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Gubernamentalidad y ciudadanía
GIOVANNA PROCACCI

La ciudadanía es analizada clásicamente, por T. H. Marshall por ejemplo,


como referida al Estado-nación. Sin embargo, también puede analizarse desde
la perspectiva foucaultiana de la gubernamentalidad. El enfoque judicial ha
sido el dominante, pero el modelo de Marshall también subraya la
importancia del Estado de bienestar y la construcción del consenso social, que
no se analiza fácilmente en términos de un conjunto determinado de
derechos. Cada vez más, con la crisis del Estado-nación, es evidente que la
ciudadanía es menos una expresión de pertenencia a una comunidad nacional
y más la práctica de dicha pertenencia.
Procacci argumenta que las críticas al paradigma clásico no suelen ir más allá
del enfoque tradicional sobre el sujeto moral trascendente de la ciudadanía.
Por el contrario, el estudio de la gubernamentalidad desplaza la atención de
la soberanía del Estado y de la oposición entre sujeto y poder para observar el
campo específico de acciones que constituye, incluyendo las formas de
subjetividad política. Desde esta perspectiva, las técnicas liberales de poder
son nuevas: actúan a través del Estado en nombre de la soberanía y, al mismo
tiempo, actúan directamente de forma detallada sobre la vida y la conducta
de los individuos. La dimensión social de la ciudadanía es un ejemplo de una
lógica diferente a la de los derechos civiles y políticos: se fundamenta en el
hecho de ser un ser vivo más que en la libertad, y se orienta hacia la sociedad
como nuevo sujeto de derechos más que hacia los derechos de otros
individuos.
En los últimos años, el concepto de ciudadanía ha conocido una notable renovación
del interés dentro del campo de la teoría política. No se ha tratado sólo de una
promoción de moda por parte de los medios de comunicación; de manera mucho
más fundamental, el propio concepto ha sufrido una ampliación semántica,
perdiendo su significado predominantemente burocrático para abarcar un ámbito
más amplio de experiencias en el centro de nuestra sensibilidad política. Al mismo
tiempo, la ciudadanía se encuentra hoy en día en el centro de los conflictos que
marcan las transformaciones políticas actuales, sobre todo la crisis del Estado-
nación: se ha convertido en un tema candente en términos de elaboración de
políticas y en el blanco de diversas críticas.
En este capítulo se analizará la crisis del paradigma de la ciudadanía de T. H.
Marshall, en la medida en que se refiere centralmente al Estado-nación. Sin
embargo, la teoría de Marshall también apunta en otra dirección para analizar los
fenómenos de la ciudadanía, al tratarlos desde una perspectiva concreta de gobierno.
La teoría de Michel Foucault
GUBERNAMENTALIDAD Y CIUDADANÍA 343
El trabajo sobre el gobierno y la gubernamentalidad ofrece una oportunidad para
elabore una visión de la ciudadanía, interpretando ésta menos como una institución
que como estrategias que rigen los procesos de cambio social mediante la
transformación de las actitudes, expectativas y prácticas de los ciudadanos. El
carácter contingente de las estrategias de ciudadanía podría ser útil para apreciar la
especificidad de nuestros problemas actuales de ciudadanía, así como los ataques
actuales contra ella; a saber, la tendencia a indi- vidualizar y mercantilizar los
problemas sociales (como en las nuevas políticas sociales) o a reducir la ciudadanía
a reivindicaciones de identidad cultural (como en el multiculturalismo). Expresan
las dos caras de una revuelta "posmoderna" de las particularidades contra el
universalismo "moderno", que encaja en estos tiempos de crisis del bienestar y de
intentos neoliberales de gobernar sin regulaciones sociales (Rose 1996).

