco colada por mí.
—Adelante.
Presiono el picaporte y entro. Mis chicas preferidas están sentadas en el
enorme sofá rojo sangre, cerca del escritorio, debatiendo de forma acalorada
mientras reponen fuerzas con lo que parece un vermú. La estampa me hace
sonreír. El ambiente se asemeja mucho al que teníamos en Lorrigan Enterprises,
al igual que la forma de trabajar. Paula será la dueña de la revista, pero la
mayoría de las decisiones trascendentales las toman entre las tres.
—Aldren, qué sorpresa tan agradable.
Me inclino para besarlas, asegurándome de no dedicar ni un segundo de más a
Drina, de no cerrar los ojos cuando rozo su piel de alabastro con los labios, de no
aspirar con fruición el adictivo y sensual aroma de su perfume. Vamos, que no
me afecta para nada su cercanía.
—¿Estáis muy ocupadas?
—Para ti, no.
Le regalo una sonrisa a Martina. Por su parte, la rubia se apresura a recoger
varios documentos y fotografías que no llego a distinguir desde aquí.
—Por supuesto que lo estamos. No se dirige la revista de moda más vendida
del país pasando la mañana de compras y la tarde en el spa. —Termina de
archivar la documentación que estaban estudiando antes de que yo llegara y me
presta atención—. ¿A qué has venido? ¿Echas de menos la torre? ¿A mi marido?
¿Las sinuosas curvas de cierta pelirroja?
—Por el amor de Dios —se queja la susodicha.
—En realidad, he venido a invitarte a comer.
La sala queda en silencio. Adriana observa a sus amigas, que le devuelven el
gesto, divertidas. Como si cayera en la cuenta de un detalle, gira la cabeza en mi
dirección.
—¿A mí?
—Ajá. Luego nos vamos a Roseland. Almudena está en Madrid para una
entrevista con Vogue y queremos aprovechar para hacer un pequeño reportaje
fotográfico con las joyas de la colección «Mhissa».
—¿Almu está aquí? —pregunta, sorprendida.
—Un viaje relámpago. Por la mañana sale para París.
Frunce el ceño y su mirada se pierde en el fondo del despacho. Me juego una
de mis motos a que está pensando en cómo escaquearse.
—Nosotras ya hemos acabado, así que es toda tuya. Además, Tina y yo vamos
a picar algo rápido, que hemos quedado en una hora con los chicos de Max.
—¿Qué? ¿Sin mí? —lloriquea Drina, sin creerse que vayan a dejarla fuera de
la diversión.
—Tenía entendido que esta empresa no podía permitirse perder el tiempo en
spas —me burlo, mientras les abro la puerta para que salgan.
—Sentir las manos de Maximiliano por todo tu cuerpo jamás podrá
catalogarse como perder el tiempo. ¿Verdad, caris?
—Es… absolutamente necesario —concuerda Martina, con un suspiro
melodramático.
—Un deber sagrado —corrobora Adriana.
Sacudo la cabeza, todavía sorprendido por algunas de las extravagancias de
este trío. A mí solo me importa salir del edificio con la pelirroja de mi brazo.


No nos entretenemos mucho comiendo. Por primera vez, Adriana está
deseando llegar a las oficinas. Quiere que terminemos cuanto antes con el tema
de las fotos para que su hermano y la modelo puedan pasar juntos el resto de la
noche, antes de que ella tenga que volver a marcharse.
Por supuesto, insisto en que no nos moveremos de la cafetería hasta que no se
termine la ensalada César y se tome uno de esos postres dulces y repletos de
calorías que tanto le gustan. No tiene ningún problema en hacerme ver que está
furiosa, pero, la verdad, me da bastante igual: el resultado final es que no le
queda más remedio que cumplir mis deseos.
En cuanto aparcamos en el garaje de la empresa, se transforma como por arte
de magia. Su apatía y esa tristeza palpable que siempre la acompañan desde que
murió su gran pilar desaparecen (o las esconde de la vista de todos) y comienza a
impartir órdenes a diestro y siniestro, como una generala, aunque las disfraza tan
bien de peticiones educadas y de halagos sinceros que nadie más que yo parece
darse cuenta de la eficacia con que lo organiza todo en tan solo unos minutos.
Sé que no le gusta estar aquí. Le trae malos recuerdos; creo que es donde más
acusa la ausencia de su padre, incluso más que en la casa familiar. Sin embargo,
pienso cambiar sus sentimientos por Roseland. No voy a permanecer aquí
eternamente y, al fin y al cabo, este es su legado. Luis Alfonso Martos siempre
vivirá entre estos muros. Lo que ella tanto rechaza de este sitio es, a la vez, lo
que más debería amar.
—¿Y Almudena? ¿Ha llegado ya? —pregunta a uno de los ayudantes.
—Está con el señor Martos.
Adriana se dirige a la mesa, descuelga el teléfono y marca una extensión.
—Si quieres pasar la tarde con tu churri bajo las sábanas, ganarte unos puntos
haciéndole la cena mientras se da un baño relajante con espuma y volver a la
carga hasta la madrugada como el empotrador que, estoy convencida, eres, será
mejor que dejéis de besuquearos igual que un par de adolescentes para que
puedan maquillarla y vestirla.
Suelto una carcajada. Esta mujer es la monda.
—Por supuesto que estamos aquí —prosigue Drina, tras la réplica de su
hermano—. Alguien tiene que pensar en esta familia. Y si yo no cuido de que
esa chica tan estupenda quiera seguir contigo, terminará aceptando una de las
tres millones de propuestas diarias que recibe de alguien más guapo, simpático y
rico que tú, y nos quedaremos sin ella. Y resulta que me gusta como cuñada.
No escucho lo que le contestan, pero me fascina la sonrisa que aflora a sus
labios mientras continúa la conversación.
—Menos mal que puedo contar contigo, guapa, porque los hombres son una
lata. Anda, ven para acá, que ya está todo preparado. —Cuelga y se gira hacia mí
—. ¿Piensas quedarte?
—¿Te importa?
—En absoluto. Simplemente daba por hecho que estarías muy ocupado
poniéndote al día con todo.
—Y lo estoy. Pero esto es parte del todo. Tengo la intención de dominar cada
aspecto del negocio.
—¿Quieres hacer también las fotos? —pregunta, tendiéndome la cámara con
aire burlón.
Alzo las manos y sacudo la cabeza.
—Ni hablar. Ese es tu trabajo.
—¡Adriana!
—¡Almuuu! —grita, mientras se gira.
Nunca he entendido bien la efusividad de las mujeres. Sí, ya sé que, por culpa
de esta en particular, vosotras me consideráis comedido y soporífero hasta el
desmayo, pero, en serio, que cada acontecimiento de este mundo se convierta en
cuestión de vida o muerte, que por cualquier cosa haya que dar saltitos como
Bambi, y que súper, mega y alucinante peguen con todo, igual que el negro, el
Dom Pérignon Rosé Gold y una American Express Centurion, me resulta
demasiado. No obstante, reconozco que ver chispas de ilusión en la mirada de
Drina me pone de un humor cojonudo.
—Estoy supercontenta de verte.
—Y yo. Además, me hace mogollón de ilusión trabajar contigo. Con lo
megapreciosa que eres, van a salir unas fotografías alucinantes.
¿Veis?
—Qué va. El mérito será de las joyas —desestima la top model, con esa
modestia suya tan característica—. Pero sácame guapa, ¿vale? —pide, a la vez
tan presumida.
—La cámara te va a adorar. Siempre lo hace.
Dos horas y media después, y tras lo que se me antojan cientos de disparos,
Adriana se da por satisfecha.
—Listo. Buen trabajo, chicos. Cariño, has estado fantástica. Estoy segura de
que este reportaje va a resultar…
—Alucinante —mascullo.
Las dos me miran un tanto sorprendidas, si bien mantengo mi fachada de
inocencia.
—Pues sí. Me encantaría que saliéramos a cenar y quemáramos la noche, pero
sé que te mueres por volver a los brazos de mi irresistible hermano.
—Ay, Drina, a mí también me gustaría pasar tiempo contigo y ponernos al día;
sin embargo, tienes razón: Sandro y yo necesitamos estar juntos estas pocas
horas.
—Lo entiendo. —Le da un abrazo que no me explico cómo no le fractura una
o dos costillas.
—Intentaré conseguir un par de días extras antes de que nos vayamos de
vacaciones a Sri Lanka, y entonces podremos beber y cotillear. ¿Qué te parece?
—Un planazo. Confírmamelo y bloquearé fechas en la agenda.
—Perfecto. Ha sido un placer conocerte, Aldren.
—Lo mismo digo.
—Cuídamelos mucho. Dejo aquí una parte muy importante de mi corazón.
—Descuida. Mi función es velar por los intereses de ambos.
Me besa en la mejilla. Es alta, y los taconazos que lleva equiparan su estatura
a la mía.
—He visto cómo la miras. Diría que estás haciendo mucho más que
responsabilizarte de ella.
Disimulo una sonrisa y le devuelvo el beso.
—Guárdame el secreto —le susurro al oído.
No sé por qué, pero ha sido mucho más fácil admitir mis sentimientos con la
modelo que con mis amigos de toda la vida. Quizá sea porque no ha habido
presión alguna por su parte, o porque es demasiado dulce como para enfadarme
con ella.
Adriana y yo nos quedamos mirando cómo, tras despedirse del equipo con un
¡nos vemos pronto, nenes!, desaparece con un contoneo de sus impresionantes
caderas.
—¿Cansada?
Adriana parpadea y comienza a guardar el montón de aparatos que ha estado
utilizando.
—Sorprendentemente, no. Me he divertido mucho, pero, claro, con Almu todo
es sencillo y cómodo.
Me siento en el borde la mesa y observo lo que hace.
—¿Significa eso que si te invito a cenar y a tomar una copa después,
aceptarás?
Me echa una ojeada rápida antes de meter el segundo objetivo en la bolsa.
—Son las seis y media de la tarde. Ni que estuviéramos en Inglaterra.
—¿Te estás quejando de que te conceda un par de horas para bañarte y
arreglarte?
Se gira hacia mí, con las manos en la cintura. Está guapísima.
—¿En serio me estás proponiendo una cita?
—Claro.
Se queda callada, en apariencia ocupada revisando algunas de las tomas que
ha sacado. Imagino, por la fina línea en que se ha convertido su voluptuosa boca,
que va a decir que no, así que me deja de una piedra cuando al fin contesta:
—¿A las nueve?
—En tu casa —confirmo—. ¿Has terminado?
—Sí.
—Pues vámonos. Estoy seguro de que no va a ser suficiente con las dos horas
y me vas a hacer esperar un buen rato.
—¿Me estás llamando tardona?
—Qué va. La frase exacta sería hacerse desear.
Su risa tintineante y descarada me la pone muy dura. Ahogo un gemido
mientras la sigo hasta la salida. Va a ser una noche jodidamente deliciosa.


—En serio, Adriana, vamos a perder la reserva.
—¡No se atreverán! ¡Es el restaurante de tu padre! —grita, desde algún punto
de la casa, presumiblemente el dormitorio, o el baño.
—Esa no es razón para retrasarte veinte minutos de la hora convenida —
gruño, comprobando por tercera vez el reloj.
—¿Y esta sí? —Entra en el salón y da un par de vueltas sobre sí misma.
—Guau. Estás arrebatadora.
Un precioso rubor cubre sus mejillas y su escote, expuesto parcialmente a
través de la blusa blanca de seda. De verdad que intento evitarlo, pero mis pies
se mueven solos: mi boca cubre la suya en un beso corto, aunque suave y dulce
como ella.
—Muchas gracias. Tú también estás muy guapo —admite, sin respiración.
—¿Vamos? —la insto, pese a las irrefrenables ganas de quedarme en casa (en
su enorme cama de matrimonio, para ser precisos). En cambio, le ofrezco la
mano. Acepta con una sonrisa tierna que me desarma un poco más.
Cuando llegamos a la calle, mira a ambos lados con el ceño fruncido.
—¿Dónde está tu coche?
La aferro por los hombros y la ladeo un poco hacia la izquierda.
—Su bravo corcel la espera, mi dama.
Casi me parto de risa cuando la veo contemplar horrorizada mi preciosa
Honda.
—Estás de broma —se mofa, con una risita que se desvanece con rapidez al
darse cuenta de que voy muy en serio.
Echa un vistazo a su vaporosa minifalda roja y alza sus incrédulos ojos hacia
mí.
—No puedo montar en moto vestida así.
«¿No?». Pues yo ya estoy imaginando sus preciosos muslos desnudos
alrededor del carenado de mi niña, y la imagen mental de su sexo, cubierto tan
solo con una fina capa de encaje pegado a mi culo, me está poniendo muy burro.
—Eso tiene más volantes que la falda de una flamenca. Incluso puedes
remetértela por debajo de las piernas para que tus virtudes no corran riesgo de
exhibirse públicamente.
—Déjate de sandeces. Venga, vamos a por mi coche.
Tiro de la cadena dorada de su bolso e impido que siga andando.
—Pero si vais vestidas con los mismos colores.
Se cruza de brazos y mira al suelo.
—Eres tonto.
—E irresistible, no lo olvides. —Le guiño un ojo, provocador—. Nena, en
serio, le van a dar la mesa a otro. Y ese reservado es el mejor del local.
Si los suspiros hablaran, el suyo contaría una historia más larga e intrigante
que El Quijote. A mí me hace sonreír igual que cuando leí las hazañas del
pintoresco hidalgo y su fiel escudero.
Saco los cascos y le coloco el suyo, abrochándoselo con cuidado. Nuestras
miradas se encuentran, y yo cierro las manos para no cargármela al hombro y
llevarla de vuelta a su casa.
—Me vas a dejar el pelo hecho un asco.
—Estarías preciosa incluso calva y con bigote.
—Ja. Seguro que entre tus novias ha habido muchas calvas —me rebate.
—Nunca he tenido pareja —confieso, al montarme en la moto—. Anda, sube,
que no te va a morder. Yo te taparé lo más importante. Además, tienes unas
piernas de infarto; no me trago que te preocupe lucirlas.
—Al final te voy a dar un bolsazo.
Echo la cabeza atrás justo a tiempo de verla comprobar que no hay nadie cerca
que se percate de su despliegue de atributos. Menuda panorámica tengo de su
escueto y sexi tanga rosa.
—¿Adónde me agarro? —pregunta, en cuanto encuentra postura.
«A mi paquete», estoy a punto de contestar. Con lo duro que me lo ha puesto,
parece una parte más de la moto.
—A mi cintura. Y no te cortes; no pensaré que quieres meterme mano ni nada
por el estilo.
—Qué pena —ironiza.
Apoya las manos en el depósito de gasolina y evita tocarme todo lo posible.
«Ni lo sueñes, nena».
Pego un acelerón que asusta a un par de adolescentes que pasan por nuestro
lado, y que obliga a mi acompañante a soltar el chasis y abrazarme con todas sus
fuerzas.


—¿Qué te ha parecido la sesión de fotos?
Pruebo un poco de mi sopa de mejillón de roca y ñámaras.
—Verlo desde fuera es muy diferente a estar al otro lado de la cámara. Cuando
me hiciste el reportaje, estaba demasiado concentrado en seguir tus instrucciones
y en nuestro habitual tira y afloja para darme cuenta de nada más. Todo ese caos
controlado me ha resultado fascinante —admito, admirado, e intento explicarme
mejor—: Alrededor de Almu había un montón de personas trabajando en
perfecta sincronía para que cientos de detalles quedaran perfectos y, sin
embargo, cuando veamos las imágenes, solo seremos conscientes de las joyas
sobre la bonita modelo que tuvo la suerte de poder lucirlas. —Sonríe, en
reconocimiento a mis sinceras alabanzas, y yo reacciono de la misma forma—. Y
la pasión que pones en tu trabajo me excita muchísimo —reconozco,
observándola con intensidad.
—Me gusta lo que hago —asegura con sencillez, aunque sé que nada de lo
que le he contado la ha dejado indiferente.
—Va más allá de que disfrutes con una cámara en la mano —insisto—. Eres
una mujer muy intensa, Adriana, y esa vehemencia se refleja en todos los
aspectos de tu vida.
—¿Intentas decirme que todo lo que hago te pone cachondo? —Me dirige una
mirada entre burlona y picante por encima de su copa.
—Mucho —afirmo, rotundo.
Durante unos minutos, se limita a disfrutar de su plato de rodaballo con
praliné de avellana, caramelo de limón y trufa negra. Yo la imito. El carré de
cochinillo asado al aroma de tomillo está de vicio, y la compañía es inmejorable.
—¿Por qué nunca has tenido una relación seria? —Alzo una ceja, ligeramente
sorprendido con el cambio de tema—. ¿Qué? ¿Tu doble vida como agente
secreto de la CIA no encaja con una familia y una casa con columpios? ¿Tienes
gustos diferentes y en el mundo culinario llevan fatal la semana del orgullo gay?
¿A tus novietas no les hace ni pizca de gracia que todas las mañanas el servicio
de catering te sirva un pibón de piernas largas y jugosos melones junto con el
desayuno y te abandonan antes de que puedas entregarles el pedrusco de cinco
quilates? ¿Lo conservas todavía o te lo tragaste tras el último desengaño y por
eso parece que siempre te hace falta ir al baño?
No puedo aguantarme más y suelto una sonora carcajada, seguida de otras
cuantas. Después de un rato, tengo que apretarme el estómago, que me duele
como si hubiera hecho trescientos abdominales consecutivos.
—¿En serio piensas que soy homosexual? —pregunto, tras recuperarme.
Se encoge de hombros con indiferencia.
—Aún no estoy segura…
—Pues cuando quieras, termino de convencerte.
—Promesas, promesas, promesas…
Hago ademán de llamar al camarero.
—En cuanto lleguemos a mi casa, te vas a tragar tus palabras y algo más que
no para de aplaudir desde que le has enseñado las bragas a medio Madrid.
—¡No le he enseñado las bragas a medio Madrid! —grita, indignada.
—¿Señor? —interviene el solícito empleado que ha aparecido junto a nuestra
mesa.
Casi me atraganto cuando veo a Adriana deslizarse por el asiento, como si
quisiera ocultarse debajo del mantel. Su mirada suplicante consigue que me
apiade de ella, aunque mi cabeza (la no racional) me insta a que demos por
finalizada la noche y nos dediquemos a lo que mejor se nos da: hacernos gritar
de placer.
—Pediremos el «Sueño de una noche de verano». Para compartir, por favor,
Ernesto.
—Excelente elección. Lo traeré enseguida.
Apuro mi copa de vino mientras la observo, pensativo.
—Nunca has mostrado interés por mi vida amorosa.
¿Os he contado lo loco que me vuelve esa forma tan sexi de ahuecarse el pelo?
—Tampoco hemos tenido una cita hasta ahora.
Inclino la cabeza, concediéndole el punto.
—¿Tú qué opinas? La verdad —añado, irónico.
—Que eres un mujeriego, por supuesto.
Dejo los cubiertos sobre el plato.
—¿Así es como me ves? ¿Un consumado seductor que va de mujer en mujer?
—Niégalo y te creeré.
Me muerdo los labios para evitar sonreír.
—Lo he sido. Mucho. Un ligón de manual —aclaro, sin necesidad—. Admito
que el mote de pichabrava me lo gané a pulso durante mis años de juventud.
Pero hace algún tiempo que ya no me satisface el sexo por el sexo.
—La pregunta no ha variado. ¿Por qué sigues solo?
No contesto de inmediato. No porque no tenga clara la respuesta, sino porque
sopeso qué mentira a medias voy a contarle. La llegada del camarero con el
postre me concede unos momentos extras para pergeñarla.
—Puede que sea muy exigente —sugiero, ignorando su mueca despectiva—.
Ha habido alguien —admito, a regañadientes.
—¿En serio? ¿Y qué pasó?
—Que no era la mujer adecuada.
—¿Por qué? ¿Era divertida, inteligente, sofisticada e independiente? —se
mofa. Lame la cuchara, manchada de frutos rojos.
—Sí, era todas esas cosas y algunas más. Además, tenía un señor polvazo. —
Le guiño un ojo.
—¿Y qué la hacía inapropiada?
—La forma en la que entendía el amor —digo, descolocándola tanto que se le
cae el cubierto—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Por qué todavía no he conocido a tu
crush?
Suelta una carcajada, pero advierto que es una risa forzada, carente de humor,
y mis suposiciones ganan fuerza.
—¡Qué palabra tan absurda!
«Y qué bien se te da escaquearte de lo que no te interesa».
Pequeña boba. Además de soso y estirado, también me caracterizo por mi gran
paciencia y tenacidad.
—¿Nos vamos por ahí a mover las caderas? —le propongo, mientras llamo la
atención del personal para pedir la cuenta.
—¿Por qué siempre haces eso?
—¿El qué?
—Intentar pagar.
Me encojo de hombros.
—Es como una broma familiar. Mi padre y mis hermanos también se empeñan
en sacar la cartera en mis locales —explico. Dejo una sustanciosa propina sobre
la bandeja vacía que depositan delante de mí.
—Me encantaría conocerlos.
—Créeme: es recíproco. Una cena excelente —elogio al metre. Con ello
consigo distraer a Drina, que se suma a los cumplidos—. Felicita a Jean-Pierre
de mi parte.
—Muchas gracias, señor Reilly. Me encargaré de hinchar el ego del chef hasta
que no salga por la puerta. Ha sido un placer atenderlos.
—Eh…, ¿qué ha sido eso? —Adriana sigue con la mirada al flemático
hombre, el cual se ha detenido en la mesa de otros clientes.
—Son pareja —me limito a explicar.
Y ella rompe a reír, haciendo que unos cuantos hombres interrumpan sus
conversaciones para observarla con lujuria. Joder.
—¿Una copa, entonces? —invito.
—¿Tendremos que coger la moto?
—¿Tanto la has aborrecido? —pregunto, incrédulo—. No puedo creer que no
me hayas pedido en matrimonio después de montar en una de mis niñas.
—¿Tienes más de una?
—Solo tres. —Y hay verdadero pesar en mi tono.
—Uy, pobre, que no tiene suficientes juguetes para jugar.
Sonrío. ¿A que hay que quererla?
—Lo compenso con los niños.
—También tienes una colección de coches, ¿eh?
—Pequeñita, pero poco a poco vamos ampliando la familia. Ya sabes: cuantos
más seamos, más ayudas proporciona el Estado.
La ayudo a levantarse y salimos a la calle, donde, a estas horas, impera el
bullicio propio de la gente con ganas de pasárselo bien.
Cuando llegamos frente a la moto, la observa con expresión aprensiva; decido
entonces ser un caballero.
—Podemos ir en taxi. Ya volveré luego a por ella.
En un vistazo, localizo un vehículo con la luz verde de la capilla encendida.
Estoy a punto de llamarlo cuando ella apoya una mano en mi brazo.
—No hace falta.
—No me importa, de verdad. Es solo que creí que disfrutarías de la
experiencia.
—Tal vez me ha gustado más de lo que haya dejado entrever —musita,
contemplando el suelo.
Le sujeto la barbilla con dos dedos y la obligo a mirarme a mí.
—Perdona, ¿qué has dicho?
Aprieta los labios, y ese gesto entre altanero y enfadado resulta adorable.
—Que tu niña mola mucho —confiesa, como si la estuviera torturando con, no
sé, prohibirle llevar joyas hasta que se haga mayor.
En fin. Me inclino y la beso. Llevo horas deseando hacerlo y ya no encuentro
ninguna excusa para seguir conteniéndome.
Cuando la libero, ha desaparecido toda desazón por su parte, sustituida por
una expresión anhelante que me enajena. Estoy a punto de mandarlo todo a la
mierda y buscar un callejón oscuro para mostrarle que, de rígido, solo mi cipote,
joder.
Aparco en la misma puerta de la discoteca y le pido a Drina que no se baje de
la moto. Yo sí lo hago, y mientras ella coloca las manos frente a su falda,
abochornada, le rodeo la cintura y la alzo en el aire sin ningún esfuerzo.
Sus sorprendidos ojos quedan a la par de los míos y, durante un segundo, el
mundo se detiene y solo estamos nosotros dos. Por mí, el universo, tal y como lo
conocemos, podría irse al infierno para siempre. Esta sensación es la hostia.
El sonido de unas risas estridentes nos devuelve a la realidad y a esta calle en
el corazón de Madrid, en la que cientos de personas ávidas de emociones
guardan una interminable fila para acceder al recinto.
—Adriana —saluda uno de mis hombres de confianza—, qué gusto verte de
nuevo, aunque sea acompañada de este impresentable.
—Eh, que soy el que paga tu nómina —me quejo.
—Esa es la única razón por la que te dejo pasar, tío.
—Toma ya. —Ella ríe—. ¿Qué tal estás, Marcus? ¿Y Aitana?
—Ahí dentro, dándolo todo en la pista. Si la encuentras, hazme un favor y
vigila que no dé cancha a ninguno de los babosos que estarán rondándola.
—Sería incapaz de traicionarte —asegura.
—Lo sé. Pero le encanta ponerme verde de celos.
—Es tan ridículamente fácil —convengo.
—Anda, llévate a este o lo mando al final de la cola.
Agarro a Drina de la mano y entramos riéndonos. Nos dirigimos con dificultad
a mi reservado, ya que esto está a reventar. Antes de que nos dé tiempo a
sentarnos, Miranda ya se halla frente a nosotros, con una exuberante sonrisa y
nuestras bebidas preferidas.
—Buenas noches. ¿Sois la avanzadilla o venís solos?
—Hoy solo somos nosotros —comento, como si tal cosa, y doy un trago al
Macallan.
Dios, qué bien ha sonado, ¿verdad? La sonrisa de la camarera se acentúa.
—Os ha costado, pero es tan dulce cuando dos ciegos abren los ojos a la vez…
Pasadlo bien, parejita.
Echo una ojeada a la pista inferior y me pregunto si no debería preguntarle a
Marcus cómo vamos de aforo. Desde aquí, parece que lo hemos superado en
unos cuantos cientos.
—¿Qué ha querido decir?
Me giro hacia mi acompañante y tengo que morderme el labio para no reír.
Parece alucinada.
—Supongo que todo el mundo era consciente de nuestra tensión sexual no
resuelta.
—La hemos resuelto unas cuantas veces —replica, con las cejas arqueadas.
—Está claro que no nos era suficiente con una sola noche. Después de todo un
fin de semana, estamos más relajados, ¿no crees?
—Eres imposible —zanja, antes de probar su gin-tonic.
—Pero te resulto arrebatador, ¿eh? —Estiro los brazos por encima del sillón
de cuero.
—Puede que a ratos —confiesa, con una sonrisa que me emborracha más que
cien copas de whisky.
—No seas tímida. Tus gritos te delatan.
—¡Maldito arrogante! —increpa, entre risas.
—¿Puedo preguntarte algo? —Ella asiente—. ¿Cuántas estrellas me has
asignado en tu agenda orgásmica?
Casi escupe el contenido de su copa.
—¿Cómo demonios te has enterado tú de eso?
—Solo admitiré que fue por vosotras tres. Y ahora contesta.
—Ni hablar. Es un tema privado.
Me cruzo de brazos y resoplo.
—Aguafiestas. Está bien. En realidad, esa no era la pregunta que pretendía
hacerte.
—Entonces, ¿qué quieres saber?
—¿Cómo van las cosas con tu novio?
Todo rastro de broma se esfuma de su semblante. Parece incómoda y triste.
Estoy a punto de decirle que no se preocupe, que no tiene que contestarme, pero
se me adelanta:
—Pues…
—Adri.
Solo tengo que verle la cara tras escuchar esa voz inesperada para saber que
nuestra cita se ha torcido irremediablemente.
—Hola —saluda ella, pálida y nerviosa.
—¿No nos presentas? —pregunta el intruso, cabeceando hacia mí.
—Claro. Aldren Reilly, Héctor Lozano.
Le estrecho la mano y me aguanto las ganas de romperle la nariz de un
puñetazo. Tengo muy claro quién es este gilipollas.
—Estás increíble, muñeca.
—¿Qué haces aquí?
—Acabo de cerrar un negocio. El cliente quería un ambiente informal y
relajado y lo he traído a este garito para impresionarlo.
—Al es el dueño de Angel.
—Ahora caigo; eres ese Reilly. Me encantan tus locales; Evil, en Los Ángeles,
es el más alucinante.
—Gracias. Si tus invitados y tú necesitáis cualquier cosa, no dudes en
pedírselo a la camarera —comento, deseando que se largue y nos permita
arreglar la noche.
—Muy amable. —Devuelve su atención a Adriana—. Cariño, me alegro de
que nos hayamos encontrado. Necesito hablar contigo.
—No es un buen momento. Mejor lo dejamos para otra oportunidad.
—Me está resultando muy complicado conseguir que me dediques unos
instantes de tu tiempo, así que aprovechemos que ya estamos aquí y deja que me
explique. Por favor, cielo, no te arrepentirás.
Es hora de intervenir y decirle a este capullo que se largue. Justo cuando voy a
hacerlo, Drina se levanta y me pide disculpas con la mirada.
—Solo tardaré un minuto.
Me bebo el Macallan de un trago. Ni siquiera el ardiente licor consigue borrar
el sabor de la bilis en mi garganta. Intento decirme que esa relación está acabada,
recordarme todas y cada una de las horas que compartimos el fin de semana
pasado, pero desconozco la realidad de lo que han vivido ellos, la fuerza de los
sentimientos de Adriana por ese hombre. Si ni siquiera sé lo que siente por mí.
Sonrío sin ganas a Miranda cuando deja otro vaso sobre la mesa. No quiero ni
imaginar la cara que tengo, porque me contempla con cierta lástima antes de
marcharse.
Ojalá se pudiera fumar en estos malditos sitios.
Drina aparece entre el gentío y exhalo el aire que he estado reteniendo sin
darme cuenta.
—¿Todo bien? —me obligo a preguntar cuando llega al reservado, aunque lo
que en realidad quiero saber es si se ha deshecho de una buena vez de ese
indeseable.
Puede que sea porque no llega a sentarse, o porque no se atreve a mirarme, o
porque nunca me ha parecido más avergonzada que ahora. El caso es que sé lo
que va a decirme antes de que abra la boca. Incluso así, soy incapaz de procesar
mis emociones.
—Aldren…, yo…
—¿Vas a irte con él?
Despega la vista del suelo y sus ojos me suplican comprensión. Pero no lo
entiendo, joder.
—Lo siento —susurra, y juraría que lo dice de corazón.
—¿Nos vamos, nena? —Héctor pasa un brazo por su cintura y la atrae hacia sí
de forma posesiva—. Te he echado mucho de menos. Estoy impaciente por
ponernos al día con nuestras… cosas.
—Cuando quieras —accede, si bien intenta zafarse de su agarre con disimulo.
—Un placer conocerte, Aldren.
Cojo mi vaso y le doy un trago sin romper el contacto visual con Adriana. Los
observo marcharse con un puño de acero apretándome algún órgano vital,
posiblemente el corazón.
—¿Todo bien con ese fulano? —se interesa Marcus, que no le quita el ojo de
encima a la parejita.
—¿Te has quedado con su cara?
—Por supuesto, jefe. Sería capaz de hacer un retrato robot más exacto que su
foto de DNI. Si supiera dibujar, claro.
—Asegúrate de que no vuelva a poner un pie aquí dentro —ordeno.
Sin añadir nada más, entro un segundo tras la barra vip más cercana. El tiempo
necesario para agenciarme una botella de Macallan. Solo por si la que guardo en
mi despacho, situado una planta más arriba, no es suficiente para olvidar a cierta
golfa pelirroja que me está destrozando la vida.
Una boda de cuento de hadas con golfa incluida

Adriana


N.º 224 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
¿Agotada? Rubor bonne mine para rejuvenecer en segundos
Querida superheroína:
Recuerda que el rosa favorece siempre. Por eso, si te sientes cansada, aplica un toque rosa o color
albaricoque en las mejillas o en los párpados y verás qué diferencia.
A propósito, bonne mine significa «buena cara». Sé que estás buscándolo en san Google…

Adriana Martos

—Yo os declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia.
Sorbo por la nariz e intento sofocar los sollozos, aunque se me hace muy
complicado. ¡Nuestra Martinita se está casando, por Dior, como diría ella
misma! Apenas puedo ver el pañuelo azul cielo que alguien despliega frente a
mí, pero lo acepto, agradecida. Me sueno la nariz con fuerza y me seco los
lagrimones que descienden en torrente por mi rostro.
Por suerte, mi maquillaje es waterproof, si no, en este momento estaría hecha
un cristo (que no digo que no sea el caso: mi nariz debe de parecer un grifo sin
mando; apuesto a que tengo los ojos como si llevase media mañana picando
cebolla, y seguro que mi tersa y preciosa cara está congestionada, igual que
todos los inviernos, cuando pillo un resfriado del copón). Menos mal que no he
venido a ligar…
Me giro para agradecer el gesto de caballerosidad (no cabe duda de que el
complemento es masculino) y la seda resbala de mis dedos al comprobar a quién
pertenece. Aldren se agacha y lo recoge, sin inmutarse porque lo haya dejado
pringado de… Vale, sí, me cuesta decir mocos, pero es que vengo de una familia
bien educada donde se supone que no tenemos la menstruación, no moqueamos
ni vamos al baño. Ya lo he mencionado todo. ¿Contentas?
—Habida cuenta de tu currículum sentimental, es increíble que te emociones
tanto con las bodas.
Parpadeo, sorprendida. Ha pasado más de una semana desde que me marché
con Héctor y lo dejé tirado en la discoteca. No coincidimos de nuevo, ni siquiera
intercambiamos una mísera llamada, hasta que ayer nos subimos todos al avión
privado de Brenell. Incluso entonces, él se limitó a gruñir un buenos días y a
sentarse al fondo, donde se mantuvo entretenido con su portátil la mayor parte
del vuelo.
Cuando aterrizamos, ya era de noche, así que se recluyó a toda prisa en uno de
los coches (cualquiera en el que no estuviera yo). No volví a verlo. Seguramente
pasó la noche en casa de sus padres, que viven casi puerta con puerta con la que
ahora es oficialmente la suegra de Tina.
—¿Qué se supone que significa eso?
Se cruza de brazos y por fin me mira. Dios mío, hay tanta ira en esos ojos
oscuros…
—Es bastante obvio. Tú no crees en absoluto en esta institución.
El gesto de sus manos abarca la iglesia, a los recién casados, al resto de
invitados. A nosotros.
—¿Y tu afirmación se basa en…?
—En que no eres capaz de mantener las bragas puestas ni dos segundos.
El corazón me late tan fuerte que temo que termine dándome un infarto.
—¡¿Qué has dicho?! —grito, a punto de arañarle la cara.
Su carcajada retumba en las paredes y agarrota todas las terminaciones
nerviosas de mi cuerpo.
—Tranquila, bruja. Menudo vozarrón para ser tan canija.
—No sé qué estás tramando, pero…
—¿Yo? Te aseguro que nada. No quiero tener que ver una mierda contigo. Si
no fuera porque me he comprometido con tu hermano y con la junta de
Roseland, ni siquiera volvería a poner un pie en tu maldita empresa.
Frunzo el ceño e intento entender a qué viene esto.
—¿Todo porque me marché la otra noche? Te pedí disculpas.
—Claro que no es por eso. Puedo asumir que me den calabazas. Sé que no soy
irresistible —contesta, sereno.
—¿Entonces por…?
—Es porque eres una golfa.
Si me hubiera pegado un puñetazo en el estómago con todas sus fuerzas, no
me habría hecho más daño. Consigo mantenerme erguida a duras penas, aunque
siento que me falta el aire.
El silencio en el enorme recinto es absoluto. Cuando miro a nuestro alrededor,
compruebo que todo el mundo está presenciando este agonizante momento con
diferentes grados de asombro. No es para menos: esto es una boda, uno de los
días más felices para Martina y Creigton. Y se lo estamos arruinando.
—Siento que pienses eso, Aldren —es todo cuando digo.
No pienso defenderme. ¿Y qué si se siente estafado? Él tampoco es la persona
que yo creía. Y esa certeza duele tanto que temo romperme de un momento a
otro.
—Oh, no es lo que yo pienso, pelirroja. Es la palabra que define a una mujer
que no tiene moral ni es fiel a la persona a la que ama y con la que mantiene una
relación sentimental. Joder, ¿con cuántos tíos le has puesto los cuernos al capullo
de tu novio?
—¿Quién te crees que eres para juzgarme?
—Uno de tantos, supongo. Habría que echarle un vistazo a tu agenda para
hacernos una idea más precisa, ¿no?
—¡Maldito hijo de…!
—Estoy preñada —dispara Paula en medio de la discusión. Me callo de golpe.
—Vamos, chicos, calmaos. Este no es el mejor… Espera. ¿Qué? —pregunta
Bren, alucinado, volviéndose hacia su mujer.
—Que tus soldaditos han ganado esta guerra, cabronazo —confirma ella,
enfurruñada.
—¿De verdad vamos a ser padres?
—A no ser que al electricista macizo que nos colgó las lámparas del salón se
le rompiera el condón, sí.
—No me hace ni puta gracia, rubita —sisea él, antes de tomarla entre sus
brazos y comerle la boca delante de los invitados, que no paran de gritar de
alegría.
Doy un par de pasos para escabullirme, ahora que todos han perdido su interés
en mí. O casi todos. Aldren me agarra del brazo, impidiendo mi escapada.
—¿Qué quieres?
—¿Adónde vas?
—¿Y a ti qué coño te importa?
Deja escapar un pesado suspiro y se mesa el pelo con nerviosismo.
—Siento haber montado un espectáculo en la boda de nuestros amigos.
—¿Y ya está?
—Pienso de verdad todas las palabras que te he dicho. Me has utilizado para
engañar a tu pareja, y eso no te lo voy a perdonar nunca. Aunque parte de la
culpa haya sido mía, porque hace tiempo que me enteré de tus andanzas, no sé si
nuestra amistad podrá sobreponerse a esto.
Me suelto de su agarre y le hago una promesa:
—Ya te lo digo yo: no se va a salvar.


