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El Segundo Subterráneo

Fernando Herrera Saavedra

Era tarde, tan tarde que podría haber sido temprano, cuando se soltó el último

clavo que un tanto oxidado terminaba de afirmar lo que quedaba de escenario,

seiscientas veinte ratas vivían al lado del clavo, al lado de adentro, dentro

también del escenario de madera vieja, tablas pútridas pintadas de negro y junto

a las termitas residentes en la arquitectura principal del palacio roedor. Desde su

llegada al teatro, a los subterráneos del teatro, a lo olvidado y clausurado del

teatro, nunca se quisieron ir, tenían comida de sobra, humedad necesaria para

multiplicarse a cada segundo, madera para roer había por montón, toda una

colección de vestuario antiguo, o por lo menos lo que habían dejado las polillas,

para degustar o utilizar de colchón, un reguero pasaba por el último subterráneo,

el tercero y allí iba la familia de ratas a bañarse, a beber, a morir también cuando

abandonaban el palacio, cuando seguían por esos túneles subterráneos hasta

llegar al mar.

Los empleados del edificio no conocían la existencia de los últimos dos

subterráneos porque si se camina por los pasillos del primero, en ningún

momento aparece ápice de escaleras ni de puertas clausuradas, incluso las

ratas tampoco sabían de la conexión de su enorme palacio con respecto a lo

que arriba sucedía, excepto una de ellas que al parecer gusta de la música de

orquesta y algunos gritos en italiano. El segundo subterráneo, en donde


cómodamente vivían los roedores, es amplio, tan amplio que la vista de los

gatos que ocasionalmente aparecían a cazar alguna víctima no alcanzaba a

dimensionar su inmensidad, dos escaleras diametralmente opuestas miraban

hacia el centro, lugar donde se posaba el escenario abandonado, era

sumamente oscuro a pesar de su pintura blanca, desde el suelo hasta el techo

había unos cinco metros de altura, en uno de los costados estaba el depósito de

vestuario con series y series de vestidos enganchados en oxidados tubos de

metal. En sentido contrario a los trajes había una pequeña puerta que llevaba al

último subterráneo del edificio.

Un acontecimiento extraño fue lo sucedido aquella noche, o madrugada mejor

dicho; se escuchó muy fuerte o podría decirse eso si es que se toma en cuenta

lo oído por las ratas, ningún humano se percató del ruido aquél por lo que no es

tan posible establecer si se escuchó así de fuerte, el asunto es que un gran

quejido largo y agudo intermitió la paz del lugar, las ratas se asustaron al no

saber que sucedía pero al cabo de unos minutos se quedaron tranquilas y

algunas hasta volvieron a dormir. Resulta que dicho escenario no se usaba

desde hace por lo menos sesenta años, y era tan pesado que cuando fueron a

depositar cada una de sus partes a ese lugar, no pudieron, como se les había

encargado, apilarlo en segmentos de dos por dos metros y así ocupar menos

espacio, sólo lo dejaron allí, como un escenario armado para nadie y cerraron

tan firmemente que sólo las armas podrían volver a forzar esa puerta unos

veinte años después. El tiempo, con la ayuda de termitas y un par de ratas,

acabó por derruir el armatoste, en algún momento fue levantado por gente
uniformada y luego vuelto a dejar en su lugar con un fuerte golpe, dicho golpe

desarmó todas las estructuras y las dejó sueltas, inacabadas, sin embargo

pasaron años antes de que cediera por completo. El asunto es que nada había

sobre el escenario como para provocar la soltura del clavo que después de

aquel largo e interrumpido crujido salió expulsado unos veinte metros, como si

hubiera tenido que soportar solitario el peso de tantos años a cuestas y se

hubiera liberado después de ese último chillido, o como si muchas ratas de

todos lugares del mundo, ratas del pasado e incluso del futuro brincaran por

sobre sus tablas y en respuesta al último rechazo del salto les hubiera advertido

con esa actitud, que no había que abusar de las estructuras, ¿Quién sabe?, lo

único empíricamente sabido es el hecho de que el clavo saltó veinte metros o

más, después de un largo chillido, y aparentemente en base a nada.

