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PUEDE USTED

MORIR
TRANQUILO
Un ensayo sobre la libertad

Andrés Dizy
Título: Puede usted morir tranquilo.
© Autor del texto y de los derechos: Andrés Dizy Quintana.
© Diseño editorial: CLAIM Media.es Agencia creativa

© Álter Ego ediciones


Cantabria. | www.alteregoediciones.es
Editor: Javier Granda Pérez

Primera edición: Enero de 2018

ISBN: 978-84-944926-5-5
Depósito legal: SA 943-2017
Impreso en España

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este
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propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

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Entre los fantasmas que ha producido el delirio de la
razón, destaca por su extravagancia y recurrencia la idea de
la inexistencia de una naturaleza humana. Todas las otras
especies animales tendrían una naturaleza, pero los seres
humanos serían la excepción… Desde el humanista Pico
della Mirandola hasta algunos conductistas, existencialistas
y constructivistas sociales posmodernos, pasando por los
idealistas y marxistas, muchos han pensado que la especie
humana carece de naturaleza, que somos pura libertad e
indeterminación, y que venimos al mundo como una hoja en
blanco (tamquam tabula rasa).

Pocas dudas caben de que la tesis de la inexistencia de una


naturaleza humana o la de su carácter incorpóreo y cuasiespiritualista
es falsa…El avance imparable en la exploración del genoma humano
hace insostenible cualquier negación de nuestra naturaleza.
–Jesús Mosterín, “La naturaleza humana”

Todos nosotros, nuestras alegrías, nuestras penas, nuestros


recuerdos, nuestras ambiciones, nuestra conciencia y nuestra
libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto
conjunto de células nerviosas y de sus moléculas asociadas.
–Francis Crick
Indice

Una declaración de intenciones 11


Herencia y aprendizaje (naturaleza y crianza) 15
I.- Los sentimientos 19
Sentimientos y personalidad 20
El temperamento 21
Primeras experiencias 28
La vida de los adultos 37
Los sentimientos y la conducta 45
II.- Personalidad y cerebro 52
III.- El entorno 63
IV.- Libertad y libre albedrío 67
V.- ¿Determinismo? 73
VI.- Algunas objeciones 76
VII.- Un posible resumen 81
VIII.- Una última reflexión 87
Apéndice 1 Los genes 91
Apéndice 2 El cerebro 99
Apéndice 3 La conciencia 121
Una declaración de intenciones

El título de este escrito indica que yo creo que existen per-


sonas a las que les preocupa el juicio que a ellas mismas les
van a merecer sus acciones al final de la vida, a las que les
angustia pensar que a la hora de la muerte puedan conside-
rarse culpables de no haber hecho lo que debían. Las personas
con creencias religiosas sienten, sin duda, esa angustia, pero
sus mismas creencias les suministran los remedios para librarse
de ella. Por eso, este escrito va dirigido más bien a las personas
que no disfrutan del “consuelo” de una religión. Y también a
las que, aun siendo religiosas, sus creencias, quizá por no ser
lo bastante firmes, no les ayudan lo suficiente. En cualquier
caso, parto de la consideración de la muerte como un hecho
natural, no trascendental, en el sentido de que no sobrepasa el
ámbito de la vida del hombre, sino que le acompaña siempre y
necesariamente.
La muerte nos desconcierta sobre todo porque, de pronto, se
nos aparece como un árbitro que suspende el juego sin dejarnos
acabar lo que habíamos empezado. Como si nos sorprendie-
se sin haber hecho los deberes. Pero ¿qué deberes tendríamos
que hacer? ¿Quién sería el encargado de marcarnos esos de-
beres? Nadie, fuera de nosotros mismos. Esta sensación de
no haber cumplido, de tener algo pendiente, casi siempre se
refiere a un proyecto de vida que habíamos hecho y que no
se llegó a realizar. Pero si los objetivos de la vida no se alcan-

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zaron es porque eran inalcanzables, al menos para nosotros y
en nuestras circunstancias. Nuestra vida está determinada por
nuestras aptitudes y nuestros conocimientos y ellos son los que
dirigen nuestras acciones. Lo que hacemos es lo que somos y
lo hacemos por ser como somos. Hacer algo distinto de lo que
hacemos es ser una persona distinta de la que somos. Así que al
llegar al final de la vida podremos decir con toda propiedad que
hemos hecho todo lo que teníamos que hacer, ni más ni menos.

Pero no se trata sólo de morir, sino además de vivir tranqui-


los. Porque el hombre también juzga sus acciones durante la
vida. Y continuamente le preocupa la posibilidad de haberse
equivocado. Y es que por cada acción que realizamos existen,
casi siempre, una o más alternativas y muy pocas veces estamos
seguros de haber acertado, de haber elegido la acción que más
nos conviene.
Por eso, el hombre se está arrepintiendo continuamente de
sus acciones. Piensa que su vida podría ser mejor de lo que
es. Muchas veces responsabiliza de ello a los demás, pero en
el fondo siente que si hubiera puesto más diligencia en aquel
asunto, o si hubiera hecho algo distinto de lo que hizo, o si
hubiera reaccionado con más rapidez e inteligencia para haber
aprovechado aquella oportunidad, o si se hubiera abstenido de
actuar, o si hubiera actuado cuando se abstuvo, etc., etc., etc.,
estaría mejor de lo que está.
Convencerle de que él, tal como es, con su temperamento,
con su pasado a cuestas exactamente como fue, con las mismas
circunstancias que se dieron en cada momento de actuar, con-
vencerle de que él no podría haber hecho algo distinto de lo que
hizo es el objeto de este escrito.
La hipótesis que voy a desarrollar no se aviene bien con las
creencias religiosas. En efecto, la culpa, el remordimiento, el
arrepentimiento constituyen el meollo de toda religión, y son

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estos sentimientos, precisamente, los que se pretende eliminar.
De alguna manera, estas páginas van a intentar contrarres-
tar los sentimientos de culpa que la religión, sobre todo, ha
inculcado en nuestras mentes. Mientras que los sacerdotes se
dedican, principalmente, a despertar la culpa por el pecado,
nosotros, ejerciendo de laicos, nos vamos a ocupar de todo lo
contrario, a borrar de nuestra mente cualquier idea de culpa.
El sentimiento de culpa surge de la convicción íntima de
haber hecho algo malo, de haber transgredido una norma, de
haber cometido un error. Esa convicción de haber realizado
una mala acción produce un desequilibrio del ánimo que, si-
guiendo la terminología religiosa, llamamos remordimiento de
conciencia. Pero si nos convencemos de que todo lo que hemos
hecho es exactamente lo que teníamos que hacer y que no po-
díamos haber hecho otra cosa distinta de la que hicimos, ya no
habrá lugar para el sentimiento de culpa.

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Primera parte
Herencia y aprendizaje
(Naturaleza y crianza)

Yo estoy convencido de una cosa, y es que los seres humanos


no somos libres en nuestras actuaciones por lo que, al llegar al
final de la vida, cada uno de nosotros debería poder decir: “se
hizo lo que se tenía que hacer”. Ni remordimientos ni arrepen-
timientos, no se podía haber hecho otra cosa.
Sin embargo, el sentido común nos dice que lo que hicimos
en nuestra vida posiblemente no era la única ni la mejor opción,
que siempre hay alternativas para la conducta. Tenemos la se-
guridad de que existe más de una solución a las situaciones que
se nos presentan. Nuestra vida es un problema precisamente
porque consiste, sobre todo, en una continua elección. Cada
momento nos ofrece distintas opciones, varias posibilidades de
actuación y nosotros tenemos que escoger una sola de entre
ellas rechazando las demás. Nuestro comportamiento es el re-
sultado de esa elección. Y el convencimiento de que somos ca-
paces de elegir nuestra conducta hace que nos sintamos libres.
En efecto, esta elección parece que es libre puesto que si esco-
gemos una opción, cualquiera que sea, estamos seguros de que
siempre hubiéramos podido elegir otra distinta. Por ejemplo, si
quiero levantarme de la silla donde estoy sentado me levantaré,
pero tengo la certeza de que muy bien podría haber querido
seguir estando sentado y lo hubiera hecho igualmente.
Estamos convencidos de eso, pero en realidad no podemos
demostrarlo. En el mismo instante en que quiero levantarme

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de la silla y así lo hago, “en ese mismo instante” no puedo que-
rer seguir estando sentado, porque uno no puede decidirse por
dos cosas distintas al mismo tiempo. Supondré que podría ha-
ber querido continuar sentado, pero sólo será una suposición.
Para demostrarlo tendría que poder volver atrás en el tiempo,
colocarme en el instante anterior al que decidí levantarme y
decidir seguir sentado.
Pero eso es imposible. Lo que en cada momento elegimos,
pensamos, hacemos no se puede borrar. ¿Podríamos haber he-
cho algo distinto? No lo podemos saber. Nadie puede suprimir
lo que ha hecho o lo que ha pensado para sustituirlo por otra
cosa. Las acciones realizadas no se pueden cambiar. Nos po-
demos arrepentir, pero no podemos borrar lo hecho. Todo lo
que hacemos permanece en el tiempo. Por eso, nadie puede de-
mostrar que la acción que realizó en un preciso momento podía
haber sido diferente de lo que fue. Lo podrá suponer, pero no
demostrar. (A lo largo de este escrito, espero poder probar que
la suposición de que se podía haber hecho otra cosa distinta a
la que se hizo en un momento determinado no sólo no se puede
demostrar, sino que es una suposición falsa).
Pero aunque no podamos demostrar que la elección que hi-
cimos podía haber sido diferente de la que efectivamente fue,
subsiste el hecho de que fuimos nosotros los que, de entre varias
actuaciones posibles, escogimos una y desechamos las demás.
¿Por qué elegimos precisamente esa opción? La tuvimos que
elegir forzosamente porque ésa era la opción que más deseába-
mos en ese momento. Y es que, en realidad, el hombre siempre
hace lo que desea hacer. Podremos dudar entre hacer una cosa
o hacer otra (casi siempre tomamos las decisiones importantes
bajo el temor de no acertar), con frecuencia nos arrepentiremos
de lo que hicimos pensando que deberíamos haber hecho otra
cosa, pero en cada instante hacemos siempre lo que queremos
hacer. Por definición, todo lo que de una manera consciente

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hacemos en la vida lo hacemos porque queremos. El hombre
está determinado a hacer siempre lo que quiere.
Sería absurdo pensar que hace lo que no quiere hacer. In-
cluso cuando un hombre, obligado por una fuerza mayor, hace
algo que le repugna, está haciendo lo que quiere en esa circuns-
tancia; en este caso, un deseo superior, por ejemplo el deseo de
salvar la vida, se sobrepone al que sería el deseo normal de esa
persona. También hace lo que quiere el que elige una opción
a sabiendas de que se va a arrepentir inmediatamente, pues el
deseo de realizar la acción en ese momento es más fuerte que el
sentimiento de la futura pesadumbre.
Como dice Platón en el Protágoras, lo que el hombre quiere
hacer es siempre lo bueno, y lo bueno es lo que más le gusta
en cada momento: <…lo agradable es bueno, mientras que lo
molesto es malo….no se da en la naturaleza humana querer
dirigirse hacia lo que se considera que es malo en lugar de hacia
lo bueno, y cuando al verse forzado a escoger de entre dos ma-
les nadie escoge el mayor siéndole posible el menor.> Es decir,
el hombre, por naturaleza, siempre hace lo que considera más
placentero. Esto es evidente cuando se hace algo que es obje-
tivamente agradable, algo que no requiere esfuerzo. Por ejem-
plo, ir al cine o ir de copas con los amigos. Nadie duda que el
que hace eso lo hace porque quiere. Pero también hace lo que
quiere el que realiza acciones para las que se necesitan trabajo
y sacrificio. Si alguien que está preparando una oposición para
ser juez se queda el domingo en casa estudiando en vez de salir
con los amigos está haciendo lo que quiere. Simplemente, elige
la satisfacción de un deseo a medio o largo plazo en vez de sa-
tisfacer un deseo inmediato.
Es en estos casos en que se elige la acción que aparentemen-
te necesita más esfuerzo cuando la gente piensa que hay que
tener “fuerza de voluntad”. Pero voluntad se necesita lo mismo
para estudiar que para divertirse. Igual para hacer una cosa

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que para hacer otra se necesita querer, es decir, se necesita vo-
luntad. Casi siempre se nos presentan varias opciones para que
elijamos una. Y lo que elegimos es lo que más queremos en ese
instante. Siempre termina venciendo el deseo más fuerte.
En ocasiones, particularmente cuando actuamos bajo el
dictado de un impulso vehemente, al mismo tiempo que rea-
lizamos la acción la estamos juzgando de impropia, inmoral,
inconveniente y querríamos no estar haciéndola. En realidad,
estamos sufriendo por ceder a nuestro impulso y desearíamos
hacer otra cosa, algo que consideramos más elevado y más
acorde con nuestra manera de ser. Sin embargo, hacemos eso
que no querríamos hacer. Son dos sentimientos, de una parte
el deseo de una satisfacción inmediata y de la otra el deseo de
cumplir un deber, unas expectativas, un proyecto de vida. Si el
segundo deseo fuera el más fuerte, haríamos lo que conside-
ramos nuestro deber, pero si optamos por el placer inmediato,
aun con sufrimiento, es porque eso era lo que verdaderamente
queríamos hacer en esa situación. Y es que estamos determi-
nados a hacer lo que más deseamos en cada momento.
Se puede decir, por tanto, que los sentimientos son la guía
de nuestra conducta, pues el deseo está en la base de todos los
sentimientos. Como dice Spinoza, citado por Castilla del Pino,
<el deseo está tras cada sentimiento, y es que el deseo adopta la
forma del sentimiento según sea la relación con el objeto>

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-I-
Los sentimientos

Dice Castilla del Pino en su “Teoría de los sentimientos”: <El


sujeto es un sistema de relación constante con objetos externos
o/y objetos internos. Y no hay relación con un objeto empírico
o mental que no dispare un sentimiento, por elemental que sea,
por ejemplo, de agrado o desagrado. No hay no sentimiento.
En todo comportamiento o actuación hay siempre un sustrato
emocional, el que provoca el objeto. No hay actuación neutra,
asentimental. >
<Si el objeto es condición ineludible del sentimiento, el tipo
de sentimiento depende de las motivaciones preexistentes en
el sujeto. El tipo de sentimiento está condicionado por la pre-
existente biografía del sujeto desde la que sale al encuentro del
objeto. Cada encuentro con el objeto significa una experiencia
más que añadir en el sujeto y servirá de condición anticipatoria
en relaciones futuras. Es decir, el tipo de sentimiento depen-
de de las connotaciones que el sujeto atribuye al objeto y estas
connotaciones proceden de nuestra experiencia biográfica pre-
via. Aun cuando el objeto sea nuevo para el sujeto, siempre se
asocia a otro u otros objetos de experiencias anteriores. Siempre
llueve sobre mojado, porque el objeto realmente nuevo nos re-
mite, analógicamente, a objetos previamente percibidos>
Es decir, los objetos, los acontecimientos, las personas con
las que nos relacionamos son las que producen en nosotros los
sentimientos. Y la clase de sentimientos que nos producen de-

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pende del significado que nosotros atribuimos a esas personas
o acontecimientos con las que interactuamos. Y ese significado
es la consecuencia de nuestras experiencias pasadas y de nues-
tras predisposiciones innatas.

Sentimientos y personalidad

La personalidad es la característica manera de pensar, de


sentir y de actuar que cada individuo adopta ante los acon-
tecimientos de la vida. Es la “forma de ser”, que es única y
exclusiva de cada uno. La personalidad se va construyendo a
medida que se vive. Se enriquece con cada suceso, pero no
en el sentido de mejorar, sino simplemente en el de acumular
más experiencias. Cada suceso de la vida provoca en nosotros
un sentimiento característico y acto seguido lo interiorizamos
tal como fue sentido. La clase de sentimiento que provoca el
suceso depende del estado de nuestra personalidad en el mo-
mento de la experiencia. Y al ser interiorizado, convertido en
“vivencia”, enriquece nuestra personalidad con la que vamos a
afrontar la próxima experiencia.
La personalidad engloba todo lo que el hombre es. En la
personalidad se incluye lo que constituye su herencia más lo
adquirido en la vida. El hombre nace con unos instintos, unas
aptitudes y unas inclinaciones o tendencias. Estas predispo-
siciones con las que el hombre nace serán la causa de que los
acontecimientos de la vida le produzcan unos sentimientos es-
pecíficos y privativos, porque lo que verdaderamente diferencia
a un hombre de otro es la manera en que el entorno le afecta.
El conjunto de estas predisposiciones innatas se llama tempe-
ramento, la parte estable de la personalidad.
Con el temperamento va a interactuar todo lo que nos pase
en la vida. Las diferentes personas con las que nos vamos a

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encontrar. Las distintas ideas y creencias que a través de las
lecturas y los medios de comunicación van a irrumpir en nues-
tra conciencia. Las normas que nos van a inculcar los padres
y educadores en nuestra infancia y adolescencia. En fin, todos
los sucesos que van a jalonar la existencia se van a confrontar
con nuestro temperamento. Esa continua interacción del tem-
peramento con las distintas experiencias de la vida es la que
conforma nuestra personalidad.

El temperamento

Somos un conjunto de billones de células ordenado según las


instrucciones dadas por los genes que heredamos al fusionar-
se los gametos masculino y femenino procedentes de nuestros
padres. Un gen es un elemento químico constituido por ácido
desoxirribonucleico (ADN) y su función es la producción de
proteínas. A través de la producción de proteínas, los genes se
ocupan de dar forma a nuestro cuerpo, de estructurar el sis-
tema endocrino, de configurar las conexiones neuronales de
nuestro cerebro y, con todo ello, de proveernos ya desde nuestro
nacimiento de una serie de predisposiciones con las que vamos
a afrontar los acontecimientos que nos depare la vida.
A causa de estas predisposiciones con las que nacemos, las
distintas circunstancias de la vida nos van a afectar de una ma-
nera especial que nos diferencia de los demás. La forma exclu-
siva de sentir cada suceso se debe al temperamento, la parte
innata y más estable de la personalidad, una determinada con-
figuración cerebral y endocrina debida a nuestros genes que
hace que cada uno de nosotros sea un ser único e irrepetible.
El temperamento se manifiesta por una específica manera
de reaccionar ante los distintos episodios de la vida, consecuen-
cia de las emociones que esos episodios nos provocan. Así, por

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ejemplo, la desenvoltura con que una persona reacciona ante
un evento social nos dice que estamos ante un temperamen-
to extrovertido. Por el contrario, si la reacción ante la misma
situación es de retraimiento, será señal de un temperamento
introvertido.
Efectivamente, unas personas son extrovertidas, otras intro-
vertidas, alegres o tristes, cautelosas o aventuradas; todos son
rasgos del temperamento, rasgos que dependen de los genes y
acompañan a la persona durante toda su vida. Para conven-
cernos del origen genético de estos rasgos temperamentales no
tenemos más que fijarnos en los bebés; cómo, al poco tiempo
de su nacimiento, unos se muestran alegres y risueños, todo lo
que ven y tocan les hace gracia, mientras otros presentan un
genio irascible, todo les molesta y les hace llorar; los hay que
son sociables, estando contentos en cualquier compañía y otros
son tímidos y cohibidos.
Unas personas nacen con la predisposición a experimentar
sentimientos positivos en todas o en casi todas las situaciones
de la vida, mientras que otras personas, ante las mismas situa-
ciones, tienden a experimentar sentimientos negativos. Llama-
mos sentimientos positivos a aquellas emociones que nos hacen
sentir bien, tranquilos, equilibrados, alegres, satisfechos con
nosotros mismos. Sentimientos negativos son los que nos pro-
ducen malestar, frustración, confusión, culpa, insatisfacción.
Se puede decir que tener sentimientos positivos representaría
la bondad de una persona, mientras que los sentimientos nega-
tivos serían considerados como un defecto. El odio, la envidia,
la soberbia son ejemplos de sentimientos negativos, mientras
que la compasión, la nobleza, la modestia lo son de sentimien-
tos positivos. Yo creo que el hecho de que unas personas expe-
rimenten siempre un sentimiento positivo mientras que otras
experimentan uno negativo ante una misma situación, obedece
a una predisposición determinada genéticamente.

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El triunfo de un amigo, por ejemplo, provoca en unas perso-
nas un sentimiento de envidia. Como dice Castilla del Pino en
su “Teoría de los sentimientos”: <La envidia revela una insufi-
ciencia de la persona que el envidioso no está dispuesto a ad-
mitir…. El envidiado posee un bien del que el envidioso carece.
Pero el objeto de la envidia no es el bien que posee el envidia-
do, sino el sujeto que posee ese bien. Por eso, la envidia puede
traducirse en odio hacia el envidiado por la impotencia que
sufre el envidioso…. El envidioso, al no aceptarse a sí mismo
y pretender ser otro, hace de su vida un proyecto imposible….
El envidioso no puede hacer otra cosa que envidiar….La en-
vidia es crónica e incurable…. La envidia dura toda la vida del
envidioso que, para su tormento, vive en y para la envidia…. >
Sin embargo, ante la misma situación (el triunfo de un amigo),
otras personas reaccionan con un sentimiento de alegría por el
bien del otro. Estas personas nunca sienten envidia. Son perso-
nas nobles, generosas. Son personas satisfechas de sí mismas. Por
el contrario, el envidioso es infeliz, está insatisfecho de sí mismo,
la envidia le produce verdadero dolor (por eso el sentimiento de
envidia es procesado en la corteza cingulada anterior dorsal, la
región del cerebro asociada con el dolor físico.)
El envidioso nunca puede dejar de sentir envidia ante el bien
ajeno, mientras que la persona noble, generosa, nunca conocerá
el sentimiento de la envidia. Está claro que ambos nacieron así.
La envidia no se aprende, se siente. De la misma manera que
no se aprende la generosidad, la ausencia de envidia.

Al igual que la envidia, existen otros sentimientos que defi-


nen el temperamento de una persona. Que nacen y mueren con
la persona. Son sentimientos como el odio. El individuo que
siente odio hacia alguien no lo puede evitar. <El odio es fruto
de una insufrible insatisfacción de uno mismo que el objeto
odiado pone ante nuestro propios ojos. Nadie feliz, satisfecho

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de sí mismo, puede odiar> (Castilla del Pino). En efecto, otras
personas son incapaces de odiar. Pueden sentir repulsión hacia
algo, pero no odio. La misma situación que en unas personas
provoca un sentimiento de odio, en otras puede provocar sen-
timientos positivos como indulgencia, comprensión, perdón.
Ninguno de estos sentimientos, ni el odio ni el perdón, se pue-
den aprender. El que siente odio una vez lo siente siempre en
las mismas circunstancias. Y el que es incapaz de odiar nunca
sabrá cómo es el odio.
La irascibilidad es otro sentimiento que define a ciertas per-
sonas. Ante cualquier contratiempo, el irascible siempre da
rienda suelta a su cólera. No se reprime jamás. Es incapaz de
inhibir su ira. En el otro extremo están las personas pacíficas,
sosegadas, tranquilas. Éstas no se suelen alterar ante los reve-
ses. Juzgan las cosas serenamente. Lo mismo la irascibilidad
que la serenidad son rasgos del temperamento que dependen
de los genes. El irascible es irascible siempre, mientras que el
pacífico siempre será pacífico.
Otro sentimiento que forma parte del temperamento es la
rebeldía, el inconformismo. Los abusos de un superior, los ma-
los tratos, las injusticias provocan un sentimiento de repulsa a
casi todo el mundo. Pero mientras muchas personas se resig-
nan, lo intentan justificar o lo consideran irremediable, otras se
rebelan contra ello y luchan para corregirlo. Igual la rebeldía
que la resignación son rasgos del temperamento que nacen y
mueren con la persona. No se aprende a ser rebelde, se es re-
belde. También el resignado lo es por naturaleza, aunque sienta
las injusticias su conformismo temperamental puede más. Y al
rebelde, muchas veces, no le queda más remedio que reprimir-
se, pero aun así el espíritu de rebeldía sigue vivo.
La soberbia es otro sentimiento que marca la vida de una
persona. Al soberbio, las demás personas le provocan un senti-
miento de superioridad, pues las considera inferiores. La alta-

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nería, la arrogancia es un sentimiento intrínseco de la persona.
Se nace altanero, engreído, como también se nace humilde,
modesto. Ni la soberbia ni la humildad tienen que ver con las
posibles capacidades o talentos de la persona. El soberbio pue-
de ser un individuo vulgar y el modesto tener grandes aptitu-
des. El soberbio jamás podrá ser humilde, aunque lo intente, al
igual que el modesto nunca podrá ser soberbio.
La ambición o el deseo vehemente de poder y riqueza es otro
de los sentimientos que conforman el temperamento. Como
todos los sentimientos que estamos viendo, tampoco se apren-
de a ser ambicioso. Se es ambicioso porque va en la naturaleza
de cada uno, en sus genes Como también va, sensu contrario,
el desinterés. El que es desinteresado nunca siente la ambición.
El ambicioso nunca ve saciado su deseo de poder.
Algunas personas son despiadadas, los sufrimientos de los
demás no les afectan. Carecen de empatía, son frías, insensibles
a la alegría o al dolor ajeno. Suelen ser personas mezquinas, ca-
paces de acciones como la traición o la crueldad. Nada de esto
se aprende en la vida. Es genético. Se nace así. Como también
nace así la persona sensible, que se emociona con la alegría o
el sufrimiento de otros, personas solidarias, generosas, compa-
sivas.
Otro de los rasgos del temperamento es la timidez. No se
adquiere la timidez, se nace tímido. Lo que sí se puede conse-
guir es la capacidad para sobreponerse a la timidez en algunas
circunstancias. Pero el tímido siempre será tímido. Igual que el
extrovertido, sociable, comunicativo, que actúa con desparpajo
y desenvoltura siempre será así y no podrá sentir, ni siquiera
entender, la timidez.
Unas personas son pesimistas, casi todo les produce temor,
no esperan más que cosas desfavorables, el futuro para ellas es
triste y sombrío. Otras son optimistas, todo lo ven de color de
rosa, para ellas la vida es bella y no esperan de ella más que co-

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sas agradables. Lo mismo el pesimista que el optimista nacen
y mueren así.
También forma parte del temperamento de la persona, la
iniciativa, la decisión, la cualidad de emprender cosas. Son
personas entusiastas, atrevidas, resueltas. En contraste, otras
personas son apáticas, abúlicas, perezosas, no sienten entusias-
mo por nada. Lo mismo la iniciativa que la abulia son maneras
de ser que nacen con la persona.

