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Conferencia plenaria

A ESPALDAS DE DON QUIJOTE

Giuseppe di Stefano
UNIVERSITÁ DI PISA

En estas razones estaban [don Quijote y Sancho], cuando los alcanzó un hombre
que detrás dellos por el mesmo camino venía sobre una muy hermosa yegua tor-
dilla, vestido un gabán de paño fino verde... (II-xvi, ed. F. Rico, Barcelona: Críti-
ca, 1998, pág. 751).

En los horizontes quijotescos asoma el Caballero del Verde Gabán; mejor


dicho, asoma a la vista del lector, porque a la de don Quijote se ofrece en un se-
gundo momento, cuando le alcanza en el camino y pasa adelante. Al contrario
de lo que suele ocurrir en los encuentros de nuestro caballero andante, en esta
ocasión el nuevo personaje no llega de frente sino que «detrás dellos...venía».
Entre los múltiples casos en toda la novela, solamente otros dos tienen la misma
particularidad. En la Parte Primera leemos que «volvió el cura el rostro y vio
que a sus espaldas venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y
aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados»: aparece así el Canónigo de
Toledo (I-XLVII, pág. 543). En la Segunda Parte a don Quijote, que de noche
está dormitando al pie de una encina, «le despertó un ruido que sintió a sus es-
paldas» (II-XH, pág. 722): es el Caballero del Bosque o de los Espejos, o sea el
bachiller Sansón Carrasco disfrazado. Podríamos agregar un caso más: el del
castellano que en una calle de Barcelona impreca contra don Quijote después de
haber leído «el rétulo de las espaldas», aquel pergamino de identificación que a
nuestro caballero andante burlescamente le habían colgado «sin que lo viese»
(II-LXII, pág. 1136): hay que suponer que a don Quijote la primera percepción
de la voz y de la persona del castellano le llegue por detrás.
Creo que tal colocación inicial en el espacio, respecto a don Quijote, puede
no ser casual si atendemos a rasgos significativos comunes que unen perfiles y
relaciones de los cuatro personajes respecto al protagonista.
Volvamos al Caballero del Verde Gabán, a figura tan escudriñada por los
exégetas que muy difícilmente puede ser tratada evitando repetir algo ya dicho.
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398 GIUSEPPE DI STEFANO

Si me atrevo a comentar algunos puntos de su episodio, y de otros desde luego,


es porque mi lectura prefiere centrarse más bien en cierta red de relaciones que
tales puntos establecen con lugares análogos de la novela. Quisiera también
abogar así por una atención más acentuada hacia la semántica interna de inven-
ción y construcción de la novela. Es ésta la llave esencial y preliminar para ac-
ceder a la identidad de sus signos, antes de leerlos a la luz del perfil que puedan
tener fuera del texto, en el contexto socio-cultural de la época de Cervantes.
Doy un ejemplo. El modelo de vida que don Diego de Miranda parece en-
carnar tiene sin duda de por sí raíces y significados complejos y serios. Sin em-
bargo, la representación que de tal modelo se da en la novela según la figura y
las circunstancias del Caballero del Verde Gabán aparece bastante menos seria y
nace esencialmente en relación de afinidades y oposiciones con figura y cir-
cunstancia del protagonista don Quijote: la crítica más advertida va poniéndolo
de relieve. Este es un ejemplo y vale como premisa a mi lectura.
En sí, el color verde de los indumentos de don Diego de Miranda no le sor-
prendió a don Quijote, no les sorprendía a los antiguos lectores de la novela, ya
no sorprende a los lectores modernos después de tantos y tan eruditos estudios
que sobre el tema se han escrito. Lo que el autor quiso que sí sorprendiera a don
Quijote y a los lectores de antaño, y siguiera sorprendiendo a los de hogaño, es
la extensión de la superficie cubierta por el color verde, es el tipo de indumento
y arreo que no se sustrae a ese color: es el límite que lo verde sobrepasa hasta
dar en lo inusitado y enderezar el conjunto de atuendos y figura hacia la excen-
tricidad.
Que el gabán sea verde puede ser normal para un indumento de caza o de
viaje, ni extraña que verde sea también el «aderezo de la yegua» para hacer jue-
go; empieza ya a despertar curiosidad el verde del «ancho tahalí» y más el de los
borceguíes; pero anómalo del todo resulta el verde de las espuelas: de este deta-
lle nos viene un estímulo a mirar el conjunto bajo luz distinta, con él se trans-
forma en connotativo un rasgo que al comienzo parecía presentarse como deno-
tativo. Es evidente que el conjunto delata por lo menos una «preocupación
caprichosa por un tema o cosa determinada»: es la definición de «manía» que
nos da el Diccionario de la Real Academia. El Caballero Verde, evidentemente,
padece una manía que en esos arreos inundados de ese color encuentra una vía
de satisfacción; o, guiñando el ojo a cierto saber clínico, la vestimenta de don
Diego de Miranda aparenta ser compensatoria de una neurosis. Reveladoras
quieren ser propiamente las espuelas, invadidas ellas también por el color verde
y que merecen por esto más de dos renglones del narrador; un narrador que co-
mo nadie cultiva y exhibe el arte nunca casual de abundar o ser tacaño en los
detalles: a ninguna otra parte del atuendo se dedica tanto espacio. Conforme va
bajando el ojo del observador por el cuerpo de don Diego sin que el verde cese,
va subiendo la sospecha de una anomalía, hasta llegar a esas espuelas frente a
las cuales don Quijote bien habría podido exclamar: «¡Ta, ta!.... Dado ha señal
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de quién es nuestro buen caballero....» (II-xvn, pág. 762), tomando en préstamo