Observo la pista de baile con una sonrisa bobalicona en los labios. Tina y
Creig han abierto la fiesta y se los ve felices. No es para menos: acaban de
casarse; sus familias y seres queridos se encuentran en esta sala, celebrándolo
con ellos, y los tres se mecen al son de la música, abrazados.
Sí, la pequeña Nerea también está participando de este momento tan especial,
y es la escena más bonita que he presenciado nunca. Espero que el fotógrafo al
que han contratado esté haciendo un buen trabajo. Por si acaso, ya les he sacado
unas cuantas tomas con mi pequeña pero estupendísima cámara EVIL.
La mirada embelesada —y todavía incrédula— de Martina se desplaza al
escenario montado para la ocasión, donde Maroon 5 interpreta Sugar, su canción
especial. ¿Podéis creer que Adam Levine y su banda se encuentren a menos de
treinta metros de mí? Yo tengo que frotarme los ojos para cerciorarme. Ha sido
una sorpresa para todos; he de admitir que Creigton se lo ha currado. Al menos,
su mujer está pletórica, y eso es lo único que cuenta hoy.
Echo un vistazo al reloj y suspiro. No es así como me habría gustado que se
desarrollaran las cosas, pero, ahora mismo, no puedo hacerlo de otro modo. Ya
me ha resultado bastante duro quedarme al banquete y fingir una alegría que no
sentía. Hablar, sonreír, comer, beber… Sobre todo, beber. Reconozco que estoy
bastante achispada. Y esa es una buena manera de pasar por toda esta mierda.
Suelto una risilla. Al final, Manu nos está pervirtiendo a todas. Pero
conseguiremos encarrilarlo. Luisa se sentirá orgullosa del hombrecito que está
criando.
Sin embargo, ni toda la ginebra del mundo habría podido conseguir que, tras
servirse los postres, yo asistiera al tradicional lanzamiento del ramo, seguido de
los brindis. Preferí utilizar ese tiempo para reemplazar mi precioso vestido de
dama de honor por unos vaqueros ajustados y una blusa de seda de Hermès, un
atuendo mucho más adecuado para viajar.
—Creí que ya te habrías marchado.
Acepto la copa de champán que me ofrece Paula, a pesar de que he bebido
demasiado.
—¿Y perderme esto? —Señalo delante de nosotras y ambas sonreímos.
—Estos americanos saben cómo enamorar a una chica, ¿verdad?
—No se les da mal —admito, dando un trago.
—¿Estás pensando en lo bueno que está Levincito de esmoquin?
Chasqueo la lengua mientras lo veo moverse con garbo por el escenario.
—Tiene el cuerpo lleno de tatuajes. —Me siento obligada a ponerle alguna
pega.
—Siempre puedes tirártelo vestido. De hecho, daría bastante morbo
simplemente bajarle la cremallera y…
Suelto una carcajada mientras le tapo la boca. De lo contrario, estoy
convencida de que me hará un detallado resumen de mi hipotético polvo con el
cantante.
—Se supone que habías vuelto a ser una pija, pero Maléfica te posee
demasiado a menudo para mi gusto.
—No mientas. Le habéis cogido cariño a mi antagonista. Además, este
puñetero embarazo me tiene las hormonas revolucionadas. Pienso en sexo a
todas horas.
—Seguro que Bren se siente un desgraciado.
—Qué suerte tiene el cabrón —protesta, y nos reímos como niñas.
—Tengo que irme —comento, tras otra mirada a mi Chopard—. El avión de tu
marido ya debe de estar listo.
Después de la ceremonia, y tras la fuerte discusión con Al, informé a mis dos
amigas de mi decisión de volver a España. Ni que decir tiene que intentaron
hacerme cambiar de opinión, pero me mantuve más firme que una candidata a
Miss Universo instantes antes de la decisión final del jurado. El bochornoso
episodio (presenciado por mil quinientos invitados pertenecientes a lo más
granado de la flor y nata de la sociedad) fue lo que necesitaba para darme cuenta
de que aún no estoy preparada para enfrentarme al mundo. Sí, he avanzado
mucho en este último mes, y gran parte de mi recuperación se la debo al propio
Aldren, pero están sucediéndome muchas cosas ahora mismo, cosas que no soy
capaz de gestionar tan bien como debería y, la verdad, no tengo ganas de pasar
las dos próximas semanas con mis cinco amigos.
«No te engañes, Adriana. De cinco, nada. En algún punto del camino has
perdido a Al».
—Te voy a echar de menos, cari. Me había hecho a la idea de que estaríamos
estos días todos juntos. Cuando nazca la sanguijuelita, será más complicado.
Me lanzo a sus brazos y cierro los párpados para evitar que se me escapen las
lágrimas.
—Yo también os voy a extrañar, pero lo necesito, Pau. Necesito cerrar mis
heridas y volver a ser yo misma antes de retomar mi vida. Y si Tina consigue
compaginar sus facetas de madre, exitosa trabajadora y fiel amiga, tú también
podrás.
—Pues claro que podré. ¿Por quién me tomas? Anda, lárgate, antes de que
alguien se dé cuenta de lo que tramas y te toque dar un millón de explicaciones.
Tu madre ya ha estirado el cuello en tu dirección un par de veces.
—Dile a Martina que le deseo toda la felicidad del mundo —susurro, cuando
las notas de la canción se desvanecen y los aplausos enfebrecidos del público
resuenan por toda la sala.
—Ella ya lo sabe, tontita. Te dejo; mi marido va a querer que bailemos esta
pieza.
Lanza un beso al aire y se aleja al ritmo de sus taconazos. Yo cojo mi bolso y
miro una sola vez hacia el grupo que charla de forma distendida cerca de la pista.
Son mis mejores amigos y los quiero a mi lado, aunque, de momento, necesito
un tiempo para mí sola.
Durante unos segundos, mis ojos se prenden del hombre alto y moreno que
permanece serio, incluso distante, como si no se sintiera a gusto con su piel. Hay
quien diría que tiene motivos para estar avergonzado. Vale, yo.
Pero esa es una historia muy triste que no tengo ganas de contar hoy.
Estrellas y confesiones

Aldren


N.º 225 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Las cosas bien hechas bien parecen: hacer testamento
Querida superheroína:
Hacer testamento te permite decidir a quién quieres que vayan a parar tus bienes (y deudas, en caso de
existir) después de tu muerte.
Los herederos forzosos son los hijos o descendientes; en defecto de estos, los padres o ascendientes, y en
todo caso, el cónyuge no separado legalmente o de hecho.
No obstante, siempre que se respeten las legítimas de los herederos forzosos, se puede disponer de los
bienes haciendo testamento como uno quiera.
Además de distribuir tus bienes, redactar un testamento te permite introducir cláusulas como la del
nombramiento de un albacea que se encargue de hacer que se cumpla tu voluntad, o de contadores
partidores encargados de repartir la herencia, así como la designación de un tutor que se ocupe de tus
hijos antes de que alcancen la mayoría de edad, e incluso proteger a tu cónyuge para ampliar sus derechos
hereditarios.
Este acto es fundamental si en vez de cónyuge tienes pareja de hecho, ya que esta carece de derecho
hereditario alguno, así que la única manera de conferírselo es incluyéndola en el testamento.
También se puede reconocer a un hijo, o si, por el contrario, lo que quieres es desheredar a alguno de
tus herederos forzosos, es en el testamento donde debes estipularlo.
Decidir todo esto es más sencillo de lo que parece, y su coste no suele rebasar los cincuenta euros. El
notario te asesora previamente a la redacción del documento final, encargándose de adecuar tu voluntad a
la ley. Valora, además, tu capacidad (que estés en pleno uso de tus facultades, vaya) y guarda el informe
bajo protocolo notarial, por lo que no puede ser destruido.
Su existencia queda recogida en el Registro General de Últimas Voluntades, lo que permite determinar
cuál es el último testamento de una persona, que normalmente deroga los anteriores. Además, no se
requiere ningún trámite posterior para confirmar su validez.
Por último, otorgando testamento, evitarás a tus sucesores el trámite de la declaración de herederos,
que también conlleva un coste, y que es obligatoria cuando no existe testamento.
Ahora, lo importante es no precisar de él en muuucho tiempo, ¿no te parece? O mejor aún: vive bien y
con prisa, como si no dieras nada por sentado (porque te aseguro que este precioso mundo, igual que da,
quita).
Mi lema: la vida son dos días y uno fue ayer. ¡A gozarlos, cari!

Adriana Martos

Es oficial. Tengo una resaca de tres pares de cojones.
Me encantaría volver a la cama y despertarme mañana o pasado, pero son las
cuatro de la tarde y no he venido a Los Ángeles a hibernar.
Juro que no volveré a probar una gota de alcohol en mucho tiempo. Me entran
arcadas solo de pensar en ello. ¿Por qué bebí tanto ayer? «Porque Adriana es una
puta perra infiel y porque por su culpa te portaste como un mierda en la boda de
tus mejores amigos». Sí, algo así.
Nunca he sido un tío celoso, pero que aquella noche en Angel no se lo pensara
dos veces antes de marcharse con su ex, en lugar de quedarse conmigo, rompió
algo dentro de mí. Algo muy inestable que llevaba amenazando con desbordarse
desde entonces, y que solo necesitó estar en la misma estancia que ella y verla
llorar a moco tendido por un acto que, a mi entender, nunca será capaz de
respetar, para explotar como un cartucho de dinamita con la mecha muy corta.
¿A quién quiero engañar? Estoy enamorado de Adriana hasta las trancas,
posiblemente desde la primera vez que la tuve entre mis brazos, hace ya dos
años. Si es que a mí las bodas me ponen muy sentimental, joder.
Paso por el salón y la cocina para cerciorarme de que la mansión está a mi
entera disposición, aunque, a juzgar por el bendito silencio que reina, ya suponía
que no había nadie. Seguro que están todos en casa de los Jarvis; pese a que solo
de imaginármelo me entran escalofríos, cojo las gafas de sol y cierro la puerta,
maldiciendo durante todo el camino este puñetero sol que pretende dejarme
ciego y partirme la cabeza en media docena de trocitos. Menos mal que apenas
hay unos metros entre las dos viviendas, porque si no, me habría dado la vuelta.
Llamo al timbre y es mi madre quien abre, con una sonrisa que me hace
rechinar los dientes.
—Cariño, ya era hora de que te presentaras —me sermonea. Se estira para
darme un beso.
—Apenas he dormido unas horas —me quejo, apresurándome a entrar para
huir de tanta claridad.
—Pues eres el último en levantarte.
—Lo siento. Estaba cansado. Lo estoy.
—Anda, ve con tus amigos. Han acampado en el salón. —Sus ojos brillan con
picardía, lo que nunca es bueno—. No están en mejores condiciones que tú,
salvo las niñas, que no bebieron. Los adultos nos hemos quedado la terraza. Por
eso de que la luz no nos desintegra ni vuelve nuestra piel brillante como
purpurina…
—No sé a qué viene la referencia a los vampiros. —Río.
Me mira con fijeza antes de señalar el interior.
—Ahora pido que te lleven… —echa un vistazo al magnífico reloj de
diamantes que le regaló mi padre por su último cumpleaños— ¿la merienda?
—Déjalo. No…
—Tienes que comer si quieres deshacerte del alcohol que aún encharca tus
venas. Después, si te portas bien, te daré un ibuprofeno para acabar con ese dolor
de cabeza que te está matando.
Pensar en comida me revuelve el estómago, aunque sé bien que ingerir algo
sólido será la forma más rápida y efectiva de que me sienta mejor. Y tomarme
ese analgésico. Qué irritante resulta que esta mujercita de metro sesenta siempre
tenga razón.
—Está bien, mamá.
Cuando llego al salón, casi me echo a reír ante el panorama que encuentro.
Bren, Creig y mis dos hermanos están tirados en los distintos sofás como si
fueran a morir de un momento a otro. Las chicas, en cambio, parecen igual de
frescas que las rosas del jardín de Eleanor; le hacen mil y una monerías a Nerea,
que ríe sin parar.
Solo falta una persona. Supongo que estará en el baño o con los adultos.
—Hombre, mira quién ha decidido aparecer por fin —saluda un desganado
Brenell.
—Pues para ver tu careto de zombi, podría haberme ahorrado la molestia —
replico, dejándome caer a su lado.
—No soy yo el que lleva las Ray-Ban dentro de casa.
Me las quito con todo el pesar del mundo. Se estaba tan a gustito con ellas…
—Si no sabéis beber, no entiendo por qué lo hacéis. Ya no sois unos críos —
nos regaña mi madre, que entra con una bandeja repleta de comida. Solo el olor
ya me está poniendo malo—. ¿Quieres que te traiga algo más?
«¿Algo como qué? ¿Un buey asado? Es lo único que falta en esa bandeja».
—Seguro que le apetecen unos callos, Audrey.
Trago convulsivamente antes de girarme hacia el bicho de Paula. Todos se
mondan de risa, excepto Brenell, Creigton y yo, que no soportamos ese plato, lo
cual no nos salvó en su momento de sufrir una bromita por su parte que nos tuvo
un día sin probar bocado.
—Cómo me gusta teneros a todos juntos en la misma habitación —dice
mamá, con voz divertida, antes de salir—. Que no corra la sangre, chicos. Ellie
acaba de comprar esa alfombra.
Observo la cantidad de alimentos dispuestos frente a mí y suspiro. ¿Qué se ha
creído mi madre que soy, un kraken?
—¿Estás seguro de que no prefieres que te cambiemos todas estas delicatessen
por un calórico y grasiento guiso de callos a la madrileña? Seguro que tu papi, el
cocinillas, te los prepararía tan ricos que hasta mojarías pan… —susurra la rubia
en mi oído, desde detrás del sofá.
Me trago una arcada (la sexta, creo, desde que estoy aquí) y me levanto como
un resorte.
—Mira, eres una de mis mejores amigas, y la mujer de Bren, pero eso no quita
que no pueda…
—¿Llamarme golfa e infiel sin tener el más mínimo derecho?
—¿Qué? —Retrocedo un par de pasos, como si me hubiese abofeteado, y miro
a mi alrededor—. ¿Dónde está Adriana? —pregunto, preocupado de repente y
con el corazón tronándome en los oídos.
—Aquí, no. Y es por tu culpa.
—Paul.
La voz profunda y firme de mi amigo no me amilana. Y, al parecer, a ella
tampoco. Miro de reojo a los presentes y distingo el malestar en sus rostros.
—Se suponía que estas dos semanas eran para nosotros. Prácticamente hemos
hecho magia para cuadrar nuestras agendas y poder estar los seis aquí. Por
nuestra amistad, pero sobre todo por Drina. Ella nos necesitaba, y tú… —cierra
los puños varias veces, como si se estuviera conteniendo para no pegarme—
puede que hayas roto algo que no tenga forma de pegarse.
—Ya vale, cariño. Tú mejor que nadie sabes lo jodido que puede volverse todo
esto. Dales tiempo para arreglarlo a su manera.
—Tiene razón.
Crammer y Chesler me observan con la boca abierta; el resto no se muestra
menos sorprendido. Pero es posible que yo sea el más asombrado de todos: saber
que he forzado a Adriana a marcharse me tiene loco. Y desconocía que la
culpabilidad pesara como una tonelada de ladrillos.
—Lo solucionaré, ¿de acuerdo?
—Más te vale, porque si me obligas a elegir entre ella y tú, te aseguro que
saldrás perdiendo.
Asiento. Me parece justo. Doy media vuelta, sin despedirme de nadie.
—¿Adónde coño vas? —pregunta Creig.
—A comprar mucho pegamento.


—¿Cuál de todas esas miles de estrellas crees que es él?
Adriana deja de mirar el cielo y gira la cabeza de golpe hacia mí, que me
apoyo en la balaustrada de piedra tras ella. ¡Auggg, eso ha debido de doler!
—¿Qué haces aquí?
—Estaba de paso y me ha parecido imperdonable no venir a visitarte. —Alza
una de sus finas cejas, demostrando su incredulidad ante mis palabras—. En
serio. Me han invitado a jugar al golf aquí mismito.
A pesar de lo enfadada que está conmigo, tiene que morderse los labios para
evitar sonreír. Se inclina para recoger una especie de túnica de la tumbona
contigua y comienza a ponérsela.
«Gracias, Señor, por tu extrema magnanimidad». Sé que es consciente de mis
ojos, fijos en ella —y en su desnudo cuerpo— hasta que se cubre.
—¿Cómo has entrado?
—La puerta de fuera no tenía echada la llave. Un poco peligroso, ¿no?
—Esta tarde volví bastante cargada con la compra y me limité a meter dentro
las bolsas sin tirar los tomates calle abajo. Supongo que olvidé cerrarla después.
—Debes tener más cuidado, pelirroja. Esta es una zona de lujo, y un reclamo
perfecto para todo tipo de delincuentes.
Supongo que he metido la pata. Otra vez. Porque su expresión cambia al
instante, cerrándose herméticamente.
—¿Qué quieres, Aldren?
Me acerco despacio y ocupo el asiento vacío.
—Creo que disculparme estaría bien.
Estoy bastante seguro de que mi respuesta la sorprende casi más que el que
haya venido hasta aquí. El jardín está a oscuras, y la única iluminación de la que
disponemos es la que proviene de la casa, lo cual me permite contemplar el
cielo, cuajado de puntitos brillantes.
—No has contestado a lo que te pregunté antes —insisto, fijándome en su
triste rostro de porcelana.
—La más grande y bonita —susurra.
Asiento y vuelvo la vista hacia arriba. Coge su copa y le da un trago. La
conozco bien: sé que ahora mismo necesita digerir el nudo que constriñe su
garganta.
—Me pasé un montón en la boda —admito, mortificado—. Mentí cuando te
dije que no tenía nada que ver con que me dejaras por tu novio. Me jodió un
huevo. Pero fue mucho más doloroso que no disfrutaras de la boda con tus
mejores amigas, y aún peor cuando al día siguiente me enteré de que te habías
marchado.
Me callo que lo más martirizante, con diferencia, es esta molesta sensación
que no me abandona desde que Martina me detuvo antes de salir de casa de su
suegra y mantuvimos una breve conversación frente a la puerta.

—Aldren. Espera, por favor.
Acallo una maldición antes de volverme.
—¿Tú también?
—Ayer fue el día de mi boda —me recuerda, en tono suave.
Como si fuera necesario. La culpabilidad me ahoga.
—Lo siento muchísimo, cariño. Se me fue de las manos, de verdad…
—Está bien. Te perdono.
—¿Así, sin más? —farfullo.
—Ya sabes lo facilona que soy.
—Eres un puñetero ángel.
Frunce su aristocrática naricilla antes de lanzarme una mirada cargada de
censura.
—Últimamente eres un grosero de cuidado.
—Últimamente estoy desquiciado —la contradigo.
Tina apoya la mano en mi brazo y sonríe. Hay tanta ternura en su gesto que
me desarma, como siempre.
—Te estás equivocando, Al.
—¿En qué? —pregunto, confuso.
—Adriana es una de las personas más sinceras, fieles y leales que conozco.
Se me escapa una risotada.
—Estás de coña, ¿no?
Su preciosa cara, que ahora luce seria y apenada, me dice que no.
—Es normal que, cuando dedicamos muchas horas a un puzle, llegue un
momento en que veamos claro el dibujo frente a nosotros, pese a que esté
inacabado. Y, en ocasiones, hasta que no estamos a punto de terminarlo no nos
damos cuenta de que nos faltan piezas para hacerlo, aunque para entonces ya es
demasiado tarde.
—¿Qué quieres decir?
—Que has metido mucho la pata, Aldrencito. Y arrastrarte como un gusano
no va a ser suficiente.

—No podía quedarme —confiesa Adriana en un hilo de voz, destrozándome
por dentro.
—No sé qué decir. —Me siento un mierda—. Disculparme no servirá de
mucho, pero te pido perdón de corazón. A veces me dejo llevar por mis ideales y
por… mis sentimientos. —Hasta ahora he rehuido su mirada; no obstante, alzo la
cabeza y me doy de bruces con sus preciosos ojos verdes, que me esperan—.
Mereces vivir tu vida como te parezca y, por supuesto, no me debes, no le debes
a nadie, ninguna maldita explicación de tus actos.
—Para ti soy una golfa…
Tomo aire y lo suelto despacio, pensando bien lo que voy a decir.
—Eres una persona honesta, íntegra y decente, y admiro muchísimas de tus
cualidades.
—Aunque no la forma en que me abro de piernas para cualquiera.
Maldigo. Alcanzo su copa de la mesa baja que hay entre nosotros; le doy un
buen trago y hago una mueca ante el sabor, dulzón y ácido a un tiempo, de la
tónica que tanto le gusta.
—Adriana, no insistas.
Se pone en pie y se aleja de mí; pienso que, a pesar de haber renunciado a mis
vacaciones con mis amigos y mi familia y no haber dudado en montar en el
avión de Bren cuando apenas acababa de bajarme de él, he vuelto a joderla.
Últimamente, lo hago mucho, pero es que no consigo reconciliarme con su idea
del amor: con esa falta de complicidad, en una cama demasiado concurrida, sin
darse al cien por cien. Yo no concibo las relaciones de esa manera.
Cuando regresa, respiro aliviado y acepto el grueso vaso que me tiende. El
fuerte whisky desciende por mi garganta como un río de fuego, pero no por eso
dejo de beber. Necesito la fórmula mágica que me ayude a llegar hasta ella. No
deseo que desaparezca de mi vida.
—¿Lo quieres? —indago, después de un rato en silencio.
Necesito saberlo. A fin de cuentas, es el punto más lógico para desentrañar
todo este lío.
—Enamorarse de Héctor es muy fácil.
¿Os habéis dado cuenta de que no ha respondido a lo que le he preguntado? Y
es una cuestión sencilla. De sí o no.
Se gira hacia mí y esboza una sonrisa burlona.
—Supongo que quieres la historia completa.
Por supuesto, pero no abro la boca. Dejo que sea ella la que decida. Es su
historia y, aunque seamos amigos, no tengo ningún derecho a exigírsela.
Reflexiona durante un par de minutos, en los que no deja de estudiarme, como
si sopesara si merece la pena o si yo estaré a la altura de las circunstancias.
Supongo que salgo victorioso, porque se hace con su copa y se la bebe de golpe.
Medio gin-tonic del tirón. No sé qué esperarme, la verdad.
—Mi novio está casado.
Vale, esto no. Me obligo a mantener la boca cerrada, puesto que tiende a
abrírseme como la de una trucha. «¿Cómo que está casado? Esto es mucho peor
de lo que suponía, joder».
—¿Necesitas un Lexatin?
—Esto no es gracioso, Adriana.
—No, no lo es. Pero tu cara de flipado, sí.
—Es que…
—Es un poco fuerte para alguien como tú.
—¿Qué coño significa eso?
—Que tu estrechez de miras (o esa preocupante carencia de fibra en tu dieta
que te provoca estreñimiento crónico) no te permite siquiera imaginar que pueda
haber algo bonito o especial en lo que voy a contarte.
La veo hurgar entre los pliegues de su túnica. No irá a quitársela, ¿verdad? No
lo hace. Saca un paquete de tabaco y un mechero, y yo alucino más que si
estuviera desnuda frente a mí.
—¡¿Desde cuándo fumas?!
—Desde que en la vida ocurren cosas, como que tu padre muera con sesenta y
un años, de un infarto al corazón, mientras duerme plácidamente al lado de su
mujer.
Hay tanta rabia en sus palabras que sé que aún falta mucho para que pueda
superarlo. Es pronto, y tiene razón: ha sido una enorme putada.
Acepto el cigarro que me ofrece y lo enciendo. Habría preferido mi pipa, pero
es lo que hay, y cuando el humo corre por mi garganta, la extraña sensación me
seduce por completo.
—Apenas lo hago —musita—. Fumar. Uno o dos a la semana. Me ayuda a…
no sé. Lo dejaré llegado el momento.
No digo nada. Si todo lo que precisa para gestionar la angustia y el dolor es un
poco de nicotina, por mí perfecto. Estoy convencido de que no será un vicio
permanente. En realidad, Drina odia el tabaco. Tendríais que ver las caras de
asco que está poniendo.
—Conocí a Héctor en una discoteca y, sí, lo primero en lo que me fijé fue en
la marca blanca que había dejado la alianza en su perfecto bronceado. De todos
modos, yo ya sabía quién era él, así que su estado civil nunca fue un secreto.
Su voz contiene una mezcla de autocensura y burla, y es en este mismo
instante cuando comprendo lo acertada que estuvo Martina en su enfoque. Las
cosas no siempre son lo que parecen a simple vista, y quizá la propia Adriana ha
estado juzgándose mucho más duramente que cualquiera; sin embargo, cuando
los sentimientos mandan, es complicado salir de depende qué situaciones.
—No voy a endulzarlo: estaba muy bueno, vino a por mí en cuanto me vio y,
después de un montón de gin-tonics y muchos sobeteos en la pista de baile, de lo
único que yo tenía ganas era de aprendérmelo de memoria con la lengua. Aun
así, hice el intento de portarme bien y traté de irme a casa (sola y muy
cachonda). Creo que, solo por aquellos veinte infernales minutos de trayecto,
tendrían que haberme hecho la ola en el Bernabéu en la final de la Champions
League —comenta, con una sonrisa irónica, antes de buscar el tabaco de forma
frenética.
Coloco mi mano sobre la suya y entrelazo nuestros dedos. Se queda tan quieta
que me preparo para alguna de sus balas verbales, de esas que a menudo me
hieren de muerte, pero, al cabo de unos segundos, se limita a suspirar. Como si
luchar contra mí fuera un caso perdido.
—Cuando me bajé del taxi, él me estaba esperando —continúa—. Guapo,
sexi, excitado como un toro ante un capote rojo (pudiera ser que mi vestido color
sangre tuviera algo que ver), y con una sonrisa de lo más macarra pintada en sus
pecadores labios. Porque ese cabronazo ha pecado mucho, aunque entonces yo
no lo supiera.
Hace rato que no me mira, no sé si por vergüenza o porque la intensidad de
sus emociones la sobrepasa. Yo sí la observo, y parece tan joven, triste y sola,
acurrucada en su hamaca con los ojos cerrados, que deseo con todas mis fuerzas
acunarla entre mis brazos y prometerle que todo mejorará. No lo hago, por
supuesto. Entre otras cosas, porque no creo que sea capaz de cumplir esa
promesa.
—Para cuando entramos en mi loft, la ropa prácticamente había desaparecido;
fue la noche más morbosa y placentera de mi vida, a pesar de lo cual me prometí
que el calentón no se repetiría. Lo malo, como ya supondrás, es que calentones
como aquel primero ha habido muchos, y aunque Héctor me aseguró que dejaría
a su esposa, porque, según me juró y perjuró (casi siempre entre las sábanas de
raso de mi cama, mientras empujaba con fuerza entre mis muslos), estaba
enamorado de mí como un adolescente, hemos estado manteniendo una relación
ilícita y tormentosa durante más de dos años y medio. Y no ha habido ni un solo
segundo en el que yo no lo haya querido con toda mi alma.
Creo que siente la obligación de contarme esto último para suavizar la opinión
que pueda tener de ella.
—Entonces, ¿por qué…?
—¿Por qué me he tirado a otros hombres mientras estaba con él?
Asiento.
—Héctor nunca ha tenido problemas para jugar a dos bandas, así que, aunque
me costó asumirlo, decidí buscar mi placer donde me apeteciera hasta que no
fuese la única mujer en su vida. No me parecía justo conformarme con los
orgasmos que tuviera a bien concederme cuando encontrara un rato para mí.
En pocas palabras: si él no era fiel, ¿por qué habría de serlo ella?
Y lo entiendo. Lo entiendo todo. Y me siento fatal. Por esos años en los que
puso su corazón y sus sueños en manos de un gilipollas integral, que solo se ha
aprovechado de sus sentimientos. Y por haberla tratado tan mal, amparándome
en mis elevados e inquebrantables principios, cuando me faltaba tanta
información para hacerme una composición de lugar.
Me quito la ropa rápido y me tiro de cabeza a la piscina. Puedo sentir su
mirada siguiéndome mientras hago una docena de largos que me ayudan a
serenarme, física y mentalmente. Cuando la rabia y la decepción que me ahogan
desde hace meses se han diluido en el agua, me izo por uno de los laterales y me
acerco de nuevo a ella. Sus ojos acarician mi cuerpo antes de subir hasta mi cara.
—Tienes toallas en la caseta.
Regreso enseguida, con la suave felpa cubriéndome la cintura.
—¿Y esos amigos con los que has jugado al golf viven muy lejos? —pregunta,
con cierta guasa.
Me siento y sonrío de medio lado, tomando mi Macallan.
—He venido directo del aeropuerto. En cuanto me eches, buscaré un hotel.
—¿En Marbella, ¡en agosto!? ¡Tú estás loco!
—Esto… No lo he pensado mucho, ¿vale?
Se levanta y lo observa todo, menos a mí. Cuando al fin clava su mirada en la
mía, se abraza la cintura, insegura. O incómoda.
—No soy de las que se acuestan con hombres casados. Pero fue justamente
eso lo que hice. Me porté como la golfa que me acusas de ser. Sin embargo, sentí
que aquella historia tenía que ocurrir justo así, y habría luchado contra
cualquiera para retenerlo a mi lado. Incluso es posible que, de haber sabido lo
que sucedería, habría terminado actuando igual.
—Lamento haberte juzgado, Adriana. Eres muy libre de buscar tu felicidad
como creas conveniente. Tu conciencia es tuya y de nadie más.
Alza los ojos al cielo y parece perderse entre las estrellas. Creo saber lo que
está pensando. La vida es demasiado corta e incierta como para malgastarla con
principios tontos y banales. Hay que agarrarse a lo que verdaderamente importa,
a aquello que nos proporciona felicidad, a quien nos hace sentir.
Al menos, eso es lo que estoy pensando yo.
—Puedes dormir aquí. En cualquiera de las camas de la casa, salvo la mía.
—Haré lo que tú quieras, canija.
Kit Kats que engañan al paladar

Adriana


N.º 226 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
¡Vade retro, celulitis!
Querida superheroína:
La celulitis es la acumulación, en determinadas zonas del cuerpo, de tejido adiposo que forma nódulos
de grasa asociados a retención de líquidos y toxinas (lo que viene a ser la antiestética piel de naranja de
toda la vida).
Según datos de la SEME (Sociedad Española de Medicina Estética), el 85% de las españolas tiene
celulitis (oh, my God!). Otro dato preocupante: afecta también a mujeres delgadas y deportistas, así que
apúntate este remedio casero para tratar esos molestos y poco favorecedores hoyuelos en la piel:
La arcilla blanca es un ingrediente natural que aporta muchísimos beneficios en el tratamiento de la
celulitis, por lo que resultará perfecta para elaborar una mascarilla.
En un recipiente, mezcla cinco cucharadas soperas de arcilla y otras tres de agua. Añade cinco gotitas
de aceite esencial de menta y remueve. Después, moja unas vendas largas y anchas y escúrrelas un poco.
Utiliza una brocha para extender la mixtura sobre las zonas que quieras tratar. Véndala y fórrala con film
para que quede bien sujeta. Mantén tapado unos treinta minutos, retira y aclara con agua tibia.
Por último, recuerda que este consejo ayudará, pero no obrará milagros. Lo mejor siempre es mantener
una dieta rica en potasio, vitamina C y vitamina E; evitar los alimentos con sodio; no probar el tabaco; no
tomar café ni alcohol; beber abundante agua y hacer ejercicio de manera regular.
Y, si la celulitis ya ha entrado en tu vida y te ha cogido un cariño que ni tus sobrinas después de
llevarlas por primera vez a las rebajas de Hollister, hay fármacos que ayudan a eliminar el tejido adiposo,
o directamente te puedo dar el teléfono del cortafiambres de mi madre. Que, oye, la mujer podría presentar
la colección de primavera-verano de Chanel en la pasarela Cibeles. Si parece mi hermana… pequeña, la
jodía.

Adriana Martos

Contárselo a Aldren me alivió. Me curó el alma, a la vez que tendió un puente
entre nosotros. Detesto que estemos enfadados, aunque no me gusta esa supuesta
superioridad moral que lo capacita para juzgarme. Tal vez no he actuado de
forma correcta, pero no es tarea de ese santurrón decidir si soy buena o mala
persona.
De todos modos, he decidido perdonarlo. Es mi amigo, forma parte del club de
los seis y está esforzándose mucho por sacar adelante la empresa familiar.
También cuenta que se preocupe por mí como nadie lo ha hecho jamás.
Abro la puerta de mi dormitorio y aguzo el oído. Puede que aún esté
durmiendo. Son las ocho de la mañana y nos acostamos a las tantas.
«Pues a mí me parece deliciosamente espabilado». Verlo preparar el desayuno
con solo unos pantalones cortos de pijama casi colgando de sus estrechas caderas
me despierta de golpe y porrazo.
Ha dispuesto un bol enorme con trozos de melón, sandía, melocotón y piña;
tostadas francesas; cereales, y una jarra de zumo de naranja. El olor del café casi
me marea por las ganas que tengo de inundar mi cuerpo con ese oscuro y fuerte
líquido. Inyectado en vena, a ser posible. Y, desde aquí, no tengo ni idea de qué
es lo que está cocinando en la vitro, pero huele de maravilla.
—¿A cuántos vecinos has invitado a desayunar? Porque he venido a la casita
de la playa de mis padres en busca de soledad.
Se vuelve hacia mí con una sonrisa y una sartén humeante. Sus ojos me
recorren de arriba abajo antes de repartir la tortilla francesa de champiñones y
jamón en dos platos.
—Pues como se haya corrido la voz de que duermes así de sexi, se van a
presentar muchos. Hombres muy salidos, en su mayoría.
—Eres idiota. Solo es un camisón —aclaro, abalanzándome sobre mi vaso
extragrande de café y dándole un trago que parece decir: Llevo tres horas
caminando por el desierto. Si me lo quitas, te mato.
—Ya me conozco tus camisones. Son pura provocación.
Pincho una tostada y alcanzo la mermelada de cerezas. Me entretengo untando
una gruesa capa en la rebanada mientras dejo que el silencio se prolongue.
Disfruto de la forma en que Aldren me contempla, igual que un lobo a un tierno
corderito. Corto un cuadrado perfecto de pan y me lo meto en la boca. El olor de
la canela me hace suspirar.
—En realidad, me acuesto desnuda —admito, sin necesidad, puesto que lo
sabe de sobra—. Esto —tiro de la seda negra, lo que hace que la prenda suba por
mis mulos y muestre que no llevo nada debajo— es solo un pequeño gesto de
civismo.
Sus ojos se quedan clavados en el triángulo anaranjado entre mis piernas
durante un tiempo indeterminado. No sabría precisar si transcurren dos minutos
o una hora hasta que aparta su atención de ahí. Lo que sí sé es que casi me hago
pis encima por culpa de los nervios. ¡Pero es que menuda mirada, chicas! Hay
tanto fuego ardiendo sin control en su interior que podría ahorrarme la
calefacción durante todo el invierno.
«¿Tú no pasabas olímpicamente de los tíos?».
«No, si lo hago», le contesto, muy ufana, a mi conciencia, que se pone chula
en los momentos más inoportunos. «Sin embargo, los Kit Kats están permitidos
en casi todos los ámbitos de la vida». He oído que Podemos está elaborando un
proyecto de ley para regular el uso de paréntesis tales como desentenderse
temporalmente de las parejas e hijos, dejar de contestar las llamadas y wasaps
chorras de tus familiares y amigos o abandonar por un par de horas a tu
insoportable y absorbente jefe. Creo que es una idea estupenda y espero de
corazón que la iniciativa llegue lejos en el Congreso.
—Joder, Adriana…
—No he estado con nadie desde la última vez que lo hicimos.
No dice nada, pero tengo claro lo que está pensando. En aquella noche en que
elegí a Héctor en su lugar. También sé que esa es la única razón de que no esté
ya dentro de mí.
—Me marché con él porque necesitaba que entendiera que lo nuestro había
terminado. Se lo había dicho hasta en arameo, pero Héctor no quería aceptarlo,
así que dejé de responderle al teléfono. Entonces, nos encontramos en tu
discoteca, y por cómo se comportó, supe que no se rendiría.
—Se comportó como si fueras suya. Y me pareció que estabas de acuerdo.
—Ha sido mucho tiempo —me disculpo—. Es difícil resistirse a alguien a
quien se lo has dado todo. Pero no ocurrió nada, ni siquiera cuando intentó
besarme.
Me observa serio, así como es él a veces. Y yo dejo que bucee en mi alma
hasta que encuentre lo que busca.
—¿Podrás olvidarlo?
El nudo en la garganta apenas me permite respirar; no obstante, consigo
sonreír.
—Es lo que más deseo.
Y lo digo de verdad. Porque no hay nada más doloroso que querer sin ser
correspondido.
Sus grandes manos se posan sobre mis rodillas y ascienden despacio por los
muslos hasta detenerse en el inicio de mis nalgas. Los pulgares se extienden
hacia dentro y me abren las piernas, revelando una humedad caliente y
escurridiza que no me avergüenza, sino que aumenta mi excitación.
—Yo tampoco.
Alzo una ceja, interrogante.
—¿Tampoco puedes olvidarme? —pregunto, juguetona.
—Tampoco me he acostado con otras mujeres —confiesa. Estoy… gratamente
sorprendida. Y encantada—. Nadie que te haya conocido y se haya corrido en tu
interior será capaz de olvidarte nunca —remata.
Cuando me agarra con esa facilidad y confianza siento que tanta dieta y
ejercicio merecen la pena. Nos besamos como posesos de camino a la
habitación, chocando contra las puertas, haciendo Kit Kats para saborearnos a
conciencia (nosotros no necesitamos normas que legislen nuestro placer) y
deshaciéndonos de la poca ropa que llevamos, para llegar a la cama libres de
cargas.
—Dios, cuánto he echado de menos comerte la boca durante horas; follarte
como un loco hasta que me supliques que pare porque estás tan irritada que no
soportas ni el roce del aire, y dormir con mi polla dentro de ti, para que lo
primero que haga nada más despertar sea volver a embestirte hasta que pierdas el
conocimiento.
Adoro cuando se pone poético. No, en serio. Me he pasado años llamándolo
petardo y aburrido, por lo que resulta taaan excitante verlo en este momento,
soltando todas estas guarradas. Porque Aldren es apasionado y sensual, exigente
y generoso. Y me encanta beneficiármelo.
—Tienes los pechos más bonitos que he visto nunca —alaba. Me los lame y
muerde por turnos, no a vaya a ser que uno de los dos se sienta celoso.
Arqueo la espalda y susurro su nombre. Contengo el aliento cuando sus labios
descienden por mis costados y se detienen un segundo en mi ombligo,
encharcándolo de saliva y promesas, para, a continuación, seguir un camino
aprendido a base de experiencias parecidas, aunque nunca iguales.
Cuando la punta de su lengua roza mis pliegues, pego un brinco, a pesar de
esperarla. Qué bonita es su risa, y qué perversa, también.
No se entretiene regocijándose. Está demasiado ocupado disfrutando de mi
placer. Porque, para Aldren, hacerme gozar es un vicio. Y los movimientos
rápidos y precisos sobre mi clítoris, unidos a esos dos dedos que trabajan con
ahínco en mi interior, amenazan mi integridad física, incluso la mental.
Cinco minutos aguanto su tortura. Después, me desintegro en un millón de
estrellas, cada una más pequeña que la anterior, todas acompañadas de un grito
de triunfo, como si hubiera conseguido algo grande y precioso, creado solo para
mí. Lo siento así; este hombre obra purita magia con mi cuerpo. Puto
Copperfield.
—¿Te has desmayado? —pregunta sobre mis labios (los de arriba),
incorporado sobre los codos.
—No estoy segura. Pellízcame.
Sus dedos pinzan mi clítoris y abro los ojos de golpe.
—Cabrón…
Me alza en volandas y me sienta a horcajadas sobre sus duros muslos.
—Dile a la dichosa asistenta que mande a su hijo a Roseland. Algo le
encontraremos, aunque sea sirviendo café a los directivos. —Sonríe ante mi cara
de asombro—. Lo quiero ya fuera de vuestras casas. Con lo que ha costado
educaros y el chico os está convirtiendo en unas chonis de cuidado.
—Qué va. Yo siempre seré una pija elitista con un gusto desmedido por lo
fisno y lo güeno. Ahora, ¿vas a follarme de una puta vez o tendré que
masturbarme para gritar de gusto?
Suelta una estentórea carcajada, que me hace temblar de la cabeza a los pies
(mi vocabulario también, pero mantengo el tipo como una campeona).
—Me encantaría que me hicieras una cosa muy concreta con esa boquita tan
sucia… —Hago el amago de bajar, dispuesta a satisfacerlo en todo lo que desee
—. Tentador. Pero prefiero rodearme de tu abrasadora humedad. ¿Tienes
preservativos?
—¿Por quién me tomas?
—Por alguien que se ha recluido en esta impresionante villa en busca de
soledad.
Sí, como idea primigenia era bastante buena.
—¿Y cómo iba a celebrar una improvisada (y solitaria) fiesta de pijamas, en
medio de una melopea de campeonato, con la música a todo volumen y el salón
llenito de globos, sin inflar un montón de profilácticos?
—Buen argumento. —Reprime una risa—. ¿Cuántas cajas has traído?
—Lo normal —digo, con un movimiento de la mano muy de princesa Disney
—. Media docena. De las grandes.
—¿Y podrás apañarte con uno menos para tu party o pretendes que lo
hagamos a pelo?
La verdad, es imaginarlo y un reguero de humedad baja por mis muslos. Abro
el cajón de la mesilla y le paso el sobrecito. Se coloca el contenido con la
facilidad que proporciona la experiencia y me excito un poco más. Rodea mis
caderas y me observa con un deseo ardiente y descarnado, como si el tiempo de
las bromas hubiera terminado.
—¿A qué esperas para follarme, pelirroja?
—A que supliques.
Su sonrisa lasciva es casi más bonita que la traviesa.
—Por favor.
No hay ningún ruego en su tono, por supuesto. Pero que lo intente tiene su
mérito. Me encanta este Aldren juguetón, que cede el control gustoso y no tiene
ideas raras en la cabeza, como que los hombres deben mandar en la cama.
Afianzo las rodillas contra el colchón y me dejo caer despacio. Los dos
gemimos fuerte mientras me va llenando, con los ojos clavados en el otro. Es…
indescriptiblemente bueno. Siempre tengo la impresión de que no seré capaz de
cobijarlo por completo. Y, sin embargo, cada vez entra hasta la empuñadura,
como si yo fuera la horma de su… espadón.
«Nací para compartir estos momentos con él. Para sentirnos entre los jadeos y
las gotas de sudor. Para vivirnos piel con piel, suspiro a suspiro. Para morirnos
de placer, de emoción».
Aferrada a sus hombros, lo monto sin prisas, en un intento porque dure tanto
como sea posible, perdida la euforia del principio. No quiero que se acabe esta
sensación de pertenencia ni que vuelvan las dudas, las preguntas, el irremediable
futuro. Y sé que a él le pasa igual porque su mirada turbia me escruta con cierto
matiz de angustia, y sus manos aprietan mi carne en cuanto acelero, instándome
a frenar.
Le busco la boca y todo se descontrola. Nuestras lenguas se enroscan con
desesperación, como si no fueran capaces de mentirse. Es un beso cargado de
necesidad, de ganas. De promesas. Y esto último es lo que me embala y hace que
mis muslos se cierren en torno a su cintura y mi culo suba y baje a un ritmo
infernal. Un gruñido gutural asciende por su garganta mientras sus caderas van a
mi encuentro una y otra vez. Esto es imparable. Las bestias han despertado y hay
que darles de comer.
—Joder, Adriana… No puedo más…
—Córrete… —pido, resollando—. Yo te seguiré.
Y los dos volamos alto. Entre gritos agónicos que inundan la habitación y
espasmos que recorren nuestros cuerpos febriles, necesitados de más placer aun
antes de recuperar el aliento.
Por supuesto, nos pasamos el día atiborrándonos de orgasmos. Somos jóvenes,
estamos sanos y nos gustamos. Quizá demasiado…


