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Giuseppe di Stefano
UNIVERSITÁ DI PISA
En estas razones estaban [don Quijote y Sancho], cuando los alcanzó un hombre
que detrás dellos por el mesmo camino venía sobre una muy hermosa yegua tor-
dilla, vestido un gabán de paño fino verde... (II-xvi, ed. F. Rico, Barcelona: Críti-
ca, 1998, pág. 751).
señal nada neutra, como debía saber mejor que nadie el Caballero del Verde
Gabán. En la figura que le precede don Diego no podía no percibir un posible
doble, la eventualidad inquietante de haber topado con un espejo que le devol-
viera una imagen de sí mismo insoportable por retratar extremos imprevisibles
de pérdida de control. En los largos silencios sucesivos de Don Diego está la
sorpresa común a tantos de los que se cruzan con don Quijote; pero late también
una desazón propia del Caballero del Verde Gabán: es la desazón de quien se ha
concedido su evasión en el grado mínimo de algún adorno rebuscado y del color
verde desbordante, y que ahora ve a su lado a quien, revistiéndose de hierros
anacrónicos, la evasión parece habérsela tomado en el grado máximo. No es el
contacto entre las cabalgaduras el que don Diego quiere evitar, sino más bien el
encuentro de dos individuos que aparentan padecer una misma dolencia, aunque
distintamente expresada. Hermanos en el narcisismo patológico, divergen en el
tipo y grado de las perturbaciones inherentes, arrastrado el apocado Verde por
micromanías y llevado el caballero andante por una inimaginable macromanía.
Más que el posible desasosiego de Rocinante, es el suyo propio el que lleva a
don Diego a picar a la yegua e intentar pasarse de largo.
Porque también el Caballero del Verde Gabán tiene su fondo de repulsión
hacia el de la Triste Figura, repulsión generada y alimentada por tal afinidad ín-
tima más que por la vistosa divergencia de ideales y estilos de vida. Al contra-
rio, será esta divergencia la que inspirará en don Quijote su recelo y adversión
de fondo hacia don Diego, la que el narrador pone en juego más abiertamente, la
que se suele comentar con más frecuencia como solidaria de la linea temática
central de la novela y al mismo tiempo construida con complejidad y resonan-
cias mayores aquí que en los demás enfrentamientos. Agreguemos que de su
parte don Quijote, poseído integralmente por su locura, es impermeable a cual-
quier turbación inspirada solamente por patologías ajenas.
Uno frente a otro, la mirada de don Diego es la primera que el narrador re-
gistra. Ella va dirigida ahora a lo visible del cuerpo de don Quijote, el rostro, y a
la «apostura» en su conjunto, superada ya la sorpresa de las armas; éstas se
vuelven a nombrar más adelante, pero de paso entre numerosas referencias más
a rostro, cuerpo, compostura, etc., tales que proyectan a don Quijote fuera del
tiempo y del espacio familiares a la experiencia de don Diego: «no visto por
luengos tiempos atrás en aquella tierra». A ese «luengos tiempos atrás», que in-
tenta racionalizar lo anómalo entregándolo a épocas remotas, dará respuesta sin
saberlo don Quijote cuando proclame su propia figura extraordinaria sí pero por
ser «tan nueva», reproposición original de un modelo pretérito.
La sorpresa de don Quijote es mayor que la de don Diego, por no haberse re-
partido en dos momentos como la del Verde. La manera en que el narrador re-
fiere las impresiones de nuestro andante caballero tiene una estructura como de
quiasmo: en efecto, la notación relativa al cuerpo y la referida al traje quedan
encerradas entre dos apreciaciones generales:
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Los tres verbos del exordio marcan el abandono, lo que don Quijote ha dejado
atrás: la patria de la que ha salido, la hacienda que ha enajenado y el regalo al
que ha renunciado; el cuarto verbo exalta una entrega a la fortuna y al caso, re-
gida por la finalidad enunciada con quise . La vida del pasado queda separada
así de la misión del presente y del futuro. La práctica de tal misión se describe
con los demás verbos, todos en la forma de gerundios que amplifican su sonori-
dad y parecen prolongar el eco de una actuación donde los fracasos -el crescen-
do de «tropezando», «cayendo», «despeñándome» que da la intensidad del em-
peño físico y psíquico- no son menos gratos («he cumplido») que los triunfos
logrados «socorriendo», «amparando», «favoreciendo». Tantos gerundios per-
filan una agitación física unida a una firmeza íntima que se entusiasma al pagar
el tributo inevitable de la inestabilidad externa.
Sumamente estables son los días y las obras de don Diego de Miranda, que
se relatan según la misma pauta de la relación de don Quijote: la patria -«soy un
hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy»-; la hacienda —«soy más
que medianamente rico»-; el regalo -«paso la vida...» en la manera que todos
recordamos, entre mujer, hijos, amigos, caza y pesca, convites. Así como el ca-
ballero andante puede afirmar: «he cumplido gran parte de mi deseo», igual-
A ESPALDAS DE DON QUIJOTE 403
se arrincone y proteja aquella otra criatura -el don Diego- por la que don Qui-
jote se ha visto alcanzar en el camino y que en tiempos de Alonso Quijano había
sido el incómodo fantasma de un deber ser por fin dejado a las espaldas.