y adelantando la que será reflexión de don Diego al ver a don Quijote pretender
el desafío con los leones. A cada cual su escape.
La mediocritas que aspire a ser virtud, y más si quiere complacerse de áurea,
impone una notable inversión de energía psíquica en un esfuerzo poderoso de
autocontrol. Baste leer este segmento del más que comentado autorretrato de
don Diego:

no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón


atrevido... los [libros] de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis
puertas... son mis convites limpios y aseados y no nada escasos; ni gusto de
murmurar ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas aje-
nas ni soy lince de los hechos de los otros... reparto de mis bienes con los pobres,
sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipo-
cresía y vanagloria...»; y más adelante: «tengo un hijo, que, a no tenerle, quizá me
juzgara por más dichoso de lo que soy; y no porque él sea malo, sino porque no
es tan bueno como yo quisiera... (II-XVI, págs. 754-55).

Es un discurso que procede cautelosamente por giros de exclusiones, nega-


ciones, limitaciones, con el predominio de las partículas apropiadas; es una
construcción que traduce lingüísticamente un equilibrio en cuya labor de edifi-
cación y protección parece cifrar don Diego un goce íntimo... y maniático. Sin
embargo, la positividad de la conducta que perfila es identificada por vía indi-
recta, como reverso implícito de lo que se rechaza y reprime, como un logro
conseguido a través de las renuncias; y a través de éstas presentado, cosa bien
significativa de cómo en don Diego campea el esfuerzo psíquico de la negación.
Conducta tan moderada contrasta con lo inmoderado de los indumentos y su
color. Pero en tal contraste hallamos la razón íntima de esa falta de límite en los
adornos exteriores: ese exceso en lo externo compensa gratamente la tensión in-
vertida para generar y controlar con múltiples frenos el adorno interior; la tupida
serie de no se compensa con el prolongado sí al verde.
¿Por qué, al alcanzar a don Quijote y a Sancho y al saludarlos con cortesía,
don Diego «picando a la yegua, se pasaba de largo»? ¿Es suficiente la justifica-
ción ofrecida a don Quijote, quien le invita a proceder juntos, que teme se albo-
rote Rocinante por la proximidad de su yegua? El alborotarse, sea de quien sea,
es un estado que sin duda repugna a don Diego; pero es igualmente indudable
que la sociabilidad que después declara caracterizarle contrasta en cierto modo
con ese picar a la yegua y pasarse de largo, que percibimos como una actitud
más bien huraña y un movimiento más nervioso y preocupado que prudente.
Antes de alcanzarle, don Diego ha podido observar a don Quijote de espal-
das y debe haber notado la armadura que vestía y la lanza que llevaba en la ma-
no; o sea, lo suficiente para darse cuenta de que iba a adelantar a un personaje
por lo menos extravagante según parecían delatar de momento los arreos, una
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señal nada neutra, como debía saber mejor que nadie el Caballero del Verde
Gabán. En la figura que le precede don Diego no podía no percibir un posible
