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Un collage de recuerdos

Leñero:
cómo aprendí
a escribir
Felipe Garrido

Leñero a Ana Cruz Navarro: Desde niño fui un gran la de Periodismo Carlos Septién García”, obtuvo el primer
lector. Mi padre nos acostumbró a leer mucho. Lo que premio con un cuento titulado “La banqueta de mi calle”.
quería hacer desde joven era inventar historias. Al leer, Una brigada de trabajadores transforma “la vieja ban-
el lector satisface la necesidad de vivir un poco más. La queta que por años permaneciera desnuda y olvidada [...]
vida es muy limitada. La gente va al cine porque allí vi- en una elegante acera de concreto”. Para el narrador, que
ve más; vive las historias que no puede experimentar por “la ruta feliz que nos acercaba a Dios” estuviera a punto
su propia cuenta. Al escribir, el autor se asoma a mu- de ser renovada le traía de pronto “el recuerdo de mis cer-
chas vidas. Eso me gustó desde joven, y la ingeniería me canos días infantiles [...] el sabor de mis primeras ora-
enseñó a ordenar y a estructurar mis ideas. ciones, el aliento de mis ruegos estudiantiles, el temor
Me atrae el misterio del personaje; el enigma de ese inocente de mis pecados veniales [...] cuando, vísperas de
ser sobre el que escribo. De los personajes sé lo que voy viernes primero, iba a confesar travesuras, pleitos, deso-
escribiendo, pero quedan muchas cosas oscuras. Nun- bediencias”. Aquella banqueta de tierra sabía “el pulso
ca llego a saberlo todo. de mis faltas y el arrepentimiento que siempre las acom-
pañó. A ella antes que al sacerdote, conté [...] las veces
Leñero a Susana Garduño: La vocación literaria es un que reñí con mis hermanos, los días que desobedecí a
fenómeno misterioso. Uno lee y, de pronto, uno quiere mis padres, las innumerables ocasiones en que vencido
también escribir, y casi copiar a los autores que a uno le por la tentación llegué a tirar con todas mis infantiles
entusiasman. Yo me contagié leyendo a Verne, Salgari, fuerzas de las largas trenzas de la vecinita de enfrente.
Mark Twain. Me contagié del teatro viendo teatro. Hoy iba a quedar enterrada: un diluvio de concreto es-
taba a punto de sepultarla para siempre. Nacería otra,
Leñero estudió ingeniería, pero quería escribir, así que, al sí; más nueva, más amplia, más moderna, pero sin la his-
mismo tiempo, estudió periodismo. En 1956, el Comité Dio- toria y sin el significado que dejaba sobre mi alma la pri-
cesano de México de la ACJM organizó un concurso en el que mera”. ¿Cómo conservar ese pasado a punto de desapare-
Vicente Leñero Otero, “alumno de primer año de la Escue- cer? “Cuando los albañiles terminaron de emparejar la
última capa de cemento [...], me acerqué sigilosamen-
te; y sin que nadie me viera, con la punta de un alam-
Este texto se ha formado a partir de entrevistas de Ana Cruz Navarro y Su- bre, dibujé mis iniciales minúsculas y temblorosas...”.
sana Garduño, más De cuerpo entero, UNAM/Corunda, México, 1992; Lo-
tería, Joaquín Mortiz, México, 1996; Puros cuentos, Editores Mexicanos Uni-
“La banqueta de mi calle” fue el principio. Leñero es-
dos, México, 2004. taba apenas aprendiendo a escribir.

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© Barry Domínguez
VIVIR DEL CUENTO ni sabrán jamás quienes fueron Coloma y Heredia,
Para Agustín Monsreal hacedores de cuentos ejemplares durante mi madru-
gada literaria.