Una mañana cualquiera me despierto con una sonrisa en la boca, como es
habitual en los últimos días. Sin embargo, no tardo en sentir que me falta algo, y
menos en determinar lo que es.
Las grandes manos de Al rodeándome la cintura; sus velludas piernas
enredadas en las mías; esos labios sexis repartiendo besos húmedos por mi
cuello y mis hombros; sus largos dedos colándose en mi resbaladizo interior,
preparado para todo cuanto tenga a bien hacerme…
Acostumbrarse a él ha sido muy fácil, y no me refiero solo al sexo. Tiene un
don para proporcionar confianza, calidez, seguridad y paz, justo lo que yo
necesito para volver a equilibrarme; a veces, mientras me esfuerzo por
encontrarme a mí misma, juraría que vislumbro su presencia en el latir de mi
corazón, en el ansia de mi atormentada alma, en la esperanza con la que imagino
el mañana.
«Tonterías». Salgo de la cama y subo la persiana, con la vista perdida en el
jardín, donde un espectacular Aldren en bañador está sentado en una hamaca,
ensimismado en unos papeles. «Siempre tan responsable y trabajador», pienso,
con una sonrisa. Apuesto a que se ha pegado un madrugón de aúpa solo para
enfrascarse un par de horas en el trabajo antes de que yo me levantara y pudiera
dedicarse por entero a mí.
Saco uno de mis bikinis más provocativos y me lo pongo con prisas. Estoy de
vacaciones y pienso disfrutar de esto sin darle más vueltas a la cabeza. Cuando
regresemos a Madrid, todo volverá a la normalidad. Al y yo seguiremos con
nuestro tira y afloja; él nos ayudará a sacar adelante la empresa y yo conseguiré
despojarme de esta melancolía. La pérdida de papá seguirá doliendo, por
supuesto, pero el tiempo atenuará la herida, al igual que llegará un día en que la
ruptura con Héctor no me causará dolor, ni siquiera un mal recuerdo.
Lo único que tengo claro ahora mismo es que no quiero empezar otra relación,
y menos con alguien como Aldren. ¡¿Por qué?!, me preguntáis, horrorizadas y
repartiendo entre vosotras las papeletas de la subasta. ¿Que qué subasta? ¡Pues
en la que os sorteáis al soltero más codiciado de la década, ahora que he
reconocido que yo no lo quiero!
El caso es… ejem… que he llegado al jardín y sus oscuros ojos me hacen un
repaso con el que creo que enumera todos los lunares que tengo. Lo de la no
relación ya os lo cuento en otro momento, ¿vale?
—Buenos días, pelirroja.
—Hola.
—¿De verdad eso es para bañarse o tiene como propósito poner palotes a
todos los tíos con los que te cruces?
Me echo a reír y disfruto de cómo me mira.
—Solo es un bikini.
—Anda, y yo que creía que eran un par de tiras cruzadas por tu cuerpo.
Ahogo una sonrisa, que desaparece del todo cuando me doy cuenta de lo que
tiene entre las manos.
—¿Qué estás haciendo?
—Me he dejado el cargador del portátil en Los Ángeles, así que he dado una
vuelta por la casa a ver si encontraba el tuyo. Espero que no te importe.
—¿Que hayas estado husmeando o que hayas encontrado mis bocetos y, en
lugar de dejarlos en su sitio, te los estés aprendiendo de memoria?
—No he podido resistirlo. Me han cautivado en cuanto los he visto.
Me calmo un ápice ante sus palabras, aunque aún me siento bastante enfadada
con él. Y asustada. E insegura. Es la primera persona que examina los esbozos
de la colección, y hay una excelente razón para ello. No creo que sean buenos, ni
siquiera que la idea se sostenga.
Me giro hacia la casa.
—Voy de compras. No me esperes a comer.
—Ey, canija.
Cierro los ojos y resisto (todo: la pose de nomeimportaná, el sol incidiéndome
de lleno en la cara, el deseo de gritar, el mono de fumar, las ganas de besarlo…).
Las opciones son ilimitadas, merde!
—¿Qué? —contesto, sin mirarlo.
—¿Por qué no te das un chapuzón mientras preparo algo rápido de comer? Yo
solo he tomado un café y me vendría bien algo más consistente. Después
hablamos de tus dibujos.
Le lanzo una ojeada por encima del hombro.
—¿Y si me seduce más la idea de gastarme una fortuna en trapos?
—Pues te aguantas, nena, porque uno solo puede correr con un número
determinado de miedos e inseguridades y, cuando te pusiste con esos diseños,
decidiste que era hora de afrontar los tuyos con la cabeza alta y los puños
apretados.
Se acerca despacio, como si intuyera mis ganas de huir.
—Aún no estoy lista —confieso, temerosa de que me desprecie por ser tan
débil.
Apoya su frente contra la mía, y su dulce mirada habla de comprensión y
cariño.
—Pero lo estarás. Y me tendrás a tu lado para lo que necesites.
Sus brazos alrededor de mi espalda me reconfortan como pocas cosas en el
mundo. Me dejo caer contra su pecho y suspiro.
—¿Por qué eres tan bueno conmigo?
—Porque te quiero. —Frunzo el ceño, tenso todo el cuerpo y me echo un poco
hacia atrás, todo de golpe—. Eso es lo que hacen los amigos, ¿no?
Su expresión sigue siendo la misma: amable, tierna, tranquilizadora. Lo que
no explica por qué a mí está a punto de darme un maldito ictus.
—Claro.
Me da un beso en la punta de la nariz y me suelta despacio.
—Anda, aprovecha la piscina. El agua está estupenda a esta hora. No tardaré
en preparar más café. Y, cuando salí a correr, traje unos muffins rellenos que te
van a volver loca —dice, ya dentro de la casa.
Sonrío mientras voy sumergiéndome en el agua. Pero que nadie se confunda:
el gesto no me llega a los ojos. Experimento una sensación en la boca del
estómago, algo turbio y desagradable, que no tiene nada que ver con no haber
desayunado.
Miedo y besos

Aldren


N.º 227 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Una vez tuve los labios finos…
Querida superheroína:
Todas desearíamos tener unos labios llenos, suculentos y rojos como las fresas (al menos a mí, cuando
los hombres me sueltan esa frase entre besos húmedos, me suben mucho la moral), pero, si no es tu caso, no
desesperes, mujer, que siempre hay un roto para un descosido.
¿Que qué tiene que ver la costura con el grosor de tus labios? Ahora te lo explico, impaciente.
Hay varias formar de dar volumen a tu boca. Una de ellas es a través del color, jugando con diferentes
tonalidades de la misma gama. Los tonos más oscuros aportan cuerpo a la parte exterior, mientras que los
más claros se aplican en el centro. Very important: difuminar los diferentes tonos. Aunque la idea de que tu
boca parezca un arcoíris a priori pueda parecerte guay, ya te digo que NO LO ES.
Los corales, rosas, naranjas y rojos, que son colores vivos y muy luminosos, son apuestas seguras.
Evita, sin embargo, los tonos oscuros, que afinan el labio ópticamente. Por supuestísimo, el perfilador es de
obligado cumplimiento en este artículo: hay que empezar por el arco de Cupido (la porción del centro,
caris) y seguir delineando la forma del labio. Para terminar, ve a la zona de la comisura para subir hasta
la parte superior, uniendo las dos áreas. Lo mismito con el labio inferior.
El gloss es ideal para proporcionar volumen. Algunos contienen ingredientes como la pimienta, que
proporciona un toque extra de grosor. Los hay tanto satinados como mates, aunque son más efectivos los
primeros.
Y, como última perla de sabiduría, decirte que es importante que cuides a diario tus labios. Hidrátalos y
utiliza exfoliantes para activar la microcirculación; además de que así conseguirás retrasar su
envejecimiento, seguro que te salen unos cuantos candidatos para probar lo suaves y besables que son.

Adriana Martos

—Todas las piezas son exquisitas —aseguro, echando otro vistazo a los
diferentes bocetos esparcidos por la mesa—. Es la mejor colección «Roseland»
que he visto jamás. Tu padre se sentiría muy orgulloso.
—No digas eso —apela, con cierta rabia—. No es cierto.
—Es lo que pienso —insisto, absorto en la magia que ha creado a base de
lápices de colores—. Toda la serie desprende romanticismo y pasión, pero, a la
vez, refleja cierta tristeza, añoranza y melancolía que la vuelve irresistible. Será
un completo éxito.
—Solo son esbozos. Ni siquiera estoy convencida de que merezca la pena
seguir con esta línea.
La contemplo con la boca abierta. Como quiera desechar esta idea, va a tener
que pelear duro, porque algo en mi interior me grita que esta es la colección
definitiva y que no debemos cambiar ni un puto ángulo.
—Hablemos de ello —pido. Y no me refiero a la tontuna de no tener claro si
va por buen camino.
Tabalea con los dedos sobre el borde de su taza, con la mirada perdida en la
playa.
—Creé los diseños pensando en papá —murmura, en un tono tan bajo que
tengo que inclinarme hacia delante para no perderme ni un fonema—. No en
cómo los haría él, sino en sus carcajadas roncas y llenas de ilusión por la vida;
en sus ojos, del color del caramelo con motitas más oscuras, que se fruncían de
aquella forma tan bonita cada vez que quería expresar algo importante; en sus
abrazos con olor a cariño, paciencia y consuelo; en su alma inmensa, donde
también cabía un artesano complejo y muy perfeccionista. En todas sus aristas,
que hacían de él un hombre bueno, carismático, y al que seguimos necesitando
desesperadamente.
—Adriana… —susurro, sin saber cómo consolarla.
—Me alegra saber que he conseguido transmitir tanto a través de unas cuantas
líneas. Que puedes sentir parte de su esencia, a pesar de tratarse de dibujos
simples. Pero eso complica que quiera transformarlos en objetos reales de los
que tener que desprenderme. Lo que en realidad me apetece es coger estas hojas
y romperlas en trocitos.
—No. —Recojo todo el material de un solo movimiento y lo guardo en la
carpeta—. No —repito, con vehemencia—. Es el resultado del amor que siempre
le tendrás a tu padre y de la pasión que albergas en tu interior por todo lo que
tenga que ver con tu herencia. No permitiré que lo destruyas.
—No soy diseñadora de joyas —dice en tono cansado, como si se lo hubiera
repetido a sí misma infinidad de veces.
—Por supuesto que lo eres. Lo llevas en la sangre. Y, si no, júrame que no has
disfrutado como una enana con todo el proceso de creación, y que no te
emociona el resto del proyecto.
—Empiezas a tocarme las narices con tanta alusión a mi falta de estatura —
contesta, yéndose por peteneras.
—Lo compensas con muchas curvas. —Le sigo la corriente, lo cual parece
tranquilizarla, aunque aún tarda un par de minutos en brindarme la respuesta que
quiero:
—Cuando dejé de planteármelo como una competición entre él y yo, empecé a
divertirme —admite, con una pequeña sonrisa en sus generosos labios. Labios
que estoy deseando volver a probar.
«Y por qué no?». Coloco las manos en su cintura y la elevo sin problema,
situándola sobre mis muslos.
—¿Qué haces? —pregunta, entre risas.
—Prepararme para besarte —aviso, antes de devorarla.
Perderme en su boca es una de las actividades más placenteras y maravillosas
de la vida. Y no hablo solo de sexo. Me refiero a reunir todas las sensaciones
más puras y emocionantes que uno puede experimentar y darles forma. La de un
beso húmedo con nuestras lenguas como protagonistas.
—Hummm… —gimotea, a unos centímetros de mis labios, todavía con los
ojos cerrados.
—¿Eso significa que te gusta tanto como a mí?
—Me cuesta decidirme. Muéstrame un poco más.
Me la como lento y dulce porque me apetece disfrutarla. Sé que ella prefiere
que nos volvamos locos y todo se torne salvaje. Así no tiene que pensar ni
ponerle nombre a nada. Y me jode muchísimo. Por eso paro en cuanto hace
amago de echar a volar.
—Más… —pide, con voz golosa.
—Después.
—¿De qué?
—De que tomemos algunas decisiones.
El deseo se borra de su expresión y lo sustituyen la cautela, el enfado y la
determinación. Sí, la chica es obstinada como ella sola. Pero yo lo soy más.
—No lo sé, Aldren. Lo consultaré con la almohada, ¿vale?
—Me temo que no puedes permitirte ese lujo, nena. Queda un trabajo de la
leche y, si no lo hacemos ya, se nos acabará el plazo para sacar la colección a
tiempo.
—¡Pues no puedo decidirlo de la noche a la mañana!
—¿Qué te habría aconsejado él?
Por un segundo, me siento el mayor cabrón del mundo. Como si utilizar el
viejo truco de recurrir a su padre fuera lo más rastrero que he hecho nunca. Solo
que no se trata de una argucia, joder. Sé que lo primero que le habría
recomendado Luis Alfonso es que en los negocios no hay lugar para el
sentimentalismo, y que él no se dejó la piel y la vida para levantar un imperio
que legar a sus dos hijos a base de emociones y miedos.
Sus brazos abandonan mi cuello y se escabulle de entre mis piernas con
rapidez. Su rechazo me duele, lo admito, pero entiendo que en realidad no se
trata de eso.
—Papá me habría dicho que me dejara de gilipolleces y me centrara de una
vez. Que me olvide de que esto me viene grande o que no lo merezco y decida si
es lo que realmente quiero, lo que me llena el corazón de orgullo y pasión. Y, de
ser así, que me lance a por ello con toda mi alma. Detestaría que estuviese
jugando a competir con él, o que me sintiera… inferior. Porque si en algo tenía
fe era en sus hijos. En los dos. Afirmaba que cada uno sería grande a su manera
—cuenta, con la voz tomada—. Sabía que Sandro había heredado su faceta
empresarial, y que algún día lideraría el negocio y lo haría crecer como él nunca
fue capaz, pero también aseguraba que yo poseía un don, incluso cuando me reía
en su cara y le decía que mi único don consistiría en encontrar un marido rico
que me permitiera conjuntar las joyas con la ropa de diseño.
Las lágrimas anegan sus ojos, a pesar de que se esfuerza por retenerlas.
—Pues entonces tienes que hacerlo, ¿no? —suelto, como si fuera la cosa más
sencilla del mundo.
—Sí, joder —cede, si bien los dos sabemos que está acojonada.
Ahora sí. Me levanto y la abrazo. Su pequeño —aunque voluptuoso— cuerpo
se amolda al mío como si ambos hubieran sido creados para encajar y formar
uno solo. Así es como lo siento, y existen pocas cosas en la vida que puedan
compararse con esta sensación de plenitud y de estar donde debo estar.
—¿Te apetece pasar un rato en la playa? —pregunto, con intención de rebajar
tanta intensidad.
—Mucho.
Ya llevamos puestos los bañadores, así que nos hacemos con un par de cosas y
recorremos en silencio los pocos metros que nos separan de la arena. Adriana
estira en el suelo las dos toallas, a medio camino entre la enorme sombrilla
blanca y el sol que cae a plomo a estas horas. Después, saca de la bolsa un
protector solar en espray y se lo aplica por todo el cuerpo, menos en la espalda.
—Trae, ya lo hago yo.
¿He mencionado cuánto me gusta tocarla? Me da igual que sean sus
primorosos pies, su increíble melena roja o su entrepierna húmeda y palpitante.
Bueno, su sexo excitado es la puta mejor cosa que he acariciado y probado en la
vida, todo sea dicho… Pero a lo que iba: que tocarla es un regalo del cielo, y es
posible que me entretenga un poco más de la cuenta con la crema solar. Sobre
todo, porque esta en particular no precisa que le ponga un solo dedo encima.
—¿Te estás poniendo cariñoso?
—¿Qué te hace pensarlo? —susurro en su oído, con las manos ancladas en sus
caderas.
—No sé, puede que el innecesario manoseo. O que me estés clavando el
paquete en los riñones. —Se gira entre mis brazos y me dedica una sonrisa
socarrona—. Quizá ese último beso bajando por el cuello hasta el hombro.
Me encojo de hombros.
—Me ha dado la impresión de que necesitabas mimos.
—¿Y qué te ha hecho pensarlo? —me remeda, muy seria.
—No sé. Tal vez lo mucho que te has acercado a mí. O los temblores de tu
cuerpo cuando has sentido mi paquete saludándote eufórico. A lo mejor ese
breve y sexi jadeo que has intentado ocultar cuando lamía tu piel suave y
cremosa.
Se esmera en mantenerse imperturbable, aunque capto un amago de sonrisa,
por mucho que trate de esconderla bajando la cabeza. Se sitúa a mi espalda y me
echa el protector.
—El resto, puedes tú solito —dice, antes de lanzarme el bote.
Me embadurno de crema sin quitarle el ojo de encima. Con ese bikini blanco,
que consiste apenas en un par de tiras, está para comérsela. Hemos follado bien y
mucho en los pocos días que llevo aquí, pero no se me quitan las ganas de estar
dentro de ella. Al contrario: desearía no hacer otra cosa cada minuto de mi vida.
—Voy a darme un baño.
El agua está buenísima, así que me alejo de la playa con la intención de
enfriarme. No es plan que nos pongamos a hacerlo aquí mismo, igual que dos
adolescentes cachondos, pese a que sea exactamente como me siento.
Cuando salgo para respirar, la encuentro a medio metro de mí. Tiene una
expresión extraña, como muy… resuelta. No creo que haga pie, ya que a mí el
agua me llega por el cuello.
—Ven aquí. —Se acerca y abarco su cintura. Sus piernas se enroscan en mis
caderas y yo aguanto las ganas de gemir cuando nuestros sexos se rozan—. ¿En
qué estás pensando? —pregunto, perdido en su sensual mirada.
—En que no hemos terminado.
«¿El qué?». Lanzo una carcajada.
—¿Quieres que nos lo montemos aquí?
—¿Por qué no? A los dos nos apetece.
Y por si hubiera alguna duda, se balancea sobre mi erección, obligándome a
inspirar con fuerza. Mis dedos se clavan en su carne; ella se limita a sonreír.
—Estamos en un sitio público, Drina.
—Es una playa privada. Solo tú, yo y nuestro deseo insatisfecho… ¿No te
pone mucho?
Levanto las caderas para darle una contundente respuesta.
—¿Acaso no notas lo duro que estoy?
La beso con fuerza y ella iguala mi pasión, entrando en mi boca como un
huracán.
Avanzo unos pasos hacia la orilla, sumido en su boca de ensueño.
—Quiero hacerlo en el agua.
—Y yo quiero verte las tetas.
Dicho y hecho. Se las saco de las copas del bikini y se las amaso mientras mi
boca se reparte entre ambas, satisfecho ante los jadeos que le provoco. Su
pequeña mano revolotea por la cinturilla de mi bañador; yo tenso el vientre,
expectante, segundos antes de que Drina alcance mi polla con sus dedos y
comience a masturbarme con rapidez y habilidad.
—Joder, qué bueno…
—Te quiero dentro. Ahora.
Un ladrillazo en la cabeza no me hubiera causado más impresión. Mierda,
mierda, mierda…
—No tenemos preservativo.
Se queda quieta entre mis brazos. Poco a poco, sus ojos suben a los míos. Está
preciosa, tan ruborizada y con la mirada cargada de pasión. Incluso algo
cabreada por lo que está a punto de suceder. O no suceder. Mieeerda.
—Tomo la píldora.
Trago saliva con dificultad.
—Adiós a los embarazos no deseados. Pero hay otras cosas.
—Nunca lo he hecho sin protección.
Alzo una ceja.
—¿Nunca?
Sabe lo que le estoy preguntando y no parece molestarle. Suelta una risita que
no contiene ni pizca de humor.
—¿Crees que lo haría a pelo con alguien que se acuesta con su mujer además
de conmigo? —Permanecemos en silencio—. ¿Tú… sueles hacerlo…?
—Jamás —aseguro—. Ni una sola vez desde que empecé a tener relaciones
sexuales. —Volvemos a quedarnos callados—. ¿Por qué quieres arriesgarte
conmigo?
Encoge un hombro antes de mirarme.
—Porque eres tú —contesta, como si eso lo explicara todo.
Y, en realidad, lo hace. Somos ella y yo. Y ese nosotros lo cambia todo.
Vuelvo a besarla, y el mundo se diluye en un borrón de colores, sonidos y
aromas que no consigo distinguir, pero que no me interesan en absoluto.
Aparto a un lado su tanga y entro despacio. Los dos jadeamos, sorprendidos y
maravillados. La percepción, sin barrera alguna entre ambos, es…
impresionante.
—Dios, nena, si llego a saber que es así, te habría convencido hace años para
olvidarnos de los condones.
—Sigue… Sigue, por favor…
Nos aceleramos enseguida. El morbo de hacerlo en un sitio público, a pesar de
que la posibilidad de que nos pillen sea remota; las sensaciones de la piel contra
la piel multiplicadas por cien; el deseo mutuo que nunca termina…
Mis embestidas son cada vez más brutales, y ella las recibe con ansia y se
afana en igualarlas con sus movimientos de caderas. Me sujeto en su hombro
para ejercer más fuerza en las penetraciones y aferro su pecho derecho,
acercándomelo a la boca para morder el pezón y apaciguarlo con la lengua.
—Al, no puedo más…
—Disfruta, cariño. No te dejes nada dentro.
Su orgasmo es sincero, inmenso, arrollador. Espectacular. Me embebo de su
belleza y poder como mujer. De sus gritos desinhibidos. De su respiración
desacompasada. De cómo me estruja la polla con todos sus músculos internos,
provocando mi propio clímax. De su postura desmadejada cuando todo acaba.
Correrme dentro de Adriana supone el placer más indescriptible de mi vida.
Por primera vez, es el centro de su ser el que recibe mi semen, caliente y espeso,
y puedo vislumbrar en sus ojos que ella lo siente y que le gusta. Y a mí también,
joder.
—Me cago en mi puta vida, Adriana…
Necesito unos minutos para recuperar el aliento. Después, ajusto nuestras
ropas y me dirijo a la playa, con ella aún entre mis brazos. Cuando llego a
nuestras toallas, me dejo caer en la más cercana, con cuidado de no aplastar a mi
preciosa carga.
—Eres increíble —susurro contra sus labios.
—Aún estás bajo la dicha poscoital —bromea, lamiéndome la boca.
—Ha sido bestial, ¿verdad?
—No ha estado mal.
«¿Eh?». Me pongo a horcajadas sobre sus caderas y la ataco sin piedad. Sus
carcajadas no tardan en llegar, y se retuerce como una culebra.
—¡Para! ¡Para! ¡Vale, lo admito! ¡Eres un puto mago! ¡Ten piedad de mí,
Copperfield!
Me detengo de inmediato, con la sorpresa pintada en la cara.
—¿Copperfield? —pregunto, y me tumbo a su lado.
Sus mejillas se colorean, lo que me intriga todavía más.
—Lo del mago del sexo es cierto. El mote es cosa de Paula —confiesa,
mientras rebusca en la bolsa, como si se sintiera avergonzada.
—Os lo contáis todo, ¿verdad?
Asiente.
—¿Vosotros no?
—Más o menos. —De repente, recuerdo algo—. ¿Aparezco en tu agenda
orgásmica? No llegaste a contestarme cuando te lo pregunté.
—¿Ah, no? —se burla—. Es posible que te haya mencionado en alguna que
otra… ocasión.
Me da un pico antes de enfrascarse en el libro que ha traído; yo sonrío. Me
tumbo boca arriba y cierro los ojos. Me siento jodidamente a gusto.
Creo que me he quedado traspuesto, porque el sol se ha movido de sitio
cuando me desperezo. Busco a Adriana y la encuentro sobre mi pecho,
mirándome con una increíble ternura.
—¿Me he dormido?
—Un poco.
—¿Puede uno dormirse un poco?
—Tú lo has hecho.
Reprimo las ganas de reír. Con ella, soy feliz.
—¿Te has aburrido mucho?
—Qué va. Tomar el sol junto a la octava maravilla del mundo es fascinante.
—Vas a sonrojarme.
—Me encantaría verlo.
—Es tarde. ¿Quieres que subamos a comer?
—¿Cocinas tú?
—Siempre cocino yo. Y no sé por qué: a ti se te da fenomenal.
—Ni punto de comparación contigo. ¿Nunca has pensado en dedicarte a ello
de forma profesional?
—¿Como mi padre y mis hermanos, quieres decir?
—Algo así.
—No. —Incluso a mí me ha sonado tajante, así que intento suavizarlo un poco
—: Conozco todos los secretos de la alta cocina; mi padre se encargó de
desvelármelos en cuanto abandoné el chupete. Y admito que me relaja, además
de que me gusta comer bien y no a base de platos precocinados o de comida a
domicilio. Pero el amor por la profesión lo heredaron Chesler y Crammer. Y me
parece bien que sea así, que no se pierda todo con el gran Ander Louis Reilly.
Simplemente, no es lo mío. —Me giro para observarla—. ¿Decepcionada?
—En absoluto. Creo que eres un tiburón de los negocios muy sexi. Aunque,
cuando te pones un delantal, te comería entero.
La acerco más a mí.
—Puedes empezar ahora, si quieres.
—Creí que tenías hambre.
—También —aseguro, con la mirada en sus labios.
Se ríe y vuelve a apoyarse en mi pecho.
—¿Te llevas bien con tu familia?
—Claro. Mi madre es para darle de comer aparte; detesto que lo sepa todo de
mí sin habérselo contado y que me lo restriegue por la cara con ese humor
punzante que se gasta siempre. Pero ha sabido mantenernos unidos y en la buena
senda a pesar de andar siempre trotando por ahí. Es la mujer más especial del
mundo.
Mi voz destila un poco de morriña, y es que, aunque llevo años en España con
Bren y Creig, aún me cuesta estar lejos de mi familia. Ella lo detecta, por
supuesto, y, además de una sonrisa comprensiva, me regala un beso pausado y
dulce que vuelve a alegrarme.
—Papá es un genio, así que nunca se sabe muy bien qué esperar de él. Lo
mismo te invita a un partido de béisbol y a un perrito caliente en un antro de
mala muerte que te prepara una cena de ocho platos con nombres
impronunciables y cinco postres espectaculares, en tan solo un par de horas y sin
ayuda de nadie. Y en la vida diaria es igual —me quejo, con gesto sufrido—.
Una montaña rusa. Los mejores consejos los he recibido de él, y las broncas más
gordas. —Hago una pausa, decidiendo cómo explicarle la relación con los chicos
—. En cuanto a mis hermanos… Hemos pasado varias etapas. Estuvimos muy
unidos de niños y en la adolescencia. Después, llegó el momento de elegir
nuestro futuro. Ellos tuvieron claro que querían seguir los pasos de papá,
mientras que yo me quedé con Bren. Las cosas cambiaron mucho entonces entre
nosotros —confieso con tristeza, pese a que está sobradamente superado—. Ches
y Cram se hicieron uña y carne, y yo me sentí… aislado, como si me hubieran
rechazado por tener otras aspiraciones. Aunque, durante esos años, mi relación
con Brenell y Creigton se afianzó más. Ahora tengo cuatro hermanos en lugar de
dos.
—Tu familia es estupenda.
—Lo sé.
—Cuéntame más cosas.
Suelto una carcajada.
—¿Quieres que juguemos a dime algo que nadie más sepa?
Su sonrisa brilla tanto que debo parpadear un par de veces para apreciarla con
claridad.
—Sí.
Reflexiono un momento.
—Cuando el padre de Creig murió, fue una puta tragedia. Mi amigo cambió
de la noche a la mañana. Se encerró en sí mismo y no permitía que nadie se le
acercara. Bren y yo lo intentamos todo (todo lo que se puede intentar a los seis
años), pero supongo que perder a tu ídolo cuando eres tan pequeño es demasiado
para cualquiera. Tardé un año en conseguir que volviera a aceptarme. Durante
todo ese tiempo, creí que me había abandonado, que había perdido una parte
esencial de mí, aunque pueda parecer egoísta por mi parte. Cuando Brenell
empezó con Paula, la sensación fue similar, y luego la relación de Creigton y
Tina salió adelante y pensé que me estaba quedando solo, que mis dos amigos
comenzaban una nueva vida sin contar conmigo. ¿Soy un cabrón egoísta?
—Claro que no. Solo humano —dice. Me besa con suavidad antes de volver a
dejarse acunar entre mis brazos.
Me siento mejor ahora que lo he verbalizado. Llevaba tiempo con eso dentro,
y contarlo, contárselo a ella, me ha quitado un peso enorme.
«Gracias, Adriana». «Por ser». «Por estar».
Casi nos hemos quedado dormidos cuando oigo su voz: triste, dolorosamente
culpable.
—Justo antes de que Alejandro llamara para decirme que nos habíamos
quedado huérfanos, yo estaba suplicando que mi vida cambiase de forma radical
porque no me satisfacía tal como era.
Alzo la cabeza para poder mirarla, pero ella se sienta y se cubre la cara con su
tupida melena.
—¿Qué intentas decir?
—Básicamente le pedí al universo que mi padre muriera.
Si en este momento me dispararan en el centro del corazón, ni lo notaría.
Livin' la vida loca

Adriana


N.º 228 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Descubre los secretos de todo buen polvo
Querida superheroína:
Lo siento, pero mi artículo de hoy no va por ahí. De esos temas se encarga Paula, y lo hace tan bien que
no pienso meterme en su terreno (además, su venganza sería ejemplar y dolorosísima). Mejor te hablo de
cómo quitar el polvo de los muebles, ¿vale? Pero quitarlo de verdad, no cambiarlo de sitio. Que luego
vienen los ácaros y las bacterias y todo son alergias y enfermedades muy chungas.
Lo mejor para retirar estas molestas partículas es una bayeta húmeda, pero no todas las superficies
toleran el agua, por mínima que sea, así que, para donde no sea posible, utiliza una bayeta de microfibra o
de algodón. Ambos tejidos atrapan el polvo y evitan que se acumule tan rápido.
En el caso de materiales textiles, lo mejor es quitar el polvo con un aspirador de mano. Y si se trata de
estanterías o similares, usa un plumero, siempre de arriba abajo para asegurarte de que no vuelve a caer
sobre una zona que ya has limpiado.
Por último, pasa la aspiradora para que se lo lleve todo (si te has gastado el dinerillo en una potente,
puede que hasta a la petarda de tu suegra).