LA NATURALEZA DE LA CIUDADANÍA

La ciudadanía surgió históricamente de la lucha política de las sociedades


occidentales contra los órdenes medievales y la fragmentación de la vida colectiva
debido a los derechos particulares comunitarios, en el intento de emancipar al
mismo tiempo a los individuos y a la sociedad. Las sociedades modernas se han
caracterizado por una tendencia a disolver las particularidades comunitarias en lo
general -la sociedad, el Estado, etc.- por un lado, y en lo individual por otro. La
ciudadanía es el territorio donde se inscribe esa búsqueda de la generalidad y la
individualidad simultáneamente. Por tanto, su naturaleza es inextricablemente
colectiva e individual: la cualidad común de todos los miembros de la sociedad y las
prácticas de cada uno de ellos que expresan su sentido de pertenencia. La ciudadanía
conceptualiza al mismo tiempo un estatus -la condición de ciudadano, los vínculos
con la comunidad social- con sus implicaciones en términos de derechos, lealtad e
identidad; y las razones que legitiman la inclusión en la comunidad o la exclusión
de ella. La historia de la ciudadanía ha estado marcada por las inevitables tensiones
debidas a esta complejidad, y por la necesidad de encontrar dispositivos
institucionales capaces de dominarlas; por eso la ciudadanía no puede separarse de
las prácticas de gobierno que la organizan, ni de las formas de subjetividad que les
corresponden. De hecho, aquí radica el principal interés teórico del concepto de
ciudadanía: nos permite describir lo político a través de la subjetividad construida
en relación con él, y criticar el funcionamiento de las instituciones políticas desde
el punto de vista de los derechos de los ciudadanos (Zolo 1994: 4).
Sin duda, todo esto es importante para las ciencias sociales y, sin embargo, el
análisis de la ciudadanía ha estado dominado durante mucho tiempo por el enfoque
jurídico. En consecuencia, la ciudadanía se ha identificado con los procesos
institucionales que sancionan la inclusión o la exclusión en el espacio político de las
naciones modernas. Desde este punto de vista, la ciudadanía expresa esencialmente
la adscripción de un sujeto a un Estado nacional y el conjunto de derechos que de
ella se derivan; la ciudadanía es, por tanto, la base de la relación política con el
Estado, plasmada en el pasaporte; sin embargo, se reduce a la nacionalidad y se
convierte, de hecho, en intercambiable con ella. El estudio de la ciudadanía ha
quedado así atrapado en el énfasis tradicional de los estudios políticos en la
legitimidad del cuerpo político y las instituciones que lo representan, es decir, en
344 GIOVANNA PROCACCI

las cuestiones de soberanía.


De hecho, la reflexión jurídica sobre la ciudadanía también ofrece una
perspectiva diferente, preocupada por los individuos y sus libertades (Costa 1999).
Bajo esta luz diferente, la ciudadanía expresa un intento de fundamentar un orden
prepolítico fundado en una integración consensuada de los miembros; se preocupa
menos por la legitimidad del soberano, que por su delimitación. Aquí se considera
que la ciudadanía participa en la separación gradual de la esfera de la sociedad de la
esfera de la soberanía: de este modo, el orden concreto de las prácticas sociales y
políticas en que se organiza la primera se recupera como objeto teórico para las
ciencias sociales.

