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Claudes meillassoux
ANTROPOLOGÍA DE LA ESCLAVITUD
por
CLAUDE MEILLASSOUX
ventuno editores
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isbn 968-23-1605-7
ÍNDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN 11
1. "Nacer y crecer juntos", 26; 2. Los parientes, 29; 3. Los extranjeros, 32; 4. La privación de
parentesco, 38; 5. Un sier-vo no hace la esclavitud, 41; 6. Los inmolados, 45; 7. Los
empeñados, 46
EN EL ÁFRICA OCCIDENTAL 49
1. De los imperios a los comerciantes, 49; 2. De las ciuda¬des comerciales a las aristocracias
musulmanas, 62; 3. La esclavitud y la colonización francesa, 74
5. Liberación, 136; 6. Nacidos fuera del nacimiento, 138; 7. Siempre esclavos, 143; 8.
Enajenación, 144
1. El rey y los bandidos, 164; 2. El rey-bandido, 168; 3. Los compañeros de la incursión, 175
1. El dios sitiado, 201; 2. Los esclavos de confianza, 210; 3. Los eunucos, 213; 4. Cortesanas
buenas para todo, 217; 5. "Mosquito de rey es rey", 221
1. Ventajas económicas de la guerra de captura, 243; 2. ¿Por qué los sacrificios?, 246; 3. La
economía separada, 248; 4. La extorsión en nombre del padre, 250; 5. La tiranía militar, 253; 6.
De la tiranía militar a la servidumbre, 256
1. Intensificación de las guerras de captura, 288; 2. La es¬clavitud entre los campesinos del
Sahel, 298
CONCLUSIONES
ÍNDICE ANALÍTICO
aoo
INTRODUCCION
En este caso el derecho ratifica y a la vez disimula las relaciones sociales orgánicas al
sancionarlas en las for¬mas más aptas para la preservación de las ventajas de aquellos para los
cuales fue concebido y enunciado. No podía ser pues la expresión objetiva de una realidad
so¬cial ni contener la explicación de la misma. Al expresar la relación esclavista como
individual, el derecho fija los límites dentro de los cuales desea ver ejercida la autori¬dad del
amo sobre el esclavo; la relación individual en¬mascara y neutraliza, en este caso, la relación
de clase. No es, según esta implicación, más que el reflejo de una con¬cepción personalizada,
individualizada de la autoridad que se apoya en la ideología patriarcal. Ahora bien, en el plano
individual al cual nos limita el derecho, la definición del esclavo, en virtud de esta referencia
ideológica implícita, se extiende necesariamente en algunos aspectos hasta el hombre o la
mujer libres. De ahí la infinidad aparente de condiciones individualizadas del esclavo, que
puede en¬contrar su explicación mediante el principio jurídico que contiene esta
indeterminación.
Incluso el criterio más pertinente y más abarcador, a saber el hecho de que el esclavo, sea cual
fuere su condi-ción, es siempre enajenable en derecho, está también im-pregnado de
vaguedad: otros que no son esclavos son enajenables; algunos esclavos no lo son de hecho.
La distinción entre el estado y la condición del ésclavo, que se inscribe en este proceso, es una
de las claves para la comprensión del problema. Ella gobierna el plan de esta obra, entre una
primera parte que engloba el conjun¬to del espacio económico esclavista y que da forma al
estado del esclavo y las dos otras partes consagradas a las formas políticas y económicas que
asume la esclavitud en los dos tipos principales de sociedad donde ésta opera en África: las
aristocracias militares y las sociedades mer¬cantiles.
A diferencia de este enfoque, Miers y Kopytoff (1977), en una importante obra colectiva sobre
la esclavitud africa¬na, proponen en su introducción una explicación genética de la esclavitud
que según yo llega al paroxismo del ju- ridicismo, del funcionalismo y del economismo.
Al considerar que lo que ellos llaman los "menores" (ni-ños, jóvenes, mujeres) están en una
posición de depen-dencia en la familia, y que, por otra parte, el sistema de parentesco permite
transferencias de dependencia, Miers y Kopytoff consideran a la esclavitud como la extensión
de ese doble fenómeno a los extranjeros. Por consiguien¬te, lo esencial de su argumentación
se sitúa en torno a lo que llaman el "continuo esclavitud-parentesco" y su teo¬ría de la
"transferencia de derechos sobre las personas". Descubren primero que en África la
"propiedad" tendría la cualidad particular de ser no un derecho sobre las co¬sas, sino un
conjunto de derechos sobre las cosas y las personas. A partir de ahí, descubren lo que creen
que es otra especificidad de la cultura africana, sin precisar a qué tipo de sociedad se refieren,
es decir el hecho de que "el concepto de derechos sobre las personas. . . y sus tran-sacciones . .
. constituyen uno de los elementos fundamen¬tales sobre los cuales se construyen los
sistemas de pa¬rentesco". Tales transacciones, escriben, "representan el aspecto formal del
concepto de relaciones de parentes¬co... La transaccionabilidad de esos derechos, en tanto
que artículos discretos y separados, es igualmente nota¬ble. Además, las transferencias de
esos derechos se hacen normalmente a cambio de bienes y dinero, y tales trans¬ferencias
pueden cubrir la totalidad de los derechos so¬bre una persona. Por consiguiente, fenómenos
tales como el parentesco, la adopción, la adquisición de esposas y niños están todos
inextricablemente vinculados con los intercambios que suponen equivalencias precisas en bie-
nes o en metálico." "... En consecuencia, decir que el hecho de que es 'propiedad' hace que
una persona sea esclava, es lo mismo que decir en efecto: 'un esclavo es una persona sobre la
cual se ejercen determinados dere¬chos'" (1977: 11). Esta teoría, piensan Miers y Kopytoff, es
capaz de sorprender al "occidental" que no puede ima¬ginar que los derechos puedan hacerse
pedazos, y que pue¬dan aplicarse tanto a individuos como a cosas. Lo que me sorprende
personalmente es que Miers y Kopytoff no vean que su explicación descansa en la aplicación
estricta de las nociones occidentales de derecho y de economía libe¬ral. En nuestra sociedad,
la propiedad es un conjunto de derechos, usus, fructus y abusus, que pueden muy bien ser
atribuidos por separado a partes o personas diferen¬tes. Además, en la sociedad doméstica,
no es de propiedad de lo que se trata, sino de patrimonio para el cual las re¬glas de trasmisión
son completamente diferentes. En la actualidad, ya no es posible seguir sosteniendo la tesis
materialista "vulgar" según la cual la dote es una "ad¬quisición de derechos" sobre hijos o
esposas "a cambio de un equivalente preciso en bienes o en metálico", o sea una compra. No
solamente olvidan Miers y Kopytoff que las transacciones matrimoniales pueden funcionar y
de hecho funcionan sin dote en numerosas sociedades africa¬nas, sino también que la noción
de equivalencia de indi¬viduos y bienes no es pertinente en las sociedades domés¬ticas. Lo
que sí es cierto en la teoría de Miers y Kopytoff es que las relaciones de parentesco son
manipuladas sin cesar. Lo falso es que lo sean a cambio de dinero, me¬diante operaciones de
compra. En las relaciones matrimo¬niales no hay otro equivalente a una mujer púber que otra
mujer púber, con la misma fecundidad potencial. El con¬cepto de dote no hace hijos. Cuando
los dos términos de una transacción son idénticos, los bienes intermedios (cuando los hay) no
tienen valor intrínseco ni pueden ser cambiados por sí mismos. Sólo cuando estos bienes
en¬tran en circuitos comerciales exteriores a la comunidad y se les produce para el
intercambio, entonces pueden ad¬quirir un valor intrínseco y comunicar su venalidad a los
circuitos matrimoniales teniendo como efecto la transfor¬mación de los individuos en
mercancías. El efecto de esta transformación no puede atribuirse al "parentesco". No hay
"continuo" entre los dos niveles, sino un cambio cua¬litativo. Miers y Kopytoff creen que los
"derechos sobre las personas" pasan al sistema esclavista, cuando lo que sucede es lo
contrario: es la venalidad de la esclavitud la que contamina y reifica las relaciones de
parentesco.
La teoría de los derechos sobre las personas reintrodu¬ce una vez más los principios de la
economía clásica con-servadora en situaciones históricas con las que concuerda menos aún
que con nuestro periodo contemporáneo. Miers y Kopytoff ven "las raíces de la institución
servil en la necesidad de esposas, de hijos, en el deseo de ampliar su grupo... de tener clientes,
servidores, séquito" (p. 67). Esa necesidad crece con el "deseo infinito de absorber más bienes
de consumo. . . exactamente de la misma ma¬nera que en nuestra sociedad de consumo
moderna" (!). Esas necesidades y esos deseos se satisfacen, tal como Adam Smith nos lo
enseñara, gracias a la "propensión humana al trueque y al intercambio" (p. 67).
¡Difícilmente se puede ir más lejos que Miers y Kopytoff en la interpretación de los fenómenos
sociales a través de motivaciones económicas! ¿Por qué entonces, en tales condiciones,
algunas poblaciones querrían "vender" a sus hijos? Si suponemos que el deseo de la gente es
"ampliar su grupo", ¿cómo es posible que la mayoría esté dispuesta a enajenar a sus
dependientes, por lo mismo a empobre¬cerse de manera absoluta en beneficio de una
pequeña fracción? ¿Y dónde encontraremos tales ejemplos? Es cierto que, bajo los efectos del
hambre, vemos a padres obligados a vender a sus hijos, pero esto acontece en un contexto
donde la venalidad es activa gracias a los efectos directos e indirectos del comercio. En el seno
de la eco¬nomía doméstica de origen, nada, como ya dijimos, puede compensar a un ser
humano como productor o reproduc¬tor, excepto otro ser humano idéntico. Si la "propensión
al trueque" es el motor de los intercambios, sólo permi¬tiría el trueque de un hombre por un
hombre o de una mujer por una mujer. ¿Cómo explicaría esto la acumu¬lación de seres
humanos en beneficio de algunos? ¿A cambio de qué "riqueza" se estaría tentado de separarse
voluntariamente de la riqueza por excelencia? La venta de un pariente no es ni "tradicional" ni
compatible con la organización del parentesco.
¿Qué nos aportan pues el materialismo histórico y par-ticularmente Marx y Engels sobre la
esclavitud?
Las contribuciones de estos dos autores son de calidad variable, según las obras. Las
condiciones de aparición de la esclavitud fueron desarrolladas principalmente por En-gels
(1867/1954: 145-163). Surgiría ésta (a partir de la disolución del orden gentilicio) como
resultado de tres grandes divisiones del trabajo:
Pero Marx, y menos que Engels, no se ocupa de la es-clavitud en sí misma, la evoca siempre
por comparación con otros modos de producción. Para comprender el al¬cance de sus ideas
sobre esta institución, hay que distin¬guir lo que escribe en las Formen y en El capital.
En las Formen, Marx asocia casi siempre la esclavitud con la servidumbre. Hace observaciones
más sugerentes que operatorias, y a menudo confusas. Ve la esclavitud ya sea como
"desarrollo posterior de la propiedad basada en la organización tribal", ya sea como el
resultado de la extensión de la familia en la cual está latente la esclavitud (ibid.: 90-91). La
esclavitud tendría como punto de par¬tida unas veces la apropiación de las subsistencias, otras
veces la conquista (ibid.: 82). Marx no se decide entre un posible desarrollo endógeno de la
esclavitud o su apari¬ción histórica por contacto entre civilizaciones. No des¬prende el vínculo
orgánico que relaciona la clase de los esclavos con la de los amos, a pesar de una observación
pertinente (ibid.: 85) sobre la naturaleza histórica de la individualización de las relaciones
sociales; no distingue con claridad entre la subordinación que se anuda entre parientes en las
relaciones de producción agrícola y aque- lias que emanan de la captura. Si bien algunas
observa¬ciones permiten comprender mejor la confusión "jurídi¬ca" entre súbditos,
dependientes familiares y esclavos (ibid.: 71), no resuelven el problema de la especificidad de
la relación esclavista.
Las observaciones contenidas en El capital (Marx, [1867] 1975), no obstante ser menos
compactas y no consti¬tuir un corpus teórico susceptible de situar de una vez por todas a la
esclavitud entre los modos de producción, están impregnadas de un rigor que no poseen las
que encon-tramos en las Formen. Marx distingue en esta obra, en líneas generales, dos formas
de esclavitud: la primera es denominada patriarcal: la propiedad sobre un individuo puede no
ser más que un "accidente" y el trabajo del es-clavo, en todo caso, está orientado a la
producción directa de subsistencia (El capital, ni, 6: 424), por lo tanto de valor de uso. Bajo la
acción del comercio, con el desarro¬llo del capital mercantil, el esclavo patriarcal puede
de¬sembocar en un sistema orientado hacia la producción de plusvalor en el cual el esclavo es
sometido a una explota¬ción cada vez más feroz, a medida que se desarrolla el valor de
cambio (i, 1: 283). A esta esclavitud productora de valor de cambio es a la que se refiere Marx
con más frecuencia.
A pesar de que Marx asocia todavía a menudo en El ca-pital la esclavitud con la "servidumbre",
caracteriza la primera por el hecho de que exige un desembolso inicial de dinero que él asimila
a un capital fijo (n, 5: 584-585). La ganancia obtenida por el- propietario la considera ya sea
como el interés de ese capital adelantado, ya sea como un plusvalor anticipado y capitalizado,
ya sea como una ganancia (cuando dominan las concepciones capitalistas), ya sea como una
renta. "Sea cual fuere el nombre que se le dé, el plusproducto disponible del que se ha
apropiado es aquí«, la forma normal" (ni, 8: 1023). Pero el adelanto del capital fijo invertido en
la compra del esclavo obliga al propietario a disponer de un capital nuevo para inver¬tirlo en
su explotación. Se comprende que se plantea en¬tonces necesariamente una elección entre la
compra de un mayor número de esclavos, o la de medios de producción que aumentarán su
productividad. En el primer caso (re-lacionado con la esclavitud antigua) el número de
escla¬vos puede ser considerable, hasta dieciocho veces más que el de los hombres libres,
comprueba Engels (1884: 111). Las relaciones entre amos y esclavos "aparecen como re¬sortes
directos del proceso de producción" y excluirían además la cosificación de las relaciones de
producción (El capital, ni, 8: 1057). En virtud de la desigualdad de esas relaciones sociales,
señala Marx a propósito de Aristóte¬les, la esclavitud oscurece la equivalencia de los
traba¬jos, en consecuencia la expresión del valor en la mente humana (ibid., i, 1: 73 5.).
Cuando, como en la esclavitud americana, el trabajo del esclavo está mediatizado por
inversiones, cuya debilidad apunta no obstante Marx, el dominio sobre los hombres tiende a
realizarse de nuevo a través del dominio sobre las cosas (Engels, 1884: 208). El plustrabajo del
esclavo aumenta desde que "el trabajo esclavo y de la prestación personal servil" entra al
mercado, desde que se trata de obtener esclavos; no bienes de uso, sino excedente (El capital,
i, 1: 283). Gracias al comercio de esclavos, éstos pueden remplazarse con facilidad por
"criaderos extran-jeros de negros", cuya duración de vida tiene menos im-portancia que su
productividad (ibid.: 321). Marx toca el problema de la reproducción al subrayar que en
Estados Unidos el crecimiento natural es insuficiente y que el co-mercio de esclavos es
necesario para enfrentar las nece-sidades del mercado (ibid., II, 5: 585). Engels observaba
igualmente que de los esclavos de Roma sólo se repro¬ducía una pequeña parte y que el
aporte colosal de escla¬vos que se efectuaba a través de la guerra era la condición previa de la
gran propiedad latifundista (1884: 200). Las guerras continuas de unos germanos contra otros,
al igual que las de los sajones y normandos, tenían igualmente el propósito de abastecer los
mercados de esclavos. La esclavitud romana desaparece por otra parte con la de¬cadencia del
comercio y de las ciudades para dar lugar al colonato y a la servidumbre (ibid.: 138; 1877: 362).
Al referirse a los esclavos de la Antigüedad y a los europeos, agreguemos que Marx, y sobre
todo Engels, comprueban el papel social que algunos esclavos son capaces de desem¬peñar —
por el hecho de que no pertenecen a ninguna gens— en tanto que esclavos favoritos con
acceso a las riquezas, a los honores, a los rangos elevados y que cons¬tituyen entre los francos
y los germanos el germen de una nueva nobleza. Nobleza igualmente asociada sin duda a esas
corporaciones militares que hacen la guerra por cuen¬ta propia, guerras de rapiña que
abastecen los mercados de esclavos.
La esclavitud conocida como "patriarcal" no puede ser asimilada —en virtud de su "carácter
accidental"— a una relación de clases y no termina por sí mi^a en un siste¬ma de producción
esclavista. No se trata, desde mi punto de vista, de una esclavitud propiamente dicha, sino de
fe-nómenos puntuales de servidumbre.
La debilidad del razonamiento proviene, en Marx y En- gels, de la confusión reiterada que
hacen entre esclavitud y servidumbre, confusión que afecta también la argumen-tación sobre
el problema del valor y sobre la relación entre esclavitud y parentesco.
En cambio, como lo sugiere Engels, es posible que las relaciones entre los grandes nómadas y
los agricultores sedentarios hayan favorecido la esclavitud. Los nómadas criadores se
encuentran en una situación de dependencia económica respecto de los agricultores
sedentarios que producen los bienes de subsistencia que necesitan, y a la vez de dominación
logística y guerrera, dado su dominio de la energía animal. Esta energía —gracias a la cual los
rebaños se alimentan por sí mismos al desplazarse— pro-vee además medios de transporte
utilizados para el co-mercio de larga distancia o se ofrece como servicio a cam-bio de
productos agrícolas. Ofrece, en forma de cabalga¬duras rápidas, medios de rapiña y rapto
eficaces. No to¬dos los criadores se dedican al pillaje, pero los grandes nómadas, mejor
montados y en contacto con otros pue¬blos sedentarios de allende el desierto, pueden
combinar rapiñas y raptos, y transportar el exceso del botín hasta clientes lejanos.
El contacto entre pastores y sedentarios ofrece la opor-tunidad de la servidumbre, y el
nomadismo, su logística. No explica todavía la demanda de esclavos por parte de las
poblaciones clientes, es decir la "génesis" de la escla¬vitud.
La causa lejana de ese modo de explotación y de los enfrentamientos que suscita entre los
pueblos se explica probablemente por un proceso histórico que abarca mu¬chos siglos. La
esclavitud es un periodo de la historia universal que ha afectado a todos los continentes, a
ve¬ces de manera simultánea, o bien sucesiva. Su "génesis" es la suma de todo lo que
aconteció durante un tiempo indeterminado en varios lugares. La trata africana de es¬clavos
hacia el Maghreb, luego en Europa, origen de la esclavitud en el África negra, no hizo más que
tomar el re¬levo de las tratas que existían desde hacía siglos en Asia, en el continente europeo
y alrededor del Mediterráneo. Los eslavos proporcionaron su contingente de eslavos, los
esclavones, de esclavos; nuestros antepasados los galos vendían regularmente a sus cautivos
de Inglaterra a los romanos, los viquingos capturaban y vendían esclavos a lo largo de sus
cabotajes. Los piratas musulmanes y cris¬tianos se capturaban mutuamente... La esclavitud
había comenzado desde hacía mucho tiempo y sería preciso, para explicarla en África, explicar
su aparición en el continente euroasiático. Sin embargo, es paradójicamente en África, último
continente que hubo dado lugar a la trata, donde aún se busca una explicación original de la
esclavitud, a partir del desarrollo endógeno de sociedades todavía sos¬pechosas de
primitivismo y aislamiento y, por lo tanto, la¬boratorios de fantasmas tardíos.
En las regiones del África occidental donde trabajé, la esclavitud sigue todavía al alcance de la
memoria. No se presenta allí en todas sus variantes conocidas. Persiste pues la tentación
permanente de extraer datos de otros lugares. Cedí a ella en algunas referencias pero me
guar¬dé de dejarme llevar por un comparativismo silvestre. El presente estudio me mostró
sobradamente que la noción de esclavitud cubría una diversidad de situaciones harto amplia
para no olfatear, en la Antigüedad o en las Améri- cas por ejemplo, una tal heterogeneidad. Si
la esclavitud, definida con precisión, posee rasgos universales, es nece-sario todavía que esta
definición, objeto en gran medida de la presente investigación, sea aceptada, para que la
discusión se entable a fondo. Renuncié pues a hacer aquí una crítica de las obras clásicas que
tratan de la esclavi¬tud en otras épocas y regiones: por una parte, porque los criterios
discriminantes utilizados por los autores no son los mismos que yo utilizo; por otra parte,
porque, al no estar en mi terreno, no podría identificar bien mis acuerdos y desacuerdos.
Quiero recordar por último que este libro es la conti-nuación de un trabajo emprendido a
partir de una obra colectiva y que las contribuciones particularmente ricas de mis colegas
nutrieron en lo esencial la información que poseo y la reflexión que me hago.
CAPÍTULO INTRODUCTORIO
PARIENTES Y EXTRAÑOS
Ahora bien, este descubrimiento de Benveniste concuer¬da exactamente con el análisis del
desarrollo de la comu¬nidad agrícola doméstica en su doble proceso de produc¬ción y de
reproducción y del lugar que adquiere en ella el individuo (varón) por su doble pertenencia a
los ciclos productivos y reproductivos. Los Maninka, en términos casi idénticos a los de
Benveniste, dicen en efecto, para hablar de sus congéneres, de aquellos con los cuales uno
puede identificarse: "ka wolo nyoronka, ka mo nyoron- ka": "nacer juntos, madurar juntos". No
es la "consan¬guinidad" la que se expresa así, sino la "congeneración",
1 Saliu Balde traduce muy justamente por "croit" [cría, incre¬mento del rebaño] el término
Beyguure, el cual designa la familia extensa entre los Fula del Fuuta Jaalo. La asociación de los
ciclos productivos y reproductivos se manifiesta también por la asimi¬lación de la
descendencia a la comida como lo comprueba Jaulin entre los Sara (1971: 242), o P. Weil
(1970) entre los Mande donde "simbólicamente la asociación [de las mujeres] trata la
produc¬ción de la comida y la de los niños como una y la misma cosa".
el crecimiento conjunto y relativo de los individuos los unos respecto de los demás.
Como traté de demostrarlo en otra parte (1975c [1977], i, 1 y 3), en la comunidad doméstica la
organización social se configura alrededor de condicionamientos vinculados con el uso agrícola
de la tierra como medio de trabajo: el trabajo invertido en la tierra da lugar a una producción
diferida que impone a los miembros de la comunidad permanecer solidarios, no sólo durante
la estación muer¬ta, sino también de un ciclo agrícola al otro, ya que la sub¬sistencia
producida durante un ciclo es necesaria para la reproducción de la energía-trabajo aplicada a
la produc¬ción del ciclo siguiente. Se contraen así entre miembros productivds e
improductivos en el aspecto social, entre productores de diferentes edades en el aspecto del
traba¬jo, relaciones vitalicias y de anterioridad generacional in-cesantemente renovadas, por
las cuales las generaciones sucesivas aseguran sus futuros.
"Se cava el pozo de hoy para la sed de mañana", dicen los Maninka. Este encadenamiento de
las generaciones se expresa también con el dicho mossi: "Alguien se ocupó de ti hasta que
crecieron tus dientes, ocúpate de él cuando sus dientes se caigan" (según J.-M. Kohler, 1972:
49). Es lo que en términos más elegantes enuncia laboriosamente Aristóteles: "Si tienen hijos
[es] para obtener de ellos una ventaja pues todo el trabajo que pasan en la plenitud de sus
fuerzas para criar a sus hijos, desprovistos toda¬vía de vigor, lo recuperan al volverse estos
últimos a su vez fuertes, mientras aquellos sienten la impotencia de la vejez" (Las económicas
[1958], p. 22). Al ignorar la socie¬dad de autosubsistencia los intercambios comerciales, su
producto no tiene salida sino dentro de sí misma y circula de acuerdo con un sistema
redistributivo que asegura la satisfacción de las necesidades del conjunto de la comu-nidad a
partir de la producción de sus miembros activos.
Así, el cierre de la comunidad en torno a los hombres que han crecido conjuntamente en su
seno —vale decir en torno a los congéneres (en el sentido muy preciso del término)— es la
condición lejana e inmanente de una po-sible relación esclavista debida a la distinción latente
que ella permite establecer orgánicamente entre ingenuo y ex-tranjero. El individuo que no se
ha formado en ese doble ciclo productivo y reproductivo sería pues el extranjero. Se opondría
sobre tal base al ingenuo: aquel que nació y creció en la comunidad.
2. LOS PARIENTES
La existencia física de una sociedad y su perpetuación exigen una productividad mínima capaz
de asegurar por lo menos la renovación de las generaciones, es decir la reproducción simple (1
por 1) de los productores. Cada trabajador activo debe ser capaz de proporcionar un plus-
producto 3 alimentario susceptible de alimentar a un sus-tituto hasta la edad de la producción,
habida cuenta de la mortalidad por edad. El crecimiento demográfico exige
fjB — aB.
SB = Xi + « B + 2 «C.
X2
En una economía con una productividad débil y una mortalidad alta, el plusproducto sólo
permite un creci-miento demográfico limitado. Cualquier disminución del plusproducto
disponible afecta las capacidades de repro-ducción de la sociedad. De ahí la atención prestada
al problema de la renovación de las generaciones y la rela¬ción estrecha que se establece
entre el proceso de repro¬ducción y las estructuras sociales.
demográfica y la tasa de ésta, si se deducen de él las semillas y las reservas y, en ese caso,
durante cuántos años, etcétera.
Dicha privación sólo puede ejercerse en relación con los jóvenes cuyos vínculos parentales son
débiles o nulos, es decir, con respecto a los individuos que, en una socie¬dad doméstica que
funcione según sus normas, son ex-cepcionales. Para que estos parientes pobres constituyan
una clase social explotada, sería preciso que su pluspro- ducto global fuese suficientemente
constante para asegu¬rar la reproducción continua y regular de la clase explo¬tadora. Ahora
bien, su reclutamiento, dado que es aleato¬rio, dado que no procede del funcionamiento
orgánico de la sociedad sino de su disfuncionamiento, no puede ase¬gurar tal continuidad.
De hecho, la asimilación social de los parientes pobres se enfrenta a dificultades tales que,
entre los Dogon, los bastardos que habrían podido engrosar esta clase de ex-plotados eran con
preferencia vendidos como esclavos a los traficantes. D. Paulme refiere (1940: 433-434) que la
prohibición de la trata de esclavos por la colonización, lejos de suscitar una esclavitud interna,
provocó un au¬mento de los infanticidios y de los abortos. La explotación sólo podría cobrar
un carácter sistemático y continuo si se atribuyera arbitrariamente a una fracción de los
miem¬bros de la comunidad una posición negativa en cuanto al acceso a las esposas, es decir,
¡si se constituyera una "cla¬se" de solteros! Al estar consagrada al celibato, esta clase sólo
podría reproducirse institucionalmente. No procede¬ría del matrimonio "creador de posición".
Sus miembros no habrían "nacido". La distinción entre productivos e improductivos no se
realizaría ya según el criterio de ca-pacidad en el trabajo sino según la pertenencia social. Si
existe pues en la comunidad doméstica la posibilidad de colocar a los parientes pobres en una
situación de ser-vidumbre individual y puntual, la probabilidad de una esclavitud sui generis y
sistemática, surgida del funcio-namiento de la sociedad doméstica librada a sus propias leyes,
aparece como una hipótesis poco fundamentada. Seguir tal razonamiento mostrará en efecto
que el escla¬vo es en primer lugar, como lo presiente Benveniste, el extranjero por excelencia,
o bien el extranjero absoluto.
3. LOS EXTRANJEROS
Si bien parece difícil, en el marco doméstico, transformar a los parientes en una clase esclava,
el solo hecho, para un individuo, de no haber nacido en la comunidad domés¬tica no es
tampoco suficiente para hacer de él el extranjero absoluto que permitiría su sujeción y su
explotación, pero esto es lo que muestran las modalidades de inserción de individuos no
emparentados en las sociedades domés¬ticas.
En efecto, el cierre de la comunidad doméstica sobre sí misma no puede ser total. Sabemos
que los azares de la re¬producción natural en las unidades demográficas pequeñas no
permiten mantener en todo momento una proporción eficaz entre productores e
improductivos. Esta exigencia práctica es la que conduce a una necesaria manipulación de las
relaciones sociales con el fin de ejercer una gestión de la reproducción que no puede
entregarse, como en nuestras sociedades muy pobladas, a la ley de los gran¬des números. La
comunidad se ve entonces inducida a recurrir a un reclutamiento exterior para reconstituir sus
efectivos y sus estructuras, en el terreno de las estrategias guerreras, matrimoniales o
políticas. Por tales razones, la comunidad no está nunca absolutamente cerrada. Debe ser
capaz de abrirse a pesar de su constitución. Las necesi¬dades de su reproducción la conducen
pues a concebir, junto a las instituciones matrimoniales, modos de inser¬ción del extranjero,
distintos según se trate de un hombre o de una mujer.
Ahora bien, los extranjeros varones que no están situa-dos en esas relaciones de parentesco
no aportan nada des-de el punto de vista de la reproducción física o social que no pueda
realizarlo un hombre perteneciente a la comu¬nidad. No es pues a priori en tanto que puro
genitor que el hombre extranjero, introducido en la comunidad, puede ser apreciado ya que
esta función puede ser desempeñada por cualquier otro varón de la comunidad. El hombre
extranjero sólo puede desempeñar esta función reproduc¬tora si está también, por su parte,
emparentado, si es aceptado como "padre social", vale decir si recibe de sus anfitriones la
capacidad formal de reproducir o de exten¬der las estructuras —más bien que los efectivos—
de la comunidad que lo acogió. Ahora bien, la descendencia del hombre extranjero sólo le
corresponderá a esta última en dos circunstancias: si se casa con una muchacha de la
comunidad a la que se le adjudicará la descendencia a falta de una familia paterna, o bien si, al
ser adoptado, el hombre se casa con una muchacha de una comunidad afín. La primera
solución —dar una hija en matrimonio a un extranjero— es practicada con mucha frecuencia.
Permite la integración de éste sin equívoco en la comu¬nidad de recepción, pues así se
constituyen relaciones de afinidad a partir de las cuales se establecen todas las de¬más
relaciones, particularmente las que definen el acceso del recién llegado a la tierra nutricia y
que regulan la trasmisión de la descendencia de la esposa. En un caso como éste, la
introducción del extranjero será más fácil si ha participado algún tiempo en el ciclo productivo;
si al haber sido introducido joven, creció con sus hermanos adoptivos, o si, al haber sido
capturado como prisionero de guerra, ha sido retenido en la comunidad en sustitu¬ción de un
guerrero desaparecido del cual asumirá a la larga su personalidad social (cf. Héritier, 1975; P.-
P. Rey, 1975).
Para que —otra solución para la integración— el ex-tranjero acogido en un grupo pueda tener
acceso a una mujer de otra comunidad (es decir para que pueda ca¬sarse como un menor
afiliado), es preciso que su paren¬tesco con la comunidad de recepción sea establecido de
antemano: es preciso que sea adoptado. Ahora bien, esta adopción sólo será aceptada por los
jóvenes ingenuos de la comunidad si el matrimonio del adoptado refuerza el linaje sin privar a
sus "hermanos" adoptivos de las es¬posas a las que la comunidad tiene derecho en el ciclo
general de circulación de mujeres. La introducción del ex¬tranjero en el ciclo reproductivo
adviene pues preferente¬mente cuando el número de jóvenes núbiles de la comu¬nidad es
comparativamente débil o bien si el equilibrio de los sexos o la relación entre productores e
improductivos no es satisfactorio.
En todos los casos, el extranjero es socializado por los lazos de parentesco que contrae con los
demás miembros de la comunidad, ya sea como menor (si está casado con una muchacha de
un clan aliado), ya sea como afín (si se casa con una muchacha del clan de recepción). Esos
lazos le permiten el acceso progresivo, a él y a su descendencia, a las prerrogativas que
conforman a la persona social, en particular a las relaciones de paternidad. La familia que
constituye está prometida a la posteridad; sólo carece de los lazos atávicos que su
descendencia está llamada a con-quistar con el tiempo.
Sin embargo, la inserción del extranjero varón en la comunidad en tanto que reproductor
social es, como vi¬mos, de oportunidad y alcance limitados. Aunque necesa¬rio a veces para
restablecer ciertos equilibrios, ese modo de integración no atañe generalmente sino a un
número restringido de hombres, aun cuando tales casos sean ejem-plares. No se trata de un
proceso regular capaz de proce¬der a la renovación constante de un grupo extranjero, ni por
otra parte concebido con este propósito.
La inserción de una mujer púber ofrece más ventajas y es más simple. Es sabido que se
practica más natural-mente en esas sociedades el rapto de mujeres que la cap-tura de
hombres. Cuando el rapto no es seguido de algún arreglo que lo regularice mediante un
matrimonio, la mu-jer raptada, sustraída a su medio de origen, privada del arbitraje que
permitiría la intervención de su familia, sin derecho sobre su descendencia, destinada por
añadidura a la producción agrícola y a las tareas domésticas, la mu¬jer raptada, digo, aparece
como la prefiguración del es¬clavo. Sea cual fuere el sistema de filiación de la sociedad en la
cual la mujer raptada es introducida, se atribuye su descendencia a la familia del hombre con
el que está ca-sada. Es así como se introducen elementos de patrifilia- ción en las sociedades
matrilineales.
sociedades una forma de la justicia civil. La pertenencia a un único linaje constituirá en cambio
un peso sobre el hijo del extranjero o de la extranjera casado(a) con un(a) ingenuo(a). Al no
tener el mismo recurso que la descen-dencia libre que posee una ascendencia doble, la del ex-
tranjero(a) estará menos protegida y será más fácilmente víctima de vejaciones e injusticias.
