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—A

mal sitio viene usted y en mala época, señor —decía el cochero—. No


soplan buenos vientos en Schmüntzburg… Mejor dicho, yo diría que no han
soplado jamás en este maldito pueblo… Parece como si pesara sobre
nosotros una terrible maldición…
—Vamos, vamos, Hans, no vaya a decirme que cree usted en supersticiones
—exclamó Wittleman, riendo.
—Hablo de hechos, señor, hechos horribles que creíamos fueran leyendas
del pasado y se han convertido en realidades… Me refiero al conde Von
Kinnus, por supuesto. En Schmüntzburg muchos creen que es el diablo en
persona. Otros, en cambio, dicen que los verdaderos diablos son los cuatro
perros que tiene, casi tan grandes como estos caballos, y, al lado de los
cuales, el más fiero león africano resultaría un corderillo…
»Unos dicen que son demonios que le obedecen y otros que son sus criados,
que se transforman en fieras cuando él lo ordena. Yo le he visto galopar,
seguido de sus perros y, créame, cada vez que eso sucedió, los pelos se me
ponen de punta… Todos los perros son verdaderas fieras, pero el peor de
ellos es la única hembra del grupo, una perra llamada Miffy…

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Clark Carrados

El señor de los lobos


Bolsilibros: Selección Terror - 19

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Título original: El señor de los lobos
Clark Carrados, 1973

Editor digital: Titivillus


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CAPÍTULO PRIMERO
De un modo literal, la llevaba a rastras por los cabellos, sin que, pese a los
desesperados esfuerzos que ella hacía, pudiera librarse de aquella mano que parecía
hecha de dedos de hierro. Los ojos del hombre brillaban demoníacamente, expeliendo
destellos en los que se apreciaba al mismo tiempo una ciega cólera y una morbosa
satisfacción.
Ella era todavía joven, aún no había cumplido los treinta años, muy rubia y de
agradable figura. En aquellos momentos, su cuerpo estaba cubierto solamente por un
largo camisón blanco, que le hubiera dado cierto aspecto fantasmal en otras
circunstancias.
El hombre era alto, casi gigantesco, tremendamente robusto y con una espesa
cabellera rojiza que le daba aspecto de pirata, a pesar de las ropas modernas que
vestía. Algunos, en Schmüntzburg, decían que era el diablo en persona. Más de una
vieja se santiguaba a su paso y, ciertamente, quienes tal hacían, no se recataban de
mostrar con tal gesto su opinión acerca del conde Rijkdahl von Kinnus.
El conde parecía insensible a los sufrimientos de la bella mujer. Descendiendo
continuamente, llegaron al fin a un vasto subterráneo, en el que había numerosas
barricas y estanterías que, en sus buenos tiempos, habían contenido botellas de
excelentes vinos.
Ahora, sólo había vino en un par de barricas y las estanterías aparecían casi
completamente vacías. Pero ninguno de los dos personajes estaba para fijarse en
semejantes minucias.
Finalmente, la pareja llegó al fondo de la bodega. Ella, exhausta, sin fuerzas ya,
quedó tendida en el suelo, gimiendo sordamente.
El conde empezó a trabajar de inmediato. Inge von Kinnus oyó de pronto ruido de
cadenas y se estremeció.
Levantó la vista. Casi al mismo tiempo, su esposo la izó en brazos y la arrojó a un
hueco que había en el muro de grandes sillares de piedra. La mujer lanzó un grito de
horror al ver las cadenas y las argollas empotradas en el muro.
—Grita, grita cuanto quieras —dijo él roncamente—. Nadie te oirá, puedes estar
segura de ello. Ni tampoco te oirá tu amante, al cual castigaré también en cuanto
tenga ocasión.
—Rijk, por favor…, te lo suplico… —sollozó Inge.
Pero el hombre no la hacía el menor caso. Momentos más tarde, ella estaba sujeta
al muro por sendas argollas que rodeaban sus muñecas y sus tobillos. Una tercera
cadena rodeaba su esbelta cintura.
Acto seguido, el conde empezó a trabajar. Poseía unas fuerzas hercúleas y
levantaba con toda facilidad las enormes piedras que iban a cubrir el hueco.
Los recios sillares quedaban unidos por la argamasa que el conde había preparado
de antemano. Von Kinnus había calculado bien las distancias, de modo que su esposa

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quedaba sujeta a la pared opuesta. Jamás podría alcanzar con las manos la pared que
iba creciendo gradualmente, para derribar alguna piedra antes de que fraguase el
mortero que las uniría sólidamente.
—Aquí yacerás por toda una eternidad —decía Von Kinnus, sin dejar de trabajar
como un poseso—. Nadie encontrará jamás tus huesos…; en todo caso, cuando eso
suceda, habrán pasado siglos y, entonces, el que los encuentre, sabrá cómo un conde
Von Kinnus supo castigar la infidelidad de su esposa.
Inge, de pronto, dejó de llorar. Parecía resignada a su suerte; incluso daba la
sensación de haber perdido el miedo.
Faltaban ya sólo un par de piedras para cerrar el hueco, cuando el conde puso
algo en el interior.
—Una jarra con agua, un pan y una palmatoria, con vela y fósforos —anunció—.
Ello te permitirá vivir un poco más…, depende del hambre y la sed que tengas y de tu
habilidad en racionarte. Pero nadie vendrá a verte jamás, nadie te socorrerá y
acabarás por morir en este in pace. Ése es el castigo que se merece una esposa infiel,
¿me oyes?
Los ojos de Inge brillaron de pronto.
—Escúchame, Rijk —dijo de pronto—. Aunque tú no me creas, siempre te he
sido fiel. Jamás hubo nada entre Robert Wass y yo. Pero ahora lamento no haber
accedido a sus propuestas, cuando me pidió que me fugase con él. Robert sí es todo
un hombre, cosa que no se puede decir de ti, que eres un compendio de todos los
vicios.
Inge jadeaba.
—Me negué siempre a marcharme con él —añadió—. ¡Ojalá lo hubiera hecho!
Robert me amaba de una manera pura y desinteresada y jamás llegó siquiera a rozar
mi mano. Si él conoce un día mi suerte… ¡pobre de ti, conde Von Kinnus!
El hombre lanzó una satánica carcajada y colocó la penúltima piedra.
—¿Esperas que me crea tan burdas mentiras? —exclamó burlonamente—. A tu
amante ya le llegará el turno, créeme, cuando menos se lo espere…
Von Kinnus levantó la última piedra. Entonces, ella dijo:
—Rijk, un día volverás a unirte conmigo. Aquí, precisamente. Tú volverás a
verme y yo te agarraré de tal modo que no podrás escapar, para que mueras a mi lado.
Grábate bien esto en tu memoria, porque es lo que sucederá, lo creas o no.
El conde reía despectivamente, pero aquellas palabras, con acento de maldición,
le hicieron ponerse serio. Estaba con la última piedra en las manos y, durante unos
segundos, permaneció indeciso.
Las pupilas de Inge fosforescían en la penumbra del in pace. Von Kinnus se
decidió de pronto y colocó la última piedra en su hueco.
—¡Para ti las tinieblas eternas, Inge! —aulló.
La paleta efectuó los últimos retoques. Luego, Von Kinnus la lanzó a un lado.
Volvió la espalda al in pace y se acercó a una estantería. Agarró una botella y

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rompió el cuello contra el borde de un estante. Luego bebió largamente, con ansia,
como si quisiera olvidar el horrible crimen que acababa de cometer.

* * *

Las campanillas de los caballos que tiraban del trineo sonaban alegremente.
Arrebujado en gruesas y cálidas pieles, John Wittleman escuchaba, entre divertido y
escéptico, la voluble charla del cochero.
—A mal sitio viene usted y en mala época, señor —decía el cochero—. No soplan
buenos vientos en Schmüntzburg… Mejor dicho, yo diría que no han soplado jamás
en este maldito pueblo… Parece como si pesara sobre nosotros una terrible
maldición…
—Vamos, vamos, Hans, no vaya a decirme que cree usted en supersticiones —
exclamó Wittleman, riendo.
—Hablo de hechos, señor, hechos horribles que creíamos fueran leyendas del
pasado y se han convertido en realidades… Me refiero al conde Von Kinnus, por
supuesto. En Schmüntzburg muchos creen que es el diablo en persona. Otros, en
cambio, dicen que los verdaderos diablos son los cuatro perros que tiene, casi tan
grandes como estos caballos, y, al lado de los cuales, el más fiero león africano
resultaría un corderillo…
»Unos dicen que son demonios que le obedecen y otros que son sus criados, que
se transforman en fieras cuando él lo ordena. Yo le he visto galopar, seguido de sus
perros y, créame, cada vez que eso sucedió, los pelos se me ponen de punta… Todos
los perros son verdaderas fieras, pero el peor de ellos es la única hembra del grupo,
una perra llamada Miffy…
—Sí, se suele decir que la hembra de la especie es más feroz que el macho —
comentó Wittleman divertidamente.
—En cambio, la condesa es un ángel. Nadie sabe ni comprende cómo pudo
casarse con ese demonio. Algunos dicen que ya está harta de él y que un día cometerá
una barbaridad… no sola, por supuesto, sino con un buen mozo llamado Robert
Wass, que está locamente enamorado de ella… En fin, sobre esto yo no me quiero
pronunciar, señor; es un asunto muy delicado, aunque está en las lenguas de todos.
Pero el conde se merecería que ella le dejase plantado…
—Si su carácter es como usted dice, ella tendría toda la razón al dejarlo —
convino el viajero.
—Los Von Kinnus fueron un tiempo señores de la comarca. Ahora, al actual
conde no le queda más que el castillo de Schwartzberg… El nombre está bien puesto,
¿eh? Ya lo verá, ya lo verá usted cuando crucemos el paso que permite el paso al
valle…
—Montaña Negra —tradujo Wittleman.

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—Exactamente, señor. Eso es todo lo que le queda ahora al conde. Y la esperanza,
por supuesto.
—¿Qué esperanza, Hans?
—Hay una leyenda que habla de un inmenso tesoro escondido al otro lado de una
gran piedra que, según dicen, es la piedra clave. El que escondió el tesoro lo hizo así
para que nadie lo tocase. Era un Von Kinnus medio loco y espiritista, que creía que
un día podría volver a vivir una nueva existencia, por lo que quiso asegurarse una
segunda buena vida, escondiendo sus inmensas riquezas detrás de esa piedra. Y, creo,
puso un cartel o una especie de grabado, como una advertencia para que nadie la
moviese de su sitio. No… nad… Nali me tung… Bueno, es que yo no entiendo el
latín, que es como dicen que está escrita la prohibición.
Wittleman se echó a reír.
—La frase es, o debe de ser: Noli me tangere; y significa: «Nadie me toque».
—¡Eso es! —exclamó Hans—. ¡Oiga, cuántas cosas sabe usted!
—No tiene ninguna importancia —contestó el viajero—. Simples recuerdos de mi
época de estudiante. Pero ¿puedo hacerle una pregunta, Hans?
—Oh, sí, por supuesto, señor Wittleman. ¿De qué se trata?
—No me gustaría ofenderle, pero… ¿es que no hay un coche con orugas para
viajar sobre la nieve? El trineo es bonito, cómodo, tradicional… y algo lento.
—Sí, hay uno en Schmüntzburg, pero anda averiado estos días. Por eso tuve que
salir yo a recibirle a usted a la estación del ferrocarril. La dueña me rogó que lo
hiciera así y no pude negarle el favor.
—¿Ha dicho dueña, Hans?
—Sí, señor. María Delken. Es la dueña de la posada, una muchacha buena y
hermosa como pocas.
—Entiendo. Gracias, Hans.
—No hay de qué, señor. Y ahora, ¿puedo yo hacerle mi pregunta particular?
—Por supuesto —accedió Wittleman, sonriendo.
—¿A qué viene a Schmüntzburg? Perdone que se lo pregunte, pero en esta época
no vienen viajeros jamás. Cuando se funden las nieves, en la primavera y en el buen
tiempo, acuden muchos turistas. Pero ahora…
—Hans, mi viaje es una obligación. Aunque pienso hospedarme en el pueblo,
desde luego, tengo que buscar un documento antiguo en el castillo. Se trata de un
asunto de genealogía, ¿comprende?
—¿Genea… qué?
Wittleman rió de nuevo.
—Genealogía —repitió—. Se trata de buscar los antepasados de una persona,
cuya familia procede de esta comarca. Un capricho de nuevo rico. Tiene mucho
dinero y ahora busca dorar su apellido.
—Si se tienen los cofres repletos de oro, que el apellido esté o no dorado resulta
indiferente —dijo Hans filosóficamente.

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—Yo también opino así, pero el que paga manda, y más si paga bien. Y, por otra
parte, este viaje a Schmüntzburg representa para mí como una especie de vacaciones
en pleno invierno, ¿comprende?
—Sí, señor. Bien, dentro de unos instantes tendremos el valle a la vista. También
podrá ver el castillo; es una perspectiva encantadora, créame.
El trineo cruzaba en aquellos momentos un angosto paso, cuyas paredes, muy
empinadas, parecían perderse en las alturas. Hans redujo un tanto la marcha de sus
caballos.
—No conviene hacer ruido —dijo a media voz—. Arriba hay una enorme
cantidad de nieve y podría producirse un alud, que nos enterraría vivos.
Wittleman asintió. El aire, aunque frío, era puro y sano, bien distinto del
contaminado que estaba acostumbrado a respirar. Y, por otra parte, debajo de las
pieles no sentía los efectos de la baja temperatura.
De pronto, cuando estaban a la mitad del paso, sonó un disparo de arma de fuego.

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CAPÍTULO II
La detonación se extendió largamente por las paredes del desfiladero, con los
ecos formando ondas de tableantes sonidos que se entrecruzaban rápidamente, a la
manera de unas grandes tablas golpeadas con vivo ritmo. El disparo, apreció
Wittleman, procedía de la entrada del paso que daba al valle.
Arriba se oyó una especie de profundo chasquido un sonido como el rugido de un
animal de dimensiones incalculables. Hans lanzó un grito de espanto:
—¡Alud! ¡Alud!
Wittleman levantó la cabeza. Algo se movía en la parte alta del desfiladero.
De pronto, se sintió lanzado hacia atrás en el asiento. Hans acababa de fustigar a
los caballos, que inmediatamente habían arrancado a todo galope. El viejo cochero
chillaba y apostrofaba a los animales, mientras hacía chasquear el látigo sin
compasión sobre sus lomos.
El estruendo del alud aumentaba por momentos. Rehecho, Wittleman volvió la
cabeza y pudo divisar dos enormes masas de nieve que se precipitaban desde las
alturas. Era un doble alud, que arrastraba consigo enormes piedras y que tronchaba
árboles gigantescos como si fuesen simples mondadientes.
Una ola de viento helado acometió al trineo por detrás. Hans azuzaba
despiadadamente a los caballos. El instinto de las bestias les hacía comprender el
grave riesgo en que se hallaban y por eso volaban más que corrían, despidiendo
chorros de nieve con sus cascos, al pisar por el blanco camino a toda velocidad.
El trineo salió del paso, perseguido por la onda de aire causado por la caída de
aquellos miles de toneladas de nieve y otras materias. La llegada del doble alud al
fondo del desfiladero se produjo con un estruendo semejante al de cien cañones
disparando a un tiempo.
Hans entendió que el peligro había pasado y refrenó la marcha de los
cuadrúpedos. Wittleman volvió a mirar hacia atrás y divisó el paso cegado por una
enorme masa que alcanzaba a varias decenas de metros sobre el nivel habitual de su
fondo.
—¡Ha tenido usted mala suerte, señor! —gritó el cochero—. Tendrá que quedarse
en Schmüntzburg hasta el buen tiempo.
Wittleman torció el gesto. La caída del alud era un suceso inesperado, con el cual
no contaba, y que podía causarle graves trastornos. Pero, por el momento, el regreso
no le corría ninguna prisa.
De súbito, se oyeron unos fuertes aullidos en las inmediaciones.
—¡Lobos! —gritó Wittleman.
Hans se volvió en el asiento.
—¡Dios nos asista! —exclamó—. ¡Son los perros del conde!
Wittleman miró hacia su derecha. Cuatro enormes bestias descendían velozmente
por una ladera pelada de árboles y con la nieve muy apelmazada. Aullaban

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horriblemente y se dirigían rectamente hacia el trineo.
Hans azuzó nuevamente a los caballos, que arrancaron al galope por segunda vez.
Lleno de terror, el viejo cochero se dio cuenta de que los canes, corriendo al sesgo,
iban a alcanzarles.
—¡Es el maldito conde! —gritó, sin dejar de fustigar a los caballos—. Ha lanzado
los perros contra nosotros sólo por divertirse.
Wittleman frunció el ceño, mientras contemplaba a los animales, que ganaban
terreno sensiblemente. Eran cuatro perros enormes, con aire de lobos, de rojizo pelaje
y fauces armadas con poderosos colmillos.
Arriba, en lo alto de la colina, vio a un hombre de gran corpulencia, con una
escopeta al hombro. No llevaba sombrero y el viento hacía ondear su roja cabellera.
A medio contraluz, Wittleman creyó estar viendo una moderna encarnación del
diablo.
—Los perros nos alcanzarán —gritó el cochero—. Si derriban a uno solo de mis
caballos, podemos considerarnos perdidos.
—Creo que el conde no ha sabido calcular que uno de nosotros podría estar
armado —dijo Wittleman de pronto.
Un revólver de seis tiros apareció en su mano derecha. De los cuatro canes, uno
de ellos marchaba en vanguardia, separado una docena de pasos de sus congéneres. A
Wittleman le pareció algo más pequeño que los otros; quizá por lo mismo resultaba
más rápido.
—Es Miffy, la perra —identificó Hans.
Wittleman apuntó con todo cuidado. La fiera estaba ya a diez o doce pasos.
Apretó el gatillo y sonó un estampido. Inmediatamente, se oyó un feroz aullido.
Miffy rodó por la nieve. A Wittleman le pareció que la herida no era ni siquiera
grave; creía haber alcanzado al animal en un brazuelo, pero, por lo menos, le
impediría continuar la persecución.
Los otros siguieron adelante, aullando demoníacamente. Wittleman se dispuso a
seguir utilizando su revólver.
Un agudísimo silbido descendió de pronto de lo alto de la colina. Los perros se
pararon en seco.
Wittleman respiró, aliviado. Hans tiró de las riendas, a fin de menguar la
velocidad de los caballos.
—¡Ha hecho una buena obra, señor! —exclamó el viejo cochero—. Así ha
demostrado al conde que hay quien no teme a sus diabólicos servidores.
Wittleman sonrió. Estaba seguro de que todo se trataba de una broma pesada,
procedente de un sujeto acostumbrado a divertirse a costa de los demás, sin
importarle las consecuencias. En el último instante, Von Kinnus habría detenido a los
animales, pero no le sabía mal haberle hecho ver que el revólver era un mágico
conjuro para aquellas fieras.
El resto del viaje se realizó ya sin novedad. Media hora más tarde, el trineo, con

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los caballos chorreantes de sudor, exhalando nubes de vapor por los ollares, se
detenía frente a la única posada de Schmüntzburg.

* * *

El rótulo de la muestra, en artístico hierro forjado, pendía de una historiada barra


horizontal, y tenía un ángel con las manos cruzadas sobre el pecho y las alas
extendidas. Debajo, y en caracteres góticos, también en hierro, se leía:

POSADA DEL ÁNGEL

Wittleman apartó las pieles que le cubrían y saltó al suelo. Hans se había apeado
ya.
—Entre, yo le llevaré el equipaje —indicó.
—Gracias, Hans.
Wittleman avanzó hacia el edificio, en el momento en que la puerta se abría. Una
encantadora muchacha rubia y de ojos azules apareció en el umbral.
—Bienvenido, señor Wittleman —saludó ella—. Soy María Delken, propietaria
de la posada. Entre y podrá calentarse al fuego.
—Mil gracias, señorita Delken —sonrió el viajero—. Ha sido usted muy amable
al enviarme el trineo a la estación del ferrocarril.
—El oruga a motor está averiado y no sé cuando lo tendré reparado —explicó
María—. Pero el caso es que haya llegado.
—Y no sin contratiempos, muchacha —dijo Hans, que entraba en aquel momento
cargado con el equipaje del forastero.
—Hemos oído ruidos en el paso —manifestó ella—. Seguro que se ha producido
un alud.
—Así es —confirmó el cochero—. Pero no por causas naturales. El conde tenía
ganas de divertirse con nosotros, viéndonos correr a toda velocidad para escapar a la
catástrofe.
Los bellos ojos de María expresaron asombro.
—El conde…
—Parece ser que fue él, señorita —dijo Wittleman—. Disparó un tiro y las ondas
sonoras provocaron la inestabilidad de la nieve acumulada en las alturas. Aunque
quizá el conde sólo buscaba cazar una pieza.
—¡No, lo hizo a propósito! —exclamó Hans obstinadamente—. ¿Y qué me dice
de los perros? María, los azuzó contra nosotros y sólo los llamó cuando el señor
disparó un tiro contra esa infernal Miffy…
—Hans, por favor —sonrió ella—. Sin duda, el señor Wittleman viene cansado.
Ya me lo contarás en otro momento. Nuestro huésped querrá descansar un poco y
cambiarse de ropa, ¿no es así, señor Wittleman?