EL DESCUBRIMIENTO SOCIOLÓGICO DE LA CIUDADANÍA

Estamos acostumbrados a fechar el descubrimiento sociológico de la ciudadanía a


partir del ensayo pionero de T. H. Marshall (1950 y 1963), pronunciado por primera
vez en forma de conferencias en 1949 bajo el impulso de la reconstrucción de
posguerra y el nacimiento de la experiencia del bienestar británico. Marshall
propuso considerar la ciudadanía como un fenómeno multinivel, con dimensiones
civiles, políticas y sociales igualmente cruciales para ella. Estas dimensiones marcan
los diferentes pasos de una ciudadanía dinámica que se mueve de acuerdo con el
imperativo político moderno de reducir la desigualdad para generalizar el estatus de
ciudadano. Es cierto que el actor político de esta evolución es el Estado, hasta la
construcción de los sistemas de bienestar. Sin embargo, a partir de este momento, la
ciudadanía ya no puede verse como un simple conjunto de derechos concedidos.
Debe entenderse más bien como un proceso de gobierno que desarrolla estrategias
de derechos y que está impulsado por la necesidad de ampliar el consenso social. El
propio pacto social cambia, y los cambios deben analizarse desde la perspectiva
concreta del gobierno. Ambas partes, la acción institucional del Estado y los cambios
en las estrategias concretas de gobierno, son igualmente importantes para la
narrativa de la ciudadanía de Marshall.
Bajo la presión del movimiento por los derechos civiles durante la década de
1960, la sociología política amplió la importancia de la propuesta de Marshall.
Parecía abrir nuevas perspectivas para analizar la diferenciación social según un
ideal progresista y pluralista de democracia ampliada, sin atacar las identidades
culturales comunitarias. Este progreso debía tener lugar dentro del Estado-nación,
reforzado por su papel en la redistribución y la organización del bienestar. Para
Reinhart Bendix (1964) o Talcott Parsons (1969), la definición de los derechos y
deberes del ciudadano era un momento crucial de la construcción del Estado-
nación, en la medida en que necesita la participación activa de todos los ciudadanos.
Así, la ciudadanía podría desempeñar un papel crucial para movilizar los recursos
humanos, contrarrestar las desigualdades exacerbadas por el capitalismo y favorecer
la integración, especialmente de los desfavorecidos, bajo el firme control del Estado-
nación. Al final, la recepción de la narrativa de Marshall por parte de la sociología
no rompió la asociación tradicional de la ciudadanía con el Estado y, a través del
Estado, con la problemática de la legitimidad y la soberanía.
Este ideal progresista, y sobre todo su promoción por parte del Estado, ha
demostrado ser frágil ante las crisis de los últimos años -la crisis del Estado-nación,
GUBERNAMENTALIDAD Y CIUDADANÍA 345
del bienestar y del universalismo-; como resultado, la propia orientación del
paradigma de Marshall se pone en cuestión. En la actualidad, la explosión de interés
en torno a la ciudadanía va acompañada, la mayoría de las veces, de una definición
exclusivamente cultural de la misma; es como si, una vez que el papel del Estado se
hace menos claro, la ciudadanía perdiera su fuerza política progresiva contra la
desigualdad. No cabe duda de que la crisis del Estado-nación no es sólo un efecto
ideológico de este momento histórico: pone seriamente en cuestión su capacidad
para mantener un marco de ciudadanía. Las migraciones masivas están generando
comunidades de no nacionales que reclaman cada vez más derechos reservados a los
ciudadanos, socavando la coincidencia de ciudadanía y nacionalidad; la propia
ciudadanía es denunciada como "el último privilegio". Al mismo tiempo, los
procesos de globalización descomponen políticamente el Estado, en beneficio de las
organizaciones políticas supranacionales y de los nuevos regionalismos (véase Le
Gales, capítulo 37, en este volumen). El vínculo entre ciudadanía y nacionalidad se
rompe, provocando reacciones que tienden a interpretar la nación como sinónimo
de nacionalismo (Gellner 1983). En la medida en que la teoría de la ciudadanía de
Marshall se apoya en el Estado, la crisis de éste hace que su paradigma sea
problemático (véase Soysal, capítulo 31, en este volumen).
De hecho, la nacionalidad y la ciudadanía no han funcionado políticamente de la
misma manera. Mientras que el concepto de nacionalidad conecta la identidad
nacional y el vínculo político con el Estado, la ciudadanía ha funcionado como un
criterio para separar la sociedad de su expresión política, organizando no sólo la
inclusión, sino también las exclusiones internas entre los nacionales. Por eso, por
ejemplo, los derechos sociales y la ciudadanía social han funcionado con relativa
independencia de la nacionalidad, arraigados en agregaciones colectivas distintas
del Estado (como las profesiones, las generaciones y otras similares). La ciudadanía
no ha sido sinónimo de pertenencia a una comunidad, sino que expresa una práctica
de dicha pertenencia; consiste menos en una forma de ser, que en una forma de
actuar. La cuestión política en el marco de la ciudadanía no es la identidad
comunitaria, sino la actividad pública (Tassin 1994); esto permite trabajar para
disociar aún más la ciudadanía de su referencia nacionalista, como condición para
considerar el Estado como un lugar de actividad pública, en lugar de la expresión
institucional de una identidad nacional.

