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LA CHULETA QUÍMICA

 Historia y Vida

 2 Oct 2013

 MARIO GARCÍA BARTUAL, DIVULGADOR CIENTÍFICO

Del hallazgo de los elementos, la esencia del cosmos, a su distribución en la tabla periódica.
M. García Bartual, divulgador científico.
No existe nada en la naturaleza que no esté constituido por elementos. El afán por
identificar y clasificar estos ingredientes fundamentales del entorno ha quedado plasmado –
aunque el proceso sigue en marcha– en la tabla periódica, la representación gráfica más
clara y a la vez completa de la parte más íntima y esencial del mundo. Fuego, aire, tierra y
agua fueron las cuatro primeras sustancias que en Occidente, concretamente en la antigua
Grecia, se consideraron esenciales. Empédocles (siglo v a. C.) estableció su existencia, y se
refirió a ellas como “raíces”. Parece ser que Platón (ss. v-iv) las bautizó como “elementos”
en su diálogo Timeo. El filósofo ateniense detalló que todos ellos estaban compuestos por
partículas diminutas, y los asoció a cinco for mas geométricas tridimensionales (las de los
cinco únicos sólidos regulares), de ahí que añadiera un quinto elemento, el universo.
Aristóteles (s. iv a. C.) consideró que cada uno (según su criterio, solo los cuatro primeros)
presentaba dos propie-
EN EL SIGLO XIX SE OBSERVÓ QUE LOS ELEMENTOS PODÍAN AGRUPARSE
POR SUS SIMILITUDES QUÍMICAS
dades –entre el calor, el frío, la humedad y la sequedad– y que todos eran “homogéneos” y
“uniformes”, con lo que cualquiera de sus partes resultaba idéntica al todo. Una pequeña
cantidad de agua era igual que toda el agua del planeta.
Pasión por los experimentos
Sin embargo, era evidente que la Tierra estaba compuesta de muchas otras sustancias
elementales. En el siglo xvii se empezó a buscar una definición de los elementos a partir de
la experimentación. El primero en ofrecer una válida fue el químico irlandés Robert Boyle,
en 1661. Su enunciado de elemento –una sustancia que no puede descomponerse en otra
más simple mediante una reacción química– era sencillo, pero tan
ajustado a la realidad que incluso hoy se utiliza para introducir a los escolares en la materia.
A finales de la misma década, en una época en que muchos anhelaban dar con la piedra
filosofal (el mítico objeto que supuestamente podía transformar metales baratos en oro), el
alquimista alemán Henning Brand descubrió el primer elemento químico medi a nte
técnicas experimentales . Sucreencia de que existía una conexión entre el oro y la orina
humana le llevó a acumular y evaporar grandes cantidades del líquido excrementicio y a
destilar el residuo resultante. Brand observó que el vapor que se desprendía tenía un brillo
blanquecino, y que el material céreo y blanco que se condensaba poseía la misma luz
interior. Esa sustancia luminiscente era el fósforo, tal como la denominó en honor a la
estrella que los griegos llamaban Phosphoros (Venus). Medio siglo después, el gobier no de
Luis XV se interesó en un líquido más noble, el agua, y encargó un atlas de las aguas
minerales de Francia. Antoine Lavoisier participó en el proyecto. Invirtió parte de la
fortuna que había obtenido como recaudador general de impuestos en la construcción de
instrumentos de análisis. Con ellos midió con precisión la densidad –ligeramente distinta–
de las aguas y la cantidad de sal que contenían. Descubrió que las aguas, con toda su
variada gama de sabores, eran, en reali- dad, un único elemento universal combinado con
diferentes sales; y que, a su vez, las características de estas sales dependían de cómo en
ellas se combinaban metales y ácidos. También observó que, en general, estos ácidos eran
corrosivos porque incorporaban un elemento presente en el aire, al que llamó oxígeno. En
1783 demostró que tanto el oxígeno (previamente descubierto por el sueco Carl Wilhelm
Scheele, que ni le dio nombre ni publicidad) como el hidrógeno (identificado por el
británico Henry Cavendish como “el aire inflamable”) eran los elementos constituyentes
del agua. Seis años después, en vísperas de la Revolución Francesa, Lavoisier publicó
Tratado elemental de Química, considerado el primer libro de texto de química moderna.