De una manera general, se podría decir que hay seres que


nacen con una tendencia a ver la vida con optimismo, tienen
confianza en sí mismos y no se encogen ante las dificultades.
Mientras que la tendencia en otros es a la inseguridad, a la in-
satisfacción, a la inferioridad. Es decir, parece que ciertas per-
sonas tienen tendencia a experimentar sentimientos positivos,
mientras que en otras predominan los sentimientos negativos.
Así, el envidioso frecuentemente es también ambicioso, proclive
a odiar, egoísta, soberbio y a veces tímido. El que es extrovertido
suele ser generoso, compasivo, desinteresado, optimista.
Por eso, el temperamento hace que la vida sea más fácil para
unos que para otros. Unos nacerán alegres, extrovertidos, con ca-
pacidad para divertirse, sociables, sonrientes, optimistas. Y otros
serán, tristes, introvertidos, poco sociables, pesimistas, apocados.
Todos son rasgos del temperamento determinados genéticamen-
te y que acompañarán a la persona durante toda su vida.
Dentro del temperamento hay unos rasgos que tienen más
relevancia que otros. Algunos impregnan toda la vida de la per-
sona, mientras que otros sólo se manifiestan en determinadas
circunstancias. Son rasgos principales del temperamento la ex-
troversión, el optimismo, la modestia, y sus contrarios la timidez,
el pesimismo, la soberbia. Son rasgos que definen a la persona en
todos los instantes de su vida. Otros rasgos, sin embargo, se ma-
nifiestan sólo en momentos puntuales. Así, la envidia, el odio, la

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ira. La persona envidiosa lo es en cada instante de su vida, pero
no lo demuestra más que en determinados momentos. Lo mis-
mo el que odia o el irascible.

Como decíamos, los distintos acontecimientos provocan en


cada persona unos sentimientos especiales, privativos. Y esos
sentimientos hacen que la persona reaccione de determinada
manera ante el acontecimiento. Pero puede haber diferencias en
la forma de reaccionar según los sentimientos que nos afectan
sean positivos o negativos. Ante los sentimientos positivos uno
se muestra tal como es. El optimista o el extrovertido siempre
aparentan lo que son. Es ante los sentimientos negativos que
muchas personas intentan disimular su reacción. El envidioso
puede mostrar desinterés o indiferencia, mientras en su interior
le consume la envidia. Asimismo, el tímido quiere disimular su
timidez, a veces exagerando su actuación. Y es que los que son
afectados por sentimientos negativos no están satisfechos consi-
go mismo, por eso intentan disimular. Pero nada de esto puede
cambiar. El que nació con la tendencia a que las cosas le afecten
negativamente tiene que apechugar con ello.
Por supuesto, los factores ambientales, la educación y la edad
pueden atemperar y matizar alguno de estos rasgos. Un intro-
vertido podrá aparentar ser menos introvertido y relacionarse
bastante bien con su entorno, pero nunca llegará a comportarse
como un extrovertido nato. Una persona irascible podrá domi-
nar su ira en muchas ocasiones, pero jamás llegará a ser un hom-
bre pacífico. También los avatares de la vida pueden golpear con
dureza a un hombre animoso y llevarle al desánimo, pero en el
fondo de sí mismo seguirá teniendo confianza. Lo cierto es que
el temperamento con que nacemos nos acompañará toda la vida.
¿Cuál es el mecanismo por el que unas personas nacen con
unos rasgos temperamentales y otras con otros?
Yo aventuro la siguiente hipótesis: en algunas regiones ce-

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rebrales, los genes, ya desde una fase embrionaria, dirigirían la
formación de patrones o circuitos neuronales, los cuales condi-
cionarían las emociones provocadas por las distintas experiencias
de la vida. Esos patrones neuronales constituirían lo que podría-
mos llamar el “sustrato emocional” innato de cada persona, el
cual determinaría la intensidad y el signo, positivo o negativo,
de la emoción causada por cualquier acontecimiento vital a esa
persona. O sea, un acontecimiento cualquiera provocaría en una
persona una emoción que daría lugar, por ejemplo, a un senti-
miento de envidia, mientras que la emoción producida por ese
mismo acontecimiento en otra persona provocaría un sentimien-
to de alegría según fuera el “sustrato emocional” innato de cada
una. El establecimiento en el cerebro de esos circuitos neuro-
nales o “sustrato emocional” lo realizan los genes que cada uno
heredó de sus padres. (El funcionamiento de los genes se intenta
explicar en el Apéndice 1).

En resumen, llamamos temperamento a la característica ma-


nera en que los acontecimientos de la vida nos afectan, producto
de nuestra herencia genética. El temperamento heredado se ma-
nifiesta como una forma especial de sentir las cosas, de sentir la
vida, de sentirse a uno mismo, de sentir. Por supuesto, también
las experiencias de la vida tienen su influencia en la forma en que
los acontecimientos nos afectan. Pero esa forma especial, innata,
de sentir subyace a todas las experiencias.

Primeras experiencias

Nuestra conducta, es decir, la forma que tenemos de reac-


cionar ante los sucesos de la vida es la consecuencia de los sen-
timientos que esos sucesos nos provocan. Y el tipo de senti-
mientos, como ya se dijo, depende de nuestras predisposiciones

28
heredadas y también de las experiencias vividas. Lo que quiere
decir que nuestra conducta está determinada por los genes y
por las experiencias. O sea, por lo que hemos heredado y por lo
que hemos aprendido.
En el tradicional debate entre “naturaleza” y “crianza”, entre
“se nace” o “se hace”, los dos términos no son alternativos ni
excluyentes, sino más bien se complementan. La crianza, es
decir, el aprendizaje se realiza en función de la naturaleza (una
misma experiencia es vivida de distinta manera según sea el
temperamento innato de cada persona) y la naturaleza puede
ser más o menos matizada por el aprendizaje (la herencia marca
unas tendencias, pero el aprendizaje puede reforzarlas o debili-
tarlas). En el hombre, la suma de naturaleza y crianza, lo here-
dado y lo aprendido, constituye su personalidad. La conjunción
de ambos factores determina la conducta humana.
Las experiencias que el niño recibe durante los primeros
años condicionan su personalidad futura. Estas primeras ex-
periencias, la mayor parte de ellas inconscientes, en interacción
con las tendencias innatas pueden imprimir en la personali-
dad algún rasgo dominante que dejará su impronta en todas
las experiencias y todas las acciones futuras del niño. Grandes
e importantes facetas de la vida de un hombre pueden quedar
condicionadas por estas primeras experiencias.
Construimos nuestra personalidad a medida que vamos
viviendo, es decir, según vamos recibiendo experiencias. Na-
turalmente, las experiencias las recibimos con nuestro tem-
peramento heredado. En los primeros compases de la vida
somos conducidos, casi exclusivamente, por el temperamento
con el que nacimos. Pero las distintas situaciones en que nos
encontramos durante la vida influyen en esos rasgos del tem-
peramento, unas veces reafirmándolos, otras atemperándolos y
otras aún acentuándolos. Cada experiencia actualiza de alguna
manera nuestra personalidad con la que salimos al paso de la

29
próxima experiencia que de nuevo matizará nuestra personali-
dad para enfrentar la siguiente experiencia, y así ad infinitum.
Así pues, las experiencias, en interacción con nuestro tem-
peramento heredado, van forjando nuestra personalidad. “Nos
vamos haciendo” a medida que nos suceden cosas, pero siem-
pre considerando que no partimos de cero, que nuestro cerebro
nunca fue tabula rasa, que nacimos con unas inclinaciones, con
unos instintos, a través de los cuales asumimos nuestro entor-
no y las cosas que en él acaecen. Se puede decir que somos el
resultado de interpretar las experiencias. Y la interpretación
que hacemos de cada experiencia depende de nuestra persona-
lidad en el momento de esa experiencia.

Al principio, la relación del niño con su entorno se reduce


a desear indistintamente todo objeto que aparece en su vida.
Como dice Castilla del Pino, irrumpimos en la vida como
máquinas de desear. En seguida, el niño empieza a intentar
retener solamente los objetos que le deparan placer y rechazar
aquéllos que le disgustan. Hacia los dos años comienza a dis-
criminar los objetos en unos que le gustan mucho, otros que le
gustan poco y otros que no le gustan nada.
Muy pronto, al iniciar su socialización, las interacciones del
niño con su ambiente se hacen más complejas. Las cosas ya no
son indiferenciadamente objetos de deseo como en la primera
infancia, sino que cada cosa provoca en el niño deseos especí-
ficos. Según sea su temperamento y sus experiencias anterio-
res, cada suceso generará en él diversos sentimientos. Así, por
ejemplo, al relacionarse con otros niños, notará que unos son
más receptivos que otros, lo que se traducirá en sentimientos
de simpatía o antipatía. Descubrirá que unos niños son más
fuertes que él, inspirándole posibles sentimientos de inferiori-
dad al mismo tiempo que quizá sienta admiración y respeto, y
puede que miedo. También verá que otros son más débiles, lo

30
que puede provocarle sentimientos de superioridad, y esta su-
perioridad es posible que le sugiera deseos, bien de dominación
bien de protección. Posiblemente se irá dando cuenta que unos
compañeros son fiables y sinceros suscitándole un sentimiento
de confianza, mientras los hay que dicen mentiras y tratan de
engañar, lo que provocará en él sentimientos de recelo. Sentirá,
quizá, que hay una niña que le gusta más que las otras, causan-
do en él una singular turbación emocional que indicará el co-
mienzo de la sexualización. Y así, sucesivamente, en múltiples
experiencias, el niño va formando su repertorio de sentimien-
tos, va formando su personalidad.
Algunas de las interacciones en que interviene el niño puede
que resulten un fracaso, mientras que otras serán un éxito. Eso
dependerá, casi enteramente, de sus aptitudes innatas. Puede
ser un buen estudiante, por ejemplo, y una calamidad para
los deportes. Puede tener éxito con las chicas y fracasar en sus
relaciones con los demás compañeros, etc., etc. El niño se sen-
tirá orgulloso de sí mismo cuando una experiencia termina con
éxito, pero si acaba en fracaso se considerará desgraciado. El
resultado de las distintas experiencias en cada una de las áreas
de su actuación irá conformando la personalidad del niño, su
identidad en cada una de esas áreas. Las diversas experiencias
le harán sentirse seguro de sí mismo en algunas parcelas de su
identidad, e inseguro, frustrado en otras. La identidad, o sea,
la valoración que uno hace de sí mismo, es un componente de
la personalidad.

En estas etapas de la niñez y la adolescencia se realiza lo


que Castilla del Pino llama la “organización axiológica de la
realidad”. Es decir, la confección de una tabla de valores que
orientará nuestra vida de adultos. <En la adolescencia es donde
se plasma la arquitectura sentimental, el orden emocional del
sujeto que, luego, de adulto, se rigidifica y se consolida... A par-

31
tir de la adolescencia, las áreas o módulos básicos de la identidad
no sufrirán sino leves modificaciones>
La valoración que el adolescente hace de sí mismo, consecuen-
cia de lo que el muchacho interpreta como éxito o fracaso de sus
relaciones, está contaminada por las ideas que le llegan del ex-
terior, de sus padres, amigos, educadores. En el área de la iden-
tidad relacionada con el erotismo, por ejemplo, las experiencias
que el adolescente tiene están manipuladas por los principios que
los padres y los educadores le inculcan a ese respecto.
En general, los sentimientos que le producen sus experien-
cias están condicionados, además de por el “sustrato emocio-
nal” innato de cada uno, por las creencias que le son inculcadas
desde el exterior y que le dicen lo que está bien y lo que está
mal, lo que se puede hacer y lo que no se debe hacer. Y esta
influencia, de los padres primero y de los educadores después,
continúa hasta la culminación de la adolescencia. Es una in-
fluencia gradual, paso a paso, sin apenas margen para la crítica.
Durante ese tiempo, los educadores fueron inculcando en el
niño unos hábitos de querer, en virtud de los cuales unas cosas
le son deseables y otras aborrecibles. Es decir, cuando se quiera
dar cuenta, al niño ya le han formado una voluntad con la que
tendrá que afrontar su vida de adulto. Naturalmente, estas in-
fluencias no tienen idéntico efecto en todos los jóvenes. Depen-
diendo de sus tendencias innatas (su mayor o menor capacidad
crítica, por ejemplo), aquellas directrices calarán más o menos
hondo en cada adolescente.
Desde los cinco o seis años, y sin consultarle, se le educará
en la religión de sus padres. Se le enseñarán los dogmas de
esa religión como si fueran verdades absolutas de las que no se
puede dudar. Por medio del premio y del castigo aprenderá lo
que está bien y lo que está mal, lo que puede hacer y de lo que
debe abstenerse. Se le inculcarán determinados sentimientos.
Se le advertirá qué cosas deben ser deseables y cuáles tienen

32
que ser rechazadas. Es decir, prácticamente desde que nace se
van grabando en su mente normas de comportamiento.
Esta moral adquirida, estas creencias impuestas nos van a
acompañar hasta la hora de nuestra muerte, incluso aunque nos
hayamos provisto de una moral y de unas creencias distintas a
lo largo de la vida. Aún en este caso, las creencias primeras no
se borran. Por ejemplo, cualquiera al que se le haya inculcado
de niño el miedo al infierno podrá comprobar que es imposible
librarse completamente de ese miedo. Existe a este respecto
una anécdota sobre Voltaire, no sé si cierta, pero ilustrativa.
Dicen que estando el filósofo próximo a morir, pidió a algunos
de sus amigos que se apostasen en la puerta de su habitación
para no dejar entrar a ningún sacerdote, y esto aunque él mis-
mo lo pidiera a gritos. Según esta anécdota, Voltaire temía que
las creencias que de pequeño le habían inculcado los jesuitas le
traicionaran.

La instrucción a la que es sometido el niño y el adolescente


varía según las diferentes culturas y, dentro de una misma cul-
tura, según la clase social y la ideología paternas. A los siete
u ocho años ingresarán al niño en un colegio, público o pri-
vado, según el ideario y/o el estatus paterno. Si tiene la suerte
de contar con unos padres tolerantes que le lleven a un colegio
público, apenas soportará presión ideológica, se le enseñará a
respetar las ideas de los demás y a ser crítico con las ideas pro-
pias. Su personalidad se desarrollará con mayor libertad, y es
de esperar que al final de la adolescencia esté preparado para
afrontar la vida con amplitud de criterio, sin ideas preconce-
bidas y raquíticas, con comprensión, flexibilidad y tolerancia.
Si, por el contrario, al niño lo llevan a un colegio privado
regido por una orden religiosa, se le inculcará un sentido sobre-
natural de la vida en el que la salvación de la propia alma es lo
más importante. Toda la enseñanza estará imbuida del dualis-

33
mo cuerpo-alma, donde el alma es el elemento predominante.
El dogmatismo es la principal característica de esta clase de
educación. La gran mayoría de los alumnos que salgan de estos
centros mantendrá durante toda su vida las creencias que le en-
señaron en esa etapa de su niñez y adolescencia. La existencia
de Dios y de un alma inmortal serán verdades indiscutibles. El
pecado, la culpa, el arrepentimiento serán conceptos que guia-
rán las decisiones importantes de sus vidas.

Estas son dos maneras distintas de formar el carácter de


un adolescente. Naturalmente, habrá otras maneras y, dentro
de ellas, infinidad de variantes. Y además, el mismo adiestra-
miento afectará de modo diferente a cada muchacho en función
de su temperamento innato. Pero si hemos analizado, aunque
fuera someramente, estas dos formas de educar, es porque los
resultados de ambas enseñanzas evidencian la importancia ca-
pital que el entorno y los educadores tienen en nuestras vidas.
Efectivamente, las personas educadas en el laicismo tenderán a
ser más tolerantes, de miras más amplias, creerán en la ciencia,
en el progreso, en la libertad, mientras que los educados en
la religión es muy posible que tiendan a ser dogmáticos, in-
transigentes, acríticos con sus ideas y mostrarán una peligrosa
autosuficiencia traducida en una orgullosa conmiseración hacia
los que no piensan como ellos.
En realidad, la enseñanza basada en la religión suele pare-
cerse más a un lavado de cerebro que a una verdadera educa-
ción. Se dice al niño y al adolescente que lo que se les enseña es
la palabra de Dios y, por tanto, es la verdad absoluta, la única
verdad posible. Se demoniza toda capacidad crítica, ya que el
que se atreva a poner en duda la palabra divina comete el más
abominable pecado, que es el pecado de orgullo, el pecado con-
tra el “espíritu santo”. Al niño se le aterroriza literalmente con
la detallada descripción de las penas eternas del infierno, a las

34
cuales está destinado si desobedece a Dios o a su representante,
la Iglesia. Si, ya adulto, intenta liberarse de todos esos temores,
siempre le asaltará la duda de si lo estará haciendo por comodi-
dad, para evitar los sacrificios propios de una vida de creyente,
o también si lo hará por orgullo intelectual o por alguna otra
razón espuria y que, aunque le cueste trabajo reconocerlo, la
verdad era la que le enseñaron de niño.
Y es que desprenderse de esas primeras creencias es casi im-
posible, pues ellas formaron parte de la primera personalidad
del individuo. Para “desprogramar” a un adulto que haya sufri-
do un lavado de cerebro, lo más efectivo es volver a ponerle en
contacto con la personalidad que él tenía antes de haber sido
traumatizado. Pero en el caso de los niños, no existe una ver-
dadera personalidad anterior que se pueda recuperar. Por eso es
tan difícil desprogramar a niños. Las creencias que les fueron
inculcadas son prácticamente imposibles de anular.

A propósito de esto, querría insertar aquí una cita del libro


“El espejismo de Dios” de Richard Dawkins: <Una vez, en el
tiempo de preguntas tras una conferencia en Dublín, me pre-
guntaron qué pensaba sobre los tan ampliamente publicados
casos de abuso sexual por parte de los sacerdotes de Irlanda.
Respondí que, aunque sin duda era horrible el abuso sexual, el
daño era probablemente menor que el daño psicológico a largo
plazo infligido por educar al niño en la fe católica.....Más tarde
me acordé del incidente cuando recibí una carta de una mujer
americana de unos cuarenta años que había sido educada como
católica romana. A la edad de siete años, me decía, le habían
ocurrido dos cosas desagradables. Sufrió abusos sexuales por
parte del sacerdote de su parroquia en su coche. Y, sobre esa
misma fecha, un pequeño amigo suyo de la escuela, que murió
trágicamente, fue al infierno porque era protestante. Así había

35
sido enseñada a creer mi remitente por la entonces doctrina ofi-
cial de la Iglesia de sus padres. Su visión como adulta madura
era que, de esos dos ejemplos de abuso infantil católico roma-
no, uno físico y otro mental, el segundo era, de lejos, el peor.
Escribió: Ser acariciada por el sacerdote simplemente me dejó la
impresión (desde la mentalidad de los siete años) de algo asquero-
so, mientras que el recuerdo de mi amigo yendo hacia el infierno
me dejó la impresión de un miedo frío e inconmensurable. Nunca
perdí el sueño por el sacerdote, pero pasé muchas noches en blanco,
aterrorizada, al pensar que la gente a la que yo quería pudiera ir
al infierno... Estoy persuadido de que la frase “abuso infantil”
no es una exageración cuando se utiliza para describir lo que
los profesores y sacerdotes hacen a los niños a quienes animan
a creer en algo como el castigo del pecado en un fuego eterno>
Hasta aquí la cita de Richard Dawkins, quien añade a este
respecto una anécdota de Alfred Hitchcock en la que el di-
rector de cine, especializado en el arte de asustar a la gente,
refiere que la escena más espantosa que jamás ha visto es la de
un sacerdote conversando con un niño pequeño; < ¡Corre pe-
queño!, ¡corre, por tu vida! > parece que gritó Hitchcock. Aquí,
Hitchcock no teme por la integridad física del niño, sino por
su integridad intelectual. Lo que le aterroriza es que las ideas
del sacerdote emponzoñen la mente del chiquillo de un modo
irreversible.

En resumen, durante el período de aprendizaje que abarca


desde el nacimiento hasta el fin de la enseñanza secundaria, los
padres y los educadores planifican la vida entera del muchacho.
Todas sus acciones están programadas y él solamente tiene que
seguir las pautas marcadas. Pero aunque la programación sea
prácticamente igual para todos los jóvenes, cada uno de ellos
asume esa programación de una manera diferente, de acuerdo
con su singular temperamento heredado.

36
Así pues, al final de la adolescencia nos encontramos con
una personalidad prácticamente terminada. Durante esas eta-
pas de la infancia, la niñez y la adolescencia, ya se llevaron
a cabo las suficientes interacciones para construir una perso-
nalidad definida. Esa personalidad se fue haciendo por medio
de las múltiples experiencias habidas durante esos períodos y
que el muchacho fue interpretando e interiorizando desde su
temperamento innato convirtiéndolas en “sus” “vivencias”. Y
precisamente el conjunto de esas “vivencias” constituye su
personalidad, la causa única de su conducta.