LA CRISIS DEL PARADIGMA DE MARSHALL

Hay muchas razones para criticar la narrativa de la ciudadanía de Marshall. Algunos


autores señalan el predominio de la experiencia anglosajona detrás de su teoría,
aunque ésta dista mucho de ser el único modelo de ciudadanía - es, por ejemplo,
muy diferente de la ciudadanía francesa, en lo que respecta a la secularización del
espacio público (Birnbaum 1996: 65) así como a los conflictos entre la igualdad
formal y la desigualdad positiva (Procacci 1993). Otros muestran que, incluso dentro
de la experiencia británica, la ciudadanía no fue producida exclusivamente por la
acción del Estado-nación; también se construyó en los espacios públicos locales
(Somers 1993). Otras críticas se refieren al carácter evolucionista de la dinámica de
la ciudadanía en el modelo de Marshall; la evolución "natural" de la ampliación de
los derechos socava los cambios políticos, concretamente los introducidos por los
346 GIOVANNA PROCACCI

derechos sociales con respecto a los derechos civiles y políticos (Procacci 2000).
Sin embargo, las críticas a Marshall no siempre avanzan para superar los límites
de su teoría; como señala Birnbaum, las grandes descripciones tipológicas de la
ciudadanía abiertas por la crisis de su paradigma tienden a revivir cuestiones más
tradicionales sobre la naturaleza del ciudadano; reactivan oposiciones tradicionales
como pasivo/activo, público/privado, burgués/ciudadano, con el resultado de que el
sujeto moral trascendental de la ciudadanía vuelve a ser el centro de atención. Esto
es especialmente cierto cuando el debate sobre la ciudadanía pone en práctica la
oposición de liberales y comunistas, que actualmente domina el debate político,
especialmente su versión académica estadounidense. Mientras que los primeros
tienen que enfrentarse a la crisis del Estado-nación, que afecta, como hemos visto,
a la concepción de la ciudadanía ligada a él, y parecen incapaces de contrarrestar un
giro nacionalista, los comunitaristas tienden a ver el debilitamiento del Estado de
forma más favorable. Atacan la ciudadanía como una red abstracta de lazos sociales
construida por las sociedades liberales avanzadas: los desarrollos sociales modernos
han debilitado gradualmente el impulso cívico original inherente al modelo de
ciudadanía republicano clásico, moldeado sobre la participación activa en la esfera
pública, en beneficio de una versión pasiva y consumista de la ciudadanía en la que
los derechos, más que los deberes y el compromiso, son el grueso de las expectativas
de los ciudadanos. La ciudadanía se ha convertido en "un estatus, un derecho, un
derecho o un conjunto de derechos que se disfrutan pasivamente" (Walzer 1989).
Frente a esta pasividad, debida al carácter abstracto de la ciudadanía, habría que
valorizar la diferencia y la identidad, ambas basadas en valores comunitarios. Sobre
estas bases, las teorías del multiculturalismo tienden a presentar la ciudadanía como
sinónimo de reivindicación de la identidad cultural (Kym- licka 1995), que va unida
a una pertenencia débil y sobre todo instrumental dentro de un espacio nacional.
David Burchell (1995) señala aquí el peligro de una "política de la nostalgia cívica",
que anhela el regreso de un ciudadano clásico dedicado a los asuntos públicos, mal
sustituido por un ciudadano privatizado que sólo se preocupa de sus derechos.
Frente a una defensa del Estado a riesgo del nacionalismo, y frente a la reducción
de la ciudadanía a reivindicaciones culturales particulares, puede ser fructífero
intentar un camino diferente, elaborando la otra indicación analítica ofrecida por
Marshall: la ciudadanía como prácticas concretas de gobierno, como requisitos y
expectativas específicas, derechos y deberes, que implican acción pública y
subjetividad. Liberada de la carga de una narrativa evolucionista, esta perspectiva
podría ayudarnos a apreciar la especificidad de nuestros problemas actuales de
ciudadanía.

