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el misterio

del lenguaje

DANILO
CRUZ
VÉLEZ
filosofía
el misterio
del lenguaje

danilo
cruz
vélez

filosofía
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Cruz Vélez, Danilo, 1920-2008, autor


El misterio del lenguaje : obras completas / Danilo Cruz Vélez ; presentación,
Roberto Palacio. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia,
2017.
1 recurso en línea : archivo de texto PDF (276 páginas). – (Biblioteca Básica de
Cultura Colombiana. Filosofía / Biblioteca Nacional de Colombia)

Incluye índice conceptual y de nombres.
ISBN 978-958-5419-15-5

1. Cruz Vélez, Danilo, 1920-2008 - Colección de escritos
2. Filosofía del lenguaje 3. Filosofía colombiana 4. Libro digital I. Palacio, Roberto,
autor de introducción II. Título III. Serie

CDD: 401 ed. 23 CO-BoBN– a1011836


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ISBN: 978-958-5419-15-5
Bogotá D. C., diciembre de 2017

© Rubén Sierra Mejía


© 2015, Universidad de los Andes, Universidad de
Caldas, Universidad Nacional de Colombia
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Roberto Palacio

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de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia. Esta
publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente con
ánimo de lucro, en ninguna forma ni por ningún medio, sin la
autorización expresa para ello.
índice
Presentación9
§§
Nota editorial17
§§

El misterio del lenguaje

Prólogo25
§§

PRIMERA PARTE
El misterio del lenguaje

i. ¿Qué es el lenguaje?39
§§
ii. El lenguaje de la poesía77
§§
iii. Aurelio Arturo en su
§§
paraíso de palabras85
iv. Arte poética de Eduardo
§§
Carranza97
v. El puesto singular de la
§§
poesía en la historia de
nuestra cultura107
SEGUNDA PARTE Complementos
Variaciones sobre la crisis
La crisis del verso en
§§
vi. La crisis del mundo
§§ Colombia217
actual y la filosofía121 Antonio Llanos229
§§
vii. La decadencia en la
§§ Los comienzos del nihilismo235
§§
historia y la paradoja de
la libertad135 Los primeros nihilistas243
§§
viii. La ciudad frente al
§§ El nadaísmo de Stirner253
§§
campo149 Índice conceptual263
§§
ix. Max Scheler y las ideas
§§ Índice de nombres271
§§
éticas del padre Wojtyla167
x. El nihilismo ruso181
§§
xi. Sartre de cerca191
§§
xii. Heidegger y el otro
§§
comienzo203
§§ Presentación
En nuestra época, que es la época de la técnica,
el hombre se ha convertido en el dueño absoluto de la naturaleza,
para quien esta parece carecer de misterios

La decadencia en la historia y la paradoja de la libertad


Danilo Cruz Vélez

§§ Tres misterios importantes

Cuenta Danilo Cruz Vélez en El misterio del lenguaje


que la filosofía se salvó dos veces en la historia. La primera
cuando Heráclito acosado por su pasado aristocrático se
ve abocado a la política y debe huir al sosiego de los bos-
ques de Artemisa para poder escribir su obra filosófica; la
segunda cuando Platón la saca de los debates de poder para
ponerla en uno de los gimnasios apartados de la Acrópo-
lis, en la Academia. Poco se advierte que a la filosofía fue
preciso salvarla una tercera vez, en tiempos más cercanos,
una que no narra Danilo, porque es en este libro, el suyo,
el que el lector sostiene en la mano. Me gustaría imaginar-
lo así: Danilo huyó con filosofía ya no a los bosques o a la
Academia, sino a su apartamento. La primera vez la filo-
sofía estuvo a salvo por la magia de Artemisa. La última
en custodia de uno de sus últimos artesanos. En ambos
casos la filosofía fue salvada por el silencio.

9
Presentación

Hay una diferencia significativa en esta última vida


de la filosofía. No se salvaba de la política, como en el
caso de Éfeso y Atenas. Danilo creyó que debía salvarla de
otra especie de filósofos que sin duda la despedazarían por
medio del análisis lógico hasta que no quedara en ella un
solo girón de carne ni una sola ínfula del espíritu que la con-
cibió. Sabía bien que el lenguaje «se había ido convirtiendo
en nuestro tiempo en el campo de las decisiones filosóficas
fundamentales», como bien lo dice en la introducción a
su obra y que los que habían tomado la bandera del análi-
sis del lenguaje eran los positivistas lógicos como Rudolf
Carnap y otros de su tribu como Ludwig Wittgenstein.
No veía en ellos nada que los hiciera merecedores de ese
premio deseado de todo filósofo, cual es ser declarado
un tipo que entiende el lenguaje corriente. Los positivis-
tas vivían, eso creía Cruz Vélez, de lenguajes lógicamente
prioritarios, que no eran el lenguaje real. No recordaba
Danilo que muchos, entre ellos Carnap y Wittgenstein,
tuvieron con el tiempo la honestidad de mirar el lengua-
je común a la cara y reconocerlo como una de las fuentes
del ejercicio filosófico: Carnap con su idea de marcos de
referencia, Wittgenstein con la bella prosa que produce
sobre los juegos de lenguaje.
El libro de Danilo ansía apropiarse del lenguaje corrien-
te por medio de algo más insidioso que el accidente de aso-
marse a él al final de una carrera. Fue escrito cuando aún
había misterios en el mundo. No me refiero al misterio en
ese tono del progreso como algo de lo que hay que desha-
cerse. Lo que Danilo llama misterio es algo que mucho se

10
Presentación

asemeja a un auténtico dilema, los quiasmos de las comu-


nidades humanas efectivas y reales, para las cuales no ven-
drá una verdad revelada a señalarnos qué hemos de hacer,
como bien lo señala en un artículo del libro, «Max Scheler
y las ideas éticas del padre Wojtyla», hablando sobre el
intento del buen sacerdote polaco Karol Wojtyla, quien
alcanzaría la fama como Juan Pablo ii, de poner a la base de
la ética cristiana el pensamiento de Max Scheler: «… para
resolver el problema le da espalda a la filosofía y recurre a la
fe. Lo cual equivale a darle la espalda al problema, porque
la fe no resuelve problemas filosóficos, sino que los salta
con pie ligero». Un verdadero misterio parece arruinarse
cuando uno tiene un expediente salvífico universal.
La primera gran incógnita de este libro no admite tal
remedio. Está expuesta en el ensayo más sistemático y en
mi opinión el más destacado del conjunto: «¿Qué es el
lenguaje?». Allí Cruz Vélez explora cómo este no puede
ser entendido como un fenómeno puramente biológi-
co porque entre lo que nosotros hacemos y los gemidos
de los animales, piensa muy en el espíritu cartesiano, hay
una diferencia cualitativa. Tampoco ha de ser un fenóme-
no puramente cultural ya que, como lo había explorado
Rousseau, el lenguaje parece ser la condición de la cultu-
ra y no su efecto. El lenguaje, en la medida en que presen-
ta lo dicho —la flor, el horizonte, la estrella—, oculta el
lenguaje mismo.
En terrenos como este, sólo un esfuerzo de pensamien-
to tenaz e insistente nos puede señalar un camino, si bien
no una solución. La filosofía es esa disciplina de plantear

11
Presentación

preguntas que nos permiten avanzar más en la compren-


sión que en las respuestas. Así la concibieron los filósofos
de su generación y de varias antes que él y probablemente
algunos más por venir, que tuvieron el valor de recordar
en primer lugar que la filosofía sigue siendo un ejercicio
intelectual y en segundo lugar que se es intelectual, como
lo señala con tanta gracia Slavoj Žižek, justamente porque
no se es un especialista.
Yo tengo algo al menos tan bueno como lo que estos posi-
tivistas lógicos se traen entre las manos para analizar el len-
guaje, imagino a Cruz Vélez diciendo si pudiéramos robarle
a la literatura esa idea genial de André Gide de hacer repor-
tajes imaginarios. Por eso digo que el lector sostiene en las
manos uno de los últimos intentos de salvarla. Tengo algo
tan bueno, sigue Cruz Vélez en mi imaginación, más bien
olvidado, pero tan valioso para nuestra concepción de lengua-
je como lo fue el Crátilo para la antigüedad, algo capaz de
golpear la dura nuez de los misterios que nos rodean. Esa con-
cepción del lenguaje, como materia de indagación, como
misterio y como ejercicio la encuentra Cruz Vélez en las
ideas del científico y humanista Wilhelm von Humboldt,
condensadas en esta bella cita:
«El lenguaje concebido en su genuina esencia, es algo
en cada momento y constantemente pasajero. El lengua-
je no es una obra acabada —érgon—, sino una actividad
—enérgeia—. Por eso su verdadera definición sólo puede
ser una definición genética. El lenguaje es el trabajo eter-
namente renovado en el que el espíritu hace al sonido arti-
culado capaz de expresar el pensamiento».

12
Presentación

El lenguaje se presta en especial para ese análisis filosófi-


co que no sólo es técnico. Cruz Vélez ve en la aproximación
de von Humboldt una metafísica del lenguaje —signifique
esto lo que signifique—, que no cae en la división de la idea
y lo sensible que viene desde Platón o en el racionalismo de
Kant. El lenguaje se analiza desde el sonido, desde la voz.
Pero, al tiempo, es un mundo en sentido propio; actividad,
energía y no pensamiento transmutado en materia inerte.
Es increíble lo cerca que estaba Danilo sin saberlo de
los filósofos de los cuales creía estar salvando a la filosofía.
Willard van Orman Quine diría por los mismos años que
con el lenguaje se construye un mundo, las raíces de la refe-
rencia. Y Richard Rorty recordaría, al igual que Humboldt,
que, para comprender el lenguaje, hay que hablar de pala-
bras, una sencilla lección que la filosofía parecía haber
olvidado.
Esa pauta, esa idea del lenguaje desde la voz jugará
un papel preponderante a la hora de entender el lenguaje
poético, otro de los misterios de este libro. El lenguaje de
la poesía se caracteriza por la «vibración de las palabras»,
dice con deleite en el ensayo que lleva el mismo nombre
del sujeto de esta oración. En efecto, en el poema la pala-
bra alcanza su máximo esplendor como palabra. Con la
obra de Aurelio Arturo, el lector cobra plena conciencia
de ello, como lo señala en el ensayo «Aurelio Arturo en
su paraíso de palabras»; la poesía se hace con palabras no
con ideas, una tamaña confesión para un filósofo de la talla
de Danilo, fácilmente reconocible como el hombre más
destacado de esta disciplina en Colombia.

13
Presentación

En la poesía, el lenguaje se torna sobre sí mismo: es en


el sentido de von Humboldt, acción, voz y espíritu, por-
que la palabra poética transforma el objeto nombrado,
como cuando decimos con Homero que las velas de las
naves son sus alas. La idea de vela, nave y ala entran en un
mundo poético quebrantando la lógica del lenguaje usual
para significar con sus propias voces. Esto es lo que los
positivistas no entendieron en su análisis y es lo que Cruz
Vélez quiere recuperar; una concepción de la filosofía que
no tenga que sacrificar la profundidad de la máscara, por
la frialdad austera de la lógica como alguna vez la llama-
ra Bertrand Russell. No en vano, el epígrafe de este libro
es la cita de Nietzsche que afirma: todo lo profundo ama
la máscara.
El último gran misterio de este libro, me atrevo a decir,
es uno personal de Danilo Cruz Vélez: el nihilismo. El lec-
tor no podrá dejar de percibir a la vez una contención y
una extraña fascinación del autor por esta forma de pensar,
como la que se siente por todo lo que se oculta. Citando
la novela de Turgenev Padres e hijos, recuerda que el nihi-
lista es el que «no cree en nada». Pero al mismo tiempo,
en la misma obra, y en un sentido laudatorio, el nihilista
es el que «nada respeta», «que a todo aplica un punto de
vista crítico, que no acata ninguna autoridad, que no tiene
fe en ningún principio, ni les guarda respeto de ninguna
clase…». Qué tanto de esto emulaba Danilo en su propia
vida y qué tanto rendía culto a un orden más optimista
con el segundo comienzo y el “otro” comienzo de Heidegger
es algo que el lector deberá reconstruir por sí mismo.

14
Presentación

Por ello mismo, por su cercanía con el misterio, el libro


de Danilo no se ha desligado del ensayo, de la expresión
literaria. Esto mismo lo percibía Cruz Vélez en la obra de
Sartre, como lo pone de manifiesto en un delicioso ensayo
que hay en el libro: «Sartre de cerca». A Cruz Vélez no
le interesa su filosofía, ni su influjo sobre el pensamiento
posterior, ni siquiera su obra como escritor prolijo, sino
algo infinitamente más sutil y misterioso, resumido en una
cita, arte en el cual Danilo es un maestro: recordando en
las Conversaciones con Simone de Beauvoir el gran papel
que había jugado la filosofía en la formación de Sartre, se
trae a colación este comentario del filósofo: «… la consi-
deré el mejor medio para escribir; me daba las dimensio-
nes necesarias para crear una historia». La filosofía es un
género literario.
El ensayo no tiene sentido en un mundo en el que
todo está resuelto. Sigue siendo un malabarismo mental,
un jugar con los elementos como quien manipula una
serpiente frente a otros. No en vano duró lo que duró el
circo: el ensayo es ver a alguien haciendo sentido de un
mundo y no tiene ninguna gracia si los resortes del truco
se tienen por evidentes. El ensayo ha quedado relegado en
los centros educativos a ser un mero simulador del pen-
sar que como un transportador o una plastilina, nadie en
sus años adultos usaría para representar cosa alguna. La
única literatura en un mundo sin misterios es el insufrible
registro de lo que otros han dicho, corroborado a su vez
por otros que han dicho lo mismo, narrado por una voz
esterilizada en off; se le llama paper académico. Y pareciera

15
Presentación

haberse convertido en el único vehículo de expresión de


la filosofía contemporánea.
Esto es justo lo que el libro de Danilo no es. A pesar
de que se trata de un libro compuesto por ensayos escri-
tos en distintos momentos entre 1960 y 1990, se trasluce
una sola voz, modulada por el pensamiento, nunca engo-
rrosa. Me llegué a acostumbrar y a apreciar esa voz tan
propia de Danilo; racional, pero sin necesidad de hacer
alarde de razonamientos; pausada, pero siempre capaz de
seguir la línea, cada elemento en el texto empujando por
lo que viene. Moderada, pero sin necesidad de hacer de
la moderación un fin en sí mismo. Poco imagina el lector
hasta qué punto la filosofía profesional es ilegible, hasta
dónde un pensador de la talla de Danilo realizó un esfuer-
zo divulgativo en el cual el lector agradecerá verse acer-
cado al misterio de la filosofía como un todo, mientras se
desglosan ante sus ojos las ideas que había tenido por las
más extrañas y oclusivas.
El ensayista Emerson alguna vez afirmó algo que nunca
había visto tan claramente aplicable como a este conjunto
de ensayos: la claridad es condición de la profundidad, no
su antítesis. Como en un lago de aguas muy profundas,
sólo vemos hasta el fondo cuando esta es prístina, como
un diamante.

Roberto Palacio

16
§§ Nota editorial

El misterio del lenguaje es el último libro que publicó


Danilo Cruz Vélez1. No es una obra de unidad temática.
Es sólo una agrupación de artículos, escritos en diferentes
épocas y que atienden a exigencias externas de naturale-
za diversa. Sin embargo, es necesario advertir que los dos
grandes temas en que está ordenado el material obedecen
a intereses intelectuales que desde temprano atrajeron la
atención del autor. Estos temas son el lenguaje y, como
temas derivados, el fenómeno poético, en primer lugar, y en
segundo, la crisis del mundo moderno.
La esencia del lenguaje es un problema del que Cruz
Vélez se ocupó tan pronto regresó a Colombia, después
de una larga estancia de estudio en Alemania; y la poesía,
como materia de reflexión, fue una de sus preocupaciones
intelectuales desde la época en que se instala en Bogotá, en
1939. El subtítulo de la primera parte del libro es el mis-
mo título que le da nombre al volumen, lo que pone de

1
Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1995.

17
Danilo Cruz Vélez

manifiesto la importancia que el autor concedió al pro-


blema del lenguaje.
El artículo inicial, «¿Qué es el lenguaje?», es el desa-
rrollo de dos textos que Cruz Vélez escribió en 1960, poco
después de su regreso de Europa. El primero de ellos se lla-
ma justamente «El misterio del lenguaje», publicado en
El Tiempo (Bogotá, 7 de agosto de 1960), y el segundo es
una reseña del libro colectivo Die Sprache (Múnich, 1959),
publicada en la Revista de la Universidad de los Andes
(n.º 11-12, Bogotá, 1960). A estos dos artículos agrega-
mos, como complemento de este volumen, el que dedicó
a la poesía de Antonio Llanos, que publicó la Revista del
Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (n.º 329-330,
Bogotá, 1939), pues es una muestra de ese interés suyo por
el fenómeno poético en una época temprana de su pro-
ducción literaria. Hubiéramos podido sumar además los
que publicó en El Tiempo, de Bogotá, por la misma épo-
ca, sobre poetas ya famosos como Francisco Luis Bernár-
dez y Jorge Luis Borges, artículos que serán incluidos en
el último volumen de Obras completas2, donde se compi-
larán todos los ensayos periodísticos de sus primeros años
en Bogotá (1939-1950). También como complemento,
incluimos en este volumen el artículo que escribió para
responder a la encuesta promovida por la Revista de la

2
La presente edición está basada en la publicación de Ediciones
Uniandes (2015), que hace parte de la colección Obras completas,
publicada entre 2014 y 2016. (Nota de la edición de 2015).

18
El misterio del lenguaje

Universidad de los Andes, acerca del ensayo «La crisis del


verso en Colombia», de Fernando Charry Lara3.
Los ensayos dedicados a dos poetas colombianos con
los que mantuvo una estrecha amistad, Aurelio Arturo y
Eduardo Carranza, los escribió Cruz Vélez con ocasión
de sus muertes, acaecidas en 1974 y 1985, respectivamen-
te: «Aurelio Arturo en su paraíso de palabras» (Golpe
de Dados iii, n.º 13, Bogotá, 1975), y «Arte poética de
Eduardo Carranza», que reproduce con variaciones mera-
mente formales el artículo «El puesto singular de Carran-
za en la poesía nacional» (El correo de los Andes, n.º 31,
abril-mayo, 1985).
Por último, en este tema del lenguaje y la poesía, «El
puesto singular de la poesía en la historia de nuestra cul-
tura», es una ampliación del discurso, titulado «Nuestra
vocación para la poesía», que como homenaje a Mario
Rivero, leyó Cruz Vélez en la Casa de la Poesía Silva, en
Bogotá, con motivo de la publicación del número 100 de
la revista Golpe de Dados (Revista Casa Silva, n.º 3, Bogo-
tá, 1990).
La segunda parte del libro es propiamente un apéndi-
ce de Tabula rasa, el libro anterior de Cruz Vélez, como lo
insinúa el propio autor al nominar esa sección «Variaciones

3
Ambos artículos, el de Charry Lara y el de Cruz Vélez, tienen el
mismo título. Para el primero, consúltese: Revista de la Universi-
dad de los Andes ii, n.º 3, septiembre 1959. Para el segundo: «La
crisis del verso en Colombia», Revista de la Universidad de los
Andes ii, n.º 4, diciembre 1959.

19
Danilo Cruz Vélez

sobre la crisis», que es justo el tema de su libro que aca-


bo de citar. El volumen, por lo demás, es una agrupación
de artículos provenientes casi todos de su columna en El
correo de los Andes.
«La crisis del mundo actual y la filosofía» es la ponen-
cia que, con el título de «El mito del rey filósofo en el mun-
do actual», presentó Cruz Vélez al iii Congreso Nacional
de Filosofía, de Buenos Aires (Actas del Tercer Congreso
Nacional de Filosofía, 1980, vol. i, Buenos Aires, 1982).
En «La decadencia en la historia y la paradoja de la
libertad», Cruz Vélez reúne dos artículos publicados pre-
viamente en El correo de los Andes, con cambios insustan-
ciales pero oportunos para darle unidad al capítulo del
libro. Los títulos de los artículos y sus fechas de publicación
son los siguientes: «Una nueva teoría de la decadencia»
(n.º 29, noviembre-diciembre, 1984), y «La paradoja de
la libertad» (n.º 30, enero-marzo, 1985).
Los demás capítulos de El misterio del lenguaje tienen
los siguientes orígenes:
«La ciudad frente al campo» fue publicado inicial-
mente en la revista Eco (n.º 200, 1978). Años más tarde,
Golpe de Dados (vol. xviii, n.º 108, Bogotá, 1990) hizo
una edición especial del artículo sin variaciones.
«Max Scheler y las ideas éticas del padre Wojtyla»
(El correo de los Andes, con el título de «Las ideas éticas de
Karol Wojtyla», mayo-junio, 1984). «El nihilismo ruso»
(El correo de los Andes, n.º 13, enero-febrero, 1982). «Sar-
tre de cerca» (El correo de los Andes, n.º 25, marzo-abril,

20
El misterio del lenguaje

1984). «Heidegger y el otro comienzo» (Lecturas Domi-


nicales, octubre i.º, Bogotá, 1989).
Para esta edición de Obras completas agregamos, como
complementos, además de los artículos citados sobre «La
crisis del verso en Colombia» y el dedicado al poeta Anto-
nio Llanos, los siguientes:
«Los comienzos del nihilismo», El correo de los Andes,
n.º 10, julio-agosto, 1981.
«Los primeros nihilistas», El correo de los Andes, n.º 11,
septiembre-octubre, 1981.
«El nadaísmo de Stirner», El correo de los Andes, n.º 12,
noviembre-diciembre, 1981.

Rubén Sierra Mejía


3 de octubre de 2014

21
El misterio del lenguaje
§§ Prólogo

La primera parte de este libro se abre con una vie-


ja pregunta: ¿Qué es el lenguaje? Desde que fue plantea-
da por primera vez en el Crátilo de Platón, esta cuestión
ha suscitado grandes dificultades. Pero nuestro interés
por ella no proviene del vano afán de averiguar y recontar
los tropiezos que ha tenido la filosofía del lenguaje desde
entonces, sino de la necesidad de aclarar un fenómeno
histórico reciente.
Se trata del hecho de que, en lugar del ego cogito carte-
siano, del yo y sus cogitaciones, es decir, de la razón huma-
na, el lenguaje se ha ido convirtiendo en nuestro tiempo
en el campo de las decisiones filosóficas fundamentales.
Aunque esta vuelta de la subjetividad hacia el lenguaje
se venía insinuando a lo largo de la Época Moderna, sólo
a principios del siglo xx adquirió un carácter expreso y
programático, sobre todo desde que se constituyó el lla-
mado Círculo de Viena, por cuyo conducto entraron en
la escena filosófica internacional una serie de corrientes
del pensamiento occidental que luchaban por un renaci-
miento del positivismo.

25
Danilo Cruz Vélez

Lo mismo que el viejo positivismo, este neopositi-


vismo sólo acepta el saber que ofrecen las ciencias positi-
vas y rechaza el saber metafísico como un saber ilusorio.
Pero su campo de trabajo no es, como lo era en tiempos
de Comte, la realidad social y la clasificación de las cien-
cias, sino el lenguaje.
En una de sus direcciones, en el positivismo lógico,
el afán en torno al lenguaje se centró en la tarea de lograr
para las ciencias positivas, con la ayuda de la lógica formal
y de las matemáticas, un lenguaje preciso y exacto, tarea
que debía cumplir la «sintaxis lógica», como la llamó
Rudolf Carnap, su fundador.
Carnap coincide con todo el positivismo en el recha-
zo de la metafísica. El único saber válido es, en su enten-
der, el que ofrece el lenguaje científico liberado, mediante
la labor purificadora de la sintaxis lógica, de los equívo-
cos y ambigüedades del lenguaje corriente y del lenguaje
metafísico. Dicho lenguaje debía constituir un sistema
del saber fundamental y último, válido para toda clase de
objetos. Por ello, Carnap crea una nueva «ontología»,
palabra que parece encerrar una renuncia al espíritu anti-
metafísico del neopositivismo. Sin embargo, este no es
el caso. La disciplina que designa aquí dicha palabra no
es la misma ontología clásica, centro de la metafísica, es
decir, un saber sobre los entes desde el punto de vista de
su ser esencial, sino una construcción lógica, en la cual
el ser de los objetos queda reducido a las propiedades
formales que resultan de las múltiples relaciones que
hay entre ellos.

26
El misterio del lenguaje

De suerte que para Carnap el lenguaje corriente carece


de interés. Lo que a él le interesa es el lenguaje científico,
que es un lenguaje artificial. Esto hace cuestionables sus
pretensiones. Pues el saber que comunica este lenguaje no
puede ser algo fundamental y primario. El lenguaje cientí-
fico supone la existencia previa de un lenguaje natural y de
un saber oriundo de este. Sin dicho saber, sin un mundo
ya articulado y ordenado por la actividad nominadora del
hombre en actitud natural, que es una actitud precientífi-
ca y prelógica, el lenguaje científico carecería de correlatos
objetivos para sus sistemas de conceptos y de símbolos,
mediante los cuales convierte lo dado originalmente en
una serie de esquemas abstractos.
En el mismo neopositivismo, la dirección que repre-
senta Ludwig Wittgenstein sí orienta su trabajo en la esfera
del lenguaje corriente, dejada a un lado por Carnap. Pero
su intención es igualmente constituir mediante reflexiones
sobre este lenguaje un saber fundamental. Y, a pesar de su
rechazo de la metafísica, le da al lenguaje un carácter meta-
físico. Pues para él el lenguaje es el fundamento explicativo
último de todas las cosas que constituyen nuestro mundo,
un fundamento último más allá del cual no se puede ir, tal
como ocurría en la metafísica tradicional con lo Absoluto,
es decir, con Dios, las ideas, la subjetividad trascendental,
el espíritu universal, la materia, la energía, la voluntad de
poder, el élan vital, etcétera, que han sido los conceptos cen-
trales de la metafísica en las diversas etapas de su historia.
Semejante encumbramiento del lenguaje humano
exigía una filosofía del lenguaje como disciplina filosófica

27
Danilo Cruz Vélez

fundamental. Y Wittgenstein la postula efectivamen-


te. Él dice que «toda filosofía es una crítica del lengua-
je», aludiendo quizás a su posición opuesta a la de Kant,
para quien toda filosofía es una «crítica de la razón».
Wittgenstein, sin embargo, no llegó a cumplir dicha exi-
gencia, y terminó más bien, olvidando sus intenciones
originarias, en una investigación de lo que él llama los
«juegos del lenguaje».
En su opinión, el lenguaje es un juego. Cada lengua es
un juego peculiar de cada pueblo. Y todas las formas espe-
ciales de lenguaje son tipos diferentes de juego. Pero ¿qué
son estos juegos? Wittgenstein no responde a esta pregun-
ta, porque según él no hay una determinación esencial que
los cobije a todos. Por ende, la conducta adecuada frente a
ellos es ver cómo funcionan y aprender sus reglas de juego.
Esto significa que lo que importa respecto al lengua-
je no es su ser, sino su uso. Lo cual implica la renuncia a
una filosofía del lenguaje y, sobre todo, un abandono de
la pretensión de convertirla en un sistema de saber funda-
mental como base de toda otra clase de saber.
A pesar de todo, es claro que el neopositivismo insta-
ló de nuevo al lenguaje en el centro del interés filosófico,
y pese a su propósito de hacer desaparecer todo rastro de
metafísica, con su encumbramiento de la filosofía del len-
guaje abrió, contra su propio querer, el horizonte de una
rica tradición olvidada de reflexiones metafísicas sobre el
lenguaje.
Las figuras centrales de dicha tradición son Platón y
Wilhelm von Humboldt. Los escritos de este último sobre

28
El misterio del lenguaje

el lenguaje son para la Época Moderna lo que el Crátilo


platónico para la Antigüedad y la Edad Media. De ahí que,
para poder salir del laberinto en que me sentí arrojado al
plantear claramente la pregunta por el ser del lenguaje,
haya decidido tomar como hilo de Ariadna los escritos
pertinentes de estos dos grandes pensadores.
Como lo verá el atento lector, el empeño de primer
plano de Humboldt fue superar la filosofía del lenguaje
tradicional, destacando el sonido como el momento esen-
cial de la palabra, el cual había sido minimizado por Pla-
tón, para quien lo esencial de la palabra se encontraba en
lo ideal, es decir, en la significación. Pero lo que en el fon-
do realmente movía a Humboldt era el anhelo de ir más
allá de Kant, reemplazando la metafísica de este, basada en
la razón, por una metafísica basada en el lenguaje. Pues lo
que él se propuso fue hacer ver que el lenguaje pertenece
a un estrato de la constitución de la realidad más profun-
do que la razón pura; o lo que es lo mismo, que el lengua-
je natural lleva a cabo una ordenación y articulación de lo
dado al hombre caóticamente, antes de que la subjetivi-
dad lo haga, como enseñara Kant, mediante sus formas a
priori de la sensibilidad y del entendimiento.
Los cuatro capítulos siguientes de este libro, que tratan
temas particulares —el lenguaje de la poesía, la obra de dos
poetas colombianos y el puesto preeminente que ha teni-
do el lenguaje poético en la historia espiritual de nuestro
país—, se deben leer en conexión con las precisiones sobre
el lenguaje en general logradas en el primer apartado. En el
primero de ellos se rozan algunas cuestiones propias de

29
Danilo Cruz Vélez

una filosofía del lenguaje poético, una rama de la filosofía


del lenguaje que debe ser desarrollada y sistematizada si
se quiere que las disciplinas literarias que se ocupan de la
poesía alcancen seriedad y rigor. Los dos capítulos dedica-
dos a Aurelio Arturo y a Eduardo Carranza intentan inter-
pretar la poesía de cada uno de ellos, aunque por lo pronto
atendiendo sólo a las líneas y caracteres más generales. El
tema es en ambos casos la obra poética como obra del len-
guaje. Esto significa que se prescinde de sus biografías, de
sus anecdotarios, de sus condiciones económicas y socia-
les, de las influencias sufridas por ellos y de las influencias
que ejercieron. Pues la obra poética es una obra del len-
guaje, y allí hay que ir a buscarla, no en las circunstancias
de diversa índole en medio de las cuales surge, que pueden
ser muy interesantes, pero que tienen poco que ver con la
obra ya creada. Esta puede existir sin ellas, como ocurre en
la obra poética anónima que, liberada de toda referencia de
su creador, gana intensidad y pureza al quedar reducida a su
elemento esencial, que es el lenguaje. El último de dichos
capítulos llama por primera vez la atención sobre un hecho
histórico-cultural singular: sobre el papel que ha tenido el
lenguaje poético entre nosotros en la constitución de una
visión del mundo y de la vida humana, quizás porque a lo
largo de la mayor parte de nuestra historia no hubo una
filosofía viva y activa, que es normalmente la encargada de
cumplir dicha tarea en las culturas superiores.
Los otros textos, que integran una segunda parte del
libro, son una serie de escritos ocasionales, que al ser com-
puestos, sin que yo me lo propusiera, fueron convergiendo

30
El misterio del lenguaje

inevitablemente sobre el problema de la crisis de nuestro


tiempo.
En «La crisis del mundo actual y la filosofía», el ori-
gen de la unión de esta última con la política se busca en
Heráclito, un siglo antes de Platón, quien le dio a dicha
unión el cuño literario que todos conocemos en el mito
del rey filósofo. Allí se intenta, además, precisar en qué
medida puede justificarse tal unión dos mil quinientos
años después y en vista de la crisis actual.
«La decadencia en la historia y la paradoja de la liber-
tad» pretende resolver la contradicción existente entre la
evidencia, por una parte, del progreso, la prosperidad, el
bienestar y el ascenso ingentes, incesantes y acelerados en
que nos envuelven como en un remolino la ciencia y la
técnica modernas y la convicción, por otra parte, de que
el hombre está viviendo actualmente una de las crisis más
profundas de su historia.
«La ciudad frente al campo» cuenta una historia de
nostalgia. La historia en que la pólis se va desligando de la
naturaleza viviente en medio de la cual fue instalada como
la morada peculiar del hombre, hasta convertirse en la
megalópolis actual de cemento y de hierro, replegada sobre
sí misma y de espaldas al campo que la rodeaba antes como
un visible cinturón de verdura. Esta historia traza el tras-
fondo de las crisis de toda índole que vivimos permanen-
temente en nuestras grandes ciudades.
La base de «Max Scheler y las ideas éticas del padre
Wojtyla» es la experiencia que hice hace algún tiempo del
derrumbe de la ética de los valores, el único gran sistema

31
Danilo Cruz Vélez

de filosofía moral surgido después del derrumbe del for-


malismo ético de Kant, y mi convicción de que los inten-
tos de renovación de una ética cristiana no podrán llenar
el vacío que dejó la ruina de esos dos grandes sistemas éti-
cos de la Época Moderna, y de que ello agudizará la cri-
sis moral del hombre actual, obligado a vivir sin un ethos
fundamentado filosóficamente o asegurado mediante la fe
religiosa, un fenómeno histórico que anunció Nietzsche
a fines del siglo xix como la irrupción del inmoralismo.
«El nihilismo ruso» tiene que ver con otro de los sig-
nos de la crisis de nuestro tiempo anunciados por Nietzsche.
Pero mi propósito no era estudiar el nihilismo, sino preci-
sar la participación de los rusos en este inquietante fenóme-
no histórico, sobre el cual se habla y se escribe casi siempre
con gran vaguedad.
En «Sartre de cerca» mi intención no fue exponer su
pensamiento filosófico ni analizar su obra literaria, sino
sólo poner de relieve su figura de gran escritor, el últi-
mo que gozó del enorme poder social que se le conce-
dió al intelectual a partir del siglo xviii, poder que ha
entrado en crisis en la Época de la Técnica, cuando la clase
social que le otorgaba ese poder, la clase media ilustrada, se
desentiende de las ideas y de los modos literarios de comu-
nicarlas, para prestar atención principalmente al bienestar,
a la prosperidad, al confort y al entretenimiento.
En «El nuevo comienzo» lo que me propuse prime-
ramente fue informar sobre el libro póstumo de Heidegger
titulado Contribuciones a la filosofía, pero sin quererlo
expresamente me desvié de dicho propósito, para atender

32
El misterio del lenguaje

predominantemente a la figura radical y dramática que


adquiere allí el problema de la crisis. Heidegger divide
toda la historia del pensamiento occidental en dos gran-
des épocas. La primera la hace comenzar en Grecia. Este
es el «primer comienzo», cuyo despliegue en dos mil qui-
nientos años de historia ha conducido al hombre a una
gran crisis, de la cual sólo podrá salir, en su opinión, mer-
ced a un «nuevo comienzo», diferente al que tuvo lugar
en Grecia. Esta es sin duda una idea fascinante, a pesar de
sus visos de utopía, ya que el hombre es un ser histórico,
y no puede saltar sobre su propia sombra, que es su pasa-
do esencial.

33
El misterio del lenguaje

Primera parte
El misterio del lenguaje

35
Alles, was tief ist, liebt die Maske.
Todo lo profundo ama la máscara.

F. Nietzsche
§§ i. ¿Qué es el lenguaje?

¿Qué es el lenguaje? A esta pregunta responden de


modo diferente, según sea su punto de vista especial, cada
una de las ciencias particulares del lenguaje: la gramática,
la lingüística, la filología, la fonética, etcétera, que desde
sus comienzos han venido progresando sin cesar en sus
diversas esferas de trabajo. Pero la pregunta puede tam-
bién tener un sentido ontológico. Por lo que se pregunta
entonces es por el ser del lenguaje en cuanto tal. Esto es
lo que hace la filosofía del lenguaje, la cual no ha tenido
la marcha segura de dichas ciencias; por el contrario, su
historia ha sido más bien una historia de fracasos.
El primer escollo de esta disciplina aparece ya en la
búsqueda del campo en que ha de estudiar su objeto. Pues
han resultado muy cuestionables los intentos de acotar
dicho campo en cualquiera de las dos grandes regiones en
que se divide la realidad, que son la naturaleza y el mundo
histórico-cultural.
El lenguaje no pertenece a la naturaleza, porque no
brota de ella como la planta o el animal. El evolucionalismo

39
Danilo Cruz Vélez

darwinista, confirmado en gran medida en su doctrina


sobre la evolución de las especies, no ha podido, sin embar-
go, comprobar el origen animal del lenguaje humano. Par-
tiendo de las fuerzas naturales que impelen al animal a
expresar mediante sonidos inarticulados el temor frente
al peligro que se acerca o la necesidad de alimento o de
pareja, no se puede explicar el surgimiento de dicho len-
guaje. Esos fenómenos tienen un carácter exclusivamente
biológico. Entre ellos y los fenómenos oriundos del len-
guaje hay un abismo infranqueable. Mientras el lengua-
je del hombre funda todo un nuevo mundo —el mundo
del sentido—, dichos actos animales cumplen su función
biológica y desaparecen sin dejar huella.
El lenguaje tampoco pertenece al mundo histórico-
cultural, del cual, por su parte, lo deriva el llamado evolu-
cionalismo histórico. Sin embargo, esta hipótesis contra-
dice el hecho de que la creación de dicho mundo supone
el lenguaje como su condición de posibilidad. La pues-
ta en marcha de la historia humana y de la constitución
de la cultura, aun en sus formas más elementales, como,
por ejemplo, en la que representa la fabricación de instru-
mentos de piedra labrada, no se pueden comprender sin
la existencia previa de un hombre cuyo ser y cuyo hacer
dependen del lenguaje.
Otra dificultad semejante radica en el modo como
nos son dados los fenómenos del lenguaje.
Fuera de la atención que hay que prestar a unos pasos
metódicos preliminares, la apertura de una relación con la
realidad natural o la realidad histórico-cultural no ofrece

40
El misterio del lenguaje

ninguna dificultad. Esas dos grandes formas de la realidad


están siempre abiertas a nuestro afán de conocimiento y,
si empleamos métodos de trabajo adecuados, podemos
entrar en contacto con ellas en una relación cognoscitiva
directa y segura.
Lo contrario ocurre con el lenguaje. Aunque nos rodea
por todas partes y nos acompaña en todos los actos de
nuestra vida, cuando intentamos establecer una relación
cognoscitiva con él, se escapa a nuestra mirada. La causa
de ello es que el decir es el modo como el lenguaje se nos
ofrece. Y lo que se muestra en el decir no es el decir mis-
mo, esto es, el lenguaje, sino lo dicho mediante él: la pie-
dra, la flor, la estrella, los otros hombres y sus acciones y
creaciones, etcétera. El lenguaje, por decirlo así, se oculta
altruisticamente, para dejar aparecer ante nosotros todas
esas cosas, que obviamente no son el lenguaje.
Lo más asombroso y lo más misterioso de todo es que
el lenguaje se nos presenta como él mismo, y no como otra
cosa, sólo cuando se perturba la relación habitual en que
vivimos con él. Por ejemplo, cuando en el diálogo o en el
monólogo nos falta una palabra, un giro, una locución.
Entonces intentamos restablecer dicha relación habitual
con el lenguaje extendiendo las manos, no hacia un obje-
to determinado —hacia un vocablo, un sonido, un signo
o un concepto—, que es justamente lo que hemos perdi-
do, sino hacia el lenguaje mismo como pidiéndole ayuda.
Sólo en semejante momento podemos vivir realmente
nuestra referencia a él y su clara presencia en cuanto tal y
sin mezcla.

41
Danilo Cruz Vélez

Otra causa de extravíos en este campo es el hecho de


que el lenguaje se realiza también mediante los órganos
de fonación —boca, labios, lengua y garganta—, lo cual
induce a explicarlo en relación con ellos. Es sorprenden-
te que los griegos, que iniciaron la meditación sobre el ser
del lenguaje, no tuvieran una palabra adecuada para desig-
narlo. Lenguaje es en griego glōssa, que significa igualmen-
te lengua como órgano de degustación y de fonación. Lo
mismo ocurre en los pueblos románicos. Lingua tiene en
italiano ese doble sentido, lo mismo que en francés langue
y en español lengua. Pero esta interpretación del lengua-
je partiendo del fenómeno fisiológico del hablar deja por
fuera aspectos del lenguaje que no tienen nada que ver con
la fisiología. Y, además, no tiene en cuenta algunos hechos
que la contradicen. La capacidad de hablar, por ejemplo,
se puede perder transitoria o definitivamente. Pero con
ello no se pierde el lenguaje. El mudo continúa instalado
en el lenguaje; puede entender el lenguaje escrito y crear
un lenguaje de gestos. Es más: el hablar encierra en sí el
callar como un momento suyo. Sólo el que puede callar
puede hablar realmente. El hombre tiene que recogerse en
el silencio, cuando quiere hablar de verdad.
En este campo ha estado también en acción nuestra
tendencia inveterada a comprenderlo todo recurriendo a
las categorías de causa y efecto. Y como el lenguaje está
indisolublemente ligado al hombre como su atributo esen-
cial, se piensa que antes de que el hombre comenzara a
existir no existía el lenguaje y que, por tanto, el inventor
del lenguaje es el hombre, es decir, que este es su causa y

42
El misterio del lenguaje

el lenguaje el efecto de un acto creador del hombre, deter-


minado por la necesidad que este tiene de comunicación
y de expresar sus estados internos.
Contra esta hipótesis, sin embargo, desde los griegos
se viene definiendo el hombre como un zoon lógon échon,
como un «animal que posee el lenguaje». Esto significa
que lo que constituye el ser propio del hombre es el len-
guaje, y que sin el lenguaje es un mero animal. ¿Cómo
pudo, pues, un animal haber sido la causa del lenguaje?
Este enigma ha encontrado su expresión en las famosas
palabras de W. von Humboldt: «El hombre es sólo hom-
bre por el lenguaje; de manera que para inventarlo tenía
que ser ya hombre».
Se podría seguir acumulando datos semejantes a los
anteriores. Mas sólo queríamos llamar la atención sobre la
atmósfera de misterio que rodea al lenguaje. A las ciencias
positivas del lenguaje esto las tiene sin cuidado, porque en
el fondo ellas no preguntan por el ser del lenguaje. Cuan-
do plantean la pregunta, ellas ya saben qué es el lengua-
je. Dichas ciencias parten de un supuesto incuestionado
sobre el ser del lenguaje. Este es para ellas sonido, palabra,
frase, signo… Por ello pueden dedicarse tranquilamente
a la investigación de las cuestiones que encierran dichos
títulos, sin preocuparse de los problemas que implica tal
supuesto.
La filosofía del lenguaje, en cambio, ha vivido en per-
manente inseguridad, revisando siempre de nuevo sus
conceptos. Y en la hora actual se anuncia algo inquietan-
te en los senos de ella. Ya no se trata de la acostumbrada

43
Danilo Cruz Vélez

revisión periódica de sus conceptos capitales, sino de algo


más grave: de una revisión de sus fundamentos.
En 1959, la Academia Bávara de Bellas Artes organi-
zó un ciclo de conferencias, que se dictaron en Múnich,
y que aparecieron después recogidas en un volumen, bajo
un sencillo título: El lenguaje4. Al lado de una conferen-
cia de M. Heidegger, aparecen allí las de algunos pensa-
dores, científicos y hombres de letras de primer rango en
Alemania. Por todas ellas circula ese viento revisionista
de los fundamentos de la filosofía del lenguaje. Además,
en el mismo año Heidegger publicó su libro titulado En
camino hacia el lenguaje5, donde recogió sus trabajos de
varios años sobre el lenguaje, y donde se pueden ver desde
el fondo los orígenes de dicha revisión de los fundamen-
tos de la filosofía del lenguaje.
La revisión radical de la filosofía del lenguaje está en cone-
xión con la revisión de la metafísica occidental, en marcha
desde hace varias décadas. La metafísica suministró los
modelos con que venían operando la filosofía del lengua-
je y las ciencias particulares del lenguaje. Pero en nues-
tros días la metafísica ha llegado a su plenitud, lo que ha
permitido verla en su evolución total, y preguntar por su
esencia y por sus límites. La consecuencia de ello es que ya
no se opera sencillamente con sus modelos como supues-
tos comprensibles de suyo, sino que se los tematiza y se

4
Martin Heidegger et al., Die Sprache (Múnich: Oldenburg, 1959).
5
Martin Heidegger, Unterwegs zur Sprache (Pfullingen: Neske,
1959).

44
El misterio del lenguaje

pregunta por su legitimidad. Ahora bien: ¿qué tiene que


ver la teoría del lenguaje con la metafísica?
La primera investigación sistemática sobre la esencia
del lenguaje la encontramos en el Crátilo de Platón. En el
vaivén dialéctico de este diálogo, el sonido, la imagen y
el signo se revelan como los elementos constitutivos del
lenguaje.
En los comienzos de las reflexiones de los griegos sobre
el lenguaje, la imagen había sido considerada como su ele-
mento fundamental. Aquí hay que buscar el origen de la
teoría naturalista del lenguaje, en la cual las palabras eran
concebidas como imágenes naturales de las cosas, en lo cual
se veía la razón de que los nombres de estas no podían ser
cambiados arbitrariamente —a la cosa rosa sólo le conve-
nía el nombre rosa, y no admitía, vergibracia, el nombre
piedra—.
Posteriormente, los sofistas le habían dado la prepon-
derancia al signo, interpretándolo como un producto de la
convención. Para ellos, los nombres de las cosas eran sig-
nos arbitrarios, intercambiables a voluntad, convenidos
por los hombres de un círculo cultural determinado para
poder entenderse entre sí. De ahí surgió la teoría conven-
cionalista del lenguaje.
Pero Platón, por su parte, introduce en el diálogo un
nuevo elemento. Lo significante en los nombres, según
él, no es el resultado de una convención entre los hablan-
tes, sino la expresión de su contenido ideal, de la idea que
encierran. Este es el punto de partida de la teoría ideal del
lenguaje.