doble, la eventualidad inquietante de haber topado con un espejo que le devol-
viera una imagen de sí mismo insoportable por retratar extremos imprevisibles
de pérdida de control. En los largos silencios sucesivos de Don Diego está la
sorpresa común a tantos de los que se cruzan con don Quijote; pero late también
una desazón propia del Caballero del Verde Gabán: es la desazón de quien se ha
concedido su evasión en el grado mínimo de algún adorno rebuscado y del color
verde desbordante, y que ahora ve a su lado a quien, revistiéndose de hierros
anacrónicos, la evasión parece habérsela tomado en el grado máximo. No es el
contacto entre las cabalgaduras el que don Diego quiere evitar, sino más bien el
encuentro de dos individuos que aparentan padecer una misma dolencia, aunque
distintamente expresada. Hermanos en el narcisismo patológico, divergen en el
tipo y grado de las perturbaciones inherentes, arrastrado el apocado Verde por
micromanías y llevado el caballero andante por una inimaginable macromanía.
Más que el posible desasosiego de Rocinante, es el suyo propio el que lleva a
don Diego a picar a la yegua e intentar pasarse de largo.
Porque también el Caballero del Verde Gabán tiene su fondo de repulsión
hacia el de la Triste Figura, repulsión generada y alimentada por tal afinidad ín-
tima más que por la vistosa divergencia de ideales y estilos de vida. Al contra-
rio, será esta divergencia la que inspirará en don Quijote su recelo y adversión
de fondo hacia don Diego, la que el narrador pone en juego más abiertamente, la
que se suele comentar con más frecuencia como solidaria de la linea temática
central de la novela y al mismo tiempo construida con complejidad y resonan-
cias mayores aquí que en los demás enfrentamientos. Agreguemos que de su
parte don Quijote, poseído integralmente por su locura, es impermeable a cual-
quier turbación inspirada solamente por patologías ajenas.
Uno frente a otro, la mirada de don Diego es la primera que el narrador re-
gistra. Ella va dirigida ahora a lo visible del cuerpo de don Quijote, el rostro, y a
la «apostura» en su conjunto, superada ya la sorpresa de las armas; éstas se
vuelven a nombrar más adelante, pero de paso entre numerosas referencias más
a rostro, cuerpo, compostura, etc., tales que proyectan a don Quijote fuera del
tiempo y del espacio familiares a la experiencia de don Diego: «no visto por
luengos tiempos atrás en aquella tierra». A ese «luengos tiempos atrás», que in-
tenta racionalizar lo anómalo entregándolo a épocas remotas, dará respuesta sin
saberlo don Quijote cuando proclame su propia figura extraordinaria sí pero por
ser «tan nueva», reproposición original de un modelo pretérito.
La sorpresa de don Quijote es mayor que la de don Diego, por no haberse re-
partido en dos momentos como la del Verde. La manera en que el narrador re-
fiere las impresiones de nuestro andante caballero tiene una estructura como de
quiasmo: en efecto, la notación relativa al cuerpo y la referida al traje quedan
encerradas entre dos apreciaciones generales:
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...miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole hombre de chapa. I I La


edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileno; la
vista, entre alegre y grave; finalmente, en el traje y apostura / / daba a entender
ser hombre de buenas prendas.
La evaluación quiere ser de superficie, fundada en la apariencia, como nos
avisan el pareciéndole del comienzo y el daba a entender del final. Al mismo
tiempo el narrador insinúa la duda sobre las cualidades del caminante cuando
corroe la seriedad del «buenas prendas» conclusivo al colocarlo inmediatamente
después de la referencia al traje, a ese traje; y demasiado fácil es incluir en la
evidente ironía aquel «hombre de chapa» del exordio, medalla de doble cara,
como alguien ha observado: buen seso y gallardía por un lado, cobertura y brillo
exterior por el otro, lo auténtico y lo ficticio. No se puede decir que este término
goce de particular prestigio en la novela: lo encontramos dos veces más y sola-
mente en boca de Sancho, cuando define «moza de chapa» a Dulcinea (I-XXV,
pág. 283) y «chapada moza» a Quiteña (II-XXI, pág. 802).
Tal ironía es por entero del narrador, porque si «chapa» y «prendas» remiten
a algo que reviste un cuerpo, nadie mejor que don Quijote —hombre eminente-
mente chapado- puede tomar en serio a un individuo que se exhibe él también
muy chapado, aunque a su manera. La percepción de la afinidad entre los dos
pasa propiamente por esta vía, además de quedar apuntada en aquellos rasgos de
la edad, de la cara, del rostro que a varios lectores recuerdan también el famoso
autorretrato de Cervantes. En este caso la ironía del narrador para con los dos
cincuentones tomaría el cariz de autoironía del escritor, sería la sonrisa de un
sexagenario medio frustrado que ridiculiza al don Diego que acaso no pudo ser
y machaca al don Quijote que acaso en algún momento creyó haber sido.
Don Quijote, de su parte, va al meollo cuando se adelanta a la esperada pre-
gunta de don Diego y da cuenta de su aspecto exterior como distinguiendo entre
su propia persona y la figura o modelo prestigioso que ha revestido, legado por
una tradición que en él confía para volver a nueva vida: «Esta figura que vuesa
merced en mí ha visto... tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se
usan...».
Ya en los días remotos de sus primeras andanzas don Quijote se había cruza-
do en el camino con otro caballero tan maravillado como el del Verde Gabán
pero menos silencioso, que pronto le había preguntado «qué era la ocasión que
le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica» (I-XIII, pág.
136). Más de una analogía vincula aquel encuentro al actual, y la misma curio-
sidad por el atuendo había tenido respuesta parecida, que distinguía entre la mi-
sión con sus altos deberes y el yo individual que se enorgullecía ejerciéndolos:
«La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra mane-
ra.» La «otra manera» es la de este Vivaldo, es la de don Diego, es la de los
«caballeros cortesanos» que se evocan en una y otra ocasión no casualmente; y
don Quijote habría podido extraer de su bien equipado acervo romanceril, en
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ambas ocasiones aprovechado, aquellas palabras tan pertinentes que lanzaba


Fernán González en contra del rey Sancho Ordóñez:
vos venís en gruessa muía, yo en ligero cavallo;
vos traéis sayo de seda, yo traigo un arnés trancado;
vos traéis un alfanje de oro, yo traigo langa en mi mano

vos con la gorra de fiesta, yo con un casco afinado...


Son versos y fórmulas que quizá el narrador avivó en su propia memoria al
adelantar en el juego simbólico de vestidos y equipamiento el contraste entre
don Quijote y don Diego (éste también con un «alfanje morisco» frente a la lan-
za del otro), cifrando en los atuendos la frivolidad pacífica y relajada por un la-
do y la austera tensión marcial por el otro.
¿Y qué hay más austero que el programa de vida de don Quijote, y más ta-
jante que las cortas frases que lo exponen, repletas de verbos afirmativos y de
acción, tantos cuantas son las partículas negativas en el discurso sinuoso de don
Diego que cité antes?

Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo y entregúeme en los bra-


zos de la fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise resucitar la ya
muerta andante caballería, y ha muchos días que tropezando aquí, cayendo allí,
despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo,
socorriendo viudas, amparando doncellas, y favoreciendo casadas, huérfanos y
pupilos...