En esta obra, el científico galo dio un salto en el conocimiento de los elementos, al
diferenciar los metálicos de los no metálicos. Esta decisión generó polémica entre sus
contemporáneos, pero eso no iba a ser su principal preocupación. Odiado como recaudador
de impuestos real, murió guillotinado.
La música de la química
En la Alemania de principios del xix, el químico Johan Döbereiner cayó en la cuenta de que
algunos elementos podían agruparse de tres en tres, al tener propiedades químicas
semejantes. En la tríada formada por el cloro, el bromo y el yodo, por ejemplo, constató que
el peso ató
mico del segundo elemento era casi el promedio de los pesos atómicos del primero y el
tercero. No obstante, su propuesta de formar familias de únicamente tres miembros quedó
pronto desfasada. El parentesco químico de los elementos parecía ser mucho más amplio.
El hallazgo de gran número de sustancias fundamentales y los progresos en la
determinación de su peso atómico afinaron la búsqueda de cualidades comunes. Un paso
decisivo en esta dirección lo dio el británico John A. R. Newlands, al distribuir los 56
elementos conocidos en 11 grupos, en función de la similitud de sus propiedades. Newlands
tuvo la genial idea de asignar un número atómico a cada elemento, lo que permitiría
ordenar-
los numéricamente. Además, introdujo el concepto de periodicidad, al observar con
asombro que cada ocho elementos aparecían el mismo tipo de propiedades. El químico
comparó sus octavas químicas con las octavas musicales, hecho muy r idiculizado por sus
colegas. La Real Sociedad de Química incluso se negó a publicar sus ideas por la
controversia que despertaron. Pero Newlands estaba en lo cierto (años después sería
distinguido con honores académicos y galardones). Solo restaba esperar a que alguien fuera
capaz de desentrañar el patrón periódico de los elementos.
El ruso revolucionario
Gran parte de la incógnita fue desvelada por el ruso Dmitri Mendeléyev. Su descubrimiento
de la tabla periódica surgió como un intento didáctico. Mendeléyev, que por entonces
preparaba un libro de texto, buscaba una forma atractiva de acercar los elementos a sus
estudiantes de Química. Lo resolvió creando 63 cartas, una para cada elemento conocido, y
anotando en ellas el peso atómico y algunas de las características químicas de cada
sustancia. Después empezó a agrupar las cartulinas como si jugara una partida al solitario.
Comprobó que si ordenaba los elementos según
EL DESCUBRIMIENTO DE LA TABLA PERIÓDICA SURGIÓ COMO UN MODO DE
EXPLICAR LA QUÍMICA A LOS ESTUDIANTES
sus pesos atómicos de manera creciente, presentaban características químicas muy
próximas a intervalos regulares. El científico dispuso las cartas configurando una tabla, en
la que dejó intencionadamente casillas vacías, pues postuló con acierto la hipótesis de que
éstas pertenecían a elementos aún desconocidos de los que podían deducirse sus
propiedades. Su trabajo, “Intento de un sistema de los elementos basado en su peso atómico
y su afinidad química” apareció primero en el manual Principios de Quí
mica (1869) y, al año siguiente, en forma de artículo científico. La comunidad
investigadora recibió la propuesta con escepticismo, pues la tabla parecía surgir de la nada.
¿Cómo discernir entre verdadero o falso lo que aparentemente parecía ser una intuitiva
disposición de símbolos químicos sobre un papel? La respuesta llegaría con cuentagotas.
En 1875, Paul-Émile Lecoq de Boisbaudran, un químico francés que desconocía
completamente la tabla de Mendeléyev, anunció el hallazgo de un nuevo elemento parecido
al aluminio, al que patrióticamente denominó galio. Su peso atómico correspondía
exactamente al valor que Mendeléyev había asig- nado en un hueco de su tabla. No obst
ante, asomaba una discrepancia. La densidad calculada por Lecoq divergía de la predicha
por el ruso, bastante más baja. Tras leer el estudio de Lecoq, Mendeléyev le sugirió
preparar una muestra de galio mucho más pura. Lecoq accedió, y obtuvo 75 gramos de
galio a partir de 4 toneladas de mineral. Ahora sí, la densidad del elemento se acercaba
muchísimo al valor postulado por Mendeléyev. Este hecho contribuyó a reforzar de manera