45
Danilo Cruz Vélez

Aquí no nos interesa exponer la complicada estruc-


tura del Crátilo. Sólo queríamos destacar en él un mode-
lo que ha servido de pauta a toda la filosofía del lenguaje.
Este modelo, que ha prevalecido durante más de dos mil
años, está constituido por las nociones de sonido, imagen,
signo e idea, para no hablar de sus múltiples variantes. A
través de Aristóteles llega a la Edad Media, para reapare-
cer posteriormente en la Época Moderna. Y en nuestro
tiempo sigue vigente. Recuérdense las teorías naturalistas
sobre el origen del lenguaje, las doctrinas lingüísticas de
E. Husserl y A. Marty y la concepción convencionalista
del lenguaje del positivismo lógico.
Pues bien, dicho modelo de la filosofía del lenguaje
tiene un origen metafísico. Su base es la doctrina de los
dos mundos, la cual divide la totalidad de lo que hay en el
mundo sensible de los sentidos y el mundo inteligible de
las ideas. En la esfera del lenguaje, lo sensible es el sonido
y la imagen, y lo inteligible es el signo, el símbolo, la idea,
el pensamiento, la significación y el sentido.
En la historia de la filosofía del lenguaje, todos estos
momentos aparecen. Ellos constituyen, pues, un marco
interpretativo permanente. Sus variaciones históricas, cau-
sa de la multiplicidad de las doctrinas contrapuestas sobre
el lenguaje, provienen de las diferentes maneras de con-
cebir cada momento y, sobre todo, de las diferencias en la
importancia o en la predominancia que se le fue dando
alternativamente a cada uno de ellos.
Es de sobra sabido, sin embargo, que en la Época
Moderna la metafísica sufre una transformación radical

46
El misterio del lenguaje

en manos de Descartes, la cual determina una modifica-


ción fundamental del modelo metafísico de la filosofía
del lenguaje.
Gracias a Descartes, el marco metafísico constitui-
do por la relación entre el mundus sensibilis y el mundus
intelligibilis, imperante aún en la Edad Media, llega a ser
remplazado por el que configura la relación del sujeto con
sus objetos. El ego cogito se convierte entonces en el cam-
po donde se constituye la objetividad de todas las cosas.
Todo lo que hay comienza, por tanto, a ser visto como un
producto objetivo de la actividad constituyente del suje-
to humano.
Wilhelm von Humboldt es el primero que aplica sis-
temáticamente este esquema metafísico moderno a la filo-
sofía del lenguaje. Uno de sus tratados sobre el lenguaje,
el titulado Sobre la diversidad de la estructura humana del
lenguaje y su influjo sobre la evolución espiritual del género
humano es para la Época Moderna lo que el Crátilo para
la Antigüedad y la Edad Media. La disparidad entre estos
dos escritos radica en la diferencia de los horizontes en
que se mueven sus autores.
En el Crátilo, Platón ve el lenguaje a la luz de la doc-
trina sobre los dos mundos. Encuadrado en este marco,
cualquiera de los nombres que lo integran, verbigracia, el
nombre árbol encierra en sí la idea árbol, siempre la misma y
válida siempre para todos los árboles reales y posibles;
y, junto a esta idea universal, encierra también sonidos,
sílabas y letras, ingredientes del mundo sensible, que son
individuales y cambiantes. Esta mezcla de lo universal,

47
Danilo Cruz Vélez

esencialmente invariable, con lo sensible, que es esencial-


mente cambiante, permitió explicar por primera vez, sin
caer en la teoría convencionalista de los nombres, el hecho
asombroso de que en lenguas diferentes se pueda expresar
el mismo ser esencial con sonidos y letras diferentes, por
ejemplo, la idea mesa mediante las palabras trápeza, men-
sa, Tisch, table, tavola, etcétera.
En el tratado de Humboldt, en cambio, la doctrina de
los dos mundos ya ha perdido toda vigencia. Ni el mundo
de las ideas, ni el mundo sensible, ni la unión de ambos
acotan el campo en que se pregunta allí por el ser del len-
guaje. El campo es ahora la subjetividad humana, el Geist
o espíritu, como dice Humboldt, de acuerdo con la ter-
minología imperante en su tiempo.
El núcleo de todo el tratado se encuentra en el siguien-
te pasaje, que en nuestra opinión encierra lo nuevo y lo
esencial de la filosofía del lenguaje de Humboldt:

Die Sprache, in ihrem wirklichen Wesen aufgefasst, ist


etwas beständig und in jedem Augenblicke Vorübergehendes…
Sie selbst ist kein Werk —Érgon—, sondern eine Tätigkeit
—Enérgeia—. Ihre wahre Definition kann daher nur eine
genetische sein. Sie ist nämlich die sich ewig wiederholende
Arbeit des Geistes, den artikulierten Laut zum Ausdruck
des Gadanken fähig zu machen6.

6
Wilhelm von Humboldt, Werke tomo iii: Schriften zur Sprachphi-
losophie (Darmstadt: Wiss. Buchgesellschaft, 1960-1981), 418.

48
El misterio del lenguaje

El pasaje dice en nuestra lengua:

El lenguaje, concebido en su genuina esencia, es algo


en cada momento y constantemente pasajero. El lenguaje
no es una obra acabada —érgon—, sino una actividad
—enérgeia—. Por ello, su verdadera definición sólo puede
ser una definición genética. El lenguaje es el trabajo eter-
namente renovado en que el espíritu hace al sonido arti-
culado capaz de expresar el pensamiento.

Este texto está rigurosamente construido y habla con


gran precisión. Ello, no obstante, no se abre inmediata-
mente a nuestro primer intento de intelección. Por ello
tenemos que explicar sus pasos principales.
Lo que salta a primera vista es que Humboldt desplaza
el lenguaje del campo formado por la unión del mundo de
las ideas y el mundo sensible, y que lo sitúa en el campo
de la subjetividad humana. De ahí que comience atribu-
yéndole la característica principal de esta —su movilidad y
cambio incesantes— y determinándolo, primero negativa-
mente y después positivamente, mediante dos conceptos
de la metafísica de Aristóteles que permiten elucidar en él
dicha característica: los conceptos de érgon y enérgeia.
El lenguaje, dice Humboldt, no es un érgon. Ello sig-
nifica que no es un resultado, un producto final, una obra
acabada, un objeto terminado, una cosa lista para ser uti-
lizada como un utensilio para la comunicación entre los
hombres. El lenguaje es más bien para él enérgeia, pura
actividad, una actividad que no cesa en su despliegue infi-
nito, despliegue en el cual es lo que es, tal como le ocurre
a la subjetividad misma.

49
Danilo Cruz Vélez

Una de las consecuencias de lo anterior es que el len-


guaje no puede ser determinado por una definición nor-
mal. Como se sabe, esta puede ser una definición real o
una definición conceptual. En la definición real se ponen
a la vista las propiedades de una cosa; pero esto es imposi-
ble en nuestro caso, porque el lenguaje no es una cosa con
propiedades fijas. En la definición conceptual, en cambio,
se desenvuelve lógicamente el contenido del concepto de
un objeto; mas esto también es imposible aquí, porque
el contenido de un concepto es un contenido objetivo,
constituido en sus referencias mentales a un objeto, y el
lenguaje no es un objeto. Por esta razón dice Humboldt
que la única definición adecuada al lenguaje es la defini-
ción genética. Esta es la que los escolásticos llaman defi-
nición per generationem, en la cual algo es considerado en
su generación, en el modo de producirse, en su devenir.
Que es justamente lo que hace Humboldt en el texto que
estamos interpretando.
Pero antes de todo tenemos que poner de relieve algo que
nos lleva inmediatamente al núcleo de la idea peculiar
que tiene Humboldt del lenguaje. Se trata de lo siguiente.
A pesar de considerar el lenguaje como una actividad
incesante que se justifica por sí misma en cuanto pura agi-
lidad, tomando esta palabra en su sentido etimológico,
Humboldt le fija un fin preciso, al cual se refiere al prin-
cipio del tratado diciendo que lo que persigue el lenguaje
es «la conquista de una visión previa del mundo»7.

7
Humboldt, Schriften zur Sprachphilosophie, 390.

50
El misterio del lenguaje

Con estas palabras, Humboldt da un salto desde el


ámbito lingüístico hacia el centro de la metafísica moderna
de la subjetividad, cuyo gran problema era el de la salida
hacia el mundo, para poder superar la soledad del yo des-
pués de que la duda metódica cartesiana había destruido
teóricamente todo lo que no fuera el «yo pienso», el ego
cogito.
En la plenitud de dicha metafísica, Kant había encon-
trado una salida, gracias a un análisis de las funciones
trascendentales de la subjetividad, en las cuales había des-
cubierto las condiciones a priori de posibilidad de todo lo
objetivo. De este modo, había logrado mostrar el proceso
en que en su opinión el sujeto sale de sí y se refiere a sus
objetos y a un mundo como unidad de todos los objetos.
Dicho proceso de salida equivaldría, pues, a un proce-
so de constitución del mundo objetivo. El siguiente esque-
ma nos puede explicar ese doble proceso que implica la
doctrina de Kant.
El sujeto recibe del exterior un caos de sensaciones.
En el caos no hay mundo ni hay objetos. Pero el sujeto le
impone a ese caos las formas subjetivas de la sensibilidad y
el entendimiento —espacio, tiempo y categorías—. Dentro
de estas formas suyas, que posee a priori, ordena el caos en
un tejido de relaciones espacio-temporales —arriba-aba-
jo, delante-atrás, ahora-antes-después…— y de relaciones
categoriales —substancia-accidente, cosa-propiedades, cau-
sa-efecto, acción recíproca entre varios…—. El resultado
de este proceso sería, por tanto, la superación del caos y la
constitución de un mundo de objetos como un tejido de

51
Danilo Cruz Vélez

todas esas relaciones, al cual quedaría referido el sujeto.


Con otras palabras: la constitución de lo que podríamos
llamar la relación fundamental sujeto-objeto, yo-mundo.
A esta altura alcanzada por la metafísica moderna entra
Humboldt en la escena filosófica. Su entrada no fue pacífi-
ca. Desde el primer momento se aparta de dicha metafísica
y, en lugar de continuar escudriñando en la subjetividad
las funciones constituyentes de los objetos y la salida hacia
el mundo, retrocede a un estrato más profundo de fun-
damentación, al estrato del lenguaje, donde creyó poder
encontrar las condiciones de posibilidad de esas funcio-
nes y el camino hacia el mundo.
Es de sobra evidente que este cambio de horizonte
implica ya un intento de superación de la metafísica de la
subjetividad, el primero que se puede registrar en la historia
de la filosofía moderna. Porque lo que pretende Humboldt
con su paso hacia atrás desde la conciencia hacia el lenguaje
es que, antes de estudiar la constitución de los objetos como
un tejido de relaciones espacio-temporales y categoriales
puestas por el sujeto, se estudie el lenguaje como fuente de
una visión previa del mundo, sin la cual, en su entender, es
imposible toda actividad constituyente de objetos.
Es claro, además, que Humboldt polemiza aquí con-
tra Kant como representante de la plenitud de la metafí-
sica de la subjetividad. Él no lo dice expresamente. Pero
el asunto central que aborda, que es el mismo de Kant, y el
empleo del mismo lenguaje de Kant no dejan lugar a dudas
al respecto. Pero sobre todo hay unas palabras suyas muy
elocuentes que se encuentran en un breve pasaje del estudio

52
El misterio del lenguaje

titulado Über das vergleichende Sprachstudium —Sobre


el estudio comparado del lenguaje—, que fue presentado
a la Berliner Akademie el 29 de junio de 1820. Este estu-
dio inicia los trabajos filosóficos de Humboldt sobre el
lenguaje y encierra un programa de ellos. De ahí que sus
editores lo hayan colocado a la cabeza de sus Schriften zur
Sprachphilosophie —Escritos sobre filosofía del lenguaje—, que
integran el tomo iii de las Obras completas de Humboldt
que venimos citando. Dicho pasaje reza: «Die Sprache
ist der grosse Überganspunkt von der Subjektivität zur
Objektivität», «el lenguaje es el gran punto de tránsito de
la subjetividad a la objetividad»8. Parece que estuviéramos
oyendo a Kant. Aquí lo único ajeno a él es el sujeto de la
oración. Este es para Humboldt el lenguaje. Lo cual signi-
fica que, en lugar de las condiciones subjetivas a priori de
la objetividad, él pone el lenguaje como punto de partida
de todo, como diciéndole a Kant que, aunque ambos per-
siguen la misma meta, él por su parte toma otro camino.
Además, y aunque ello parezca obvio, conviene poner
de relieve lo siguiente:

1. Al convertirse Humboldt en filósofo, saltando de las


ciencias del lenguaje a la metafísica, el punto de partida
seguro del filosofar que había buscado y encontrado
Descartes deja de ser el «yo pienso», la conciencia.
Para Humboldt ese fundamentum inconcussum es el
lenguaje y su visión previa del mundo.

8
Humboldt, Schriften zur Sprachphilosophie, 18.

53
Danilo Cruz Vélez

2. En el título «filosofía del lenguaje», el genitivo del


adquiere en manos de Humboldt el doble sentido de
un genitivus objectivus y de un genitivus subjectivus. Esto
significa que para él la filosofía del lenguaje no es sólo
una filosofía sobre el lenguaje, sino también una filosofía
desde el lenguaje; y que los problemas filosóficos
debían ser enraizados en el lenguaje, pero sólo para
perseguirlos en su raíz última, no para vaciar a la filo-
sofía de las cuestiones que la han movido desde los
griegos, reduciéndola a una analítica del lenguaje, tal
como ha ocurrido en algunas formas del positivismo
contemporáneo.

Por otra parte, desde el punto de vista terminológico


hay que subrayar que en la Weltansicht, en la concepción
previa del mundo, este no es el mundo real como la unidad
de los objetos ya constituidos, tal como lo concibe Kant;
ni, como lo conciben las ciencias positivas, una multipli-
cidad de esferas de la realidad dadas sin más de antemano
y cuyas estructuras hay que esclarecer mediante la inves-
tigación. La Weltansicht no va tan lejos. Lo único que el
mundo de esta ofrece es un marco de ordenación de lo
dado primeramente en desorden, unos puntos de orienta-
ción y de ubicación, unas nociones preconceptuales sobre
las regiones y las dimensiones de la realidad, todo lo cual
configura el esbozo previo de un cierto cosmos que excluye
el caos. Este cosmos primario no es el cosmos que funda
la filosofía ni el cosmos que diseñan las ciencias. La visión
previa del mundo es prefilosófica y precientífica, como ya

54
El misterio del lenguaje

lo hemos insinuado. Pero sin ella, el filósofo carecería de


un horizonte para sus preguntas y sus cogitaciones, y las
ciencias no tendrían unos campos más o menos delimita-
dos para poner en marcha su investigación.
No se puede negar que es muy difícil describir sistemá-
ticamente dicha visión previa del mundo que el lenguaje
constituye antes de toda filosofía y de toda ciencia, y en la
cual el mundo tampoco es el contorno natural que supo-
nemos actuando a través de los datos de los órganos de los
sentidos u oponiéndose a nuestros impulsos o ejerciendo
presión sobre nuestros cuerpos. Humboldt no nos da nin-
gún punto de apoyo firme para la descripción. Sus hábitos
expresivos, que comparte con la generación de filólogos
a que pertenece, no le permite decir las cosas con energía
y sin vaguedades, lo cual ha sido en gran medida la causa
de la escasa resonancia que han tenido sus doctrinas fue-
ra de Alemania.
Una aproximación indirecta al contenido de la visión
previa del mundo nos la podría facilitar, sin embargo, la
actualización de cualquiera de las formas del ser en el mun-
do de la existencia humana en su cotidianidad. Porque
ninguna de ellas se puede pensar sin una referencia a un
mundo interpretado preconceptualmente. La actualiza-
ción, por ejemplo, de la del hombre mítico podría servir-
nos muy bien para dicha aproximación, porque ha sido
estudiada intensamente, a causa de su importancia para el
esclarecimiento de los orígenes del pensamiento filosófico
y científico, que los historiadores han interpretado como
un paso del mythos al lógos, es decir, de la interpretación

55
Danilo Cruz Vélez

preconceptual de lo real a la conceptual. Pero inclusive en


un caso extremo de humanidad, como lo es el del hombre
primitivo, tan próximo al puro ser natural, encontramos
esa referencia a un mundo interpretado preconceptual-
mente, y podemos ver aproximadamente el contenido de
este tipo de mundo. Porque el hombre primitivo no es un
mero viviente inserto en la naturaleza y delimitado por
un mundo circundante prefijado por su propia estructu-
ra orgánica y sus instintos, como le ocurre al animal. El
hombre primitivo vive en un mundo mágico fundado por
el lenguaje. Este establece las diferencias entre las diversas
regiones y dimensiones de la realidad, verbigracia, las que
existen entre lo sagrado y lo profano, lo vivo y lo muerto,
lo normal y lo asombroso, lo natural y lo social. El lengua-
je, además, fija las relaciones mágicas de causalidad y de
acción recíproca entre las cosas y personas, entre las per-
sonas y entre las cosas. Pero su función más importante
es la producción de las palabras fundamentales, que no se
refieren en particular a las regiones de la realidad, ni a las
cosas ni a las personas, sino a lo que conviene a todos estos
modos de ser. Ellas nombran la totalidad de lo que hay en
su unidad. Esta unidad funda la unidad del mundo mágico,
que es el de la visión previa del mundo del hombre primi-
tivo, la cual constituye el marco general de su existencia.
El mundo es aquí un mundo preconceptual, pero no es el
mundo circundante del animal, sino un mundo interpreta-
do mágicamente. Aquí puede producirse también un paso
de este mundo a un mundo interpretado filosófica o cien-
tíficamente, como ocurre cuando el hombre primitivo se

56
El misterio del lenguaje

incorpora totalmente a la «civilización». Pero, de todos


modos, el mundo mágico es el ámbito en que el hombre
primitivo se instala y se orienta en la realidad. De suerte
que el nuevo mundo, el filosófico o el científico, tiene que
crecer para el hombre primitivo desde el suelo de este mun-
do mágico o, lo que es lo mismo, desde el lenguaje mági-
co que le ofreció originariamente la primera apertura de
todas las cosas unificadas en un cosmos.
Pero ahora tenemos que volver al texto de Humboldt
que venimos interpretando, el cual, en su parte final, trae
la definición genética del lenguaje que se exige en la pri-
mera, a saber: «El lenguaje es el trabajo eternamente reno-
vado en que el espíritu hace al sonido capaz de expresar
el pensamiento».
En esta definición genética se habla de un trabajo en
que se constituye el lenguaje. De suerte que ella no define
el lenguaje en el sentido normal de la definición; no da,
por tanto, las notas esenciales o accidentales del objeto
llamado lenguaje. Lo que pone a la vista la definición es
el modo de producirse el lenguaje, el proceso infinito en
que está fluyendo sin cesar, gracias al trabajo del espíritu,
o sea, gracias a la actividad de la subjetividad humana, de
acuerdo con la terminología actual.
A pesar de su carácter específicamente moderno, en
esta definición reaparecen, siguiendo las leyes inquebran-
tables que rigen en la historia de la metafísica occidental,
los momentos esenciales que vimos en la doctrina plató-
nica sobre el lenguaje.

57
Danilo Cruz Vélez

En efecto, el mundo inteligible de las ideas se evapora


en la metafísica moderna, pero las ideas no desaparecen;
transformadas en pensamientos, surgen ahora en una nue-
va dimensión, en la dimensión de la subjetividad huma-
na. Los otros momentos que tiene en cuenta Platón en la
constitución del lenguaje también reaparecen: las imáge-
nes, transmutadas en representaciones, y el sonido, con-
vertido en el fundamento único del lenguaje.
En esta metamorfosis, lo que más asombro produce
es que aquí la materia de que habla Platón queda reduci-
da al sonido; y, sobre todo, que el sonido se convierte en
el momento fundamental de la constitución del lenguaje.
En dicha constitución, Platón le había atribuido al
sonido un papel secundario. Para él, el sonido era, en cali-
dad de materia, casi nada: un mero dato sensible que sólo
mediante su unión con una idea adquiría forma y sentido.
Humboldt, en cambio, le da el papel principal. Es más: el
sonido es para él el fundamento del ser del lenguaje. ¿A
qué se debe semejante potenciación ontológica del sonido?
Como ya vimos, en conexión con el problema del ser
del lenguaje a Humboldt le interesa igualmente el proble-
ma metafísico de la salida de la subjetividad hacia la obje-
tividad. Y justamente aquí, en el sonido, encuentra la vía
de salida buscada. Porque el sonido en la palabra tiene un
doble carácter: al mismo tiempo es algo interior y algo
exterior, lo que no ocurre con el pensamiento ni con la
representación, que pertenecen sólo a la subjetividad. El
sonido de la palabra, en efecto, es producido por el suje-
to al ser emitido; pero, por otra parte, es escuchado por el

58
El misterio del lenguaje

oído, lo que supone que ha sido transmitido desde fuera


por el aire, que es un medio físico exterior. En suma, en el
sonido del lenguaje se encuentran la intimidad humana y
la exterioridad de las cosas como dos caminos contrapues-
tos que se unen para formar uno solo. Razón por la cual el
sonido puede funcionar como el «gran punto de tránsi-
to de la subjetividad a la objetividad», de acuerdo con las
palabras de Humboldt que citamos anteriormente. Esto
explica dicha potenciación ontológica del sonido, que, a
causa de una interacción entre lo metafísico y lo lingüís-
tico, coadyuva, por otra parte, a la nueva determinación
del ser del lenguaje.
Consecuente con dicha potenciación, Humboldt deri-
va del sonido todos los ingredientes del lenguaje; no sólo
las representaciones y los pensamientos, que corresponden
respectivamente a las imágenes y las ideas en la doctrina
platónica del lenguaje, sino también la concepción previa
del mundo, tal como él la entiende.
De acuerdo con la genealogía de la relación sujeto-ob-
jeto tal como la describe Kant, pero modificada ahora al
poner el lenguaje como la fuente última de dicha relación,
lo primero que encuentra Humboldt en la subjetividad es
un material caótico de sonidos. Mediante el trabajo del
«espíritu», los sonidos dispersos y sin forma se convierten,
según Humboldt, en sonidos articulados. Estos, a su turno,
se constituyen en centros de unificación del caos de las repre-
sentaciones. Las representaciones unificadas dan origen, por
su parte, a las nociones, en las cuales hay ya una referencia
mental a objetividades. Finalmente, el sujeto construye un

59
Danilo Cruz Vélez

sistema total de representaciones y nociones. Este sistema


es el mundo de que habla la visión previa del mundo.
No sobra insistir en que este mundo no es el mundo
conceptual de la filosofía y de la ciencia, sino un marco
preconceptual de orientación y ordenación, sin el cual el
pensar filosófico y la investigación científica no se pueden
poner en marcha. Es, pues, una especie de esquema previo
esbozado por el lenguaje y colocado entre el hombre y lo
real, a los cuales remite en direcciones contrapuestas. De
ahí que pueda servir de punto de transición de la subjeti-
vidad a la objetividad. A este carácter intermedio del mun-
do que es el lenguaje se refiere expresamente Humboldt:
«El lenguaje no es un mero medio de intercambio para
la comprensión mutua, sino un verdadero mundo, que el
espíritu tiene que colocar, por medio del trabajo interior
de sus propias fuerzas, entre sí mismo y los objetos»9.
Mediante este mundo, hecho de palabras, interpues-
to entre la subjetividad y lo real dado originariamente, el
hombre se abre a una posible objetividad. Si antes de esta
apertura lo real era una multiplicidad subjetiva de datos
caóticos, ahora es algo objetivable, y el sujeto puede poner
en marcha la objetivación, el proceso en que se van cons-
tituyendo los objetos, de acuerdo con las categorías esta-
blecidas previamente por el lenguaje. De este modo, va
surgiendo el mundo real de los objetos. De ahí que este
pueda ser un mundo social, es decir, un mundo en común
con los otros hombres abiertos a la misma realidad. Esto

9
Humboldt, Schrifen zur Sprachphilosophie, 567.

60
El misterio del lenguaje

explica igualmente por qué la lengua de los partícipes de


ese mundo es una lengua común y está sometida a unos
principios y a unas normas válidas para todos. Si no fue-
ra así, cada uno tendría sólo su propio mundo subjetivo.
Como dijimos anteriormente, esta teoría de Humboldt
ha sido para la modernidad lo que la platónica fue para la
Antigüedad y para la Edad Media. Y si se tiene en cuenta
su larga vigencia y el poder de convicción que ambas han
tenido a lo largo de los siglos, se podría suponer que son
modelos de claridad y solidez. Pero este no es el caso. Pese
a que han proporcionado las bases para resolver múltiples
problemas del lenguaje, ambas están llenas de lagunas.
Respecto a la teoría ideal del lenguaje, ya desde la Anti-
güedad se ha venido llamando la atención sobre la obscu-
ridad de su fundamento. Este está en la teoría de las ideas,
en lo que Nietzsche llamó después la «fábula del otro
mundo», o sea, la invención de un mundo ideal inteligi-
ble diferente del mundo sensible de la experiencia.
La ficción de este mundo de las ideas, puesto como
base de la teoría ideal del lenguaje, arroja obscuridad sobre
cada uno de sus momentos. La teoría no logra explicar,
por ejemplo, cómo es posible la fusión de las ideas con los
sonidos, sus dos ingredientes totalmente heterogéneos.
El agente de dicha fusión es obviamente el hombre. Sin
embargo, ¿cómo puede el hombre incorporar algo que es
sólo pensable, como lo son las ideas, a algo material y sen-
sible, como lo son los sonidos? Además, aun suponiendo la
existencia de un hombre que pudiese, por decirlo así, ope-
rar con las ideas, ¿cómo podría este hombre sin ayuda del

61
Danilo Cruz Vélez

lenguaje, no existente aún, encontrar el camino hacia las


ideas que debe unir con los sonidos? El hombre no puede
conocer, verbigracia, las ideas árbol, flor y estrella, ni nom-
brarlas ni distinguirlas de otras, si no posee sus nombres,
es decir, si no posee ya el lenguaje.
Otrosí: si como lo indican las diversas formas espe-
cíficas del comportamiento humano, el lenguaje acom-
paña expresa o tácitamente todos los actos del hombre,
¿para qué disgregar sus ingredientes esenciales —el signi-
ficado y el sonido, lo lógico y lo físico, lo semántico y lo
fonético—, en lugar de investigarlos junto en el ser del
hombre?
La teoría naturalista del lenguaje también lo deja flo-
tando en el misterio. Si los nombres son imágenes natu-
rales de las cosas, estas los poseen independientemente de
la actividad nominadora del hombre. En este caso resul-
ta insoslayable la pregunta por el origen de los nombres.
Su respuesta casi siempre remite a la región de lo numi-
noso. Esto ocurre ya entre los griegos, que recurren a un
Logos divino, esto es, a una Palabra divina, de la cual hacen
salir los nombres de todas las cosas. Esta hipótesis aparece
también al comienzo del Génesis, donde Dios va sacando
las cosas de la nada al darles sus nombres. En el prólogo
al cuarto evangelio, San Juan, influido por las interpre-
taciones filosóficas del Antiguo Testamento que había
hecho Filón de Alejandría, llega inclusive a identificar a
Dios con la Palabra: En archê ên ho lógos, kai ho lógos ên
pros ton theón, kai theos ên ho lógos, «al principio existía
la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era

62
El misterio del lenguaje

Dios». Como se ve, la teoría naturalista del lenguaje, lle-


vada hasta sus últimas consecuencias, nos puede alejar de
los dominios de la ontología del lenguaje y conducirnos
a los de la teología y sus misterios.
La teoría convencionalista del lenguaje, por el contrario,
busca su origen en unos supuestos hablantes que se ponen de
acuerdo para darles a las cosas sus nombres. Pero así sólo se
desplazan los enigmas en otra dirección. Pues dichos hablan-
tes concordes tendrían que poseer un lenguaje y un reperto-
rio de nombres para escoger los convenientes a cada cosa. El
acuerdo mismo en cuanto tal supone, por tanto, un lenguaje
ya constituido. Sin él, sería imposible concordar en lo refe-
rente a los nombres. La interpretación del lenguaje como
convención, aunque parte de una base fenoménica eviden-
te —del hecho de que los hombres de común acuerdo les
dan nombres a las cosas—, no es menos enigmática que
la interpretación teológica que lo concibe como creación
divina.
Por lo que hace a la teoría subjetivista de Humboldt,
insuficientemente estudiada y valorada por las ciencias
del lenguaje y la filosofía, es necesario llamar primero la
atención con gran energía sobre su originalidad y su for-
midable fertilidad potencial. Ella sacó a la luz una serie de
momentos del lenguaje que habían permanecido desaten-
didos en detrimento no sólo de los estudios lingüísticos,
sino también de la metafísica y de la antropología filosófica.
Ante todo, hay que hacer hincapié en la noción de
un mundo fundado por el lenguaje y diferente del mundo
natural. Si del mundo hecho de palabras surge el marco

63
Danilo Cruz Vélez

categorial que le sirve al hombre de pauta en el proceso


de objetivación y de constitución de la realidad objeti-
va, es decir, del mundo de objetos en que se despliega su
existencia, el lenguaje deja de ser un mero instrumento
de comunicación entre los hombres y se convierte en una
potencia metafísica de alto rango y en el campo en el que
debe comenzar a moverse una nueva metafísica. De igual
manera, si el hombre no se hace hombre por su nacimiento,
es decir, al ingresar en el torrente de la vida animal, sino al
instalarse en el mundo que es el lenguaje, podría cancelar-
se la interminable disputa sobre el origen animal del hom-
bre, y el problema de su ser peculiar podría plantearse en
un terreno más firme y controlable. Así, se podría además
desarrollar lo que implica la vieja definición del hombre
como un zoon lógon échon, como un «viviente que posee
el lenguaje», activa en el pensamiento y en la vida de los
griegos, pero que cayó en el olvido o fue malinterpretada
desde la Edad Media, cuando la expresión griega se tradu-
jo por la expresión latina animal rationale.
Pero no menos innovadora fue la colocación del soni-
do en el primer plano de los estudios lingüísticos. Desde
entonces, elementos sonoros como el tono, la melodía, el
timbre, el ritmo, las pausas, los silencios, etcétera, no son
sólo vehículos físicos de las significaciones, sino también
ingredientes semánticos del lenguaje, momentos esencia-
les del decir. Lo cual ocurre inclusive en el caso extremo
del silencio y las pausas, por medio de los cuales adquie-
re presencia significativa algo que no se debe o no puede
decir expresamente, o se llama la atención sobre lo dicho

64
El misterio del lenguaje

antes o se anuncia lo que viene, una función que tienen


también en la música.
Gracias a esta unificación del sonido y el sentido,
Humboldt supera la separación llevada a cabo por Platón de
la idea y el sonido mediante el cual lo ideal se encarna en la
realidad de la palabra, y los vuelve a entrelazar, ateniéndose
a la experiencia del hablante, en la que ambos componentes
se dan en una unidad indisoluble. A la reconquista de esta
unidad le debe su existencia la actual fonología, que vino
a llenar un vacío que dejaba la vieja fonética. Mientras esta
estudiaba los sonidos sólo como fenómenos físicos o fisioló-
gicos, la fonología los considera como elementos semánticos,
como contenidos significativos de la palabra y de la frase.
A lo anterior hay que agregar algunos fenómenos que
se pueden interpretar partiendo de la indicada relación
entre el mundo y el lenguaje y entre el sonido y el conte-
nido significativo de las palabras.
Uno de ellos es el de la dificultad para aprender las len-
guas extranjeras, incluso cuando se vive por largo tiempo
en los países donde se hablan. En circunstancias favora-
bles, la lengua ajena se puede «dominar». Pero, en sentido
estricto, el dominio se reduce al aprendizaje de un caudal
de vocablos que para el extraño nunca llegan a significar
exactamente lo que significan para el nativo; y al manejo
torpe de unos mecanismos sintácticos y estilísticos que
nunca alcanzan la naturalidad que tienen en la boca del
que habla la lengua respectiva desde niño.
En último término, esto se debe a lo difícil que es
instalarse en otra lengua. Al intentarlo, el hombre lleva

65
Danilo Cruz Vélez

inevitablemente al seno de la nueva lengua su mundo y su


lengua propia, la cual encierra la historia de su pueblo con
sus creencias, valoraciones y actitudes fundamentales. Esta
mezcla de elementos heterogéneos en su lenguaje es lo que
da al extranjero ese aire inconfundible de cuerpo extraño
en un mundo que no es el suyo, no importa el grado de
perfección que haya alcanzado su «dominio» de la nue-
va lengua aprendida.
Un fenómeno conexo con el anterior es el del «acen-
to» propio de los hablantes de una lengua, en el cual inter-
vienen la entonación, el timbre, la cualidad e intensidad
de los sonidos en una misteriosa combinación sonora con
implicaciones semánticas cuyo origen no ha sido aún expli-
cado científicamente. Lo único que se puede decir de esa
combinación peculiarísima es que surge en una comarca
determinada y que es propia de los hombres oriundos de
ella. De ahí que el acento extraño no se pueda aprender.
Su remedo no es auténtico aprendizaje, sino más bien un
acto caricaturesco momentáneo que no puede convertir-
se en una verdadera habitualidad.
Como se ve, la teoría de Humboldt ofrece puntos de
apoyo para resolver muchos problemas lingüísticos. Pero
su fundamento último carece de solidez y claridad. Su
hipótesis de un «trabajo del espíritu», del cual resulta la
visión previa del mundo, es una construcción sin base en
los fenómenos. Humboldt no nos dice qué es ese espíritu,
ni describe con rigor el trabajo que realiza. ¿Qué son las
«fuerzas» que lo mueven? ¿Cómo lleva a cabo la articula-
ción de los sonidos y la unificación de las representaciones y

66
El misterio del lenguaje

los pensamientos? ¿Cuál es el origen de esas representacio-


nes y esos pensamientos? En sus escritos no encontramos
bases para responder a estas cuestiones, y su gran cons-
trucción, cruzada por todas partes de intuiciones genia-
les, queda circundada de misterio.
Si dirigimos la atención a algunas formas especiales
del lenguaje, este misterio que lo circunda sigue crecien-
do. Las más conocidas de ellas son: el lenguaje metafísico,
el lenguaje religioso y el lenguaje de la poesía.
El lenguaje metafísico habla del ser de todas las cosas,
es decir, de lo que es común a todas ellas, y no está some-
tido necesariamente a las leyes lógicas y ontológicas váli-
das para el lenguaje corriente. Por eso decía Hegel que
la metafísica es el mundo al revés. La metafísica tiene su
propio lenguaje, el cual dice a veces lo contrario de lo que
dice el lenguaje usual. Ejemplos de dicho lenguaje son la
dialéctica hegeliana y lo que su creador llama el «lengua-
je especulativo», cuyo principio es: «El ser y la nada son
lo mismo».
El lenguaje metafísico se ha usado desde Heráclito
y Parménides hasta Nietzsche, en una historia milenaria
que se ha ido potenciando cada vez más el misterio que
lo rodea. Pero, pese a sus enigmas, en él se han expresado
las palabras fundamentales sobre las cuales se ha ido cons-
truyendo el mundo histórico llamado Occidente. E inclu-
sive en la compleja y multiforme Época Moderna, no hay
ningún factor político, bélico, industrial o comercial que
haya influido tanto en su configuración como los filoso-
femas metafísicos de Descartes, Kant, Hegel y Nietzsche.

67
Danilo Cruz Vélez

En el lenguaje religioso el misterio es todavía más den-


so, al menos en su forma más pura, que es la de la místi-
ca. Este lenguaje tampoco apunta en último término a los
objetos intramundanos de que habla la lengua común. Su
decir se mueve predominantemente en un diálogo entre
el alma solitaria y Dios, como lo declara fray Juan de los
Ángeles, místico español del siglo xvi: «Yo para Dios y
Dios para mí, y ¡no más mundo!». El lenguaje religioso
se refiere, por ende, a algo que no se da en la experiencia
con las cosas del mundo. Lo que mienta es lo numinoso,
expresión acuñada por el teólogo alemán Rudolf Otto
para designar lo divino, lo sagrado, lo omnipotente, lo
que se apodera del hombre y lo hace temblar —de ahí su
otro nombre: mysterium tremendum—. Por ello, no es
definible ni captable racionalmente. Sólo el sentimiento
da noticias de ello; pero lo buscado y anhelado huye de su
buscador. «Ninguna cosa de la tierra ni del cielo pueden
dar al alma la noticia que ella desea tener de ti», le dice a
Dios San Juan de la Cruz en El cántico espiritual. Todas
las cosas aluden a Dios o son sus mensajeras, pero lo que
se expresa de este modo es sólo un decir balbuciente de un
«no sé qué» que no ofrece la presencia del Amado, sino
que mata al amante con el «dolor de la ausencia» , como
lo expresa magistralmente San Juan en esa unidad intra-
ducible de la música y el sentido que es la poesía:

¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?
Como el ciervo huiste

68
El misterio del lenguaje

Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando y eras ido.
[…]
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
No quieras enviarme
De hoy más mensajero,
Que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuantos vagan


De ti me van mil gracias refiriendo,
Y todos más me llagan,
Y déxame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

El lenguaje religioso no ha logrado constituir un saber


claro y distinto sobre la realidad a que alude lo numino-
so. Lo único que ha logrado es hacernos flotar ingrávidos
en el misterio mismo. A pesar de todo, ha podido ayudar
a mantener vivo un sentimiento que une al hombre con
algo que se cierne sobre todas las cosas, eso que Schleier-
macher llama das Gefühl schlechthinniger Abhängigkeit, el
«sentimiento de la dependencia absoluta».
En las dos formas especiales del lenguaje que hemos
considerado —en el metafísico y en el religioso— hay una
relativa libertad frente al lenguaje corriente, pero en ambos
se mantiene una estrecha relación con algo que está más
allá de la subjetividad, algo que los frena y les impone una
cierta normatividad, lo que no ocurre en el lenguaje poé-
tico, como lo veremos en el capítulo siguiente.

69
Danilo Cruz Vélez

En el lenguaje metafísico esa instancia trascendente es


el ser, bajo cuyo dominio cae todo lo que hay: los objetos o
cosas en cuanto son, y el yo o sujeto humano, que también
es, aunque de modo diferente. Esto tiene que tenerlo en
cuenta el decir sobre el ser, so pena de fallar en su tarea. No
debe, verbigracia, confundir ninguna de las cosas que son
—la materia, la vida, el espíritu, lo numinoso, la subjetivi-
dad humana— con el ser. Ninguna de esas cosas es el ser.
Si alguna lo fuera, tendrían que ser reducidas a ella todas
las demás. Que es lo que ha ocurrido en casi toda la histo-
ria de la metafísica, hasta tal punto que semejante proce-
der ha engendrado en ella una confusión y una discusión
interminables; así, aún hoy hay pensadores que dicen que
todo es energía, otros que todo brota del Espíritu Univer-
sal, de Dios o de la Vida, y otros que todo es constituido
por la actividad trascendental de la subjetividad humana.
En el lenguaje religioso esa instancia es lo numinoso,
que también tiene sus propias leyes, a las cuales tiene que
someterse el decir que pretende expresarlo, so pena de
cerrarse el camino a sus dominios. Así, por ejemplo, vul-
nera esas leyes el decir que llama a Dios causa primera o
causa de sí. Identificado con dichos nombres, Dios es sólo
el resultado final de un proceso lógico que sigue el hilo de
la cadena causal que impera en la naturaleza hasta el punto
en que ya no se puede seguir preguntando por otra cau-
sa. Aquí no se puede hablar de una presencia de lo numi-
noso, que es lo que exige el impulso religioso. La causa
de que se habla en ambas expresiones no es un auténtico
Dios, sino un producto lógico, ante el cual no se puede

70
El misterio del lenguaje

orar, ni suplicar, ni temblar de pavor, ni experimentar el


sentimiento de dependencia absoluta.
El resultado positivo de las anteriores reflexiones
sobre dos formas especiales del lenguaje es el crecimiento
del muro de misterio que circunda al lenguaje en general,
muro que no ha podido ser roto por la filosofía del len-
guaje tradicional. Ni la teoría ideal del lenguaje de Pla-
tón, ni la teoría naturalista, ni la teoría convencionalista,
ni la teoría idealista de Humboldt nos dan un punto de
apoyo para ello. Todas nos ofrecen medios para explicar
fenómenos particulares del lenguaje, pero todas fallan en
la explicación de su ser.
Con clara conciencia de este fracaso, los participantes
en el ciclo de conferencias de Múnich de que hablamos
al comienzo intentaron seguir caminos diferentes de los
recorridos por la filosofía del lenguaje tradicional. Pero
los resultados fueron decepcionantes. Cada una de las con-
ferencias, sin embargo, ha quedado como un testimonio
de una audaz aventura en busca de nuevos horizontes para
esta vieja rama de la filosofía.
Para Walter F. Otto, filólogo clásico y filósofo, ese nue-
vo horizonte es el mito y el ritmo. Según él, el lenguaje no
es un producto de la subjetividad humana. Su origen hay
que buscarlo en otra parte: en la realidad del mundo. Esta
realidad es, en el fondo, sólo ritmo. Y el ser del hombre
hay que verlo desde aquí. Cuando supera su condición ani-
mal, el hombre se eleva a la región de los dioses. Así entra
en contacto con el ritmo divino que baña todas las cosas.
De este contacto brotan la danza, la melodía, el canto y el

71
Danilo Cruz Vélez

lenguaje, que son originariamente los medios mediante los


cuales se revelan los dioses. Aquí están, pues, las raíces del
lenguaje y surgen los nombres de las cosas que, por ello,
tienen un aura divina y un origen mítico. Friedrich Georg
Jünger, que ya era conocido no sólo por su libro La perfección
de la técnica, sino también por su importante trabajo
sobre El ritmo y lenguaje en el poema alemán, también
ve el lenguaje en el horizonte del ritmo. El historiador de
la música Thrasybulos Georgiades intenta en su confe-
rencia corroborar las ideas de sus colegas con un análisis
del poder del ritmo en la música y en la poesía. Y Martin
Heidegger insiste en su conferencia en la necesidad de libe-
rar a la filosofía del lenguaje de los modelos de la metafí-
sica occidental y de buscar una relación con el lenguaje,
diferente de la que ofrecen dichos modelos. Él no quiere,
por ello, crearse una representación del lenguaje por medio
de conceptos prefijados que, según su expresión, «asaltan
el lenguaje», sino seguirlo fiel y dócilmente, tal como se
presenta él mismo. Pero los resultados de la realización de
este deseo son desconcertantes.
A la pregunta por el modo como se presenta el len-
guaje, Heidegger responde: «El lenguaje habla». Y allí
tenemos que ir a buscarlo: en su hablar, no en el hablar de
los hombres. El lenguaje no es un producto de la fusión
de la idea con el sonido que lleva a cabo el hombre, como
pensaba Platón. Tampoco es el resultado del trabajo de la
subjetividad humana en el proceso de la constitución de un
mundo objetivo, según la doctrina de Humboldt. Todo lo
contrario. El lenguaje es lo que constituye al hombre. Por

72
El misterio del lenguaje

ello, el hombre no es un zoon lógon échon, «un viviente


que posee el lenguaje», según la definición de los griegos.
El hombre es más bien el oyente, el oyente que escucha lo
que dice el lenguaje mismo. El lenguaje humano no es más que
la traducción de lo que dice el lenguaje al hombre.
Lo mismo que las tesis de los otros participantes en el
ciclo de conferencias de Múnich, estas de Heidegger están
llenas de tantos enigmas como los que hay en las teorías
de Platón y Humboldt. Las dificultades de comprensión
persisten cuando Heidegger formula los resultados de sus
cogitaciones. Él utiliza giros como este: «El lenguaje es el
lenguaje, y nada más». Otras veces insiste en su vieja tesis:
«El lenguaje es la morada del ser». O interpreta nueva-
mente viejos términos de la teoría del lenguaje, volvién-
dolos al revés. Así, el signo no es para él el significante de
la cosa significada, sino una señal y una pista que nos da
el lenguaje mismo.
En vista de lo anterior, creemos que esta nueva bús-
queda de nuevos horizontes para la filosofía del lenguaje
puede considerarse igualmente fallida. Ello significa que
la pregunta por el ser del lenguaje continúa rodeada de
misterio, a pesar de que las ciencias particulares del len-
guaje siguen progresando sin cesar en el esclarecimiento
de la evolución histórica de las lenguas y en el estudio del
léxico, la morfología, la sintaxis, la estilística y la fonética.
No es aventurado pensar que el misterio es constitutivo
del ser del lenguaje. Hay otros fenómenos que comparten
con él este carácter. Ya rozamos, por ejemplo, el fenóme-
no de lo numinoso, uno de cuyos múltiples nombres es

73
Danilo Cruz Vélez

justamente el de mysterium tremendum. De ahí que la


conducta más adecuada frente a semejantes fenómenos
sea la de dejarlos intactos en su propio elemento, es decir,
en el misterio. Y la más inadecuada, la de «asaltarlos»
con nuestros vanos conceptos. Pero en el caso del lengua-
je dicho asalto es inevitable.
El lenguaje nos rodea por todas partes como el aire, y
así como del aire depende nuestro ser biológico, del len-
guaje depende nuestro ser específicamente humano. No
hay, por tanto, nada que esté tan cerca de nosotros como
el lenguaje. Todo lo que somos, lo que hemos sido y lo que
seremos —los tres modos temporales de nuestro ser— se
despliega en el tiempo: en el presente, en el pasado y en el
futuro. Pero todo ello está entretejido con el lenguaje. El
tiempo y el lenguaje son, pues, los dos grandes poderes.
Los diferentes modos de nuestra temporalización nece-
sitan el lenguaje, por cuanto carecen de la inteligibilidad
que le da el lenguaje a nuestra existencia temporal, una
inteligibilidad que es esencial en nuestro ser.
Por esta razón, el lenguaje está siempre presente de
modo ostensible frente al hombre, y este no puede evitar
la pregunta por su ser. Pero, como hemos visto en este tra-
bajo, ni si quiera las más importantes teorías del lenguaje,
que tienen sus raíces en esta necesidad originaria, logran
responder adecuadamente a dicha pregunta. El mismo
planteamiento de la pregunta es en ellas erróneo. Casi
siempre se apunta a otras cosas que tienen que ver con el
lenguaje, pero que no son el lenguaje mismo. La culpa de
esto no está en las teorías, sino en el lenguaje. Como este

74
El misterio del lenguaje

es misterio, cuando se lo «asalta» y se lo obliga a mostrar


su rostro, ofrece una máscara. Esto recuerda las palabras
de Nietzsche: Alles, was tief ist, liebt die Maske. «Todo lo
profundo ama la máscara»10.

10
Friederich Nietzsche, Jenseits von Gut un Böse, § 40.

75
§§ ii. El lenguaje
de la poesía

Si ahora volvemos la mirada al lenguaje poético,


hallamos algo sorprendente. Mientras en el lenguaje meta-
físico y en el lenguaje religioso la libertad de que gozan
frente al lenguaje cotidiano es parcial, por cuanto ambas
formas especiales del lenguaje mantienen una relación
estrecha con algo trascendente que les recorta la libertad,
el lenguaje poético es completamente libre. En el uso del
lenguaje, el poeta tiene a su disposición todos los expe-
dientes y recursos imaginables, y como le ocurría a nuestro
padre Adán nada le está prohibido. Quizás por eso decía
Valéry que la poesía es el paraíso del lenguaje.
A diferencia del lenguaje de uso cotidiano, el poéti-
co no es un lenguaje en común, sometido a normas váli-
das para toda la comunidad lingüística, sino un lenguaje
peculiar del poeta; y su mundo no es un mundo social, es
decir, de todos, y en cuya imagen, en sus rasgos generales,
todos tienen que coincidir, sino un mundo individual.
El lenguaje de la poesía, sus objetos y su mundo son una
expresión de la subjetividad concreta del poeta, de su ima-
ginación creadora, de su fantasía verbal y de su «oído».