Los tres verbos del exordio marcan el abandono, lo que don Quijote ha dejado
atrás: la patria de la que ha salido, la hacienda que ha enajenado y el regalo al
que ha renunciado; el cuarto verbo exalta una entrega a la fortuna y al caso, re-
gida por la finalidad enunciada con quise . La vida del pasado queda separada
así de la misión del presente y del futuro. La práctica de tal misión se describe
con los demás verbos, todos en la forma de gerundios que amplifican su sonori-
dad y parecen prolongar el eco de una actuación donde los fracasos -el crescen-
do de «tropezando», «cayendo», «despeñándome» que da la intensidad del em-
peño físico y psíquico- no son menos gratos («he cumplido») que los triunfos
logrados «socorriendo», «amparando», «favoreciendo». Tantos gerundios per-
filan una agitación física unida a una firmeza íntima que se entusiasma al pagar
el tributo inevitable de la inestabilidad externa.
Sumamente estables son los días y las obras de don Diego de Miranda, que
se relatan según la misma pauta de la relación de don Quijote: la patria -«soy un
hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy»-; la hacienda —«soy más
que medianamente rico»-; el regalo -«paso la vida...» en la manera que todos
recordamos, entre mujer, hijos, amigos, caza y pesca, convites. Así como el ca-
ballero andante puede afirmar: «he cumplido gran parte de mi deseo», igual-
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mente el Caballero del Verde Gabán se considera «dichoso», aunque el hijo


poeta merme esa dicha. Y si de libros habla don Quijote, y en particular del que
cuenta sus propias empresas, difundido ya en treinta mil ejemplares y que «lleva
camino de imprimirse treinta mil veces de millares», a libros se refiere también
don Diego, pero con números conformes a las medidas de su mundo: «hasta seis
docenas» declara poseer, y ese «hasta» parece decir que setenta y dos volúme-
nes no son pocos y acaso rocen o incluso sobrepasen los justos límites de la de-
corosa biblioteca de un comedido hidalgo de aldea. La consistencia numérica de
tal biblioteca no hay que contrastarla tanto con la de la biblioteca de don Quijo-
te: ella es más bien un signo ulterior en el juego del momento entre la grandio-
sidad quijotesca, que aquí agiganta el número de ejemplares del libro con su
propia historia, y la realidad limitada del Caballero Verde.
El cual es tan comedido que, después de haberle don Quijote informado de
sí, «según se tardaba en responderle, parecía que no acertaba a hacerlo, pero de
allí a buen espacio le dijo...». Es evidente que de buena gana y una vez más, pe-
ro ahora metafóricamente, don Diego se pasaría de largo. Sus buenos modales
una vez más se lo impiden y hasta le llevan, para justificar su silencio, a delatar
su crecida maravilla porque —y la cortesía parece tocar su ápice— la existencia
concreta de don Quijote como caballero andante ejemplar, y protagonista de un
libro, desmiente su creencia en la falsedad de tales personajes y permite sustituir
a las fábulas inmorales un relato de caballerías auténticas y virtuosas.
Pero la de don Diego parece que no es sólo cortesía y diplomacia, si quere-
mos tomar al pie de la letra la información que nos da el narrador. En efecto nos
dice, pocos renglones después, que «Desta última razón de don Quijote tomó
barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato, y
aguardaba que con otras lo confirmase». La «última razón» a la que se alude es
la afirmación de don Quijote de ser verdaderas las historias de caballerías, en un
corto intercambio con el perplejo don Diego que produce en don Quijote un
germen de tensión cuyos frutos se verán más adelante y que por ahora se contie-
ne en los resentidos «hay mucho que decir» y «quédese esto aquí». Ahora bien,
el narrador nos avisa que los primeros barruntos de la insania de su interlocutor
le sobrevinieron a don Diego sólo después de esa última afirmación; y que ade-
más su escrúpulo le invitaba a esperar otras pruebas. Antes de esas pruebas ven-
drá el discurso de don Quijote sobre la poesía, suficiente para que don Diego
pierda «la opinión que con él tenía de ser mentecato».
No nos sorprendamos. La coherencia del narrador es impecable, porque es
impecable la coherencia de don Diego. ¿Cómo podía el Caballero excéntrica-
mente revestido de verde dar por loco a un caballero tan sólo porque iba excén-
tricamente revestido de hierro? Tomar conciencia de la locura del otro por el
hábito era identificarla en sí mismo. Por esa razón nuestro Caballero del Verde
Gabán prefería pasar de largo; más adelante, la misma inquietud le lleva, des-
pués de un silencio incómodo, casi a agradecerle a don Quijote la revelación de
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la existencia de caballeros andantes. Evitando reconocer en ambos momentos la