La vida de los adultos

Al finalizar la enseñanza secundaria, y con su personalidad


exclusiva, inicia el muchacho la vida de adulto. Una vida que
estará llena de ilusiones y de alegrías, pero también de fraca-
sos y de sufrimientos. Porque la vida de los adultos es de todo
menos fácil.
Al decir que los sentimientos son la guía de nuestra conducta
podemos tener la impresión de que simplemente con seguir los
sentimientos nuestra vida será fácil. Y si añadimos que eso signi-
fica que nuestras acciones responden siempre a nuestros deseos
creeremos que además será feliz. Pero la realidad es diferente. La
vida puede ser muy dura. Para unos más que para otros.
Voy a intentar esbozar a grandes rasgos cómo se puede de-
sarrollar la vida después de la adolescencia. Espero que se ob-
serve que todo lo que ocurre tiene como causa las aptitudes y
tendencias con que una persona nació en interacción con los
acontecimientos que le suceden a lo largo de su vida.
Hay personas que tienen un proyecto de vida. Saben lo que
quieren ser. Abogados, ingenieros, médicos, profesores, acto-
res, músicos, empresarios, futbolistas, etc. Sin embargo, otros

37
llegan a la edad adulta sin saber lo que van a hacer. ¿Qué se
necesita para tener claro lo que uno quiere hacer en la vida?
En primer lugar, que la persona posea una aptitud innata
que la singularice. Estas aptitudes o facultades innatas tendrán
que revelarse durante la niñez-adolescencia. En esa etapa, los
educadores habrán de examinar la disposición del muchacho
para determinadas actividades. Puede tener facilidad para la
música, para las matemáticas, para el dibujo, para el razona-
miento abstracto, para la comunicación, para los deportes, etc.
Será fundamental la labor de los educadores para descubrir y
estimular las habilidades del niño, pero la aptitud es debida a
los genes heredados con que nació.
En segundo lugar, para tener claro lo que uno quiere ser, se ne-
cesita que la persona sea consciente de esa habilidad suya y tenga la
tendencia de ejercitarla en cuantas ocasiones se presenten.
En tercer lugar, que desee dedicarse a esa actividad, para la
que posee las aptitudes necesarias, como ocupación principal
de su vida. Las dos primeras condiciones se deben casi exclu-
sivamente a los genes y en la tercera colaborarán los padres,
educadores y amigos.
Una vez terminada la enseñanza secundaria y siempre que
la situación económica lo permita, estos agraciados comenza-
rán el aprendizaje de la profesión para la que poseen aptitudes.
A pesar de disfrutar de muchas ventajas, ese aprendizaje no
será siempre un camino de rosas. Habrá que superar obstáculos
como la dureza misma del aprendizaje o la atracción que sobre
el joven pueden ejercer otros estímulos más fáciles que amena-
zarán con apartarle de su objetivo. Por eso, incluso entre estos
aventajados, siempre habrá alguno que fracasará.
Estos son los privilegiados, pero otros, yo diría que la mayo-
ría, no tienen ningún proyecto de vida. Llegan a la edad adulta
sin saber lo que quieren. Quizá porque no quieren nada. No
tienen ninguna habilidad especial que ellos conozcan ni que

38
los educadores hayan observado. No sienten ningún deseo de
realizar algo concreto en la vida.
Y será la vida la que les irá marcando sus quehaceres. Porque,
aunque ellos no sientan deseos de hacer algo en la vida, la vida
sigue adelante y les empujará a tomar decisiones. La primera
disyuntiva a la que se enfrentarán al terminar los estudios se-
cundarios será continuar estudiando o ponerse a trabajar. En
esta decisión influirá sobre todo la economía familiar. Si no hay
problemas económicos, cursar una carrera será la opción elegi-
da siempre que el sujeto se encuentre con ganas de estudiar o,
al menos, tenga más ganas de estudiar que de trabajar. Porque
aunque ninguno sepa exactamente lo que quiere, alguno puede
saber que lo que no quiere es trabajar por ahora. Así y todo,
entre estos indecisos puede haber quien en el transcurso de los
estudios descubra su verdadera afición y a ella se dedicará con
gusto. Otros terminarán la carrera como puedan y otros, en fin,
abandonarán.
La siguiente etapa, después de terminar o abandonar los
estudios universitarios, será ponerse a trabajar. Y es entonces
cuando verdaderamente comienza la vida de adulto. Los afor-
tunados que tienen una vocación definida intentarán desarro-
llarla. Tampoco ellos lo tendrán muy fácil, pues en un mundo
tan competitivo como el presente sólo tendrán éxito los perse-
verantes y que tengan una confianza grande en sí mismos. Los
demás se limitarán a sobrevivir e irán perdiendo poco a poco
sus primeras ilusiones.
Una vez establecidos con un trabajo, gratificante para unos
y más o menos soportable para los más, las principales resolu-
ciones que hay que tomar, al menos en la sociedad occidental,
es casarse, comprar un piso y tener hijos. Casarse o, lo que es
lo mismo, compartir la vida con otra persona es una decisión
determinada, entre otros factores, por el temperamento del su-
jeto. La mayoría de las personas tienen la inclinación natural

39
a vivir en compañía. Son pocas las personas que eligen la sol-
tería. La misoginia (o su equivalente femenino la misandria)
puede, o bien tener origen genético o estar causada por alguna
experiencia traumática o también puede ser cultural. En efecto,
la actitud misógina o misándrica puede formar parte de una
ideología que predique la superioridad de uno de los sexos y
el desprecio del sexo opuesto. Esto, de todos modos, será más
propio de la misandria y formará parte de un feminismo extre-
mo. En el caso del hombre, esta creencia en la superioridad de
su sexo no siempre le impedirá casarse, sino que, desgraciada-
mente, le convertirá en un esposo maltratador. Esta actitud de
menosprecio hacia el sexo opuesto, lo mismo en hombres que
en mujeres, puede tener su origen en el comportamiento de los
padres observado durante la niñez y adolescencia.
Una cuestión aparte es el celibato vocacional. En este caso,
el hombre o la mujer eligen la soltería porque se creen llamados
a realizar una misión que consideran superior, para la cual el
matrimonio sería un obstáculo. En la vocación religiosa inter-
vienen, casi siempre, varios factores. Un componente genético
que se puede manifestar de varias maneras como, por ejemplo,
en una inclinación al recogimiento, o también en una queren-
cia al refugio, al abrigo, e incluso en una tendencia a la homo-
sexualidad. Pero también, y principalmente, la vocación reli-
giosa puede ser inducida por una particular atmósfera familiar,
orientada y estimulada por unos educadores ad hoc.

Después de constituir una familia, normalmente con uno o


dos hijos, adquirida una casa en alquiler, o en propiedad con
hipoteca, y ejerciendo una profesión o un empleo, se encontrará
con un camino ya trazado por el que la vida le empujará sin
consultarle. Apenas tendrá tiempo para reflexionar sobre ella,
sobre su propia vida, la cual consistirá principalmente en aten-
der a las necesidades propias y a las de su familia. En nuestra

40
sociedad occidental, una tercera parte de las personas tienen
que luchar y mucho para ver cubiertas sus necesidades vitales
de habitación, comida y educación para los hijos. En el caso de
estos hombres y mujeres, la exigencia de resolver los problemas
económicos para llegar a fin de mes ocupa prácticamente la
totalidad de sus vidas. Sus acciones están impulsadas por la im-
periosa necesidad. No se les concede el lujo de pararse a elegir.
No pueden hacer otra cosa que tomar lo que la vida les depara
en cada momento.
La vida de los que disfrutan de una situación más desahoga-
da, aunque ya no está apremiada por la exigencia de satisfacer
las necesidades vitales, no es muy diferente en el sentido de que
tampoco ellos disponen de mucho tiempo para reflexionar y
tomar sus decisiones. Las necesidades imprescindibles son sus-
tituidas por otras necesidades impuestas por el consumismo y
que se les antojan ser no menos imprescindibles. Es la vida, la
vida en sociedad la que impone su ley. Es el círculo social en
que desarrollan su vida el que toma las decisiones por ellos. Y
es que en el curso de la existencia de un hombre medio no hay
muchas acciones que requieran una deliberación previa para
llevarlas a efecto. El comerciante, el albañil, el abogado, el ama
de casa, todos tienen su vida trazada y sólo tienen que seguir
la rutina.

La mayor parte de nuestra actividad diaria se desarrolla bajo


el imperativo de los hábitos. El hábito es un patrón de conduc-
ta, un comportamiento que se realiza automáticamente, sin ne-
cesidad de planificación consciente. Los hábitos no se heredan,
se adquieren por aprendizaje, por medio de la repetición una y
otra vez de los mismos actos. Día tras día repetimos una mis-
ma acción y, sin darnos cuenta, ésta se convierte en un hábito.
Así como tenemos predisposiciones innatas que definen nues-

41
tro temperamento, tenemos predisposiciones adquiridas que se
van formando por la repetición de conductas.
De estos hábitos, unos fueron inculcados por nuestros edu-
cadores ya en la infancia sin necesidad de intervención de la vo-
luntad de cada uno. Así, todas las acciones conducentes al aseo
diario, las reglas de urbanidad, las fórmulas de cortesía, las prác-
ticas religiosas, etc., forman un conjunto de hábitos en el que la
voluntad del niño apenas participó y que perdurará toda la vida.
Otros hábitos proceden de acciones que, en su momento,
fueron voluntarias y cuya repetición las convirtió en hábitos.
Una primera acción voluntaria, que se repite con posterioridad
una y otra vez y a cada repetición se ve reforzada por producir
en nosotros sensaciones agradables, termina convirtiéndose en
un hábito. Fumar, por ejemplo, empezó siendo una acción vo-
luntaria, pero el fumador habitual ya no necesita pensar para
encender un cigarrillo. La voluntad apenas interviene en estas
acciones que se convirtieron en hábitos. En realidad, no nos
planteamos otra alternativa a esas acciones. Simplemente las
realizamos, sin pensar, sin una previa deliberación. Los hábi-
tos son nuestra segunda naturaleza. Paulatinamente nos va-
mos acostumbrando a ellos, y hasta los actos más triviales nos
parecen imprescindibles. Pensamos que vivir sería mucho más
difícil si tuviéramos que renunciar a nuestros hábitos. Y es que,
en realidad, vivir es desarrollar hábitos adquiridos.
Hay dos momentos importantes en la adquisición de un há-
bito: realizar una acción por primera vez, y después repetir a lo
largo del tiempo muchas veces esa misma acción. Para realizar
la acción por primera vez, fue preciso que tuviéramos un deseo
y que tomásemos la decisión de realizarlo. El deseo que nos
empuja a la acción está explícito en el ensayo, repetido y cons-
ciente, de los actos que darán lugar al patrón de conducta en
que consiste el hábito. Posteriormente, en las acciones que rea-
lizamos inconscientemente por la fuerza del hábito, ese deseo

42
está latente. Es decir, para que una acción se convierta en un
hábito es preciso que al principio fuera intencional y consciente
y su repetición, también intencional y consciente, hace que esa
acción se ejecute de una manera mecánica e inconsciente. En
los hábitos, pues, existe una intencionalidad latente que es la
misma intencionalidad que está expresa en las primeras accio-
nes que dieron lugar al hábito.
Así pues, en la vida diaria, no es necesario estar planeando
continuamente quehaceres. Una persona, desde que se despier-
ta por la mañana ya sabe lo que tiene que hacer. Sin pensar
en ello o incluso pensando en otra cosa, se levanta, se asea,
desayuna, sale de casa, toma un medio de transporte y llega al
lugar de trabajo. Allí comienza otra rutina, la rutina del traba-
jo. Todos los movimientos que tiene que hacer para desarrollar
su labor están tan ensayados que los puede ejecutar sin pensar
en ellos. La hora de comer. Vuelta al trabajo. Al finalizar, qui-
zás unas cañas con los amigos. Regreso al hogar, televisión y
acostarse. Todo ello, lo puede realizar una persona sin apenas
pensar en lo que está haciendo. Basta con dejarse llevar por la
inercia. La mayoría de las personas, al menos en nuestro mun-
do occidental, lleva una vida como la descrita o parecida.

Pero paralelamente a esa vida externa, social, igual o similar


en todos, discurre la vida íntima, diferente en cada uno como
diferente es su personalidad, vida hecha de anhelos, deseos,
ambiciones y, sobre todo, de frustraciones. Esa vida privativa
aparece rompiendo la inercia. Porque, aunque la vida sea una
sucesión de hábitos, la aparición de determinados sentimientos
provocados por los diversos avatares de la existencia hace que
la vida de cada uno sea diferente a despecho de la uniformidad
aparente en la sociedad.
En efecto, la inercia habitual puede ser rota por sentimien-
tos como la envidia, el odio, la ira, la soberbia, la ambición,

43
etc. Sentimientos estos, provocados por circunstancias adversas
como problemas de pareja, de hijos, de negocios, etc. Pero tam-
bién rompen los hábitos sentimientos de alegría o de optimis-
mo suscitados por éxitos propios o de los hijos.
La rutina de nuestra vida también se rompe por la irrupción
espontánea de determinados deseos. En unos casos será un de-
seo que nos asalta y que nos impele a la acción para satisfacer-
lo inmediatamente, sin necesidad de deliberación previa. Pero
además de por los deseos que surgen espontáneamente debido
a los estímulos, externos o internos, que se nos presentan en la
vida, la rutina habitual se puede romper también por los deseos
menos espontáneos que constituyen lo que se puede llamar un
“proyecto complementario” de vida.
Dado que el trabajo que cada uno realiza no ofrece normal-
mente más satisfacciones que las puramente económicas, mu-
chas personas necesitan tener alguna ocupación diferente de las
tareas habituales que proporcione un cierto sentido a su vida.
Pocos son los agraciados para los que su trabajo les procura una
gratificación en sí mismo. Algunos médicos y algunos ecle-
siásticos y, desde luego, escritores, músicos, pintores, actores
pueden contarse entre estos privilegiados. Sus actividades, por
sí solas, pueden satisfacer sus aspiraciones más elevadas. Pero
para la mayoría de nosotros, el trabajo es simplemente un sa-
crificio que es necesario hacer para poder vivir. Por ello, para
que la vida no consista solamente en una carrera para satisfacer
necesidades materiales, algunas personas necesitan un proyec-
to que complete su vida.
Este proyecto puede consistir en actividades tan variadas
como practicar algún deporte o hacer gimnasia, aprender un
idioma, estudiar historia, arte, leer a los clásicos, escribir, etc.
Elegir una o varias de estas tareas dependerá, esencialmente,
del temperamento de cada persona, de sus aptitudes y tenden-
cias innatas en interacción con las influencias culturales que

44
haya tenido y con el ambiente en que se desenvuelva. Así pues,
la rutinaria y uniformizada vida de la gente puede ser indivi-
dualizada con actividades que remarquen la personalidad de
cada uno.

En resumen, los sentimientos surgidos de las primeras ex-


periencias ocurridas durante el período de la infancia y la ado-
lescencia al ser absorbidos por el singular temperamento con
que el niño nació forman su personalidad con la que afrontará
la vida de mayor. A partir de la adolescencia, esa personalidad
formada se mantendrá en lo esencial aunque sufrirá las mo-
dificaciones producidas por los acontecimientos que sucedan
durante la vida adulta. Cada acontecimiento que suceda en esa
vida provocará unos sentimientos que serán determinados por
la interpretación que del acontecimiento haga la personalidad
del sujeto y, al mismo tiempo, esos sentimientos se incorpora-
rán a esa personalidad modificándola de alguna manera. Es
decir, la personalidad se va completando con cada experiencia
y a su vez esa personalidad hace que cada experiencia sea única,
singular y privativa de cada persona.

Los sentimientos y la conducta

La conducta (o el comportamiento) designa las acciones que


realiza una persona en respuesta a los deseos que le provocan
las distintas experiencias de la vida. Si bien no todos los deseos
desembocan en acciones, todas las acciones tienen su origen
en los deseos.
Podemos tener dos o más deseos al mismo tiempo, pero a no
ser que esos deseos sean compatibles (comer y ver la televisión, por
ejemplo) en cada instante no podemos satisfacer más que uno de
ellos. Y el deseo que se realiza es siempre el deseo más fuerte, es

45
decir, el deseo cuyo objeto produzca el estímulo más poderoso.
Cuando se tiene más de un deseo a la vez, los varios deseos
pueden ser del mismo tipo. Por ejemplo, salir a dar un paseo o
quedarse sentado en el sillón. Los dos son lo que Ted Honde-
rich llama deseos “apetitivos”, es decir, están relacionados con
el placer y requieren satisfacción inmediata. Y haremos lo que,
en ese momento, nos atraiga con más fuerza: el placer del aire
libre o el placer del descanso. Uno de los dos deseos desemboca
en una acción y el otro no.
Pero también los varios deseos simultáneos pueden ser de
distinto tipo. Por ejemplo, uno que tenga que ver con el placer
inmediato y otro con una esperanza a largo plazo. Así, ver la
televisión o ponerse a estudiar con la esperanza de aprobar una
asignatura. Siempre satisfaremos el deseo que en ese instante
sea más poderoso.
Algunas acciones parece que no tienen que ver con los de-
seos. Trabajar, por ejemplo, en la mayoría de los casos no es un
ejercicio deseable, pero aun así lo hacemos. Entonces, ¿estamos
haciendo algo que no deseamos hacer? No necesariamente. De-
seamos tener dinero para satisfacer otros deseos y necesidades
y el trabajo es el medio para conseguirlo. Al trabajar, por tan-
to, estamos respondiendo a un deseo indirecto. (Por otra parte,
existen trabajos, los menos, que son deseables por sí mismos).
Así pues, cada una de nuestras acciones tiene su causa en el
deseo que en cada instante experimentamos con más fuerza. Y
el origen de todo deseo, así como de su intensidad, radica en
la personalidad de cada uno. Y ya sabemos que la personalidad
está formada por el temperamento con el que cada uno nació
en interacción con las experiencias que recibe a lo largo de la
vida. O sea que según sea el temperamento heredado y según
sean las experiencias recibidas y “vivenciadas” por dicho tem-
peramento en un entorno concreto, los diversos aconteceres de
la vida provocarán necesariamente en cada persona unos senti-

46
mientos determinados y exclusivos. Y esos sentimientos serán
la causa de su conducta.

El hecho de que todas nuestras acciones sean consecuencia


de nuestros deseos no garantiza que estemos satisfechos con
ellas. Como ya se vio, con mucha frecuencia nos arrepentimos
de nuestros actos. Incluso en el mismo momento en que esta-
mos realizando la acción podemos sentir que no deberíamos
hacerla. Y sin embargo la hacemos. Y nos arrepentimos. Es el
conflicto entre el deseo y el deber.
Aun sin necesidad de evocar el “imperativo categórico” de
Kant, parece claro que, acompañando a todas sus actividades,
existe en el hombre un sentimiento más o menos inconsciente
que hace que uno se sienta bien o mal después de cada acción,
independientemente de su resultado. Y es que quizá, sin ha-
bérnoslo planteado explícitamente, todos tenemos en nuestra
mente una idea más o menos clara de cómo querríamos ser.
Inconscientemente, juzgamos nuestras acciones por el rasero
de ese ideal y según su concordancia o discordancia con él nos
sentimos bien o mal.
Ese ideal, ese “como querríamos ser” implícito en nuestros ac-
tos, quizá tenga su base en una tendencia común a nuestra espe-
cie. Porque nacemos con unas tendencias heredadas de nuestros
ancestros más próximos, pero también con las producidas por la
evolución de la especie. Y es posible que una de esas tendencias
evolutivas, seleccionada por sus ventajas para la supervivencia,
consista en un anhelo de perfección, de hacer las cosas del modo
que mejor convenga a nuestra salud física y mental.
Esa tendencia a “ser mejores” se expresa en cada persona de
una manera diferente según sean las normas morales grabadas
en cada uno por los padres y educadores e interpretadas y “vi-
venciadas” por cada temperamento. De ahí surge el modelo se-
minconsciente al que querríamos que se pareciese nuestra vida.

47
Pero a pesar de disponer de ese modelo, con mucha frecuen-
cia deseos más fuertes nos impiden seguirlo. Es decir, que aun
haciendo siempre lo que deseamos hacer, muchas veces esa
conducta produce en nosotros un sentimiento de frustración
debido al desajuste existente entre “como somos” y “como que-
rríamos ser”.
Aparte de la posible frustración debida a nuestra conducta,
muy pocas personas están plenamente satisfechas de sí mis-
mas. Siempre podríamos ser mejores. Quizá nos gustaría tener
un físico más atractivo o una inteligencia más perfecta…..o un
temperamento mejor. Pero la realidad es tozuda, somos como
somos. Nuestros genes heredados nos hicieron de una manera
determinada. Y de esa manera tenemos que afrontar la vida.

Cuando se dice que la conducta es una consecuencia de los


sentimientos (hablamos de sentimientos y de deseos indistin-
tamente, y es que en la base de cada sentimiento está el deseo;
en realidad, todo sentimiento es un deseo adaptado a cada re-
lación específica), esto casi nunca significa que a un deseo le
suceda inmediatamente una acción para satisfacerlo. Es algo
más complicado. No todos los deseos pueden o deben ser satis-
fechos. Unos porque son vencidos por otros deseos más fuertes,
muchos porque son imposibles de realizar y otros, en fin, por-
que deben ser inhibidos.
En efecto, hay deseos que deben ser inhibidos. Por ejemplo,
cuando un deseo está en contradicción con las normas de con-
vivencia. Así, nos puede asaltar el deseo de llamar mentiroso
a alguien que en una reunión social está alardeando de falsas
hazañas, pero el sentido de la prudencia nos lo impide. Este
sentido de la compostura en sociedad nos fue inculcado con
nuestra educación y, normalmente, siempre es más fuerte que
el deseo de romperlo. Otros deseos que deben ser inhibidos
son los que tienen relación con los derechos de los demás. Po-

48
demos sentir deseos de fumar, pero la presencia de personas
no fumadoras nos advierte de la conveniencia de no hacerlo. En
estos casos, nuestro cerebro dispone de unos circuitos neuronales
en la corteza prefrontal que hacen que seamos capaces de inhibir
nuestros apetitos aplazando, cuando es posible, su satisfacción o
simplemente impidiéndola. Pero en todos los casos, la omisión,
que es una forma de conducta, tiene que obedecer a un senti-
miento que debe ser más fuerte que el deseo de realizar la acción.

Cuando se tienen varios deseos simultáneamente siempre se


satisface el deseo cuyo objeto nos atraiga con mayor fuerza.
Pero a veces esa mayor atracción no se manifiesta claramente
y la conjunción de los distintos deseos nos provoca un senti-
miento de duda. Esa duda la intentamos resolver por medio
de la deliberación. La deliberación consiste en examinar las
posibles consecuencias de cada opción sirviéndonos para ello
de experiencias anteriores similares. Y el pensamiento de esas
consecuencias producirá en nosotros unos sentimientos por los
que una opción nos atraerá (o nos repelerá) con más fuerza que
otra. Esos sentimientos serán la causa de nuestra decisión. La
deliberación por sí misma no lleva a la acción. La misión de la
deliberación es despejar las dudas y hacernos ver, por medio
del sentimiento, lo que realmente deseamos, lo cual nos llevará
a tomar la decisión de conseguirlo. (Adviértase que la delibe-
ración, como cualquier otra actividad, tiene su origen en un
sentimiento, en este caso en el sentimiento de duda).
Pero la decisión hay que llevarla a efecto. Con mucha fre-
cuencia, para alcanzar el objeto del deseo es preciso realizar
varias acciones preparatorias. Y estas acciones pondrán a prue-
ba la solidez de nuestro deseo. Efectivamente, el deseo primero
tiene que acompañar el desarrollo de todas las acciones preli-
minares, y las dificultades con que nos podemos encontrar en
el transcurso de esas acciones pueden debilitar o, incluso, anu-

49
lar aquel deseo. Piénsese, por ejemplo, en el deseo de efectuar
un viaje a un determinado lugar. Lo primero que hacemos es
acudir a una agencia de viajes donde quizá nos informen que
para llegar a ese lugar es necesario combinar varios medios de
transporte no todos ellos cómodos. Si a la vista de esas difi-
cultades renunciamos a nuestro viaje, será señal de que, en ese
momento, para nosotros el deseo de tranquilidad es más fuerte
que el deseo de viajar.
En todos los casos, son los sentimientos los que guían nues-
tra conducta. Sin sentimientos no puede haber acción. La de-
liberación casi siempre es necesaria, pero la deliberación sólo
sirve para revelarnos lo que de verdad queremos hacer. Y esa
revelación la hace la deliberación por medio de los sentimien-
tos. La deliberación no provoca la acción. La deliberación pue-
de producir sentimientos que son los que nos conducirán a la
acción. Así pues, todo lo que hacemos lo hacemos porque así
lo deseamos. Cada uno de nuestros actos responde a un deseo
nuestro (sería absurdo pensar que hacemos lo que no quere-
mos). Si el deseo fuera otro nuestra acción sería distinta.

¿Por qué, entonces, decimos que no podemos hacer algo dis-


tinto de lo que hacemos? Bastaría con desear otra cosa y la
acción ya sería diferente. En efecto, pero es el deseo el que
está determinado. Está determinado por nuestra personali-
dad, por nuestras experiencias, por nuestro entorno y por la
circunstancia en el instante en que surge el deseo. Es decir,
dada una circunstancia concreta (que puede ser un suceso ex-
terno o simplemente un pensamiento) en un instante concreto
(lo cual incluye nuestro entorno en ese instante) y dadas todas
nuestras “vivencias” anteriores a esa circunstancia surgirá un
deseo determinado que tendrá que ser necesariamente ése y no
otro. Por eso, cuando se dice que todo lo que hacemos es lo que
tenemos que hacer y no podemos hacer otra cosa distinta, se

50
quiere decir que como nuestros actos son el efecto de nuestros
deseos y nuestros deseos están determinados, así también están
determinados nuestros actos.

Toda la actividad del hombre está impulsada y dirigida por


los sentimientos producidos por los sucesos internos y externos
que le acontecen, al interaccionar estos sucesos con todas sus
“vivencias”, siendo cada “vivencia” la huella que deja una ex-
periencia al ser interpretada desde la personalidad, y siendo la
personalidad el conjunto de las tendencias heredadas con las
que nació el sujeto matizadas esas tendencias por su interacción
con las experiencias. Dicho de otro modo, toda experiencia
produce un sentimiento, y el tipo de sentimiento depende de
la interpretación que el sujeto hace de esa experiencia en fun-
ción de sus tendencias innatas matizadas por las experiencias
anteriores, es decir, depende de la personalidad del sujeto en
el momento de la experiencia. Así pues, cada experiencia, al
tiempo que produce un sentimiento, modifica de algún modo
la personalidad del agente, de la que dependerá el tipo de sen-
timiento que provoque la próxima experiencia.
Como ni nuestras predisposiciones innatas ni los sucesos
que nos acontecen a lo largo de la vida dependen de nosotros,
tampoco los sentimientos, que son consecuencia de todo ello,
dependen de nosotros. Los sentimientos, los deseos, son algo
que le sucede al hombre sin la intervención de su voluntad. Y
esos deseos son la causa de nuestra conducta.