77
Danilo Cruz Vélez

Con la palabra «oído» aludimos a la enorme impor-


tancia que tiene el mundo del sonido en el lenguaje poéti-
co, lo cual habría podido ser aducido por Humboldt para
corroborar su doctrina sobre la preeminencia del sonido
en la constitución del lenguaje, y para rebatir la interpre-
tación platónica del sonido como mera materia sensible
horra de toda inteligibilidad.
Ya vimos que en el lenguaje corriente los sonidos pue-
den rebasar lo meramente físico en ellos y adquirir un con-
tenido semántico. Obviamente, esto ocurre también en el
lenguaje de la poesía. Pero en ella esa función del sonido
no es sólo concomitante, sino también constituyente del
ser esencial del poema. No es que en él deba reinar lo de la
musique avant toute chose de que habla el primer verso del
«Art poétique» de Verlaine. Pero es evidente que el ropa-
je sonoro le es esencial al poema. El sentido, el carácter y
la estructura de la obra poética dependen en gran medida
del modo como se articulan en ella la melodía, el ritmo, el
tono, el timbre y la intensidad de las palabras, todo lo cual
se funde en una unidad con los pensamientos que quiere
expresar el poeta.
En esta urdimbre misteriosa de sonido y sentido roza-
mos una esfera del lenguaje que no se puede elucidar racio-
nalmente, que se sustrae a ser apresada por conceptos,
como ocurre con todo lo misterioso. Lo único que cabe
aquí es vivirla personalmente en una experiencia que puede
hacer cualquier lector atento. Léanse, por ejemplo, estos
tres versos de las Coplas por la muerte de su padre de Jor-
ge Manrique:

78
El misterio del lenguaje

Nuestras vidas son los ríos


que van a dar a la mar,
qu’es el morir.

Si se expresa en prosa corriente lo que dicen estos


versos, el pensamiento poético se convierte en un lugar
común. Si, por otra parte, se conservan los versos, pero
cambiando el orden de las palabras en ellos, el todo poé-
tico se rompe como un fino cristal, y su sentido profundo
se desvanece. El mismo percance poético ocurre si se cam-
bia en los versos una expresión por otra equivalente; por
ejemplo, si en lugar de «que van a dar a la mar» se pone
«que van a desembocar en el mar». O si se sustituye «el
morir» por «la muerte», o «nuestras vidas son los ríos»
por «nuestras vidas transcurren como ríos», e inclusive
si se disuelve la sinalefa «qu’es» —en la que se suprime
la vocal e por razones de acento y ritmo— y se vuelve a
poner la expresión normal «que es».
Lo que se desvanece en los versos en nuestro caso no
es propiamente su estrato semántico, es decir, su sentido.
Este se puede conservar en cierta medida, a pesar de la
pérdida de su ropaje sonoro. Lo que se desarticula es
la totalidad semántico-sonora debido a alteraciones del
ritmo y la melodía, del tono, de los acentos y del timbre
de las palabras.
La desarticulación de dicha totalidad menoscaba el
poema en múltiples aspectos. Pero lo decisivo aquí es
que por su causa se ahoga una cierta vibración del len-
guaje que resulta de la conjugación en una unidad de los

79
Danilo Cruz Vélez

componentes sonoros que hemos mencionado. Pues esa


vibración es un ingrediente esencial de la obra poética.
Casi siempre presente en ella desde los primeros versos,
es como un eje melódico en torno al cual se va enrollan-
do el hilo poético. Si el lector repite con oído atento los
pocos versos citados de Manrique, podrá sentir la presen-
cia de esa fina vibración sonora que sigue luego fluyendo
a manera de fuente subterránea a lo largo de las Coplas.
Si se piensa en esta complicada estructura de la obra
poética, no es difícil comprender por qué se ha dicho siem-
pre que su traducción es imposible. Lo único de ella que,
dentro de ciertos límites, se puede traducir es su contenido
semántico, los pensamientos que encierra. Lo que perte-
nece al mundo del sonido, sin lo cual lo semántico pierde
expresividad, se esfuma en el vano intento de trasvasarlo a
otra lengua. En la traducción, la obra poética adquiere un
nuevo ropaje sonoro. Por ello, el poema traducido, cuan-
do la traducción es obra de otro poeta, es una nueva obra
poética diferente de la anterior.
Finalmente, vamos a referimos a otro fenómeno que
corrobora el carácter singular del lenguaje poético. Como
observamos al comienzo, lo esencial de las palabras en la
lengua usual es en general su intencionalidad, de acuerdo
con la cual ellas mismas desaparecen, para hacer aparecer
en su lugar las cosas que mientan —la casa, el árbol, el
ave, etcétera—, o para poner de presente los pensamien-
tos que se formulan, las cuestiones que se plantean, las
órdenes que se dan, los deseos que se expresan, los sen-
timientos que se manifiestan, las promesas que se hacen.

80
El misterio del lenguaje

Sin embargo, este altruismo no vale sin excepción para el


lenguaje poético. Pues puede ocurrir que, en lugar de per-
derse en lo mentado, en lo pensado, en lo ordenado, en lo
deseado, en lo sentido o en lo prometido, las palabras poé-
ticas se replieguen sobre sí y se desentiendan, por decirlo
así, de sus correlatos objetivos, afirmándose de este modo a
sí mismas como puras palabras. En este caso, lo que tiene
frente a sí el lector no es aquello a que ellas se refieren, sino
las palabras mismas, verbigracia, la palabra melancolía, la
palabra amor, la palabra azul, la palabra María, las pala-
bras las violetas, el Sur, la mar…, las cuales, apoyándose en
la estructura musical del poema, alcanzan una presencia
en el fulgor de su propio ser como palabras.
Contra las indicadas características del lenguaje de la
poesía —su singularidad, su autosuficiencia, la ausencia
en él de controles diferentes de los que el poeta se impon-
ga a sí mismo, su pertenencia a la subjetividad concreta e
individualísima de su creador— se podría argüir que, a
pesar de todo, dicho lenguaje surge del seno de la lengua
común del pueblo a que pertenece el poeta.
Este es un hecho innegable. El poeta no es un «peque-
ño Dios» que va sacando de la nada los nombres de las
cosas. El poeta también está instalado en un lenguaje coti-
diano y sometido a sus presiones. Pero tampoco puede
negarse el hecho histórico de que el lenguaje poético se ha
ido constituyendo en un ataque permanente al lenguaje
corriente. Dicho ataque comienza ya en la traslación del
sentido de las palabras que ocurre en el lenguaje metafó-
rico. En la metáfora poética, lo mismo que en la metáfora

81
Danilo Cruz Vélez

del lenguaje común, se traslada el sentido de una palabra


a otro objeto diferente del suyo propio, pero en la poe-
sía ocurre esto en tal forma que el nuevo objeto sufre una
metamorfosis: se transforma en un objeto poético, tan
legítimo como los objetos reales a que se refiere el lenguaje
usual, y de cuyo carácter entran a participar las otras pala-
bras que forman el marco en que se produce la transfor-
mación. Así, por ejemplo, cuando el nombre que designa
las partes del cuerpo de las aves de que se sirven para volar,
se aplica a las naves, y se dice con Homero que las velas
son las alas de las naves, la palabra vela y la palabra ala y la
palabra nave ingresan en el mundo poético quebrantan-
do la lógica del lenguaje usual, y las cosas que designan en
este quedan relegadas al mundo prosaico.
Como se ve, en el lenguaje de la poesía no sólo se pro-
duce un ataque al lenguaje corriente, sino también un dis-
tanciamiento de él. La distancia entre ambos, establecida
por el poeta, es la misma distancia que hay entre el mun-
do poético y el mundo en común. El primero es el mundo
individualísimo del poeta y el otro es el mundo cotidiano
válido para todos los hablantes de una lengua determinada.
Claro está que el poeta permanece instalado en el
mundo en común y en comercio con sus objetos. Pero su
actividad poética no se refiere a ellos de modo directo y
por las vías habituales de la experiencia, sino por medio
de rodeos. Este es el método que emplea para producir el
distanciamiento. Desentendiéndose en cierto sentido del
lenguaje corriente y basándose en la experiencia poética
y en la imaginación creadora, se refiere a ellos mediante

82
El misterio del lenguaje

metáforas, imágenes, alusiones, símbolos, mitificaciones,


alegorías, personificaciones, parábolas. Esto llega hasta
tal punto, que el distanciamiento termina en ciertos casos
por convertirse en una destrucción del mundo objetivo
real de la experiencia, para ser remplazado por un mun-
do de palabras.
Respecto a la autosuficiencia del lenguaje poético,
su distanciamiento del mundo objetivo real equivale a
una liberación frente a las instancias que deciden sobre la
corrección lingüística. Los intérpretes de grandes obras
poéticas han sacado a la luz las múltiples contravenciones
que hay en ellas contra la lógica, contra la gramática, con-
tra la preceptiva literaria, contravenciones que, de acuer-
do con la esencia del lenguaje poético, se justifican, si se
piensa en ese proceso en que se destruye el mundo firme
y seguro de la realidad objetiva, para reconstruirlo en la
ondulante e inestable subjetividad del poeta. Esto puede
servir de justificación inclusive de la audaz supresión de la
puntuación en el poema, frecuente desde hace algún tiem-
po entre importantes poetas, la cual no se debe a su capri-
cho ni a su arbitrariedad, sino a la necesidad de «enfatizar
esa sensación de totalidad que se disgrega y se rehace»,
para emplear unas palabras certeras del poeta Octavio Paz.
Ahora bien, el distanciamiento que se lleva a cabo en
la poesía frente a la realidad cotidiana, la destrucción de
esta realidad y su reconstrucción mediante palabras en la
subjetividad del poeta, ¿no encierra todo esto un abandono
de lo verdaderamente real y su metamorfosis en un mundo
imaginario horro de toda verdad y todo conocimiento?

83
Danilo Cruz Vélez

Si la verdad no es sólo adecuación de nuestras repre-


sentaciones a los objetos, sino algo más originario: un sacar
a luz lo que está oculto, la respuesta a la anterior pregunta
tiene que ser negativa. La poetización, la poíēsis, está más
bien al servicio de la verdad. Desde Homero hasta nues-
tros días, los poetas les han dado presencia en la luz de la
palabra a muchas cosas. Sin ellos, habrían permanecido
ocultos u olvidados muchos aspectos del mundo de los
dioses y de la naturaleza, de las ciudades y de los Estados
de los hombres, de su coexistencia en ellos, de sus amores
y de sus odios, de sus sueños y de sus grandes creaciones,
de sus triunfos y de sus luchas estériles.
¿Cómo es posible esto? ¿Cómo logra una creación
de la subjetividad autosuficiente y autónoma del poeta
penetrar en el ser de las cosas y sacarlas a la luz? Este sería
el problema radical de una filosofía del lenguaje poético.
Su planteamiento es legítimo. Pero aún no poseemos las
bases suficientes para resolverlo. Por lo pronto, la cuestión
es todavía un misterio.

84
§§ iii. Aurelio Arturo en
su paraíso de palabras

«Los versos no se hacen con ideas, se hacen con


palabras», on ne fait pas des vers avec des idées mais avec
des mots. Este dicho, que se suele citar cuando se habla de
la poesía pura, fue el comentario que le hizo Mallarmé al
pintor Degas, quien también hacía versos ocasionalmente
al margen de su actividad de artista, cuando este le manifes-
tó lo difícil que le resultaba expresar sus ideas en el poema.
Dicha anécdota, transmitida por Paul Valéry, discípu-
lo del poeta y amigo del pintor y uno de los maestros de la
poesía pura, nos da una clave para comprender la técnica
de Mallarmé en la creación poética.
El primer acto en esta es la exclusión de todo lo que
no pertenezca al lenguaje. La creación poética comienza,
pues, con una purificación. En una carta, Mallarmé emplea
también el vocablo élimination. Ese primer acto en la crea-
ción de la obra del lenguaje que es el poema equivale, por
ende, a un echar fuera de los lindes del orbe poético todo
lo ajeno a él. En esta eliminación hay que distinguir dos
momentos diferentes, a saber:

85
Danilo Cruz Vélez

1. La eliminación de los intereses oriundos de los


sentimientos, los afectos y las emociones, los cuales
habían adquirido una importancia enorme en la poe-
sía romántica del siglo xix, y la eliminación de los
intereses históricos, culturales, morales, pedagógicos
y políticos, activos en la poesía desde el siglo xviii.
2. La eliminación de las referencias directas a la reali-
dad objetiva, la cual debía ser substituida en el poema
por puras palabras y por los ingredientes musicales de
las palabras.

Respecto a lo primero, no cabe duda de que en la épo-


ca de Mallarmé era indispensable volver a instalar la poesía
en su campo propio, en el lenguaje, liberándola de inte-
reses adventicios.
Lo segundo —la eliminación de la referencia a la reali-
dad objetiva—, por el contrario, encerraba un gran riesgo:
la pérdida de ese elemento esencial del lenguaje poético
que es el sentido, con lo cual el poema corría el peligro de
convertirse en un juego de palabras.
El lenguaje poético, como todo lenguaje, es un decir
algo sobre algo desde cierto punto de vista. El decir poéti-
co tiene, pues, una intencionalidad, una significación, un
sentido. Desde su punto de vista peculiar y mediante sus
artificios lingüísticos, este modo de decir apunta a la rea-
lidad objetiva mediante imágenes y símbolos nombrándo-
la metafóricamente, eludiéndola, evitándola, rodeándola,
de todo lo cual resulta su transfiguración. En el poema
no hay, por tanto, una destrucción de las cosas, sino su

86
El misterio del lenguaje

transfiguración, en la cual deponen su ser superficial y


revelan su ser recóndito.
Teniendo en cuenta los dos sentidos de la élimination
que hemos caracterizado, se puede comprender por qué la
empresa poética de Mallarmé provocó, al mismo tiempo,
un gran entusiasmo y un decidido rechazo.
Su programa de una purificación de la poesía de los las-
tres ajenos a ella fue acogido como necesario y como una
conquista duradera de la poesía contemporánea; pero su
intento de extremar la purificación, convirtiéndola en la
anulación de la relación de conocimiento con la realidad
que ha tenido siempre la poesía, encontró fuerte resistencia.
En suma, la consigna fue: poesía pura, sí, ma non troppo,
como decía Jorge Guillén, su principal representante en
nuestra lengua.
Pero el propósito de este largo preámbulo era abrir
un horizonte que nos permita comprender el carácter de
la poesía del poeta colombiano Aurelio Arturo, muerto
en 1974.
Aunque él tuvo poco que ver con Mallarmé, lo más
característico de su obra poética es que ella, de acuerdo
con la exigencia del maestro francés, regresa al lenguaje
como su ámbito esencial, superando así una larga etapa de
la poesía colombiana, la que se inicia después de Silva, la
cual, olvidada del poeta del «Nocturno iii», había estado
rondando el peligro de ser ahogada por el sentimentalismo
y la sensiblería, por el filosofismo, por la erudición histó-
rica, mitológica, literaria y musical, por los afanes peda-
gógicos y patrioteros y por el moralismo y el inmoralismo.

87
Danilo Cruz Vélez

Para Aurelio Arturo, el poema es una obra del lengua-


je, hecha ante todo con palabras. Pero las palabras de que
se compone no están atadas exclusivamente por estructu-
ras sintácticas especiales, ni animadas sólo por el sonido y
el ritmo. El poema está también lleno de sentido, el cual
lo mantiene unido semánticamente a la realidad extralin-
güística. Con todos estos materiales construye su mundo
poético, que superpone como su propia morada al mun-
do de la experiencia natural.
La concepción de la poesía como esa morada en que se
instala el hombre como poeta, determina en gran medida
el quehacer poético de Aurelio Arturo. En 1963 reunió
su obra en un libro que lleva por título Morada al Sur, el
mismo del extenso poema con que comienza el volumen.
Pero él no escogió este nombre caprichosamente, sino que
la colección se lo exigía, pues constituía un ciclo poético,
en el cual, exceptuando cuatro poemas —«Interludio»,
«Qué noche de hojas suaves», «Canción de la distan-
cia» y «Madrigales»—, todos los demás gravitaban en
torno a un punto central. Este punto de gravitación poé-
tica era la «morada al sur». ¿Qué es el Sur allí? ¿Cómo se
construye esa morada? ¿Cuál es el orden de distribución
de los materiales con que se construye?
El Sur es el símbolo del país de la infancia, la adoles-
cencia y la primera juventud del poeta. Este, arrojado por
su adverso destino en una situación prosaica, lejos de ese
ámbito primero de su existencia, lo revive como un objeto
de nostalgia, desde el fondo de la cual una voz lo invita a

88
El misterio del lenguaje

recobrarlo: Torna, torna a esa tierra donde es dulce la vida


(«Morada al Sur, iv»).
Esta voz, que pone en marcha su actividad poética, la
escucha el poeta en la gran ciudad, donde vive como un des-
terrado. El Sur tiene, pues, sólo una realidad en el recuer-
do. En el proceso de la poetización esta realidad mnémica
comienza a sufrir una transfiguración: se va convirtiendo
en un paraíso vivido en el pasado que se contrapone a la
realidad prosaica.
La transfiguración se produce poéticamente, es decir,
el paraíso vivido en el pasado se configura mediante la arti-
culación en la unidad del poema de una serie de estructuras
sintácticas poéticas, de imágenes y metáforas, de sonido,
ritmo y sentido.
La distribución de todos estos materiales de la cons-
trucción poética está determinada por la noción de lo
paradisiaco, a la cual hay que darle una figura poética trans-
figurando en paraíso la realidad recordada, esto es, el país
que añora el poeta.
Esto ocurre mediante una selección que se suma al
normal recorte de lo vivido que siempre lleva a cabo la
memoria, la cual retiene sólo lo que le interesa. Pues para
cambiar la realidad recordada en el paraíso es necesaria
una nueva abreviatura: el poeta tiene que escoger los ele-
mentos favorables a la transfiguración.
Estos elementos son los mismos que constituyen lo
paradisiaco y arcádico en la rica literatura de evasión tra-
dicional, en la que se pinta un mundo feliz situado en el
pasado, al cual se anhela retomar para olvidar las miserias

89
Danilo Cruz Vélez

del presente: un río, un prado, un bosque, una floresta,


unos árboles, una casa, una montaña, compañeros de jue-
go y de trabajo, unas palomas, la noche, la luna, las estre-
llas, etcétera, elementos que aparecen como desnudos y
sin propiedades, formando un mundo en el que no pasa
casi nada y en torno al cual parece que se hubiera deteni-
do el tiempo.
Para darle figura poética a este mundo paradisiaco,
tan simple y tan lejano de las miserias y complicaciones de
la vida prosaica, el poeta no necesita un lenguaje compli-
cado y sutil. La función primordial del lenguaje consiste
aquí en suscitar la presencia grata y reparadora de dicho
mundo y la presencia del aliento suave que lo envuelve y
que mueve cada cosa dentro de él, y que mueve también
la palabra del poeta.
Esto último lo confiesa expresamente en dos versos
autobiográficos, insertos en una de sus visiones de esta
«tierra donde es dulce la vida», versos que queremos des-
tacar especialmente, porque en ellos Aurelio Arturo habla
claramente del origen de su poesía, de la voz que lo inspi-
ra como poeta:

Te hablo de noches dulces, junto


 [a los manantiales, junto a cielos,
que tiemblan temerosos entre alas azules:
te hablo de una voz que me es brisa constante,
en mi corazón moviendo toda palabra mía,
como ese aliento que toda hoja

90
El misterio del lenguaje

 [mueve en el sur, tan dulcemente


toda hoja, noche y día, suavemente en el sur.

(Morada al Sur, ii)

La voz que mueve su poesía es el mismo aliento que


mueve su «mundo feliz». Por ello, en la transfiguración de
la tierra del sur de Colombia, de su tierra nativa, que lleva
a cabo Aurelio Arturo poéticamente, el Sur aparece como
una morada de música, aislada y protegida de las múltiples
relaciones en que está trabado el hombre con el mundo en la
primera edad de su vida, que es la que tiene en cuenta aquí el
poeta. La «morada al sur» es allí «un murmullo lánguido»
(«Remota luz»), «un rumor hondo, un fluir sin fin, un
árbol suave» («Canción de la noche callada»), una «tierra
protegida por un ala perpetua de palomas» («Morada al
Sur, iv»), cuyo centro unificador es una casa «entre años,
entre árboles, circuida por un vuelo de pájaros» («Morada
al Sur, ii»), con un «bosque extasiado que existe sólo para
el oído» (ibídem). Y recorriendo este mundo encantado,
donde lo único que sucede es este fluir, rumorear, murmu-
rar, susurrar, aletear y revoletear, palabras todas que quieren
suscitar la vivencia de lo melódico y rítmico, va siempre un
viento, «un viento fiel» («Nodriza»), como el personaje
central de este suceder multiforme, el cual —«un viento
lento» (ibídem) es el símbolo máximo del ritmo.
Al final del poema «Morada al Sur», el poeta nos
ofrece una autointerpretación que vale para todo el libro
del mismo nombre:

91
Danilo Cruz Vélez

He escrito un viento, un soplo vivo


del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; solo un poco de viento.

La poesía se hace con palabras, no con ideas. La fuen-


te primaria de donde brota es la experiencia que hace el
poeta con el mundo circundante, con el prójimo y consi-
go mismo. Pero la poesía se independiza de esa fuente, y
viene a parar en su elemento propio, que son las palabras.
Sin embargo, a pesar de su autosuficiencia, la poesía sigue
ligada a la realidad extralingüística vivida por el poeta en
la experiencia. Pero no indicándola, como le ocurre a la
señal caminera con el camino; ni copiándola o imitándo-
la, como pretende el poeta realista, sino ofreciéndole al
hombre sus artificios lingüísticos, para que pueda orien-
tarse en ella. Aquí tropezamos con una relación semejante
a la que hay entre las cosas y la luz. La luz es autosuficien-
te e independiente de las cosas, pero es la dimensión que
hace posible la visibilidad de las cosas.
La poesía es, pues, una de las formas que tiene el hom-
bre para introducir, mediante el lenguaje, claridad y con-
cierto en la espesura que le es dada originalmente. La
primera de ellas es el lenguaje corriente, en el cual la mera
nominación de las cosas origina su primera ordenación.
De este modo surge un cosmos articulado por medio de
los nombres. El lenguaje de la filosofía y el de la ciencia
ordenan después las cosas y sus múltiples relaciones lógi-
cas y físicas. Esta es la etapa de la conceptuación. Pero esta
tropieza con un muro, en el cual se estrella el concepto.

92
El misterio del lenguaje

Entonces viene el lenguaje poético. La poesía no es sólo


nominación ni ordenación, sino ante todo transfigura-
ción. Lo que no puede ser apresado conceptualmente, la
poesía lo saca a la luz convirtiéndolo en figura poética.
Las nuevas figuras en la transfiguración las construye con
palabras, empleándolas no sólo como contenidos signifi-
cativos, sino simultáneamente como materiales melódicos,
rítmicos y semánticos.
A la esfera de los fenómenos que adquieren figura y
presencia claras en el lenguaje poético, sobre todo en el
lenguaje lírico y en el lenguaje del drama, pertenecen la
oculta belleza de las cosas y su paso presuroso y huidizo;
la existencia humana arrojada en medio de la naturaleza y
de la historia; nuestra soledad y nuestro ser para la muer-
te; nuestro ser en común con los otros, atados a ellos por
lazos de amor y de odio, y el misterio del ser del hombre
como persona, haciéndose en el tiempo mediante el len-
guaje y la libertad y a golpes del azar y del destino.
Mucho de esto está ausente del libro Morada al Sur.
En el arte de atenuar el estrato semántico del poema, para
atender preferentemente a su estrato musical, Aurelio Artu-
ro llegó a la perfección, pero a costa de todo lo demás que
es la poesía. Él iba por nuestras letras como un Caballero
del Desdén y del Renunciamiento, instalado en su paraíso
de música, rechazando como material poético las experien-
cias que le ofrecían la vida, su tiempo y su mundo.
Pero en los últimos años de su vida, el autor de Mora-
da al Sur ya había roto el círculo mágico en que había que-
dado encantado desde su primera juventud. Respecto a su

93
Danilo Cruz Vélez

producción poética en este nuevo periodo, no sabemos


cuándo comenzó; él dio a la luz pública sólo tres poemas,
que publicó la revista Golpe de Dados en 1972, a saber:
«Palabra», «Lluvias» y «Tambores». Después de su
obra anterior, que es la de un pequeño gran poeta, dichos
poemas revelan la «manera grande» de su arte.
El tema de «Palabra» es el lenguaje del hombre. Este
es posiblemente el primer gran poema sobre este tema escri-
to en nuestra lengua. Cuando lo leímos por primera vez en
Golpe de Dados, quedamos asombrados de que la poesía, es
decir, el lenguaje poético, pudiera esclarecer el lenguaje mis-
mo, sacando a la luz aspectos de su ser ignorados por la filo-
sofía del lenguaje y por las ciencias particulares del lenguaje.
En «Lluvias», el gran maestro del ritmo poético se
deja llevar por el ritmo del mundo, representado aquí por
el fenómeno cósmico de la lluvia. Y ello en tal medida que,
leyendo el poema, de pronto parece que el poeta hubiese
desaparecido y que la lluvia misma hubiera ganado presen-
cia poéticamente cantando su propia historia milenaria.
En «Tambores», estos, el medio más antiguo de comu-
nicación colectiva entre los hombres, son el símbolo del
lenguaje. Y el poeta los oye sonar a través de los siglos y
los milenios,

transmitiendo en la tierra hasta muy lejos


la palabra humana
la palabra del hombre y que es el hombre
la palabra hecha de fatiga y sudor y sangre
y de tierra y lágrimas
y melodiosa saliva.

94
El misterio del lenguaje

El poeta publicó estos tres poemas probablemente


como una muestra de algo nuevo que apenas comenza-
ba a alborear. Si ello es así, y si no se encuentra una conti-
nuación del nuevo ciclo en su legado póstumo, se puede
decir que con la muerte de Aurelio Arturo en 1974 se hun-
dió por segunda vez en la sombra la promesa de un poeta
colombiano de significación universal. La primera vez fue
en 1896, cuando muere José Asunción Silva a los treinta
y un años de edad.

95
§§ iv. Arte poética de
Eduardo Carranza

Desde los años treinta hasta 1985, año de su muer-


te, Eduardo Carranza estuvo siempre presente en el espacio
ideal de primer plano que nuestra poesía contemporánea
ha logrado conquistar en la literatura nacional. En ese lap-
so de tiempo, él fue entre nosotros una encarnación de la
vida poética. En una de esas tipologías al uso, en las cua-
les se extreman, con propósitos clasificadores, los carac-
teres esenciales de las formas de vida más significativas,
Carranza sería en nuestros días el colombiano que más se
ha acercado al tipo ideal del poeta.
En una época adversa a la vida poética, cuando el poeta
había perdido el poder social de que gozó hasta comien-
zos de nuestro siglo, y cuando, paradójicamente, los poetas
mismos comenzaban a predicar y a practicar una especie
de antipoesía, Eduardo Carranza ejerció resueltamente la
profesión de poeta. Sin desfallecimientos, sin defecciones,
sin desvíos ni falsificaciones, se dejó llevar incondicional-
mente por esa fuerza misteriosa, irresistible en los mejo-
res, que se llama la vocación. Ningún otro interés pudo

97
Danilo Cruz Vélez

ahogar la voz que lo llamaba al oficio de poeta y a la exis-


tencia poética. Para él, el existir no consistía en hundirse
en la gris rutina de la vida cotidiana, ni en el disfrute del
confort o del deleite; ni en el afán en torno a una seguri-
dad económica que nunca llega, porque engañosamente
nunca se la considera suficiente; tampoco consistía en la
lucha por el saber científico o filosófico, ni en los desvelos
por la salvación del alma, ni en la contienda por el poder
crematístico o político. En el fondo, el único interés que
lo movía era la poesía. El único oficio que ejercía con agra-
do era el de convertir todo lo que tocaba —sus amores,
sus amistades, sus dolores y alegrías, sus ideales políticos
y sus sueños— en un mundo de formas poéticas. Este era el
mundo en que existía genuinamente. El mundo no era
para él ni voluntad ni representación, sino un tejido de
hermosas palabras.
Pero el hecho de haber sido durante algún tiempo un
representante par excellence de la forma de vida poética, no
basta para asegurarle una perduración en nuestra literatura.
En la historia literaria lo que, en último término, impor-
ta no es la biografía de sus protagonistas, por muy intere-
sante que haya sido. Esta termina con la muerte, para ser
cuando más relegada a la esfera de la anécdota y la leyen-
da. Lo único que verdaderamente cuenta es la obra. Y la
que dejó Eduardo Carranza es de tan excelente calidad y
ocupa un lugar tan singular en la poesía colombiana, que
puede esperar tranquila la acción del tiempo, que corroe
inexorablemente toda obra de los mortales que haya sido
mal hecha o hecha de un falso material.

98
El misterio del lenguaje

No tendría sentido detenernos en la cuestión de dicha


excelencia de la poesía de Carranza. La mayoría de sus
lectores la reconocen. Y, sobre todo, cuando se trata de
una obra poética, los juicios de valor son estériles. Pues
no esclarecen la obra en nada; y, además, no pueden ser
demostrados plenamente. Por ello, preferimos examinar la
singularidad del puesto que Carranza ocupa en la poesía
nacional. Este tema tiene la ventaja de que puede ser trata-
do partiendo del suelo firme de unos datos históricos veri-
ficables y del testimonio del poeta mismo. Por otra parte,
el asunto es muy importante. En poesía, al revés de lo que
ocurre en filosofía y en las ciencias, la singularidad es una
cuestión de vida o muerte. El poeta tiene que aportar a la
poesía algo nuevo —nuevos contenidos, nuevos modos de
decir o nuevas maneras de ver—, so pena de convertirse
en un simple epígono de algún innovador.
Para ver lo nuevo que aportó Carranza a la poesía
colombiana es necesario, en primer lugar, tener en cuenta
el carácter anómalo de esta en el primer cuarto de nuestro
siglo. Pues, a pesar de que a partir de 1900, con el movi-
miento poético español representado sucesivamente por
Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén,
Federico García Lorca, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Rafael
Alberti y Vicente Aleixandre, y, a lo largo de los años vein-
te, con los poetas hispanoamericanos Vicente Huidobro,
Pablo Neruda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, se venía
produciendo una revolución profunda en el lenguaje poé-
tico hispano, nuestros poetas no se dieron por entendidos.
Varios de ellos hicieron una obra relevante y duradera,

99
Danilo Cruz Vélez

pero extemporánea, un reparo que no se les podría hacer


a nuestros grandes poetas del siglo xix —a José Eusebio
Caro o a Gregorio Gutiérrez González, a José Asunción
Silva o a Guillermo Valencia—, los cuales cantaron en la
lengua poética de su tiempo.
El primer libro de Carranza, Canciones para iniciar
una fiesta (1936), el libro de un joven poeta de veintitrés
años, llevó a cabo una ruptura clara, decidida y progra-
mática con esa tradición de extemporaneidad de nues-
tros maestros de principios del siglo. Por ello, su autor se
convirtió en la cabeza visible de los jóvenes poetas que
venían trabajando en la preparación del terreno para dar
el salto definitivo de nuestra poesía hacia lo nuevo, salto
que quedó protocolizado, por decirlo así, con la publica-
ción de su libro.
En esta ruptura se produjo un cambio en la relación
del lenguaje poético con la realidad. En nuestra poesía
inmediatamente anterior, influida por el romanticismo, el
realismo y el modernismo, el lenguaje tenía una función
reflejante de lo real, esto es, de la naturaleza o de la cultura,
de la vida subjetiva o de la vida social. Según se acentuara
uno de estos aspectos de la realidad, la relación se modi-
ficaba. Unas veces el lenguaje era descriptivo, otras senti-
mental o cogitativo, y las más de las veces la expresión de
contenidos culturales.
En los poemas reunidos en su libro, Carranza hacía ver,
muy ostensiblemente, que el lenguaje poético podía moverse
en un horizonte diferente; que su función no era solamen-
te la de describir lo dado por medio de los sentidos, ni la de

100
El misterio del lenguaje

expresar y comunicar banales o sublimes sentimientos, ni la


de dar a conocer pensamientos agudos o lugares comunes
sobre el mundo y la vida, ni mucho menos la de fabricar
productos literarios hermosos por su perfección armónica,
su brillantez melódica, sus asociaciones cromático-musica-
les y sus ingredientes históricos, musicales o mitológicos.
En lugar de su función reflejante y cuasi pasiva, el len-
guaje adquiere en la poesía de Carranza una función pre-
dominantemente activa. Se convierte en un ataque a la
realidad objetiva y subjetiva, para destruirla, pero con el fin
de reconstruirla en su propio dominio, en la dimensión de
las palabras. Y la fantasía del poeta deja de ser una fantasía
reproductiva, para convertirse en una fantasía predomi-
nantemente productiva. En suma, el lenguaje del poeta se
hace productor de realidades, pero de realidades poéticas.
Esto aparece ya con gran claridad en la primera estrofa
del soneto «La niña de los jardines», con el cual se abren
las Canciones para iniciar una fiesta:

¿En qué jardín del aire o terraza del viento,


entre la luz redonda del cielo suspendida,
creció tu voz de lirio moreno y la subida
agua surtió que te hace de nube el pensamiento?

He aquí un ejemplo de un mundo al revés y de un


lenguaje que no copia las cosas sino que se crea sus pro-
pios objetos. El poeta habla de un jardín en el aire y de
una terraza en el viento, de una luz redonda suspendida
del cielo, de un lirio moreno y de una voz hecha del mis-
mo material de este, y de un pensamiento hecho de nubes.

101
Danilo Cruz Vélez

Ninguna de estas cosas existe en la realidad, ni entre ellas


existen las relaciones y alusiones que hacen posible el len-
guaje metafórico. Todas ellas surgen de una fantasía pro-
ductiva y de un lenguaje autónomo frente a lo real, y existen
sólo en el lenguaje.
Pero, si bien se mira, estos objetos poéticos produci-
dos autárquicamente por el lenguaje están referidos a la
realidad, a la realidad que es «la niña de los jardines»,
la cual aparece transfigurada a la luz de las palabras poéticas.
Teniendo en cuenta la autosuficiencia, autonomía y
libertad del lenguaje poético frente a todo lo que lo tras-
ciende, no es fácil explicar dicha referencia a lo trascendente.
Posiblemente lo que ocurre aquí es que, al desplazar
las cosas tal como se ofrecen en la experiencia usual, lo que
el poeta hace es eliminar en ellas el aspecto sin relieve, gris
e indiferenciado que tienen casi siempre en nuestra vida
cotidiana, para convertirlas en palabras, en elementos de
un lenguaje poético, el cual como todo lenguaje está refe-
rido a la realidad.
En suma, a la par que destruye la apariencia indife-
renciada que tienen las cosas en nuestra vida cotidiana,
el poeta se refiere a ellas sacando a la luz sus propiedades
ocultas en la cotidianidad.
Si esto es así, se puede decir que el poema destruye la
realidad abriéndose al mismo tiempo un camino que per-
mita descubrirla en su ser propio. El poema es, pues, des-
tructor y descubridor. Y la poesía es el arte de sacar algo a la
luz a través de lo prosaico. Un sentido que tiene la palabra
griega poíēsis, de la cual se deriva nuestra palabra poesía.

102
El misterio del lenguaje

No sabemos si Carranza tuvo conciencia de que seme-


jante idea de la poesía era la que nutría su actividad poé-
tica. Pero, de todos modos, su quehacer poético estuvo
siempre gobernado por una noción preconceptual de esa
idea, noción que en el artista llega a veces a ser más certera
y segura que el concepto mismo. Además, existen muchos
versos dispersos en su obra que la insinúan. No es necesa-
rio citarlos, porque hay un poema suyo que contiene una
declaración explícita al respecto, válida para toda su poe-
sía, a juzgar por el título. El poema se titula «Arte poéti-
ca». Allí leemos:

Todas las olas, digo


todos los hombres cantan en mi lengua.
Todos los ríos, todas las ciudades,
los pueblos, las palmeras, las campanas,
los años, las muchachas, las guitarras,
las frutas y los besos y los pájaros,
los recuerdos, los mares de esta Patria,
reunidos se pronuncian y se sueñan
alucinadamente en la palabra
que me dieron ahora, antes, después,
y existen, fulgen, porque yo los nombro.

Adviértase que todo lo que se enumera aquí perte-


nece a la realidad frontera al poeta. Carranza, en efecto,
permanece durante casi toda su vida vuelto hacia lo que
trasciende su subjetividad. Lo que entonces hace «ful-
gir» en el verso, dándole presencia en el resplandor de
la palabra, son los otros —la amada, los hijos, los padres,
los amigos y las amigas— y la belleza y las maravillas del

103
Danilo Cruz Vélez

mundo, olvidándose de sí mismo «muerto de amor», para


usar una de sus expresiones favoritas. Su actitud entonces
es, pues, la extraversión, y su temple de ánimo el amor y
el entusiasmo.
Pero la enumeración que aparece en «Arte poética»
es parcial. Allí faltan los temas que irrumpieron en la poe-
sía de Carranza al final de su vida, cambiándolo todo: su
concepción del mundo y de la vida, su temple de ánimo y
su lenguaje poético.
Semejantes cambios se producen cuando, en el cre-
púsculo de su vida, el poeta se vuelve sobre sí mismo, no
para expresar sus emociones y sus sentimientos, sino aco-
sado por el misterio de su propio ser. En esta vuelta hacia
su intimidad tropieza con el tiempo. No con el tiempo físi-
co, sino con el tiempo del hombre. El tiempo físico es el
de las cosas, que es un tiempo universal en que todas ellas
están inmersas, y un tiempo infinito, por cuanto nunca
se acaba aunque se acaben las cosas. En cambio el tiempo
del ser humano es individual, es el tiempo mío, el que me
ha sido dado para que yo lo gaste en la realización de mi
existencia, y es así mismo un tiempo finito, porque se me
acaba con mi muerte.
El misterio de su propio ser, el misterio del tiempo de
la existencia humana y el misterio de la muerte son los nue-
vos temas en la última etapa creativa de Carranza. Todo
esto se produjo de repente y al mismo tiempo que el bello
mundo en que había vivido el poeta y que él había cantado
en sus bellos versos se rompe como un frágil cristal. Él nos
lo cuenta en la «Kasida de la oscura región»:

104
El misterio del lenguaje

De repente se oyó un cristal


que se quebraba no sé dónde
y anocheció en mi corazón
y como un vino derramado
el tiempo vino a recordarme
mi manera de ser mortal…
Y todas las cosas me revelaron
el horror que tienen detrás…

El poeta ve en su nuevo horizonte algo totalmente


diferente de lo que veía antes: su ser en el tiempo, su ser
mortal por estar hecho de tiempo y, a través del tiempo y
de la muerte, un nuevo ser de las cosas, que antes formaban
un cosmos lleno de sentido y de hermosura, y que ahora
aparecen flotando en la nada.
Instalado en este nuevo horizonte, el temple de áni-
mo del poeta es el horror y el desengaño. El horror por la
nada que encuentra en el fondo de las cosas, y el desenga-
ño de haber amado y cantado largamente sólo sus bellas
apariencias.
En semejante temple de ánimo, la función del lengua-
je poético se modifica. Lo que ahora debe «fulgir» en el
ámbito de luz que crea el poema, no es la hermosura del
mundo, sino el fluir de todo —la vida del poeta y de su
bello universo— en el río del tiempo, que va a dar a la mar,
que es el morir, como lo dejó dicho en claras y sencillas
palabras don Jorge Manrique en las Coplas por la muerte
de su padre, poema con el cual se inició hace más de cinco
siglos la poesía temporalista de nuestra lengua.

105
§§ v. El puesto singular
de la poesía en la
historia de nuestra
cultura

No es aventurado afirmar que la poesía ha sido en


Colombia la única rama de la cultura superior que, des-
de los tiempos coloniales hasta hoy, ha podido mantener
una ininterrumpida continuidad y una posición eminente.
Esto se ha debido en gran medida a la fuente de que
casi siempre se ha alimentado desde el comienzo. Nos
referimos a la poesía española, que ha sido en la Época
Moderna y en el primer tercio del siglo xx una de las más
importantes de Europa.
En los siglos xvi y xvii, justamente en el momento
de la instalación cultural de España en América, la poesía
peninsular llegó a una de las más altas cimas de su histo-
ria, de lo cual se benefició nuestra poesía en su punto de
partida.
Semejante buena estrella no la tuvieron entre nosotros
otras actividades espirituales dependientes de la palabra.
La historia de nuestro pensamiento científico y filosófico,
por ejemplo, ha sido una historia desastrosa.

107
Danilo Cruz Vélez

El origen de este lado negativo de nuestra vida cultural


hay que buscarlo en la historia intelectual de España en la
Época Moderna. Pues, al revés de lo ocurrido en la poesía,
el pensamiento español en dicha época, la cual coincide
cronológicamente con la de su hegemonía en América, se
caracterizó, en comparación con el del resto de Europa,
por su mediocridad y anacronismo.
Como es bien sabido, a principios de la modernidad, a
partir del siglo xvii, cuando comenzaba a constituirse un
Nuevo Mundo bajo su dominio, los españoles se encerra-
ron detrás de los Pirineos, resueltos a ignorar la aparición
de la scienza nuova de Galileo y la nueva filosofía de Des-
cartes y empeñados en prolongar el pensamiento medieval
que, después de haber cumplido su misión histórica esen-
cial en la Edad Media, ya pertenecía a un pasado caduco.
Por ello, mientras en los comienzos de nuestra vida
cultural nos llegaban de la Península la poesía de Góngo-
ra y la del clasicismo español, en el campo del pensamien-
to sólo recibíamos una Edad Media tardía, que perduró
entre nosotros desde la época colonial hasta principios
del siglo xx.
En vista de este fondo histórico, no es difícil com-
prender por qué tuvimos que vivir durante varios siglos
ignorantes de lo que estaba pasando en Occidente en las
ciencias y en la filosofía, y por qué nuestra poesía, desde
su punto de partida, pudo echarse a andar con pie seguro
e impulsada por vientos propicios.
El impulso recibido entonces no se debilitó después,
sino que se hizo más fuerte, sobre todo cuando, a partir de

108
El misterio del lenguaje

nuestra emancipación política de España, se multiplicaron


los contactos culturales de nuestro país con la Europa trans-
pirenaica. Pero el contacto decisivo fue el que tuvo lugar,
a fines del siglo xix, con la poesía francesa, la más impor-
tante en ese momento en Europa. El vuelo que adquirió
de este modo nuestra poesía la llevó a su mayoría de edad
con José Asunción Silva y Guillermo Valencia.
Luego vino la presencia eruptiva de Rubén Darío en
la poesía de nuestra lengua. Con ella, la relación de depen-
dencia de América con España, creada por el hecho de la
conquista y la colonización, se invirtió definitivamente.
Desde entonces, la poesía americana comenzó a influir
en la española.
Por lo que toca a Colombia, la influencia directa de
Darío en la poesía del primer tercio del siglo xx fue enor-
me. La obra de nuestros poetas mayores de ese tiempo
—Porfirio Barba Jacob, León de Greiff y Rafael Maya—
es un testimonio de ello.
Indirectamente, Darío estuvo también presente en
la obra de los poetas colombianos que salieron a la luz
pública en los años treinta. Directamente, ellos estaban
bajo el influjo del movimiento poético español iniciado
por Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado a comien-
zos del siglo. Pero dicho movimiento era una resonancia
de Darío. Uno de sus representantes, Gerardo Diego, lo
reconoce en su Antología de la poesía española contem-
poránea (1901-1934). En el prólogo dice que el «punto
de partida» para ellos había sido Rubén Darío, gracias
a su «esplendorosa renovación de las esencias y modos

109
Danilo Cruz Vélez

poéticos». Y consecuentemente abre la antología de los


más importantes poetas españoles de nuestro tiempo con
una selección de poemas del indio nicaragüense.
Pero esta vuelta a España de los poetas colombianos
de los años treinta se llevó a cabo desde un mundo poético
que estaban fundando en América Pablo Neruda, Vicente
Huidobro, César Vallejo y Jorge Luis Borges, los cuales ya
comenzaban a gravitar sobre la poesía española.
Con las anteriores consideraciones sólo queríamos
ilustrar nuestra tesis sobre la normalidad de la evolución
de la poesía colombiana, en contraste con la anormalidad
imperante en la historia de nuestro pensamiento. Dicha
normalidad ha sido continua desde los comienzos de nues-
tra vida cultural superior. Nuestra poesía ha tenido «épo-
cas deslucidas» y de «borrachera del corazón», épocas
de esterilidad, de patrioterismo y de sentimentalismo, de
exuberancia verbal y culturalista. Pero esto es normal en un
largo proceso histórico. Todo ello es la ganga que acompa-
ña a la veta de oro puro, la cual se puede perseguir, como un
hilo de lirismo de la más pura ley, desde el poema gongori-
no «A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo»,
del poeta colonial del siglo xvii Hernando Domínguez
Camargo, hasta la Morada al Sur de Aurelio Arturo y la
«Epístola mortal» de Eduardo Carranza, para hablar sólo
de lo que ya es historia de todos conocida.
De ahí se origina el dicho según el cual Colombia ha
sido una tierra de poetas. Comúnmente se piensa que ello
se ha debido a una disposición natural del hombre colom-
biano para la poesía, esto es, a un don de la naturaleza.