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—María, me parece que sería mejor que nos invitaras a ambos a una copa de tu
aguardiente —pidió el viejo cochero—. Creo que ambos estamos necesitándolo.
—Una copa, en invierno, nunca viene mal —sonrió el viajero.
—Por supuesto —accedió María.
Mientras ella llenaba las copas, Wittleman oteó el interior de la posada. Hallábase
en una gran sala, de suelo de madera, espejeante, en cuyo centro había una enorme
chimenea de piedra, sostenida por cuatro recias columnas del mismo material,
artísticamente labradas. Sobre la gran reja de hierro que formaba parte del hogar,
ardían cuatro o cinco grandes troncos, que proporcionaban una grata temperatura al
ambiente.
Varios divanes de trazado curvo rodeaban la chimenea. Los muebles, mesas, sillas
y aparadores eran de madera clara, encerada, de un estilo encantadoramente arcaico,
lo mismo que la barandilla de la escalera que conducía al piso superior.
María entregó las copas. Hans levantó la suya:
—Prosit! —brindó.
—Prosit! —repitió Wittleman, sonriendo. Probó el aguardiente y chasqueó la
lengua—. Excelente —elogió.
María acogió el cumplido con una gentil inclinación de cabeza. Hans sonrió
maliciosamente.
—Si quisiera, se haría rica vendiendo este aguardiente —dijo—. Pero es una
chica modesta y…
—Hans, viejo charlatán, será mejor que atiendas a tus caballos; no se te enfríen
—le interrumpió ella—. Yo me ocuparé del señor Wittleman mientras tanto.
—Está bien, está bien. —El cochero salió, rezongando entre dientes.
Wittleman y María quedaron solos.
—Sígame, por favor —dijo ella—. Le indicaré su habitación. Luego, Utta, la
sirvienta, le subirá el equipaje. Ah, la cena es a las siete en punto. Usted dirá si
prefiere que se la suban a su habitación o desea hacerlo en el comedor.
—Creo que cenaré aquí abajo —sonrió él—. Así podré conocer mejor a las gentes
de Schmüntzburg.
María meneó la cabeza.
—Por la noche, no viene nadie aquí —contestó con triste acento.
Pero no dio más explicaciones y Wittleman, por otra parte, no se atrevió a
pedírselas.

* * *

Desde la ventana de su cuarto, se divisaba el Schwartzberg, con el castillo en su


cumbre, una oscura y tétrica construcción de recios muros y altas torres. La base de la
montaña se hallaba a unos dos kilómetros de distancia y su altura sobre el valle era de

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trescientos metros, aproximadamente. Pero era un monte aislado y solitario en el
conjunto de elevaciones que formaban el valle, lo que le hacía destacar doblemente
en el paisaje.
Atardecía. La luna brillaba ya en un cielo completamente despejado, sin una sola
nube. La silueta del castillo destacaba a contraluz. Desde su observatorio, Wittleman
podía ver algunas ventanas iluminadas. Wittleman lamentó no haber llevado consigo
unos prismáticos. Le pediría unos a la bella posadera o, en el peor de los casos, los
compraría en el pueblo al día siguiente. Algunos de los detalles del paisaje merecían
ser admirados con mayor detenimiento.
Ya se había cambiado de ropa y pronto sería hora de cenar. La habitación estaba
agradablemente caldeada por dos radiadores. No pasaría frío, se dijo, mientras abría
la puerta.
Voces humanas le llegaron desde el comedor. Una de ellas pertenecía a un
hombre. La otra, resultaba inconfundible, era la de María Delken.
—No, lo siento, no la he visto, Robert —decía ella en aquel mismo instante.
—Tenía que haber venido hoy —exclamó el hombre, conteniendo difícilmente la
cólera que sentía—. Ese canalla…
—¡Por Dios, Robert! No hables así; no tienes ninguna prueba.
—Lo presiento, María. El conde la ha asesinado.
—Tu imaginación se desboca. ¿Por qué no eres un poco más sensato? Yo creo
que a ella le ha sucedido alguna cosa sin importancia que le ha impedido bajar hoy al
valle. Ya vendrá, no te impacientes.
—No, no vendrá jamás. Él la ha asesinado y tú conoces los motivos, María. Pero
si eso es cierto, me vengaré, juro que me vengaré.
—¡Robert! Creo que estás diciendo palabras sin sentido. Acusas sin motivos…
Espera a mañana, hombre, ten un poco de paciencia, te lo suplico.
—Paciencia —repitió el hombre sarcásticamente—. Es fácil decir una cosa así,
cuando no se siente lo que yo siento. Pero el conde no es el único culpable; también
el ama de llaves, esa diablesa que se llama Ursula Hatten, tiene su buena parte de
culpa en el asunto y, en cuanto la vea, le sacaré la verdad de lo ocurrido, aunque para
ello tenga que arrancarle su hermoso pellejo a tiras.

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CAPÍTULO III
De pronto, Wittleman decidió que su postura resultaba un tanto ridícula. Estaba
escuchando una conversación prácticamente desde detrás de la puerta y eso era algo
que nunca le había gustado. Pero en el momento en que se disponía a emprender el
descenso, se abrió la puerta y otro hombre entró en la posada.
—Buenas tardes, amigos míos —saludó el recién llegado con evidente acento
irónico—. ¿Tal vez estaban hablando mal de mí?
María y el otro hombre permanecieron silenciosos unos momentos. De súbito,
Robert exclamó:
—¿Hay quien hable bien de usted en el pueblo, conde?
—Algunas personas me elogian, señor Wass —contestó Von Kinnus riendo—. Ya
sé que usted no forma parte de ese grupo, pero no pierdo el sueño por ello.
—Quien carece de conciencia, no pierde jamás el sueño, por muy abyectos que
sean los crímenes que haya cometido.
—¡Robert, por favor, modérate! —exclamó María.
Wittleman se había asomado un poco y pudo ver al conde que hacía un ademán
benevolente.
—Déjalo que se desahogue, preciosa —dijo—. Gritar es el recurso de quienes no
tienen otras armas, ¿no es así, señor Wass?
—Será mejor que te vayas, Robert —aconsejó María prudentemente—. Ya nos
veremos otro rato.
Wass acató la indicación y se fue, cerrando de un portazo. Von Kinnus lanzó una
risita.
—Se ha ido echando chispas —comentó—. Pobre Robert, siempre me pareció
demasiado impulsivo. A pesar de sus años, todavía no ha alcanzado la madurez. Pero
eso es cosa que algunos no consiguen ni siquiera cuando llegan a los cien años. Por
cierto, María, he venido a decirte una cosa.
—Sí, señor —contestó ella con voz impersonal.
—¿Cuándo subes al castillo a cenar conmigo?
Hubo una corta pausa de silencio. Wittleman se percató repentinamente de que
María estaba muy sofocada y que su pecho se agitaba con rápidos vaivenes.
—Olvídelo, conde —respondió ella al cabo—. Jamás aceptaré su invitación.
Riendo, Von Kinnus le acarició la barbilla desvergonzadamente.
—Piensa en que te conviene aceptar —dijo—. No te pido que subas hoy…, pero
el día en que te lo ordene, vendrás al castillo. ¿Entendido?
—¿Encerrará a su esposa en un cuarto mientras cenamos los dos?
Von Kinnus volvió a reír.
—Inge no nos molestará, te lo aseguro —contestó con supremo cinismo—. Pero
hablemos de otra cosa, preciosa. Ha llegado un nuevo huésped.
—En efecto, conde —respondió el interpelado, a la vez que descendía la escalera

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—. Yo soy ese nuevo huésped: John Wittleman, de Londres, a su disposición.
—Encantado, señor Wittleman —dijo Von Kinnus—. ¿Le agrada mi país?
—Es realmente encantador, en todos los sentidos, aunque con algunos defectos.
—¿Por ejemplo?
—Se producen aludes muy peligrosos y los lobos andan sueltos a veces por el
campo.
Von Kinnus seguía sonriendo, pero sólo de labios para afuera, observó el
británico.
—Eso es corriente en esta época, señor Wittleman —contestó el conde—. Pero
usted no parece hombre temeroso de los lobos.
—Oh, con un buen revólver los espanto siempre.
—Indudablemente. ¿Cuándo piensa ir usted a mi castillo?
—Mañana, con toda seguridad, si usted no tiene inconveniente en ello —
respondió Wittleman.
—Ninguno, amigo mío. Mis archivos están por completo a su disposición. De
modo que hay un inglés recientemente enriquecido que trata de probar que desciende
de mi familia.
—Así es, conde. Yo soy el encargado de establecer su árbol genealógico, una de
cuyas ramas procede de Schwartzberg. Temo que habré de escarbar a fondo en su
archivo, según le dijimos por carta hace algunas semanas.
—Lo tiene para usted por completo, amigo mío. Bien, ya es hora de que me retire.
María, no olvides lo que te he dicho. Señor Wittleman, ha sido un placer…
—Buenas noches, conde —respondió el forastero.
María no dijo nada. Wittleman se acercó a la puerta y vio a Von Kinnus que subía
a su trineo, tirado por tres caballos, a la usanza rusa.
Los cuadrúpedos arrancaron con un galope infernal, atravesando como una
centella la única calle de Schmüntzburg. El conde se cubría con una gran capa negra,
con forro escarlata, que ondeaba como una bandera diabólica, agitada por el viento de
la marcha. A Wittleman le pareció una viva encarnación del demonio.
La visión se perdió tras el último farol de la calle. Luego, Wittleman giró y vio a
María sentada en una silla, con aire de total abatimiento.

* * *

—Lo he oído todo —dijo él.


María alzó vivamente la cabeza.
—¿Todo? —exclamó.
—La conversación de usted con el conde y parte de la que ha sostenido con el
señor Wass.
Ella se sonrojó fuertemente.

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—Ese conde es… —pero no se atrevió a seguir y se mordió los labios.
—Señorita Delken, yo he venido a Schmüntzburg con una misión bien definida y
no me gustaría inmiscuirme en asuntos ajenos, pero creo que he deducido que entre el
señor Wass y la condesa existen ciertas relaciones, más profundas que las derivadas
de una simple amistad. ¿Me equivoco?
María hizo un gesto de asentimiento.
—Es cierto —admitió—. Hace unos diez años, Robert e Inge iban a casarse, pero
entonces el conde se encaprichó de ella. Inge se sintió deslumbrada y accedió al
matrimonio. Demasiado tarde comprendió el error.
—Sí, a veces pasa eso. ¿Qué hizo Robert?
—Se marchó de Schmüntzburg. Hizo fortuna y volvió hará cosa de un año.
Ninguno de los dos se había olvidado. Todos sabemos el trato que el conde da a su
esposa. Simplemente, Robert quiere que Inge lo abandone y se vaya con él. La
condesa tiene unos treinta años y es muy hermosa.
—No tanto como usted, en opinión del conde —sonrió Wittleman.
María se turbó.
—Es un hombre horrible —contestó.
—Secundado, parece, por una atractiva ama de llaves.
—Sí, Ursula Hatten. Algunos dicen que ella es un auténtico demonio y que,
cuando se le antoja, se transforma en un animal.
—Vaya, eso sí que es fantasía. ¿Qué clase de animal, señorita Delken?
—Una perra loba, Miffy, la única hembra de la jauría del conde.
Wittleman se puso serio.
—Miffy —repitió pensativamente—. Señorita, ¿cree usted en esa leyenda?
—Por supuesto que no, pero las gentes de la aldea son muy supersticiosas. A
veces pienso que el conde se divierte dando pábulo a sus supersticiones.
Utta apareció en aquel momento y anunció que se disponía a servir la cena.
—Cuando guste, señor Wittleman —dijo María.
—Me agradaría que cenásemos los dos juntos —propuso él.
María sonrió levemente.
—¿Por qué no? —Accedió.
—Y, de este modo, me enteraré de muchas más cosas —dijo Wittleman sonriendo
—. La curiosidad es un vicio invencible en mí, señorita Delken.

* * *

El día había amanecido claro y radiante, aunque hacia el Norte se divisaban


algunos nubarrones que no presagiaban nada bueno. Después de desayunar,
Wittleman, vestido y calzado apropiadamente, salió a la calle.
Había fáciles senderos en la nieve. De cuando en cuando, se oían las campanillas

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de los caballos que tiraban de algún trineo. Wittleman buscó la tienda que le había
indicado Utta, en la que adquirió los prismáticos que había echado en falta la víspera.
Había muy poca gente por las calles. Cuando iba a salir de la tienda, Wittleman
oyó voces cerca de la entrada.
Reconoció una de ellas: era la de Wass. Asomó la cabeza discretamente y le vio
hablando con una hermosa mujer, de unos treinta y tantos años, morena y de ojos
negrísimos.
La mujer llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Parecía furiosa con Wass.
Wittleman trató de entender lo que hablaban, pero no lo consiguió por completo.
Al cabo de unos instantes, Wass se separó de ella. De pronto, se volvió y
exclamó:
—¿Quién le ha sacado la bala del brazo, señora Hatten?
Ella se volvió. Sus ojos llameaban.
—Está diciendo tonterías, Robert Wass —contestó—. Se trata de una simple
luxación del brazo, eso es todo.
Wass lanzó una carcajada.
—Ayer se llevó un buen chasco, cuando el inglés empezó a tiros con usted y sus
diabólicos compañeros, ¿no es así?
Wittleman estaba aturdido. ¿Era posible que alguien diese crédito a una leyenda?
Pero, al mismo tiempo, veía a Ursula Hatten y apreciaba en ella una furia
indescriptible, que deformaba sus bellas facciones hasta convertirlas en una horrenda
máscara, de diabólica expresión.
—Algún día galoparemos detrás de usted y lo devoraremos, Robert Wass —
prometió ella con voz crispada.
Wass se echó a reír. Metió la mano en el chaquetón y sacó un revólver.
—Está cargado con balas. Y no son de plata; las de plomo, con la punta hendida,
son suficientes para cierta clase de fieras. Téngalo bien en cuenta, señora Hatten.
Wass guardó el revólver y siguió su camino. Por su parte, Ursula tomó asiento en
un trineo que aguardaba a pocos pasos, guiado por un estólido individuo, de rostro
pétreo y ojos inexpresivos.
—Al castillo, Markus —ordenó ella.
—Sí, señora.
Wittleman salió de la tienda. Ursula pasaba por delante en aquel momento y le
miró con curiosidad. El inglés se descubrió cortésmente.
Ella sonrió. Wittleman vio unos dientes blanquísimos, muy afilados le pareció.
Pero casi en el acto, desechó sus aprensiones.
—¡Mujer loba! —masculló—. ¡Bah, tonterías!

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CAPÍTULO IV
—¿Creen las gentes de Schmüntzburg en la licantropía?
María Delken miró extrañada a su huésped.
—¿Cómo dice usted, señor Wittleman? —preguntó.
—Verá, yo me refería a esa clase de leyendas según las cuales una persona puede
transformarse en lobo —contestó el inglés.
—Usted está pensando en los perros del conde.
—Así es, señorita.
—Algunos, en efecto, creen en esa leyenda.
—¿Y usted?
—No, por supuesto. No soy amiga de supersticiones.
—Es cosa de felicitarla —sonrió él—. Pero su amigo Robert Wass sí cree en la
licantropía.
—Me extraña. Es un hombre culto, ha recorrido medio mundo…
—Pero nació y se crió en Schmüntzburg, y aquí vivió hasta que se hizo hombre.
Hay cosas que no se borran de la mente de una persona jamás, por muchos años que
pasen.
—Posiblemente —admitió María, sin demasiada convicción—. Pero ¿por qué lo
pregunta?
—Hoy escuché, sin querer, una conversación entre Robert Wass y la bella señora
Hatten. Ella dijo que algún día galoparían detrás de él y lo devorarían. Me imagino
que fue una metafórica amenaza de muerte, dirigida a una persona excesivamente
crédula en leyendas antiguas. Pero ella lo dijo muy en serio.
—Ursula no es buena, es un verdadero demonio, el ángel malo del conde —dijo
María con voz crispada.
—Luzbel era un ángel muy bello y se sintió henchido de orgullo por su
hermosura, lo cual originó que fuese lanzado a las tinieblas.
—¿Qué quiere decir usted, señor Wittleman?
—Nada. Simplemente, establecía una comparación entre Ursula y Luzbel —
sonrió el forastero—. A fin de cuentas, Wass trató a Ursula de demonio.
—Y ella dijo…
—Sí, lo que le he repetido a usted. Lo escuché yo, de modo que no tengo por qué
mentir. Y Wass contestó que tenía un buen revólver, cargado de balas de plomo y no
de plata, como parece ser lo tradicional para combatir a los licántropos.
—Robert está resentido con Ursula. Ella no le ha simpatizado jamás.
—¿Por qué?
—Ursula lo pretendió en tiempos. Robert no tiene todavía cuarenta años y es muy
rico. Pero sigue enamorado de la condesa.
—Y ahora, el amor se ha transformado en odio.
—Así parece, señor Wittleman.

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El inglés lanzó una mirada hacia el exterior.
—Creo que es hora ya de que haga mi primera visita al castillo —dijo.
—El oruga no está reparado todavía. Haré que le preparen un trineo.
—No se moleste. Iré a pie. El ejercicio es sano —sonrió Wittleman.
Y ya se disponía a salir, cuando, de pronto, recordó algo y se volvió hacia la
joven.
—Ayer disparé yo contra Miffy. Wass cree que Ursula había encarnado en esa
perra. Superstición, claro, pero el caso es que yo alcancé a Miffy con mi disparo… y
hoy la señora Hatten llevaba un brazo en cabestrillo. ¿Qué pensaría de eso una
persona que creyese en la superstición de la licantropía?
María no contestó.

* * *

Dejó el trabajo y se asomó al ventanal. Había pasado tres o cuatro horas en balde,
escarbando en la biblioteca del conde, sin obtener ningún resultado práctico. Pero
tampoco tenía prisa; quien le había encomendado el trabajo de investigación era
hombre de dinero y pagaría bien.
Leyendas aparte, Schmüntzburg era un pueblo encantador, enmarcado por un
paisaje precioso. Y en el castillo había muchas bellezas arquitectónicas que admirar.
Bajo él, se abría un espantoso precipicio, que terminaba casi en el pequeño río
que recorría el valle. Una caída desde allí resultaría mortal, aunque se podía
permanecer fácilmente en el exterior, ya que al pie del muro de aquel lado había una
especie de larga explanada, de unos seis u ocho metros de anchura, que permitía
caminar fácilmente sobre su superficie, incluso con nieve.
A lo lejos se veían algunas nubes de color nada agradable. Probablemente habría
ventisca. Tampoco le importaba demasiado; el paso estaba cerrado y no tenía la
menor idea de cuánto tiempo se vería obligado a permanecer en el valle.
De pronto, le pareció ver un movimiento bajo la ventana.
Abrió. Sacó medio cuerpo fuera y pudo alcanzar a ver una corpulenta figura que
doblaba la esquina próxima, precisamente la que daba a la fachada principal.
Las huellas del hombre estaban nítidamente marcadas en la nieve y se veía que
había recorrido varias veces la explanada, deteniéndose en algunos puntos al pie de la
muralla, a unos doce metros por debajo del lugar en que él se encontraba. Wittleman
se preguntó si sería el conde.
Una racha de aire frío le dio en la cara. Se estremeció y se dispuso a cerrar.
En aquel momento, creyó percibir un distante gemido.
Aguzó el oído. El sonido parecía sonar muy lejos, muy hondo. Se preguntó si no
era una ilusión de sus sentidos.
Era una queja proferida por alguien que se hallaba en una crítica situación,

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estimó. Se repitió otra vez y luego se extinguió lentamente, hasta apagarse del todo.
Cerró la ventana, un tanto preocupado. De pronto, se echó a reír.
—No dejaré que el ambiente se adueñe de mí —dijo en voz alta.
Salió de la biblioteca y descendió al amplio vestíbulo. Markus, el estólido
conductor del trineo, le había abierto y acompañado hasta su lugar de trabajo, sin que
hubiese visto a ninguna otra persona dentro del castillo. Le pareció incorrecto
marcharse sin notificarlo a alguien, pero no veía a nadie por el momento.
De pronto, se abrió una puerta. Ursula Hatten apareció ante su vista.
—El señor Wittleman, presumo —dijo ella.
—Encantado de conocerla, señora Hatten, aunque ya nos hemos visto esta
mañana —sonrió el forastero.
—Sí, le recuerdo perfectamente.
Ursula llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, si bien podía mover la mano
perfectamente, apreció Wittleman. Y era preciso reconocer que se trataba de una
mujer de gran belleza.
—Markus me recibió —dijo él—. Quiso avisarla, pero evité que la molestara. Me
bastó con que me acompañase a la biblioteca.
—Muy gentil de su parte, señor Wittleman. ¿Ha encontrado lo que buscaba?
—Todavía no. Es cuestión de tiempo y de paciencia.
—Venga siempre que guste. No tema molestar; su presencia aquí siempre será
bien acogida.
—Es usted muy amable, señora. Pero veo que parece lesionada. ¿Alguna herida
de gravedad?
—Oh, no —sonrió Ursula—. Una simple luxación de la articulación del hombro.
Estaré curada muy pronto.
—Lo celebro infinito, señora. Y ahora, si me lo permite…
Ursula le tendió la mano, blanca y fina, pero de una extraña fortaleza. Sus ojos, de
intensas pupilas negras, le miraban profundamente.
—Me gustaría charlar con usted con menos prisas —dijo.
—Será un placer, señora —aseguró Wittleman.
Momentos después, mientras descendía por el camino nevado, se dijo que Ursula
podría tener sus cosas, incluso mal genio, pero no por ello dejaba de ser una mujer de
un soberbio atractivo, en todos los sentidos.
—No, no me disgustaría una larga charla con ella… a solas —se dijo.
Cuando llegó a la posada, María estaba hablando con Robert.
—No vayas —decía ella, muy asustada.
—Iré esta noche —aseguró Wass—. Pase lo que pase, quiero saber qué ha sido de
Inge. Incluso es posible que me la lleve y la arranque de las garras de ese sátiro para
siempre.
—Robert, por favor…
—María, estoy decidido. No trates de disuadirme, sería inútil.

