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Gubernamentalidad y Ciudadania ES
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Gubernamentalidad y ciudadanía
GIOVANNA PROCACCI
LA NATURALEZA DE LA CIUDADANÍA
derechos sociales con respecto a los derechos civiles y políticos (Procacci 2000).
Sin embargo, las críticas a Marshall no siempre avanzan para superar los límites
de su teoría; como señala Birnbaum, las grandes descripciones tipológicas de la
ciudadanía abiertas por la crisis de su paradigma tienden a revivir cuestiones más
tradicionales sobre la naturaleza del ciudadano; reactivan oposiciones tradicionales
como pasivo/activo, público/privado, burgués/ciudadano, con el resultado de que el
sujeto moral trascendental de la ciudadanía vuelve a ser el centro de atención. Esto
es especialmente cierto cuando el debate sobre la ciudadanía pone en práctica la
oposición de liberales y comunistas, que actualmente domina el debate político,
especialmente su versión académica estadounidense. Mientras que los primeros
tienen que enfrentarse a la crisis del Estado-nación, que afecta, como hemos visto,
a la concepción de la ciudadanía ligada a él, y parecen incapaces de contrarrestar un
giro nacionalista, los comunitaristas tienden a ver el debilitamiento del Estado de
forma más favorable. Atacan la ciudadanía como una red abstracta de lazos sociales
construida por las sociedades liberales avanzadas: los desarrollos sociales modernos
han debilitado gradualmente el impulso cívico original inherente al modelo de
ciudadanía republicano clásico, moldeado sobre la participación activa en la esfera
pública, en beneficio de una versión pasiva y consumista de la ciudadanía en la que
los derechos, más que los deberes y el compromiso, son el grueso de las expectativas
de los ciudadanos. La ciudadanía se ha convertido en "un estatus, un derecho, un
derecho o un conjunto de derechos que se disfrutan pasivamente" (Walzer 1989).
Frente a esta pasividad, debida al carácter abstracto de la ciudadanía, habría que
valorizar la diferencia y la identidad, ambas basadas en valores comunitarios. Sobre
estas bases, las teorías del multiculturalismo tienden a presentar la ciudadanía como
sinónimo de reivindicación de la identidad cultural (Kym- licka 1995), que va unida
a una pertenencia débil y sobre todo instrumental dentro de un espacio nacional.
David Burchell (1995) señala aquí el peligro de una "política de la nostalgia cívica",
que anhela el regreso de un ciudadano clásico dedicado a los asuntos públicos, mal
sustituido por un ciudadano privatizado que sólo se preocupa de sus derechos.
Frente a una defensa del Estado a riesgo del nacionalismo, y frente a la reducción
de la ciudadanía a reivindicaciones culturales particulares, puede ser fructífero
intentar un camino diferente, elaborando la otra indicación analítica ofrecida por
Marshall: la ciudadanía como prácticas concretas de gobierno, como requisitos y
expectativas específicas, derechos y deberes, que implican acción pública y
subjetividad. Liberada de la carga de una narrativa evolucionista, esta perspectiva
podría ayudarnos a apreciar la especificidad de nuestros problemas actuales de
ciudadanía.
Para ello, pueden resultar útiles algunos conceptos cruciales perfilados por Michel
Foucault para analizar el poder. Sugirió tratar el poder como un pensamiento
estratégico, una "forma de hacer las cosas" racionalmente reflexionada. La teoría
política suele prestar demasiada atención a las instituciones y muy poca a las
prácticas (Gordon 1991); por tanto, tiende a centrarse en el análisis del Estado tal y
como era antes del conjunto de prácticas que encarna. Las instituciones tienden a
presentarse como autoconsistentes, dadas de una vez por todas, inevitables; mientras
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que el significado de las prácticas es una construcción altamente contingente (Veyne
1978). Después de todo, las prácticas políticas comparten una característica
importante con las científicas: "No es la razón en general la que se aplica, sino
siempre un tipo específico de racionalidad" (Foucault 1982b: 242). Como dijo Paul
Veyne, en la política no hay objetos naturales -universales como el Estado, o sus
sujetos-, sino que sólo existen figuras históricas concretas. Los problemas pueden
ser muy antiguos, pero sólo experimentamos los patrones momentáneos que
asumen, y su racionalidad específica. Frente a la ilusión de la autoevidencia y la
certeza de la continuidad eterna, la contingencia sólo da sentido al presente, que no
es, en definitiva, más que "una diferencia en la historia" (Foucault 1988b).