51
-II-
Personalidad y cerebro

Como ya se dijo, la personalidad es el conjunto de todas


nuestras “vivencias”, es decir, de todo lo que nos sucedió en la
vida interpretado y asumido por cada uno desde su tempera-
mento, desde su “manera de ser” innata matizada por las ex-
periencias. Esa personalidad así definida es la que, a través de
los sentimientos, toma las decisiones. ¿Quién las podría tomar
si no?
La personalidad es algo tan complejo que, pese a los millo-
nes de personas que ha habido y habrá en el mundo, no puede
haber dos personalidades que sean iguales, lo cual es lógico
si pensamos que la personalidad está formada por la suma de
temperamento y experiencias, o sea, por los genes heredados
por una persona en combinación con todos los sucesos que le
acontecieron en la vida. Y si ya el conjunto de genes de cada
persona es único, la excepcionalidad se multiplica exponen-
cialmente al ser matizados esos genes por las experiencias que
recibe cada una.
Una persona se compone únicamente de lo que ha heredado
más lo que ha aprendido, de sus instintos más sus experiencias.
Pero no es una suma simple, pues los dos sumandos se influyen
mutuamente. Las cosas que una persona aprende están trans-
formadas por la impronta de su personalidad y, a su vez, pue-
den matizar, actualizar esa personalidad.
Si decimos que la personalidad engloba los instintos, las

52
tendencias, las aptitudes innatas del sujeto más todas las ex-
periencias que dicho sujeto recibió a lo largo de su vida y que,
interpretadas por aquellas predisposiciones innatas fueron in-
corporadas a su personalidad, estamos diciendo que en nuestra
personalidad está comprendido todo lo que somos.

Y la personalidad reside en el cerebro. Nuestros instintos,


las predisposiciones innatas, lo que hemos llamado el “sustra-
to emocional innato”, está grabado en circuitos neuronales en
nuestro cerebro. Y todas las experiencias que hemos tenido en
la vida, también están grabadas en circuitos neuronales en el
cerebro. Todo lo que somos y todo lo que conocemos está gra-
bado en el cerebro.
El hombre, pues, es su cerebro. En el cerebro se asientan los
instintos, las inclinaciones innatas, además de integrarse en él
todo lo que el hombre ha aprendido a lo largo de su vida. En el
cerebro está todo lo que el hombre es. No hay ningún elemento
misterioso por encima del ingente conjunto de conexiones neu-
ronales en que consiste el cerebro.
Sin embargo, hay personas que no están de acuerdo con lo
anterior. Creen que en el hombre conviven dos principios, uno
material que es el cuerpo y otro inmaterial o espiritual que es el
alma. El alma daría respuesta a todas las incógnitas a que nos
estamos refiriendo. Todas las experiencias de una persona le
habrían sucedido a su alma; la personalidad, lo que el hombre
es, residiría en el alma. El alma lo resuelve todo. Como espíritu
que es, el alma es libre e independiente. Y decir que el alma es
libre es tanto como decir que el hombre es libre para actuar,
pues es el alma quien dirige todas sus acciones. El alma es la
que siente, el alma es la que piensa.
Pero a mí me parece que intentar solucionar los interrogan-
tes del hombre, entre ellos el problema del “libre albedrío”, re-
curriendo al alma es resolver una incógnita con otra incógnita

53
mucho mayor. Pues ya me dirán cómo explicamos la presencia
de espíritus dirigiendo nuestro mundo material. Ya no preten-
do que me expliquen cómo es un espíritu, a qué se parece, sino
que me conformaría con conocer cómo se arreglan esos espíri-
tus para dirigir nuestras acciones, cómo se las compone el alma
para provocar nuestros pensamientos y nuestros deseos. ¿O es
la misma alma la que piensa y la que desea? Entonces ¿qué pin-
ta nuestro cerebro en todo esto? Porque sabemos, eso sí lo sa-
bemos con certeza, que cuando tenemos un pensamiento o un
deseo se activan partes específicas de nuestro cerebro. Es más,
se sabe que 100 milisegundos antes de tener un pensamiento
o un deseo se encienden en el cerebro determinados circuitos
nerviosos.
A nadie le puede caber duda de que es en el cerebro, en esa
masa gelatinosa encerrada en el cráneo, donde reside nuestra
vida mental. Es el cerebro el que produce nuestros pensamien-
tos, deseos, sensaciones y percepciones, es decir, nuestra men-
te. Algunos quieren identificar el alma con la mente. Pero la
mente no es ningún espíritu. La mente es, sencillamente, la
función del cerebro, de la misma manera que la digestión es la
función del estómago. La digestión es una operación realiza-
da por el estómago, y las acciones mentales como amar, odiar,
sentir, pensar son operaciones realizadas por el cerebro. Para
nada de ello se necesita el alma. La mente puede ser perfecta-
mente explicada por la interacción de las neuronas. Como dice
el profesor Carlos Belmonte: <Nuestra mente es el producto del
cerebro funcionando. Los actos más sofisticados, las emociones
más complejas, los sentimientos más profundos, las mayores
abstracciones, no son sino una serie de circuitos actuando que
dan lugar a ese producto que es el pensamiento>
Por eso creo que será si no más fácil sí más serio procurar
resolver los problemas de nuestro comportamiento examinan-
do ese prodigio de la naturaleza que es nuestro cerebro. Pro-

54
ducto de la evolución por selección natural al igual que todo lo
viviente. Pero ¿será posible explicar la prácticamente infinita
complejidad del ser humano por el solo funcionamiento de su
cerebro? Todos sus temores, sus afectos, sus odios, sus inclina-
ciones, sus envidias, sus amores, todo producido por el cerebro.
¿Es posible?
No fue sino hasta el siglo XIX cuando se empezó a pensar
que las funciones mentales eran un producto del cerebro. Hasta
entonces, y mucha gente lo sigue creyendo hoy día, se pensaba
que las operaciones de la mente, o sea, la memoria, el entendi-
miento y la voluntad, eran facultades del alma. Pero actualmen-
te, y gracias a los grandes investigadores del cerebro, estamos en
condiciones de afirmar con Francis Crick, el premio Nobel co-
descubridor de la estructura del ADN, la popular “doble hélice”
y autor del libro “La búsqueda científica del alma”, <que todos
nosotros, nuestras alegrías, nuestras penas, nuestros recuerdos,
nuestras ambiciones, nuestra conciencia y nuestra libre voluntad,
no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de cé-
lulas nerviosas y de sus moléculas asociadas>.
Así pues, el alma, si se quiere seguir con la terminología tradi-
cional, es el cerebro. El cerebro, donde reside la personalidad, es
el que dirige nuestro comportamiento. Y esta afirmación es más
racional que decir que es el alma el que lo dirige. Nunca nadie
pudo describir un alma. Pero sí podemos describir un cerebro y
su funcionamiento, aunque sea de una forma aproximada.
Como se ve en el Apéndice 2, esa enorme complejidad de
la actividad de las neuronas y, al mismo tiempo, su sencillez,
resumida en reacciones físicas y químicas, es suficiente para
explicar nuestra conducta y toda nuestra vida mental sin nece-
sidad de recurrir a instancias transcendentes.

Lo que distingue al cerebro que poseemos los humanos es,


antes que nada, su portentosa habilidad para construir mapas.

55
El cerebro está continuamente elaborando mapas. Mapas de
todos los objetos y de todos los acontecimientos que interaccio-
nan con él. Estos mapas están constituidos por las neuronas al
comunicarse entre ellas formando un patrón neuronal. Todo lo
que nos sucede en la vida es registrado por el cerebro en for-
ma de estos “mapas”, de estos patrones neuronales. Un patrón
neuronal es una asociación de neuronas que se comunican en-
tre sí formando un circuito. Cuando tenemos una experiencia,
consciente o inconsciente, el cerebro reacciona generando un
patrón neuronal característico de esa experiencia. Una neuro-
na tiene que excitar a sus vecinas y éstas a su vez a otras para
que se formen patrones lo suficientemente complejos como
para representar una experiencia o producir un pensamiento.
En forma de códigos, estos patrones o circuitos neuronales que
representan nuestras experiencias se almacenan como memoria
en las cortezas sensoriales de asociación.
Todo lo que somos y todo lo que conocemos está en el cere-
bro. Todo lo que vemos, todo lo que nos sucede en la vida está
impreso en esos circuitos constituidos por grupos de neuronas
conectadas entre sí. Un estímulo externo, una cara, por ejemplo,
se cartografía topográficamente (punto por punto) en un circuito
neuronal en las cortezas sensoriales primarias. Este circuito, que
es un grupo de neuronas interconectadas, forma, literalmente,
un dibujo parecido al estímulo real que percibimos.
Pero para guardar en la memoria esta imagen y que pueda
ser evocada en el futuro, el cerebro no guarda la imagen car-
tografiada del estímulo exterior, ya que, como dice Antonio
Damasio en “El error de Descartes”: <El cerebro no archiva
fotografías de personas, objetos, paisajes; ni tampoco almacena
cintas de audio de conversaciones; no almacena películas de
escenas de nuestra vida......Dada la enorme cantidad de cono-
cimientos que adquirimos a lo largo de una vida, cualquier tipo
de almacenamiento de facsímiles plantearía, probablemente,

56
problemas insuperables de capacidad. Si el cerebro fuera como
una biblioteca convencional nos quedaríamos sin estantes>.
Lo más probable es que el cerebro almacene todo lo que nos
ocurre en la vida por medio de un código. De momento no se
conoce ese código. Pero que todo lo que nos pasó en la vida ha
sido registrado por el cerebro y que lo conserva almacenado
en forma de memoria, consciente o inconsciente, no nos cabe
ninguna duda desde el momento que podemos rememorar
episodios de nuestra vida pasada o conocimientos que hemos
adquirido. Si bien no entendemos todavía el código en el que
el cerebro archiva los conocimientos, sí podemos observar, a
través del electroencefalograma, por ejemplo, cómo se activan
distintas comunidades de neuronas cuando evocamos una es-
cena de nuestra vida o un pensamiento o una imagen.
Además, esta explicación de cómo el cerebro registra y al-
macena, en sus diferentes áreas, todos los acontecimientos que
nos suceden en la vida se aviene bien con nuestra experiencia
cotidiana, pues aparte de la rememoración que podemos hacer
voluntaria y conscientemente de imágenes de caras, de obje-
tos, de escenas de nuestra vida pasada, este tipo de imágenes
también surge en nuestra mente de una manera espontánea
mientras estamos realizando cualquier acción trivial, tomando
un café, duchándonos, paseando. En dichos momentos, nos
vemos sorprendidos con imágenes de nuestra vida pasada que,
aparentemente, no tienen relación alguna con lo que estamos
haciendo. Ello es debido, probablemente, a que un sonido o el
tacto o la visión de alguna cosa provocaron, de forma incons-
ciente, la activación del patrón neuronal que corresponde a la
imagen que, inopinadamente, nos vino a la cabeza.
Y es que el circuito neuronal correspondiente a una expe-
riencia determinada no está formado por unas neuronas que
serían exclusivas para esa experiencia, sino que unas mismas
neuronas pueden formar parte de varios circuitos neuronales

57
diferentes que representen experiencias, pensamientos, concep-
tos también diferentes. En realidad, basta con que en un patrón
neuronal de millones de neuronas interconectadas haya una neu-
rona diferente para que todo el circuito sea diferente y represen-
te, pues, un concepto o una experiencia distinta.
Sabemos que un pensamiento no es más que la activación de
un conjunto de neuronas que forman un patrón neuronal ca-
racterístico, el patrón correspondiente a ese pensamiento. Para
producir el pensamiento más insignificante se tienen que dispa-
rar millones de neuronas al unísono, millones de neuronas que
forman el patrón neuronal correspondiente a ese pensamiento.
Si un patrón de pensamiento se activa ligeramente mutado
dará lugar a conceptos nuevos, a nuevos pensamientos. Es de-
cir, si en un circuito neuronal una o varias de las neuronas que
lo componen se cambian aleatoriamente por otras neuronas
distintas se producirá una imagen o un pensamiento nuevos.
En eso consiste, probablemente, lo que llamamos la inspiración
del artista: una idea nueva, distinta del conjunto de ideas con el
que nos desenvolvemos en la vida cotidiana, puede nacer de la
mutación fortuita de otra idea conocida.
Decimos que todas nuestras experiencias, todos nuestros
conocimientos se encuentran registrados en circuitos en el ce-
rebro, en patrones neuronales dispuestos a ser activados cuan-
do rememoramos escenas de nuestro pasado o personas que
hemos conocido, frases que hemos pronunciado o conceptos
que hemos aprendido a lo largo de la vida. Ya vimos que esta
rememoración la podemos hacer de una forma consciente o de
una manera inconsciente, como cuando nos asaltan, sin que
sepamos por qué, pensamientos que ni siquiera sabíamos que
estuvieran registrados en nuestra memoria. Al evocar sucesos
pasados, éstos aparecen en la mente suscitando en nosotros los
mismos o parecidos sentimientos que nos provocaron cuando
tuvieron lugar por primera vez.

58
En resumen, todo lo que somos se encuentra en el cerebro
y no en un ficticio ente inmaterial. En el cerebro no sólo está
contenido todo nuestro conocimiento adquirido, sino también
nuestro conocimiento innato, es decir, nuestros instintos, nues-
tras predisposiciones, nuestras tendencias. Este conocimiento
innato está contenido, sobre todo, en circuitos neuronales sitos
en los núcleos subcorticales.
Nuestra personalidad, por tanto, reside en el cerebro. No
existen dos personalidades iguales porque tampoco existen
dos cerebros iguales. Los circuitos neuronales son diferentes
de un individuo a otro debido, en primer lugar, a los genes que
dirigen el desarrollo del cerebro embrionario y que son carac-
terísticos de cada uno. Y también debido al distinto entorno
embrionario en que tiene lugar el desarrollo del cerebro. Y, por
fin y sobre todo, debido a las experiencias de cada persona que,
en interacción con el entorno, la personalidad y las experiencias
anteriores, continuamente están configurando el cerebro.
Con toda propiedad podemos decir que somos nuestro ce-
rebro. Pues en el cerebro no sólo reside todo nuestro conoci-
miento, innato y adquirido, sino que en él también reside la
conciencia, por la que sabemos que ese conocimiento nos per-
tenece, pertenece a una individualidad que soy yo. Gracias a la
conciencia puedo “introspeccionarme” y conocer no sólo qué
soy yo, sino simplemente que soy, que estoy aquí y es a mí a
quien le sucedieron y le están sucediendo cosas. Ese “yo”, que
es el punto de referencia de todas las experiencias internas y
externas, no es ningún fantasma, no es ningún espíritu. Es,
simplemente, una función del cerebro. (Ver apéndice 3)

Sabemos que en el momento de nacer, cada ser humano ya


está dotado de unas predisposiciones, de unas inclinaciones que
definen una manera de ser característica. Estas predisposicio-

59
nes innatas están grabadas en circuitos neuronales en nuestro ce-
rebro. Es la herencia genética transmitida por nuestros ancestros.
Con ese equipamiento, el recién nacido se enfrenta al mundo
exterior. El primer estímulo que recibe es interpretado, incons-
cientemente, de acuerdo con su manera de ser heredada. Ese
estímulo, gracias a la plasticidad de nuestro cerebro, ya matiza,
en alguna forma, la estructura neuronal inicial del bebé. Con
esa nueva estructura neuronal interpretará el siguiente estímu-
lo el cual, a su vez, dará a sus circuitos neuronales nueva forma
con la que afrontará nuevos estímulos que volverán a enrique-
cer sus circuitos neuronales, es decir, que irán conformando su
personalidad. Y este proceso, con especial incidencia durante
la infancia y la adolescencia, seguirá hasta el final de la vida de
la persona.
En todo ese desarrollo del sujeto hasta completar su perso-
nalidad no hay más que causalidad. Sólo causa y efecto. Una
causa inicial que es el temperamento heredado con el que in-
terpretará la corriente de acontecimientos que le sucederán en
su vida los cuales así interpretados, hechos “vivencia”, influirán
en el sujeto modelando su personalidad con la cual “vivencia-
rá” nuevos hechos que modificarán su personalidad con la que
continuará interpretando nuevos hechos, y así hasta el final de
la vida cuando su personalidad ya esté completa.

Resumiendo, en el cerebro está todo lo que somos. En sus


circuitos neuronales están comprendidas todas nuestras pre-
disposiciones heredadas así como todas las experiencias que
hemos tenido y que interiorizamos según fueron sentidas e
interpretadas desde nuestra personalidad en el momento que
sucedieron. Es decir, en los circuitos del cerebro residen todas
nuestras “vivencias” las cuales conforman nuestra personalidad.

60
Cuando hago lo que yo quiero hacer,
en ello estriba mi libertad, pero no puedo
dejar de querer lo que en verdad quiero.

Voltaire

61
62
Segunda parte
-III-
El entorno

A partir de unas tendencias innatas producidas por el conjunto


de genes heredado de nuestros padres y que definen nuestro tem-
peramento, vamos completando nuestra personalidad por medio
de la interacción de ese temperamento con los sucesos de la vida.
Lo que nos pasa en la vida, pues, forma parte de nuestra per-
sonalidad. Es lo exterior a nosotros. Es la realidad circundante
que, como decía Ortega, <forma la otra mitad de mi persona>.
Somos parte del entorno. Dadas nuestras capacidades y nues-
tras tendencias innatas, el entorno es el que determina nuestra
conducta, el que determina nuestra vida a través de los senti-
mientos. El entorno abarca desde la época en que nos ha tocado
vivir, con sus normas, instituciones, modas, creencias, mitos y su
injusto sistema económico, hasta el lugar en que vivimos, con sus
costumbres e idiosincrasia, pasando por los padres, educadores,
amigos, conocidos, enemigos, la clase social a la que se pertene-
ce, la familia, la riqueza, la pobreza, la ocupación a la que uno se
dedica y, en general, todo lo que rodea a la persona. En realidad,
somos el resultado de unos genes colocados en un entorno de-
terminado.

El entorno proporciona las opciones para que el hombre elija


las que mejor se acomoden a sus deseos. Pero al mismo tiempo
también limita los deseos y los adapta a esas alternativas. No es
fácil que un muchacho criado en un entorno económicamente

63
empobrecido y culturalmente exiguo sienta el deseo de estudiar
una carrera universitaria. Por el contrario, el hijo de padres uni-
versitarios será muy posible que desee ir a la universidad. Cuanto
más rico sea el entorno mayor número de alternativas habrá y
más variedad de deseos.
El entorno marca nuestro quehacer en la vida, el horizonte
de nuestras ilusiones. ¡Qué diferentes opciones para vivir se le
presentan a un individuo nacido en una familia rica de un barrio
elegante de Madrid frente al que vive en una barriada obrera con
unos padres trabajadores! Y éste último será un privilegiado si
se compara con un habitante de las favelas de Brasil, o con un
nativo de Zambia, donde el 86% de la población vive por debajo
del límite de pobreza, o de Haití, donde se mata el hambre co-
miendo galletas de tierra. Yo supongo que no habrá nadie que
sostenga seriamente que las personas nacidas en esos poblados
de chabolas son libres para decidir su vida. En estos casos, todo
el mundo comprende que el entorno engulle a sus habitantes y
no les deja más opciones que pobreza o más pobreza.
En esos mundos, el hombre es como si se simplificara. La edu-
cación, al estar reducida a una cultura de supervivencia, iguala
a todos los individuos y aunque cada uno nació con un tempe-
ramento singular, con una manera de ser propia, el margen de
actuación para diferenciarse de los demás es prácticamente cero,
pues las experiencias con las que ese temperamento tiene que
interactuar son tan simples, tan elementales que el único deseo
que pueden provocar es el de escapar de ese entorno. Pero, aún
en los temperamentos más fuertes, ese único proyecto de vida
será ahogado por la urgencia de satisfacer las necesidades básicas.

El entorno comprende, en primer lugar, la época, “el tiempo


en que nos tocó vivir”. En la actualidad, más o menos desde la
caída del muro de Berlín, vivimos en la denominada era de la
globalización, lo que a nivel individual quiere decir que los de-

64
seos, los sueños, las ilusiones, el pensamiento en fin de todos los
habitantes de la Tierra tienden a ser homogeneizados. (En este con-
texto, la expresión “todos los habitantes de la Tierra” es una hipér-
bole para designar a los habitantes de los países desarrollados y aún
dentro de éstos, a los dos tercios más favortecidos que según la ne-
fasta Thatcher son los únicos para los que merece la pena gobernar).
De la misma manera que, prácticamente, todos los estados
del mundo se agrupan, de grado o de fuerza, bajo la tutela de
Estados Unidos, los ciudadanos de esos estados se guían por las
modas, las costumbres, la manera de vivir de los americanos. La
globalización hizo reverdecer el “american way of life”, el cual
constituye casi el único proyecto de vida para una gran mayoría
de los ciudadanos de occidente y también de oriente. Todos so-
mos seducidos por el “glamour” con que es presentada la vida co-
tidiana en las películas americanas, la televisión y la publicidad.
Casi todos nuestros deseos y necesidades son un producto de
los medios de comunicación. Poseer un coche del último mode-
lo, tener una bonita casa, incluso una segunda vivienda, viajar,
son deseos comunes a todos los hombres y en la medida en que
esos deseos se cumplan, el sujeto se sentirá orgulloso dentro de
su grupo y si, por el contrario, no alcanza esos objetivos o lo hace
parcialmente, se considerará un fracasado. Así, es el entorno el
que determina las aspiraciones de cada persona. El “american
way of life” señala las expectativas vitales del hombre occidental
medio y dado que, actualmente, no existe otro modelo alternati-
vo a escala mundial, se puede decir que es el único espejo donde
se miran todos los hombres de este planeta.
Descendiendo a ámbitos menos generales, el país donde uno
vive, con sus costumbres y tradiciones, forma también parte del
entorno y se solapa con lo anterior para continuar diseñando
nuestra vida. Los hábitos particulares de cada lugar programan
lo cotidiano con tanta meticulosidad como establecer la com-
posición de nuestras comidas, los horarios, la forma de vivir el

65
tiempo de ocio, etc. Porque, aparte del idioma, lo único que dife-
rencia a un alemán de un español, por ejemplo, es la comida, los
horarios y, cada vez menos, la manera de divertirse.
Ya en el ámbito privado, la familia es el elemento del entorno
que más determina nuestra vida. El ambiente familiar consti-
tuye nuestro primer entorno al venir al mundo. Los padres no
sólo proporcionan los genes, sino también el entorno. Durante la
infancia, los padres deciden todo lo que el niño tiene que hacer,
lo que le está permitido y lo que le está prohibido. Poco a poco,
en interacción con el temperamento heredado, el entorno va for-
mando la voluntad del muchacho. En los primeros seis o siete
años de vida, solamente existe la voluntad de los padres y de los
primeros educadores actuando sobre el temperamento del niño.
Estas primeras experiencias en la vida del niño van modelando
su personalidad y este proceso continuará, por lo menos, hasta el
inicio de la vida adulta.
Y ya de adulto, serán las ideas y creencias que le inculcaron
durante la adolescencia en interacción con su personalidad las
que decidirán la clase de libros, prensa, cine y programas de TV
que elegirá, los cuales determinarán los criterios por los que se
regirá su vida.

Resumiendo, el entorno desarrolla nuestra personalidad y, al


mismo tiempo, forma parte de ella. Somos un conjunto de genes
situado en un entorno determinado. Según sean los genes y el
entorno así serán las “vivencias” que tenemos, es decir, así será
nuestra personalidad que, al fin y al cabo, no es otra cosa que el
conjunto de nuestra “vivencias”. Y esa personalidad determinará
nuestra conducta. Ni los genes ni el entorno fueron elegidos por
nosotros.

66
-IV-
Libertad y libre albedrío

A estas alturas, yo espero que esté claro que lo que hacemos es


siempre lo que tenemos que hacer. Que el deseo que nos empuja
a actuar en cada momento está determinado por nuestro tempe-
ramento heredado en interacción con todos los acontecimientos
vividos y por el entorno en que nos desenvolvemos en el mo-
mento de actuar. Dicho de otro modo: dado mi temperamento
tal como es, dadas mi crianza y mi formación tal como fueron,
dado mi pasado tal como sucedió, dado el entorno en que me
desenvuelvo no puedo desear algo distinto a lo que deseo en
este momento. Y ese deseo es la causa de mi acción.