110
El misterio del lenguaje

Pero lo que se posee por naturaleza, se tiene por naci-


miento, como el pájaro tiene el don del canto. Aquí no
se trata de eso. Nuestra vocación para la poesía no la reci-
bimos de la naturaleza, sino de la historia. En medio de
todas nuestras desventuras culturales provenientes de Espa-
ña, nuestras circunstancias históricas favorables a una crea-
ción poética excelente fueron posibles gracias a la existencia
de una gran poesía española en la Época Moderna, que
para nosotros fue la época de la Colonia. A esta coyuntu-
ra histórica le debemos, pues, nuestra gran tradición poé-
tica, así como le debemos la ausencia de una tradición en
el campo del pensamiento.
Si añadimos a dicha tradición poética las tres grandes
novelas María, La vorágine y Cien años de soledad, por
cuanto en ellas los ingredientes poéticos son tan impor-
tantes como los meramente narrativos, podemos compren-
der por qué la poesía ha ocupado un puesto preeminente
en el conjunto de nuestra cultura a lo largo de su historia.
Pero la historia cultural de un pueblo en la que la poe-
sía ha tenido la preeminencia que hemos caracterizado
aquí es irremediablemente una historia singular y atípi-
ca, si se la considera, por ejemplo, a la luz de la «ley de
los tres estadios», formulada por primera vez en 1829 por
Auguste Comte en su Prospectus des travaux scientifiques
nécessaires pour réorganiser la société, a la cual casi siempre
se recurre en estos casos.
Según dicha ley, en los intentos del hombre de orga-
nizar, nominar y articular la multiplicidad de experiencias
y de fenómenos que se producen en su encuentro con el

111
Danilo Cruz Vélez

mundo y con el prójimo, lo típico es que cada pueblo ten-


ga que pasar por tres estadios de su evolución espiritual: el
teológico, en el cual esa multiplicidad es referida a causas
sobrenaturales y divinas; el metafísico, en el que esas cau-
sas son buscadas en un mundo suprasensible de las ideas,
y el científico o positivo, que finalmente adviene cuando
el hombre sólo tiene en cuenta los fenómenos intramun-
danos que se le dan en la experiencia y las relaciones entre
ellos que puedan ser determinadas cuantitativamente y
formuladas en leyes.
La ley supone una sucesión de los estadios, en la cual
el estadio metafísico viene después del teológico y lo nie-
ga y elimina, para ser a su turno eliminado y negado por
el siguiente estadio, que es el científico o positivo, el cual
es el final y definitivo y con el cual quedan los dos ante-
riores superados y cancelados.
Este esquema histórico ha sido muy útil en el estudio
de la evolución espiritual de la humanidad. Pero a menu-
do se lo utiliza sin beneficio de inventario, a pesar de que
reposa en una hipótesis contraria a la realidad histórica.
La evolución espiritual del hombre no tiene un carác-
ter lineal. Los tres estadios se generan en tres actitudes fun-
damentales del hombre que pueden coexistir en la misma
etapa evolutiva de la humanidad. El impulso religioso no
desaparece cuando entra en acción el afán metafísico, y
el espíritu científico no anula el espíritu metafísico. Esto
no ha ocurrido ni siquiera en el momento histórico que
estamos viviendo, en la Época de la Técnica, en la cual
el «estadio científico» ha llegado a su plenitud y a una

112
El misterio del lenguaje

preeminencia total. Las religiones siguen moviendo a los


hombres y la metafísica sigue buscando el ser oculto de las
cosas. De ahí que esta etapa histórica no se pueda conside-
rar como la etapa final de la evolución de la humanidad.
La razón de lo anterior es que las tres actitudes fun-
damentales que dan origen a los tres estadios de que habla
Comte corresponden a tres posibilidades esenciales de la
existencia humana, las cuales no se realizan una tras otra
en una línea recta, sino que pugnan en la historia por el
predominio en la vida individual y colectiva y que siempre
vuelven de nuevo, una y otra vez en un movimiento circu-
lar, en el que el hombre va evolucionando y progresando
en profundidad en las tres direcciones, en ninguna de las
cuales puede fijarse un punto final evolutivo.
Pero el mayor defecto que encontramos en el esque-
ma histórico de Comte es que en él no aparece la poesía, a
pesar de que casi siempre ha coexistido con los otros esta-
dios. Esto es evidente sobre todo en los comienzos de las
religiones y la metafísica. Con frecuencia, los textos reli-
giosos se han servido del lenguaje poético como medio
expresivo de las revelaciones que encierran o, al contra-
rio, los poetas han tomado de las religiones el material de
sus construcciones. Lo mismo ha ocurrido con la meta-
física. Así, por ejemplo, uno de los primeros textos de la
metafísica occidental, el de Parménides, es un poema.
Y si queremos comprender muchas obras poéticas anti-
guas, modernas o contemporáneas, tenemos que inter-
pretarlas como si fueran tratados metafísicos. Por otra
parte, algunos pueblos no han expresado su concepción

113
Danilo Cruz Vélez

del mundo y de la vida religiosa o metafísicamente, sino de


modo poético.
Y lo que más nos importa: nuestra historia espiritual
no cabe en el esquema de Comte.
En ella no hubo un estadio teológico. Asentado en un
substrato religioso mágico, pero que había sido estigma-
tizado por los conquistadores, el pueblo que nació de la
colonización no pudo producir una vida religiosa autén-
tica. La forma de la religiosidad y los mitos religiosos los
impusieron los colonizadores. Pero esta imposición no
logró desalojar totalmente el substrato mágico aborigen.
Esto dio origen a una mezcla espuria de ingredientes reli-
giosos heterogéneos, partiendo de la cual no podía cons-
tituirse una concepción teológica del mundo y de la vida
en sentido estricto.
Tampoco hubo un estadio metafísico. Como ya lo
hemos dicho en múltiples giros, a pesar de estar insertos
cronológicamente en la Época Moderna, no tuvimos nin-
gún contacto con la metafísica de la modernidad en mar-
cha en el mundo occidental, al cual pertenecíamos como
prolongación colonial de España. La metafísica que esta
envió a sus colonias fue la metafísica medieval, la cual sólo
ofrecía una serie de fórmulas muertas incapaces de desper-
tar el eros filosófico.
Un estadio científico o positivo tampoco lo tuvimos.
Las modernas ciencias de la naturaleza y las ciencias his-
tóricas venían progresando a lo largo del siglo xviii, al
final del cual la técnica moderna, basada en el saber físi-
co-matemático, pudo hacer los descubrimientos que la

114
El misterio del lenguaje

impulsarían a una expansión universal incontenible. Pero


los españoles, que eran nuestra fuente de información, ya
se habían desviado de Occidente, y no estaban participan-
do en esas empresas comunes de los pueblos europeos. Y
la suerte que corrió España en dicha actitud la tuvieron
que correr sus colonias en América.
Todo esto pertenece, pues, a nuestro destino hispa-
noamericano. Surgimos de una colonización llevada a
cabo por un gran pueblo, cuya cultura había entrado en
una etapa de decadencia y de anormalidad, si se lo ve en el
marco de la historia de Occidente, del cual era una parte.
Nos instalamos en el mundo a través de una bella y pode-
rosa lengua que no habíamos creado, de una lengua que
llevaba ya siete siglos de existencia y cuya literatura había
alcanzado la etapa de la clasicidad. Y en medio de la Épo-
ca Moderna, tuvimos que vivir durante tres siglos en una
especie de Edad Media, distantes de la teología, la meta-
física y las ciencias modernas.
Pero pese a nuestras desventuras culturales, nuestro
destino hispanoamericano nos hizo partícipes de la gran
poesía española que, con la pintura, fue lo único que en
la Época Moderna no fue arrastrado por la corriente de la
decadencia de España. Esta es la razón de que ahora poda-
mos hablar de nuestra vocación para la poesía.
Determinados por nuestro destino hispanoamerica-
no, para nuestra instalación en el mundo y en la vida no
tuvimos el lenguaje mágico del mito, ni el lenguaje estric-
to de la filosofía, ni el lenguaje exacto de la ciencia, pero
tuvimos el lenguaje poético, que en ciertas circunstancias

115
Danilo Cruz Vélez

históricas puede ser suficiente para ello. Aquí no caben


juicios de valor. La poesía ejerce una función diferente a
la que ejercen la religión, la metafísica y la ciencia, pero
no inferior.
Apoyándose en el formidable poder expresivo del len-
guaje metafórico y de la música de las palabras, y operando
con símbolos y mitos, la poesía también es capaz de produ-
cir pautas para interpretar el mundo y la vida humana aná-
logas a los conceptos y categorías de la filosofía y la ciencia.
Claro está que estas últimas poseen el rigor y la exacti-
tud que le faltan a la poesía. Pero el lenguaje poético puede,
a su manera, sacar a la luz de la palabra estructuras, figuras
y procesos de la realidad y situaciones y estados, acciones y
formas de comportamiento de la existencia humana indi-
vidual y colectiva inaccesibles al pensamiento filosófico y
a la investigación científica.
Por otra parte, el poeta posee el poder de captar el
relumbrar instantáneo de lo individual y de fijar en el ver-
so su presencia efímera y fugaz, lo que no logra el filósofo
ni el científico, que van siempre en pos de lo universal y
lo abstracto propios de la idea platónica y de la ley válidas
para una pluralidad.
Lo que sí es innegable es el carácter atípico que le dio,
durante varios siglos, a nuestra evolución espiritual esta
preeminencia de la poesía en el conjunto de nuestra cul-
tura. Pero ese carácter atípico fue un fenómeno histórico
transitorio. Desde hace aproximadamente cincuenta años,
impulsados por el despertar de su sueño medieval de los
pueblos de nuestra lengua, hemos comenzado a abrirnos

116
El misterio del lenguaje

a la modernidad en todos los campos de la cultura. En lo


filosófico y en lo científico nuestra tarea ha sido la de llevar
a cabo una recepción del pensamiento moderno en marcha
desde el siglo xvii, cuando iniciamos nuestra vida cultural
superior de espaldas a él. De este modo hemos comenza-
do a superar el anacronismo y la anormalidad de nuestra
situación histórica. En el campo científico, una anticipa-
ción de dicha apertura fue la eclosión entre nosotros de
un gran movimiento en las ciencias del lenguaje a fines
del siglo xix. El corifeo de este movimiento, Rufino José
Cuervo, se convirtió entonces en la figura más importante
en el mundo de la lingüística hispánica. Pero este es tam-
bién un capítulo de la anormalidad de nuestra trayecto-
ria cultural, pero con signo positivo. Porque, de acuerdo
con las leyes de la causalidad cultural, este es un fenóme-
no inexplicable. Cuervo no fue producto de nuestra his-
toria. Cuervo salió de la nada. Quizás la única manera de
explicar su caso es refiriéndolo al gigantismo intelectual
característico del siglo xix. Se podría pensar que los dioses
decidieron no privar a Colombia de este fenómeno histó-
rico extendido por todas partes, y nos enviaron a Cuervo.
Así, pues, la poesía comenzó a perder su puesto pre-
eminente entre nosotros. Sin embargo, ha conservado la
función normal que le corresponde de acuerdo con su ser
peculiar e insustituible. Por ello, nuestros poetas tienen
una tarea enorme: la de mantener la altura que ha tenido
nuestra poesía a lo largo de su historia, además de conti-
nuar cumpliendo el deber de todo poeta que dejó expresa-
do Mallarmé en el soneto a la tumba de Poe: el de donner

117
Danilo Cruz Vélez

un sens plus pur aux mots de la tribu, el de «darles un sen-


tido más puro a las palabras de la tribu».

118
Segunda parte
Variaciones sobre la crisis
§§ vi. La crisis del mundo
actual y la filosofía

El llamado mito del rey filósofo no era para Platón,


de quien proviene, una mera quimera, un producto de la
imaginación, sino una rigurosa teoría política, cuya elabo-
ración podemos seguir paso a paso en los primeros cinco
libros de su obra titulada Politeía. La posteridad le dio el
nombre de mito a dicha teoría, quizás porque nunca pudo
llevarse literalmente a la práctica.
En general, la Politeía es un esbozo en un plano ideal
de un Estado justo. Platón supone allí de antemano que
la justicia es algo objetivo, y rechaza, por tanto, la concep-
ción corriente en su tiempo de un Estado basado sólo en
el poder y la fuerza. Por ello se puede decir que el mito del
rey filósofo, al que se llega en la obra después de una larga
investigación, estaba ya implícito en su punto de partida.
Pues si la justicia, a la que tiene que someterse también
el rey, es objetiva, y nadie puede decidir subjetivamente
y de buenas a primeras qué es lo justo, quien quiera bus-
car su esencia tiene por fuerza que proceder metódica y
sistemáticamente, es decir, siguiendo lo que Platón llama

121
Danilo Cruz Vélez

el «camino largo» del filosofar, que es el camino de los


filósofos. De modo que estos son los únicos que pueden
saber, desde su fundamento, qué es el Estado y qué es una
administración pública justa; y, por consiguiente, son tam-
bién los únicos llamados a gobernarlo, así como los que
conocen a fondo las naves y las cosas de la navegación son
los que deben guiarlas por el mar.
Platón formula lapidariamente esta convicción con
las siguientes palabras: «Mientras no reinen los filósofos
en los Estados o los que ahora se llaman reyes o sobera-
nos no se conviertan en filósofos auténticos y capaces, y
mientras no se unifiquen el poder político y la filosofía…,
no se pondrá fin a los males de los Estados, ni tampoco a
los del género humano»11.
Como se sabe, Platón mismo intentó varias veces lle-
var a cabo dicha «unificación del poder político y la filo-
sofía» en la corte siciliana de Dionisio de Siracusa, pero,
como consta en la Carta vii, que es una historia de sus
fracasos políticos, cada uno de los tres viajes que hizo a
Sicilia con este fin terminó desastrosamente. Después de
estar cada vez a punto de perder la vida y de sufrir prisión
y sinnúmero de vejaciones, tuvo que regresar siempre de
nuevo a Atenas maltrecho y decepcionado. Al término del
último viaje, decidió retirarse definitivamente a la Acade-
mia, dándole la espalda a la política, para dedicarse exclu-
sivamente a la filosofía.

11
Platón, Pol., 473 d.

122
El misterio del lenguaje

Pero la política, tomando esta palabra en su sentido


griego, quedó incorporada a la filosofía, que desde enton-
ces hasta nuestros días no ha dejado de reflexionar sobre
la justicia, sobre el Estado y las diversas formas de gobier-
no, sobre la ley y el derecho, sobre las relaciones entre el
individuo y el Estado, etcétera. Además, el ideal platónico
de llegar a unir algún día el poder político con la filosofía,
ha seguido atrayendo a grandes pensadores, empujándo-
los frecuentemente a aventuras políticas, de las que casi
siempre han salido maltrechos y decepcionados, como
salió Platón de las suyas en Siracusa.
De manera que, en estas cosas, como en muchas otras,
los sucesores de Platón parecen no poder dejar de reco-
rrer nuevamente los caminos recorridos por él. Pero la
incorporación primigenia de la política a la filosofía no
fue obra suya. Esto había ocurrido antes, en el momen-
to de la constitución de la filosofía en sentido estricto, en
la obra de Heráclito de Éfeso. Por cuanto de esta obra,
que nos ha sido transmitida bajo el título de Perì phýfseōs,
«Acerca de la naturaleza», sólo se han conservado algu-
nos fragmentos, es muy difícil saber exactamente cuál era
su tema central. Pero a juzgar por lo que quedó de ella, es
seguro que allí lo político ocupaba un puesto de primer
plano. Quizás por haber sido incluido Heráclito desde un
comienzo entre los filósofos de la naturaleza, este aspecto
de su obra ha sido muy poco atendido por la historia de la
filosofía, a pesar de que ya en la Antigüedad, como cuen-
ta Diógenes Laercio, el gramático Diódotos sostenía que
dicha obra no era Perì phýfseōs, sino perì politeías, «acerca

123
Danilo Cruz Vélez

de la vida política», es decir, acerca de la coexistencia de


los hombres en la pólis.
En la fórmula de Heráclito hèn pánta eînai, conteni-
da en el fragmento 50 —según la numeración de Diels—,
quedó registrada la partida de bautismo de la filosofía. De
todo lo que hay —pánta— se predica allí el ser —eînai—
uno —hén—. Así, aquella queda caracterizada textual-
mente como un intento de ver todas las cosas a la luz de lo
Uno. Como es sabido, esto lo logra desatendiendo en los
entes las propiedades, para atender exclusivamente a lo que
Heráclito llama lo xynón12, lo común a todos ellos. En la
fórmula, lo común a todos los entes es el eînai, el ser, que
es uno —hén—.
Ahora bien, la palabra pánta, en la fórmula, hay que
tomarla en toda su extensión. Ella no designa la totalidad
que forma una de las regiones de la Realidad, verbigracia,
la naturaleza, sino todas las cosas, incluyendo las cosas
específicamente humanas, cuyo ámbito propio es la pólis,
es decir, la totalidad de las cosas políticas.
Semejante totalidad universal, que abarca las totali-
dades parciales que son la pólis y la natural, es el tema de
la segunda parte del fragmento 114, cuya primera parte
identifica lo Uno con lo común a todas las cosas. Ahora lo
Uno se interpreta como la «ley divina». A esta ley no se
la llama aquí divina para indicar que tiene su fundamento
en Dios, pues en este caso ella no podría ser el fundamen-
to último y único de todo, sino para diferenciarla de las

12
Frag. 114.

124
El misterio del lenguaje

«leyes humanas». Según Heráclito, estas leyes que crean


los hombres y las formas de coexistencia humana que ellas
ordenan y regulan y el orden total de todo esto, que es la
pólis, se fundan en esa ley increada y universal. Pero, al mis-
mo tiempo, dicha ley es el fundamento ordenador de ese
otro orden que es la naturaleza. Por ello, de la ley divina
se dice al final del fragmento que «es superior a todas las
cosas y las trasciende a todas».
Platón se mueve en este amplio horizonte que le abre
Heráclito a la filosofía, donde el problema político ocupa
un lugar tan importante como el del problema ontológi-
co. Esto nos explica el hecho extraño de que la exposición
sistemática de su metafísica aparezca en una obra titula-
da Politeía. Además, nos aclara, aunque sólo en mínima
medida, el problema más difícil que plantea al intérpre-
te la filosofía platónica. Me refiero al que encierra la Idea
del Bien como principio último de todo lo que hay. Esta
idea alude a algo valioso, a algo que debe ser y, por tanto,
a algo normativo idealmente, lo mismo que la ley divina
de Heráclito. A pesar de ello, la Idea del Bien no es sola-
mente el fundamento de la justicia y de las leyes justas en
que debe reposar la pólis, sino también el fundamento de
todas las cosas naturales. Este último se había buscado antes
entre los elementos intramundanos —agua, aire, fuego,
átomos, etcétera—; después, en las metafísicas influidas
por el cristianismo, se busca en un principio creador, y a
partir de Descartes, en la subjetividad humana.
Viendo el mito platónico del rey filósofo en este hori-
zonte, se destaca con más claridad el puesto singular y

125
Danilo Cruz Vélez

fundamental que allí se les asigna a los filósofos en el Esta-


do. Por cuanto el Estado justo con sus leyes justas debe
basarse en ese fundamento último y único que es la Idea del
Bien, y como los filósofos son los únicos que pueden seguir
el camino hacia él, ellos son los únicos que pueden ver dicho
Estado desde su fundamento y en su esencia. Los no filó-
sofos, por el contrario, se pierden en la multiplicidad de
los fenómenos que en la comunidad política originan la
administración de justicia, la defensa del orden interno
del Estado y de sus fronteras, las relaciones económicas de
producción y distribución, la educación de los ciudadanos,
etcétera. Ellos no pueden conocer la esencia del Estado,
porque no lo pueden ver desde su fundamento, que es lo
que unifica y mantiene junta esa multiplicidad fenoméni-
ca, constituyendo un Estado justo.
De acuerdo con lo anterior no sería difícil interpre-
tar, desmitologizándola, la tarea concreta que se les ads-
cribe a los filósofos en el Estado platónico. Ellos son allí
los phílakes, los guardianes. Pero como hay otros guardia-
nes, los soldados, que defienden el Estado con las armas,
los filósofos reciben el nombre de phílakes panteleîs13, los
guardianes totales, es decir, los que tienen la vista vigilante
puesta en la totalidad del Estado, visto desde su fundamen-
to. Los filósofos son los guardianes de los fundamentos del
Estado, esto es, los custodios de su esencia, lo cual impli-
ca que son los garantes de una coexistencia auténtica en

13
Platón, Pol., 414.

126
El misterio del lenguaje

la comunidad política, coexistencia que es imposible en


un Estado espurio.
Como dijimos al comienzo, todo esto es una conse-
cuencia necesaria del punto de partida de la Politeía. Lo
que sí es una subrepción es la exigencia de que los filóso-
fos intervengan en la administración pública y en la polí-
tica activa. Esta exigencia está en contradicción con dicho
punto de partida. Si los filósofos atendiesen a ella, se per-
derían en una muchedumbre de fenómenos, olvidándose
de su tarea esencial. Platón mismo encarnó esta contradic-
ción en sus aventuras sicilianas. Su fracaso allí fue lo que
lo impulsó a retirarse a la Academia, para dedicarse a la
filosofía. Algo parecido le había ocurrido antes a Herácli-
to. Lo mismo que Platón, Heráclito era descendiente de
reyes, y desde su niñez estaba destinado a la política. Pero
sus intervenciones en ella terminaron tan mal como las de
Platón; fue perseguido y aislado de la comunidad política;
por ello, el autor de las Epístolas pseudo-heraclíteas pone en
su boca estas palabras para un griego tan amargas: mónos
eimì en tê pólei, «estoy solo en medio de la pólis»14. De
ahí que haya preferido retirarse al Artemisión, un paraje
consagrado a la diosa Artemis, donde vivió como un ana-
coreta en un bosque cercano al templo, dedicado a escri-
bir su obra. Es curioso el paralelismo de estos dos casos.
Así como la Academia platónica, situada en un gimnasio
suburbano de Atenas, era un mundo aparte con sus propias
leyes, el Artemisión era un circuito amurallado y desligado

14
Ep. vii.

127
Danilo Cruz Vélez

de Éfeso por los muros y por la magia de la diosa. Ambos


lugares tienen un simbolismo profundo. Ambos se con-
traponen a la pólis —lugar del tumulto y del ruido—, y se
protegen contra ella por medio de la soledad y del silencio.
Y en ambos se salvó la filosofía en dos momentos decisivos
de su historia de ser ahogada por la política.
Con todo, la «unidad de la filosofía y el poder polí-
tico» que postuló Platón siguió atrayendo a los filósofos
como un poderoso imán. Esta es la razón por la cual, más
de dos mil años después, Kant se haya visto obligado a
amonestar a sus colegas con estas palabras: «No hay que
esperar ni siquiera desear que los reyes se hagan filósofos,
ni que los filósofos se conviertan en reyes, porque la pose-
sión del poder echa a perder el libre uso de la razón». Pero
después de Kant dicha atracción siguió creciendo hasta
tal punto que Karl Marx a mediados del siglo xix, en su
polémica juvenil con Hegel, llegó al extremo de sostener
que la filosofía no tiene otra función que la de servir de
instrumento en la lucha por el poder político.
En este último fruto del mito del rey filósofo la filo-
sofía desaparece y queda sólo la política. De aquí que sea
necesario preguntar, independientemente de semejante
extremismo, por el sentido y la vigencia que puede tener
aún este mito en el mundo actual, si no es que ya ha agota-
do todas sus posibilidades de desarrollo. Para ello, habría
que comenzar con una amplia caracterización de dicho
mundo. Pero esto llevaría demasiado lejos. Por lo pronto,
se pueden enumerar sin más unos rasgos suyos que pueden
servir de orientadores, rasgos que aparecen en los siguientes

128
El misterio del lenguaje

enunciados que se escuchan y se leen por doquier: 1º. el


mundo actual es el mundo de la ciencia; 2º. el mundo
actual es el mundo de la técnica; 3º. el mundo actual es
un mundo totalmente politizado, y 4º. el mundo actual
es un mundo en crisis.
En esta enumeración parece como si el cuarto rasgo,
la crisis, abarcase los otros tres. Pero no es así. Lo que está en
crisis en el mundo actual no es la ciencia. Cuando se habla
de la ciencia actual casi siempre se piensa en las ciencias
exactas de la naturaleza, que se convirtieron en un saber
ejemplar y en un poder histórico desde el momento de su
constitución a principios de la Edad Moderna, y que en más
de tres siglos de vertiginoso desarrollo no han hecho
más que progresar. Lo mismo puede decirse de la nueva
técnica, que es una prolongación de las ciencias exactas de
la naturaleza. Lo que está en crisis es nuestro mundo no es
esa técnica científica. Al contrario, ahora sí se puede tocar
con las manos lo que el poeta F. G. Jünger llamó hace ya
casi medio siglo la «perfección de la técnica». Lo que
está en crisis en el mundo actual tampoco es la política,
tomando esta palabra en el sentido restringido de la lucha
por el poder. Al revés, la supremacía en nuestro mundo de
semejante política es cada vez mayor. A causa de la crisis,
las estructuras sociales y de poder se han hecho fluyentes
e inestables, lo cual exige la acción política permanente,
para conquistar una estabilidad, que nunca llega. Esto
explica la politización total de nuestra vida. La política
en dicho sentido está en acción por doquier, en un grado
desconocido hasta hoy: no solamente en la plaza pública,

129
Danilo Cruz Vélez

sino también en el campo del deporte, en la Universidad,


en el teatro, en los laboratorios, e inclusive en el refugio
del pensador y del poeta.
Entonces, ¿qué es lo que está en crisis en el mundo
actual? La respuesta es digna de Perogrullo, pero es la única
posible. Lo que está en crisis en el mundo actual es el mun-
do. Y lo que pasa en un mundo en crisis es muy conocido.
Como el mundo es un sistema de seguridades que le per-
miten al hombre establecer relaciones firmes y claras con
la Realidad y orientarse sin titubeos respecto a sus tareas,
cuando un mundo histórico determinado está en crisis, el
hombre de este mundo no sabe a qué atenerse respecto a
las cosas y al prójimo, ni sabe qué es lo que debe hacer ni
cómo debe comportarse. Para designar la ausencia de estas
formas tan primarias del saber, Nietzsche, quien anunció a
fines del siglo xix los primeros signos de la crisis de nues-
tro tiempo, emplea las palabras nihilismo e inmoralismo.
Él habla también de una crisis de los valores vigentes has-
ta entonces. Estos valores eran dichas seguridades sobre
el ser y el deber ser.
Ahora bien, cuando un mundo está en crisis, el hom-
bre se pone siempre a buscar una salida de ella. En épocas
anteriores, la mayor ayuda en la superación de las crisis
históricas vino de la filosofía. Ahora se cree que la ayuda
sólo puede venir de la ciencia, de la técnica y de la polí-
tica. Esto se comprende de suyo. Desde Auguste Comte
se viene considerando a la filosofía como un estadio de la
evolución del espíritu humano ya definitivamente supe-
rado por el estadio de las ciencias positivas. Esta creencia

130
El misterio del lenguaje

se podría considerar como un quinto rasgo característico


del mundo actual. En nuestros días, hasta los mismos filó-
sofos hablan del fin de la filosofía. Pero, a pesar de todo
esto, lo angustioso es que aquellos poderes dominantes en
el mundo actual se han revelado como impotentes fren-
te a la crisis en que vivimos. Es más, en cierto respecto,
dichos poderes se han convertido en potenciadores de la
crisis. La ciencia y la técnica científica pueden someter a sus
cálculos y a su control casi todo lo que hay, pero al mismo
tiempo deterioran el habitat del hombre, incrementando
así su inseguridad constitutiva, que se intensifica dramá-
ticamente en las épocas de crisis. Fuera de eso, aumentan
su incertidumbre ingénita respecto al futuro, al crear una
posibilidad que no había existido antes en la historia de la
humanidad: la de la destrucción subitánea de la biosfera
y demás bases materiales de su existencia. La política, a su
turno, tampoco puede ofrecer ayuda. Pues al quedar supe-
ditados sus afanes en este sentido a su interés primordial,
que es la porfía en torno al poder, no hace más que atizar
en todo el planeta la lucha a muerte, potenciando así en
grado sumo el peligro anteriormente indicado.
Pero lo que hay aquí en el último fondo es también
algo perogrullesco, a saber, que a dichos poderes en cuanto
tales los tiene sin cuidado la crisis, porque, como ya dijimos,
esta no es una crisis científica o de la técnica, ni una crisis
política, sino una crisis del mundo. El mundo, en el senti-
do que tiene esta palabra en expresiones como «mundo
medieval» o «mundo moderno», es un ordo universalis,
un orden de todas las cosas físicas y humanas resultante

131
Danilo Cruz Vélez

de su articulación en dirección a una cierta unidad, versus


unum, y, como ya sabemos, a dichos poderes no les intere-
sa ni un tris ese unum o hén, esa unidad que mantiene las
cosas juntas en una totalidad, unidad en torno a la cual se
vienen afanando los filósofos desde Heráclito.
Esta es, en efecto, una cuestión de la incumbencia
exclusiva de la filosofía. De modo que, al menos desde
este punto de vista, ella está facultada para intervenir en la
crisis. Claro está que no la va a resolver. En la superación
de una crisis histórica obran otras fuerzas, algunas de las
cuales son totalmente desconocidas. Pero mediante una
reactivación de sus viejas preguntas por el ser del hombre
y de su mundo peculiar, por el ethos, por el ser de la histo-
ria, por el ser de la comunidad y del Estado, etcétera, que
parecen haber caído en el olvido, la filosofía podría escla-
recer algunas dimensiones esenciales de la crisis y ayudarle
al hombre actual a ver con claridad en el túnel oscuro en
que se encuentra y a mirar en la dirección de salida hacia
un nuevo mundo.
Pero si examinamos lo que es la filosofía en las univer-
sidades y en los institutos de investigación filosófica, tene-
mos que concluir que para cumplir semejante tarea tendría
que llevar a cabo una gran reflexión sobre sí misma, regre-
sando a su figura originaria. ¿Regresando de dónde? De los
campos de las diversas ciencias particulares surgidas de su
propio seno, con las cuales ha tenido siempre la tendencia
a confundirse. En nuestros días, semejantes confusiones
son más numerosas que nunca, y muy a menudo, cuando
se cree estar haciendo filosofía, de lo que en el fondo se

132
El misterio del lenguaje

trata es de teología o de matemática, de psicología o de


sociología o de lingüística. De modo que dicha reflexión
equivaldría a una purificación de la filosofía, a una vuelta
a lo que ella es sin mezcla, a su mismidad.
Además, así podrían los filósofos cumplir la tarea que
les adscribe Platón en el mito del rey filósofo. Claro está
que hoy, después de más de dos mil años de historia, todo
ha cambiado. Pero estructuralmente todo es lo mismo.
En primer lugar, gracias a los numerosos y reiterados
fracasos de los filósofos en sus esfuerzos por intervenir
directamente en la política, se han hecho patentes no sólo
la contradicción interna en la construcción platónica, sino
también su carácter utópico. Los «filósofos en el poder»,
esto es, en definitiva, una utopía. Pero la función que les
atribuye Platón de custodios de las formas justas de coe-
xistencia humana, purificada de sus ingredientes utópicos,
esta función esencial sí es defensable aún.
Por otra parte, el ámbito político actual no es el redu-
cido de la pólis, sino un ámbito planetario cuyo rasgo capi-
tal es la interdependencia e interconexión ineludible de
todos los terrícolas. Pero en este ámbito hay una función
que sólo los filósofos pueden ejercer adecuadamente, a
saber, la de la afanarse, por medio del pensar constructivo
y de la crítica, en torno al ser de todo lo humano y en torno
de las condiciones esenciales de la posibilidad de una coe-
xistencia de los hombres concorde con el ser del hombre.
En este caso, la filosofía recobraría esa unidad de lo
ontológico y lo político que encontramos al comienzo
en Heráclito y Platón. La filosofía no sería entonces sólo

133
Danilo Cruz Vélez

teoría, como lo fue desde Aristóteles durante muchos


siglos, sino también praxis. Es decir, no se ocuparía úni-
camente de interpretar el mundo, sino también de trans-
formarlo, de metamorfosearlo, en colaboración con otras
fuerzas históricas. —La palabra mundo la tomamos aquí
en el sentido que le dimos antes de un horizonte de la
vida humana constituido por un sistema de seguridades
que le permiten al hombre establecer relaciones firmes y
claras con la Realidad y orientarse sin titubeos respecto a
sus tareas y sobre el modo como debe obrar—. Y los filó-
sofos, a su turno, no serían sólo philotheámones, amigos
de mirar, como también los llama Platón, sino al mismo
tiempo phílakes panteleîs, guardianes solícitos en torno al
ser fáctico del hombre.

134
§§ vii. La decadencia
en la historia y
la paradoja de la
libertad

Unida a la alabanza del tiempo pasado, se escucha


ahora la queja sobre la decadencia actual, sobre la «cri-
sis de los valores», sobre el inmoralismo, sobre la corrup-
ción de las costumbres y el deterioro de las instituciones.
Esta queja va casi siempre acompañada de vaticinios som-
bríos sobre el porvenir. Pero nada de esto es nuevo. Desde
el tiempo de los profetas bíblicos, la nostalgia del pasado
y la quejumbre sobre el presente en ruinas y sobre el futu-
ro aciago han sido algo normal, cada vez que termina una
época histórica y comienza una nueva.
Así, al fin de la Antigüedad, después de la huida de los
dioses paganos y de la irrupción en el mundo romano de
pueblos nuevos, que traían nuevas creencias y costumbres,
se presentó algo similar. Las calles de Roma se llenaron de
lamentadores y profetas. Del Oriente llegaron sectas reli-
giosas que hablaban de la perdición del hombre y de la
pronta llegada de un redentor que lo habría de salvar. Lo
mismo ocurrió a fines de la Edad Media. El cristianismo
que, gracias a la unión de la Iglesia universal con el Imperio

135
Danilo Cruz Vélez

universal, se había convertido en eje de la historia univer-


sal después de la conversión del emperador Constanti-
no, comenzó a debilitarse hasta tal punto, que el mundo
medieval, que se había construido en torno a él, se vino al
suelo. El hombre occidental entró entonces en una crisis
semejante a la anterior. Quien después vino a superar esta
crisis fue René Descartes, punto de partida de la Época
Moderna, que es la que está ahora en crisis.
El hecho de que una época histórica llegue a su fin y
la desolación que esto le causa al hombre son, pues, fenó-
menos normales. Pero el fenómeno de la decadencia his-
tórica no siempre ha suscitado una teoría que lo explique.
Al comienzo, la decadencia fue sólo vivida y sufrida; cuan-
do más, vislumbrada, pero sin la claridad que da la expli-
cación teórica.
El término mismo décadence, empleado como cate-
goría histórico-cultural, aparece por primera vez en fran-
cés a principios del siglo xviii en la obra de Montesquieu
titulada Considérations sur les causes de la grandeur des
Romains et de leur décadence (1734), dedicada a describir
el fenómeno en un caso especial. Más tarde en sus obras
tempranas tituladas Discurso sobre las ciencias y las artes
(1750) y Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la
desigualdad entre los hombres (1758), Rousseau amplía el
campo del problema, centrándolo en la relación antagó-
nica entre la naturaleza y la cultura, relación en la cual se
desarrolla la historia humana. En su opinión, el adelanto
cultural tiende a destruir lo natural en el hombre; de don-
de se desprende, paradójicamente, que el progreso en las

136
El misterio del lenguaje

artes y en las ciencias conduce necesariamente a una deca-


dencia, la cual sólo se puede superar enraizando al hombre
de nuevo en la naturaleza. A fines del siglo xix, Nietzsche
plantea expresamente el tema de la decadencia del mundo
moderno. Además, lleva el problema de la decadencia al
campo metafísico. Así, la explica como la manifestación
del debilitamiento de la voluntad del poder, que es para
él el principio metafísico de todo lo que hay, es decir, de
la naturaleza y de la cultura. Y partiendo de aquí, intenta
explicar, en un buceo infatigable en las profundidades de
la modernidad, las causas del agotamiento de las fuerzas
que habían dado origen a la decadencia y la habían man-
tenido viva.
Las ideas de Nietzsche no tuvieron ningún eco. Pero
el sentimiento de decadencia se fue extendiendo poco a
poco a amplios círculos. A principios de nuestro siglo,
sobre todo a raíz de la Primera Guerra Mundial, cuando
los protagonistas de la historia universal hacían la prime-
ra experiencia en común del fracaso de las ideas de que se
habían nutrido en la Época Moderna, ese sentimiento
se apoderó de todo el mundo occidental. Spengler encon-
tró la expresión feliz para designar su causa y comenzó a
hablar del Untergang des Abendlandes, de la decadencia de
Occidente. Esta expresión le sirvió de título para su famosa
obra, cuyo primer tomo apareció en 1918, año de termi-
nación de la terrible guerra y comienzo de la época actual.
Desde entonces, las teorías sobre la decadencia de la
cultura occidental han crecido copiosamente. Sin embargo,
la claridad sobre el asunto no ha aumentado en la misma

137
Danilo Cruz Vélez

medida. Spengler mismo, influido por una tosca filosofía


de la vida de moda entonces, vinculó su doctrina sobre la
decadencia a un biologismo que ha sido enérgicamente
rechazado por los historiadores y los filósofos de la histo-
ria. En su entender, la decadencia es un fenómeno de enve-
jecimiento de las culturas, las cuales nacen, se desarrollan,
envejecen y mueren como las plantas y los animales. En su
opinión, la cultura occidental se encuentra en la etapa de
la anquilosis y el envejecimiento, pregoneros de la muer-
te próxima. Ni la teoría general de Spengler, ni su inter-
pretación de la época actual concuerdan con los datos de
la experiencia. Pero las teorías que vinieron después tam-
poco han logrado esclarecer el fenómeno de la decaden-
cia. Por cuanto han sido obra de sociólogos, psicólogos
y economistas, filósofos e historiadores, la multiplicidad
de puntos de vista, la disparidad de las categorías con que
se opera y los diversos supuestos de que se parte en cada
campo especial de trabajo, no han hecho más que enma-
rañar las cosas, sin lograr explicar la decadencia desde su
fundamento último.
Si se quiere encontrar este fundamento, hay que par-
tir del ser del hombre, que es el protagonista de la histo-
ria, marco de la decadencia. Ahora bien: frecuentemente
se ha identificado al hombre con la libertad. De ahí que a
menudo se recurra a ella como base explicativa para dife-
renciarlo de la piedra, la planta y el animal. Así, mientras
a estos se los ve sometidos al imperio de la necesidad, al
hombre se le atribuye un ser abierto, en el que nada es con-
siderado como permanente y necesario, salvo la libertad

138
El misterio del lenguaje

misma, la libertad aventurera de inventar siempre nuevos


modos de ser y de regirse por leyes que él mismo se da.
A la idea del hombre que resulta aquí, con la cual ope-
raba ya dentro de ciertos límites la antropología antigua,
se unieron en la Edad Moderna las ideas de evolución y de
progreso. Cuando dicha época llegó a su plenitud, Hegel,
al recoger en su sistema filosófico todos los motivos impul-
sores de la modernidad, definió la historia universal como
un «progreso de la conciencia de la libertad», una defi-
nición en el fondo de la cual late la fe en el progreso, tan
característica del hombre moderno.
Pues bien, si se acepta que el fundamento del ser del
hombre es la libertad, esta podría ser un adecuado pun-
to de referencia para explicar el fenómeno de la decaden-
cia de la cultura moderna y el sentimiento de frustración
que se ha apoderado del hombre actual. Kant, quien vin-
cula la evolución humana con la libertad, podría servir-
nos de punto de partida. La libertad fue un tema capital
de sus meditaciones. Dos de sus obras más famosas giran
en torno a ella: la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres y la Crítica de la razón práctica. Pero la libertad
se ve en estas obras desde el punto de vista moral, que no
nos interesa aquí. El concepto de libertad que ahora vie-
ne a cuento para nuestros propósitos es el presentado por
Kant en su Antropología en sentido pragmático, una obra
tardía que no se suele tener en cuenta cuando se habla de
la idea kantiana de libertad.
Allí aparece la libertad en el marco de una nueva deli-
mitación del concepto de evolución, que hasta entonces

139
Danilo Cruz Vélez

había sido referido predominantemente a la evolución


del mundo y de los entes meramente naturales. Kant le
da al término un sentido antropológico, pero no el senti-
do naturalista usual en las ciencias biológicas del hombre.
El sentido especial que él le da al concepto surge cuando
habla de una evolución del hombre del estado de animal
rationabile al estado de animal rationale15.
Como lo indican estas expresiones latinas, la evolu-
ción que tiene a la vista Kant no es la evolución biológica,
sino una evolución que empezaría precisamente al termi-
nar la evolución biológica del hombre. En este momento
final de un proceso meramente natural, el hombre habría
encontrado su estructura orgánica peculiar, la estructu-
ra que lo convertiría en un animal capaz de racionalidad.
Partiendo de aquí se iniciaría una nueva serie evolutiva.
Esta sería nueva, porque en ella el hombre estaría regido
por la razón, no por las leyes naturales que rigen la evolu-
ción natural de los organismos.
Las expresiones animal rationabile y animal rationale
aluden a un animal en evolución, tanto en el punto de
partida como en el punto de llegada del proceso evoluti-
vo, no importa que en el de llegada se trate de un animal
determinado predominantemente por la razón. De suerte
que si nos atuviéramos literalmente a dichas expresiones,
tendríamos que decir que el campo de la evolución es la
naturaleza, pues la animalidad es un modo de ella. Pero
así malentenderíamos a Kant. Él conserva las antiguas

15
Immanuel Kant, Anth., A 316, B 314.

140
El misterio del lenguaje

expresiones para designar al hombre. Pero, superando el


naturalismo larvado de toda la antropología tradicional,
rompe el marco conceptual naturalista que dichas expre-
siones encierran. Lo cual le permite descubrir tanto el fun-
damento de la libertad moral, es decir, de la capacidad que
tiene el hombre de negar los mandatos oriundos de sus
impulsos naturales y de sus instintos y de darse su propia
ley, como el fundamento de ese otro tipo de libertad de
que habla en la Antropología. Esta es la libertad frente al
mundo natural, no frente a la naturaleza humana, como
ocurre en la libertad en sentido moral. Gracias a esa liber-
tad frente al mundo natural, el hombre se puede liberar de
la legalidad natural, expresa en el principio causal, según el
cual todo fenómeno natural tiene como causa otro fenó-
meno natural anterior. Al liberarse del principio causal, el
hombre puede introducir en el nexo causal que reina en la
naturaleza un principio que no es natural, una causa que no
está en la naturaleza sino en el hombre mismo. Por eso, el
hombre puede originar en la naturaleza nuevos fenómenos
naturales cuya causa no está en otros fenómenos naturales,
sino en la libertad del hombre —en sus propias ideas, en
sus propios planes y proyectos—. Esto explica el nombre
que le da Kant a este tipo de causalidad. Él la llama en la
Crítica de la razón pura una «causalidad por libertad»,
para contraponerla a la causalidad natural16.
A semejante libertad que tiene el hombre de «comen-
zar por sí mismo un nuevo estado de cosas» la caracteriza

16
Immanuel Kant, KrV A 569, B 573 ss.

141
Danilo Cruz Vélez

Kant en dicha obra como una «libertad en sentido cos-


mológico». Mediante esta caracterización se puede ver
con claridad la diferencia entre este tipo de libertad y la
libertad en sentido moral. Pues mientras esta es una liber-
tad frente a los instintos, apetitos e inclinaciones naturales
del hombre, la otra es, como lo dice la expresión «libertad
en sentido cosmológico», una libertad frente al cosmos
o mundo natural en que el hombre se hallaba al comien-
zo perdido.
Esta libertad frente a la naturaleza es la dimensión en
que Kant ve en la Antropología la evolución histórica del
hombre. De este modo traslada el concepto de evolución,
que estaba confinado desde Anaximandro en el campo de
la naturaleza, al mundo específicamente humano, que es el
de la libertad. Además, caracteriza, por vez primera en un
esquema conceptual claro, la naturaleza como reino de la
causalidad natural frente a la historia como ámbito de
la libertad.
De lo anterior resulta que Kant ve al hombre inmer-
so en la naturaleza, pero no confundido con ella como la
piedra, la planta y el animal, sino como un centro de liber-
tad. En semejante contexto, la naturaleza aparece como
un objeto, como algo frontero al hombre, a lo cual este se
opone para dominarlo. Esta relación es, en último térmi-
no, el marco dentro del cual surge la técnica, inclusive en
el hombre prehistórico. Por eso, en el momento en que va
a entrar en acción en grande escala la técnica moderna con
el invento de la máquina de vapor, a fines del siglo xviii,
Kant ata la evolución histórica del hombre al desarrollo

142
El misterio del lenguaje

de la técnica, al progreso de lo que él llama la «capacidad


técnica del hombre», que define como la «destreza espe-
cífica del animal racional»17.
Dicha capacidad técnica la posee el hombre desde que,
utilizando la piedra, fabricó las primeras herramientas y
las primeras armas, las cuales le permitieron comenzar len-
tamente a afirmarse en medio de la naturaleza y a asumir
una posición preeminente en ella, superando así su estado
evolutivo anterior, en el que se confundía con la planta en
el pantano o con la fiera en la selva. Esa capacidad técni-
ca se fue perfeccionando a lo largo de los milenios. Al lle-
gar a la Edad Moderna, da un salto cualitativo enorme, al
convertirse en una técnica científica, cuando las ciencias
exactas de la naturaleza, puestas en marcha por Galileo,
se ponen al servicio de ella.
La evolución en esta última dirección fue rapidísi-
ma. Las estaciones más importantes en el despliegue de
esa técnica moderna fueron el invento de la máquina
de vapor a finales del siglo xviii, la cual permitió conver-
tir la energía calórica en energía dinámica; el desarrollo
de la electrotécnica y de la técnica química en la segunda
mitad del siglo xix, y, finalmente, la irrupción de la téc-
nica atómica en nuestros días.
En cada una de estas etapas de la historia de la técni-
ca, el hombre, en su relación con el mundo natural, se fue
acercando cada vez más a la meta que estaba implícita en
los primeros actos técnicos de sus remotos antepasados

17
Immanuel Kant, Anth., B 315, 316, A 317-319.

143
Danilo Cruz Vélez

prehistóricos, esto es, al dominio de la naturaleza y a la


afirmación de su libertad frente a ella.
Gracias al poder que le ha conferido la tecnología, el
hombre actual ha alcanzado un dominio total de la natu-
raleza. Pero no sólo eso. Al irrumpir con su ciencia y su
técnica en el interior de la naturaleza, el hombre la trans-
forma hasta tal punto, que la imagen que resulta de ella
en esta irrupción es más un producto de la mente huma-
na que un reflejo de la naturaleza misma. Por eso, Werner
Heisenberg, uno de los grandes físicos de nuestro tiempo,
dice que en la relación del hombre con la naturaleza ya no
se puede hablar de una naturaleza en sí. Y agrega: «Por
primera vez en el curso de la historia del hombre en la Tie-
rra, el hombre se halla enfrentado sólo consigo mismo»18.
Pero hay algo más aún. El hombre, inserto en la natu-
raleza, no sólo se ha liberado de las barreras que esta le
oponía a su voluntad de dominio y se ha señoreado de
ella, sino que también comienza a actuar como creador
de la naturaleza. Así, por ejemplo, después de conquistar
el interior de la célula, la biotécnica ha llegado a producir
nuevos organismos. Esto no ha pasado de las esferas vege-
tal y animal, pero ya se habla de la posibilidad de produ-
cir, mediante la manipulación de la substancia vital, un
ser humano con las características ideadas y planeadas
por la ingeniería genética. Y en el mundo inorgánico, la
tecnología química puede crear muchas nuevas entidades

18
Werner Heisenberg, Das Naturbild der heutigen Physik (Hamburg:
Rowolth Taschenbuch Verlag, 1955), 12, 17.

144
El misterio del lenguaje

artificiales, los llamados productos sintéticos. Estos per-


tenecen al mundo natural, pero su causa eficiente no se
encuentra en la naturaleza, sino en la cabeza del hombre.
Como lo dijimos al comienzo, Kant vinculó el fenó-
meno de la causalidad por libertad con el progreso técnico
del hombre y con la realización plena de su racionalidad.
Empleando su lenguaje y dentro del marco de su proble-
mática, podríamos preguntar ahora: ¿ha llegado el hom-
bre, después de dos siglos de acelerado progreso técnico,
a ser efectivamente un animal rationale?
Si se piensa en el sentido originario de la palabra ratio,
hay que responder afirmativamente a la pregunta. Ratio,
razón, se forma partiendo de ratus, participio del verbo
reor, el cual significó en primer lugar contar, calcular y
relacionar, para pasar después, a través de la capacidad
de operar mentalmente con número y medida, a signifi-
car en general la facultad de pensar y de juzgar. De suerte
que, en el sentido primigenio de rationalis, no se puede
negar que el hombre ha llegado a ser un animal rationale.
La tecnología le ha permitido, mediante la medición y
el cálculo, adueñarse de la naturaleza en que primero se
hallaba perdido.
Pero la respuesta a la pregunta tiene que ser negativa,
si en la expresión animal rationale se toma la razón como
lo que distingue al hombre del animal y como lo que capa-
cita para construir en medio de la naturaleza una morada
específicamente humana, adecuada para el desarrollo de
su ser como persona, es decir, como libertad, todo lo cual
estaba contenido en la idea que tenía Kant de la razón.

