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Resumen Moral
Resumen Moral
El horizonte de la libertad
Vivir en la verdad
En el hombre hay una libertad que se ve y otra que no se ve. La más sencilla
de describir es, lógicamente, la que se ve. Decimos que es libre la persona que
hace lo que quiere sin que nadie le obligue o se lo impida. Es libre el que
puede ir y venir, vivir donde le parezca; opinar, viajar, reunirse y distribuir su
vida como se le antoje. A esto le llamamos libertad, pero es sólo una parte de
la libertad: la parte que se ve. La más importante es la otra, la que no se ve. La
que no se ve es la libertad interior, la de nuestra conciencia. Sus obstáculos no
están fuera sino dentro. Es libre interiormente el que se puede guiar por la luz
de su conciencia, el que no tiene obstáculos interiores que se lo impidan. Los
obstáculos interiores de la libertad son la ignorancia y la debilidad. El que no
sabe lo que tiene que hacer, sólo tiene la libertad de equivocarse, pero no la de
acertar. Y el que es débil, se deja arrebatar la libertad por el desorden de sus
sentimientos o por la coacción externa del qué dirán. La ignorancia apaga la
voz de la conciencia: la deja a oscuras: no puede decidir bien porque no sabe
decidir. Una conciencia deformada o con poca formación moral es incapaz de
acertar. De una persona que haya recibido una formación moral muy
primitiva, no se puede esperar grandes manifestaciones de libertad. Estará
muy condicionado por lo que haya aprendido. Si no le han enseñado a valorar
algunos bienes (los bienes estéticos, la amistad, la cultura, etc.), ni siquiera se
dará cuenta de que existen y carecerá de libertad para alcanzarlos. Por su
parte, las distintas manifestaciones de la debilidad hacen violencia o apagan la
voz de la conciencia. Quien tiene una afición desordenada al juego, no decide
bien sobre lo que tiene que hacer cada día; porque la pasión le arrastra una vez
y otra. El que es perezoso no se decide a plantearse sus deberes, deja pasar, se
engaña y los olvida. El que se deja influir demasiado por el ambiente es
incapaz de hacer algo que pueda estar mal visto: le produce horror sólo
pensarlo; a veces, ni siquiera es capaz de pensarlo, tal es la presión del
ambiente. Ninguno de ellos es realmente libre: no tienen la libertad de obrar
bien, sólo la de obrar mal. Para ser libre interiormente hay que vencer la
ignorancia y las distintas manifestaciones de la debilidad. Hace falta que la
conciencia funcione bien: que descubra la verdad y que ponga orden entre los
bienes y deberes. El que ama la verdad sabe que tiene que buscarla: como
hemos visto, nacemos con unos conocimientos morales mínimos y
necesitamos la experiencia de los demás. Para formar la conciencia, hay que
procurarse el conocimiento de los principios morales; hay que buscar personas
rectas y con experiencia, para pedirles consejo ante las dudas y perplejidades;
y no considerar humillante que nos corrijan. No podemos aprenderlo todo
solos: necesitamos de los demás: de nuestros amigos, de nuestros padres, de
las personas que nos quieren bien, de
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nuestro confesor. Los demás nos ven de fuera y con más objetividad que
nosotros mismos; todos tenemos una rara facilidad para engañarnos en lo
propio. Además, hay que saber sacar experiencia de los propios actos y
examinar con frecuencia, incluso diariamente, lo que hemos hecho para
valorarlo y corregir los errores. Hay que ser humildes para reconocer los
errores teóricos y prácticos y rectificar. Esto acaba dando una gran sabiduría.