Pero esto no significa que el hombre no sea libre, si entende-


mos por libertad la posibilidad que tiene cada uno de desarro-
llar plenamente su personalidad. El hombre es libre si puede
realizarse, si puede “ser él mismo”, si puede actuar de acuerdo
con sus deseos, aunque sus deseos estén determinados. Pero para
ser libre será necesario, en primer lugar, que nadie trate de impo-
ner su voluntad a los demás, y en segundo lugar, que se disponga
de una variedad de opciones.
La primera condición tiene que ver con la definición que Tho-
mas Hobbes da para la libertad: <ausencia de todos los impedi-
mentos para la acción que no estén contenidos ni en la naturaleza
ni en la cualidad intrínseca del agente>. Y también con la con-
cepción sobre la libertad que tiene Stuart Mill: <cada individuo

67
tiene el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto
que tales acciones no perjudiquen o dañen a otro>. Es decir, todo
hombre ha de poder actuar según su personalidad expresada en
cada momento por sus deseos sin otro límite que el respeto a los
demás.
La segunda condición para ser libre es disponer de varias op-
ciones. Pero tienen que ser opciones reales, es decir, que se tenga
el poder, la capacidad para conseguir lo que uno elige. Cuantas
más opciones reales se tienen más libre se es. Y es que hay diver-
sos grados de libertad. No es igual la libertad de un inmigrante
subsahariano, o de un habitante de las chabolas en los suburbios
de una gran ciudad, reducida esa libertad a elegir entre poquísi-
mas opciones, que la libertad de un pequeño burgués occidental,
por no hablar de la libertad de un millonario aunque sea oriental.
El medio en que una persona vive también condiciona la li-
bertad. Aunque todo hombre nace con unas predisposiciones,
con unas tendencias, con unas capacidades determinadas por los
genes, necesita un ambiente que le ofrezca oportunidades para
desarrollarlas. Es posible que un inmigrante subsahariano, por
ejemplo, haya nacido con más y mejores aptitudes que un bur-
gués o un millonario, pero el entorno en que se ve forzado a
desenvolver su vida no sólo no le permite desarrollar esas apti-
tudes, sino que ni siquiera le deja conocerlas; por consiguiente,
sus aspiraciones, sus deseos están limitados por la estrechez de
su ambiente. Por eso, para ser verdaderamente libre es necesario
que el medio en que una persona despliega su vida le permita
conocer sus capacidades y desarrollarlas. Una persona será tanto
más libre cuantas más facilidades se le den para conocer sus apti-
tudes y cuantas menos trabas se le pongan para realizarlas.
Debemos y podemos conquistar las mayores cotas de libertad
frente a los que pretenden reprimirnos. Pero nunca podremos
liberarnos de nosotros mismos. Siempre seremos esclavos de
nuestro temperamento heredado y de nuestro carácter adquirido

68
en un entorno y mediante unas experiencias que no han sido
elegidos por nosotros.
A propósito de lo anterior, ¿qué diferencia hay, en lo que se
refiere a la libertad, entre un monje de clausura y el recluido en
una prisión? Ninguno de los dos disfruta de libertad. Pero el
monje eligió él su vida y el prisionero no. Claro que si decimos
que el hombre no es libre para desear, el monje tampoco eligió
libremente su vida. En realidad, el monje eligió su vida obligado
por sus predisposiciones heredadas y por todas sus experiencias
vitales interiorizadas en función de su personalidad. Y la elige,
precisamente, para desarrollar su personalidad, aun cuando esa
personalidad le fue impuesta. Pero al prisionero no le dejan ele-
gir la forma de vida que le impondría su personalidad. Con su
manera de ser y sus experiencias seguro que no elegiría la vida
de prisionero. El monje, pues, elige su forma de vida con liber-
tad, si por libertad se entiende que nos dejen desarrollar nuestra
personalidad, que no nos impongan una vida que no deseamos
porque es ajena a nuestra manera de ser. Al prisionero no le dejan
hacer lo que su personalidad y su experiencia vital le obligarían
a hacer. La libertad estriba en que nos dejen elegir la opción que
queramos, aun a sabiendas que vamos a querer aquello que nos
dicte nuestra personalidad y nuestras experiencias pasadas. Es
decir, la libertad consiste en que no nos impidan hacer lo que
nuestra personalidad nos obligará a hacer.

Es preciso distinguir entre la libertad para hacer y la libertad


para querer. Dice Baruch Spinoza: <Los hombres se creen libres
porque ellos son conscientes de sus voluntades y deseos, pero son
ignorantes de las causas por las cuales ellos son llevados al deseo
y a la esperanza>. Y en el mismo sentido se expresa Voltaire:
<cuando hago lo que yo quiero hacer, en ello estriba mi liber-
tad....pero no puedo dejar de querer lo que en verdad quiero>.
Las opciones para actuar están ahí. Yo puedo elegir libremen-

69
te cualquiera de ellas. Como es lógico, elijo la que deseo, pues
como dice Bertrand Russell en “Lo que creo” <no se concibe
un medio de hacer que la gente haga cosas que no desea>. Soy
consciente de que puedo elegir y de que elijo a mi antojo. Soy
consciente de que elijo lo que deseo. De lo que no soy conscien-
te es que mi deseo me es dado. Soy libre para actuar, pero no
para desear. Y es que, dadas unas circunstancias determinadas
de temperamento, de crianza, de formación, de ambiente, na-
die puede desear algo distinto a lo que desea en un momento
concreto. Es decir, el hombre es libre para realizar sus deseos
(siempre que circunstancias ajenas a él no se lo impidan), pero no
es libre para elegir sus deseos.
No podemos elegir nuestros deseos. ¿Cómo se elegiría un de-
seo? ¿Con otro deseo? Y ese nuevo deseo con otro y así hasta el
infinito. Y es que, como se intentó demostrar, los deseos de cada
hombre son un producto de la personalidad y de las experiencias
de ese hombre, el cual no eligió ni la personalidad ni las expe-
riencias. De la interacción de nuestras experiencias con nuestra
personalidad surgen, pues, nuestros deseos y no podemos hacer
nada para evitarlos. Como dice Victoria Camps en “El gobierno
de las emociones” <el sentimiento o la emoción es algo que le
sobreviene al individuo, que el individuo padece, que le afecta y
no depende de él>.
En resumen, no somos libres para desear, pero somos libres
para realizar nuestros deseos; la libertad consiste en que nada
ni nadie nos lo impida.

La noción de “libre albedrío” es usada, sobre todo, entre los


teólogos cristianos que la necesitan porque sin ella la recompensa
y el castigo divinos no tendrían sentido. Pero aun despojado
de su significado teológico, el término “libre albedrío” se sigue
utilizando a veces para dar a entender que el hombre es com-
pletamente libre en sus acciones, que no está constreñido por

70
ninguna atadura que le obligue a actuar de una determinada
manera y que, por tanto, el hombre es plenamente responsable
de sus actos.
Sin embargo, sabemos que el hombre sí está sujeto a nume-
rosos vínculos. El primero de ellos, su propio temperamento,
el temperamento con el que nació, heredado de sus ancestros
a través de los genes. A continuación, todos los acontecimien-
tos que le sucedieron en la vida (que no dependieron de él) y
que, interiorizados según su temperamento y las experiencias
anteriores, forjan su personalidad. Es decir, la totalidad del co-
nocimiento innato más la totalidad del conocimiento adquiri-
do, todo ello registrado en los circuitos neuronales del cerebro,
constituye la personalidad del hombre, o sea, constituye todo
lo que el hombre es. Y esa es la fuente de la que proceden todos
sus pensamientos, todos sus deseos, todas sus acciones.
El “libre albedrío” tendría que consistir en poder hacer algo
que no fuera consecuencia de nada anterior. Hacer algo que no
dependiera ni de mi naturaleza ni de mis experiencias ante-
riores. En fin, hacer algo parecido a lo que, como recuerda el
profesor Marina, hizo el barón de Münchhausen: sacarse a sí
mismo del pantano tirándose hacia arriba de los pelos.
Porque la acción inspirada por el “libre albedrío” debería
surgir ex nihilo. Pero ni el más trivial pensamiento surge de la
nada. Cualquier idea que el hombre tiene proviene de su ce-
rebro. Y el cerebro produce esa idea con los datos que tiene
registrados. De esos datos, unos provienen de los genes here-
dados y otros de todas las experiencias que la vida proporciona.
Los registros innatos marcan unas tendencias en el hombre que
definen la manera particular con que va a afrontar las distintas
experiencias que le depare la vida. Esas experiencias van a ser
registradas por el cerebro a medida que suceden. Esos registros
adquiridos van a producir, bajo la influencia de los registros in-
natos, unos sentimientos privativos de cada persona. Esos sen-

71
timientos darán lugar a la acción. El “libre albedrío” no aparece
por ningún lado. Y desde luego no se necesita.

Como dice Neil R. Carlson en “Fisiología de la conducta” <el


“libre albedrío” es un mito fomentado por dos características de
nuestra naturaleza: la complejidad del cerebro humano y la cons-
ciencia que tenemos de nosotros mismos, la cual nos hace creer
que hay un “yo” que controla nuestro cerebro>. Pero como dice
Antonio Damasio, la conciencia es sólo un estado mental que in-
cluye la percepción del mismo organismo en el que está teniendo
lugar ese estado mental.
(Ver Apéndice 3, “La conciencia”)

72
-V-
¿Determinismo?

Afirmar que lo que hace una persona es siempre lo que tenía


que hacer, que dada su naturaleza heredada, dado su entorno
tal como es y dadas todas las experiencias que tuvo durante su
vida no podía haber hecho otra cosa distinta de la que hizo,
afirmar eso ¿es determinismo?
Lo primero que hay que hacer es ponerse de acuerdo en qué
queremos decir con determinismo. Se puede empezar por lo
que no queremos decir. Desde luego, no queremos decir que en
alguna parte esté escrito lo que le va a suceder a una persona.
Pero es determinismo en cuanto se niega que exista el “libre
albedrío” y se dice que las acciones del hombre son siempre el
efecto de una causa anterior.
Podemos decir que la vida del hombre está determinada,
pero no es predecible. Y no es predecible porque en ella tam-
bién interviene el azar.

Recordemos una vez más la sentencia de Spinoza: <Los


hombres se creen libres porque ellos son conscientes de sus
voluntades y deseos, pero son ignorantes de las causas por las
cuales ellos son llevados al deseo y a la esperanza>. Esas causas
que producen los deseos resultan de la conjunción del presen-
te con el pasado del hombre. El presente son los sucesos que
acontecen cada día. El pasado son todas las experiencias que
tuvo en su vida una persona interpretadas e interiorizadas des-

73
de su temperamento heredado. Y hay que tener en cuenta que
las experiencias que forman parte de su pasado fueron en su día
acontecimientos actuales (en frase feliz de Américo Castro <la
vida fluye y va decantándose como pasado>).
Cada acontecimiento, por trivial que parezca, me ofrece un
aspecto nuevo de la vida y yo debo descubrir su significado,
el significado que tiene para mí. Y el significado lo descubro
a través del sentimiento que me provoca el acontecimiento al
ser interpretado desde mi pasado, al compararlo y compartirlo,
mayormente de una manera inconsciente, con otros aconte-
cimientos de mi pasado. Y ese sentimiento es exclusivamente
mío pues es producto de mi pasado que es único. El sentimien-
to siempre es diferente para cada persona aunque el aconteci-
miento que lo provoque sea el mismo, pues cada persona tiene
su propio pasado.
El acontecimiento actual, pues, al ser interpretado por mi
pasado produce el deseo que será la causa de mis acciones. La
conducta del hombre, por tanto, está determinada por su pa-
sado al concurrir éste con el acontecimiento presente. Pero, a
pesar de estar determinadas, sus acciones no son predecibles.
Porque los acontecimientos que le suceden al hombre están su-
jetos al azar en el sentido de que la coincidencia en el tiempo de
un suceso con una persona concreta es aleatoria. No hay una
relación causal entre el acontecimiento y la persona a la que le
sucede, aunque el suceso por su parte sea el efecto necesario de
una causa y la presencia de la persona en ese preciso momento
también responda necesariamente a una causa. Pero su coinci-
dencia es absolutamente azarosa. Que yo salga a la calle en este
momento y me encuentre con un amigo al que no veía desde
hace años es absolutamente imprevisible. El hecho de que yo
salga a la calle está determinado por mis deseos y lo mismo se
puede decir de la acción de mi amigo, pero el encuentro de los
dos en ese momento es debido al azar, en el sentido de que es

74
imposible de predecir (tal es la cantidad de variables que hicie-
ron posible ese encuentro).

En resumen, la tesis que aquí se sostiene postula que las ac-


ciones del hombre responden a sus deseos y los deseos son la
consecuencia necesaria de los sucesos de la vida al “chocar” con
el pasado de ese hombre. Y ninguna de esas causas depende
de su voluntad. Es decir, la conducta del hombre está deter-
minada. Pero no es predecible porque en una de sus causas, los
acontecimientos, interviene el azar en el sentido explicado más
arriba.

75
-VI-
Algunas objeciones

El filósofo John R. Searle dice que hay razones para actuar


que son independientes del deseo. Y pone como ejemplo el
compromiso que se adquiere al prometer algo. Según Searle,
lo que se hace al prometer algo es crear una razón para actuar
independiente del deseo. Dice <si le prometo encontrarme con
usted hoy estoy creando una razón para encontrarme con usted
incluso si, llegado el momento, no tengo ganas o preferiría ir a
tomar una cerveza, un café o volver a la cama. Tengo una razón
para actuar que es independiente del deseo>.
Efectivamente, se ha creado una razón para actuar que es
independiente del deseo. Pero eso todavía no es la acción. Se
necesita que aquella razón se lleve a efecto. Y para ello será
necesario vencer los otros deseos que se le oponen. Y eso sólo
se consigue con otro deseo más fuerte, el deseo de cumplir lo
prometido. Es decir, si llegado el momento de encontrarme
con usted como se lo había prometido prefiero ir a tomar una
cerveza, con seguridad que iré a tomar una cerveza, a no ser
que el deseo de cumplir lo que le prometí sea más fuerte que el
de tomar la cerveza. O sea que para cumplir lo que se prometió
no basta con haber hecho la promesa, es preciso que en el mo-
mento del cumplimiento haya un verdadero deseo de realizarlo
por encima de cualquier otro deseo. Siempre es un sentimiento
el que nos lleva a la acción.

76
Cuando un deseo nos impele a una acción para satisfacerlo
¿puede un razonamiento impedirlo?
Si iniciamos un razonamiento con el fin de impedir la acción
a la que nos empuja un deseo será porque pensamos que no
debemos realizar tal acción, bien porque consideremos que es
inmoral, bien porque creamos que nos puede acarrear algún
daño. Es decir, el deseo que sentimos va acompañado de un
juicio moral, de una valoración sobre lo correcto o incorrecto
de la acción a la que nos empuja. Este juicio moral que acom-
paña al deseo es un producto de nuestra educación, de las ideas
y creencias que nos inculcaron durante nuestro aprendizaje en
la infancia y adolescencia, y también de nuestras experiencias
a lo largo de la vida que nos enseñaron las consecuencias que
pueden traer consigo nuestros actos.
Ahora bien, este juicio moral, este razonamiento ¿es sufi-
ciente para impedir la acción a la que nos incita el deseo? A mí
me parece que el razonamiento en sí, el solo reconocer que no
debemos realizar esa acción y las razones por las que no debe-
mos realizarla, no puede evitar que la llevemos a efecto. Para
ello sería necesario que el razonamiento provocara en nosotros
un sentimiento que, siendo más fuerte, anulara aquel deseo pri-
mero. Es decir, que nos provocara un sentimiento de repulsión
hacia el acto de satisfacer el deseo, más fuerte que el deseo mis-
mo. Por ejemplo, el deseo de fumar, al recordarnos los terribles
efectos que puede causar el tabaco, nos provoca un sentimiento
de repulsa contra el acto de fumar. Cuando ese sentimiento de
repulsión es más fuerte que el deseo de fumar somos capaces de
resistir tal deseo. Algunos llaman a eso “fuerza de voluntad”.
Pero lo que sucedió fue, simplemente, que hicimos lo que nos
obligó hacer el deseo más fuerte. Si el deseo de estar sano, que
es lo que está en el fondo de aquel sentimiento de repulsión,
hubiera tenido menos fuerza en aquel momento que el deseo de
fumar, no hubiéramos podido resistir tal deseo y fumaríamos.

77
Un sentimiento, pues, y no el razonamiento en sí, es lo único
que puede evitar la realización del deseo.

Un inciso: hablamos unas veces de sentimientos y otras de


deseos, pero en realidad es lo mismo. Lo que pasa es que los
sentimientos toman una gran variedad de formas, pero en la
base de todos ellos reside el deseo. Dice Spinoza <el deseo
adopta la forma del sentimiento según sea la relación con el
objeto>. Por ejemplo, en el caso que comentábamos, el senti-
miento de repulsión de la acción de fumar es en el fondo el
deseo de preservar nuestra salud. En cualquier sentimiento en-
contraremos un deseo que lo fundamenta. Y es que todos los
sentimientos no son sino variaciones en la escala casi infinita
que va del dolor al placer.

A la tesis que aquí se defiende algunos oponen una objeción


práctica. Se dice que si no existe el “libre albedrío”, si lo que
una persona hace es lo que tenía que hacer, si no puede hacer
otra cosa distinta de la que hace, entonces no sería responsable
de sus actos y, por consiguiente, no se le debería castigar aun-
que cometa un delito. Es decir, las cárceles no tendrían razón
de ser pues no habría reos para ocuparlas.
Yo creo que el problema se resuelve si hacemos una distin-
ción entre responsabilidad y culpabilidad. Entendiendo la res-
ponsabilidad exclusivamente como la necesidad de que cada
persona responda de las consecuencias de sus actos, indepen-
dientemente de su culpabilidad.
Todos estamos de acuerdo en que hay que proteger aquellos
valores que se reputan necesarios para un normal desarrollo de
la vida ciudadana. Con el objeto de hacer efectiva dicha pro-
tección, los actos que intenten destruir alguno de esos valores
han de llevar consigo una sanción. Y esto es independiente de
la presunta culpabilidad del actor. Lo único que aquí impor-

78
ta sería la responsabilidad, es decir, que los actos objeto de la
sanción fueran atribuibles a esa persona. La sanción estaría
fundamentada en la necesidad de castigar aquellos actos que
pongan en peligro la convivencia pacífica en la comunidad, con
la finalidad de que no se vuelvan a repetir.
A esto se podría argüir que si no existe el “libre albedrío” la
prevención de estos actos en el futuro no parece posible, puesto
que cada uno hará lo que tenga que hacer. Pero la afirmación
de que no existe el “libre albedrío” está basada en el hecho de
que el hombre no es libre para elegir sus deseos, ya que éstos
son un producto de la personalidad y de las experiencias de ese
hombre, y él no puede elegir ni su personalidad ni sus expe-
riencias. Pues bien, una de esas experiencias, no elegida por él
sino impuesta por la sociedad, sería la sanción que acompaña
a los actos ilícitos. Y el consiguiente temor a ser castigado por
ellos podrá evitar su comisión.
Así pues, se puede prevenir la ejecución de futuras acciones
sin necesidad de la existencia del “libre albedrío”, pues cuando
una persona evita realizar una acción por temor a ser castigada,
es porque el sentimiento de miedo es en ella más fuerte que el
deseo de realizar la acción. Es, como siempre, un sentimiento
el que guía al hombre. Un sentimiento producido por una ex-
periencia (el conocimiento de la sanción) asumida por la perso-
nalidad del sujeto.
Y que el hombre tenga que responder por sus acciones es
algo que está de acuerdo con todo lo que se dijo hasta aquí. Se
dijo que el hombre es libre para realizar sus deseos, aunque no
sea libre para elegirlos. Esto quiere decir que debe responder de
sus actos pues fue él quien los realizó, aunque no sea culpable al
no haber podido elegir libremente los deseos que le empujaron
a ejecutarlos.
En cuanto a la cuestión de la culpabilidad, hay muchos casos
en los que se aparta temporalmente a una persona de la socie-

79
dad sin necesidad de que sea culpable. A alguien que padece
una enfermedad infecciosa se le aísla, y al que tiene un tras-
torno mental que ponga en peligro su integridad o la de otras
personas también se le aleja de la comunidad. Y ninguno de
ellos es culpable. Es una cuestión de profilaxis, igual que la
sanción con el fin de prevenir en el futuro los actos que lesionen
o pongan en peligro el bien común.

80
-VII-
Un posible resumen

El objeto de este escrito es convencernos de que una persona


tal como es, con su temperamento, con su pasado a cuestas
exactamente como fue, con las circunstancias mismas que se
dieron en cada momento de actuar, no podría haber hecho otra
cosa distinta de la que hizo. Sin embargo, cualquiera que sea
la acción que se realice en un momento concreto, el sentido
común nos dice que siempre se podía haber hecho otra cosa.
Pero ¿es verdad lo que nos dice el sentido común? ¿Podía-
mos, realmente, haber realizado otra acción diferente de la que
hicimos? Por ejemplo, hace cinco minutos me he puesto en el
ordenador a escribir esto. ¿Pude, en ese mismo momento, ha-
ber hecho otra cosa? El sentido común me dice que sí, pero
¿qué tendría que haber pasado para que yo no me hubiera pues-
to en el ordenador a escribir esto y estuviera ahora haciendo
otra cosa?
En primer lugar, veamos por qué me puse a escribir esto en
el ordenador. La causa de ello fue el deseo de poner por escrito
cuanto antes una idea que me rondaba en la cabeza, que sentía
que era importante y que temía se perdiera con el tiempo. Ese
deseo lo llevé a efecto escribiendo en mi ordenador.
¿Qué habría tenido que pasar para haber hecho otra cosa
distinta en el mismo instante en que me puse a escribir en el
ordenador?
Si en aquel preciso momento, en lugar de la idea que me

81
rondaba en la cabeza acompañada del deseo de ponerla por es-
crito, hubiera tenido otra idea como, por ejemplo, leer un libro
o tomar un café, desde luego estaría ahora haciendo una cosa
distinta. Es decir, para hacer una cosa distinta de la que hice
hubiera tenido que desear una cosa distinta de la que deseé.
Pero eso no depende de mí. Porque los deseos no dependen
de la voluntad. Como dice Victoria Camps en “El gobierno
de las emociones” <el sentimiento o la emoción es algo que le
sobreviene al individuo, que el individuo padece, que le afecta
y no depende de él>.

Recordamos otra vez el pensamiento de Spinoza: <Los hom-


bres se creen libres porque ellos son conscientes de sus volun-
tades y deseos, pero son ignorantes de las causas por las cuales
ellos son llevados al deseo y a la esperanza>.
El hombre hace siempre lo que desea hacer. Como dice Ber-
trand Russell <no se concibe un medio de hacer que la gente
haga cosas que no desea>. Aun en los casos en que el hombre
se ve forzado a hacer algo que no desea, por ejemplo, al actuar
bajo una amenaza, realiza la acción que le repugna por el deseo
de evitar un mal mayor. En todos los casos, el hombre hace
lo que el deseo más fuerte le empuja a hacer. Y si sus acciones
están siempre guiadas por sus deseos es lógico que se crea libre.
Si a la pregunta “¿por qué has hecho eso?” la respuesta es inva-
riablemente “porque he querido hacerlo” no hay duda de que el
hombre que así responde es un hombre que se cree libre. Libre
para hacer lo que quiere.
Efectivamente, el hombre es libre para hacer lo que desea,
pero no es libre para desear. No se pueden elegir los deseos.
Yo puedo decir: “mañana voy a ir al cine”, pero no puedo decir:
“mañana voy a desear ir al cine”. Cuando llegue mañana ¿quién
sabe cuáles serán mis deseos? Pero de todos modos puedo ir al
cine aunque no me apetezca (por ejemplo, porque así lo decidí

82
ayer y quiero, por encima de todo, llevar a efecto lo que decido;
a este respecto ver la primera de las objeciones). Lo que no
puedo de ninguna manera es hacer que me apetezca ir al cine
si así no lo siento. No somos dueños de nuestros deseos. Pode-
mos reprimir los deseos (con otros deseos más fuertes), pero no
podemos impedir que surjan. Y no podemos impedirlo porque
solamente somos conscientes de ellos cuando ya aparecieron.
Los deseos nacen de nuestra naturaleza, son una consecuen-
cia de nuestras tendencias innatas y de nuestras experiencias
anteriores, y no somos conscientes de ellos hasta que un suceso
actual o un pensamiento hacen que se manifiesten.
Así pues, hacemos siempre lo que deseamos, pero no pode-
mos elegir nuestros deseos. Porque los deseos son un producto
de lo que somos. Y somos nuestro pasado, el cual es inamovi-
ble, no lo podemos cambiar.
No es exacto eso de que “somos los que hacemos”. Más bien
“hacemos lo que somos”. Y “somos lo que hicimos”. Todas las
experiencias que nos han acontecido durante la vida, interio-
rizadas, hechas nuestras por medio de nuestro temperamento
constituyen lo que somos. En cada momento somos nuestro
pasado. El acontecimiento que nos sucede ahora lo interpreta-
mos con todo el bagaje que hemos reunido hasta el presente. No
tenemos otra herramienta para afrontar el presente que nues-
tro pasado. Desde nuestro pasado es como vemos el presen-
te, como lo entendemos, como lo sentimos. Un suceso actual,
una lectura, por ejemplo, produce en nosotros unos sentimien-
tos, pero lo hace en función de nuestro pasado, revive nuestro
pasado y de ahí surgen los sentimientos. Cualquier acto que
realicemos, cualquier pensamiento, cualquier sentimiento que
tengamos en el presente tiene que provenir de nuestro pasado,
de lo que somos. ¿De dónde podría provenir si no?