En sus conferencias en el College de France -todavía inéditas, a excepción de las
de 1975 y 1976- Foucault propuso los conceptos de gobierno y gubernamentalidad
para conceptualizar las prácticas políticas, distanciándolas de las cuestiones de
legitimidad y soberanía. No cabe duda de que éstas son importantes para analizar el
poder político; sin embargo, tras su persistencia, las personas gobiernan y son
gobernadas de formas específicas -como sujetos legales, como recursos económicos,
como seres vivos, como ciudadanos- y no significan lo mismo. El concepto de
gobierno, entonces, desplaza la atención analítica desde las instituciones legítimas
que encarnan la soberanía hacia las prácticas específicas a través de las cuales se
actúa el poder político. A partir del siglo XVI, además del tema de la legitimidad, el
estudio del poder tematizó un arte de gobierno, tratando sus prácticas en un
continuo con todas las relaciones sociales. El poder, había establecido Foucault
(1976), no es propiedad de nadie; sólo puede ejercerse: consiste en un sistema de
acciones y reacciones. Se trata, pues, de analizar el campo específico de acciones que
constituye. Ello requiere un análisis que no reduzca el elemento político a la ley,
sino que estudie también los condicionamientos extrajurídicos que pesan sobre los
individuos.
Llevado a las prácticas, el poder aparece entrelazado con la subjetividad de los
individuos sobre los que se ejerce; analíticamente, es imposible separarlos: las
formas de subjetividad se vuelven cruciales para las relaciones políticas. No existe
una oposición fundamental de un sujeto a un objeto de poder, como pretende la
teoría de la soberanía al distinguir tajantemente entre el soberano y los sujetos.
Gobernar significa "estructurar el campo de acción posible de los otros" (Foucault
1982a: 221); es una acción sobre la acción, una conducción de la conducta de los
otros. Esto significa que los gobernados son sujetos activos; en el mismo momento
en que obedecen, son libres de actuar dentro de un rango de acciones posibles. De
este modo, el gobierno es la fuente de una actitud crítica (o de contra-conductas);
siempre implica una cierta resistencia contra él, expresando la voluntad de no ser
gobernado, o al menos no de ese modo (Gordon, de próxima aparición). "La
intransigencia de la libertad" establece una interacción agonística, dentro de la cual
crece una subjetividad autónoma (Owen 1995). Hay, dice Foucault, una continuidad
entre gobernantes y gobernados, una continuidad "ascendente y descendente"
(Foucault 1991: 91-2); más aún, el gobierno es el punto de contacto donde se
encuentran las técnicas de dominación y las técnicas del yo (1988b). La actividad de
los gobernados plantea así el problema de la subjetividad en el centro de la política
(Veyne 1987) que el concepto de gobierno nos permite conceptualizar, refiriéndolo
a las acciones específicas que se requieren o se esperan de ellos.
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Ahora bien, este vínculo entre prácticas políticas y subjetividad es crucial para la
ciudadanía, como hemos visto. Desde el punto de vista de las estrategias de gobierno,
los regímenes de ciudadanía describen las diferentes formas de gobernar de las
personas, es decir, al mismo tiempo su identidad como sujetos y las acciones de
poder a las que están expuestas. No existe el ciudadano; sólo existen las figuras
específicas correspondientes a los distintos regímenes de ciudadanía: el ciudadano
es un personaje histórico, una creación social; las formas de gobernar a las personas
como ciudadanos cambian, al igual que cambia la subjetividad de los ciudadanos. El
modelo clásico de ciudadanía separaba tajantemente el orden político de la polis y
el orden doméstico - oikos. Este no es el modelo, como pretende el humanismo
cívico al plantear al ciudadano como la condición para el surgimiento de lo político.
Ya en Marshall hay varios modelos de ciudadano que corresponden a atributos
específicos que se le exigen como resultado de los cambios que se producen en la
esfera política. La noción de gobierno permite conceptualizar el surgimiento de
nuevas formas de subjetividad y conducta, y por tanto de una experiencia diferente
de la ciudadanía, a saber, la creciente importancia de las conductas privadas y
profesionales. Esto destruye el mito de que la virtud cívica puede agotar el campo
de la política (Burchell 1991).
Desde el punto de vista de una genealogía de la política moderna, su característica
específica no es ni la imposición violenta (bélica) ni la vinculación voluntaria de un
contrato (jurídica), sino la existencia de un repertorio de técnicas que implican la
subjetividad del gobernado y que no están marcadas por el régimen que las utiliza.
Foucault vio en la gobernación un concepto útil para pensar el liberalismo. El
liberalismo tuvo que enfrentarse a la complejidad de la subjetividad política, se
enfrentó a las expectativas sociales y económicas y rearmó, así, la antinomia de la
ciudadanía clásica. Al considerarlo como una actividad ("el modo de hacer liberal"),
más que como un conjunto de instituciones, el propio liberalismo aparece como una
revolución: es una crítica al Estado, a la necesidad de gobernar, en nombre de la
sociedad, y un principio de limitación de la soberanía. ¿Por qué gobernar? El Estado
ya no es el sujeto y el objeto natural del conocimiento político; tampoco la sociedad
civil es un objeto natural, siempre opuesto al Estado; más bien es un objetivo
estratégico, el efecto de una técnica liberal de gobierno (Foucault 1997b).