Adriana Martos

La canción de Pablo Alborán, Pasos de cero, interrumpe la silenciosa paz de
la mañana. Tarareo las primeras estrofas mientras dejo el libro que estoy leyendo
y descuelgo el móvil.
—Buenos días, mamá.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás?
—Bien. Ya sabes, esto es muy tranquilo.
—Uy, sí. Marbella en verano es el epítome de la calma y el aburrimiento. Si lo
recomiendan en el Imserso.
Sacudo la cabeza, acostumbrada a su humor ácido.
—Si lo más emocionante que hago es la lista de la compra. Y casi siempre la
pido por internet.
—Qué vida más intensa llevas, hija. Me preocupa que pierdas el norte.
—Prometo pedir ayuda antes de que eso ocurra. —Nuestras risas se mezclan a
través de la línea—. ¿Estás disfrutando de Los Ángeles?
—Mucho. Me ha venido realmente bien pasar unos días con Laura, Candela,
Enrique y Francisco. Y también he hecho buenas migas con las familias de
vuestros chicos.
—Me alegro. —Omito decir que yo no tengo ningún chico a ese lado del
charco porque darle importancia a su comentario solo hará que se obceque más
en la idea—. ¿Te voy pidiendo la nacionalidad estadounidense?
—Ni hablar. Con lo que me gusta a mí un jamón de bellota. O los calamares.
—No te he visto comer calamares en la vida.
—Porque son amigos íntimos de las cartucheras. La cuestión es que soy
española de pura cepa y, si dejo de respirar el aire nacional durante mucho
tiempo, muero de forma lenta y dolorosa.
—Mira que eres melodramática. Entonces, ¿vas a volver pronto?
—Mañana. He pensado dejarme caer por ahí y estar unos días contigo.
—¡¿Qué?! —vocifero, con los ojos fuera de las cuencas.
—Será genial. Iremos de tiendas, comeremos en el paseo marítimo y
beberemos gin-tonics con los pies sumergidos en la piscina. ¡Y saldremos a
bailar! —añade, emocionándose por momentos.
—Ya… Pero… yo he venido a disfrutar de una plácida soledad…
—¿Intentas decirme que no quieres que vaya?
—No es eso… Es que necesito este tiempo para mí antes de volver a
Madrid… —musito, sintiéndome una mierda por mentirle.
—Claro. Lo entiendo.
—De verdad que…
—No pasa nada, mi vida. Han sido meses muy duros y sé que aún no estás al
cien por cien. Me dejaste muy preocupada cuando saliste escopeteada de aquí,
por muy imbécil que se mostrase Aldren durante la ceremonia. Sin embargo, hoy
te noto diferente. Más relajada y contenta. Y eso es lo más importante para mí.
—Me siento mejor. —Me callo que el motivo por el que lo estoy se encuentra
tumbado en mi cama, gloriosamente desnudo.
—¿Y el imbécil? —pregunta, como si nada. Casi me trago mi propia lengua.
—¿Qué pasa con él?
—¿Has recibido noticias suyas? Porque desconozco qué bicho le picó para
tratarte así, pero a los dos días también había desaparecido. El marido de Pau no
paraba de quejarse de que entre los dos ibais a arruinarlo, con tanto despilfarro
de combustible y tripulación.
—Supongo que volvería a Madrid. Es un adicto al trabajo —suelto, de
carrerilla, con el ojo puesto en el cielo encapotado. Seguro que me cae un rayo
encima por todas las trolas que estoy colándole a mi querida progenitora.
—Buenas noticias para nosotros. ¿No te parece que Marbella es un lugar
tremendamente romántico?
—Ehhh…, sí —contesto, por decir algo, ya que ha vuelto a dejarme fuera de
juego con el nuevo cambio de tema.
—Por eso compramos la villa. La casa es ideal, y el jardín, tan grande y lleno
de flores, vale un potosí. Y la pisci, climatizada y casi olímpica. Aunque lo
mejor, sin duda alguna, es la playa privada. Un lujazo, ¿verdad?
—Mamá…
—Lo que quiero decir es que, con la compañía adecuada, ese sitio puede
convertirse en un cuento de hadas. ¿No te parece?
—Está aquí conmigo —confieso, abochornada. ¿En qué momento se me
ocurrió buena idea engañar a mi madre, si siempre termina descubriéndolo todo?
—¿Ha resultado tan doloroso?
—¿Cómo lo has sabido?
—Porque tienes voz de enamorada y, como diría Paula, de bienfollá.
—¡¡No estoy enamorada!!
—Me alegra que no niegues que lo estás pasando en grande bajo las sábanas.
—¡Qué cosas dices, mamá! ¡Hace un calor de muerte, así que lo hacemos
sobre ellas; en la cocina; encima de la mesa de billar; en tu adorada bañera; en el
salón; dentro de la piscina, y hasta en la playa!
—¡Por Dios, tendré que pedirle a Paquito que fumigue toda la casa! —se
queja, aparentando estar escandalizada, aunque oigo sus carcajadas antes de
colgar.
Aún me estoy riendo cuando escucho la corredera del salón a mi espalda.
—¿Qué lees? —pregunta Aldren. Deposita un beso en mi cuello mientras se
hace con el libro olvidado en mi regazo.
—Un libro.
—Ya, pero ¿de qué trata? —insiste, al sentarse en la tumbona de al lado.
—Es una historia de superación personal; de relaciones interpersonales; de
sentimientos imparables; de crueldad, traición y venganza. Un libraco —
canturreo, emocionada.
—¿Se busca boy scout? —pregunta, socarrón. Y yo maldigo porque se haya
deshecho de la cubierta de folios blancos que tapaba la portada original del tío
bueno con el pechamen al aire.
Siempre me he avergonzado de ser una voraz lectora de novela romántica, y
en esto no he madurado mucho desde los dieciséis años, pero ahora me siento
realmente abochornada por intentar ocultarlo como si fuera un crimen, porque le
estoy dando la razón a toda la gente que piensa que este género no merece ser
catalogado ni como forma de expresión.
Creo que hay un lector para cada tipo de escritor, y una buena historia de amor
es la forma más maravillosa de evadirse de la realidad, de soñar con un mundo
alternativo, de creer en el romanticismo. Y el que no esté de acuerdo, puede irse
a por el ABC, o sintonizar Sálvame, o hacerse un tatuaje, a mí me da lo mismo.
Igual que a ellos debería importarles un pimiento lo que yo elija para pasar un
buen rato.
—Adriana Rubens es una escritora consagrada en el mundo de la romántica —
aseguro, con la nariz en alto, como si olfateara algo pestilente.
Por desgracia, no es él, que aun recién levantado conserva un tenue aroma a
manzana, bergamota y canela procedente de su perfume de Hugo Boss, junto con
su siempre exquisito olor personal.
Se nota que está aguantando las ganas de reírse. ¿No podría ahogarse un
poquito con su propia arrogancia? En unos minutos yo lo salvaría con mi
impecable técnica del boca a boca.
—¿Qué te apetece que hagamos hoy?
—Quedarme aquí tumbada hasta que me lleve la marea —suelto, de mala uva;
entre la caña que me ha dado mamá y las pullitas de Aldren, no estoy muy polite.
—¿Hay alerta de tsunami? ¡Corre, coge los bocetos de la colección! ¿Deberías
salvar los cuadros de tus padres? Han invertido una pasta en arte. ¡Echemos un
último polvo! ¡En serio! —insiste, ante mis carcajadas—. ¡Si vamos a morir, que
sea de placer!
—Eres idiota —lo insulto, indignada. Sin embargo, las lágrimas que corren
por mis mejillas desmerecen mi cuidada actuación.
Su preciosa sonrisa me desarma tanto o más que sus payasadas, porque hasta
hace nada no lo creía capaz de portarse tan… poco Aldren Reilly.
—¿Y si pasamos el día jugando al golf?
—Perdona, ¿qué has dicho?
—¿No te tienta?
Resoplo. «Oh, sí, menudo planazo».
—Ni una miaja, chaval.
—Pues yo me estoy poniendo muy tonto imaginándote con esos largos palos
entre las manos.
—Estás enfermo.
—Solo cachondo, cielo. Y de eso, la única culpable eres tú, por no darme mi
ración de mimos cuando me he despertado. Nunca entenderás el desastre de día
que conlleva no aliviar una erección matutina.
—¿En serio tienes ganas de más? Porque no consigo recordar las veces que lo
hicimos anoche, pero sí que, cuando finalmente pudimos dejar de besarnos y de
tocarnos, ya estaba amaneciendo.
—Te ha gustado, ¿eh? —pregunta con chulería, aunque sé que va en broma.
Entre nosotras, caris: me ha ENCANTADO—. Después de tanto ejercicio, he
necesitado un receso para recuperarme. ¿Cómo lo llamas? Dormirme un poco.
—Una hora —concreto, echando un vistazo al reloj.
—Pues ahora estoy fresco como una lechuga para meterla en el hoyo.
Sus cejas suben y bajan varias veces. Hago un esfuerzo sobrehumano de
contención; no obstante, acabo desternillándome.
Me pongo en pie, dispuesta a darme una ducha y a encargarme por una vez del
desayuno. Sus manos me abrazan las caderas y alza su preciosa mirada hacia mí.
—Será divertido.
—Al, no tengo ni idea de golf. Es lo único a lo que papá no consiguió nunca
que lo siguiera ciegamente. Para eso ya tenía a Sandro, que juega como un
profesional.
—Nosotros solo vamos a pasarlo bien. Te enseñaré lo más básico. Y cuando
nos cansemos de hacer el canelo, nos refugiamos en el spa o en el baño de vapor
aromático del hotel.
Pongo cara de acelga; aun con los alicientes que está agitando frente a mis
ojos, no me apetece nadita. Yo solo veo calor, una caminata eterna y pies
cocidos, además de un ridículo garantizado.
—¿He mencionado ya que disponen de ocho salas de tratamiento y bienestar?
Además de otras múltiples opciones, si no te convence ninguna de mis
sugerencias. Podemos reservar mesa en el Club House; posee unas magníficas
vistas panorámicas del campo de golf.
—Me da que, cuando paremos para comer, estaré saturada del dichoso
campito —rezongo, pese a que me falta la contundencia del principio.
—Está bien. Si te hace la misma gracia que realizarte una citología, no insisto
más. —Lo contemplo con la boca abierta—. ¿Qué? Está claro que no te apetece
ni el huevo, y no tengo intención de obligarte a hacer nada que no quieras.
—Anda —cedo—, voy a llamar al club y al restaurante. Por suerte, Alejandro
es socio, aunque apenas venga por aquí. A cambio, podrías preparar el desayuno.
—Adriana, no tenemos que ir. Solo pensé que estaría bien hacer algo diferente
y que podríamos divertirnos.
Cambio mi hamaca por sus fuertes muslos y sofoco un maullidito de gusto.
—El plan no está mal. Algunas partes más que otras —preciso, con una mueca
—. Pero lo más importante es que pasaremos el día juntos. Y que cuando
volvamos, estaré tan hecha polvo que únicamente seré capaz de tumbarme boca
arriba en la cama y dejar que tú te encargues de proporcionarme un orgasmo tras
otro.
—O sea, como siempre.
—¡Oye! —Le aporreo el pecho, lo cual le provoca un ataque de risa. Me da un
pico y se levanta, dejándome aquí sentada.
—No te pilles los dedos con la hora. Con lo que tardas en arreglarte, seguro
que llegaremos tarde. —La mirada envenenada que le echo no surte el efecto
deseado; esperaba que, al menos, se pegara una carrerita al baño, apretando ese
culo de acero con el que Dios lo ha obsequiado—. ¿Te tientan unas crepes de
chocolate blanco, frambuesas y arándanos?
Maldito ejecutivo agresivo. Qué bien se le da negociar.
—Joder, sí.
Entra en la cocina acompañado de una carcajada y yo sonrío en respuesta.
Parece que me ha ofrecido arrodillarse entre mis piernas y no parar de hacerme
feliz durante toda la mañana. ¡Pero es que ha mencionado crepes y chocolate
blanco en la misma frase, caris!


El club de golf es enorme, con casi seis mil metros de campo abierto y césped
verde recién cortado, lo que hace que te sientas prácticamente solo a pesar de
que está bastante lleno. No es de extrañar: fue diseñado por Manuel Piñero,
tricampeón mundial y ganador de la Ryder Cup, y, por lo que me ha explicado
Al, se adapta a todos los niveles de destreza (aunque la mía creo que aún no ha
sido clasificada en ningún grupo).
Llevamos aquí ya dos horas y me duele la tripa de tanto reír. Al principio
estaba más tiesa que el palo que se escurría constantemente de entre mis
sudorosos dedos, pero este hombre tiene la capacidad de hacer que olvide mi
sentido del ridículo.
Admito que, cuando empezó con su masterclass sobre este lugar, creí que me
esperaría una mañana laaarga y tediosa. «Que si el club tiene veintisiete hoyos
divididos en tres campos de nueve hoyos cada uno». «Que si estamos inmersos
entre las montañas de Sierra Blanca y el mar Mediterráneo». «Que si esta
maravilla se ubica a tan solo diez minutos de Marbella». ¿Es que tenía pensado
invertir en el negocio? Porque tanta cera no era normal, por favor.
«¿Por qué no me he quedado en el hotel, relajadita en el circuito termal?».
Y entonces lo comprendí. En los treinta minutos que estuvo dándome la brasa
con las excelencias de este dichoso sitio (que, por otra parte, yo ya me sabía de
memoria, porque he estado aquí más veces que en el Parque de Atracciones de
Madrid), nos encontramos con varias parejas que conocían a mis padres o a mi
hermano y que me dieron el pésame o simplemente se detuvieron a preguntarme
cómo me iba la vida.
Y lo llevé bien, la verdad. Nada que ver con la tristeza y el agobio que solían
embargarme en situaciones similares. La culpa, por supuesto, fue del petardo que
tenía a mi lado, que daba las gracias amablemente y me instaba a seguir
adelante, contándome cualquier otro detalle soporífero sobre el lugar. Y, así,
hicimos los primeros cinco hoyos.
Consulto el reloj y frunzo el ceño. A mi entender, tendremos que recorrer el
resto corriendo (o haciendo footing, que si nos pillan corriendo aquí, nos
expulsan de la ciudad para siempre) o para la hora de comer no habremos
finalizado el itinerario. Y yo, sin comer no me quedo, os lo prometo, así tenga
que fingir un esguince. O un ataque de lumbago, que, por otra parte, no me
parece muy descabellado, porque estoy ya de darle al palito…
—Te toca, cielo.
Le dirijo una mirada torva. Ya me venció antes de salir de casa, así que no sé
ni por qué me esfuerzo. Debería limitarme a sujetarle los palos. Hummm…
Estoy pensando en uno en concreto que me encantaría tener entre las manos
ahora mismo…
—¿Adriana? ¿Necesitas que te dé indicaciones?
«No, si tengo muy claro qué hacer con él…».
—Ya… ya…
Agarro la madera (no entiendo por qué se llama así si está fabricado de titanio,
pero la verdad es que desconecté cuando Aldren me lo explicó). La cuestión es
que me he quedado con la copla de que es el idóneo para lanzar con más
potencia y avanzar una mayor distancia, y ese hoyo parece estar en el quinto…
cosmos.
Recuerdo la postura que me ha estado enseñando durante toda la mañana para
lograr un buen swing (a mi humilde entender, lo que ha hecho ha sido frotar
cebolleta contra mi culo, pero no seré yo quien se queje, vaya): «Colócate
erguida con los brazos estirados y el palo frente a ti. Pies separados el mismo
ancho que los hombros, la punta ligeramente hacia fuera. Ahora dobla un poco la
cintura y baja el palo hasta que la base apoye plana sobre el suelo. Deja que los
brazos cuelguen de forma natural, de modo que la parte superior del cuerpo se
estire al flexionar las rodillas. Ten presente que debes estar cómoda». Really?
Resoplo, a punto de ponerme a patalear.
Vale, ahora a mandar esa bola a Prusia.
Le doy tan fuerte que siento en el brazo un latigazo que asciende por el
hombro y termina en el cuello. Juraría que veo todas mis neuronas chocar entre
sí en mi pobre cabeza, mareadas perdidas.
No me molesto en intentar seguir la trayectoria de la pelota. En su lugar, me
concentro en Aldren, que contempla el cielo con bastante interés. «Pues a lo
mejor soy el segundo ser en el multiverso que puede soportar el poder del
martillo de Thor», pienso, divertida.
Está guapo, el jodío, vestido de golfista. La gorra le aporta un toque jovial, y
el polo se ajusta a su musculoso torso como si lo hubieran cosido directamente
sobre su piel. Y ese pantalón deportivo le hace un culito…
Se gira hacia mí, aunque tiene la mirada perdida en el césped, o más
probablemente en sus bonitos zapatos blancos. En un movimiento algo
atropellado, se tapa la boca, como si estuviera meditando sobre algo muy
importante. ¡¿A que la he metido en todo el agujero desde esta distancia?!
—¿Sabes que el hoyo está en el otro lado del campo?
Y se descojona de la risa, claro. Incluso cuando el Marshall hace acto de
presencia para decirnos que hemos estado a puntito de causarle un infarto a otro
de los participantes, un señor muy mayor que no se esperaba un proyectil
llegando en dirección contraria. Que digo yo que, a cierta edad, las residencias
están superbién, ¿no? Quién lo mandará correr semejantes riesgos, leche.
—Me he desorientado —miente el bellaco de mi acompañante—. Transmita
mis más sentidas disculpas al caballero en cuestión. —Su petición no parece
muy sincera, puesto que sigue tronchándose. Parece un maldito desquiciado—.
Ya nos vamos —asegura, antes de soltar otra carcajada.
La cara del hombre refleja estupefacción y una creciente indignación, y casi
siento penica por él porque le ha tocado un papelón con nosotros… (antes de que
terminemos de recoger, yo me he sumado a la hilaridad de Aldren). Mientras
abandonamos el campo, ambos nos limpiamos las lágrimas que corren por
nuestras mejillas. Cuando, montados en el buggy (cortesía del Marshall, que no
puede disimular sus ganas de perdernos de vista), pasamos por delante del
distinguido socio, miembro del club desde hace más de treinta años al que casi
me cargo, nos despedimos de él entusiasmados, agitando nuestras manitas ante
su atónita cara.
Al entrar al restaurante, procuramos imbuirnos de una capa de sobriedad y
recato, la misma que hemos dejado «olvidada» mientras sacábamos los
cachivaches de la bolsa. Yo voto porque hemos sufrido una insolación.
—Estoy a punto de derretirme. De verdad que no he pasado más calor en mi
vida. Y tengo los pies recocidos —me quejo, en cuanto tomamos asiento.
—Hemos llegado pronto. No tenemos reserva hasta dentro de una hora. Si
quieres, pasamos por una de las boutiques y te compras unas sandalias. Y un
vestido fresquito.
—No. No. Estoy bien así.
Me parapeto tras la carta para que no se percate de la jeta que se me ha
quedado.
—¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que te huelan los pies?
—¡¿Pero qué dices?! —grito sin voz, lo que viene a ser un murmullo quedo de
toda la vida, vaya, para que nadie fuera de esta mesa se entere—. ¡A mí esas
cosas no me pasan!
Su sonrisa socarrona me cabrea tanto. Pero taaantooo…
—Claro, princess. —Se despliega la servilleta sobre el regazo y me distraigo
un poco de mi bochorno pensando en lo anticuado que me resulta ese gesto—.
¿Qué te apetece comer?
«Pues tendría que poder diferenciar las letras de los nombres de los platos».
Alejo un poco la elegante libreta negra y dorada y finjo no percatarme de su
risilla entre dientes.
—¿Tendrán elefante? Me comería uno entero. Y a su tres crías también. Con
muchas patatas y calabacín salteado. Y unos entrantes.
—Hacer deporte da hambre, ¿eh?
Sí, hijas, por mi mente también cruza la imagen de los dos desnudos,
retozando en cualquier superficie horizontal. O vertical. ¿Me estoy convirtiendo
en una depravada o ya lo era?
—Da.
—¿Saben los señores lo que van a pedir?
Alza una ceja en mi dirección.
—¿Elefante, entonces?
Suelto una carcajada. No me atrevo a mirar al regio camarero o no seré capaz
de parar.
—La merluza de pincho en tacos, con salsa tártara y canónigos estará bien.
—Para mí, el lomo de vaca gallega con puré de patata y pimientos del
piquillo. Y una ensalada de tomate de Tudela y bonito escabechado. Ah, y unas
croquetas de jamón ibérico. Si no repongo fuerzas, no seré capaz de seguirle el
ritmo a la dama cuando lleguemos a casa.
Los ojos del hombre se abren como los faros de mi Audi R8.
—Esto… pues… yo sugeriría el tartar de ostras, aguacate y remolacha. Los
dos primeros ingredientes pueden… mejorar… el rendimiento… —balbucea,
sudando a mares y sin saber cómo se ha metido en este berenjenal.
—Excelente sugerencia. Añádalo, por favor.
Aldren saborea el vino con tranquilidad. Después, echa una mirada por el
amplio comedor, bastante solitario a estas horas. El camarero desaparece y, ahora
sí, busco la parte inferior de mi mandíbula por el suelo. Por supuesto, encontrarla
no resulta tarea fácil; seguro que el sufrido trabajador le ha dado una patada al
marcharse y la ha enviado al otro lado de la sala.
—Pareces sofocada. ¿Te encuentras bien?
—De maravilla. Solo le has dicho A UN COMPLETO EXTRAÑO que soy
una insaciable sexual que te tiene exprimido.
—Exprimido. Qué… evocador.
—¿Cómo se te ocurre?
—¿Te he avergonzado? Porque te juro que no era mi intención.
—No es eso —rebato. En realidad, después del impacto inicial, el comentario
me ha hecho hasta gracia. Menudo día, ¿no?—. ¿Dónde anda el Aldren estirado
y soporífero al que estoy acostumbrada?
—Quizá te considere lo bastante especial como para mostrarte las partes de él
que aún no conoces. O, tal vez, a tu lado esté transformándose en alguien más
libre y brillante.
«O simplemente yo era tonta del bote y no sabía valorarte».
Reconozco que no es la primera vez que lo pienso, pero cada vez cala más
hondo, como si mi subconsciente quisiera decirme algo. Espero que no sea nada
trascendental, porque no estoy para momentos existenciales ahora mismo.
El resto del día vuela. Suele ser así con Aldren. Nos pasamos la tarde en el
restaurante, sin parar de hablar. De hecho, cuando queremos darnos cuenta,
estamos solos en el espacioso comedor, acompañados por un puñado de
trabajadores que se entretiene limpiando y montando las mesas para mañana.
Soy muy consciente de que no nos han invitado a irnos porque no hay ni un solo
empleado que no sepa quiénes son mi padre y mi hermano. Por supuesto,
dejamos una generosa propina antes de marcharnos corriendo (o haciendo
footing).
El plan era volver a la villa, pero a Al se le antojó tomar una copa en uno de
los bares del hotel, así que terminé estrenando vestido de tirantes con faldita de
vuelo color cereza y unas preciosísimas sandalias con tacón de doce centímetros
de Valentino Garavani. Lo cual me vino de perlas porque, después, fuimos a
cenar a un… sitio del paseo marítimo. Bueno, en realidad quedaba a unas
cuantas calles, así como muy metido para dentro. Casi tuvo que obligarme a
entrar, porque tenía una pinta… Insistió en que se lo habían recomendado en el
restaurante, después de preguntarles por algún lugar poco pijo donde se comiera
bien. A ver, el local estaba limpísimo, irradiaba un ambiente increíble y servían
una parrillada de marisco para chuparse los dedos. Yo me los chupé. Y dejé
hueco para dos bolas de helado de chocolate con nueces, que saboreé sentada en
la playa, viendo las olas romper a escasos metros de mis pies descalzos, con una
enorme luna llena como marco.
Es la una y media de la madrugada cuando abro la puerta de casa. Me pesa
hasta el perfume que me eché hace quince horas. Voy directa hacia el dormitorio.
Ojalá fuera una superheroína de verdad, para poder destrozar paredes a mi paso
y no verme obligada a zigzaguear en busca de las puertas.
—No puedo más. Me muero por tronchar la cama.
Aldren se cruza de brazos. Me hace un repaso de arriba abajo que ni mi
mecánico de chapa y pintura.
—Así me gustan las mujeres. Desesperadas por mis cariñitos.
Resoplo con hastío.
—Idiota. Estoy destrozada. Si no fuera porque a los trece años mi madre me
implantó un chip que detecta si no me desmaquillo, ni siquiera lo haría —
aseguro, mientras me desvisto a la velocidad del rayo.
—¿Un chip para descubrir que te acuestas con la cara sin lavar? —pregunta,
sorprendido.
Yo también lo estoy por no perder detalle de cómo se deshace de los
pantalones.
—Y otro que la avisó del momento en el que perdí la virginidad. Y otro que
pita cada vez que miento. Y otro que le cuenta si he conocido a un hombre. Y
otro… En fin, que soy algo así como la novia de Terminator. Del moderno, ¿eh?,
no del primer modelo, que sabía fregar los platos y poco más.
Se acerca y rodea mi cintura, atrayéndome a su duro cuerpo.
—Pues estás muy buena, mujer cibernética.
—Y no puedes resistirte a mí, ¿verdad? —lo sonsaco, mimosona.
¿Pero yo no me caía de cansancio y me sentía incapaz de levantar los brazos
para ponerme el camisón?
—Estoy absolutamente a tu merced. —Besa mis pechos por encima del encaje
del sujetador.
Ladeo el cuello para que pueda lamérmelo como Dios manda y ahogo un
gemido de gustirrinín.
—Te advierto que estoy para pocos trotes. Me voy a quedar dormida de pie —
afirmo.
—Pongámosle solución. No vaya a ser que te me descalabres.
Me alza en brazos como si pesara menos que el yorkshire de Tina y me tira
sobre la cama. Reboto en el mullido colchón.
—¡Ay!
—¿A que ahora estás bien despierta? —Se ríe.
—Y mosqueada.
—Mucho mejor —replica, cubriendo mi cuerpo con el suyo—. Tu pasión es lo
más jodidamente excitante que he probado nunca. Y un par de arañazos en la
espalda no me parecerán mal como recuerdo de esta noche.
Enlazo las manos en su cuello y empujo hacia mí, buscando que me bese.
—Deja de hablar. A veces eres más soporífero que un Valium.
El tirón seco que destroza mis bragas causa un efecto proporcional en la
humedad de mi entrepierna. Se me abre la boca por la impresión, y Aldren
aprovecha para meterme la lengua hasta la garganta. Cuando creo que voy a
morir por falta de aire, se separa lo suficiente para encontrar mis ojos.
—¿Tu madre también te implantó un chip para enterarse de cuándo te corres?
Porque lo vamos a reventar.
Villa Nosotros

Aldren


N.º 229 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Perfume mío, un poquito más…
Querida superheroína:
¿Las fragancias caducan? La mayoría de los fabricantes recomiendan desecharlas pasados tres años
desde su compra, aunque, si se mantienen como el primer día, ¿por qué no continuar usándolas?
Conservar tus perfumes favoritos es tan fácil como seguir estos pocos consejos (de lo más sencillos, por
cierto).
Mantenlos alejados de la luz: sí, ya sé que muchos de los frascos son taaan divinos que merecen estar
expuestos en la vitrina de honor de tu salón, por delante al lado de las fotos de tu boda. Por desgracia, si
quieres preservar más que el bote, tendrás que guardarlos en un lugar oscuro o, mejor, en su propia caja.
La luz es tan perjudicial para ellos como el agua para los gremlins. Ahí lo dejo.
Evita que estén cerca de una fuente de calor: los expertos aseguran que lo ideal sería mantenerlos en
una nevera para vinos (a tomar por saco los Ribera y los rioja, que no lucen igual que un Loewe o un
Chanel). Colócalos en un lugar seco y fresco (y los vinitos, disfrútalos con gente guay).
No los dejes destapados: el oxígeno también aumenta el riesgo de alteración de las esencias, así que
usar, tapar y guardar.
Es fácil, ¿no? Personalmente, preferiría cuidar de un dichoso gremlin.

Adriana Martos

Acerco nuestros cuerpos todavía más y gimo al percibir las notas picantes de
su perfume, incitante de la hostia. Hace un calor del demonio, o puede que sea
yo, que estoy encendido. Aun así, no dejo de refregarle la polla contra el culo,
abrazado a su cintura de avispa.
Dios, podría correrme solo así, perdido en este momento. Es una de las cosas
que más me gustan de nosotros: las ganas que siempre nos tenemos y la facilidad
con la que nos prendemos fuego.
Le retiro la melena a un lado y deslizo la punta de la lengua por toda la
longitud de su cuello hasta llegar a la clavícula, donde apoyo los dientes y ejerzo
la suficiente presión como para escuchar su pequeño maullido de placer.
Ella echa la mano hacia atrás hasta localizar mi nuca y, cuando me tiene, gira
la cabeza y me clava sus preciosos ojos, nublados de pasión y promesas. Estoy a
punto de mandarlo todo a la mierda, asirla de la muñeca y volver a la villa,
donde podremos dar rienda suelta a cada uno de nuestros deseos.
¿A quién quiero engañar? A estas alturas, me valen hasta los baños públicos.
Incluso un solitario rincón en penumbra. Me he convertido oficialmente en un
salido.
Sus labios toman posesión de los míos, como si le pertenecieran por derecho,
lo cual mitiga un tanto mis remordimientos. Reconozcámoslo: soy su fiel
servidor. Y estoy encantado.
Balanceo las caderas en un ritmo suave y lujurioso, aunque mis movimientos
tienen más que ver con el acto de follar que con la canción que suena por los
altavoces. Si ni siquiera la escucho, joder. En mis oídos solo truena el hambre
más primario, las ganas de hacerla gozar, la necesidad de explotar.
Sentir sus pequeños dedos abarcando mi erección casi consigue que pierda el
poco control que me queda. Rompo el beso y aspiro una bocanada de aire, a la
vez que sostengo su divertida mirada con el ardor de la mía.
—Tienes dos opciones: o nos relajamos muy mucho o te follo en medio de la
pista de baile.
—No te atreverías.
—Adriana, creo que ya te he demostrado que no soy como pensabas. Y me
tienes tan cachondo que me importa muy poco dónde estemos ni quién pueda
vernos. Es más, si toda la jodida discoteca se pone a jalearnos, me va a dar un
morbazo de la leche.
Vale, he sido un poco bruto. Su cara muestra un pasmo absoluto, pero es que
cuando estoy con ella me convierto en alguien salvaje e indomable.
—Vamos a beber algo —propone, con una sonrisa.
La agarro de la mano y me dirijo a una de las barras. El local está hasta los
topes; sin embargo, logramos llegar relativamente ilesos.
—Tengo que ir al baño.
—¿Necesitas escolta?
—Si vienes conmigo, terminaremos haciéndolo en uno de los cubículos.
Mejor quédate e intenta conseguir las bebidas.
Sonrío. Qué bien me conoce. La pierdo de vista a los pocos segundos,
engullida por la marea humana que se contorsiona al ritmo de Dua Lipa. Una
camarera exuberante me observa sin disimulo mientras llena dos vasos de tubo a
la par.
—¿Qué te apetece, guapo?
—Nolet’s The Reserve con Bohemian Berry Sensation y un Macallan sin
hielo, por favor.
Termina de atender a la otra pareja y prepara mis copas con rapidez y
eficiencia.
—Cuánta clase —comenta, al ponerlas sobre el mostrador.
—La resaca se lleva mejor que con garrafón —aseguro, tendiéndole mi tarjeta
y un billete de veinte.
—Gracias. —Se guarda el dinero en el escote y tramita la operación en el
datáfono—. ¿La pelirroja es tu chica?
—Ajá.
—Las hay con suerte. —Suelto una carcajada—. Si necesitas algo, ya sabes
dónde estoy.
Alzo mi vaso hacia ella, observando cómo se aleja en dirección a un nuevo
cliente. Es preciosa, y está claro que le apetecería hacerme un favor —o dos—, a
ser posible en la intimidad de mi casa, aunque tampoco creo que le hiciera ascos
a enseñarme el almacén durante su descanso. La pena es que yo solo tengo ojos,
lengua, manos y polla para Adriana.
La busco instintivamente entre la multitud y me sorprende encontrarla a unos
metros de mí, hablando con un tipo.
«¿Y se puede saber por qué te sorprende tanto? Han debido de abordarla dos
docenas de tíos en los diez minutos que hace que se alejó de tu lado». O más.
Pero es que a este le dedica unas sonrisas de lo más dulces y sinceras. Y las risas
que comparten me revuelven el estómago. Cuando la veo colgarse de su cuello y
dejarse abrazar, me giro hacia la barra y me bebo medio whisky de un trago.
«¿Qué esperabas?», me reprendo. «Es Adriana». «Le gusta la diversidad,
aunque tú hayas querido creer que su conducta solo respondía a la traición de su
ex». «Olvídate de tanto machismo, joder. Nunca has criticado a tus amigos por
disfrutar del sexo. Y tampoco es que tú hayas sido un monje tibetano».
«Lo que no soy es suficiente para ella».
—¡Qué sed tengo! Aquí hace más calor que en el infierno.
Drina coge su copa y le da un par de sorbos. La sonrisa se le congela en la
cara cuando se da cuenta de mi expresión, si bien intento ocultarla tras el grueso
cristal de mi vaso. Gira la cabeza hacia el lugar donde hace un momento estaba
socializando con el maromo ese, antes de volver a mirarme.
—Andrés es amigo de mi hermano. Lo conozco desde los dieciséis años. Hace
un tiempo se fue a vivir a Barcelona, así que nos hemos sorprendido mucho al
encontrarnos aquí.
«Me cago en mi vida».
—Soy un gilipollas. —Como mínimo.
—Bastante, sí. Pero estoy relajada y de buen humor, así que voy a perdonarte
sin armar alboroto.
Sus caderas son un imán para mí, así que es ahí adonde van mis manos para
reducir la distancia que nos separa. La beso despacio, o si no la cosa se
descontrolará en cuestión de minutos, y hemos salido de casa precisamente para
darles un respiro a nuestros cuerpos, que pedían clemencia a gritos.
Aun así, cuando mi lengua abandona su boca, ambos respiramos agitados y
con ganas de mucho más.
—Andy nos ha invitado a su reservado. ¿Te gustaría que nos tomáramos algo
con él? Así te presento a Bertín, su marido —propone, con voz guasona, justo
antes de partirse de risa—. ¡Ay, tendrías que verte la cara!
—No tiene nada que ver con que sea gay, que conste. Es que he metido tanto
la pata que, joder…
—Sí. Joder.


Me despierta la luz que entra por la ventana. Estoy roto, lo cual significa que
no he dormido lo suficiente, pero no creo que pueda volver a coger el sueño.
Abro los ojos y parpadeo varias veces mientras me acostumbro a la intensidad
del sol.
Entonces la veo. La mujer más hermosa y perfecta que haya existido jamás.
Gloriosamente desnuda y abrazada a mí con brazos y piernas, como si necesitara
fundirse con mi cuerpo.
Despertar junto a Adriana es una experiencia impagable, y aún me resulta
extraño, a pesar de llevar días haciéndolo. Creo que me costará bastante
deshacerme de la sensación de abandono y rechazo por todas esas mañanas en
que me levanté solo, aferrado a una almohada arrugada impregnada de su aroma,
tras habernos pasado la noche follando como posesos.
¿Cuándo empecé a enamorarme de ella? Seguramente, la primera vez que la
vi, aunque entonces no tenía ni idea de que aquel retortijón en las entrañas
significara algo más que pura atracción. Lo que sí supe fue que con ella todo era
diferente: más intenso, más brillante, más sincero.
Eso siempre me ha cabreado mucho. Porque, de todas las mujeres del mundo,
¿de verdad tuve que pillarme por la única que no quería vivir su propio cuento
de hadas? O, al menos, no conmigo. Hasta ahora.
Estas dos últimas semanas han sido un puto sueño. Recuerdo que, entre el
batiburrillo de sentimientos que bullían sin control en mi interior mientras venía
hacia aquí, al día siguiente de la boda de Creig y Tina, el que predominaba era la
rabia.
Me jodía como nada haber tenido que marcharme de Los Ángeles, dejando a
mi familia y a mis amigos, después de lo que nos había costado planear aquella
escapada. Pero me había comportado como un capullo con Drina, así que tocaba
sacrificarse.
Quién me iba a decir que no pensaría más que en nosotros dos durante el resto
de las vacaciones. Y que disfrutaría tanto de cada minuto a su lado. El tiempo se
nos acaba y no puedo evitar preguntarme qué nos deparará el futuro. Porque
tengo clarísimo que la quiero en mi vida para siempre.
«Pero ¿y ella? ¿Cuáles son sus expectativas?», me pregunto, mientras la
observo dormir, con el corazón oprimido.
Posee una belleza tan arrebatadora que casi duele mirarla. Y no me refiero
solo a su rostro perfecto, sino a que la cabrona tiene un cuerpazo que levantaría a
un muerto de su tumba. El día que nos conocimos, iba flanqueada por sus
amigas, guapas las tres hasta dejarte ciego, y, sin embargo, yo solo fui capaz de
fijarme en sus curvas infinitas y peligrosas, a pesar del enorme cartel de peligro
que pendía sobre su cabeza.
Ahí me di cuenta de que mi aparente carácter afable era una mera fachada, y
que en realidad me iban la marcha (la que ella me iba a dar en los siguientes
años) y el masoquismo, y poco después, también de que tanta chica mona me
dejaba vacío (sí, en ese sentido también. Soy humano y hombre, qué le vamos a
hacer). De ahí la célebre conversación de los polvos sin sentido que Creigton
tardó tanto en entender. Aunque al final lo hizo. Bien por él.
Me apetece mucho tocar la suave piel de Drina. Tanto que me siento hasta mal
por contenerme. Pero no muevo ni un músculo. Reprimo las ganas de deslizar
las palmas de mis manos por su sedosa melena, por sus mejillas de alabastro, por
los finos huesos de su clavícula, por el delicioso contorno de su pecho, por su
marcada y suculenta cadera, por su caliente y húmedo sexo. Si lo hago, la
despertaré, y entonces follaremos como desquiciados, o, si consigo salirme con
la mía, haremos el amor entre besos y susurros, y mi boca y mis manos le
contarán cuánto la quiero.
No es un mal plan. De hecho, me parece buenísimo. Pero quiero contemplarla
un poco más; llenarme de su calidez, del sentimiento de plenitud que me
embarga cuando todas sus barreras están bajadas. Quiero amarla sin dudas, sin
miedos, sin tristezas.
Y, con el corazón lleno de cosas bonitas, me quedo dormido.


—Canija.
—¿Hummm? —pregunta, distraída, con un boli rojo en la boca y trabajando
en su tableta gráfica.
Estoy a punto de darme la vuelta y dejarla con lo que está haciendo; sé que
anda liada con la colección y no quiero robarle ni un minuto a ese proyecto
ahora que se ha puesto con él. Pero, de repente, alza la mirada y me observa con
curiosidad, como si notara mi reticencia.
—¿Qué pasa?
—¿Cómo vas con eso?
—Me ha costado un día y varios tutoriales familiarizarme con el programa,
pero creo que ya lo controlo lo suficiente como para diseñar el boceto técnico.
—Estupendo. ¿Vas a empezarlo ahora?
—No. Es tarde y me escuecen los ojos. Llevo con esto…
—Nueve horas.
—¿Tanto? —inquiere, sorprendida.
Asiento. Apaga la tableta y me contempla de arriba abajo.
—De todas formas, me sería muy complicado concentrarme, con el gran
Copperfield paseándose por el salón con tan solo una minúscula toalla atada a la
cintura.
Sonrío como un tonto. Me encanta su faceta juguetona. E igualarla.
—También puedo quitármela.
—¡Ten piedad, por el amor de Dios! Dejemos que la crema hidratante haga
efecto.
Suelto una carcajada y me inclino para besarla. A pesar de sus quejas, me
devuelve las atenciones con fervor.
—¿Quieres que salgamos? He pensado en ir a cenar a ese italiano que tanto te
gusta, el de los amigos de tus padres, y después tomar algo en un sitio tranquilo.
—No.
—¿No?
—Es nuestra última noche. —Extiende las manos en mi pecho y me trago el
gemido de puro gusto que ronronea en mi garganta—. Prefiero que cocinemos
juntos, que nos tomemos esa copa aquí y que, de postre, nos disfrutemos el uno
al otro. Solo nosotros. Esta casa. Otro momento para atesorar.
—Suena perfecto.
—De hecho, creo que deberíamos empezar con el postre —asegura, dando un
tirón seco a mi toalla y lanzándola al otro lado del salón.
Suena a música celestial.
Adiós, burbujita

Adriana


N.º 230 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Las bondades del café, una vez degustado
Querida superheroína:
En un artículo anterior hablábamos de cómo reutilizar las bolsitas de té, pero ¿qué pasa con los restos
del café?
Tan solo en España se consumen al año cerca de ochenta mil toneladas de esta bebida (el treinta por
ciento, seguramente en mi casa), así que me parece interesante que cuentes con varias opciones para
reciclar estos desechos. ¿Lista para tomar notas?
Abono natural para las plantas. Las sobras del café repelen a los insectos y contienen nutrientes que
favorecen el crecimiento de las plantas. Basta con que espolvorees un poco por la tierra.
Cabello brillante. Cuela una taza con los posos del café y déjala enfriar. Lávate el pelo como haces
normalmente; después vierte la taza sobre el cabello, deja actuar durante veinte minutos y aclara con agua
tibia.
Crema anticelulítica. Mezcla los restos del café con aceite de oliva y aplica con movimientos circulares
sobre las zonas afectadas.
Mal olor de la nevera. Coloca las sobras de café en un recipiente abierto y verás como absorbe los
olores desagradables de tu frigorífico.
Exfoliante natural. Puedes elaborar tu propia crema exfoliante casera mezclando los desechos del café
con aceite de oliva y sal.
Repelente de pulgas. Después de bañar a tus mascotas, frota café húmedo sobre su piel y enjuaga. No
solo eliminarás las pulgas, sino que además evitarás el olor que desprenden algunos animales tras el
contacto con el agua.
Yo ya tenía claro que el café es un producto milagroso, pero ahora… ¡deberíamos recoger firmas para
que lo declaren artículo de primera necesidad!