Era 1957, 1958; los años en que muere Pedro Infante, Escribía cuentos sin pensar, automáticamente, ob-
en que López Mateos es destapado y sube a la presiden- sesivamente, frenéticamente: vapuleando sin parar la
cia, en que los maestros desatan su gran huelga nacional, Rémington desde la primera sangría de tres golpes has-
en que Luis G. Basurto estrena Miércoles de ceniza y ta el punto final en la cuartilla seis o en la nueve. Hasta
Elena Garro Un hogar sólido, en que Octavio Paz publi- ese instante, y a semejanza del corredor de los cuatro-
ca Piedra de Sol y Josefina Vicens El libro vacío y Gua- cientos metros, luego de cruzar la meta me ponía a jalar
dalupe Dueñas Tiene la noche un árbol y Sergio Fernán- aire con toda el ansia, a desinflarme finalmente sobre la
dez Los signos perdidos y Carlos Fuentes La región más silla, agotado por el terrible esfuerzo sostenido.
transparente... Desde luego no hacía caso de consejos. Me recomen-
En ese entonces yo escribía sin saber y sin pensar; daban meditar el tema, conformar en la imaginación la
me sentaba frente a la Rémington negra de mi her- psicología de los personajes, estructurar con esmero las
mano Armando, máquina-tanque de teclas redondas etapas del planteamiento, del nudo, del desenlace, y por
como corcholatas, y sin llevar de antemano planeado supuesto, primero que nada, antes que todo esto, estu-
el tema, la atmósfera, la estructura, todo lo que des- diar a los sabios y a los teóricos de la ciencia y el arte del
pués aprendería como muy importante para el escri- estilo. Y los estudiaba, claro que sí. Los leía con aten-
tor de cuentos, me ponía a hilvanar palabras sobre las ción, hasta subrayaba párrafos y acotaba páginas, pero
amarilluscas horribles hojas de papel revolución. Es- desde luego no ponía en práctica consejo alguno por-
cribía sin pensar. El cuento se me inventaba solo. Los que me ganaba la ansiedad de escribir, la cuerda suelta
personajes y las peripecias brotaban como quien des- de sentarme y no pararme sino hasta el fin, el impulso
tapa de golpe un bote de basura. Eran historias ne- maravilloso que hace muchos años se me extravió en el
gras, o tristes; pequeños relatos cuya crudeza me espan- camino pero que en ese entonces me permitía escribir
taba luego y a la que un espíritu redentor agregaba el cuentos de una sola sentada, guardados luego en un fól-
parche de la moraleja final a la manera del padre Luis der amarillo o publicados a veces en la revista Señal, don-
Coloma o del padre Carlos M. Heredia, tan admira- de hacía mis pininos periodísticos.
dos entonces, aún hoy en el recuerdo pese a lo que pu- Una mañana de 1958 me topé con la convocatoria
dieran opinar las nuevas generaciones que ya no saben lanzada por un efímero Frente de Estudiantes Univer-

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sitarios de México que bajo el lema Libertad, unidad y brí dos años antes, cuando volaba a Madrid a comenzar
cultura convocaba a un Primer Concurso Nacional de una beca en el Instituto de Cultura Hispánica.
Cuento Universitario cuyo jurado sería, nada más y nada Ahí en Madrid, durante la maravillosa clase de lite-
menos: Guadalupe Dueñas, Henrique González Casa- ratura hispanoamericana que impartía Gonzalo Torren-
nova, Juan Rulfo, Jesús Arellano y Juan José Arreola. te Ballester, me atreví a preguntar al erudito español qué
Me impresionó el jurado, me despertó ambición lugar merecía para él el mexicano Rulfo entre aquellos
el monto de los premios (2,500 pesos al primer lugar, gigantes que nos instaba a devorar: Unamuno, Baroja,
1,500 al segundo), pero me ilusionó sobre todo la posi- Azorín, Machado, Camilo José Cela... Pero Torrente
bilidad de hacerme notar ante aquella gente culta que Ballester no había escuchado ni siquiera el nombre de
ya tenía boleto de butaca numerada en la luneta de la Rulfo, y en el desdén con que lo dijo me sentí desde en-
literatura nacional. tonces humillado como mexicano y como escritor mexi-
No acababa de leer la convocatoria cuando ya esta- cano que ansiaba ser. Al terminar el curso obsequié a
ba ante la Rémington escribiendo un cuento que tam- Torrente Ballester mi ejemplar de Pedro Páramo, pero
bién, como digo, se me fue ocurriendo en el momento nunca supe si lo leyó. El caso es que en aquellos años la
de escribirlo. Esa misma tarde lo pasé en limpio de una mayoría de los aprendices de escritores de mi generación
sola sentada y lo titulé “La polvareda”. Era un cuento de adorábamos a Rulfo como a un dios. Y lo copiábamos.