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Ella se pasó una mano por la frente.
—Temo por ti, Robert —dijo.
Wass se echó a reír y sacó el revólver.
—Éste es el mejor medio para combatir a esos demonios —contestó.
Wittleman decidió hacer notar su presencia y carraspeó.
—Sentiría interrumpir —dijo.
María se ruborizó ligeramente. El hombre se volvió.
—Ya me iba —manifestó—. Volveré a verte mañana, María —se despidió de la
joven.
La puerta se cerró con cierta violencia. Wittleman fijó la vista en María. Ella tenía
los ojos bajos. Parecía sentirse llena de temor.
—Juraría que el señor Wass sigue obsesionado con la idea de liberar a la condesa
—dijo Wittleman.
—Desgraciadamente, así es —contestó María con voz opaca.
—¿Teme usted por la suerte de la condesa?
—No sé qué decirle, señor Wittleman. El conde es capaz de todo…, pero, aun así,
me parecería horrible que fuese el asesino de su propia esposa.
—No sería el primero —dijo Wittleman—, pero quizá ella esté indispuesta y por
eso no bajó al pueblo.
—Usted viene del castillo. ¿La ha visto? —preguntó María con voz ansiosa.
—No. Sólo vi a Markus, con el cual, por cierto, apenas cambié media docena de
palabras, y a la señora Hatten, en el momento de despedirme. Con Ursula sí hablé un
poco más. Es una mujer encantadora.
—Pero muy mala —calificó ella.
Wittleman no quiso discutirlo. «Rivalidad entre mujeres», pensó.
—Con su permiso —dijo—. Voy a mi cuarto, a arreglarme un poco.
Lo que Wittleman quería hacer, en realidad, era observar el castillo con los
prismáticos.

* * *

Sentado en una silla, junto a la ventana, Wittleman escrutaba el castillo casi sin
cesar. Ya atardecía y las sombras de la noche avanzaban con rapidez.
El castillo conservaba todavía un tétrico instrumento de muerte: la horca, que
sobresalía de una de las altas torres, como un símbolo del antiguo poder feudal de sus
dueños. Justo bajo el recio madero, de sección cuadrada, había una abertura, del
tamaño de una puerta corriente, con arco de medio punto. Por allí, siglos antes, los
sentenciados por el señor de Schwartzberg eran lanzados a la eternidad y sus cuerpos
dejados expuestos durante largos días, para escarmiento de los aldeanos.
De pronto, vio a una sombra que ascendía por una de las pendientes de la

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montaña.
Ya caían los primeros copos de la ventisca y la visibilidad empezaba a hacerse
dificultosa, pero, a pesar de todo y gracias al poder de resolución de los prismáticos,
pudo distinguir claramente a Robert Wass.
El hombre llevaba un rollo de cuerda pendiente del hombro izquierdo.
Probablemente, pensaba escalar alguno de los muros del castillo, para buscar a la
condesa. Wittleman le compadeció íntimamente.
Con los gemelos, de doce aumentos, Wass quedaba a menos de doscientos metros
de distancia. Subía resueltamente, decidido a todo.
De repente, cuatro oscuras sombras surgieron de una de las esquinas de la
fortaleza y se arrojaron sobre Wass.
Wittleman se puso rígido.
—¡Los canes! —exclamó, sin poder contenerse.
Wass sacó su revólver, pero fue un gesto tardío, Uno de los canes se le arrojó
encima y lo derribó por tierra, haciéndole perder el arma.
Esta vez, Miffy iba rezagada. Se veía claramente que cojeaba, pero no por ello
actuaba con menos fiereza que sus congéneres.
Wass se debatió furiosamente, luchando a brazo partido con las fieras. De pronto,
los colmillos de uno de los bichos se cerraron sobre su garganta.
Wittleman se sentía horrorizado, Los movimientos de Wass cesaron casi
repentinamente, pero no por ello los canes abandonaron a su víctima.
—¡Le están devorando! —exclamó, con los pelos de punta.
Los canes se agitaban frenéticamente en torno a su presa, que ya había dejado de
moverse. Era un espectáculo horripilante, nauseabundo.
De súbito, llegó un espesísimo turbión de nieve y la escena de los perros que
devoraban a su víctima desapareció de los ojos de Wittleman.

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CAPÍTULO V
María se asustó al ver bajar a su huésped, pálido y desencajado.
—¡Señor Wittleman! —exclamó—. ¿Qué le sucede?
—Robert… Los perros…
Ella se tambaleó. A pesar de que Wittleman se sentía enfermo, tuvo que acudir a
socorrer a la joven, quien parecía a punto de perder el conocimiento.
Sujetándola por la cintura, la llevó a uno de los divanes que había en torno a la
chimenea. Luego fue al bar y llenó dos copas.
Se sentó a su lado. María tomó un sorbo de aguardiente. Wittleman despachó su
copa de un trago.
—¿Co…, cómo lo sabe usted? —preguntó con voz débil.
—Estaba observando el castillo con los prismáticos. Vi a Robert que subía por la
ladera Este de la montaña y, de pronto, salieron los perros. Él quiso sacar su revólver,
pero no tuvo tiempo.
María estaba palidísima.
—Entonces… hemos de pensar en lo peor —dijo.
Wittleman asintió.
—Le he visto morir —contestó.
Pero no quiso añadir que, quizá, todavía en aquellos momentos, continuaba el
macabro festín de los feroces canes.
María continuaba llena de abatimiento. Wittleman se puso en pie.
—Voy arriba a vestirme adecuadamente —dijo—. Es preciso subir a recuperar el
cuerpo de Robert.
—¡No, no vaya! —gritó ella.
—¿Por qué? —se extrañó el huésped.
—La ventisca. Se perdería a doscientos pasos de las últimas casas. El río está
cerca y, si cayera en él, moriría helado en pocos minutos.
Wittleman se mordió los labios.
—A pesar de todo…
—Por favor, no lo haga —suplicó María.
—Insisto —dijo él.
Y corrió a su habitación.
Antes de salir, equipado en debida forma, miró a través de la ventana.
Se estremeció. María tenía razón.
La ventisca era fortísima. En menos de un cuarto de hora, había cambiado
totalmente el panorama. Salir en aquellas circunstancias, sería una temeridad.
Y Wass ya estaba muerto.
Bajó de nuevo a la sala. María estaba en el mismo sitio, mirando fijamente a las
llamas de la chimenea. Por un momento, Wittleman creyó que había perdido el juicio.
De pronto, se oyó un extraño sonido en el exterior.

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Wittleman corrió hacia una de las ventanas. El sonido se repitió varias veces.
Ladraban unos perros. ¿Eran los lobos del conde?
Limpió el vaho de los cristales con una mano. No había una sola alma en la calle.
Los faroles del alumbrado público daban, sin embargo, cierta luz al ambiente.
De repente, unas sombras oscuras desfilaron a todo correr por delante de la
posada. Wittleman se fijó en que sólo eran tres los perros que corrían
desaforadamente, sin dejar de emitir unos aullidos aterradores.
Detrás de ellos pasó un jinete a todo galope, montado en un caballo negro como
la noche. Su capa se agitaba con el viento de la marcha, despidiendo los copos de
nieve que caían sobre ella. Como de costumbre, Rijkdahl von Kinnus iba con la
cabeza descubierta, al aire su rojiza cabellera.
El conde pasó por delante de la posada. Volvió un instante la cabeza y lanzó una
estridente carcajada, que a Wittleman le pareció surgía de la garganta del mismísimo
diablo.
—¡El Señor nos asista! ¡Es Satanás en persona!
Wittleman se volvió. Parada junto a la ventana, estaba Utta, santiguándose
incesantemente, con rápidos movimientos. El rostro de la anciana criada expresaba un
vivísimo terror.
María, en pie, junto a la chimenea, le miró con fijeza.
—Sí, el conde es el diablo en persona —confirmó.

* * *

La ventisca duró casi cuarenta y ocho horas, hasta el mediodía de dos días más
tarde. Entonces paró el viento y cesó la nieve de caer, aunque no salió el sol.
Las gentes del pueblo limpiaban la nieve caída delante de sus casas. Una
máquina, con pala, abría un camino en el centro de la calle principal.
El castillo se veía a lo lejos, cubiertas torres y almenas de una blanca capa de
nieve. Mientras lo contemplaba, Wittleman encendió su pipa pensativamente.
Se preguntó si habría soñado. La escena del conde galopando detrás de sus fieras
le parecía todavía algo irreal, fuera de este mundo…, pero, al mismo tiempo, se daba
cuenta de que había sido un hecho auténtico.
No, no había sido un sueño, pero le había parecido la más horrible de las
pesadillas. De pronto, cuando más absorto estaba en sus reflexiones, oyó que
llamaban a la puerta.
Abrió. Era María.
Wittleman observó que la joven vestía gorro de punto, un grueso pullover de
vivos colores y pantalones negros, calzándose con unas recias botas de cuero, que le
llegaban hasta media pierna.
—Buenos días, señorita —saludó él—. ¿En qué puedo servirla?

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—Es preciso rescatar el cuerpo de Robert —dijo María—. ¿Quiere
acompañarme?
—Con mucho gusto —accedió Wittleman de inmediato—. Pero ¿se podrá
caminar…?
—Tengo raquetas para la nieve. Solemos usarlas en este tiempo.
—Entiendo. Estaré listo dentro de algunos minutos, pero ¿puedo preguntarle
algo?
—Sí, desde luego.
—¿Ha notificado a alguien la muerte de Robert?
María hizo un signo negativo.
—Cuando encontremos su cuerpo, lo haré —respondió.
—En su casa habrán notado su falta —aventuró Wittleman.
—Vivía solo. Una mujer le atendía por las mañanas, pero no habrá salido estos
días, a causa de la ventisca.
—Sí, es lógico. Bien, bajaré en seguida.
María cerró. Wittleman empezó a equiparse.
Minutos más tarde, se reunía con la muchacha en la sala principal de la posada.
Ella ya le había preparado las raquetas y le enseñó cómo ajustárselas a los pies.
—Convendría que llevásemos una pala —sugirió él, mirándola fijamente al fondo
de los ojos.
—Ya la tengo preparada; está en la puerta de casa —respondió María con voz
neutra.
Emprendieron la marcha sin pérdida de tiempo. En los primeros minutos,
Wittleman se sintió incómodo; luego se acostumbró un tanto y notó que caminaba
mejor.
—María —dijo él de pronto, dejando los tratamientos a un lado—, me gustaría
conocer su opinión sobre una cosa. Hace días que quería preguntárselo, pero siempre
lo olvidaba. Ahora me he acordado y…
—¿De qué se trata, señor Wittleman?
—Bueno, primero llámeme John —sonrió él—. Después, dígame qué hay sobre
la leyenda de la piedra clave y el tesoro que guarda. Hans me contó algo el día de mi
llegada, pero no fue demasiado explícito.
—La leyenda existe y la piedra clave, con su inscripción, está en alguna parte.
Pero quizá Hans no le contó la segunda parte de la historia.
—¿Cuál es, María?
—Esa piedra no se puede tocar o el castillo se desmoronaría por completo —
contestó la joven, muy seria.
—Vamos, vamos —dijo Wittleman—. No quisiera ofenderla, pero me parece un
poco absurdo. No se trata de la piedra clave de un arco común y corriente, la cual, al
ser retirada, sí provoca el hundimiento de ese arco. Ni diez piedras que se retirasen a
un tiempo podrían arruinar el castillo.

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María se encogió de hombros.
—Siempre lo he oído así —dijo fríamente.
Wittleman calló. «Contra las leyendas no se puede luchar», pensó.
Le apenaba ver que una joven, aparte de hermosa, nada inculta, creyese en
estúpidas supersticiones. Pero era cosa del ambiente, se dijo.

* * *

Apoyado con ambas manos en el mango de la pala, Wittleman miró desalentado a


su alrededor.
—Sucedió por este lugar, aproximadamente, pero me siento incapaz de
determinar el punto exacto.
—Quizá hemos omitido un detalle muy importante —dijo ella.
—¿Sí?
—Un perro que rastrease en el suelo. Ha nevado muchísimo y el cuerpo del pobre
Robert está bajo un metro de nieve o más.
—Es cierto. María, volvamos al pueblo. Hay un alcalde, tiene que enterarse de lo
sucedido…
—¿Buscan algo? —Sonó de pronto una voz masculina.
María lanzó un gritito de susto. Wittleman volvió la cabeza.
El conde estaba parado a pocos pasos de distancia, sonriendo extrañamente. La
leve brisa que soplaba agitaba su masa de pelo rojo, que formaba como una especie
de aureola infernal en torno a su cabeza.
—Robert Wass ha muerto, señor —dijo Wittleman—. Destrozado por sus canes.
—¿Está seguro de ello, amigo mío?
—Tengo motivos sobrados para afirmarlo, conde. Yo mismo lo presencié todo
desde la posada, con mis prismáticos.
Von Kinnus continuaba sonriendo.
—Adelante —dijo, a la vez que hacía un amplio ademán—. Remueva la nieve,
palee todo lo que guste. Si encuentra el cuerpo de Wass, podré creer en sus palabras.
Wittleman se irritó.
—¿Me toma por un mentiroso, conde? —exclamó.
—No, amigo mío, no; en todo caso, por un hombre dotado de una fantasía
envidiable. Y tenga muy presente una cosa: si Wass murió, fue por culpa suya, al
invadir una propiedad ajena, como lo hacen los dos en estos momentos. De todas
formas, les permitiré que busquen. Hasta que se caigan agotados de tanto trabajar.
Era una implícita declaración de su propia culpabilidad, dedujo Wittleman, pero,
al mismo tiempo también, un desafío sobre una base segura: el cadáver de Wass, o lo
que había quedado de él, después del festín de los canes, había desaparecido. Era muy
probable que no se le volviese a encontrar jamás.

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Ya sólo le restaba hacer una cosa: retirarse con dignidad.
—Lamentamos haberle molestado, conde —dijo.
Von Kinnus se inclinó ligeramente.
—Ha sido un placer, señor Wittleman —contestó. Miró profundamente a la
muchacha—. María, recuerda lo que te dije el otro día —añadió.
Ella alzó la barbilla con gesto lleno de orgullo.
—No —dijo escuetamente.
De pronto se oyó un grito:
—¡Señor conde!
Von Kinnus volvió la cabeza. Caminando sobre sus raquetas de nieve, un hombre
corría hacia el grupo.
—Dispensen —se alejó el conde, para reunirse con el sujeto.
—¿Quién es? —preguntó Wittleman.
—Arne Djobel, uno de sus criados —respondió María—. Vámonos —exclamó de
pronto—; la vista de ese miserable me hace sentirme enferma.
Iniciaron el descenso. Lleno de curiosidad, Wittleman se volvió una vez y pudo
ver a Von Kinnus que parecía discutir violentamente con Djobel. De pronto, Von
Kinnus alzó la mano y asestó a su criado una tremenda bofetada, que lo derribó por
tierra.
—Parece ser que el conde se cree todavía en la época feudal, como cuando sus
antepasados disponían de las vidas y haciendas de sus súbditos —comentó
irónicamente.
—Tiene tres criados y los tres le obedecen ciegamente —explicó la muchacha—.
Algunos, en el pueblo, sostienen que Arne y los otros dos se convierten por las
noches en los lobos del conde, lo mismo que la señora Hatten.
—¿Y hay quien cree todavía en esa leyenda? —preguntó él, asombrado.
María demoró su respuesta unos instantes. Luego dijo:
—John, le diré una cosa: yo y otros muchos estamos sinceramente persuadidos de
que no habrá tranquilidad en Schmüntzburg hasta que el conde haya desaparecido.
—Es una manera de pensar, en efecto —convino Wittleman—. Pero yo también
le diré otra cosa: le guste o no a Von Kinnus, a la noche pienso volver para tratar de
encontrar el cadáver del pobre Robert Wass.
Y no quiso añadir: «O lo que los perros hayan dejado de él», para no conturbar a
María aún más de lo que ya estaba.

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CAPÍTULO VI
Se había procurado una larga y delgada varilla de hierro. En la herrería del pueblo
habían modificado en poco rato uno de sus extremos, dándole el aspecto de una
horquilla de dos ramas, que tenían unos veinte centímetros de largo, con las puntas no
muy aguzadas. Lenta y parsimoniosamente, hundía la varilla en la nieve, tratando de
tomar contacto con los restos de un cuerpo humano.
Por la tarde, con los prismáticos, había estudiado el lugar donde vio perecer a
Wass en las fauces de los canes, tomando puntos de referencia que eliminasen
posibilidades de error. La luz de la luna alumbraba lo suficiente para ver sin
necesidad de emplear una lámpara portátil, cuyo resplandor habría delatado su
presencia en las inmediaciones del castillo.
De pronto, cuando menos lo esperaba, creyó oír un gruñido a sus espaldas.
El instinto le hizo echarse a un lado, a la vez que giraba sobre sí mismo. Una
sombra oscura pasó por su lado, emitiendo un horrendo sonido que no podía
calificarse de ladrido. Wittleman se dio cuenta bien pronto de que era uno de los
canes de Von Kinnus.
La bestia pareció quedarse desconcertada al fallar su ataque. Se revolvió a unos
pasos de distancia y miró a Wittleman con ojos que parecían despedir fuego.
Wittleman había perdido la barra en su caída. Apresuradamente, sacó su revólver
y apuntó al animal con todo cuidado. Aquellos colmillos que brillaban a la luz de la
luna eran capaces de degollarle de un solo golpe.
Se preguntó si el animal habría aparecido como consecuencia de un sortilegio
mágico. Pero no había tiempo para disquisiciones: era un ser que pesaba sesenta kilos
corridos y con una fuerza prodigiosa. Apretó el gatillo y el can se desplomó
fulminado.
La detonación se expandió largamente por los valles, multiplicándose sus ecos
por todas partes. Wittleman no quiso aguardar a más; se puso en pie de un salto y,
aunque con dificultad, a causa de las raquetas de nieve, echó a correr.

* * *

Por la mañana, oyó gritos y alboroto en el pueblo. Se levantó precipitadamente y


corrió a la planta baja de la posada.
Había personas por las calles. Una mujer anciana sollozaba ruidosamente, a la vez
que se mesaba los cabellos. Algunas mujeres trataban de consolarla.
María entró en aquel momento. Wittleman observó que estaba muy pálida.
—¿Qué sucede? —preguntó él.
—Es la madre de Arne —explicó la joven—. Su hijo ha aparecido muerto esta
mañana, en la puerta de su casa. Alguien le disparó un tiro.