145
Danilo Cruz Vélez

Aunque nadie desconoce el inmenso crecimiento del


poder del hombre sobre la naturaleza y el consecuente
aumento de su libertad frente a ella, posibles gracias a la
tecnología actual, desde hace algún tiempo se viene hablan-
do de los aspectos negativos de semejantes conquistas. A la
vista están ciertamente el creciente deterioro del contorno
natural del hombre y, en general, el peligro de desaparecer
en que está la vida por falta de un habitat adecuado de los
seres vivientes o por la acción de los agentes destructores
creados por la tecnología. Además, en amplios círculos
filosóficos y científicos ha comenzado a despertar la con-
ciencia de que las formidables conquistas de la técnica no
han hecho más que incrementar la falta de libertad del
hombre.
Esta es la gran paradoja de la libertad. A lo largo de
su historia, el hombre ha venido progresando en libertad
frente a su contorno natural. De las fuerzas de la natu-
raleza, que su temor convirtió al comienzo en potencias
mágicas que influían poderosamente sobre su conducta y
que determinaban su destino, se fue liberando paulatina-
mente, mediante el conocimiento de sus leyes y median-
te la utilización de estas en sus actividades técnicas. Este
proceso ha culminado en nuestra época, que es la Época
de la Técnica, en la que el hombre se ha convertido en un
dueño absoluto de la naturaleza, para quien esta parece
carecer de misterios. Pero justamente en este momento
culminante, el hombre comienza a sentirse menos libre que
nunca. Pues al llegar a la cima de su evolución histórica, la
técnica misma, que ha sido su instrumento de liberación,

146
El misterio del lenguaje

lo ata a fuerzas más aterradoras e insondables que todas


las que ha tenido que dominar hasta ahora.
En efecto, más amenazadoras que los poderes míticos que
antes llenaban el éter son las partículas contaminantes
que arrojan sobre ciudades y campos las grandes fábricas
y los automotores. Más peligrosas que los ríos salvajes y la
mar embravecida son las aguas cargadas con los desechos
de las centrales atómicas y los complejos industriales, las
cuales aniquilan la vida acuática y, al ser utilizadas para el
riego, convierten en desiertos las tierras labrantías. Más
destructora que la tempestad y el rayo es la desaforada
tala de los bosques, que erosiona la tierra, seca las fuentes
y hace desaparecer las aguas necesarias para la producción
agropecuaria. Más desoladores que los campos agostados
por el sol son los roquedales que deja tras de sí la indus-
tria extractora del carbón y del petróleo. Más terrible que
las fuerzas de los elementos que se pueden desencadenar
de un momento a otro, son la energía nuclear activa en la
producción industrial y la «basura atómica» recogida
en depósitos cercanos a aldeas y ciudades, a pesar de que
sigue siendo radioactiva durante quinientos años. Más
aterrador que las guerras convencionales es el «equilibrio
del terror», logrado mediante la constitución de grandes
centros bélicos de poder y de destrucción que, en caso de
una guerra nuclear, podrían hacer desaparecer de la Tie-
rra toda forma de vida.
Si bien se mira, se siente uno tentado a pensar para-
dójicamente que, en el fondo, en la historia no ha habido
progreso hacia la libertad, tal como la hemos considerado

147
Danilo Cruz Vélez

aquí. En todo progreso hay un movimiento hacia adelante


en pos de una meta. Pero en el incesante progreso humano
no se alcanza la meta, esto es, la libertad. Allí no se avan-
za siempre en línea recta hacia el fin, sino en círculo. El
movimiento vuelve a su punto de partida, no va más allá,
no progresa. Cada progreso del hombre hacia la libertad
se anula a sí mismo, va siempre acompañado de un regre-
so hacia una dependencia más profunda.
Esta paradoja de la libertad puede servir de base para
explicar el sentimiento de decadencia que se ha apodera-
do del hombre actual. La decadencia de que se habla aho-
ra no es una decadencia científica ni técnica; tampoco es
una decadencia de la capacidad inventiva y productiva del
hombre. Lo que ha entrado en decadencia es la concep-
ción del mundo de la Época Moderna. La realización de
su ideal con ayuda de las ciencias físico-matemáticas y
de la técnica científica: el dominio absoluto de la naturaleza
y las conquistas de la libertad absoluta del hombre frente
a ella, se ha revelado como una ilusión. Desilusionado de
su libertad, el hombre se ve caer cada vez más en el fon-
do de una dependencia más abisal. Sólo en este sentido se
puede hablar hoy de caída y de decadencia.

148
§§ viii. La ciudad
frente al campo

Al comienzo de la Política de Aristóteles se encuen-


tra la famosa definición: ánthrōpos phýsei politikón zōon19.
«El hombre es por esencia un viviente urbano». En ella
Aristóteles determina el ser del hombre, por primera vez
en la historia de la filosofía, en el horizonte de la ciudad.
Los pensadores griegos anteriores habían considerado al
hombre como parte del mundo sensible o como parte del
mundo inteligible y, desde Platón, como un habitante de
estos dos mundos. De manera que la definición aristotéli-
ca ofrece una nueva imagen del hombre. Lo que ella dice
es que el hombre, a diferencia del animal, no se reduce a
ser un organismo, sino que además trasciende toda vida
orgánica para convertirse en un ciudadano.
Pero la definición aristotélica encierra también una
tesis sobre el origen del hombre en cuanto tal. Pues táci-
tamente afirma que el hombre se constituye en la ciudad,
tomando esta palabra en su sentido más amplio, en el que
tiene la palabra pólis de los griegos. De lo cual resulta que la

19
Aristóteles, Pol., i, 2, 1253 a 2-3.

149
Danilo Cruz Vélez

ciudad es una condición a priori de posibilidad de ser del


hombre, y que sin ella el modo de ser del ente peculiar que
llamamos hombre es imposible. Para Aristóteles, por tan-
to, fuera del ámbito urbano o político el hombre, como
es obvio, no sería una pura nada, pero sería de otro modo.
Por ello dice más adelante en la Política que fuera de la
ciudad el hombre podría ser un animal o un dios, pero
no un hombre20.
Tal prioridad de la ciudad respecto al hombre parece
encerrar una contradicción. Si la ciudad es una creación
del hombre, ¿cómo va a poder ser anterior a su creador?
Aristóteles no pasó por alto esta dificultad. Sin embargo,
proclamó resuelta y claramente dicha prioridad: Kaì pró-
teron dē tē phýsei pólis ékastos ēmōn estín. «La ciudad es
por esencia anterior a cada uno de nosotros»21.
Es que, a la luz de la concepción aristotélica del ser, la
contradicción es sólo aparente. Según Aristóteles, el ser
de un ente se constituye en el movimiento; tiene, pues,
que pasar durante su génesis por varias fases. La última
de ellas es la de la enérgeia, en la cual el ente está ahí fren-
te a nosotros como un érgon, como una obra acabada. La
génesis del hombre es semejante, pero el ámbito en que se
despliega es la ciudad. De ahí que se pueda decir que, al
fundar la ciudad, el hombre establece la condición de la
posibilidad de su ser peculiar. Y, por tanto, que el hombre

20
Aristóteles, Pol., i, 2, 1253 a 28-29.
21
Aristóteles, Pol., i, 2, 1253 a 18-19.

150
El misterio del lenguaje

es anterior a la ciudad, en cuanto es su fundador; pero que


la ciudad es anterior al hombre, porque este sólo en ella
puede lograr su ser pleno.
Aquí ocurre lo mismo que con el lenguaje. Este es un
producto del hombre, pero sin el lenguaje, como sostenía
Humboldt, el hombre no podría llegar a ser hombre en
sentido estricto.
Lo anterior vale también, en general, para las otras
ramas de la cultura —para la religión, la ciencia, el arte, la
economía, la moral, el derecho…—. Pero respecto a todas
ellas, la ciudad es lo fundamental.
La ciudad, en efecto, ofrece un campo donde acotar
el «recinto sagrado» para los dioses. Es asimismo el lugar
del encuentro regular con el tú. De este encuentro salen
las relaciones sociales, que hacen necesaria la regulación de
la producción, la distribución y el consumo de los bienes.
Las relaciones dialógicas, por otra parte, crean el medio
en que se desenvuelve el lenguaje, como lenguaje artístico
y poético y como vehículo de la comunicación y del pen-
sar. El encuentro del yo con el tú es igualmente la base del
ethos, fuente de la moralidad y del derecho.
La instalación del hombre en la ciudad como su mora-
da peculiar, cuya significación para una ontología del hom-
bre sacó a la luz por primera vez Aristóteles, no tiene que
ir acompañada necesariamente de una ruptura de los lazos
que mantienen atados tanto al hombre como a la ciudad
con la madre naturaleza. Pues por ello el hombre no deja
de ser un cuerpo en comercio con la naturaleza median-
te los sentidos y los instintos; ni la ciudad deja de estar

151
Danilo Cruz Vélez

incrustada igualmente en la naturaleza, que es el suelo en


que reposa y el marco dentro del cual dibuja su figura entre
la luz del cielo y la oscura tierra. Por otra parte, desde la
ciudad la naturaleza se le hace presente al hombre como
campo y paisaje: como agro y fuente de energía química o
hidráulica y horizonte abierto a la mirada contemplativa.
La ciudad primigenia no niega su contorno natural.
Entonces es la ciudad frente al campo. Desde la plaza se
contemplan los sembrados, el río, el mar, los cerros, el bos-
que y los caminos que los unen. Así, la pólis griega, que es
la que tiene a la vista Aristóteles, era el recinto amurallado
y el contorno eusýnoptos, es decir, el contorno «fácilmen-
te abarcable con la mirada».
Pero en etapas posteriores de su desarrollo la ciudad
pierde este equilibrio originario. Como centro de las deci-
siones políticas, de la administración y del comercio, y
como escenario de la vida lúdica, artística y literaria, la ciu-
dad corre el peligro de hipertrofiarse. Cuando esto ocurre,
casi siempre la ciudad se traga al campo, lo que trae como
consecuencia una total urbanización de la vida.
A fines de la Antigüedad, Roma y Constantinopla eran
ya urbes inmensas, centradas en sí mismas y de espaldas al
campo, y en todos los territorios europeos comenzaban a
surgir grandes ciudades. Esta explosión urbana, sin embar-
go, se interrumpió bruscamente en la Edad Media por cau-
sas exteriores. La más importante de estas fue el cierre del
Mediterráneo debido a las invasiones de los árabes, como

152
El misterio del lenguaje

lo ha demostrado Henri Pirenne22. Las grandes ciuda-


des habían podido crecer gracias a este mar interior, que,
como medio de comunicación entre Oriente y Occiden-
te, se había convertido en el centro de la vida económica.
Pero ya en el siglo ix el Islam dominaba sus aguas y había
paralizado el comercio de los puertos mediterráneos y de
las grandes ciudades del interior europeo. La ruina de sus
economías obligó a sus habitantes a huir hacia el campo.
Fuertes oleadas migratorias, que les daban la espalda a
las ciudades, cambiaron radicalmente la estructura de la
sociedad medieval. Semejantes migraciones produjeron,
en efecto, una general ruralización de la vida en el mundo
occidental, la cual fue la base de la economía feudal, que
se sustentaba en la propiedad territorial, la agricultura y
el trabajo rural, y para lo cual la ciudad carecía de impor-
tancia. Por ello, las ciudades medievales se vieron pronto
despobladas. Los otrora florecientes emporios comercia-
les se convirtieron en «ciudades episcopales», centros del
poder de la Iglesia —que no podía aislarse en el campo—,
en las cuales un obispo estaba a la cabeza de una sociedad
de monjes, clérigos, maestros y estudiantes, además de los
servidores laicos que demandaba semejante organización
eclesiástica.
Esta parálisis en la evolución de la ciudad occidental
se superó ya en el siglo xi. Cuando cedió la presión de los
árabes, el Mediterráneo se abrió de nuevo a los navegantes
europeos, lo que hizo posible la reanudación del comercio

22
Cfr. su libro Las ciudades de la Edad Media (Madrid, 1917), 7 ss.

153
Danilo Cruz Vélez

entre Oriente y Occidente y una formidable reanimación


de los puertos mediterráneos y de las ciudades del interior
conectadas con ellos. Entonces se inició un movimiento
migratorio de signo contrario. El campo quedó abando-
nado y la población retornó a las ciudades, en las cuales
comenzaron a florecer la industria y el comercio, y donde,
frente al señor feudal solitario en su castillo en el campo
y frente al obispo recluido en su palacio en la ciudad, se
afirmó enérgicamente el ciudadano, es decir, el burgués
como el amo en el ámbito urbano. Esta clase, la burguesía,
desarraigada de la tierra, que produce una nueva economía
basada en la venta y en la producción de valores de cambio
para la cual lo más importante era el dinero, es la clase que
va a dirigir la evolución de la ciudad en la Edad Moderna.
Al espíritu mercantilista de la burguesía vino a agre-
garse en el siglo xvii la ciencia físico-matemática y, en los
tiempos posteriores, la nueva técnica salida de ella, todo
lo cual hizo posible en Occidente una tremenda explo-
sión urbana. Decisivo en el proceso que llevaba a ella fue
también el surgimiento del comercio mundial gracias a
los mercados ultramarinos, abiertos por el descubrimien-
to del Nuevo Mundo y de nuevos mares. Finalmente, en
el siglo xix se sumó a lo anterior la fe en el progreso: la
fe ciega en el avance indefinido de la ciencia y la técni-
ca y en el continuo mejoramiento, mediante ellas, de las
condiciones de vida del hombre. De todo esto resultó la
sociedad industrial, de la que la sociedad de consumo es
una consecuencia necesaria. Otro resultado fue la mega-
lópolis actual. Pues como los aparatos, las máquinas y los

154
El misterio del lenguaje

servidos que ofrecía dicha sociedad eran accesibles sobre


todo en los grandes centros de población, la urbe gigante se
convirtió en la promesa de un nuevo Paraíso en la Tierra,
y siguió creciendo cada vez más, impulsada por el éxodo
masivo de los campesinos hacia ella buscando la felicidad.
La megalópolis presenta la última etapa de la evolu-
ción de la pólis de los griegos. Como vimos, en su prime-
ra etapa hay un equilibrio perfecto entre la naturaleza y
la ciudad. En la última etapa, la ciudad se vuelve sobre sí
y le da la espalda a su marco natural. El campo desapare-
ce de su horizonte. Tal movimiento de repliegue sobre sí
misma es un movimiento de liberación. La ciudad se des-
liga de los vínculos que la mantenían atada al campo, para
convertirse en una ciudad in se, absuelta de toda vincula-
ción. Por eso Spengler lo llama die absolute Stadt, la ciudad
absoluta23. Este título nos hace pensar en el yo absoluto de
la metafísica moderna, el cual no admite fuera de sí nada
que pueda tener su mismo rango ontológico, pues él pre-
tende ser el fundamento absoluto de todas las cosas. Fren-
te a la megalópolis, en efecto, el campo pierde su propio
ser y recibe el que ella le ofrece. El campo es entonces sólo
el proveedor de los alimentos y de la energía que necesita
la gran ciudad. Esta se encierra en sí misma; su horizon-
te es un horizonte urbano de hierro y cemento, sus sím-
bolos supremos; y todo cuanto toca del mundo natural
se le transforma en sustancia urbana: la tierra, en el solar

23
Oswald Spengler, Der Untergang des Abendlandes (Múnich: Beck,
1969), 673.

155
Danilo Cruz Vélez

para la construcción; los ríos, en energía hidráulica o en


basureros; los restos de vegetación, en «zonas verdes»,
rodeadas de redes de servicios y de vías de circulación, o
en el parque domesticado y polvoriento que se muere de
sed entre dos avenidas.
En esta ciudad de espaldas al campo, la naturaleza
viviente no se borra del todo. Pero lo que la gran ciudad
tolera de ella tiene una existencia precaria. A veces, aparece
aquí y allá, mas sólo como las gaviotas en los parques en el
poema de Luis Cernuda, arrojadas por «un viento de infor-
tunio» en un mundo extraño que les niega un espacio:
Dueña de los talleres, las fábricas, los bares
todas piedras oscuras bajo un cielo sombrío,
silenciosa a la noche, los domingos devota,
es la ciudad levítica que niega sus pecados.
El verde turbio de la hierba y los árboles
interrumpe con parques los edificios uniformes,
y en la naturaleza sin encanto, entre la lluvia,
mira de pronto, penacho de locura, las gaviotas.
¿Por qué, teniendo alas, son huéspedes del humo,
el sucio arroyo, los puentes de madera de
[estos parques?
Un viento de infortunio o una mano inconsciente,
de los puertos nativos, tierra adentro las trajo.
Lejos quedó su nido de los mares, mecido
[por tormentas
de invierno, en calma luminosa los veranos.
ahora su queja va, como el grito de almas
[en destierro.
Quien con alas las hizo, el espacio les niega.
(«Gaviotas en los parques»)

156
El misterio del lenguaje

Pero el habitante de la gran ciudad, el megalopolítes,


también se transforma. Simultáneamente con ella, pier-
de sus raíces naturales. El marco rural del ámbito urbano,
parte del escenario de la instalación del hombre en el mun-
do, se le desvanece. Y como su vida se desenvuelve entre
cemento, hierro, aparatos, máquinas de diversa índole y
automotores, sus instintos y sus sentidos se atrofian. En
él lo que prima es la inteligencia, la razón, la facultad cal-
culadora, que es todo lo que necesita para moverse en un
mundo artificial.
El habitante de la gran ciudad se convierte en lo que
Spengler llama el «nómade intelectual»24, el hombre
que no se siente atado a nada, que puede cambiar de Esta-
do, de ciudad o de barrio sin el menor menoscabo de su ser,
porque esté donde esté, allí estará siempre alentado en un
medio que le es conocido y familiar, en el medio creado por
él mismo mediante su inteligencia como una red invisible
de esquemas, símbolos, convenciones y artificios mentales de
toda índole, los cuales le permiten cuantificar todas sus
relaciones con la realidad y someterlas a cálculo y medida.
En la gran ciudad, el hombre no solamente pierde sus
raíces en la naturaleza. En la megalópolis tampoco pue-
de arraigar en sentido estricto, quizás porque no hay más
raíces que las naturales. De ahí que parezca casi siempre
como flotando o ingrávido de aquí para allá en una agi-
tación incesante.

24
Spengler, Der Untergang des Abendlandes, 661, 674.

157
Danilo Cruz Vélez

Georg Simmel explicó por primera vez este fenómeno


en su ensayo Die Grosstädte und Geistesleben (1903), donde
pone en claro la estructura de la vida anímica del habitan-
te de las grandes urbes, comparándola con la que se confi-
gura en las formas de vida de la existencia lugareña y rural.
Según Simmel, el fundamento psicológico del pre-
dominio de lo meramente intelectual en el habitante de
la gran ciudad es la «intensificación de la vida nervio-
sa», causa de su desarraigo, con lo cual alude a un rasgo
característico de su vida anímica: en ella, el curso de las
impresiones oriundas del mundo exterior es inesperado,
abrupto, atropellado y siempre cambiante, y produce por
ello una aglomeración desordenada de imágenes que impi-
de el establecimiento de relaciones firmes, claras y estables
con la realidad.
En esto se diferencia el habitante de las grandes urbes
del habitante de las pequeñas ciudades, de los pueblos y del
campo, en el cual el mundo circundante está enlazado indi-
solublemente con el núcleo más íntimo de la personali-
dad, gracias a una vida anímica más quieta, a la persistencia
de las impresiones, a la regularidad habitual del decurso de
estas y a la lentitud de su ritmo, lo que hace posible que
el alma, en lugar de estar moviéndose sin reposo de un
objeto a otro y de una impresión a otra, se sienta siempre
llena de algo firme y duradero y unida a las cosas median-
te los sentimientos y con lazos afectivos, y no a través de
esas construcciones mentales a que tiene que recurrir el
megalopolítes, para poder remediar su desarraigo y para
reconstruir su relación con el mundo.

158
El misterio del lenguaje

La evolución descrita de la ciudad no ha sido capricho-


sa. En ella se rompió ciertamente el equilibrio originario
entre la ciudad y el campo, pero siguiendo una tendencia
esencial del hombre: la tendencia a rechazar la naturaleza
invasora, de la cual salió para constituir su propio mundo,
pero a la cual tiende siempre a regresar, corriendo el peli-
gro de confundirse de nuevo con la planta y el animal en
la pradera, en la selva o en el pantano.
La última etapa en la evolución de la ciudad es la mega-
lópolis. Pero esta sigue viva y evolucionando. ¿Hacia dón-
de? En dirección de la autodestrucción. En ella ya no hay
posibilidades que le permitan dar un salto cualitativo y
transformarse en otra cosa. La única posibilidad esencial
que le queda es la muerte. En el sistema de los servicios
públicos, en las comunicaciones, en el transporte, en las
condiciones ecológicas, etcétera, le surgen problemas que
cada vez serán más graves, hasta que llegue el momento
en que se conviertan en verdaderas aporías, en situaciones
problemáticas sin salida.
Hasta aquí no hemos tenido en cuenta la ciudad his-
panoamericana, porque este es un caso anormal y requie-
re, por ello, un tratamiento aparte. La anormalidad de la
ciudad hispanoamericana proviene de su origen colonial.
Respecto a su relación con el campo, dicha anormalidad
es evidente.
El colonialismo se caracterizó, de parte del substrato
cultural encontrado por los españoles en América, por la
falta de una recepción adecuada de la cultura extraña que
se superponía a dicho substrato; y de parte del colonizador

159
Danilo Cruz Vélez

español, por el desprecio de ese substrato y por el ánimo


de ignorarlo o de destruirlo cuando no lo podía ignorar.
Por eso nuestra cultura colonial no fue una cultura nueva,
resultado de la simbiosis de dos culturas, sino la cultura
española transterrada. No nació, pues, en la tierra ameri-
cana, sino que fue implantada en ella como un producto
ya hecho. Esto se ha observado con frecuencia respecto
al lenguaje, a la religión, a las instituciones jurídicas, a la
filosofía, al arte y a la literatura. Pero no se había llamado
la atención sobre ello en relación con nuestras ciudades.
Ahora este vacío ha sido llenado por José Luis Romero con
su libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas.
La ciudad fundada por los españoles en América no
era una ciudad americana, sino una ciudad española. Surge
de la cabeza del conquistador, que la erige sin importarle
nada de lo que le rodea. «Se fundaba —dice Romero—
sobre la nada. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre
una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se
daba por inexistente. La ciudad era un reducto europeo
en medio de la nada»25.
Esto explica la ausencia del campo en nuestra vida
colonial, que fue predominantemente urbana. Esto explica
en gran medida la actitud del hispanoamericano frente a la
naturaleza. No hay otro hombre con un sentimiento de
la naturaleza tan débilmente desarrollado como el suyo.
Comparado con el alemán, por ejemplo, que, aunque esté

25
José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (Buenos
Aires: Siglo xxi, 1976), 67.

160
El misterio del lenguaje

perdido en la gran urbe, siempre busca una salida hacia


sus bosques, hacia sus lagos y ríos, el hispanoamericano
es un citadino constitucional, siempre encerrado en sus
ciudades horribles.
Esta falta de enraizamiento en su contorno natural
es quizás la causa del crecimiento rápido y caótico de las
grandes ciudades hispanoamericanas. Pero el prestissimo
de su desarrollo comienza a partir de la gran crisis econó-
mica de 1930, la cual intensifica el éxodo del campo hacia
la ciudad. Dicho crecimiento se hace eruptivo, y rompe
todos los marcos naturales de la ciudad. Los lindes de esta,
que antes eran frecuentemente el bosque y el río, se borran.
Los cerros se cubren de barriadas miserables, carentes
de los servicios públicos más elementales. En lugar del cintu-
rón verde que antes rodeaba la ciudad, aparece el «cinturón
de la miseria», mescolanza de chozas hechas de latas, res-
tos de tablas, cajas de cartón y guaduas. En el interior de
la ciudad surgen barracas espectrales construidas cerca
de los basureros, en los baldíos o en los terrenos anegadizos.
Además, la megalópolis devora todos los restos de natu-
raleza que quedaban en ella. Los ríos y los riachuelos que
cantaban su canción de cristal por calles y parques se secan
debido al embalse de sus aguas para la central hidroeléctri-
ca o para el reservoir del acueducto, o se los hace desapare-
cer en el subsuelo para dar paso por encima a las avenidas.
La ampliación de las vías públicas destruye los parques y
jardines. Y, en general, las calles ya no se construyen para
los peatones sino para los vehículos. La ciudad entera se
pone al servicio de la circulación de ellos, como ocurre de

161
Danilo Cruz Vélez

modo impresionante en Caracas. Un urbanista colom-


biano decía, refiriéndose a Bogotá, otro de los monstruos
urbanos: «La ciudad es una gran estructura de circulación
vehicular. No es una ciudad de hombres. Es una ciudad de
vehículos, de aire viciado y de intenso ruido»26.
La megalópolis, como ya dijimos, es el resultado del
desarrollo de una tendencia esencial del hombre. Pero,
desde el punto de vista de lo que Aristóteles llama el fin
último de la ciudad, es indudablemente un producto malo-
grado. Aristóteles establece claramente en la Política dicho
fin último. Allí dice que la ciudad surgió por necesidades
naturales; pero que existe para eu zen27. Esta expresión eu
zen se ha traducido deficientemente por «vivir bien», y
el adverbio «bien» se ha interpretado, también deficien-
temente, en un sentido moral. La partícula griega eu no
tiene siempre tal sentido. Más frecuentemente expresa lo
logrado, lo no fallido, lo perfecto, lo que resulta bien. Este
es el sentido que tiene en el texto de Aristóteles. De mane-
ra que el eu zen significa aquí el vivir como debe vivir el
hombre de acuerdo con su esencia. El fin último de la ciu-
dad es, por tanto, hacer posible el ser pleno del hombre,
su desarrollo en todas sus dimensiones esenciales. Pero la
megalópolis es contraria a este fin. Ella mutila al hombre:
le atrofia los órganos naturales que lo mantenían unido a la
madre naturaleza y le hipertrofia la inteligencia, la razón,

26
Luis Raúl Rodríguez, El desarrollo urbano en Colombia (Bogotá:
Ediciones Universidad de los Andes, 1967), 51.
27
Aristóteles, Pol., i, 2, 1252, b 31.

162
El misterio del lenguaje

la facultad de cálculo, destinadas más bien a destruirla.


Hace posible, además, esas formas de existencia marginal
e infrahumana de que hablamos antes.
Ahora bien, es muy probable que la megalópolis esté
condenada a desembocar en un callejón sin salida. Pero
el hombre no tiene que correr necesariamente la misma
suerte. El hombre puede elegir caminos que lo saquen al
campo libre. Estos caminos se vienen buscando desde hace
algún tiempo. Se ha postulado, verbigracia, una ética basa-
da en el principio de la veneración de la vida universal, con
la cual se debería unificar el hombre, si quiere superar su
existencia mecanizada en la sociedad actual. También se
ha esbozado una ética destinada a controlar el «demonis-
mo» de la técnica, para evitar que esta convierta al hombre
en un esclavo de las máquinas y en un mero instrumento
de la producción industrial masiva. La ecología, por otra
parte, está empleando todos los recursos disponibles para
preservar el tan deteriorado habitat del hombre.
Y arquitectos y urbanistas no se cansan de llamar la
atención sobre las potencias negativas que amenazan con
destruir nuestras ciudades.
Pero todos estos afanes del pensamiento, de la ciencia,
de la técnica y del buen gusto serán infructuosos mientras
el hombre no reconstruya su relación viva con la natura-
leza. Y esto sólo lo logrará abriéndose emocionalmente a
ella. Si la relación tiene un carácter predominantemente
vital, no se puede reconstruir por medio de la razón, de
la inteligencia o de la voluntad. Aquí lo que decide es el
corazón. Sólo por actos de amor se puede conquistar dicha

163
Danilo Cruz Vélez

relación. Pero esto tiene que ser aprendido y enseñado. En


semejante enseñanza los poetas han solido prestar un buen
servicio. Ejemplo de ello fueron los románticos alema-
nes a fines del siglo xviii, los cuales enseñaron a sus con-
temporáneos a vivir de nuevo la naturaleza, que se había
ocultado a la mirada bajo la acción de un racionalismo a
ultranza. En nuestro tiempo, Azorín hizo lo mismo con
nosotros. En sus libros Los pueblos y Un pueblecito —tes-
timonios del poderío de la palabra poética para sacar a la
luz lo que está oculto— aprendimos a amar de nuevo el
campo y los valores de la vida rural.
Y en general, independientemente de lo anterior, el
fomento del amor a los pueblos puede ser también un
camino para conquistar la relación viviente del hombre
con la naturaleza. La naturaleza está en ellos como cam-
po. Esto se puede vivir en cualquiera de nuestros encanta-
dores pueblitos que tiritan de frío cerca de los páramos, o
se cuelgan de las vertientes de la cordillera, o sueñan a las
orillas de los ríos. En ellos, el marco del pueblo es un cin-
turón de árboles, a veces visible desde la plaza o desde la
torre de la iglesia. Su contorno son montes y praderas. El
humo de las casas del pueblo se enreda en los árboles del
camino real o de la carretera. En las lindes del pueblo las
callejas se dan un abrazo con los caminos que vienen de los
potreros, de los sembrados y del bosque. A veces un tur-
pial extraviado, que vuela del campo a la mata de plátano
en el patio de una casa urbana, une en su melodía el mon-
te y el poblado. Los animales domésticos circulan entre el
campo y el pueblo como si se tratara del mismo espacio.

164
El misterio del lenguaje

La relación entre el pueblo y el campo es de concor-


dia, no de dominación y de subordinación. Mientras que
la gran ciudad le impone al campo sus leyes, el ritmo de
producción, los precios, además de explotarlo y contami-
narlo, el pueblo se abre a él, se deja determinar por él, en
suma, se hace campesino. Esto se refleja en el hombre del
pueblo. No es un nómade en un desierto de cemento y de
hierro, como le ocurre al habitante de la megalópolis, sino
que está enraizado en la naturaleza de modo viviente. Casi
siempre, el habitante del pueblo vive en el casco urbano y
trabaja en el campo. Cuando se levanta por la mañana, ya
tiene su mente y su corazón puestos en el campo; y cuan-
do regresa por la tarde al pueblo, trae el campo en la sue-
la de los zapatos, en el olor de su traje, en el color de sus
manos y de su rostro.
Aquí también es necesaria la pedagogía. Hay que ense-
ñar a amar y a ver los valores peculiares de la vida en el
pueblo, pues la atracción deslumbradora que ofrece la
gran ciudad ha producido una ceguera para ellos. Esta es
tan tenaz, que hasta los que se quedan en el pueblo y no
emigran, los desconocen o los desdeñan, pues se desviven
por la megalópolis, que les llega a la casa a través de la tele-
visión, la radio y el periódico.

165
§§ ix. Max Scheler y
las ideas éticas del
padre Wojtyla

En comparación con otros campos de la filosofía,


en la Época Moderna y en nuestros días resultan muy esca-
sas las grandes obras sobre los problemas morales. Después
de la Crítica de la razón práctica y de la Fundamentación de
la metafísica de las costumbres, en las que Kant logra al fin
convertir el saber sobre la moralidad en un sistema bien arti-
culado y fundamentado, la obra más original y de mayor
vuelo en este respecto es El formalismo en la ética y la ética
material de los valores, de Max Scheler, con la cual la fenome-
nología, preocupada en sus comienzos predominantemente
de problemas lógicos, psicológicos y de teoría del conoci-
miento, entra en la escena filosófica destruyendo, renovando
y abriendo nuevos caminos en el campo de la ética.
Esta obra se publicó originariamente en el Anuario
de filosofía e investigación fenomenológica, fundado por
Edmund Husserl como órgano de difusión del movimiento
fenomenológico. La primera parte apareció en la entrega
de 1913 de dicho Anuario, con la cual este inició su vida;
la segunda parte, en la entrega de 1916.

167
Danilo Cruz Vélez

La obra tuvo un éxito fulminante desde su primera


aparición. Pero cuando la buena estrella de Scheler llega a
su mayor altura es en 1926, año en que sale a la luz públi-
ca la Ética de Nicolai Hartmann, uno de los corifeos de la
Escuela Neokantiana de Marburgo, quien se había pasado
a las filas de la fenomenología, seducido justamente por el
genio de Scheler. Ya en las primeras páginas, Hartmann
declara sin ambages que su obra es una sistematización de
los grandes hallazgos que Scheler había dejado esparcidos
rapsódicamente en El formalismo en la ética y la ética mate-
rial de los valores. Además, le asigna a su autor un puesto
preeminente en la historia de la ética de la Época Moderna.
En su opinión Scheler había logrado alcanzar plenamente
las metas que se habían propuesto Kant y Nietzsche, las
dos más grandes figuras en dicha historia.
A pesar de que en la obra de Scheler de lo que se tra-
ta es, como lo indica su título, de destruir el formalismo y
el racionalismo que le habían permitido a Kant construir
una ética a priori, lo fundamental según Hartmann en El
formalismo en la ética y la ética material de los valores es,
de acuerdo con sus propias palabras, «el cumplimiento de
dicho apriorismo, que constituye ya en Kant lo esencial del
asunto»28. Scheler siguió un camino diferente del segui-
do por Kant. Su tarea original fue la comprobación de la
objetividad del reino de los valores y de la legitimidad de
la intuición emocional pura para su captación. Pero esto le
permitió fundamentar un apriorismo moral. Pues ambas

28
Nicolai Hartmann, Ethik (Berlín: Walter de Gruyter, 1949), v.

168
El misterio del lenguaje

conquistas le permitieron establecer una esfera objetiva,


para construir sobre ella un sistema de normas morales a
priori, enraizado en el reino de los valores y en sus leyes,
no en la razón pura práctica, es decir, en la subjetividad,
como ocurría en la ética de Kant.
Por otra parte, a pesar de que Nietzsche niega de ple-
no toda objetividad de los valores, haciéndolos brotar de
la cambiante subjetividad humana, él es para Hartmann
el verdadero descubridor de la «rica plenitud del cosmos
ético»29, concebido como un reino de los valores. Y, en
su entender, la hazaña de Scheler se redujo a tomar posi-
ción de dicho reino, para salvarlo, contra el subjetivismo
nietzscheano, fundamentando su ser objetivo, describién-
dolo minuciosamente, fijando su orden jerárquico, esta-
bleciendo las leyes axiológicas que lo rigen y derivando de
él, en oposición al formalismo de la ética kantiana, com-
puesta de unos imperativos vacíos y ajenos a la vida real,
un conjunto de normas morales a priori, pero llenas de
contenidos valiosos, que el hombre debe incorporar en
su vida, si quiere vivir moralmente.
Con todo, la buena estrella de la doctrina ética de Sche-
ler comenzó a descender en 1927, cuando, en el mismo
Anuario de filosofía e investigación fenomenológica que había
publicado El formalismo en la ética y la ética material de los
valores, apareció Ser y tiempo de Heidegger, discípulo y asis-
tente de Husserl. Heidegger le da allí, contra las intenciones
de su maestro, una nueva orientación a la fenomenología, en

29
Hartmann, Ethik, vi.

169
Danilo Cruz Vélez

la cual los valores comienzan a perder el puesto central en


filosofía que les había dado Scheler.
Pese a ello, los intentos de restauración de la ética axio-
lógica y de hacerla fructificar en otros campos, principal-
mente en la filosofía jurídica y en la filosofía de la religión,
no cesaron hasta hace poco tiempo. Uno de esos intentos se
encuentra en un pequeño libro, compuesto por el entonces
padre Karol Wojtyla y publicado en 1951, en el cual se estu-
dia la relación de la ética axiológica con la ética cristiana.
A este escrito se le ha prestado muy poca atención, a pesar
de que su autor ha llegado a ser después una figura histó-
rica universal, al convertirse en el guía supremo del mun-
do católico. ¿Se debe semejante desatención a que la ética
axiológica ha perdido su vigencia o a que la ética cristiana
ha perdido el poder de convicción que tuvo en otro tiempo?
El librito del padre Wojtyla viene circulando en espa-
ñol bajo el título de Max Scheler y la ética cristiana30. Este
título es una abreviatura, hecha por el traductor, del título
original polaco, el cual expresa más exactamente el tema de
la obra: Ocena mozliwosci zbudowania etyki chrześcijańskiej
zatoźeniach systemu Maksa Schelera, «Evaluación de las
posibilidades de construir una ética cristiana basada en el
sistema de Max Scheler».
El padre Karol Wojtyla ya se había doctorado en Roma
en la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino,
y no tenía ninguna otra aspiración que la de ser un sim-
ple profesor de filosofía y un escritor. Gracias a su trabajo

30
Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1982.

170
El misterio del lenguaje

sobre Scheler, recibió la venia legendi de la Universidad


Jaguelónica de Cracovia. En el seminario de esta ciudad
enseñó después ética social. Por este tiempo escribió tam-
bién poesía y compuso dos obras dramáticas: El hermano
del Señor y El taller del orfebre.
Max Scheler había muerto en 1928, a la edad de cin-
cuenta y tres años, al final de una rauda y tormentosa carre-
ra por la vida, y cuando comenzaba al fin a configurar su
sistema filosófico. El fundamento de este sistema iba a ser
una Antropología filosófica, cuya inminente publicación
anunciaba ya en 1926 en el prólogo a la tercera edición de
El formalismo en la ética y la ética material de los valores 31.
Dicho libro no se publicó en vida del autor, y sólo vino a
ver la luz pública en 1987, editado por Manfred S. Frings
en el marco de la publicación de sus Obras póstumas32.
De suerte que el padre Wojtyla no pudo conocer dicha
Antropología filosófica cuando escribió su libro, es decir,
no conoció el fundamento del sistema de Scheler. Pero sí
conoció muy bien un fragmento de dicha obra, el cual le
sirvió a Scheler de texto para una conferencia dictada en
1927, un año antes de su muerte, en la Escuela de Sabidu-
ría que dirigía en Darmstadt el Conde de Keyserling. Este
texto fue publicado en el año siguiente bajo el título de El
puesto del hombre en el cosmos, un escrito muy leído en el

31
Max Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale
Wertethik (Bern: Francke, 1954), 17.
32
Max Scheler, Philosophische Anthropologie, Schriften aus dem
Nachlass (Bonn: Manfred S. Frings, 1987).

171
Danilo Cruz Vélez

mundo hispánico en la traducción de José Gaos que publi-


có la editorial de la Revista de Occidente en 1929.
Ahora bien, en esta obra Scheler aparece como una nega-
ción radical de todo lo que el padre Wojtyla representaba: la
tradición cristiana de Occidente, la Iglesia católica, la filoso-
fía escolástica… Baste recordar que Dios es allí un Dios en
devenir; es decir, no un ser absoluto y perfecto creador de
todas las cosas, sino un ser imperfecto que se está haciendo en
un esfuerzo incesante por armonizar dos potencias antagó-
nicas, que son sus atributos fundamentales: el impulso irra-
cional y ciego y el espíritu, armonización que sólo comienza
a lograrse con la aparición del hombre, en cuya historia la
compenetración de los dos atributos se hace posible, hacién-
dose así posible igualmente la realización de Dios.
Como se ve, Scheler está aquí muy lejos de ese Dios
personal, trascendente, puramente espiritual y perfecto que
el cristianismo había instalado en el centro del acontecer
histórico de Occidente. Por ello sorprende la pregunta del
padre Wojtyla por las «posibilidades de fundar una ética
cristiana basada en el sistema de Scheler», pues su único
sistema filosófico es el anunciado por él en 1926 en el pró-
logo a la tercera edición de El formalismo en la ética y la
ética material de los valores como un sistema basado en su
Antropología filosófica en preparación, y de la cual es una
parte esencial El puesto del hombre en el cosmos, un escrito
muy conocido en todas partes desde 1929.
Hay que presumir, pues, que lo que el padre Wojtyla
llama el «systemu Maksa Schelera» se refiere a uno que
él supone existente en El formalismo en la ética y la ética

172
El misterio del lenguaje

material de los valores, una obra que sí da pie para una


confrontación de la ética de los valores y la ética cristiana.
Aunque con ella Scheler se incorpora al movimiento feno-
menológico, después de haber pertenecido al neokantismo
en sus comienzos en Jena, dicha obra es representativa de
su llamado periodo católico, en el cual logró formar una
escuela de filosofía católica inspirada en su pensamien-
to, la que contó con representantes de algún rango como
Dietrich von Hildebrand y Johannes Hessen.
Lo que se propuso Scheler en su temprana obra fue des-
truir el formalismo ético de Kant y, con ayuda del método
fenomenológico, referir de nuevo la vida moral del hombre
a los contenidos valiosos en que casi siempre se había basa-
do la ética antes de que Kant los desterrara de ella.
Kant rechaza tales contenidos —la bondad, el amor al
prójimo, la compasión, la honradez, la felicidad, la salva-
ción, etcétera— por miedo al relativismo. En su entender,
todos los valores, los bienes y los fines poseen una validez
cambiante y siempre relativa a los individuos y grupos.
Lo cual haría imposible la constitución, apoyándose en
ellos, de una ética a priori y de validez universal, que, según
él, debe ser una ética pura, es decir, purificada de todo
contenido «material», y estar compuesta de mandatos
totalmente formales y vacíos, que no digan qué se debe hacer,
qué valor o fin se debe perseguir, sino cómo se debe obrar
para que la acción en cada caso pueda ser considerada
como buena. Este carácter de su ética aparece claramente, como
se sabe, en lo que él llama la «ley fundamental de la razón
pura práctica», la cual dice: «Obra de tal modo que la

173
Danilo Cruz Vélez

máxima de tu voluntad pueda servir siempre, al mismo


tiempo, como principio de una legislación universal».
La gran hazaña de Scheler consistió en introducir
orden y legalidad en esos contenidos valiosos, que a los
ojos de Kant eran algo caótico y menesteroso de la orga-
nización y regulación que impone la razón. Ellos forman,
según Scheler, un reino de valores objetivos, independien-
tes del hombre e inaccesible por los caminos de la razón.
Su orden es un ordo amoris que no impone sino que des-
cubre en ellos la «lógica del corazón» pascaliana, es decir,
una lógica imperante en la esfera de las emociones y los
sentimientos. No son, pues, un reino del capricho y de la
arbitrariedad, sino un dominio especial de la realidad muy
bien ordenado y que ofrece un suelo suficientemente firme
para construir en él una ética rigurosa y a priori.
Un signo de dicho orden es la escala jerárquica de los
valores, sobre la cual construye Scheler toda su ética. Con-
forme a su jerarquía, que se vive en los actos emocionales
del preferir y postergar a que dan origen los sentimientos de
amor y de odio, los valores están entre sí en relaciones
de rango. El rango más bajo lo poseen los valores de lo sen-
sible —de lo agradable y de lo desagradable—; por enci-
ma de estos están los valores vitales —sano y enfermo—;
después siguen, con un rango cada vez más alto, los valores
intelectuales —verdadero y falso—, los estéticos —bello y
feo— y los valores religiosos —santo y profano—. Estos
últimos son, según Scheler, los más elevados de rango.
Como se ve, los valores morales —bueno y malo— no
aparecen en la escala jerárquica. Esto se explica porque ellos

174
El misterio del lenguaje

no existen por sí como los otros valores, sino que surgen en


los actos del preferir y postergar dentro de la escala y en las
acciones humanas correspondientes. Su único portador es,
por tanto, la persona humana. Pero son objetivos, porque
resultan de la estructura objetiva de la escala jerárquica.
La persona es buena cuando obra de acuerdo con ella, es
decir, cuando prefiere un valor positivo y superior —ver-
bigracia, cuando prefiere el valor de la buena salud al del
placer sensible—; y es mala cuando su acción ha sido deter-
minada por un valor negativo o por un valor inferior den-
tro de la escala —como cuando prefiere el valor negativo
de la falsedad al valor positivo de la verdad o cuando pre-
fiere el valor inferior de la utilidad al de la belleza—. Y el
perfeccionamiento moral de la persona va aumentando
gradualmente a medida que va ascendiendo en la escala,
hasta llegar a la suma perfección, cuando se pone bajo el
signo de los valores religiosos, y se acerca a Dios, hacién-
dose semejante a él.
Scheler dice que la escala de los valores tiene una validez
a priori y permanente y que, por ello, debe funcionar como
un marco fundamental de la ética material de los valores.
Pero esto no le impide dedicarle una gran atención al fenó-
meno de las variaciones del ethos a lo largo de la historia. En
su entender, dichas variaciones no conducen a un relativis-
mo moral, pues son más bien expresiones de un perspecti-
vismo necesario, dada la finitud del hombre, que le impide
captar desde un comienzo y de una vez el reino entero de los
valores y las leyes esenciales que los rigen, lo cual le impo-
ne la ardua tarea de ir conquistándolo en un largo proceso

175
Danilo Cruz Vélez

histórico, lleno de ensayos fallidos y de rodeos incesantes.