ambiente rural, por calificarlo de algún modo, que por A los dos días de haber escrito “La polvareda” escri-
supuesto copiaba al Rulfo admiradísimo a quien descu- bí un segundo cuento. Traté de que fuera radicalmente
distinto. No era rural ni rulfiano. Contaba ingenua-
mente la historia de unos jovenzuelos —entonces los
© Javier Narváez

llamábamos juniors— que robaban un carro, que se es-


trellaban en la carretera a Toluca y a quienes luego tenía
que salvar papi de la cárcel. En el relato yo intentaba po-
ner en práctica el recurso faulkneriano de la corriente de
la conciencia —que también acababa de descubrir— y
aunque no me salía muy bien me ayudaba a escapar de
la influencia rulfiana. Le puse un título espantoso: “¿Qué
me van a hacer, papá?” —el interrogante lanzado por el
junior a su papi, al final— y firmé Gregorio, el seudóni-
mo con que escribía años atrás en un periódico prepa-
ratoriano. Para despistar a los jurados tecleé la versión
en limpio en una Smith Corona de letra muy pequeña.
Escritos así, con dos tipos de letra distintos, y sien-
do de tema y estilo muy diferentes, los jurados nunca
sospecharían que pertenecían al mismo autor. Así ten-
dría yo dos oportunidades en lugar de una, como quien
compra dos billetes de lotería para duplicar su suerte.
Y así fue. Lo que no me ha sucedido jamás en la lo-
tería me sucedió en la literatura. A “La polvareda” le
dieron el primer lugar y a “¿Qué me van a hacer, papá?”
le asignaron el segundo.
Sin embargo, la noche de la entrega de premios en
la sala Manuel M. Ponce, con el rector Nabor Carrillo
como invitado, Henrique González Casanova, presiden-
te del jurado, informó que él y sus compañeros habían
decidido, luego de descubrir que los dos cuentos perte-
necían al mismo autor, darme sólo el monto del primer
premio (los 2,500 pesos) y repartir los 1,500 del segun-
do entre quienes habían ganado el tercer lugar, Julio
González Tejeda, y la mención honorífica: Martín Re-
yes Vayssade.
La verdad, no me importó gran cosa —me sentía en
las nubes—, pero al concluir la ceremonia una voz se
alzó de la concurrencia. Era Rubén Salazar Mallén, quien

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dificultosamente subió al estrado para protestar “por la
injusticia cometida a este joven escritor que gana dos
premios y le dan solamente el dinero de uno. No hay
derecho”. Henrique González Casanova insistió en que
el jurado trataba de estimular a otros dos concursantes,
pero Salazar Mallén volvió a interrumpir, no para pelear
con González Casanova —dijo— sino para dar a cono-
cer a los presentes que ya que el jurado privaba a Leñero
de 1,500 pesos, él, de su bolsillo, le entregaría quinien-
tos para compensarlo. Y diciendo y haciendo, el bue-
nazo de Salazar Mallén, que era todo menos un hom-
bre rico, extrajo su chequera, garabateó en un dos por
tres las cifras y la firma, y me entregó el documento con
un abrazo palmeadísimo.
