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Pitogüé

Comencemos por la tarea de manualidades que tuvo que hacer mi hijo para la escuela.
Consistía en un espejo pegado sobre un cuadrado de madera bordeado por clavitos, por
los que se atajaba un hilo de lana que iba sujetándose de un clavo a otro (por ejemplo,
clavo uno de la fila superior unido a clavo cinco de la fila lateral derecha, y así siguiendo
clavo dos con clavo seis, clavo tres con clavo siete, etc.), enmarcando el espejo con un
diseño de simetría radial.

Esta manualidad, realizada con tanto esmero y dedicación como suele hacerse una tarea
para la escuela, fue a parar al “fondo”, que es como denominamos en casa a un lugar
cubierto por un techo de zinc, una especie de depósito o cachivachero donde
guardamos herramientas, algunos desechos que puede llevar el reciclador, como
cartones, papeles, plásticos y otras cosas en desuso que estorban en la casa, a las
cuales tenemos todavía cierto cariño y no nos animamos a tirar, entonces dejamos ahí,
donde la humedad y la intemperie van creando el deterioro justo para que el apego se
convierta en repulsión, momento en que el objeto en cuestión puede ir a parar al
basurero sin que tengamos cargos de consciencia.

Ahí estaba colgado en una pared el espejo bordeado de clavos y lana. Debo mencionar,
aunque sea un detalle superfluo en este relato, que mi madre, una vez que intentaba
vanamente ayudarme a poner cierto orden en el desatartalado sitio, me hizo un insólito
comentario: “ah, ese espejo te sirve para ampliar el ambiente”. Cuando ella dice cosas
así me queda la duda sobre si es realmente lo que piensa, lo dice como para sacar algo
positivo del desastre, o es lo primero que le sale para camuflar sus verdaderos
pensamientos. Lo cierto es que el espejo duplicaba el desorden que tenía enfrente.

Ese era el escenario donde ocurrió lo que ahora paso a contar. Varias veces, cuando iba
al patio a buscar unas hojas de rúcula o tirar los desechos orgánicos en la compostera,
veía que salía volando del cachivachero un pitogüé (benteveo, bichofeo, pitangus
sulphuratus, como prefieran llamarlo). Un día sentí que mi perra estaba ladrando mucho y
fui a ver qué pasaba. El pájaro se había enredado una pata en una lana suelta del espejo.
Supuse que venía siempre a mirar su reflejo, seguramente creyendo que ahí había otro
pájaro, o quién sabe por qué. Parece que estos pájaros tienen la costumbre de chocarse
contra los cristales. Lo tomé para que dejara de forcejear y no se rompiera la pata, corté
la lana y lo liberé.

Después de un tiempo fui al fondo a buscar algo, olvidé lo que buscaba y me quedé
parada y meditabunda como cuando abro la heladera para pensar. Entonces me fijé en el
espejo. Ahí estaba el pitogüé, sobre una caja de cartón. Rápidamente me di vuelta para
confirmar su presencia, pero hete aquí que no estaba sobre la caja. Nuevamente torné
hacia el espejo, y allí sí estaba, sólo que esta vez alzó vuelo y chocó contra el cristal
desde la parte interior. El impacto hizo que el espejo cayera al piso y se partiera en cinco
pedazos. De ahí salieron cinco pájaros volando.

Andrea Piccardo

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