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Tenemos derecho a la violencia

Luis Alberto Carmona Sánchez


Universidad Nacional de Colombia

Una anécdota de guerra cuenta que un mercader romano se vio presionado por soldados
germanos a tener que entregarles el oro que poseía. Ante la negativa del mercader, los
soldados resolvieron ocupar su casa mientras aquel cedía ante la petición hecha.

Con estrategia de mercader, junto a su hijo planeó cómo liberarse de los soldados: les dijo
que el oro pretendido se había ocultado en una isla del Tíber; que su hijo los conduciría en
embarcación y allí revelaría el lugar exacto. Teniendo que atravesar el río, y llegados al
punto, el hijo del mercader botó los remos, saltó al agua y nadó hasta la orilla
emprendiendo la huida. Los soldados, por su parte, fueron a dar al fondo del río.

De este hecho, ¿puede decirse que el mercader y su hijo cometieron asesinato?, y, por
tanto, ¿debieron pagar una pena que los privara de la libertad, incluso de la vida, por el
acto cometido? O quizás, ¿la muerte de los soldados cuenta como consecuencia natural
por los hechos perpetrados contra la población y la familia del mercader? Esta discusión,
con matiz de dilema, exige tomar partido: denuncio la violencia de los soldados.

Cuatro hechos propios de nuestra realidad latinoamericana aportan a la discusión en este


sentido entre el mercader y los soldados: en el año 2013, en Brasil, se registraron protestas
en diferentes estados contra el aumento de la tarifa del transporte; los diarios
denunciaron el actuar delictivo y violento de los “vándalos” que protestaban; el gobierno
de Macri en Argentina, año 2017, logró meter en la agenda del Congreso la discusión del
proyecto de reforma de las pensiones. Los diarios de inmediato alertaron sobre los
disturbios vandálicos de los protestantes, lo que, decían, contrastaba con la contención
pacífica por parte de la policía. En el 2020, México aporta al vandalismo latinoamericano
tras la violencia desaforada por parte de quienes reclamaban por la muerte del joven
Giovanni López, quien se encontraba bajo custodia policial. Más reciente, 2021 en
Colombia, los diarios fueron la voz transparente de los hechos: vandalismo, violencia,
destrucción de bienes públicos, agresión a las fuerzas policiales, saqueos, vandalismo,
violencia, protesta, vandalismo. Y otro más: el asesinato del afroamericano George Floyd
en la patria de la tolerancia democrática a manos de policías desencadenó, según los
diarios, desmedidas manifestaciones violentas. Queda claro que el asunto en cuestión no
son los medios impresos, ni digitales, radiales o televisivos, pues a ellos hay que
entenderlos con la máxima de Bernard Shaw: “Todo déspota debe tener un súbdito leal
que lo conserve cuerdo”.
Un mínimo de consenso entre lectores desprevenidos, basados en la opinión, y solo en
ella, acentuaría el rechazo a toda forma de violencia: física, psicológica, verbal, sexual, y
cuantas más denuncie el agraviado que la padezca. Así las cosas, el vandalismo señalado
en estos países ha de ser condenable. Sin embargo, note el lector que he apelado a la
opinión como criterio de acuerdo porque, como lo advertía Platón, es un falso juicio que
solo toma lo aparente de la realidad para emitir su doxa. Con algo de entendimiento más
detenido, puede darse una vuelta de tuerca sobre lo condenable del vandalismo anterior y
evidenciar que hay formas de violencia de mayor arraigo y peligro para el individuo y la
sociedad; sobre estas, es que me propongo llamar la atención para su denunciada.

El meollo es este: cuando la población protesta con o sin actos vandálicos, amedrenta a las
fuerzas policiales o saquea almacenes, pinta una pared pública o destruye un bien material
privado, no está dando inicio a actos violentos, no son personas violentas, tan solo
responden a la violencia que se les ha impuesto institucionalmente por parte de los
gobiernos, con el supuesto del “uso legítimo de la fuerza”. Cuando los ciudadanos
protestan, lo hacen como respuesta necesaria a la violencia que los monopolios
económicos privados, en arreglo con los gobiernos, imponen a la población caracterizada
por sus bajos recursos económicos, defectuosa formación académica, segregados de las
decisiones políticas y quienes han de morir a las puertas del hospital que niega su
atención.

Los ciudadanos no inician la violencia en las calles, tan solo responden a la que les ha
impuesto su gobierno y los sectores económicos particulares. La diferencia radica en que,
alterar el orden, estabilidad y quietud del gobierno benefactor del sector económico
privado, es a lo que este llama, inconfundiblemente, “violencia”. La paz para ellos es su
victoria por la derrota del otro, y violencia son los actos que combaten esa “victoria”.

O acaso, cómo llamar sino violencia a la realidad de las cerca de 25.000 personas que
mueren en el mundo cada día a raíz del hambre o sus efectos, como lo documenta Martín
Caparrós en su investigación El hambre; violencia al hecho que las personas naturales
“controlen” más riqueza que los gobiernos, lo que imposibilita cada vez más la respuesta
de estos para “enfrentar” la desigualdad de las riquezas, según demuestra Oxfam; cómo
llamar sino violencia los desahucios de millones de familias en Portugal, Grecia, España
por la usura de un mercader como Shylock llamado bancos; violencia la desaparición
forzada y asesinatos de jóvenes campesinos por parte de fuerzas militares (falsos positivos
en Colombia) o de estudiantes en México. ¿Llamamos a esto violencia? ¿O solo a los actos
de los “vándalos” que registran los diarios?

A mi modo de ver, esta es la violencia que hay que denunciar, la de la exclusión de la


escuela, el hambre, la explotación laboral y de recursos naturales, la privatización del agua
y un largo etc., etc., violento.
Quizás estos condenados (violentos) de la tierra solo muestren con “su vandalismo” que
tenemos derecho a la violencia que combata a la inhumana “paz” de los dominantes. Así,
Franz Fanon sigue siendo una voz extendida: “la violencia de los argelinos es el hombre
mismo reintegrándose”. El mercader y su hijo, por lo tanto, quedan absueltos.

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