espectacular su tabla periódica. El éxito se repitió cuando el químico sueco Lars Fredrik
Nilson completó el es-
pacio que Mendeléyev había dejado en blanco entre el calcio y el titanio al revelar el
escandio, en 1879. Y, una vez más, cuando, en el siguiente decenio, el alemán Clemens
Winkler aisló el germanio, intermedio en la tabla periódica entre el silicio y el estaño. Los
huecos de la tabla se iban rellenando. En un gesto de reconocimiento, Mendeléyev mandó
incluir las fotografías de Lecoq, Nilson y Winkler en la edición de 1889 de su tratado de
química. Para entonces había recibido los honores de numerosas academias de ciencias
extranjeras, salvo de su Rusia natal, al oponerse al gobierno imperial. Mendeléyev había
demostrado que los elementos químicos podían agruparse en una disposición periódica. No
obstante, el desarrollo de técnicas químicas cada vez más refinadas reveló nuevos
elementos con propiedades no previstas por el ruso. Era el caso de los gases nobles,
descubiertos por el químico británico William Ramsay en la última década del siglo xix.
Seguro de su sistema de clasificación, Mendeléyev cuestionó los resultados del inglés, pero
la avalancha de gases que éste sacó a la luz en poco tiempo le hizo claudicar. Los
investigadores también observaron que algunos elementos no gaseosos, como el níquel o el
telurio, tampoco encajaban en la tabla del ruso. Tras un cuarto de siglo de consolidación
satisfactoria, el sistema presentaba conspicuas inconsistencias. Mendeléyev resolvió el conf
licto de los gases acomodándolos en una nueva columna al margen de la tabla. Una
solución tomada en última instancia que no convenció al Comité Nobel cuando, en 1906, se
dispuso a barajar los méritos del químico. Su voto fue contrario a otorgarle el premio,
argumentando que Mendeléyev no supo predecir la existencia de los gases nobles. Una
decisión injusta a todas luces. Medio siglo después, la comunidad científica quiso reparar
aquel agravio. Cuando, en 1955, un grupo de físicos nucleares liderados por el nor teamer
icano Glenn T. Seaborg descubrió el elemento radiactivo que ocupa la casilla 101 de la
tabla per iódica, decidieron llamarlo mendelevio. Fue un gran gesto, más aún cuando se
tomó en el tenso clima político entre Estados Unidos y la Unión Soviética en plena guerra
fría.
La clave está en la frecuencia
Cuando físicos y químicos comprobaron que el peso atómico creciente no es aceptable
como método de ordenación de la tabla, quedaba pendiente averiguar cuál era el criterio
correcto. Este honor le correspondió al físico inglés Henr y G. J. Moseley, descubridor, en
1913, de una propiedad sorprendente. Si un elemento se expone a una fuente de rayos
catódicos de energía suficientemente alta, emitirá rayos X con una frecuencia característica.
Esta frecuen- cia es como la huella dactilar de cada elemento. Moseley demostró que las
cualidades de cualquier elemento dependen de un número entero Z (escogió esta letra para
indicar cualquier valor) que determina su espectro de rayos X. Este número Z resulta ser el
número atómico del elemento, y coincide con el número de protones existentes en el núcleo
del átomo. Con gran acierto, Moseley presentó una serie de gráficas de los espectros de
rayos X de los elementos. En ellas dejó tres espacios en blanco, y predijo que éstos serían
ocupados por tres elementos aún por conocer. En efecto, se descubrió que el 43 era el
tecnecio, el 61 el prometio y el 75 el renio. El número atómico que Newlands había
empleado como un simple sistema de ordenación numeral resultó ser mucho más que eso.
Era la clave fundamental para organizar la tabla per iódica. Al igual que Mendeléyev, el
físico británico tampoco obtuvo el Nobel por su decisiva contribución, aunque por otras
razones. Murió, como Lavoisier, de forma trágica; en su caso, en la batalla de Galípoli
(1915), con solo 27 años. La tabla periódica sigue siendo un icono de la forma en que se
organiza el mundo. Omnipresente en los laboratorios de química, es uno de los grandes
logros del saber... y una “chuleta” de primera para los estudiantes de ciencias.

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