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Wittleman se sintió estupefacto.
—¿Algún enemigo? —inquirió.
—Es probable. Los sirvientes del conde tienen pocos amigos, John. Pero lo peor
de todo es que Arne recibió el disparo muy lejos de aquí y vino arrastrándose a morir
en la puerta de su casa. Su madre se encontró con el cadáver al abrir esta mañana.
Imagínese el disgusto que se habrá llevado la pobre mujer.
—Lastimoso, en efecto —convino el inglés.
—Muchos no lo lamentan. Algunos, ya se lo dije ayer, sostienen que Arne se
convertía por las noches en uno de los perros del conde. Quizá alguien se situó al
acecho cerca del castillo y disparó apenas vio al can. Pero escapó y no se quedó a
comprobar su teoría, esto es, que el perro volviese a ser Arne después de recibido el
balazo que acabó con su vida.
Wittleman se estremeció. Ella le miró con curiosidad.
—¿Le ocurre algo? —preguntó.
—No… nada —contestó él, haciendo un gran esfuerzo por despegar la lengua del
paladar—. Si…, si no le importa, haga que me sirvan el desayuno. Quiero subir hoy
al castillo.
—Sí, por supuesto, en seguida se lo servirá Utta.
María se alejó. Desmadejado, Wittleman se sentó en uno de los divanes.
La víspera había disparado y dado muerte a uno de los canes. ¿Era que él también
iba a admitir las supersticiones de los habitantes de Schmüntzburg?
La razón rechazaba contundentemente semejante teoría, pero ¿no había cosas
sobrenaturales en las que, en ocasiones, era forzoso creer?
Utta vino poco más tarde con la bandeja del desayuno. Wittleman decidió sondear
a la anciana sirvienta.
—Utta, ¿también usted cree que Arne se transformaba en perro durante las
noches? —preguntó.
La criada le dirigió una larga y enigmática mirada.
—Arne era un servidor de Satanás y ha recibido el merecido pago de sus servicios
—contestó solemnemente, después de lo cual, se alejó, sin añadir una sola palabra
más.

* * *

El trabajo le hizo olvidar en buena parte sus preocupaciones. Pasó tres o cuatro
horas completamente abstraído en la labor de investigación y ni siquiera se dio cuenta
de que había alguien en la biblioteca, hasta que oyó una voz en las inmediaciones:
—Trabaja con exceso, señor Wittleman. ¿Por qué no hace un alto para tomarse
una copa?
Wittleman se volvió. Ursula estaba a pocos pasos de distancia, sosteniendo una

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pequeña bandeja con la mano sana. Ya no llevaba el cabestrillo, aunque su mano
izquierda se apoyaba en el ancho cinturón de su vestido negro, muy ajustado a las
formas de su cuerpo opulento.
—Lamento causarle esa molestia, señora —sonrió él—. Y le agradezco infinito la
atención.
—Entonces, repóngase con esta copa de excelente Oporto. Es muy adecuada a la
hora y a las circunstancias.
Wittleman se acercó a la mujer y tomó la copa, pero no se la llevó a los labios.
Ursula le miraba sin dejar de sonreír. Era una mujer muy hermosa,
peligrosamente hermosa, pensó él.
—¿Teme algo de mí, señor Wittleman? —preguntó Ursula.
—¿Por qué había de temerla, señora Hatten?
—¡Qué sé yo! Este castillo tiene tanta mala fama… Si le ocurriese algo, una
simple indisposición gástrica, por ejemplo, las gentes del pueblo dirían que hemos
tratado de envenenarle.
—Muchas veces, la buena o mala fama sólo depende de los actos propios de cada
persona, señora.
—O de la malevolencia de los demás.
—Sí, también es posible. Pero yo no tengo miedo a que me envenenen. Ustedes
no me quieren tan mal como para desear mi muerte.
Ursula rió sin estridencias.
—Se deja influenciar demasiado por habladurías y consejos de gente ociosa y
dada a la superstición —manifestó—. Me decepciona, porque yo había llegado a
pensar que sería usted un poco más cultivado y que no aceptaría como buenas
determinadas leyendas.
—No soy supersticioso, señora, pero no puedo evitar captar parte de lo que hay
en el ambiente que me rodea. —Wittleman tomó un buen sorbo de vino—. De todas
formas, ya ve, he bebido y pienso acabar la copa.
—Es una actitud que le agradezco —contestó ella.
—El vino lo merece. Y más la mujer que me lo ha ofrecido.
—Muy galante, señor Wittleman. Y ahora, si me lo permite…
—¡Espere, no se vaya! —rogó él.
Ursula le contempló con interés.
—¿Sucede algo? —preguntó.
—Sólo quería enterarme de una cosa; es decir, si usted no la considera indiscreta.
—Hable. Veré si debo o no darle la respuesta que espera.
—¿Es usted casada?
Ella volvió a reír.
—Lo pregunta usted de una forma que da miedo —dijo.
—Pero aún no me ha contestado, señora.
—¿Exige la respuesta?

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—La deseo.
—¿Qué diría usted si fuese afirmativa?
Wittleman lanzó un hondo suspiro.
—Envidiaría a su esposo —contestó.
—No envidie a quien murió hace unos cuantos años —sonrió Ursula—. Y no me
diga que lo siente, porque no le creeré. No lo siente en absoluto.
—Usted me lee el pensamiento —dijo Wittleman, riendo.
—Hay momentos en que el pensamiento de un hombre resulta facilísimo de leer.
—No lo creo, Ursula.
—¿Por qué?
—Sencillamente, porque en tal caso, ya estaría diciéndome el modo más
conveniente de llegar a la noche hasta su habitación, de un modo discreto y a la hora
que usted me señale, para sostener una conversación confidencial entre ambos.
Los ojos de Ursula expresaban malicia.
—Es la tercera ventana de la fachada Este —respondió—. Queda un poco alta…,
pero habrá una cuerda de nudos colgando del antepecho, a partir de las diez.
El corazón de Wittleman dio saltos de júbilo dentro de su pecho.
—¿No habrá peligro de que los perros merodeen fuera del castillo? —preguntó,
repentinamente aprensivo.
—No habrá ningún peligro —contestó Ursula, con expresión llena de promesas.

* * *

Cuando salió de la biblioteca, Von Kinnus estaba en la entrada, contemplando el


trabajo de Markus Opfer, el cochero, y Nick Rohsson, el otro criado, dedicados de
lleno a la tarea de limpiar la nieve de los accesos al castillo. Von Kinnus sostenía
atraillados a dos de los canes, todavía mayores que el que había muerto la víspera.
—¿Cómo va su tarea investigadora, señor Wittleman? —saludó el conde con
acento lleno de jovialidad.
—Lenta y fastidiosa. Por ahora, no logro encontrar lo que deseo —respondió el
inglés.
—La persona que le encomendó tal misión, deberá pagar una minuta sumamente
alta, opino.
—Tiene dinero, eso es todo lo que puedo decirle, conde.
Von Kinnus suspiró.
—Es, precisamente, lo que me falta a mí. ¡Quietos! —Se dirigió a los canes que,
de repente, se habían sentido nerviosos.
—La confesión de falta de dinero es de una loable sinceridad —dijo Wittleman
—. Pero, según tengo entendido, usted podría remediarlo fácilmente.
—¿Quiere decirme cómo, amigo mío? —Von Kinnus sonrió con ficticio aire de

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resignación—. A menos que venda el castillo, y no quiero deshacerme de algo que ha
estado en poder de mi familia durante más de setecientos años, no veo la forma de
conseguir el dinero que preciso.
—En Schmüntzburg he oído hablar de cierta leyenda sobre una piedra clave y el
tesoro que hay al otro lado. ¿No le parece eso un buen remedio para su problema?
—Mi querido amigo —dijo el conde riendo—, voy a darle un consejo. No haga
usted caso de una sola de las absurdas y disparatadas leyendas que corren sobre
Schwartzberg. Cada uno de los habitantes de ese condenado pueblo le hablará de una
leyenda distinta; incluso no faltará quien le diga que yo soy el diablo que galopa por
las noches, acompañado de unos perros, que son demonios menores, que me
obedecen ciegamente.
—Leyenda o no, la otra noche le vi a usted tal como acaba de describirlo, conde.
—Es cierto. Pero mi esposa, la condesa, se había sentido repentinamente
indispuesta y tuve que bajar al pueblo cuando apenas se había iniciado la ventisca, Lo
crea o no, y esto sí es auténtico, en invierno hay muchos lobos en el valle. Mis perros
me son absolutamente fieles y me protegen; por eso me hice acompañar de ellos en
mi viaje a la farmacia.
«Una explicación completamente sensata», pensó Wittleman.
—¿Se encuentra mejor la condesa? —preguntó cortésmente.
—Ya se está reponiendo, gracias —respondió Von Kinnus.
—Me gustaría presentarle mis respetos, conde.
—Un día de éstos, amigo mío. Siga con sus investigaciones y no se preocupe de
fórmulas de buena educación.
—Gracias, señor. A propósito, sólo veo dos de los canes…
—Miffy está un poco lisiada y la dejo que repose, para que termine de curarse. En
cuanto a Duker, que es el macho que falta, ha muerto.
—Oh, cuánto lo siento.
Los ojos de Von Kinnus brillaron coléricamente.
—Algún bruto le pegó un tiro —dijo—. Si le encuentro, se lo haré pagar bien
caro.
Wittleman no quiso prolongar más la conversación y se despidió del dueño de
Schwartzberg. Había sido una conversación muy instructiva, se dijo.

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CAPÍTULO VII
—María, tiene usted que ir a la farmacia —dijo Wittleman, a su regreso al pueblo.
La joven se sintió extrañada de la petición.
—¿Qué sucede, John? —inquirió.
—A usted la conocen, lógicamente. En cambio, si lo preguntase yo, causaría
recelos y podrían negarse a contestarme. Entérese si el conde vino a la farmacia, la
noche de la ventisca, a comprar una medicina para su esposa.
—Iré —accedió ella—. John, ¿no ha encontrado aún rastros de…, del pobre
Robert? —preguntó de súbito.
Wittleman sacudió la cabeza.
—No —respondió—. Y no creo que los encontremos jamás.
—¿Por qué?
—El castillo es muy grande. Hay sitios de sobra donde esconder los restos de una
persona, sin que se encuentren jamás.
María sintió un fuerte escalofrío.
—Es cierto —murmuró sordamente.
—Pero he visto algo que me ha dado mucho que pensar. Uno de los perros del
conde ha muerto. Él estaba en la puerta del castillo, con los otros dos. Faltaba
también Miffy.
—¿Qué quiere decir usted, John?
—No creo en leyendas…, pero Arne ha muerto y yo maté a Duker de un tiro,
anoche, cuando trataba de encontrar el cadáver de Robert Wass. Y si Miffy no estaba
hace poco con los otros perros, quizá es porque acababa de hablar con la señora
Hatten.
—Hay quien cree que Ursula es Miffy y viceversa, John.
Hubo un momento de silencio. Wittleman lo rompió a poco, diciendo:
—No, no hay que creer en las leyendas, pero todas tienen un punto de verdad,
aunque sean de una índole tan terrible como las existentes sobre la licantropía. Ande,
vaya a la farmacia; la espero aquí.
—Sí, John.
La muchacha se abrigó y salió a la calle. Casi en el mismo instante, cuando
Wittleman se había apenas sentado frente a la chimenea, entraron dos hombres, que
hablaban encolerizadamente.
En el primer momento, Wittleman no prestó atención al irritado diálogo de los
recién llegados, que se habían puesto a discutir junto al mostrador. Utta les sirvió
sendas copas de aguardiente y los dejó solos.
—Te digo que esta noche iré —gritaba uno de los clientes—. Arne, fuese lo que
fuere, era un buen amigo mío.
—No seas imprudente, Martin —le aconsejó el otro—. Ir al castillo en noche de
luna no resulta sano. Los perros…

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—¡Al diablo con los perros! No son más que unos animales y yo tengo una buena
escopeta. Si me atacan, los barreré a perdigonadas, pero yo quiero vengar a Arne. Lo
asesinó ese miserable conde, ¿me entiendes?
Los bebedores apuraron sus copas. Uno de ellos dejó un par de monedas sobre el
mostrador y luego salieron a la calle.
María vino poco después.
—Es cierto —dijo.
—Luego el conde estuvo en la farmacia…
—Sí, John.
Wittleman se quedó desconcertado unos instantes. De pronto, se le ocurrió una
idea.
—María, ¿qué clase de medicina compró el conde?
—Un tónico cardíaco. La condesa, según creo, padecía una ligera arritmia.
—¿La atendía el médico de Schmüntzburg?
—John, en el pueblo sólo hay médico durante el buen tiempo. Pero, sí, creo que el
que viene después del invierno habla visitado a la condesa. Sin embargo, no puedo
darle más detalles.
Wittleman se mordió los labios.
—Un tónico cardíaco…, Lo mismo puede servir para curar que para matar —
musitó—. Todo depende de la dosis que se emplee, María.

* * *

La cuerda de nudos estaba en el lugar indicado. Aunque con algún esfuerzo,


Wittleman logró trepar hasta la ventana, que estaba abierta, aunque con las cortinas
corridas.
Las raquetas para la nieve habían quedado abajo. Wittleman salvó el antepecho,
se volvió para cerrar y luego separó ligeramente las cortinas.
El dormitorio era muy grande, una vasta pieza con una chimenea en la que ardían
varios grandes troncos. El lecho tenía un dosel de rojos cortinajes, sostenidos por
cuatro gruesas columnas de estilo salomónico.
Había otros muebles: un secrétaire, una mesita, con servicio de licores, dos
cómodos butacones y varias pieles en las inmediaciones de la chimenea, cubriendo
las oscuras losas del suelo. La temperatura era casi sofocante, en agradable contraste
con el frío que reinaba en el exterior.
Ursula estaba lánguidamente tendida sobre las pieles, junto al fuego, que era la
única luz de la estancia. Vestía solamente un transparente peinador blanco y su
oscurísima cabellera pendía libre y suelta. Wittleman sonrió al contemplar la
agradable escena, mientras se despojaba del pesado chaquetón de pieles, para quedar
solamente con un multicoloreado pullover sobre el torso.

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—En la mesita hay champaña —indicó Ursula, con hechicera sonrisa.
Wittleman se quitó primero las recias botas que llevaba puestas.
—No quiero manchar las pieles —dijo.
Luego se acercó a la mesa, descorchó la botella y llenó dos copas. A continuación
se sentó en el suelo, junto a Ursula, y le entregó una de las copas.
—Por la mujer más hermosa que he conocido —brindó.
—¿No me consideras una fiera? —preguntó ella, mirándole por encima del borde
de la copa.
—Eres la bella. En todo caso, yo sería la bestia, Ursula.
—Una bestia muy atractiva, John.
—Favor que me haces —rió él—. Simplemente, soy un hombre vulgar.
—Todo depende de los ojos que te miren.
—Los tuyos me miran con excesiva benevolencia.
—¿Cómo me miran los tuyos, John?
—Con más fuego que el que arde en la chimenea.
Ursula reía suavemente. Dejó la copa a un lado y se tendió sobre las pieles, con
las manos bajo la nuca.
—John, hay quienes dicen que me transformo en esa perra loba durante las
noches de luna. ¿Qué opinas tú? —preguntó.
Wittleman se inclinó hacia ella.
—Fantasías de mentes aldeanas —contestó—. Si ahora yo te besase, ¿me
morderías en el cuello?
—Me desagrada la carne humana.
—¿La has probado?
—¿Es que crees en las leyendas, a pesar de lo que dices en contrario? —preguntó
ella, con sonrisa voluptuosa.
—Si la leyenda es cierta, pronto tendré ocasión de saberlo. —Wittleman se
inclinó todavía más hacia ella y sus labios ya se rozaban—. Y si no es cierta…
—¿Si no es cierta?
—Entonces seré el hombre más afortunado de la tierra —contestó él, buscando
con ansia no fingida los rojos labios de aquella hermosa mujer.

* * *

Ahora el que estaba tendido sobre las pieles era Wittleman, con la cabeza
reclinada sobre un grueso almohadón. Ursula estaba en pie, junto a la chimenea, con
una copa en la mano.
Habían renovado el fuego. Las llamas ardían con fuerza. Wittleman podía
contemplar la hermosa silueta de Ursula, resaltando al trasluz bajo el peinador que
vestía.

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—Hay una cosa que me gustaría hacer —dijo él de pronto.
—¿Sí, John?
—Conocer a la condesa. No la he visto aún desde mi llegada.
—Es una mujer muy delicada. Casi siempre está enferma.
—Sí, eso tengo entendido. Incluso sé que el conde bajó al pueblo la noche de la
ventisca, porque ella se había puesto repentinamente enferma. Me lo dijo él mismo,
por supuesto.
—No lo sé. Quizá yo estaba aquí y no me enteré —dijo Ursula.
—¿Es guapa la condesa?
—¡Psé! Se la puede mirar a la cara —rió ella.
—Tú eres mucho más guapa.
—¿Cómo lo sabes, si ni siquiera la has visto?
—Te tengo a ti delante. Ninguna puede ser más hermosa que tú.
—Eres muy galante, John. Sé que no soy fea, pero tú exageras mis cualidades
físicas.
—Es justicia que te hago, Ursula. Y ahora, hablemos de otro tema.
—Lo que tú digas, John.
—Por supuesto, se trata de otra leyenda. La que se refiere a la piedra clave.
—Ah, era eso —sonrió Ursula—. No hagas caso, John, tú mismo lo has
calificado de leyenda.
—O sea que no se debe creer en ella.
—Es cuestión personal, John.
—Pero ¿tú crees en la leyenda de la piedra clave o no?
Ursula se puso seria de pronto.
—El conde, y esto es bien cierto, parece muy empeñado en buscarla en los
últimos tiempos —contestó—. Quizá esté en posesión de la verdad.
—Y un día encuentre la piedra clave y el tesoro que hay al otro lado, ¿no es así?
Los ojos de Ursula se llenaron de temor.
—El castillo se desharía —contestó.
—¡Eso sí que es una fábula! —exclamó Wittleman, incorporándose ligeramente
sobre un codo—. En un arco normal y corriente, si se quita la piedra clave, sí se
produce el hundimiento inevitablemente, pero eso no sucedería en este castillo, ni
siquiera aunque esa piedra clave tuviese, lo que no parece lógico, un tamaño
gigantesco. Pero entonces un solo hombre no la podría remover. Y como esa piedra,
en todo caso, tiene que ser a la fuerza de un tamaño más o menos similar al de las
restantes, es obvio que su sola falta no puede provocar el hundimiento de la estructura
general.
Ella le contempló con admiración.
—Diríase que entiendes de arquitectura —exclamó.
—Bueno, he estudiado Bellas Artes. Para mi profesión, siempre resulta necesario.
—Tú eres genealogista.

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—Entre otras cosas, claro —sonrió Wittleman—. Pero casi me dedico
especialmente a este género de investigaciones. A veces se presentan pleitos difíciles
sobre herencias dudosas y se hace necesaria una cuidadosa investigación de la
ascendencia de los litigantes.
—Comprendo. Supongo que no estarás investigando mis antecedentes privados
—dijo Ursula.
—Lo hago de una manera muy personal y, por supuesto, altamente confidencial.
Pero volvamos a la piedra clave: en tu opinión, ¿dónde se encuentra?
Ursula hizo un ambiguo encogimiento de hombros.
—Lo siento —respondió—. Su Señoría, el conde Von Kinnus, opina de una
manera muy parecida a la tuya: es altamente confidencial.
—Encontrar el tesoro le vendría muy bien, ¿no es cierto?
—John, la gente habla demasiado. El conde, si bien no es rico, como lo fueron sus
antepasados, tampoco es tan pobre como muchos piensan. En todo caso, el tesoro
tiene para él un interés más artístico que económico.
—Parece que le conoces bien —observó Wittleman con supuesta indiferencia.
—Llevo unos cuantos años a su servicio y…
Algo interrumpió a Ursula repentinamente. Sus ojos, como los de Wittleman, se
dirigieron de modo instintivo hacia la ventana, a través de la cual, y a pesar de estar
cerrada, entraban los sonidos de unos furiosos ladridos.

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CAPÍTULO VIII
Wittleman se puso en pie de un salto y corrió hacia la ventana. Ursula se puso una
bata precipitadamente y metió sus desnudos pies en unas cálidas zapatillas de piel,
reuniéndose con el joven segundos más tarde.
El hueco del ventanal, cubierto por las cortinas, que impedían se filtrase al
exterior el menor rayo de luz, era suficientemente grande como para contener a
ambos. El resplandor de la luna les permitió ver a dos de los canes de Von Kinnus,
ladrando con furia demoníaca, contenidos por las traillas que el propio conde sostenía
con la mano izquierda.
Delante de Von Kinnus había un hombre que sostenía una escopeta en sus manos.
El propio conde tenía un revólver en la mano derecha.
Wittleman se arriesgó a abrir un poco la ventana. Las voces de los dos hombres
llegaron claramente hasta sus tímpanos.
—Sujete a esos perros, conde —gritaba el individuo—. Sujételos o haré fuego.
—Martin Gwick, si tocas a uno de mis perros, considérate muerto —amenazó
Von Kinnus.
—¡Usted asesinó a mi amigo Arne! Es usted infinitamente peor que esos dos
perros que tiene a su lado…
—Cállate o no respondo de mí. Arne podía ser tu amigo, pero también era mi fiel
servidor. Estúpido, ¿crees que yo no he lamentado también su muerte?
Gwick pareció vacilar ante el argumento. De pronto, desamartilló el arma, dio
media vuelta y emprendió el regreso al valle.
Ursula cerró suavemente la ventana.
—Déjalos —murmuró—. Ocupémonos de nosotros mismos, John.
Y se colgó del cuello del hombre, mientras su boca se ofrecía con rendida
voluptuosidad.
Por unos momentos, Wittleman creyó olvidarlo todo, sumiso en aquel vértigo de
pasión. Estaban ellos dos solos y el fuego de la chimenea, en silencio, oyendo
solamente de cuando en cuando algún leve chasquido de los troncos que ardían.
Sin embargo, una vez, Wittleman creyó percibir estampidos de arma de fuego que
sonaban a bastante distancia. También le pareció oír ladridos, pero… Ursula estaba
mucho más cerca y sus labios no despedían menos calor que el que brotaba de la
cercana chimenea. Aquellos labios, los ojos ardientes y el cuerpo sensual y
perfumado de la mujer le hicieron olvidar momentáneamente cuanto le rodeaba.