83
Respecto de esto, recuerdo una película inglesa escrita y diri-
gida por Steven Knight cuyo argumento es el siguiente: Locke
lleva quince años felizmente casado, tiene un hijo y es muy
apreciado en su empresa en la que tiene un puesto de gran res-
ponsabilidad. Hace nueve meses, en un momento de euforia
por el buen fin de un trabajo y tras haber bebido algo más de la
cuenta se acostó con su secretaria a la que, por ser nueva, ape-
nas conocía. No la volvió a ver, aunque sabía que estaba emba-
razada. Es una mujer de unos 40 años, no demasiado atractiva
y vive sola. El hijo que va a tener será la mayor y quizá la única
alegría de su vida. Acaba de comunicar a Locke que está in-
gresada en un hospital en Londres y que el parto será en unas
pocas horas. Está sola y quiere tener su ayuda. Son las nueve de
la noche y Locke está conduciendo camino de su casa donde
le esperan su mujer y su hijo para cenar y ver por televisión
un partido de fútbol del equipo del que son hinchas. Por otra
parte, a las ocho de la mañana hay una reunión extraordinaria
de los principales accionistas con el fin de escuchar de su boca
un informe sobre la situación de la empresa. Recibe llamadas
de su mujer y de su hijo metiéndole prisa para que llegue a
tiempo para el partido. También recibe llamadas de su inme-
diato superior recordándole la reunión. Pero Locke decide estar
presente en el parto y sigue conduciendo hasta Londres adonde
llegará de madrugada. Llama a su superior para decirle que no
asistirá a la reunión y éste le dice que le costará el puesto. Lla-
ma a su mujer y le explica por qué no puede ir a casa. Su mujer
le amenaza con abandonarle. Pero Locke sigue conduciendo
hasta Londres porque quiere que su hijo sepa quién es su padre
desde el primer momento. No quiere que sufra todo lo que él
sufrió porque, siendo hijo natural, a su padre no le conoció
hasta que tenía quince años y ello le produjo un sentimiento de
rencor hacia él. No quiere actuar como lo hizo su padre. Locke
quiere muchísimo a su mujer y también quiere su puesto de tra-

84
bajo, pero lo va a sacrificar todo por el imperativo moral de que
su hijo tenga un padre. El deseo de cumplir con esta obligación
es más fuerte que todos sus otros afectos.

¿Actuó Locke libremente? ¿Tomó su decisión con total liber-


tad? Aparentemente sí. Nadie ni nada exterior a él le obligó a
hacerlo. ¿Por qué, entonces, toma la decisión que más le perju-
dica? Sabemos que está cuerdo y que es libre para hacer lo que
quiera. Sin embargo, toma una decisión que destruye lo que
más quiere, su matrimonio y su empleo. Tenemos que reco-
nocer que, si de verdad fuese libre, haría lo que está deseando
hacer y que además es lo más fácil, ir a cenar y ver el partido
con su mujer y su hijo y mañana ir a la reunión de la empresa.
¿Por qué actúa en contra de sus deseos más inmediatos? Por-
que su pasado está marcado por el hecho de no haber conoci-
do a su padre hasta bien entrada la adolescencia y esto, dado
su temperamento especialmente sensible, le produjo un rencor
y un sufrimiento inmensos que ahora vuelve a recordar ante
el anuncio del inminente nacimiento de este hijo. Y el pensa-
miento de comportarse de la misma manera que lo hizo su
padre le repugna de una manera insoportable. El odio que
sintió hacia su padre lo siente ahora contra sí mismo si se lle-
gara a comportar como él. Y es algo que no puede aguantar y
le obliga a tomar la decisión de acompañar a su hijo desde el
mismo instante de su nacimiento. Eso es lo que quiere hacer
por encima de todas las cosas.
Conclusión, Locke actúa con libertad porque nada fuera de
él le obliga a hacer lo que hace. Pero le obligan unos sentimien-
tos que afloran desde su pasado y que él no eligió. No puede
evitar esos sentimientos que le hacen querer por encima de
todo ser un padre consecuente.

85
Nadie puede elegir sus sentimientos. Hago lo que quiero,
pero no puedo elegir lo que quiero. ¿Cómo se podría elegir lo
que uno quiere? ¿Cómo se puede elegir un deseo? ¿Desde dón-
de se elegiría un deseo? ¿Desde otro deseo? ¿Y después?

Así pues, tenía razón Voltaire al decir: <cuando hago lo que


yo quiero hacer, en ello estriba mi libertad, pero no puedo dejar
de querer lo que en verdad quiero>.

86
-VIII-
Una última reflexión

Lo escrito hasta aquí no tiene por qué tener efectos prác-


ticos en el quehacer diario de una persona. Ahora ya sabe-
mos que el hombre hace siempre lo que desea hacer, y a pesar
de ello su conducta no puede considerarse libre porque él no
puede elegir sus deseos que son producidos por su tempera-
mento innato y por su pasado inamovible. Pero el hombre al
actuar no es consciente de las causas que dan lugar a sus de-
seos. Simplemente es consciente de sus deseos y actúa según
ellos. Por eso, al actuar se siente libre. Y eso es bueno.

Pero cuando le asalten dudas o sienta angustia por compor-


tamientos pasados, este escrito le podrá ayudar a reflexionar
que todo lo que hizo es lo que tenía que hacer, que dado su
temperamento tal como es, dadas su crianza y su formación
tal como fueron, dado su pasado tal como sucedió, dado el
entorno en que la acción se realizó no pudo desear algo dis-
tinto a lo que deseó en ese momento. Y ese deseo fue la causa
de su acción. Por tanto, no tiene que sentirse culpable de
nada. Y eso también es bueno.

87
Apéndices

89
-Apendice 1-
Los genes

Un gen es un segmento de una molécula de ADN (ácido


desoxirribonucleico).
El ADN es una macromolécula formada por una larguísi-
ma serie de otras moléculas llamadas nucleótidos. Hay cuatro
clases de nucleótidos: adenina, citosina, guanina y timina. Los
cuatro nucleótidos tienen formas distintas que son complemen-
tarias de dos a dos, a la manera de un acople “macho-hembra”:
la adenina encaja en la timina y la guanina encaja en la citosina.
Esto tiene importancia porque en realidad, la molécula de
ADN está formada por dos cadenas de nucleótidos. Estas
dos cadenas están unidas entre sí gracias al acoplamiento de los
nucleótidos. Por ejemplo, si los nucleótidos guanina-adenina-
timina forman, en este orden, una secuencia en una de las dos
cadenas, la secuencia en la otra cadena sería citosina-timina-
adenina. Y de la misma manera se unirán todos los nucleótidos
a lo largo de las dos cadenas. Además de estar unidas por los
nucleótidos, las dos cadenas se enrollan una sobre otra en espi-
ral formando la característica doble hélice del ADN.
Como cada nucleótido de una cadena forma un par con el
nucleótido de la otra cadena, se dice que el ADN es una mo-
lécula larguísima constituida por una larguísima serie de pares
de nucleótidos (o pares de bases, porque la adenina, citosina,
guanina y timina son bases químicas).
La larguísima molécula de ADN se divide en varias partes.

91
Estas partes son los cromosomas. En el ser humano hay 23
cromosomas. Cada cromosoma tiene un número distinto de
pares de bases. Por ejemplo, el cromosoma 1, que es el mayor,
tiene 247 millones de pares de bases en números redondos y el
cromosoma 22 tiene unos 49 millones. La suma de los 23 cro-
mosomas da un total de 3.200 millones de pares de bases que
son los que tiene la molécula de ADN.
Un gen es una secuencia de un determinado número de pa-
res de bases dentro de cada cromosoma. Por ejemplo, los 247
millones de pares de bases del cromosoma 1 dan lugar a 4.000
genes aproximadamente, y en el cromosoma 22 hay unos 1.000
genes repartidos entre los 49 millones de pares de bases. La
suma total de los genes que hay en los 23 cromosomas es de
unos 19.000 genes. Es decir, que 19.000 genes es la dotación
génica de un ser humano.

En el interior del núcleo de cada célula de nuestro cuerpo


residen los 23 cromosomas que forman nuestro ADN. En
realidad, residen 46 cromosomas. Y ello porque cada uno de
nosotros recibe su herencia de un padre y de una madre. Es
decir que tenemos 23 cromosomas procedentes del padre y 23
cromosomas procedentes de la madre. Los cromosomas mater-
nos y los paternos van en parejas. O sea, hay dos cromosomas
1 (uno paterno y otro materno), dos cromosomas 2, dos cro-
mosomas 3, etc. Los dos cromosomas que forman la pareja tie-
nen los mismos genes y localizados en los mismos lugares del
cromosoma. Como dice Richard Dawkins en “El gen egoísta”
<cada gen del cromosoma paterno tiene otro gen alternativo en
el mismo lugar (locus) del cromosoma materno. Se dice que es-
tos genes son ALELOS uno respecto del otro>. Los dos alelos,
el materno y el paterno, tienen la misma función, por ejemplo,
definir el color de los ojos. Pero en los genes, como en la vida

92
misma, hay unos que son dominantes y otros que son recesivos.
Y el alelo del cromosoma materno puede indicar ojos azules
mientras que el alelo del cromosoma paterno indicar ojos cas-
taños. El rasgo que se heredará será el expresado por el gen
dominante. Para que un gen recesivo se manifieste tiene que
estar presente en los dos cromosomas, paterno y materno.
Cuando se dice que el color de los ojos o los rasgos tempera-
mentales son debidos a los genes no se quiere decir que exista
un gen que automáticamente determine la timidez o la alegría
o la tristeza. Un gen es un elemento químico (ácido desoxi-
rribonucleico, ADN) que, cuando está activado, codifica una
secuencia de aminoácidos (proteína) que influye sobre X la cual
influye sobre Y que influye sobre Z ....que, a su vez, influirá en
el color de los ojos o en algún rasgo del temperamento.
Y es que la función de los genes es la producción de proteínas.

¿Cómo producen proteínas los genes?


Por medio de un proceso tan asombroso como simple. Una
proteína, al igual que la molécula del ADN, es un polímero
formado por una larga serie de monómeros unidos entre sí y
ordenados linealmente. En el ADN, los monómeros son los
nucleótidos y en la proteína los aminoácidos. Como sabemos,
hay cuatro clases de nucleótidos (adenina, citosina, guanina y
timina). Y los aminoácidos necesarios para construir todas las
proteínas son veinte. Es decir, por una parte tenemos una larga
secuencia compuesta por la repetición de los cuatro nucleótidos
en el ADN y por otra, también una larga secuencia formada
por la repetición de los veinte aminoácidos en la proteína. Si
hubiera una fórmula que relacionara nucleótidos con aminoá-
cidos se podría pasar del ADN a la proteína. Y la naturaleza
tiene esa fórmula.
Pero la traducción de los nucleótidos a los aminoácidos no la
lleva a efecto el ADN directamente. La razón es que el ADN

93
no puede salir del núcleo celular y la construcción de las pro-
teínas se lleva a cabo en el citoplasma de la célula, es decir,
fuera del núcleo. Por eso se necesita un intermediario entre el
ADN y la proteína. Ese intermediario es el ARN (ácido ribo-
nucleico), que por esa labor de intermediación que realiza se
llama ARN mensajero (ARNm). La fabricación de ARNm se
produce en el interior del núcleo en un proceso que se llama
transcripción y a continuación el ARNm sale del núcleo para
iniciar la construcción de la proteína.
Para explicar el proceso de transcripción, es decir, la fabrica-
ción de ARNm a partir de la secuencia de ADN que constituye
el gen que va a producir la proteína, se puede comparar el gen
con una escalera de mano. Cada travesaño de la escalera estaría
formado por dos nucleótidos complementarios encajados uno
en otro (los pares de bases). Habría, por tanto, cuatro clases
distintas de travesaños. Un travesaño compuesto por el par de
nucleótidos adenina-timina, otro por el par timina-adenina, un
tercero constituido por el par citosina-guanina y un cuarto por
el par guanina-citosina. Las cuatro clases de travesaños se re-
petirían aleatoriamente a lo largo de la escalera. Los largueros
de la escalera, entre los cuales estarían colocados los travesaños,
estarían formados por moléculas de ácido fosfórico (fosfatos)
unidas entre sí. Y el “pegamento” que une cada travesaño (los
nucleótidos) con los largueros (los fosfatos) sería una molécula
de azúcar (desoxirribosa). Los dos largueros de la escalera, se
enrollarían sobre sí mismos y formarían la doble hélice carac-
terística de la macromolécula de ADN.
Para el proceso de transcripción, lo primero sería desenrollar
los dos largueros de la escalera (las dos cadenas del gen). Des-
pués, como cada travesaño de la escalera está formado por dos
nucleótidos encajados uno en otro, si separamos los dos nucleó-
tidos de cada travesaño partiríamos la escalera por el medio de
los travesaños y tendríamos dos largueros independientes, cada

94
uno con una mitad de los travesaños. Es decir, tendríamos dos
cadenas de nucleótidos, independientes la una de la otra.
Por otra parte, en el interior del núcleo celular existe una
gran cantidad de nucleótidos sueltos, los cuales se van a ali-
near enfrente de los nucleótidos de una de la dos cadenas del
gen que ahora son independientes. La cadena frente a la que
van a alinearse los nucleótidos sueltos la llamamos filamento
“modelo” o filamento “patrón”. Las reglas para emparejarse los
nucleótidos sueltos con los nucleótidos del filamento “patrón”
son las que ya conocemos con una excepción: cuando en el fila-
mento “patrón” hay una Adenina, el nucleótido suelto que se va
a alinear enfrente de la Adenina es el Uracilo en vez de la Ti-
mina. Los demás emparejamientos son los ya conocidos, es de-
cir, cuando en el filamento “patrón” hay una Guanina enfrente
se alineará una Citosina y, el revés, cuando hay una Citosina se
alineará una Guanina, mientras que cuando hay una Timina
en el filamento “patrón” se alineará una Adenina.
La nueva cadena de nucleótidos que se formó en frente del
filamento “patrón” de ADN es una secuencia de ARN, es de-
cir, una molécula de ácido ribonucleico, la cual se diferencia de
la molécula de ácido desoxirribonucleico (ADN) en que tiene
una sola cadena (no forma, por tanto, la doble hélice caracterís-
tica del ADN). Además, el azúcar que une la base con el ácido
fosfórico es la ribosa en vez de la desoxirribosa (de ahí el nom-
bre). La otra diferencia, como se dijo antes, es que la base ura-
cilo sustituye a la base timina. La molécula de ARN surgida
de esta manera se llama ARN mensajero (ARNm). Es decir, la
transcripción consiste en producir ARNm a partir del ADN.
Esta creación de ARN mensajero es esencial para que los
genes (el ADN) cumplan con su función de producir proteínas,
ya que éstas, como se dijo, se originan fuera del núcleo de la
célula y, puesto que el ADN nunca sale del núcleo, se necesita
un intermediario, que es el ARN mensajero.

95
Tenemos, pues, que un gen, es decir, una secuencia de ADN,
produce, por medio del mecanismo de la transcripción, una
secuencia de ARN. Esta secuencia de ARN que tiene los mis-
mos nucleótidos y en el mismo orden que el gen (con el uraci-
lo en vez de la timina) sale del núcleo celular, y en el citoplasma
de la célula inicia el proceso llamado de traducción por el que
dicha secuencia de ARNm dará lugar a una proteína.
Las proteínas, al igual que el ADN y el ARNm, son políme-
ros formados por una larga serie de moléculas unidas entre sí.
En el caso del ADN y el ARNm, las moléculas que constitu-
yen la serie de monómeros son los cuatro nucleótidos (adenina,
citosina, guanina y timina o uracilo en el ARNm), mientras
que en la proteína esas moléculas son aminoácidos. La función
del ARNm es traducir una secuencia de nucleótidos (un gen) a
una secuencia de aminoácidos.
Para esta traducción de nucleótidos a aminoácidos se nece-
sita un código. Este código se basa en el orden que las cuatro
bases (los cuatro nucleótidos) mantienen dentro de la secuencia
de ARNm, pero tomando las bases de tres en tres. Y así, cada
serie de tres bases seguidas en la secuencia de ARNm es la
clave que designa a un aminoácido determinado. Estas series
de tres bases se llaman codones o tripletes. Por supuesto, en
cada serie, las tres bases no tienen por qué ser siempre diferen-
tes; pueden ser dos bases iguales y una diferente o las tres bases
iguales, según sea el orden en que están colocadas en la secuen-
cia de ARNm. Este código se denomina código genético.
Los investigadores han descifrado este código por completo
y se sabe a qué aminoácido corresponde cada codón o serie de
tres bases. Por ejemplo, una combinación de Adenina-Guani-
na-Uracilo en este mismo orden, corresponde al aminoácido
denominado Serina. Una combinación de Guanina-Guanina-
Uracilo corresponde al aminoácido Glicina. Una combinación
de Adenina-Adenina-Adenina corresponde al aminoácido Li-

96
sina. Y así hasta completar las claves que definen los veinte
aminoácidos que son necesarios para construir todas las proteí-
nas. Hay que tener en cuenta que una combinación de cuatro
elementos (los nucleótidos) tomados de tres en tres da como
resultado 64 combinaciones posibles, número por demás sufi-
ciente para designar los veinte aminoácidos.
Tenemos, entonces, una molécula de ARNm en el citoplas-
ma, es decir, una secuencia de nucleótidos en un orden de-
terminado (producto de la transcripción de una secuencia de
ADN), y sabemos que cada grupo de tres nucleótidos en esa
secuencia corresponde a un aminoácido concreto. Sabemos tam-
bién que una proteína es una secuencia de aminoácidos en un
orden determinado. El orden que llevan las series de tres nucleó-
tidos (codones) en el ARNm es el mismo orden en que van a ir
los aminoácidos en la proteína que se va a formar. Para formarla,
se necesitaría entonces que cada aminoácido de esa futura proteí-
na se pusiera en contacto con la serie de tres nucleótidos que le
corresponde en el ARNm, es decir, con el codón que es la clave
que identifica a ese aminoácido. ¿Cómo se consigue esto?
Existe en el interior del citoplasma de la célula una gran can-
tidad de unas moléculas de otro tipo de ARN llamado ARN de
transferencia (ARNt). Cada una de estas moléculas lleva unido
en uno de sus extremos un aminoácido y en el otro extremo
una combinación de los tres nucleótidos complementarios de
los que forman el codón que identifica a ese aminoácido. Por
eso esta combinación se llama “anticodón”. Por ejemplo, la mo-
lécula de ARNt que lleva unido el aminoácido metionina en
un extremo tiene en el otro extremo el “anticodón” UAC, es
decir, la serie de nucleótidos uracilo-adenina-citosina. Y ello,
porque el codón que identifica a la metionina en el ARNm es
AUG. Y el anticodón de AUG es UAC (la Adenina se empa-
reja con el Uracilo, el Uracilo con la Adenina y la Guanina con
la Citosina).

97
Pues bien, tenemos por una parte la secuencia de ARNm
compuesta por una serie de codones y por otra parte las mo-
léculas sueltas que en un extremo llevan los anticodones y en
el otro los aminoácido correspondientes. Entonces, cada mo-
lécula que lleva un anticodón se coloca en frente del codón del
ARNm que le corresponde. Y como en el otro extremo lleva
el aminoácido, basta con que una enzima especializada separe
el anticodón del aminoácido y ya tenemos un aminoácido en
frente de cada codón del ARNm formando una secuencia de
aminoácidos en el mismo orden que la secuencia de nucleóti-
dos del ARNm. Esa secuencia de aminoácidos es la proteína.

Así es, explicado a grandes rasgos, cómo los genes producen


proteínas, que es su principal función. Porque los genes no de-
terminan directamente un rasgo temperamental o físico. Los
genes sólo influyen de un modo directo sobre la síntesis de las
proteínas. Y como dicen Hamer y Copeland en “El misterio
de los genes”: <La función más importante de las proteínas es
actuar como enzimas, transformando un elemento químico en
otro. Por ejemplo, una enzima convierte la tirosina (un ami-
noácido que se encuentra en muchos alimentos) en dopamina,
un elemento químico cerebral que te hace sentir activo y esti-
mulado. Otra enzima descompone la dopamina en moléculas
más pequeñas, dejándote así más relajado y hasta perezoso.
Diferentes enzimas elaboran o degradan más de trescientos
elementos químicos que influyen en el pensamiento, la acción
y las sensaciones>

98
-Apéndice 2-
El cerebro

Dejando aparte las células de apoyo, el cerebro está formado


por CIEN MIL MILLONES de células nerviosas llamadas
neuronas. Las cien mil millones de neuronas están interconec-
tadas formando redes neurales Cada neurona está compuesta
de un cuerpo celular o soma el cual tiene varias prolongaciones
cortas llamadas dendritas que se van ramificando a la manera
de un árbol hasta llegar a alcanzar en algunas neuronas el nú-
mero de CIEN MIL ramificaciones o dendritas por cada neu-
rona. Cada neurona recibe información a través de las conexio-
nes (sinapsis) que en sus dendritas establecen otras neuronas.
Para transmitir información, cada neurona se vale de otra
prolongación de su cuerpo celular, esta vez una sola prolon-
gación larga, de forma tubular, llamada axón. Algunos axo-
nes pueden medir hasta más de un metro de longitud (aún así
siguen siendo invisibles al ojo humano, pues su diámetro es
inferior a la milésima parte de un milímetro).
Cada neurona puede tener hasta cien mil dendritas para re-
cibir información y solamente un axón para transmitirla. Pero
aunque cada neurona sólo tiene un axón, éste se ramifica y su-
bramifica muchas veces dando lugar a infinidad de terminacio-
nes llamadas “botones terminales”, que son los que contactan
con otras neuronas a las que transmiten la información. De
esta forma, cada axón puede establecer contactos (sinapsis) con
muchas neuronas.

99
Es decir, cada neurona recibe información de otras neuronas
a través de sus dendritas y ella a su vez transmite información a
otras neuronas por medio de su axón, dando lugar a intrincadas
redes de conexiones. El número de contactos, de sinapsis que se
llega a establecer entre las neuronas puede ser de MILES DE
BILLONES. Esa cantidad de miles de billones de conexiones
entre las neuronas, aunque supera nuestra comprensión, es per-
fectamente razonable si consideramos que esas conexiones son
las que producen todos nuestros pensamientos.
Una característica esencial de las neuronas es que son exci-
tables, es decir, son sensibles a todo lo que sucede a su alrede-
dor, por eso su principal función es recibir información de y
transmitir información a otras neuronas. A la información que
recibe una neurona y que transmite a otras neuronas llamamos
el “mensaje”. El mensaje consiste en una corriente eléctrica que
es conducida, como si fuera una onda, desde el cuerpo de la
neurona hasta los “botones terminales” de su axón, donde libe-
ra unas sustancias químicas llamadas neurotransmisores. La
corriente eléctrica o impulso eléctrico en que consiste el men-
saje se llama “potencial de acción”.
La corriente eléctrica que las neuronas reciben y transmiten
en forma de onda es producida por la inversión rapidísima del
signo de la carga eléctrica del interior de la neurona. El líquido
interior de la neurona, lo mismo que el líquido que la rodea
externamente, están cargados eléctricamente debido a la con-
centración de iones de potasio (K+), sodio (Na+). y cloro (Cl-)
principalmente. La concentración de esos iones es diferente en
el interior y en el exterior de la neurona. Esa diferencia hace
que el interior de la neurona tenga una carga eléctrica negati-
va de 70 mV (-70 milivoltios).
Esa carga negativa se invierte momentáneamente (cambia
de signo) gracias a la rápida entrada en el interior de la neurona
de iones de sodio cargados positivamente (Na+) que se encon-

100
traban en el líquido que rodea la neurona. Al cabo de 1 mili-
segundo, la inversión de la carga eléctrica de la neurona llega a
su pico (pasando de –70 mV a +40 mV) y entonces los canales
de la membrana de la neurona, que se habían abierto y dejaban
pasar el sodio al interior, se cierran no dejando pasar más iones
positivos de sodio, y en otro milisegundo la neurona recupera
su valor normal de carga eléctrica negativa (-70 mV).
Estos cambios de signo de la carga eléctrica del interior de
la neurona producen la corriente eléctrica que es conducida por
el axón desde el cuerpo de la neurona hasta los botones termi-
nales. En los botones terminales del axón se encuentran los
neurotransmisores. Cuando el impulso eléctrico (llamado “po-
tencial de acción”) originado en el cuerpo de la neurona llega
en forma de onda a través del axón hasta los botones terminales
tiene la virtud de abrirlos para dejar caer los neurotransmisores
que contienen en el líquido del espacio sináptico. Ese espa-
cio sináptico (sinapsis) es el que une los botones terminales del
axón de una neurona transmisora (neurona presináptica) con
la membrana de la neurona receptora del mensaje (neurona
postsináptica).

Resumiendo un poco, el espacio sináptico o sinapsis es el


lugar de unión entre dos neuronas. Una neurona que transmite
el mensaje y otra neurona que recibe ese mensaje. A la neurona
transmisora del mensaje la llamamos neurona presináptica (está
antes del espacio sináptico) y a la neurona receptora del mensaje
la llamamos neurona postsináptica. Las neuronas, en realidad,
no se llegan a tocar, sino que establecen sus conexiones a través
del espacio sináptico, el cual está lleno de líquido en donde
se depositan las sustancias químicas (neurotransmisores) que
liberaron los botones terminales de la neurona presináptica a
la llegada del impulso eléctrico (el “mensaje” o “potencial de
acción”).