Mi terrible incultura me hacía ignorar en aquel mo-
mento quién era Salazar Mallén, pero a partir de ese ins-
tante nació, con mi agradecimiento entrañable, una sóli-
da y respetuosa amistad que el tiempo disolvió por culpa
de la complicada ciudad. Amistad de abajo hacia arri-
ba, debo decir, porque siempre lo miré como un maes-
tro de quien aprendí claves importantes y quien me abrió
los ojos al canibalismo de la cultura en México. Por
conducto de Salazar Mallén, en su circunstancial tertu-
Vicente Leñero, Julio Scherer y Enrique Maza, 1984
lia en el café Palermo de la calle Humboldt, conocí más
tarde a Jesús Arellano (el poeta que se atrevió a ofender
en público a don Alfonso Reyes y que por eso fue bo- Leñero ingresó al taller de Juan José Arreola. Su visión so-
rrado del directorio intelectual), al nobilísimo Efraín bre el gran escritor de Zapotlán el Grande en su casa, su
Huerta, al extraordinario Juan Rulfo... taller y su pasión por el ajedrez es una delicia.
—Usted es por la señal de la santa cruz —me decía Leí, releí, corregí, rescribí, volví a leer y a releer y elegí
Juan Rulfo santiguándose en chunga y haciendo trope- por fin los que consideraba mis mejores cuentos. Or-
zar sus dientes con una risita ladina. denados en un fólder amarillo me presenté con ellos en
Ya antes me había parado en seco, cuando en la eu- el departamento donde vivía Arreola, allá por las espal-
foria de mi doble premio me le acerqué para decirle to- das del cine Chapultepec. Me había citado a las siete y
do lo que suele decir un joven a un escritor admirado: media de la tarde y a las siete y media de la tarde estaba
he leído todo lo que usted ha escrito, señor Rulfo, y me yo tocando la puerta, nerviosón. No me abrió él sino
parece maravilloso, señor Rulfo, y sobre todo, señor Rul- Orso, un chamaco como de trece o catorce que allí mis-
fo, admirándolo como lo admiro me da mucho gusto mo identifiqué como el hijo varón del maestro. Al rato
que usted haya formado parte del jurado que me dio el apareció Fuensanta, diezañera, la menor de las hijas, y
premio, señor Rulfo. un poco más al rato el propio Arreola, agitando las ma-
—No se haga ilusiones —me replicó Juan Rulfo—. nos como si las trajera mojadas y ganseando la cabeza
Yo le voy a decir la verdad si quiere saberla. ¿Quiere de cabello muy chino, alborotado. Le tendí el fólder
saberla? amarillo, pero antes de que pudiera completar la pri-
Dije sí con la cabeza. No alcanzaba a adivinar sus mera frase él ya lo estaba rechazando con un ademán y
intenciones. pretextando la atención de un asunto que lo iba a man-
—Usted no ganó por unanimidad ese concurso, ¿sa- tener ocupado unos diez minutos allá adentro, en las
bía eso? habitaciones íntimas.
—Pues no. Mucho me ilusionaba celebrar con Arreola, tal como
—Tuvo un voto en contra, y ese voto fue el mío —re- lo había prometido en el momento de hacer la cita, una
mató, en seco—. No me gustó nada su cuento ese de “La sesión de trabajo larga, severa, provechosa: él leería de-
polvareda”. Era mucho mejor el de González Tejeda. lante de mí algunos de mis cuentos y me señalaría acier-
Desde luego ya no busqué apoyo ni orientación li- tos, defectos, equivocaciones; me daría luego su juicio
teraria en Juan Rulfo. Me fui corriendo con Juan José general; me indicaría por dónde seguir, cómo, de qué
Arreola. manera, una vez leídos a solas, con detenimiento, uno
—Cuidado con Arreola —me advirtió Salazar Mallén. por uno, el resto de mis textos.

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—¿Qué tan poco?
—Un poco. Regular. Creo que soy medio malo.
Dejó de torcer y retorcer su cuello de ganso. Me mi-
ró con sus ojillos de duende y sonriendo le dijo a Fuen-
santa:
—Juégale uno, a ver. Yo ahorita regreso para que
veamos lo de sus cuentos —mintió—.
Tanto como si hubiera maljuzgado mi estilo litera-
rio, me sentí ofendido en mi amor propio al verme in-
vitado a jugar ajedrez con una niña; pero la verdad es
que tanto Fuensanta como Orso tenían un alto nivel de
juego. A Fuensanta le gané con dificultad y con Orso
sólo conseguí unas tablas vergonzosas, merced a un ja-
que continuo.