locura de don Quijote, así como delegando después en su hijo la averiguación,
don Diego rehuye de mirarse a sí mismo, de admitir en sí señales si no de locura
sí de cierta maniática desviación. Excluyendo como síntoma el hábito de don
Quijote, aunque no pueda evitar intuirle como tal, el Caballero del Verde Gabán
ampara a su propia persona contra un juicio sugerido por el aspecto exterior; as-
pecto que en don Quijote, además, ha tomado un cariz más inquietante todavía:
no libera en forma inofensiva una tensión controlada, sino que es instrumento
primario a través del cual se manifiestan y pretenden realizarse un individuo y
una vida integralmente poseídos por el trastorno. Al hijo de don Diego, don Lo-
renzo, le bastará en cambio la primera charla sobre la ciencia de la caballería pa-
ra enjuiciar definitivamente a don Quijote como «entreverado loco» aunque
«lleno de lúcidos intervalos». Por otra parte, el que don Diego, durante los cua-
tro días de la estancia de don Quijote en su casa, no entretuviera charla alguna
con su huésped, se parece demasiado a aquel pasarse de largo que le había falla-
do en el camino.
Entre ese exordio y la conclusión en la casa de don Diego, la casualidad in-
jerta un encuentro con leones, ocasión eminentemente caballeresca que don
Quijote no puede dejarse escapar. Más todavía se empeña en no dejarla escapar
el narrador, siempre al acecho de cuanto depara a su héroe la fortuna a que se
entregó; y como él, bien habría podido exclamar: «¿Leoncitos a mí? ¿A mí
leoncitos, y a tales horas?». Porque al narrador le venían de perlas un par de
leones en el capítulo sucesivo al que citaba como personajes no humanos, ade-
más de las modestas cabalgaduras de los protagonistas, tan sólo un perdigón
manso y un hurón atrevido, animales -cada uno a su manera- antiheróicos;
animales evocados por su dueño en oposición a halcones y galgos, y que eran
instrumentos de una caza poco digna de tal nombre y propia de practicarse junto
a la negación misma de la caza, o sea a la pesca, que es el otro deporte de don
Diego, la pesca añorada poco antes por un Tomé Cecial (II-XIII), el vulgarísimo
escudero del Caballero de los Espejos. Una pesca que a las fantasías repletas de
temas caballerescos inevitablemente evocaba la figura mítica del Rey Pescador,
el que una lanzada maligna hirió entre las piernas y obligó al abandono del de-
porte viril de la caza por el pasatiempo de la pesca.
Don Diego intenta disuadir a don Quijote, a punto de enfrentarse con los
leones, elaborando un giro fraseológico de los suyos, que se inspira sabiamente
en una equilibrada composición de lo manso con lo atrevido y concluye con la
sentencia: «la valentía que se entra en la juridición de la temeridad, más tiene de
locura que de fortaleza». Contra tal sermón, don Quijote dispara su consejo y
con él una irritación latente hacia el remilgado, comedido y anticaballeresco
cincuentón en chillante hábito de «señor galán». Y el consejo de quien va a de-
safiar a dos leones es inevitable que embista a las dos criaturas que la naturaleza
colocó en los antípodas de las fieras, al perdigón y al hurón, para que con ellas
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se arrincone y proteja aquella otra criatura -el don Diego- por la que don Qui-
jote se ha visto alcanzar en el camino y que en tiempos de Alonso Quijano había
sido el incómodo fantasma de un deber ser por fin dejado a las espaldas.
Un torbellino de símbolos y humores profundos, que la crítica ha investigado
con agudeza y ciencia, se agita bajo la superficie serenamente jocosa y ambi-
guamente inquieta de estos capítulos de la novela, como de otros. Sería inade-
cuado afirmar que los dos leones han aparecido para hacer juego con el perdi-
gón y el hurón. Pero ¿qué duda hay que ese juego lo hacen y que se extiende a
los dos hidalgos? Cosa, esta última, menos lúdica, porque don Quijote a través
de los leones desafía a quien había sido fantasma de una vida indeseada para
Alonso Quijano y que ahora es invitado a secas a ampararse también con su ter-
cer animal antiheroico: «pique la tordilla y póngase en salvo» (I-XVH, pág. 764),
ese mismo picar con que don Diego había esperado pasar de largo y que debió
de sorprender en su momento a don Quijote. Ahora el del Verde Gabán «deje a
cada uno hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí o no estos seño-
res leones», concluye tajante don Quijote.
Tajante como cuando, camino del que será su lecho de muerte, rebatirá con
un «yo sé bien lo que me cumple» al ama que le exhorta: «estése en su casa,
atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca a los pobres...» (II-LXXIII,
pág. 1215). Casa, hacienda, confesión, pobres: como enseres esenciales, acom-
pañan los días y la vida de don Diego de Miranda. A don Quijote se los había