Adriana Martos

A la mañana siguiente estamos listos desde bien temprano para marcharnos.
Nos despedirnos de la villa a nuestra manera: entre sábanas arrugadas y jadeos
que gotean placer, y una necesidad abrumadora por retrasar lo inevitable.
Compartimos una vez más la ducha de hidromasaje, enjabonándonos el uno al
otro y repartiendo besos por nuestros respectivos cuerpos, como si aún no nos
los hubiéramos aprendido de memoria. Y desayunamos con tranquilidad en la
mesa de la cocina, envueltos en un silencio cómodo y un tanto triste.
—Debemos irnos, cielo.
Echo un último vistazo al salón. Mi mirada se pierde en el cuidado y
exuberante jardín que se atisba desde la cristalera del fondo, y recuerdo los
buenos momentos que hemos pasado amándonos en la piscina o simplemente
contemplando las estrellas.
Me giro hacia Aldren, que me observa con una sonrisa espléndida. Se la
devuelvo y cierro la puerta, con el corazón más ligero. Las experiencias vividas
no se quedan aquí, sino que las llevamos en la memoria.
Llegamos con tiempo al aeropuerto y esperamos en la sala vip (viajamos en
primera, ¿qué esperabais?) a que nos avisen para embarcar. No hablamos mucho,
supongo que los dos estamos cansados. Nos hemos pasado la mayor parte de la
noche sudando y gimiendo, como si nos estuviésemos despidiendo.
¿Lo hacíamos? ¿Volver a Madrid lo cambiará todo?
«Claro que sí, Adriana. Tú no quieres una relación, ni siquiera un follamigo».
La hora que dura el vuelo me la paso con un extraño runrún en la cabeza que
no sé lo que significa, pero que tampoco me deja en paz. Así que, cuando por fin
aterrizamos y recogemos el equipaje, casi corro hacia la salida.
—Dios, qué jaleo —se queja él, con cara de agobio.
—Sí. Empiezo a extrañar la villa.
Un hombre trajeado, aparentemente muy ocupado en ladrarle a su móvil, me
golpea en el brazo al pasar por mi lado. Al gruñe por lo bajo y me rodea la
cintura, pegándome a su torso.
—¿Irás mañana a la empresa?
—Paula querrá que nos atrincheremos en la revista durante las próximas
setenta y dos horas para apagar los fuegos más inmediatos, pero conseguiré
escabullirme al mediodía, aunque tenga que llamar a los geos y fingir que unos
terroristas han secuestrado el edificio.
Su carcajada atrae las miradas codiciosas de unas cuantas mujeres.
—Si necesitas ayuda para escapar, avísame. Se me da de lujo hacer rápel por
los edificios.
—Lo tendré en cuenta a la hora de elegir el outfit del día.
Nuestros labios se encuentran a medio camino. Nos saboreamos despacio,
abriendo los sentidos, como si entregarnos a la pasión en medio de la terminal
fuera lo más normal del mundo. Cuántos miles de personas como nosotros lo
habrán hecho antes. Cuántos más lo harán a partir de ahora.
—Ya te echo de menos.
«Y yo a ti».
Frunzo el ceño y retrocedo un paso. ¿Este pinchazo que parece que va a
perforarme el estómago es hambre?
«Depende. ¿Estás embarazada de sextillizos? ¿Te ha poseído el fantasma de
Kung Fu Panda?».
«No y no».
—Si nos vamos a ver en unas horas —alego, con una sonrisa forzada—.
¿Buscamos medio de transporte?
—Será lo mejor.
Salimos al sofocante mediodía de septiembre y, antes de que hagamos gesto
alguno, un taxi se detiene junto a la acera. Aldren le entrega mi maleta al
conductor, vuelve a mi lado y entierra la cara en mi pelo.
—Descansa, ¿vale?
—Palabrita de Dior —aseguro, con la mano en alto, como si estuviera
prestando juramento en un juzgado—. Pienso darme un largo baño de espuma
acompañado de una copa de vino antes de meterme en la cama durante doce
horas seguidas. No recuerdo haber dormido menos que en estas dos semanas.
—Ni haber disfrutado más —me pincha, con una sonrisa lasciva.
—Creído.
Le doy un beso suave y lento y me introduzco en el vehículo. Nuestros ojos se
acarician mientras el taxista se abrocha el cinturón y arranca.
«Está bien. Follamigos es aceptable».
Como por arte de magia, el runrún desaparece. Dejo caer la cabeza sobre el
respaldo, cansada pero contenta.


Abro la puerta de la cafetería y asomo la cabeza.
—¡Aaahhh!
—¡Cariiis!
—¡¡Eyyy!!
Corremos a abrazarnos y besuquearnos como si lleváramos sin vernos varios
años, en lugar de dos semanas.
—¡Cuánto os he echado de menos!
—¡Nosotras más, so perra!
—¡Pero mira qué morena estás!
Nos estudiamos las unas a las otras, las tres con una sonrisa enorme.
—Estás más gordita —le digo a Pau.
—Y tú, más zorra.
Tras una risotada, me dirijo a nuestra mesa, que a estas horas está vacía. El
cartel de reservado también ayuda.
—Creí que la maternidad suavizaría tu carácter de mierda, pero ni con esas.
—Es mejor que el monstrui tenga claro desde el primer momento la clase de
madre que le ha tocado. Así evitamos traumas infantiles innecesarios.
—Petarda. Vas a ser una madre maravillosa.
El cuerpo de Paula convulsiona ante mi mirada atónita.
—Le pasa siempre que alguien la llama mamá —explica Martina, entre risas.
—Mis niñas, qué alegría teneros aquí otra vez. —Nos giramos hacia José, que
nos observa sonriente—. Madrid no ha sido lo mismo sin mis fashion girls.
—Ay, Joselito, nosotras también te hemos añorado mucho. Nadie nos mima
tanto como tú. —Tina le regala los oídos, consiguiendo que el hombre hinche el
pecho como King Kong recién levantado. Seguro que espera a recluirse en la
cocina para golpearse los pectorales y gritar como un poseso.
—¿Os pongo lo de siempre, bonicas?
—A mí tráeme un barreño y ya te voy diciendo —contesta Pau, de mala leche.
—¿Te sigue sentando todo mal? —pregunto, preocupada.
—Parezco un maldito aspersor. Mi zumito de naranja ha pasado a la historia;
el ácido no tarda ni treinta segundos en provocarme arcadas. Y he desarrollado
una intolerancia del copón a la leche.
—¿Vas a ser…?
—¡José, no lo digas! —gritamos Martina y yo.
—¿Un té? —sugiere el pobre, dubitativo.
—Qué remedio. Y ponme también una tostada y un dónut de chocolate, o me
como a una de estas dos.
—¿Qué dos? Híncale el diente a Drina, que yo soy madre de un bebé
preciosísimo al que sigo dando el pecho.
—Se nota —murmuro. Echo un vistazo disimulado a los melones que se le
han quedado desde el embarazo.
—¿Creéis que son muy grandes?
Hay tanta inquietud en su voz que me apresuro a negar con la cabeza.
—Has ganado a Adriana, que era la tetona del grupo. —Me vuelvo hacia
Paula con cara de mala leche y evito, por los pelos, contestarle que ella se lleva
el premio a la villana más malvada de todos los tiempos. Vale, la frase que se me
viene a la mente es un tanto distinta, pero hasta en momentos de tensión soy
capaz de hacer gala de una educación excelente—. No pongáis esas caras: a los
hombres les encantan las pechugonas.
Tina y yo cruzamos una mirada, sopesando qué decir. Bufff… Se trata de Pau.
Mejor ahorramos tiempo y energía, ¿no?
—¿Qué tal en Los Ángeles? —pregunto—. ¿Lo habéis pasado bien?
—No tanto como tú.
Martina ríe entre dientes por el comentario de la rubia.
—He descansado mucho —afirmo, ensimismada en mi móvil.
—Oh, estamos seguras de que habrás necesitado vitaminas, y hasta
encadenarlo de vez en cuando para que te quitara las manos de encima. Aunque
está claro que a ti te va que te den lo tuyo muy a menudo.
—¿Qué quieres decir?
—Por ejemplo, que estas dos semanas amancebada con el dulce Aldren han
proporcionado color a tus mejillas, un destello de enamorada a tus ojos verdes y
más amplitud a tu cavidad vaginal. —Miro a Martina con la mandíbula
descolgada a causa de la impresión—. ¿Qué? El día a día con Creigton resulta
instructivo y revelador a partes iguales.
—Tú lo ves todo tan rosa. Pero no mezcles los sentimientos con el sexo.
—¿Por qué, si esa combinación es lo más bonito que existe en el mundo?
—Porque ya lo he probado y no me convence.
Le sonrío a José cuando deposita delante de mí un vaso de café que bien
podría hidratar a una familia de cinco miembros durante toda la mañana. Me
abalanzo sobre la baguette de pollo y espinacas como si no hubiera comido en
meses.
—Cari, Héctor y Aldren no se parecen en nada. Mucho menos, en su manera
de tratarte.
—Lo tengo clarísimo, Tina. Sin embargo, después de pasarme años soñando
con una relación imposible, necesito estar sola.
—Joder, qué puto asco.
Martina suspira.
—Por el irresistible brillo de los diamantes, Paula: hablas peor que un
mercenario. —Comparto una mirada sarcástica con mi rubia; aquí la Barbie
alterna al menos con tres escuadrones de soldados, claro, de ahí que esté tan
versada sobre su vocabulario—. Y haz el favor de respetar los sentimientos de
Adriana.
—No me refiero a eso. Esto es agua sucia. Odio los tés —le dice al dueño de
la cafetería, que la contempla desde la barra con el ceño fruncido—. Aunque
fuese la mejor infusión del mundo, seguiría pareciéndome repugnante.
—¿Te preparo un Nesquik con leche de soja?
—¿Te monto un Starbucks en el local de al lado?
—Menuda porquería de franquicia —bufa—. Además, ya estoy rodeado de
establecimientos dedicados a la restauración y, pese a ello, la semana que viene
se cumplirán treinta años desde que abrí esas puertas por primera vez —contesta,
con una sonrisa ufana, antes de atender a otro cliente.
—¿Va a ser así todo el dichoso embarazo? Porque cuando mi maridito me
comía el tarro para dejarme preñar, no mencionó nunca los nueve meses de
mierda que me tocaría pasar a mí.
—Acabas de empezar el segundo trimestre. Seguro que todo mejora. —
Martina intenta tranquilizarla.
Los ojos verdes de Pau se entrecierran mientras la observa en silencio. Su
expresión me pone nerviosa; seguro que nuestra sensible amiga está a punto de
echarse a llorar.
—A todo esto, ¿dónde está Bren?
—Valora demasiado su vida, así que sabe que por las mañanas debe
mantenerse alejado de mí. Sobre todo, si hay cuchillos cerca. —Corta lo que
queda del dónut en trocitos minúsculos—. Bueno, ¿quién se ofrece voluntaria
para buscar el regalo de aniversario de José?
Dos manos se alzan presurosas sin que tenga que insistir.


—¿Se puede?
—Por supuesto.
Los dos ejecutivos se levantan de la mesa de reuniones en cuanto me acerco.
Siento la mirada apreciativa de Aldren mientras me dejo envolver por los brazos
de Alejandro.
—Qué guapa estás, jodía.
—Tú, en cambio, estás echando tripa.
Al se parte de risa ante el gesto indignado de mi hermano.
—Cabrona. Manu, ¿nos traes unos cafés?
—Claro, jefe. ¿La visita cómo lo quiere? —Me giro hacia la nueva voz—.
¡Coño, Drina, si eres tú!
—¡Manuel, es señorita Martos! —ladra Aldren, bastante ofuscado—. ¡Y
Adriana es copropietaria de Roseland, además de la directora artística!
—Anda, claro. Error mío.
—No pasa nada —aseguro, con una sonrisa—. Me alegro de que estés aquí.
—Gracias por conseguirme el curro. Eres una tía superenrollada.
Observo a los dos hombres que tengo a mi lado y compruebo que están a
punto de explotar. El chico también debe de darse cuenta, porque retrocede de
espaldas a la puerta.
—Si eso, ya pregunto por ahí tus preferencias. Total, con echarle un chorrazo
de nata montada…
No tengo claro si el gruñido sale de la garganta de Al o de la de Sandro. La
puerta se cierra con un ligero clic. Pues no entiendo lo de la depresión
posvacacional; si volver al trabajo es toda una fiesta.
—¿Así que la idea de meterlo aquí ha sido mía? —le pregunto a Aldren, que
se encoge de hombros.
—Te quedaba mejor el papel de heroína. Aunque empiezo a pensar que ha
sido una de las peores ocurrencias de mi vida.
—Es un buen muchacho —lo disculpo—. Solo se ha juntado con malas
compañías. Aun así, ponerlo tan cerca de las joyas me parece un tanto
arriesgado, ¿no?
—Me voy a encargar personalmente de su formación —explica Alejandro,
haciéndome un gesto para que tome asiento—. Por la gloria de mis antepasados
que a este pieza lo convierto en el orgullo de su madre. Que, por cierto, debe de
ser la mejor empleada del hogar de la historia, si no, no me explico la fijación
que tenéis con el chaval.
—Paula la tiene en muy alta consideración, y me consta que Tina también está
muy contenta con ella. Pero es que le hemos cogido cariño a Manu.
Los dos me miran con cara de espanto.
—He perdido la cuenta de las veces que lo habría matado en la semana que
lleva aquí.
—Yo, cuatro en lo que va de mañana —manifiesta Al, sin tapujos.
—Aprenderéis a quererlo —afirmo.
—Los cojones —contestan, al unísono, y casi me ahogo de la risa.
Alejandro me contempla con una sonrisa suave.
—¿Qué?
—Te veo diferente.
—Ya. Morenita, ¿eh?
—No. Más feliz. —Contengo el aliento y finjo que sus palabras no me
afectan. Y, sobre todo, evito que mis ojos se crucen con los de Aldren—. ¿No
tienes nada que contarme?
«¿Que me he pasado dos semanitas sin dejar salir a tu vicepresidente de entre
mis piernas?». Claro que no. Sandro y yo somos uña y carne, pero mi vida
sexual está fuera de toda discusión.
—Nop.
—¿Y qué tal que ya tengas lista la colección?
—Ah. Sí, eso.
—¿De qué creías que hablaba?
—Nada, nada —murmuro, intentando disimular mi alivio. Al me dedica una
sonrisa socarrona.
—Los bocetos son espectaculares.
—¿De verdad lo crees?
—Pues claro. En caso contrario te diría: Menudo trabajo de mierda, Adriana.
Vas a tener que volver a empezar.
Y así, con la confianza y el apoyo de dos hombres tan importantes para mí,
todo el lío que suponía este tema en mi cabeza se disuelve de una vez por todas.
—¿Qué es ese rollo de directora artística?
—¿No te gusta? Suena guay —se burla mi hermano, imitando a la perfección
el tono de pandillero de Manu.
Ahogo una carcajada y hago un ademán con la mano.
—Ya hay un departamento de diseño.
—Claro que hay un departamento de diseño. Uno enorme, que se encarga de
elaborar y desarrollar nuestro catálogo. Y luego estás tú, la directora artística,
cuya función principal es deslumbrar al mundo con la colección anual
«Roseland».
¿Habéis escuchado el énfasis que ha puesto en principal? Sí, yo también.
—No voy a permitir que me lieis para encargarme de nada más que lo que
pactamos en un principio. Pienso seguir en Estilo y Seducción. Ah, y tener una
vida, que para eso soy rica.
—Ya veremos, nena.
Yo a este lo mato. Y también a mi hermano, que asiente, presuntuoso.


Mi lengua se enreda con la de Aldren en un beso largo e intenso. Un profundo
gemido de satisfacción escapa de mi garganta, lo que provoca que me vea
apretada contra su cuerpo.
—Cariño, ¿no crees que es muy tierno ver a dos adultos comportándose como
adolescentes cachondos? —pregunta Paula, a mi espalda. Me aparto despacio y
tardo un par de segundos en desviar mi atención de Al. Bren se parte de risa y se
sienta frente a mí—. ¿Qué nos hemos perdido?
—Nada. —Aldren entrelaza nuestros dedos con una sonrisa.
El gesto no pasa desapercibido para la rubia, que sube las cejas hasta el
nacimiento del pelo.
—Nada, ¿eh? —Él amplía la sonrisa y sacude la cabeza—. Vale. —Los tres la
miramos con diferentes grados de asombro—. ¿Qué? Hoy las hormonas me
tienen exultante, así que voy a fingir durante toda la tarde que no me doy cuenta
de lo pillados que estáis el uno por el otro, ¿de acuerdo?
—¿Podemos incapacitarla, por favor? —le ruego a Brenell, con carita de pena
—. En España hay muy buenas clínicas, aunque para estar seguros yo la
mandaría lo más lejos posible. Te ayudaremos con el bebé, Bren. Te prometo que
no te faltarán manos para arrullarlo. ¡Ayyy!
La patada por debajo de la mesa casi me parte la espinilla.
—Por cabrona.
Esta mujer es mala; yo diría que desde que está embarazada su malignidad ha
aumentado. ¿El monstrui estará potenciando su vena malvada?
—Haz el favor de no provocarla —me regaña su marido—. En cuanto a ti —
se dirige a Paula, muy serio—, como sigas dando por saco, me pensaré lo de
ingresarte.
—Vale, pero mandadme fotos. Me encantará ver cómo te las apañas con tu
vástago tú solito, porque te adelanto que estos se rajarán ante la primera cacota.
Claro, que no te garantizo que yo tampoco lo haga.
Las carcajadas de los cuatro inundan el rinconcito de la terraza que hemos
elegido para pasar la tarde.
—Jo, somos los últimos en llegar. Y nos estamos perdiendo la diversión.
Alzo la mirada y veo a una preciosa Martina con Nerea en brazos.
—A mí no me mires. Me ha traído Aldren.
—Ah, eso lo explica todo —comenta Creig al sentarse—. Nosotros nos hemos
retrasado porque la peque vomitó todas y cada una de las comidas que ha
tomado desde que nació y tuvimos que cambiarla y repintar el salón antes de
poder salir de casa. Después, yo también he potado, pero gracias a Dios he
conseguido hacerlo en el váter.
—Muy instructivo —dice Al, con cara de asco.
—¿Cómo he podido dejar que me convencieras de esto? —le espeta Pau a
Bren.
—Porque te estaba comiendo el…
—Venga ya. No lo haces tan bien.
—Pues hace hora y media creí que te habías desmayado de gusto —suelta él,
todo arrogancia.
—Fue un golpe de calor. —La rubia se mantiene impasible.
—¿Qué calor? Si llevo todo el verano tiritando, que pones el aire a quince
grados. Parece que vivamos en la Antártida.
Cuando la veo entrecerrar los ojos y cruzarse de brazos, un escalofrío recorre
mi espalda. Maléfica en tres, dos, uno…
Brenell se inclina hacia ella, le susurra algo al oído y le da un beso suave y
cargado de sentimientos y cosas bonitas. Lo percibo todo desde mi silla y suelto
un suspirito.
No sé qué le dice, aunque habría donado mi abrigo de la última colección de
invierno de Chanel por averiguarlo, máxime al escucharla a ella a continuación:
—Mataría por un cigarro y un Zacapa.
—Tendrás que conformarte con un zumo de sandía.
Hace una mueca, si bien termina asintiendo. Mira a Martina y, después, a mí.
—En cuanto suelte al monstrui, vamos a corrernos una juerga de tres días.
No hay sorpresa en lo predecible

Aldren


N.º 231 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
¿Pelo sucio? ¿Qué es eso?
Querida superheroína:
¡Mon Dieu, tengo una cita y no me da tiempo a lavarme el pelo! ¿Qué hago? ¿La anulo? ¡Porque ir con
la melena sucia es impensable!
Que no cunda el pánico, caris, que, como dice el dicho, todo tiene solución, menos la muerte. ¿Y si no,
para qué se ha inventado el champú en seco? Tres pasos: pulveriza, deja que se absorba y cepilla.
Y ahora, a por ese guapetón que te quita hasta el aliento.

Adriana Martos

En cuanto accedo a la propiedad, presiento que ocurre algo. Los perros no
aparecen en el camino, como siempre, persiguiendo con nerviosismo la moto.
Cuando abro la puerta del garaje y sigue sin haber rastro de ellos, empiezo a
preocuparme.
Subo las escaleras de dos en dos para dejar mis cosas y comprobar qué pasa.
Freno de golpe al ver a mi padre sentado en una de las sillas de la cocina,
tomándose una copa de vino. Van y Luk están tumbados a sus pies, aunque se
apresuran a venir a saludarme.
—¿Qué haces aquí? —balbuceo, asombrado.
—Buenas tardes, hijo. Cuánto me alegro de verte —contesta, con ironía.
—Y yo a ti. Es que no esperaba tu visita. Ni siquiera sabía que estuvieras en el
país.
—No tendría que estar. Pero resulta que mi hijo menor prometió pasar dos
semanas en casa después de ocho meses de excusas, y se esfumó a los cinco
minutos, sin ninguna explicación. Así que aquí me tienes.
—Me quedé treinta y seis horas. Pero entiendo a lo que te refieres. —Levanto
una mano con la que pretendo detener la bronca que tiene previsto soltarme.
—¿Qué está pasando, Al?
Me siento frente a él y suspiro, sin saber muy bien qué responder. Al fin, alzo
la cabeza y sonrío como un gilipollas.
—¿Que me he enamorado?
—Ah, vale. Saliste en pos de Jessica Rabbit.
Río: la descripción le viene al pelo.
—No la llames así —lo regaño—. Es Adriana. O la Curvas, como la apodó
Bren nada más conocerla.
Mi padre se levanta y extrae una copa del armario. La sitúa delante de mí y
vierte una generosa cantidad de vino tinto. Le echo un vistazo a la botella y
maldigo entre dientes. Es un rioja 200 Monges Gran Reserva de 1996.
Doscientos noventa euros de nada. La botella es mía, por cierto.
—Me gusta —admite, sentándose de nuevo.
¿La chica, el mote o el puñetero vino?
—¿Has venido por trabajo?
—Te he dicho que estoy aquí por ti. ¿O te crees que me tragué esa mierda de
que había surgido un problema en la empresa donde trabajas y que solo tú podías
encargarte de ello?
—A menudo olvido que eres la leche de listo —me burlo, aunque sea cierto.
—Muestra un poco más de orgullo, que no solo se hereda lo malo. Si no, ¿de
dónde has sacado ese cerebrito tuyo tan privilegiado?
—¿De mi madre?
—No, ella te ha inculcado su alergia por la mentira. En eso sois igual de
penosos. —Doy un trago al vino; así evito contestarle. La verdad, el pretexto
para largarme no fue muy elaborado que digamos—. Ahora, desembucha hasta
el último detalle.
—Eh…, eso es todo.
—Los cojones.
—Venga ya. Soy muy mayor para andar confesándote mis sentimientos.
Además, ¿esta conversación no debería tenerla con mamá?
Arquea una ceja con insolencia.
—¿Desde cuándo?
Toda la razón. Para estas cosas, siempre he recurrido a él.
—Papá, es ella. La mujer de mi vida.
Su mirada penetrante y sabia me estudia durante unos segundos antes de
asentir.
—Pues ya está, ¿no?
—¿El qué?
—Todo. Has disfrutado de tu soltería como un cabrón y, ahora que has
encontrado a tu media naranja, te casas, te dedicas a tener hijos como loco y a
ser feliz. Es lo que toca. Y no me vengas con que estás acojonado, porque tú has
nacido para este momento.
—No, si yo estoy pletórico. La que anda cagada de miedo es Drina.
Si la situación no fuera tan jodida, su cara de asombro me habría hecho
bastante gracia.
—No podías pillarte por una chica normal, ¿verdad? Joder, hijo, si están todas
obsesionadas con pasar por el altar y quedarse embarazadas.
—Es complicado.
—Casi todo lo bueno suele serlo.
Alzo mi copa en señal de conformidad. Durante la siguiente hora, nos
ponemos al día sobre la familia y el trabajo, hasta que un embriagador aroma
capta mi atención. Olisqueo el aire.
—¿Estás cocinando?
—Un par de cosillas para cenar.
—Genial. Voy a cambiarme. Después llamaré a Adriana para anular nuestros
planes.
—De eso nada. Hay suficiente para tres. Invítala.
—Eh…, no creo que le haga especial ilusión pasar el rato con el padre de su
pareja.
Se encoge de hombros antes de encaminarse hacia el horno.
—Si no le preguntas, no lo sabrás.
—Vale. Pero si acepta, te portarás bien, ¿verdad?
Se gira hacia mí, con una expresión sorprendida y un tanto herida que tiene
poco de sincera.
—¿Cuándo no he sido un encanto con tus amigas?
Me tapo la cara y resoplo con fuerza. Menuda nochecita.


Como predije, en un primer momento Adriana no se muestra demasiado
receptiva a la idea de alternar con el famoso Ander Louis Reilly. Horrorizada se
acercaría más a su reacción.
«No te ofendas, Aldren. Pero preferiría donar mis abrigos de visón a las
asociaciones animalistas antes que pasar las próximas tres horas sentada al lado
de tu progenitor».
Os hacéis una idea de cuánto la entusiasma esta cita, ¿no? Vamos, que
convencerla para ir al golf resultó un juego de niños en comparación. Y hoy he
tenido que hacerlo por teléfono. Que yo, en las distancias cortas, gano mucho.
Bueno, he contado con ayuda. Y es que, en cuanto mi padre se ha percatado de
que no iba a conseguir persuadirla con mi encanto y verborrea, me ha quitado el
teléfono de las manos y se ha puesto a charlar con ella con la misma confianza
que si se hubiera hartado de cambiarle los pañales.
Aclaro, por si acaso, que estos dos no habían cruzado dos palabras en su vida,
pues se vieron por primera vez tres minutos antes de que Martina recorriera el
pasillo nupcial (y, de nuevo, unos veinticinco después de que yo montara un
escándalo de proporciones épicas y terminara llamándola golfa delante de mil
quinientos invitados). Pero miradlos ahora: parecen amigos de toda la vida y,
¡sorpresa!, tras un ratito de confidencias telefónicas, mi querido padre se despide
de ella ¡hasta la cena de esta noche!
«Hay que joderse», musito en voz baja, con una sonrisa de oreja a oreja,
cuando me devuelve el móvil después de soltarme:
—No tienes ni idea de tratar a las chicas. Con razón no te has echado novia
hasta ahora.


Me examino en el espejo y suspiro. Es la tercera vez que me cambio de ropa,
algo totalmente impropio en mí. No se trata de una cuestión de vanidad. Estoy
nervioso. Lo cual creo que es casi peor.
A ver: en unos minutos llegará Drina y tendré que presentarle de forma oficial
a papá. Si esto no os dice nada, dejadme expresarlo de otro modo. A lo largo de
estos años, Adriana ha venido a mi casa en contadas ocasiones. Alguna
barbacoa, por eso de que soy el único que posee un chalet con piscina, y poco
más. Solemos quedar fuera, en restaurantes, terrazas y, cómo no, en mis clubs. Y
lo que se dice a solas, mucho más en su loft que aquí.
Si hago memoria, apenas recuerdo un par de veces en que haya acudido sin la
pandilla, pero se trataba de encuentros para follar. Ella no estaba muy interesada
en la decoración de mi dormitorio, ni en las obras de arte repartidas por las
distintas habitaciones, y a mí me urgía más aprenderme los valles y montes de su
cuerpo que mostrarle mi morada.
Ya os he hablado de mi casa, una moderna construcción de cuatro plantas en
una zona estupenda de Madrid, rodeada por una valla blanca (de casi dos metros
de altura), con muchísimo terreno para pasear y para que mis dos labradores
correteen. Sí, el cuento completo, donde solo falta la hermosa y valiente princesa
para que sea perfecto. Y está a puntito de llegar…
¿Lo entendéis ahora? La expectativa de verla entre las cuatro paredes de mi
hogar me está matando.
¿Le gustará?
¿Se sentirá cómoda en un sitio tan grande?
¿Terminará el carismático chef apabullándola?
¿Le agradarán los animales?
¿Conseguiré que quiera quedarse para siempre?
¿Tendré mi final feliz?
Escucho el timbre y me olvido de mis tontas divagaciones. Bajo las escaleras
tan deprisa que me salto un escalón. Por suerte, solo me faltaban dos para llegar
al salón, así que, aparte de aterrizar como Batman pero con mucho menos
glamur, no hay daños que lamentar.
—¿Qué haces? —se mofa mi padre.
«Intentar que no abrieras tú». Tarde.
Paso un brazo por la cintura de Drina y le como la boca hasta dejarla sin
sentido.
—Estás preciosa.
—Gracias.
—¿De qué hablabais? —me intereso, guiándola hacia el sofá.
—¿Hummm? —balbucea ella, aún obnubilada por mi beso. Sonrío como un
bendito.
—Hijo, solo nos ha dado tiempo a saludarnos.
—¿Quieres tomar algo? ¿Vino, tal vez?
—Me encantaría.
—Yo me encargo —tercia papá—. ¿Te gusta el tinto, Adriana?
—Perfecto.
—¿Y tienes edad para tomarlo?
Su suave carcajada me hace sonreír.
—Un par de sorbitos, por favor —ruega, con ojillos de gacela.
Él asiente con expresión severa.
—No le diré nada a tu madre. Por esta vez.
En cuanto sale de la estancia, la subo a mi regazo y deslizo la lengua muy
despacio por su esbelto cuello. El escalofrío que sacude su cuerpo me endurece
al instante, y maldigo a mi padre por privarme del placer de enterrarme en su
tersa humedad.
—¿Qué tal por ahora? ¿Es la tortura que preveías?
—Qué va. Tú me estás martirizando mucho más —confiesa, con un gemido,
cuando mis manos se internan bajo el vestido y ascienden por sus muslos hasta
el borde de sus braguitas—. Es… un encanto.
Le muerdo el lóbulo de la oreja y tiro con delicadeza, robándole un jadeo
ahogado.
—Entonces, ¿no te arrepientes de haber venido? —insisto. Introduzco los
dedos más profundamente en su interior.
—Ahhh… Estoy… entusiasmada de estar… aquí. De hecho, si sigues con esta
bienvenida, voy a gritar de puro contento.
Me río entre dientes y froto el pulgar contra su clítoris; alza las caderas hacia
mí en busca del alivio que tanto necesita.
—Me encantaría que gritases.
—¿Estás loco? Tu padre nos va a pillar.
—No creo que se espante. Ha tenido tres hijos. Y me consta que aún se
acuesta con mi madre. —Se inclina hacia atrás y yo gruño de insatisfacción
cuando me priva de su sedosa piel—. ¿Qué? —pregunto, dada su cara de horror
—. Ellos también gritan.
—Dios, Aldren… ¡Dios! —exclama, ante mi nueva acometida.
Ya me he cansado de hablar, ahora solo quiero verla retorcerse de placer. Y
vaya si lo hace. No tarda ni un minuto en deshacerse entre mis dedos, dúctil,
jadeante y deliciosa. Cuelo la nariz entre las abundantes ondas de su melena e
inspiro con fuerza. Me encanta cómo huele, joder.
—¡Bueno, pues ya está! —vocifera papá, desde el pasillo. Drina vuelve a su
sitio en el sofá en lo que yo llamaría un perfecto triple salto mortal—. Vino
aireado y aperitivos listos.
Reprimo la carcajada que pugna por salir de mi garganta: ese piscolabis estaba
preparado desde antes de que ella llegara, y mi progenitor ha estado haciendo
tiempo en la cocina para que la invitada terminara la visita guiada.
—Aquí tienes, cielo.
—Gracias.
Comparto una sonrisa divertida con mi padre cuando Adriana se termina la
copa de un trago.
—¿Quieres más?
—Por favor. Hace bastante calor aquí, ¿no?
—Muchísimo. ¿Qué tal si comes algo? Prueba las gambas en salsa de ostras.
—Hummm…, qué ricas —acepta ella, con un gemido. Ojea los diferentes
platos esparcidos por la mesa—. Todo esto conlleva un gran trabajo.
Él se encoge de hombros.
—Ha merecido la pena solo por veros disfrutar tanto.
—¿Nunca te cansas de cocinar?
Papá da un sorbo a su vino y la observa con detenimiento. Drina deja de
masticar, claramente fascinada.
—¿Te cansas tú de crear sueños para otras mujeres?
Ella se gira hacia mí. Su rostro muestra una clara acusación.
—Ya te he dicho que se ha presentado sin avisar, y llevaba unas cuantas horas
aquí cuando llegué. Ahí donde lo ves, es un cotilla.
—Lo que quiere decir mi hijo es que me he topado con tus diseños por
casualidad cuando he ido a su despacho a realizar unas llamadas. Ah, que no se
me olvide: quiero la pulsera, el anillo grande y los pendientes largos para
regalárselos a tu madre por nuestro trigésimo quinto aniversario.
Adriana se queda sin habla, así que soy yo el que aborda el problema.
—Papá, esas piezas son únicas y pertenecen a una edición limitada que
alcanzará precios astronómicos en una subasta privada.
Él se yergue en su asiento y se limpia las comisuras de los labios con la
servilleta antes de lanzarme una mirada indignada.
—¿Vas a negarle ese capricho a tu madre?
Me echo a reír.
—Ella no ha pedido esas joyas. Principalmente, porque no sabe que existen.
No existen todavía, maldita sea.
—Te suplicaría por ellas si viera esos dibujos. Voy a mandarle las fotografías
y lo comprobarás por ti mismo.
—¿Has hecho fotos? Eso es ilegal. ¡Ni se te ocurra, joder! —grito,
arrebatándole el móvil.
—Vale, tranquilizaos. Bebed un poco de vino. Los dos —ordena Drina.
Sorprendentemente, obedecemos—. Ahora, respirad profundo. Al, te estoy
viendo.
Contengo una palabrota y tomo aire antes de soltarlo muy despacio. Levanto
las manos en su dirección con una mueca impaciente, a la que ella responde con
una sonrisa preciosa.
—Ander, seguro que entiendes que no podemos sacar ninguna pieza de la
colección antes de la subasta. Tampoco duplicarlas —se adelanta, cuando lo ve
abrir la boca para objetar—, puesto que gran parte del atractivo de esta serie es
que se trata de piezas exclusivas. Aunque tengo una solución.
—No quiero una fruslería más de tu marca, por muy divina que sea. Me
interesan esas alhajas porque casi respiran. Están vivas. Hacen sentir. A Audrey
le encantarían, y me importa una mierda su precio. Quiero algo creado por ti —
afirma, convencido.
—De acuerdo.
Me giro hacia ella con la boca abierta.
—¿De acuerdo? —La voz de mi padre destila el mismo desconcierto que
siento yo.
—¿Y si hago algo especial para tu esposa? La conocí en la boda y charlamos
brevemente. Lo suficiente como para hacerme una idea de sus gustos. También
me fijé en su ropa y en las joyas que llevaba, así que creo que podría diseñar
algo que encajara con su personalidad. ¿Qué? —pregunta, ante nuestras miradas
fijas—. Soy mujer, pija y sibarita. Capto todos esos detalles en los treinta
primeros segundos de conversación. Ni siquiera lo hago de forma consciente.
Sacudo la cabeza y me río entre dientes. ¿Qué más puedo hacer?
—Nuestro aniversario es dentro de cuatro meses. ¿Estará a tiempo?
—Dios mío… —Nos contempla con los ojos más grandes que los bajoplatos
de porcelana dorados que adornan la mesa. Finalmente, asiente con vehemencia.
Supongo que por nada del mundo quiere decepcionar al célebre Ander Reilly—.
Hablaré con Paula para que me descargue de parte de mis responsabilidades en
la revista, al menos durante unas semanas.
—Magnífico. Voy a por el postre.
—Espera. Te ayudo.
Se marchan los dos a la cocina y yo le doy un sorbo a mi copa. La noche está
discurriendo mucho mejor de lo que esperaba. Mi padre ha conseguido, sin
pretenderlo, que Adriana siga implicándose en la empresa familiar.
Me incorporo en el asiento. ¿Sin pretenderlo? La colección «Roseland» es
mundialmente conocida. Estoy convencido de que sabía de sobra que no es
posible vender ninguna de sus piezas antes de la subasta. Maldito embaucador
entrometido.
Recojo varios platos y vasos y los sigo, pero algo me retiene antes de entrar.
No sé, puede que me apetezca verlos interactuar sin mí. El caso es que me quedo
en la puerta, donde Drina, que está de espaldas, no puede verme.
—¿Coulants? —murmura con adoración.
—¿Te pirran los pasteles de chocolate fundido o el dulce en general? —
pregunta, divertido.
—Me temo que lo segundo.
—No deberías preocuparte. Posees un físico envidiable. Y, de cualquier modo,
a mi hijo lo tienes hechizado.
—Me cuesta muchas horas de gimnasio quemar el exceso de azúcar que
consumo —admite.
Mi padre se apoya en la encimera y se cruza de brazos.
—He notado que has obviado mi comentario sobre Aldren.
Ella se encoge de hombros.
—Somos buenos amigos.
—Ah. ¿Follamigos? —Desde mi posición, puedo vislumbrar el rubor en las
mejillas femeninas—. ¿Esta es una de esas conversaciones embarazosas para
tratar con el padre del susodicho?
—Muy cómoda no es —concede, aunque con una sonrisa—. Nos llevamos
bien, mantenemos una relación muy estrecha, nos movemos en el mismo círculo
de conocidos y… sí, la parte física es estupenda. No creo que haya que darle más
vueltas. No lo hemos hablado y me parece bien. Estamos genial así.
—Entonces, ¿no sabes cuáles son sus necesidades?
—¿Más allá de sexo abundante y una amistad sin pretensiones?
Mi padre se queda callado. Me mira apenas un segundo, si bien leo tantas
cosas en sus ojos marrones en ese breve espacio de tiempo: incomprensión,
duda, enfado, pena.
Al momento, se gira y recupera su tono ligero y alegre.
—¿Quieres helado? Yo pienso servirme dos bolas.
Yo sí que tengo dos bolas atoradas en la garganta (y no son los huevos,
señoras). Una lleva el nombre de la decepción y la otra está cargada de un dolor
lacerante.
«Joder, Adriana, qué equivocada estás».