GUBERNAMENTALIDAD: Una VISIÓN ESTRATÉGICA DE LA CIUDADANÍA

Para ello, pueden resultar útiles algunos conceptos cruciales perfilados por Michel
Foucault para analizar el poder. Sugirió tratar el poder como un pensamiento
estratégico, una "forma de hacer las cosas" racionalmente reflexionada. La teoría
política suele prestar demasiada atención a las instituciones y muy poca a las
prácticas (Gordon 1991); por tanto, tiende a centrarse en el análisis del Estado tal y
como era antes del conjunto de prácticas que encarna. Las instituciones tienden a
presentarse como autoconsistentes, dadas de una vez por todas, inevitables; mientras
GUBERNAMENTALIDAD Y CIUDADANÍA 347
que el significado de las prácticas es una construcción altamente contingente (Veyne
1978). Después de todo, las prácticas políticas comparten una característica
importante con las científicas: "No es la razón en general la que se aplica, sino
siempre un tipo específico de racionalidad" (Foucault 1982b: 242). Como dijo Paul
Veyne, en la política no hay objetos naturales -universales como el Estado, o sus
sujetos-, sino que sólo existen figuras históricas concretas. Los problemas pueden
ser muy antiguos, pero sólo experimentamos los patrones momentáneos que
asumen, y su racionalidad específica. Frente a la ilusión de la autoevidencia y la
certeza de la continuidad eterna, la contingencia sólo da sentido al presente, que no
es, en definitiva, más que "una diferencia en la historia" (Foucault 1988b).
En sus conferencias en el College de France -todavía inéditas, a excepción de las
de 1975 y 1976- Foucault propuso los conceptos de gobierno y gubernamentalidad
para conceptualizar las prácticas políticas, distanciándolas de las cuestiones de
legitimidad y soberanía. No cabe duda de que éstas son importantes para analizar el
poder político; sin embargo, tras su persistencia, las personas gobiernan y son
gobernadas de formas específicas -como sujetos legales, como recursos económicos,
como seres vivos, como ciudadanos- y no significan lo mismo. El concepto de
gobierno, entonces, desplaza la atención analítica desde las instituciones legítimas
que encarnan la soberanía hacia las prácticas específicas a través de las cuales se
actúa el poder político. A partir del siglo XVI, además del tema de la legitimidad, el
estudio del poder tematizó un arte de gobierno, tratando sus prácticas en un
continuo con todas las relaciones sociales. El poder, había establecido Foucault
(1976), no es propiedad de nadie; sólo puede ejercerse: consiste en un sistema de
acciones y reacciones. Se trata, pues, de analizar el campo específico de acciones que
constituye. Ello requiere un análisis que no reduzca el elemento político a la ley,
sino que estudie también los condicionamientos extrajurídicos que pesan sobre los
individuos.
Llevado a las prácticas, el poder aparece entrelazado con la subjetividad de los
individuos sobre los que se ejerce; analíticamente, es imposible separarlos: las
formas de subjetividad se vuelven cruciales para las relaciones políticas. No existe
una oposición fundamental de un sujeto a un objeto de poder, como pretende la
teoría de la soberanía al distinguir tajantemente entre el soberano y los sujetos.
Gobernar significa "estructurar el campo de acción posible de los otros" (Foucault
1982a: 221); es una acción sobre la acción, una conducción de la conducta de los
otros. Esto significa que los gobernados son sujetos activos; en el mismo momento
en que obedecen, son libres de actuar dentro de un rango de acciones posibles. De
este modo, el gobierno es la fuente de una actitud crítica (o de contra-conductas);
siempre implica una cierta resistencia contra él, expresando la voluntad de no ser
gobernado, o al menos no de ese modo (Gordon, de próxima aparición). "La
intransigencia de la libertad" establece una interacción agonística, dentro de la cual
crece una subjetividad autónoma (Owen 1995). Hay, dice Foucault, una continuidad
entre gobernantes y gobernados, una continuidad "ascendente y descendente"
(Foucault 1991: 91-2); más aún, el gobierno es el punto de contacto donde se
encuentran las técnicas de dominación y las técnicas del yo (1988b). La actividad de
los gobernados plantea así el problema de la subjetividad en el centro de la política
(Veyne 1987) que el concepto de gobierno nos permite conceptualizar, refiriéndolo
a las acciones específicas que se requieren o se esperan de ellos.
348 GIOVANNA PROCACCI