Entre los Bamana, los Maninka, los Fulbe, los Soninke, y entre otras poblaciones patrilineales
vecinas, el fadenya (llamado así en bamana) expresa rivalidad entre herma¬nos carnales, pero
no uterinos (o sea del mismo padre, pero de madres diferentes). Para distinguirse y rivalizar
entre ellos, cada cual se apoya en los méritos de su linaje materno. El hijo del extranjero o la
extranjera no tiene esta posibilidad de afirmarse. Está en una situación cer¬cana a la del
"bastardo" (desprovisto éste de parentesco paterno) y por esta razón es objeto de un
desprecio cruel las más de las veces. Inversamente, los hijos de padres del mismo clan, con el
mismo patronímico, son objeto de con¬sideración entre los Soninke, los Wolof, etc., y son
de¬signados con un término particular (niyame entre los So¬ninke).
Por lo general, en las sociedades domésticas no escla-vistas, a medida que se suceden las
generaciones, la pro- fundización del linaje restablece la descendencia de ori¬gen extranjero
en una situación comparable a la de los hijos de otras familias cuya profundidad genealógica
rara¬mente excede cinco generaciones. Al cabo de este periodo, se realiza la reabsorción,
como se atestigua en numerosas poblaciones.
Así el extranjero, hombre o mujer, introducido en la co-munidad doméstica a título de
reproductor social, no re-produce su posición original de extranjero. Su descenden-cia está
constituida por ingenuos no obstante estar debi-litada durante un tiempo por falta de
ascendencia materna o paterna. Mediante ese procedimiento de amalgama, los extranjeros no
se reproducen por lo tanto en la sociedad doméstica como cuerpo social distinto.
4. LA PRIVACIÓN DE PARENTESCO
Ocurre también que los hombres de origen extranjero (es decir que no pertenecén al conjunto
matrimonial al cual adhiere la comunidad) sean introducidos sin ser acepta¬dos como yernos o
como afines. Su inserción plantea en¬tonces algunas dificultades en cuanto al reparto de su
producción material y eventualmente humana, dificulta¬des que demuestran la
incompatibilidad de la economía doméstica y de la esclavitud al tiempo que revelan las
condiciones de aparición de esta última.
Los hombres que no se benefician con la acogida en una comunidad doméstica son por lo
general los que, al no tener ninguna relación de parentesco, de afinidad o de vecindad, son
objeto de captura. Guerras vecinales" cau¬tiverio de vagabundos o de viajeros sorprendidos
en los alrededores de la aldea, recuperación de hambrientos en tiempos de hambruna,
introducen así en la comunidad a individuos susceptibles de quedarse en ella como
"extran¬jeros".
Las guerras vecinales situadas en el seno de una misma área matrimonial no pueden desde
luego ser asimiladas a guerras de captura como las llevadas a cabo por los esta¬dos militares o
por las bandas de saqueadores. En la guerra vecinal los combates sólo involucran a un número
limitado de individuos. Los muertos, poco numerosos, son objeto de compensación. Los
prisioneros son detenidos como rehenes para pedir rescate o para remplazar a un hombre
muerto en combate; sólo son conservados los hombres cuyas familias rehúsan la redención.
Estos últi¬mos son los susceptibles de volverse "extranjeros" y se¬guir siéndolo. Pero de
ninguna manera este tipo de guerra contribuye a abastecer regularmente de extranjeros a la
comunidad. En cuanto al cautiverio, sólo afecta a indivi¬duos aislados, perdidos
accidentalmente en las tierras del conjunto doméstico y cuya pertenencia social está
dema¬siado lejos para que sean reclamados. Entre esos errantes se perdona a veces (como
entre los Samo [Héritier, 1975]) a los comerciantes, a los morabitos y a todos los que, en virtud
de su función, aseguran una relación pacífica con el exterior. Finalmente, puede suceder que la
comunidad se provea de un individuo por intercambio, de manera ocasional, sin que esta
transacción sea la expresión de re¬laciones comerciales orgánicas, en consecuencia sin
alte¬rar las características de la economía doméstica.
Varios autores (Rey, 1975; Olivier de Sardan, 1975) con-sideran que esta situación
correspondería a la de un "me-nor permanente" destinado, junto con los demás miem¬bros de
la comunidad, a las tareas productivas en las cuales participa al igual que los demás,
consumiendo del mismo plato y beneficiándose como todos los miembros de la comunidad, y
en función de sus necesidades indivi¬duales del producto común.
En esta economía doméstica, donde las condiciones de producción son tales que excluyen la
ganancia individual, donde la superposición de tareas no permite identificar la parte producida
por cada cual, donde el tiempo de tra¬bajo se mide a escala de la vida y donde, sobre todo,
sólo hay acceso a la tierra por inserción en la totalidad de las relaciones domésticas, sólo la
limitación del crecimiento genésico y ta asignación social del incremento humano pueden
hacer aparecer un plusproducto bruto.
Descubrimos aquí, en estado latente, una característica que aparecerá en todas las formas de
esclavitud, un rasgo que constituye su misma esencia: la incapacidad social del esclavo para
reproducirse socialmente, vale decir la incapacidad jurídica para ser "pariente". Esta
incapaci¬dad, condición orgánica virtual de la explotación del tra¬bajador en la economía
doméstica, convierte pues a la esclavitud en la antítesis del parentesco y en el medio legal de
la puesta en estado de subordinación del esclavo en todas las formas de esclavismo, incluso
cuando el es¬clavo no es explotado como trabajador productivo. Pero, a diferencia de lo que
se observa en la sociedad domésti¬ca, esta condición es, en la economía esclavista, la de una
clase reproducida por medios institucionales y no la de algunos individuos explotados
ocasionalmente.
5. UN SIERVO NO HACE LA ESCLAVITUD
Esos cautivos no podrían tampoco servir para liberar del trabajo productivo a una clase
explotadora. Si en efec¬to la explotación no es renovada sistemáticamente y no suscita una
categoría de individuos mantenida institucio- nalmente (de hecho o de derecho) en una
relación de
ha dado nacimiento", en oposición con rimbe (el ingenuo) que vendría de rim: "dar
nacimiento". Gaden (según Labouret, 1955) ve en rim-ay-be, plural de dim-á-dyo, la raíz dim:
"ser puro de toda mancha", lo cual no contradice a Riesman puesto que según Ba y Daget
(1962: nota p. 66) rim viene de rimde: "engendrar"; r imdude: "ser puro, ser nacido". No son
nacidos los rimaybí; son puros, nobles (y nacidos) los rimbe.
subordinación, no se puede considerar como un sistema. Sólo hay esclavitud, como modo de
explotación, si se cons-tituye una clase distinta de individuos, dependiente de un mismo
estado social y renovándose de manera continua e institucional, de tal suerte que al estar
aseguradas las funciones que desempeña esta clase de manera permanen¬te, las relaciones de
explotación y la clase explotadora que se beneficia de ellas se reconstituye también regular y
con¬tinuamente. Ahora bien, ya hemos visto que las condicio¬nes de una renovación
constante de extranjeros solteros en la sociedad doméstica son incompatibles con su
cons¬titución. La reproducción de esclavos por incremento ge¬nésico se enfrenta a
imposibilidades orgánicas y prácticas. Imposibilidad orgánica por el hecho de que, para ser
explotado, se coloca al "extranjero" en la incapacidad de reproducirse socialmente en tanto
que categoría social distinta; imposibilidad práctica también pues dicha re¬producción supone,
demográficamente, un efectivo míni¬mo de siervos muy superior a los efectivos habituales de
cada comunidad doméstica. Ésta no podría reunirlos y so¬meterlos sin modificar
profundamente, si no es que radi¬calmente, sus estructuras.
Al margen de la acogida, del cautiverio o de la guerra vecinal, los cuales son incapaces de
proveer un suministro continuo de personal servil, los otros medios de renovarlo son las
razzias permanentes, la guerra periódica organi-zada o la compra regular: medios que están
todos fuera del alcance de una economía de autosubsistencia y que sólo podrían pues
instaurarse —digámoslo una vez más— por su metamorfosis en otra forma de sociedad, en
con¬diciones históricas diferentes.
Aunque situados en una zona de trata esclavista, aun¬que visitados por comerciantes que
disfrutan ante ellos de inmunidades, los Samo no compraban esclavos. Los extranjeros
introducidos en las comunidades samo pro-venían sobre todo del cautiverio de individuos
errantes, en particular de mujeres y niños echados de su aldea debido al hambre. Ahora bien,
la inserción de esos extranjeros en la comunidad se hace por intermedio de un personaje muy
particular, el lamutyiri (amo de la lluvia), cuya fun¬ción parece ser la de polarizar sobre él, a fin
de neutrali¬zarlas, las situaciones incompatibles con el funcionamien¬to de las relaciones
domésticas. En este caso, las reglas bastante complejas de inserción del extranjero son tales
que ningún linaje, ni siquiera el del lamutyiri, está en capacidad de sacar ventaja para adquirir
influencia sobre los demás. El producto del trabajo del cautivo es reinte¬grado en los circuitos
sociales y nunca se utiliza en la producción de mercancías destinadas al mercado exterior. En
cuanto a su descendencia, diversas prohibiciones im¬piden que ella favorezca el incremento
del linaje del la¬mutyiri o de algún otro. Parecería pues evidente que, en¬tre los Samo, las
preocupaciones tendientes a preservar los marcos socioculturales son más importantes que las
preocupaciones relativas a la explotación y que las insti-tuciones arriba mencionadas apuntan
a neutralizar los efectos económicos y sociales de la inserción de un ex-tranjero.
En lo que concierne al caso de las poblaciones descritas por P.-P. Rey (1975), a pesar del hecho
de que han sido sometidas a la fuerte presión de la trata de esclavos ejer-cida en las costas de
África ecuatorial, los cambios sufri¬dos se inscriben en el marco de las relaciones domésti¬cas.
En esas poblaciones, aquel que, expulsado fuera de su linaje, es acogido por otra comunidad
no puede ser destinado a la producción más que si se le integra como "menor": sus tareas, sus
funciones, su participación en el trabajo y en el producto comunes no se distinguen de Ja de
los demás miembros de la comunidad. Más que de un vasallaje, se trata de una transferencia
de la filiación. Pero la diferencia primordial entre ese dependiente (llamado mutere) y el
menor es que el mutere puede ser vendido en los circuitos de la trata, lo cual estaba prohibido
den¬tro de su linaje original. En cambio, si lo conserva el linaje receptor y se casa, si se le
autoriza a convertirse en padre de familia al mismo título que los otros menores de la
co¬munidad, no se le somete objetivamente a explotación. Es pues con sobrada razón que Rey
comprueba que, en ese tipo de sociedad, la esclavitud no puede desarrollarse.
Si las sociedades descritas por Rey se transforman, no es por la constitución de nuevas
relaciones de produc¬ción, sino por la desviación de las reglas consuetudinarias bajo el efecto
de la trata, la cual permite a través de dos operaciones sucesivas (una transferencia de
dependencia que crea al mutere, luego la venta de éste por el linaje que lo recibe)
metamorfosear a los menores de producto¬res en mercancías, y a los mayores de
administradores en traficantes vergonzantes.
Por último, el caso vecino de los Kukuya (Bonnafé, 1975) revela un proceso doble: por una
parte, la integra¬ción de extranjeros (sobre todo mujeres) a título de re- productores(as) en los
linajes subordinados donde domi¬nan las relaciones domésticas; por otra parte, la
consti¬tución de esos linajes como grupo explotado por los lina¬jes dominantes. Estos últimos,
en efecto, se dedican a la venta de productos en el mercado para adquirir cautivos a cambio.
Esos extranjeros, los kibaki, no sólo son despo¬seídos de una fracción de su producto, sino
desposeídos igualmente (y lógicamente) de sus prerrogativas de "pa¬dre" en provecho del
amo (p. 551). En un contexto de trata, ciertas características de la esclavitud se afirman aquí
más claramente en la fracción dominante constituida en clase en relación con los linajes a ella
subordinados.
6. LOS INMOLADOS
7. LOS EMPEÑADOS
Así, la esclavitud, en la medida en que implica relaciones de clase, sólo puede surgir: 1] por la
disyunción de los ciclos productivos y reproductivos que son el fundamento del parentesco,
por lo tanto por el surgimiento del extran¬jero absoluto, del no-pariente; 2] por la renovación
ince¬sante de esta categoría social excluida de las relaciones de reproducción parentales, por
lo tanto por la crea¬ción de aparatos que las sustituyen.
PRIMERA PARTE
EL VIENTRE
DIALÉCTICA DE LA ESCLAVITUD
DIMENSIÓN HISTÓRICA
Un trabajo anterior nos sugirió la hipótesis según la cual las contradicciones internas de la
sociedad doméstica con¬ducían a una jerarquización de los linajes y a la domina-ción política
de unos sobre los otros más que a la apari¬ción de la esclavitud. La esclavitud se desarrolla en
África, como probablemente en todas partes, por el con¬tacto entre civilizaciones diferentes.
La historia de los pueblos y de sus encuentros desempeña en este fenómeno un papel
determinante. Limitándonos aquí al estudio his¬tórico de la zona sahelo-sudanesa,
comprobamos que la esclavitud se inscribe de golpe en un contexto interconti¬nental que
pone en juego a instituciones guerreras y co¬merciales que son las condiciones de su
existencia.
Los testimonios escritos más antiguos, relacionados con la trata saheliana, remiten al Fezzan
(Maunv, 1961: 337) y datan del siglo vil. Pero desde el siglo ix, los efectos de este tráfico son
advertidos en África occidental. Al-Yaku- bi (872) menciona la exportación de esclavos
sudaneses (negros) a partir de Awdaghust y de Zawila, más al sur. "Se me ha informado —
agrega— que los rey.es de los su-daneses venden así sudaneses (negros) sin razón ni [por
motivo] de guerra."
Kawar, a quince días de camino de Zawila, cuenta con una población musulmana que proviene
de todas partes, pero en su mayoría es berberí, que asegura la trata de los sudaneses (en
Cuoq, 1975: 48-49). Este tráfico, aparente¬mente bien organizado ya, se centra en el siglo x en
Zawi¬la, situada por autores de la época "en las fronteras del Mahgreb... Es una ciudad
mediana con un extenso dis-trito limítrofe del territorio del Sudán" de donde provie¬nen los
esclavos "que se venden en los países del Islam [...]. Son de una raza de un color negro muy
puro" (al- Istakhri, año 951, en Cuoq, 1975: 65). De este mismo Sudán, localizado entre el
océano al oeste y el desierto al norte, también provienen la mayor parte de los eunu¬cos,
según Hudud al-Alam (982-983) (en Cuoq, 1975: 69): "los comerciantes de Egipto acuden a
esta región... y roban niños... los castran y los importan a Egipto donde los venden. Hay entre
los [sudaneses] gente que se roban los niños unos a otros para venderlos a los comerciantes
cuando éstos llegan allí" (ibid.: 70). Edrissi (hacia 1154) menciona varias veces que las
poblaciones del desierto y de los estados sudaneses (Barisa, Silla, Tekrur, Ghana, Ghiyaro)
reducen en cautiverio a los habitantes lam lam," "transportándolos a su propio país y
vendiéndolos a los comerciantes que allí llegan y que se los llevan a otras partes" (Edrissi, en
Mauny, 1961: 337). Los Lam Lam, precisa, "están siempre expuestos a las incursiones 7 de los
pueblos de los países vecinos que los reducen a cauti¬verio por medio de diversas artimañas y
se los llevan a su país para venderlos a los comerciantes por docenas; de allí sale actualmente
un número considerable, destinado al Maghreb occidental" (ibid.).
En otra parte, al-Idrisi (1154)8 explica cómo lo hacen los saqueadores de Ghiyaro: "Esos
pueblos montan ca¬mellos excelentes; se aprovisionan de agua, se desplazan de noche, llegan
de día, luego, después de haber cobrado su botín, regresan a su país con el número de
esclavos del Lam Lam que, con el permiso de Dios, les tocan en el reparto" (en Mauny, 1961:
337). Idrisi agrega que la ciudad de Tekrur es un mercado donde los moros inter¬cambian lana,
vidrio o cobre a cambio de esclavos y oro (en Cuoq, 1975: 129).
Los datos de la historia de la trata en esta región están todos presentes en esos cortos pasajes:
formación de es-tados militares, pillaje al sur del Sahara por parte de
«Nombre genérico dado, por los autores maghrebíes, a las po¬blaciones consideradas salvajes
del África tropical, entre las cua¬les se capturaba a los esclavos.
8 O Edrissi.
¿Cuál era la extensión de esos estados? ¿Cuál era en esta perspectiva la función de la guerra,
de la cual se sabe, de acuerdo con esos testimonios, que era para ellos una actividad
constante?
En esa edad media africana, esos estados eran sobre todo instrumentos de abastecimiento de
esclavos. Desde el si-glo xi, Ghana (estado saheliano) disponía de ejércitos nu-merosos y de
caballería. El-Bekri (1068/1965: 332) pre-tende que el rey podía poner en campaña a 200 000
gue-rreros "de los cuales más de 40 000 van armados de arcos y flechas", además de su
caballería. "La gente de Ghana —escribe al-Zuhri (1154-1161)— incursiona en el país de los
Barbara, de los Amima y se apodera de los habitan¬tes como se hacía en otros tiempos, en los
tiempos en que ellos mismos eran paganos... Los habitantes de Ghana tos pillan todos tos
años" (Cuoq, 1975: 120). También en otros lugares la guerra es continua y considerada san¬ta:
"El rey de Silla (situado en el valle del Senegal) le hace siempre la guerra a los negros que están
sumidos en la infidelidad" (El-Bekri: 324). Se pone a este respecto como rival del Ghana, al
igual que el rey de Ambara, quien, de víctima, se convierte en predador. Los Beni-Lem- tuna
hacen la guerra santa combatiendo a los negros (El- Bekri: 311). El papel desempeñado por los
almorávides en el siglo xi en el abastecimiento de los mercados de esclavos no se ha dicho
explícitamente, pero varias indi¬caciones permiten pensar que no se trataba, para esos
hombres santos, de una actividad desdeñada: Yaya ben Umar, guerrero de Ibn Yasin, se alió
con los Lemtuna para atacar a una tribu berberí no musulmana. "Los Lemtuna los pillaron,
tomaron cautivos que se repartie¬ron entre ellos, después de haber entregado a su emir una
quinta parte del botín" (relatado por Ibn Idhari, mucho más tarde, en el siglo xv; en Cuoq,
1975: 223). Cuando el saqueo de Awdaghost (1054-1055), la ciudad contaba con millares de
esclavos y los almorávides se apoderaron de todo lo que allí se encontraba (El-Bekri: 317), sin
que se haya hecho mención de alguna emancipación de los captu¬rados. Sabemos también
que Ibn Yasin tomaba el tercio de los bienes de los que se aliaban con él, bienes de los cua¬les
se puede suponer que incluían numerosos esclavos.
Los cronistas no siempre precisan las causas y el desen¬lace de esas guerras. Idrisi informa sin
embargo que con¬tribuían al abastecimiento de esclavos. Las crónicas dan cuenta del botín,
pero no siempre se conoce la composi-ción del mismo. Cuando ésta es mencionada, los
esclavos constan en casi todos los casos. Según Rouch (1953: 182- 183), algunas guerras de
Soni Ali contra el Dendi o los Twareg "no tenían otros propósitos sino los de proveer de
soldados al Songhay". Algunas informaciones son más precisas: en 1501, el askia, en el curso
de una campaña contra el Malí, se provee de cautivos (Rouch, 1953: 195). En 1558, el askia
Daud hace "una incursión victoriosa en el Malí durante la cual hizo numerosos esclavos..."
in¬cluyendo a la hija del rey (C. Monteil, 1932/1971: 43). Los habitantes de las tres
aglomeraciones tienen "origen en los restos del botín recogido en el país de los Móssi por El-
Hadj". Otros provienen, por aldeas enteras, de las ex¬pediciones del askia Mohamed en el
lejano Kusata (TEF: 214). Luego de una incursión del askia Ismael en el Gurma (una región que
atrae sin cesar los ataques de los Sonxai), "tal fue el botín que un esclavo se vendió entonces
en 300 cauríes en Kagho" (TES: 157). En 1550, el askia Daud trae de Baxana un gran número de
cantores y cantoras mabi1* (TES: 60).
Luego de la invasión marroquí, la cual contribuye a desagregar las estructuras políticas del
Sonxai, la seguri-dad interna desaparece, la gente "se devora mutuamente" de manera tal que
se comienza ahora a esclavizar a "los hombres libres" (TES: 223), lo cual inquieta de manera
considerable al cronista. Los Bambara se apoderan de las mujeres sonxai, el caíd Mansur vence
al askia Nuh y re-duce a todos los Sonxai que lo acompañan a cautiverio, "hombres, mujeres,
jóvenes y viejos, cantores y canto¬ras". Hacia 1591-1592, "...marchando sobre los Zaghrani
que vivían en Yaroua, el caíd Mami se abalanzó sobre ellos, mató a sus hombres y se llevó a sus
mujeres y a sus niños como cautivos a Tumbuctú, donde fueron vendidos por un precio que
variaba entre los 200 y los 400 cauríes" (TES: 243). En Chenenku, los marroquíes "apresan a un
gran número de personas, hombres y mujeres, juriscon¬sultos y grandes devotos". Pero si uno
de los vencedores suelta a sus prisioneros, el otro los vende (TES: 275).
Los países de procedencia de los esclavos —Wangara, Kaniaga, Bitu, Malí, Jafunu (TES: 174),
etc.— al igual que los patronímicos de las poblaciones traídas o some¬tidas al Sonxai dan
prueba de una prodigiosa mezcolanza. Desde el siglo xi, en efecto, esas guerras se caracterizan
por tener cada vez más alcance. Las distancias no parecen detener a los ejércitos que operan
generalmente a 1 000 km o más de su base. Los efectivos militares calculados por los primeros
cronistas alcanzan a menudo, ya lo vi¬mos, la centena de millares de hombres. Cuentan con
ca¬ballería, aunque la mayoría esté compuesta de soldados de infantería. Tenemos pocas
informaciones sobre la or¬ganización y la táctica de esos ejércitos. Es preciso avan¬zar en este
punto algunas hipótesis. En primer lugar, no todas las guerras eran de la misma naturaleza. En
el siglo xvin y en el xix, Mungo Park y los Bambara (Bazin, 1975; Meillassoux-Niare, 1963)
distinguían dos tipos de empresas armadas: una consistía en correrías ejecutadas por un
número restringido de individuos; la otra, en ca-balgadas en las cuales participaban un gran
número de soldados. En ambos casos, los objetivos eran la captura de esclavos. Es preciso
distinguir también, pienso, entre las batallas que eran la expresión sangrienta de ajustes de
cuenta entre reinos, ejércitos contra ejércitos, rivali¬dades por el dominio de ciertos cotos o el
control de ciudades comerciales, batallas que no estaban despro¬vistas de cierto formalismo, y
las grandes expediciones dirigidas en contra de las poblaciones campesinas, que arrastraban a
millares de hombres al pillaje de algunas comarcas lejanas y durante las cuales no se daba
cuar¬tel. Desde que la captura exigió desplazamientos largos, las capacidades de los reinos
para movilizar numerosos efectivos, para organizar, avituallar sus tropas son las que
establecieron, tanto sin duda como el uso del corcel de batalla, su verdadera superioridad
sobre las poblaciones "paganas y rurales".
por comarcas cálidas como las del Gurma (TES: 426). Véase tam¬bién sobre ese punto C.
Aubin-Sugy, 1975, cap. ix; McCall, 1967; Daumas, 1858, y Law, 1975.
16 El hábitat telem y los tata bamana o malinke dan testimonio de ello para una época
más reciente (Meillassoux, 1966).
18 "En un abrir y cerrar de ojos, las tropas del askia fueron derrotadas." Así se resume la
batalla que opuso los 30 000 solda¬dos y caballeros del askia a los 1 000 invasores marroquíes.
19 Sobre la eficacia relativa de las armas de fuego, véase los nú¬meros especiales del
Journal of African History, vol. xii, núms. 2 y 4, 1971.
Los reinos mosi, situados en la sabana, al sur de los es¬tados antes citados que los separan del
Sahara, se forman en una coyuntura diferente. En varias ocasiones, los ejér¬citos mosi tratan
de abrirse paso hacia el norte y hacia el mercado sahariano de esclavos: invasión de Timbuktú
en 1337, de Walata en 1480, quizá antes, en 1447 (Person, 1958: 46, en Izard, 1970: 51), del
Masina en 1465 (Izard, 1970). En cada una de esas tentativas, se enfrentan a los estados
sahelianos y sobre todo al Sonxai (Izard, 1970: 34-70). Al fracaso de esas tentativas siguen
represalias por parte de los soberanos de este estado. El askia Mohamed organiza la guerra
santa en 1498 contra los Mosi, "llevándose a sus niños como cautivos" (TES: 121-122). Aislados
de la salida hacia el Sahara, víctimas de guerras predadoras, los Mosi se repliegan sobre sí
mismos y se constituyen en podero¬sos estados pero con vocación sobre todo defensiva.
En su función protectora de las poblaciones contra la captura por los sahelianos, la aristocracia
militar mosi realiza una integración social y política excepcional de las poblaciones. No sufre el
empuje concurrente de los comerciantes y del Islam. Los naba nunca serán musul-manes, y no
tienen el pretexto de la guerra santa. Las guerras exteriores, luego de los intentos de
penetración hacia el norte, no tienen la envergadura de las empren-didas por sus vecinos
septentrionales. En vez de gravitar alrededor de las necesidades de exportación, la esclavitud
tiende a concentrarse alrededor de la corona. La demanda de la corte acentúa su carácter
aristocrático y polariza sil desarrollo. Los esclavos reales de los que habla Izard (1973) son los
descendientes de capturas hechas en oca¬sión de una lejana expedición en el Bamana.
No es sino de manera tardía, en el siglo xix, que el naba Baogho o Baongo (1855-1894) (Izard,
1970: 353), vigésimo-sexto sucesor de la dinastía, tuvo "la idea de vender las capturas de
guerra" (Delobsom, 1933: 85). An¬tes que él, no obstante, unos guerreros mosi se habían ya
asociado con unos bandidos sonxai para proveer a la de-manda (Héritier, 1971). No es sino en
el siglo xix, pues, cuando el reino mosi aparece como proveedor de esclavos en provecho de la
trata europea.
Esas actividades de captura y el despliegue militar per-manente que engendran explican mejor
que la explotación y el comercio del oro la constitución de estados aristocrá-ticos y guerreros.
Desde luego, no se trata de desdeñar la importancia de los recursos auríferos para los estados
que controlaban su circulación y que, al permitir la com¬pra de caballos y otros bienes,
consolidaban la fuerza y el prestigio de los príncipes (Levtzion, 1973: 115-116; Kaba, 1981).
Pero el comercio del oro no explica la natu¬raleza de los estados medievales. Se conocen los
fracasos de las tentativas militares de los soberanos del Malí para apoderarse de las minas de
oro: desde que se emplea la fuerza, los mineros abandonan los placeres y la producción se
detiene a falta de productores (al-Omari: 58, 70). El enorme aparato de guerra no está
adaptado a la puesta en ejecución de actividades productivas permanentes, or¬ganizadas, ni a
su control. El oro se extraía con mucha frecuencia, en el Bure, el Bambuk y en Tambura, no por
esclavos pertenecientes al soberano, sino por poblaciones independientes. Los pacíficos
comerciantes que mante¬nían el contacto con esos buscadores de oro eran más aptos para
preservar las condiciones sociales de la pro¬ducción que los guerreros destructores. Los
guerreros y los bandoleros, en cambio, son eficaces cuando el acapa¬ramiento de bienes y
hombres se realiza mediante la des¬trucción de los grupos que los producen, vale decir por el
pillaje y el rapto.
Esta zona sahelosudanesa, que dio abrigo a los grandes estados proveedores de esclavos con
destino al Medite-rráneo y el Sahara, sometida durante mucho tiempo a las guerras, a las
conquistas y al comercio, fue también el lugar privilegiado del desarrollo de una esclavitud
afri¬cana. El-Bekri menciona brevemente su existencia en el siglo xi. En el xiv, Ibn Battuta la
observa en los estados sudaneses y en particular en el Malí. Allí ve esclavos de ambos sexos,
niños y adultos, sobre todo servidores del palacio (Battuta: 53, 62), soldados reales (ibid.: 53) y
concubinas (ibid.: 59). Algunos son empleados como por¬tadores (ibid.: 46), otros en las minas
de cobre (ibid.: 76). Son objeto de castigos corporales (ibid.: 63) y pueden ser obsequiados
como gratificación (ibid.: 64). Algunas menciones dan cuenta de un comercio de esclavos que
involucra a mujeres y a muchachos (ibid.: 76) y de la trata transahariana (600 muchachas
llevadas en carava¬na a través del desierto [ibid.: 78]). Se sabe también que la corte del Malí
contenía a algunos esclavos turcos de calidad (al-Omari: 66).
Los Tarikh el-Fettach y es-Soudan dan informaciones más precisas sobre las formas de
esclavitud dominantes en el reino de Gao. En el siglo xvi, la esclavitud descrita por los Tarikh
se refiere esencialmente a la corte, a su abastecimiento sostenido, por una parte, y a su
adminis-tración, por la otra. Los documentos dan cuenta de escla¬vos aposentados
organizados e incorporados en plantacio¬nes para la producción de subsistencias destinadas a
la satisfacción de las necesidades del rey, de su séquito, de su ejército, así como a las de los
"pobres". Los esclavos de la corte parecen constituir un cuerpo muy abundante. Algunas
cautivas son destinadas a la reproducción del clan: todos los askia, salvo uno, son hijos de
concubinas.
Así la fase de dominación de los estados medievales del Sahel correspondería a la constitución
y a la dominación de una clase aristocrática edificada sobre la guerra de rapiña.
Los testimonios describen una esclavitud ligada a esas formas aristocráticas de la sociedad:
esclavitud palaciega, militar, aposentada, destinada al cuidado de la clase do-minante y a la
reproducción de sus medios de domina¬ción: la guerra y la administración de la guerra.
Aunque el producto de las capturas sea destinado a la venta, sería falso considerar que las
estructuras y el des-tino de esta clase militar descansan en el comercio. Su actividad principal
es la guerra; la guerra da forma a la organización social y a los modos de dominación de la
aristocracia, así como a la naturaleza de la esclavitud que se constituye alrededor de ella. A
diferencia de los comerciantes, en efecto, los aristócratas saqueadores no venden para
comprar otros productos destinados a la ven¬ta. Su intervención en el comercio se limita la
mayoría de las veces a la compra de bienes de uso. No son de ninguna manera intermediarios
en el circuito de las mer¬cancías. La aristocracia africana, como la mayoría de sus homologas,
consideraba que era rebajarse el librarse a actividades venales. No hacía más que transformar
me-diante la captura a individuos libres en mercancías. Los comerciantes son quienes toman a
su cargo los produc¬tos, y viven y se benefician del comercio y se organizan socialmente en
función de esta actividad.
Confinados primero en las ciudades saharianas, luego sahelianas, o en los barrios comerciales
de las capitales, los comerciantes, protegidos ideológicamente por el Is¬lam, se dispersan, se
instalan más lejos hacia el sur, se implantan en las aldeas bajo la protección de los sobera¬nos
locales. La civilización islamosaheliana gana así la sabana y hace que las poblaciones penetren
en un tejido social y político cada vez más complejo. El ritmo de pro¬gresión de los
comerciantes, de las ciudades y de los mer¬cados hacia la sabana no es bien conocido. Mauny
estima que se remonta al siglo xiv y que en 1500 el comercio interregional dentro del oeste
africano está bien instalado a grandes rasgos (Mauny, 1961: 389). Wadane y Singetti datan del
siglo xv (Mauny, ibid.: 430). En el siglo xvi se establecen las ciudades fronterizas, Walata, luego
Timbuk¬tú, Jenne, Gao, entre otras, y sus actividades no cesan a pesar de la ocupación
marroquí de 1590. La implanta¬ción puntual de familias comerciantes islamizadas no pue¬de
confundirse sin embargo con la islamización de las poblaciones, la cual fue a menudo más
tardía. Esta lenta y progresiva instalación de los comerciantes se acompaña del
establecimiento de redes comerciales organizadas, sus-trato de una eventual organización
política.
Los estados, al apoyarse en una organización militar que permite la comercialización del
esclavo-mercancía, se benefician con la existencia del comercio. Pero éste no está en sus
manos. La venta de los cautivos, la importa¬ción de caballos (procedentes durante mucho
tiempo de Africa del Norte [Doutressoule, 1940; McCall, 1967]) y de los bienes de prestigio
dependen de la organización de los comerciantes. Éstos se erigen así en una clase asociada a la
clase militar, pero también que compite con ella y tiende a socavarle el poder. El desarrollo del
comercio, al que se asocia con la prosperidad de los estados, puede también ser la causa de su
pérdida si éstos no logran ejer¬cer el control político de aquél.