* * *

—Vuelve otro día —pidió Ursula con voz insinuante.


Wittleman hizo un gesto con la cabeza.

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—La cuerda es un elemento romántico para ciertas entrevistas, pero también muy
incómodo —contestó—. ¿No habría forma de llegar aquí sin necesidad de actuar
como un gimnasta?
Ursula sonrió.
—Pensaré algo —aseguró.
Momentos más tarde, Wittleman ponía los pies en el suelo. Se calzó las raquetas y
emprendió el descenso.
En cierto modo, la entrevista le había defraudado. O Ursula no sabía nada o se
callaba lo que sabía. En el segundo caso, se había portado con gran astucia e
innegable habilidad, diciendo solamente cosas que no podían comprometerla.
Sería cosa de continuar «presionando», se dijo. De repente, se detuvo, acometido
por ciertos escrúpulos.
—Pero ¿qué diablos pueden importarme a mí los problemas de esta gente? —
exclamó, casi en alta voz.
Había ido a Schmüntzburg con una misión definida. Apartarse de ella era, no sólo
desviarse de la tarea específica que debía realizar, sino inmiscuirse en asuntos ajenos,
en los cuales no tenía por qué influir en un sentido u otro.
Súbitamente, vio alzarse ante él a dos negras sombras, que galopaban en silencio.
El susto que recibió le dejó paralizado durante unos instantes.
Los canes corrían velozmente, sin aullar, aunque sí se percibían sus agitadas
respiraciones. Uno de ellos le empujó por un costado y lo derribó sobre la nieve,
aunque ninguno de aquellos dos enormes canes hizo el menor gesto de hostilidad
contra él.
Los perros se alejaron tan rápidamente como habían surgido. Wittleman se sentó
otra vez, aturdido, pensando si no habría contemplado unas visiones fantasmagóricas.
Sudando de miedo se puso en pie. En aquellos momentos hubiera dado algo
bueno por una copa de licor. Tendría que esperar a llegar a la posada.
Reanudó la marcha. A los pocos pasos, vio una mancha oscura en la nieve.
La luna daba aún la suficiente luz para percibir la mancha, que se repetía varias
veces, siguiendo el rastro dejado por los canes en su espectral galopada. Se arrodilló,
quitóse uno de los guantes y pasó la yema del índice por una de aquellas manchas.
El líquido estaba frío ya, casi helado, pero poseía una consistencia extraña. Para
mejor cerciorarse de sus suposiciones, sacó el encendedor.
La llamita alumbró durante un breve instante. Para Wittleman fue suficiente: el
color de la mancha poseía unas tonalidades escarlatas inconfundibles.
Caminó de nuevo. De repente, la parte delantera de una de sus raquetas tropezó
con algo.
Se oyó un terrible chasquido. Unas mandíbulas de hierro se cerraron sobre la
raqueta, partiéndola con toda facilidad en dos trozos, al nivel aproximado de un tercio
de su longitud, contando desde el extremo anterior. Los ojos de Wittleman
contemplaron con expresión agónica el enorme cepo que había estado a punto de

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atraparle entre sus afilados dientes.
Pegó un tirón y el trozo casi seccionado de la raqueta, se desprendió del todo.
Ahora no tenía un bastón con el que tantear el terreno. Tropezar con un segundo cepo
sería horrible; el solo pensamiento le ponía los pelos de punta.
Continuó andando, temeroso de escuchar por segunda vez aquel horripilante
chasquido. Treinta pasos más adelante, vio una cosa oscura y larga sobre la nieve.
Se inclinó y recogió la escopeta de Martin Gwick. Acercó la nariz a las bocas de
los cañones; aún se percibía el olor a pólvora.
El arma estaba descargada, si bien las recámaras conservaban aún los cartuchos
vacíos. Wittleman empezó a sentir los más negros presentimientos.
Un minuto más tarde, sus presentimientos se cumplieron.
El bulto negro, que destacaba tanto contra la nieve no podía ser otro que Gwick.
Pero, al menos en apariencia, no había sido muerto por los colmillos de los perros.
Wittleman sintió un escalofrío de horror al ver los dientes de acero de un cepo
aprisionando el cuello de Gwick. La sangre que había brotado de la horrible herida
estaba ya coagulada.
Se arrodilló con cuidado y, descalzándose el guante derecho por segunda vez,
tocó la mejilla del caído. Estaba fría como el hielo.

* * *

—Pero ¿es que no hay medio de avisar a alguna persona con autoridad suficiente
para que investigue estos sucesos?
La voz de Wittleman sonaba colérica al día siguiente, en la desierta sala de la
posada, en la que sólo estaban él y la dueña.
María hizo un signo negativo.
—Las líneas telefónicas corren a lo largo del paso y quedaron cortadas por los
aludes —contestó.
—Entonces, que alguien vaya a pie…
—Hay posibilidades de nueva ventisca; nadie querría correr el riesgo —objetó
ella.
—¿Qué me dice del oruga?
—Ha vuelto a averiarse. Es muy viejo ya…, y uno nuevo cuesta mucho dinero.
Yo no soy rica, John.
—Entonces, ¿seguiremos bloqueados hasta que venga el buen tiempo?
—Mucho me temo que sí. De todas formas, no creo que pase un mes antes de que
se inicie la fusión de las nieves. Tenga en cuenta que lo más crudo del invierno ha
pasado ya.
Wittleman levantó los brazos al cielo, desesperado por las respuestas de la joven.
—Y lo dice tan tranquila —clamó—. Entonces, ¿qué pasa aquí cuando el invierno

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está en su punto álgido?
—Oh, se pasa mucho peor, pero ya estamos acostumbrados —sonrió ella.
—Está bien, tendré que resignarme…
—A fin de cuentas, no creo que encontrar ese documentó le corra demasiada
prisa. Su cliente pagará, ¿no es así?
—Si yo fuese ese cliente, se me pondrían los pelos de punta al recibir la minuta
de mis honorarios —dijo Wittleman con mejor humor—. Pero volviendo al tema que
nos preocupa. ¿Qué se sabe de la muerte del pobre Martin Gwick?
—Lo han examinado algunos de los hombres del pueblo. Todos coinciden en lo
mismo: una desgraciada caída.
—Y él mismo, con la nariz, o el mentón, accionó el resorte del cepo.
—Sí, así debió de ocurrir. Uno de los dientes de acero le seccionó la yugular. Su
muerte debió de ser casi instantánea.
—No duraría ni un minuto —refunfuñó él—. De todas formas, sigo creyendo que
fueron los perros.
—No aparecen señales de colmillos ni tiene las ropas desgarradas. Fue un
accidente.
—Demasiado casual, María.
Ella se encogió cansadamente de hombros.
—Cuando el conde se vino a vivir a Schwartzberg, el diablo vino también al valle
—contestó.
—Metafóricamente, por supuesto.
—Sí, pero lo que sucede es diabólicamente real, John.
—Arne murió de un tiro, como el perro contra el cual disparé yo. Pero no se
puede creer que Arne se transformase por las noches en una fiera, ni que recobrase su
forma original después de haber sido herido por mi bala. En todo caso, ¿por qué
murió?
—Siento no poder darle una respuesta —dijo María.
Wittleman suspiró.
—Ciertamente, es un asunto endiablado y no sólo por lo que ha dicho usted antes.
Sin embargo, yo me pregunto a veces por qué he de intervenir en algo que no me
debería importar en absoluto.
—Un crimen, o una serie de crímenes, deben importar a todo el mundo —alegó
ella.
—Sí, parece sensato hablar así. Y lo peor de todo es que no he hecho apenas
progresos.
—¿Cómo?
—Anoche sostuve una interesante entrevista con el ama de llaves del conde.
Ursula es muy astuta y no me dijo nada de excesivo interés.
—¿Cuándo la vio usted? —inquirió María, asombrada.
—Después de cenar. Salí sin advertirlo.

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—La puerta de la posada, si no hay clientes, se cierra a las diez.
—Pero mi ventana estaba abierta y la distancia al suelo es escasa.
—Entonces, fue al castillo…
—Lo admito plenamente.
María hizo un gesto de desaprobación.
—Tenga cuidado. Ursula es como un fuego abrasador, que destruye a todo el que
se acerca a ella —dijo.
—¿Ha destruido a alguien antes de esta época?
—La muerte de su esposo no ha sido nunca aclarada. Hay quien sostiene que ella
lo asesinó. Al parecer, pensaba convertirse en la condesa, pero sufrió una grave
decepción. Von Kinnus se casó con Inge Berlicht.
—La antigua novia de Robert Wass.
—Sí. Ella, naturalmente, tomó el apellido de su esposo tras el matrimonio.
—Con lo que las esperanzas de Ursula se desvanecieron como el humo —dijo
Wittleman.
—Exactamente. Pero si no le importa, dejaremos el tema. Hay veces en que odio
los comentarios sobre el particular.
Las últimas palabras de María fueron pronunciadas en un tono seco y distante.
Wittleman se preguntó si ella se habría sentido enojada por la noticia de su entrevista
con la hermosa y ardiente Ursula Hatten.
Hizo un gesto con la cabeza, mientras consultaba la hora en su reloj de pulsera.
Eran las diez y media de la mañana. El tiempo parecía bueno, de modo que lo mejor
que podía hacer era dedicarse a su labor investigadora.
A fin de cuentas, era el motivo de su estancia en el pueblo.

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CAPÍTULO IX
Aquel viejo pergamino surgió de pronto, inesperadamente, tras una hilera de
viejos libros, que parecían no haber sido tocados en muchos años. Algunas de las
letras habían desaparecido, corroídas o volatilizadas por la humedad y el tiempo que
el pergamino llevaba oculto en aquel lugar.
Estaba enrollado y sujeto con una cinta de ancho balduque, que en su origen había
sido de vivo color escarlata y que ahora aparecía medio podrido. El tejido se
desintegró cuando Wittleman intentó soltar los nudos.
Con gran cuidado, desenrolló el pergamino. Lo que estaba escrito en su interior
había sido redactado en latín, pero Wittleman, por su profesión, estaba obligado a
conocer ese idioma, así como el griego antiguo. Conteniendo difícilmente la
excitación causada por el hallazgo, empezó la lectura, traduciendo mentalmente a
medida que avanzaba en la tarea:

En la cuarta piedra, empezando por la cuarta hilera, que tiene su principio en la cuarta esquina del
cuarto muro, está la piedra en torno a la cual se construyó este castillo. Si tu corazón está puro, si tu mente
se halla en paz con Dios y con los hombres, separa la piedra y hallarás un gran tesoro que será la
recompensa a tus actos de bondad.
Pero si has pecado, si has transgredido las leyes divinas y humanas, deja la piedra donde está, porque
al removerla provocarías la cólera del Señor y tus crímenes serían castigados implacablemente en este
mundo, como lo serán en el otro.

El pergamino no tenía fecha ni firma. Wittleman se preguntó qué clase de crédito


podría otorgarse al mensaje.
La antigüedad era indiscutible. Era preciso tratar el pergamino con mucho
cuidado, so pena de que se deshiciera entre las manos. A juzgar por la poca claridad
de las letras, de las que faltaban bastantes, aunque no las suficientes para impedir la
comprensión del mensaje, el pergamino tenía unos cinco siglos de edad.
—O más —murmuró, perplejo y satisfecho al mismo tiempo por el hallazgo, que
venía a corroborar la leyenda sobre la piedra clave.
Y el mismo mensaje contenía también una clave enigmática.
—Cuarta piedra, cuarta hilera, cuarta esquina, cuarto muro…
Sacudió la cabeza y volvió el pergamino al mismo sitio. Luego, maquinalmente,
abrió la ventana y se asomó un poco.
El frío era muy vivo, pero no soplaba aire, de modo que resultaba perfectamente
soportable. De pronto, Wittleman creyó percibir el mismo gemido que había oído días
antes.
Era como un lamento de alma en pena, que sonase a grandísima distancia. De
haberlo escuchado durante la noche, habría pensado que se trataba de un fantasma.
De repente, oyó una voz en la entrada de la biblioteca.
—¿Admira el paisaje, señor Wittleman?
El inglés se volvió. Von Kinnus estaba en la puerta, sonriendo de aquel modo que

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le era peculiar.
—Además, quería respirar un poco de aire puro —contestó Wittleman—. He
trabajado durante largo rato y hay polvo en abundancia en los documentos que he
investigado.
—¿Con éxito?
—Lamento tener que confesar mi fracaso, hasta el presente —respondió el joven
—. Pero no me desanimo; a fin de cuentas, forma parte de mi labor.
—La suya es una profesión fascinante, aunque, en ocasiones, debe de resultar
bastante aburrida.
—Pero el hallazgo de lo que se busca compensa siempre los ratos aburridos.
—Eso sí es cierto. Bien, no quiero seguir molestándole más, amigo mío. Ah, si
encuentra algo sobre una piedra clave y un tesoro, avíseme, tenga la bondad. —Von
Kinnus lanzó una corta carcajada—. Eso es algo que yo busco desde hace muchos
años, sin conseguir encontrarlo.
—Le avisaré, conde, no se preocupe. Pero, dígame, ¿es muy valioso ese supuesto
tesoro?
Von Kinnus se encogió de hombros.
—Lo sabré el día que lo encuentre —respondió.
Y de nuevo se dispuso a marcharse, pero Wittleman le detuvo con una pregunta:
—Conde, ¿cómo se encuentra su esposa?
Von Kinnus le dirigió una enigmática mirada.
—Mejora, muchas gracias, aunque todavía no se encuentra en condiciones de
abandonar su dormitorio —respondió.
—Preséntele mis respetos, se lo suplico —dijo Wittleman.
El conde se marchó. Wittleman quedó solo y cerró la ventana.
De nuevo le pareció escuchar aquel distante gemido. Por un momento, pensó que
podía haber alguien encerrado en alguna mazmorra del castillo, pero desechó la idea,
apenas concebida, por absurda.
Luego lanzó una mirada a la estantería donde había hallado el pergamino. Había
libros muy antiguos, de los que el conde no leería jamás. No parecía, pues, probable,
que se le ocurriese buscar allí.
Y, por otra parte, no quería que Von Kinnus conociese la clave. Era una especie de
sentimiento instintivo de antipatía. No destruiría el pergamino, pero tampoco diría
nada a su legítimo propietario.

* * *

Había grupos de hombres en la calle principal de Schmüntzburg, comentando


algo que Wittleman no podía entender, desde la ventana de la sala de la posada.
Cualquiera que fuese el tema que se debatía, le parecía que no debía inmiscuirse en

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un asunto que, le parecía, era privativo de los habitantes del pueblo.
María entró en la sala y le vio junto a la ventana.
—Los ánimos están muy excitados —dijo.
—Por la muerte de Martin Gwick, me imagino —contestó él, sin volverse
siquiera.
—Hablan de asaltar el castillo. Yo he tratado de disuadirles, pero no han querido
hacerme caso. Cometerían una imprudencia, estimo.
—No disponen de medios para forzar las murallas. Algunas escopetas no serían
suficientes y, me parece, el conde debe de tener rifles de caza mayor.
—Exacto. Confío, sin embargo, en que el buen sentido acabe por imponerse.
—Pero, según tengo entendido, Gwick murió en terrenos del conde. Y éste tiene
derecho a poner cepos para lobos, ¿no es así?
—Teóricamente, así es, pero ¿qué ganados protegerá con esos cepos?
—Es un asunto de no fácil resolución —observó Wittleman—. Sin embargo, me
parece un tanto extraño que Gwick quisiera vengar la muerte de Arne Djobel, cuando
éste era uno de los hombres a quienes en el pueblo no se tiene la menor simpatía.
—Habían crecido juntos. A Martin no le importaba lo que hacía su amigo. En
todo caso, pensaba que Arne había caído bajo el maligno sortilegio del conde.
—Un admirable caso de amistad desinteresada y sincera. Ah, ya parece que la
gente se vuelve a sus casas. Me alegro de que se sientan más tranquilos.
—Es lo mejor que pueden hacer —convino ella sosegadamente—. Y ahora, si me
lo permite…
Wittleman se volvió hacia la joven.
—Aguarde un momento, María —rogó.
Ella le contempló expectantemente. Tras una ligera vacilación, Wittleman dijo:
—María, ¿qué significado puede tener para usted la frase siguiente: «La cuarta
piedra, de la cuarta hilera, que principia en la cuarta esquina del cuarto muro»?
—¿Cómo dice usted? —exclamó la joven, enormemente asombrada.
—Esa cuarta piedra es la piedra clave tras la cual se encuentra el tesoro, que tanto
busca el conde.
—¿Quién se lo ha dicho a usted?
—He encontrado un viejo pergamino —explicó él.
Y, a continuación, relató todo lo referente a su hallazgo.
—Es fantástico —calificó María, cuando conoció la noticia—. De modo que la
piedra existe.
—Bueno, no se puede decir «existe», refiriéndose a algo inanimado. No es un ser
vivo, aunque se pueda decir de esa forma —corrigió Wittleman, sonriendo—. Pero sí,
la piedra clave está en alguna parte, si bien yo sigo sustentando mi primitiva opinión:
no es un elemento fundamental en la estructura de un edificio que, como el castillo,
está construido con millares de piedras.
—Indudablemente, la leyenda es un tanto exagerada. ¿Se lo ha dicho al conde?

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—No me ha parecido prudente, María.
—¿Por qué, John?
Wittleman hizo un gesto ambiguo.
—No sé. Quizá se trata sólo de antipatía… Confieso que Von Kinnus no es
persona hacia la cual me sienta especialmente atraído. Además, sospecho que a su
esposa le sucede algo no demasiado bueno.
—¿La ha visto? ¿Está muy enferma? —preguntó María ávidamente.
—No la he visto y el conde me ha dicho que mejora, aunque todavía no se siente
en condiciones de abandonar el dormitorio. Francamente, sospecho que la tiene
secuestrada.
—De ese monstruo no me puede extrañar nada —exclamó María acaloradamente
—. Pobre Inge —se lamentó—. Era cinco o seis años mayor que yo, pero, a pesar de
ello, llegamos a ser muy buenas amigas. Aún no he comprendido cómo pudo casarse
con el conde.
—Quizá el título la deslumbró… o su familia era pobre —apuntó Wittleman.
—No lo sé; ni siquiera a mí me explicó por qué aceptaba la proposición
matrimonial de Von Kinnus. El caso es que se convirtió en su esposa, hace ya de esto
siete u ocho años. Yo tenía dieciséis y ella veintidós, pero estos detalles no son de
mayor importancia.
—Sería cosa de averiguar cuál es el verdadero estado de salud de la condesa,
aunque si no hay médico en el pueblo, mucho me temo que nos quedemos con las
ganas. María, voy a pedirle un favor —dijo él de pronto.
—Sí, John.
—Piense en la clave que le he dado. Me gustaría encontrar esa famosa piedra, de
la que, según parece, depende la estabilidad del castillo.
María sonrió ligeramente.
—Lo intentaré —contestó—. ¿Sacaría usted la piedra de su alvéolo si la hallase?
—Si eso llega a suceder, no sé qué determinación tomaré. Francamente, no creo
mucho en historias sobre tesoros. Pero sí me gustaría encontrar la piedra y comprobar
si es cierto que, al quitarla, se puede derrumbar el castillo.
—Merecería la pena hacerlo, si en el momento del hundimiento sólo se
encontrase el conde con sus diabólicos servidores.
—¿Incluida la bella señora Hatten?
—¿Por qué había de excluirla a ella?
Fue una respuesta que dejó perplejo a Wittleman, tanto, que cuando quiso
reaccionar, María ya le había dejado solo nuevamente.

* * *

De repente, Wittleman se despertó sobresaltado.