Ahora bien, este vínculo entre prácticas políticas y subjetividad es crucial para la
ciudadanía, como hemos visto. Desde el punto de vista de las estrategias de gobierno,
los regímenes de ciudadanía describen las diferentes formas de gobernar de las
personas, es decir, al mismo tiempo su identidad como sujetos y las acciones de
poder a las que están expuestas. No existe el ciudadano; sólo existen las figuras
específicas correspondientes a los distintos regímenes de ciudadanía: el ciudadano
es un personaje histórico, una creación social; las formas de gobernar a las personas
como ciudadanos cambian, al igual que cambia la subjetividad de los ciudadanos. El
modelo clásico de ciudadanía separaba tajantemente el orden político de la polis y
el orden doméstico - oikos. Este no es el modelo, como pretende el humanismo
cívico al plantear al ciudadano como la condición para el surgimiento de lo político.
Ya en Marshall hay varios modelos de ciudadano que corresponden a atributos
específicos que se le exigen como resultado de los cambios que se producen en la
esfera política. La noción de gobierno permite conceptualizar el surgimiento de
nuevas formas de subjetividad y conducta, y por tanto de una experiencia diferente
de la ciudadanía, a saber, la creciente importancia de las conductas privadas y
profesionales. Esto destruye el mito de que la virtud cívica puede agotar el campo
de la política (Burchell 1991).
Desde el punto de vista de una genealogía de la política moderna, su característica
específica no es ni la imposición violenta (bélica) ni la vinculación voluntaria de un
contrato (jurídica), sino la existencia de un repertorio de técnicas que implican la
subjetividad del gobernado y que no están marcadas por el régimen que las utiliza.
Foucault vio en la gobernación un concepto útil para pensar el liberalismo. El
liberalismo tuvo que enfrentarse a la complejidad de la subjetividad política, se
enfrentó a las expectativas sociales y económicas y rearmó, así, la antinomia de la
ciudadanía clásica. Al considerarlo como una actividad ("el modo de hacer liberal"),
más que como un conjunto de instituciones, el propio liberalismo aparece como una
revolución: es una crítica al Estado, a la necesidad de gobernar, en nombre de la
sociedad, y un principio de limitación de la soberanía. ¿Por qué gobernar? El Estado
ya no es el sujeto y el objeto natural del conocimiento político; tampoco la sociedad
civil es un objeto natural, siempre opuesto al Estado; más bien es un objetivo
estratégico, el efecto de una técnica liberal de gobierno (Foucault 1997b).
El poder moderno consiste en una nueva configuración política, en la que un
poder político que actúa en nombre de la soberanía, expresando su unidad a través
del Estado y de las formas jurídicas de intervención, se combina con una acción
gubernamental más detallada que se ocupa de la vida y las conductas de los
individuos. El propio Estado, para actuar, necesita conocer regularidades y procesos
de una realidad social objetiva, existente independientemente del derecho y de la
acción estatal, y para ello necesita acercarse a ella. "El gobierno es la disposición
correcta de las cosas dispuestas de manera que conduzcan a un fin conveniente"
(Guillaume La Perriere citado en Foucault 1991: 93). "Las cosas" aquí son los
hombres, sus relaciones, costumbres, hábitos, etc. El gobierno es algo así como la
orientación personal. Marca la aparición de un biopoder, un poder que se ejerce
sobre los seres vivos, sobre sus vidas, en lugar de amenazarlos con la violencia y la
muerte (Foucault 1984c). En el origen del poder moderno, el elemento biológico
