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El mundo sumido en la excepcionalidad de la miseria.

Melancolía y pesimismo en Hamlet y Schopenhauer

Participar en calidad de racionales de este mundo, parece obligarnos a poner el


ejercicio mismo del pensamiento al servicio de una paranoia apocalíptica. Todas las veces
parece ir peor. Pandemias, decepciones amorosas, dictaduras, violencias intrafamiliares,
resurgimientos fascistas, maltratos emocionales, masacres, etc., son el coctel de todos los días.
Tanta es nuestra desdicha bajo esta lógica que cualquier vestigio de optimismo es una
patología. Bajo esta condición de condiciones, nuestra actitud ante el mundo parece fluctuar
únicamente entre el pesimismo y la melancolía.
Qué actitud debemos tomar ante este panorama de mundo, como animales racionales,
es quizás la cuestión de fondo de la mayoría de reflexiones que acontecen, tanto en lo real,
como en los productos de la imaginación. Entiéndase aquí lo real como las conjeturas hechas
alrededor de situaciones únicamente positivas, materiales y empedernidamente racionales. Y,
los productos de la imaginación, como esas mismas situaciones reales atravesadas por lo
sensible, por las emociones y creatividades, pero que no son necesariamente abstractas. Hecha
esta salvedad, trataremos de responder a esta cuestión de fondo, teniendo en cuenta la
tendencia hacia la melancolía o el pesimismo que esbozamos al principio, mediante ciertos
parágrafos de El mundo como voluntad y representación (2008), de Schopenhauer, y la
tragedia de Shakespeare, Hamlet, tanto en su versión literaria (2005) como en su adaptación
cinematográfica (1948).
Antes que nada, debemos tener en cuenta que la disposición ante el mundo de estas dos
obras que hemos escogido, es decir, su potencialidad de responder la pregunta que guiará este
texto, acontece en escenarios distintos: Schopenhauer, como símbolo de la literalidad de lo
real, esboza la disposición que deberíamos tener ante la vida indiferenciadamente, de manera
general. Mientras que Hamlet, prisionero de lo personal de sus acontecimientos, participa de
esta misma disposición desde la vida privada. Sin embargo, en el trascurso del texto pronto
nos daremos cuenta que la aparente distinción entre las vidas públicas y las vidas privadas, sin
dejar de mantener sus diferencias, a menudo se mezclan —como si del mismo almizcle se
tratara—.
Hamlet y la melancolía: “dormir, morir… quizás soñar”
Una de las escenas más icónicas de la adaptación cinematográfica de Hamlet que hace
Laurence Olivier, tiene lugar en un risco elevado sobre el nivel del mar. Allí Hamlet,
interpretado por el mismo Olivier, hace uno de sus más famosos soliloquios, mientras
contempla la inmensidad del mar bajo sus pies, y, sosteniendo una daga en sus manos, se
pregunta “si es más noble para el espíritu, soportar las piedras y flechas de la injuriosa fortuna
o tomar las armas ante un mar de angustias y, oponiéndose a ellas, derrotarlas” (Olivier,
1:02:48s, 1948). Minutos antes, Hamlet había descubierto la verdadera causa de la muerte de
su padre (36: 56s), sorprendido a su madre confabular contra él (50:33s) y, como si fuera
poco, también había atisbado la traición de su amada (58:54s).
Esta amalgama de factores, interpretados a nivel trágico, es lo que termina
determinando la visión del mar como angustiosa inmensidad en el anterior soliloquio. Y
todavía más, si consideramos el torbellino que generan los movimientos de la cámara, los
cortes y la edición que le dan paso (Olivier, 1948, 1:01:25s). De manera que, juntos, tanto lo
que antecede al soliloquio como el risco sobre el mar inmenso y el efecto torbellino, son los
detonantes que dan lugar a la posición que toma Hamlet ante el mundo:
El mar, con todo y desconocimiento, oscuridad, profundidad e inmensidad, vendrían
siendo para Hamlet eso que le acontece como su “propio mundo”. Y, al contemplarlo en tal
estado de turbación, producto del efecto torbellino que le da paso, Hamlet se entrega
fácilmente a la excepcionalidad de lo propio, y a la miseria que parece atisbar en el mundo.
Como demuestra, por ejemplo, en una de las escenas que anteceden a la del risco, cuando
afirma que el tiempo está desquiciado y que su suerte era maldita, ya que le había tocado nacer
para “devolverlo a su curso” (Olivier, 1948, 44:18). Y así, imposibilitado por todas partes
gracias a su constante meleancolía, este hace sucumbir su razón a una sensibilidad excesiva,
radicalizada al extremo, que le obstruye la vista del paisaje del que el propio mar es partícipe:
En las escenas donde hamlet observa el paisaje —el mundo— no existen horizontes
bucólicos. Su horizonte —sus paisajes— son fondos claroscuros, sombríos, muy similares a
los del expresionismo alemán —aunque, en cuanto a imagen, mucho más limpios—, y, casi
