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Marlin I.
Apellido:
Quiñ onez B.
Matricula:
1-20-1057
Asignatura:
Cultura y
Civismo
Docente:
Asignación:
Capítulo III, IV y V
Capítulo III
Hasta los añ os ochenta fue el Estado el espacio social y político de direcció n del
proceso de desarrollo; a su vez, fue en torno a las élites políticas que lo controlaban
que se fueron articulando las emergentes élites empresariales que en los noventa
asumirían personalidad propia y autonomía corporativa. Fue también el Estado la
fuente de generació n de las llamadas clases medias y fue en torno al Estado que se
definieron en lo esencial las funciones de asistencia social a los pobres. Estas tres
funciones claves se encuentran hoy cuestionadas y ello afecta el contenido de las
relaciones del sistema de partidos con la sociedad y el propio Estado.
En la prá ctica, las tres grandes figuras políticas que delinearon los estilos
organizacionales y las formas de intervenció n en la política de los tres principales
partidos dominicanos de la época moderna (Joaquín Balaguer, como líder del
Partido Reformista luego Social Cristiano, prsc; Peñ a Gó mez, como líder del prd, a
partir de la salida de Juan Bosch del partido en 1973; y este ú ltimo como líder del
pld desde esa fecha) articularon discursos nacionales en las racionalizaciones que
produjeron para cohesionar sus proyectos políticos.
Sería un error pensar que fueron ú nicamente los líderes los ú nicos ejes
articuladores de los tres grandes partidos, pues estas organizaciones no hubiesen
tenido por lo menos el perfil que finalmente definieron, sin la potencia del Estado
como gran articulador de los emergentes actores sociales que la modernizació n
producía y el significativo papel de la sociedad civil como agente catalizador del
cambio político.
Defino como Estatismo Autoritario la modalidad “balaguerista” de direcció n
política y, en consecuencia, de ejercicio del liderazgo. En esta modalidad lo esencial
no es ú nicamente el rol que asume el Estado en la movilizació n política, en la
articulació n del liderazgo y la definició n del discurso, sino sobre todo su cará cter
excluyente.
El democratísimo elitista, para Juan Bosch el partido era por definició n el agente
de ordenamiento de la política, pero al igual que Balaguer asumía que el Estado era
el agente que en ú ltima instancia definía el mecanismo de construcció n de la
sociedad. La diferencia entre ambos discursos radica en dos ejes centrales:
mientras el estatismo “balaguerista” depositaba en los militares y la burocracia de
Estado las funciones movilizadoras que en el plano político debía articularse en un
discurso autoritario, para Bosch esa funció n se depositaba en el partido, la que en
su visió n debía convertirse en una élite dirigente de la organizació n social.
La élite política que ha pasado a controlar el poder del Estado potencia hoy a
niveles insospechados su capacidad de control de la competencia electoral, dados
los recursos ilimitados de que dispone al controlar el Estado y su fuerza en el
manejo de los medios de comunicació n. Esto ha debilitado las conquistas
institucionales del período previo en la autonomizació n y funcionamiento del
sistema electoral, debilitando así la credibilidad del ejercicio electoral, lo que en
algú n momento puede conducir a serias crisis de legitimació n del sistema de
partidos, como fueron los problemas generados por la gestió n autoritaria de la JCE
del proceso comicial del 2016, las fallas técnicas y la mala gerencia del organismo
rector de las elecciones.
A diferencia del modelo populista del PRD, en el PLD el poder cohesionador del
líder partidario depende del potencial de favores que directamente administra, en
tanto controla las instancias ejecutivas del Estado y por ello su fuerza es menor,
sobre todo cuando se encuentra fuera del poder. En segundo lugar, indica que en
ese ordenamiento político las facciones operan en un marco burocrá tico y
organizacional que las lleva a comportarse como parte de una gran corporació n
político-econó mica y, a consecuencia de ello, como maquinarias que en ú ltima
instancia prestan lealtad a quien controla el poder estatal.
Lo importante es que, tras ese nacionalismo moderno, se cuela una ló gica negadora
de los derechos bá sicos del orden político democrá tico del Estado. Ló gicamente,
esto se expresa sobre todo en los puntos má s débiles de la cadena de exclusiones,
el de las minorías inmigrantes y sus descendientes dominicanos, pero también
afecta el mundo má s general del trabajo, los derechos del consumidor y los
derechos elementales de la població n en el Estado dominicano, en materia
educativa, de salud y bienestar en general.