entra en la esfera de la política, multiplicando las técnicas que invierten el cuerpo y
la salud. Este biopoder tiene dos objetivos: el cuerpo individual (disciplina) y la
GUBERNAMENTALIDAD Y CIUDADANÍA 349
población (regulación).
Una condición de posibilidad del gobierno es, pues, el descubrimiento político de
la población: como la riqueza y el poder de un Estado residen en su población, ésta
aparece como sujeto de transformaciones, regularidades, necesidades y aspiraciones
que deben ser abordadas de manera específica. Foucault denominó biopolítica a esta
aparición en la arena política de los problemas planteados por una población: la vida
y la muerte, la salud, la longevidad y la raza se convierten en fenómenos
políticamente significativos, que deben ser gobernados para que las vidas
individuales puedan desarrollarse "de tal manera que su desarrollo favorezca
también la fuerza del Estado" (Foucault 1997b). Este vínculo entre las vidas
individuales y la suerte común confiere al poder moderno un carácter
fundamentalmente antinómico que Foucault conceptualizó a través de la fórmula
omnes et singulatim -el título de sus conferencias Tanner de 1979 en la Universidad
de Stanford-. Con ello quiso decir que el rasgo peculiar de la racionalidad política
del Estado moderno no es la centralización, ni el crecimiento del individualismo
burgués; más bien es una combinación de técnicas individualizadoras de cuidado de
las almas y las vidas de cada uno, junto con un principio racional totalizador de
estatalidad que gobierna la polis a través de medidas jurídicas generales. Se habla de
un modelo pastoral de origen cristiano que ha penetrado en la cultura política
secular. Esta combinación de los principios antinómicos de lo individual y lo general
es tan típica de la racionalidad política moderna que Foucault concluyó "desde el
principio, el Estado es a la vez individualizador y totalitario. Oponerle el individuo
y sus intereses es tan peligroso como oponerle la comunidad y sus exigencias"
(Foucault 1988b: 84).
Aquí nos encontramos de nuevo con un carácter esencial de la ciudadanía como
territorio de un doble proceso de generalización e individuación, imposible de
separar el uno del otro. Su evolución histórica muestra que una racionalidad política
que tiende a gobernar a una población como ciudadanos combina estratégicamente
los dos tipos de técnicas. Lo que Marshall había presentado como diferentes
dimensiones dentro de la ciudadanía marcando pasos graduales corresponde, de
hecho, a la complejidad estratégica de gobernar a los ciudadanos, utilizando los
derechos civiles, políticos y sociales de acuerdo con múltiples objetivos. Sin
embargo, esto presenta una dificultad para el liberalismo: desconfía del gobierno en
nombre de la sociedad y, sin embargo, la sociedad exige el gobierno en aras de su
propia seguridad y orden, contra el desorden provocado por la excesiva
vulnerabilidad y desigualdad. Los problemas de población son un desafío constante
para el liberalismo, porque no pueden ser gestionados por medios puramente
legales; implican una racionalidad biopolítica que sigue una lógica diferente con
respecto a los derechos y libertades de los individuos. Una vez convertidos en objeto
de gobierno, una parte importante de nuestra identidad y ciudadanía se produce a
través de nuestra relación con el Estado, que no es en absoluto una relación
puramente jurídica. Mientras que la codificación jurídica de la ciudadanía revela sus
límites, una reivindicación de liberación -ser liberado de la carga de la necesidad-
se dirige al Estado y se extiende, a pesar de su carácter no liberal, por todo lo político.

