Llega un momento cuando uno tiene que decidirse a dejar atrás la
comprensión, un momento en que se advierte -por intuición o por agotamiento, por evolución o por crisis-, que la vida no solo es más ancha y profunda, sino también más valiosa y fecunda que el conocimiento, y que ella misma necesita de la imaginación, del encantamiento, de la creación, hasta de la ilusión y la mentira para seguir naciendo. Necesita del partir para estar en casa, del errar para seguir, del perderse para inaugurar andares.
II
Lo que llamamos “mundo”, lo que cotidiana e inconscientemente
creemos que lo es todo, es apenas lo nombrado, lo encendido por la comprensión humana dentro de un cosmos infinito, infinito y más que esa palabra y la palabra cosmos, esas y las otras palabras, todas las otras, con las que de un caos hacemos un cosmos. “Mundo” es apenas una luz, una antorcha titilante en una noche que no abarcamos con nuestros nombres, que apenas señalamos con nuestros saberes, intuimos con nuestras entrañas.
El no saber, o el saber de la ignorancia, una vez abrazada, acogida, es
también una relación; relación con lo que no abarcamos pero nos abarca, que no entra en nuestra comprensión pero que está allí, allí donde exponiéndonos la vivimos, que aunque no la comprendamos, no la dominemos, la latimos. Una relación con lo que se anuncia sin revelarse, o se revela sin conceptualizarse: una presencia que no se ciñe a un presente, que ni se dibuja ni se refleja en nuestra conciencia, que sin abarcarla habitamos.
Lo desconocido es desconocido, pero no ausente, es presencia, aunque
no esté presente ante nuestro saber, aunque no se deje palpar por nuestras manos ni subsumir por nuestra mente. Y, como toda presencia, por intangible que sea, es posibilidad: puede ser relación. Relación con lo tan incomprensible como inexpresable que, cuando se serena confianza, solemos llamarlo misterio, otras veces trascendencia.
Esta relación con lo desconocido lo hace presente, pero al modo de la
ausencia, presente como desconocido, inviolado. Vivimos, sabemos, entre dos abismos, el que se opaca bajo nuestros pies, la insondable oscuridad que la tierra cierra a la conciencia y el que se enciende sobre nuestras cabezas, la luz que nunca abarcaremos, el deslumbre que nos ciega. El uno y el otro promesa, como lo inaccesible cuando no es mero vacío, cuando intriga, cuando intrigando llama, abre y en lo abierto siembra.
Seña y huella, suele llamarse –para poder nombrar esta imposibilidad
de nombrar- a esta relación, a esta relación sin revelación, esta intuición sin representación. Señal, dijimos, señal hacia lo siempre ilimitado de toda limitación, siempre ignorado en toda afirmación, ambiguo en toda exactitud. Entablar esta relación, vivir con lo desconocido ante sí, tiene como condición, renunciar a la posesión: entrega a lo irreductible, a lo que ni puedo hacer mío ni puedo saber. A la diferencia sin identidad, a lo otro sin mí. Al misterio de vivir ante mí como desconocido por mí, saberme sin decirme quién soy. Un momento, en cada momento, de osar ser a la intemperie de la palabra ser.
III
Hay un momento, también en la escritura, en que hay que dejarse
guiar, dejarse llevar por lo incomprensible, lo que nos saca, nos despliega más lejos y más hondo que saber: nos lleva a crear. Y ese momento, en cada poema, es el inicial… En la vida, en cada vida, es el morir.