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Encendió la luz y miró la hora. Aún no había dado las campanadas de la
medianoche.
Pero en algún lugar de la posada se oía ruido. Incluso le pareció escuchar un grito
sofocado.
En el corredor se oyó restregar de fuertes botas. Un pie golpeó de pronto una de
las puertas.
Alguien se quejó del ruido:
—Maldita, va a despertar…
Wittleman saltó de la cama y corrió a ponerse una bata y las zapatillas. Luego
agarró su revólver y salió del cuarto.
Había poca luz en el interior de la posada. Aun así, fue suficiente para ver a dos
hombres corpulentos, que llevaban en brazos el cuerpo de una persona.
María no se podía defender, atada de pies y manos y con una mordaza que le
tapaba la boca. Wittleman reconoció de inmediato a los otros dos criados del conde.
Los asaltantes descendían ya por la escalera que conducía a la sala. Sin hacer el
menor ruido, Wittleman corrió por el pasillo superior y se situó en el primer peldaño.
—Será mejor que suelten a esa chica —amenazó.
Markus y Rohsson se sobresaltaron enormemente. Vieron el revólver que había
en la mano del joven y parecieron sentirse amedrentados.
Wittleman inició el descenso lentamente.
—Dejen a la señorita en uno de los divanes —ordenó.
El mandato fue cumplido sin discusión. Wittleman llegó abajo y señaló la puerta
con el arma.
—Váyanse.
Markus dio media vuelta y lo mismo hizo su compañero. Pero, inesperadamente,
Rohsson se revolvió con gran agilidad y le arrojó un taburete.
Wittleman pudo esquivar el golpe, aunque perdió el equilibrio. Rohsson se le
arrojó encima, a la vez que lanzaba un fuerte grito:
—¡Ayúdame, Markus!
El revólver se había escapado de la mano de su dueño al caer éste al suelo.
Wittleman vio que el sujeto caía sobre él y levantó los dos pies al mismo tiempo,
disparándolos con todas sus fuerzas.
Se oyó un rugido inhumano. Rohsson retrocedió, tambaleándose, con la cara
bañada en sangre.
Wittleman se puso en pie de un salto. Vacilante, indeciso, Markus no se atrevía a
atacar abiertamente.
El joven recuperó el revólver. Todavía arrodillado, apuntó a Markus con el arma.
Rohsson, aturdido por el dolor, no estaba en condiciones de pelear.
—Si no se van de aquí inmediatamente, haré fuego —dijo Wittleman con resuelto
acento.
Los dos rufianes salieron a la carrera. Wittleman se acercó a la joven y le quitó la

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mordaza.
—Tranquilícese, María —dijo, con acento persuasivo.
Afuera sonó de pronto un grito repentino, seguido de unos feroces aullidos.
Wittleman dejó a la muchacha y corrió hacia la ventana.
El trineo del conde arrancaba a toda velocidad, tirado por tres caballos,
conducidos por su propio dueño, que los fustigaba despiadadamente. Junto al
vehículo, corrían aullando dos enormes perrazos.
Los ojos de Von Kinnus brillaron un instante al mirar hacia aquella ventana. El
diabólico individuo alzó el puño en señal de amenaza. Un segundo más tarde, se
había perdido en las espesas tinieblas que había al otro lado de la posada.

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CAPÍTULO X
María se recuperaba lentamente. Una copita de licor había coadyuvado a su
mejoría.
Wittleman se sentía perplejo. A veces dudaba de sus sentidos.
—Esos dos hombres la asaltaron…, pero no les vi escapar. Sólo pude ver a dos
perros que galopaban junto al trineo…
Ella guardaba silencio. Wittleman se decía una y otra vez que lo había visto todo
a la perfección, pero la razón le decía que era imposible que dos hombres se
transformasen en lobos a voluntad.
—O por la voluntad de su dueño —murmuró.
Miró a la joven y sonrió.
—¿Se siente ya mejor? —preguntó.
—Sí, bastante. He recibido un susto terrible…
—Es comprensible —dijo Wittleman—. Por fortuna, esos dos brutos no tienen
experiencia en secuestros; de otro modo, no habrían hecho ruido alguno.
—¿Le despertaron mis gritos, John?
—Sí, aunque no sonaban demasiado fuertes.
—Yo duermo en el extremo opuesto del piso superior. Ellos entraron, supongo,
por la puerta trasera. En Schmüntzburg no hay ladrones; por eso nos limitamos,
corrientemente, a cerrar las puertas con un simple pestillo.
—En lo sucesivo, dele dos vueltas a cada llave. Y atranque las puertas —aconsejó
él—. María, ¿por qué querían raptarla?
Ella volvió a callar.
—¿No confía en mí? —preguntó Wittleman.
—¿Qué explicación puedo darle? ¿Es que no sabe verla usted con sus propios
ojos? —exclamó María, vivamente sofocada.
Wittleman la contempló unos instantes. Sí, era una mujer muy hermosa, estallante
de juventud, en lo mejor de la vida. Resultaba comprensible que Von Kinnus se
hubiese encaprichado de ella.
—Pero no estamos en los tiempos medievales, cuando el señor feudal disponía de
vidas y haciendas… y las mujeres jóvenes eran su presa legítima —exclamó.
—El conde parece considerarlo así, John.
—He visto muchachas muy bonitas en la aldea. ¿No les ha hecho a ellas
insinuaciones semejantes?
—No. Que yo sepa, sólo me ha pretendido a mí. Y no llame insinuaciones a lo
que se puede calificar de otro modo mucho más crudo.
—Sí, tiene usted razón. —Wittleman se rascó una mejilla, perplejo—. Pues no lo
comprendo —añadió—. Inge es también muy hermosa y, si el conde no tiene
suficiente con una sola mujer, el ama de llaves no se queda atrás respecto a belleza.
—Si hay otros motivos ocultos en sus pretensiones, a mí no me los ha dicho —

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declaró María.
—Simplemente, le ordenó una vez que fuese al castillo. Y, en vista de sus
redobladas negativas, decidió raptarla.
—Así es, John.
—Bien —sonrió él—, quizá encuentre a quien me dé una explicación sobre la
conducta del conde con respecto a usted. Ahora, vuelva a su dormitorio y trate de
descansar.
María se puso en pie. Wittleman le ofreció el brazo para ayudarla a subir hasta su
cuarto.
—A propósito, ¿cuándo emprendemos una excursión para ver si hallamos esa
famosa piedra clave? —preguntó, con acento intrascendente.
Los ojos de la joven centellearon.
—Si tuviese la seguridad de que mi amiga Inge ha muerto, arrancaría esa piedra
con mucho gusto, para ver si ese diabólico sujeto perecía entre los escombros de su
castillo maldito —contestó.

* * *

El gemido se repitió.
Wittleman estaba hojeando un antiguo legajo y detuvo su labor. Ahora tenía la
ventana cerrada, de modo que aquel extraño sonido no llegaba del exterior, como
había creído en anteriores ocasiones.
Las manos del joven se posaron sobre los amarillentos papeles. Volvió a escuchar.
Ahora, el gemido era una especie de carcajada histérica, como de una persona que
hubiese enloquecido. Wittleman sintió que un helado soplo le recorría la espalda.
Aguzó el oído. Por supuesto, aquellos sonidos se percibían muy débiles, como si
llegasen de lejos. ¿Había algún cuarto secreto en las inmediaciones de la biblioteca?
Una vez más, oyó aquella débil voz. Si hubiera creído en fantasías, Wittleman
habría pensado que se trataba de la voz de un diminuto gnomo o duendecillo que
habitaba en aquella estancia.
De pronto, le pareció adivinar el lugar de donde llegaba la voz. Sí, era allí, junto a
la ventana, donde la estantería de los libros era muy estrecha, dado que la esquina
estaba solamente a tres pasos del hueco.
Obedeciendo a un súbito impulso, se puso en pie y se acercó a la estantería.
Agarró uno de los bordes con ambas manos y la hizo separarse de la pared cosa de un
par de palmos.
Un pequeño hueco apareció ante sus ojos, a unos cincuenta o sesenta centímetros
del suelo. Era un simple intersticio entre dos gruesos sillares, de veinte centímetros de
largo por uno de ancho.
Se arrodilló y metió la cabeza entre la pared y la librería. Una lejana carcajada

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ascendió hasta sus oídos.
Luego oyó una voz y lo que escuchó le puso los cabellos de punta:
—No temas, amado mío, mi querido Robert… Tarde o temprano, el conde vendrá
a verme… Entonces, los dos nos vengaremos de él… Nos vengaremos, te lo
aseguro…
La carcajada se repitió.
A Wittleman ya no le quedaba ninguna duda.
Aquella voz era de Inge von Kinnus. La condesa estaba encerrada en alguna parte
con su enamorado. Y la crítica situación en que se hallaba le había hecho perder la
razón.
Luego oyó algo que le hizo sentir un horror infinito.
Inge cantaba una canción de cuna, como si pretendiese dormir al hombre que
estaba encerrado junto a ella, tal vez para toda la vida.
Wittleman se puso en pie. Súbitamente resuelto, puso la estantería en su sitio y
abandonó la biblioteca.
Había varias puertas en el corredor inmediato, situado en el primer piso del
castillo. Abrió una tras otra: todas las habitaciones estaban vacías.
Una de las puertas, sin embargo, se resistió: estaba cerrada con llave.
Colérico, forcejeó, sin conseguir nada práctico. La cerradura, admitió, frustrado,
era demasiado fuerte y los recios paneles de la puerta no se podían derribar con una
peliculesca carga con el hombro.
La voz del conde sonó repentinamente a sus espaldas:
—Parece usted la mujer de Barba Azul, intentando entrar en el cuarto prohibido,
señor Wittleman.

* * *

El joven se volvió lentamente.


—Busco a la condesa, señor —dijo.
Las cejas de Von Kinnus se arquearon en un gesto lleno de fingida perplejidad.
—¿Desea algo de mi esposa? —preguntó.
—Usted la ha encerrado. Libérela inmediatamente. Von Kinnus le miró con
expresión burlona.
—¿Pretende darme órdenes en mi propia casa? —exclamó.
—Ella está encerrada, con Robert Wass. Suéltelos inmediatamente —pidió
Wittleman con voz colérica.
—Amigo mío, su insolencia supera a cuanto he conocido hasta ahora. ¿Quién es
usted para decirme lo que he de hacer o no he de hacer en mi propia casa?
Wittleman cerró los puños y avanzó hacia el alto pelirrojo.
—Conde, por última vez…

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Von Kinnus continuaba sonriendo desdeñosamente. De repente, lanzó un fuerte
silbido.
Se oyeron varios aullidos. Tres enormes perros subieron galopando por la gran
escalinata que arrancaba en el vestíbulo.
Miffy, la hembra, se detuvo a pocos pasos del joven, enseñándole unos colmillos
de tamaño espantable. Los gruñidos que brotaban de la garganta de aquellos perros
hicieron sentir a Wittleman un miedo horrible.
—Me bastaría una segunda orden, para lanzarlos sobre usted y que le hicieran
pedazos —dijo Von Kinnus—. Le concedí mi amistad y mi hospitalidad, pero sólo
como un investigador de ciertos antecedentes privados; no para que se entrometiese
de un modo descarado en mis asuntos personales.
—Todo lo que usted quiera, pero ella está encerrada.
—¡Ah, sí! ¿Quién se lo ha dicho a usted?
—Yo la he oído. Y también la escuché hablar con Robert Wass.
El conde dejó de sonreír repentinamente. Wittleman se percató en el acto del
cambio de expresión.
—Señor Wittleman, usted está demasiado influido por las leyendas y cuentos
fantásticos que ha oído en ese condenado conjunto de casas que pretenden ser un
pueblo y que están habitadas por una manada de gentes incultas y supersticiosas —
dijo Von Kinnus—. Será mejor que, en lo sucesivo, se limite estrictamente a hacer lo
que le trajo a mi castillo o, de lo contrario, le prohibiré la entrada definitivamente.
—Muy bien, conde. Leyendas o no, su esposa está encerrada. Pero eso no es todo.
¿Va a negarme ahora que anoche sus dos criados trataron de secuestrar a María
Delken? Yo lo evité, tuve que impedirlo a punta de pistola, me peleé con Nick…
¿También es una leyenda?
—Existen ciertas diferencias entre María y yo, y no precisamente amorosas.
Simplemente trataba de resolverlas, señor Wittleman.
—¿Por la fuerza?
Miffy gruñó de repente. Amedrentado, Wittleman dio un paso atrás.
—Váyase de una vez —ordenó Von Kinnus—. Y, recuerde, sólo tiene permiso
para estar en la biblioteca. Una próxima violación de ese convenio, acarreará la
prohibición tajante de entrar de nuevo en el castillo.
—De acuerdo. Pero voy a hacerle un reto. Usted dice que la condesa no está
encerrada. Demuéstrelo.
Von Kinnus sonrió. Lanzó un silbido, de tonos distintos a los anteriores, y los
perros se alejaron en el acto, sin emitir el menor sonido.
Luego, el conde metió la mano en el bolsillo de su chaleco y se acercó a la puerta
del dormitorio. Después de abrir, se apartó ligeramente a un lado.
—Inge —llamó—. ¿Duermes todavía?
—Acabo de despertarme —sonó una melodiosa voz femenina—. ¿Deseas algo,
querido?

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Wittleman miró a través de la puerta. El dormitorio estaba en penumbra, pero
pudo ver la figura de una mujer en la cama. Sus rubios cabellos se esparcían
libremente por la almohada.
—No, amor mío —dijo Von Kinnus—. Solamente quería saber cómo te
encuentras esta mañana.
—Mucho mejor, Rijk. En cuanto llegue el buen tiempo, me sentiré
completamente curada.
Von Kinnus se volvió hacia el atónito hombre que tenía a su lado.
—A mi esposa le sienta mal el clima invernal de este valle —explicó—. Temo
que, a partir de ahora, tendremos que pasar el invierno en regiones más cálidas y
soleadas.
La puerta se cerró de nuevo.
—¿Satisfecho, señor creyente en absurdas leyendas? —preguntó Von Kinnus.
—Sí, señor. —No podía contestar otra cosa, pensó Wittleman, aunque, de todas
formas, le hubiera gustado ver a Inge más de cerca.

* * *

Minutos más tarde, Von Kinnus entró de nuevo en el dormitorio. Cerró con todo
cuidado y se acercó a la cama.
Ursula se sentó y se quitó la peluca rubia que había llevado puesta hasta aquel
momento.
—¿Se ha ido ya? —preguntó.
—Sí —contestó él.
—He creído que llegaría a descubrirlo. Por fortuna, lo advertí a tiempo y me metí
en la cama.
—Ese hombre empieza a ser peligroso —rezongó Von Kinnus—. Deberíamos
darle un buen escarmiento.
—¿Y por qué no me dejas que yo me encargue de él? —propuso Ursula.
Von Kinnus la miró fijamente.
—¿Tú? —murmuró.
Ursula alzó las manos para arreglarse el pelo, pero más todavía para hacer resaltar
las henchidas curvas de sus senos.
—¿Qué te parezco yo como arma de combate? —preguntó.
—Destructora, devastadora —respondió el hombre sonriendo.
—Entonces, no te preocupes de más. Wittleman queda de mi cuenta.
—Pero aún tenemos pendiente el problema de María Delken.
—Espera a tener resuelto el otro. Luego, todo lo demás resultará facilísimo.
—Bien, ojalá sea como dices. En último caso, siempre queda el recurso de acudir
a métodos expeditivos.

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—No llegarás a ese extremo —aseguró ella.
—¿Quién sabe? Ignoro cómo lo ha conseguido, pero el caso es que sabe que Inge
está encerrada.
Ursula frunció el ceño.
—Te lo dije desde el primer día: debieras haber acabado con ella
instantáneamente —le reprochó.
—Yo sé lo que me hago —contestó Von Kinnus con acento altanero—. Y prefiero
que Inge esté como está y acabe…, como debe acabar.
Ursula hizo un encogimiento de hombros.
Por supuesto, a ella no le haría lo que había hecho a su esposa. Antes le pegaría
dos tiros, se prometió mentalmente.
Y quizá lo hiciera, si llegaba a encontrar el famoso tesoro. Pero lo que más
interesaba en aquellos momentos era que apareciese un tesoro del que muchos habían
oído hablar, pero que nadie había conseguido ver hasta el momento.
—Muy bien —dijo al cabo—. Repito que no debes preocuparte más de
Wittleman. Yo me encargaré de él.
Von Kinnus asintió y se marchó. Una indefinible sonrisa apareció en los labios de
Ursula al quedarse sola.
—Lástima que el pobre John tenga que desaparecer de este mundo —se lamentó
hipócritamente.

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CAPÍTULO XI
—¿Tiene usted algún frasquito pequeño, María? —preguntó Wittleman.
Ella le miró con extrañeza. Wittleman sacó un tubo del bolsillo.
—Tiene que ser como un pomito de esencia, más o menos. Ah, y también
necesito algo de alcohol puro, agua y una cucharada de azúcar.
—Está bien, voy a ver si encuentro lo que pide —contestó ella.
Minutos más tarde, contemplaba con extrañeza las operaciones que su huésped
realizaba en una de las mesas de la sala. Wittleman redujo a polvo cinco o seis
pastillas, de tamaño algo inferior a las de un analgésico corriente, y luego arrojó el
resultado a un vasito en el que había alcohol y agua a partes iguales.
Añadió una cucharada de azúcar y removió hasta su perfecta disolución. Luego
vertió la mayor parte de la mezcla en el pomo vacío que ella le había entregado.
—Y eso, ¿puede saberse para qué es? —preguntó María, devorada por la
curiosidad.
—Esta noche pienso narcotizar a Ursula Hatten —contestó Wittleman—. Ella me
invitará a beber y yo pondré esta mezcla en su copa. Y cuando esté dormida como un
tronco, buscaré a la condesa.
María se llevó una mano al pecho.
—¿Dónde está, John? —preguntó ansiosamente.
—En alguna parte del castillo, enloquecida por el terror. Su esposo es un sádico,
puedo asegurárselo, a pesar de que hoy ha tratado de engañarme con Ursula.
Y, acto seguido, Wittleman relató a la muchacha todo lo que le había sucedido por
la mañana en Schwartzberg.
María se sintió horrorizada al conocer la realidad.
—Debe de estar padeciendo tormentos espantosos, aunque no sufra realmente
daño físico —opinó.
—Sobre eso no cabe la menor duda —concordó él—. Pero esta noche la liberaré,
se lo aseguro.
—John, yo iré con usted —exclamó ella de pronto con gran vehemencia—. Inge
es mi amiga y quiero ayudarla.
Wittleman vaciló.
—Iré al castillo relativamente tarde y no sé cuándo estaré en condiciones de
iniciar la búsqueda —contestó.
—¿Le parece bien que salga una hora después de usted? —propuso la joven.
—Muy bien, sesenta minutos —aprobó Wittleman—. ¿Conoce el lugar donde
está el dormitorio de Ursula? Si no es así, yo se lo indicaré.
—Me parece que duerme en el ala este…
—Sí, tercera ventana contando desde la esquina delantera del mismo lado. Yo
saldré de aquí a las once de la noche, de modo que usted emprenderá la marcha a las
doce en punto.

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—De acuerdo, John —contestó ella con ojos brillantes.
De súbito, se oyó un tintineo de campanillas en el exterior. Wittleman se acercó a
una de las ventanas y divisó a Markus, que acababa de detener el trineo frente a una
casa del otro lado de la calle.
El cochero se apeó. Apenas había puesto pie en el suelo nevado, oyó una voz que
pronunciaba su nombre:
—¡Markus, venga!
El hombre se volvió. Wittleman le llamaba desde la puerta de la posada,
enseñándole disimuladamente el revólver, para apoyar su orden.
Markus palideció, pero acabó por obedecer. Entró en la posada y Wittleman cerró
la puerta, sin dejar de encañonarle con el arma.
—¿Dónde está la condesa, Markus? —preguntó el joven.
—Es mi amiga —añadió María—. El conde la ha secuestrado y usted conoce el
sitio exacto donde está encerrada.
—Les juro que no lo sé —contestó Markus, muy nervioso—. Sólo sé que un día
desapareció, pero no sé adónde la llevó su señoría.
Wittleman frunció el ceño. Markus parecía sincero.
—Es un bruto —calificó entre dientes—. Von Kinnus lo tiene sólo como un
animal de dos patas, lo mismo que tiene a los perros.
—Pero él y Nick obedecen ciegamente las órdenes del conde…
—¡Naturalmente, María! Von Kinnus es demasiado listo; no le conviene tener
unos criados excesivamente inteligentes. Ya es bastante con Ursula, ¿comprende?
María asintió. Luego se encaró con el individuo.
—¿Les dio orden el conde de secuestrarme? —preguntó.
—Sí, señorita —admitió Markus abatidamente.
—¿Cuántos días hace que no ve usted a la condesa? —Quiso saber Wittleman.
—Dos semanas, no recuerdo la fecha exacta, señor.
—Más o menos, cuando yo llegué, ¿no es cierto, María?
—Creo que sí —respondió la muchacha—. ¿Va a hacerle más preguntas, John?
Wittleman dudó un momento. De pronto, recordó algo.
—Sí, quiero averiguar una cosa —exclamó—. Markus, la noche en que intentaron
robar a la señorita, el conde aguardaba afuera con el trineo y los perros. ¿Es cierto
que ustedes se transforman en perros cuando el conde lo ordena?
—Oh, no, señor, eso es una fábula. Pero al conde le divierte hacerlo creer a los
aldeanos. Nick y yo nos metimos en una plataforma que hay bajo el trineo, en una
especie de doble fondo, y así…
Wittleman sonrió, mientras meneaba la cabeza.
—La verdad, no se puede negar que Von Kinnus posee un acusado sentido del
humor —observó—. Pero ¿quién mató a Arne?
Markus se encogió de hombros. A Wittleman le pareció que esta vez el hombre
no era sincero.