EL CASO DE LA CIUDADANÍA SOCIAL


350 GIOVANNA PROCACCI

Ahora podemos sustituir la narrativa evolucionista de Marshall sobre la ciudadanía


por una interpretación capaz de dar cuenta de las transformaciones estratégicas
dentro del campo de la ciudadanía. En particular, podemos reconocer la importancia
de la dimensión social de la ciudadanía -la principal contribución de la sociología
de Marshall a la teoría de la ciudadanía-, no como una continuación de la ciudadanía
civil y política. A través de la ciudadanía social, Marshall conceptualizó la
experiencia del estado de bienestar británico y la expansión de la ciudadanía y los
derechos gracias a la socialdemocracia. Sin embargo, por debajo de este rasgo
ideológico, la ciudadanía social apunta a una dificultad para gobernar a los
ciudadanos, debido a que los derechos civiles y políticos sólo son potencialmente
universales: de hecho, son incapaces de atacar la estructura de la desigualdad, por lo
que dejan el espacio para impedir la generalización del estatus de ciudadanía. La
dimensión social siempre ha sido crucial para la ciudadanía y ha sido la fuente de
un proceso de socialización de la ciudadanía y los derechos según una lógica
diferente a la del liberalismo. Los derechos sociales marcan una ruptura, originada
en el espacio abierto dentro de la racionalidad política de los derechos y la ley
liberales, un espacio que no pudieron llenar.
Los cambios son estratégicos; hay que analizarlos en relación con sus objetivos.
Lo mismo ocurre con la ciudadanía social y los derechos sociales; desde este punto
de vista, el bienestar aparece como un objetivo y no como la condición para una
expansión natural de la ciudadanía. De forma más general, interpretado desde el
punto de vista de las estrategias gubernamentales, todo el proceso de socialización
(de la ciudadanía, de los derechos, del riesgo, etc.) parece una respuesta a las
dificultades para gobernar las transformaciones sociales vinculadas a los problemas
de desigualdad en una sociedad construida sobre premisas igualitarias. Los derechos
sociales son un ejemplo de una lógica diferente a la de los derechos liberales, civiles
y políticos: aquí el sujeto de los derechos está menos fundado en la libertad que en
el puro hecho de ser un ser vivo. Los derechos sociales expresan un derecho a la vida
encarnado en derechos positivos que no se relacionan tanto con los derechos de los
demás como con un nuevo sujeto de derechos: la sociedad. La sociedad concede o
rechaza las reivindicaciones positivas que pretenden alcanzar unos niveles de
bienestar; los derechos sociales son más una cuestión de liberación que de libertades.
Exigen que se reconozca a la sociedad como sujeto de sus propias reivindicaciones,
necesidades, intereses y derechos, irreductibles a los de los individuos o del Estado;
que se reconozca como lugar de procesos involuntarios específicos. En cuanto a los
derechos sociales, "social" significa aquí que la sociedad los legitima, y no los actores
sociales. La transformación política de la relación de los ciudadanos con el Estado
no se origina ni en el nivel del Estado ni en el de los individuos, sino en el de la
sociedad, un campo independiente de prácticas y conocimientos con respecto a las
esferas jurídica y económica. No sólo el mercado fracasa si la desigualdad es tan
grande que excluye a demasiada gente; es la sociedad en su conjunto la que está
amenazada. La necesidad política de reducir la desigualdad mediante la
organización de lo social ha sido, por tanto, un momento crucial de un movimiento
intelectual en el corazón de la modernidad, recuperando las instituciones
intermedias que el auge del liberalismo había desterrado del espacio social.
Por último, la ciudadanía social expresa una estrategia política destinada a
producir las formas de subjetividad correspondientes a este proyecto de
GUBERNAMENTALIDAD Y CIUDADANÍA 351
socialización. Como tal, se ha convertido en una parte importante de nuestra
experiencia actual como ciudadanos. Sin embargo, dicho proyecto, lejos de
realizarse de forma "natural" en el seno de una sociedad liberal, sólo tuvo lugar a
través de profundas tensiones debidas a los principios antinómicos del poder
moderno, que son emancipadores y reguladores al mismo tiempo. Foucault (1983)
subrayó que la biopolítica carece de principios internos de limitación; se ocupa de
necesidades que tienden a expandirse indefinidamente. Esto podría explicar cierta
intolerancia actual hacia las cargas de lo social. Sin embargo, la idea de que sólo es
posible gobernar por singulatim, como sugiere una nueva celebración de las
particularidades y el individualismo, pasa por alto que la crisis que vivimos es una
crisis de la acción pública y la regulación social. Denunciar, como tantas veces
ocurre hoy, la socialización (de la ciudadanía, de los derechos, del riesgo) como el
precio en abstracción y control burocrático que los individuos han sufrido por su
emancipación, oscurece la forma en que también genera liberación y oculta los
límites del proyecto liberal con el que la sociedad moderna debería ponerse de
acuerdo.
Más información
Burchell, G., Gordon, C., y Miller, P. 1991: The Foucault Effect. Studies on Governmentality.
Londres: Harvester.
Foucault, M. 1997, 1999, de próxima aparición: The Essential Works of Michel Foucault 1954-
1984, 3 vols. Ed. P. Rabinow et al. Londres: Allen Lane.

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