Los historiadores clásicos percibieron el desarrollo de una clase mercantil en esta región, pero
sobre todo De- lafosse (1913), así como el efecto de la dispersión de las poblaciones soninke
del Wagadu (antiguo Ghana), disper-sión que no habría prácticamente cesado desde la
conquis¬ta y destrucción de este estado por los almorávides en el siglo xi. Serían esos
"Soninke", todos con vocación co¬mercial, los cuales, independientemente de otras
circuns¬tancias, habrían difundido el comercio en el Sudán. Es un punto de vista bastante
primario de la historia, que con¬lleva por añadidura una confusión —la cual debemos
igualmente a Delafosse— entre Soninke y "Maraka". En realidad, tanto los maraka como los
juta (cuando así se designa a las familias dedicadas profesionalmente a los negocios) carecen
de un origen étnico particular. Además, la pertenencia étnica no es, de ninguna manera, deter-
minante. Si los negociantes son casi siempre de origen "extranjero", es por razones
socioeconómicas perfecta-mente explicables (Meillassoux, 1971: 32). La multiplica-ción de los
juta y los maraka, su diseminación y su in-fluencia creciente resultan del desarrollo de una
coyun¬tura económica y no de un accidente de la historia o de una predisposición innata de
ciertas "razas" al comercio.
Detrás de la organización política de los estados se cons-truye pues el poder de las ciudades y
burgos comerciales que tratarán, a todo lo largo de su historia, de escapar a las tutelas
imperiales, con éxitos duraderos a veces, como Jenne. El poder mercantil, apoyado en el Islam,
se inscri¬be así a manera de filigrana en el reverso del poder de las aristocracias guerreras,
listo eventualmente a susti¬tuirlo. El Wagadu (Ghana) se derrumba, el Malí se des¬morona,
mientras que las ciudades comerciales que se constituyeron en su órbita, Awdaghost, Walata,
Jara, Ti- shit, Wadan, les sobreviven y perpetúan sus actividades comerciales a lo largo de las
mismas rutas, prosperando menos quizá en lo sucesivo por la trata esclavista que por el
comercio de mercancías, producto del trabajo de los esclavos.
En el siglo xvi, la economía mercantil ha tomado ya forma. A la trata de esclavos hacia el norte
—trata cuya importancia es todavía difícil de estimar—, al comercio del oro, se agregó un
verdadero negocio de mercancías, que penetra en casi todo el Sahel, de productos del tra¬bajo
agrícola y artesanal, y que crea una demanda local de esclavos productores. El último imperio,
el de Gao, se disgregó bajo el efecto de la conquista marroquí: los pro-cónsules del sultán
pierden poco a poco su control sobre los pachás y los caí des colocados bajo su autoridad. Des-
centralización del poder que parece ser también el indicio del ocaso relativo de la venta de
esclavos en beneficio del comercio de mercancías y de la trata saheliana en prove-cho de una
trata subsahariana. Las formas de organiza¬ción política se transforman. A los poderes
centralizados los sustituyen unas veces federaciones de aldeas fortifica¬das, bajo la autoridad
de familias encargadas de organi¬zar su defensa (y que a veces ocupan el poder por
rota¬ción), otras veces señoríos dominados por una dinastía local que reina sobre un pequeño
número de aglomera¬ciones, o bien burgos comerciales que, para protegerse, se organizan en
milicias o contratan clanes mercenarios.
Las crónicas, que se han circunscrito sobre todo a las proezas militares de las aristocracias
guerreras, son poco explícitas sobre la historia de esas formaciones sociales que no se
entregan, como las precedentes, a las hazañas gloriosas. La ausencia de crónicas comparables
a los Ta- rikh, la discreción de los historiadores durante la primera mitad del siglo xvn son un
indicio del debilitamiento de las grandes aristocracias militares y del probable surgi¬miento, en
su lugar, de prosaicas sociedades burguesas, más dedicadas a la producción rutinaria que a las
haza–as guerreras.37
La existencia de esos burgos en el siglo xvn y el empleo de esclavos productores por parte de
sus habitantes jula o maraka se ven corroboradas en las tradiciones recogi¬das por C. Monteil
(1924: 20-21), en las regiones de Segu y el Karata: esas aldeas, consideradas maraka en zona
bamana, "se hacían notar por la holgura, la riqueza algu- ñas veces, lo cual les aseguraba una
suerte de preeminen¬cia sobre las dugu [aldeas] bambara: esta prosperidad descansaba en el
trabajo de una población servil que los Soninke habían adquirido por las prácticas
comercia¬les". Esas aldeas, según el mismo autor, habrían disfru¬tado de una gran
independencia política. La aparición de los comerciantes jula, según C. Monteil, dataría del
reinado de Soni Ali sobre el imperio sonxai. La impor¬tancia de Kong, ciudad comercial por
excelencia, que ocu¬pa en la sabana un lugar comparable a Jenne en la desem¬bocadura del
Níger, remontaría, si le creemos a Binger, al siglo xiv (n, 393), pero su independencia política a
1790. La trata europea va a dificultar, sin lograr detenerlo, este ascenso de los comerciantes y
ofrecerá a los guerre¬ros la ocasión de retomar su lugar en la escena política. El surgimiento
de Segú en tanto que formación política en medio de la sabana, a partir de mediados del siglo
xvn, se debe a esta coyuntura. La demanda de esclavos para la costa provoca inseguridad de
nuevo. Los aldeanos se raptan mutuamente mujeres y niños; se constituyen ban¬das; se
organizan federaciones de tegere (bandidos). Re¬latos bamana cuentan cómo los Kulibali, clan
guerrero del Kaarta y mercenarios de un burgo comercial, se adue¬ñan del poder en ocasión
de un conflicto con las auto¬ridades civiles (J. Bazin, comunicación verbal). El naci¬miento del
estado de Segu, bajo la autoridad de Biton Kulibali, está marcado por conflictos armados con
los burgos comerciales instalados en los alrededores (C. Mon¬teil, 1924: 44) y sobre todo con
la ciudad de Kong que en dos ocasiones ataca a Segu, aunque sin éxito (C. Monteil, 1924: 40-
44). Podemos concebir en efecto que el poder co¬mercial se inquiete ante el surgimiento de
una potencia rival, sobre todo si se funda en la guerra. Más tarde un modus vivendi
intervendrá entre Segu y algunas comuni¬dades comerciales, en particular las de los Maraka,
com¬plementos indispensables al funcionamiento de la econo¬mía militar (Bazin, 1972;
Roberís, 1978). La organización de Segu ilustra la formación de una "democracia militar"
constituida en sus inicios por jefes de bandas asociados, muy parecidos entre sí, quienes
designaban a uno de ellos como primus inter pares, otorgándole, empero, sólo un poder
limitado.
Entre esos guerreros bamana, al igual que entre los Ma- linke o entre los cazadores, se
practicaban dos modos de designación: la elección y el sorteo. En la época de Biton Kulibali, los
cabecillas de las incursiones bamana se ele-gían dejándolo a la suerte siendo considerado cada
gue¬rrero o bandido de igual valor. Esta fórmula igualitaria del poder no suprime sin embargo
las rivalidades entre guerreros, las cuales conducen muy pronto al predominio de uno de ellos,
el cual, al arrogarse un poder heredita¬rio, sustituye por medio de un golpe de Estado el orden
dinástico por elección. No todos esos barones, como tam¬poco el rey, son nobles. Su
reclutamiento deriva para mu¬chos de ellos de la captura. El botín es "el precio de su vida",
todos son "muertos en suspenso". "No tienen hi¬jos, sólo tienen cautivos." Esta condición de
guerreros, casi de viejos soldados, constituirá un peso para todos los ciudadanos de Segu, pues
ella es de hecho la condi¬ción de la ciudadanía, y ni siquiera los soberanos se libran de ella. La
vocación de Segu es pues la guerra y la captura de hombres. En una sola expedición, uno de los
soberanos de Segu trae tantos esclavos que recibe 10 000 tan sólo para él (Sauvageot, 1955:
135). La organización social refleja la organización militar. Las aldeas se pue¬blan gracias al
aporte de prisioneros que reconstituyen juntos seudoclanes (Bazin, 1972, 1975). Los lazos del
pa¬rentesco están en competencia con los de la camaradería de las armas. Segu es entonces
un gran proveedor de cautivos de los dos sexos. Unos son despachados hacia la costa de
Guinea o de Gambia a cambio de fusiles y mer¬cancías europeas; otros son vendidos a los
maraka, co¬merciantes y empleadores de esclavos, situados dentro del dominio del reino pero
preservando su autonomía (Ba- zin, ibid.] Roberts, 1978). Aquéllos producen mercancías y
subsistencias destinadas a la exportación o a la corte. El resto de los cautivos es conservado
por los soldados, ya sea para intercambiarlos, ya sea para trabajar la tie¬rra. Así, el botín
humano se divide en dos categorías que tienen cada una su mercado: los hombres son
destinados a la trata europea, las mujeres y los jóvenes a la trata interna, para una utilización
agrícola o doméstica o para ser vendidos a los maraka.
El recurso a los maraka, a la vez para dar salida a los esclavos y para obtener una parte de la
subsistencia, li¬mita sin embargo el empleo de esclavos agrícolas entre los Bamana de Segu
(los cautivos conservados por éstos son la mayoría de las veces alistados en el ejército y
asig¬nados al pillaje). Los guerreros de Segu no conservaban su predominio sino a través del
ejercicio periódico de la violencia. Da Monson, uno de los soberanos de Segu, es-timaba que
los maraka eran como las espigas de mijo que había que segar de vez en cuando para
permitirles reto¬ñar más tupidas.
Al contrario de los soberanos de los estados medievales y del Sonxai, los reyes bamana nunca
utilizaron el pre¬texto religioso para reducir a los hombres al cautiverio.
Esas guerras, a las cuales se les confiere una interpre-tación ideológica (el "fanatismo", la
"guerra santa"), des-cansan en pretextos religiosos muy endebles: una cuenta de más o de
menos en el rosario; una posición de los brazos durante la oración preferida a otra. . . ¿Eran
tan desinteresadas? El resultado muestra perfectamente que de ningún modo era así, que
removieron, más que todas las otras guerras en el pasado, bienes y riquezas en can¬tidades
considerables, entre los que los esclavos ocuparon el primer lugar. Tuvieron como efecto el
proveer de es¬clavos productores a casi todas las poblaciones sahelia- ñas a expensas de los
pueblos que permanecían como más particularistas y menos protegidos.
Si esas guerras proveedoras de esclavos estallan con tal impetuosidad cuando la salida de ia
trata atlántica se cierra, es sin duda porque el desarrollo económico de la zona sudanesa era
capaz ya de ofrecer un mercado para una mercancía tan abundante. La esclavitud productiva,
la esclavitud comercial se encontraba en un grado tal de su desarrollo que atizaba ese tipo de
empresas. El creci¬miento de la producción no es sin embargo suficiente para explicar por sí
solo la envergadura de las guerras de captura emprendidas por El Haj Umar, Samory y sus
émulos. Es preciso hacer intervenir aquí una circunstan¬cia que contribuye, al disminuir el
rendimiento de las guerras, a intensificarlas. Durante la trata atlántica, la totalidad de los
cautivos encontraba una salida, ya que existían dos mercados distintos para los esclavos. Uno,
el mercado europeo, absorbía a los hombres adultos, cual¬quiera que fuese su condición
social, hombres libres o esclavos recapturados, pero tenía poca demanda de mu¬jeres y niños.
El otro, el mercado continental africano, demandaba sobre todo mujeres y niños pero pocos
hom¬bres adultos, salvo los esclavos recapturados.43 Así se le daba salida a la totalidad de las
capturas.
Cuando se cierran los mercados americanos y la trata atlántica desaparece, los cautivos
varones, de origen li¬bre, no encuentran más mercados: por lo general, a par¬tir de ese
momento, son masacrados en los campos de batalla. Sólo se conservan los esclavos varones
recaptu¬rados, las mujeres y los niños raptados en las aldeas con¬quistadas. Pero el beneficio
de la guerra disminuye otro tanto, pues los medios puestos en ejecución para guerrear son del
mismo orden, ya sea que una parte solamente de las capturas pueda venderse o su totalidad.
Para que la guerra siga siendo redituable, hay que intensificarla, era- prenderla contra
poblaciones más grandes, multiplicar las operaciones militares. A pesar del incremento de la
producción, el mercado africano no estaba listo sin em-bargo para absorber tal cantidad de
esclavos cuyo empleo en lo tocante a una parte de ellos (los hombres) no tenía mucha
demanda. Sabemos que, en la segunda mitad del
siglo xix, el costo de los esclavos baja y al mismo tien bajan los beneficios de la guerra, de ahí la
incitació proveer todavía de más cautivos, a extender siempre conquistas. En lo que respecta a
los usuarios, esta t en los costos fomenta el empleo de esclavos en la prot ción, tanto más
cuanto que los ejércitos representan salida para la venta de productos agrícolas. Si bier
productividad de la guerra disminuye, la rentabilidad esclavo aumenta. Los comerciantes y los
campesinos plotadores de esclavos ganaron por ende al beneficií de una aportación sin
precedentes al mercado de los a, tes de trabajo, a costos que permitieron una amortiza« tan
rápida de los mismos que las condiciones de su producción se transformaron.
El poder político en cambio se les escapa en prove de una nueva clase dominante, la de una
aristocr guerrera musulmana que, a partir de El Haj Umar opone a la vez a la clase de las
aristocracias milit paganas y a la de los morabitos clericales tales como habíamos encontrado
en el Masina. Así, desde que e lam se convierte en la ideología dominante, se divers: y se
opone el grupo social al cual se extiende, al mi tiempo que las funciones asumidas en otra
época poi aristocracias laicas recaen en sus manos. Hay en lo cesivo una tendencia a la
confusión sobre el contro las armas y de la ideología, una dominando a las c o a la inversa. El
Masina y los musulmanes kadriya bían realizado la subordinación de los guerreros a morabitos
y los comerciantes islamizados a una ar cracia guerrera musulmana.
Las guerras de El Haj Umar, como las de Samori, a completar, en estos finales del siglo xix, la
profi fusión de las poblaciones iniciada diez siglos atrá: esta zona. El profeta arrastra tras sí a
gente Futan Bunduke en grandes cantidades, que ocupan las al del Kaarta abandonadas por
sus habitantes y se d buyen incluso en el Masina y el Seeno. Samory, por i; arrastrará tras sí a
tropas reclutadas a su paso, df tando poblaciones enteras, mientras que sus capture dispersan
—desde el Sahel y la sabana hasta la selva fusiones sociales consecutivas a los desplazamientos
d cautivos, a la deportación de las poblaciones, a los plazamientos de los soldados, a la fuga de
poblaciones hostigadas, a los movimientos de los comerciantes, la amenaza constante que
pesaba sobre tantos seres captu¬rados, al mismo tiempo que el deseo de cada cual por
disfrutar de la servidumbre de otros, han contribuido a la constitución de un conjunto social
muy imbricado, el cual se extiende sobre miles de kilómetros y cuyos com¬ponentes, clanes,
castas y clases se reconocen, se oponen y se unen progresivamente en inmensas extensiones.
Entre ellas, y unas contra otras, se traban numerosas alianzas, diversas, a menudo
compulsivas, las cuales constituyen por sus trazos un tejido social "simpléctico", soporte de
una sociedad original cuyas particularidades étnicas tien¬den a desaparecer en provecho de la
extensión de un área de socialización difusa, que penetra hasta el corazón de cada estado, de
cada clan. Sociedad abierta a formas elaboradas de poder pero reticente al absolutismo.
Socie¬dad atestada de intrigas de la cual cada elemento, preo¬cupado por preservar su
libertad y su vergüenza, pero temeroso de la misma manera de la traición que hace naufragar
en la subordinación y la deshonra, busca la alianza que le asegurará los medios de salvaguarda
para evolucionar, moverse y progresar en ese mundo de truha¬nería y altivez.
En razón de las guerras y las deportaciones de indivi¬duos que ellas provocan entre zonas
proveedoras y regio¬nes consumidoras, la esclavitud en el siglo xix estaba repartida de manera
muy desigual. Allí donde existe la esclavitud, las proporciones entre avasallados y libres son
variables. Los informes coloniales ya mencionados pro¬veen cifras que sólo tienen un valor
indicativo en razón de las condiciones en que fueron recogidas (estimacio¬nes, censos
parciales y no homogéneos de una a otra región, definición variable de las categorías sociales,
etc.). De un informe a otro, las cifras de un mismo distrito varían a veces de una cifra a su
doble. Deherme (1908: 383), quien trata de hacer la síntesis de esos documentos, estima que
un cuarto de la población de África occiden¬tal estaba avasallada: 200 000 en el Senegal, 600
000 en el Alto Senegal-Níger, 250 000 en el Dahomey, otros tantos en Costa de Marfil, 450 000
en Guinea (véase también Klein, 1983; Boutillier, 1968: 528, y M. Diop, 1971: 22 s.). Una
utilización de los informes coloniales por círculo administrativo muestra un reparto desigual de
la pobla¬ción esclava: representa menos del 10% de la población en 8 círculos de 65; de 10 a
20% en otros 8; aproximada¬mente 25% en 6 círculos; alrededor de un tercio en 7 círculos; 18
círculos cuentan con aproximadamente 50% de esclavos y 11 más de dos tercios. Además, los
nóma-das, los Jula de Kong (y algunos otros círculos) habrían tenido más del 100% de esclavos,
en ocasiones cuatro veces más que la población libre. Así más de la mitad de los círculos
cuentan con más del 50% de esclavos.
De este rápido panorama histórico del cual sólo hemos extraído los elementos relativos a la
esclavitud, resalta que esta institución, ya sea que haya alimentado la trata o la producción, ya
sea que haya contribuido a la edifi¬cación de los grandes imperios o de los burgos,
desem¬peñó un papel protagónico en el desarrollo económico y político de la zona sahelo-
sudanesa.
La esclavitud ha dejado, hasta el día de hoy, huellas profundas, prejuicios tenaces, secuelas de
explotación apenas superadas, que dan testimonio sobre el arraigo y las funciones de esta
institución en la sociedad pre- colonial. Los matrimonios, hoy todavía, entre ingenuos y
descendientes de esclavos, aun en los medios más pro-gresistas, se enfrentan a amargas
resistencias, mientras que, hasta entre los trabajadores inmigrantes procedentes de esas
regiones, los descendientes de esclavos deben a veces rebelarse contra las fatigas que les
imponen sus antiguos amos, no obstante estar sometidos a las mismas condiciones que ellos
(Samuel, 1977).
1. CONDICIONAMIENTO A LA EXTRANEIDAD
El esclavo viene siempre de lejos. Su extraneidad co¬mienza con su exotismo. Las distancias
recorridas por los ejércitos de los imperios africanos medievales para ex¬traer cautivos son
considerables. Desde Kumbi, capital del Wagadu, al país de los "Lam-lam" —región situada
más o menos al sur del río Níger—, la distancia media es de 500 km. Las tropas del askia del
Sonxai saquean el Kusata, situado, en esa época, en dirección de Diema a más de 1 000 km al
oeste de Gao. El valor de los cautivos aumenta con la distancia, obstáculo insuperable para la
evasión.
Desde antes de la trata atlántica, los esclavos negros eran despachados hasta el Maghreb, el
Medio y el Cer¬cano Oriente, Turquía, incluso la India (Deschamps, 1971). Encontramos sus
huellas en Europa y en Sicilia (Verlinden, 1955, 1966). La trata europea los arroja sobre todo el
continente americano, las Antillas y también Eu¬ropa. Cuando en el siglo xix se desarrolla la
trata inter¬africana tropical, el desplazamiento de los cautivos, pese a que no se encuentran
más mercados para ellos fuera del continente, sigue siendo considerable.
A los desplazamientos que los traficantes imponen a su ganado humano, se agregan las
distancias siempre en aumento que los guerreros deben recorrer para explotar nuevos cotos.
Es lo que muestra Bonte (1975: 55), por ejemplo para los Twareg Kel Kreff cuyos territorios de
captura alcanzan el Kebbi, el Menaka, el Djerma, etc. En¬tre los Abron, los esclavos son moshi
(mosi) y gurunsi (Terray, 1975: 392). El Busansi, el Konkonba, el Tyokosi constituyen para los
Asante, y de manera general para los pueblos akan, verdaderas reservas de esclavos (ibid.:
392). Los cautivos de los Anyi son oriundos en su mayoría de las sabanas del norte y de Kong
(Perrot, 1975: 363, 366). Pero Kong es un mercado donde los cautivos pro¬vienen de regiones
más lejanas todavía. Todos los ejem¬plos muestran que los esclavos vienen de zonas apartadas
o de acceso difícil. Si esas distancias no son recorridas por los traficantes, lo son por el
guerrero. El esclavo no es nunca un vecino. Era una práctica corriente la de revender los
esclavos capturados para comprar otros de procedencia más lejana (Balde, 1975: 193 5.).
Si se considera el destino final de los esclavos expor¬tados de África, ese espacio cobra
dimensiones plane¬tarias. Así la economía esclavista se inscribe en un área muy extensa, que
pone en acción, aparte de los instru¬mentos de captura, un aparato complejo y organizado de
deportaciones, de comercialización, de transporte, de mer¬cados, y también de puesta en
condiciones de la "mer-cancía" (adiestramiento, cuidados diversos y presenta¬ción,
castración). La distancia misma es un instrumento de esa puesta en condiciones. Diversos
relatos (Daumas, 1857; Mercadier, 1971) revelan su importancia como ele¬mento de
enajenación de los cautivos: más allá de un punto determinado del recorrido, a partir del cual
la fuga se vuelve improbable, el tratamiento físico y moral de los cautivos se modifica de
manera estudiada; también su comportamiento.
"Griga, el esclavo mawri capturado en los alrededores de Sokoto, cuenta que después de un
día y medio de mar¬chas forzadas con sus raptores, privados de alimento y agua, los cautivos
de la caravana llegan a la vez a per¬der la esperanza de salvarse y a estar 'casi agradecidos' por
recibir de beber. En el estanque donde se detienen para el reparto, en el Dallol Basso, los
caravaneros degüellan a cuatro mujeres demasiado marchitas, emasculan a dos niños, uno de
los cuales muere durante la noche, con el fin de descargar la caravana de bocas inútiles y fijar
los itinerarios según la naturaleza de la mercancía humana así preparada" (según Mercadier,
1971).
La lejanía geográfica prepara la distancia social casi ab-soluta, pese a todas las apariencias, que
separará al escla¬vo del amo, y lo anclará en su estado irreversible de ex¬tranjero. Este
espacio esclavista que, a lo largo de miles de kilómetros, moldea a un ser humano como
mercancía viviente, es estructurado, organizado y articulado con este fin.
Raro es que se conozca realmente cómo se contraen des¬de su origen las relaciones
esclavistas entre poblaciones tan lejanas unas de otras. No obstante, tenemos un ejem¬plo de
ello en lo que concierne a los inicios de la trata europea de esclavos africanos: los primeros
cautivos son arrebatados de la costa mauritana por los exploradores portugueses, más como
una curiosidad que como mer¬cancía. Uno de esos prisioneros, un Moro de alto rango, le
propone al rey Enrique entregar otros diez cautivos a cambio de sí mismo. Así se establece, a
través de un in¬termediario africano, una primera transacción que alentó a los portugueses
primero a saquear las costas, luego a depender de los jefes locales para organizar la captura y
comprar a los capturados (Deschamps, 1971: 38-40). Este esquema parece haberse
generalizado y organizado desde la Edad Media: una demanda externa suscita la creación de
bandas locales, luego de estados saqueadores que practican la rapiña, de forma continua o
periódica, contra poblaciones cada vez más lejanas y juzgadas "sal¬vajes". Los pueblos víctimas
de esas incursiones tienen casi todos la misma característica: funcionan según el modo de
producción doméstico; son sociedades agríco¬las, sedentarias, paganas, que practican una
economía de autosubsistencia.
Las "casas", grupos orgánicos de productores y comen-sales, forman sus células constitutivas.
Toleran el arbi-traje entre ellas pero ninguna soberanía. Esas poblaciones agrícolas son
vulnerables: el cultivo de los campos las lleva a la dispersión durante las estaciones de cultivo.
La agricultura extensiva limita sus capacidades de agrupa- miento en grandes aldeas. Sus
efectivos dispersos no pue-den ser convocados con rapidez. A la inversa de sus ata-cantes,
provistos de armas y caballos por sus clientes de las ricas comarcas esclavistas, esas sociedades
sólo dis¬ponen de armas ligeras (arcos, flechas envenenadas, a veces instrumentos de
labranza), rara vez de caballos.4 La defensa colectiva se apoya en alianzas que los conflictos
entre clanes hacen precarias.5
Los campesinos se ocultan o se reagrupan, pese a la lejanía de los campos; se protegen detrás
de defensas cada vez más fuertes (desde las empalizadas hasta los podero¬sos tata de los
Bamana y los Maninka);6 se refugian en lugares de difícil acceso, como las poblaciones
llamadas paleonegríticas de los macizos del Togo septentrional o del Adamawa; se aferran a
los acantilados como los Te¬lena, y luego los Dogon. A pesar de las transformaciones que
imponen a su agricultura esas nuevas condiciones de explotación (cultivos intensivos en
terrenos de superficie reducida, o movilización del trabajo para las labores de defensa),
preservan de manera sorprendente su forma ce-lular y doméstica de organización social y
política.
Los relatos describen las incursiones como ataques sor-presa: las aldeas son observadas por
los asaltantes y, cuando la población deja de estar sobreaviso, los guerre¬ros se abalanzan
sobre los campos o los pozos donde se reúnen las mujeres —a menos que se embosquen para
economic" o "non commercial", es decir que no entran en los circuitos de producción de los
estados.
4 Léase sobre este tema los relatos de los campesinos del Níger interrogados por J.-P.
Olivier de Sardan (1976) sobre la manera mágica y práctica con que se defendían de las
incursiones de los saqueadores. J. Goody (1971: 57-72) refiere las prohibiciones de las cuales
son todavía objeto, entre los campesinos del Gonja cen¬tral, los caballos que fueron los
instrumentos de su vasallaje.
6 Meillassoux, 1966 a.
atacar a individuos aislados. Se hace una clasificación inmediata para deshacerse, matándolas,
de las capturas sin valor, viejos o niños de corta edad que retardarían la fuga. Se dice que,
cuando las incursiones se repetían en las mismas aldeas, se dejaba una salida para que se
escapara una parte de la población. ¿Era para permitir que se reprodujera esa población o
simplemente para desalojar a los aldeanos de sus escondites y capturarlos con mayor facilidad
en campo abierto? ¿Era para evitar un enfrentamiento desesperado y sin salida, y por ende
sangriento? Se dice que los Moros-Trarza procuran no repetir sus incursiones a las mismas
aldeas en una me-dida que comprometa la reproducción de las poblaciones. Pero esas
medidas de preservación no eran ni generales ni muy sistemáticas y, en muchos otros casos,
fueron desvastadas y despobladas regiones enteras por las in-cursiones y las guerras
esclavistas (cf. Binger, 1892).
El estado general de inseguridad que domina en esas zonas de predación favorece también, en
el seno de las sociedades saqueadas, la constitución de bandas com-puestas de hombres
jóvenes que encuentran en esta fórmu¬la el medio de protegerse contra la captura y a la vez
sacar provecho de ello. Organizadas militarmente, algu- ñas de esas bandas logran imponer su
autoridad sobre poblaciones campesinas que aceptan su dominación como contrapartida de
su "protección" (M. Piault, 1982), Las formaciones políticas que se constituyen así, según es-
tructuras nuevas, practican la captura para abastecer los mercados y a la vez para su beneficio
propio.
Por otro lado, una parte de los cautivos se vende a traficantes que los conducen a sociedades
esclavistas mer¬cantiles. La relación amo-esclavo contraída es así media¬tizada dos veces: por
la sociedad proveedora, que rapta por un lado y vende por otro, y por el aparato comercial
que asegura la salida y el transporte de los cautivos. En este espacio económico ampliado es
donde el cautivo ad¬quiere un valor de cambio. Su reproducción se opera por la doble
operación de la captura y de la venta en un mer¬cado.
—a sociedades donde son capturados los esclavos y que representan el medio en donde son
"producidos" de-mográfica y económicamente; —a sociedades esclavistas aristocráticas que
disponen de un aparato militar para arrebatar a esos seres hu¬manos de su medio productor y
reproductor; —a sociedades mercantiles que controlan un aparato comercial para darle salida
comercial a los cautivos; —a sociedades esclavistas mercantiles, consumidoras de esclavos.
La esclavitud en tanto que sistema social de producción es indisociable de ese conjunto, que
descansa, en esencia, en la transferencia continua y permanente de seres hu-manos dentro de
este espacio económico orgánico y or-ganizado.
3. LAS RELACIONES PRIMARIAS DE LA ESCLAVITUD
La mayoría de las tesis sobre la esclavitud parten de la relación entre amo y esclavo, expresada
en términos de "propiedad". La establecen como primera y suficiente para circunscribir la
totalidad del fenómeno esclavista (Hin- dess y Hirst, 1975). Pero para concebir la esclavitud
como sistema, vale decir eventualmente como modo de produc-ción, es preciso que haya
continuidad de las relaciones esclavistas, y por lo tanto que esas relaciones se repro-duzcan
orgánica e institucionalmente de tal manera que preserven la organización sociopolítica
esclavista, y que pongan en contacto, pues, a grupos sociales en una rela-ción específica y
renovada sin cesar, de explotación y do-minación.
El análisis histórico nos mostró que la relación entre amo y esclavo es el subproducto de una
relación que se establece en el marco del espacio económico global de la esclavitud, es decir
entre sociedades esclavistas (utili- zadoras de esclavos) y sociedades productoras de seres
humanos. Relación que se establece además por interme¬dio de un conjunto complejo de
aparatos puestos para organizar económicamente ese espacio (aparato militar y comercial que
asegura la captura y la transferencia de seres humanos de unas sociedades a otras).
Ciertamente, las relaciones entre pueblos raptores y pueblos saqueados son en la práctica
desiguales, brutales, discontinuas, circunstanciales. Apenas sugieren un "siste¬ma" económico
ordenado e institucionalizado. Por un lado, sociedades históricas identificadas y
geográficamen-te circunscritas, política, militar y comercialmente orga-nizadas, que producen
sobre la base de relaciones de cla¬se que las estructuran jerárquicamente y en las cuales los
esclavos, una vez admitidos, se insertan orgánicamente. Por el otro, poblaciones lejanas y sin
nombre, dispersas, a menudo mal conocidas por las primeras y confundidas en un conjunto
vago e inorganizado de "salvajes". Entre unas y otras, ninguna relación formal, nada de más
relaciones que las de la violencia bruta que impone una de las partes sin que ni la guerra ni la
paz sean jamás declaradas ni concluidas. Los aparatos establecidos para relacionar las
sociedades esclavistas con las sociedades productoras de esclavos: el ejército o la banda de
saqueadores, son de los que no permiten el reconocimiento político mutuo. Cuando esas
relaciones se relevan mediante el comercio, se tornan tan lejanas, tan frecuentemente
mediatizadas, excluidas de tantos relevos, que las partes no tienen con-ciencia de su existencia
respectiva en tanto que pueblo o nación. Las relaciones se mantienen con base en el no re-
conocimiento, en el exotismo y permanecen con una alte- ridad irreductible. Las
representaciones que se hacen las poblaciones esclavistas de los pueblos en los cuales se
abastecen —imagen que trasmiten a las personas que se aproximan a ellos o los estudian—
expresan bien la rea-lidad y la naturaleza dé las relaciones políticas que los vinculan. Para
marcar la distancia social, las sociedades esclavistas atribuyen generalmente a las poblaciones
sa-queadas un nombre genérico que no les pertenece: para los Sudaneses de la Edad Media,
esos pueblos salvajes, proveedores de cautivos, son Lam-lam o Nyam-nyam, a los que se sitúa
en comarcas meridionales mal explora¬das; son los Keeseero de los Peul musulmanes del
Fuuta Jallo, término indiferenciado que designa a los paganos negros del sur (los "Kissi" de los
administradores colo¬niales) (Balde, 1975: 181). "En los dialectos de los Tuarga y de los
Bereberes del Sahara, Djanawen, Ganawn (singu¬lar: Ganaw) significan 'esclavos negros' " (J.
Lanfry, 1966). El mismo término [genewa] se emplea en Timbuktú -para designar a los Negros
(Cuoq, 1975: 119, p. 1). Djanawen se convertirá, para los europeos, en guineo. Para los So-
ninke del siglo xxx, "bambara" es todavía prácticamente sinónimo de esclavo. Esos términos no
se aplican, en realidad, a etnias o a formaciones políticas precisas, sino a un conjunto confuso
de poblaciones diversas, aquellas en las cuales se surten los proveedores de esclavos,
gue¬rreros o comerciantes. Esos nombres imprecisos, mal diferenciados, designan para los
esclavistas a poblaciones con un carácter común: una rusticidad que raya en la bestialidad y
que se manifiesta por la rudeza, la ignoran-cia, la inferioridad intelectual, la amoralidad y la
prác¬tica de actos de salvajismo (como el canibalismo, por lo general), rasgos que los
predispondrían pues a la captura y a una explotación semejante a la que sufren los anima-les.