Cuando Arreola regresó a la estancia no éramos Fuen-
santa, Orso y yo los únicos ocupantes, sino además el
enorme caudal de amigos y alumnos que todas las se-
manas, ese día todas las semanas, se llegaban a casa del
maestro a visitarlo, a conversar, a recitar López Velarde,
a jugar ajedrez con Homero Aridjis, Eduardo Lizalde,
Luis Antonio Camargo, Miguel González Avelar... Tam-
bién iban José de la Colina, José Emilio Pacheco, Bea-
triz Espejo, Fernando del Paso, Juan Martínez, la bellí-
Vicente Leñero en Tetela del Volcán, Morelos
sima Fanny...
Las tertulias se completaban otro día de la semana
Ilusión fallidísima. La promesa de Arreola era quizá en el taller de Volga: Tita Valencia, Carmen Rosenz-
de muy buena fe, pero sus hábitos literarios lo hacían weig, Elsa de Llarena y muchos más que se perdieron
caer en mentira. Hacía mucho tiempo que él ya no leía en el camino, como erratas.
a solas los cuentos de sus alumnos sino que lo hacía, Allí aprendimos a escribir a fuerzas de escribir. Oyén-
cuando lo hacía, en voz alta, delante de un grupo y úni- donos en Arreola y aprendiendo de Arreola.
camente durante el tiempo de su taller: el ya entonces Una noche, al echarme a caminar con él por la calle
célebre taller que Juan José Arreola impartía en el gara- Volga, rumbo al Paseo de la Reforma, me dijo, detenién-
ge frío de una casa de Volga, domicilio del Centro Me- dose un segundo a media cuadra:
xicano de Escritores. —¿Sabe qué necesita para volverse escritor, Leñero?
Tardé en enterarme de todo eso: de la existencia del Pensé que Arreola me iba a confiar al fin la clave má-
taller de Arreola, del Centro Mexicano de Escritores, gica de la literatura.
de la costumbre que el maestro tenía de analizar allí, —¿Qué?
sólo allí, los trabajos de sus discípulos. Yo sería uno más —Quitarse el segundo apellido. No se puede ser es-
a partir de ese momento. Lo era ya desde que Orso critor firmando Leñero Otero. Es un versito horrible
abrió la puerta, se asomó Fuensanta a curiosear como si —me dijo.
fuera un chango, y Arreola apareció y desapareció pre- Me fui pensando Arreola está loco, pero cuando pu-
textando un asunto urgente allá dentro, en las habita- bliqué mi primer libro suprimí para siempre el apellido
ciones íntimas, luego de preguntarme: materno. El libro [La polvareda] fue editado por Jus.
—¿Juega ajedrez? Reunía algunos de los cuentos guardados en aquel fól-
No supe qué decir. Tenía cinco minutos sintiéndo- der amarillo y otros que escribí durante el taller de Arreo-
me extraño en aquella estancia amueblada únicamente la. No era un buen libro pero era el primero: el de las ilu-
por una larga hilera de mesitas cuadradas con tableros siones, el de los entusiasmos, el de las ansias de llegar a
pintados en la superficie que me recordaban el club de ser escritor por encima de todo. Cuentista, pensaba yo.
San Juan de Letrán, a donde mi padre iba a casi diario Treinta años después: ahora, a veces, de pronto, un
a jaquear rivales. Eso parecía la casa de Arreola: un club día, me siento a la máquina para intentar escribir un cuen-
de ajedrez. Eso era también, a fin de cuentas. to y las horas se me van frente a las teclas sin lograr con-
—¿Juega? —volvió a preguntar acomodando las pie- cluir la primera cuartilla. La extraigo de golpe castigan-
zas en el tablero más próximo. do el rodillo, la destruyo empuñando la mano con odio,
—Un poco. la olvido para siempre tirándola al cesto de la basura. Ya

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no sé. Ya no puedo. Ya olvidé cómo se escribe un cuen- labra escrita que yo traduje de él: de él primero y antes
to (Julio de 1987). que de nadie: de él.