—¿Podéis decirme por qué seguimos acudiendo a este tipo de fiestas?
—No irás a ponerte en plan quejica, ¿verdad? —le contesta Creig a Bren—.
Con aguantar a la pesada de tu mujer, ya tengo suficiente.
—Porque es una oportunidad fantástica para conseguir clientes —atajo yo, sin
mucho interés por la conversación. En serio, estos dos ya cansan. Hay que venir
y se viene. Punto.
—Es que, a ver, ya somos ricos. Así que este sacrificio, ¿a cuento de qué?
—¿Para seguir siéndolo? —apunta Martina, que se incorpora al grupo con una
sonrisa de anuncio y su inseparable mocktail (o, lo que viene a ser lo mismo, un
manhattan sin alcohol).
—Buen punto —alaba Creigton, antes de abrazarla desde atrás y besarle el
cuello, a lo que ella responde con una risita traviesa.
—¿Podemos irnos ya?
La pregunta proviene, cómo no, de Paula, que llega con un rictus enfurruñado.
Estudia la sala, atestada de gente guapa a la que probablemente escupiría si la
dejáramos (uno por uno, he de añadir).
—Tal vez en un par de horas, rubita.
Antes de que proteste, Brenell la pega tanto a él que temo que le corte la
circulación. Le pega tal morreo que casi espero que salte la alarma antiincendios.
Incluso yo experimento una leve erección cuando se separan. Y el ceño fruncido
de Maléfica ha desaparecido, apostaría que junto con sus bragas.
—Quizá me quede media, empotrador —concede, con toda su magnanimidad,
y él suelta una sonora carcajada.
Observo a Adriana, que me mira divertida y exasperada. Está demasiado lejos,
entre Pau y Tina. Me gustaría acercarme y demostrarle mi afecto, como han
hecho mis amigos, pero en público tiende a mostrarse bastante siesa. Y después
de la conversación que mantuvo con mi padre, no sé bien a qué atenerme con
ella. Qué coño, nunca he tenido nada claro qué ocurre entre nosotros.
—¿Cómo va la colección? —se interesa Martina.
—Estoy con el boceto técnico. Modelando las piezas con una herramienta
informática de diseño —explica Drina, ante la cara de desconcierto de la morena
—. Después, me pondré a seleccionar las piedras.
—Oh, esa parte me chifla.
—Sí, a mí también. Luego vendrá la producción: el prototipado con impresora
3D y la labor del orfebre.
—El mundo de las joyas parece muy emocionante.
—Lo es. No entiendo cómo he renegado de él toda mi vida.
—Todo tiene un tiempo y un lugar. Solo necesitabas sentir la llamada en el
momento adecuado.
Nos quedamos en silencio. Estoy convencido de que los seis pensamos que
Luis Alfonso Martos tuvo que fallecer para que ese momento se diera.
—¿Te apetece otra copa? —pregunto, señalando su vaso de gin-tonic, vacío.
—Claro.
Llegamos a la barra y pido nuestras bebidas antes de volverme hacia ella y
contemplarla de arriba abajo.
—Estás arrebatadora.
Es absolutamente cierto. El elegante vestido negro sin mangas (de Versace; se
lo ha dicho entre grititos histéricos al menos a tres mujeres en la fiesta) tiene un
insinuante escote en V y una abertura hasta casi la cadera, ambos adornados con
unos detalles dorados similares a imperdibles y rematados por monedas. Huelga
decir que el dichoso trapo me está volviendo loco.
—Adulador.
—Dame luz verde y nos largamos ahora mismo.
—¿Qué hay de lo de que estar aquí es bueno para el negocio?
Me inclino hacia ella y dejo caer mis palabras en su oído.
—Estar enterrado en tu interior es mejor para mi alma. Y mi paz mental es
excelente para el negocio.
Dios, tiene una risa preciosa y sexi. Dudo mucho que pueda cansarme de
alguna de sus muchas aristas. Es una joya, como las creaciones que salen de sus
manos. Y voy a cuidarla y a valorarla toda mi vida.
—¿Aldren?
Me giro, sonriente. Por fin una cara en esta fiesta a la que no me importa
dedicar mi atención y mi tiempo.
—Tadeo. Qué bueno encontrarte por aquí.
—Lo mismo digo. Y tan bien acompañado.
—Perdonad. Cariño, te presento a Tadeo, un brillante empresario gallego,
terror de las damas decentes. Y esta preciosidad es Adriana, mi novia.
Si no la estuviera mirando, la repentina rigidez de su cuerpo sería aviso
suficiente de que algo acaba de ocurrir, pero además mis ojos se percatan de la
expresión de horror que atraviesa su rostro durante una décima de segundo. Sin
embargo, ha recibido una educación exquisita, por lo que, con una sonrisa
deslumbrante, disimula el paso en falso de forma magistral.
—Cuéntale que también soy la delicia de las indecentes.
—Sí, eso también —murmuro, intentando recomponerme.
—A ver si puedes despejarme una duda, Adriana: ¿por qué todos los tontos
tienen suerte?
Ella le ríe la gracia, aunque sé que está fingiendo.
—¿Porque apuestan por la monogamia?
Mi amigo finge un escalofrío.
—Si el resultado de tamaño sacrificio es una mujer como tú, puede que me
arriesgue.
—Te deseo suerte. Si me disculpáis, voy a cotillear un rato con mis amigas.
Un placer conocerte, Tadeo.
—Igualmente. —Nos quedamos observando cómo se aleja—. Menudo
bombón —me felicita, dándome una palmada en el hombro.
—Te llamo un día de estos —me despido, y sigo la estela de Adriana. Ni
siquiera aguardo una respuesta, solo acelero mis pasos para alcanzar a la dichosa
mujer que está trastocando mi mundo—. Drina, espera —le pido al sujetar su
mano.
Ella me mira con sorpresa. Lo que baila en el fondo de sus iris me resulta
complejo y alarmante. Esa dureza y esa frialdad no son habituales en ella.
—¿Qué ocurre?
—Nada. Solo voy a buscar a las chicas.
—Puedes hacerlo mucho mejor, pelirroja.
Se zafa de un tirón y se cruza de brazos.
—Después de la segunda copa, deberías parar. Te vuelves imbécil.
—Debo de serlo, sí. Aunque no por culpa del alcohol. ¿Quién me manda a mí
enredarme contigo?
—¿Perdona?
—Para que me quede diáfano: ¿lo que no soportas es ser mi novia o te da
alergia la palabra en sí?
Vira el rostro, pero no antes de que yo atisbe el mismo gesto angustiado que
cuando se la presenté a Tadeo.
—Creí que los dos teníamos claro qué era esto y qué no podíamos esperar del
otro.
—Por favor, ilumíname. —Hace amago de marcharse. Le toco el hombro y se
detiene—. Hazlo fácil, Adriana, porque no pienso salir de aquí hasta que no lo
hayamos solucionado.
—Pues, a menos que quieras mudarte con nuestros amables anfitriones, los
Ruiz de Azua, vas a tener que replantearte tu decisión, porque esto no tiene
arreglo.
Echo la cabeza hacia atrás, como si me hubiera abofeteado.
—¿Qué dices?
—Que esperamos cosas muy diferentes de la vida. Tú quieres un carnet de
familia numerosa, una casa con balancín en el porche y una parcela de césped en
la que puedas jugar con tus niños y tus perros. Ya tienes la mitad del lote. Tan
solo te falta una buena chica a la que preñar todos los años.
No la contradigo. ¿Cómo hacerlo, si la imagen que ha pintado casi me hace
saltar las lágrimas de pura felicidad?
—¿Y cuáles son tus sueños?
—Los opuestos a los tuyos. —Supongo que mi cara refleja todo el dolor que
me causa esa simple frase, pues su expresión se suaviza antes de seguir hablando
—: Acabo de salir de una relación muy jodida. No me pidas que me lance a otra
con los ojos cerrados.
—No me parezco en una mierda a ese cabrón.
—Por supuesto que no. Eres un hombre increíble. Cualquier mujer se sentiría
una princesa colgada de tu brazo.
—Cualquiera, salvo tú —escupo, con rabia.
—No nos hagas esto.
—¿Y qué fue lo de Marbella? —insisto, porque no puedo soportar perderla.
—Unas vacaciones de ensueño. Pero, después, siempre toca volver a la
realidad.
—Pues espero que tu realidad te compense al final del camino, Adriana,
porque me temo que tu sino es convertirte en una persona solitaria y muy
amargada.
Cuando un amigo se va…

Adriana


N.º 232 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Mostrar/ocultar, el secreto de tu triunfo
Querida superheroína:
Como mujer sexi que eres, debes dominar a la perfección la técnica de enseñar estratégicamente. Para
ello, tú, que te conoces, decide qué parte del cuerpo quieres mostrar: por ejemplo, esas largas y torneadas
piernas que Dios (o tu sacrificio en el gimnasio) te ha dado, y cuál vas a «ocultar», véase la parte superior.
No hay nada como dejar algo a la imaginación para llamar la atención.
¿Es lo que quieres? ¡Pues adelante!

Adriana Martos

Cierro el grifo y me seco las manos antes de echar un vistazo al reloj. ¿Quién
osa tocar mi timbre a estas horas? Cuando abro, ahogo un suspiro frustrado. «Por
supuesto».
No me pasa desapercibido el escaneo de arriba abajo que me dedica mi
vecino, como si emitiera rayos láser por sus preciosos ojos color miel; aunque,
para ser justos, mi picardías de encaje negro incita, como mínimo, a devorarme.
—Guau. Agradezco la invitación, nena, pero en casa me tienen muy bien
alimentado.
—Pues que te escabullas a las seis de la mañana de la cama de tu mujer para
mirarme las tetas no dice mucho a favor de vuestro menú.
—En cinco minutos tendrás a toda la comunidad haciendo cola en el rellano;
el olorcillo a repostería ya debe de haber inundado hasta el garaje. Y eso, sin que
te hayan visto con el modelito de de aquí no se va nadie sin echarme tres polvos.
Empujo la puerta.
—Vete a casa, Creig.
—Eh, eh… —protesta, impidiendo que le dé con la hoja en las narices—.
Estoy desvelado y mis chicas duermen como troncos —suplica, con vocecita de
pena.
Exhalo un gruñido (aún no me he tomado ni una mísera gota de cafeína, ¿qué
queréis?) y me dirijo a la cocina.
Preparo dos cafés y los acompaño de unas magdalenas de arándanos recién
hechas.
—Por Dios, están de rechusquete.
Me parto de risa mientras lo observo devorar el dulce y coger otro.
—He vuelto a equivocarme, ¿no?
—Se dice rechupete. Pero da igual.
—El español es un idioma complicado de cojones —se queja. Contempla
goloso la bandeja de cruasanes con chocolate que reposa sobre la encimera.
—Claro, porque decir que llueven perros y gatos para expresar que llueve a
cántaros es de lo más normal —me burlo.
—Touché. —Pongo un cruasán en su plato y me termino el café—. Bueno, ya
hemos socializado y matado el hambre. ¿Hablamos de lo que te pasa?
—Estoy estupendamente, gracias. Puedes volver a la cama. Si sigues
perdiendo el tiempo aquí conmigo, te perderás el kiki mañanero con Tinita.
—Cariño, conmigo, hasta un quicky2 se convierte en algo memorable.
—No lo dudo, semental.
Se levanta y rellena nuestras tazas hasta el borde. Después, coloca la fuente de
cruasanes entre ambos y se agencia uno.
—¿Has pensado alguna vez en abrir una pastelería? ¿O un restaurante?
Podríamos ser socios.
Pongo los ojos en blanco y finalmente caigo en la tentación de probar una de
las piezas de hojaldre.
—Mi sueño es convertirme en la esposa de un billonario, no en cocinera —
contesto, con cara de asco.
—Lástima. El mundo se está perdiendo un talentazo. Vale —dice, frotándose
la tripa (o, para ser más exacta, la pedazo de tableta de abdominales que marca
sin pudor la fina camiseta del pijama)—, cuéntame tus males de amores.
—¿En qué idioma tengo que deciros que solo era sexo?
—Prueba con el mandarín. A lo mejor así entendemos qué mierdas quieres
decir.
Me planteo mandarlo a la porra y echarlo a escobazos, pero, por desgracia, no
tengo ni idea de dónde guarda la chica los utensilios de la limpieza. Además,
Creig ha venido con toda su buena intención y puede que yo necesite
desahogarme. Solo un poquito.
—Lo echo de menos —suelto, sin anestesia. Para mí, se entiende.
—¿Y eso es malo?
—Terrible —admito, como si le estuviera revelando que padezco una
enfermedad terminal.
Intenta ocultar una sonrisa zampándose otra magdalena. O no. ¿Dónde guarda
tanto carbohidrato?
—Es normal. Lo sabes, ¿verdad? Tenéis una química muy fuerte y sois amigos
íntimos.
Asiento.
—Me da rabia que esto nos afecte a nivel personal. Y que trastoque la rutina
del trabajo. Por no hablar de cómo repercute en el grupo. ¿Tan difícil era no
comerse la cabeza y vivir el momento?
—Para él, sí.
Elevo las manos, exasperada.
—¿Por qué tenía que tocarme el único hombre del mundo al que no le gusta el
sexo sin ataduras?
—Qué quieres que te diga, chica. Se siente cansado de tantos polvos sin
sentido. —Cierro la boca, aunque estoy estupefacta—. Busca a la mujer de su
vida, la que le dará significado y emoción a sus días. ¿De verdad no se te
remueve nada por dentro al saber que te ha elegido a ti para acompañarlo en
tamaña aventura?
—Claro que sí —afirmo, sin poder reprimir la emoción en mi voz—. Pero no
estoy preparada para comenzar otra relación.
—Tampoco para perderlo.
Contengo el aliento, triste y asustada.
—No. Decididamente, lo necesito a mi lado.
—Hemos avanzado bastante esta madrugada. Ahora voy a bucear entre las
sábanas y a hacerle un regalito a mi esposa. No te extrañes si sonríe como una
idiota durante toda la mañana.
—Capullo presuntuoso —siseo, acompañándolo a la puerta.
—Mala idea la de meter a ese pequeño delincuente en tu empresa. No sé en
qué estaba pensando Al. —Sacude la cabeza varias veces—. Hablando de él…
Me río, puesto que la alternativa es llorar.
—¿Hemos dejado de hacerlo en algún momento?
—Por supuesto que no. —Apoya el hombro en el marco y me observa con una
sonrisa torcida—. Acabas de reconocer que necesitas que forme parte de tu
mundo. La cuestión que creo que ni tú misma tienes clara, mi pelirroja preferida,
es: ¿como amigo, amante o novio?


Después de la ducha, me siento bastante más optimista. Hasta que suena el
teléfono y leo el nombre de mi hermano en la pantalla. Descuelgo sin mucho
entusiasmo.
—¿Sí?
—Qué sí ni qué niño muerto. Sabes perfectamente que soy yo.
—Buenos días, Alejandro. ¿Te has levantado con el pie izquierdo?
—Pues no, listilla. Resulta que he echado un polvazo épico antes de salir de la
cama, así que gozo de un humor excelente.
Ah, sí, que la parejita acaba de regresar de vacaciones y Almudena está
pasando unos días en Madrid antes de reincorporarse a la vorágine de las
pasarelas. Me recuerdo que tengo que quedar con ella o corro el riesgo de
quedarme sin cuñada.
—¿Es que a todo el mundo le ha dado por restregarme por la cara que empieza
el día con alegría?
—Si tú no lo haces es porque no quieres.
—Llego tarde. ¿Hablamos en otro momento?
—Hablamos ahora. Te he llamado dos docenas de veces, llamadas que no te
has dignado a contestar.
—Estoy muy ocupada, Sandro.
—¿Tanto como para no aparecer por la empresa en una semana?
«Por supuesto que no».
—Sí. Iré en cuanto pueda. Lo prometo.
—Los cojones. Te quiero aquí esta tarde. Sin excusas.
—No creo que pueda…
—O vienes por tu propio pie o te traigo de los pelos. Se acabaron tus tonterías
—espeta, enfadado, antes de colgar.
Me quedo mirando el móvil como una tonta durante un minuto entero.
Después, lo arrojo sobre la cama y comienzo a vestirme. Vaya día; nada de sexo
mañanero, una sesión inesperada de desahogo emocional con el vecino,
sobredosis de hidratos de carbono, bronca familiar… Y solo son las siete y
media de la mañana. Para el mediodía, me veo sedada y deliciosamente tumbada
en el diván de un psicólogo del centro. Joven y apuesto, a poder ser.


Cuando, horas más tarde, entro en Roseland, estoy para el arrastre. Entre lo
poco que he dormido y que la mañana ha sido de aúpa, lo que menos me apetece
es enfrentarme a los dos hombres que gobiernan nuestro imperio familiar.
«Pues te jorobas», me digo, al ver asomar a Aldren por el pasillo, tan
enfrascado en unos documentos que no nota mi presencia hasta que
prácticamente está encima de mí.
—Adriana —saluda, sobresaltado.
—Hola.
—No sabía que ibas a venir.
—¿Tenía que avisarte?
—Claro que no. Es solo que como pasas por aquí como…
Alzo una ceja con soberbia.
—¿Como si fuera la dueña?
—Como si estuvieras jugando a ser mayor.
«Por Dios, que alguien lo estrangule con esa corbata verde inglés tan bonita».
—Ay, joder, cada día estás más buena.
Me giro hacia Manu, que camina hacia nosotros con sus andares macarras y
una sonrisa que pretende ser sexi. Aunque lo que me deja patidifusa es verlo
vestido de traje y con un corte de pelo moderno y desenfadado. Atrás quedaron
sus greñas y sus vaqueros caídos y rotos, conjuntados con esas horrorosas
camisetas tres tallas por encima de la suya.
—Madre del amor hermoso. Estás para comerte con los dedos, Manuel.
Su carcajada no se hace esperar. Hunde las manos en los bolsillos del pantalón
y me contempla por debajo del gracioso flequillo desfilado.
—Por mí, puedes empezar ahora mismo, chatunga. Los baños de este sitio son
una pasada. Y están más limpios que la cocina de mi madre.
—Aunque la mona se vista de seda… —se mofa Al.
—Se queda desnuda para cualquiera —inventa el chico, con una sonrisa que
casi le divide la cara en dos.
Se me escapa la risa a borbotones, sobre todo al comprobar el gesto de
desconcierto que esboza el ejecutivo.
—¿Has comido? —me pregunta, dejando al asistente por imposible.
—Ajá.
—¿Nos llevas un par de cafés a mi despacho? —le pide a Manu.
—Para mí, no. He venido a hablar con mi hermano.
—Está reunido. Todavía tardará un rato.
Manuel asiente, para confirmarlo, y yo me trago un improperio.
—Está bien. Vamos.
¿Que por qué acepto? ¡Y yo qué sé! Su perfume me tiene abducida. O quizá
son esos ojos casi negros, que no se despegan de mi rostro ruborizado. O lo bien
que le sienta el traje, por favor…
—¿Dónde has estado metida toda la semana?
—Empezáis a tocarme las narices con el temita. No soy una maldita asalariada
que tenga que fichar cuatro veces al día.
—¿Pero sí una irresponsable que da por terminada una relación y no se atreve
a poner un pie en su propio negocio?
—¡No teníamos una relación! —exclamo, ofuscada.
Me dedica un gesto furibundo antes de desviar la mirada hacia el ventanal. Al
cabo de unos segundos, respira hondo y se vuelve hacia mí. Parece más
controlado; sin embargo, ahora lo conozco bien. La procesión va por dentro.
—¿Cómo llevas el boceto técnico?
—Lo he terminado esta mañana. Deberías haberlo recibido hace un par de
horas.
—He estado enganchado al teléfono desde que salimos del restaurante y no he
revisado los correos —comenta, trasteando en el ordenador.
Mientras espero, reparo en uno de los objetos que hay sobre la mesa. Lo
agarro y le doy la vuelta. Es el portarretratos que le regalé el día en que fui a
Lorrigan Enterprises para elegir las imágenes que formarían parte del reportaje
protagonizado por los tres para Fascinatta.
Me abstraigo contemplando la foto que le saqué tras quedarse dormido
después de uno de nuestros maratones sexuales. No sé por qué la hice. Quizá
porque estaba arrebatadoramente guapo, o porque cada vez que nos acostábamos
yo me juraba que no volvería a ocurrir y deseaba tener algo que me recordara
que había sido real. Pero nada más revelarla, supe que no podía quedármela. Era
demasiado íntima. Era suya.
—Aquí está. —Retira la vista del ordenador y la posa sobre el marco. Durante
un minuto, nos sostenemos la mirada, perdidos en lo que vivimos en la villa. Soy
yo la que rompe el contacto al devolver la instantánea a su sitio. Él carraspea—.
Son mucho más impactantes que los dibujos.
—Es lógico. Ahora parecen fotografías.
Aunque no tengo la pantalla delante, sé lo que ve: una sortija de fantasía; una
diadema; un brazalete; unos pendientes pequeños; otros largos; una gargantilla;
un anillo de compromiso; una pulsera; un collar; dos relojes, uno de señora y
otro de caballero, y un broche. Doce piezas exquisitas que he creado con el
corazón.
—¿Has seleccionado las piedras?
—Todavía no.
—¿Y a qué esperas?
—Será lo siguiente en mi lista de prioridades, por delante de comer, dormir y
vivir.
—Veo que lo comprendes.
Me levanto y me dirijo a la puerta. Si Sandro no ha terminado la dichosa
reunión, me voy de tiendas. Ninguna pena dura tanto como un bolso de diseño.
En serio, probadlo.
—Espera —pide.
—Si pretendes seguir atacándome, ahórratelo, ¿vale? No estoy de humor y
podríamos decir algo que lamentemos después.
—No es eso. —La seriedad de su tono me desconcierta—. Solo quiero
despedirme.
—Vale. Adiós. —Me mira con tanta intensidad que empiezo a ponerme
nerviosa. ¿Irá a besarme?—. ¿Hasta mañana?
—Tu hermano y yo hemos decidido que es necesario visitar todos los puntos
de venta para realizar una evaluación completa de sus necesidades. Hay que
comprobar en qué situación se encuentran, las carencias que puedan tener a nivel
de infraestructura, si les falta o les sobra personal, las condiciones laborales de
los trabajadores… En resumidas cuentas, valorar el estado de cada uno de ellos
según sus circunstancias específicas, algo que solo puede llevar a cabo alguien
muy comprometido con la empresa. Alejandro se ha ofrecido a hacerlo, pero es
mejor que él se quede al frente del negocio, así que iré yo.
—¿Cuánto tiempo? —consigo preguntar.
—Son muchas paradas en el mapa y tendré que quedarme unas dos semanas
en cada tienda para hacer una estimación completa. Calculamos que año y
medio; puede que algo menos.
—¿Vas a estar fuera más de un año? —susurro, a punto de desmayarme.
Como si lo adivinase, estira un brazo hacia mí, aunque lo deja caer antes de
tocarme, y suma un par de pasos atrás a la afrenta.
—Cuando realice el último informe, volveré definitivamente a Los Ángeles.
—¿Cómo?
—No hay nada que me retenga en España, así que regresaré a casa.
Me muero. Os juro que me muero. No puedo explicar de otro modo esta
repentina falta de aire, la opresión que siento en el pecho y el mareo que me
asalta y que me nubla la vista.
Pero, por encima de todo, es la única razón que hallo para lo mucho que me
duele el corazón.

La virtud de callarse a tiempo

Aldren


N.º 233 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Pies y manos extrahidratados
Querida superheroína:
Estar guapa hace tiempo que dejó de ser un privilegio de ricas. Hoy en día, cualquiera con ganas de
verse bien y con conexión a internet tiene acceso a miles de consejos de belleza de forma gratuita. En este
artículo, sin ir más lejos, te doy un truco facilísimo que te dejará las manos y los pies suaves y
superhidratados.
Aplica una crema nutritiva en los pies, ponte unos calcetines de algodón y duerme con ellos. Funciona
igual para las manos (incluidas las uñas), con una crema específica y unos guantes. Bastará con que lo
hagas una vez al mes y verás qué resultados tan increíbles.

Adriana Martos

—¿Sí? —Respondo al teléfono interno mientras continúo firmando un
documento tras otro. Me duele la muñeca, joder.
—Aldren, ¿puedes venir a mi despacho, por favor?
—Claro.
Cuelgo con una ligera sensación de alivio. Llevo siete horas aquí sentado; ni
siquiera he parado para comer. Observo los moribundos restos de un sándwich
vegetal y el vaso mediado de café que se me olvidó terminarme, y suspiro.
Enterrarme en trabajo es lo único que se me ha ocurrido para no sumirme en la
desesperación más absoluta, y aunque no funciona al cien por cien, me permite
llegar al final de cada día sin cometer ninguna estupidez y caer en la cama
agotado (y frustrado).
Me levanto y cojo la americana, que me voy poniendo por el camino. Abro la
puerta de la oficina de Alejandro sin llamar y la cierro despacio, consciente de
que está hablando por el móvil.
—Exacto. Desde el viernes por la tarde hasta el domingo después de comer.
Vuelo en primera y hotel de cinco estrellas en el centro, con caja fuerte en el
propio hotel, además de la que tenga la habitación. Coche y chófer para toda la
estancia. ¿Lo has anotado? De acuerdo. Mándame la documentación cuando esté
lista. Adiós. —Cuelga y se afloja el nudo de la corbata—. ¿Qué? ¿Cómo vas?
—Cojonudo.
—Sí, ¿eh? Pues tienes pinta de que te haya atropellado un camión.
—Qué va. Fue una anciana en un Smart, e iba a veinte por hora.
Su sonrisa es contagiosa, y yo me entretengo jugueteando con el pisapapeles
para evitar que me la transmita.
—Me ha dicho Manu que quieres llevártelo a la gira.
Me encojo de hombros.
—He pensado que sería una forma excelente de que adquiera tablas en el
negocio. Si se lo toma en serio, aprenderá muchísimo, y a su vuelta será un
activo importante para ti. Se lo he propuesto y parece interesado.
—Al, está que se sube por las paredes de contento. Si le hubieras ofrecido
acciones, no se habría emocionado tanto.
Sonrío. Tiene razón; el muchacho parece otro, y verlo tan eufórico casi
consigue que este viaje me excite un poco. Casi.
—Tendría que habértelo comentado antes. Es que me escuchó hablar de ello, y
se entusiasmó tanto que se me ocurrió de repente; cuando quise darme cuenta, ya
se lo había propuesto.
Hace un gesto con la mano, restándole importancia.
—Ya sabes que tienes poder de decisión para esas cosas. Creo que es una
buena idea. Lo hará crecer de golpe y, tal como dices, la experiencia lo ayudará a
comprender los entresijos de la empresa.
—La cuestión es si seré capaz de pasar tanto tiempo con él sin asesinarlo.
—Eso es más jodido. No me extrañaría que me exigieras que te haga socio
para compensarte.
Asiento, muy serio.
—Treinta y tres por ciento. Y deberíamos comprar un avión para los altos
ejecutivos.
—Alto ahí, campeón. Siempre podemos relegar al chaval al sótano o mandarlo
a la tienda de Japón.
—Hablando de viajar: ¿tienes pensada una escapada romántica este fin de
semana?
—Ojalá. La que se va es Drina. Al parecer, no disponemos aquí de las piedras
que necesita para la colección, así que debe hacer un viaje exprés a Brasil para
conseguirlas.
Me enderezo de golpe, con el ceño tan fruncido que siento un inicio de
jaqueca.
—Perdona, ¿qué? ¿Se va sola a comprar un montón de piedras preciosas que
tendrá que transportar durante días de acá para allá?
—No será exactamente así.
—¿Y por qué demonios no nos mandan los pedruscos aquí, como siempre?
—Porque eso conllevaría un tiempo que no tenemos, y además vete a saber
qué nos envían. De este modo, ella misma elegirá lo que quiere y lo traerá. Dos
días, ni más ni menos.
—Maldita sea. No me gusta, Sandro. No me gusta una mierda.
—Pues ve con ella y asegúrate de que no le sucede nada.
Le lanzo una mirada tan torva que me sorprende que no balbucee una disculpa
por soltar semejante gilipollez.
—¿Qué? La muy cabezota quiere que sea este fin de semana, y Almu se
marcha el lunes. No tenemos ni idea de cuándo podremos volver a vernos, pero
te aseguro que no será antes de las navidades.
—Joder.
—Puedo contratarle seguridad privada —comenta, como si se le acabara de
ocurrir—. Ahora que lo pienso, la última vez quedó encantada con Jorge. Creo
que aún siguen viéndose.
—Joder —lamento de nuevo, pasándome las manos por la cara—. Vuelve a
llamar a tu asistente y que reserve otra habitación. Del vuelo me encargo yo.
—Estupendo. Me quedo mucho más tranquilo si la acompañas tú.
Desconozco por qué, pero creo que es la peor decisión que he tomado en
mucho tiempo.

¿Eres consciente de que estoy esperándote dentro de un taxi con la
bandera bajada? Y que vamos al aeropuerto, donde un maldito avión
privado tiene instrucciones de despegar en cuanto nosotros lleguemos.

Detrás de tanta queja presiento algún tipo de problema económico. Da
la casualidad de que me llevo bastante bien con tus jefes y, si quieres,
puedo tantearlos sobre un aumento de sueldo.
En cuanto a nuestro transporte, sabes que ese avión tiene dos únicos
pasajeros y que no levantará el vuelo sin nosotros, ¿verdad? Quizá, si
me dejases arreglarme sin interrupciones, llegaríamos antes.

Suelto un resoplido, a medio caballo entre la risa y un cabreo monumental. El
taxista me observa de reojo por el espejo retrovisor después de mirar de forma
significativa su reloj.
—Está a punto de llegar —lo tranquilizo, aunque me juego el cuello a que
tendremos que esperarla, al menos, otro cuarto de hora.
Cuando finalmente aparece, supermona y encaramada a unos stilettos tan altos
que es posible que me sobrepase en varios centímetros, ambos salimos a
recibirla como dos idiotas enamorados.
Va sencilla (tan sencilla como podría lucir Beyoncé para un concierto en el
Estadio Olímpico de Londres), con una camisa de seda verde que se adapta a
todas sus curvas y unos pantalones de pitillo negros que parecen alargar sus
bonitas piernas.
Le entrega la maleta al conductor y me observa con diversión.
—La espera ha merecido la pena, ¿eh?
—Si se pasea calle arriba, calle abajo, le prometo aguardar aquí de pie
mientras el caballero se acerca al quiosco de la esquina a comprar el periódico.
Incluso pararé el taxímetro, señorita.
Le dirijo una mirada exasperada al taxista, al que le falta poco para babear. Y
cuando ella le sonríe, está al borde del ictus.
—Llegarías tarde a tu propio entierro —le recrimino.
—Se te han acabado los All-Bran, ¿no?
La risa del hombre me jode ligeramente menos que la puñetera pullita.
—Sube al coche, Adriana. —Por una vez, cierra la boca y posa su apetecible
culo en el asiento trasero. Fulmino al conductor, cuyos ojos parecen pegados con
Loctite a la voluptuosa figura femenina—. ¿Nos vamos? Sería ideal que
montáramos en ese avión en las próximas horas.
—Venga, Al, que la tripulación de Bren es supermaja. Esperarán lo que haga
falta. ¿Paramos un momentito a tomar un café y un dónut?
—¿Sabes lo que es un plan de vuelo?
—¿Y tú, un rampant rabbit?
Cierro la boca y maldigo, pero para mí. Dios, qué dos días me esperan.
Suspiro con pesadez cuando por fin estamos acomodados en el avión, justo
antes de ponerme los AirPods y abrir el libraco de ochocientas treinta y cuatro
páginas que he traído para entretenerme durante el viaje (y, sí, para no tener que
interactuar con mi atractiva e indeseada compañera). No obstante, no debería
haberme preocupado tanto, porque en cuanto despegamos, se quita los zapatos y
se acurruca en su asiento.
—Estoy agotada. Puede que cierre los ojos un minutito o dos.
Como podéis suponer, se queda grogui la mitad del trayecto. Pero es que,
claro, a la princesita le gusta dormir, y todo lo que implique levantarse antes de
las once de la mañana le parece un sacrilegio. Me sorprende que haya
conseguido arrastrar su metro sesenta y cinco de estatura a la revista todos los
días.
Me avergüenzo del tiempo que paso contemplándola sin que se dé cuenta. La
añoro tanto que a menudo temo ponerme a gritar de frustración en medio de una
reunión de trabajo, o liarme a puñetazos con el vigilante de la urbanización cada
vez que me pregunta por la señorita. Ni mis mejores amigos me aguantan. Joder,
ni siquiera yo me soporto la mitad de las veces.
Está tan adorable aovillada ahí delante. Parece más joven, más indefensa, más
suave y razonable. Sin embargo, no he sido capaz de convencerla de quedarse a
mi lado. ¿Es necesario convencer a alguien de quererte? La perspectiva me
resulta triste de cojones.
Creía que Adriana sentía algo por mí. Que conste: soy el primero en entender
(y poner en práctica) el concepto del sexo por placer. Es solo que nunca pensé
que esto fuera a pasarme a mí. En el fondo me lo merezco, por egocéntrico.
De cualquier modo, soy incapaz de verla a diario y hacer como si nada. O
peor: mostrarme indiferente mientras se folla a un tío distinto cada noche. Por
eso me apunté a la gira. Año y medio lejos de ella. Como dicen aquí, ojos que no
ven, corazón que no siente. Y cuando termine de sanear los puntos de venta, me
largo.
¿Fácil? Ni de puta coña. Pero es la única forma.
—¿Soñando despierto?
Parpadeo y colisiono con sus preciosos ojos rasgados.
—Al menos, yo no ronco.
Se incorpora y apoya en el suelo esos piececitos que tanto me gustan.
—Yo tampoco.
A veces —muy pocas, si bien esta es una de ellas— detesto que irradie esa
seguridad aplastante en sí misma.
—Me encantaría entretenerte, cielo, pero no hay ninguna cláusula en mi
contrato que estipule que esa sea una de mis funciones.
Y, después de semejante perla, retomo mi olvidada lectura. Intento ignorar a
Adriana; sin embargo, tras dos minutos enteros sintiendo su mirada clavada en
mí, alzo la vista y me enfrento a su sonrisilla burlona.
—No te necesito para divertirme, capullo estirado.
Se levanta y, sin molestarse en calzarse, se dirige a la cabina. Por supuesto,
entra sin llamar; a pesar de que cierra la puerta, me tiro las dos siguientes horas
pulverizándome las muelas, escuchando las carcajadas —sobre todo masculinas
— provenientes del pequeño habitáculo.


Casi aplaudo cuando nos registramos en el hotel. En serio, pasar tiempo con
Adriana es una tortura que mina mis fuerzas a cada segundo que paso a su lado.
Tengo unas ganas locas de acabar este viaje. Por desgracia, no ha hecho más que
empezar.
—¿Te parece bien si nos refrescamos y deshacemos la maleta? En un par de
horas podemos bajar a cenar —ofrezco, cuando estamos frente a las puertas de
nuestras respectivas suites (que son contiguas, maldita sea), por pura cortesía. Y,
bueno, reconozcámoslo: porque pensar en tenerla al otro lado de un exiguo
tabique me la pone tan dura que no pienso con claridad.
—Estoy bastante cansada. Me apetece darme un largo baño y pedir algo al
servicio de habitaciones. Creo que me acostaré temprano para estar espabilada
mañana.
—Claro —murmuro, sin saber si me siento aliviado o decepcionado ante su
negativa—. Que descanses, entonces.
—Tú también.
Una hora más tarde, me debato entre buscar algún local interesante para picar
algo o hacerlo en el restaurante del hotel, por el que opto finalmente. Llamadme
aburrido, incluso imbécil, pero no me seduce nada la idea de hacer turismo por
esta exótica ciudad sabiendo que hay una preciosa mujer atrincherada en su
lujoso dormitorio, seis plantas más arriba.
El sitio es sobrio y elegante, muy yo, si me permitís decirlo. Lo cual quiere
decir que a Adriana se le antojaría anticuado y cargante.
La comida es fantástica, y disfruto de todos y cada uno de los platos. Después
de felicitar al metre, me dirijo a la salida, aunque, si soy sincero, no me apetece
enclaustrarme en mi solitaria habitación tan pronto, así que me detengo en la
barra y pido un Macallan.
—Un hombre tan guapo y masculino no debería sentarse solo a la barra de un
bar. A no ser que desee dejar de estar solo, claro.
Me giro hacia la rasgada voz que me habla en portugués, pese a que, a todas
luces, no es su idioma natal. Es guapa, de esas chicas que quitan el hipo incluso
sin una gota de maquillaje y vestidas con un chándal de Kitty, si bien el vestido
negro que ciñe sus numerosas curvas conseguiría empalmar a todos los varones
de la residencia de ancianos que hay frente a este edificio.
—La compañía es muy bienvenida. Sobre todo, tratándose de alguien tan
deslumbrante como tú.
—Qué galante —acepta, con los ojos brillantes de expectación.
—¿Quieres tomar algo?
—Un bossa nova —pide al camarero—. No eres de aquí.
—Culpable —admito—. Por tu acento, diría que tú tampoco.
—Soy francesa. Vine a Belo Horizonte a impartir unas conferencias y me
encantó el lugar. La empresa para la que trabajo me propuso el traslado y ni me
lo pensé. De eso hace tres años.
—Es mi primera vez —digo, con una sonrisa pícara, que ella imita—, pero
parece un sitio especial.
—Lo es —confirma, antes de darle un sorbo al cóctel.
—¿Qué lleva, exactamente? —Apunto hacia su vaso alto, con hielo picado y
un trozo de piña enganchado en el lateral.
—Ron de naranja, brandy de albaricoque, licor Galliano, lima recién
exprimida y zumo de piña.
—Vaya mezcla.
—Está buenísimo. ¿Quieres probarlo?
¿Sabéis cuando una mujer suena a provocación y sexo en un entorno de lo más
inocente? Pues esta es una de esas ocasiones.
Tomo su vaso y le doy un trago.
—Demasiado dulce para mi gusto.
—Vamos, guapo desconocido, ¿vas a decirme que eres más de sabores
amargos?
Rompo a reír; su comentario me recuerda a cierta pelirroja ácida y punzante
que lleva tiempo poniendo mi mundo patas arriba y que, para más inri, acaba de
entrar en mi campo visual. Me desconcentra tanto que pierdo el hilo de la
conversación.
Soy consciente de que la chica a mi lado sigue hablando; sin embargo, no
proceso ninguna de sus palabras. Mis cinco sentidos se enfocan en Adriana, que,
con su vestido azul oscuro, acapara el interés de todos los hombres del bar.
Nuestras miradas se encuentran a través de la espaciosa sala y compruebo
cuánto la afecta verme en semejante compañía. Yo no debería disfrutar tanto con
la situación, pero el hecho es que casi doy saltos de alegría.
Concentro mi atención en la francesa, que se ha quedado callada de repente.
Mierda.
—¿Te aburro?
—No, no. Estaba pensando en que no me has dicho tu nombre.
—Me llamo Paulette.
—Un verdadero placer —murmuro, y beso su mano con galantería.
Su risa es exuberante, con un punto de descaro. Y contiene esa pizca de
expectativa que algunas mujeres no son capaces de ocultar, y que resulta tan
excitante.
—Aún no. Aunque tengo muchas esperanzas puestas en nosotros para esta
noche.
Mis carcajadas se unen a las suyas, creando un ambiente distendido y
claramente erótico. A pesar de ello, no puedo evitar buscar una melena rojiza,
pero su propietaria ha desaparecido y, de repente, mi nueva conquista y la noche
en sí han perdido gran parte de su atractivo.