siempre, van acompañados de elementos que a su vista y ante su cuerpo son altos, como
inalcanzables de lo inmensos: mar, riscos envueltos en neblina espesa, escaleras en remolino,
etc. Elementos tan grandes que obstruyen su visión y obstaculizan la tierra o la isla, que no es
piedra ni concreto como el risco o la esclaera; mucho menos colorida u olorosa como las flores
de Ofelia; pero que, estable, se conserva sosega al mismo nivel del mar.
Así, esta última constante, acompañada del soliloquio y del mar y del efecto torbellino,
terminan por configurar la actitud de Hamlet ante el mundo: envuelto en lo que a su parecer es
una excepcionalidad de la miseria, y preso de su propia tragedia, Hamlet es incapaz de
desligarse —no ya del padre, el fantasma de su tristeza; sino— del prejuicio en el que se figura
a sí mismo como un personaje cobarde, impedido para contra-conducirse a su infortunio. Y, en
esas circunstancias, Hamlet hunde su dedo en la inoperancia radical de lo sensible al afirmar
que duerme… solo duerme y contempla, para su vergüenza (Shakespeare, 2005, p. 519).
Dicho en otras palabras: la actitud de Hamlet es la del melancólico que, en vuelto en su
infinito mar de tristezas, cae en la mayor de las inoperancias, pues, carcomido por sus propias
incapacidades, ha terminado por convencerse a sí mismo que poco es lo que puede hacer el
animal racional para cambiar —a menos su pedacito de— el mundo.
Schopenhauer y el pesimismo
Detrás de otro visor de mundo, está Schopenhauer. Esa excepcionalidad de la aflicción
propia que termina degerando a Hamlet, en Schopenhuer no existe. En este último hay, más
bien, certeza total de que la miseria propia es apenas comparable a la miseria que atraviesa el
mundo. En cuanto testigo de lo real y no de “la fantasía”, la actitud de Schopenhauer ante el
mundo es más bien una “demostración fría y filosófica, universal y a priori, del inevitable
sufrimiento que es esencial a la vida” (Schopenhauer, 2009, p. 382). Lo que quiere decir que
para Schopenhuar la miseria, contrario a Hamlet, no es una excepción; para él la verdadera
excepción es la felicidad o la excelencia.
En este sentido, según Schopenhauer, el ser conscientes, o mejor, tener total certeza de
esta condición de condiciones, a saber, que el mundo es esencialmente negativo, y que toda
experiencia al margen es una en un millón, solo es alcanzable en la madurez:
“Cualquiera que haya despertado de los primeros sueños de juventud, que se fije
en la experiencia propia y ajena, y que haya mirado a su alrededor en la vida, […]
conocerá bien el resultado a no ser que algún prejuicio inculcado de forma imborrable
paralice su facultad de juzgar: que este mundo humano es el reino del azar y el error.”
( 2008, p. 382)
De manera que, nuestro Hamlet, joven y descrito tal y como lo hicimos más
adelante, no fue más que otro que sucumbió ante lo que a los ojos de Schopenhauer es la
normal del mundo —y no la excepción— debido a su inmadurez. Entendida esta última,
al menos en Schopenhauer, como la carencia de aquello que en las artes plásticas se
denomina perspectiva aérea (Castellary, 1991): el ser capaces de ver no solo el propio
acontecimiento, los objetos, sino también la atmósfera que los envuelve, su profundidad.
Perspectiva que en Schopenhauer vendría siendo el infierno mismo, nuestro mundo real
(Schopenhauer, 2008).
Pero, ¿qué pasaría si nos alejamos un poco de Hamlet y atendemos de primera
mano “la cuestión de fondo” que dio paso a este texto? ¿Esta nueva perspectiva,
póngamole que aérea-negativa, seguiría siendo oportuna? ¿Acaso no hay un peligro
inherentemente reduccionista en ella?
Lejos del regaño que parece propiciarle Schopenhauer a Hamlet, es decir, tomando
como una actitud filosófica ante la vida las reflexiones que Schopenhauer hace sobre la
misma, vemos que sí, este mundo del que participamos como animales emocionales que
razonan, efectivamente, está propenso siempre al azar, a la negatividad y al error. Y, en
esa medida, ser conscientes de que no solo la propia vida, sino la vida en general, es
potencialmente trágica, además de ser capaces de atisbar nuestra no especialidad dentro
del cosmos, es quizá el paso neurálgico que no nos permitirá sucumbir ante la aflicción.
Pero, al mismo tiempo, hay que estar atentos de no terminar las oraciones con
palabras completamente cerradas, haciendo como si la atmósfera fuera lo único activo, y,
los personajes dentro de ella, simples objetos. Hay que tener en cuenta que, tanto la
atmósfera, es decir, tanto la realidad negativa y azarosa del mundo, como los sujetos que
participan de él, son activos. Y, en esa medida, ante las afirmaciones tajantes de lo que
“es” el mundo, sin más, que hace Schopenhauer, nosotros, como sujetos, siempre