Predisposición y aun predestinación para los Peul del Fuuta Jallo, los cuales agradecen a Dios el
haber crea¬do a "paganos de cráneo duro pero de brazos fuertes destinados a servir a los
creyentes" (Vieillard, en Balde, 1975: 198).
Esos pueblos indiferenciados son sobre todo percibidos como social y políticamente
inexistentes, prueba de ello es, en opinión de sus raptores, la ausencia de jefes. Esta carencia
política, sumada a su supuesta incapacidad para el raciocinio, impide toda comunicación.
Ahora bien, esas representaciones, por groseras que parezcan, reflejan co-rrectamente la
naturaleza de las relaciones políticas que están obligados a mantener los raptores de esclavos
con las sociedades saqueadas para preservar la relación escla-vista, pues esa relación de
alteridad, sostenida tanto por la práctica como por la ideología, es la que determina todas las
demás. Es la base de la relación de producción esclavista y de la explotación específica del
trabajo a ella asociada. Es, en realidad, la expresión ideológica de una relación de dominador a
dominado que opone el conjunto de ciudadanos libres de las sociedades esclavistas al
con¬junto de las poblaciones saqueadas, sangradas, en el pa¬sado, el presente y el futuro.
Percibida como negativa, esa relación es en realidad el medio positivo de mantener la
distancia social que es la condición de la esclavitud.
El pillaje representa pues una relación de extorsión per-manente provista de una ideología,
que proporciona su justificación, y de instituciones que facilitan su perpetua-ción.
Saqueadores y saqueados se encuentran en una re¬lación necesaria para la reproducción del
sistema social esclavista en su conjunto. Esta relación, yo la calificaría de "relación primaria de
clase": puesto que no es de ex-plotación, sino de extorsión, no entre el amo y el esclavo, sino
entre dos conjuntos sociales. Uno de esos conjuntos se compone de sociedades esclavistas, el
otro de aquellas de las cuales se extrae de manera continua una parte de su crecimiento
demográfico y su energía-trabajo. El he¬cho de que las poblaciones saqueadoras y saqueadas
no pertenezcan cada una por su lado a un conjunto político único no le quita nada a la
naturaleza de esa relación. Mostraremos que esa relación primaria representa una fase
necesaria del proceso de explotación que se establece en el seno de la sociedad esclavista
entre la clase de los amos y la de los esclavos, y que una (la extorsión) debe reiterarse para que
se cumpla la otra (la explotación). Las sangrías que aplica la sociedad predadora a las
sociedades saqueadas son características de la esclavitud por su con¬tinuidad y su
periodicidad. Sea cual fuere la intensidad o la continuidad respecto a tal o cual aldea, o tal o
cual población, a la escala global que opone las sociedades saqueadoras al conjunto de las
poblaciones sobre las cua¬les operan, esas sangrías alimentan un flujo permanente y continuo
de riquezas humanas a expensas de las socie¬dades saqueadas en su conjunto. La historia
prueba con profusión que esta relación tiende a la regularidad. Mues¬tra sin equívoco que en
todas partes la esclavitud está asociada a la guerra, a la rapiña o al bandidismo, los cua¬les son
los principales medios de abastecimiento directo o indirecto. Lo que conforma en efecto a las
guerras es¬clavistas es su carácter repetitivo o cíclico. Sea en Sene- gambia, en el Dahomey, en
Segu, en el país Mawri, en el Anzuru, etc., dondequiera que esas guerras se practica¬ban, los
ejércitos se ponían en campaña anualmente (a veces más a menudo) para capturar "el ganado
en dos patas" (Piault, 1975: 325), destinado a abastecer los rei¬nos, los mercados o los
traficantes.
ESTERILIDAD
Lo que sabemos sobre la demografía de los esclavos in¬duce a pensar que la aportación
continua de cautivos era necesaria, tanto para renovar la población esclava como para
incrementarla. La reproducción demográfica de los esclavos no parece haber sido una
preocupación de los esclavistas.
En el reino bamoum, donde dos tercios de la población estaba avasallada, "miles de esclavos
permanecían solte-ros" (Tardits, 1980: 466). Recibían mujeres, de preferen¬cia, los que se
distinguían por su conducta o por alguna hazaña. No obstante, sus familias "seguían siendo de
ta¬maño pequeño" (ibid.: 467). Bowdich, en 1819, observa que en Asante la mayoría de los
esclavos eran solteros. Barth se sorprendía al ver tan pocos esclavos nacidos en Sudán (1857-
1858, II: 151-152). Comprueba que rara vez se autorizaba a los "esclavos domésticos" a casarse
y de ello concluye con harta razón que esta ausencia de repro-ducción era un factor capital
para la perpetuación de las incursiones esclavistas. Terray (1975: 437) advierte tam-bién que
no hay en el país Abron reproducción natural de las relaciones de cautiverio. Los esclavos de
ambos sexos asignados a la producción, a los transportes, a la agricultura, es decir la gran
mayoría de ellos, en efecto, rara vez son "casados" en el sentido social del término —esto es,
capaces de tener una descendencia y de con¬traer relaciones de filiación con ella. Los lacayos,
a quie¬nes se les permitía reproducirse, tenían una esperanza de vida bastante corta: el
ejército dahomeyano y el ejército sonxai debían remplazar con regularidad a los hombres
muertos en combate mediante la captura de nuevos escla¬vos (Herskovits, 1938, n: 96-97. Le
Hérissé, 1911: 375 s.).
Esas observaciones, las cuales son generales, sobre el celibato de los esclavos, parecen estar
en contradicción sin embargo con otro fenómeno: el número mayor de mu¬jeres que de
hombres esclavos en la mayoría de las socie¬dades esclavistas africanas, y una demanda y un
precio dondequiera más elevados de las mujeres en los merca¬dos (M. Klein, 1983).
Se sabe, por los testimonios árabes, que la trata maghre- bina tenía por objeto sobre todo a las
mujeres y a los niños. Lo mismo ocurría con la trata interafricana tanto en la Edad Media (cf.
cap. i) como en los periodos más contemporáneos (Nadel, 1942: 9; Malowist, 1966; Goody,
1980; Piault, 1975: 18; Archivos de OM, K14/K18 Kourous- sa; sobre todo Lovejoy, 1983, y
Fisher y Fisher, 1970). Sabemos cómo eran ejecutados los prisioneros de guerra varones a
partir del momento en que, al estar prohibida la trata atlántica, baja la demanda de cautivos
masculinos (Kouroubari, 1959: 546-549; Arch. de OM, K14). El mer¬cado interno africano
demandaba sobre todo mujeres. En Gumbu (Malí), gran burgo que contaba antes de la
colo¬nización con aproximadamente 5 200 habitantes de los cua¬les cerca del 40% eran
esclavos, habría habido tres mu¬jeres esclavas por cada hombre y cada niño. Un recuento
hecho en 1965 mostraba todavía, cerca de sesenta años después de la abolición de la
esclavitud por los franceses, una proporción menor de niños en las familias de origen esclavo
que en las libres (misión 1965).
Los censos hechos en 52 círculos del África occidental por la administración colonial francesa y
recolectados por M. Klein (1983: 68-69) muestran sólo 8 casos de círculos donde el número de
esclavos masculinos sobrepasa al de las mujeres y 7 casos en donde ambos sexos están en
nú¬mero casi igual. En otros 37 casos, las mujeres represen¬tan del 60 a más del 90% de los
esclavos. Aun cuando tales estadísticas no son rigurosamente confiables, su re-gularidad
ilustra el desequilibrio observado en todas par¬tes por la relación entre los sexos.
Si las mujeres tienen más demanda que los hombres y si valen más, podemos razonar que sólo
es en virtud de la única ventaja natural que poseen sobre los hombres, vale decir su capacidad
de procreación (Goody, 1980). Una población esclava femenina más numerosa sería pues el
indicio de una política de reproducción de los esclavos por incremento genésico. Los autores
que sostienen ese razonamiento confunden con cierta frecuencia a las escla¬vas compradas
como concubinas cuya descendencia nace libre —y que no contribuye por lo tanto a la
renovación de los esclavos— con las mujeres compradas como traba-jadoras.
Pero la hipótesis según la cual las esclavas (más nume-rosas y más caras que los esclavos)
hayan sido preferidas para asegurar la reproducción esclavista no descansa de hecho en
ningún dato objetivo. Ninguna cifra ni ningún testimonio demuestran la reproducción
demográfica de las clases esclavas. Muy por el contrario, en un plano ge¬neral, se comprueba
que en las sociedades esclavistas con preferencia femenina, en el África negra como en el
Magh- reb, la importación de esclavos se hace de continuo, de la misma manera que en las
sociedades esclavistas con predominio masculino, como la esclavitud antillana, por ejemplo.
Gracias a los estudios presentados en Women and sla- very in Africa (Robertson y Klein,
comps., 1983), conta¬mos con algunos casos precisos y preciosos relativos a la fecundidad de
las esclavas en algunas sociedades africa-nas. Sin que podamos generalizar esos datos, raros
toda¬vía, está claro que, en cada una de las situaciones des¬critas en esa obra, las esclavas
tienen pocos hijos y que, contrariamente a lo que podría esperarse en cuanto a una
preferencia concedida a las esclavas por su calidad pro-creadora, no hay siquiera reproducción
simple de los efec-tivos avasallados. Las cifras de los censos franceses ci¬tados antes (M. Klein,
1983: 69) muestran que el prome¬dio de hijos por mujer censada es de 0.94, lo cual daría una
tasa bruta de reproducción muy inferior al 0.5%. M. Strobel (1983: 121) descubre que en
Mombassa, a prin¬cipios del siglo xx, un grupo de 15 esclavos adultos estu¬diados por ella y
que comprende 10 mujeres sólo contaba con 11 niños vivos de ambos sexos. Muchas de esas
mu¬jeres, agrega M. Strobel, "como muchos otros esclavos, nunca se casaron" (ibid.: 120). En
otra parte, la autora recalca que "no existe evidencia de que las esclavas que tuvieron niños
hayan sido favorecidas respecto de las que no los tuvieron" (ibid.: 121). M. Strobel piensa no
obstante que esa baja fecundidad habría sido una decep¬ción para los amos (ibid.: 120), pero
la repetición de esta situación en otras sociedades esclavistas proyecta dudas sobre esta
interpretación.
El caso de las ciudades comerciales del Alto Zaire en el siglo xix es aún más patente (Harms,
1983). Aun cuan¬do esas ciudades hayan contado con 140 esclavas por cada 100 esclavos, en
promedio, la reproducción natural no se cumple. Los viajeros se sorprenden por los pocos
niños en las calles; una encuesta de 1889 cuenta entre los escla¬vos 384 adultos (de los cuales
204.8 eran mujeres de acuer¬do con la proporción referida más arriba) por 50 niños, o sea
0.24 niños por mujer o una tasa de fecundidad infe¬rior a 0.12. Harms considera también esta
esterilidad como contraria a los intereses de la clase de los amos, pero por dos razones
diferentes que parece confundir. ¿Es porque sus concubinas esclavas no les dan descendientes
(los cua¬les no habrían tenido, en todo caso, situación de escla-vos): "Estaban enojados con
cada una de las mujeres por no proporcionarles hijos" (ibid.: 108), o bien porque los esclavos
no se reproducían entre ellos? "Los comerciantes se veían obligados a comprar continuamente
nuevos es¬clavos para mantener la población de sus aldeas" (ibid.: 109).
Los relatos relacionados con el modo de vida de las esclavas muestran mejor por qué éste no
era propicio a la maternidad. La historia de Adukwe, por ejemplo, según la relató C. Robertson
(1983), revela una vida errante, de inestabilidad, una sucesión de malas condiciones de vida.
Sus relaciones con los hombres son precarias, a menudo ilegítimas. Sus hijos no son
generalmente reconocidos o mantenidos por los padres; ninguno de sus amantes se hace
cargo de ella. Aborta varias veces. Salvo una niña, sus hijos no sobreviven más allá de los cinco
años. El caso de Bwaníkwa, relatado por M. Wright (1983), ilustra por igual esas malas
condiciones de vida, poco propicias para la maternidad.
R. Maugham (1961: 200) cuenta la historia contempo-ránea de una mujer, esclavizada por los
Twareg: captu¬rada por los Regeibat, estuvo dos veces encinta: uno de sus hijos muere y
abandona al otro para escapar. Los esclavistas saharianos pretendían curarse de las
enferme¬dades venéreas teniendo relaciones sexuales con una es¬clava joven y virgen
(Mercadier, 1971: 91). Esta costum¬bre particularmente innoble no muestra ninguna forma de
preocupación por las capacidades de fecundación de las jóvenes esclavas, ni por las de sus
parejas ulteriores.
A. Retel (1960: 164) subraya igualmente la precariedad de las relaciones entre esclavos en el
país Nzakara. "Las uniones maritales entre dos esclavos no le impedían al amo sustraer a uno
de los dos cónyuges para concluir un intercambio, dotar a un pariente o a un cliente de una
esposa." Tales condiciones de vida no son propicias ni para la maternidad ni para la crianza de
los hijos. Al no ser objeto de dote, las esclavas nunca están "casadas" en la práctica. Cuando
están bajo el poder del amo al cual corresponden los hijos, éste no es el padre; tampoco lo es
el hombre con el cual tuvo esos hijos, y que, por con¬siguiente, mostrará hacia ellos un interés
mínimo, si no es que nulo.
Cuando el amo tolera o incluso impone la unión de dos esclavos, la regla general era que no se
trataba de un "matrimonio" propiamente dicho (si hubiera sido así, el genitor hubiera tenido la
paternidad de los hijos y no el amo de la mujer). Esta unión podía ser disuelta en cualquier
momento. Entre los Anyi, la unión entre escla¬vos no conlleva ninguna ceremonia, "pues son
como galli¬nas y gallos que se dan calor", dicen los amos (C.-H. Pe- rrotj 1982: 164). Para no
encariñarse con niños que podían serles retirados, o para no hacerse cargo de ellos si esta¬ban
separadas de sus compañeros, las esclavas estaban tentadas a abortar.
La actitud de los amos con respecto a los hijos de esclavos no es tampoco significativa de una
verdadera preocupación por la reproducción. Hogendorn (1977: 377) refiere que cuando las
esclavas trabajaban en las planta¬ciones de Sokoto. los niños de corta edad eran agrupados
bajo un árbol y las madres no podían acercárseles para amamantarlos si no era con el permiso
del guardián. En Gumbu, los enterraban en la arena hasta el cuello para que se estuvieran
tranquilos. Un testigo interrogado por R. Maugham (1961: 176) relata que los Twareg
abando¬naban a los niños muy gritones en el desierto. El Código islámico sobre la esclavitud
(en Daumas, 1857: 322) asi¬mila el embarazo de la esclava con una afección "que da lugar al
caso redhibitorio, cuando las negras vendidas se encontraban en ese estado". Como en el caso
de una en-fermedad oculta o la locura, pueden ser devueltas a sus propietarios.
La maternidad no era un estado tan deseable para la mujer esclava como para la mujer libre.
En las sociedades donde prevalece la ética del linaje, es un orgullo para la mujer de buena cuna
el ser fecunda y parece dudoso que se haya aceptado que las esclavas (incluso y sobre todo las
concubinas del amo) hayan podido ser superiores en ese punto a las esposas de la clase
dominante. La fecun¬didad de las esclavas se afirma más cuando su condición se transforma,
cuando disfrutan de una forma de eman-cipación y sus uniones se estabilizan bajo la
apariencia de "matrimonios", ya sea con hombres de su clase igual¬mente emancipados, o con
el amo. En ese último caso, la mujer es a menudo liberada por el hecho de la concep¬ción o el
nacimiento de un niño. No se trata ya entonces de esclavitud propiamente dicha. Esas mujeres
no son en lo sucesivo esclavas más que por su origen; su descen¬dencia, incluso si es todavía
dependiente, será estatuta¬riamente libre. No se trata por lo tanto de una reproduc¬ción
genésica de los esclavos.
La baja fecundidad de las esclavas se comprueba igual-mente en las cortes reales de las
sociedades aristocrá-ticas. El palacio del soberano de Dahomey, donde se alo¬jan mujeres en
gran cantidad —de las cuales una im¬portante proporción son cautivas—, no puede
considerarse como un lugar fértil. La descendencia de los reyes, si bien es impresionante para
cada uno de ellos, es muy es¬casa si se la compara con el número de mujeres a las cuales
tienen acceso. Glele tuvo 129 hijos, Gbehanzin, 77 (Bay, 1983: 16-17) para un efectivo total de
5 000 a 8 000 ahosi (esposas o dependientes) a las cuales, para un gran número de ellas,
cualquier otra relación sexual le era en principio prohibida. Njoya, uno de los soberanos
bamum que tuvo una larga descendencia, poseía 1 200 esposas. Engendró 350 hijos, de los
cuales 163 solamente seguían vivos cuando su deceso (Tardits, 1980: 602, 631). En al¬gunas
cortes, la fecundidad de las esposas reales era a veces abreviada por la costumbre de
ejecutarlas a la muer¬te de su soberano esposo. En Porto Novo, entre 1688 y 1908, hubo 19
reinados con una duración promedio de once años y medio, algunos de dos, cuatro o seis años.
Cada rey tenía numerosas jóvenes esposas que desapare¬cían con él (Akindele, 1953: 65). Así,
en los hechos y sean cuales fueren las intenciones atribuidas a la clase de los amos y sea cual
fuere el modo esclavista, aristocrático o comercial que prevalecía, la clase de los esclavos no se
renovaba por sí misma.
GANANCIAS Y ACUMULACIÓN
Pero, sobre todo, resulta de todo lo que precede que el modo de reproducción condiciona su
funcionamiento: la ganancia esclavista, las relaciones de producción y el pro-ceso de
acumulación le están subordinados.
1. LA ESCLAVITUD DE SUBSISTENCIA
Al no estar los esclavos, por definición, a cargo de los amos, deben producir por lo menos su
propia subsisten¬cia y, llegado el caso, la de los demás esclavos asignados a tareas no
agrícolas. La agricultura de alimentos es en esencia la tarea primaria de los esclavos y más aún
cuan¬do están destinados a liberar a la clase de los amos del trabajo. El estado del esclavo
procede de su modo de explotación en la producción de víveres: incluso cuando es retirado de
la misma y su condición se transforma, este estado primario se mantiene.
Con el fin de poner de manifiesto las particularidades y las diversidades de la esclavitud, pues,
es menester examinar primero lo que constituye el objetivo primario, a saber la explotación de
los esclavos, hombres o muje¬res, en tanto que productores de subsistencias. Aun cuan¬do la
esclavitud, por sus efectos sociales y políticos, puede dar lugar a la explotación de campesinos
libres en pro¬vecho de una clase dominante —como veremos— la in¬troducción del esclavo
responde ante todo a esta exigen¬cia. Suponemos igualmente en este punto que la clase
esclava no produce para el mercado; que los amos tratan de hacerla trabajar lo más posible y
que no tienen ningún gasto de adquisición.1 Esta forma de explotación, en la cual el esclavo
sólo produce un valor de uso, la llamaré esclavitud de subsistencia.
Cuando el cautivo es introducido en la comunidad, apor¬ta la fracción del producto social que
ha sido invertida en su formación por su sociedad de origen.2 En las socie¬dades agrestes
donde la participación en las actividades
1 Véase infra § 5 y segunda parte, B, II, y tercera parte, v, para el examen de las
condiciones de adquisición.
2 Es portador de a K (siendo K su edad en el momento de la captura, a su consumo anual
de subsistencia), a K es máximo si comienza muy temprano, de doce a quince años es la edad
en que la producción del individuo alcanza su consumo antes de superarlo (T. Brun y C. Layrac,
1979; Elwert, 1973). En la práctica, el procedimiento de captura como medio para obtener el
agente productivo permite escoger a los sujetos más deseables desde ese punto de vista, por
medio de la eliminación física de los que se sitúan al margen de los grupos de edad productivos
(tenemos el ejemplo de esas prácticas en Lacroix, 1967: 146; Merca- dier, 1971: 11, 17, 36, 39;
Daumas, 1857).
Para extraer la ganancia máxima del trabajo del escla-vo, en la sociedad esclavista, es preciso
poderle sustraer la totalidad de su plusproducto, y reducir a nada sus ca-pacidades sociales de
reproducción: no debe tener niños que alimentar. Esto es posible en razón del modo de re-
novación de los esclavos por adquisición o expoliación. Por ese medio la sociedad esclavista
está en capacidad de extraer del esclavo una ventaja doble:
a] adquiere una energía acumulada (aK) en el cuerpo físico del trabajador arrebatado a su
sociedad de origen;
3 La ganancia esclavista realizada con cada esclavo es pues «K + (/?B — CÍB). Si el cautivo es
integrado antes de la edad productiva A, se debe deducir a (A — K) del plusproducto vita¬licio,
es decir, lo que habrá consumido sin producir. Si es inte¬grado después de la edad productiva
(K > A), su plusproducto vitalicio será /?B - a (K — A) en vez de /?B - «B, (No tomamos en
cuenta en este punto el costo de adquisición que tratamos en la tercera parte, cap. v.)
Así se cumple la disociación de los ciclos productivo y reproductivo cuya unidad, fundadora del
parentesco, im-pediría la formación sui generis de una clase esclava. La explotación esclavista
afecta y designa a la vez al verda¬dero extranjero: el que nació y fue criado fuera de la
comunidad y cuyo sustituto deberá tener, de hecho o de derecho, idénticas características.
Es pues útil hacer en este punto la distinción entre el modo de explotación esclavista y la
servidumbre, distin¬ción tanto más necesaria cuanto que Marx y Engels —y muchos otros
autores— tienden a asimilar uno a la otra.
El análisis que precede muestra que la diferencia se debe al modo de reproducción: los siervos
no se compran en el mercado, se reproducen por incremento demográfi¬co. En esas
condiciones, es preciso que puedan disponer de la parte de su plusproducto agrícola necesario
para el mantenimiento de la generación siguiente. Para asegurar una reproducción simple (es
decir, para que cada pro¬ductor sea remplazado por un sustituto en el momento en que
abandone la producción), el plusproducto de los acti¬vos debe ser por lo menos igual a lo que
representa el con¬sumo de una población preproductiva equivalente en efecti¬vos (sin tomar
en cuenta la mortalidad por edad). Para dejar con creces una renta a sus amos, es preciso que
la productividad sea suficientemente elevada para que la re-producción vital de los jóvenes
siervos no absorba la totali-dad de la producción. La productividad debe ser pues en cualquier
caso superior a la que exige la esclavitud. En cambio, la servidumbre se ahorra el costo de
adquisición del esclavo.
La explotación del siervo se hace a partir de su instala-ción en una parcela cuyas dimensiones
son, por conven-ción, "la medida necesaria para hacer vivir a un hombre y a su familia". En la
servidumbre (a diferencia de la aparcería), la renta se exige con base en prestaciones fi¬jas: el
siervo debe entregar cada año la misma cantidad de producto, sea cual fuere el volumen de su
producción. Debe proporcionar un número igual de días de trabajo. Sólo la mansedumbre del
amo puede dispensarlo de una parte de esas prestaciones. Entre medios de producción y un
tiempo de trabajo limitados, por una parte, y deudas irreducibles, por otra parte, el siervo está
siempre obli¬gado a medir el tamaño de su familia, esto es el número de improductivos que
alimentar, según lo que le resta de su plusproducto. En esas circunstancias se practican el
aborto y el abandono de niños, mientras que a los viejos improductivos no se les deja vivir
mucho tiempo. A me¬nos que se dé una productividad agrícola muy alta y una improbable
bondad por parte de los señores, la servidum¬bre no es un modo de producción a priori
favorable al crecimiento demográfico.
Otro efecto de las prestaciones fijas —las cuales por lo general son calculadas con base en las
buenas cosechas— es el de impedir que el siervo constituya reservas, y por lo tanto colocarlo
periódicamente en situación de deuda respecto del señor. Sólo este último está en capacidad
de acumular reservas a partir de los tributos de los siervos para enfrentar los periodos de
hambruna. El siervo se ha- lia así obligado a requerirle, cada vez que las cosechas son malas, el
auxilio necesario para sobrevivir y reiniciar el ciclo agrícola; el noble hace alarde de
generosidad al no hacer más que restituir a los siervos lo que necesitan para sobrevivir y
continuar produciendo. En la servidumbre, el trabajador no es ni comprado ni vendido
individual¬mente; no es una mercancía, pero es un patrimonio que puede ser objeto —junto
con su familia— de donaciones, de herencia, de atribución y de otras transferencias gra¬tuitas,
al ser cedido con la tierra que cultiva. A diferencia del esclavo, el siervo vive en familia puesto
que es la con¬dición de su reproducción. Como veremos, una condición análoga a la
servidumbre se concede a ciertas categorías de esclavos que son apareados, autorizados a vivir
en familia y deudores de prestaciones fijas. Se trata de es¬clavos, sin embargo, cuya condición
prefigura en el seno de la esclavitud el surgimiento de la servidumbre.
Para un consumo dado, el número de esclavos agrícolas necesarios para alimentar a la clase de
los amos depende de dos factores: la productividad agrícola del esclavo y su duración de vida
activa.
Para una población dada de individuos libres, el núme¬ro de esclavos será determinado en
cada ocasión por la relación entre su plusproducto anual y el consumo anual de la clase de los
amos, que suponemos ociosa. Un cálcu¬lo (véase anexo), que sólo vale a título comparativo,
ba¬sado en la productividad estimada del cultivo del mijo con azadón, muestra que los
esclavos, todos de edad ac¬tiva, deberían representar, en este ejemplo, 29.8% de la población
total (o 42.5% de la población libre) para ali¬mentar a la clase de los amos.
Al ser la duración de vida activa del esclavo natural-mente inferior a la duración de vida total
del amo, hay que renovar esos esclavos a prorrata de esas dos dura- clones. Si por ejemplo el
esclavo tiene una vida activa correspondiente a la mitad de la vida entera de un amo, el
efectivo total de los esclavos deberá renovarse dos veces por cada generación de libres. En el
caso hipotético de más arriba, se requerirían 85 esclavos por cada genera¬ción de 100
personas libres.
El número de 85 esclavos hace abstracción de la mor-talidad de los productores siervos antes
de la edad del "retiro" y supone la desaparición del esclavo a esta edad (es decir, cuando su
plusproducto es inferior a su consu¬mo). Suponemos nulas las reservas agrícolas así como el
crecimiento demográfico de unas y otras poblaciones, las libres y las siervas. En el marco de las
estimaciones he-chas, se trata pues de datos mínimos. En lo que concierne a la superficie de
las tierras cultivadas, suponemos que todas tienen el mismo rendimiento. La hipótesis de la no
participación de la clase libre en los trabajos agrícolas de productos alimenticios corresponde a
un comporta¬miento frecuente, si no es que general. "Los Itsekiri lla¬man hoy a la agricultura
'trabajo esclavo' y les repugna descender de posición haciendo trabajo agrícola ellos
mis¬mos..." (Bradbury, 1957: 175).
4. VENTAJAS DE LA ESCLAVITUD
Finalmente y sobre todo, mientras dure ese proceso de acumulación, la producción puede
aumentar independien-temente de la productividad del trabajo sólo por el hecho de la
multiplicación d,e los productores, lo cual es posible por su adquisición de continuo fuera de la
sociedad que los utiliza.
En el primer caso, la reproducción del esclavo produc¬tor de subsistencias sólo puede hacerse
mediante la cap¬tura, puesto que no produce, por definición, lo que per¬mitiría la compra de
un sustituto. Deben pues capturarlo la propia clase esclavista o sus lacayos, siendo estos
últimos alimentados por ellos mismos o por sus capturas. Sobre todo es en las sociedades
militares y aristocráticas dedi¬cadas a la guerra de rapiña donde la esclavitud de sub¬sistencia
es más susceptible de funcionar. Para las socie¬dades captoras, el costo del esclavo se reduce
al de la captura, el cual está disociado de su costo de producción. Si, como lo sostienen varios
autores (Curtin, 1975; Per- son, 1968; Terray, 1982 a), la captura es el subproducto de las
guerras que los príncipes librarían de todas maneras, el costo de la captura sería nulo. Pero
aun cuando las guerras estén destinadas a la captura, como es, creo yo, el caso general en ese
contexto histórico, la movilización por parte de la aristocracia de un campesinado combatiente
que se provee por sí mismo de su pitanza, sus armas y su vida, el empleo de lacayos de origen
servil que viven de la producción de un campesinado explotado, sumado a la distribución
desigual del botín humano en provecho de los amos, todas son medidas que reducen el costo
de la captura en provecho de la aristocracia esclavista (se¬gunda parte, B). El esclavo llega a
manos de ésta investi¬do, a la vez, de su valor intrínseco extorsionado y del tra¬bajo de los
combatientes para capturarlo.
Por esa doble relación de explotación, la clase aristocrá-tica no paga ni siquiera el costo de
"producción" del es¬clavo, y apenas el costo de su captura. Por otra parte, el intercambio de
los cautivos por medios para la rapiña im-portados (armas y caballos en particular) contribuye
a la renovación de las empresas de captura. Así el esclavo no representa en manos de la
aristocracia una inversión fuerte. El esclavo puede ser asignado a la subsistencia (no obstante
su baja productividad), explotado toda su vida, o inmolado por el prestigio.
En razón del carácter orgánico de esta transferencia, es el modo de reproducción, más que el
modo de produc¬ción, el que determina la naturaleza de la ganancia escla¬vista y el proceso
de acumulación. El modo de reproduc¬ción es el que determina también la permanencia del
esta¬do social del esclavo, a pesar de los empleos diversos a los cuales puede ser asignado.
Pues si la captura y el mercado son las condiciones de la existencia económica del escla¬vo,
son también las condiciones de su inexistencia social.
ANEXO
Calculo que la producción agrícola de las mujeres activas —las cuales realizan pesadas tareas
domésticas— así como su consumo son inferiores a los de los hombres. El consumo de los
improductivos es una cifra media, para los dos sexos, para todo el periodo de 0 a 15 años,
edad en la cual considero que la producción de un individuo alcanza su consumo. Hago
abstracción de las necesidades de semillas y de reservas (por lo tanto de los años malos) para
sólo calcular un producto bruto anual. No tomo en cuenta la mortalidad por edad, que
aumentaría el consumo de los improductivos a la prorrata del número de los que no alcanzan
la edad de la producción y que amputaría la producción de los activos muertos antes de la
edad en que su producción baja hasta el nivel de su con¬sumo, o sea 45 años.
Supongo que la población libre no cultiva, que tiene una tasa sexual equilibrada y que se
reparte por grupos de edad como sigue:
De 15 a 45 años 40%
Consumo total:
Total 20 400
Supongo en lo que a esto respecta que la población esclava tiene una tasa sexual favorable a
las mujeres, en la propor¬ción 60/40, y que los esclavos mueren a los 45 años:
Producción anual del hombre activo : 1 000 kg " " de la mujer activa: 500 kg
Plusproducto anual:
Hombre: 1 000 - 300 = 700 kg Mujer : 500 - 180 = 320 kg
corregido por la tasa sexual, la producción promedio por in¬dividuo es de 480 kg. Número de
esclavos necesario para el año considerado:
20 400
480
Si la vida activa de esos esclavos es 2 veces menor que la vida total de un franco, hay que
renovaf esos efectivos 2 veces por cada generación de libres.
Suponemos al respecto que la tasa sexual es equilibrada, que los esclavos viven todos en
familia y que se reproducen a razón de un sustituto por activo, hombre y mujer. Es pre¬ciso
pues sustraer al plusproducto bruto de los siervos, que es aquí de 1 020 kg por pareja, el
consumo de dos menores, o sea 360 kg, dejando un plusproducto neto de 660 kg por pa¬reja.
El número de siervos necesario al sustento de la mis¬ma población libre que la precedente es
de:
20 400
330
La población sierva total (activos y preproductivos) —si los viejos mueren a los 45 años— es de
122 personas para mantener una población libre de 100 personas. El consumo total de esta
población sierva es de:
25 260 kg
o sea 123% del consumo de la clase libre, la cual exige una proporción igual de tierras para
alimentarla.
Sólo hay esclavitud, en tanto que sistema social, si se constituye una clase distinta de
individuos correspondien¬te a un mismo estado y que se renueva de manera continua e
institucional, de tal suerte que al estar aseguradas en el tiempo las funciones que desempeña
esta clase, las rela-ciones de explotación y la clase que se beneficia de ellas se renuevan
también, como tales, regular y continuamente.
Si, en último análisis, el beneficio esclavista se cumple mediante una sangría continua de seres
humanos en una sociedad extranjera, la esclavitud se manifiesta pues siem¬pre en asociación
con las instituciones apropiadas, vale decir, la captura y el mercado de esclavos.
Por su transferencia, los esclavos adquieren dos propie-dades indisociables. Por una,
económica, aportan con ellos una cantidad acumulada de fuerza de trabajo que repre-senta,
según su edad, la totalidad o una fracción del cos¬to de su producción o de su "crianza" en
tanto que pro¬ductores; por la otra, social, se inscriben como extranjeros absolutos en la
sociedad esclavista de recepción.
Ahora bien, por un desvío dialéctico, las características sociales de los esclavos (en particular la
no ingenuidad) resultante del modo de explotación van a prevalecer a veces sobre sus
capacidades económicas de producción como medio indirecto de la acumulación o como
medio político de la dominación de la clase dominante: antítesis del parentesco, la esclavitud
puede ser también su auxi¬liar, si no es que su sustituto, al mismo tiempo que el instrumento
y la amenaza de las dinastías.