101
Cada neurotransmisor que la neurona presináptica deposita
en el líquido sináptico tiene un receptor específico (una proteí-
na) en la membrana de la neurona postsináptica y, al unirse a él,
como una llave cuando entra en una cerradura, abre una “puer-
ta” de la membrana y por ella penetran los iones de sodio (Na+)
que se encontraban en el líquido extracelular. Como ya se dijo,
esta entrada de iones positivos de sodio produce la inversión
de la carga eléctrica negativa de la neurona postsináptica y este
cambio de signo da lugar al “potencial de acción” que es como
se llama a la corriente eléctrica producida por aquella inversión
(el “mensaje”).
O sea, para que las neuronas se activen, es decir, produzcan
ese impulso eléctrico en que consiste su mensaje, es necesario
que esas moléculas químicas llamadas neurotransmisores y que
se encuentran en la hendidura sináptica (a donde llegaron pro-
cedentes del botón terminal de una neurona presináptica) se
unan a sus receptores presentes en la membrana de la neurona
postsináptica.
Cada tipo de neurona produce unos neurotransmisores es-
pecíficos y tiene en su membrana receptores específicos. Por
ejemplo, repartidas por el cerebro de una manera asimétrica,
unas neuronas son excitatorias (la mayoría, cuatro quintas
partes del total) y otras son inhibitorias (una quinta parte del
total). Pues bien, las neuronas excitatorias producen neuro-
transmisores excitatorios, como el glutamato o ácido glutámi-
co, la dopamina, la serotonina, la acetilcolina, la noradrenali-
na, etc. y las neuronas inhibitorias producen neurotransmisores
inhibitorios, de los que el más importante es el GABA (ácido
gamma-aminobutírico).
Los neurotransmisores excitatorios, al unirse con sus re-
ceptores en la neurona receptora (postsináptica) dan lugar a la
apertura en esta neurona de los canales de sodio, produciendo
en ella el cambio de signo eléctrico, lo que da origen a la co-

102
rriente eléctrica llamada “potencial de acción” que se transmite
por el axón de esa neurona hasta sus botones terminales donde
causa la liberación de otros neurotransmisores.
Por su parte, los neurotransmisores inhibitorios dan lugar a
sinapsis inhibitorias que no producen ningún impulso eléctri-
co, ningún “potencial de acción” en la neurona receptora, pues
una sinapsis inhibitoria, no sólo no invierte el signo eléctrico
de la neurona receptora, sino que la “hiperpolariza”, es decir,
produce un cambio a más negativo. O sea, que si el potencial
de reposo de la neurona es, como ya se dijo, de –70 mV, una
sinapsis inhibitoria hace pasar esa magnitud a –80 o –90 mV,
por ejemplo. El resultado es una disminución de la tasa de des-
carga de la neurona. Se llama tasa de descarga a la cantidad de
impulsos eléctricos (“potenciales de acción”) que una neurona
produce en un segundo.
Todas las neuronas, lo mismo las excitatorias que las inhi-
bitorias, reciben sinapsis tanto excitatorias como inhibitorias
Cuando una membrana postsináptica es estimulada simultá-
neamente por una neurona excitatoria y por otra inhibitoria, la
despolarización y la hiperpolarización se contrarrestan, y no se
desencadena ningún potencial de acción.
Pero hay que tener en cuenta que cada neurona puede recibir
decenas de miles de sinapsis al mismo tiempo, unas excitato-
rias y otras inhibitorias, lo que hace que su tasa de descarga
sea el resultado de la actividad relativa de todas esas sinapsis.
Es lo que se llama integración neural: las sinapsis excitatorias
aumentan la tasa de descarga de la neurona, mientras que las
sinapsis inhibitorias hacen disminuir esa tasa; la tasa de des-
carga final será el resultado de sumar y restar todas las sinapsis.
Ya se dijo que la tasa de descarga es el número de impulsos
eléctricos (“potenciales de acción” o “mensajes”) que produce
una neurona en un segundo. Cada neurona puede producir
desde 1 hasta 500 impulsos eléctricos por segundo. Y para

103
complicarlo un poco más, cada neurona puede disparar a dis-
tinto ritmo. Es muy posible que el número de impulsos eléctri-
cos por segundo que genere una neurona, combinado con los
intervalos de tiempo que medien entre esos impulsos eléctricos
constituya el lenguaje de las neuronas.
El mensaje por el que se comunican unas neuronas con otras
es un impulso eléctrico que es igual siempre. Pero el mensaje
que cada neurona emita puede diferenciarse por el número de
impulsos eléctricos que genere en un segundo combinado con
la distancia de tiempo que medie entre un impulso y otro. Por
poner un ejemplo, una neurona puede producir tres impul-
sos eléctricos seguidos, hacer una pausa, emitir dos impulsos
seguidos, pausa, seis impulsos seguidos, etc.; y la duración
de las pausas también puede variar. Una especie de código
Morse.
Por otra parte, el cerebro se halla dividido en regiones y
cada región tiene funciones específicas. Eso hace que los
mensajes, además de por las combinaciones de impulsos eléc-
tricos y pausas, se diferencien por la región que los recibe. Ya
que cada región cerebral percibe los mensajes de una forma
característica según sean sus funciones. Por ejemplo, los men-
sajes que recibe la porción de cerebro llamada corteza visual
producen imágenes visuales, mientras que los recibidos por
la corteza auditiva producen imágenes auditivas, aunque la
estimulación de esas neuronas sea siempre una combinación
de impulsos eléctricos.

El cerebro está formado por dos hemisferios simétricos que


se comunican entre sí por un gran conjunto de fibras nervio-
sas que se llama cuerpo calloso, el cual está constituido por
unos 200 millones de axones. El cuerpo calloso une los dos
hemisferios por la parte media del cerebro. Cada hemisferio
está recubierto por la corteza cerebral. La corteza cerebral es la

104
parte del cerebro evolutivamente más moderna por lo que se la
llama también neocorteza o neocórtex. La corteza cerebral se
halla muy plegada formando surcos o cisuras (se llaman cisuras
a los surcos más anchos) y circunvoluciones, que son las protu-
berancias entre dos surcos. Gracias a estos pliegues, la corteza
triplica su superficie. El grosor de la corteza es de, aproxima-
damente, 3 mm.
La corteza está constituida por neuronas dispuestas en capas
horizontales. En ella, cada neurona se comunica con las neu-
ronas vecinas formando pequeños circuitos locales. Estos cir-
cuitos locales se conectan, a su vez, con otros circuitos vecinos
para formar regiones cerebrales. Y varias regiones cerebrales
se conectan entre sí para formar un sistema. El cerebro en su
conjunto es un sistema de sistemas.
La corteza cerebral se divide en cada hemisferio en cuatro
zonas o lóbulos: lóbulo frontal, lóbulo parietal, lóbulo tempo-
ral y lóbulo occipital. El lóbulo frontal abarca la parte de la
frente hasta, aproximadamente, la mitad de la bóveda craneal.
A partir de ahí, y separado del lóbulo frontal por la llamada
cisura central, empieza el lóbulo parietal que se extiende, más
o menos, hasta la coronilla. El lóbulo temporal está situado
detrás de las sienes, ocupando la parte lateral del cerebro, deba-
jo del lóbulo parietal del que está separado por la cisura lateral.
El lóbulo occipital está en la parte posterior del cráneo, por
encima de la nuca.
Estos lóbulos, por tanto, están duplicados: cuatro en el he-
misferio derecho y cuatro en el hemisferio izquierdo que están
intercomunicados por el cuerpo calloso. El hemisferio derecho
recibe las sensaciones y controla los movimientos de la parte
izquierda del cuerpo, y el hemisferio izquierdo hace lo propio
con la parte derecha.

105
Lóbulos frontales

En el conjunto de los lóbulos cerebrales existe una jerarquía.


En lo alto de la jerarquía se encuentra el lóbulo frontal. Cada
lóbulo frontal está constituido por varias regiones: la corteza
prefrontal (situada inmediatamente detrás de la frente), a con-
tinuación de ella se encuentra la corteza premotora, y seguido
la corteza motora situada ya en la mitad, aproximadamente,
de la bóveda craneal y contigua al lóbulo parietal.

La corteza prefrontal es la región del cerebro donde se to-


man las decisiones. Como dice Rita Carter, <se puede decir,
por tanto, que la voluntad reside en la corteza prefrontal>. La
corteza prefrontal es un órgano de integración, la parte mejor
conectada del cerebro. Está conectada con las cortezas de aso-
ciación posteriores (auditiva, visual, somatosensorial) y con la
práctica totalidad de las demás áreas cerebrales. Esta riqueza
de conexiones hace de la corteza prefrontal el lugar apropiado
para coordinar e integrar el trabajo de todas las demás estruc-
turas del cerebro. Asimismo, como dice Goldberg, la corteza
prefrontal parece contener el mapa de la corteza entera, lo cual
puede ser el requisito para que en la corteza prefrontal resida,
además de la voluntad, la conciencia.
Dentro de la corteza prefrontal existen áreas dedicadas a
funciones específicas. Una de ellas es la llamada corteza pre-
frontal dorsolateral. Son justamente las sienes. Según Rita
Carter <aquí las cosas se “mantienen in mente” y se elaboran
para formar conceptos. Esta área también parece permitir la
elección de hacer una cosa en lugar de otra>.
Otra importantísima área de la corteza prefrontal es la cor-
teza orbitofrontal que es la franja que está justo detrás de las
cejas. Aquí reside la capacidad inhibitoria sobre nuestros ins-
tintos más primarios, por lo que Alejandro Luria la llama “el

106
órgano de la civilización”, pues es lo que nos permite adaptar-
nos a un entorno social complejo compuesto por una serie de
trabas a nuestros instintos, como son las obligaciones morales
base de la civilización. Como dice Goldberg, los pacientes con
síndrome orbitofrontal están emocionalmente desinhibidos. Su
tono afectivo oscila entre la euforia y la rabia, y su control de los
impulsos es prácticamente inexistente. Hacen lo que les apete-
ce hacer cuando les apetece hacerlo. Su capacidad para inhibir
la urgencia de gratificación a favor de la ventaja a más largo
plazo está seriamente deteriorada. En la corteza orbitofrontal,
además, es donde se planifican las acciones para el futuro y se
prevén sus consecuencias al compararlas con situaciones pasa-
das similares.
También en la corteza prefrontal está la región ventrome-
diana que es la continuación de la corteza orbitofrontal, pero
en el interior de los dos hemisferios. En esta región es donde las
emociones se hacen conscientes, convirtiéndose en sentimientos.

A continuación de la corteza prefrontal, más o menos don-


de termina la frente, se encuentra la corteza premotora. Está
situada inmediatamente antes de la corteza motora primaria
que es la ejecutora de las acciones. Pero antes de ejecutar las
acciones, éstas se “ensayan” en la corteza premotora. Ensayar
una acción significa que antes de realizarla tenemos que ha-
cer balance de sus posibles consecuencias. Por eso, necesita-
mos tener archivadas en nuestro cerebro las acciones pasadas
y sus correspondientes resultados para, al compararlos con la
situación actual, decidir la acción que más nos conviene por sus
posibles efectos. Pues bien, parece que la información necesa-
ria para efectuar la evaluación de las consecuencias de nuestra
posible futura acción y, por tanto, la posibilidad de llegar a una
decisión conveniente se encuentra en la corteza premotora. Eso
significa lo de ensayar las acciones: evaluar sus consecuencias.

107
Simplificando mucho, parece que la continuidad lógica en el
proceso de llevar a cabo una acción se corresponde con la con-
tinuidad o contigüidad de las áreas cerebrales encargadas de
realizar ese proceso. En efecto, las acciones que se planificaron
en la corteza prefrontal se “ensayan” en la corteza premotora
que está a continuación y se envían las señales correspondientes
a la vecina corteza motora para que las ejecute.

Por fin, en la corteza motora (la franja situada a continua-


ción de la corteza premotora, hacia la mitad de la bóveda cra-
neal) se ejecutan las acciones. La corteza motora recibe las se-
ñales de la corteza premotora y de otras estructuras cerebrales
para llevar a cabo la acción. Para ello, las neuronas de la corteza
motora envían señales a los músculos a través del tronco cere-
bral y de la médula espinal, de donde los nervios craneales y es-
pinales parten para establecer sinapsis en las células musculares
y transmitirles la señal, el potencial de acción que de lugar a la
contracción del músculo que corresponda.

Lóbulos posteriores

En los tres lóbulos posteriores (parietal, temporal y occipital) se


distinguen las áreas sensoriales primarias y las áreas sensoriales
de asociación. Así, se habla de corteza somatosensorial primaria y
corteza somatosensorial de asociación, ambas en el lóbulo parietal;
de corteza auditiva primaria y corteza auditiva de asociación, en
el lóbulo temporal; de corteza visual primaria y corteza visual de
asociación, en el lóbulo occipital.

Cortezas sensoriales primarias

Las cortezas sensoriales primarias de los lóbulos posteriores re-


ciben las sensaciones de los órganos de los sentidos. De este modo,

108
la corteza somatosensorial primaria recibe información de los ór-
ganos corporales, es decir, todo lo referente al tacto, la presión, la
temperatura y el dolor. Se dice que es somatotópica, lo que sig-
nifica que contiene un “mapa” de la superficie del cuerpo, de tal
manera que cada punto del cuerpo se corresponde con un punto
del área cerebral. Por ejemplo, los axones de las neuronas senso-
riales del dedo meñique forman sinapsis en un área concreta de la
corteza somatosensorial primaria, los del dedo anular las forman
en un área vecina de esa misma corteza somatosensorial, etc. La
corteza auditiva primaria recibe información del oído y se dice que
es frecuencitópica, es decir, cada sonido con una frecuencia deter-
minada tiene su correspondencia en una determinada área de la
corteza auditiva primaria. La corteza visual primaria recibe infor-
mación de la retina y se dice que es retinotópica.
Además, cada corteza sensorial primaria se divide en varias
áreas organizadas jerárquicamente, cada una de las cuales recibe
un tipo determinado de información. Así, la corteza visual prima-
ria tiene más de 20 áreas organizadas jerárquicamente. Las prime-
ras áreas manejan rasgos muy generales. La primera área visual,
por ejemplo, se ocupa de líneas y su orientación. Hay en esta área
unas neuronas sensibles a las líneas rectas, otras son sensibles a las
líneas inclinadas y según qué grado de inclinación, etc. Según se
va ascendiendo en la jerarquía, los rasgos se hacen cada vez más
individualizados. El área dos de la corteza visual se ocupa de la
visión estereoscópica, en el área tres aparece la profundidad y la
distancia, en el área cuatro el color, el movimiento en el área cinco,
etc., hasta llegar a las áreas superiores de la corteza visual donde
ya se pueden manejar rostros. Es decir, cada área visual construye
nuevos rasgos a partir de combinaciones de rasgos ya extraídos
por las áreas inferiores en la jerarquía (Francis Crick). Y de la mis-
ma manera funcionan la corteza auditiva y la corteza somatosen-
sorial primaria.

109
Es decir, en el cerebro todo está jerárquicamente organiza-
do. Se parte de lo más simple para llegar a lo extraordinaria-
mente complejo. Cada paso se apoya en el anterior añadiéndole
más información. Y todo ello a la velocidad de la luz. Así sa-
bemos que para producir la imagen de una cara, por ejemplo,
unas neuronas empezaron reproduciendo líneas. Otras neuro-
nas captaban las líneas horizontales, otras más captaban líneas
con diferentes grados de inclinación, otras las líneas curvas,
etc. Otros grupos de neuronas integran todas esas líneas. Y se
va acumulando información. Hay neuronas que captan el mo-
vimiento, otras el color. Y al final del proceso, integrando esa
infinidad de datos, otras neuronas producen la imagen de una
cara. Aunque la parte del cerebro mejor estudiada es la corteza
visual, todo el cerebro funciona de la misma manera.
Y el mismo método de integración jerárquica de datos, par-
tiendo de lo simple para llegar a lo más complejo, utiliza el
cerebro para producir el más intrincado de los pensamientos.
Como dice Sánchez-Andrés <La complejidad de nuestro
cerebro es tan enorme que su comparación con los ordenado-
res deja de tener sentido. El más potente ordenador actual no
podría imitar el funcionamiento de una sola neurona, así que
si lo multiplicamos por cien mil millones.....> No debemos ol-
vidar que son cien mil millones de neuronas interconectadas,
que dan lugar a billones de conexiones y todo ello organizado
jerárquicamente.
Las neuronas de las cortezas sensoriales primarias están es-
pecializadas en la elaboración de “mapas” de los objetos y de
los acontecimientos con que nos encontramos en la vida. Estos
“mapas” están constituidos por circuitos de neuronas y los pa-
trones que formas esos circuitos se parecen, literalmente, a los
objetos o acontecimientos que representan. Se quiere decir que
todo lo que nos sucede en la vida, todos los estímulos exter-
nos entran por los órganos de los sentidos y son representados

110
en las cortezas sensoriales primarias correspondientes (auditi-
vas, visuales, táctiles o somatosensoriales). En algunos casos,
son representados punto por punto en las neuronas de dichas
cortezas. Es decir, las neuronas de varias áreas de una corteza
sensorial primaria se activarían formando un mapa, un dibujo
que literalmente se parecería al estímulo físico que se quiere
representar. Si el estímulo externo fuera una cruz, por ejemplo,
la figura que formarían las neuronas activadas en alguna capa
de la corteza visual primaria se parecería a una cruz. En otros
casos, ese dibujo puede ser una abstracción. Pero siempre el
patrón de actividad constituido por los circuitos de neuronas se
corresponde con el objeto o el suceso que fue el estímulo que
hizo que las neuronas de las cortezas sensoriales elaborasen un
“mapa” que representa ese objeto o ese suceso. Estos “mapas”
de las personas, de las cosas, de los acontecimientos que inter-
vienen en nuestra vida y que son elaborados por el cerebro son
los que dan lugar a las imágenes que percibimos de esas cosas
y esos sucesos.
Pero las cortezas sensoriales primarias no sólo confeccionan
“mapas” del mundo exterior. También elaboran “mapas” del
cuerpo mismo al que pertenecen y de su estado, es decir, de su
buen o mal funcionamiento. Y como siempre, estos “mapas”
producen imágenes, aunque sean imágenes abstractas. (Estos
“mapas” del propio cuerpo son el inicio de la conciencia, como
se intenta explicar en el Apéndice 3).
Las imágenes que tenemos en la mente (que son la mente)
proceden de los “mapas” que el cerebro levanta de todo aquello
con lo que se encuentra. Estas imágenes pueden ser visuales,
auditivas, táctiles, pueden ser imágenes de olores, de sabores,
de placeres, de dolores, pueden ser verbales y no verbales. Todo
ello es <el resultado de la destreza cartográfica del cerebro>
(Damasio). Y es que el rasgo distintivo de los cerebros huma-
nos es su asombrosa habilidad para crear “mapas”.

111
Cortezas sensoriales de asociación

Las cortezas sensoriales primarias, es decir, las áreas de la


corteza cerebral encargadas de recibir la información del exte-
rior ocupan unos espacios pequeños en los lóbulos cerebrales,
menos de un tercio del total de cada lóbulo. El resto son las
áreas sensoriales de asociación (auditiva, visual, somatosen-
sorial) que son adyacentes a las cortezas sensoriales primarias
correspondientes y de las cuales reciben información. Esta in-
formación que reciben las cortezas de asociación es almacenada
como memoria por las neuronas de dichas cortezas.
Pero, a diferencia de lo que ocurre en las cortezas sensoriales
primarias, la información contenida en las cortezas sensoriales
de asociación no guarda ningún parecido físico con el estímulo.
Y es que la información cartografiada en las áreas sensoriales
primarias es traducida a un código, una fórmula para ser a ar-
chivada en la áreas de asociación. Es decir, para guardar en la
memoria una imagen y que pueda ser evocada en el futuro, el
cerebro no guarda la imagen cartografiada del estímulo, sino
que traduce esa imagen a un código neural, a una fórmula, y la
archiva así codificada en las cortezas sensoriales de asociación.
Así pues, todas las percepciones que hemos tenido a lo largo de
nuestra existencia están contenidas en las cortezas sensoriales
de asociación que son, digamos, la estación integradora de todo
lo que nos sucedió en la vida.

Resumiendo, todo, absolutamente todo lo que nos sucedió


en la vida, todo el conocimiento que fuimos adquiriendo a lo
largo de nuestra existencia, todo lo que hizo que hayamos lle-
gado a ser lo que somos, fue cartografiado momento a mo-
mento en el cerebro y en el cerebro permanece archivado. Por

112
razones de espacio, no está archivado en forma de facsímiles,
sino mediante fórmulas abstractas sitas en circuitos neuronales
en las cortezas sensoriales de asociación. Hay en el cerebro, por
tanto, un espacio de imágenes y otro espacio de fórmulas. Un
objeto cualquiera que estamos viendo, una música que esta-
mos oyendo, un olor, un sabor, algo que estamos leyendo, todo
es cartografiado momentáneamente tal como es en circuitos
neuronales en las cortezas sensoriales primarias (espacio de
imágenes), y a continuación es archivado en forma de código
o fórmula en circuitos neuronales en las cortezas sensoriales
de asociación (espacio de fórmulas). Cuando al recordar son
activados los circuitos neuronales que contienen la fórmula en
que fue archivada la imagen explícita del suceso que ahora evo-
camos, esa fórmula reconstruye la imagen original en el mismo
lugar en que fue construida por primera vez, es decir, en las
cortezas sensoriales primarias (en el espacio de imágenes).
Nuestros instintos, las predisposiciones innatas, lo que he-
mos llamado el “sustrato emocional innato”, también está gra-
bado en circuitos neuronales en nuestro cerebro. En este caso,
en estructuras subcorticales.

Estructuras subcorticales

Debajo de los dos hemisferios cerebrales existe un conjunto


de estructuras que como dice Rita Carter en su “Mapa del ce-
rebro” <es la central energética del cerebro, generadora de los
apetitos, impulsos, emociones y estados de ánimo que dirigen
nuestra conducta. Nuestros pensamientos conscientes son me-
ros moderadores de las fuerzas biológicamente necesarias que
surgen de este mundo subterráneo inconsciente>.

La corteza cingulada anterior. Es una corteza más antigua


(paleocorteza) que la corteza cerebral (neocorteza o neocórtex)

113
y está situada inmediatamente debajo de la corteza cerebral, en
el borde interno de los dos hemisferios, exactamente por encima
del cuerpo calloso (el cuerpo calloso es un gran haz de axones
que comunica entre sí los dos hemisferios cerebrales). Como su
misma ubicación en el encéfalo sugiere, la corteza cingulada
es una estructura intermediaria entre los núcleos subcortica-
les de la parte inconsciente del cerebro y la parte consciente
de la neocorteza. En consonancia con esto, se distingue en
la corteza cingulada una parte afectiva y una parte cognitiva.
Por eso, la corteza cingulada anterior, además de ser uno de
los desencadenantes de las emociones, ayuda a centrar la aten-
ción y a sintonizar los pensamientos. Ayuda a hacer conscientes
las emociones, es decir, a la aparición de los sentimientos. Por
ejemplo, el sentimiento de la envidia parece que es procesado
en la corteza cingulada. Y también juega un papel importante
en el sentimiento de empatía. Entre otras funciones, la corteza
cingulada modera la emoción de la angustia desencadenada por
la amígdala cerebral. Y también está relacionada con la toma
de decisiones. Para tomar una decisión no basta con el puro y
frío razonamiento. Es necesario experimentar alguna clase de
emoción que nos empuje a tomar la decisión. La integración de
la evaluación positiva o negativa resultado de experiencias an-
teriores con el razonamiento de la situación actual nos ayudará
a tomar la decisión. Y posiblemente esa integración la hace la
corteza cingulada.

El tálamo. Está situado en el mismo centro del cerebro. Es


una de las estructuras más grandes del cerebro y una de las más
importantes. El tálamo es la puerta de entrada de la mayoría de
las señales sensoriales. Toda la información proveniente de los
órganos de los sentidos tiene que pasar por el tálamo antes de
llegar a la corteza cerebral (una excepción es el olfato, que llega
directamente a la corteza sin pasar por el tálamo). Por ejemplo,

114
el núcleo geniculado lateral (uno de los muchos núcleos que
constituyen el tálamo) recibe información del ojo y envía axo-
nes a la corteza visual primaria, otro núcleo recibe información
del oído y la envía a la corteza auditiva primaria, etc. Otros nú-
cleos talámicos reciben información de otras estructuras. Por
ejemplo, el núcleo ventrolateral del tálamo recibe información
del cerebelo y la proyecta hacia la corteza motora primaria. De
hecho, la mayoría de las informaciones que recibe la corteza
cerebral provienen del tálamo (Neil R. Carlson).