Como potencias promotoras en este campo, Scheler estudia
algunos genios de la valoración, gracias a los cuales se pro-
ducen las grandes transformaciones del ethos, convirtiéndo-
se de este modo en modelos y guías de la humanidad. Uno
de ellos, según él, es Jesucristo, a quien llama un «genio del
corazón», y cuyo Sermón de la Montaña considera como
el testimonio del cambio más radical y decisivo en la histo-
ria del hombre.
No cabe la menor duda de que Scheler se mueve aquí
en el horizonte del cristianismo, a pesar de emplear en sus
estudios sobre la moralidad el método fenomenológico
y de estar firmemente instalado en la filosofía de nuestro
tiempo. De ahí que no se puede negar que, la pregunta del
padre Wojtyla sobre «las posibilidades de construir una
ética cristiana basada en el sistema de Scheler» sí tiene
pleno sentido. Sin embargo, la respuesta a esta pregunta
es resueltamente negativa. El padre Wojtyla desconfía de
las audaces ideas de Scheler. Sobre todo, siente miedo
de abandonar la moralidad del hombre a ese medio sutil y
voluble de las valoraciones, emociones y sentimientos. Este
es el mismo miedo que había impulsado a Kant a buscar
un suelo más firme para ella. Pero el suelo que encuentra
el padre Wojtyla no es el de la razón pura práctica de Kant,
sino el de «las fuentes originales de la ética cristiana»,
que en su entender son la palabra revelada en los escritos
bíblicos, la tradición doctrinal de la Iglesia católica y la fe.
Se comprende de suyo que, instalado en este suelo, el
padre Wojtyla no podía considerar la filosofía moral de

176
El misterio del lenguaje

Scheler como adecuada para fundar en ella una ética cris-


tiana. Así, por ejemplo, la interpretación scheleriana del
fenómeno del seguimiento de Jesús le parece una desvia-
ción errónea de las enseñanzas bíblicas. A la luz de estas,
Jesús es, en su opinión, realmente el maestro y el modelo
por excelencia, pero no por ser un «genio del corazón»,
sino por ser el camino, la verdad y la luz de toda existencia
humana; y su perfección no radica en un ethos determi-
nado que sirva de marco de su vida, sino en su divinidad,
por cuanto es un representante de Dios en la tierra; y sus
discípulos y seguidores no van en pos de él porque sea un
«ideal racional», esto es, por tender a un sistema especial
de valores, sino porque es un «ideal real», un ideal que
radica en la persona misma de Jesús y sólo en ella.
Por otra parte, el ethos cristiano, según el padre Wojtyla,
no se puede fundar en una articulación determinada de
los valores lograda en un largo proceso histórico lleno
de variaciones, tropiezos y fracasos. Dicho ethos es, al con-
trario, el que resulta de la enseñanza definitiva de Jesús y
sus discípulos. Es, por tanto, un ethos invariable y dado
de una vez por todas. Y Jesús no es un personaje histó-
rico como cualquier otro, que articula un nuevo sistema
de valores, sino la perfección misma y la fuente de toda
valoración moral. Lo que él enseña, verbigracia, el amor
al enemigo, la sinceridad, el amor a la pobreza, la pureza,
etcétera, son emanaciones de su propio ser, no valores des-
cubiertos por él.
En suma, para el padre Wojtyla la ética cristiana no es el
resultado histórico de las conquistas en el orden axiológico

177
Danilo Cruz Vélez

llevadas a cabo por genios de la valoración, como pensaba


Scheler, sino un sistema de principios basados en un orden
sobrenatural, cuyo último fundamento es Dios. Este aserto
no es más que una variación de las palabras de Jesús en el
Evangelio de San Lucas (18, 19): «Quid me dicis bonum?
nemo bonus nisi solus Deus», «¿por qué me llamas bueno?
Nadie es bueno sino sólo Dios».
Esta polémica del padre Wojtyla con Max Scheler nos
recuerda las luchas medievales entre los teólogos y los filó-
sofos. Pero lo que entonces le contraponía era la razón y
la fe, y de lo que se trata ahora es de la fe y la experiencia.
Scheler había intentado destruir, contra Kant, la razón
como fuente de las normas morales, para fundarlas en la
experiencia, en nombre de la cual había iniciado a princi-
pios de nuestro siglo el movimiento fenomenológico de
Husserl una nueva etapa de la historia de la filosofía. Este
es el sentido del lema de Husserl Zu den Sachen selbst, «a
las cosas mismas». Esto es: ¡lejos de las construcciones
de la razón basadas en supuestos y prejuicios sin com-
probar!; ¡atención sólo a la experiencia, fuente última de
toda intelección! Pero la experiencia de la fenomenología
no es la experiencia de los positivistas, basada unilateral-
mente en los datos de los sentidos, sino una experiencia
abierta a todo lo que ofrece la multiforme realidad a tra-
vés de todos los canales de recepción intuitiva que posee el
hombre. Husserl dirigió su atención predominantemente
a la intuición de la esencia de las cosas, a lo que él llama
«intuición eidética». Scheler amplió el campo de la expe-
riencia mediante la intuición de los valores y de sus leyes,

178
El misterio del lenguaje

mediante la «intuición emocional», e intentó introducir


orden en un reino muy difícil de conocer sistemáticamente.
El padre Wojtyla rechaza los valores y la intuición emo-
cional como base para construir una ética cristiana. Pero
también rechaza la razón como dicha base. Por ello, no
sólo rechaza al grupo de los pensadores católicos en torno
a Scheler, sino también a Kant y a Santo Tomás y toda la
tradición racionalista del tomismo desde la Edad Media
hasta nuestro tiempo. Con otras palabras: para resolver
el problema, le da la espalda a la filosofía y recurre a la fe.
Lo cual equivale a darle la espalda al problema, porque la
fe no resuelve los problemas filosóficos, sino que los salta
con pie ligero.
Pero con semejante salto los problemas no quedan
abandonados a nuestra espalda, sino que nos siguen aco-
sando. En nuestros días el problema de la moralidad se ha
exacerbado. Se ha exacerbado con la irrupción del nihilismo
y del inmoralismo, fenómenos históricos de nuestro tiempo
que tampoco se pueden esquivar ignorándolos. A causa de
la acción de esas potencias destructoras, el último intento
de fundamentar filosóficamente la ética, que fue el de Max
Scheler, se ha revelado como vano. Los valores, punto de
apoyo de la fundamentación, han resultado ser un último
vástago del gran árbol platónico, elementos del «mundo
de las ideas», que era un mundo más allá del nuestro. El
nihilismo y el inmoralismo son justamente el resultado,
según Nietzsche, de la pérdida de la fe en dicho trasmundo.
Ahora bien, si estamos condenados a contar sólo con
nuestro mundo y a renunciar al «reino de los valores»,

179
Danilo Cruz Vélez

y si tenemos que desasirnos de la ilusión del «otro mun-


do» y de la «otra vida» que nos ofrecía el cristianismo, la
fundamentación de una nueva ética se hace terriblemente
difícil. Pero, queramos que no, tenemos que empeñarnos
en ello, porque el hombre necesita un ethos y una ética para
poder existir plenamente como hombre. Mientras se logre
este empeño, tendremos que construir una «moral provi-
sional», como lo hizo Descartes cuando se derrumbó el
teocentrismo medieval. En épocas de crisis, cuando todo
se tambalea, tenemos que aprender a vivir sin supuestos,
sin ilusiones y sin perjuicios, pero de acuerdo con la dig-
nidad del hombre y con su ser peculiar.

180
§§ x. El nihilismo ruso

En ruso, el vocablo nihilismo aparece por primera


vez en Padres e hijos de Ivan Turgenev, quien lo tomó de
la lengua alemana, donde había sido acuñado por el filó-
sofo Jacobi en 1799. Con él se designa allí especialmente
el ideario del médico Basaror, que es el protagonista de la
novela. Pero en el fondo de esta podemos columbrar las
sombras siniestras de algunos conmilitones suyos, que
podemos considerar como los representantes del nihilis-
mo ruso. Hablando de ellos, otro de los personajes dice:
«Antes eran hegelianos, pero ahora son nihilistas»33. Lo
cual nos orienta sobre el camino seguido por el nihilismo
desde Alemania hacia el fabuloso imperio de los zares.
La novela Padres e hijos se publicó en 1861. Hegel había
muerto en 1831, y el hegelianismo que floreció después de
su muerte era ya un pasado liquidado. Pero, como se ve,

33
Citamos la traducción de R. Cansinos Assens de las Obras escogi-
das de Turgenev (Madrid: Aguilar, 1964), capítulo v.

181
Danilo Cruz Vélez

Hegel estaba aún presente en Rusia como el promotor del


nihilismo eslavo.
En boca de Turgenev el nihilismo no tiene el mismo
sentido que le da Hegel. Para este, el nihilismo es el nom-
bre de la metafísica en su punto de partida, en razón de
que, en su entender, ella no debe apoyarse al comienzo en
ninguna de las cosas cuyo ser pretende dilucidar, sino exclu-
sivamente en la nada —nihil—. Para el novelista ruso, en
cambio, el nihilismo es más bien un concepto socio-cultu-
ral, tal como lo había empleado el hegeliano de izquierda
Stirner: como un término para designar la crisis del siste-
ma de ideas y creencias del hombre moderno. Como se ve,
inclusive en este sentido del nihilismo, este es, aunque de
modo indirecto, un testimonio de la presencia de Hegel
en el mundo ruso, la cual se ampliará después, también
indirectamente, merced al influjo de otro representante
de la izquierda hegeliana, de Karl Marx, a través del cual
el hegelianismo llega a convertirse en un poderoso factor
de la historia rusa contemporánea.
Lo que nos interesa aquí, sin embargo, es el nihilis-
mo que entra en escena en la novela de Turgenev. ¿Cómo
ocurre esto? No se puede desconocer que lo que allí es
predominantemente ficción literaria refleja fenómenos de
la vida social y política rusa en la primera mitad del siglo
xix. Tampoco se puede ignorar la existencia en el «alma
rusa» de una cierta propensión a actitudes y conductas
que podríamos calificar de nihilistas. Testimonio de ello
es la figura del antiguo cosaco, cuyo temple anímico cono-
cemos gracias al Taras Bulba de Gogol. Con todo, tanto la

182
El misterio del lenguaje

palabra nihilismo como el aparato conceptual para captar


los fenómenos nihilistas llegaron a Rusia por el camino
del hegelianismo.
Turgenev, nacido en 1818, estudió de 1833 a 1836 en
Moscú y en San Petersburgo, pero en 1838 viajó a Berlín a
completar sus estudios. A su regreso a la patria, fue emplea-
do en un ministerio; pero cuando, por motivos políticos,
tuvo que dejar su puesto, volvió a Alemania, en 1847, y
pudo asistir de cerca en Berlín a la lucha entre los grupos
que se habían repartido la herencia de Hegel y a la esci-
sión de la izquierda hegeliana, protagonizada por Marx y
Stirner. Como queda dicho, su concepción del nihilismo
es afín a la de Stirner.
En Padres e hijos, a la par que entreteje la trama nove-
lesca, Turgenev va articulando su concepción del nihilis-
mo. Al comienzo de la novela, este no es más que el vago
sentido que brinda la etimología de la palabra. «Nihi-
lismo… —dice un personaje—, esto viene del latín nihil
—nada—, según creo recordar; probablemente, esa palabra
indica… que el nihilista no cree en nada»34. Pero ensegui-
da se dice más concretamente que el nihilista es una per-
sona que «nada respeta», que «a todo aplica un punto
de vista crítico», «que no acata ninguna autoridad, que
no tiene fe en ningún principio ni les guarda respeto de
ninguna clase, ni se deja influir por ellos»35.

34
Turgenev, Padres e hijos, capítulo v.
35
Turgenev, Padres e hijos, capítulo v.

183
Danilo Cruz Vélez

Como se ve, lo que Turgenev entiende por nihilismo


no tiene nada que ver con la metafísica. Su concepción
del nihilismo se nutre más bien de un cuestionamiento,
entonces en marcha, de los fundamentos de la sociedad y
del Estado, provocado por la pérdida de la fe en los valores
en que se venían apoyando desde comienzos de la Época
Moderna. Esto es lo que después llamará Nietzsche «el
derrocamiento de todos los valores» como rasgo defini-
torio del nihilismo. Para el nihilista no hay autoridad ni
principios ni leyes, porque en su opinión los valores que
les daban validez y legitimidad se han hecho caducos. Por
ello, lo que toca en tal situación histórica es negar radi-
calmente. «En los tiempos actuales —dice Bazarov— lo
más útil es negar»36. Y él niega implacablemente y con
furia. Niega la familia, la sociedad, el Estado, los princi-
pios morales y jurídicos, los usos y las costumbres impe-
rantes e inclusive niega las formas de la vida afectiva como
el respeto, la veneración y el amor. Del amor dice que no
es más que «romanticismo, absurdo, podredumbre, lite-
ratura»37. Y no solamente los principios de toda índole y
las instituciones de la vida privada y pública, sino también
la filosofía, la religión, el arte, la ciencia y la literatura caen
bajo la acción de esa fuerza aniquilante que anima a Baza-
rov, con lo que da cumplimiento a lo que había declarado
al comienzo de la novela: «Yo no creo absolutamente en

36
Turgenev, Padres e hijos, capítulo x.
37
Turgenev, Padres e hijos, capítulo vii.

184
El misterio del lenguaje

nada»38. Lo único ante lo cual se detiene la negatividad


de dicha fuerza es frente a la muerte. Al final de su vida,
en presencia de su próximo fin, dice Bazarov: «Fuerza,
fuerza; aún la conservo intacta, ¡y, sin embargo, tengo que
morir! Prueba a negar la muerte… Ella te niega a ti»39.
El nihilista fracasa ante la muerte. Sus sofismas y fala-
cias se estrellan contra esta roca de granito. Mediante ellos
es incapaz de convertir la muerte en una nada. La muerte
habita en la cercanía de la nada, y es anihilante. Pero posee
una presencia poderosa que me envuelve por todas partes,
que no puedo negar, y de la cual no puedo huir, no impor-
ta en qué dirección dirija mis pasos. «Voy pegado a mi
muerte como un pájaro al cielo», dice Vicente Huidobro
en el lenguaje de la poesía.
Lo anterior se explica por la función singular que tiene
la muerte en el ser entero del hombre, que se constituye en la
realización de una multiplicidad de posibilidades, una de
las cuales es la muerte misma. Pero esta es una posibili-
dad diferente de todas las demás. Con su cumplimiento,
llega el ser humano a su última meta, para desaparecer, lo
que no ocurre con las restantes. Pero mientras el hombre
existe, la muerte es una posibilidad permanente, que pue-
de realizarse en el momento menos pensado, y justamen-
te como lo que no ha sobrevenido aún, como posibilidad,
posee dicha presencia poderosa. Y, además, como tal es la

38
Turgenev, Padres e hijos, capítulo vi.
39
Turgenev, Padres e hijos, capítulo xxviii.

185
Danilo Cruz Vélez

condición de posibilidad de todas las otras posibilidades


que es el hombre. Prueba de ello es que cuando la muerte
sobreviene y se convierte en realidad, ya es imposible rea-
lizar cualquiera otra posibilidad, pues todas desaparecen.
Esta es la base ontológica de la concepción de la muerte
que tiene Bazarov —posteriormente, Turgenev, cuando con
los años comenzó a acelerarse su marcha hacia la muerte,
plasmó la misma concepción, refiriéndola a sí mismo, en
el impresionante poema en prosa «La vieja», escrito
en 1878—. El nihilista niega todo y convierte todo en nada,
salvo la muerte. La muerte está por encima del nihilismo.
No es como este una contingencia histórica, sino que está
presente como posibilidad en todo lo que el hombre hace
o emprende, y cuando se va a realizar en él, el nihilista se
da cuenta de que su actitud negativa y destructiva queda
negada y destruida por la muerte que sobreviene hacien-
do en adelante imposible toda empresa humana, inclusive
el nihilismo.
Una forma del nihilismo semejante a la anterior se
encuentra más tarde en las novelas de Dostoyevsky. Este,
sin embargo, no era un «occidentalista» como Turgenev,
sino un «eslavófilo» firmemente enraizado en su mundo
propio. Por eso el nihilismo que él describe es típicamente
ruso. Cuando se le preguntó de dónde venía el nihilismo,
respondió: «No viene de ninguna parte. Todo el tiempo ha
estado con nosotros, en nosotros y en torno a nosotros».
Dostoyevsky reconoce su deuda literaria con Turgenev.
Pero el nihilismo de sus personajes no es el de un ente de
ficción como Bazarov, sino el nihilismo latente en la vida

186
El misterio del lenguaje

rusa: el que él mismo respiró en los bodegones de San


Petersburgo frecuentados por la plebe; el de los vagabun-
dos y mendigos con quienes dialogaba en su juventud en
las calles y los parques de esta ciudad; el de los grupos polí-
ticos desesperados, a uno de los cuales perteneció, lo que le
valió una condena a la pena de muerte, conmutada después
por la de prisión; el que vivió en los presidios de Siberia en
compañía de criminales, de desarraigados y marginados.
En Los demonios (1870), la novela de Dostoyevsky
más importante para estudiar su concepción del nihilis-
mo, este no es un fenómeno aislado de un individuo, de un
partido político o de una agrupación, sino la expresión de
un estado social general. Ello se ve claramente en la enu-
meración que le hace Pyotr Stepanovich Verkhovensky
a Stavrogin de los posibles colaboradores en los planes
políticos de ambos:

¿No sabe usted que ya somos enormemente fuertes?


Los nuestros no son solamente los que degüellan y que-
man. Yo les tengo contados a todos. El maestro que se
burla con sus alumnos de Dios y de su cuna, es ya nues-
tro. El abogado que defiende el asesinato de un individuo
culto, alegando que el asesino tiene más cultura que sus
víctimas, y para procurarse dinero no tiene más remedio
que matar, es ya nuestro. El jurado que absuelve todos los
crímenes, nuestro. El fiscal que teme mostrarse en el juicio
poco liberal, nuestro, nuestro. Los administradores, los
literatos, ¡oh, nuestros!; terriblemente nuestros, y ellos
mismos lo ignoran… Cuando salí de Rusia, hacía furor
la tesis de Littré, según la cual el crimen es una locura;
vuelvo, y ya el crimen no es una locura, sino precisamente

187
Danilo Cruz Vélez

el buen sentido, casi un deber, por lo menos una noble


protesta… El dios ruso ha huido ya ante el alcohol. La
gente se emborracha, se emborrachan las madres, se embo-
rrachan los hijos; las iglesias están vacías…40.

Al lado de estos nihilistas pasivos, que van arrastrados


por los demonios de la negatividad en todos los órdenes,
Dostoyevsky nos describe también a unos nihilistas acti-
vos, afanosos por destruir todo lo existente. Estos nihilis-
tas lo confiesan paladinamente: «Nosotros proclamamos
la destrucción, porque es una idea seductora». Pero lo
que los seduce realmente es el caos que quieren instau-
rar. Al preguntárseles por qué habían cometido tantos
crímenes, escándalos y fechorías, uno de ellos responde:
«Para la sistemática destrucción de los cimientos, para la
sistemática descomposición de la sociedad y de todos los
principios». Esto es, para destruir desde su raíz y en total
el orden vigente. Por ello agrega el mismo personaje que
ellos están haciendo «el primer ensayo de un desorden
sistemático»41.
Pero el nervio que mueve todas esas manifestaciones
de nihilismo es lo que identificará posteriormente Nietzsche
con su propio nihilismo: la «muerte de Dios». El primer
título que le había puesto Dostoyevsky a Los demonios era

40
Citamos la traducción de R. Cansinos Assens de las Obras com-
pletas, tomo ii, de Fyodor Dostoyevsky (Madrid: Aguilar, 1949),
parte ii, capítulo viii.
41
Dostoyevsky, Los demonios, parte iii, capítulo viii.

188
El misterio del lenguaje

el de Ateísmo, pero lo cambió por un nombre que abar-


cara todas las restantes fuerzas nihilistas. Sin embargo,
aquí como en Crimen y castigo, El idiota y Los hermanos
Karamazov, lo que él llama la «huida del dios ruso» es
el telón de fondo del ventarrón nihilista que agita a algu-
nos de sus personajes. Esto se comprende de suyo. Si Dios
era el fundamento en que para el hombre ruso reposaba
el mundo y la vida humana en todas sus expresiones, con
su huida tenían que hundirse en el remolino de la nada.
La «muerte de Dios» determina una nueva idea del
hombre, la idea del hombre propia de la época del nihilis-
mo. Ya desde comienzos de la Época Moderna, en Occi-
dente había comenzado a actuar calladamente esta idea,
como consecuencia de la crisis del teocentrismo medieval.
Pero el primero que la expresa claramente, en el contex-
to de la «huida del dios ruso», es Dostoyevsky. En Los
demonios, el ingeniero Kirillov lo dice sin ambages antes
de suicidarse: «Si no hay Dios, yo soy dios»42.
Como secuela de este antropocentrismo delirante, que
coloca al ser humano en el centro del cosmos como su fun-
damento y señor, dicho personaje predica una potencia-
ción enorme de todas las facultades del hombre, inclusive
desde el punto de vista corporal. Esta es la primera formu-
lación de la idea del superhombre, que presentará después
Nietzsche también en conexión con la «muerte de Dios».
De semejante deificación del hombre deduce Kirillov la
necesidad de suicidarse. Pues si soy dios, concluye sin más,

42
Dostoyevsky, Los demonios, parte iii, capítulo vi.

189
Danilo Cruz Vélez

y el atributo de mi divinidad es la libertad absoluta, tengo


que destruirme a mí mismo, para poder dar testimonio
de mi libertad. Y su suicidio, algo macabro y sin sentido
—aunque desde el punto de vista literario, una pieza maes-
tra de la literatura universal—, reduce al absurdo toda la
doctrina nihilista presentada en la novela.
Acompañando al nihilismo expresado en el lenguaje
de la gran literatura rusa, corre en Rusia, a lo largo del siglo
xix, un nihilismo práctico, el de la política, cuyo princi-
pal representante fue Bakunin, un hegeliano de izquierda
que como Turgenev también viajó a Berlín, donde estudió
a partir de 1840. Pero esta forma de nihilismo desembocó
en una absurda negación de toda forma de coexistencia en
la pólis, con lo cual la política misma quedó reducida al
absurdo. Sin embargo, ni la labor negativa y destructiva del
nihilismo literario ni la del nihilismo político se volatiliza-
ron en Rusia. Sin su trabajo de zapa, los rusos no habrían
podido, a principios de nuestro siglo, hacer tabula rasa de
una serie de valores, principios, creencias, ideas e ideales
de los que habían vivido durante siglos, lo cual hizo posible
en la práctica esa «sistemática destrucción de los cimien-
tos» que proclamaba el personaje de Los demonios.

190
§§ xi. Sartre de cerca

En la imagen de un escritor famoso suelen ir mez-


clados confusamente lo inherente a su ser peculiar e ingre-
dientes adventicios, que vienen de fuera, casi siempre de
la fantasía del público, que, cuando carece de ideas cla-
ras sobre un hombre prominente, se complace en tejer
su leyenda. Esto vale en gran medida de Jean-Paul Sartre,
quien gozó en vida de fama internacional, y cuya muerte
en 1980 conmovió al mundo entero, no porque se supiese
a ciencia cierta qué era lo que él había aportado a la huma-
nidad ni qué era lo que esta perdía con su muerte, sino jus-
tamente por su leyenda, avivada sin mesura por los medios
masivos de comunicación.
La índole misma de Sartre contribuía igualmente a
fomentar su leyenda. Él era una naturaleza escurridiza.
Como una especie de Proteo intelectual, cambiaba fácil-
mente de figura, de medios de expresión, de estilo y de acti-
tud. Lo cual entorpecía todo intento de filiarlo, de fijarlo
en un marco determinado, en la tradición de un género y en
la relación con sus congéneres. Y le dejaba a la gente el

191
Danilo Cruz Vélez

campo libre para que diera rienda suelta a su natural ten-


dencia a crear mitos.
En vista de algunos de los primeros escritos salidos
de su pluma —La trascendencia del ego y La imaginación,
ambos de 1936, Esbozo de una teoría de las emociones (1939)
y Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la imagina-
ción (1940)—, se pensó que Sartre era un nuevo filósofo,
un representante francés del movimiento fenomenológi-
co que había fundado Husserl en Alemania a principios
de nuestro siglo. Pero semejante encasillamiento resultó
apresurado. Pues por el mismo tiempo Sartre comenzó a
dar a la luz pública obras de imaginación, como La náusea
(1938) y El muro (1939), con las cuales se reveló como un
original novelista y un magistral narrador.
En 1943, al publicar El ser y la nada, Sartre se colocó a
la cabeza de la filosofía francesa del momento. Mas esto no
lo ató al gremio de los filósofos. Otros frentes le demanda-
ban con mayor insistencia su atención. En ese mismo año
compuso Las moscas, que lo convirtieron de un golpe en
un dramaturgo importante. Su prestigio como tal creció
como la espuma en los años siguientes con el estreno de
nuevas obras. Dramas como A puerta cerrada, La putain
respectueuse y El diablo y el buen Dios le permitieron con-
quistar rápidamente los escenarios europeos y americanos.
A partir de 1945, la dispersión de Sartre llega a su
colmo. Abandona definitivamente su labor de profesor
de filosofía, y comienza a vivir como escritor libre en el
barrio parisino Saint-Germain-des-Prés. Funda Les Temps
Modernes, una revista predominantemente política. Intenta

192
El misterio del lenguaje

organizar un partido de izquierda. Viaja con fines no filo-


sóficos ni literarios a Rusia y a Cuba. Escribe incesante-
mente ensayos sobre filosofía y literatura, novelas, obras
de teatro, un guion cinematográfico, amén de artículos
para revistas y periódicos. Participa, además, en la políti-
ca activa nacional e internacional, y ejerce sus funciones
de jefe supremo del «existencialismo», un movimiento
que ya tenía poco que ver con la filosofía, de donde había
tomado su nombre, pues se había convertido en una extra-
ña moda que ligaba una turbia ideología con mala litera-
tura y bohemia.
De acuerdo con lo anterior, no debemos asombramos
de la falta de ideas claras sobre Sartre. Dada su importan-
cia, sin embargo, ya es tiempo de que comencemos a ave-
riguar qué es lo que está quedando del inmenso prestigio
de que disfrutó en vida y de su vasta y ruidosa obra.
De todas las publicaciones sobre Sartre aparecidas
con ocasión de su muerte y en los años transcurridos des-
de entonces, la que mejor nos puede prestar ayuda para
ello es el libro de Simone de Beauvoir La ceremonia del
adiós seguido de Conversaciones con Jean-Paul Sartre, cuya
traducción al español publicó en 1983 la Editorial Suda-
mericana. Más próxima a él que nadie durante más de cin-
cuenta años, la autora ha podido ofrecernos en su libro un
Sartre de cerca, dando así un paso decisivo para separar en
él la leyenda de la realidad.
En La ceremonia del adiós, crónica basada en un diario
que llevó Simone de Beauvoir de 1970 a 1980, vemos de
cerca a Sartre a lo largo de la enfermedad que acabó con

193
Danilo Cruz Vélez

él. Pero este impresionante documento carece de interés


para nuestro tema. Lo que nos importa son las Conversa-
ciones, las cuales nos acercan al fondo de las convicciones
más íntimas de Sartre sobre sí mismo, convicciones que
conservó ocultas mientras estuvo en el primer plano de
la publicidad mundial. La obra surgió de los diálogos
de Simone de Beauvoir con Sartre en Roma, en el verano de
1974, y en París, a principios del otoño del mismo año.
Ya al comienzo de las Conversaciones encontramos una
confesión sorprendente. Al recordarle Simone de Beauvoir
el gran papel que había jugado la filosofía en su formación,
comenta Sartre: «Sí, porque la consideré el mejor medio
para escribir; me daba las dimensiones necesarias para
crear una historia»43. La filosofía, en la que casi siempre
se piensa cuando se habla de Sartre, no tenía, pues, para él
un valor en sí; no era más que un medio para escribir, para
«escribir una historia». Semejante confesión se refuerza
más adelante con esta otra: «No quería ser filósofo, esti-
maba que eso era perder el tiempo… La filosofía se relacio-
naba con la verdad, con las ciencias, que me aburrían»44.
De suerte que el horizonte en que se movía Sartre des-
de el principio no era el de la filosofía ni el de la ciencia,
sino el de la literatura. Pero si, apresuradamente, lo situa-
mos allí para filiarlo, de inmediato se nos escurre por entre
las mallas de nuestro esquema clasificatorio; pues al ir a

43
Simone de Beauvoir, Conversaciones (Buenos Aires: Editorial
Sudamericana, 1983), 208.
44
Beauvoir, Conversaciones, 209.

194
El misterio del lenguaje

precisar lo que él entendía por literatura, nos vemos remi-


tidos a algo que no es propiamente literatura. La concep-
ción que tenía Sartre de la literatura aparece por doquier
en las Conversaciones, pero sin tematizarla expresamente,
quizás porque ya la había expuesto sistemáticamente en
1948 en su famoso libro ¿Qué es la literatura?
Como es sabido, la literatura es allí littérature engagée,
literatura comprometida. En semejante literatura no se tra-
ta de narrar historias; en ella, el escritor engagée no escribe
con el fin de «relatar historias hermosas»45. Él se dirige al
lector más bien para transformarlo, despertando en él el
sentimiento de libertad, que se supone siempre coartada.
La literatura es, pues, una faena de liberación del indivi-
duo y de los pueblos. El lenguaje en ella no tiene, por ende,
una función creadora de nuevos mitos, de nuevos mun-
dos y nuevos seres, como en Balzac, Stendhal o Proust,
sino una función práctica. O mejor: una función moral,
tomando la moral en el sentido que le da Sartre, a saber,
como una mezcla de la moral individual con la política,
que sería la moral colectiva. Por eso dice Sartre tajantemen-
te contra todo intento de no hacer literatura no compro-
metida: «Bien que la littérature soit une chose et la morale
une tout autre chose, au fond de l’impératif esthétique nous
discernons l’impératif moral». Filosofía, literatura, políti-
ca y moral… Si la filosofía no es más que un medio para
hacer literatura, si la literatura se confunde con la moral y

45
Jean-Paul Sartre, Qu’est-ce la Littérature? (París: Gallimard, 1967),
79.

195
Danilo Cruz Vélez

si la moral es política, ¿dónde vamos a situar a Sartre? La


respuesta a esta pregunta es ciertamente difícil. Sartre se
nos escurre de un campo a otro, y todo intento de fijarlo
en uno de ellos fracasa.
Si, por última vez, escuchamos sus propias palabras,
le oímos insistir en la literatura: «Yo deseo obtener la
inmortalidad por la literatura; la filosofía es un medio
para alcanzarla»46. ¿Se va a cumplir este deseo de Sartre?
Es aventurado anticiparse a la sentencia del tiempo. Pero
desde su muerte, cuando ya no produce titulares, cuando
su leyenda comienza a evaporarse, y ya no actúan los moti-
vos extraliterarios que la alimentaban, parece cada vez más
improbable el cumplimiento de ese deseo. Al contrario,
se principia a ver claramente que sus obras literarias están
demasiado cargadas de un lastre filosófico, ideológico y
circunstancial que las hace bastante plúmbeas. Quien no
esté especialmente interesado, por ejemplo, en la tragedia
de la ocupación de Francia por los alemanes, en las peripe-
cias de la Segunda Guerra Mundial y en los problemas de
la política europea de entonces, es incapaz de leer ahora las
tres voluminosas novelas que integran Los caminos de la
libertad. Lo mismo puede decirse de obras dramáticas
como Las moscas, Muertos sin sepultura y Las manos sucias.
La náusea, la novela mejor lograda de Sartre, es igualmen-
te ilegible para quien no quiera revivir, en la contempla-
ción de la raíz de un castaño que se hunde en la tierra, un
modo de ser que se describe en el clímax de la obra: el ser

46
Beauvoir, Conversaciones, 207.

196
El misterio del lenguaje

precategorial y prerreflexivo de las cosas, es decir, su ser


antes de haber sido revestidas con «las débiles marcas que
los hombres han trazado en su superficie»; en suma, el ser
antes de que la subjetividad humana lo haya llenado de sen-
tido y racionalidad estructurándolo mediante las formas
espacio-temporales y categoriales que estudia Kant en la
Crítica de la razón pura.
Los anteriores son ejemplos extremos. Pero, en mayor
o menor medida, se podría decir algo semejante de otras
obras de «imaginación» de Sartre, ninguna de las cuales
se puede leer por el sólo placer de sumergirse en el mun-
do de la fábula.
Esa inmortalidad que, contrariando su deseo, quizás
le va a negar el mundo literario, ¿la irá a alcanzar Sartre, a
pesar suyo, por la filosofía? Esto también parece impro-
bable. Acallado el ruido que hacía la publicity internacio-
nal, que siempre lo siguió fielmente, se va haciendo visible
el modesto puesto que ocupa Sartre en el conjunto de la
filosofía contemporánea.
Como se sabe, Sartre pertenece como pensador a la
filosofía de la existencia, que representa la etapa final de
la filosofía de la subjetividad inaugurada por Descartes en
los albores de la Época Moderna.
Descartes descubre la subjetividad humana, el ego cogito,
como el único fundamento suficiente para explicar filosó-
ficamente el ser de todo lo que hay. Pero el estudio de ese
campo fue una tarea en común de las mejores cabezas de
la modernidad. Los ingleses exploraron las funciones sen-
sibles del yo; Kant esclareció las funciones no sensibles, lo

197
Danilo Cruz Vélez

que él llama las actividades trascendentales de la subjeti-


vidad pura, por medio de las cuales se constituye el senti-
do de las cosas; y el llamado idealismo alemán —Fichte,
Hegel y Schelling—, al ahondar en esas funciones, en un
arrebato especulativo las hipertrofian hasta el infinito,
convirtiendo al humilde ego cogito cartesiano en un Yo
absoluto y divino, del cual hace salir, en rigurosos pasos
lógicos, todo lo existente.
Este es el momento en que aparece la filosofía de la
existencia como una reacción contra semejante arreba-
to especulativo, pidiendo una vuelta al sujeto humano,
con el cual Descartes había puesto en marcha la filosofía
de la subjetividad, pero sin limitarlo al puro pensar como
había ocurrido en la filosofía moderna, sino en su plena
concreción.
La filosofía de la existencia pone, pues, a la vista al
sujeto humano concreto, finito, «arrojado» en el mundo
y en la historia, viviendo en vista de la muerte, sin un ser
fijado de antemano como el de las cosas, sino condenado
a realizarlo proyectándose hacia sus propias posibilidades.
El descubridor del nuevo campo de investigación fue
el danés Kierkegaard. Jaspers y Heidegger escudriñaron las
estructuras de ese campo. Sobre todo Heidegger, quien le
dio rigor, método y sistema a la filosofía de la existencia.
Pero esta no es para él un fin último, sino un camino para
elucidar el misterio del ser. Por eso la llama ontología fun-
damental, cuya tarea es el estudio del ser de un ente deter-
minado, el hombre, para establecer el fundamento de un
saber que garantice el adecuado tratamiento del problema

198
El misterio del lenguaje

del ser en general. Este era el mismo fin que perseguía la


egología cartesiana.
Ahora bien, en sus análisis de la existencia humana
Sartre parte de la ontología fundamental que desarrolla
Heidegger en Ser y tiempo, obra que comenzó a estudiar
en el año de 1933, cuando viajó a Alemania como beca-
rio del Institut Français de Berlín. Pero, a pesar de que su
obra filosófica fundamental se llama El ser y la nada, se
olvida de lo que más le importaba a Heidegger: del proble-
ma del ser en general. A Sartre sólo le interesa la existen-
cia humana. Además, a pesar de que El ser y la nada lleva
como subtítulo Ensayo de una ontología fenomenológica,
sus análisis de la existencia humana no tienen un carácter
ontológico en sentido estricto. Él se limita a lo óntico, es
decir, a describir situaciones y casos concretos existenciales,
como lo hace el novelista o el dramaturgo, sin lograr des-
tilar de ese material lo ontológico, esto es, las estructuras
generales de la existencia humana, sencillamente porque
no tenía ojos para ellas.
El atento lector se habrá dado cuenta de que, en la evo-
lución de la filosofía de la existencia, a la cual pertenece,
Sartre no alcanza la altura a que la llevó Heidegger, y que
se queda en un estadio anterior de ella ya superado. Por
eso hablamos del modesto puesto que ocupa en la filoso-
fía contemporánea. Quizás su mayor aporte a la filosofía
de la existencia son esas descripciones de que ya hablamos de
situaciones y casos concretos existenciales con todas sus
implicaciones morales, en las cuales alcanza igualmente
sus mayores alturas literarias.

199
Danilo Cruz Vélez

En un artículo publicado en 1960, con ocasión de la


muerte de Camus, decía Sartre que este «encarnaba en este
siglo, y contra la historia, al heredero actual del antiguo
linaje de los moralistas, cuyas obras constituyen quizás lo
más original de las letras francesas»47. Estas palabras valen
exactamente para el caso de Sartre, en cuyas manos todo
se convertía en una cuestión moral, como les ocurría a sus
más legítimos antecesores, los moralistas franceses. Con
ellos tenía también en común la genial manera de decir.
Él encarnó mejor que nadie esa tradición tan francesa de
los grandes escritores. Y esto fue Sartre, en último térmi-
no: un gran escritor. Que era lo único que, en el fondo, le
importaba realmente. Él se lo dice a Simone de Beauvoir
al final de las Conversaciones: «Escribí. Eso fue lo esencial
de mi vida. Lo que exigí desde los ocho años, lo logré»48.
Y en Las palabras nos cuenta cómo descubrió en su niñez
el tipo humano que encarna el gran escritor, como la única
posibilidad de la existencia humana en que podía realizar
su auténtico ser. Toda su vida la dedicó a alcanzar ese ideal,
contra todo y renunciando a todo. Él habla de ello como
de una salvación, como una salvación de lo que era en ver-
dad. Las últimas líneas de Las palabras lo dicen bellamen-
te: «De lo único de que trataba era de salvarme —nada
en las manos, nada en los bolsillos— por el trabajo y la fe.
Mi pura opción no me elevaba por encima de nadie: sin

47
Jean-Paul Sartre, Situations iv (París: Gallimard, 1964).
48
Beauvoir, Conversaciones, 535.

200
El misterio del lenguaje

equipo, sin herramientas, me he metido entero en la tarea


de salvarme entero…». Una última lección moral para sus
compañeros de oficio, los escritores, que actualmente están
cada vez más en peligro de ser devorados por el Leviatán
de la sociedad de consumo, olvidados de su misión.

201
§§ xii. Heidegger y el
otro comienzo

A medida que pasan los años desde su muerte, acae-


cida en 1976, se va haciendo cada vez más evidente que
Martin Heidegger, nacido en 1889 en un pueblecito ale-
mán llamado Messkirch, ha sido la fuerza filosófica más
poderosa del siglo xx. Messkirch, ámbito de su niñez y
adolescencia; Freiburg im Breisgau, centro de su forma-
ción académica y de su actividad docente, y Todtnauberg,
en una de cuyas laderas tenía un albergue alpino donde
escribió la mayor parte de su obra, constituyeron el mar-
co geográfico de su sencilla y laboriosa vida. Todos estos
lugares, muy cercanos unos de otros, pertenecen a la Selva
Negra, en cuyo suelo granítico Heidegger se sintió siempre
enraizado, al igual que uno de sus miles de pinos oscuros.
Desde un comienzo, el pensamiento de Heidegger se
desplegó movido por un impulso incontenible de ir hasta
las últimas raíces de las cosas y de la existencia humana,
rompiendo para ello la costra de ideas, creencias y cate-
gorías que se había ido formando sobre ellas a lo largo de
más de dos mil años. Como vehículo de este pensamiento

203
Danilo Cruz Vélez

radical, su lenguaje, desnudo de todo adorno retórico y


libre de la jerga filosófica usual, adquirió un poder de suges-
tión irresistible, un poder que no perdió ni en los escritos
de su ancianidad.
En cierta medida, lo anterior explica la acción elec-
trizante que produjo su entrada en escena en el medio
universitario, primero en Freiburg, donde inició su labor
docente al terminar la Primera Guerra Mundial; después,
de 1923 a 1928, en Marburg, adonde había sido llamado
como profesor por la nombradía que le habían dado los
apuntes de sus clases y seminarios, que circulaban de mano
en mano, pues entonces no había publicado casi nada; y
luego de nuevo en Freiburg, a partir del semestre de invier-
no de 1928 hasta su muerte.
Con todo, su rápido triunfo en Alemania, y después en
el mundo entero, a raíz de la publicación de Ser y tiempo
en 1927, no se debió sólo a la magia de su lenguaje ni a la
hondura y novedad de su pensamiento. Ni mucho menos
a su personalidad. Heidegger parecía un pequeño campe-
sino de la Selva Negra, y su atuendo y su porte tenían algo
de provinciano y envarado. Su rauda carrera hacia la fama
se debió más bien a que desde el principio se pensó que él
iba a hacer posible una salida del estancamiento en que
había caído la filosofía moderna.
A principios de nuestro siglo, en efecto, la filosofía
moderna, que había puesto en marcha Descartes en el siglo
xvii, había perdido su fuerza creadora, a pesar de su febril
actividad y de su copiosa producción bibliográfica. Aunque
parezca paradójico, su esterilidad se debió a que ya había

204
El misterio del lenguaje

llegado a su plenitud. Casi todas las posibilidades encerradas


en el ego cogito, en el «yo pienso» de la subjetividad huma-
na, que Descartes había propuesto como fundamento expli-
cativo de todo lo que hay, se habían realizado plenamente.
Y esto hasta tal punto, que la fenomenología de Husserl,
que entonces era el movimiento filosófico predominante
en Europa, había llegado a poder explicar el ser de todos los
objetos y de todos los fenómenos como un producto de la
actividad constituyente del yo puro. Las ciencias psicológi-
cas habían escudriñado, hasta en sus últimos rincones, el yo
empírico en sus funciones conscientes e inconscientes. El
sueño de Descartes y Leibniz de una mathesis universalis,
de un saber aplicable a todos los objetos gracias a una for-
malización universal mediante la matemática y la lógica
formal, se estaba comenzando a cumplir. Parecía, pues, que
la filosofía había resuelto todos sus problemas y logrado
todos sus anhelos, pero que por ello se estaba quedando sin
una tarea. Esta era quizás la causa de que se hubiera vuel-
to sobre sí misma, no para preguntar por su esencia, como
había ocurrido a menudo en el pasado, sino con el ánimo
de corregir sus fallas lógicas y gramaticales, por medio de un
análisis lógico-lingüístico de las proposiciones filosóficas.
De otra parte, la tradición filosófica de más de dos mil
años, reconstruida a la perfección por la filología y la historia
del siglo xx, aún no había podido ser repensada y dominada
plenamente. Por el contrario, ella dominaba a los pensado-
res, en cuyas cabezas y sistemas imperaba una amalgama de
teorías viejas y nuevas, de valoraciones caducas, de represen-
taciones y conceptos válidos sólo por tradición. Esto, y la

205
Danilo Cruz Vélez

esterilidad indicada, explican igualmente la gran floración


de renacimientos que se produjo entonces. Recuérdese el
neokantismo, el neopositivismo, el neovitalismo, el neo-
marxismo, la neoescolástica, el neotomismo…
Heidegger entró en esta selva selvaggia como un viento
renovador, que no venía a renovar ninguna corriente filo-
sófica del pasado, sino a renovar la filosofía misma. En sus
manos los viejos dogmas comenzaron a vacilar, y proble-
mas que estaban cristalizados dentro de las doctrinas de
las escuelas, recobraron su capacidad de inquietar y se vol-
vieron a plantear con gran pasión. De estos, el más inquie-
tante de todos era el problema del ser, que había puesto
en marcha la filosofía entre los griegos y que, en opinión
de Heidegger, desde hacía tiempos había caído en olvido.
Dicho problema, que sigue siendo para él el proble-
ma fundamental de la filosofía, como en la época de Par-
ménides y Heráclito, aparece enunciado en el título de la
obra que le dio fama mundial: en Ser y tiempo.
Sin embargo, en el primer tomo de esta obra, el único
que se publicó, el tema central de la investigación no es el
ser. Allí siguió Heidegger un camino que lo debía sacar de
la situación histórica en que él se encontraba. Esa situa-
ción histórica era la que había creado la fenomenología
trascendental de su maestro Husserl. Pero Husserl había
convertido la fenomenología en un «cartesianismo radi-
cal», como él mismo la llamó. Lo que buscaba Heidegger,
por lo tanto, era una salida lejos de la metafísica moder-
na de la subjetividad, representada en su punto de partida
por Descartes y en su plenitud por Husserl. Con todo, a

206
El misterio del lenguaje

la salida no se podía llegar sino a través de dicha metafísi-


ca, que es lo que ocurre en Ser y tiempo.
En cumplimiento de este propósito, Heidegger pone
en cuestión todas las formas de la subjetividad que habían
servido de fundamento de la metafísica moderna —el ego
cogito de Descartes, el yo trascendental de Kant, el pensar
absoluto de Hegel, la voluntad de poder de Nietzsche, el
ego laboro de Marx, el yo puro de Husserl—, y en lugar de
ellas introduce el Dasein, palabra alemana intraducible en
todo su alcance significativo, pero que puede ser parafra-
seada en cada caso.
El Dasein es el ser propio del hombre, un modo de
ser que nosotros podemos designar tranquilamente con
la expresión existencia humana. Heidegger mismo emplea
esta expresión en alemán —menschliche Existenz— como
equivalente a Dasein.
El Dasein no es el ego solitario que conquista artificial-
mente Descartes mediante la duda metódica, del cual la
metafísica de la subjetividad moderna hace salir los objetos
y el mundo como productos de su actividad constituyente.
Lo que el Dasein designa, en cambio, es lo que Heidegger
llama el ser-en-el-mundo del hombre, una estructura que
abarca al sujeto, a los objetos y al mundo en una unidad ori-
ginaria, a la cual pertenece igualmente el ser con los otros
hombres. Esta unidad, que está siempre sustentada por
el hombre gracias a su comprensión del ser de los elementos
integrantes del todo estructural, se revela a la postre como
una urdimbre de múltiples temporalizaciones, es decir, de
modos de ser en el tiempo de la existencia humana.