A la mañana siguiente, coincidimos en el hall (Adriana y yo; apenas he
pegado ojo y bebí mucho, y no me expreso con claridad). Ella parece fresca y
descansada, pese a que sus ojos amenazan tormenta.
—Buenos días. ¿Has dormido bien?
—Como un lirón. Este sitio es genial, ¿no te parece? Zorrascas a la carta,
paredes insonorizadas… Estoy deseando descubrir qué nos tiene reservado para
la hora de la siesta.
Casi me atraganto aguantándome la risa, pero consigo mantenerme estoico.
—¿Desayunamos? —sugiero.
—Me han servido un continental en mi habitación y lo he disfrutado mientras
leía la prensa en la terraza. ¿Qué tal si nos marchamos ya?
—Mejor solucionamos esto, para que no se encone y no me des el viajecito.
—No sé de qué hablas —replica, echándose la melena atrás con un golpe seco
de cabeza que me pone cachondo. Digo, cardiaco. Ya me entendéis.
—No me he acostado con ella.
—¿Con quién? —pregunta, batiendo las pestañas como un puñetero
ventilador.
—Con la zorrasca. Joder. Con Paulette.
—¿Y por qué no?
—Pareces decepcionada. ¿Querrías que lo hubiera hecho?
—A mí me da absolutamente igual lo que hagas con tu penecillo. —Alzo las
cejas y la contemplo con suficiencia. Sus mejillas se tiñen del color de las
amapolas—. Yo me masturbé antes de acostarme y esta mañana casi me cargo el
Satisfyer. —La miro horrorizado, con la mandíbula a punto de tocar el suelo—.
Ya que estamos con las confesiones sexuales…
—Déjalo. Con que lo sepas, me vale.
—¿Ahora sí podemos llamar a un taxi?
—No he tomado ni un mísero café.
—Pídelo para llevar —dice, aunque su tono es mucho menos belicoso que
hace un momento.
—Queda una hora para nuestra cita y estamos a veinte minutos, como mucho.
Voy a desayunar. Tú haz lo que quieras.
Entro en la cafetería mirando subrepticiamente en todas direcciones. Solo me
falta encontrarme con la zorra… francesa, y que Adriana se encabrone de nuevo,
para que este viaje se vuelva interminable. Y, después de rechazarla cortés pero
firmemente, tampoco creo que Paulette tenga muchas ganas de socializar
conmigo.
«Mujeres. Qué complicación más innecesaria».
A los dos minutos de sentarme, la cabezota más grande que he tenido la
desgracia de conocer ocupa el sitio vacío frente a mí. Por supuestísimo, finjo que
es invisible; cuando el camarero pregunta qué queremos tomar, pido café, una
tostada y unos huevos revueltos con beicon. Así, para empezar.
—Para mí, un café con leche desnatada en vaso extragrande y un par de
tortitas con nata y sirope de fresa, por favor.
—Creía que te habías puesto las botas con tu continental.
—¿Podemos limitarnos a hacer lo que hemos venido a hacer e interactuar lo
menos posible?
—Me parece una idea excelente.
—Maravilloso.
—Fantástico.
—Estupendo.
—Genial.
—Magnífico.
—Cojonudo.
—¿Les sirvo ya a los señores? Con un sí o un no bastará.
—Sí —contestamos a la vez, algo avergonzados.
El resto del desayuno transcurre en silencio, gracias a Dios, y no tardamos en
estar dentro de un taxi de camino al centro.
Cuando llegamos, el mismísimo joyero sale a recibirnos a la puerta de su
humilde negocio, un moderno edificio de siete plantas custodiado por cuatro
armarios empotrados cargados de armas.
Adriana y Souza parecen hablar un idioma común en el que se desenvuelven
perfectamente, pero que yo desconozco. Términos como dureza, color,
durabilidad, belleza, brillo o rareza aparecen en su conversación con frecuencia,
mezclados con nombres de gemas, como rubíes, topacios, zafiros, diamantes y
esmeraldas.
Cinco horas después, tengo un batiburrillo considerable y la cabeza amenaza
con estallarme, aunque al menos domino conceptos como gema fina, piedra
preciosa, semipreciosa, joya o talismán.
João (ya somos casi de la familia. No te jode, acabamos de asegurarle un
jugoso plan de pensiones para toda su prole) nos ha invitado a comer, así que los
dejo en su despacho tomando café con la excusa de que tengo que realizar una
llamada privada. Que es cierto, pero así aprovecho para fumar. Lo que daría por
tener a mano mi pipa.
—¿Ya somos un poco menos ricos? —Oigo la divertida voz de Sandro al otro
lado de la línea.
—Diría que bastante menos, aunque no conozco la magnitud exacta de vuestra
fortuna.
—Mejor no te lo cuento, no sea que decidas secuestrar a mi hermanita y
celebrar un enlace clandestino en Gretna Green.
—Está buena, pero no aparenta ni de coña ser una menor. —Sonrío ante su
estentórea carcajada—. Para una boda rápida me la llevaría a Las Vegas.
—Sí, creo que allí ya tienes sobrada experiencia. Por favor, evitadme las fotos
vestidos de Elvis y Marilyn, ¿vale? —Ahora el que se descojona soy yo—. Te
recuerdo que estoy pasando un fin de semana romántico con mi chica, así que si
eso es todo…
—Necesito que contrates seguridad privada para dentro de un par de horas.
—¿Por qué? Son solo unos cuantos pedruscos.
—João ha tenido que regalarle un maletín bastante amplio para transportarlos
—comento, a modo de explicación.
—¿De qué cantidad estamos hablando?
—Imagina una bien elevada y ponle un seis delante.
—¡¿Esa loca del coño se ha gastado seiscientos mil euros?!
—Añade algún cerito más y aciertas el precio justo.
En el silencio que sigue, solo me escucho a mí mismo expeliendo el humo de
mi cigarro.
—Dame un momento, cielo. —Unos pasos apresurados y una puerta
cerrándose me indican que probablemente Sandro se ha parapetado en su
despacho. Yo lo haría. Para emborracharme el resto del mes—. ¡¡¿Se ha fundido
seis putos kilos en cuestión de horas?!!
—Bueno, creo que tendréis existencias hasta el 2050, por lo menos.
—¿Y te has quedado tan pancho viendo cómo sacaba de la pobreza a todo el
jodido país?
—Eh, eh. Yo solo he venido para impedir que la degüellen antes de llegar a la
caja fuerte de Roseland. Pero voy a necesitar refuerzos, y bien entrenados, por si
las moscas.
—Estoy en ello, no te preocupes. Se presentarán en la empresa de Souza a la
hora acordada.
—Estupendo. Vuelvo con ella, entonces.
—Anula la cita con Manoel. No quiero que Drina gaste ni un céntimo más de
aquí a que se jubile.
Por un momento me quedo descolocado, hasta que recuerdo que Manoel
Barbosa es otro contacto con el que habíamos quedado mañana, por si João no
disponía de todas las gemas que necesitábamos.
—Tranquilo, yo me encargo.
—Bien. Nos vemos el lunes.
—Alejandro —lo llamo, justo antes de colgar.
—Dime.
—Asegúrate de que el tal Jorge no sea uno de los seguratas que envíen.
No cuelgo lo suficientemente rápido como para evitar escuchar sus risotadas.
El mayor dolor nace de alejarse de lo más grande

Adriana


N.º 234 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
No; proveedor, malo
Querida superheroína:
¿Harta de decirle a Jazztel que por mucho que te llame quince veces a la semana no te interesa ahorrar
en tu cuota telefónica? ¿Qué no entiende? ¿Que estés contenta en tu actual compañía? ¿Que tú tiras el
dinero donde quieres? ¿O que le has cogido tanta tirria con su acoso y derribo de los últimos tres años que
antes muerta que contratarlos a ellos?
Tranquila, cari, que aunque no lo creas, existe una solución: la lista Robinson, un servicio gratuito de
exclusión publicitaria que cuenta con el reconocimiento de la Agencia Española de Protección de Datos.
Basta con inscribirse en esta lista para evitar la recepción de comunicaciones comerciales a través de SMS,
llamadas telefónicas, correo postal, fax o e-mail, puesto que toda empresa u organismo que desatienda la
petición de un usuario de no recibir ofertas de servicios es susceptible de ser denunciada ante la AEPD.
Cualquier usuario mayor de catorce años que desee dejar de recibir publicidad solo debe cumplimentar
el formulario que facilita la propia web. Cuando te envíen el correo electrónico de confirmación, no lo
elimines, pues si sigues recibiendo propaganda puedes denunciar y aportar este e-mail como prueba.
Yo he conseguido que un montón de proveedores dejen de molestarme con este sencillo procedimiento.
Por supuesto, Loewe, Chanel, Prada y similares cuentan con mi beneplácito para seguir invitándome a sus
desfiles y a las presentaciones de sus colecciones.

Adriana Martos

Me siento eufórica. Tratar con João ha sido superespecial y muy instructivo.
Lleva toda la vida dedicándose al mundo de las piedras preciosas, y su sabiduría
resulta… excitante. Por supuesto, no me atrae en el plano físico; tiene la edad
suficiente para ser mi padre, pero mi recién descubierta pasión por el mundo de
la joyería hace que sus ilimitados conocimientos se me antojen fascinantes. Casi
tanto como el pesado maletín negro de piel que sostengo sobre mis piernas, de
camino al hotel.
—¿No te has pasado un poco? —pregunta Aldren, sentado a mi lado en el
taxi.
—Qué va. Todo lo que he comprado es de excelente calidad, y te aseguro que
en los próximos meses nos vendrá bien para un proyecto u otro.
—¿Cómo vamos a pasar todo esto por la aduana?
—Souza tendrá la documentación preparada para mañana, no te preocupes.
—No lo hago. Era tu hermano el que gritaba como un energúmeno. ¿No
notaste las vibraciones de la taza de porcelana mientras charlabas amigablemente
con tu socio?
Me giro hacia él.
—¿Te has chivado?
—Mujer, no creo que tardara demasiado en darse cuenta del socavón que has
dejado en vuestra cuenta corriente.
Cada vez que abandona su pose de pomposo aburrido y arrogante y se
convierte en el payaso burlón e insolente que tengo delante ahora mismo, me
pone de muy mal humor. Lo fulmino con mi mejor mirada de arpía, esa que hace
recular a hombres duros, fríos y prepotentes, antes de volverme hacia delante.
—Y dime, Jorge, ¿qué es de tu vida últimamente? ¿Tienes mascota? ¿Novia?
¿Superficie horizontal privada?


Depositar las joyas en lugar seguro supone un enorme alivio, la verdad.
También para Aldren. Lo sé porque ha dejado de sudar y de mirar a todas partes
como si de un momento a otro fueran a aparecer unos asaltantes armados hasta
los dientes para robárnoslo todo, pensamientos incluidos.
En cuanto guardamos el maletín en la caja fuerte, se deshace de la seguridad,
emplazándola para mañana por la tarde, que es cuando abandonaremos el país.
No me pasa desapercibida la hostilidad que mi acompañante siente por Jorge, y
mi instinto femenino me dice que conoce nuestro pasado en común.
No es que este sea muy largo ni demasiado interesante. Un par de revolcones
tras uno de los trabajos para el que lo contrató mi hermano. Y fue antes de mi
historia con Héctor, de ahí que repitiéramos. Ahora ni se me ocurriría. Aunque el
ejecutivo no tiene por qué enterarse de ese detallito, ¿verdad? De todos modos,
su interés por mí parece haber decaído hasta el núcleo de la Tierra (el interés de
Al, porque Jorge me ha dejado muy claro que me haría un favor, o seis, antes de
marcharme).
—Por fin, joder. Me tenía de los nervios ir con todos esos pedruscos encima.
—Miedica. Cualquiera diría que llevábamos un cartel de neón colgado al
cuello alertando del contenido del dichoso maletín. —Alza las cejas y me mira
con una intensidad abrumadora. Suspiro—. Está bien. Llevo un buen rato
aguantándome las ganas de llorar.
—Pues has disimulado de maravilla.
—Los colegios suizos son lo más.
—Ya —dice, esforzándose por no sonreír—. Lo has hecho muy bien, ¿sabes?
—¿El qué?, ¿camuflar el miedo a que nos desvalijaran?
—También. Pero me refiero a negociar con Souza. Me has impresionado.
Me pongo seria, decidiendo qué contestar. Si hubiéramos mantenido esta
conversación a primera hora de la mañana, le habría soltado una fresca, pero
reconozco que saber que no se acostó con la guapa rubia de anoche ha mejorado
de forma notable mi humor, así que le respondo con una… fresca.
—Tú solo ves mi cuerpazo, pero también tengo un cerebrazo.
Se parte de risa y yo me derrito escuchándolo. Es que es sexi hasta roncando.
Vale, no ronca, pero, de hacerlo, me podría a mil. Seguro.
—Lo tengo muy presente, canija. ¿Te apetece que pasemos juntos lo que
queda de día? —indaga, con cierta timidez—. Podríamos ponernos más cómodos
y hacer un poco de turismo antes de cenar.
A ver… ¿Que este pedazo de hombretón ocurrente y encantador me entretenga
durante horas o reservar en el spa de un hotel de cinco estrellas y disfrutar de sus
estupendos tratamientos de salud y belleza?
—¿Tu propuesta incluye ducha rápida? Porque necesito una con urgencia. Qué
calor…
—Mientras no sea juntos —suelta, con un guiño.
Pues ya me ha jorobado la tarde. Porque a mí sí que me gustaría compartir la
alcachofa. Y la del baño, también.
—Anda, no lo estropees —digo, para disimular, mientras camino hacia el
ascensor.
—¿Quedamos en media hora aquí?
—Perfecto.
—Media hora, Drina. No me tengas esperando como siempre.
—Que sííí… —contesto, distraída con el código de acceso a mi habitación,
que tecleo a toda prisa porque, ¿quién puede estar lista y preciosa en treinta
minutos?
«Este macizorro, por supuesto», pienso, con cierto resentimiento, antes de
cerrarle la puerta en las narices.
Casi derrapo en mi carrera al baño; al entrar, ya me he deshecho de toda la
ropa. Me recojo la melena en un moño mientras el agua se calienta y… ¡tres
minutos, sí, señoras! Creo que he batido mi récord personal, y posiblemente
alguno mundial. Salgo de la humeante ducha sonrosadita como un cerdito
navideño y perfectamente hidratada, tras una capa del body milk con aceite de
almendras que se aplica después del gel (un imprescindible para apuros como
este. ¿Estáis apuntando?).
Me retoco el maquillaje en otros cinco minutitos y acentúo mis ondas
naturales con un golpe de secador.
Ahora sí, lista para vestirme. Cómodos, habíamos acordado, ¿no?
—¡¡Aghhh!! —aúllo, cuando encuentro a Aldren en el centro de mi
dormitorio, ataviado con una diminuta toalla alrededor de las caderas.
Él no dice ni mu, puede que porque esté devorando con los ojos mi cuerpo
desnudo, igual que un quinceañero virgen que acabara de toparse con el primer
toto real que hubiera visto fuera de la pantalla de un móvil. Ay, por Dios…
—Te preguntaba si… si había que vestir formal…
—Bueno, ya ves que yo voy muy sencilla.
El comentario (bastante malévolo, lo asumo) parece devolverle el riego
sanguíneo al cerebro. Carraspea, incómodo, y su mirada regresa a mi cara, no sin
cierto esfuerzo.
—Me gustaría terminar el viaje sin que nos detuvieran.
Echo un vistazo por la habitación, desconcertada.
—¿Cómo has entrado?
«Eso es. Directa al problema y en pelota picada».
—Las habitaciones se comunican entre sí. —Señala la puerta que vi anoche, y
que no me molesté en intentar abrir porque supuse que estaba convenientemente
cerrada por ambos lados—. He escuchado el secador. En ningún momento pensé
que estuvieras…
Ya, ya… Pero ahora que lo sabes, se te va la vista más que a un niño las manos
a los caramelos, ¿eh?
«A la… caca». Estoy cachonda. Y esa toalla hace dos minutos que forma una
tienda de campaña de tamaño familiar. Me acerco hasta que apenas nos separan
unos centímetros y levanto la cabeza para no perder detalle de su expresión.
Mira que es alto, el jodío.
—Como has dicho que nos pusiéramos cómodos…
Abre los ojos como platos y traga con esfuerzo.
«Un empujoncito más, Drina».
Otro paso y nuestros pechos se tocan. Su cuerpo se estremece de la cabeza a
los pies. Yo me muerdo el labio inferior por dentro, para mantener la fachada de
aparente serenidad.
—Adriana…
—¿Sí? —pregunto, mientras me refriego contra su piel ardiente.
—No voy a poder contener a mis demonios mucho más tiempo.
—¿Y qué te piden hacer, exactamente?
—Follarte como un salvaje hasta que me ruegues clemencia. Y, aún entonces,
seguir hundiéndome en ti sin descanso.
Su declaración me conmociona. No por las palabras en sí; me encantaría que
cumpliera su promesa. Pero se trata de Aldren, por Dios, y aunque ya sé que no
es ni de lejos tan comedido como pensaba, su tono e intenciones no dejan de
sorprenderme. Supongo que me ha echado de menos tanto como yo a él.
Me pongo de puntillas y, con la punta de la lengua, resigo el contorno de sus
suculentos labios.
—Desata las correas y déjalos libres.


El sol de la mañana incide de lleno en la cama de mi habitación y me despeja
en cuestión de segundos. Me duele toda mi anatomía, jolines. Abro los ojos
cuando recuerdo exactamente por qué, y una sonrisa tontorrona se instala en mi
cara al encontrar al morenazo que ocupa gran parte de los dos metros cuadrados
de colchón.
Es guapo a rabiar, ¿lo he mencionado alguna vez? Posee uno de esos rostros
tan varoniles y sensuales que dejan sin respiración, y un cuerpo perfecto,
trabajado y duro como el mejor acero español, sin resultar excesivo. A mí me
encanta, como quedó comprobado ayer, aunque lo mejor es lo que sabe hacer
con él. De verdad que me esforcé por contar los orgasmos que me provocó, pero
fueron tantos y tan seguidos que terminé perdiendo la cuenta.
Y lo peor es que tengo ganas de más…
Me acerco a él con sigilo y mi manita tantea (con no tanta discreción) su
entrepierna, que está grande y dura. A Dios gracias por las erecciones matutinas.
Las largas y oscuras pestañas aletean; segundos después, los ojos más bonitos
del mundo me observan somnolientos.
—Buenos días —ronroneo sobre sus labios.
—Hola.
De repente, parece caer en la cuenta de dónde tengo colocada la mano y lo que
sujeta; da un respingo y se aleja como si a su lado se hubiera acostado un alien
hambriento.
—Vamos, dame un caprichito… —ruego, con voz sugerente, dejando que la
sábana caiga hasta la cintura e intentando un nuevo acercamiento.
Me quedo sin palabras cuando lo veo levantarse y ponerse los calzoncillos.
Ayer cumplió su promesa y me lo hizo como un salvaje durante horas, pero llegó
un momento en que tuvimos que parar para reponer fuerzas con una cena
reconstituyente; momento que él aprovechó para ir a su cuarto a por algo de
ropa, aunque no terminara poniéndose nada.
—¿Aldren?
Se gira hacia mí con una expresión tan hermética que los latidos de mi
corazón amenazan con ahogarme.
—Mira, Adriana, lo de ayer estuvo muy bien. Siempre es así entre nosotros.
Pero hoy toca imponer un poco de cordura, ¿no crees?
La habitación queda en silencio mientras nos miramos, la cama en medio de
los dos.
—Claro —contesto, con una espléndida sonrisa. Recojo el móvil de la mesilla
y abro los ojos, boquiabierta—. ¡Uy, qué tarde! ¿Te importaría irte? Es que tengo
que ponerme guapa para Jorge, que viene a buscarme en una hora.
Cuando el portazo hace temblar las paredes, me desplomo en el colchón y
abrazo la almohada, que huele a él. Y lloro, lloro mucho, aunque en silencio.
Para que no me escuche. Pero también porque hay dolores que se expresan mejor
bajito y sin estridencias.


Antes de que se cumpla la hora, salgo a la calle por la puerta de servicio del
hotel. Las buenas propinas es lo que tienen: la gente coopera encantada, sin
importar que haya que romper alguna que otra norma. Me ajusto las enormes
gafas de pasta, de estilo actriz hollywoodense, que consiguen ocultar mis ojos
hinchados y rojizos a la flor y nata brasileña.
Maldita la gracia que me hace andar deambulando por las calles, pero, después
de jugar la carta del amante, no puedo arriesgarme a que Al me pille encerrada
en mi dormitorio, cubierta de lagrimones y mocos. Tampoco aquí, sola y
compungida, así que acelero y me pierdo entre las callejuelas, sin importarme
mucho el destino.
Supongo que es normal que al cabo de un rato no tenga ni idea de dónde estoy
(y que tampoco me importe). Quizá lo más extraño e inquietante de todo sea que
me alegre tanto de ver un bar. Venga, va… En realidad es una cafetería
monísima, pero lo verdaderamente importante (y lo primero en lo que me fijo) es
la larga lista de combinados que ofrecen.
Son las once de la mañana, tengo el estómago vacío (y más cerrado que el
inexpugnable corazón de cierto yanqui testarudo) y pido una caipiriña. Así, para
ir entrando en materia poco a poco…
Dos lágrimas traicioneras se asoman a mis ojos al recordar que anoche,
después de la estupenda cena que degustamos sentados en la terraza, Aldren y yo
nos tomamos este mismo cóctel por recomendación del camarero. Y luego nos
pedimos otro. Y luego…
Doy un largo trago para borrar los recuerdos y gimo de gusto. Mi paladar se
regodea en la lima machacada con azúcar, la cachaza (para los profanos: jugo de
caña de azúcar destilada, muy similar al ron) y el hielo picado.
Voy dando sorbitos a través de la pajita rosa mientras observo el ir y venir de
los transeúntes. Está bastante concurrido. Claro, que es domingo y los brasileños
son tan vivarachos… Miro mi vaso, en el que solo queda una pequeña capa de
granizo, y frunzo el ceño. Estaba rico y se ha acabado muy pronto…
—Otro, por favor —le pido al camarero que pasa por delante de mí.
—Agora mesmo, senhorita.
Aunque la terraza está llena, el chico es rápido y eficiente, y en un santiamén
tengo mi nueva bebida, acompañada de medio sándwich de rosbif.
—Come, sim?
Le dedico una sonrisa sincera y asiento. No me doy cuenta del hambre que
tengo hasta que no me termino el delicioso tentempié.
Una pareja se sienta a la mesa contigua y yo aprieto la mandíbula. Se los ve
tan enamorados y desprenden tal cantidad de feromonas que no entiendo qué
hacen aquí, en lugar de en la cama, sudando, aferrados a la espalda del otro. Se
comen la boca con pasión desmedida, y las manos del chico desaparecen bajo la
corta falda de ella, propiciando una serie de jadeos ahogados que casi me
provocan un pasmo.
A falta de palomitas, voy dando sorbitos a mi caipiriña. No me pierdo ni un
fotograma de la función gratuita. ¿Pero no se dan cuenta de que esto es
escándalo público, alevosía y nula empatía con el resto de congéneres que no
disfrutamos de bufé libre de sexo?
Por fin se separan e, inexplicablemente, ambos se dan la vuelta para mirarme
de forma extraña. Tardo cinco segundos en reparar en el desagradable ruido que
hago al tragar aire con la pajita; una vez más, me he ventilado el cóctel sin
apenas respirar.
—Es que sois más entretenidos que La Casa de Papel. Con lo enganchadísima
que estoy yo a esa serie.
Supongo que no me entienden, a juzgar por el careto que ponen antes de dejar
dinero en la mesa y largarse casi a la carrera. ¿Irán a buscar en qué canal emiten
todas las temporadas? Si me hubiesen preguntado, les habría dicho que solo la
encontrarán en Netflix.
Y ahora, ¿qué hago para entretenerme?
El camarero observa mi vaso vacío con el ceño fruncido; parece que va a
seguir de largo. Me bajo las gafas de Elizabeth Taylor por el puente de la nariz,
lo que hace que se detenga de golpe. Una sombra de pena cruza sus facciones
aguileñas, pero a estas alturas de la película ni me afecta.
—Outra? —pregunta con dulzura.
—Sim.
Y ahí van todos mis conocimientos de portugués. A ver, que domino tres
idiomas a la perfección, si bien este no es uno de ellos.
Otra parejita feliz camina por delante de mí. Van agarraditos de la mano y se
prodigan tantos arrumacos que me provocan arcadas.
«¡¡Por Diosss…, ¿queréis parar?!!».
Cuando veo que los dos pegan un brinco y me contemplan horrorizados,
comprendo que lo he gritado, rabiosita perdida, por lo que me tapo la boca, toda
ojos y arrepentimiento.
Ains… Me siento más sola que Nemo en el día de la madre.
«Porque tú quieres».
¿Mejora eso las cosas?
«En la medida en que podrías cambiarlo si quisieras».
Pero ¿quiero?
«¿Y por qué si no estás tan mustia, cogiéndote una cogorza de campeonato y
celosa de todos los novios que se cruzan en tu camino?».
¿Y tú de parte de quién estás?
Silencio.
Podría decir que mi rabieta viene motivada por la falta continuada de
gustirrinín. Porque, seamos sinceras, el sexo con Aldren es de Óscar a los
mejores prolegómenos, Óscar a los mejores orgasmos múltiples, Óscar a la
mejor sucesión de polvos increíbles… Un no parar, vamos.
Sin embargo, aún faltarían por explicar las risas; la complicidad; la armonía; el
alocado galopar de mi corazón cuando sonríe; la manada de elefantes que recorre
histérica la base de mi estómago, causándome unos ardores de mil demonios; la
certeza de que me ha echado a perder para otros hombres.
¿Y qué me decís de lo segura que me siento a su lado? Eso no me pasaba
desde… Buff… Ni me acuerdo. Con Héctor, fijo que no. Fue de las primeras
cosas que ese cabrito se llevó.
Ah, y esperad. Todavía hay más: Aldren tiene tanta fe en mí que a veces me
siento invencible. Vale, solo cuando estoy con él y sus ojazos negros me miran
persuasivos, mientras pronuncia con voz grave: Puedes hacerlo, canija.
¿Quién no se derrite ante tamaña ferocidad?
Quise convertirlo en alguien aburrido y pusilánime; sin embargo, es realmente
extraordinario. Atento, cariñoso y fiel. De esos hombres que te quieren para
siempre.
Justo lo que siempre soñé para mí, antes de convertirme en el equivalente con
tetas de un tío superficial y egoísta (grandes, redondas y altas, todo hay que
decirlo).
Dejo el vaso vacío en la mesa. ¿Cuántos llevo? Alzo la cabeza para llamar al
camarero, aunque, por su expresión adusta, deduzco que no va a servirme más
hielito con azúcar. Lástima, este mejunje está bueno de narices. Y los problemas
me parecen ahora un poco menos trascendentales y difíciles de superar.
A todo esto, ¿a qué hora salía el avión?


«Una hora antes de a la que he llegado». Y Al está que trina. ¿Es humillo lo
que veo salir de su cabeza?, me pregunto, divertida ante la posibilidad. No sé,
pero que está a punto de darle un ictus, fijo.
Me quito los zapatos a puntapiés y se me escapa la risa por la nariz cuando
uno aterriza en su regazo. Pega un bote en su asiento y luego mira fijamente el
objeto en cuestión como si fuera una bomba. «Tic tac, tic tac, tic… tac…». Acto
seguido, desplaza su rictus ceñudo hacia mí (diría que en un gesto intimidatorio
para que me comporte) y termina agarrando mi Gucci con dos dedos y
posándolo en el suelo.
—Vamos con retraso, así que despegaremos de inmediato. Abróchense los
cinturones, por favor —indica la auxiliar, con una sonrisa congelada en su bonito
rostro.
—En cuanto se apague la lucecita, ponme una caipiriña —le pido, igualando
su sonrisa y subiendo un guiño descarado—. Hay que despedir este país como se
merece.
Se marcha, al borde del tic nervioso, y yo acomodo las manos en mi regazo,
satisfecha.
—Son las cuatro. ¿No te parece un poco pronto para beber?
—¿Considerarías que hay algún horario incorrecto para ponerse a follar?
Se atraganta con su propia saliva y se pone a toser como un loco. ¿Unas
carcajadas estarían fuera de lugar?
La azafata aparece corriendo y le entrega un vaso de agua y una servilleta.
Qué profesional, ¿no? Ha tenido que desabrocharse el cinturón en pleno
despegue.
—¿Y mi bebida? —insisto—. Yo la he pedido primero.
¡Se marcha sin decir ni mu! ¡Pienso hablarle a Bren de su falta de modales! Y
de la cara de perro que me ha dirigido. A ver si cuando vuelva (Dios quiera que,
esta vez, con mi caipiriña) me fijo en el nombre que lleva escrito en la chapita,
porque no se trata de Raquel, su auxiliar de vuelo habitual. Con lo maja que es
ella…
Aldren ha dejado de echar el bofe por la boca y me mira con suspicacia. Me
siento erguida y busco las gafas antiescrutinio, pero me da que me las he
olvidado en la cafetería de los cócteles chulos. Le devuelvo el examen, aunque
tengo la sensación de que estoy poniéndome bizca.
—¿Qué te pasa?
—Que tengo sed.
Me tiende su vaso, aún mediado.
—De eso no —contesto, con cara de asco.
—¿Te encuentras bien? —Suelta un taco y su expresión se vuelve de granito
—. ¿Ese segurata mierdoso te ha dado drogas?
—¿Eh?
La chica rubia (Patricia; apuntadlo, por si se me olvida) deja mi bebida sobre
la mesa y yo le hago un gesto con la mano que podría significar cualquier cosa,
como piérdete, asquerosa.
¿Qué? Me cae mal. Y cuando eso sucede, saco a relucir mis modales de reina
egipcia (Cleopatra me parece una tía genial. ¿A vosotras no?) y no dejo títere
con cabeza.
«Ah, qué rico…».
—Estás rara de cojones.
—Serán los efectos de pasar dos días contigo.
Le doy otro sorbo, cada vez más sedienta. Su semblante se ensombrece.
—Si es por eso, tranquila. Dentro de nada me perderás de vista para siempre.
—Sí, ¿verdad? ¡Los deseos se crumpren! —celebro, con unas palmas.
—Si no hubiera visto que solo has bebido medio cóctel, diría que estás
borracha.
—De felicidad. No sabes las ganas que tengo de que todo vuelva a ser… —
¿qué iba a decir?— como antes —admito, y pienso en los maravillosos meses
que hemos pasado juntos y que ya nunca volverán.
—No imaginaba que estuvieras tan desesperada por sacarme de tu vida.
Los ojos se me cierran, por más esfuerzos que haga para mantenerlos abiertos.
He bebido demasiado. Intento aferrarme a un último pensamiento: ¿cómo es
capaz de pensar que puedo vivir sin él?


—Adelante.
—¿Interrumpo?
Alzo la cabeza y le dedico una sonrisa, aunque lo que de verdad me gustaría
sería acurrucarme en su pecho. «Tren perdido, Adriana».
—Claro que no. Pasa.
—Sandro me ha dicho que llegaste hace más de tres horas —comenta, como si
fuera de lo más extraño.
—Sí, bueno, se me están acumulando algunos temas aquí y Paula ha
prometido ser una jefa indulgente, siempre y cuando cumpla con mis funciones.
—Levanto una hoja escrita a sucio con lo que supuestamente será el próximo
artículo de mi sección para superheroínas modernas en Estilo y Seducción—.
Pero siéntate y cuéntame a qué has venido.
Lo hace, justo antes de desabrocharse los dos botones de la americana. ¿No os
parece un gesto de lo más sensual en un hombre? A mí me revoluciona las
hormonas que da gusto.
—He hablado con mi padre. Me ha dicho que te dé un besazo de su parte y
que a ver si quedáis pronto para comer. Ha recalcado que está a tu completa
disposición, así que tú eliges día, hora y lugar.
—Hace que todo parezca muy fácil. —Río; cualquiera diría que Ander Reilly
vive a tres calles de mi casa y no a miles de kilómetros—. Lo llamaré pronto; yo
también tengo ganas de verlo.
—Por supuesto, eso no ha sido todo lo que hemos charlado sobre ti. Quería
saber qué tal va su regalo de aniversario. No es célebre por su paciencia,
precisamente.
—Pues estoy con ello.
Parece caer en este mismo momento en que estamos sentados frente a mi mesa
de dibujo, bañada por la luz del atardecer y cubierta de papeles y pinturas. Sus
ojos se agrandan por la sorpresa cuando descubre los bocetos de las tres piezas
que estoy creando para su madre. Todavía no los he desarrollado del todo, pero
ya empieza a vislumbrarse lo que serán.
Coge el A3 de la pulsera, donde se aprecian varios dibujos desde diferentes
posiciones.
—¿Son esmeraldas?
—Sí. Menos mal que compré un montón en Brasil, ¿eh? —bromeo, con un
guiño cómplice.
—Y yo que creía que tenías algún tipo de fetiche con ellas.
Se me escapa una carcajada antes de arrebatarle la hoja.
—En la boda me fijé en que las había elegido para resaltar sus impresionantes
ojos verdes.
—Son sus gemas preferidas. Ese juego en concreto se lo regaló mi padre por
su cumpleaños. —Su atención no se despega de los bocetos desperdigados por la
mesa—. Cuánta belleza. Se va a enamorar nada más verlas.
—Gracias —musito, algo apocada por sus elogios.
—Tienes mucho talento, Adriana. En cuanto te lo creas, serás brillante.
—Debido a ti, empiezo a tener más confianza en mí misma.
—Bien, porque vales muchísimo. —Se levanta y se entretiene en cerrarse la
chaqueta. Algo me dice que aún no me lo ha contado todo—. Quiero
despedirme.
Lo miro, confusa. ¿Tanta formalidad para decir hasta mañana? Esto ya lo
hemos vivido.
—Todavía queda la fiesta del sábado.
—Prefiero que no vengas, pelirroja.
¿Sabéis eso que dicen de que hay palabras más afiladas que un cuchillo?
Pues os aseguro que es cierto. El impacto, al escucharlo, es demoledor. Como
si me hubiera herido de muerte. Y no estoy segura de haber logrado ocultárselo.
—Estoy enamorado de ti —confiesa, hundiéndome más—. Y, aunque me ha
costado, he comprendido que lo nuestro no puede ser. Porque, ¿cómo va una
chica que no soporta comprometerse a querer una existencia monótona junto a
alguien estirado y aburrido, que lo único que necesita para ser feliz es una casa
con un gran jardín trasero, a Van y Luk correteando entre mis piernas y al menos
un par de mocosos trasteando a mi alrededor? —Sonríe sin ganas, fingiendo no
percatarse del río de lágrimas que se desborda de mis ojos sin control—. Mi
esperanza es pasar página y ser capaz de darle una oportunidad a otra persona
que desee las mismas cosas que yo. —Se pasa las manos por el pelo. Imagino
que para evitar tocarme, porque a mí también me hace falta abrazarlo con fuerza
—. Necesito sacarte de mi vida y de mi corazón cuanto antes. Lo siento si suena
egoísta.
—No lo es —consigo articular, pese al puño que me oprime el corazón.
—Espero que algún día puedas dar rienda suelta a tus emociones. Tienes unos
sentimientos preciosos, Drina, y mereces encontrar a un buen tipo que los valore.
Me lanzo a su pecho y casi grito de alivio cuando sus brazos me cobijan. La
sensación es tan dolorosamente familiar y placentera que siento que me
encuentro en el único lugar del mundo donde quiero estar.
¿Dónde está el peligro? ¿Cómo puede Aldren hacerme daño? ¿Por qué tengo
tanto miedo a intentarlo? Ahora mismo, lo que más me aterra es perderlo.
Nos separamos un poco, lo suficiente para mirarnos, y en su mirada aprecio la
misma necesidad y desesperación que me embargan a mí. Nuestras bocas se
unen en un beso tan provisto de significado que sobran las palabras; los
sentimientos, tan grandes, tan bonitos, tan nuestros, rebasan nuestras lenguas,
que se buscan sin descanso durante minutos, horas, o tal vez tan solo segundos.
A mí me sabe a poco. Porque los te quiero nunca deberían ir seguidos de un
adiós.
—Fue precioso, Adriana.
Sale del despacho con una sonrisa tan radiante que me parte el alma, ya que no
casa con la humedad de sus ojos. En cuanto se cierra la puerta, me dejo caer al
suelo, derrotada, y me tapo la boca con las manos para que nadie sea testigo de
los desgarradores sollozos que hacen temblar mi cuerpo entero.
Si esto es lo que deseo, ¿por qué me quiero morir?
Recoger los pedazos. Volver a ilusionarse

Aldren


N.º 235 Estilo y Seducción - «Guapa, trabajadora y hacendosa = mujer superheroína XXI»
Beneficios de la manzanilla. Esa no, la otra
Querida superheroína:
La manzanilla (la infusión, no el vinito blanco, que nos conocemos) es buena para un montón de cosas.
Hoy os cuento cuatro:
Limpiador y tónico facial: la manzanilla te ayudará a eliminar el acné y las impurezas del rostro, y
además le aportará vitalidad. Hierve cinco cucharadas de flores de manzanilla en un litro de agua. Cuela
el líquido obtenido y aplícalo sobre la piel cuando se enfríe. ¡Verás qué maravilloso tónico casero
consigues!
Combatir bolsas y ojeras: después de una mala noche, es inevitable levantarse con los ojos hinchados.
Reducir esa inflamación es tan sencillo como preparar una infusión de manzanilla y, cuando esté fría,
humedecer con ella dos discos de algodón y dejarlos reposar sobre los párpados durante quince minutos.
Anímate a probarlo también para mitigar las bolsas y las ojeras.
Aliviar los pies cansados: al acabar el día, es normal que sientas tus pies cansados o hinchados.
Sumergirlos en un barreño con manzanilla te ayudará a aliviarlos, ya que esta hierba tiene propiedades
desinflamatorias y es estupenda para reducir los dolores articulares.
Aclarar la piel: si deseas darle a tu cutis un tono uniforme, añade a una infusión de manzanilla una
cucharada de miel y aplica la mezcla resultante sobre el rostro, dejando que penetre bien en la piel durante
al menos quince minutos. Retira con abundante agua tibia y comprobarás que tu aspecto luce más fresco y
hermoso.
¿A que hoy me quieres un poquito más? Lo sé, cari; si es que no me beso porque no llego.