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—Usted lo sospecha, pero prefiere no hablar —dijo.
Markus continuó guardando silencio. María hizo una pregunta a su vez:
—¿Está vivo Robert Wass?
—No.
Fue una respuesta rotunda en su laconismo. María se pasó una mano por la frente.
—¡Pobre Inge! —Fue todo lo que dijo.

* * *

El gancho ascendió por el aire, golpeó un cristal, lo rompió y, al fin, agarró en el


borde interior del antepecho. Sobresaltada por el ruido, Ursula se sentó en la cama.
En la estancia no había otra luz que la que proporcionaban las llamas de la
chimenea. Antes de que pudiera reaccionar, sintió que se movían las cortinas.
Un rostro conocido apareció ante sus asombrados ojos.
—Hola —sonrió Wittleman.
Ursula sonrió también.
—Te has anticipado a mis deseos —dijo.
Wittleman apartó las cortinas a un lado y se acercó a la mesita donde estaban los
licores.
—¿De veras? —preguntó, levemente irónico.
—Pensaba verte mañana, en la biblioteca, para encontrarnos por la noche. Pero tú
te has anticipado veinticuatro horas.
—Tal vez adiviné tus pensamientos. ¿No te levantas a tomar una copa conmigo?
—¿Por qué no me la traes tú a la cama? —propuso ella con sonrisa seductora.
—Si lo prefieres…
—Lo deseo, John.
—Está bien, aguarda unos instantes. Voy a preparar un cóctel como nunca has
probado. La hora quizá no sea la más adecuada, en opinión de muchos, pero las
circunstancias merecen la pena de una excepción.
—Estoy de acuerdo contigo, querido.
Ursula estaba sentada en la cama, abrazada a sus rodillas. Wittleman se hallaba de
espaldas a ella, manipulando con las botellas. Por eso no pudo ver la maniobra del
joven, al mezclar el sedante preparado con el contenido de una de las copas.
Al terminar, Wittleman se quitó el chaquetón. Con las copas en la mano, se acercó
a la cama y se sentó en el borde.
—Prueba —dijo.
Ella tomó un sorbo.
—Muy fuerte, pero agradable —calificó.
—Es la combinación adecuada para el momento, Ursula.
—¿Necesitas el alcohol en circunstancias como ésta, John?

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—Mejora el ambiente, ¿no crees?
Ursula bebió de nuevo.
—Indiscutiblemente —contestó—. Tienes que darme la fórmula, John.
—Otro rato, querida. Ahora quiero que me digas dónde está encerrada la condesa.
Ella dejó de sonreír repentinamente.
—John, no te burles de mí —exclamó con voz cortante.
—No me burlo; hablo con absoluta seriedad.
Hubo un momento de silencio. De pronto, Ursula apuró de un golpe el resto del
contenido de la copa y luego la tiró hacia la chimenea con gesto colérico.
—No sé nada de lo que me estás diciendo —contestó violentamente.
—¿Comunica este dormitorio con el de la condesa?
Los ojos de Ursula fulguraban. Wittleman se dio cuenta de que ella sabía ya que
no era posible ocultar la verdad.
—Inge está en alguna parte; no era la persona que habló con el conde esta mañana
—agregó Wittleman.
De repente, Ursula apartó a un lado las ropas de la cama y saltó al suelo, sin
importarle en absoluto lo liviano de su atavío.
—Voy a llamar al conde —anunció—. Y vendrá aquí con sus perros…
Wittleman enseñó el revólver.
—Ya maté a uno de los canes —respondió—. Pero, antes de que tires de ese
cordón que hay junto a la puerta, te mataré a ti.

* * *

La mano de Ursula se tendía ya hacia el cordón indicado. Al oír las palabras de


Wittleman, la retiró con vivo gesto de temor.
—John, tú no puedes hacerme eso —dijo—. Te he amado, te aprecio
infinitamente…
—Pero quizá aprecias más los beneficios que puedas recibir del conde, ¿no es
así?
—¿Y qué? —Ursula alzó orgullosamente la barbilla—. Siempre he sido pobre.
Esta es una buena ocasión para salir de la pobreza.
—¿Casándote con Von Kinnus?
—¿Por qué no? Hubo un tiempo en que me pretendió. Apenas tengo un par de
años más que tú, John. Y no se puede negar que soy hermosa.
—No, no se puede negar. Pero ¿qué me dices de Inge? Está viva; por tanto, ese
matrimonio es irrealizable.
—Inge ha muerto.
—Mientes, Ursula.
—Te digo que…

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—Yo mismo he escuchado su voz, así que no te creeré. Pero pasaré muchas cosas
por alto, si me dices dónde está encerrada.
Ella apretó los labios. Wittleman sonrió.
—¿No quieres hablar? —Siguió—. Es una lástima. Podría premiarte con una
noticia sensacional, precisamente la que estás deseando conocer desde hace tiempo.
—¿A qué te refieres, John?
—Al tesoro que hay tras la piedra, naturalmente.
Ursula adelantó el pecho, anhelosa.
—¿Es cierto que sabes dónde está? —preguntó.
—Sí, lo sé.
—Pero ¿cómo…?
—¿Es que no recuerdas que soy un ratón de biblioteca?
Ella le apuntó con el índice.
—John, no me digas que has encontrado algo que nosotros hemos buscado
durante mucho tiempo —exclamó.
—Soy experto en investigaciones en bibliotecas y sitios similares.
—Sí, creo que tienes razón —murmuró Ursula—. Posees experiencia, cosa que
nos falta a nosotros…
Wittleman sonrió. Aquellas palabras venían a confirmar las turbias relaciones
existentes entre aquella hermosa mujer y el conde. Lo que había habido entre ellos
dos noches antes no pasaba de una grata aventura.
—¿Dónde está el tesoro? —preguntó Ursula.
—¿Dónde está la condesa?
Hubo un momento de silencio. De pronto, Ursula se tambaleó.
—Oh, no sé qué me sucede…
Wittleman saltó hacia ella y la sostuvo por la cintura.
—Habla, pronto —pidió.
—Me siento torpe… —gimió ella.
—¿Dónde está Inge?
—Abajo, en el subterráneo del lado oeste…, emparedada…
Wittleman se sintió horrorizado al escuchar aquella palabra.
¡Inge había sido sepultada viva!
—Tengo mucho sueño… —se quejó Ursula—. ¡Me has envenenado! —Chilló de
pronto.
—No, solamente te he narcotizado —contestó él.
Y, de súbito, la alzó en brazos, caminó unos cuantos pasos y la lanzó
violentamente sobre la cama.
Sentíase aturdido y lleno de espanto al pensar en Inge.
—Emparedada…, sepultada viva…, como en los tiempos medievales —
murmuró.
Ursula había callado. Su pecho se alzaba y bajaba con sosegados movimientos. El

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narcótico había producido sus efectos, al fin.

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CAPÍTULO XII
Wittleman corrió hacia la ventana y se asomó. Había una sombra oscura al pie y
se felicitó de que la impaciencia hubiera hecho a María acudir antes de lo acordado.
—Agárrese a la cuerda —dijo a media voz.
Ella obedeció. Wittleman tiró con todas sus fuerzas.
Instantes después, María se hallaba en el dormitorio. Vio a Ursula dormida sobre
la cama y miró al joven con expresión inquisitiva.
—No sea mal pensada —rezongó él—. No soy experto en narcóticos y el que le
puse en su copa tardó demasiado en hacer efecto. Por otra parte, así ha sido mejor.
Ursula, al fin, me ha dicho dónde está Inge.
—Entonces, no ha muerto…
—No, pero su suerte no tiene nada de agradable. La emparedaron viva.
María retrocedió un paso, con el horror pintado en sus facciones.
—¡Emparedada! —exclamó.
—Así como lo oye.
—Entonces, tenemos que liberarla inmediatamente. Inge debe de llevar muchos
días en su encierro.
—Eso es lo que vamos a hacer ahora mismo, María.
—¿Le ha dicho Ursula dónde está?
—Sí, en el sótano del lado oeste. ¿Conoce usted el castillo?
—Lo suficiente para llegar allí sin necesidad de guías. ¡Vamos, John, es preciso
sacar cuanto antes a Inge de su encierro!
—Un momento, María.
La joven tenía ya su mano sobre el picaporte de la puerta y se volvió para mirarle.
—¿Qué pasa ahora, John?
—Hemos de actuar con gran cuidado. Esto no es cosa de broma; ya se han
producido algunas muertes y al conde le tiene sin cuidado matar a más gente. Usted y
yo podríamos ser las próximas víctimas, ¿lo entiende?
—Sí, desde luego.
—Yo llevo mi revólver…, pero no podemos dejar de tener en cuenta a los perros.
Usted irá detrás de mí en todo momento, aunque indicándome el camino que hemos
de seguir. ¿Entendido?
—Perfectamente, John.
Wittleman se acercó a la puerta y abrió.
El castillo se hallaba sumido en un completo silencio. María bisbiseó:
—Me estremezco sólo de pensar en los momentos de horror que habrá pasado mi
pobre amiga. ¿Por qué, por qué ese hombre pudo ser tan cruel con ella?
—La respuesta puede condensarse en una sola palabra: sadismo.
María asintió. Wittleman continuó, mientras caminaban con infinito cuidado:
—El conde habrá disfrutado enormemente pensando en los padecimientos de su

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esposa, sepultada viva. Pudo haber acabado con ella en un instante, pero prefirió que
muriese de hambre y de sed en las tinieblas de una tumba situada en el hueco de
algún muro. Lo que antiguamente se llamaba un in pace.
—Es cierto, pero ya han pasado más de quince días desde que lo hizo. ¿Puede una
persona aguantar tanto tiempo sin comer ni beber, John? Porque Inge tendría que
estar muerta y, sin embargo, usted ha oído su voz esta mañana.
—Sea como sea, está viva y eso es lo que nos interesa. Pero lo peor de todo es
que quizá haya perdido la razón… Hablaba con Robert, como si lo tuviese a su lado,
¿comprende?
Los ojos de María se llenaron de lágrimas.
—Ese monstruo de maldad no merece vivir —dijo. Momentos más tarde,
llegaban al vestíbulo.
María señaló una puerta con la mano.
—Por ahí se baja al subterráneo del lado oeste —indicó.
Wittleman se acercó a la puerta y, casi en el acto, lanzó una exclamación de
contrariedad.
—No esperaría usted encontrarla abierta —dijo la muchacha.
—Ciertamente, no; pero es una puerta demasiado fuerte para abrirla con las
manos —contestó él, desanimado.

* * *

Wittleman tenía el revólver en la mano.


Podía romper la cerradura a tiros, pero no era seguro; se trataba de un mecanismo
de gran robustez. Además del ruido, que quería evitar a toda costa, podía quedarse sin
balas.
—Y si no consigo romper la cerradura… —murmuró, irresoluto.
De repente, se le ocurrió una idea.
—María, sígame —exclamó.
Wittleman echó a correr hacia el piso superior. La joven no se quedó a la zaga y,
momentos después, llegaban a la biblioteca.
El joven se dirigió sin vacilar a la estantería y la apartó a un lado. Varios libros
rodaron al suelo, por haberlo hecho con gran brusquedad. El rollo del pergamino que
contenía la clave también cayó, pero él no se fijó, presa de la excitación del
momento.
La ranura de la piedra quedó al descubierto.
—María, hable con Inge —indicó Wittleman.
Ella comprendió en el acto y se arrodilló en el suelo. Pegó los labios a la ranura y
llamó:
—¡Inge, Inge! Soy yo, María Delken… ¿Me oyes? Contéstame, por favor. He

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venido con un buen amigo para salvarte… Contéstame, Inge…
Wittleman frunció el ceño. No se oía el menor sonido como respuesta a las
desesperadas llamadas de la joven.
María se sentó sobre sus talones y se echó a llorar.
—Hemos llegado demasiado tarde —gimió—. Inge ha muerto ya.
Los puños de Wittleman se crisparon.
—Si encuentro a ese maldito conde…
—Aquí me tiene, Wittleman.
María lanzó un agudo grito de terror. El joven se volvió, justo a tiempo de ver una
sombra oscura que se abalanzaba sobre él.
Levantó el revólver, pero ya era tarde. Uno de los enormes perrazos de Von
Kinnus le golpeó en el pecho, derribándole de espaldas.
—Sujétalo, Erdus —ordenó el conde.
Los afilados colmillos del lobo rozaban la garganta de Wittleman.
—Si se mueve, le degollará —amenazó Von Kinnus.
Wittleman tenía la frente llena de sudor. Aquel perrazo pesaba setenta u ochenta
kilos y no sólo le atenazaba contra el suelo con su peso, sino con la amenaza de
aquellos dientes, que parecían navajas de afeitar.
María se levantó. Aterrada, retrocedió un par de pasos, hasta que su espalda
chocó contra el muro inmediato.
Von Kinnus sonreía malignamente.
—Bien, Wittleman, ya me ha encontrado —dijo—. Ahora, por favor, dígame qué
pensaba hacer conmigo.
El joven procuró olvidarse por un instante de la amenaza de las fauces de Erdus.
—Usted enterró viva a su esposa —acusó—. Esta mañana aún vivía. Todavía
puede salvarse. Libérela…
—Me está pidiendo un imposible. Inge debía morir.
—¿Por qué? —gritó María—. Ella no le había hecho ningún daño…
—Hay dos motivos —contestó Von Kinnus fríamente—. En primer lugar, iba a
escaparse con Robert Wass.
—Era un hombre decente y la amaba sinceramente.
—Y, en segundo lugar, conocía el lugar donde está la piedra clave y no quiso
decírmelo —añadió el conde, impasible.
—Un momento —dijo Wittleman—. Si le indico dónde está el tesoro, ¿dejará
libre a su esposa?
Hubo unos momentos de silencio. Von Kinnus parecía considerar la proposición.
Wittleman abrigó por un instante la esperanza de que sus palabras hicieran ceder
al conde en su criminal postura. Pero muy pronto, una sola sílaba disipó aquella
esperanza:
—No.

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* * *

Von Kinnus adelantó un par de pasos y se inclinó para recoger el revólver que
Wittleman había perdido en la acometida del can. Entonces vio los libros caídos en el
suelo y el rollo de pergamino a un par de pasos de distancia.
Intrigado, recogió el pergamino.
—Sigue así, Erdus —dijo.
El perro emitió un gruñido de amenaza. Wittleman sabía que no debía hacer el
menor gesto. La fiera podía destrozarle la garganta de una sola dentellada.
Von Kinnus guardó el revólver y desenrolló el pergamino. Una sonrisa de
satisfacción se dibujó en sus labios momentos más tarde.
—Ya había oído yo algún comentario al respecto —dijo—. Este pergamino lo
aclara todo.
Miró a Wittleman.
—¿Conocía su existencia? —preguntó.
—Sí. —Era inútil negarlo, se dijo el británico.
—Pero se lo calló.
—Usted no se merece disfrutar ese tesoro.
El conde se echó a reír.
—¿Y quién le da a usted autoridad para emitir un juicio semejante? —contestó,
con acento lleno de desprecio.
De pronto, guardó el pergamino en uno de los bolsillos de su chaquetón y sacó el
revólver.
—Fuera, Erdus —ordenó.
El can se apartó a un lado. Wittleman se sentó, momentáneamente aliviado al
verse libre de la amenaza de la fiera.
—Voy a ponerle en situación de no molestarme jamás, Wittleman —dijo Von
Kinnus—. En cuanto a ti, María…
—¿También piensa emparedarme, como a su esposa? —preguntó la muchacha,
con aire retador.
—Mis planes son muy distintos, hermosa. Pero no tardarás mucho en saberlo.
Von Kinnus retrocedió un par de pasos, sin dejar de apuntar al joven con el
revólver.
—Cuidado, Wittleman, o le pego un tiro —amenazó.
—No se mueva, John —aconsejó María.
Wittleman permaneció en el mismo sitio, mientras Von Kinnus se acercaba a la
puerta. La abrió con la mano izquierda y luego se apartó ligeramente a un lado.
—Salgan —ordenó—. Los dos, con las manos en alto. Y recuerden que, además
del revólver, está Erdus.

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Wittleman y María obedecieron. Instantes más tarde, María penetraba en una
habitación, cuya puerta cerró Von Kinnus con doble vuelta de llave, que guardó a
continuación en uno de sus bolsillos.
—Luego vendré a hablar contigo, María —dijo, antes de cerrar.
Al terminar, empujó Wittleman con el cañón del revólver.
—Para usted tengo otros planes, entrometido —añadió.
Wittleman se vio obligado a descender a la planta baja. Momentos después, vio
que se detenían ante la puerta que conducía al subterráneo.
Von Kinnus abrió.
—Baje —ordenó.
A Wittleman se le erizaron los cabellos. ¿Pretendía aquel sádico enterrarlo vivo,
como había hecho con su esposa?

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CAPÍTULO XIII
Una recia argolla de hierro se cerró en torno a la muñeca derecha de Wittleman
con seco chasquido. La argolla estaba unida a una sólida cadena, encastrada por el
otro extremo en el muro de piedra.
—Por el momento, no puedo entretenerme mucho —dijo Von Kinnus—. Más
tarde vendré a ocuparme de usted definitivamente.
—Aquí le aguardaré, conde —respondió Wittleman con tranquilo acento.
—No lo dudo —rió Von Kinnus—. Es usted admirable, amigo mío. ¿No siente
miedo al pensar en la suerte que le aguarda?
—Estoy horrorizado, pero demostrarlo no me serviría de nada.
—Tiene usted razón. Yo me pregunto qué idea le dio de venir a mi castillo
precisamente en esta época.
—Coincidencias de la vida, conde.
—Sí, es cierto. Bien, le dejo…
—Un momento, por favor —rogó el prisionero.
Von Kinnus le miró fijamente.
—¿Qué le sucede ahora? —preguntó.
—Usted mató a Arne. Aprovechó la muerte de uno de sus perros para hacer creer
a esos pobres aldeanos que Arne se transformaba mágicamente en una fiera y
viceversa. Pero ¿por qué lo mató?
—Se compadeció de mi esposa. No lo podía tolerar.
—¿Qué me dice de Gwick?
—¿Por qué se metió en asuntos que no le importaban?
—Conde, ¿es usted un cínico o un demente?
La cara de Von Kinnus se crispó.
—Yo sé lo que me hago —contestó secamente.
Y se dirigió hacia la salida, pero, a los pocos pasos, Wittleman volvió a llamarlo:
—¡Conde! ¿Ha leído usted el mensaje?
Von Kinnus se volvió a medias.
—Sí, y comprendo perfectamente la clave —respondió.
—Pero usted no puede quitar la piedra clave. Es un criminal; el castillo se le
hundiría encima.
Una atronadora carcajada estalló en el subterráneo.
—¡Imbécil! ¿Cree que me asustan las maldiciones?
Wittleman se quedó solo.
Por fortuna, el conde había dejado la luz encendida. Ello le permitió apreciar
algunas de las características del subterráneo.
En primer lugar, le pareció menos hondo de lo que aparentaba por su
construcción. Sí, se hallaba bajo el vestíbulo, pero éste, a su vez, estaba situado a
varios metros sobre el nivel del suelo exterior.

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Era probable, incluso, que la bóveda del subterráneo estuviese un poco más alta
que el suelo exterior. Posiblemente, se dijo, era subterráneo sólo en comparación con
el vestíbulo.
Pero se trataba de detalles sin excesiva importancia. Lo realmente interesante era
su suerte.
En la otra pared, algo más al fondo, divisó ciertas señales que le hicieron sentirse
enfermo. Al otro lado de aquella pared, levantada no hacía mucho, yacía el cadáver
de una pobre mujer, muerta de hambre y sed, tras unos largos días de inenarrables
sufrimientos.
Todavía se veían las herramientas que habían servido para tapiar el hueco de la
pared. Posiblemente, él seguiría luego el mismo camino que la infeliz condesa.
Al cabo de un rato, se volvió y examinó la cadena que le sujetaba al muro. El
eslabón de su extremo se hallaba sujeto a una gruesa argolla, encastrada en el muro.
Tiró un par de veces. La argolla crujió levemente, pero no se movió.
De pronto, se le ocurrió una idea. Recordó que tenía algo en el bolsillo que podía
aliviar su situación. Hurgó con la mano libre y sacó una navajita que siempre solía
llevar consigo. La abrió con los dientes y, acercándose a la pared, empezó a rascar en
el cemento al cual estaba sujeta la argolla.