Política internacional y tensiones con el poder imperial
Los lazos internacionales del presidente Ferná ndez, que fueron reales e
inteligentemente logrados, nunca produjeron un efecto institucional en materia de
política exterior. Esos resultados sirvieron al fin y al cabo solo para fortalecer la
imagen del Presidente en la esfera internacional y su poder local. Con Medina hay
un nivel mucho menor de eficacia en el equilibrio de las relaciones internacionales,
quizá s porque le ha tocado una coyuntura diferente. Pero la eficacia de la acció n
internacional de Danilo Medina se ha concentrado sobre todo en sus efectos
internos que han sido superiores a los alcanzados por Ferná ndez.
Debido a que hasta 1994 los actores autoritarios lograron que las bases
institucionales del orden político democrá tico se mantuvieran con un claro peso
autoritario, destacá ndose la permanencia de la Constitució n de 1966, no puede
decirse que la transició n democrá tica dominicana iniciada en 1978 había concluido
con el fin de los gobiernos del PRD en 1986. Lo que se había logrado era en esencia
reducir sustancialmente el poder de intervenció n de los militares en la política de
partidos e iniciar el tortuoso camino de fortalecimiento de un marco institucional
para la competencia política, a lo que se agrega su correlato natural: la existencia
de un sistema de partidos en formació n.
El primer aspecto que debe destacarse es que la larga transició n iniciada en 1978
mantuvo un camino tortuoso: las luchas internas del PRD victorioso en 1978 lo
llevaron a dos derrotas sucesivas en 1986 y 1990. La larga transició n hizo evidente
que las fuerzas democrá ticas eran en la política de masas má s poderosas que las
fuerzas conservadoras que Balaguer representaba. Lo que le permitió a Balaguer
dos victorias electorales legítimas en la transició n en su segunda fase, fue la
divisió n de las fuerzas democrá ticas, nos referimos a la lucha interna en el PRD y a
la incapacidad de acuerdos y entendimientos entre el PLD y el PRD, que tenían un
origen político e histó rico comú n, pues ambas organizaciones habían sido
fundadas por Juan Bosch.
Tras la alianza con el PLD las élites políticas conservadoras no solo lograron una
nueva base de masas que sostuviera su presencia en la escena política electoral y,
por tanto, en la lucha por el control del Estado. Leonel Ferná ndez en 1996, pese a
la derrota de Peñ a Gó mez que alcanzó hasta ese momento el mayor liderazgo
democrá tico del país, má s bien como una oportunidad que se abría, dando espacio
al cambio de liderazgo que el país requería.
A mediados de los setenta la situació n cambió . Tras el fracaso de las leyes agrarias
(1973-1974), el agrietamiento de la unidad política del régimen balaguerista era
un hecho. Se habían producido serias diferencias con sectores militares muy
cercanos a la clase terrateniente, esta ú ltima había tomado su distancia de
Balaguer con la aprobació n de las leyes agrarias y en el propio empresariado
industrial había disgusto por las ventajas corporativas que obtenían los militares.
Esto se unía a la nueva estrategia que Peñ a Gó mez estaba articulando, mediante la
cual era en el campo electoral donde había que derrotar a Balaguer.
Con la derrota del régimen autoritario, se abre una fase de transició n democrá tica
que, ademá s de iniciar el camino de la competencia democrá tica libre, le abrió un
espacio de organizació n a la SC, lo que fortaleció sus capacidades de incidencia en
el trazado de las políticas pú blicas. Es el caso de los sindicatos, como del
empresariado, los que se fortalecieron corporativamente (Oviedo y Espinal, 1986).
Lo principal es que ese nuevo esquema econó mico y esa nueva modalidad de
articulació n política del Estado se apoyaba en una sociedad fragmentada, con poca
capacidad consecuente de acció n colectiva coordinada, en funció n de grandes
actores (clases), como fue lo característico en los añ os sesenta hasta los ochenta
del pasado siglo, sobre todo por parte de la clase media organizada, la acció n de los
sindicatos, de los grupos populares organizados y de los propios partidos políticos.