Durante todo ese día las ratas siguieron transitando por el escenario como

olvidadizas de lo acontecido en la mañana, las más pequeñas jugaban entre sí y

con algún botón que había caído de los tantos trajes y vestidos olvidados en

aquel vetusto lugar, las más viejas se quedaban al imaginario calor de la carne

muerta, oculta bajo los palos desgastados de la tarima abandonada. Gran parte

de la población roedora del lugar era de una avanzada edad, en extremo

avanzada si se quiere para la esperanza de vida de una rata, algunas superaban

los cuarenta años, ellas preferían quedarse a la tranquila oscuridad del silencio

reinante bajo la tarima, acurrucadas entre ropas a medio podrir y huesos

magullados, entre zapatos que muy pocas veces venían en pares y muchas

medallitas con fotografías de niños.


A las cinco de la tarde el teatro abrió sus puertas, y por ellas entró el distinguido

público, menos pomposo que años atrás, con menos joyas y menos pieles

animales, ahora mucho más coloridos entraban en parejas y en tríos, mujeres

jóvenes con bolsitos para señoras, mujeres mayores con sombreros de

quinceañera, algún solitario profesor de música que con esfuerzo habría pagado

su entrada. Todos se fueron acomodando de acuerdo a la codificación de sus

boletos en las amplias inmediaciones de la sala, una vez estuvo todo el gentío

situado en sus respectivas butacas comenzó la función, el telón se abrió

suavemente mientras subía la luz hacia el escenario, un hombre grande,

corpulento por decir lo menos, apareció de entre la escenografía, su voz potente

y profunda atravesaba las vestimentas de los asistentes al lugar y revolvía los

estómagos de los espectadores, más de alguno se sintió intimidado por la

grandilocuencia de tal vozarrón.

Las vocales largamente enunciadas en aquellos tonos fueron recorriendo

pasillos y las salas más pequeñas del lugar, soltaron los nudos de alguna

corbata y penetraron, a la fuerza de un batallón, por las rendijas que permitían el

paso del aire desde la sala principal hasta el segundo subterráneo del teatro; lo

acontecido aquella madrugada, más la fuerza de la voz de aquel artista,

permitieron el final cese de la estructura del escenario pútrido, las tablas

cayeron, primero sobre los cuerpos que habían ocultado en ese lugar, y luego

sobre las ratas más antiguas; de inmediato las más jóvenes comenzaron a

correr, desesperadas con el ruido del decline escenario, acostumbradas a los

temblores de un país sísmico no pensaron siquiera en correr hacia el tercero y


las más pequeñas, que aún no conocían los temblores pensaron sólo no correr

hacia abajo ya que a ese subterráneo iban a beber, pero también a morir; las

más viejas conocían de memoria el lugar, sin embargo la inmediatez de la

tragedia estructural no les permitió un accionar limpio y veloz; sólo una rata

conocía el camino más rápido hacia la superficie, lo había recorrido ya en

muchas oportunidades cuando silenciosamente iba a escuchar los ensayos de la

gente del teatro; todos le siguieron de manera inmediata. Las almas de aquellas

personas ocultas bajo el escenario lograron por fin librar de su claustro,

situándose dentro de los pequeños cuerpos roedores que corrían a causa del

estruendoso suceso. Aquella rata que conocía el único camino posible hacia el

primer piso, el único que había escapado a la clausura elaborada unos años

atrás, les guió al resto de modo ejemplar, sin tropezar con clavos ni astillas y

advirtiendo al resto acerca de aquella presencia; aquel camino llevaba a un

pequeño agujero al costado derecho del escenario principal y una vez estuvieron

allí, las almas prisioneras y magulladas cobraron por fin libertad y pudieron de

una vez abandonar aquel magnificente edificio que fuera para ellos un eterno o

casi eterno calabozo.