La característica de los esclavos, la que procede del modo de explotación esclavista, es pues la
de ser primero y necesariamente sustraídos a su sociedad de origen que los concibió y formó
para ser introducidos y reproduci¬dos como extranjeros en el medio esclavista. Esta
exigen¬cia, económica en su origen, se realiza a través de los procesos de despersonalización y
de desocialización de los esclavos que proceden de su captura.
El estado de los esclavos es el resultado de una suce¬sión de avatares que contribuyen a hacer
de ellos indivi¬duos sin lazos, ni de parentesco ni de afinidad ni de ve¬cindad, por lo tanto
aptos para la explotación.
1. DESOCIALIZACIÓN
Por la captura, retirados de su medio social de origen, los individuos no son todavía "esclavos".
No son inicialmente más que "prisioneros", "capturados", o cautivos. Su es¬tado o su
condición definitiva de esclavos sólo se mani¬festarán en el momento de su inserción en el
medio de recepción: ya que su estado está vinculado a su situación de "extranjeros"
desocializados en ese nuevo medio y su condición a la posición que se les asignará en el
proceso general de producción y de reproducción del sistema.
La relación esclavista exige pues ser analizada sucesi-vamente en esos dos planos:
Las sociedades que nos ocupan son sociedades estatuta-rias en las cuales la pertenencia y el
rango se adquieren por el nacimiento (o su equivalente, la adopción) o se pierden por la
muerte (o su equivalente la decadencia). Benveniste (1969, i: 321 s.) muestra la asociación, en
las lenguas indoeuropeas, entre la libertad del ciudadano y el nacimiento (pero también el
crecimiento); los libres se¬rían "los que nacen y se desarrollan conjuntamente". He¬mos visto
cómo esta idea de desarrollo conjunto descansa en una realidad económica profunda y cómo
gobierna pre-cisamente el rango y la posición de los individuos en la comunidad agrícola
doméstica (capítulo introductorio, 1).
Para la mujer libre, esta socialización está muy clara-mente atenuada. La filiación no le otorga
necesariamente acceso al patrimonio de su grupo paterno; las relaciones conyugales no
establecen derechos iguales a los del hom-bre sobre su descendencia. Mediante su
matrimonio, pier¬de su condición de ingenua entre sus afines. Sólo tiene autoridad secundaria
respecto de sus parientes y afines menores. Su protección contra la captura es más física que
social: las mujeres salían menos a menudo y por me¬nos tiempo de la aldea, a veces bajo la
custodia de hom¬bres armados. El peligro de rapto que existía, incluso por parte de
sociedades no esclavistas, era permanente.
Así, pueden ser considerados como pertenecientes a una misma sociedad, a veces a pesar de
las apariencias, aldeas y tribus hostiles, en guerras frecuentes y hasta endémicas de unas
contra otras, siempre y cuando el rescate o el in-tercambio de prisioneros sea admitido y
practicado entre ellos. Así ocurría por ejemplo con los Kissi (M. 144) o los Alladian entre ellos
(Augé, 1975). Pertenecen por el contrario a sociedades diferentes, según este criterio,
gru¬pos, incluso cultural o lingüísticamente emparentados pero que se capturan mutuamente
sin redención posible, como por ejemplo los Samo, según F. Héritier (1975).
En el primer caso, la situación de capturado en la so-ciedad de los raptores es generalmente la
de un rehén, conservado con el propósito de obtener un rescate: el intercambio por otro
capturado o el remplazo de un pa¬riente muerto durante un encuentro (Augé, 1975). El
cap¬turado conserva los atributos de la persona social, en el sentido de que conserva la
capacidad de resocializarse ya sea en su medio de origen, si se realiza el rescate, ya sea en el
medio de recepción, si es conservado allí a cambio de un desaparecido, con los atributos de
éste.
Tales áreas de socialización son variables en extensión y en contenido. Por ello, las aldeas guro
pertenecientes a un mismo conjunto matrimonial (Meillassoux, 1964, cap. ix), en el seno del
cual se aceptaba-un procedimiento de conciliación, constituían un área de socialización
opuesta a aquellas dcnde esta cláusula no se aplicaba (1964: 227). Lo mismo ocurre con un
reino cuando sus súbditos están expresamente protegidos contra la captura por su propio
soberano, tales por ejemplo y en principio como el Daho- mey en el pasado, el Sonxai o
también los estados mosi cuyos súbditos eran identificables por escarificaciones y estaba
prohibida su captura y su venta en todo el reino (Tiendrebeogo, 1963: 11). Por esta razón, el
Fuuta Tooro, según Oumar Kane (manuscrito inédito) no representaba una fuente de
abastecimiento satisfactoria para los ne-greros pues "los habitantes no se avasallaban
mutuamen-te. Organizaban el rescate de los cautivos hechos en su territorio".
En las zonas sahelo-sudanesas del oeste africano, la fu-sión de las poblaciones por la guerra,
las fortunas y los infortunios de los estados han contribuido a crear una situación original. Los
clanes son patronímicos —por lo menos desde el país wolof hasta el Masina— y están dis-
persos en inmensos territorios. La gente de casta conserva los conocimientos relativos al
estatus de cada cual, aun si está alejado de su lugar de origen. Esos clanes y esas castas
establecen alianzas entre ellos, en todos los niveles de la jerarquía social, que los protegen
contra la "trai¬ción" y la servidumbre eventual. En esta área, que se extiende sobre miles de
kilómetros, no solamente un in¬dividuo no puede ser capturado por sus parientes, sus afines o
sus aliados, sino que éstos deben, en principio, rescatarlo si lo encuentran en estado de
servidumbre. El patronímico, con más frecuencia que las escarificaciones, es el que sirve en
este caso de medio de identificación. Algunas capas sociales, como los aristócratas, por el
hecho de su notoriedad, de sus alianzas más extendidas y de la solidaridad de clase, se movían
en un espacio protegido más amplio todavía (Piault, 1975), y si, entre los Bamana por ejemplo,
los nobles vencidos no siempre se benefi¬ciaban de la clemencia del vencedor, sus hijos no
circun¬cisos eran adoptados por éste como sus propios hijos (Niaré, com. verbal).
En esta misma región sahelo-sudanesa, la gente de cas-ta, considerada con una posición
diferente a la de los libres, si se hacían reconocer como brujos, herreros, za¬pateros, pasaban
bajo la dependencia del vencedor sin ser avasallados. Es así como, para protegerse de lá ser-
vidumbre, unas poblaciones libres, exiliadas entre los Peul del Wasulu, se hicieron pasar como
herreros a fin de beneficiarse de la alianza que une tradicionalmente esas dos poblaciones
(Amselle, 1977).
La extensión de esas alianzas explica en parte cómo las guerras de captura llegaron a
extenderse tan lejos en esta zona y por qué comprometían desplazamientos militares masivos.
Explican también por qué el traficante es tan útil como agente de alejamiento de los cautivos
fuera de sus zonas de socialización.
La ausencia de cualquier vínculo con la sociedad de re-cepción es la que hace del capturado un
"extranjero".
Los esclavos son extranjeros absolutos como lo nota también Benveniste (1969: 360). Su
nombre es, en las lenguas indoeuropeas, ya sea un nombre extranjero, ya sea el nombre de
"extranjero".
La palabra "zenj" empleada por los Tarikh es-Soudan y el-Fettach para designar a los siervos en
general, es de origen árabe, como muchas de las que, en las poblacio- los sahelo-sudanesas,
designan las categorías sociales.
La etnia extranjera de donde provienen ciertos esclavos confiere a todos su nombre, como los
kangame de los Anyi y de los Baule, los dunko de los Abron o el jon de los Bamana.
Lo mismo ocurría con el individuo despojado, pues era también a falta de ser ejecutado por sus
crímenes que un individuo era avasallado a aquel a quien había hecho daño, o era cedido a
"compañeros de trata" o era vendido (P.-P. Rey, 1975). Más allá de la muerte social, el cautivo
es arrojado en la sociedad esclavista, donde es considerado como no nacido. En buena lógica,
al no haber nacido, el esclavo no hará sacrificios a los antepasados, no tendrá acceso a las
instituciones que permiten la creación de la-zos matrimoniales, de afinidad y sobre todo de
paterni¬dad, pues ¿qué "vida" es susceptible de trasmitir el que nunca ha venido al mundo?
Nacer, mucho más que un hecho biológico, es un hecho social regido por las leyes humanas.13
Paul Riesman (1974: 88) propone como eti-mología del término rimaibe, el cual designa a los
escla¬vos, la de "los que no han dado a luz". Así la captura (o la compra que supone la captura)
marca a los esclavos con un estigma indeleble.
En la sociedad de recepción, la situación jurídica pri-maria del cautivo emana por lo tanto de su
desocializa¬ción: como "muerto social", como "no nacido", no tiene ningún derecho en
absoluto. Está también, por ese hecho, fuera de posición, ya que éste está vinculado al
nacimien¬to. La intrusión de esos sin-posición otorga, por oposición, a los miembros de la
sociedad de recepción, el estatus de "nacido", por lo tanto de "parientes" y de "ciudadanos".
La posición, noción positiva, se opone pues en este caso al estado, que yo defino aquí
mediante criterios negativos o privativos.14 Ahora bien, este estado es el mismo en to¬das las
sociedades esclavistas, pues procede de una situa¬ción original idéntica: la desocialización que
procede por su parte de la captura, es decir, en última instancia, de
la clase de los "bien nacidos" y las de "aquellos que no son 'na¬cidos' ".
13 En la India, la jerarquización extrema entre los Varna ha¬bría excluido a la orden más
baja, la de los Sudra, del "verda¬dero" nacimiento. Primitivamente, sólo la aristocracia y el
clero se consideraban dvija, es decir "nacidos dos veces"; el segundo nacimiento, aunque
institucional, era el que introducía a las rela¬ciones sociales. Gracias a sus actividades
económicas y a su en¬riquecimiento, una fracción del pueblo, los Vayshiya, recibió más tarde
ese privilegio. Los Sudra siguieron siendo, para los legistas, los únicos a los que Ies fueron
negados los vínculos sociales que aporta el segundo nacimiento y mediante los cuales se
constituye la persona.
14 Con diferencias en el vocabulario, es lo que observa Ch. Mon- teil (1915: 344) respecto
de la esclavitud entre los Xasonke: "El origen primitivo de la esclavitud es el cautiverio. El
hecho de ser capturado priva al individuo de toda personalidad, se encuentra sustraído de su
medio y no se le integra a una nueva sociedad. Es esta ausencia de estado [empleo en esta
obra la palabra 'posición'] lo que caracteriza en verdad la situación de los cautivos." su modo
de reproducción, vinculado de por sí al modo de explotación esclavista.
2. DESPERSONALIZACIÓN
Si la desocialización priva al individuo de las relaciones sociales que hacen de él una persona,
no lo priva necesa-riamente de las capacidades de renovar estos lazos.
Mediante la despersonalización, que opera en el seno de la sociedad esclavista, el individuo
pierde esta facultad.
En cualquier caso, la avuncularidad o la patrilinealidad no son marcos decisivos por lo que hace
a la integración del esclavo: las relaciones de parentesco pueden ser y son manipuladas en
función de las necesidades sociales. Cada marco estructural suscita procedimientos
diferen¬tes, cuyos efectos, empero, son comparables.
Los privilegios de los cuales se benefician eventualmen- te no son para nada diferentes de los
que poseerían en una sociedad donde el esclavo no haya experimentado ese simulacro de
reemparentamiento. Se invoca en este caso el código parental como medio ideológico de
enajenación, de dominación, de represión y de control: esta inserción a título de menor y
dependiente sin derechos, inflige a los esclavos deberes calcados de los de los parientes de-
pendientes de la casa: respeto y obediencia, al tiempo que los mantiene al margen de los
derechos reconocidos a los menores de la comunidad.
La despersonalización se cumple por la reijicación del esclavo, que ocurre generalmente en las
regiones de in-tenso tráfico comercial, como las regiones sahelo-sudane- sas, donde los
cautivos se venden en los mercados. Son entonces sucesivamente mercancías en manos de los
co-merciantes (es el cautivo llamado "de trata") y luego bie¬nes de uso y patrimonios en
manos de su comprador. En todos los casos son objetos. Considerados como ganado, por lo
tanto despersonalizados, su resocialización es, si nos atenemos a este aspecto jurídico,
improbable y efec¬tivamente desconocida en los hechos, pues no supone re¬novar lazos con
otros cautivos despersonalizados por igual, sino que se les permita tener con los gentiles esas
rela¬ciones de las cuales resulta la persona social.
3. DESEXUALIZACIÓN
Cuando no es concubina del amo sino que está conde¬nada al trabajo, la esclava sufre una
suerte análoga a la del hombre, pues lo que condiciona su suerte es el trabajo y no el sexo.
Aunque las capacidades de trabajo de la mujer han sido consideradas durante mucho tiempo
por los antropólogos como explicación de la condición femenina en las socie-dades domésticas
o para dar cuenta de instituciones tales como la dote, es por el contrario su función
reproduc¬tora la que se invoca generalmente para explicar la fuerte demanda de mujeres en
los mercados esclavistas africa¬nos y su valor superior al de los hombres. Ahora bien, creo que
tales proposiciones deben invertirse.
En lo que concierne al primer punto, son las capacida: des procreadoras de las mujeres libres
las que se aprecian en la esposa, y su sumisión en tanto que reproductora con-lleva como
corolario su sumisión en el trabajo (Meillas- soux, 1975c [1977]). En la esclavitud, por el
contrario, son ante todo sus cualidades de trabajadora y sus calificacio-nes para la ejecución
de ciertas tareas las que valorizan a la mujer. Sólo en provecho de las clases dominantes se uti-
liza a las esclavas deliberadamente como reproductoras, debido a la calidad social particular de
su descendencia, la cual se opone por lo general a la de origen libre. En cambio, la
descendencia concebida entre esclavos no es sino el subproducto de la esclavitud, sin efecto
signifi¬cativo en la reproducción.
El empleo de la mujer libre como agente de trabajo está muy ampliamente extendido en
Africa. Existen pocas so-ciedades, fuera de las civilizaciones nómadas del Saha¬ra, donde se
exente a las mujeres libres de tareas que demanden un gran esfuerzo físico. Sin embargo, la
imagen de la mujer frágil, aunque sólo valga en el círculo res-tringido de las clases dominantes
occidentales, nos incita a considerar el empleo de las mujeres en los trabajos de fuerza y
todavía más en las actividades guerreras como incongruente o incompatible con su
"naturaleza". Por esta razón sin duda es por lo que la preferencia que los escla-vistas de Africa
concedían a las mujeres el etnólogo occi-dental la interpreta generalmente como explicable
por las cualidades específicamente femeninas, en particular la de procreadoras. Tai hipótesis
está sin embargo en contra-dicción con la lógica económica de la esclavitud tal como hemos
tratado de hacerla evidente.
Si el trabajo que puede proveer la mujer es el elemento principal de su valor, el factor que
domina la demanda estará pues vinculado con la repartición sexual de tareas o, en otros
términos, con una calificación particular de las mujeres para los trabajos más demandados. Es
la ob-servación que hace C. Robertson (1983: 223) en lo que concierne a las empeñadas, pero
que es válida para el conjunto del trabajo servil: la demanda más elevada de muchachas que
de muchachos "tiene que ver con la divi-sión sexual del trabajo". En el conjunto de las
sociedades africanas, en efecto, las mujeres realizan un número ma-yor de tareas que los
hombres y trabajan más horas que estos últimos. Ellas son las que realizan muchas de las
tareas agrícolas, que comparten con los hombres, y la to-talidad de las tareas domésticas
(Keim, 1983).22 Si admi-timos que las sociedades esclavistas, cuya economía des-cansa en una
repartición sexual del trabajo análoga a aquella de donde provienen los esclavos, destinan a
éstos a los mismos trabajos, la demanda de mujeres será de entrada más elevada que la
demanda de hombres.
2zLang, al comprobar en 1892 que las mujeres esclavas son más caras que los hombres en la
región de Bonduku, escribía: "Una mujer es más útil que un hombre y ejecuta más trabajo. De
he¬cho, sean o no esclavas, las mujeres hacen casi todo el trabajo" (citado por Terray, 1982:
135). Véase también Strobel (1983), quien señala la importancia del trabajo femenino en la
reproducción física de la sociedad.
Si los hombres pueden a veces remplazar a las mujeres, es más frecuente todavía que sean las
mujeres las que remplacen a los hombres, incluidas las tareas más difíci¬les. J. Duncan
observaba en el Dahomey alrededor de 1840 que "por lo general se prefería a las mujeres
como car¬gadoras, pues era sabido que podían llevar cargas más pesadas de mercancías a
mayores distancias que los hom¬bres, que además tenían fama bien ganada de desertores"
(en Obichere, 1978: 9). No solamente podían ser consi¬deradas como físicamente superiores
a los hombres, sino que tenían la ventaja adicional de ser más dóciles. No ha¬bía pues ninguna
razón para que la demanda de mujeres fuera menor para esas tareas, por lo demás
consideradas como viriles.
En la sociedad esclavista, ya que la clase esclava se repro-duce por sangría a las sociedades
extranjeras y por com¬pra en los mercados, la función "procreadora" pasa por las manos de
los hombres, guerreros o comerciantes: son ellos los que, mediante las armas o el dinero,
"procrean" a los individuos destinados a reconstituir la clase explotada. Mejor aún que las
mujeres, ellos dirigen la composición por sexo y por edad y pueden acelerar la tasa de
repro¬ducción. En cambio, el papel reproductor de la mujer se debilita en provecho de las
funciones vinculadas o deri¬vadas de su estado de esclava: la de sej trabajadora o agente
neutral de poder. Cada vez se la aleja más de sus funciones de madre. Ya en la sociedad
doméstica esta fun¬ción está subordinada a la de esposa; el esposo o el her¬mano se arrogan
la filiación de los hijos de aquélla y, en virtud de ese derecho, el hombre dispone toda la
organi¬zación social bajo la dependencia masculina. Pero ya que la mujer sigue siendo el
instrumento de producción de los seres vivientes que constituyen el ingrediente de este
parentesco, el porvenir de la comunidad descansa en su fecundidad únicamente. De suerte
que, aun siendo vejada en la vivencia de la filiación materna, se juzga y calibra la mujer libre
como madre, y se la honra e incluso sacra- liza como tal respecto de las expectativas de la
comu-nidad.
A. Laurentin (1960: 138) informa que, entre los Nzaka- ra, a una niña esclava que había robado
unas sobras de carne, su ama le hizo cortar la mano. Su condición de mujer (y de niña) no la
había absuelto de la tara de ser una esclava, ni la había protegido de la represión de cla¬se,
proveniente de otra mujer.
4. DESCIVILIZACIÓN
La inserción de los esclavos en la sociedad de los libres se efectúa mediante el establecimiento
de un vínculo ins-titucional unívoco: aquel que los vincula a su amo. Esa relación es la única
que les será concedida. La dependen-cia exclusiva de un solo individuo distingue a los esclavos
de todos los demás miembros de la colectividad. Están por ese hecho "descivilizados". No se
definen socialmente con relación al conjunto de la colectividad, en el sentido de que no
pueden recurrir al arbitraje de un tercero para hacer valer sus reivindicaciones eventuales
frente al amo.
En las sociedades domésticas, este arbitraje se realiza por la doble pertenencia de los
individuos a un linaje pa-terno y materno; un tío o una tía intervendrían por ejem¬plo como
mediadores o árbitros en caso de conflicto entre un menor y su decano. En las relaciones
matrimoniales, la familia de la esposa conserva por igual esta capacidad de intervención en
caso de conflicto entre el marido y ésta. Más allá de la comunidad doméstica, el
reconoci¬miento de un conciliador acordado por las dos partes establece el principio de un
procedimiento de justicia ci¬vil. En las sociedades con poder centralizado, la civiliza¬ción se
encarna en la justicia del soberano.
Los esclavos no tienen ninguno de esos posibles recur-sos. Sólo dependen de la voluntad de su
amo. Le son en-tregados sin restricción. Puede castigarlos, incluso hasta la muerte, sin incurrir
en responsabilidad (Balde, 1975: 199 s.). No puede intervenir ningún arbitraje. La prohibi-ción
de poseer que se les hace —puesto que no son per-sonas— los sustrae de la justicia de los
libres: al no poder pagar multas, su castigo no puede ser sino corporal.20 El hecho de ser un
extranjero, de no tener ningún vínculo de parentesco, mantiene pues a los esclavos en una
situa¬ción de descivilizados.
En el plano jurídico existe pues una continuidad lógi¬ca entre el estado de extranjero
desocializado por extrac¬ción de su medio, su abandono y el estado de esclavo descivilizado
por la polarización de todos sus vínculos so-ciales sobre el amo. La desocialización de los
esclavos, asociada originalmente con su modo de explotación que los condena al celibato, se
afirma mediante la ley como el estado "natural" del esclavo. Ella los hace así total¬mente
disponibles, no ya sólo económicamente sino social y políticamente. Su incapacidad para
entrar en el campo de las relaciones sociales que conforman a la persona, al pariente o al
ciudadano, los hace "neutrales" en todos esos ámbitos. Excepto las funciones del poder,
pueden ser asignados a todos los empleos, a capricho de las necesi-dades múltiples y variadas
de la sociedad esclavista, y seguir siendo siempre esclavos. Su estado privativo, que procede
de su situación original e inalterable de extran¬jero, se considera inherente a su persona, en
consecuen¬cia distinto de su condición, sea cual fuere el trabajo o la función que ocupen. Este
estado persiste tanto como su disponibilidad responda a las exigencias de la clase de los amos.
La diversidad de las necesidades de ésta en su territorio explica la diversidad de condiciones de
los esclavos, mientras que su estado refleja la permanencia de su destino.
PROMOCION DE ESCLAVOS
1. ESCLAVOS DE FATIGA
En su forma más general —que yo llamo explotación in-tegral—, los esclavos cultivan las
tierras de los amos y realizan todas las tareas, domésticas, de construcción, de transporte, etc.,
que se les ordenan sin límite de tiempo y a cualquier hora del día o de la noche. "Tú no tienes
más campos que los de tu amo, tus necesidades son las suyas", dice el esclavo (en Olivier de
Sardan, 1976: 140). Ahora bien, cultivar la tierra de otro era considerado en¬tre los Kusa
Soninke como el colmo de la infamia (Mei- llassoux et ai, 1977: 128). No producen nada para
ellos. El amo satisface como a él le parezca sus necesidades esen¬ciales de alimentos, a veces
de vestidos. Construyen sus propias cabañas. No reciben ningún salario y no poseen nada
propio. Es la clase más baja de esclavos. No se sabe hoy día qué proporción de ellos estaba
sometida a esta forma de explotación pues ese tipo de esclavo desapareció con la trata sin
dejar descendencia, en virtud de su modo de explotación. Ellos representaban, en mi opinión,
la gran mayoría de los esclavos.
2. ESCLAVOS PARCELEROS
Junto a los precedentes, existían también esclavos par- celeros, vale decir, aquellos a los que
les estaba permitido el cultivo de una parcela para satisfacer toda o parte de su subsistencia.
Esos esclavos trabajaban en las tierras de los amos durante un periodo convenido del día.
Pro¬porcionaban también servicios cotidianos, pero disponían en principio de algunas horas
para cultivar su parcela; si bien el producto de ese trabajo no les pertenecía propia¬mente,
sino que le correspondía en derecho al amo que podía concederle el disfrute. El amo se
beneficiaba en ese caso de una renta menor por trabajo, pero no le era ya indispensable
proveer a los esclavos de la totalidad de su pitanza.
3. ESCLAVOS APARCEROS
Ese modo de vida cobra pues las apariencias de la con- yugalidad y de la familia. A diferencia
del verdadero pa-rentesco, no obstante, los lazos entre ellos dependen de las condiciones
impuestas, en su beneficio, por el amo. No son ni padre, ni madre, ni están casados, a la
manera de los libres. Para contraer entre ellos los vínculos económi¬cos que conforman la
infraestructura del parentesco, de¬ben cumplir con sus obligaciones hacia el amo. Así entre los
Soninke de Gumbu, el hombre, considerado como el que desempeña el papel del "esposo", es
hecho responsa¬ble de las prestaciones necesarias para la creación y el mantenimiento de
esos vínculos protofamiliares. Para per-manecer "en familia" y poner en común el producto del
trabajo de la mujer y eventualmente de los niños (desde la edad productiva hasta que sean a
su vez convertidos en aparceros por el amo), el hombre debía aceptar entre¬gar una
prestación anual por la mujer y por cada uno de los hijos de esta última llegados a la madurez.
Si esta redención no se producía, aquellos por .los cuales debía efectuarse eran regresados a la
condición de esclavos de fatiga en provecho de sus propietarios respectivos. Los lazos
protofamiliares se rompían. Mediante esas dispo¬siciones, la esclava apareada con un esclavo
investido de las prerrogativas maritales se encontraba subordinada a éste: las ventajas y las
restricciones de la redención son asumidas por el hombre. La mujer los conoce y los sufre a
través de él. Su redención relativa está atemperada por su dependencia protoconyugal.
Los esclavos aparceros se reclutaban sobre todo entre los esclavos nacidos en cautiverio, pero
también a ca¬pricho del amo entre los esclavos adquiridos. En cambio, no todos los esclavos
nacidos en cautiverio obtenían ese privilegio: era otorgado arbitrariamente. Se dejaba a los
esclavos aparceros el disfrute de lo que podían producir por encima de sus prestaciones, pero
a título precario.
Gracias a este ahorro, los esclavos aparceros podían re-dimirse a sí mismos —y no ya sólo su
trabajo— y llegar a la manumisión.
Ese estadio superior era alcanzado cuando, en general por una ceremonia destinada a hacer
público el acto, el amo aceptaba que el esclavo aparcero se liberara de toda deu¬da en especie
y en trabajo mediante una prestación en ganado o en esclavos por él mismo y por cada uno de
los miembros de su casa que deseara emancipar con él, si tenía los medios. Disfrutaba
entonces de sus dependien¬tes, a veces de su descendencia futura así como de sus bienes
permaneciendo de todos modos deudor de servicios y —según me dijeron entre los Soninke—
de caballos o esclavos.
Entre las familias manumisas, algunas, por lo general antiguas, podían entrar en la familiaridad
de los amos, servirles de empleados domésticos, de factótum, de ma-yordomos, en ocasiones
incluso de regentes cuando el he-redero de una casa era muy joven para administrarla. En
Gumbu, sus hijos eran circuncisos al mismo tiempo que los de los amos y a expensas de éstos.
Algunos jóvenes esclavos nacidos en cautiverio se convertían en los com-pañeros señalados y
fieles de un joven libre. El relato de Sillamaxan y Pulori, recogido entre los Peul del Níger,
presenta una descripción literaria y casi mítica de una relación de ese tipo (C. Seydou, 1971).
Los Songhay Zerma se complacían en hablar de sus horso,2 como si fueran "parientes" (Olivier
de Sardan, 1982, art. "horso"). Esta categoría de esclavos favorecidos se beneficiaba de una
suerte a menudo evocada por algu¬nos autores como si fuera la de todos los esclavos: de
ellos, por supuesto, es de quienes los amos hablan más gustosamente mientras que los
manumisos ponderan sus privilegios y los exageran para engrandecerse socialmen- te. Sin
embargo, amos y esclavos siguen estando separa-dos. Se transformó la condición del esclavo,
pero no su estado. En Gumbu por ejemplo, el kome-xoore 3 no tiene acceso a las mujeres
libres, pese a que sus propias muje¬res e hijas puedan ser tomadas como concubinas por los
amos o utilizadas simplemente como objetos de placer. Desde ese punto de vista, no puede
estar jamás "integra¬do" en la familia del amo, sea cual fuere su aparente "fa¬miliaridad". No
tiene acceso al poder hereditario o elec¬tivo, si no es por procuración. Debe permanecer en la
aldea del amo y no puede desplazarse sin su acuerdo. Debe hacer la guerra a su lado y
entregarle su botín, a reserva de que se le regrese una parte. Sus bienes, aun si los ad¬ministra
libremente, permanecen en principio confundi¬rías descripciones de Ch. Monteil (1915, 4:
347450), y sobre los Soninke, E. y G. Pollet, 1971; Meillassoux, 1975.
2 Esclavo manumiso.
dos con los del amo. Salvo compromiso contrario de par¬te de este último, sus hijos pueden
ser vendidos, regala¬dos o empeñados en caso de falta grave o de ruina; él mismo puede ser
muerto por el amo. Esas medidas ex¬tremas, aunque raras, no pueden desecharse jamás. Las
siete familias kome-xoore de Gumbu se casan entre sí según el modelo matrimonial de los
hooro (libres) y bajo el régimen de la dote pagada a la familia de la prome¬tida y no a los amos
como en los casos precedentes. Pero el amo debe ser informado de las elecciones. Cuando el
kome-xoore desposaba una esclava que él mismo había comprado, debía dar un regalo a su
propio amo para la redención de su esposa. El esclavo manumiso puede a su vez poseer
esclavos; todos los kome-xoore de Gumbu po¬seen uno o dos.
El amo podía otorgar graciosamente la manumisión a cualquier esclavo que eligiera, sean
cuales fueren su con¬dición o su grado generacional. Se consideraban manu¬misos los
esclavos de vieja cepa cuyos amos morían sin dejar herederos directos; dependían de las otras
casas del clan. Los esclavos manumisos jamás representaron más que un débil efectivo de la
población avasallada. En Gumbu, los saarido (esclavos nacidos en cautiverio) su-maban 1 040
en 1965, y los esclavos manumisos, 53 (Mei- llassoux, 1973 d).* No obstante que la condición
de escla¬vos esté jurídicamente abolida hoy en día, su estado permanece idéntico: conservan
la tara de la servidumbre; los amos pretenden conservar un derecho de fiscalización sobre sus
bienes; los mismos prejuicios pesan sobre ellos y el acceso a las mujeres libres sigue siendo
negado a los hombres. Permanecen al margen del parentesco —el de los libres—, el único que
da acceso a la ciudadanía.
5. LIBERACIÓN
Entre las poblaciones que he estudiado, los verdaderos liberados, es decir los esclavos que han
recuperado todas las prerrogativas y el honor de los libres, no se pueden nombrar, ni siquiera
admitir que uno los conoce como tales, sin hacerles perder enseguida el beneficio de la li-
beración cuyo objeto es precisamente borrar para siempre el estigma original de la captura o
del nacimiento servil. Dichas familias existen. Las malas lenguas lo dan a en¬tender de algunas,
las cuales se defienden con furor. Los casos que me han sido reportados tienen que ver
siem¬pre no con individuos sino con familias o clanes merito¬rios por la valentía de sus
hombres o por ciertos servicios hechos a la familia de los amos. Esos liberados tenían el
derecho de desvincularse de sus antiguos amos e iban generalmente a establecerse a nuevas
tierras para cons¬tituir un tronco separado de aquellos que no hubieran querido olvidar lo que
habían sido.
La liberación es un secreto que, en el medio sahelo-su- danés, puede ser la caución de una
alianza entre la fami¬lia del antiguo amo y la del liberado.
El proceso de emancipación descrito arriba, que ocurre con mucha generalidad en África, se
presenta a menudo en la literatura etnográfica como algo que se produce au-tomáticamente
por el mero paso de las generaciones. Así se expresa por ejemplo Olivier de Sardan en lo que
con¬cierne a los esclavos emancipados (horso) entre los Son- ghay Zerma:
"En cuanto a las condiciones de acceso a la posición de horso, son oficialmente simples: al
cabo de tres genera-ciones en la misma familia los cautivos vulgares se vuel-ven horso" (1962:
216). Pero este acceso no puede ser general, pues sólo puede producirse si los genitores del
horso han disfrutado ya del privilegio de aparearse y de tener una descendencia reconocida.
Olivier de Sardan ad-mite que no era así para todos los esclavos, en particular, para los tire
bannya, esclavos que no eran ni parceleros ni aparceros (y que representaban tal vez la
mayoría): "Los hijos y los nietos de tire bannya siguen siendo tire bannya hasta el fin de los
tiempos y no se convierten ja¬más en horso", explica el informador de Olivier de Sar¬dan
(1982: 94). Así, pues, hay un acto arbitrario del amo que interviene en el origen de la condición
de horso para decidir quién, entre los esclavos, permanecerá cire bannya o gozará del
privilegio de volverse aparcero. En todos los casos conocidos, son los amos quienes deciden
sobre la unión de sus esclavos. Esta intervención que sólo de¬pende de ellos excluye a priori
cualquier "automatismo" (y cualquier derecho) en el proceso de promoción de los es¬clavos.
En todas las sociedades esclavistas, a menos de ser li-berados, en el sentido pleno del término,
los esclavos per-manecen siempre esclavos, tanto ellos como su eventual descendencia,
cualquiera que sea el número de genera-ciones. La esclavitud, tara indeleble, es lo único que
los esclavos son capaces de trasmitir a sus descendientes. Esto es válido tanto en las
sociedades patrilineales como avun-culares. Es de lo que da testimonio Meyer Fortes (1969:
263) respecto de la sociedad avuncular ashanti: "el estig¬ma de la esclavitud nunca se
extinguía". Parece ocurrir lo mismo con los esclavos reales de los Abron, de los cuales se
conocen todavía hoy descendientes mantenidos en un estado servil (Terray, comunicación en
el seminario so¬bre las clases sociales, EHESS, 1972-1973). Tara aún más afirmada en las
sociedades patrilineales. En el país Aboh (Nigeria actual), según el estudio muy riguroso de
Nwa- chukwu-Ogedengbe (1977: 149) y el cual contiene una descripción de la esclavitud
desprovista de romanticismo, "los esclavos no adquirían nunca la posición de hombres libres...