El esfuerzo por vivir honradamente da una penetración especial para conocer
la trama de los actos humanos y poder también ayudar a otros. La conciencia
se pone en juego en cada decisión: o impone su verdad sobre la conducta o es
despreciada por una decisión que la contradice o la hace callar. En el primer
caso, somos nosotros quienes obramos; en el segundo, es algo de nosotros:
nuestras aficiones, nuestra pereza, el miedo al qué dirán. En el primer caso,
hay un núcleo de libertad que dirige la conducta; en el segundo es como si
sólo fuéramos un manojo de tendencias que luchan por imponerse dentro de
nosotros. Si somos fieles a lo que la conciencia ve, crecen las virtudes que
dominan la debilidad: se aprende a poner medida a los bienes, a cumplir con
los deberes a pesar de la pereza, y a ser independientes del ambiente. Al crecer
las virtudes, el espacio de la conciencia se ensancha: tiene más holgura, está
menos ocupada por los sentimientos y crece la libertad interior. Hay un efecto
de espiral que sube hacia la perfección del hombre, hacia la rectitud: ser fieles
a la voz de la conciencia hace crecer las virtudes y, al mismo tiempo, el
crecimiento de las virtudes protege el funcionamiento de la conciencia. Pero
también se produce el efecto contrario. Cuando se obra contra la conciencia, la
debilidad se acentúa y la libertad se pierde. Todos tenemos esa experiencia,
porque todos somos débiles y obramos mal muchas veces. Los sentimientos se
maleducan y nos arrastran o nos atascan según su capricho. Obrar en contra de
la conciencia produce una espiral hacia abajo, hacia la incoherencia; es como
si el hombre se disolviera por dentro. Por eso es tan importante detener ese
proceso degenerativo (que continuamente se inicia), arrepentirse y volver a
empezar todas las veces que sea necesario. Sólo quien sabe arrepentirse
protege su conciencia. Perder la luz de la conciencia es la enfermedad más
grave de todas: es la enfermedad que suprime la libertad interior: le quita su
espacio natural. No es una enfermedad fisiológica, por eso no produce dolor.
Pero es una enfermedad real, que destruye el núcleo mismo de la personalidad
y nos lleva a vivir en la mentira. Para evitarlo, hay que rectificar siempre que
sea preciso. A todos nos humilla la experiencia de la debilidad, confesar que
obramos mal y tener que rectificar. Por eso, fácilmente justificamos las malas
acciones, no sólo en concreto, sino incluso teóricamente. El que tiene la
debilidad de robar, fácilmente acaba pensando que todos hacen lo mismo:
"cree el ladrón que todos son de su condición" reza un viejo refrán castellano:.
Por su parte, Cicerón lo ha expresado con gran rotundidad: "en un corazón
podrido por las pasiones hay siempre razones ocultas para encontrar falso lo
verdadero; del fondo de la naturaleza desviada se elevan brumas que
oscurecen la inteligencia. Nos convencemos fácilmente de lo que queremos y
cuando el corazón se entrega a la seducción del placer, la razón se abandona
en brazos de la falsedad que justifica (De natura deorum, I,54). Cuando a la
debilidad se une la soberbia, el engaño puede llegar a extremos patológicos.
Porque la soberbia no se conforma con una modesta justificación; le molesta
la verdad, le molestan quienes dicen cuál es la verdad e incluso le molestan los
que viven de acuerdo con esa verdad. San Agustín lo explica esplendidamente:
"Los que aman otra cosa distinta que la verdad, quisieran que lo que aman
fuera la verdad. Como no quieren engañarse, pero tampoco quieren reconocer
la verdad, odian la verdad a causa de aquello que aman en su lugar"
(Confesiones, 10, 23). Las personas torcidas llegan a perseguir el bien donde
lo descubren y lo persiguen con una violencia irracional. Es una perversión
porque en lugar de amar lo bueno, como es natural, lo odian. Muchas manías e
intolerancias que tienen que padecer las personas buenas tienen esta causa
inconfesable. A la costumbre de guiarse siempre por lo que la conciencia ve,
se le llama rectitud. La rectitud da a la vida humana una extraordinaria calidad
y una extraordinaria belleza. Hace al hombre verdaderamente dueño de sus
actos y acentúa la personalidad. Vivir de acuerdo con la conciencia es vivir en
la verdad: en la verdad de lo que las cosas y el hombre son, sin engañarse. Por
eso, es manifestación externa de rectitud un gran amor a la verdad. Las
personas rectas sienten una aversión profunda hacia la mentira. Les parece
horrible. Es algo que quizá no pueden comprender otras personas, porque no
le dan importancia. Mentir 36
por miedo a las consecuencias de la verdad ataca directamente el núcleo más
personal del hombre, que es su conciencia. No es como tener una debilidad; es
como si no se tuviera conciencia.