207
Danilo Cruz Vélez

Esta hermenéutica de la existencia humana en el hori-


zonte del tiempo es lo que realmente se lleva a cabo en el
primer tomo de Ser y tiempo, el cual habría podido muy
bien titularse Hombre y tiempo, porque el tema expreso del
ser sólo viene a reaparecer al final del libro, en la pregun-
ta que lo concluye: «¿Se revela el tiempo mismo como el
horizonte del ser?».
A esta pregunta por el ser en general se debía respon-
der en la continuación de Ser y tiempo, pero esta no apare-
ció después de la publicación del primer tomo de la obra.
Heidegger siguió meditando sobre el problema durante
diez años. Y cuando lo creyó oportuno, de 1936 a 1938
redactó lo que debía ser la segunda parte de Ser y tiempo.
En 1939, su hermano Fritz hizo una copia en máquina del
manuscrito. Pero Heidegger no se decidió a dar el texto
a la luz pública, el cual permaneció inédito hasta 1989,
cuando se publicó, después de medio siglo de haber sido
escrito, en el marco de la edición de sus Obras completas,
iniciada en 1975. Pero su título produjo una gran sorpre-
sa. Pues el libro no apareció como el segundo tomo de Ser
y tiempo, sino bajo el nombre anodino de Contribuciones
a la filosofía49, de acuerdo con el título que él le puso al
manuscrito y con las recomendaciones que les dio antes
de morir a sus editores. Ante este hecho sorprendente,
no se pueden evitar las siguientes preguntas: ¿Por qué le
cambió Heidegger el título a la obra que había anunciado

49
Martin Heidegger, Beiträge zur Philosophie, Gesamtausgabe, tomo
65 (Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1989).

208
El misterio del lenguaje

como continuación de Ser y tiempo? ¿Por qué le dio un


título que no dice casi nada?
Lo que ocurrió fue lo siguiente. Durante el trabajo
en la continuación de Ser y tiempo, su autor se dio cuenta
de que el camino seguido hasta entonces —a través de la
metafísica moderna buscando una salida hacia un campo
abierto— había hecho un recodo, torciendo la dirección
que traía. A este accidente de camino lo llaman los cam-
pesinos de la Selva Negra una Kehre. Y este fue el nombre
que Heidegger le dio a su cambio de ruta, después del cual
Ser y tiempo resultaba un nombre demasiado estrecho para
el vuelo que estaba tomando su pensamiento. Pero ¿por
qué le dio al resultado de sus meditaciones el título ano-
dino de Contribuciones a la filosofía?
Después del cambio de ruta experimentado en la Kehre,
el pensar se había salido del carril tradicional de la filosofía,
en el cual se movía aún Ser y tiempo. Su tarea ya no podía
consistir en refutar teorías para reemplazarlas por otras, en
verificar hipótesis, en desmenuzar conceptos y en construir
nuevos sistemas. Lo que ahora tenía que hacer era registrar
paso a paso una serie de experiencias que venía haciendo el
hombre occidental, experiencias que habían sido expresa-
das, no por los filósofos profesionales, sino por poetas como
Hölderlin y por pensadores casi poetas como Nietzsche.
Y, en vista de estos cambios, lo más adecuado era no atarse
a un título comprometedor, y dejarle al lenguaje el campo
abierto para las sorpresas, con el fin de que pudiese nom-
brar libremente los nuevos hallazgos.

209
Danilo Cruz Vélez

Y todo esto se explica porque, con el cambio de ruta,


la tarea del pensar se había ampliado considerablemente.
Ya no se trataba de analizar la existencia humana con el fin
de superar la metafísica moderna basada en la subjetividad
constituyente de todos los objetos. Esta tarea se había lle-
vado a cabo ya en Ser y tiempo. Ahora se trataba del hom-
bre occidental en su historia, en una historia determinada,
no por factores religiosos, políticos, científicos, económi-
cos o técnicos, sino por la relación del hombre con el ser.
Todo el mundo sabe de esta relación con el ser. Expre-
samente o en un lenguaje silencioso, el hombre está siem-
pre hablando de lo que es, de lo que era, de lo que será y de
lo que debe ser, es decir, del ser. Lo que no siempre se sabe
es que dicha relación tiene esa historia de que nos habla
Heidegger, la cual equivaldría a una especie de intrahis-
toria, esto es, a una historia profunda, respecto a la cual
la historia de las costumbres, la historia de los aconteci-
mientos políticos, la historia de las artes y de la ciencias,
la historia de las ideas y la historia de las grandes etapas
de la filosofía no serían más que manifestaciones de los
cambios fundamentales a través del tiempo del modo de
estar referido el hombre al ser.
Esta historia profunda la divide Heidegger en dos
grandes etapas, cuya caracterización centra en el comienzo
de cada una de ellas. Por ello habla de un «primer comien-
zo» y del «otro comienzo».
El «primer comienzo» tuvo lugar en Grecia en el
siglo vi a. C. Pese a que la existencia del hombre consiste
en un estar en relación con las cosas comprendiéndolas

210
El misterio del lenguaje

en sus múltiples modos de ser, a diferencia del animal que


está referido a ellas empujado por sus instintos y por sus
necesidades orgánicas primordiales, antes de dicha épo-
ca semejante relación comprensiva del hombre con el ser
había permanecido oculta. La gran hazaña de los griegos
fue la de haberse dado cuenta de ella. No mediante la razón,
como se cree erróneamente, sino gracias a un sentimiento
fundamental. Este sentimiento fue el del asombro, como
lo dijeron Platón y Aristóteles. Cuando uno de los pri-
meros pensadores griegos al decir, verbigracia, «la rosa es
roja y bella», se desentendió de la rojez y de la belleza, y se
detuvo asombrado frente al «es», percatándose de que las
cosas son algo y no nada, asumió la actitud que hizo posi-
ble el preguntar metafísico por el ser de las cosas, y abrió el
ámbito en que se iba a desplegar la historia de Occidente.
La tarea que les tocó a los griegos fue la de fijar las
categorías determinantes del ser de las cosas: idea y for-
ma, substancia y accidente, causalidad y finalidad, etcétera.
Entregados al cumplimiento de esta tarea, sin embargo, se
olvidaron de lo más asombroso y enigmático de todo, del
ser mismo en cuanto tal. La filosofía, la ciencia y la historia
humana estuvieron determinadas posteriormente por dicho
trabajo de los griegos, pero también estuvieron determina-
das por lo que Heidegger llama el «olvido del ser». Este
olvido no fue superado cuando se identificó al ser con Dios,
con la materia, con la subjetividad humana o con la energía,
porque dicha identificación no fue en cada caso más que
una confusión del ser con cada uno de esos entes, los cua-
les, en cuanto «son», remiten al ser como su fundamento.

211
Danilo Cruz Vélez

En la Época Moderna llega a su culminación dicho


«olvido del ser». El hombre occidental se entrega cada
vez más al dominio de las cosas. En lugar de la actitud con-
templativa frente a ellas predominante entre los griegos, se
impone ahora una actitud operativa. El anhelo de poder
prima sobre el afán de conocer: scientia est potestas, «saber
es poder», es la divisa que le acuña Bacon a la época.
Como una expresión de ese anhelo de poder surge la
técnica científica, mediante la cual el hombre ha logrado
poner a su servicio la naturaleza entera. Pero, a la postre,
bajo la presión violenta de su amo y señor, la naturale-
za empieza a ojos vista a ser desfigurada y menoscabada
en su ser propio en tal medida, que el hombre adquiere
conciencia de que corre peligro de destruirla, destruyén-
dose a sí mismo al mismo tiempo. Esto deja al descubier-
to una contradicción interna en el ejercicio desaforado
de la voluntad de poder. Esta se revela como un querer
por el querer mismo, como un querer sin una meta deter-
minada más allá del mero querer, como un querer que
lo único que quiere es aumentar su poder sin fin y sin
sentido.
La falta de un fin último, la sospecha de la inutilidad
y vanidad de la hazaña en que ha consistido su historia,
la caducidad de todos los valores por que luchó en ella, la
«fuga de los dioses» de que habló Hölderlin y la «muerte
de Dios» que anunció Nietzsche, todos estos son signos de
que el hombre actual se encuentra al final del proceso his-
tórico que comenzaron los griegos. Pero este fin no signifi-
ca para Heidegger un acabamiento, sino un fin que apunta

212
El misterio del lenguaje

al futuro, hacia el futuro del «otro comienzo». Nosotros


nos encontramos, pues, en un momento de transición.
Ahora bien, lo que le permite al hombre en transición
vislumbrar el «otro comienzo» en la otra orilla es, no una
reflexión de carácter lógico sobre todo lo ocurrido, sino
un sentimiento diferente del asombro, que fue el que puso
en marcha el «primer comienzo». Este otro sentimiento
es el sentimiento de espanto, que sería el temple de ánimo
característico del hombre actual.
La conciencia, por muy vaga que sea de estar sumida
en el remolino de la destructora voluntad de poder, sin
una meta distinta de la del poder por el poder mismo, es
lo que hace surgir en la existencia humana el espanto, el
espanto de que detrás de todo no esté sino la nada. Pero
por la experiencia de la nada, que es la negación del ser, el
hombre hace la experiencia de la ausencia del ser, forma
en la cual se hace presente y sale del olvido. Y así como el
sentimiento de asombro hizo surgir entre los griegos la
pregunta por el ser de las cosas, ahora el sentimiento de
espanto hace surgir la pregunta por el ser en cuanto ser, la
pregunta que había sido olvidada desde los griegos.
Este es el tema de las Contribuciones a la filosofía. El
problema de primer plano es la relación hombre-ser, una
relación que se había visto en el primer tomo de Ser y tiem-
po desde el hombre, es decir, como una relación del hombre
con el ser. Ahora, después de la Kehre, de lo que se trata es
de una relación del ser con el hombre.
El concepto central de esta relación es el Ereignis,
un vocablo alemán que, por lo pronto, es intraducible al

213
Danilo Cruz Vélez

español en el sentido etimológico que le da Heidegger. El


Ereignis es el modo como el ser entra en relación con el
hombre, un tema que ni siquiera podemos rozar aquí, por-
que requiere extensas y arduas reflexiones, y porque por
lo pronto sólo nos proponíamos anunciar la aparición de
la tan esperada continuación de Ser y tiempo.

214
Complementos
§§ La crisis del verso
en Colombia

§§ Encuesta sobre el ensayo


de Fernando Charry Lara
En la entrega correspondiente al mes de septiem-
bre publicó nuestra revista un lúcido ensayo de Fernando
Charry Lara sobre «La crisis del verso en Colombia».
Tema vivo e incitante planteado por Charry Lara, hon-
do poeta y agudo glosador, con diamantina honestidad.
Analiza Charry, en primer término y con evidente sim-
patía el carácter del grupo poético llamado Piedra y Cielo y
su influjo y presencia en los últimos veinte años de nuestra
vida literaria. Señala la existencia de un «estilo común»
entre sus integrantes, su ruptura con el modernismo, la voca-
ción hacia lo hispánico y lo americano, la ambición de su
intento en el orden formal y en lo que alude a las más radica-
les vivencias de la poesía. Señala también su persistencia «en
la tradición formalista de la poesía colombiana». Y apun-
ta, finalmente, a lo que considera su falla esencial: la falta
de preocupación por «la situación de todos los hombres».
Toca luego el problema, tan debatido en nuestro tiem-
po, del lenguaje poético. Parece decidirse por el «lenguaje

217
Danilo Cruz Vélez

coloquial», el «idioma cotidiano», acogiéndose a las tesis


de Eliot. Y alude a los estilos oscuros y herméticos de poesía.
Se refiere luego, de paso, al problema, vigente al rojo
vivo, de la poesía con intención, política y social. Y dice
que los deberes del poeta son «esencialmente éticos».
Y, al llegar al corazón del tema, atribuye «la crisis del
verso en Colombia» —(¿del verso, de la poesía?)— a la
dramática crisis institucional y política que ha vivido nues-
tra patria en los últimos años, y que ha conmovido hasta
sus raíces nuestra existencia colectiva. Por último parece
señalar como inaceptable y fuera de tiempo la actitud sim-
plemente lírica, la poesía de testimonio personal, pues no
la juzga acorde con la historia dramática que nos ha tocado
vivir y en la que es nuestro destino participar.
Este nítido e inteligente planteamiento ha suscita-
do un vehemente debate. Nosotros queremos llevarlo al
público en las páginas de la Revista de la Universidad de
los Andes. En orden a tal propósito hemos elaborado y
distribuido entre un grupo de distinguidos escritores el
siguiente cuestionario:

1. ¿Cuáles son —a su juicio y ya con perspectiva his-


tórica— las aportaciones del grupo llamado Piedra y
Cielo a la poesía colombiana?
2. ¿Puede hablarse de un «estilo común» en relación
con los poetas de Piedra y Cielo?
3. ¿Cuál es hoy su opinión sobre la polémica plantea-
da en 1940 por un poeta de Piedra y Cielo en torno
al tema Modernismo-Valencia?

218
El misterio del lenguaje

4. ¿Comparte usted la opinión según la cual el moder-


nismo, como tendencia triunfante y excluyente, se pro-
longa en Colombia hasta 1935 y aún más acá?
5. ¿Puede exigirse al poeta —según parece exigirlo
Charry Lara— la expresión de la totalidad humana?
—«… entender la poesía como una grave y profun-
da respuesta a los interrogantes del ser, a los proble-
mas propios del destino y de la situación de todos los
hombres» F. Ch. L.—.
6. ¿Cómo plantea usted la relación poeta-lector, poe-
ta-pueblo, tan inquietante en nuestro tiempo?
7. ¿Puede aceptarse como argumento valedero para
explicar la «Crisis del verso en Colombia», la dramá-
tica situación de nuestro país en los últimos diez años?
8. ¿Puede exigirse al poeta que ponga su poesía al ser-
vicio de designios políticos, así sean ellos tan nobles
como «los que tocan con la libertad y bienestar de
sus semejantes»?
9. ¿Puede vedarse al poeta en nombre de cualquier
estética, o ideología política o transitoria circunstan-
cia histórica, la expresión de sus «concretas particu-
laridades» es decir, de su intimidad?

Publicamos las respuestas de Danilo Cruz Vélez y Eduardo


Carranza.
En entregas sucesivas de nuestra revista de 1960, am-
pliaremos esta encuesta con las respuestas de Ramón de
Zubiría, Andrés Holguín, Rafael Maya, Antonio Panesso
Robledo, Indalecio Liévano, Eduardo Mendoza Varela,

219
Danilo Cruz Vélez

Pedro Gómez Valderrama, Joaquín Piñeros Corpas, Gerar-


do Valencia, Eduardo Guzmán Esponda, Oswaldo Díaz,
Eduardo Cote Lamus, Hernando Valencia, Dora Caste-
llanos y Elisa Mújica.

§§ Respuesta de Danilo
Cruz Vélez:
El ensayo tema de la encuesta lleva por título «Crisis del
verso en Colombia». ¿Qué significado tienen aquí los
vocablos «crisis» y «verso»? En el sentido corriente, cri-
sis significa la mutación radical de algo, mutación que lo
potencia o lo precipita a la caída. Creo que Charry Lara
emplea el vocablo en el último sentido. Identifica, pues,
crisis con decadencia. Lo que yo no veo claro en su expo-
sición es el punto de partida de la mutación, ni la altura
de donde cae el verso en Colombia. Pues su juicio sobre
la poesía colombiana, desde el modernismo hasta Piedra
y Cielo, pasando por Los Nuevos —títulos que reúnen lo
mejor de nuestra historia poética—, es inequívocamente
adverso. Aquí no se dibuja una línea de diferentes niveles.
Todo se nivela a la misma altura, y el instrumento nivela-
dor es la categoría literaria llamada formalismo. Su ensa-
yo debería llamarse más bien Enjuiciamiento del verso en
Colombia. Yo no sé si él no se decidió por este título pen-
sando en el sentido etimológico de la palabra crisis pues
crisis viene del griego krineín, que es juzgar y someter a

220
El misterio del lenguaje

juicio. El punto de vista desde el cual se enjuicia la poe-


sía colombiana está indicado, de antemano, en el título.
El título habla del verso y no de la poesía. ¿Pensó el autor
en el significado de esta palabra, o le jugó la lengua una
mala pasada, revelando un pensamiento que no quería
expresar claramente? El verso no es más que lo formal en
el poema, aquello de que se ocupa la retórica. ¿No será su
ensayo una acusación a la poesía colombiana de formalis-
mo y retoricismo?
En realidad, Charry Lara acusa de formalismo a la
poesía modernista. Tal acusación no nos comunica nada
nuevo. Este es un viejo topos en la historia literaria, del cual
echaron mano también los poetas de Piedra y Cielo en su
polémica contra Guillermo Valencia en 1940. Lo nuevo
es la extensión de la acusación a Los Nuevos, que preten-
dieron ofrecer una novedad respecto a lo anterior, pero
que, según Charry Lara, no son más que «prolongación
de las tesis parnasianas»50. Y lo más nuevo de todo es la
extensión de la misma acusación a los poetas de Piedra y
Cielo, que de acusadores se convierten en acusados. Se nos
dice que ellos aportaron algo nuevo a la poesía colombia-
na. Pero ¿en qué consiste el aporte? Ellos «trajeron a la
poesía colombiana un aire de ligereza, de levedad, de esbel-
tez, ausente casi del todo en el verso de quienes los antece-
dieron»51. Y más abajo se nos dice: «En algunos de ellos

50
Fernando Charry Lara, «La crisis del verso en Colombia», Revista
de la Universidad de los Andes ii, n.º 3 (septiembre 1959), 87.
51
Charry Lara, «La crisis del verso en Colombia», 86.

221
Danilo Cruz Vélez

se observa el propósito de no ser elocuentes». Y aunque


de continuo sea su acento declamatorio… «en sus mejo-
res manifestaciones pretende mantenerse aéreo, en una
atmósfera de vuelo y transparencia». Pero son «ligereza»,
«levedad», «esbeltez», «falta de elocuencia», «atmós-
fera de vuelo y transparencia», ¿otra cosa que cualidades
formales del poema? Y Charry Lara lo dice paladinamente
más adelante: «Nuestros poetas de Piedra y Cielo conti-
núan la tradición formalista de la poesía colombiana…».
En cambio, los poetas que vienen después de Piedra y
Cielo estarían, de acuerdo con Charry Lara, bajo un signo
contrario: bajo el signo del antiformalismo y en el cami-
no hacia el «verdadero lirismo». Esta última expresión
encierra una decisión sobre la esencia de la poesía. Ella no
radica en la manera de decir, en el modus dicendi, sino en
el dictum, en lo dicho. Pero él no se contenta con esto. Al
referirse a lo característico de dichos poetas frente al for-
malismo de sus antecesores, nos dice que ellos «entien-
den la poesía como una grave y profunda respuesta a los
interrogantes del ser, a los problemas propios del destino
y de la situación de todos los hombres».
De esta manera, Charry Lara divide la poesía colom-
biana de los últimos setenta años en dos bandos, que se
mueven en dos extremos del poema en el de la forma o en
el del contenido. Además, aísla estos dos extremos como
los únicos campos donde se puede responder a la pregun-
ta por la esencia de la poesía. ¡O lo uno o lo otro! Parece
como si aquí tuviera uno que decidirse a tomar partido.
Pero una decisión en este sentido hace imposible toda

222
El misterio del lenguaje

pregunta rigurosa por la esencia de la poesía, toda discu-


sión serena y toda historia literaria objetiva. Aquí, como
en todo extremismo, no ha habido más que una lucha de
opiniones contra opiniones in infinitum, en la cual no se
llega a ningún resultado, pues los argumentos y contraar-
gumentos de los teóricos y de los grupos literarios son
inagotables.
Pero ¿es necesario moverse entre estos dos extremos, al
plantear la pregunta por la esencia de la poesía o al consi-
derar con mirada crítica un periodo histórico de ella? Y si
no lo es, ¿cuál es la causa de la mecánica fatal que impulsa a
ello, cuando estas cuestiones se ponen en marcha? Yo creo
que la causa es el olvido de la poesía y del poema mismos
en las consideraciones teóricas o históricas sobre ellos. ¿Y
cuál es la causa de este olvido? El imperio de dos conceptos
surgidos en el seno de la filosofía griega, que han domina-
do tiránicamente, durante muchos siglos, en la filosofía y
en las ciencias, y, de manera especial, en la estética y en la
ciencia literaria. Me refiero a los conceptos hyle y morphé,
materia y forma, los cuales aparecen en innumerables giros
a través de su historia triunfal. Ellos son lo que se tiene en
cuenta al enfrentarse con la obra poética, no a esta misma,
que se olvida. La mirada se dirige al poema como forma
o como contenido. Pero el poema mismo permanece en
la sombra.
Pues bien: tanto la encuesta del poeta Eduardo Carran-
za como el ensayo del poeta Charry Lara se mueven dentro
del esquema materia-forma. Por ello no me atrevo a res-
ponder, de buenas a primeras, a las preguntas planteadas,

223
Danilo Cruz Vélez

por temor a dejarme arrebatar por la mecánica infalible


de dicho esquema, que obliga a decidirse por uno de los
dos extremos o por un compromiso entre ellos, con la con-
secuencia fatal de tener que repetir una serie de lugares
comunes que dejan las cosas en el estado en que estaban
y que ya están gastados de tanto uso. Antes de responder
a la encuesta, prefiero intentar liberarme de la tiranía que
sigue ejerciendo la filosofía griega sobre nosotros, sobre
nosotros, gente prosaica, y también sobre la casta de los
poetas, a pesar de su desafecto por la filosofía.
Para ello es necesario preguntar: ¿qué es el poema
mismo, es decir, él mismo, no su forma ni su contenido?
Esta pregunta abre una dimensión, distinta de la hyle y de
la morphé, a la cual hay que dirigir la mirada al considerar
el poema, porque en ella es el poema lo que es. Pero para
que esto ocurra es necesario dejar ser al poema lo que es,
antes de toda teoría, antes de violentarlo por medio de
categorías heredadas de la ontología griega. ¿Cómo se nos
da el poema despojado de tales categorías? El poema des-
nudo no es otra cosa que el producto de la actividad poé-
tica, es decir, la obra poética. Este es el primer horizonte
en que se nos da el poema. ¿Y qué es la actividad poéti-
ca? El poetizar es una de las formas del poiein. Poiein es
producir, en el sentido original que tiene en producere,
«conducir hacia fuera, hacia la luz». La luz es el elemento
de toda presencia. En el poema, como producto del poeti-
zar y como forma del lenguaje, se hacen presentes las cosas
y la vida del hombre en la luz de la palabra. Presencia es un
nombre para el Ser. El poema dice el ser de los fenómenos.

224
El misterio del lenguaje

Pero Charry Lara entiende la poesía «como una grave


y profunda respuesta a los interrogantes del ser…». ¿Dice
él lo mismo que nosotros? De ninguna manera. Él cofun-
de la poesía con la filosofía. La filosofía pregunta por el
Ser, por el sentido del Ser. Pero a la poesía no le interesa
esto. El poema trae solamente a presencia los fenómenos,
dándoles nombres. Las respuestas de la filosofía a su pre-
gunta son ciertamente «graves y profundas». Los afanes
en torno a esta pregunta se han llegado hasta a llamar una
gigantomaquia en torno al Ser. Pero la poesía en su función
nominadora no tiene siempre este carácter heroico. Pues
a veces está también movida por el solo afán juguetón de
la nominación de las cosas más insignificantes.
Situados en la dimensión que hemos ganado, aparece
como vana la disputa entre subjetivismo y objetivismo, que
sirve de fondo a la pregunta 9.a de la encuesta. Si el poe-
ma le da nombre a todos los fenómenos, carece de sentido
plantear la cuestión de si debe expresar la subjetividad o
la objetividad. Tanto el mundo objetivo como la intimi-
dad ofrecen fenómenos. El poema les da presencia a todas
las cosas: a la rosa, a la estrella o al ciervo; a los sueños, a la
alegría o a la melancolía, y hasta a los acontecimientos
decisivos en la vida de un pueblo.
La encuesta pregunta también por las relaciones poe-
ta-lector y poeta-pueblo. El poeta sólo tiene relación con el
lector y con el pueblo a través del poema. De manera que
las relaciones son más bien poema-lector y poema-pue-
blo. El poema está hecho de palabras con un contenido
significativo, que debe ser actualizado por alguien. Está,

225
Danilo Cruz Vélez

pues, referido al lector. Pero esta es una relación puramente


formal. La relación poema-pueblo sí tiene un contenido.
Aquí se trata de saber qué es lo que le debe decir al pue-
blo. El decir del poema es un decir actualizante del ser de
las cosas, en el cual, con la ayuda de otras fuerzas, que no
necesitamos tematizar aquí, se constituye un mundo, en
el que vive un pueblo y en el que toma sus decisiones his-
tóricas. Pero no es un decir práctico, es decir, que tiende
a provocar la acción. Práctico es el decir del pedagogo o
el del político. La dimensión en que se mueve es la praxis,
mientras que la dimensión del poema es la pura presen-
cia de las cosas.
Charry Lara sostiene que para superar la «crisis» de
la poesía colombiana sería menester crear un nuevo len-
guaje poético, y que, para ello, debería el poeta usar «el
lenguaje coloquial, que es aquel con el que todo individuo
está por fuerza más familiarizado…»52. ¿No sería esto,
precisamente, la negación de la poesía? La nominación
poética es una nominación especial. Ella les da nombres
a las cosas y las saca a la luz. Pero ¿en qué oscuridad están
las cosas antes de que la palabra poética les dé presencia?
En la oscuridad del lenguaje cotidiano. Este lenguaje nos
sirve como instrumento para movernos entre las cosas
de nuestros afanes diarios, pero no tiene ninguna fuerza
actualizante. Por el contrario, él sume todo lo existente en
una niebla indiferenciada. La función de la palabra poética
consiste en sacar los fenómenos de esta niebla y en darles

52
Charry Lara, «La crisis del verso en Colombia», 88.

226
El misterio del lenguaje

presencia. El lenguaje poético es la superación del lengua-


je cotidiano, del lenguaje «con el que todo individuo está
por fuerza más familiarizado». Es, pues, un lenguaje origi-
nal. Lo que no significa, naturalmente, que tenga que ser
inventado. La semántica poética y la sintaxis poética le dan
a la palabra la fuerza reveladora del ser que no tienen en
el lenguaje cotidiano. El poema resulta, a veces, herméti-
co para hombres que viven dentro del lenguaje corriente
como en una prisión. Pero esto no importa. Ya llegarán
hombres que estén a la altura de su lenguaje inusitado.
En lo que se refiere a la «crisis del verso en Colom-
bia», tomando la palabra crisis en el sentido de decaden-
cia; creo que Charry Lara ha tocado un fenómeno real.
En realidad, hay un desgano en la actividad poética entre
nosotros. Pero no creo que este desgano se pueda explicar
por causas políticas, ni por el desinterés del público por la
poesía. Si fuera así, la historia de la poesía sería la historia
de una decadencia, porque la historia política ha sido una
historia de crisis, y los poetas han vivido, en su mayor par-
te, en conflicto con su tiempo, que no quería escucharlos.
Las causas hay que buscarlas en otra parte. Pero el proble-
ma de las causas es siempre un problema muy espinoso. La
crítica literaria internacional lo ha atacado, por todas par-
tes, sin llegar a una fórmula convincente. Porque la deca-
dencia de la poesía es un fenómeno universal. En Europa,
por ejemplo, los buenos poetas de la última generación hay
que buscarlos como una aguja en un pajar. En todas partes
se comprueba que el poeta ha perdido la fuerza nomina-
dora característica de la poesía. ¿No será que el lenguaje

227
Danilo Cruz Vélez

moderno ha perdido su relación con los fenómenos como


fenómenos? ¿No será que las cosas se están disolviendo
en ecuaciones matemáticas, y los fenómenos humanos en
la sociología, en la estadística o en el psicoanálisis? ¿No
será que en la época de la técnica y de la ciencia no hay un
sitio para el poeta, porque esas formas de aprehensión de
los fenómenos —o de su disolución— ejercen un impe-
rio exclusivo sobre todos los hombres? Si así fuera, esto
no significaría la muerte de la poesía, pues el imperio de
dichas formas no es eterno. Ya vendrá un tiempo en que
los fenómenos comiencen de nuevo a ser lo que son. Y
en cuanto a Colombia: ¿no será que la poesía colombia-
na había sido una poesía colonial, es decir, una poesía de
resonancia, y que, al no llegarle nuevos modelos de fuera,
no encuentra nuevas formas pata combinar? ¿No será que
en Colombia no ha habido más que «verso», y que un
poco de dolor y de complicación de la vida en un periodo
de crecimiento han revelado la «triste vanidad» de una
ocupación con puras formas sin ninguna función esencial?
Estas no son preguntas retóricas. El estilo interrogatorio
obedece a lo embrollado del asunto y a la falta de auto-
ridad. Pero estas preguntas sí podrían abrir un horizonte
que valdría la pena examinar con serenidad, suponiendo que,
en realidad, se quiere investigar seriamente las causas de
la «crisis del verso en Colombia».

228
§§ Antonio Llanos

Antonio Llanos es ya una estrella fija en el cielo líri-


co de América. Su poemática habita en una zona perfec-
tamente mística, cruzada por la voz seráfica de Juan de la
Cruz, por el ardor herido de congoja de fray Luis, y don-
de la sencillez melódica de los vocablos y la trasparencia
conceptual alcanzan altas cimas de pureza. Su trayectoria
poética ha sido una dolorosa ascensión hacia las alturas,
un ansia de desgajarse de la carne que lo hace gemir, una
lucha brutal por dominar los elementos estructurales del
verso que se resisten a interpretar la armonía interior. En
él se realiza fielmente la definición según la cual la poe-
sía es el pensamiento divino hecho melancolía humana.
Su mundo poético —gritos contenidos, subidas ora-
ciones, fluidos, sombras, vientos y matices— es una abstrac-
ción de lo concreto y una concreción de lo abstracto. Las
verdades eternas siguen el mismo proceso de existencia del
lirio y de la rosa, y lo humano se fuga de la tierra hacia una
geografía estelar donde crece en presencias divinas la voz de
Dios. Todos los seres tienen una vida apenas aprehensible
que se realiza en imágenes de alta pureza lírica: la fuente

229
Danilo Cruz Vélez

que canta como un motor o como una campana, la voz del


viento comentada por un rigodón de mariposas, los órganos
que alzan sus manos de música por los campanarios, el ala
de la brisa que trae el mensaje de las golondrinas, los relojes
que se duermen dando las horas, «la venda del cielo sobre
los ojos de las ventanas, las hojas como húmedas miradas
vegetales, la madre que sintió una vez cómo el canto del
hijo por venir le subía hasta los labios como una rosa espi-
ritual». La imagen se constituye aquí en piedra de toque,
viniendo a ser la voz auténtica de las cosas inefables, de las
cosas que no podrían contarse con las consabidas y vulgares
palabras. Así, escrita en imágenes, la poesía encuentra un
nuevo lenguaje inaccesible para el vulgo y que la reconcilia
con su eterna posición de tabú, «tan acercada a la expre-
sión religiosa», como lo señaló ya Tomás Vargas Osorio.
Con Bernárdez y Cruchaga, Antonio Llanos fabrica
la más alta poesía mística en América. Sus maestros los
encontramos en los tipos representativos del siglo xvi,
atravesado por la ardiente espada del Medioevo y por las
doctrinas neoplatónicas que llegan en el pensamiento de
León Hebreo, quien, según Menéndez y Pelayo, es el punto
de partida de todos los grandes místicos: Juan de la Cruz,
Manón de Chaide, fray Luis, Teresa de Jesús y el Greco;
por esa ansia de alcanzar una perpetuidad de la existencia
en el tiempo infundida por el espíritu de las caballerías
que llega hasta el gran místico que se llamó Quijote; de
darle una tonalidad épica a la vida espiritual dirigida hacia
la unión del hombre con Dios, porque «Dios es el fin de
todos los caminos y el camino de todos los pensamientos».

230
El misterio del lenguaje

La poesía de Antonio Llanos podemos dividirla en


dos partes: la humana y la divina. La primera es el espejo
del hombre desgarrado que va alumbrando con su pensa-
miento túneles en la noche. Del hombre que lleva la carne
como cadenas, que grita en la cárcel de su cuerpo, alzando
la voz como un mástil destrozado en la tempestad del alma,
mientras los ojos se le «mueren en lo alto como Jesús».

Oh leves pies crucificados,


guiadme en la noche aridecido,
cuando se arrastre por mis venas
la pesadumbre de la cruz.
Sangre de Cristo, sé mi vida.
Sombra de Cristo, sé mi egida.
Alma de Cristo, sé mi luz.

Esta parte de la vida espiritual ya la señaló Alexis Carrel


en los grandes místicos, cuando se implora la gracia de
Dios, y se sienten amargas desgarraduras por un desmere-
cimiento, cuando la humana creatura se va despidiendo de
sí misma y las oraciones se tornan en contemplaciones. Al
fin penetra en la vida iluminada. «Es incapaz de describir
sus experiencias. Cuando intenta expresar lo que siente, se
apropia, a veces —como hiciera San Juan de la Cruz— del
lenguaje del amor carnal. Su espíritu se escapa del espacio
y del tiempo. Alcanza el grado de la vida unitiva. Está en
Dios y en Él obra».
A esta segunda parte pertenece lo que hemos llama-
do, casi impropiamente, poesía divina en Antonio Llanos.
Lo que antes era caótica oscuridad es ahora seráfica luz,

231
Danilo Cruz Vélez

gracia divina. Está clavado en el madero de las nubes y las


estrellas doran ya sus pensamientos.

Ya estoy de tu hermosura embellecido


y tú de mi belleza estás llagado.
Tan blandamente mueves mi pasado
que me parece, Amor, que nunca he sido.

Ha alcanzado el estrellado cielo de fray Luis. Ya no lo


mira con pávida mirada prendiendo los labios sedientos
al costado de la plegaria, sino que le habla cara a cara, en
la mística hora del ángelus, cuando en las ventanas está
crucificada la tarde cansada de pájaros y cipreses, y cuan-
do la ciudad es una herida que llora en los campanarios.

Ya no me turba el ansia de tu acento


fray Luis. De mi verdad estoy seguro,
ya es transparente el estrellado muro,
ya las pupilas ven el pensamiento.

La poesía de Antonio Llanos se ha limpiado de todo


ripio retórico, de la falsificada épica, de las florecillas del
modernismo: preponderancia del ritmo, colorinescas y exó-
ticas palabras, decoración externa. Ausente está del grito
erótico, y la mujer apenas asoma leve y grácil; la colegiala
que va bordando de pensamientos la tarde, la hermana que
corona la enredadera del balcón o la madre que es «como
un árbol al viento blando y suave». En esta poesía no pue-
de precisarse dónde termina la orquestación melódica y
se inicia la encadenación ordenada de vocablos. Sólo se

232
El misterio del lenguaje

siente, como después de escuchar los oratorios místicos


de Bach, el cuerpo leve de la música verdadera apoyándo-
se en el silencio. Y la lucha por dominar el externo ropaje
del canto, por asesinar el poema y sólo recrear el milagro de
la poesía, la abscóndita esencia de las cosas que tiembla
sobre leves, estremecidas, delgadas palabras. Esta es una
poesía dolorosa, jubilosa, sembrada de metafísico gemir,
infantil, mística. ¡Quiero decir que es una poesía escrita
bajo el temblor de los ángeles!
Temblor bajo los ángeles. Este es el nombre del libro
que nos entregará próximamente Antonio Llanos. Temblor
bajo los ángeles: nueva estrella en el cielo lírico colombia-
no que forman: Canciones para iniciar una fiesta, Espejo
de naufragios y La forma de su huida.

233
§§ Los comienzos
del nihilismo

Desde 1918, año de la primera aparición de La deca-


dencia de Occidente de Spengler, han menudeado los ensa-
yos de interpretación de nuestra época. Los mejores de ellos
han logrado ciertamente poner en claro algunos de sus
rasgos característicos: el fracaso de la razón y del raciona-
lismo en su aspiración a descifrar todos los «enigmas del
universo» y a fijarle al hombre las normas de conducta que
debían conducirlo a lo mejor y a la felicidad; la imperiosa
presencia de la técnica moderna en todas las esferas de la
realidad; la embrutecedora masificación de las comunida-
des humanas; la azorante planetarización de la economía
y la política, etcétera. Pero aún no hay claridad sobre su
rasgo cardinal, a pesar de que cada vez se hace más palpa-
ble. Nos referimos al nihilismo, del cual ya a fines del siglo
pasado decía Nietzsche: «El nihilismo está a la puerta. ¿De
dónde nos viene este, el más terrible de los huéspedes?».
Casi siempre se hace comenzar el nihilismo con Nietzsche,
quizás porque es el primero que se percata de que el nihi-
lismo era consubstancial a su época y el primero que lo

235
Danilo Cruz Vélez

emplea como concepto metódico para comprender la deca-


dencia del mundo occidental, diagnosticada por él por pri-
mera vez. La decadencia era, en su entender, el resultado
del derrumbe de los valores, ideas e ideales, principios y
normas sobre los cuales había sido edificado dicho mundo.
Él estaba convencido de que si el hombre había perdido
su mundo y había quedado flotando en la nada, no tenía
ya más punto de apoyo, para asentar el pie y dar un salto
hacia un mundo nuevo, que esa misma nada.
Con todo, Nietzsche es una manifestación tardía del
nihilismo, un heraldo suyo, un heraldo que anuncia algo
que venía desde muy lejos. Pues, casi un siglo antes de sus
patéticos anuncios, ya había corrido la voz sobre el nihi-
lismo, la cual había salido del seno impasible de la meta-
física. Lo que no es extraño. Todos los grandes cambios
históricos se producen primero en el seno de la metafísica.
Esta es una especie de intrahistoria subterránea de donde
brotan los acontecimientos que narran después los histo-
riadores y cronistas.
A semejantes comienzos metafísicos del nihilismo
queremos referirnos aquí. Así podremos verlo en sus orí-
genes, en su estado puro, y antes de las transformaciones
que sufre posteriormente, en muchas de las cuales se defor-
ma o pierde su sentido genuino. Por esta razón, vamos a
hacer por lo pronto tabula rasa de todas ellas.
Aun cuando en forma soterránea ya venía de mucho,
mucho más atrás, el nihilismo sale a la luz pública por pri-
mera vez a fines del siglo xviii en la polémica de Jacobi, el
filósofo del romanticismo, con el idealismo moderno que,

236
El misterio del lenguaje

fundado por Descartes, había alcanzado su forma extre-


ma en Fichte. Esa polémica quedó registrada en la obra de
Jacobi Misivas a Fichte, que se publicó en 1799. En una
de esas misivas, Jacobi le dice a Fichte:

Nosotros entendemos una cosa sólo cuando pode-


mos construirla, cuando la hacemos surgir mentalmente
ante nosotros. Por ende, si una cosa ha de llegar a ser un
objeto captado plenamente por nosotros, tenemos que
destruirla primero mentalmente como algo subsistente
por sí, para hacerla subjetiva, una creación nuestra…53.

Esta no es una exposición del pensamiento del pro-


pio Jacobi, sino una presentación de la doctrina idealista
que él combate. Aunque Jacobi no lo hace resaltar sufi-
cientemente, en dicha doctrina está latente un cambio
profundo en la concepción del ser de las cosas. Jacobi no
tematiza ese cambio, como tampoco lo tematiza ninguno
de sus contemporáneos, porque todos ellos carecían de la
distancia necesaria frente al tema. Todos eran hombres
modernos justamente porque alentaban en ese elemento
de la concepción moderna del ser. Esta era entonces, por
lo tanto, algo comprensible de su yo, que se aceptaba sin
más y por lo cual no era necesario preguntar. Fue necesario
que transcurriera más de un siglo de historia, que la Edad
Moderna llegara a su plenitud y, por ello, al comienzo de

53
Friederich Heinrich Jacobi, Werke (Darmstadt: Wissenschaftliche
Buchgesellschaft, 1980).

237
Danilo Cruz Vélez

su decadencia, para que dicha concepción pudiera saltar


a la vista como algo cuestionable.
En la concepción moderna del ser, las cosas no son
cosas sino objetos. ¿Qué significa esto? A primera vista,
parece un mero cambio de nombres, caso en el cual se tra-
taría de un fenómeno de historia de la lengua. Pero se trata
de algo más profundo. Lo que cambia aquí es el mundo y
el ser del hombre. Y en este cambio hay que buscar el ori-
gen de la Edad Moderna y del nihilismo.
Antes, en la Edad Media, se hablaba también de obje-
tos. Sin embargo, el objectum no era la cosa misma, verbi-
gracia, este árbol frente a mí ahora allí en el jardín, sino
un pensamiento mío, lo representado por mí, lo imagina-
do o fantaseado. Un monte de oro, por ejemplo, podía ser
un objeto, aunque no existiera. Y aquí la palabra objectum
ejercía su función semántica normal, pues no es más que el
participio pasado substantivado del verbo objicere, «lanzar
frente a sí, colocar o poner delante». El objeto era, pues,
lo que ha sido puesto por mí, en contraposición a la res, a
la cosa, que no era puesta sino subsistente por sí, con inde-
pendencia de un yo, y cuyo ser era obviamente la realidad.
¿Por qué se convirtió en el idealismo moderno la pala-
bra objeto en un nombre para todas las cosas? ¿Por qué el
ser de las cosas es ahora la objetividad? La respuesta a estas
preguntas nos demandaría largas explicaciones, para las cua-
les carecemos de espacio en esta nota. Nos limitaremos, por
tanto, a unas rápidas indicaciones orientadoras, con el sólo
propósito de hacer comprensible la crítica que le hace Jacobi
al idealismo, en la cual sale a la luz pública el nihilismo.

238
El misterio del lenguaje

En el fondo, lo que cambia es la concepción del fun-


damento del ser de las cosas. Este cambio es lo que deter-
mina el cambio de la concepción del ser de las cosas y el
cambio de la palabra cosa por la palabra objeto.
En la época anterior, en la Edad Media, el fundamento
de las cosas era Dios, y las cosas se concebían como pro-
ductos de la creación divina, como criaturas. Y el hombre
era visto igualmente como una criatura. Ahora, en cam-
bio, desde Descartes, el verdadero fundador de la Edad
Moderna y el padre del idealismo moderno, el hombre, el
yo humano, el ego cogito, movido por un antropocentris-
mo incontenible cuyo origen se desconoce, se convierte
en ese fundamento de las cosas. El yo, con su innata ten-
dencia hacia la soledad, se ve entonces obligado a cambiar
de nombre, y recibe un nombre concorde con su nueva
función de fundamento. El yo se convierte en sujeto. En
este cambio, la palabra originaria, subjectum, sufre una
transformación semántica tan arbitraria como la que des-
cribimos antes en relación con el objeto. Subjectum vie-
ne de subjicere, «poner debajo, colocar en el fondo». El
subjectum no tenía, pues, nada que ver con el yo; era senci-
llamente lo que estaba en el fondo. Filosóficamente, era un
nombre para el ser de las cosas. Significaba lo mismo que
substancia. Designaba, por ende, lo firme y permanente en
el fondo de cada una de ellas, el ser substante, que, desde
los griegos, se consideraba como el ser en sentido estricto,
en contraposición a los accidentes, inseguros y cambian-
tes siempre. De modo que todas las cosas eran subjecta: la
piedra, la flor, el ave y la estrella… Y ahora, por cuanto el

239
Danilo Cruz Vélez

yo comienza a considerarse como el fundamento de todas


las cosas, como lo que está en el fondo de todas ellas sus-
tentándolas, resulta ser también un sujeto, pero un sujeto
preeminente, el sujeto absoluto del idealismo.
Así se clarifica la crítica de Jacobi al idealismo. Si una
cosa es un objeto para un sujeto, su ser depende de la sub-
jetividad, de las funciones subjetivas, tan magistralmente
analizadas por Kant en la Crítica de la razón pura, en vir-
tud de las cuales el sujeto se la representa —la presente, la
pone frente a sí: «El ser es posición», decía Kant—. Por
ello, para entender una cosa, como dice Jacobi en el pasa-
je que comentamos, es necesario primero destruirla como
cosa, para construirla después como objeto, como lo pues-
to o representado por un sujeto. En este proceso de des-
trucción y de nueva construcción, el ser originario de las
cosas no se reconquista; su ser se convierte en un producto
de la subjetividad, para Jacobi, en un nihil, en una nada.
Al sacar Jacobi esta consecuencia, surge la palabra
nihilismus. Esta palabra no existía en la lengua latina. Es,
pues, un latinismo de la lengua alemana. El pasaje de las
Misivas a Fichte en que Jacobi la acuña es el siguiente: «En
verdad, mi querido Fichte, no me irrita que usted designe
como quimerismo lo que yo contrapongo al idealismo, el
cual es para mí sencillamente nihilismo». —Lo que Jacobi
se había propuesto era salvar las cosas devolviéndoles su
ser en sí; pero Fichte había dicho que una cosa con un ser
independiente del sujeto no era más que una quimera—.
En relación con la identificación que hará posterior-
mente Nietzsche del nihilismo con la «muerte de Dios»,

240
El misterio del lenguaje

es interesante observar de pasada que Jacobi también iden-


tifica el idealismo, como nihilismo, con el ateísmo. Esto
puede parecer extraño, si se piensa en el carácter profun-
damente teológico de la metafísica idealista, tan bien estu-
diado por la historia de la filosofía de los últimos años.
Pero para Jacobi el Dios del idealismo es una mera cons-
trucción conceptual, hecha después de la destrucción pre-
via del Dios vivo de la fe. Y con un mero concepto no se
puede, según él, entrar en una relación religiosa, en una
auténtica religación, como la que ocurre con el Dios de
la fe, la cual es una relación entre dos personas reales: el
Padre y su criatura.
Las Misivas a Fichte de Jacobi son de 1799. En los años
subsiguientes continúa la discusión estrictamente filosófica
en torno al nihilismo. Hegel la coloca en el primer plano
de la atención en su obra Creer y saber, publicada en 1802.
Allí polemiza con Jacobi y hace una defensa de Fichte.
Esta defensa corre pareja con una defensa del nihilismo,
tal como él lo entiende. En su entender, después de haber
llegado en su tiempo la filosofía a su plenitud, su tarea
tenía que ser el nihilismo. Por eso dice allí: «Lo primero
de la filosofía es conocer la nada absoluta».
Pero, poco después, el nihilismo se sale del ámbito filo-
sófico y comienza a invadir otras esferas. En Rusia se con-
vierte en un partido político, animado por los hegelianos
Aleksandr Herzen y Mikhail Bakunin. Enseguida entra
en el mundo de la literatura en la novela de Ivan Turgenev
Padres e hijos, aparecida en 1861; y, en los años siguien-
tes, corre como un ventarrón de locura por las novelas de

241
Danilo Cruz Vélez

Dostoyevsky. Antes, a fines de la primera mitad del siglo


xix, se había presentado en una forma extrema en un libro
de filosofía popular, titulado El único y su propiedad, escri-
to por un extraño discípulo de Hegel, Max Stirner, quien,
paradójicamente, era profesor en un colegio de señoritas
de Berlín. Pero todas estas formas del nihilismo anterior
a Nietzsche serán el tema de nuestra próxima tabula rasa.