La línea de demarcación era rígida y permanen¬te, y la movilidad, en el sentido puramente
político y so¬cial, se confinaba a los límites de la pertenencia social del esclavo".
La permanencia del estado de esclavo se comprueba hoy todavía en las sociedades bamana,
soninke, maninka, tamasheq, moras, fula, futanke, etc., de la zona sahelo- sudanesa. Si
muchos observadores son de una opinión contraria, es porque en efecto las informaciones
recogidas sobre el terreno pueden interpretarse en términos de pro-gresión automática de la
posición. Se da la explicación en efecto de que los "hijos" de esclavos de trata serán "esclavos
nacidos en cautiverio" y que los "hijos" de éstos serán esclavos emancipados. Pero ese
discurso contiene dos ambigüedades. No hay término de parentesco, en mu¬chas lenguas
africanas, que designe precisamente la ca¬tegoría de "hijo" o de "hija" en tanto que
descendiente directo de un progenitor o progenitora. El término uti¬lizado para designar la
descendencia tiene un sentido más general de "retoño", "brote", "pequeño de", etc., sin
con¬tenido de filiación directo. Se extiende tanto a los nietos como a los sobrinos y a los
sobrinos-nietos. En la genea¬logía, se relaciona con la descendencia en general, sea cual fuere
el número de generaciones. En segundo lugar ese discurso describe una práctica pero no una
norma. La emancipación o la redención no son una obligación para el amo, y si ella afecta
sobre todo a esclavos nacidos en cautiverio, tampoco les es estrictamente reservada. Esos
estatus pueden ser otorgados a los esclavos adquiridos, favoritos del amo, sin ninguna
restricción. No hay rela¬ción necesaria entre el nacimiento y la redención, ni en¬tre la
antigüedad genealógica y la emancipación. Ya que los esclavos no han nacido socialmente, el
engendramien¬to no podría alterar su esencia. No pueden reivindicarlo para modificar su
estado.
Desde luego que las circunstancias actúan en favor de una mejoría, con el tiempo y las
generaciones, de la suer¬te de los esclavos, pero sin que ella sea el resultado de un derecho.
Cuando han crecido en el grupo de recep¬ción, cuando han desempeñado allí desde la infancia
fun¬ciones y tareas comparables a las de los ingenuos, los lazos afectivos son susceptibles de
apegarlos a la comu¬nidad. No tendrán, como los esclavos capturados ya adul¬tos, el recuerdo
de una antigua condición y la tentación de recobrar mediante la fuga su antigua posición.
Como jóvenes, habrán sido condicionados a su suerte e instrui¬dos sobre las funciones que se
esperan de ellos. Son sus¬ceptibles de confianza. Sobre todo, los esclavos nacidos en
cautiverio están más integrados a las riquezas fami¬liares que los esclavos adquiridos. En
manos del jefe de familia, los esclavos no son mercancías compradas para ser revendidas con
beneficio, sino un patrimonio, un bien indiviso perteneciente a la comunidad por entero y del
cual el jefe de familia sólo tiene la custodia y la ges¬tión. Si en general no se venden los
esclavos nacidos en cautiverio, es esencialmente en virtud de su calidad afir¬mada de
patrimonio. Así como uno no vende el ganado o los tesoros de la familia sin perder prestigio,
uno no vende sus esclavos sin confesar la ruina de su casa. "Ven¬der un horso (esclavo nacido
en cautiverio) es comple¬tamente posible...", le dice a Olivier de Sardan (1976: 56) un horso, el
cual subraya en seguida los riesgos inmanen¬tes a tales ventas: "...pero si tú lo vendes para
poder casar a tu hijo, o por hambre o porque estás en harapos, si tomas el hijo de tu propio
horso para venderlo, el hijo que querías casar no se casará, tu propio cautivo va a morir; o el
hambre no te perdonará".
7. SIEMPRE ESCLAVOS
Los esclavos aparceros, nacidos esclavos o no, que ali-mentan con su producto la reproducción
de su especie, están inmersos en relaciones de producción y reproduc¬ción diferentes de las
que conoce el esclavo no aparcero. En la práctica, ya lo vimos, el trato que reciben refleja esta
diferencia.
Si siguen siendo no obstante esclavos por derecho, es porque esta forma de explotación,
aunque se empariente con la servidumbre, se establece en un contexto económico que
permite su perpetuación: la guerra y el mercado. Aun si la venta es rara en lo que respecta a
algunos, mientras siga permitida, esta posibilidad latente y sin embargo pre¬sente y práctica
sobre todo, afecta de manera decisiva al estado de todos. El modo general de reproducción
escla¬vista (y no ya el modo de producción) prevalece sobre su estado jurídico y los mantiene
a todos en la situación más o menos larvada, más o menos actualizada de bienes.
Hay pues coexistencia posible y a menudo observada, en el seno de una sociedad esclavista, de
los dos modos de reproducción, uno de tipo esclavista, el otro natural de la servidumbre. Pero
los medios del primero, la guerra y el mercado, por el mero hecho de su existencia, definen el
estado social de los que participan del segundo. Si la for¬ma servidumbre, que afecta a una
fracción de los escla¬vos, prefigura no obstante una posible transformación de la sociedad
esclavista, ésta no puede realizarse más que en circunstancias históricas determinadas, cuando
cese el abastecimiento de cautivos.
8. ENAJENACIÓN
Así el esclavo, sea cual fuere su condición, puede tener una compañera, pero no esposa, una
progenie pero no descendencia, a veces un abuelo, pero no antepasados. Las relaciones
contraídas con sus congéneres, aun cuando ten¬gan las apariencias del parentesco, están
todas media-tizadas por el amo que sigue siendo, en el polo de sus relaciones sociales, el único
vector que lo vincula a su propia "familia" y a los demás esclavos. La clase de los amos no tenía
en efecto ningún interés en suscitar frente a ella de buen grado una clase social provista de
dere¬chos que le habrían sido opuestos. La importancia numé¬rica de los esclavos le imponía
al contrario mantenerlos bajo su arbitrio y justificar éste por medio de una ideo¬logía
inigualitaria.
Por el vínculo unívoco con el amo de quien su suerte de-pende por completo, y en razón de la
permanencia de su estado/6 cualquiera que sea su condición, los esclavos es-tán
particularmente sujetos a la enajenación y sensibles a las presiones ideológicas. El estereotipo
que se da de los esclavos (a veces los propios esclavos) es el de per¬sonajes feos, membrudos,
mentirosos, lascivos, groseros, sucios y perezosos. Deschamps (1971: 22) informa que los
Árabes de Iraq describían a sus esclavos zandj como he¬diondos, de cortos alcances, malvados,
ladrones, belicosos, antropófagos, desnudos y alegres sin razón; pero vigo¬rosos y buenos
para soportar los trabajos penosos, lo cual, sin duda, permitía soportar todo lo demás.
J.-P. Olivier de Sardan (1973, 1984: 37) analiza las re-presentaciones sonxai según las cuales los
esclavos son inferiores por naturaleza; representaciones que se impo-nen más allá de las
realidades más evidentes: así se les endilgarán rasgos groseros, aun si son objetivamente be-
llos. En el relato de las relaciones entre Silla Makan y Pulori (reportado por C. Seydou, 1973),
que cuenta la amistad estrecha del primero, un noble, con el segundo, su esclavo, la distinción
social se manifiesta por igual: el pie demasiado grande del esclavo no entra en la babucha de
su amo. Por otra parte, a pesar de sus hazañas, el es¬clavo no podría pretender a una esposa
de condición su¬perior sin hacerse llamar cruelmente al orden. Cuales¬quiera que sean sus
capacidades o sus hazañas, no se sitúa jamás en el nivel del hombre libre. En una epopeya
sonin- ke que relata igualmente la asociación de un noble con su esclavo, el primero mata a
100 hombres mientras que el esclavo sólo mata a 99; el caballo del primero arrolla a 100
guerreros, el del esclavo, 99 solamente (Jiri Silla, Yerere, 1965).
El esclavo es también para los Peul Djelgobe (Riesman, 1974) aquel que no domina sus
necesidades, que es "es-clavo" de ellas: esclavo del hambre, de la sed, de los deseos sexuales,
cuando el hombre noble soporta esas ten¬taciones del cuerpo.
Para los Bamana o los Soninke, como entre los Sonxai, los esclavos no tienen vergüenza,
hombres y mujeres de todas las edades ejecutan danzas obscenas, emplean un lenguaje
lascivo, no respetan las prohibiciones de buena educación que pesan sobre los libres y, al
hacer esto, los hacen reír. Los esclavos asumen esas representaciones, en parte porque los
han condicionado a ese comporta-miento, en parte porque al hacer esto y sin mistificarse a sí
mismos, saben complacer así al amo devolviéndole la imagen que se espera de ellos.
Desde su infancia, los esclavos capturados o nacidos en cautiverio aprenden que no son de la
misma especie que los hombres libres, que si estos últimos "hacen diez, ellos, por su parte,
nunca hacen más que nueve" (refrán so-ninke), que el Creador lo ha querido así, pues "como
creó los dedos de la mano de longitud desigual, así son las personas de valor desigual" (ibid.).
Si el muchacho es circuncidado en el mismo momento que él joven amo y a expensas de
aquellos a quienes pertenece, si participa como la gente joven libre de las mismas asociaciones
de edad, es siempre aquel que ejecuta, para sus compañeros, los trabajos molestos, las
gestiones, los trabajos que exi¬gen un esfuerzo físico. Cuando un hombre libre, cualquie¬ra
que sea, expresa una necesidad, en cualquier momento del día o de la noche, en cualquier
lugar, el esclavo se levanta y se dispone a satisfacerlo. Con respecto a la clase libre, se
comporta siempre como menor servicial, sean cuales fueren las edades respectivas del amo y
del es¬clavo.
Dado que todas las relaciones sociales están mediati-zadas por el amo, son incapaces de
establecer relaciones activas con sus congéneres. El amo no los alienta a ello. Si se aparean, es
por intermedio del amo, y cada miembro de la pareja puede pertenecer eventualmente a
individuos diferentes y los hijos corresponden al amo de la madre. Cuando se lleva a cabo una
celebración que involucra a un esclavo, sólo se admite en ella a los esclavos del mismo rango.
Pues están jerarquizados entre ellos, según la po¬sición del amo, su origen étnico, su religión o
su antigüe¬dad en el avasallamiento. Ya que la mejoría de su suerte sólo depende del amo,
rechazan una solidaridad que los vincularía con aquellos que son menos favorecidos. La
enajenación no es solamente el efecto objetivo de su ex-plotación. Los esclavos están
condicionados a ella por la ideología que se les inculca, y que prueba ser temible-mente eficaz.
Se citan revueltas de pueblos que sufren incursiones, o que son sometidos por la conquista o
están bajo ocupa¬ción, de cautivos acuartelados a la espera de ser vendidos, de fugas de
esclavos, pero rara vez revueltas de esclavos propiamente dichas. E. Terray lo explica por el
proceso automático de emancipación que cree descubrir entre los Abron, y que tendría por
efecto reducir la masa de es¬clavos. Pero en la zona sahelo-sudanesa, donde no era el caso, la
población esclava sobrepasaba a menudo la mitad de la población sin que los amos parecieran
inquietarse por ello. La clase esclava podría muy bien haber perdu¬rado, en esta parte de
Africa, más acá de la historia.
MESTIZOS HIJOS DE ESCLAVOS
La posición ambigua de los mestizos hijos de esclavos y de amos los hace semejantes a los
esclavos manumisos con los cuales comparten a veces algunas funciones y de¬beres respecto
de la clase de los amos. No obstante, son distintos de los manumisos en la medida en que
disfrutan de una filiación con un linaje libre. Sin embargo, consi¬deraciones de clase cambian
de golpe esta relación de filiación, ya que se prohibe el matrimonio entre libres y esclavos
cuando introduce una relación de filiación entre el esclavo varón y la descendencia de la
mujer. Por lo tanto, sólo está permitido, a uno y otro sexos, en las socie¬dades avunculares. En
las sociedades patrilineales, se le permite únicamente al hombre libre, en la forma de
con¬cubinato más que de matrimonio.
Los Anyi-Ndenye, entre los cuales C.-H. Perrot (1982) ob-servó lo anterior, pueden servir de
ejemplo introducto¬rio. En esta sociedad avuncular, los descendientes de la unión entre un
padre libre y una esclava son auloba (ibid.: 164). Entre la gente común, estos niños no gozan
de todos los privilegios de los libres ya que, al no tener linaje materno, no pueden heredar ni
llegar a la posición de de¬canos. Sin embargo, no son considerados como kangaba
(engendrados por dos esclavos). De hecho, al parecer su suerte y posición dependían de modo
bastante arbitrario de las decisiones del padre. Resultaba cómodo mantener a esos
descendientes en condiciones de inferioridad, pues, al no tener tío materno con el cual
tendrían que vivir, podían ser conservados en la casa paterna. Los varones nacidos de esas
uniones tenían la doble ventaja de engro¬sar los efectivos de la casa masculina (en lugar de la
del tío materno) y de asegurar allí una continuidad. Se les podía confiar, sin temor a que
arrebataran el poder, la gestión interina del patrimonio cuando ocurrían ruptu¬ras
genealógicas, dado que su posición no les permitía alcanzar el decanato o la jefatura dentro
del linaje pa¬terno. (Sin embargo, se han atestiguado usurpaciones en situaciones
semejantes.) La calidad social de estos mes¬tizos, la cual les confiere mayor dependencia,
lleva, en las familias reales, a la constitución de "linajes dependien¬tes, pero distintos" (ibid.:
166), que sólo se casaban entre ellos y a los cuales se les asignaban funciones adminis¬trativas
o rituales.
Los aulaba constituyen por lo tanto una "especie" so¬cial distinta. Sin embargo, C.-H. Perrot
nos dice también que los hijos de un soberano y una esclava podían ser asimilados a los demás
famyeba (hijos de rey), debido a que uno de los privilegios reales, en relación con el dere¬cho
común en esta sociedad matrilineal, sería "hacer pre-valecer entre sus descendientes su propia
sangre [pater-na] sobre las 'maternas'. 'Un nieto de rey' lleva el título de ehenenana, sea cual
fuere el origen social de su madre o de su abuela" (ibid.: 164). Se dice en este caso que "la
verga prevalece sobre el cordón". Dicho de otro modo, el rey tenía la facultad, al casarse con
una esclava, de im¬poner una sucesión mono y patrilineal, lo cual le daba la posibilidad de
alejar del poder a otras familias que aspiraran a él. Comprobamos que, en estos ejemplos, hay
disociación de la filiación y la posición. Una puede ser reconocida sin el otro.
En caso de matrimonio entre una mujer libre y un es-clavo, la posición de la madre prevalece
siempre sobre la del genitor, lo cual es conforme con los principios del parentesco avuncular.
Dado que no es determinante la filiación por el padre en esta sociedad, el esclavo geni¬tor, al
igual que el padre libre, no trasmiten su estado. Al no tener hermana, puesto que carece de
parentesco, el esclavo no puede ejercer los derechos de un tío materno. Por lo tanto, este tipo
de matrimonio no contradice el sistema de filiación avuncular. La filiación y la trasmisión de la
posición siguen siendo congruentes. En este caso, la descendencia se considera libre, al igual
que la madre. El matrimonio de una mujer libre con un esclavo ofrece la ventaja, en favor de la
matrilinealidad, de alejar a los afi-nes y de concentrar la sucesión avuncular en esta des-
cendencia, más privilegiada que la que sólo cuenta con una rama paterna.
Así pues, el estado de esclavo no lo trasmite el genitor en todos los casos; lo trasmite la
generadora, pero según las disposiciones establecidas arbitrariamente por el lina¬je paterno.
El estado de libre se trasmite siempre a través de la madre, y en su caso del padre. No
obstante, in¬cluso en este último caso, el linaje resultante del matri¬monio hombre-
libre/mujer-esclava se mantiene debilitado por la ausencia de un linaje materno.
El capitán Peroz (1856: 418-419) nos relata la manera en que fueron castigadas por su padre
dos hijas de Sa- mori de 13 y 14 años de edad, así como sus jóvenes ena¬morados, cuyo estado
era el de esclavos:
... algunas palabras tiernas, algunos apretones de mano fur¬tivos, ése fue su crimen. Pero los
pajes no pertenecían a la raza de los hombres libres.
Confesaron rápidamente su culpa y, sobre la marcha [...], el verdugo desarticuló las manos de
los pajes que habían apretado las de las hijas del soberano y luego las colgó, to-davía
ensangrentadas, en la puerta del palacio. Seguidamente, Fatimata y Aissa [... ] completamente
desnudas y con las ma¬nos atadas detrás de la espalda, fueron expuestas en la pico¬ta del
mercado.
A la mañana siguiente, el sable había hecho expiar para siempre el pequeño delito cometido
por los pajes: sus ca-bezas fueron tiradas delante de la picota donde las hijas del emir
jadeaban de vergüenza y sed.
Cerca del mercado, entre el palacio y la ciudad de Bisandu- gu, han cavado unos enormes
hoyos para recibir la inmun¬dicia de las dos ciudades que conforman la capital de Al¬mamy.
Esa tarde, a las cinco, los crueles fanáticos que vigilan la ciudad de Samori desataron a las
infelices niñas y las arro¬jaron, aún con vida, en esas cloacas; luego las sepultaron bajo un
montón de piedras ferruginosas, color sangre, reco¬gidas en el terreno circundante.
A la mañana siguiente, todo estaba en calma. Ignorando ese horrible drama, al pasar al lado de
esta innoble sepultura, vimos una manita crispada y ensangrentada, con una pulsera de oro,
aprisionada entre dos enormes piedras.
Así pues, para Samori, sus propias hijas, apenas roza¬das por unos esclavos, no eran más que
inmundicia.
Por lo tanto, si llegara a suceder que una ingenua tu¬viese relaciones sexuales con un esclavo,
sería una des¬gracia y una vergüenza para la familia, que trataría de borrar las huellas del
delito por todos los medios, recu¬rriendo para ello al aborto y, en ocasiones, a la muerte. Si se
llegara a producir un nacimiento en esas condiciones, no tendría efecto social ni de hecho ni
de derecho. Al no ser la mujer libre vector de filiación, no es apta para trasmitir su posición a
su descendencia. Como el hombre esclavo se encuentra en la misma situación, su unión sólo
podría producir seres totalmente asocíales, por lo tanto, esclavos por definición.
En cambio, la unión de un hombre libre y una esclava es común. Se dice, a ese respecto, que
"el vientre tiñe la piel", ya que la filiación masculina no opera en este caso como entre
personas libres. De hecho, la ausencia de posición de la generadora es la que se trasmite al
hijo. El vínculo de este niño con su generadora sólo se reco¬noce a través de las relaciones
patrimoniales que existen entre amo y esclava; la descendencia de una esclava, ella misma
propiedad del amo, pertenece a este último. La descendencia de la mujer esclava es, a su vez,
esclava, sea cual fuere la posición del genitor. Ello se aplica tam¬bién, en la práctica, a los
niños nacidos de las relaciones por placer que los amos tienen con las esclavas. Cuando el amo
deseaba establecer una filiación con la descenden¬cia de una esclava (su amante o su
concubina), podía elu¬dir esta norma mediante la "liberación" de la mujer antes del
nacimiento. Así pues, las esclavas eran consideradas a veces "libertas", ya sea por contraer
matrimonio con un hombre libre o, si sólo eran concubinas, en virtud de su embarazo o de su
parto, según los casos. Si se le con-sidera nacido de una mujer libre, el niño es libre, sin
discusión. Sin embargo, si el niño moría de corta edad (antes del destete), la madre podía ser
devuelta a su con-dición de esclava. Cabe señalar, una vez más, que la descendencia, aunque
nacida libre, se ve debilitada social- mente por falta de un linaje materno. Sin embargo, dicha
debilidad, tanto en ésta como en las sociedades avuncu-lares, hace de estos niños los favoritos
del decano o del soberano. Al no tener más que un protector, se someten totalmente a él. En
la corte sonxai, los askia (soberanos) han sido a menudo hijos de una madre "liberada". Ahí
también se impone, gracias a las uniones mixtas, una su-cesión monolineal.
Al igual que en las sociedades avunculares, el matrimo-nio entre libres y esclavos puede
también ser el medio para constituir cuerpos sociales dependientes, ni libres ni esclavos,
encargados de funciones de confianza. Así ocurre, por ejemplo, entre los Soninke del Gajaga
(valle del Senegal oriental) en lo que respecta a los mangu, en¬tre los cuales se reclutaban
principalmente guerreros para servir a la casa dominante de los Bacili. Los mangu viven
aparentemente en las mismas condiciones que los linajes libres. Se hallan, sin embargo,
respecto de la casa aris¬tocrática de los Bacili, en una situación hereditaria de obligados. Allí se
dice que son wanukunke, originalmente extranjeros que a su llegada se pusieron bajo la
protec¬ción de los Bacili, quienes les proporcionaron mujeres esclavas como cónyuges. Al no
haber sido éstas liberadas por los Bacili, a quienes seguían perteneciendo, su des¬cendencia
les correspondía a estos últimos... En con¬secuencia, los mangu pertenecerían, generación tras
ge¬neración, a sus huéspedes. Se trata, sin duda, más que de una situación de derecho, de la
expresión de una su¬bordinación cuya justificación ideológica es el estigma de una
servidumbre original e irreductible. En la jerar¬quía de los obligados, los clientes y los esclavos,
estos mangu se colocan en una posición de primogenitura. Si bien su condición se asemeja a la
de los kome-xooro —es¬clavos manumisos de vieja cepa— con los cuales se les confunde a
veces, no han sido ni comprados ni captura¬dos y no figuran entre sus ascendientes esclavos
someti¬dos al trabajo forzado, lo que les otorga cierta dignidad. Pueden en principio obtener,
al igual que los amos, mues¬tras de respeto y tributos simbólicos de parte de los es¬clavos de
todas las categorías. Estos últimos, no obstante, no se humillan entre ellos, lo cual significa que
no los consideran como a los amos.
Las uniones mixtas provocan, por lo tanto, dos fenó¬menos de debilitamiento social de la
descendencia. Uno se presenta cuando la descendencia es libre, ya sea por¬que la madre es
libre (en caso de avuncularidad) o por¬que sea liberada, dado que esta descendencia (como en
el caso del matrimonio entre una ingenua y un extran¬jero) depende de un único linaje. El otro
tipo de debili¬tamiento se produce cuando una unión no trasmite la manumisión.. Por derecho
la descendencia podría ser es¬clava, pero éste no es el caso de los aulaba de los Anyi, ni de los
wanukunke del Gajaga, cuya posición ambigua los expone a manipulaciones. Están sometidos a
los libres, pero siendo no obstante portadores de la condición de libres, pueden ser
enfrentados a aquéllos por su amo, como rivales. ^
La posición de mestizo, a juzgar por los casos señala¬dos arriba, no obedece, pues, más que a
las reglas de parentesco. Éstas sólo se aplican dentro de los límites de la relación de clases, la
cual es determinante. Para per-catarse de ello es preciso recordar las condiciones que ri-gen la
filiación en las sociedades domésticas, sin clases y sin esclavitud. Cuando prevalece la filiación
patrilineal, el niño le corresponde a la familia del esposo pública¬mente reconocido de la
generadora. En muchas socieda¬des no cuenta la. naturaleza del genitor, si no es el espo¬so.
Desde el momento en que una mujer ha recibido la dote de parte de la familia del esposo, o se
han llevado a cabo las ceremonias nupciales, el niño es atribuido a la familia paterna. En las
sociedades avunculares, la filia¬ción se establece con la familia materna, de acuerdo con el
mismo principio: por intermedio del primogénito de los hermanos de la generadora. La familia
del esposo sólo tiene derechos limitados sobre la descendencia de la es¬posa. Tanto en un
caso como en el otro, la filiación puede ser o es independiente de la concepción. No existe
entre los esposos diferencia de posición susceptible de inter¬venir para encauzar de otra
manera la atribución de la filiación. Las reglas de filiación son congruentes con las de la
trasmisión de las prerrogativas ciánicas, si la hu¬biere.
En las sociedades de clases intervienen las nociones de adulterio y de bastardía que exigen que
coincidan "con-cepción" y "paternidad". Ahora bien, esas nociones sólo parecen justificarse en
la medida en que preservan una jerarquía social a través del modo de reproducción propio de
cada clase: los nobles por el nacimiento; los esclavos por adquisición. Para lograr lo anterior
existen dos re¬glas que prevalecen sobre las demás; son de carácter so¬cial y no de
parentesco; el hombre libre puede, a volun¬tad, hacer que la descendencia de una esclava
nazca libre; el esclavo varón, conforme a la regla general de la esclavitud, no puede establecer
relación de filiación algu¬na. En la práctica, se observa que si en la sociedad avun¬cular la
posición de la mujer predomina siempre, se debe a que, al efectuarse la filiación por medio de
ella, su des¬cendencia no puede tener una posición diferente a la de sus padres. A esto se
suma oportunamente, y en contra¬dicción con el principio avuncular, la regla: "la verga
pre¬valece sobre el cordón", la cual favorece la reproducción de linajes dinásticos.
En la sociedad patrilineal esclavista, sólo la mujer de origen servil trasmite su estado, o su
posición cuando ha sido liberada. Éste es el campo de aplicación restringido de la regla: "el
vientre tiñe la piel", ya que la mujer libre no podrá trasmitir su estado a los hijos de un esclavo
debido a la proscripción de la hipogamia. La posición se trasmite por ende, en este caso, contra
todas las reglas aparentes de la patrilinealidad: a través de una mujer (pese a que la filiación es
masculina), y solamente si esta mujer es de origen esclavo (pese a que los esclavos care¬cen
de parentesco). Estas reglas paradójicas son de hecho la aplicación —a través de la línea
divisoria de las clases— de los principios del parentesco social: el vínculo bioló¬gico no
trasmite ninguna posición ni ninguna calidad que no estén socialmente reconocidos.
Contradicciones deri¬vadas de la lógica parental aplicada a la lógica de clase, y viceversa.
Así, la esclavitud, aun heredada de un antepasado leja¬no, aun atemperada por la "sangre" de
los libres, alimen¬ta una ideología vigorosa de discriminación y arbitrarie¬dad. Las "relaciones
de parentesco" conceden al mestizo, en función de las necesidades de los amos, la posibilidad
de vegetar en las filas de los vasallos o de nacer en el mundo de los gentiles.
En estas sociedades regidas por una u otra forma de parentesco, el antipariente se muestra
como un agente eficaz de manipulación social y política. A través de la sustitución de hombres
libres por esclavos, los amos se procuran medios de protección, por una parte, contra sus
parientes demasiado ambiciosos o sus súbditos rebel¬des y, por la otra, contra sus lacayos al
otorgarles privi¬legios diferenciales gracias a los cuales los ponen de su lado sembrando la
división entre ellos mismos.
Aunque esta dialéctica, la cual puede, como veremos, volverse en contra de los amos, no
afecta a todas las so-ciedades esclavistas ni a todos los esclavos en el mismo grado, está muy
presente en las sociedades aristocráti¬cas donde proyecta sobre la esclavitud, en tanto que
ins-titución, una imagen a veces paradójica que confunde la lógica de la jerarquía o el
materialismo Cándido.
SEGUNDA PARTE
EL HIERRO
LA ESCLAVITUD ARISTOCRÁTICA
A. LA ESCLAVITUD Y EL PODER
CAPÍTULO PRIMERO
Según el Hudud al Alam (obra persa del siglo x) cuando habla del Sudán (es decir el país situado
al sur del desier¬to que lo separa del Magrhib), "ninguna región está más poblada que ésta.
Los traficantes se roban los niños de allí y se los llevan consigo. Los castran y los llevan a Egipto
donde los venden. Hay entre los (Sudan) gente que se roban los niños los unos a, los otros para
venderlos a los comerciantes cuando éstos llegan" (en Cuoq, 1975: 69).
Esta cita nos informa sobre la existencia de lo que lla-maré el bandidismo, vale decir, la
práctica mediante la cual el rapto de cautivos se efectuaba entre miembros de una misma
comunidad, entre parientes y vecinos.
Este bandidismo interno parece haberse ejercido entre las poblaciones aldeanas, las cuales, sin
estar necesaria-mente en la órbita militar de los estados depredadores o de los saqueadores
extranjeros, estaban situadas en las áreas de prospección de los traficantes esclavistas o
ten¬tadas por la atracción de mercados de esclavos accesibles.
El bandidismo, al parecer, tuvo dos efectos, según los casos, sobre el poder político: o los
clanes se organizan para resistirle, como sucedió con el Mande en el siglo XIII, o los guerreros
lo convierten en la base de su poderío, como en Segu a finales del siglo xvi.
La tradición del Mande refiere, a través de diversos re¬latos (M.-M. Diabaté, 1970 a y b; Innes,
1974; Niane, 1960; Wa Kamisoko, 1975), la leyenda histórica de Sunjata que habría vivido
alrededor del siglo XIII en el alto valle del Níger. Sunjata es uno de esos héroes sudaneses
marca¬do desde el nacimiento para resolver una crisis, en gene¬ral de orden político, por
medios más mágicos que tácti¬cos y generalmente no ejemplares. La leyenda retiene sobre
todo el combate que libró contra Sumawuru Kan- te, quien amenazaba entonces militarmente
al Mande. Wa Kamisoko le agrega elementos que se relacionan muy di¬rectamente con la
esclavitud. "En esta época, se queja el brujo (Kamisoko, 1975), un bandidismo endémico
reinaba 'del hermano contra el hermano'... Los más fuertes cap¬turaban a los más débiles y los
llevaban por el sendero de la traición para venderlos..." (ibid.: 38). "¿Puede el pueblo crecer si
la gente se captura a cada paso para ven¬derse los unos a los otros?" (ibid.: 49). "¿Detrás de
qué aldea, se pregunta Wa Kamisoko, no pasaba el camino de la traición?" (ibid.: 11), esos
caminos que conducen hasta los matorrales sahelianos, por los cuales se sacaba noche iras
noche a los congéneres capturados. "No hubo ningu¬no de los que reinaron en el país que no
haya colocado el freno en la boca de algún Malinke para venderlo a los maraka
(comerciantes)" (ibid.: 6). "Si tantos Malinke se encuentran aun hoy en día en el Sahel o en el
Sosso, son sobre todo los propios Malinke los causantes de ello" (ibid.: 9). Los héroes que han
dejado su nombre en la leyenda mandé, como Tiramaxan o Fakoli, habrían sido cazadores de
hombres de ese tipo.
Al poner la esclavitud en el centro del problema polí¬tico del Mande del siglo XIII, el mérito del
relato de Wa Kamisoko es el de hacer inteligible un suceso hasta en¬tonces interpretado como
el surgimiento súbito e inexpli¬cable de un "imperio" —el imperio del Malí— bajo el efecto de
la empresa de un personaje mítico, Sunjata, emergencia cuya única causa habría sido la
personalidad excepcional de este último.
Kamisoko precisa que, en tiempos de los sucesos rela-tados, el Mande estaba repartido entre
más de treinta jefaturas de pequeñas dimensiones (ibid.: 60), cuyos masa (jefes) podían ser
comparados con simples jefes de al¬dea. La autoridad de éstos, pares y rivales de Sunjata,
procede, como para este último, de su pertenencia ciáni¬ca. Disputaban entre ellos una
preeminencia precaria que trataban que sus pares reconocieran por sus hazañas de caza o de
guerra (Diabaté, 1970 a). Libran combates, se apoderan mutuamente de sus aldeas, se
persiguen y se reconcilian. No se trata de jefes de banda. Su per¬tenencia ciánica está bien
afirmada. Llevan un jamu (pa¬tronímico), lo cual los une a una casa y da testimonio de su
alcurnia. Así ocurre con Sunjata, cuvo padre se co¬noce y a quien se le atribuve a veces el
haber sido, ñor un tiempo, masa del Mande (Innes. 1974: 27-28). Está rodeado de herreros y
brujos de casta desde su nacimien¬to. Es pobre, la verdadera cualidad de los gentilhombres.
Sunjata, no más que los otros polemarcas, no era capaz con su puro clan de protegerse contra
los saqueadores ex¬tranjeros que venían a proveerse de cautivos, ni contra las pandillas de
bandidos autóctonos. Contra esta doble ame¬naza, la leyenda atribuye a Sunjata una doble
hazaña. La primera es la más conocida y la más celebrada. Logró federar a una docena de
clanes mande (Innes, 1974: 61) y vencer al terrible Sumawuru.
Pero lo que parece, según Wa Kamisoko, haber sido la obra más importante de Sunjata, fue la
de eliminar poste-riormente la amenaza interna del bandidismo en las cir-cunstancias
siguientes.
Luego de su victoria sobre Sumawuru, Sunjata habría solicitado de sus pares su elección como
soberano de la federación del Mande (Kamisoko, 1975: 42). "Puesto que tú has alejado la
guerra de nuestras puertas, renunciamos al poder para investirte como niyamoko" (ibid.: 61)."