Los ganglios basales. Están constituidos por varios núcleos


entre los que sobresalen el núcleo caudado, el putamen y el glo-
bo pálido. Más del 90% de nuestras actividades diarias las lle-
vamos a cabo de una manera inconsciente. Y esas actividades
están controladas por núcleos que están en el centro y en la base
del cerebro, por debajo de la corteza cerebral. Así por ejemplo,
recorremos el trayecto que va desde nuestra casa al lugar de tra-
bajo pensando en mil cosas menos en el camino que estamos
andando, pues eso lo hace por nosotros un conjunto de neu-
ronas llamado ganglios basales. Los mismos que hacen que
podamos conducir un coche sin pensar en ello, o pedalear en
una bicicleta. Los mismos que nos avisan para cerrar la puer-
ta cuando salimos de casa o llaman nuestra atención cuando
hay algo fuera de lugar, que no debería estar ahí. Su mal fun-
cionamiento puede producir la enfermedad de Parkinson o el
trastorno de Corea, caracterizado por movimientos anormales
de los pies y de las manos. Otro componente importante de los
ganglios basales es el nucleus accumbens, cuyas neuronas son
receptoras del neurotransmisor dopamina; el accumbens ejerce
una función importante en los comportamientos relacionados
con la recompensa, el placer y la adicción.
Los ganglios basales están bajo un control estrechísimo de la
corteza prefrontal y trabajan en colaboración con ella.

115
El hipocampo. Las memorias conscientes a largo plazo se
asientan en el hipocampo, el cual no madura hasta los tres años
aproximadamente, por lo que, antes de esa edad, no tenemos
recuerdos. Gracias a la memoria a largo plazo, el hipocampo
está en condiciones de comparar la situación actual con situa-
ciones pasadas y en base a ello considerar si esa situación ac-
tual es inofensiva o requiere atención, y en este caso pasaría la
información al llamado sistema activador reticular que es una
red de neuronas en el tallo cerebral que está vinculada con el
estado de alerta general y con la dirección de la atención. El hi-
pocampo, a diferencia de la amígdala y los ganglios basales, no
es un núcleo sino una estructura cortical, es decir, las neuronas
del hipocampo no están colocadas en forma de racimo, sino en
capas como en la corteza cerebral.

La amígdala. Está situada en el interior de los lóbulos tem-


porales, en frente del hipocampo. Junto con el hipotálamo y
la corteza cingulada anterior forma parte del llamado sistema
límbico que es la parte del cerebro más íntimamente relaciona-
da con las emociones. Todas las emociones se originan a partir
de señales recibidas en los circuitos neuronales de la amígdala
y de la corteza cingulada anterior, señales que provienen direc-
tamente del estímulo o de la corteza prefrontal.
Concretamente, la amígdala es el lugar donde se genera y se
percibe el miedo. Ante la presencia de un estímulo amenaza-
dor, la amígdala realiza una evaluación rápida de la situación
y hace que reaccionemos con urgencia enfrentándonos o hu-
yendo del peligro. La amígdala también está relacionada con
la memoria, concretamente con la memoria emocional. En la
amígdala se conservan recuerdos emocionales de situaciones de
las que no tenemos memoria explícita. Por ejemplo, el miedo
a los perros sin saber el motivo puede ser un caso de memoria

116
emocional, el recuerdo emocional de un acontecimiento trau-
mático con un perro sin que se haya guardado en el hipocampo
la memoria de ese acontecimiento. En la amígdala se conser-
va simplemente la emoción producida por aquel suceso. Otro
ejemplo de memoria emocional, sugerido por Rita Carter, son
los traumas infantiles que, aunque sean inconscientes pues las
áreas del cerebro relacionadas con la percepción consciente de
las emociones aún no están activadas en los niños, pueden te-
ner gran importancia al quedar conservados en la amígdala en
forma de memoria emocional (la amígdala es probable que ya
funcione desde el nacimiento).

El hipotálamo. El hipotálamo es una estructura relativa-


mente pequeña, pero de enorme importancia. Como su nom-
bre indica, está situado debajo del tálamo, en la base del cere-
bro. El hipotálamo, por medio de la producción de hormonas
hipotalámicas, controla una gran parte del sistema endocrino
directamente o a través de la glándula pituitaria. El hipotála-
mo segrega hormonas que por la sangre son transportadas a la
hipófisis o glándula pituitaria haciendo que esta glándula pro-
duzca sus propias hormonas, las cuales ejercen funciones im-
portantísimas como la regulación de la homeostasis (equilibrio
del medio interno) y la organización de las conductas relacio-
nadas con la supervivencia de las especies como la alimentación
y el sexo.
Por ejemplo, uno de los núcleos del hipotálamo es sensible al
nivel de glucosa en la sangre: una bajada de ese nivel activa un
conjunto de neuronas hipotalámicas que dan como resultado la
sensación de hambre, con lo cual comeremos y restableceremos
el nivel de glucosa. Otros núcleos del hipotálamo se encargan
de mantener una temperatura corporal constante o un deter-
minado nivel de nutrientes.
El impulso sexual tiene su centro en el hipotálamo. Las neu-

117
ronas de uno de los núcleos del hipotálamo segregan hormonas
que estimulan la producción en la hipófisis de las hormonas
gonadotropinas, las cuales hacen que las gónadas (ovarios y tes-
tículos) liberen las hormonas sexuales femeninas y masculinas,
principalmente estrógenos y testosterona. Estas hormonas in-
fluyen en el deseo sexual de mujeres y hombres.
Otras hormonas que son indispensables para un comporta-
miento normal de la madre hacia los hijos y, en general, para
un sentimiento de apego, son la vasopresina y la oxitocina que
son secretadas por neuronas del hipotálamo. La vasopresina,
además, atempera la agresividad producida por la testosterona
y hace que el padre se sienta inclinado a la protección de su
pareja y su hijo. La oxitocina es llamada la “hormona del amor”
pues promueve la creación de lazos, no sólo con los hijos, sino
también con otras personas.
Hay que hacer hincapié en la gran importancia del hipo-
tálamo. El hipotálamo dirige la secreción de hormonas de la
hipófisis. Y la hipófisis controla todas las otras glándulas en-
docrinas. Así pues, el hipotálamo es el principal responsable
de los cambios que experimenta el cuerpo. Y esos cambios cor-
porales, al hacerse conscientes, son interpretados por la mente
como sentimientos.

El tallo cerebral. Justo por debajo del hipotálamo comienza


el tallo o tronco cerebral. Es una estructura cilíndrica com-
puesta por tres secciones: el mesencéfalo, el puente de Varolio
o protuberancia anular y el bulbo raquídeo. El mesencéfalo es
la parte superior del tallo, la que está junto al hipotálamo. En
el mesencéfalo hay varios conjuntos de núcleos entre los que
destacan:
La sustancia gris periacueductal que es un conjunto de cuerpos
de neuronas donde se generan los sentimientos corporales.
El núcleo rojo de donde parte un haz de axones que es una

118
de las principales vías de información que va desde el cerebro
hasta la médula espinal; ejerce control sobre los músculos del
hombro y del brazo (el peculiar braceo de Rajoy posiblemente
tenga su origen en su núcleo rojo).
La sustancia negra que contiene neuronas dopaminérgicas
(producen dopamina) que proyectan sus axones hacia los gan-
glios basales; el deterioro de estas neuronas es causa del Par-
kinson.
El área tegmental ventral que está constituida por neuronas
dopaminérgicas que envían sus axones al núcleo accumbens
y están involucradas en emociones fuertes relacionadas con la
pasión amorosa, así como en la búsqueda y obtención de placer
a través de reforzadores naturales como la comida o el sexo,
pero también por el uso de drogas, creando adicción (la libera-
ción de dopamina produce un efecto de placer inmediato).
Debajo del mesencéfalo está el puente, puente de Varolio o
protuberancia anular. Es la parte más abultada del tronco ce-
rebral. Está situado entre el mesencéfalo y el bulbo raquídeo y
su función es conectar ambos con los hemisferios cerebrales y
el cerebelo.
Entre el puente y la médula espinal está el bulbo raquídeo,
que transmite los impulsos desde la médula espinal hasta el
cerebro; controla las funciones cardíacas y respiratorias.
En el tronco cerebral se regulan los procesos vegetativos del
cuerpo, tales como la respiración, la presión sanguínea o los
latidos del corazón. Asimismo, en el tronco cerebral se reúne
el mayor número de las neuronas que producen serotonina, do-
pamina y noradrenalina que son los neurotransmisores de cuyo
nivel de concentración dependen la mayoría de los estados de
ánimo. Del tronco cerebral salen los nervios craneales que, jun-
to con los nervios espinales, conectan el cerebro con el resto del cuerpo.
Además, en el tallo cerebral se ejecutan la mayor parte de las
emociones. La sustancia gris periacueductal en estrecha colabo-

119
ración con el núcleo del tracto solitario (en el bulbo raquídeo)
y el núcleo parabraquial (en el puente) son las estructura que,
en conjunto, generan los sentimientos corporales, a cuyas varia-
ciones llamamos sentimientos emocionales. La experiencia de
sensaciones corporales puede ser el inicio de la conciencia.

El cerebelo. Unido a la parte trasera del tronco cerebral está


el cerebelo. Es una réplica en miniatura del cerebro; es responsa-
ble de la integración, secuenciación y coordinación de los movi-
mientos. Según Goldberg, está estrechamente ligado a la corteza
prefrontal y participa, junto con los lóbulos frontales, en la plani-
ficación de las acciones.

La médula espinal. El sistema nervioso central (la corteza ce-


rebral con sus dos hemisferios, la corteza límbica, el hipocampo,
la amígdala, el tálamo, el hipotálamo, los ganglios basales, el
tronco cerebral, el cerebelo) se completa con la médula espinal,
cuya principal función es la distribución de los nervios espinales.
Como es lógico, hay una intensa interrelación entre el sistema
nervioso central y el resto del cuerpo. La comunicación se reali-
za, principalmente, a través de los nervios craneales que salen del
tronco cerebral, y de los nervios espinales que salen de la médula
espinal. Los nervios espinales y los nervios craneales constituyen
el sistema nervioso periférico. Los nervios espinales y los nervios
craneales son haces de axones, de los cuales unos son motores, es
decir, que envían órdenes desde el cerebro hacia el cuerpo y otros
son sensoriales, o sea que recogen la información suministrada
por los órganos de los sentidos y la envían al cerebro. El cerebro y
el resto del cuerpo también están interconectados químicamente
mediante las hormonas y los péptidos.

120
-Apéndice 3-
La conciencia

Cuando vemos, cuando pensamos, cuando nos emociona-


mos somos conscientes de ello. Pero lo verdaderamente distin-
tivo de la conciencia es saber que esa visión, ese pensamiento,
esa emoción me pertenece a mí, es decir, que soy yo el que ve,
el que piensa, el que se emociona. Dice Antonio Damasio en
“Y el cerebro creó al hombre” que la conciencia es un estado
mental, pero es un estado mental particular porque incluye la
percepción del mismo organismo en el que está teniendo lugar
ese estado mental: <La conciencia es un estado mental al que se
le ha añadido un proceso en el que uno se siente a sí mismo>, es
decir, <…es un estado mental en el que se da un conocimien-
to personal e intransferible de nuestra propia existencia >. Ese
estado mental, la conciencia, el “yo” es una creación de nuestro
cerebro. Y el cerebro crea la conciencia, sobre todo, por medio
de la construcción de mapas.
Lo que distingue al cerebro que poseemos los humanos es,
antes que nada, su portentosa habilidad para construir mapas.
El cerebro está continuamente elaborando mapas. Mapas de
todos los objetos y de todos los acontecimientos que interaccio-
nan con él. Crea mapas de todo lo que ocurre en el exterior y
también de todo lo que ocurre en el interior del organismo. El
cerebro elabora mapas de todas las partes del cuerpo (la cara,
las extremidades, las vísceras, la piel, los componentes quími-
cos del medio interno, etc.). Incluso crea mapas del propio ce-

121
rebro. La voraz adicción del cerebro a elaborar mapas le lleva
a acotar en mapas su propio funcionamiento, le lleva a hablar
consigo mismo.
Estos mapas están formados por las neuronas al comuni-
carse entre ellas, y el patrón que configuran estos conjuntos
de neuronas se parece, literalmente, al objeto o acontecimiento
que representa. Por eso, Antonio Damasio dice en la obra cita-
da que <el cerebro humano es una réplica mimética de la irre-
frenable variedad existente. Cualquier cosa que se halle fuera
del cerebro -el cuerpo propiamente dicho desde la piel hasta
las entrañas, así como el mundo a su alrededor, el hombre, la
mujer y el niño, los perros y los gatos, lugares, el tiempo cálido
y frío, texturas suaves y ásperas, sonidos fuertes y bajos, la miel
dulce y el pescado salado –llega a ser mimetizado en el inte-
rior de las redes del cerebro>
Antonio Damasio explica en la citada obra cómo se forman
los mapas en el cerebro. Las neuronas en la corteza cerebral
están colocadas en capas horizontales. En cada capa, las neuro-
nas forman una estructura que es como una rejilla. En estas re-
jillas se pueden bosquejar pautas por medio de la activación de
unas neuronas y la desactivación de otras. Damasio lo compara
con el tipo de imagen que aparece en las carteleras electrónicas
donde el dibujo se traza por medio de bombillas encendidas so-
bre un fondo de bombillas apagadas. En el caso de un mapa vi-
sual, por ejemplo, el dibujo del objeto que vemos se trazaría por
las neuronas activas sobre un fondo de las demás neuronas que
estarían inactivadas. La analogía con las carteleras electrónicas
continúa porque en ellas el dibujo puede cambiar rápidamente
con sólo modificar la distribución de las bombillas encendidas
en relación con las bombillas apagadas. De la misma manera,
los mapas del cerebro pueden cambiar con una diferente dis-
tribución de las neuronas activas en relación con las neuronas
desactivadas. Así, en el mismo fragmento de corteza cerebral

122
se puede trazar el mapa de un cuadrado, de un círculo, de una
cruz, de un rostro, etc., de manera sucesiva o incluso en su-
perposición. En realidad, los mapas cerebrales están cambian-
do continuamente para reflejar los constantes cambios que se
producen tanto en el exterior de nuestro cuerpo como en su
interior.
En el caso de los mapas procedentes de la visión de un ob-
jeto o acontecimiento, el primer mapa de ese objeto o aconte-
cimiento lo elaboran las neuronas de la retina, las cuales son
activadas por las partículas de luz, los fotones, que impactan
en ellas procedentes del objeto o acontecimiento que se está
viendo. Cada neurona activada de este mapa retiniano envía
una señal a lo largo de una cadena que culmina en las cortezas
visuales primarias donde, con todas esas señales, se compone
un mapa con el mismo dibujo del mapa retiniano.
De una manera similar se elaboran los mapas auditivos.
Igual que los primeros mapas visuales se forman en la retina,
los primeros mapas auditivos se forman en la cóclea y desde
aquí se envía una señal a lo largo de una cadena que culmina
en las cortezas auditivas primarias donde, con todas las señales
recibidas, se compone un mapa espacial de las distintas fre-
cuencias igual al primer mapa auditivo formado en la cóclea.
Pero el cerebro no sólo crea mapas visuales y auditivos, tam-
bién crea mapas de los sonidos, de los olores, de los sabores, de
las texturas, etc.
Y además, y muy importante, crea mapas del propio cuer-
po. A este respecto, hay que tener en cuenta que el cuerpo no
funciona como una unidad, sino que tiene numerosos com-
partimentos y cada uno de esos compartimentos envía señales
al cerebro y recibe señales del cerebro. En efecto, en el cuerpo
hay órganos internos (el corazón, los pulmones, los intestinos,
el hígado, el páncreas, la lengua, la garganta, etc., etc.) y cada
uno de ellos informa al cerebro continuamente acerca de su

123
configuración y de su estado. Y cada uno de ellos recibe infor-
mación del cerebro sobre lo que hay que hacer para preservar el
equilibrio estable. También el medio interno del cuerpo envía
señales al cerebro, no por la vía de los nervios, sino por medio
de moléculas químicas que inciden en el cerebro; de esta mane-
ra, el cerebro está informado de, por ejemplo, la concentración
de oxígeno o de dióxido de carbono, la temperatura o el pH
en diversos lugares del cuerpo, etc., y el cerebro envía señales
para corregir cualquier cambio que pueda amenazar la vida del
organismo. También los músculos, lisos y estriados o esquelé-
ticos, se comunican con el cerebro para indicarle su grado de
contracción o de distensión. En el caso de los músculos lisos,
es importante que el cerebro conozca su estado en las paredes
de las arterias, pues de ello depende la presión de la sangre;
o en los bronquios o en las paredes de los intestinos, etc. Los
músculos estriados son los que generan el movimiento, y para
controlar ese movimiento es necesario que el cerebro esté in-
formado al instante de la contracción de esos músculos.

Resumiendo, el cerebro elabora continuamente mapas del


cuerpo y de los diversos parámetros fisiológicos de diferentes
partes del cuerpo. El hecho de que el cuerpo propio pueda
representarse en el cerebro es esencial para crear una identi-
dad reflexiva.
Todos esos mapas que el cerebro está construyendo conti-
nuamente, nosotros los percibimos como imágenes. En la ac-
tualidad, todavía no se sabe con exactitud de qué manera los
mapas cerebrales se convierten en imágenes. Pero sí empeza-
mos a conocer que entre una imagen y el mapa correspondiente
a esa imagen existe una estrecha relación, y podemos saber que
esa imagen procede de ese mapa. Es decir, un objeto provoca
la confección de un mapa en la corteza cerebral y este mapa

124
provoca, a su vez, una imagen en el cerebro, que se corresponde
con el mapa.

Sabemos, pues, que los mapas que el cerebro elabora se per-


ciben como imágenes. De hecho, los diversos mapas que ela-
bora el cerebro <constituyen aquello que nosotros hemos llega-
do a conocer como vista, sonidos, tacto, olores, gusto, dolores,
placeres y demás cosas por el estilo> (Damasio). Todo lo que
conocemos son imágenes. Nosotros no conocemos las cosas
como son, sino que conocemos las imágenes provenientes de
los mapas que el cerebro construye a partir de su interacción
con las cosas. En realidad, <la percepción, en cualquiera de sus
modalidades, es el resultado de la destreza cartográfica del ce-
rebro> (Damasio).
Las imágenes que surgen de los mapas elaborados por el ce-
rebro pueden corresponder a objetos exteriores o pueden ser
imágenes del interior del cuerpo. Las imágenes correspondien-
tes a objetos exteriores se presentan en toda clase de variedades
sensoriales, así, hay imágenes visuales, auditivas, táctiles, olo-
rosas, etc. Las regiones del cerebro donde se elaboran los ma-
pas que dan lugar a estas imágenes son las cortezas sensoriales
primarias (visual, auditiva, somatosensorial).
Pero, según Damasio y otros investigadores como Jaak
Panksepp citado por él, hay otra región cerebral que también
elabora mapas, el tronco encefálico. Núcleos del tronco encefá-
lico, concretamente el núcleo del tracto solitario y el núcleo pa-
rabraquial son los encargados de elaborar los mapas del interior
del cuerpo. Se supone que estos mapas son simples y carentes
de detalles espaciales. Pero estos mapas del estado interior del
cuerpo tienen una singular característica y es que las “imáge-
nes” a que dan lugar estos mapas corporales son de un tipo
muy especial, son sensaciones, estas sensaciones se refieren al
estado del cuerpo, son las sensaciones por las que experimenta-

125
mos bienestar o malestar, son imágenes sentidas del cuerpo,
imágenes que nos atestiguan que estamos vivos.
Y aquí surge una pregunta importante, ¿cómo es posible
que un conjunto de neuronas que se unen en una determina-
da configuración produzca en nosotros una sensación sentida
de algo?, es decir, ¿de qué manera algo físico como son unas
neuronas puede producir en nosotros un sentimiento? La res-
puesta es posible que se encuentre en las mismas neuronas. En
la propiedad que tienen las neuronas de ser excitables. Efec-
tivamente, las neuronas son “sensibles” a determinados estí-
mulos y responden a ellos. Si multiplicamos esta sensibilidad
de cada neurona por las grandes cantidades de neuronas que
intervienen en la confección de un circuito podría producir un
“protosentir”, un “protosentimiento”. En realidad, esta idea de
que la suma de las aportaciones de un gran número de células
produce un efecto multiplicador se ve claramente en otro tipo
de células, las células musculares, donde la suma de las micros-
cópicas contracciones producidas por cada célula produce una
contracción muscular perceptible al sumar fuerzas de grandes
cantidades de células. De la misma manera, la “sensibilidad”
(la excitabilidad) de cada neurona, al sumarse con la “sensibili-
dad” de la enorme cantidad de neuronas que necesitan juntarse
para elaborar un mapa del estado del cuerpo, produciría una
sensación, en este caso la sensación de nuestro cuerpo vivo, la
sensación de vivir.
Resumiendo, la elaboración de mapas del estado de nuestro
cuerpo que hace el cerebro da lugar a las imágenes sentidas
del cuerpo. Gracias a ellas sentimos nuestro cuerpo. Y esto tie-
ne una importancia capital para comprender cómo se forma
la conciencia de uno mismo. Lo determinante para formar la
conciencia es hacer que esas imágenes de nuestro cuerpo, for-
madas a partir de los mapas que el cerebro elaboró, sean sen-
tidas como propias, como imágenes pertenecientes al mismo

126
cuerpo en que esas imágenes surgen. Es decir, para la forma-
ción de la conciencia, lo primero que tiene que aparecer son los
sentimientos corporales, la sensación de que tengo un cuerpo
que me pertenece y que existe con independencia de los objetos
exteriores a él.
El siguiente paso en la formación de la conciencia tiene
que ver con los objetos que interaccionan con nuestro cuerpo.
Como sabemos, esos objetos son acotados en mapas por el ce-
rebro, pero hay que añadir que son acotados en mapas desde
una particular perspectiva, desde la perspectiva de mi cuerpo.
Es decir, las imágenes de los objetos que surgen de aquellos
mapas son imágenes que tienen un especial punto de vista y,
como dice Damasio, un “punto de tacto”, un “punto de oído”,
en pocas palabras, el punto de vista de mi cuerpo.
Y es que las imágenes de los objetos se superponen a las
imágenes del cuerpo vivo y del contraste entre estos dos con-
juntos de imágenes surge la conciencia. Del contraste entre la
sensación de mi cuerpo y la sensación que emerge de los objetos
y que me dice que no son mi cuerpo, sino que interactúan con
mi cuerpo y lo afectan, de esa antítesis brota la conciencia.

La conciencia, el “yo”, no es un ente metafísico, sino que es


un estado mental, es una creación de nuestro cerebro. Con los
conocimientos actuales, aún no se sabe cuál es, exactamente,
la base neural de la conciencia. Christof Koch, en su libro “La
consciencia” dice que, probablemente, el “yo”, la sensación del
“yo”, se deba a las proyecciones que la región anterior de la cor-
teza recibe de la parte posterior. Es decir, la corteza prefrontal
está recibiendo continuamente señales desde las cortezas sen-
soriales (auditiva, visual y somatosensorial) y eso daría lugar a
la sensación del “yo”. De cualquier manera, lo que es seguro es
que la conciencia, el “yo”, tiene una base neural.

127
Todo lo anterior puede aprovecharse para refutar la idea del
“libre albedrío”. En el fondo de la creencia del “libre albedrío”
está la idea de un “yo” que controla nuestro cerebro y que es el
que toma las decisiones. Pero, como vimos, no hay nada aparte
y por encima del cerebro. La sensación del “yo” está producida
por el funcionamiento del cerebro. Y es el cerebro el que toma y
ejecuta las decisiones. Porque en las neuronas del cerebro reside
todo, absolutamente todo el conocimiento que se necesita para
tomar decisiones.

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129
Este libro se terminó de imprimir en el mes de Enero del año
2018 por la editorial Álter Ego ediciones bajo la supervisión
del autor Andrés Dizy Quintana.

Se empleó la familia de la tipografía


Adobe Caslon, tamaño de cuerpo 13.

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De pronto llega, aparece como un árbitro que suspende el juego
sin dejarnos acabar lo que habíamos empezado. Como si nos
sorprendiese sin haber hecho los deberes. Así es la muerte. Pero
¿qué deberes tendríamos que hacer? ¿Quién sería el encargado
de marcarnos esos deberes? Nadie, fuera de nosotros mismos.

Existen personas a las que les preocupa el juicio que a ellas


mismas les van a merecer sus acciones al final de la vida, a
las que les angustia pensar que a la hora de la muerte puedan
considerarse culpables de no haber hecho lo que debían. Las
personas con creencias religiosas sienten, sin duda, esa angustia,
pero sus mismas creencias les suministran los remedios para
librarse de ella. Por eso, este libro va dirigido a las personas que
no disfrutan del “consuelo” de una religión... Y también a las
que, aun siendo religiosas, sus creencias, quizá por no ser lo
bastante firmes, no les ayudan lo suficiente. PVP 15€

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