Adriana Martos

—¿Lo has apuntado todo, Manuel?
—Eh…, sí, claro: una administrativa y un tasador. Presupuesto para una nueva
impresora 3D. Solicitar a la central un envío urgente de anillos de compromiso.
No se me escapa ni una, ¿eh?
Resoplo a la que vez que me aprieto el puente de la nariz.
—Ni una. ¿Y lo que llevo diciendo durante la última media hora? ¿Qué has
pillado de ahí?
Su cara de pasmado es un poema. Si no me exasperara tanto, me echaría a reír.
—Tío, ¿pero tú has visto qué piernas? —Me giro hacia lo que señala, que no
es otra cosa que la becaria de contabilidad. Eli… ¿o Emi? Algo así—. ¿De
verdad pretendes que me concentre en lo que dices con un monumento como
este?
La risita de la joven en cuestión, que lo ha escuchado todo porque estamos los
tres bien juntitos en una habitación de dos por dos, me chirría en los tímpanos. A
ver, es monina y eso, si te gustan las Barbies Malibú con toda la mercancía a la
vista y nada de clase por aquí, nada de estilo por allá. Vamos, a mi entender, el
alma gemela de Manu.
—No necesitas a una chica guapa para dispersarte —aseguro, con una sonrisa
que va dedicada a la culpable de su espesura. Salgo de la oficina, esperando que
me siga. Tarda un poco, pero cuando estoy a punto de llamar a recursos humanos
para que gestionen su despido, aparece por la puerta de mi despacho—. Las
ventas han sufrido un descenso del tres por ciento desde hace más de seis meses.
El departamento de marketing y publicidad debería pensar en alguna campaña
para potenciarlas. En cuanto al problema con la empresa de seguridad, dile a
Martín que concierte una cita con ellos para mañana por la tarde. Quiero tener
ese asunto solucionado lo antes posible. ¿Estás tomando nota?
—Que sí… —contesta, aunque lo que yo oigo es me aburrooo…
—Pues añade un último apunte y te invito a comer.
—Dime, dime —reacciona al fin, mucho más animado.
—La Barbie tiene que irse.
—¿Ein?
—La becaria.
—¡¿Qué dices?! ¡Si es el mejor efectivo de este cuchitril!
—Recuérdame que no permita nunca que te encargues de contratar al
personal.
—A ver, ¿qué te ha dado con ella? Está como quiere, es… —nos miramos
durante medio minuto: él con impotencia; yo, con condescendencia—
¿simpática? —suelta, a la desesperada.
—Ni eso. Es un estorbo. No da pie con bola y no tiene ganas de aprender. Me
cuesta comprender por qué solicitó el empleo, pero te aseguro que voy a dárselo
a alguien que de verdad tenga intención de aprovecharlo.
Mi joven aprendiz deja caer los hombros y escribe con desgana en su iPad.
—Anotado. Tía buena fuera, despejar tu agenda para que entrevistes a
sustitutos. Seguramente serán cincuentonas con más pelos en la cara que yo y
bragas hasta el sobaco, o tíos con pinta de esnob sabelotodo, calcados al jefe y a
ti.
Arqueo una ceja; sin embargo, me abstengo de emitir ningún comentario que,
estoy convencido, desembocaría en una discusión sin sentido.
—Vámonos a comer, anda.
—¿Al Árbore da Veira?
—No flipes. La cafetería de la esquina está genial.
—Mira que eres tacaño.
—Tu traje del Primark no pasaría el examen del metre, y tus modales, mucho
menos. Además, ¿qué tiene de malo la comida de la cafetería?
Se encoge de hombros y sale de la oficina por delante de mí.
—Nada, supongo. Salvo que le falta la estrellita Michelin —aduce, con
bastante pena y cierta resignación—. Es que tu mundo es alucinante, y quiero
empaparme de él todo lo que pueda antes de que me toque volver a las
cochiqueras.
—Manuel —digo, serio.
Él me observa sin ese aire de chunga con que parece tomárselo todo, aunque
ya no me engaña. Es listo y muy capaz. Sé que, si se toma esto en serio, llegará
lejos. Dentro de un tiempo, hablaré con Alejandro para que le proponga que
vuelva al instituto. Al chaval no va a hacerle ninguna gracia, porque significaría
compaginar trabajo con estudios, pero sin la formación adecuada le será
imposible ascender en Roseland.
—¿Y ahora qué?
—Tienes el puto mundo a tus pies. Cógelo. Moldéalo a tu antojo. Y haz con él
lo que te plazca.
Su nuez sube y baja varias veces antes de que asienta con timidez. Creo que lo
he acojonado de verdad.
—¿Vas a enseñarme?
—Claro, joder.
—Vale, ¿lo celebramos con unas birras?
—Sigues alucinando. Tenemos que trabajar toda la tarde. Si ya estás medio
atontado en condiciones normales, no quiero imaginarme con alcohol en las
venas.
—No tienes que recurrir a la imaginación. El fin de semana pasado…
—Cállate. Intento encarecidamente olvidar las noches en que me convences
para salir de juerga contigo.
—¿Por qué? ¡Si lo pasamos de maravilla!
—No, Manu, no. Tú lo pasas de maravilla. Yo, la verdad, no tengo ni idea de
por qué te acompaño, si me paso las horas viéndote hacer el gilipollas con las
chicas, salvándote de morir en peleas absurdas y llevándote a casa cuando no
puedes beber más.
—Lo cierto es que eres un muermo, tío. Si no eres tan mayor…
Me atraganto con la cucharada de sopa de marisco que acabo de meterme en la
boca.
—¿Disculpa? —me indigno.
—Se supone que eres el reclamo para las tías, por eso de que estás que crujes
y tal, pero las asustas a todas con tu actitud de no os acerquéis. Mi polla ya tiene
dueña, aunque haga tiempo que solo la tocan estas manitas.
Un nuevo acceso de tos me imposibilita cerrarle la bocaza de una buena
hostia. O mandarlo a la mierda, al menos.
El camarero se acerca a la mesa para saber si a la sopa le ocurre algo malo. Yo
le aseguro que está deliciosa, solo que un tanto caliente. Ojalá fuera tan fácil
librarse de mi ayudante.
—Eres tonto del culo. Y actualmente soy libre como un pajarillo, así que mi
polla tiene autonomía para meterse donde quiera.
—¿Y cuándo fue la última vez que la sacaste de paseo?
—Hace media hora, en el baño de caballeros. Me estaba meando —explico,
ante su cara de horror.
—Los dos sabemos que no me refiero a eso.
—Y yo tengo bastante claro que no somos tan amigos como para que te hable
de mi vida sexual.
—Inexistente vida sexual —puntualiza.
Que le doy…
—Calla. Y come. Tenemos que volver a la oficina.
—Venga, Al… La jefa está muy buena (para su edad) y me cae
cojonudamente, pero, si no es para ti, cierra esa puerta y abre otra. Que digo yo
que no vas a guardarle luto para siempre, ¿no? A este paso, se te va a caer a
cachos, joder.
Le doy una colleja y sacudo la cabeza. Este chico no tiene arreglo, al igual que
mi situación con la jefa.
Seamos sinceros: no tengo alma de viudo. Ni ganas de que se me caiga nada,
gracias.


Cuatro horas más tarde, por fin estoy solo en mi habitación del hotel. Lanzo el
maletín y la chaqueta sobre el sofá y voy directo al pequeño mueble bar, donde
me sirvo tres generosos dedos de whisky. Me siento con pesadez, y vacío la
mitad del contenido del vaso de un solo trago. Solo entonces me aflojo la corbata
y me descalzo.
Hace dos meses que dejé Madrid y empecé la gira por las joyerías. Ya he
visitado cinco, incluida la que empezamos a evaluar hace tres días en el centro
de La Coruña. Aunque no he tenido mucho tiempo para hacer turismo, lo poco
que he podido ver de la ciudad me tiene enamorado. Toda España es preciosa;
romántica y con mucha cultura. Me va a costar marcharme, la verdad.
«No solo por lo que te gusta el país».
Y volvemos al problema principal. Adriana. No importa cuánto corra, porque
su recuerdo me persigue allá donde voy. Y la echo tanto de menos que a veces
me encuentro con el teléfono en la mano y el dedo sobre su nombre, a punto de
llamarla, sin ser consciente de haber buscado su contacto.
Añoro su voz; su risa; sus ojazos. Hundir los dedos en su espesa melena, la
polla en su estrecha y ardiente humedad; besarla hasta marearnos; despertar a su
lado por las mañanas.
Extraño quererla, joder, porque incluso eso me he prohibido. Y guardar un
sentimiento tan grande y complejo en una caja de latón, junto a las fotos y los
otros recuerdos, es una de las cosas más dolorosas que me ha tocado hacer en la
vida.
Manu tiene razón. Me he convertido en el muermo que ella me acusaba de ser.
Pero la mera idea de volver al mercado sentimental me pone los pelos de punta.
Y la de follar por follar. Hace tiempo que dejé de ser ese hombre y no consigo
reconciliarme con él.
—¿Cuánto tiempo vas a llenarme el corazón, jodida canija de los cojones? —
pregunto, con rabia, a la silenciosa habitación.
Por supuesto, nadie responde, aunque en algún recóndito rincón de mi
torturada mente escucho una atrevida y burlona risa femenina, cuya intimidad
me duele hasta en el alma.


—Señor Reilly, hay una señorita fuera que requiere su atención.
—Aurora, yo no atiendo a las clientas.
—Si está buena, ya voy yo —se entromete Manuel, levantándose de su silla.
Lo fulmino con la mirada. Por suerte, con eso basta para que vuelva a
sentarse, aunque con mala cara.
—Esta es… especial. Necesito que se haga cargo —insiste la dependienta.
—¿Cuándo vas a tutearme?
—Ahora mismo, si me ayudas con esto.
—Está bien. Vamos —accedo, decidido a terminar cuanto antes con este tema.
Tenemos un montón de trabajo previsto para esta mañana.
En cuanto salgo a la tienda, el mundo se detiene. Todas las personas presentes
se esfuman, los sonidos enmudecen, incluso los colores pierden su intensidad
habitual. Tan solo permanecen el rojo de su pelo y las gloriosas curvas de un
cuerpo nacido para pecar.
Doy gracias porque esté de espaldas, ya que así dispongo de unos segundos
para observarla a placer y hacerme a la idea de que la mujer por la que suspiro se
halla a unos pocos pasos de mí.
Me acerco despacio y solo me detengo cuando, al inclinarme para susurrarle
en el oído, detecto el increíble olor de su piel.
—¿Puedo hacer algo por usted?
Se da la vuelta, y el aire se me queda atascado en los pulmones. Es tan
jodidamente guapa. Sus ojos brillan con picardía justo antes de que deje salir una
carcajada que suena a pura lujuria.
—Espero que muchas cosas, Copperfield, pero necesitaríamos un sitio más
privado si no queremos que nos denuncien por escándalo público.
¿Qué puedo decir? El corazón se me sube a la garganta y la polla amenaza con
reventarme la cremallera del pantalón. Joder, ¿se me está insinuando delante de
toda la puta tienda?
—Vamos a mi despacho.
Le cedo el paso, como el caballero que ha criado mi madre. Vale, y para
deleitarme con su culo.
—Piérdete.
Manu salta de la silla ante mi tono; a continuación se fija en la mujer que me
acompaña.
—¡Coño, Drina, por fin has entrado en razón!
—Chaval… —gruño, porque en este momento mi paciencia está bajo
mínimos.
—Algunas veces me cuesta aceptar ciertas cosas, pero soy una persona
inteligente y no voy a permitir que se me escape lo mejor que me ha pasado en la
vida.
Necesito una silla. Y un lingotazo. ¿Es muy pronto para ponerse a beber?, me
pregunto, histérico, mientras observo boquiabierto cómo estos dos se abrazan
igual que ositos amorosos.
«A quién coño le importa».
Mi ayudante, por una vez, decide ser prudente y concedernos intimidad. Lo
sujeto del brazo justo cuando va a cerrar la puerta.
—Consígueme algo fuerte —murmuro, sin quitarle la vista de encima a mi
inesperada visita.
—¿Te refieres a unos diamantes para la reina? —pregunta el muy desgraciado,
cabeceando hacia Adriana—. ¿O a algo estilo pala azotadora?
—Manu, que te estrangulo.
—Una botella de whisky, entonces. ¿Quieres vaso?
Le cierro en las narices y apoyo la espalda en la hoja. La visión que tengo
delante casi me provoca ceguera permanente, pero no retiro mis ojos de sus
curvas imposibles. Dios, me pican las manos de las ganas que tengo de
ponérselas encima.
—¿A qué debemos el placer de tu visita?
Avanza hacia mí con esos andares de diosa sobre la Tierra, empecinada en
conquistar a la humanidad. No sé si ponerme a rezar o tumbarla sobre la mesa y
follarla hasta dejarla afónica.
La mandíbula se me descuelga cuando se deja caer de rodillas al suelo, a tan
solo unos centímetros de mí. Madre de Dios, me va a dar una puta apoplejía.
—¿Qué haces? —grazno, con la boca tan seca que me parece estar comiendo
arena.
—He venido a pedirte perdón. Y si tengo que humillarme, arrastrarme y
suplicarte, lo haré.
—¿De qué hablas?
—Nunca me lo has dicho con palabras; sin embargo, he sentido tu cariño en
cada uno de tus actos; en tu forma de tratarme; en todas tus caricias. Creo que lo
más justo es que hoy sea yo la que desnude su alma y se exponga, ya que tú me
has dado tanto.
—Por favor, levántate. —Hago el amago de asirla por los antebrazos, pero
inclina el torso hacia atrás.
—Estoy bien así —asegura, bajando la mirada. Tengo el corazón tan acelerado
que no comprendo cómo no se escuchan los latidos por toda la estancia. Cuando
alza la cabeza otra vez, una expresión nueva despunta en sus ojos, una que me
sorprende y me fascina—. Te quiero.
El suelo se abre bajo mis pies y me siento caer por un agujero negro durante
interminables minutos. Las dos palabras con más significado del mundo,
pronunciadas por la persona más importante de mi vida. Un sueño hecho
realidad, ¿no?
¿Por qué, entonces, no me siento explotar de felicidad?
La puerta me golpea en la espalda y maldigo entre dientes.
—Jefe, ¿qué está pasando ahí dentro? No me digas que ya te la estás fo…
—Lárgate —ordeno. Vuelvo a cerrar de un empujón y echo el pestillo.
—No me jodas. Me he dejado el encanto y la mitad del sueldo en un
restaurante dos calles más abajo para conseguirte setecientos cincuenta mililitros
de valor escocés —se queja, al otro lado de la madera.
—Vete a la mierda, chico.
—Maldito guiri pomposo y desagradecido. Le metía la puñetera botella por el
culo y le quitaba la tontería en dos empujones… —Se va relatando, cabreado.
Tras un segundo de sorpresa, Adriana y yo rompemos a reír.
—Veo que no has conseguido domarlo.
—¿A tu querido delincuente? Estás de coña. —Tiro de sus brazos hacia arriba
—. Sea lo que sea lo que quieras decirme, puedes hacerlo de pie —aseguro.
—A mi manera era más…
—¿Dramático?
—Justo.
—No tienes ningún pecado que expiar, Adriana.
—Pues yo lo siento como una losa. Y necesito contártelo para que deje de
aplastarme.
La observo en silencio durante varios minutos. Una parte de mí quiere
escuchar lo que tiene que decirme. Lo necesito tanto que me resulta preocupante.
La otra parte preferiría seguir sin saber nada de ella. Reconozco que me acojona
la idea de que venga a darme otra patada en la boca del estómago.
Tomo asiento en el pequeño sofá y le hago un gesto para que ocupe el sitio
libre a mi lado.
—Adelante —ofrezco. Intento aparentar una normalidad muy lejos de mi
estado de ánimo actual.
—Eres un hombre maravilloso.
—A base de halagos no vas a…
Me detengo en cuanto advierto sus ojos encharcados. Drina no es de lágrima
fácil. Ella es fuego, pasión, naturalidad y franqueza. Y no le va nada lo de dorar
la píldora a nadie.
—Puede que ese haya sido el mayor inconveniente.
Frunzo el ceño.
—¿Que te haya tratado bien?
—Que hayas sabido lo que necesitaba en todo momento. Que me lo hayas
proporcionado sin pedir nada a cambio. Que me hayas comprendido mejor que
yo misma. Que me hayas impulsado hasta las estrellas. Que no me hayas
impedido equivocarme, aunque previeras que iba a estrellarme.
—No te sigo.
—Es que, cuanto mejor te portabas conmigo, más asfixiada me sentía. No
suena muy lógico, ¿verdad?
—Sé lo que quieres decir. Podía notar cómo te ibas alejando poco a poco de
mí.
—¿Lo ves? Siempre me has interpretado sin necesidad de explicarte mis
sentimientos. Eso me agobiaba porque me hacía ver lo bien que encajábamos
juntos.
—Lamento ser tan perfecto. Supongo que debí esforzarme por pasar de tus
sentimientos —ironizo, herido hasta la médula.
—No te pido que lo entiendas, sino que me perdones. Me obsesioné con
sabotear una relación que funcionaba de maravilla. Porque, tras mi desengaño
con Héctor, no quería estar con nadie.
—Y perder a tu padre resultó otro obstáculo que colocaste frente a mí.
Su gesto de dolor me conmueve; no obstante, pase lo que pase hoy, necesito
que dejemos las cosas claras.
—La muerte de papá estuvo a punto de acabar conmigo. Me hundí. Y tú fuiste
el mástil al que agarrarme para salir a flote. Pero no escapé ilesa de esa tormenta
—confiesa, con voz pesarosa—. Descubrí que querer conllevaba un precio
desorbitado, el de poder perder a las personas amadas. Y no estaba dispuesta a
pasar por ello nunca más. Así que opté por la salida fácil: distanciarme de ti.
—¿Y qué ha cambiado para que estés hoy aquí?
—Que me duele más no tenerte que la remota posibilidad de perderte —
admite, con valentía—. Sé que eres el hombre que ha venido para cambiarlo
todo. Ya lo has hecho. Mi mundo; la forma en que veo las cosas. A mí. Ahora
comprendo que lo que un día sentí por Héctor fue una burda imitación del amor
verdadero; ni la mitad de lo que puedo ofrecerte. Y me alegro de haber vivido
esos dos años y medio de mentiras y traiciones a su lado. Porque me han
conducido a ti. Y a lo que somos juntos.
Se escurre por el asiento y termina de rodillas frente a mí de nuevo. Sus dedos
se entrelazan con los míos mientras su mano derecha sube hasta mi pecho, justo
a la zona de mi corazón, que bombea con una fuerza y una rapidez asombrosas.
—¿Es demasiado tarde, Aldren?
Contemplo el verde jade de sus ojos rasgados en un estado cercano al shock.
Algo en esta escena no me llena. Es como si le estuviera sucediendo a otra
persona y yo fuera un mero espectador. Si es lo que llevo meses esperando, ¿por
qué me siento helado? Quizá es que siempre se lo pongo demasiado fácil.
Me levanto y abro la puerta. Adriana tarda en ponerse en pie y, cuando llega a
mi lado, se detiene. No la miro; en cambio, fijo la vista en la pared de enfrente,
rezando porque pille la indirecta. Al fin sale y yo cierro tras ella, asombrado de
mi reacción pero convencido de que es lo mejor para mí.
Dejar que salga de mi vida. No volver a verla más. Olvidarla para siempre.
—Me cago en mi puta vida. —Tiro del picaporte con tanta fuerza que estoy a
punto de arrancarlo—. No, joder.
Se frena en medio del pasillo y se gira con una lentitud exasperante. Gruesos
lagrimones ruedan por sus mejillas, y me maldigo por ser el culpable.
—Siempre entendí tus motivos para mantenerme a raya. De ahí que me
ofreciera para esta maldita gira; quería concederte tiempo para entrar en razón.
Pero eso no significa que no me sienta herido. Merecía un poco de confianza.
Que hubieras hablado conmigo. Que supieras que yo jamás te haría daño. Que
no me parezco en nada a ese malnacido. Merecía que te hubieras arriesgado.
Cualquier cosa, menos darme de lado.
—Lo he hecho todo mal. Si me aceptas de nuevo, te compensaré.
—El sexo no va a servirte esta vez, Adriana —advierto, a pesar de que me
muero por empotrarla contra la pared y hacerla chillar de placer.
—Lo de los orgasmos múltiples creo que funcionaría. Y, si no, por probar no
perdemos nada —suelta, tan pancha, con una sonrisa burlona—. Aunque yo me
refería más bien a que enamorarse es tomar los sueños de la otra persona y
convertirlos en propios. Y a que estoy dispuesta a apoyarte en los tuyos.
—¿Te refieres al chalet adosado, la pareja de labradores y los niños
correteando por el jardín trasero?
—Con el pedazo de casa que tienes, no me harás mudarme a uno de esos
cuchitriles en los que tendré que compartir hasta el tendedero con los vecinos.
Apenas me sale la voz para hablar:
—¿Intentas decirme que te vienes a vivir conmigo?
—En algún momento, sí.
—Mañana, Drina. En cuanto bajemos del avión, pasamos por tu loft a por lo
imprescindible.
—Pero ¿y el resto de la gira?
—Enviaremos a alguien de confianza.
—Vale. —Asiente con una sonrisa deslumbrante.
—Y, en dos semanas, me gustaría que me acompañaras a pasar las navidades
con mi familia. Sé que son las primeras sin tu padre y lo entenderé si no…
—Hablaré con Sandro y le pediré que preste más atención a mamá. Lo
comprenderá.
—¿Y si nos la llevamos con nosotros? Tengo entendido que congenió muy
bien con nuestros padres. Podrían venir también Almu y Alejandro, y lo
celebraríamos todos allí.
—Es una idea estupenda. Seguro que la chupipanda también se apunta unos
días.
Ahora soy yo el que tiene ganas de postrarse a sus pies.
—Gracias. Para mí es muy importante que te impliques en mi vida.
—Ahora es nuestra vida.
—Sí, lo es. Entonces… ¿nos ponemos con eso de la descendencia? Me
gustaría que en un par de años ya tuviéramos la parejita.
Varias puertas se abren de golpe ante el grito angustiado que brota de su
garganta. El personal vuelve a sus respectivos despachos ante mi gesto
tranquilizador (no muy convencidos, la verdad), o puede que se deba a mi
expresión. Es muy difícil parecer sieso y arrogante mientras intentas no partirte
de risa.
Familia numerosa

Aldren


N.º 305 Junio - Estilo y Seducción - «Con niños y a lo loco»
Sobrevive a la edad del NO
Queridos mamá y papá:
Entre los dos y los cuatro años (aproximadamente; ya hemos aclarado que los niños no son una ciencia
exacta), los peques viven una etapa de negación. Si bien cuesta creerlo, no intentan poneros las cosas más
difíciles ni que vayáis directos a un sanatorio mental, sino encontrar su propia identidad.
Vuestra actitud frente a esta nueva etapa será decisiva. Sobre todo, tranquilidad, aunque queráis
ahogarlos (las fantasías ayudan a sobrellevar el día a día, pero que no se enteren ellos). Tampoco debéis
concederles todo lo que piden ni, por supuesto, ignorarlos. E intentad mostraros coherentes (lo de porque
soy tu madre y lo digo yo no suena muy maduro, la verdad). Se trata de que obedezcan y vayan siendo
autónomos.
Como siempre, os dejo unos consejillos para evitar que os cortéis las venas durante otra quincena (¡me
ha salido un pareado!):

-Ni les gritéis ni discutáis con ellos. Intentad disuadirlos y proporcionadles tiempo para que reflexionen
o planteadles opciones para que decidan.
-Dadles órdenes claras y directas. En caso contrario, solo conseguiréis confundirlos y que no hagan
caso.
-Responded de forma adecuada a sus rabietas. No importa el ridículo que terminéis haciendo ni el
público al que os enfrentéis.
-Recurrid a los tratos. Saber que existe una recompensa después de una orden puede lograr que ceder
resulte menos amargo.

Y, a partir de aquí… ¡sálvese quien pueda!

Adriana Martos

—¿Hamburguesa o chuleta, cielo? —le pregunta Bren a Pau.
—Salchicha. Ya sabes cómo me gusta: grande y gorda.
—Tú, la única longaniza que vas a probar…
—Los niños… —le recuerdo al público en general, que anda bastante
desaforado.
—Están entretenidos matándose unos a otros.
A ver. Juegan a matarse con las pistolas de Nerf que les ha regalado Creig a
los mayores. Ahora somos familia numerosa. Tengo frente a mí a cuatro
monstruitos correteando por el jardín. Y hay otro en alguna parte. Dejad que os
ponga al día, que sé que os morís por saber quién es de quién.
Paula y Brenell tienen uno solo: Paul (como supondréis, el nombre estuvo
fuera de discusión para todo el mundo). La rubia jura que aquí se planta, pero,
entre nosotros, para mí que está preñada otra vez. Tiene esa expresión de
plenitud que se os pone a las embarazadas en cuanto un espermatozoide
avispado llega a meta, y la maldad le supura por los poros, como en el embarazo
anterior.
El abogado y su señora son los orgullosos padres de tres criaturas. Nerea va
camino de los cinco añazos (parece mentira, ¿verdad?) y es un encanto, o, lo que
es igual, un calco de su madre. Y luego están los gemelos, Luke y Jayden, de tres
años. A estos, yo los amordazaba y los ataba a una silla durante un par de horitas
al día. O, mejor, los mandaba a Los Ángeles con su abuela hasta que terminaran
la carrera. Son la mezcla perfecta entre su padre y el cabrón de Imhotep (el malo
de La momia, para todo el mundo). ¿Es necesario que añada algo más?
A veces, juntarnos todos puede ser una locura. Menos mal que la casa es
grande. Ah, la casa… La adquirimos entre todos hace cuatro años. La mejor
inversión que hemos hecho. Y eso que aún no sabíamos la que se nos venía
encima con tanto crío. Pero nos apetecía pasar juntos los pocos días de
vacaciones que conseguíamos racanear en nuestros absorbentes trabajos, sin
depender de horarios ni de terceras personas. Y se nos ocurrió mirar
apartamentos en Ibiza.
Que si «esto es demasiado pequeño».
Que si «yo quiero piscina».
Que si «qué hago con los perros tanto tiempo».
«¡Jopetas, qué casoplón más cuqui acabo de ver en Internet!».
De ahí a «ups, no lo alquilan, aunque lo venden por tropecientos millones.
¿No sería ideal comprarlo entre todos y disponer de un sitio de reunión para
siempre?», dos clics de ratón y un montón de asentimientos. Femeninos, claro.
Nosotros solo aportamos la firma en el cheque. Astronómico, por cierto. Pero
lo hicimos encantados. Por verlas felices y porque este sitio mola un montón.
Cada crío cuenta con su propia habitación. Y aún sobran.
—¿Dónde se ha metido tu mujer?
—Ha ido al baño —contesto, dando un sorbo a mi cerveza.
Sí, nos casamos seis meses después de que fuera a buscarme a La Coruña. Una
boda preciosa, por cierto, sin la pompa y el boato que todo el mundo esperaba.
Solo la familia y los amigos más íntimos, en Villa Nosotros, como la bautizamos
desde aquellas mágicas vacaciones. Uno de los días más felices de mi vida. Los
estoy coleccionando, ¿sabéis?
—Pues, a juzgar por lo que tarda, yo diría que se está ocupando de más de una
necesidad básica. ¿Cuánto hace que no folláis?
—¿Qué es folláis?
Los cinco adultos nos quedamos mirando a Nei con la mandíbula desencajada,
sin saber qué decir.
—Podáis, cariño —se apresura a responder su padre—. Esta semana les toca a
tus tíos encargarse del césped. Vete a sacarle un ojo a tu primo Paul con la
pistola; así aprenderá a ponerse las gafas que le he comprado.
—Vale, papi —acepta la pequeña, abrazándolo con adoración antes de salir
disparada en dirección al niño.
—Yo sí que voy a sacarte las gónadas, picapleitos cabrón…
—Ni te molestes, cielo —la frena Bren—. Ya tiene reconocido el grado
máximo de minusvalía. No podemos hacer más por Tina.
—Nuestra vida sexual es perfecta, pero gracias por preocuparte, Creig.
Me giro en cuanto oigo su voz. Y aquí está, mi preciosa Adriana. La mujer de
mi vida, embarazadísima de ocho meses y medio, con nuestra hija Isabel, de dos
añitos, sobre la cadera.
¿Alguien ha notado lo pintorescos que somos a la hora de poner nombres? Es
lo que tiene mezclar dos sangres. Nos hemos vuelto muy eclécticos.
Beso sus labios llenos y rojos y la descargo del peso de la pequeña Beth. Es
tan dulce y bonita. La niña de mis ojos. El concepto de amor adquirió un nuevo
significado cuando la sostuve contra mi pecho por primera vez. Ahora sé lo que
es la felicidad más absoluta, y para describirla solo necesito una palabra: familia.
Drina alza una ceja, en una muda pregunta que sigue en el aire.
—Ninguna queja, pelirroja.
¿De qué me voy a quejar? Llevamos años juntos, está a puntito de parir y, aun
así, el sexo es igual de explosivo que el primer día, solo que ahora me permite
hacerle el amor, que es lo que más me gusta del mundo. Un monumento, tendría
que hacerle.
Entrelazo nuestros dedos y la acompaño al sofá que hemos colocado cerca de
las tumbonas, pero a la sombra, para que pueda sentarse (y levantarse sin
necesidad de una grúa) con nosotros.
—¿Te apetece un zumo?
—Por favor. Hace un calor espantoso.
Voy a la nevera y lleno un vaso grande. Los chicos me miran socarrones desde
la barbacoa.
—¿Qué?
—¿Tú también quieres salchichita, cielo? —pregunta Creig, con guasa.
—Mi vida, todos sabemos que en esta relación el comealmohadas siempre has
sido tú. Así que si te apetece longaniza —me agarro el paquete de forma
obscena, ganándome unos cuantos silbidos de las chicas—, abre la boquita y es
toda tuya.
—No te calzo una hostia porque hay niños presentes —amenaza, sin mucha
contundencia.
—A ver si os mentalizáis, jolines. Me gustaría que no llamaran la atención en
el cole por hablar como camioneros. Sus profes han dejado caer alguna que otra
indirecta. La excusa de Manu ya no cuela, señores —rezonga Martina,
enfurruñada.
—Hablando del rey de Roma —digo, cuando mi móvil comienza a sonar.
Activo el manos libres—. ¿Qué te cuentas, director de operaciones?
—Que el jefazo y tú me habéis enmarronado con un montón de curro extra;
que la última piba a la que me he ligado folla como una puta diosa; que Madrid
está muerto en verano y os echo de menos, cabrones. Ah, y que quiero un jodido
aumento.
—¡Manuel! —grita, horrorizada, Tina.
—¡Martinita! —la remeda él, en plan Paula. La risa de esta se escucha por
encima de sus voces airadas.
—Sigues comportándote como un macarra —lo pico—. Da igual que ahora
los trajes los compres en Hugo Boss.
—Y tú no has dejado de ser un muermo.
—Voy a colgarte, chaval.
—¿No te cansas de usar ese apelativo? Hace años que tengo las pelotas llenas
de pelos.
—Anda, como mi hijo, y pronto cumple cuatro años —se burla Bren.
—Que os den, capullos. Me habéis dejado aquí solo y encima me tratáis a
hostia limpia.
—¿Nos echas de menos, cariñito? —Me burlo sin piedad.
—Más a vuestras mujeres. ¿Me las prestáis para una nochecita de desenfreno?
Prometo devolvéroslas aunque supliquen quedarse conmigo forever.
—Si al final pillas, cabrón.
—¿Y mi hermano? Hablas como si estuviera desaparecido —interviene Drina.
—Ah, pero ¿sigue trabajando aquí? Creía que se había jubilado.
—Es lo que tiene casarse y concebir un bebé, que las prioridades cambian.
Sobre todo, si tu mujercita tiene que deslumbrar al mundo desde las pasarelas de
Milán o Londres —tercia Paula.
—Y bien buena que está, a solo seis meses de haber parido —concuerda
Manu.
—Entonces, ¿te esperamos el fin de semana? —Martina obvia su comentario.
Le está peinando una trenza de raíz a Beth, que se deja hacer encantada mientras
se entretiene con su Barbie.
—¡Creí que no ibais a pedírmelo nunca!
—¿Y para qué mierdas ibas a llamar si no? —argumenta Creigton, entre risas
—. Seguro que tienes el bañador puesto desde el lunes.
—¿Qué día es hoy?
—Jueves.
—Hummm… Pues es posible que tengas razón.
Las carcajadas solapan los gritos de los niños. Adriana levanta la mirada de su
móvil.
—Tienes reservado un vuelo para mañana a las tres. Comprueba tu bandeja de
correo.
—¿En serio? Tía, eres cojonuda.
—Manu…
—Sí, ya… Señora Martos, te lo hacía en todas las posturas conocidas. Aunque
mejor cuando hayas parido, que ahora me da un poco de yuyu.
—Que te jodan —le espeto, antes de colgar.
—Qué personaje —murmura Tina, con una sonrisa en la boca. Le pone un
coletero rosa a mi hija y le da un beso en la cabeza—. Ya está, mi cielo.
La niña se pone en pie y se reúne con sus primos postizos. La sigo con la
mirada, tan embobado que tardo un rato en darme cuenta de que mi adorada
esposa tiene toda su atención puesta en mí.
—Sabes que esta paz está a punto de acabar, ¿verdad?
Se me escapa la risa.
—¿Qué paz? Vivimos en una montaña rusa desde que nació.
—Pues hazte una idea con otro más.
La beso, por supuesto, porque me lo está pidiendo a gritos.
—Lo estoy deseando.
Cuando nos separamos, mis ojos se cruzan con los de Bren, que brillan con
perversidad. Si ya se sabe: dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de
la misma condición. Le murmura algo a Creig y este se descojona.
—Voy a ver qué trajinan estos payasos. Y a ponerme con la barbacoa, que si
depende de ellos, hoy no comemos.
—Ay, sí, que me muero de hambre. Tráeme un salchicha grande y jugosa,
cielo. —Me giro como una peonza hacia ella—. Un perrito, Aldren, que todo te
lo tomas por el lado sexual. Pareces tú el embarazado; tienes las hormonas
disparadas.
—Es que dices unas cosas…
Estos dos gilipollas se tronchan a mi costa, pero el día es largo y sus esposas,
diabólicas. Veremos quién ríe el último.
Brenell me palmea la espalda.
—Hoy tienen fijación por las longanizas. Creo que va a sobrar toda la carne.
—Ya daremos nosotros cuenta de ella. A mí me está apeteciendo mucho
hincarle el diente a la de mi mujer… ¡Jayden, deja salir a flote a Luke, que se va
a ahogar! La madre que lo parió… —gruñe Creig, y sale disparado para salvarle
la vida a su hijo.
Nosotros contemplamos la escena tan tranquilos; ni siquiera parpadeamos
cuando lo vemos zambullirse en la piscina sin quitarse la camiseta para separar a
los gemelos. Termina castigándolos sin volver a probar el agua (con cloro, se
entiende) en lo que queda de día, sin helado después de comer y sin coche
cuando se saquen el carnet. Hala, crisis resuelta. Los pequeños salen de la
piscina con la cabeza gacha, apostaría que por quedarse sin helado de pistacho,
su preferido en todo el universo.
—¿Cuántas cervezas se ha tomado Paula? —pregunto.
—Dos —afirma Bren, un tanto desconcertado.
—Yo diría que ya van tres.
Lo miro a los ojos. Me encanta percatarme del momento exacto en el que la
extrañeza da lugar a la comprensión, y esta deja paso al asombro. También
disfruto sabiendo que seguimos siendo capaces de comunicarnos sin palabras. Y
poder reír el último, coño.
—¡Paul! No, tú no, tu madre. ¡Deja esa birra ahora mismo, joder!
—¿Te ha dado una insolación o qué? —cuestiona la rubia, con las cejas
alzadas. Por supuesto, da un buen trago a la jarra que tiene en la mano.
—¡Maldita sea, nena, no se te ocurra beber ni una gota de alcohol estando
embarazada!
—¿Pero qué cojones dices? —se indigna ella.
—¿Estás esperando un bebé? —Martina suena tan ilusionada que juraría que
veo un arcoíris lleno de purpurina a su alrededor.
—¿Otro? —tercia Creigton, alucinado—. ¿Por qué no montamos un colegio
con guardería? Si con nuestra prole ya casi tenemos cubiertas la mitad de las
plazas. Adriana podría encargarse del comedor. Apunta un menú diario más, que
me encanta la comida casera —le recalca a Drina, la cual resopla con hastío.
—¿Voy a tener un hermanito? ¿Me dejáis llamarlo Pocoyó? Si no me cae bien,
¿podemos devolverlo?
Y así, señoras, es como se forma un buen armagedón en una familia de locos.
Me acerco a mi mujer con una sonrisa pérfida. Ella está seria, pero cuando le
tiendo la mano para ayudarla a levantarse, noto cómo frunce los labios para no
sucumbir a la risa. Me interno en la casa y cierro la puerta.
—¿Qué has hecho? —me acusa, con voz falsamente airada.
—Te juro que yo no la he preñado.
Sus carcajadas son música para mis oídos, como siempre.
—Eso espero. Porque, sin trabajo y sin posibilidad de que Bren te ofrezca uno,
no sé cómo ibas a pagar tres manutenciones.
—Mi mayor problema no sería económico. Me moriría si no tuviera a mi
familia conmigo.
—Qué suerte que esté tan segura de ti —dice, a dos centímetros de mi boca.
Acepto la invitación y me apodero de sus labios entreabiertos. Sabe tan bien…
Y lo mejor son las promesas que encuentro enredadas en su lengua. Esperanza.
Futuro. Amor.
—Cada día te quiero más —susurro sobre sus labios húmedos.
—No sé qué haría sin ti —responde—. Eres el hombre más dulce, paciente y
cariñoso que he conocido.
—Y el más guapo y sexi. No lo olvides. Y el que mejor folla.
—Por supuesto —ironiza, aunque todas sabéis que se hace la dura, porque
estoy que crujo. Y soy el puto Copperfield—. Cariño, he roto aguas.
¡¿Quééé?! Echo un vistazo al suelo y trago con fuerza. El charco a nuestros
pies es inconfundible.
—Vale, respira hondo y no te preocupes por nada. Todo va a ir bien. Al fin y
al cabo, no es la primera vez que pasamos por esto.
—¿A quién se lo estás diciendo? —pregunta, con una sonrisa.
—A mí, claro. Tú lo tienes totalmente dominado.
Abro la puerta de par en par y respiro tan hondo que me mareo.
—¡A ver, dejad todos de discutir! ¡Leron es tan cabezota como su madre y se
ha empeñado en que hoy es el día en que va a venir al mundo!
Notas
[←1]
Citas rápidas.
[←2]
«Un rapidito». Un coito rápido.

También podría gustarte