"Si vosotros me instaláis en el trono del Mande, prometió Sunjata en compensación, nadie
será vendido ya" (ibid.: 36). "Todos aceptaron no vender a su gente" (ibid.: 44). "Lo que se le
reconoce ante todo, precisa Wa Kamisoko, es haber logrado que cesara la venta de gente del
Mande" (ibid.: 46). Ante él, los Maninka dejaron así de ser "ex-tranjeros" unos para otros. En
esta relación de los hechos, míticos o reales, a Sunjata se le acredita la invención local, a la vez
de la natio (el conjunto de aquellos que se reconocen mutuamente como poseedores de las
prerroga¬tivas vinculadas al buen nacimiento) y de la realeza, poder garante, en esos tiempos
turbulentos, de la libertad de los que aceptan su autoridad.
Frente a los bandidos que ejercían su poder atacando a todos sin discriminación, negando así
la eficacia de todos los vínculos de pertenencia social, Sunj ata se opone como restaurador de
las estructuras sociopolíticas de los cla¬nes, como regenerador de las relaciones orgánicas
entre congéneres: parientes, afines, aliados o vecinos. Para lo-grarlo, Sunjata había
indudablemente trastornado algu¬nas reglas sobre la primogenitura y la igualdad entre los
clanes al imponerse no obstante su edad —lo cual es pro¬pio de este tipo de héroe en todo
caso— y al reclamar una preeminencia sobre sus pares. Pero no se enfrentó a los ancianos ni a
su autoridad como lo hará —lo vere¬mos— Biton Kulibali en Segu. No actuó contra las
ins¬tituciones ciánicas; por el contrario, las preservó, por cuanto, de hecho, los conflictos entre
clanes no habían cesado jamás y la unidad se hacía tanto por consenti¬miento como por
coacción (Kamisoko, 1975: 75).
Todos los historiadores de esta región, siguiendo a De- lafosse (1912), hacen luego de Sunjata
el fundador de un imperio que identifican con el Melli visitado en el. siglo xiv por Ibn Batuta.9
Sin embargo, la tradición de los brujos no dice nada sobre la existencia de un estado que
hubiese sobrevivido a Sunjata. La formación política que dominó no fue más que una
federación de clanes sin porvenir. Ningún estado perdurable podía surgir de ese agrupamien-
to de jefes de clanes rivales: el poder del héroe, en la tradición mande, no se conserva contra
sus pares y debe ser devuelto cuando el destino que lo suscitó se cumplió.10 El Mande devino
muy probablemente un país de agricul¬tores y comerciantes. "Cultivará aquel que haya
escogido el cultivo y nada más que el cultivo, dice una tradición. Sunjata ya no existe. Se
dedicará al comercio aquel que
tes de la sociedad coinciden con cierto poder que es el poder del rey" (ibid.\ 9).
haya escogido el comercio y nada más que el comercio. Suba ha vivido" (M. M. Diabaté, 1970:
89-90).
2. EL REY-BANDIDO
Si el poderoso estado de Segu (siglos xvn-xix) debe su existencia a las guerras esclavistas (véase
cap. i), al con-trario del Mande, procede del desarrollo político del ban- didismo y no de una
lucha contra esta práctica. Se afir¬ma, no por la conservación del orden social, sino por su
destrucción. Edifica una sociedad nueva que se desprende de la sociedad ciánica.
La demanda de esclavos provocada por la trata europea alcanza, hacia el siglo xvn, el valle del
Níger, donde do¬mina una civilización aldeana salpicada de pequeñas for-maciones políticas
sin gran poder. En ese contexto, las bandas resurgen. Algunas son dirigidas por pequeños aris-
tócratas ciánicos, otras por gente sin nacimiento. Biton es uno de estos últimos. Agrupa
alrededor de él esos hom¬bres de todos los orígenes que producen los desórdenes de la
época: esclavos escapados, menores rebeldes o mis- kin humillados.
La institución que prevalece en esta situación es pues la banda armada. Contra ella o a partir
de ella se operan los cambios. La banda agrupa a hombres de edad "viril" entre los cuales las
relaciones de parentesco son secun¬darias, incluso nulas: recluta por cooptación, las
jerar¬quías se constituyen, en ocasión de cada expedición, con base en la hazaña o en el valor
militar. Cada uno es amo de sus medios de acción: armas y eventualmente caballos. La
solidaridad obra por el hecho de que la unión hace la fuerza, que hay que ser bastante
numerosos para llevar a cabo los ataques con éxito y un mínimo de riesgos. Las expediciones
se deciden en común y el botín se reparte entre los participantes. Ni la composición ni las
prece¬dencias son definitivas. Entre los guerreros de las ban¬das bamana o maninka, por
ejemplo, las tradiciones refie¬ren que el jefe de la expedición podía ser sacado a suertes
(Kamisoko, 1985: 53, 57; Niare, misiones 1963-1964; Ley- naud, sf [1961]: i, 24). La banda es
por completo un modo de organización sociopolítica específica, la cual, si se con-solida,
amenaza la sociedad doméstica y gentilicia, no so-lamente por sus depredaciones, sino
también en virtud de la incompatibilidad de sus estructuras respectivas. En la banda, el poder
de los jóvenes guerreros se impone contra el de los mayores. Cuando el primero se afirma,
puede llegar hasta el asesinato de los ancianos.
"Hombres mal vistos en su aldea, malqueridos, se unían a esas bandas" que no tenían una
duración permanente. "Por grupos de 30 o 40, se instalaban en los matorrales, en chozas de
paja, las cuales abandonaban cuando eran localizados o habían capturado suficientes mujeres
y ni¬ños para ir a venderlos lejos." Esas bandas atacaban tam¬bién las caravanas comerciales,
pero su actividad princi¬pal era el rapto. Ninguna mujer podía desplazarse de una aldea a otra
sin amenaza de desaparecer. Algunos de esos bandidos, que vivían en la aldea, tomaban como
pretexto un viaje para reunirse con su cómplice. Actuaban enmas-carados, para no ser
reconocidos. Se dice que no sólo raptaban a los hijos y las mujeres de sus vecinos, sino
también, en el Wasolon, los hijos de sus "hermanas" (se¬gún A.-C. Niaré, misión 1963: II, R9).
La oposición de clase entre bandas es muy marcada. A Biton, quien se había aliado con una de
ellas dirigida por un aristócrata soninke de Doua, le dice un anciano: "Qué¬dese entre gente de
su misma clase, sepárese de los nobles de Doua" (Monteil, 1924: 30).
Como en toda sociedad guerrera de ese tipo, Biton aco-mete contra la jerarquía de la
antigüedad. Transgrede el respeto debido a los ancianos: "Hizo abofetear a cien vie¬jos, los
mandó maniatar y se los envió a sus familias" (brujos Tairu y Sangare, citados en Kesteloot,
1978: 596). Niega aún más radicalmente su autoridad al sustituirla haciendo asesinar los 740
padres de sus guerreros y luego obligando a éstos a afeitarse la cabeza, e$to es, a "rena¬cer"
como sus propios dependientes (Monteil, 1924: 40)." Esta reconstrucción social continúa todo
el tiempo que dura el reino de Segu, incluso después de la muerte de Biton. Se reconstruyen
seudolinajes con cautivos reagru- pados (Bazin, 1975). Se repueblan seudoaldeas de
in¬dividuos y aun de categorías de edad, con exclusión de los niños y los viejos (Sauvageot,
1965). El estado de jon, de "dependiente", de esclavo tiende a generalizarse para todos (Bazin,
1975). En contra de la posición de libre, nadie debe deber su posición a su nacimiento, a su
edad, a sus relaciones y grados de parentesco. La reproducción social descansa en el guerrero
más que en el "padre": los miembros de la ton de Biton eran solteros (Sauvageot, 1955: 155).
A diferencia de lo que sucedió en Mande, es una nueva sociedad la que se crea. Ella privilegia
la asociación so¬bre el clan, la adhesión y la cooptación como modo de reclutamiento sobre el
parentesco y el nacimiento, el va¬lor y el logro sobre la antigüedad. Los ton-jon conforman la
clase dominante, compuesta de guerreros celosos de su autonomía, rivales entre ellos y a
menudo ellos mis¬mos de origen servil. Su lealtad se apega al cuerpo ins¬titucional que se
confirieron (la ton) y no a un amo o a un dinasta. Clase militar, pues, pero distinta de las
aris¬tocracias ciánicas que dominan localmente la región y a las cuales se opone y se impone
(Meillassoux-Silla, 1978; Aubin-Sugy, 1975: 493 s.). El código de la guerra que reinaba entre
esas aristocracias rivales, los ton-jon de Segu lo sustituyen por tácticas sin honores pero
eficaces, como el ataque en masa o el sitio, desprovistas de apara¬tos guerreros que se
confieren en general las noblezas "de sangre".
Hasta la llegada de los Jara al poder, la historia polí¬tica de Segu permanece pues marcada por
el origen social de sus miembros y por las actividades de bandidismo que están en su origen e
impregnan sus instituciones.
Sin embargo, las condiciones para el ejercicio del ban-didismo habían desaparecido.
Estableciendo su dominio sobre la población en vez de saquearla, cambiando el bo¬tín por el
tributo, la banda construye un espacio político y se proporciona súbditos hacia los cuales sus
relaciones de hostilidad se tornan de autoridad (eventualmente de explotación) y de
esporádicas se vuelven continuas. Se asignan tareas de gestión, de administración y de protec-
ción contra ese mismo bandidismo del cual había sur¬gido.
"Cuando una banda de tegere (bandidos) era descubier¬ta por los aldeanos, éstos alertaban al
faama (soberano) para que los exterminara. Los cautivos originarios del país eran liberados,
los otros entregados al faama" (Nia- ré, misión 1967). Esta intervención del soberano y esta
repartición marcan la distinción que hemos ya subrayado entre la posición de extranjero y la
de súbdito, distinción que el bandidismo no hace. El estado de Segu, en cambio, confiere a sus
súbditos la virtud política de la ciudadanía que los protege contra la captura. Sólo son presa de
Segu, estado esclavista, los que no la poseen. De esta manera la esclavitud y la trata
contribuyen a dar forma a la ciu-dadanía como medio de identificación y salvaguarda y a
conformar la realeza en oposición al bandidismo.
En el seno de la banda las relaciones se transforman entre sus miembros en la medida en que
las relaciones de la banda con la población se transforman también. Aquel que se impone
como jefe de banda tiende a con¬vertirse también en el jefe de las poblaciones avasalladas. La
soberanía con la cual éste está investido refuerza a su vez su posición de autoridad en el seno
de la banda. Allí se instala una jerarquía de carácter permanente en con-tradicción con el
principio de paridad que prevalece en¬tre sus miembros. En lo sucesivo el poder no recae ya
en el valiente del momento. La sucesión se fija en las ma¬nos de uno de ellos, considerado
como soberano por el pueblo y alrededor del cual tiende a constituirse una cor¬te, una casa, a
la cual se opondrán las casas rivales de sus compañeros.
La incursión se ejerció en casi toda el África sometida a la trata. Sin que sea posible decir en
qué medida contri¬buyó al abastecimiento de esclavos con relación a las gue¬rras (Curtin,
1975: 154-155, 186-187), numerosos son los testimonios que señalan su existencia y describen
sus mo-dalidades. La sorpresa, la astucia, la rapidez de interven-ción y de repliegue, el ataque
a poblaciones aldeanas mal protegidas, sobre todo la captura de mujeres y niños, ta¬les son
sus características.
Lamiral (en Walckenaer, 1842, 5: 216-217) cuenta cómo hacían los Moros para saquear las
poblaciones del norte del Senegal entre 1779 y 1789:
No nos podemos imaginar la astucia y la destreza que em¬pleaban esos moros para
sorprender a los negros. Parten en número de 15 o 20, y se detienen a una legua de la aldea
que quieren saquear. Dejan sus caballos en el bosque y se ponen al acecho cerca de una
fuente, en la entrada de una aldea, o en los campos de mijo cuidados por los niños. Allí, tienen
la paciencia de pasar días y noches enteras, acostados boca aba-jo y arrastrándose de un lugar
a otro. Tan pronto como ven aparecer a alguien, se abalanzan sobre él, le cierran la boca y se
lo llevan. Esto les es tanto más fácil cuanto que las jo- vencitas y los niños van en grupo a las
fuentes y a los luga- nes, que a menudo están alejados de las aldeas. Una mul¬titud de
ejemplos no vuelven a los negros ni más desconfiados ni más cuidadosos; los moros emplean
siempre las mismas artimañas y siempre tienen éxito. Esos tipos de caza los abas-tecen de
muchos más niños y mujeres que de hombres. Cuan¬do les llevan sus capturas a los
traficantes, esos pobres niños que han sido transportados a la grupa al pelo, están cubiertos de
llagas profundas, extenuados de hambre y de agotamien¬to, y entregados a los temores más
crueles. Los europeos esco¬gen a los más bonitos y a los más alertas para hacer de ellos sus
empleados domésticos. Hay pocos blancos que no tengan una de esas niñas, que se convierten
con frecuencia más tar¬de en grandes señoras" (según el viaje de Lamiral, 1779-1789).
Según Daumas (1858: 246), los Twareg conocen diferen-tes tipos de incursiones cuyo objetivo
principal era la cap-tura: la khrofeta, expedición de rapiña practicada al anochecer, la terbige,
la kriana o la tehha que puede agru¬par hasta 500 o 600 caballos. Esas actividades parecen
haber tenido un rendimiento elevado si juzgamos por los efectivos de las capturas: Daumas
señala, sucesivamente, una caravana que llega a Timimoum "con 200 negros y negras" (ibid.:
71), un convoy de 400 esclavos (de los cua¬les 300 eran mujeres) y otro, el mismo día, de 1
500 per¬sonas (ibid.: 221). Bernus (inédito, "Seminario sobre la guerra", EHESS, 1975-1976) da
igualmente cuenta de un rico vocabulario tamasheq para designar no solamente dife¬rentes
tipos de incursiones, sino también para distinguir entre el saqueo de ganado o de esclavos y el
rapto de personas libres. La sorpresa es desde luego el elemento esencial del éxito, pero el uso
de la escritura no tenía quizá un efecto menos importante puesto que permitía a los Twareg de
Teneka agrupar a sus hombres durante el día (Olivier de Sardan, 1976: 66). El conocimiento del
desierto y el uso de animales rápidos, como el dromedario, tenían la ventaja de llevar las
incursiones hasta distancias consi¬derables de las bases de operación, sin riesgo de
repre¬salia.
En el Níger, los Kurtey, ellos mismos víctimas de las in-cursiones twareg, se convierten en
ladrones de hombres llevando a cabo con regularidad la captura de poblaciones ribereñas del
archipiélago de Tilaberi: "Hasta 15 pira¬guas podían subir al río. Pero esas incursiones no
tenían nada de épico: al no encontrar oposición en el río mismo, que remontaban de día, los
Kurtey ocultaban sus pira¬guas al llegar la noche, y luego remaban silenciosamente hasta que
descubrían tiendas de cultivadores a orillas del agua.... Los Kurtey rodeaban en silencio las
chozas, y luego maniataban a los infelices durmientes en sus pro¬pias esteras y se llevaban
todo en sus piraguas" (Olivier de Sardan, 1969: 32). Esas técnicas, que son las del bandi- dismo,
sitúan a la incursión en continuidad con éste por dos aspectos:
Dos fuerzas políticas actúan pues bajo el efecto de la incursión. Una, centralizadora, en contra
de la camaradería, que favorece el surgimiento de un "rey", quien ejerce la representación del
poder de la banda sobre las poblacio-
24 Según E. Terray, por el contrario, la incursión sólo habría podido ejercerse al abrigo de un
estado muy capaz militarmente de servir de refugio a los saqueadores (1982: 390). Yo pienso
que esta tesis sólo se verifica cuando la incursión se ejerce en contra de poblaciones
inmediatamente vecinas, lo cual es el caso efec¬tivamente a partir de los estados fuertes.
Señalemos, en todo caso, que la incursión no podría originar esos estados, como Te¬rray
supone (pp. 385-386), si es que deben preexistir para ser¬virle de base de repliegue.
nes sometidas a fuerza de ser saqueadas; la otra actúa contra ese mismo poder al dejar a los
guerreros saquea-dores los medios de su independencia, sus recursos y sus armas. La
afirmación de la guerra a expensas de la in-cursión como modo de acaparamiento de esclavos
es tam-bién la del rey sobre sus camaradas.
CAPÍTULO SEGUNDO
Paralelamente a esta tesis, existe una ideología que tien¬de a presentar la agresividad, por
asimilación pues a la guerra, como la expresión suprema del valor masculino (virilidad) y la
fuente de toda jerarquía. Traté de mostrar en otra parte (1975 c, 1979 é) cómo la guerra de
rapto, en las sociedades donde no funciona el intercambio ordena¬do de las esposas, hacía de
los hombres los agentes efec¬tivos de la reproducción social y cómo esta función llega a
eclipsar políticamente la procreación natural por parte de las mujeres; cómo el hombre, en
desventaja por lo que hace a la procreación, valoriza su función de reproductor social y la
impone aun poniendo su vida en peligro. Cómo, siendo una amenaza para la mujer en tanto
que raptor, se concierte en su protector en contra de sí mismo. Cómo finalmente, en el marco
esclavista, se impone, mediante la guerra o la incursión, como el proveedor de todas las
riquezas, incluso la de seres humanos. Así las cosas, todo conflicto armado debe ser la ocasión
de reafirmar la su¬perioridad del hombre capaz, por su "valor", de conquis¬tar, de acumular,
de proteger y de reproducir la sociedad. En la medida en que, independientemente de otros
propó¬sitos más inmediatos, la guerra conserva la misma fun¬ción ideológica de afirmación de
la dominación masculina, se le atribuye, sea cual fuere su objeto, una justificación
"honorable"; no se desencadena sin un pretexto que va¬loriza al guerrero y se convierte en la
causa oficial del conflicto: el honor que defender, la sumisión política de los vecinos, el rival
que vencer, el impudente que casti¬gar, pretextos éstos que podemos encontrar para
cualquier guerra. A partir de ellos se alientan los comportamientos asociados a la guerra al
punto de presentar la agresividad, a la vez, como inherente a la naturaleza humana y como la
expresión de la virtud masculina.
Es también la opinión de Terray (1980: 30) quien ge-neraliza el caso de los Abron (1975: 121-
122). Reconoce sin embargo que los cautivos constituían el botín más importante de las
guerras y que el soberano abron recibía la mayor parte de él; pero otras causas se hallarían en
el origen de la mayoría de ellas: subyugamiento de pueblos vecinos, rebelión contra la tutela
de su poderoso rival Ashanti, etc. Las únicas excepciones serían las expedicio¬nes militares
lanzadas contra el Djimini, el Gyamala y el Tagwana después del desastre de 1818. "Se trataba
en¬tonces de repoblar el reino devastado" (p. 122).
Documentos sobre los Ashanti (Rattray, 1929: 218) muestran por su parte que la captura
importaba más que la conquista territorial. Le Hérissé (1911: 246-247) refie¬re que las guerras
del Dahomey sólo se saldaban por ga¬nancias territoriales cuando "la extensión del reino era
posible sin soluciones de continuidad", y Bradbury (1957: 75) dice que en el Benin "el
propósito principal de la guerra parece haber sido la captura de esclavos más que la conquista
de territorios". No olvidemos en efecto que la extensión de la soberanía sobre nuevas
poblaciones los transformaba, de cautivos potenciales, en súbditos y ter¬minaba pues por lo
mismo con los beneficios de las gue¬rras. Si se trataba de conquistas, éstas deberían haberse
extendido más bien hacia los territorios amenazadores que hacia las reservas de caza. Sin
embargo, la frecuencia de las incursiones tiende a colocar a los pueblos saqueados en la órbita
del reino.
Es verdad que los estados esclavistas libraban guerras para asegurar un acceso al mar, aplastar
una rebelión, proteger sus cotos o alejar a un competidor, pero esas empresas eran inducidas
por la política de trata y for¬maban parte del conjunto de acciones a llevar a cabo para crear o
mantener las condiciones de la captura y la comercialización de los cautivos. Esas guerras
estratégi¬cas no eran periódicas sino coyunturales. Se hacían con cierto fausto que no tenían
las guerras cíclicas (cuyo pro¬pósito era la captura) a las cuales se sumaban.
Para la realeza bamum cuya economía estaba fundada en una esclavitud de subsistencia, "los
objetivos parecían constantes: hacer prisioneros para explotar las tierras del reino" (Tardits,
1980: 192). Bajo el reinado de uno de esos reyes, sólo hubo incursiones de captura y no
con¬quistas territoriales (ibid.: 177). En el Dahomey, para Le Hérissé (1911: 246), "muchas
guerras no fueron más que cacerías de esclavos" y para Skertchly (1874: 447): "Las guerras
sólo son expediciones para capturar a los esclavos o cacerías de cabezas [...]. Cada hombre,
mujer y niño es capturado en lo posible. Y no se mata a ninguno salvo para defenderse, ya que
el objetivo es la captura y no la matanza." De igual forma, los soldados del Kayor (ac¬tual
Senegal) "perdonan a sus enemigos con la intención de hacer un mayor número de esclavos"
(en Walckenaer, 1842, 4: 131-132). De Marchais (en Labat, 1730) precisa que "toda la atención
del vencedor está puesta en hacer un gran número de prisioneros" (en Walckenaer, 1842, 10:
60).
Bademba, el amo de Sikasso, contemporáneo de Samo- ri, sólo emprendía guerras para "el
enriquecimiento en esclavos y en mujeres" (Kouroubari, 1959: 547). En el an¬tiguo reino del
Kongo, numerosas guerras, escribe G. Ba- landier (1965: 110 5.), tienen causas económicas:
"incur¬siones de bienes y de jóvenes destinados a la deportación por los negreros o a la
esclavitud doméstica". La alianza que observa Mollien (1818/1967: 155) entre los estados del
Bundu, del Fuuta Tooro y del Fuuta Jallo "para ex¬tinguir la idolatría" permitió emprender
"una guerra san¬ta", la cual "más que cualquier otra cosa proveyó la can¬tidad innumerable
de esclavos que los traficantes negros venden a los Moros". Dunbar (1977: 160) sostiene que
las rivalidades políticas en el Damagaram eran un "pretex¬to" para la captura. En cuanto a las
guerras de Aboh, aunque ocultaban según Nwachukwu-Ogedengbe (1977: 139)
"consideraciones diplomáticas y económicas subya¬centes", se hacían más frecuentes y más
intensas por la "insaciable demanda de esclavos".
Una gran cantidad de otras declaraciones o testimonios del mismo orden demuestran que las
capturas practicadas por los estados militares esclavistas no eran el subpro¬ducto de guerras
libradas por otras causas: eran el ob¬jetivo primario de la construcción y la utilización del
aparato militar, a pesar de que éste podía emplearse en todo tipo de conflictos. Algunas cifras
manifiestan la intención de esas guerras. En el Damagaram, una sola campaña en el Kano en
1897 produce "siete mil esclavos" (Dunbar, 1977: 160). Manson, rey de Segu, hizo en un solo
día en el Kaarta, 900 prisioneros (Mungo Park, 1960: 22). Bajo el mando de Gezo (Dahomey),
una campaña ejecu¬tada prácticamente bajo pedido de un barco negrero an¬clado en Whyda
produce 4 000 esclavos (Herskovits, 1938, i: 324). Los Nupe del Sudán hacen 2 000 cautivos
atacan¬do a una sola aldea (Nadel, 1942: 113), etc. No todas las guerras eran tan jugosas, lo
cual sólo provocaba la mul¬tiplicación de los esfuerzos militares.
Las guerras de captura y las guerras políticas no son del mismo orden y no se desarrollan de
igual manera. La captura exige una táctica, un armamento, una organiza¬ción específica, en
particular cuando se trata de atrapar hombres y mujeres vivos. ¿Se podía conciliar esta
estra¬tegia con las exigencias de una "victoria" militar (y po¬lítica) que habría impuesto
suprimir físicamente la resis¬tencia del enemigo a cualquier precio? De hecho, lo poco que
sabemos sobre la manera como eran libradas esas guerras según sus objetivos deja suponer lo
contrario. Se¬gún Dalzel (1793), cuando el rey Adahoonzan II del Daho- mey (1774-1786)
emprendía guerras vengadoras (o po¬líticas) contra sus rivales, no hacía cuarteles ni esclavos,
matando a todos, hombres, mujeres y niños. Existían, en¬tre los Árabes nómadas, guerras de
venganza consagradas a acabar con los vencidos fuera cual fuere su edad o su sexo. Esas
guerras llevaban un nombre distinto, tehha, que las diferenciaba claramente de aquellas
mediante las cuales se hacían cautivos (Daumas, 1858: 246).
Si todas las guerras hubiesen sido sólo políticas, no hu-biesen dejado más que un magro botín,
incapaz de abas¬tecer la demanda de esclavos del mercado. En cambio, el carácter anual y
cíclico de las guerras de captura, su puesta en práctica en periodos fijos son sin duda el
in¬dicio de su carácter funcional. Se emprenden como quien cultiva su campo: "Nuestro
azadón es nuestro fusil" di¬cen los Jawara del Kingi. No es posible considerar esas guerras
periódicas como provocadas por incidentes. Su meta es capturar expresa y sistemáticamente.
Pero esta regularidad era también un asunto difícil para los estados captores de esclavos. La
guerra exigía una in-fraestructura y recursos permanentes. Aunque las captu¬ras hayan debido
cubrir esos costos y aunque la clase dominante se haya beneficiado, ese beneficio provenía
tam¬bién de la explotación hecha a la población que proveía hombres y vituallas para esas
empresas. Lá repetición de las guerras de captura, su amplitud, los apremios con los que
abruman al pueblo desencadenan un proceso por el cual los esclavos no serán solamente las
víctimas sino también los instrumentos.
2. LOS LACAYOS
A diferencia de la incursión, que sólo interesa a una frac¬ción de guerreros de carrera, la
guerra compromete al conjunto de la sociedad civil. Moviliza directa o indirec¬tamente a la
población entera, la toman a su cargo las instancias políticas más altas, es "asunto de estado"
(Te- rray, 1975: 121).
En los estados proveedores de esclavos, la captura co¬bra una importancia decisiva y la guerra
se convierte, más que la incursión, en el medio indispensable de abas¬tecimiento de
mercancía humana. La guerra se impone tanto más a los captores de esclavos cuanto que la
de¬manda atlántica tiene menos por objeto a las mujeres y a los adolescentes que a los
hombres adultos hacia los cuales la incursión y la emboscada están mal adaptadas. Para
atrapar hombres en número suficiente, no basta con acechar en los campos y en los pozos. Los
hombres están armados y protegen a las mujeres en el trabajo. Su cap¬tura exige desarmarlos,
por lo tanto vencer una resisten¬cia. Libra una ofensiva de carácter más radical y más global
que levanta contra ella al conjunto de la población agredida. Es preciso, para llegar a los
hombres, embestir hasta el centro del sistema social. Este ataque más rudo exige más
efectivos, por ende una movilización más grande de los medios ofensivos del agresor.
La lejanía es, junto con la resistencia de las poblacio¬nes, una circunstancia que favorece a la
guerra más que a la incursión. Hemos visto cómo, por efecto de la fuga de poblaciones,
combinada con el avasallamiento de las que quedan en la órbita de los reinos, los ejércitos
deben desplazarse a distancias crecientes a medida que la ma¬teria social se aleja, se
desvanece o se metamorfosea en súbditos. Por añadidura, al multiplicarse los estados
mi¬litares, éstos se hacen competencia: es menester combatir a los rivales y poder movilizar
contra ellos fuerzas com¬parables. Para esos estados, la guerra se vuelve el "gran trabajo de
los reyes" (Tardits, 1980: 191, a propósito de los Bamum). Haciendo eco a los Jawara del Kingi,
dedi¬cados a esas guerras de captura, los guerreros del Daho- mey proclaman: "Nuestros
padres no cultivaron con aza¬dones sino con fusiles. Los reyes del Dahomey sólo cul¬tivaban la
guerra" (Le Hérissé, 1911). "La Ashanti es una nación de guerreros", repite su rey Osei Bonsu,
para quien "los hombres se engendran en el campo de batalla" (Te- rray, 1982: 388).
Puesto que la guerra de captura es a la vez militar y esclavista, así como el instrumento
primordial para la reproducción del estado y de la clase dominante, trans¬porta los conflictos
de clase al seno de la sociedad libre, entre el pueblo y la aristocracia, entre casas rivales en el
seno de la aristocracia; mientras que, mediante la expío- tación de esas divisiones introducidas
por su existencia en tanto que clase, los esclavos tienden a sustraer al so¬berano del poder de
los grandes para someterlo al de ellos.
Según Elwert (1973: 37) "cada aldea [dahomeyana] de¬bía entregar un número preciso de
jóvenes" para la gue¬rra, durante uno o varios meses continuos. Esos reclutas debían llevar sus
vituallas. Recibían, en principio, armas y municiones, pero como la pérdida de un fusil era
cas¬tigada con la muerte, llevaban también, cuando podían, sus propias armas. El reino de
Juida (Whyda) podía "sin muchos gastos, poner en campaña un ejército de 200 000 hombres"
(A577, en Walckenaer, 10: 353-359), pero apa¬rentemente bastante mal provistos de mandos.
Si la importancia de los efectivos está llamada a cons¬tituir un peso sobre el desenlace de las
empresas milita¬res, su composición social plantea problemas de implica¬ción lejana. Ese
reclutamiento ampliado incorpora en el ejército a campesinos sin práctica militar. Exige, a
re¬sultas de esto, una organización capaz de dirigir a esas tropas sobre el terreno ya sea para
tareas auxiliares, ya sea eventualmente para ponerlas a pelear. Esta organiza¬ción exige una
disciplina y una provisión de cuadros. Así es como se explica la división en dos fracciones del
ejér¬cito dahomeyano señalada por Snelgrave: un cuerpo de soldados regulares, por una
parte; milicias reclutadas en el pueblo, por la otra. Entre los Wolof, por igual, "cada lamane
(vasallo del rey), según Geoffroy de Villeneuve (1814), mantiene a su servicio un cierto número
de sol¬dados que él provee de armas y caballos. Varios perma¬necen cerca de él y son
alimentados entonces a expensas del amo, los otros se quedan en sus aldeas y están
obli¬gados a desplazarse a la primera requisición. La fideli¬dad de esos soldados convierte a
menudo a los lamanes en otros tantos tiranuelos que oprimen al pueblo". Aquí se encuentran
resumidas las características y los efectos principales de ese doble reclutamiento sobre el cual
vol-veremos.
En el ejército ashanti, los mandos, según Bowdich (1819: 298), permiten ejercer en los campos
de batalla una dis-ciplina sin piedad. Los jefes del ejército siguen de cerca, con sus tropas de
élite, a los combatientes reclutados, "los fuerzan espada en mano a marchar e inmolan a todos
los que intentan fugarse". Ahora bien, las "élites" del ejército ashanti estaban compuestas de
soldados esclavos, captu-rados de niños y formados para esta tarea (Reindorf, 1895: 132). Una
disciplina del mismo orden habría impe¬rado en el ejército del Benin, donde, según Dapper (en
Walckenaer, 1842, 12: 59-61), nadie se atreve a dejar su puesto bajo pena de muerte. La
organización del ejército de Dahomey, descrita por Snelgrave (1719: 77 s), prevé que en las
compañías —cada una con su estandarte y sus oficiales— cada soldado del ejército real forme
a un jo¬ven, mantenido a expensas del público, con el fin de en¬durecerlo para la guerra
desde edad temprana. Encontra¬mos una división semejante en el ejército de Samori, el cual
comprendía, según Binger (1892, i: 100-104), solda¬dos permanentes, los sofá; sus oficiales,
los keletigi, en¬cargados de reclutar en cada región "todo aquel que pue¬de valerse y posee
un fusil"; entre estos últimos, los ku- rusitigi ("portadores de pantalones"), guerreros adultos,
casados y soldados temporales.
Entre los Nupe del Sudán, la infantería, armada de fu¬siles, y la caballería estaban compuestas
de esclavos y de mercenarios. Los esclavos que servían en la caballería eran hijos de esclavos
calificados y cada casa noble cons¬tituía un cuerpo semejante (Nadel, 1942: 109). El rey
uti¬lizaba esos esclavos como fuerza de policía para mantener el orden en los mercados y en la
calle (ibid.: 91, 99). Lo- yer (1660-1715, en Roussier, 1935) señala que los esclavos de Issinie
conformaban el grueso del ejército y cada ge¬neral poseía de 500 a 600 esclavos armados.