2054 Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del
Espíritu operante ya en su letra. Predicó la “justicia que sobrepasa la de los
escribas y fariseos” (Mt 5, 20), así como la de los paganos (cf Mt 5, 46-47).
Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: “Habéis oído que se dijo
a los antepasados: No matarás [...]. Pues yo os digo: Todo aquel que se
encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5, 21-22).
2057 El Decálogo se comprende ante todo cuando se lee en el con texto del
Éxodo, que es el gran acontecimiento liberador de Dios en el centro de la
antigua Alianza. Las “diez palabras”, bien sean formula das como preceptos
negativos, prohibiciones, o bien como mandamientos positivos (como “honra
a tu padre y a tu madre”), indican las condiciones de una vida liberada de la
esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida:
«Si [...] amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos,
sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás» (Dt 30, 16).
2058 Las “diez palabras” resumen y proclaman la ley de Dios: “Estas palabras
dijo el Señor a toda vuestra asamblea, en la montaña, de en medio del fuego,
la nube y la densa niebla, con voz potente, y nada más añadió. Luego las
escribió en dos tablas de piedra y me las entregó a mí” (Dt 5, 22). Por eso
estas dos tablas son llamadas “el Testimonio” (Ex 25, 169, pues contienen las
cláusulas de la Alianza establecida entre Dios y su pueblo. Estas “tablas del
Testimonio” (Ex 31, 18; 32, 15; 34, 29) se debían depositar en el “arca” (Ex
25, 16; 40, 1-2).
2059 Las “diez palabras” son pronunciadas por Dios dentro de una teofanía
(“el Señor os habló cara a cara en la montaña, en medio del fuego”: Dt 5, 4).
Pertenecen a la revelación que Dios hace de sí mismo y de su gloria. El don de
los mandamientos es don de Dios y de su santa voluntad. Dando a conocer su
voluntad, Dios se revela a su pueblo.
«Como había habido, en castigo del pecado, paso del paraíso de la libertad a
la servidumbre de este mundo, por eso la primera frase del Decálogo, primera
palabra de los mandamientos de Dios, se refiere a la libertad: “Yo soy el Señor
tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre”» (Ex 20,
2; Dt 5, 6) (Orígenes, In Exodum homilia 8, 1).
«El Señor prescribió el amor a Dios y enseñó la justicia para con el prójimo
a fin de que el hombre no fuese ni injusto, ni indigno de Dios. Así, por el
Decálogo, Dios preparaba al hombre para ser su amigo y tener un solo corazón
con su prójimo [...]. Las palabras del Decálogo persisten también entre
nosotros (cristianos). Lejos de ser abolidas, han recibido amplificación y
desarrollo por el hecho de la venida del Señor en la carne» (San Ireneo de
Lyon, Adversus haereses, 4, 16, 3-4).
2067 Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del
prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete
más al amor del prójimo.
«Como la caridad comprende dos preceptos de los que, según dice el Señor,
penden la ley y los profetas [...], así los diez preceptos se dividen en dos
tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra» (San Agustín, Sermo
33, 2, 2).
2068 El Concilio de Trento enseña que los diez mandamientos obligan a los
cristianos y que el hombre justificado está también obligado a observarlos (cf
DS 1569-1670). Y el Concilio Vaticano II afirma que: “Los obispos, como
sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor [...] la misión de enseñar a todos
los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo para que todos los
hombres, por la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos,
consigan la salvación” (LG 24).
2069 El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las “diez palabras”
remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente.
Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica.
Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros (cf St 2, 10-11). No
se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a
Dios sin amar a todos los hombres, que son sus creaturas. El Decálogo unifica
la vida teologal y la vida social del hombre.
2071 Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos del Decálogo han sido
revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias
de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación:
2072 Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del
hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial
obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre
y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos
están grabados por Dios en el corazón del ser humano.
2074 Jesús dice: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en
mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada”
(Jn 15, 5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha
fecunda por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos
en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en
nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su
persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro
obrar. “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como
yo os he amado” (Jn 15, 12).
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