podemos posibilitar el reverso: ahí donde todo “es”, también es posible un “propenso a
ser” o un “potencial ser”, sin que eso signifique la eliminación de la participación en lo
real de lo dicho en el pasado por su autor, ni que mucho menos se cancele el futuro de la
acción.
Dicho de otra manera: ser conscientes y poner en palabras, es decir, presentar ante
el mundo el carácter inherentemente negativo del mismo, bien sea describiendo,
problematizando, cuantificando o dramatizando sus acontecimientos, es un ejercicio tan
necesario como real y verdadero. Sin embargo, no ser capaces de ir más allá de la
aflicción, bien sea individual o colectiva, es decir, quedarse una y otra vez enunciando lo
mismo, como hace Schopenhauer con lo negativo y Hamlet con la tristeza, es caer en el
pesimismo y la melancolía, respectivamente. De manera que, ante ambos panoramas,
nuestra actitud filosófica ante el mundo necesariamente debe ser otra. De lo contrario,
solo haríamos un cambio de aguas. Pasaríamos del mar de las angustias al mar de las
certezas. Y, cualquiera de las dos mareas, nos conducen fácilmente a la inoperancia. Esa
inoperancia que no es más que la consecuencia de una melancolía cobarde, en el caso de
Hamlet, o de un pesimismo conformista, por el lado de Schopenhauer.
Por un mundo patológicamente optimista
En párrafos anteriores preguntamos si acaso estos dos discursos no guardaban
cierto peligro reduccionista. Y es que ambos parecen ser los dos extremos de una misma
línea: mientras que el desdichado Hamlet arremete y afirma que “no habrá más
matrimonios” (Olivier, 1948, 59:16s), es decir, que no habrá más finales felices1.
Schopenhauer, por su parte, no se abstiene de decir que cualquier vestigio de optimismo
no es más que un pensamiento absurdo, perverso, incluso, pues no hace más que aplicar
“un amargo sarcasmo sobre los indecibles sufrimientos de la humanidad” (2009, p. 385).
Como si ante cualquier otra posición que escape a la visión del mundo como una
experiencia negativa o miserable, Schopenhauer nos quisiera conducir a ser partícipes de
eso que en las mismas líneas anteriores denomina como “discursos atolondrados”, es
decir, irracionales. Al igual que hace Hamlet con su sensibilidad radical, con la que
pareciera querer que todo a su alrededor se sensibilice únicamente con su dolor.
De manera que, ante esta pretensión de exclusividad, habría que posibilitar el
surgimiento de una tercera dimensión. Una nueva forma de acontecer que no caiga ni en
la exclusividad ni en la excepcionalidad —tanto de la miseria, como de la excelencia—.
Una actitud filosófica frente al mundo que no intente eliminar las otras formas de
participar de él, sin dejar de enunciar sus diferencias. Una forma de vida capaz de
articular tanto las certezas racionales de Schopenhauer, como la sensibilidad de Hamlet:
Si aplicamos la ampliación de perspectiva que requiere Schopenhauer para llegar a
la madurez, y si, sobre todo, aplicamos psicología a la inversa y la utilizamos sobre él,
podríamos ser capaces de ver que, incluso bajo el panorama de mundo que Schopenhauer
nos describe, el sarcasmo del optimismo la mayoría de las veces no es amargo, como cree
él, sino agridulce. El sarcasmo es una mezcla en la que no se pierden, sino que se
potencian dos cosas: tanto la blasfemia como la comedia. De la misma manera que en lo
agridulce se intensifica tanto lo agrio como lo dulce. Creándose, así, un modo de sabor, de
estar y de saber, distinto, nuevo.
Lo mismo, en cuanto ambigüedad o doble acepción, pasa con “patología”.
Patología es una conjunción de dos raíces griegas: pathos, que hace referencia tanto a las
emociones como al que sufre en la enfermedad, y logos, que remite a las facultades de la
razón: estudio, indagación, argumentación. De manera que, si nos atrevemos a jugar desde
el ejercicio mismo del pensamiento con la ambigüedad los conceptos —que no nos
inventamos sino que nos ofrecen sus propias raíces— y aplicamos un poco de la
psicología a la inversa anterior, podríamos decir que esta es la palabra necesaria para
hacer confluir en un mismo punto tanto la cuota sensible de Hamlet, como la racional de
Schopenhauer. Y si tenemos en cuenta que realizar todos estos reversos nos arroja, directa
o indirectamente, a identificarnos con eso que Schopenhauer descubre como un
optimismo absurdo, habría que ponernos del lado patológicamente optimista del mundo.

Referencias

Olivier, L. (Dirección). (1948). Hamlet [Película].


Castellary, A. C. (1991). Introducción a la historia de la pintura. Síntesis.
Sanín, C. (2020). Tu cruz en el cielo desierto. Laguna Libros.
Schopenhauer, A. (2009). El mundo como voluntad y representación. Editorial Trotta.
Shakespeare, W. (2005). Hamlet. Ediciones Cátedra.

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