predicado, con ruda dureza, el eclesiástico en la casa de los Duques: «volveos a
vuestra casa y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda....»
(1I-XXXI, pág. 888); se los había gritado en una calle de Barcelona el castellano:
«Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu mujer y tus hi-
jos...» (II-LXII, pág. 1136). No debe elogiarlos ni predicarlos ni gritarlos el Ca-
ballero del Verde Gabán, porque el de los largos silencios sale a la escena pro-
piamente para sustentar un ejemplo, elocuente de por sí, de vida y días
centrados y encerrados en esos quehaceres y virtudes, un horizonte que tiene
como heraldos más bien mediocres una ama de llaves, un eclesiástico de «ánimo
estrecho», según le define el narrador, y un anónimo castellano, en compañía
del obvio Sancho (I-XVIII) y del Sansón Carrasco en hábito de Caballero de la
Blanca Luna (II-LXIV). Es un horizonte de virtudes falaces, para don Quijote,
donde se anidan vicios efectivos: «la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo»,
como le dice a don Lorenzo y teme que se alberguen en la casa de don Diego de
Miranda, donde transcurre cuatro días «regaladísimo», pasando «horas a ocio y
regalo» en detrimento de su profesión caballeresca (II-xvni).
«El buen paso, el regalo y el reposo»: cosas típicas de aquellos caballeros de
paredes adentro que don Quijote evoca por vez primera como «blandos cortesa-
nos» -tal como los describirá a don Diego en idéntico contexto- cuando da ra-
zón de su armadura y profesión al caballero Vivaldo (I. 13), ese precursor de los
humores de los Duques y de don Antonio Moreno y cuya invitación a Sevilla,
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de ser aceptada por don Quijote, habría adelantado con mucho la experiencia y
la exhibición ciudadanas de nuestro andante caballero.
Este temprano encuentro en el camino tiene otro punto de conexión con el
del Caballero Verde, allí donde don Quijote se quedará admirado por el «mara-
villoso silencio» que reina en la casa de don Diego de Miranda y lo comparará
con el típico de un «monasterio de cartujos». No creo que el narrador delate ese
símil en la reflexión de don Quijote para que el lector perciba solamente un
realce de la calidad del silencio o todo lo más el asomo de una íntima vocación
monástica. Cuando Vivaldo comenta la profesión caballeresca, que don Quijote
le acaba de exponer, como «una de las más estrechas», usa como término de
comparación -inferior por cierto- «la de los frailes cartujos», con clara ironía.
No la percibe don Quijote, quien glosa que los caballeros andantes «tienen sin
duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a
Dios...» (I-Xlll, pág. 139). Al evocar el silencio de las cartujas en la casa de don
Diego, don Quijote -sospecho- no se ahorra una pulla indirecta más sobre lo
anticaballeresco y antiheroico del universo del Caballero del Verde Gabán, si-
lencioso caballero cartujo en una casa-cartuja; sin que esto excluya el goce mo-
mentáneo de esa quietud, como el del regalo y del reposo.
Al contrario de los silencios humanos, los «silencios del ambiente» que sean
significativos son muy raros en la novela, nos informa su reseñador e intérprete,
Alan Trueblood. De los tres que puede citar, dos se acompañan a una «deforma-
ción paródica» el primero -en la venta, la noche de Maritornes en amores- y a
una «presentación jocoseria» el segundo -el Toboso by night. No excluiría que
una pizca de parodia y una tentación jocoseria se hayan insinuado -con los car-
tujos- también en el tercero, el de la casa de don Diego, aunque Trueblood per-
ciba en él «tono muy diverso» respecto a los otros dos.
Y quiero citar ahora una consideración general de este crítico tan fino, a pro-
pósito de la conversación en la novela: «Cervantes parece darse cuenta de que la
verbalización alivia la tensión interna y contribuye a conservar el equilibrio psi-
cológico». Evidentemente, al callado Caballero del Verde Gabán no le pareció
posible encontrar ese alivio con el Caballero de la Triste Figura y de los Leo-
nes; y tenía sus razones, o más bien su moderado pero suficiente número de
sinrazones.
Facundo había sido, al contrario, el protagonista de otro encuentro que en
ciertos puntos y tonos se hermana con el de don Diego de Miranda. Se trata de
aquel canónigo de Toledo, buen letrado, que -«movido de compasión»- intenta
convencer a don Quijote de lo absurdo y perjudicial que es el leer libros de ca-
ballerías y creer en ellos. En su lugar, el canónigo propone lecturas de las que
«deleitan y enseñan» (I. 49), o sea las que podríamos definir de «honesto entre-
tenimiento» con palabras del Caballero del Verde Gabán. Y como el Caballero
Verde sentenciará en su momento sobre valentía y temeridad, así ahora el canó-
nigo exalta los buenos libros de historias verdaderas para la formación de un
A ESPALDAS DE DON QUIJOTE 407