El poder moderno consiste en una nueva configuración política, en la que un
poder político que actúa en nombre de la soberanía, expresando su unidad a través
del Estado y de las formas jurídicas de intervención, se combina con una acción
gubernamental más detallada que se ocupa de la vida y las conductas de los
individuos. El propio Estado, para actuar, necesita conocer regularidades y procesos
de una realidad social objetiva, existente independientemente del derecho y de la
acción estatal, y para ello necesita acercarse a ella. "El gobierno es la disposición
correcta de las cosas dispuestas de manera que conduzcan a un fin conveniente"
(Guillaume La Perriere citado en Foucault 1991: 93). "Las cosas" aquí son los
hombres, sus relaciones, costumbres, hábitos, etc. El gobierno es algo así como la
orientación personal. Marca la aparición de un biopoder, un poder que se ejerce
sobre los seres vivos, sobre sus vidas, en lugar de amenazarlos con la violencia y la
muerte (Foucault 1984c). En el origen del poder moderno, el elemento biológico
entra en la esfera de la política, multiplicando las técnicas que invierten el cuerpo y
la salud. Este biopoder tiene dos objetivos: el cuerpo individual (disciplina) y la
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población (regulación).
Una condición de posibilidad del gobierno es, pues, el descubrimiento político de
la población: como la riqueza y el poder de un Estado residen en su población, ésta
aparece como sujeto de transformaciones, regularidades, necesidades y aspiraciones
que deben ser abordadas de manera específica. Foucault denominó biopolítica a esta
aparición en la arena política de los problemas planteados por una población: la vida
y la muerte, la salud, la longevidad y la raza se convierten en fenómenos
políticamente significativos, que deben ser gobernados para que las vidas
individuales puedan desarrollarse "de tal manera que su desarrollo favorezca
también la fuerza del Estado" (Foucault 1997b). Este vínculo entre las vidas
individuales y la suerte común confiere al poder moderno un carácter
fundamentalmente antinómico que Foucault conceptualizó a través de la fórmula
omnes et singulatim -el título de sus conferencias Tanner de 1979 en la Universidad
de Stanford-. Con ello quiso decir que el rasgo peculiar de la racionalidad política
del Estado moderno no es la centralización, ni el crecimiento del individualismo
burgués; más bien es una combinación de técnicas individualizadoras de cuidado de
las almas y las vidas de cada uno, junto con un principio racional totalizador de
estatalidad que gobierna la polis a través de medidas jurídicas generales. Se habla de
un modelo pastoral de origen cristiano que ha penetrado en la cultura política
secular. Esta combinación de los principios antinómicos de lo individual y lo general
es tan típica de la racionalidad política moderna que Foucault concluyó "desde el
principio, el Estado es a la vez individualizador y totalitario. Oponerle el individuo
y sus intereses es tan peligroso como oponerle la comunidad y sus exigencias"
(Foucault 1988b: 84).
Aquí nos encontramos de nuevo con un carácter esencial de la ciudadanía como
territorio de un doble proceso de generalización e individuación, imposible de
separar el uno del otro. Su evolución histórica muestra que una racionalidad política
que tiende a gobernar a una población como ciudadanos combina estratégicamente
los dos tipos de técnicas. Lo que Marshall había presentado como diferentes
dimensiones dentro de la ciudadanía marcando pasos graduales corresponde, de
hecho, a la complejidad estratégica de gobernar a los ciudadanos, utilizando los
derechos civiles, políticos y sociales de acuerdo con múltiples objetivos. Sin
embargo, esto presenta una dificultad para el liberalismo: desconfía del gobierno en
nombre de la sociedad y, sin embargo, la sociedad exige el gobierno en aras de su
propia seguridad y orden, contra el desorden provocado por la excesiva
vulnerabilidad y desigualdad. Los problemas de población son un desafío constante
para el liberalismo, porque no pueden ser gestionados por medios puramente
legales; implican una racionalidad biopolítica que sigue una lógica diferente con
respecto a los derechos y libertades de los individuos. Una vez convertidos en objeto
de gobierno, una parte importante de nuestra identidad y ciudadanía se produce a
través de nuestra relación con el Estado, que no es en absoluto una relación
puramente jurídica. Mientras que la codificación jurídica de la ciudadanía revela sus
límites, una reivindicación de liberación -ser liberado de la carga de la necesidad-
se dirige al Estado y se extiende, a pesar de su carácter no liberal, por todo lo político.