242
§§ Los primeros
nihilistas

«Lo que voy a contar es la historia de los dos próxi-


mos siglos… Esta historia se puede contar ya, porque lo que
en ella ocurre es obra de la necesidad». Con estas palabras
presenta Nietzsche las páginas que le dedica al nihilismo al
comienzo de La voluntad de poder. Escritas hace ya apro-
ximadamente cien años, dichas páginas cuentan una espe-
cie de historia al revés, pues no se refieren al pasado sino
a lo por venir. Es, por tanto, una historia que se confunde
con la profecía. Sin embargo, en el siglo transcurrido, las
predicciones sombrías de Nietzsche se han venido cum-
pliendo con inexorable necesidad. Y parece que los tiem-
pos que vienen van a ser una continuación de esa historia
anticipada del nihilismo que él esbozó.
Por eso nos parece tan extraño que no se le dedique
suficiente atención a este importante fenómeno históri-
co. Al estudiar, por ejemplo, la crisis de nuestra época,
se traen a cuento las más variadas causas de ella, mas casi
siempre se olvida el nihilismo, que es la corriente subte-
rránea que, calladamente, viene impulsando desde lejos

243
Danilo Cruz Vélez

todos los factores de la crisis, la cual no se podrá ver desde


su raíz mientras no se lo conozca bien. No se puede negar
que ya está en marcha la discusión en torno al nihilismo.
Pero esta vino a comenzar sólo al fin de la Segunda Guerra
Mundial, en Alemania, quizás porque allí la acción des-
tructora del nihilismo se había hecho tan ostensible, que ya
no se podía ignorar su presencia. Después de la guerra, en
efecto, los alemanes habían quedado flotando en la nada;
en una nada oriunda, en último término, del nihilismo
que los había invadido desde la terminación de la Primera
Guerra Mundial, y del cual fueron los nazis solícitos agen-
tes y beneficiarios. Lo que a Nietzsche le interesaba era la
acción del nihilismo en lo que para él era un futuro. Pero
el nihilismo también tenía un pasado, un pasado anterior
a Nietzsche que hay que comenzar a conocer. Esto último
es más fácil, porque ya no se trata de profecías, sino real-
mente de una historia como exposición e interpretación
de hechos pretéritos.
Ya nos referimos54 a la primera salida del nihilismo
a la luz pública a fines del siglo xviii, en la polémica de
Jacobi con Fichte, quien era en ese momento el máximo
representante del idealismo. Este era para Jacobi nihilis-
mo, porque, en su entender, destruía la realidad de las cosas
—su ser en sí—, para reemplazarla por la objetividad, que
es el ser para un sujeto, la cual le parecía, al compararla
con la subsistencia inconmovible de lo real, un nihil, una

54
Danilo Cruz Vélez, «Los comienzos del nihilismo», El correo de
los Andes, n.º 10 (julio-agosto 1981), 75-77.

244
El misterio del lenguaje

nada engendrada por una subjetividad humana siempre


cambiante e insegura.
Pues bien, poco tiempo después de iniciada esta polé-
mica, Hegel tercia en ella con su obra Creer y saber (1802),
donde les dedica sendos capítulos a Jacobi y Fichte. Pero él
extiende la polémica a toda la historia de la filosofía. Par-
tiendo del supuesto de que el pensar filosófico ya había
alcanzado la meta que venía persiguiendo desde sus oríge-
nes, ve dicha historia como un todo concluso. El idealismo
de su tiempo sería la culminación y plenitud de lo inicia-
do por los griegos. De aquí que pida un nuevo comien-
zo del filosofar. Convencido de que ya se habían agotado
todas las posibilidades de desarrollo de la filosofía habi-
da hasta entonces, pensaba que el nihilismo era ese nue-
vo comienzo. Semejante convicción es lo que mueve su
polémica con Jacobi, a favor de Fichte y el idealismo. Y lo
que lo impulsa a decir taxativamente: «Lo primero de la
filosofía es conocer la nada absoluta»55. De modo que en
boca de Hegel la palabra nihilismo no es un vituperio, sino
el nombre mismo de la filosofía en el punto de partida de
una nueva etapa de su historia. Y la nada no tiene sólo un
sentido negativo, sino también un sentido eminentemente
positivo: ella es el nombre del ser, cuando se lo contem-
pla desde cierto punto de vista. ¿Qué significa, pues, aquí
el nihilismo? ¿Cuál es la nada que tiene a la vista Hegel?

55
Georg Wilhelm Friederich Hegel, Glauben und Wissen (Hamburg:
Felix Meiner, 1962), 195.

245
Danilo Cruz Vélez

En la historia de la filosofía, el ser de los entes —lo que


determina qué es y cómo es una cosa y lo que hace posible
su llegar a ser— se había buscado entre los entes mismos.
De entre ellos, se elegía uno que, desde un punto de vista
especial en cada caso, parecía estar presente de algún modo
en todos los demás, como, por ejemplo, el agua, el aire o el
fuego, los átomos o Dios, el sujeto humano o la materia;
luego, al ente preferido le atribuía un rango preeminente
y se lo suponía como fundamento explicativo de todas las
cosas. Este era el modelo del pensar filosófico que, según
Hegel, había agotado todas sus posibilidades de desarrollo.
Por ello, al principiar a buscar un nuevo punto de parti-
da, lo primero que tenía que hacer la filosofía era desechar
de plano toda identificación del ser con uno de los entes,
con cualquiera de las cosas cuyo ser había que esclarecer,
aceptando únicamente lo que quedase como residuo de
esa operación negadora.
Obviamente, lo que quedaba era la nada, que es la
negación universal de todas las cosas, desde la gota de
agua hasta Dios. Este fenómeno con que tropieza Hegel
lo expresa nuestra lengua de un modo perfecto, y, por decirlo
así, plástico. La palabra correspondiente a la nada en la
lengua alemana es Nichts, la cual designa sólo un acto lógi-
co de la negación. Nada, en cambio, viene de la expresión
latina res nata, que se usaba en frases negativas, con elisión
del non, y que significaba «ninguna de las cosas nacidas»,
es decir, nada de lo que integra el conjunto de la naturale-
za, que se tomaba como la totalidad de las cosas. Res nata
—non— se formó por analogía con la expresión homines

246
El misterio del lenguaje

nati —non—, «ninguno de los hombres nacidos», tam-


bién negativa y con non también elidido, de donde viene
nuestro pronombre indefinido nadie.
Como se ve, al comenzar a desarrollar la pregunta
por el ser de las cosas en una situación determinada para
casi dos mil años de historia de la filosofía, lo que Hegel
encuentra es la nada. Por eso dice: «Al comienzo, el ser
y la nada están ante los ojos como algo idéntico»56. Aquí
la nada no tiene, como decíamos antes, sólo un sentido
negativo. También tiene un sentido positivo. La nada es
la negación universal de todas las cosas, pero es al mismo
tiempo una afirmación del ser y un nombre del ser. La frase
citada de la Lógica, en que se identifican el ser y la nada, es
la primera proposición fundamental del sistema filosófi-
co de Hegel. En la construcción de ese sistema, Hegel no
permaneció siempre fiel a ella. Pero esto no nos interesa
aquí. Lo que queríamos era señalar el punto de partida de
Hegel para poder hacer ver con claridad porqué para él «lo
primero de la filosofía es conocer la nada absoluta», y por
qué, al terciar en la discusión sobre el nihilismo, lo iden-
tifica con la filosofía misma, y por qué defiende a Fichte
y al idealismo contra los ataques de Jacobi.
Sin embargo, lo que Hegel alaba en Fichte y, en gene-
ral, en el idealismo no es propiamente el nihilismo, sino
más bien una tendencia hacia él. En su entender, la filoso-
fía no había podido aún alcanzar el nihilismo auténtico.

56
Georg Wilhelm Friederich Hegel, Logik (Leipzig: Felix Meiner,
1934), 38.

247
Danilo Cruz Vélez

El de Fichte le parecía un nihilismo incompleto, lo mis-


mo que el de Kant. Semejante posición de Hegel frente a
sus maestros requiere una explicación.
A lo que el idealismo aspiraba desde un comienzo era
a explicar el ser de las cosas como un producto del pensar,
del cogitare. Claro está que el cumplimiento de semejante
anhelo exigía ya en el punto de partida del pensar y en su
despliegue, una exclusión sistemática de todas las cosas,
para quedarse sólo con el pensar puro. Esto se había hecho
imposible, según Hegel, debido a la incapacidad del pen-
sar de mantenerse en la nada, que es su propio elemento, y
a su tendencia natural a apoyarse en las cosas y a perderse
en ellas. En Descartes, en efecto, frente al puro pensar de
res cogitans, subsisten el mundo como res extensa y Dios
como res infinita. Y en Kant todavía hay un dualismo: el
del pensar y la «cosa en sí», la cual, aunque no se sepa qué
es, por ser por principio incognoscible, le hace frente al
pensar como algo independiente de él. Y en Fichte, este
dualismo se transforma en el dualismo del yo y del no-yo o
mundo. Este dualismo, en el cual las cosas de algún modo
están ahí como algo independiente frente al pensar, era lo
que en opinión de Hegel le había impedido al idealismo
convertirse en un auténtico nihilismo.
Este nihilismo auténtico debía, pues, hacer abstrac-
ción de una vez para siempre de todos esos restos realis-
tas existentes en el idealismo, y partir realmente de la nada
absoluta. Esta es la empresa que lleva a cabo Hegel en la
Lógica, donde se describe el reino del puro lógos, del puro
pensar, que sólo se piensa a sí mismo, sin preocuparse, por

248
El misterio del lenguaje

lo pronto, de las cosas. Este es el verdadero punto de par-


tida de su sistema filosófico. Al comienzo, con lo que se
enfrenta allí el pensar no es con ninguno de los entes, sino
con el nihil, con la nada, para después hacer salir de esta,
en sucesivos pasos dialécticos, todas las cosas, las naturales
y las humanas —la naturaleza y la historia—, de la misma
manera como en la doctrina cristiana de la creatio ex nihilo
Dios saca todas las cosas de la nada.
Hasta aquí, la discusión en torno al nihilismo no ha
abandonado el hermético mundo de la metafísica. Pero,
después de la intervención de Hegel en ella, rebasó esta
esfera e ingresó en el mundo de las cuestiones de interés
público. A principios del siglo xix se ligó con la discusión
en torno a la decadencia de Occidente, que era ya un tema
candente, cien años antes de la publicación del famoso libro
de Spengler. El primero que vincula ambos temas es Franz
von Baader, un pensador muy influyente en Alemania,
salido del seno del idealismo. En una ocasión solemne, en
el discurso de apertura de la Universidad de Múnich, en el
año de 1826, planteó públicamente el problema de la crisis de
su tiempo en el horizonte del nihilismo. Dicha crisis era,
según él, un producto del nihilismo que había resultado
del uso destructor del pensar, de un pensar liberado de
todos los vínculos y atenido sólo a sí mismo.
Lo que hizo posible semejante vinculación de un pro-
blema metafísico con un problema sociológico y de filo-
sofía de la historia fue la consciencia, que se generalizaba
rápidamente, de que había unas fuerzas en acción que
estaban socavando las bases de la sociedad y del Estado,

249
Danilo Cruz Vélez

fuerzas que, por sus caracteres formales, parecían salidas


del nihilismo. De ello hay numerosos testimonios. Léase,
por ejemplo, la introducción a La democracia en América
(1835), del conde Alexis de Tocqueville, una de las cabe-
zas más claras de la época, y quien no sólo era historia-
dor y publicista, sino también un hombre de Estado y un
político, lo que le permitía estar en contacto directo con
todos los vientos que movían la sociedad de su tiempo. Allí
pinta un cuadro de la época, donde se respira la atmósfera
nihilista y se palpa esa «desvalorización de todos los valo-
res» que va a considerar después Nietzsche como el rasgo
definitorio del nihilismo. La descripción concluye con una
serie de preguntas retóricas que dejan ver un mundo que
se tambalea y donde ya no hay nada donde apoyar el pie:

¿Es que todos los siglos se han parecido al nuestro?


¿Es que el hombre había tenido ya antes los ojos como
en nuestros días un mundo donde las cosas ya no se enla-
zan entre sí…; donde el amor al orden se confunde con la
devoción a los tiranos y el culto a la libertad con el des-
precio a la ley…; donde nada parece prohibido ni per-
mitido, ni honroso ni vergonzoso, ni verdadero ni falso?

Desligado de este modo de la metafísica, el nihilismo


comenzó a asumir las más diversas formas. Pronto aparece
en Rusia como nihilismo político, fundado por Aleksandr
Herzen y el príncipe Kropotkin. Después invadió la novela
rusa. Turgenev introduce la palabra nihilismo por primera
vez en la literatura en su novela Padres e hijos (1861), don-
de se describe la primera figura novelesca de un nihilista,

250
El misterio del lenguaje

la del médico Bazarov. Más adelante, Dostoyevsky llena


su mundo novelesco de impresionantes encarnaciones del
nihilismo. En Alemania, Max Stirner presenta una forma
extrema del nihilismo en su libro El único y su propiedad
(1845), escrito en un lenguaje seductor y accesible a todo
el mundo, lo que le permitió convertirse en un filósofo
popular y en un eficaz propulsor del nihilismo.

251
§§ El nadaísmo
de Stirner

Max Stirner, discípulo de Hegel y autor del extra-


ño libro El único y su propiedad, es el representante de un
nihilismo a ultranza. Pero, como ocurre casi siempre con
los extremismos, cuando en sus manos el nihilismo se des-
mesura, este pierde su sentido originario y se convierte en
otra cosa: en un nadaísmo insostenible.
De nihilismo en sentido estricto puede hablarse sólo
a partir de 1799, cuando el filósofo Jacobi acuña el térmi-
no en una polémica con Fichte, máximo representante
del idealismo en ese momento. La palabra nihilismo nace
como un denuesto. Aplicándosela al idealismo, lo que
quiere Jacobi es acusarlo de ontofobia, de odio al ser. Pues
el idealismo moderno, inaugurado por Descartes, había
terminado a la postre por explicar el ser de las cosas como
una objetividad que el hombre extrae de sí mismo, lo cual
equivalía para Jacobi a convertirlo en un nihil, en una nada.
Este sentido peyorativo del término desaparece, sin
embargo, cuando Hegel, en su obra Creer y saber (1802),
tercia en la polémica. Convencido de que la filosofía, en la

253
Danilo Cruz Vélez

orientación que le habían dado los griegos, había agotado


todas sus posibilidades de desarrollo, él pretende iniciar
una nueva época del filosofar. Por ello le busca un punto
de partida diferente del que había tenido hasta entonces.
Y como cada uno de los filósofos anteriores, de acuerdo
con su punto de vista peculiar, había partido de alguno
de los entes —el agua, el aire, el fuego, el átomo, Dios,
la idea, la vida, la materia, la energía, el yo…—, del cual,
elevado en cada caso al rango de última causa, hacía salir
la realidad entera, Hegel, consecuente con su creencia en la
caducidad de semejante proceder, comienza haciendo a
un lado todos los entes, resuelto a poner en marcha el filo-
sofar apoyándose únicamente en lo que quedase después
de esa operación. Lo que queda es, obviamente, la nada,
que es por definición la negación de todas las cosas. De
aquí que haga comenzar la filosofía como una meditación
sobre la nada y como un nihilismo; y que la palabra nihi-
lismo ya no sea para él un vituperio, sino el nombre pro-
pio de la filosofía al comienzo de la nueva época que debía
iniciar.
Pero en el transcurso de la primera mitad del siglo
xix el nihilismo rebasa esta esfera de la pura metafísica
e invade otros campos. Al lado del nihilismo metafísico,
surgen el nihilismo político o anarquismo, el nihilismo
religioso, más radical que el ateísmo tradicional, el nihilis-
mo literario, sobre todo en la novela y el teatro, y el nihi-
lismo moral o inmoralismo. Además, desde fines de dicho
siglo, el nihilismo en el sentido que le dio Jacobi se emplea
como concepto hermenéutico para interpretar algunos

254
El misterio del lenguaje

fenómenos característicos de los tiempos nuevos. Como,


por ejemplo, el de la técnica moderna, la cual, en efecto,
sería inconcebible sin tener en cuenta esa actitud nihilis-
ta en que se planta el hombre frente a las cosas como si
fuesen sólo objetos para un sujeto que las puede manipu-
lar a su antojo. O como el de la imagen de la realidad que
ofrecen las ciencias en que se basa dicha técnica, en la cual
las cosas aparecen como estructuras lógicas categoriales
expresadas en fórmulas, lo que explica las palabras de W.
V. Quine, profesor de la Universidad de Harvard y figura
eminente del mundo científico: «Los objetos físicos son
un mito como los dioses de Homero». O, finalmente,
como el de la interpretación de lo real que se encuentra
en las más significativas corrientes del arte nuevo, que al
perder el interés por lo que se ofrece al ojo y al tacto, rem-
plaza ese ser óptico y háptico de las cosas por un ser pues-
to por el hombre. Recuérdese al respecto lo que confesaba
Picasso: «Yo no pinto las cosas como las veo, sino como
las pienso». Una frase que parece tomada de la Lógica de
Hegel.
Pero la primera expresión sistemática de un nihilismo
generalizado es el libro de Stirner El único y su propiedad,
publicado en 1845. Stirner, nacido en 1806, se forma en la
época del imperio filosófico que gobernó Hegel en la Uni-
versidad de Berlín de 1818 a 1831, año de su muerte. Su
actividad como escritor se desarrolla cuando este imperio
se derrumba y es repartido entre sus herederos. Perteneció
a la izquierda hegeliana, de la cual fue, al lado de Feuerbach
y Marx, uno de sus más significativos representantes.

255
Danilo Cruz Vélez

El marco en que se mueve el pensamiento de Stirner es


el formado por la relación entre lo individual y lo univer-
sal. Esta relación es el eje del sistema de Hegel, quien luchó
con todas las armas de la dialéctica por salvar el equilibrio
entre estas dos potencias ontológicas contrarias, convenci-
do de que ese equilibrio era el nervio de todo lo real; pero,
en la esfera de la historia, había dejado abierta la posibili-
dad de preferir una de estas dos, en detrimento de la otra,
lo cual, en último término, fue la causa de la escisión del
hegelianismo en un ala derecha y un ala izquierda.
Hegel había concebido la historia universal como un
proceso dialéctico en que la contraposición originaria entre
el hombre como individuo y la universalidad del Estado
era absorbida en una síntesis que llamó lo «universal con-
creto», un invento genial que le permitió dejar intactos el
ser peculiar del hombre y el ser peculiar del Estado: este,
como algo universal, como un querer absoluto por enci-
ma del querer de los individuos, pero dependiente de los
individuos, por cuanto su querer consiste en un imperio
sobre ellos; y el hombre, como individuo libre, pero sumi-
do en la universalidad del Estado, pues, en su opinión, el
hombre no es hombre como mero individuo aislado, sino
como ciudadano dentro del Estado, siempre que esté ajus-
tando su querer individual al querer universal del Estado,
el cual se expresa en un sistema de leyes y mandatos que
le crean al individuo un ámbito para la libertad y las con-
diciones para ejercerla de modo cabal.
Pero la derecha hegeliana, aislando de semejante tra-
ma dialéctica la idea del Espíritu universal como sujeto de

256
El misterio del lenguaje

todo acontecer, y la del Estado como el representante suyo


en la tierra, rompió el equilibrio de fuerzas encontradas
que postulaba Hegel, y subordinó el individuo totalmen-
te al Estado, es decir, lo individual a lo universal, sin tener
en cuenta que para el maestro la historia universal tam-
bién era «un progreso en la conciencia de la libertad»,
de la cual no hay más sujeto conocido que el individuo
humano. Tal libertad individual fue lo que, por su parte,
exageró la izquierda hegeliana. Pese a que según Hegel la
libertad individual sólo es realizable dentro del Estado, los
representantes de esta corriente la desvincularon de dicha
instancia universal, limitándola al individuo. Pero entre
ellos, sin embargo, se presentó pronto una escisión, pro-
tagonizada por Stirner y Marx. Esto es lo que nos interesa
aquí.
En 1846, es decir, al año siguiente de la aparición de El
único y su propiedad, terminó de escribir Marx La ideolo-
gía alemana, que en su mayor parte es una crítica mordaz
al libro de Stirner. En estas dos obras quedarán protoco-
lizados, no sólo el enfrentamiento de estos dos herederos
de los despojos del imperio hegeliano, sino también el
enfrentamiento de dos posibilidades fundamentales de
existencia histórica del hombre contemporáneo.
Mientras que según Stirner el hombre podrá ser libre
sólo cuando se haya liberado de las instancias universales
alienantes, sobre todo de la sociedad y del Estado, para
Marx, quien relega todo lo individual a la esfera de lo pri-
vado, subjetivo y caprichoso, la libertad sólo podrá alcan-
zarse en lo colectivo, es decir, en lo universal, y la liberación

257
Danilo Cruz Vélez

habrá de restringirse a romper las cadenas impuestas al


hombre por una clase privilegiada de la sociedad.
El encumbramiento del individuo por encima de la
realidad sociopolítica que lleva a cabo Stirner, lo condu-
ce, en el campo metafísico, a exaltar al individuo hasta tal
punto, que provoca, sin quererlo, una especie de reductio
ad absurdum del principio egológico del idealismo.
Si exceptuamos a Leibniz, que es un caso aparte en
dicho idealismo, en este el Yo como fundamento explica-
tivo de todas las cosas no es individual. Tanto el ego cogito
de Descartes como el yo trascendental de Kant y el yo
absoluto de Fichte son algo supraindividual, una instan-
cia universal que abarca a todos los yos individuales. Para
Stirner, en cambio, ese Yo soy yo, yo solo. De ahí el nom-
bre que le da: el Único, manantial de donde brotan todas
las cosas, las cuales no son más que su propiedad.
Esto último es lo que se propone demostrar Stirner
en El único y su propiedad. Pero como en la actitud natural
el individuo se halla determinado por la naturaleza y sus
leyes, por instancias trascendentes de carácter divino, por
instituciones, imaginaciones y creencias, la primera parte
de esta obra está dedicada a la destrucción teórica de todos
esos poderes. Su atención se dirige predominantemente a
lo que no había destruido el idealismo moderno; pues este,
según Stirner, había reducido a la subjetividad el mundo
y su supuesto fundamento divino, pero dejando intactos
otros poderes más sutiles, aunque no menos esclavizantes
del individuo. Estos poderes eran, según él, las ideas y los
ideales, los valores y sus mandatos, y un sinnúmero de leyes

258
El misterio del lenguaje

y de principios, fuentes de «ideas fijas» que persiguen


al hombre impidiéndole realizar su ser individual aquí y
ahora, al empujarlo permanentemente hacia metas quimé-
ricas inalcanzables. En su opinión, ellos eran, además, la
base de una serie de «fantasmas» —la familia, la patria,
la sociedad, el Estado, el derecho, la moralidad, los usos
y costumbres…— que lo hunden en lo anónimo y colec-
tivo. Armado de todos los recursos empleados desde los
sofistas para probar la relatividad de todas las cosas a
los actos subjetivos con que el hombre las capta, Stirner
hace todo lo posible para convencernos de que esos pode-
res no son más que engendros del yo que, después de crea-
dos, se independizan de él y tratan de sojuzgarlo.
Pero, tras de semejante destrucción de todas las ideas y
creencias y de todo punto de apoyo para elaborar una meta-
física, Stirner fracasa al ir a determinar ese nuevo Absoluto
que es el Único. Al fin de cuentas, lo único que nos dice
es que el Único no es nada. Esto nos recuerda la identi-
ficación hegeliana del ser y la nada. Pero para Hegel esta
identificación es sólo un paso metódico, un primer paso en
el comienzo del filosofar. Por cuanto en este comienzo el
ser no tiene aún ninguna determinación, el único nombre
que le conviene es el de nada. Pero en los pasos siguientes
del filosofar esta nada es superada en el despliegue dialéc-
tico del ser. En Stirner, al revés, la nada es lo último que se
puede alcanzar. Y la última palabra de la filosofía es: todo
es nada. Lo cual equivale a renunciar al filosofar.
Al mismo nadaísmo desesperanzado se llega en la par-
te práctica de El único y su propiedad. Destruidos todos

259
Danilo Cruz Vélez

los posibles puntos de referencia de la conducta humana


—el debe ser, la esfera religiosa, la moralidad, la sociedad,
etcétera—, los actos del hombre carecen de todo senti-
do. Flotando en la nada y existiendo, por decirlo así, para
nada, su existencia es el reino del absurdo y del sinsentido.
El nadaísmo de Stirner desemboca, pues, como todas
las formas del nadaísmo extremo, en un callejón sin sali-
da. Si lo real no es nada, cualquier intento de apresarlo
conceptualmente está de antemano condenado al fraca-
so. Pues ya al comenzar el lenguaje a decir qué es, se cie-
rra el camino. Partiendo de semejante supuesto, lo único
que resta después de enunciarlo es el silencio. Y si el ser del
hombre no tiene sentido, la única conducta humana con-
secuente sería el suicidio. Porque a diferencia del mineral,
del animal y la planta, el ser peculiar del hombre radica
en un afán incesante de darle sentido a una vida que le es
dada como tarea, trascendiendo su «aquí y ahora» hacia
un reino del sentido.
Fuera de producir algunos tipos humanos de existencia
alucinada y de algunas obras literarias de auténtico valor,
el nadaísmo de Stirner y sus derivaciones no ha conduci-
do, pues, a nada. Sin embargo, Max Stirner es un símbolo
de la lucha por los derechos individuales.
Después de la polémica entre él y Marx a fines de la
primera mitad del siglo xix a que nos referimos arriba,
la historia se ha puesto de parte del segundo. La crecien-
te omnipotencia del Estado y de lo colectivo, y la masi-
ficación progresiva de la existencia humana han venido
ahogando cada vez más al individuo. Pero en el vaivén de

260
El misterio del lenguaje

los destinos humanos, muy parecido al movimiento dia-


léctico de la historia universal que describe Hegel, no hay
que excluir la posibilidad de un retorno del principio de
lo individual como fuerza indispensable para poder vol-
ver a aspirar a ese equilibrio de fuerzas encontradas que él
postulaba. En ese momento se habrá de recordar a Stirner
y a su libro, hoy casi totalmente olvidados.

261
§§ Índice conceptual

ciencia(s): 26, 31, 39, 44, 54, 55, 60,


§§ A 63, 73, 92, 94, 99, 108, 114, 115,
a priori: 29, 51, 53, 150, 168, 169, 116, 117, 129, 130, 131, 132, 136,
173, 174, 175 137, 140, 143, 144, 148, 151, 154,
Absoluto: 27, 259 163, 184, 194, 205, 210, 211, 223,
anarquismo: 254 228, 255
animal rationabile: 140 -literaria: 223
animal rationale: 64, 140, 145 -positivas: 26, 43, 54, 130
antiformalismo: 222 ciudad absoluta: 155
antropocentrismo: 189, 239 ciudadano: 149, 154, 256
antropología filosófica: 63, 171, 172 clase social: 32
aparato conceptual: 183 cogitare: 248
asombro: 211, 213 conciencia: 52, 54, 139, 212, 213,
ateísmo: 241, 254 257
concreto: 229
contenido: 45, 50, 55, 56, 65, 78,
§§ B 80, 93, 99, 100, 169, 173, 222,
burguesía: 154 223, 224, 225, 226
cosa en sí: 248
crisis: 17, 31, 32, 33, 121, 129, 130,
§§ C 131, 132, 136, 161, 182, 189, 218,
causalidad: 56, 117, 141, 145, 211 220, 226, 227, 243, 244, 249
-natural: 141, 142 -de los valores: 135

263
Danilo Cruz Vélez

cristianismo: 125, 135, 172, 176, Estado: 84, 121, 122, 123, 126, 127,
180 132, 157, 184, 249, 250, 256, 257,
259, 260
estética: 219, 223
§§ D estructura: 46, 54, 56, 78, 80, 81, 88,
Dasein: 207 89, 116, 129, 140, 153, 158, 162,
décadence: 136 175, 198, 199, 207, 255
decadencia: 115, 135, 136, 137, ethos: 32, 132, 151, 175, 176, 177,
138, 139, 148, 220, 227, 236, 180
238, 249 ética: 163, 167, 168, 169, 171, 173,
derecha hegeliana (véase también 174, 175, 179, 180
izquierda hegeliana): 256 -axiológica: 170
derechos individuales: 260 -cristiana: 11, 32, 170, 172, 173,
determinado: 43, 50, 115, 177 176, 177
dialéctica hegeliana: 67 evolución: 40, 44, 47, 73, 99, 110,
dignidad del hombre: 180 112, 113, 116, 130, 139, 140, 142,
143, 146, 153, 154, 155, 159, 199
existencialismo: 193
§§ E experiencia: 31, 61, 65, 68, 78, 82,
ego cogito: 25, 47, 51, 197, 198, 205, 83, 88, 92, 93, 102, 111, 112, 137,
207, 239, 258 138, 178, 213
ego laboro: 207
egología cartesiana: 199
élan vital: 27 §§ F
enérgeia: 12, 48, 49, 150 felicidad: 155, 173, 235
energía:13, 27, 55, 63, 79, 143, 147, fenomenología: 167, 168, 169, 178,
152, 155, 156, 211, 254 205, 206
entendimiento: 29, 51 filosofía: 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15,
érgon: 12, 48, 49, 150 16, 28, 30, 32, 52, 55, 60, 63, 92,
escolástica: 172 99, 108, 115, 116, 121, 122, 123,
espíritu: 10, 11, 12, 14, 26, 48, 49, 124, 125, 128, 130, 131, 132, 133,
57, 59, 60, 66, 67, 70, 112, 130, 149, 160, 167, 170, 172, 173, 176,
154, 172, 230, 231 178, 179, 184, 192, 193, 194, 195,
Espíritu universal: 27, 70, 256 196, 197, 198, 199, 204, 205, 206,

264
El misterio del lenguaje

208, 209, 210, 211, 213, 223, 224, §§ I


225, 241, 242, 245, 246, 247, 253, idea del bien: 125, 126
254, 259 idealismo moderno: 236, 238, 239,
-de la existencia: 197, 198, 199 253, 258
-de la historia: 249 individuo: 123, 173, 187, 195, 226,
-de la religión: 170 227, 256, 257, 258, 260
-de la vida: 138 inmoralismo: 32, 87, 130, 135, 179,
-del lenguaje: 25, 27, 28, 29, 30, 39, 254
43, 44, 46, 47, 48, 54, 71, 72, 73, instintos: 56, 141, 142, 151, 157,
84, 94 211
fin último: 162, 198, 212 intelectual: 12, 32, 108, 117, 158,
forma: 58, 59, 68, 114, 211, 222, 191
223, 224, intencionalidad: 80, 86
formalismo: 32, 167, 168, 169, 171, izquierda hegeliana (véase también
172, 173, 220, 221, 222 derecha hegeliana): 182, 183, 255,
257
§§ H
hegelianismo: 181, 182, 183, 256 §§ J
historia: 9, 15, 19, 20, 27, 29, 30, justicia: 121, 123, 125, 126
31, 33, 39, 40, 46, 52, 58, 66, 67, juegos de lenguaje: 10
70, 73, 94, 98, 107, 108, 110, 111,
113, 114, 115, 117, 122, 123, 128,
131, 132, 133, 135, 136, 137, 138, §§ L
139, 142, 143, 144, 146, 147, 149, lenguaje: 10, 11, 12, 13, 17, 18, 19,
168, 172, 175, 176, 178, 182, 194, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 39, 40, 41,
195, 198, 200, 205, 210, 211, 212, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50,
218, 220, 221, 223, 227, 236, 237, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59,
238, 241, 243, 244, 245, 246, 247, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 68,
249, 256, 257, 260, 261 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 78, 79,
hombre actual: 32, 132, 139, 144, 82, 85, 86, 80, 90, 92, 94, 100,
148, 212, 213 101, 102, 115, 116, 151, 160, 190,
hyle: 223, 224 195, 204, 210, 224, 227, 230, 231,
251, 260

265
Danilo Cruz Vélez

-científico: 26, 27, 115 140, 144, 148, 149, 156, 157, 158,
-corriente: 10, 26, 27, 67, 69, 78, 159, 170, 172, 179, 180, 182, 186,
81, 82, 92, 227 189, 191, 197, 198, 204, 207, 210,
-cotidiano: 77, 81, 226, 227 225, 226, 229, 236, 238, 244, 248,
-especulativo: 67 249, 250, 251, 255, 258
-natural: 27 -exterior: 158
-poético: 13, 14, 29, 30, 67, 70, 77, -natural: 64, 88, 141, 142, 143, 145,
78, 80, 81, 82, 83, 84, 86, 93, 94, 155
99, 100, 101, 102, 104, 105, 113,
115, 116, 151, 185, 218, 226
libertad: 9, 20, 31, 69, 77, 93, 102, §§ N
135, 138, 139, 141, 142, 144, 145, nada: 14, 62, 67, 81, 99, 105, 138,
146, 147, 148, 190, 195, 196, 219, 150, 160, 182, 183, 184, 185, 186,
250, 256, 257 189, 192, 199, 213, 236, 240, 241,
lógos: 56, 62, 63, 248 244, 245, 246, 247, 248, 249, 253,
254, 259, 260
nadaísmo: 21, 253, 259, 260
§§ M naturaleza: 9, 31, 39, 56, 70, 84, 93,
materia: 13, 27, 58, 70, 78, 211, 223, 100, 110, 111, 114, 123, 124, 125,
246, 254 129, 136, 137, 140, 141, 142, 143,
megalópolis: 31, 154, 155, 157, 159, 144, 145, 146, 148, 151, 152 ,155,
161, 162, 163, 165 156, 157, 159, 160, 161, 162, 163,
modernismo: 100, 217, 219, 220, 164, 165, 191, 212, 216, 249, 258
232 naturalismo: 141
morphé: 223, 224 naturalistas: 45, 46, 62, 63, 71, 140,
muerte de Dios: 188, 189, 212, 240 141
mundo: 10, 13, 14, 15, 17, 20, 27, neoescolástica: 206
30, 31, 39, 40, 46, 47, 48, 49, 51, neokantismo: 173, 206
52, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 64, neomarxismo: 206
65, 66, 67, 68, 71, 73, 77, 78, 80, neopositivismo: 26, 27, 28, 206
82, 83, 84, 88, 89, 90, 91, 92, 93, neotomismo: 206
94, 98, 101, 104, 105, 110, 112, neovitalismo: 206
114, 115, 116, 121, 127, 128, 129, nihil: 182, 183, 240, 244, 249, 253
130, 131, 132, 134, 135, 136, 137, nihilismus: 240

266
El misterio del lenguaje

nihilismo: 14, 20, 21, 32, 130, 179, política: 10, 31, 121, 123, 127, 128,
181, 182, 183, 184, 186, 187, 188, 129, 130, 131, 133, 149, 190, 195,
189, 235, 236, 238, 240, 241, 142, 196
143, 244, 245, 247, 248, 249, 250, positivismo: 25, 26, 54
251, 252, 253, 254, 255 -lógico: 26, 46
-literario: 190, 254 praxis: 134, 226
-metafísico: 254 perspectivismo: 175
-moral: 254
-político: 190, 250, 254
-religioso: 254 §§ R
nómade intelectual: 157 racionalismo: 13, 164, 168, 235
no-yo (o mundo): 248 razón: 25, 28, 29, 45, 128, 139, 140,
145, 157, 162, 163, 167, 174, 178,
179, 211, 235
§§ O -pura: 29, 141, 169, 173, 176, 197,
objectum: 238 240
objetivismo: 225 real: 50, 54, 56, 60, 61, 83, 109, 102,
ontología: 26, 63, 151, 198, 199, 177, 244, 255, 256, 260
224 realidad: 29, 39, 40, 41, 54, 55, 56,
57, 61, 64, 65, 69, 71, 83, 86, 87,
88, 89, 92, 100, 101, 102, 112,
§§ P 116, 124, 130, 134, 157, 158, 174,
persona: 56, 93, 145, 175, 183 178, 186, 193, 235, 238, 244, 255,
poíēsis: 84, 102 258
poesía: 13, 14, 17, 18, 19, 30, 68, 72, -social: 26
77, 82, 83, 85, 86, 87, 88, 90, 91, realismo: 100
92, 93, 94, 97, 98, 99, 102, 103, renacimiento: 25, 206
105, 107, 111, 113, 115, 116, 117, res: 238
218, 219, 221, 222, 223, 225, 226, -extensa: 248
227, 228, 229, 230, 231, 232, 233 -cogitans: 248
pólis: 31, 124, 125, 127, 128, 133, -infinita: 248
149, 150, 152, 155, 190 -nata: 246
retoricismo: 221

267
Danilo Cruz Vélez

rey filósofo: 20, 31, 121, 125, 128, subjectum: 239


133 subjetividad: 25, 29, 48, 49, 50, 51,
romanticismo: 100, 184, 236 52, 53, 57, 58, 59, 60, 69, 70, 71,
72, 77, 83, 84, 103, 125, 169, 197,
198, 205, 206, 207, 210, 211, 225,
§§ S 240, 255, 258
sensibilidad: 29, 51 -trascendental: 27
ser: 26, 28, 33, 40, 43, 48, 55, 56, subjetivismo: 169, 225
64, 67, 70, 73, 74, 81, 84, 87, 93, sujeto: 13, 47, 51, 52, 53, 59, 60,
94, 102, 104, 105, 113, 117, 124, 70, 198, 207, 239, 240, 244, 246,
130, 132, 138, 150, 155, 169, 172, 255, 256, 257
177, 180, 182, 191, 192, 196, 197, -absoluto: 240
198, 199, 200, 204, 205, 206, 207, superhombre: 189
208, 209, 210, 211, 212, 213, 214,
219, 222, 224, 225, 226, 237, 238,
239, 240, 244, 245, 246, 247, 248, §§ T
253, 255, 259 técnica: 9, 32, 72, 85, 112, 129, 130,
-del hombre: 43, 62, 71, 93, 132, 131, 142, 143, 144, 146, 148, 154,
133, 134, 138, 139, 149, 150, 162, 163, 212, 228, 255
185, 207, 238, 256, 260 -moderna: 31, 114, 143, 235, 255
-del lenguaje: 29, 39, 42, 43, 48, 58, teoría: 20, 45, 46, 48, 61, 62, 63,
59, 73 66, 71, 73, 74, 75, 121, 134, 136,
significante: 45, 73 137, 138, 167, 192, 205, 209, 224
signo: 41, 43, 45, 46, 73 -del conocimiento: 167
símbolo: 27, 46, 83, 86, 88, 94, 116, transfiguración: 86, 87, 89, 91, 93
155, 157
sintaxis lógica: 26
sociedad: 153, 154, 155, 160, 163, §§ U
184, 188, 201, 249, 250, 257, 258, universal concreto: 256
259, 260
sociología: 133, 228
sonido: 12, 13, 29, 40, 41, 43, 45, §§ V
46, 47, 48, 49, 57, 58, 59, 60, 61, vida: 10, 30, 41, 64, 70, 79, 89, 90,
62, 64, 65, 66, 67, 72, 80, 88, 89 93, 97, 98, 99, 100, 101, 102, 103,

268
El misterio del lenguaje

104, 105, 108, 110, 113, 114, 115, §§ Y


116, 117, 122, 124, 129, 134, 138, yo: 25, 51, 54 ,68, 70, 151, 189, 197,
146, 147, 149, 152, 153, 154, 157, 205, 207, 237, 238, 239, 240, 248,
158, 160, 163, 164, 165, 169, 171, 254, 258, 259
173, 177, 180, 182, 184, 187, 189, -absoluto: 155, 198, 258
217, 224, 227, 230, 231, 254, 260 -empírico: 205
voluntad: 45, 98, 163, 174 -puro: 205, 207
-de dominio: 144
-de poder: 27, 137, 207, 212, 213,
243

269
§§ Índice de nombres

§§ A §§ C
Alberti, Rafael: 99 Camus, Albert: 200
Aleixandre, Vicente: 99 Carnap, Rudolf: 10, 26, 27
Anaximandro: 142 Caro, José Eusebio: 100
Aquino, Tomás de: 170 Carranza, Eduardo: 19, 30, 97, 98,
Aristóteles: 46, 49, 134, 149, 150, 99, 100, 101, 103, 104, 110, 219,
151, 152, 162, 211 223
Arturo, Aurelio: 13, 19, 30, 85, 87, Cernuda, Luis: 99, 156
88, 90, 91, 93, 95, 110 Charry Lara, Fernando: 18, 217,
Azorín: 164 219, 220, 221, 222, 223, 225,
226, 227
Comte, Auguste: 26, 111, 113, 114,
§§ B 130
Bacon, Francis: 212 Constantino: 136
Bakunin, Mikhail: 190, 241 Cuervo, Rufino José: 117
Balzac, Honoré de: 195
Barba Jacob, Porfirio: 109
Beauvoir, Simone de: 15, 193, 194, §§ D
196, 200 Darío, Rubén: 109
Bernárdez, Francisco Luis: 18, 230 Degas, Edgar: 85
Borges, Jorge Luis: 18, 99, 110

271
Danilo Cruz Vélez

Descartes, René: 47, 54, 68, 108, §§ H


125, 136, 180, 197, 198, 204, 205, Hartmann, Nicolai: 168, 169
206, 207, 237, 239, 248, 253, 258 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich:
Diego, Gerardo: 109 67, 68, 128, 139, 181, 182, 183,
Diels, Hermann: 124 198, 207, 241, 242, 245, 246, 247,
Diódotos: 123 248, 249, 253, 254, 255, 256, 257,
Dionisio de Siracusa: 122 259, 261
Domínguez Camargo, Hernando: Heidegger, Martin: 14, 21, 32, 33,
110 44, 72, 73, 169, 198, 199, 203,
Dostoyevsky, Fyodor: 186, 187, 204, 206, 207, 208, 209, 210, 211,
188, 189, 242, 251 212, 214
Heisenberg, Werner: 144
Heráclito de Éfeso: 9, 31, 67, 123,
§§ F 124, 125, 127, 132, 133, 206
Fichte, Johann Gottlieb: 198, 237, Herzen, Aleksandr: 241, 250
240, 241, 244, 245, 247, 248, 253, Hessen, Johannes: 173
258 Hildebrand, Dietrich von: 173
Filón de Alejandría: 63 Hölderlin, Johann Christian
Fray Juan de los Ángeles: 68 Friedrich: 209, 212
Frings, Manfred S.: 171 Homero: 34, 82, 84, 255
Huidobro, Vicente: 99, 110, 185
Husserl, Edmund: 46, 167, 169,
§§ G 178, 192, 205, 206, 207
Galilei, Galileo: 108, 143
Gaos, José: 172
García Lorca, Federico: 99 §§ J
Georgiades, Thrasybulos: 72 Jacobi, Friedrich Heinrich: 181,
Gogol, Nikolai: 182 236, 237, 238, 240, 241, 244, 245,
Greiff, León de: 109 247, 253, 254
Guillén, Jorge: 87, 99 Jaspers, Karl: 198
Gutiérrez González, Gregorio: 100 Jesucristo ( Jesús): 176, 177, 178,
231
Jiménez, Juan Ramón: 99, 109
Jünger, Friedrich Georg: 72, 129

272
El misterio del lenguaje

§§ K 179, 184, 188, 189, 207, 209, 212,


Kant, Immanuel: 13, 28, 29, 32, 51, 235, 236, 240, 242, 243, 244, 250
52, 53, 54, 59, 68, 128, 138, 140,
141, 142, 143, 145, 167, 168, 169,
173, 174, 176, 178, 179, 197, 207,
§§ O
240, 248, 258 Otto, Rudolf: 68
Keyserling, Conde de: 171 Otto, Walter F.: 71
Kierkegaard, Søren: 198
§§ P
§§ L Parménides: 67, 113, 206
Laercio, Diógenes: 123 Paz, Octavio: 83
Leibniz, Gottfried Wilhelm: 205, Pirenne, Henri: 153
258 Platón: 9, 13, 25, 28, 29, 31, 45, 47,
Llanos, Antonio: 18, 21, 229, 230, 58, 65, 71, 72, 73, 121, 122, 123,
231, 232, 233 125, 126, 127, 128, 133, 134, 149,
211
Poe, Edgar Allan: 117
§§ M Proust, Marcel: 195
Machado, Antonio: 99, 109
Mallarmé, Stéphane: 85, 86, 87, 117
Manrique, Jorge: 78, 80, 105
§§ R
Marty, Anton: 46 Rivero, Mario: 19
Marx, Karl: 128, 182, 183, 207, 255, Rodríguez, Luis Raúl: 162
257, 260 Romero, José Luis: 160
Maya, Rafael: 109, 219 Rousseau, Jean-Jacques: 11, 136
Montesquieu, Charles Secondat
de: 136
§§ S
Salinas, Pedro: 99
§§ N San Juan de la Cruz: 68, 231
Neruda, Pablo: 99, 110 Sartre, Jean-Paul: 15, 20, 32, 191,
Nietzsche, Friedrich: 14, 32, 37, 61, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 199,
67, 68, 75, 130, 137, 168, 169, 200

273
Danilo Cruz Vélez

Scheler, Max: 11, 20, 31, 167, 168, §§ V


169, 170, 171 ,172, 173, 174, 175, Valencia, Guillermo: 100, 109, 219,
176, 177, 178, 179 221
Schelling, Friedrich Wilhelm: 198 Valéry, Paul: 77, 85
Silva, José Asunción: 87, 95, 100, Vallejo, César: 99, 100
109 Verlaine, Paul: 78
Simmel, Georg: 158
Spengler, Oswald: 137, 138, 155,
157, 235, 249 §§ W
Stendhal: 195 Wittgenstein, Ludwig: 10, 27, 28
Stirner, Max: 182, 183, 242, 251, Wojtyla, Karol: 11, 20, 31, 167, 170,
253, 255, 256, 257, 258, 259, 260, 171, 172, 176, 177, 178, 179
261

§§ T
Turgenev, Ivan: 14, 181, 182, 183,
184, 185, 186, 190, 241, 250

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en 2017. Se publicó en tres formatos
electrónicos (pdf, ePub y html5), y
hace parte del interés del Ministerio
de Cultura y la Biblioteca Nacional
de Colombia —como coordinadora
de la Red Nacional de Bibliotecas
Públicas, rnbp— por incorporar
materiales digitales al Plan Nacional
de Lectura y Escritura
«Leer es mi cuento».

Para su composición digital original


se utilizaron familias de las fuentes
tipográficas Garamond y Baskerville.

Principalmente, se distribuyen
copias en todas las bibliotecas
adscritas a la RNBP con el fin
de fortalecer los esfuerzos de
promoción de la lectura en las
regiones, al igual que el uso y
la apropiación de las nuevas
tecnologías a través de contenidos
de alta calidad.

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