Un torbellino de símbolos y humores profundos, que la crítica ha investigado
con agudeza y ciencia, se agita bajo la superficie serenamente jocosa y ambi-
guamente inquieta de estos capítulos de la novela, como de otros. Sería inade-
cuado afirmar que los dos leones han aparecido para hacer juego con el perdi-
gón y el hurón. Pero ¿qué duda hay que ese juego lo hacen y que se extiende a
los dos hidalgos? Cosa, esta última, menos lúdica, porque don Quijote a través
de los leones desafía a quien había sido fantasma de una vida indeseada para
Alonso Quijano y que ahora es invitado a secas a ampararse también con su ter-
cer animal antiheroico: «pique la tordilla y póngase en salvo» (I-XVH, pág. 764),
ese mismo picar con que don Diego había esperado pasar de largo y que debió
de sorprender en su momento a don Quijote. Ahora el del Verde Gabán «deje a
cada uno hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí o no estos seño-
res leones», concluye tajante don Quijote.
Tajante como cuando, camino del que será su lecho de muerte, rebatirá con
un «yo sé bien lo que me cumple» al ama que le exhorta: «estése en su casa,
atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca a los pobres...» (II-LXXIII,
pág. 1215). Casa, hacienda, confesión, pobres: como enseres esenciales, acom-
pañan los días y la vida de don Diego de Miranda. A don Quijote se los había
predicado, con ruda dureza, el eclesiástico en la casa de los Duques: «volveos a
vuestra casa y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda....»
(1I-XXXI, pág. 888); se los había gritado en una calle de Barcelona el castellano:
«Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu mujer y tus hi-
jos...» (II-LXII, pág. 1136). No debe elogiarlos ni predicarlos ni gritarlos el Ca-
ballero del Verde Gabán, porque el de los largos silencios sale a la escena pro-
piamente para sustentar un ejemplo, elocuente de por sí, de vida y días
centrados y encerrados en esos quehaceres y virtudes, un horizonte que tiene
como heraldos más bien mediocres una ama de llaves, un eclesiástico de «ánimo
estrecho», según le define el narrador, y un anónimo castellano, en compañía
del obvio Sancho (I-XVIII) y del Sansón Carrasco en hábito de Caballero de la
Blanca Luna (II-LXIV). Es un horizonte de virtudes falaces, para don Quijote,
donde se anidan vicios efectivos: «la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo»,
como le dice a don Lorenzo y teme que se alberguen en la casa de don Diego de
Miranda, donde transcurre cuatro días «regaladísimo», pasando «horas a ocio y
regalo» en detrimento de su profesión caballeresca (II-xvni).
«El buen paso, el regalo y el reposo»: cosas típicas de aquellos caballeros de
paredes adentro que don Quijote evoca por vez primera como «blandos cortesa-
nos» -tal como los describirá a don Diego en idéntico contexto- cuando da ra-
zón de su armadura y profesión al caballero Vivaldo (I. 13), ese precursor de los
humores de los Duques y de don Antonio Moreno y cuya invitación a Sevilla,
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de ser aceptada por don Quijote, habría adelantado con mucho la experiencia y
la exhibición ciudadanas de nuestro andante caballero.
Este temprano encuentro en el camino tiene otro punto de conexión con el
del Caballero Verde, allí donde don Quijote se quedará admirado por el «mara-
villoso silencio» que reina en la casa de don Diego de Miranda y lo comparará
con el típico de un «monasterio de cartujos». No creo que el narrador delate ese
símil en la reflexión de don Quijote para que el lector perciba solamente un
realce de la calidad del silencio o todo lo más el asomo de una íntima vocación
monástica. Cuando Vivaldo comenta la profesión caballeresca, que don Quijote
le acaba de exponer, como «una de las más estrechas», usa como término de
comparación -inferior por cierto- «la de los frailes cartujos», con clara ironía.
No la percibe don Quijote, quien glosa que los caballeros andantes «tienen sin
duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a
Dios...» (I-Xlll, pág. 139). Al evocar el silencio de las cartujas en la casa de don
Diego, don Quijote -sospecho- no se ahorra una pulla indirecta más sobre lo
anticaballeresco y antiheroico del universo del Caballero del Verde Gabán, si-
lencioso caballero cartujo en una casa-cartuja; sin que esto excluya el goce mo-
mentáneo de esa quietud, como el del regalo y del reposo.
Al contrario de los silencios humanos, los «silencios del ambiente» que sean
significativos son muy raros en la novela, nos informa su reseñador e intérprete,
Alan Trueblood. De los tres que puede citar, dos se acompañan a una «deforma-
ción paródica» el primero -en la venta, la noche de Maritornes en amores- y a
una «presentación jocoseria» el segundo -el Toboso by night. No excluiría que
una pizca de parodia y una tentación jocoseria se hayan insinuado -con los car-
tujos- también en el tercero, el de la casa de don Diego, aunque Trueblood per-
ciba en él «tono muy diverso» respecto a los otros dos.
Y quiero citar ahora una consideración general de este crítico tan fino, a pro-
pósito de la conversación en la novela: «Cervantes parece darse cuenta de que la
verbalización alivia la tensión interna y contribuye a conservar el equilibrio psi-
cológico». Evidentemente, al callado Caballero del Verde Gabán no le pareció
posible encontrar ese alivio con el Caballero de la Triste Figura y de los Leo-
nes; y tenía sus razones, o más bien su moderado pero suficiente número de
sinrazones.
Facundo había sido, al contrario, el protagonista de otro encuentro que en
ciertos puntos y tonos se hermana con el de don Diego de Miranda. Se trata de
aquel canónigo de Toledo, buen letrado, que -«movido de compasión»- intenta
convencer a don Quijote de lo absurdo y perjudicial que es el leer libros de ca-
ballerías y creer en ellos. En su lugar, el canónigo propone lecturas de las que
«deleitan y enseñan» (I. 49), o sea las que podríamos definir de «honesto entre-
tenimiento» con palabras del Caballero del Verde Gabán. Y como el Caballero
Verde sentenciará en su momento sobre valentía y temeridad, así ahora el canó-
nigo exalta los buenos libros de historias verdaderas para la formación de un
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