Vivo cargado de recuerdos de aquellas tardes-no-
Leñero a Susana Garduño: Si hubiera escrito la mitad de ches en que aprendía literatura y perdía al ajedrez con
lo que he escrito lo habría hecho mejor. De todas las no- Orso, con Fuensanta, con Aridjis, con Camargo, con Li-
velas que he escrito, de Los albañiles para acá, me que- zalde... con el mismísimo Arreola, en el departamento
daría yo con la última, con La vida que se va, en la que casa-hogar en el que Arreola nos enganchaba historias
retomé el género de la novela después de diez u once imposibles, hazañas amorosas, mentiras literarias, em-
años. El cuento es un género que aprecio muchísimo. De bustes bibliográficos, y al mismo tiempo nos publica-
pronto, escribir corto es más difícil que escribir largo. ba textos imprecisos en los delgados cuadernos de aquel
viejo Unicornio.
No es cosa de ponerse a recordarlo todo, pero sí la
JUAN JOSÉ ARREOLA, EL PARTERO emoción de nuestros años de primaria narrativa donde
se nos apareció, como un milagro, un verdadero mero-
No es que Juan José Arreola nos haya enseñado a escribir, lico de feria literaria que nos vendió, por tres centavos, el
sino que fue con Arreola, entre uno y otro textos traba- elíxir del arte, el pase mágico de un quehacer que para
jados especialmente para que el maestro Arreola —el muchos sigue siendo la principal razón de nuestra vida.
de Confabulario, ¿te imaginas?— los leyera en voz alta Arreola merolico, Arreola mago, cuentero, actor, Mer-
una noche frente a todos, como aprendimos a vuelta y lín y Mefistófeles, hechicero, sortílego, encantador, duen-
vuelta a redactar; un poco más al rato, a escribir. de, arlequín.
Qué teatral, qué fascinante, qué contagioso nos pa- Maestro Arreola, partero de mi generación: sin ti hu-
recía el Juan José Arreola de fines de los años cincuenta biera sido difícil, inmensamente más difícil, de veras más
a todos los que nos inclinábamos ante su perspectiva y difícil, y tú lo sabes, Juan José: sin ti nos hubiera sido
sabiduría ahora sí que para abrevar conocimientos y sen- más difícil nacer a la literatura.
sibilidades. Estábamos ahí, sentados y atentísimos, abso-
lutamente en sus manos. Nuestros cuentos pendían y
dependían sólo de su voz; de su lectura capaz de trans-
formarlos de pronto en maravilla.
Sobre la marcha él corregía palabras, cambiaba pun-
tuaciones e inventaba tonos, cadencias, inflexiones que
el texto original estaba muy lejos de poseer. Leyendo bien
un cuento, Arreola nos enseñaba a buscar los caminos
literarios para salir del laberinto de la anfibología y en-
trar en la eficacia.
Personalmente, aquí en lo íntimo, yo le debo la suer-
te de haber escapado a tiempo, creo que a tiempo, de
los sonidos de Rulfo. Pero además, en lo público, toda
mi generación le debe la suerte de haberse dejado ino-
cular por el gusto de trabajar un texto hasta el detalle,
de descubrir que lo importante para cualquier autor es
encontrar un cómo: cómo decir lo que a mí se me antoja
decir, sea lo que sea... el tema es lo de menos. No recuer-
do haber oído jamás a Juan José objetar un argumento,
o una posición ideológica, o un contenido político. Sí
lo recuerdo, y no lo olvidaré, señalándome errores de
intención, de tono, de sintaxis. Él estaba en el cómo y
con el cómo: siempre ahí: en el cómo escribir el qué de
cada quien.
Se alzaba Arreola en el taller con su cuello de ganso,
su cabello rizado que siempre sospeché peluca, sus manos
de pianista agitadas al aire como si fueran ramas. Se al-
zaba y recitaba y cantaba y actuaba.
Y uno aprendía por el contagio, ya lo dije: con unas
ganas urgentes de alcanzar esa misma pasión por la pa-
En Salvatierra, Guanajuato

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