La hermosa función teatral se vio interrumpida por un angustioso grito femenino

que logró acallar la voz del tenor, de inmediato guardias corrieron a su socorro,

el artista miró con rostro de impresión y un leve quiebre en su ego, el

acompañante de la señorita, con cierta vergüenza preguntó que es lo que

sucedía y muchedumbre de cuerpos se levantaron al ver el escape de más de

seiscientas ratas que asustadas corrían entre sus pies. La orquesta que
acompañaba no escuchó ni vio el movido acontecimiento, siguieron tocando

suponiendo que era parte de la más importante intervención que habrían de

tener en la obra. En la sala de espera contigua a la de los artistas, algún

representante fumaba mientras hablaba de lo exitosa que había estado la

taquilla del evento, cuando aparecieron las primeras ratas, con la colilla de su

cigarro intentó apuntar al entrecejo de un roedor, pero éste fue más rápido y la

pequeña brasa se encontró con un cortinaje acrílico que comenzó a prenderse

de inmediato. El hall de entrada al teatro se vio invadido al unísono del primer

grito “¡Hay ratones!”, y cuando todos comenzaron a intentar forzar la puerta,

cerrada por la sentencia “una vez comenzada la función, nadie podrá ingresar”,

ésta se inmovilizó, más de algún galán fortachón renunció a la idea de no poder

abandonar el espacio cerrado y a fuerza de hombro intentaron varias veces

vencer la fuerza de tamaños armatostes.

Mientras el humo se iba colando por los diferentes agujeros arquitectónicos del

palacete, la gente que reclamaba el pago de la entrada iba de a poco

acallándose, ya habíanse dormido los más cercanos al cortinaje encendido, el

tenor principal cayó de bruces sobre la tuba de la orquesta, la mayoría de los

músicos se asustó pero la violinista principal, con sus ojos cerrados y sintiendo

en ese segundo su turno de brillar por siempre, siguió con un solo casi

interminable, que junto con el pesado respirar del humo iba durmiendo poco a

poco a los ya huyentes espectadores. Un escritor había entre la orquesta

durmiente y el público durmiente, y con sus ojos entrecerrados vio a una

pequeña rata que indiferente a la histeria presente en el lugar se movía


sutilmente por sobre los respaldos de las butacas sintiendo en el fondo de su

pequeña existencia los tenues sonidos de un violín agonizante pero sutil,

escribía en una boleta el literato “hay un teatro que se enciende, gargantas

secas al medio de la función, y una rata que danza solitaria al dormirse el último

espectador” y simplemente cayó bajo el efecto del acrílico humo y los gritos

imaginarios de los presentes que ya se ausentaban masivamente por efectos de

la intoxicación.

Cuando llegó el cuerpo de bomberos ya no había ratas en el lugar, felizmente

para la administración del teatro tampoco murieron personas, hubo que pagar el

tratamiento de reconstrucción dental del tenor, sus sesiones terapéuticas y claro,

devolver el dinero al distinguido público. Se demoró el teatro en volver a abrir

sus puertas, hubo que desratizar el edificio, y volver a invertir en cortinajes y

partes que se habían quemado de la escenografía fija; el fuego no pudo avanzar

en demasía debido a lo cerrado del lugar y se apagó casi en un acto suicida, las

personas que asistieron esa tarde al teatro se encargaron de derrocar su buena

imagen e hicieron lo que pudieron por clausurar el lugar, sin embargo no les fue

posible, la hermosura e importancia de su historia hacían impensable la

supresión de aquel espacio público no tan público, fueron indemnizados por

alguna suma de dinero que no fue notificada a la opinión pública y dos meses

después volvieron ingresar, gratuitamente por supuesto, a la reinauguración del

municipal.
Nunca se supo de la existencia de los últimos dos subterráneos, los planos no

aparecieron cuando algún arquitecto municipal en práctica preguntó por ellos, no

se realizaron investigaciones tampoco acerca de su estructura y una posible

restauración, nunca se supo que aquella rata culpable de tal catástrofe siguió

viviendo en el segundo subterráneo del municipal, escuchando en silencio los

ensayos de las funciones que después se entregarían al exclusivo público, así

como tampoco alguien supo de los muertos del teatro municipal, y por años las

desconsoladas las familias en las calles, cada efeméride o aniversario trágico,

seguirían preguntando ¿Donde están?

Fernando Herrera Saavedra, julio 2010

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