En el nuevo marco, la acció n corporativa del pequeñ o grupo de interés predominó
sobre la acció n del grupo macro, sostenido en el interés de clase, si es que algo
quedaba de éste ú ltimo. En esa nueva realidad social, la verdad era que la acció n de
clase quedaba para fines prá cticos disuelta.
Tras el largo ejercicio de gobierno del PLD, el propio Estado rearticuló sus
relaciones con la SC organizada, fortaleciendo lazos clientelares, mejor y má s
permanentemente articulados, pero en dos direcciones: a) acciones del partido
gobernante a través de programas sociales dirigidos a fomentar organizaciones
que fortalecieran su esfera de influencia en la sociedad civil, como a fomentar
programas de empleo hacia sus propias bases políticas; b) políticas pú blicas, desde
programas de focalizació n de combate a la pobreza, hasta programas formales de
reforma del Estado y de política social que incluían a organizaciones de la SC como
agentes de implementació n de las mismas.
El otro componente del asunto es la disputa geopolítica que esta vez sí convirtió a
la izquierda en un “peligroso actor” que de suyo no representaba ese gran peligro,
al menos si leemos el asunto, como dije arriba, desde la perspectiva de su
capacidad de representació n social. Fue esto y no otra cosa lo que convirtió a la
revolució n cubana, como primera revolució n socialista en Latinoamérica, en un
referente universal de toda la izquierda latinoamericana, fue la disputa geopolítica
la que por otro lado cercenó las posibilidades de una revolució n nacionalista como
fue el caso de la Nicaragua Sandinista.
En el 2010, Sebastiá n Piñ era llega al poder en Chile en un contexto trá gico, con el
terremoto ocurrido ese añ o. De todos modos, pese a los conflictos que se le
presentaron en su gobierno, sobre todo al principio del mismo, el gobierno de
Piñ era no implicó ningú n giro radical a la política implantada por la Concertació n
en materia macroeconó mica y fiscal.
El eje central del asunto continú a siendo el reto que significa para la izquierda
asumir la lucha contra la exclusió n y, en esta perspectiva, asumir un discurso
coherente frente al tema de la igualdad, conservando la gobernabilidad
democrá tica y asegurando el éxito de las políticas sociales. En el marco de las
políticas neoliberales esta tarea es imposible de llevar a cabo con éxito. Fuera de
este marco los proyectos políticos encuentran obstá culos doctrinales en los
organismos multilaterales que regulan y ordenan la economía global,
principalmente en su dimensió n financiera. La solució n a esta aporía solo puede
venir desde lo político, aun cuando no se puede plantear ninguna estrategia con
posibilidades de éxito desconociendo la realidad econó mica global y regional.
En Chile la salida del poder de la Concertació n fue mucho menos traumá tica que el
mantenimiento en el poder de los gobiernos de Maduro en Venezuela y de Dilma
Rousseff del PT en Brasil. El modelo chileno, con todo y sus problemas, es el que ha
mostrado mayor coherencia y estabilidad institucional, pero es el que ha
producido un agregado de actores que han asumido un compromiso democrá tico
estabilizador. Quizá s la prueba mayor de esa fortaleza es que la llegada al poder de
Piñ era como candidato claramente de la derecha, no alteró el formato institucional
que en el país se había establecido bajo la direcció n de la llamada Concertació n.
Fue esa tensió n la que posiblemente marcó las difíciles relaciones entre el PRD,
como la organizació n que canalizó el gran movimiento democrá tico dominicano y
la izquierda. Salvo en el período de lucha militar durante la revolució n
constitucionalista de 1965, histó ricamente las relaciones entre el PRD y la
izquierda nunca encontraron una solució n y cauce político satisfactorio.
Los nuevos sujetos que emergen en la lucha social y política del siglo XXI (jó venes,
mujeres, ecologistas, inmigrantes, LGTB) definen otra agenda que ya no gira en
torno al lugar del trabajo, sino en torno a objetivos como la defensa del
consumidor, el derecho a la diversidad de opciones sexuales, la pluralidad étnica y
un sentido distinto del bienestar, que ya no se concentra ú nicamente en el salario,
pues está atravesado por asuntos tan variados como el consumo cultural de masas,
la seguridad en el uso de los espacios pú blicos, los derechos de género, entre otros
aspectos.