lector «valiente sin temeridad». Pero, contrariamente a lo que pasará con el


Verde, que inspirará a don Quijote una reacción cuya dureza se reviste y ablan-
da con la ironía, ahora el canónigo recibe sin atenuación alguna un violento «el
sin juicio y el encantado es vuestra merced» como prólogo a la reivindicación
de las verdades caballerescas, de la historicidad absoluta
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras van.
Son los versos que don Quijote le citará exactamente al Caballero Verde una
vez más para definir y defender la caballería andante, cuando le exponga su pro-
fesión. No volverán a aparecer, aunque es probable que el narrador compartiera
la afición de su héroe para con ellos: en efecto él había sido el primero en recor-
darlos, insertándolos en sus propias reflexiones sobre el fallo momentáneo de
documentos quijotescos al poco de haber empezado su relato (I-IX).
Y con uno de esos que «a sus aventuras van» parece perfilarse el último en-
cuentro que comentaré aquí brevemente, aquel con el Caballero del Bosque o de
los Espejos, o sea con Sansón Carrasco disfrazado. Después del diálogo noctur-
no, a las primeras luces del día tal Caballero se presenta a la vista muy bien ar-
mado y además tan variopinto, y hasta con «plumas verdes» entre sus adornos,
que a don Quijote le parece «en grandísima manera galán y vistoso», tal como le
aparecerá poco después el Caballero Verde, a quien saludará con un sabroso
«Señor galán». No se trata de una impresión veloz, porque en ambos casos don
Quijote «mira» y «nota», dos verbos que repiten un ademán de atención escru-
pulosa y asimismo de sorpresa. El saludo se repetirá más adelante, dirigido a
otra figura que atrae por su vestido y porte, el paje aventurero (II-XXIV).
Puede parecer un juego de palabras, y acaso lo sea porque leyendo y rele-
yendo el Quijote es casi imposible sustraerse a la tentación del juego, máxime si
se quiere después hablar de su contenido. Estos personajes que llegan a espaldas
de nuestro caballero andante tienen en común algo más que los temas, motivos,
frases que he registrado y comentado. Creo que el conjunto de lo registrado
apunta a una analogía más extensa y sugiere un sentido unitario: los que llegan a
espaldas de don Quijote suelen ser portadores de lo que él quiso dejar a sus es-
paldas, e intentan arrastrarlo hacia atrás. Son figuras y representan modos de la
recuperación del caballero andante, de la que ha sido llamada su 'destructura-
ción': el canónigo de Toledo usa la palabra, el Caballero del Bosque prueba con
la acción, el Caballero del Verde Gabán -hombre escaso de palabras y más que
parco en la acción- lo hace con su solo existir y autodescribirse.

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