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Caldo de porotos

Los miércoles Pedrito volvía de la escuela caminando más lentamente y con menos entusiasmo
que de costumbre. Mientras por su mente cruzaban imágenes de crocantes milanesas, jugosos
bifes con puré o papas fritas, no le cabía la más mínima esperanza de que ese día su mamá saldría
de su rígida rutina y dejaría de hacer el menú de los miércoles, costumbre heredada de todos sus
ancestros: caldo de porotos.

Frente al plato donde nadaban en la sopa amarronada esos corpúsculos esferoides con los largos
fideos como aliados, Pedrito no lograba conmoverse con los discursos que su mamá le lanzaba
todos los miércoles, sobre otros niños que no tenían qué comer y para quienes ese sería el mejor
manjar; sobre las proteínas que tenían las legumbres, mucho más sanas que las de la carne; sobre
las vitaminas del grupo B, el hierro, el potasio, y nunca le faltaba un dato que agregar, investigado
en alguna enciclopedia o en internet. En consecuencia, Pedrito ese día aguantaba estoicamente
los tumultos de protesta que sentía en la barriga y esperaba hasta la merienda para calmarlos.

Esto continuó cada fatídico, nefasto, funesto, aciago, infausto, amargo, deplorable, lamentable,
patético, infortunado, ominoso y/o siniestro miércoles, hasta que el niño se decidió a ejecutar una
idea que le había venido rondando la mente desde hacía mucho tiempo. Se levantó antes que su
mamá, tomó la bolsita de porotos y los echó por la ventana de su habitación.

Segura de tener todos los ingredientes en la alacena, la señora no se preocupó por verificar si
había porotos. Cuando llegó la hora de ponerlos en remojo, se percató alarmada de su ausencia.
Estaba segura de que los había comprado. “Probablemente me los olvidé en la caja del súper”,
pensó. Ir a comprar otra bolsita al almacén que quedaba a tres cuadras, para lo cual debía
cambiarse el buzo arruinado por la lavandina que tanto le gustaba ponerse (porque era muy
cómodo), hubiese sido una pérdida de tiempo y un gasto extra. Entonces decidió hacer un cambio
en el menú, pensando que eso no implicaría una traición imperdonable a las costumbres
ancestrales. Pero, por las dudas, le prendió tres velas a la foto de su bisabuela para que no se
revolcara en su tumba.

Ese día Pedrito sintió una sensación de triunfo al saborear la milanesa con puré y esta emoción le
duró todo el día. Ya de noche, en su cama, no se le borraba todavía de la cara la sonrisa de
picardía.

Hacia la medianoche, los porotos lanzados junto a la ventana comenzaron a germinar y a crecer
desmesuradamente. Los tallos comenzaron a penetrar en la habitación a través de las rejas,
ramificándose en forma excesiva y acelerada, llenando toda la pieza y formando una burbuja
alrededor de Pedrito. Él se despertó con un sobresalto cuando sintió que un tallo le rodeaba el
cuello. En ese instante, multitud de porotos salían de sus vainas, saltando como en un desfile
militar.
Un poroto más grande, que parecía ser el jefe, le anunció:

-¡Tu actitud ha activado la rebelión de los porotos! El tremendo odio con que has lanzado por la
ventana a los de nuestra especie ha determinado un crecimiento exactamente proporcional.
Desde hoy, comenzaremos la lucha por liberarnos de la esclavitud. Dejaremos de ser alimento de
la humanidad y ¡dominaremos el mundo!

-¡Nooo! ¡Nooooooooooo! –gritó Pedrito desesperado, y comenzó a destrozar las ramas que se le
enredaban agresivamente. Luchó y luchó, arrancando tallos y cubriéndose la cara para protegerse
de los porotos que se le lanzaban como balines con un ímpetu suicida, hasta que llegó a la puerta,
logró abrirla y cerrarla tras de sí, impidiendo el paso de algunos macabros tallos que quedaron
ahorcados en las rendijas.

Fue corriendo a una velocidad increíble hasta llegar al patio y comenzó a arrancar las plantas de
raíz. Tuvo que seguir luchando un buen rato, destrozando algunos tallos que lo habían descubierto
y salían de la ventana, mientras se iban debilitando paulatinamente. Algunos porotos se le
lanzaron encima, entre ellos el jefe, pero Pedrito logró atraparlo y aplastarlo. Rápidamente cerró
los postigos exteriores de su ventana y entró nuevamente a la casa. Tomó un paquete lleno de
bolsas de polietileno del supermercado -que siempre se acumulaban en espera de encontrarles
alguna utilidad- y entró como un rayo en su pieza, sin permitir escaparse a ningún poroto. Ahí
nomás prendió el ventilador de techo a toda velocidad y los frijoles comenzaron a cansarse.
Vencidos por la fuerza del viento, saltaban cada vez más lentamente y con menos altura mientras
la mayoría caía rendida. Pedrito aprovechaba la ventaja, llenando de porotos las bolsas y
atándolas apresuradamente. Cuando logró completar diez, los porotos sueltos se habían
terminado.

-Ahora falta deshacerme de los tallos –pensó, y comenzó a juntarlos y tirarlos por entre los
barrotes de la reja. Fue nuevamente al patio llevando las bolsas de porotos, que escondió en un
rincón entre las plantas, recogió las ramas y las tiró al baldío de al lado. Volvió a su pieza y,
completamente extenuado, se tiró a la cama y se durmió.

Toda esa semana se pasó regalando bolsas de porotos a las familias más pobres del barrio,
avisándoles sin falta que había que cocinarlos enseguida y contándoles las terribles consecuencias
que habría si los plantaban. (¿Le habrán creído? Digamos que sí, porque si no... ¡qué lío se
armaría!)

El miércoles siguiente, al volver de la escuela, miró temeroso el plato de caldo que su mamá le
sirvió. Luego se armó de coraje, diciendo:

-¡Jamás dejaré que dominen el mundo! –y comenzó a tomárselo. Ahí se dio cuenta de que ese
recelo que había sentido durante tantos años, que le había impedido siquiera probarlo, era
totalmente infundado, y al terminarlo le dijo a su mamá:

-¡Quiero más!

Andrea Piccardo

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