* * *

María alzó la cabeza vivamente cuando oyó ruido de una llave en la cerradura. La
puerta se abrió y Von Kinnus entró en la estancia.
Ella estaba sentada y se puso en pie. Von Kinnus la contempló unos instantes con
burlona sonrisa. María se sintió sofocada; le parecía que aquellos ojos disponían de
rayos X, que traspasaban sus ropajes.
—Piensas mal —adivinó él—. Eres muy hermosa, pero, ciertamente, no me
interesas como mujer. ¿O es que ya no recuerdas tu origen?
—No es mía la culpa…
—Claro, es de Ilse Delken, la que fue amante de mi padre. Es curioso, viene a
resultar que somos hermanastros.
—Nunca he considerado auténticos esos lazos de sangre —respondió ella.
—Pero lo son, y eso es lo que yo quiero borrar de una vez.
—No entiendo.
—Esa mancha de bastardía tiene que desaparecer de la familia. Tu madre murió
hace un par de años. Pero eso no es suficiente.
—Estoy en su poder. Máteme —le desafió ella.
Von Kinnus se echó a reír.
—¿Para qué? —contestó—. Me basta con que firmes esto.
Un documento cayó en las manos de la muchacha. María lo desdobló y leyó su

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contenido con gran interés.
Luego alzó la vista y miró a su interlocutor.
—¿Por qué quiere que firme? —preguntó.
—Está claro. El testamento de mi…, de nuestro padre, nos lega todos sus bienes a
ambos, por mitad. Simplemente, no quiero que recibas tu parte del tesoro que hay
oculto bajo la piedra clave.
—Y no nos olvidemos tampoco del castillo y de las tierras que lo circundan. Es
algo que tiene su valor, ¿no es así?
—Justamente, María.
Ella se mordió los labios.
—Firmaré, pero con una condición —dijo.
—Habla. No te garantizo que la acepte, pero dime cuál es esa condición.
—Deje ir libre a Wittleman. De Inge no le digo nada, porque ya me supongo que
está muerta, pero Wittleman debe salir libre del castillo. A menos que lo haya matado
antes de venir a verme.
—Está vivo, pero no acepto esa condición, María.
El documento voló por los aires y se estrelló contra el rostro del conde. Von
Kinnus no se inmutó y dejó que el papel cayera revoloteando al suelo.
—Tengo medios para obligarte a que firmes ese documento de renuncia a la
herencia —dijo él—. Volveré otro momento.
—No firmaré —contestó María, resuelta—. Y no es porque me interese el dinero
o el castillo, sino, simplemente, por llevar la contraria a un ser tan monstruoso y
abyecto como usted.
Von Kinnus se echó a reír.
—Volveré —se despidió lacónicamente.
La puerta se cerró de nuevo. Desfallecida, María se sentó en una silla y rompió a
llorar.
Temía por la suerte de Wittleman. Aquel odioso asesino no le permitiría salir con
vida de Schwartzberg.
Mientras, Von Kinnus se dirigía a la habitación de Ursula. Abrió la puerta y la vio
dormida encima de la cama.
—Ursula —llamó.
La mujer no contestó. Von Kinnus se acercó a ella y la zarandeó con fuerza.
Había un ligero olor a alcohol en el ambiente. Las facciones del conde se
deformaron por la cólera.
—Estúpida —la apostrofó—. Mira que emborracharse en estos momentos.
Giró sobre sus talones y salió con paso rápido. Llegó al vestíbulo y lanzó un
fuerte grito:
—¡Markus! ¡Nick! ¡Venid inmediatamente!

* * *

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Wittleman suspendió la tarea un momento. Asió la cadena con ambas manos,
apoyó un pie en el muro y tiró con fuerza.
Se oyó un crujido. La anilla cedió y Wittleman rodó por tierra, con los pies por
alto.
Pero no sintió el daño. De un salto, se puso en pie, lleno de alegría por haber
conseguido su objetivo.
Su primera intención fue escapar hacia la puerta, pero de pronto recordó algo y
retrocedió. Se acercó a la pared del lado opuesto, en el punto donde se veía la reciente
obra de albañilería.
La argamasa había fraguado. Romper aquel trozo de muro sería labor demasiado
costosa en tiempo. No podía entretenerse tanto.
A pesar de todo, lanzó un par de gritos.
Llamaba a Inge. Sólo recibió el silencio como respuesta.
—Esa pobre mujer ha muerto —musitó.
Y corrió hacia la escalera que daba al vestíbulo. La puerta estaba cerrada con
llave, pero allá, al fondo, había herramientas.
Un cuarto de hora más tarde, había hecho saltar la cerradura. Con el incómodo
aditamento de la cadena en su mano derecha, salió al vestíbulo.
De repente, oyó un feroz gruñido.
Volvió la cabeza. Miffy galopaba hacia él, con las fauces abiertas, atacando con
toda la fiereza acumulada en su mente animal a lo largo de los años.
Wittleman la esperó a pie firme. En el último instante, rodeó el cuello de la bestia
con la cadena y apretó con todas sus fuerzas.
El animal se revolvió furiosamente, pero Wittleman no soltó la presa. Al cabo de
unos minutos, Miffy dejó de moverse.
Wittleman corrió hacia el piso superior.
—¡María, María! —llamó a gritos.
Ella le oyó y golpeó la puerta de su encierro con los puños.
—¡Aquí, John!
Wittleman se orientó por la voz de la joven.
—¿Está bien, María? —preguntó, a través de la madera.
—Sí, pero no puedo salir de aquí…
El joven miró a derecha e izquierda. Le pareció que sonaban unos fuertes golpes
en el exterior, pero, en aquellos momentos, toda su atención estaba centrada en liberar
a María.
De pronto, creyó haber dado con una buena idea.
—María, vaya a la ventana y ábrala —ordenó.
Inmediatamente, pasó a la habitación contigua. Ursula continuaba todavía sumida
en un profundo sueño.
Alcanzó la ventana y abrió. La cuerda seguía todavía pendiente del gancho sujeto

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al alféizar.
Sacó medio cuerpo fuera. María estaba asomada, a unos seis u ocho pasos de
distancia. Hasta el suelo, había diez metros, espacio que la soga cubría holgadamente.
—María, voy a echarle uno de los extremos de la cuerda. Yo sujetaré al otro. ¿Se
atreverá a pasar aquí?
—Sí, John.

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CAPÍTULO XIV
Los dos jóvenes se confundieron en un estrecho abrazo al reunirse de nuevo.
Todavía colgada de su cuello, María dijo:
—John, tengo que contarle por qué me encerró el conde. No era lo que usted
creía…
—Luego —cortó él—. Ahora tenemos algo mejor que hacer. Vamos, hemos de
dejar este maldito castillo.
Agarró una de las manos de la joven y tiró de ella. María lanzó una mirada a
Ursula, cuyo sueño la hacía permanecer ajena a todo lo que sucedía.
—Esta mujer es mala, mala… —dijo entrecortadamente.
—Creo que, después de esta noche, ya no estará en condiciones de hacer daño a
nadie —aseguró Wittleman—. Mañana haremos que reparen el oruga como sea y
limpiaremos el paso, cueste lo que cueste. Alguien, con más autoridad que un simple
alcalde de una aldea, vendrá a Schmüntzburg a investigar los crímenes que aquí se
han cometido.
Corrieron hacia la salida. Al llegar al vestíbulo, oyeron unos golpes que llegaban
desde el exterior.
—¿Qué es eso, John? —preguntó María.
Wittleman creyó adivinar la verdad.
—Sospecho que el conde ha descifrado la clave del mensaje —contestó.
María se detuvo de pronto.
—Me parece que yo también la conozco —manifestó.
Wittleman la miró inquisitivamente. Ella continuó:
—La cuarta fachada es la fachada oeste, porque, la primera, lógicamente, ha de
ser la del lado norte. Siguiendo el orden, en el sentido de las agujas de un reloj, la
fachada oeste es la cuarta.
—Sí, ciertamente. Pero la cuarta esquina…
—La fachada oeste no es completamente recta. Hacia el centro, forma un ángulo
saliente obtuso muy amplio. Arriba, a veinte metros del suelo, hay una torrecilla
suspendida de la muralla. Pero el borde saliente de ese diedro podría considerarse
como una esquina. Hay una torre antes, de sección cuadrada, lo que significa que sólo
tiene tres esquinas, porque, en parte, está incrustada en la estructura del castillo. Por
tanto, el borde del saliente es la cuarta esquina.
—Parece lógico —admitió Wittleman—. Aunque no muy arquitectónico.
—Quizá el autor del mensaje en cifra trató de introducir solamente un elemento
de confusión —opinó María.
—Es muy probable.
Los golpes se repitieron. Wittleman movió la cabeza.
—No cabe duda: Von Kinnus ha encontrado la piedra clave.
—Si la quita, el castillo se hundirá —exclamó ella.

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—No crea en supersticiones. No pasará nada porque el conde arranque la cuarta
piedra de la cuarta hilera. De todas formas, me gustaría ver si es cierto que encuentra
el tesoro.
—Si es cierto que existe, la mitad es mío —declaró María sorprendentemente.
Wittleman se quedó asombrado al escuchar aquellas palabras. Ella, de pronto, le
empujó con ambas manos.
—Vamos a verlo —dijo, muy excitada.
Salieron del castillo. Wittleman, asombrado, se dio cuenta de que el tiempo había
pasado con increíble rapidez.
—Está amaneciendo —musitó.
Los golpes se sucedían con cierta rapidez. La voz de Von Kinnus llegó con tonos
coléricos hasta los oídos de la pareja:
—¡Vamos, vamos, cada vez falta menos! ¡Aprisa, gandules!

* * *

Cogidos de la mano, Wittleman y María dieron la vuelta al castillo. La nieve


estaba muy pisoteada al pie de la muralla, de modo que podían caminar sin
dificultades.
María tenía razón, apreció Wittleman. El capricho del constructor, o tal vez la
necesidad, debido acaso a las condiciones del terreno en la cumbre de la montaña, le
habían impedido una total rectitud en la fachada oeste. El saliente que hacía en el
centro no era excesivo, aunque sí lo suficiente para ocultarles de momento a la vista
de los que trabajaban al otro lado.
—La piedra saldrá pronto, señor conde —pronosticó Markus.
Wittleman y María cambiaron una mirada. Ella, en voz baja, dijo:
—Somos unos egoístas. Estamos aquí, preocupados por un tesoro acaso
inexistente, mientras que mi amiga Inge…
—No se preocupe de su amiga. Ha muerto.
María contuvo un gemido. Wittleman apretó su mano con fuerza, a fin de
indicarle que no debía delatar su presencia en aquel lugar.
Avanzaron unos pasos más. Al llegar al saliente, Wittleman alargó el cuello.
Von Kinnus y los dos criados estaban a unos pocos pasos de distancia,
forcejeando con una piedra de regulares dimensiones, que se resistía a salir de su
alvéolo. La luz del día permitió a Wittleman ver la piedra, situada casi a ras del suelo.
Hasta entonces, había estado cubierta por la nieve o por los hierbajos en el buen
tiempo. Pero la inscripción, Noli me tangere, podía leerse sin excesivas dificultades.
De pronto, Rohsson se sintió acometido por fuertes escrúpulos.
—Señor conde, ¿no se hundirá el castillo si…?
—No seas estúpido y sigue —barbotó Von Kinnus—. Vamos, ya falta poco.

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Los dos criados hicieron un supremo esfuerzo. La piedra estaba ya a punto de
salir.
De pronto, Von Kinnus exclamó:
—Dejadme, yo la sacaré.
Markus y Rohsson se apartaron, Von Kinnus se arrodilló, agarró la piedra con
ambas manos y tiró de ella.
En alguna parte del castillo se oyó un lejano rumor. María se estremeció.
—Ah, aquí está la entrada al tesoro —aulló el conde, ebrio de satisfacción.
El fragor volvió a oírse. A Wittleman le pareció que el suelo temblaba.
Von Kinnus continuaba arrodillado. Miraba hacia el interior del hueco, pero la luz
del día era aún muy escasa.
—Una linterna, pronto —pidió, volviéndose hacia los criados.
De repente, se oyó un rechinar de cadenas. Una mano terriblemente pálida,
descarnada, de largas uñas, asomó por el hueco y asió al conde por los cabellos.
Von Kinnus lanzó un chillido de terror. Los criados, espantados, retrocedieron.
Una voz de ultratumba brotó por la abertura:
—Te lo anuncié, conde Von Kinnus. Te predije que un día volverías a verme y
que yo te agarraría para que murieses a mi lado. Eso sucederá muy pronto, te lo
aseguro.
Markus y Rohsson, aterrados, huyeron, lanzando espantosos alaridos. De repente,
algo cayó zumbando de lo alto y se estrelló contra el suelo, despidiendo chorros de
nieve en todas direcciones.
Wittleman levantó la cabeza. Otra piedra se desprendió de la parte más alta de la
muralla.
—María, el castillo se deshace —gritó.
El suelo temblaba, como sacudido por un terremoto. Von Kinnus luchaba como
un poseso, intentando en vano desasirse de aquella mano que le agarraba la cabellera
con sus dedos de hierro.
Más piedras cayeron de las alturas. Los alaridos del conde alcanzaban
proporciones estentóreas. Ya no parecían de un ser humano; Wittleman creyó que
quien chillaba era el diablo en persona.
Agarró a María y tiró de ella en dirección a la pendiente. Una torre se hundió con
horrible estrépito.
Corrieron enloquecidos, cayendo y levantándose. De pronto, dos formas oscuras
pasaron por delante de ellos, ladrando desaforadamente. Los perros supervivientes
escapaban, locos de pánico.
El ruido era espantoso. La montaña oscilaba, como si fuera a deshacerse en un
millón de pedazos. Una vez se volvió Wittleman y vio que el castillo se deshacía
como si fuese una frágil construcción.
Las altivas torres se derrumbaban con atronador estruendo. Los muros se
inclinaban enteros y luego se rompían en miles y miles de fragmentos. Una espesa

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nube de polvo subía a lo alto, mientras que la tierra temblaba con violencia musitada.
Cuando al fin se consideraron a salvo, detuvieron su frenética carrera y se
volvieron para contemplar el anonadante espectáculo.
El castillo era ya sólo un impresionante montón de ruinas, de las que se elevaba
una espesa columna de color amarillo grisáceo. Todavía se oían algunos ruidos, pero
el fragor del hundimiento decrecía rápidamente.
El sol salió en aquel momento por encima de las cumbres montañosas que
rodeaban el valle. Un rayo de luz hirió la nube de polvo y la transformó en una
especie de halo dorado, que se disipaba con lentitud; Wittleman pensó que tal vez el
alma de una mujer inocente ascendía a las alturas, envuelta en aquella nube de oro.

* * *

Wittleman abrió la puerta de la estancia. Sentada junto a la chimenea de su


dormitorio, María le contempló con expresión interrogadora.
—Han encontrado el cuerpo de Inge —dijo él—. Mañana será el entierro en
debida forma.
Los bellos ojos de María se llenaron de lágrimas.
—Ella sobrevivió muchos días en el in pace. Por lo visto, su esposo, para
aumentar sádicamente sus sufrimientos, le dejó algo de pan, agua y una vela. Inge se
racionó, pero, aun así, el frío y el terror acabaron con sus fuerzas. Eso no fue todo,
María.
Wittleman hizo una pausa.
—El conde estaba loco, no se puede explicar de otra manera —continuó—. Su
perversidad llegó a tal extremo… Bueno, el hundimiento respetó casi totalmente los
cuerpos de Inge y de Robert. Los han encontrado estrechamente abrazados. Von
Kinnus arrojó al in pace el cadáver de Wass. Fue la última burla hacia la mujer que
estimaba infiel y que sólo cometió el delito de haberse casado con un poseído del
diablo.
María lloraba intensamente. Wittleman se acercó a ella para consolarla.
—Por supuesto, no había tesoro —dijo, cuando ella se sintió un poco mejor—. Si
lo hubo, algún antepasado tuyo lo encontró y lo derrochó hace muchísimos años.
—¿Sin que se hundiera el castillo?
—Quizá lo halló buscando por la parte del subterráneo, donde Inge fue sepultada
viva. Había una ranura allí que comunicaba con la biblioteca; por eso oía yo sus
gemidos, aunque, ¿quién iba a sospechar entonces que tu hermanastro había cometido
semejante crimen?
—Pero la leyenda de la piedra clave era cierta.
Wittleman calló unos instantes.
Baviera no era terreno propicio a los terremotos, se dijo. Había llegado a pensar

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en una posible sacudida sísmica, que coincidió con la extracción de la piedra clave,
pero el caso era que en Schmüntzburg no se había roto ni un solo cristal, ni se había
agrietado una sola pared ni un solo mueble se había movido de su sitio, en las casas.
¿Había que creer en la leyenda?
El castillo era ahora sólo un montón de ruinas, tal era la única respuesta posible a
sus dudas.
—¿Qué se sabe de Ursula? —preguntó María de pronto.
—Murió en la catástrofe —respondió él.
—Era el ángel malo de mi hermanastro —musitó la joven.
—María, el ángel malo del conde era él mismo —aseguró Wittleman
sentenciosamente—. Pero Ursula, claro, por la ambición de ser condesa y rica algún
día, colaboraba con él sin la menor vacilación.
De nuevo sobrevino otra corta pausa de silencio. Wittleman volvió a hablar:
—A tu hermanastro le divertía asustar a las sencillas gentes del pueblo con sus
galopadas frenéticas, seguido de sus perros. Markus y Rohsson lo han declarado así;
por supuesto, no se convertían en fieras cuando él lo ordenaba.
María asintió.
—Pero la leyenda de la piedra clave se cumplió —insistió.
—Eso es algo que no se puede negar —convino Wittleman, muy a su pesar. No
era supersticioso, pero, a veces, había cosas sobrenaturales en las que era preciso
creer.
Un extraño ruido se oyó de pronto en la puerta. Wittleman se volvió y abrió.
Dos perrazos entraron, agitando alegremente las colas, y se acercaron a María,
con grandes muestras dé alborozo. La muchacha se quedó asombrada en los primeros
instantes.
Miró a Wittleman. El inglés hizo un gesto con las manos. «No lo comprendo»,
quería decir en silencio.
Ella acarició las enormes cabezotas de los perros.
—Diríase que se vienen a mí, contentos de sentirse liberados de la maléfica
influencia de mi hermanastro —observó.
—No me extrañaría en absoluto —contestó él.
Se acercó a María y tomó una de sus manos.
—Debo decirte algo —manifestó.
Los grandes ojos de la muchacha le dirigieron una mirada llena de confianza.
—Sí, John —aceptó.
—Tengo que volver a Londres. Poco antes de…, de que ocurriera todo esto,
encontré un par de documentos, relativos a lo que pedía mi cliente. Se los
entregaré…, pero volveré muy pronto. Es decir, si me lo permites.
Una dulce sonrisa apareció en los labios de María.
—Aquí estaré, John —respondió.

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F I N

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LUIS GARCÍA LECHA. Nació en Haro (La Rioja) en 1919. Con 17 años el destino
le hizo alistarse como infante en el bando nacional de la Guerra Civil. «Van a ser
cuatro días», le dijeron, «y conocerás mundo». Pero los cuatro días se convirtieron en
tres años de guerra y para rematar la faena, ya con el grado de teniente de la Legión,
lo mandaron al Pirineo. En Lérida conoció a la que fue su mujer Teresa Roig.
Había que buscarse la vida y se decidió a ingresar en el cuerpo de funcionarios de
prisiones en la cárcel Modelo de Barcelona. El destino quiso que en la prisión,
cumpliera condena uno de los grandes de la literatura «de a duro», Francisco
González Ledesma, «Silver Kane», con el que comenzó a colaborar, en principio por
pura curiosidad. Pero la curiosidad se fue convirtiendo en pasión y el funcionario en
escritor.
La posibilidad de ganarse la vida como escritor le deciden a abandonar su trabajo de
funcionario y consagrarse al oficio al que dedicó todos los días de su vida en jornadas
de doce horas.
Clark Carrados tenía que sacar adelante a su mujer y a sus cuatro hijos y se puso a la
heroica tarea. A las seis de la mañana en la máquina de escribir hasta la hora de
comer. Siesta y nueva sesión hasta la cena.
Solo así podía llegar a escribir las tres o cuatro novelas a la semana que le exigían las
editoriales —Bruguera, Toray— que imponían a su cuadra de escritores unas
condiciones leoninas, de trabajo a destajo, sin sueldo, que convertían a los
«escribidores» en auténticos estajanovistas de la literatura popular.

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También ha sido autor de artículos de humor para los tebeos Can-Can y D. D. T., de
la editorial Bruguera y de numerosos guiones para historietas de Hazañas bélicas y de
aventuras.
García Lecha, un hombre introvertido aunque alegre, se enclaustró en su casa de
donde apenas salía, construyó folio a folio una obra literaria en la que figuran más de
2.000 novelas de todos los géneros, oeste, ciencia ficción, policiales, terror, etc.
Utilizó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey
Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Falleció en Barcelona el 14 de mayo de 2005.

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