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Una anécdota de guerra cuenta que un mercader romano se vio presionado por soldados
germanos a tener que entregarles el oro que poseía. Ante la negativa del mercader, los
soldados resolvieron ocupar su casa mientras aquel cedía ante la petición hecha.
Con estrategia de mercader, junto a su hijo planeó cómo liberarse de los soldados: les dijo
que el oro pretendido se había ocultado en una isla del Tíber; que su hijo los conduciría en
embarcación y allí revelaría el lugar exacto. Teniendo que atravesar el río, y llegados al
punto, el hijo del mercader botó los remos, saltó al agua y nadó hasta la orilla
emprendiendo la huida. Los soldados, por su parte, fueron a dar al fondo del río.
De este hecho, ¿puede decirse que el mercader y su hijo cometieron asesinato?, y, por
tanto, ¿debieron pagar una pena que los privara de la libertad, incluso de la vida, por el
acto cometido? O quizás, ¿la muerte de los soldados cuenta como consecuencia natural
por los hechos perpetrados contra la población y la familia del mercader? Esta discusión,
con matiz de dilema, exige tomar partido: denuncio la violencia de los soldados.
El meollo es este: cuando la población protesta con o sin actos vandálicos, amedrenta a las
fuerzas policiales o saquea almacenes, pinta una pared pública o destruye un bien material
privado, no está dando inicio a actos violentos, no son personas violentas, tan solo
responden a la violencia que se les ha impuesto institucionalmente por parte de los
gobiernos, con el supuesto del “uso legítimo de la fuerza”. Cuando los ciudadanos
protestan, lo hacen como respuesta necesaria a la violencia que los monopolios
económicos privados, en arreglo con los gobiernos, imponen a la población caracterizada
por sus bajos recursos económicos, defectuosa formación académica, segregados de las
decisiones políticas y quienes han de morir a las puertas del hospital que niega su
atención.
Los ciudadanos no inician la violencia en las calles, tan solo responden a la que les ha
impuesto su gobierno y los sectores económicos particulares. La diferencia radica en que,
alterar el orden, estabilidad y quietud del gobierno benefactor del sector económico
privado, es a lo que este llama, inconfundiblemente, “violencia”. La paz para ellos es su
victoria por la derrota del otro, y violencia son los actos que combaten esa “victoria”.
O acaso, cómo llamar sino violencia a la realidad de las cerca de 25.000 personas que
mueren en el mundo cada día a raíz del hambre o sus efectos, como lo documenta Martín
Caparrós en su investigación El hambre; violencia al hecho que las personas naturales
“controlen” más riqueza que los gobiernos, lo que imposibilita cada vez más la respuesta
de estos para “enfrentar” la desigualdad de las riquezas, según demuestra Oxfam; cómo
llamar sino violencia los desahucios de millones de familias en Portugal, Grecia, España
por la usura de un mercader como Shylock llamado bancos; violencia la desaparición
forzada y asesinatos de jóvenes campesinos por parte de fuerzas militares (falsos positivos
en Colombia) o de estudiantes en México. ¿Llamamos a esto violencia? ¿O solo a los actos
de los “vándalos” que registran los diarios?