Entre los Yoruba, no había otro ejército permanente que el com¬puesto de esclavos
mantenidos por sus jefes (Johnson, en Forde, 1951: 23-24). El caso bamum es particularmente
interesante y bien documentado (Tardits, 1980). En los primeros años de su existencia (¿siglos
xvn y XVIII?), se¬gún Tardits, el reino libra guerras de expansión en las
cuales participa el conjunto de la población. Son conquis-tadas tierras, pero a expensas de las
poblaciones loca¬les. La densidad de población disminuye a tal punto que,* en una segunda
fase, bajo el rey Mbuambua (182?-184?), la guerra se emprende no ya para conquistar tierras,
sino para capturar hombres. La demanda de fuerza de trabajo es a partir de ese momento
continua y la dinámica de la reproducción esclavista se impone de la misma manera que en los
reinos proveedores de la trata. A diferencia de éstos, sin embargo, la sociedad esclavista
bamum se abastece a sí misma y para sí misma de esclavos, sin intermediarios. Bajo el efecto
de la esclavitud, Tardits (ibid.: 57) observa una transformación de la sociedad. El número de los
servidores del palacio crece considerable-mente (ibid.); al mismo tiempo, los cautivos
retenidos en palacio como guardianes o utilizados en las expediciones comienzan a contarse
por centenas. Pero es también bajo ese reinado que aumenta el tributo pagado por las pobla-
ciones: "En la época de Nsara (predecesor de Mbuam¬bua) se daba poco, muy poco, pero
cuando Mbuambua se convirtió en rey y venció a varias tribus, entonces se dio mucho" (ibid.-.
779). La esclavitud introducía una car¬ga complementaria para el pueblo al mismo tiempo que
se le utilizaba contra él como medio represivo para ha¬cerle soportar esta carga.
En muchos otros casos, este fenómeno es perceptible. Los esclavos vinculados al palacio y a las
diferentes frac-ciones de la clase dominante en general son utilizados por esta clase como
instrumentos de dominación y de opre¬sión contra las clases populares libres. "El ejército
asante mantenía también la paz y el orden del estado asante contra las amenazas del interior.
El estado intervenía directamente cuando se veía enfrentado a inquietudes so¬ciales por parte
de los órdenes inferiores. Los esclavos del ejército asante constituían una 'legión extranjera'
ideal para reprimir los desórdenes sociales." (N. Klein, inédi¬to: 67). Elwert (1973: 40 5.)
informa que el ejército del
Dahomey era utilizado para obligar a pagar el tributo, en bienes y también en personas.
En el Sonxai, el fenómeno está muy claramente seña¬lado por el autor de una crónica de la
época: "La pobla¬ción, bajo el reinado del Kharedjite Sonni-Ali, era por entero llamada al
servicio de las armas y fue en lo suce¬sivo dividida en dos categorías: el ejército y el pueblo"
(Tarikh es-Soudan, ed. 1964: 118). Olivier de Sardan ve en esta transformación una etapa
importante de la histo¬ria del Sonxai (1975: 127). Esta separación de la sociedad libre en dos
clases bajo el efecto de la esclavitud y por la presencia de los esclavos no se realiza en todos
los casos específicos, pero representa una tendencia tanto más interesante cuanto que echa
alguna luz sobre la naturaleza del estado, del poder y de las relaciones de clases en las
socidades dedicadas a la captura de esclavos.
Entre los Bamana o los Soninke, durante largas veladas de armas, los combatientes
estimulados por los cantos heroicos de los brujos y por los alientos de las mujeres se
comprometen a realizar sorprendentes proezas o a pe¬recer (misión 1965). Los Árabes
nómadas llevaban, en caso de guerra declarada (no para una incursión), a las mu¬jeres más
bellas de la tribu al campo de batalla para animar o abuchear a sus hombres según la fortuna
del combate (Daumas, 1858: 324 s.). Esta explotación de la ideología está vinculada a la
movilización general de la po¬blación que realiza la guerra, a diferencia de la incursión.
Pero en los estados más extensos y menos homogéneos, cuando la movilización alcanza las
capas más campesinas y las menos comprometidas, a la ideología a veces burda se agregan
formas más brutales de disciplina, como las que mencionamos respecto del ejército ashanti:
un cuerpo de mandos de soldados esclavos, de origen extranjero, hace avanzar a los reclutas
campesinos, les da latigazos o los mata si retroceden. La asignación de tropas alógenas para
estos mandos se prefiere al empleo de ciudadanos, más aptos a fraternizar con los soldados de
infantería.
Si el pueblo, a través de la guerra, sufre más la presión del poder al ser arrastrado a los
combates, la sufre tam¬bién en el plano económico. En la generalidad de los casos, los
guardias esclavos, los cuerpos armados serviles son alimentados por sus amos. Son armados
por ellos y pro-vistos, llegado el caso, de caballos, a diferencia de las milicias cuyos hombres
deben traer su armamento. Du-rante las campañas, los primeros reciben raciones, mien-tras
que ios reclutas son invitados a proveerse de sus vituallas.
Esos ejércitos, que mantienen los poderosos y particu-larmente el rey, agregan su consumo al
de las clases aris-tocráticas y comerciales que se desarrollan con la guerra y la trata. La
demanda de subsistencias es más fuerte. Al mismo tiempo, la urbanización creciente hace a las
ciu-dades dependientes de la producción agrícola campesina. Los riesgos de la guerra, la cual
refluye a veces hasta las tierras del reino, disminuyen más las capacidades pro-ductivas de la
agricultura. La percepción del tributo que golpea al campesinado, libre por añadidura, tenderá
a agravarse y deberá hacerse por medio de una coacción creciente. Los ejemplos del Bamum,
del Nupe, del Daho- mey, del Asante o del Kayor muestran que los cuerpos armados
compuestos de esclavos son los encargados de las tareas de represión "en la calle y en los
mercados". Así, ya sea en la nación o en el ejército, los esclavos son tanto más eficazmente
utilizables como cuerpos represi¬vos en contra del pueblo, cuanto que son extranjeros y no
ciudadanos; no tienen allí ni el arraigo parental ni las afinidades susceptibles de moderar su
acción.
El lacayo abre así la vía a una reestructuración de la sociedad libre al proporcionar a los
aristócratas esclavis¬tas los medios para ejercer coacción y represión sobre el campesinado
libre. Al transformarse la relación de cla¬se de amo a esclavo en una relación ancilar, militar y
ad-ministrativa, transporta la explotación en el seno de la sociedad libre y hace que la relación
de clase pase a tra¬vés de aquélla.
Algunos de esos cuerpos de lacayos, como en los reinos de Senegambia (Sin Salum, Walo,
Jolof), no estaban ne-cesariamente compuestos por esclavos sino por niños do-nados por sus
padres al soberano. Al parecer, el rey les aplicaba las mismas reglas de reproducción. Así pues,
el rey-amo, al conceder el privilegio a sus lacayos de tener una o varias compañeras, concitaba
su lealtad, y sólo de¬pende de quienes dependen de él en todo. Él hace nacer y renacer a esos
hombres de armas todos los días al aho¬rrarles la muerte (Izard, 1975). Como un padre, los
ali¬menta, los aparea y, aunque a diferencia de un hijo el esclavo no obtiene nunca la
paternidad de su descenden¬cia, el amo se impone como el sustituto del antepasado, abuelo y
padre absoluto. Al hablar de los ceddo (lacayos) del damel del Kayor (Senegal actual), V.
Monteil escri¬be: "Eran la única fracción de la población en la cual el
De hecho, esos esclavos, que desde el origen no "rena¬cen" en la sociedad de recepción más
que como huérfanos, sólo dan vida a otros huérfanos.
El nacimiento, a diferencia del efecto social que tiene sobre el hombre libre, no contribuye a la
emancipación del lacayo. Ni su propio nacimiento, puesto que ocurre fuera del espacio libre, ni
el de su descendencia eventual sobre la cual no adquiere la capacidad de ejercer su au¬toridad
que contribuiría a amenguar su dependencia con respecto a aquel del cual depende. En esos
cuerpos ar¬mados sometidos a ese modo de reproducción esclavista, el nacimiento es
desviado a costa de cada esclavo en pro¬vecho del cuerpo al cual pertenece. Esta
reproducción no se realiza para permitir el desarrollo de las familias sino para reconstruir de
modo permanente un cuerpo social cuyos miembros no tienen entre ellos relaciones que no
sean decididas por su soberano-amo. Dicho modo de re¬producción puede convertirse en un
peligro para el rey en la medida en que, a falta de un control rígido en cuan¬to a la asignación
de mujeres, podrían constituirse fami¬lias de hecho, susceptibles de adquirir un poder
fundado en sus funciones militares. Para prevenir ese peligro, su jefe, si no el propio soberano,
no es generalmente uno de ellos. Pertenecerá más bien a otra categoría de servi¬dores en la
cual se recluían los titulares de las funciones de ejecución.
La división que introduce el uso de lacayos en la clase libre, entre aristócratas y campesinos,
penetra hasta el seno de la propia aristocracia.
En el reino de Segu, desde el reinado de Biton, primer soberano y, originalmente, primum inter
pares, se cons¬tituyó una guardia de lacayos (so fa). Habría contado con 3 000 hombres.
Confiada a Ngolo, éste se servirá de ella como instrumento de usurpación y la aumentará bajo
su reinado hasta 12 000 hombres (Monteil, 1924: 50, 70). Cuando toma el poder en 1750,
Ngolo rechaza la posición de sus predecesores: se niega a prestar juramento a los ídolos, "lo
cual sólo es forzoso para los esclavos". El reinado de los ton-jon, de los camaradas, había
termi¬nado, el de los reyes (mansa) comenzaba.
Ch. Monteil (1924) comprueba el resultado de este uso de los esclavos militares en el reino
bamana vecino del Kaarta: "El cuerpo de los sofá es. . . particularmente poderoso y, mediante
él, el fama contrarresta fácilmente los intentos de insubordinación de que dan muestras en
ocasiones los jefes ton-dyon", sus camaradas de armas y pares en su origen.
Los cuerpos armados serviles no han sido del todo la única prerrogativa real. Los jefes militares
podían tam¬bién emplear a sus cautivos como lacayos y servirse de ellos tanto para la guerra
como para la represión. Ins¬trumentos de la afirmación de una aristocracia guerrera como
clase dominante no solamente respecto de los escla¬vos sino también respecto del pueblo en
su conjunto, con¬formaban también las tropas utilizadas en las luchas in¬testinas que oponían
a los poderosos del reino entre ellos o contra el rey. Era el arma de un poder de clase que
dividía dos veces a la sociedad de los hombres libres, entre aristócratas y campesinos y entre
casas militares.
LA CORTE DIVINA
El poder real no se establece nunca sin aliados ni com-promisos, y los que han contribuido a su
advenimiento desean detentar una parte de él. Cuando la realeza resul¬ta, como es el caso a
menudo, de una conquista, de la do-minación sobre un grupo extranjero, se establece una
alian-za entre los ocupantes y una o varias familias reconocidas localmente como dueñas del
suelo. Por otra parte, el con-quistador otorga a sus compañeros privilegios, dominios,
prerrogativas. Acoge eventualmente a otras familias que se unirán a la colectividad. Se
conviene en que las deci¬siones importantes serán tomadas mediante consulta. La institución
de un consejo alrededor del soberano se en-cuentra, en un momento de su historia, en todos
los reinos africanos. Está compuesto en primer lugar de re-presentantes de las grandes
familias nobles, a veces de las que ocuparon el país antes de la conquista, o llegadas y
aceptadas posteriormente. En Walo, el brak (rey) esta¬ba asistido por delegados de tres
grandes matriclanes del reino. En el Kayor y en el Baol, como en muchas otras sociedades
dinásticas, el rey era elegido, entre los preten¬dientes pertenecientes a la o las familias
elegibles, por los hombres eminentes de otras familias nobles. Podía tam¬bién ser depuesto
por ellas (cf. Gamble, 1957: 56). En el Sin y en el Salum, el bur debía ser de origen aristócrata
pero era escogido por personajes de alto rango de la corte. Procedimientos análogos se
aplicaban en el Oyó, en el Dahomey y en los otros reinos vecinos, así como en los estados del
Africa austral, como en el Kongo y en el Monomotapa por ejemplo. Sin embargo, según
Bowdich, en Ashanti, el consejo real intervenía más en los asuntos externos que en los
internos, mientras que en numerosos casos vemos participar en las decisiones del consejo a
oficiales de alto rango que no pertenecen a la aristocra¬cia sino que son esclavos o eunucos.
En el seno de esos consejos, el poder va a disputarse, en efecto, entre el rey, los aristócratas y
los oficiales de la corte.
1. EL DIOS SITIADO
El absolutismo real es a la vez el producto y la reacción del rey a la invasión del poder por los
grandes. Éste se vuelve particularmente amenazador cuando la muerte del rey o la de uno de
sus allegados puede ser decidida por el consejo real, como es el caso en numerosos reinos, por
ejemplo en Oyó, en el Monomotapa, o en el Kongo, etcé¬tera.
Para llevar al rey a tal impotencia, el consejo nobilia¬rio disponía de varios medios, casi los
mismos en todos lados. El más importante era el derecho del consejo a intervenir en el
momento crítico de la sucesión. Es alre¬dedor de esta prerrogativa y de ese momento crucial
que se construye y se extiende su poder.
Cuanto más difíciles son esas sucesiones, más apelan al arbitraje del consejo nobiliario. Cuanto
más frecuen¬tes son las mismas, más a menudo permiten su interven¬ción. El interés de las
familias aristocráticas rivales del linaje real, que no ejercen directamente el poder, radica en
multiplicarlas y en complicarlas. La multigenia del rey es otro medio de debilitar a la casa real.
El homenaje que pretenden otorgar las familias nobles al soberano al ofrecerle sus hijas en
matrimonio, la incitación a la po¬ligamia real con esposas libres o esclavas, al multiplicar a los
pretendientes, confunde los criterios de sucesión y retira su capacidad discriminatoria a la
herencia dinásti¬ca. La paternidad del rey se diluye, y con ella la desig¬nación hereditaria. El
criterio de primogenitura entre los hijos, numerosos, de nacimientos cercanos o simultáneos,
se complica con los relativos al rango de la esposa, a la posición de la madre, de la hermana,
etc. Todas las elec¬ciones son discutibles. Bajo el pretexto de asegurar que el pretendiente
designado por el rey posea las cualidades requeridas para gobernar, el consejo de nobles
puede, en¬tre candidatos muy numerosos, favorecer a aquel de su preferencia, investirlo, por
intermedio del adivino, con los estigmas del poder, intrigar anticipadamente con él para
convertirlo en su instrumento y precipitar la suce¬sión mediante tramas determinadas. La
división de los miembros del consejo en la elaboración de esas intrigas puede darle al rey
alguna posibilidad de intervención sin que éste necesariamente disponga de armas más
pode¬rosas que las de sus rivales. Pues cuanto más numerosos sean los "herederos", más
encarnizadas y sangrientas son las luchas. Ya sea uno designado por el consejo o por el rey,
atrae el odio de sus hermanos y se debilita en segui¬da. La familia real se disloca en vez de
unirse, en cada sucesión. El rey sólo encuentra enemigos entre su paren¬tela, listos a aliarse
con sus rivales de las demás fami¬lias. Si, para detener esas luchas, la costumbre prevé el
asesinato de todos los impetrantes con excepción de aquel designado por el rey, la posición de
este último no se refuerza pese a esa elección y por este rigor aparente, ya que esos asesinatos
familiares, que son la negación mis¬ma del parentesco, contribuyen a aislar aún más al
so¬berano de su propio medio. La dinastía no es más que nominal: disuelta la familia real, el
rey se entrega solo a los que rigen la sucesión.
Esta debilidad dinástica podría ser explotada por to¬das las personas poderosas susceptibles
de oponerse al rey, como por ejemplo el cabecere Francisco de Souza, en el Dahomey, que
fomentó un golpe de estado contra el rey Adandozan (1818). "En cuanto a encontrar un agos-
souvi (soberano) que aceptase remplazar a Adandozan, Francisco no tenía más enredo que el
de la elección. Los príncipes eran numerosos y el sueño de cada uno era reinar antes de morir"
(Sy, 1965: 211). Si el sucesor de¬signado por el consejo parece ser en todos los casos el
escogido por el rey (Argyle, 1966), es porque éste sale al encuentro de los rechazos del
consejo. Sy recuerda (ibid.: 205) cómo Agonilo eliminó de la sucesión a uno de sus hijos, que él
sabía que el consejo debía eliminar, con el pretexto de que los dedos de sus pies se
superponían (se¬gún Dunglas).
A tal punto la divinización del rey acaba por alejarlo de los asuntos temporales, confinándolo
en la ilusión de ser todopoderoso. J. Hopkins (1978, cap. v) propone in-teresantes reflexiones
sobre la divinización de los em-peradores romanos. Ésta aseguraba, en su opinión, la
perennidad del poder más allá de la persona del empe¬rador, reconciliaba el orden moral y
temporal, daba por su universalismo vocación "católica" al imperio y con-solidaba a la nación
en su diversidad. Como para cual¬quier monarquía de derecho divino, esas explicaciones me
parecen justas. Pero la divinización es también, como lo comprueba el mismo Hopkins pero
con menos vigor, un arma que actúa contra la autoridad real. Agrava el aisla-miento del rey al
formalizar al extremo todo contacto con sus súbditos, incluso entre los más eminentes, con los
embajadores extranjeros y todos los que, a pesar de su posición, son menos que un dios. Sólo
ve a aquellos que cuidan su divinidad y lo confinan en ella para sustituirlo en el ejercicio del
poder temporal. La divinización arroja al rey al ejercicio de un poder ritual sin relación con la
realidad. Sobre todo, lo somete a los fallos de su círculo inmediato, que adquiere derecho de
vida y de muerte sobre él, tan pronto se haya oportunamente descubierto que su imagen
terrestre no coincide con la que se le atri¬buye a Dios.
Los ritos que se le infligen al rey divino tienen como efecto desocializarlo invirtiendo las
relaciones parentales: debe eliminar, exiliar o matar a sus hermanos rivales. En Oyó, mata a su
madre, a la que sustituye por una madre ficticia reclutada en el seno de la corte. Debe a veces
des¬posar a su hermana, lo cual lo priva de las relaciones de afinidad. En Monomotapa,
algunos de esos ritos eran ab¬yectos, como el que obligaba al rey a copular con un co¬codrilo
hembra en el momento de la entronización, ya que se consideraba que su divinidad lo protegía
(quizá) de esta deshumanización. Finalmente la muerte ritual, como la de sus esposas y
familiares, terminaba por someter su di¬vinidad al verdadero poder, el de su círculo, que
tomaba esta decisión.
es el de Hopkins, pero resume, creo yo, su pensamiento por cierto muy rico.
La divinización del "rey-padre" está en la lógica del de-sarrollo del poder de una clase
aristocrática y dinástica. Ella diluye a la familia real pero refuerza como contra¬parte la
ideología política del parentesco al permitirle san¬cionar las relaciones de clase y al
neutralizarlas al mismo tiempo en una filiación ficticia: justifica la dominación del rey y de los
que lo dominan sobre todos los hijos de Dios. El rey puede servir de emblema a las ambiciones
sociales y políticas de la clase aristocrática en su conjun¬to y a sus veleidades de conquista.
Ideología que la clase aristocrática podía promover sin peligro para ella puesto que la
omnipotencia divina de un mortal sólo puede im¬pregnarse de su impotencia temporal.
Cuando la "lógica" de la religión se ejerce sobre su dios (vale decir cuando lo irracional se
aplica a sí mismo), Dios se convierte en la creación de sus criaturas. Para conser¬var su
potencia sobrenatural, el rey acepta los edictos de los adivinos, de los sacerdotes, de los
consejeros que se dedican a fijarlo en la inmovilidad fuera del tiempo de los espíritus puros o a
liberarlo a cada paso de su filón carnal. Es la suerte de los dioses, invenciones de los hom¬bres,
la de ser mantenidos en existencia sólo si, domes¬ticados, son los instrumentos obedientes de
sus sacerdotes.
"El rey —decía Aristóteles (Política, i: 1259)— es a sus súbditos como un jefe de familia a sus
hijos." Esta ana¬logía, general en los sistemas reales, conduce, de hecho, a una práctica que se
sitúa a la inversa de las relaciones padre-hijos observadas en las sociedades domésticas, como
lo veremos en la parte dedicada a la economía de guerra.
El rey divino evoca por otra parte a esos personajes sa-cerdotales agobiados de prohibiciones,
que encontramos en algunas sociedades domésticas, que están a cargo de la comunidad y
cuya función es la de concentrar sobre ellos la mala suerte. Para permanecer cercanos a las
fuer¬zas sobrenaturales, deben obedecer a numerosas obliga¬ciones: están confinados en su
corte, no deben ni comer ni dormir en público, no deben casarse ni tener relaciones sexuales.
Frecuentarlos es peligroso salvo para algunos, como los niños impúberes o las mujeres
menopáusicas. Para los ideólogos de los reinos, era cómodo reconvertir esas funciones en una
pose divina e infligírsela a reyes ya medio petrificados e incapaces de rechazar esta otra
ima¬gen de la realeza pese a la incongruencia de ejercer su propio sacerdocio.
La divinización es el canal hacia ese sacerdocio. Ser dios es estar cerca de Dios, es someterse a
un compor¬tamiento que lo distingue de la gente común. Es aceptar sus ritos, sus obligaciones
y sus prohibiciones. El rey debe, en ese marco ideológico, aprender a ser divino, por ende a
someterse a aquellos que, al haberlo colocado en esta posición, pretenden ejercer esta
enseñanza. Ser divino es aceptar la responsabilidad de dominar las manifestacio¬nes
sobrenaturales sobre las cuales sólo un ser de por sí sobrenatural puede ejercer su dominio: la
lluvia, las ca-lamidades, la suerte de las armas. La fortuna del rey sólo se escribe ya en el
destino de la nación.
Es preciso aún subrayar en ese proceso de debilitamien¬to del poder divinizado la adivinación,
como medio eficaz de influir o incluso dominar al poder.
Desde luego, frente a la gente común, el adivino puede remitirse a la interpretación de los
signos que le son pro-porcionados por el azar según un código convencional. Los oráculos se
inscriben en ese nivel social en el campo de las probabilidades. Pero, en el nivel de la política
de los poderosos, en el corazón mismo de las intrigas que hacen y deshacen el poder, la
adivinación adquiere un al¬cance tal que no puede, en los casos críticos, sino refle¬jar las
decisiones ya tomadas o las maquinaciones exito¬sas para investirlas de las marcas
irrefragables del desti¬no. Porque el adivino de la corte sólo tiene la presciencia de sí mismo y
de aquellos con los cuales entra en con¬tacto. Sus adivinaciones son entonces bien oportunas.
Morir, incluso para un dios, ser ejecutado, sobre todo, ¿es tan fácilmente aceptado?
Se dice que un rey del Monomotapa, que en otros tiem¬pos habría consentido, se negó a
suicidarse por haber perdido un diente, como su consejo pretendía que hicie¬ra, y no obstante
reinó mucho tiempo todavía. Los tiem¬pos habían cambiado. El rey había logrado liberarse de
la opresión. Si éste rehusó morir por algo tan fútil, a pesar del ejemplo de su padre, ¿podemos
creer que los demás se plieguen sin angustia?
Por añadidura, el rey no moría solo, generalmente. Sus esposas muy a menudo eran
condenadas con él, así como sus más cercanos y fieles servidores: no se debía perdo¬nar a
ninguno de los que habrían sido capaces de acumu¬lar un saber de esencia real, no se debía
abandonar al nuevo soberano a una corte conocedora del ejercicio del gobierno. A pesar de
que se les atribuya a todas esas víc¬timas aceptar su suerte por la felicidad de servir a su amo
bienamado hasta el más allá, les era sin duda igual¬mente desagradable.
El rey, sus servidores y sus esposas, esclavos y eunucos, estaban pues atados en ese terrible
destino. Atados y por lo tanto aliados. Para los esclavos del palacio, proteger de la muerte al
rey divino era también protegerse a sí mis¬mos. Su lealtad al soberano se convierte en
garantía de la vida de éste y de la propia. El esclavo de la corte era alentado a atajar el
absolutismo aristocrático de los con¬sejos nobiliarios. Para ello, las funciones ancilares de los
oficiales esclavos del palacio van a ser transformadas en poder de decisión. Una forma nueva
de gobierno va a instaurarse, cuya composición, reclutamiento y perpetua¬ción serán regidos
por las reglas que impone el estado de esclavo.
Wilks (1967: 209) observa igualmente entre los Ashanti "... el ascenso de una burocracia
controlada, el eclipse de las viejas autoridades tradicionales, el crecimiento de or-ganizaciones
complejas de tropas de la casa (y de eunucos palaciegos...). El carácter creciente de la realeza
ashanti se reflejaba en el desarrollo absolutista del estado ashan¬ti." Esta burocracia que
remplaza el poder de los jefes amantoo, primas inter pares del rey (Wilks, 1967: 209), estaba
compuesta por individuos de origen servil. Aunque Wilks parece reticente a admitirlo, Rattray
(1923: 43-44), en el cual se basa sin embargo, así como otros testigos, mencionan el empleo de
esclavos tanto en la corte como en el ejército (véase también Terray, 1976: 312).
Randles se refiere a una evolución comparable en el siglo xvn, en el antiguo reino del Kongo
(1968: 62): "La autoridad personal del rey aumenta en la capital mientras que la del Consejo de
Estado y la de la casta dirigente va declinando. En 1632, la corte del rey está compuesta de
esclavos, pues no tiene ya confianza en los nobles ni en los consejeros, que sólo lo son de
nombre." Entre los an¬tiguos servidores reales del Mogho Naaba (Mosi), los es¬clavos parecen
igualmente haber ocupado una posición cada vez más importante a expensas de los linajes
nobles (Izard, 1975: 238). Ellos son los que rodean al rey mien¬tras que los "parientes
consanguíneos agnados del rey son sistemáticamente alejados. . ." (ibid.: 292). Además de las
funciones aparentemente neutras de las cuales los oficia¬les de la casa hacen, como en otras
partes, una anceocra- cia, son también jefes del ejército y encargados de la represión (Skinner,
1964).
En el Benin, los nobles que designan en principio al su-cesor del rey pierden su poder en
provecho de gente nom-brada por el rey con título no hereditario, los Eghaebho (Bradbury,
1967: 16): "En Maradi, la mayoría de los de-tentadores de títulos reales fueron separados
sistemática-mente de las responsabilidades administrativas, del poder judicial y económico y
de las fuentes de ingresos. Se convirtieron en dependientes de la generosidad de los ofi-ciales
principales [los cuales eran esclavos o eunucos], y de sus regalos [... ] Todos los príncipes
fueron coloca¬dos bajo la jurisdicción del eunuco Galadimas, siendo ob¬servada su conducta
de manera crítica con el fin de esco¬ger al sucesor más conveniente" (Smith, 1967: 108).
Comprobamos una evolución análoga en el reino de Por¬to Novo, donde el poder cae en
manos de un esclavo ti¬ránico (Akindele, Aguessy, 1953: 45), mientras que en Oyó el poderoso
Consejo de notables se encuentra debilitado cuando el principal de ellos, que dirige al ejército,
es rem¬plazado por un eunuco, el Otun Efa (Morton Williams, 1967: 41).
Así pues, en todos los casos citados, y podríamos en¬contrar otros, los esclavos de confianza
se hallan muy cercanos al rey para poner obstáculos a los representan¬tes de las familias
nobles.
3. LOS EUNUCOS
Entre los esclavos de la corte, los eunucos ocupan casi siempre una posición capital. Su
existencia está documen-tada dondequiera que funciona la esclavitud de corte. Des¬de luego,
los eunucos son a menudo objetos de prestigio (como en la corte del askiá) que algunos
soberanos prohi¬bían a sus súbditos poseer; eran preferidos, se dice, para la custodia de los
harim, pero ésa no es la razón principal por la cual esta variedad de esclavo era castrada. Las
mujeres de los harenes podían ser custodiadas por otras mujeres con mucho mayor seguridad
que por los castra¬dos, a los cuales la operación no les quitaba, al parecer, ni el deseo ni la
capacidad de fornicar. Había en efecto dos formas de emasculación, una llamada "a flor de
vien¬tre" (Deschamps, 1971: 19) por la cual se amputaba la totalidad de los órganos genitales,
la otra se limitaba a la abrasión de los testículos. Sólo la primera impedía la realización del
coito. Ahora bien, la emasculación era la mayoría de las veces del segundo tipo para evitar una
mortalidad ya harto elevada y costosa que afectaba del 75 al 90% de las jóvenes víctimas. Esta
mortalidad hacía aumentar el valor de los sobrevivientes, que costaban de cuatro a diez veces
más que el precio de un esclavo ordi¬nario de la misma edad (Cuoq, 1975: 68; Abitbol, 1979:
217)."
El gran número de eunucos sin embargo (pese a los costos y a la importancia dada a la
organización de su "condicionamiento") muestra que la demanda sobrepa-saba los meros
requerimientos de los harenes. Su empleo en la práctica es de un carácter mucho más político.
Wittvogel (en Hopkins, 1978: 188, n. 42) y Coser (1964) comprueban, en China, una
coincidencia entre el ascenso de los eunucos, bajo las dinastías T'ang y Ming, y los ataques de
los emperadores en contra del poder heredi¬tario de los nobles. Dunbar observa un fenómeno
seme¬jante en el Damagaram, en Africa, donde el empleo de éstos se introduce entre 1822 y
1846, bajo el reinado de Ibrahim, durante el cual son utilizados cada vez más en la corte: "a
fines de siglo, cinco de los oficiales superiores de la corte eran eunucos" (1977: 163). Durante
este pe¬riodo "hubo cambios críticos en la organización de la estructura militar y burocrática
del reino" a expensas de los aristócratas (Dunbar, 1977: 172). La característica del eunuco es
ciertamente la de no poder trasmitir nada he-reditariamente, ni la vida, ni bienes, ni título, ni
función. Al sustituir un aristócrata por un eunuco en el gobierno, el soberano se reservaba la
posibilidad de seguir siendo amo de las prerrogativas y de los bienes que le confiaba. Se¬guía
siendo el amo de su sucesión. Se aseguraba de que ningún linaje fuera susceptible de
apoderarse de un título y se ahorraba la dificultad de quitarle a un heredero pre-rrogativas
atribuidas a su persona. La otra ventaja era la de poder deshacerse en cualquier momento de
un in¬dividuo que seguía siendo esclavo y sobre el cual el amo conservaba, por lo tanto,
derecho de vida y de muerte.
Pero, en todo esto, el eunuco no es diferente del escla¬vo, privado por su parte también,
estatutariamente, de descendencia. ¿Por qué los esclavos de corte, que eran escogidos
precisamente por esa incapacidad parental, ha-brían dejado lugar a los eunucos?
Esos eunucos de los que el soberano se rodea para man¬tener a distancia a sus rivales políticos
se encuentran in¬vestidos de funciones tanto más altas cuanto que son em¬pleados para
cortar el paso a personajes más importantes.
Si el desplazamiento del poder hacia los esclavos se hace en un primer tiempo en detrimento
de las casas no¬bles reales, opera en seguida contra los propios miembros del linaje real. En la
medida en que las funciones confia¬das a los esclavos son más cercanas al poder y que los
esclavos sustituyen a aquellos parientes que habrían as¬pirado a él, la condición de los
familiares del rey debe ser cada vez más antinómica del parentesco. Si los esclavos de corte
son los instrumentos de lucha o de protección contra las familias rivales, los eunucos parecen
ser, entre ellos, los que permitirán mantener a distancia las amena¬zas más próximas de los
propios miembros de la familia reinante. La presencia de eunucos en la corte significaría pues
que el soberano se protege no solamente de los no¬bles de las casas rivales sino también de
sus propios pa¬rientes. Su presencia sería el indicio del aislamiento del soberano en el seno de
su propia casa, de la desconfianza que éste siente hacia sus propios "hermanos".
Por su castración pues el esclavo de corte es remitido a su esencia. El eunuco es el esclavo por
excelencia, aquel en quien el estado físico conserva su estado legal, sea cual fuere su suerte
jurídica, incapaces en particular de cons¬tituir, como el esclavo de corte, una aristocracia
heredi¬taria o una dinastía usurpadora.
El Dahomey es en primer lugar un estado guerrero donde se desarrolla una clase dominante
militar, aristo¬crática, apoyada en un ejército poderoso. Esta clase se or¬ganiza alrededor de
una economía y de un poder escla¬vista de corte, que asegura a la vez su poderío militar y su
capacidad de dominación tanto sobre el pueblo daho- meyano como sobre los pueblos
víctimas de las capturas. Los instrumentos de esta dominación interna y externa son el
ejército, el palacio y las plantaciones. En esas tres instituciones, los cuadros y el trabajo están
asegurados esencialmente por esclavos, pero es en el palacio donde las mujeres desempeñan
un papel principal.
El palacio, sede del poder, está plagado de contradic¬ciones que se anudan y se resuelven
según el modelo evo¬cado arriba. Puesto que en este estadio del desarrollo aristocrático el
poder emerge de la sociedad doméstica y puesto que ese poder se aplica y domina a las
comunida¬des domésticas, tiende a asumir las apariencias del pa¬rentesco para apoyar su
dominación ideológica: el rey es el "padre" de sus súbditos; el pueblo le debe tributo al rey así
como los menores deben su trabajo al primogé¬nito; el país está gobernado por una familia
entre todas las familias, etcétera.
Pero el ejercicio del poder y la dominación de clase no se acompañan en la práctica con reglas
de la sociedad doméstica stricto sensu. La preservación del poder en un solo linaje
aristocrático reduce el parentesco social a un parentesco biológico: la sucesión colateral abre
allí dispu¬tas sangrientas mientras que la multigamia real diluye la primogenitura y la filiación
dentro de lo arbitrario de la elección. A la inversa de lo que se observa en las socie¬dades
domésticas, la pertenencia a una familia aristocrá¬tica o real crea rivalidad entre parientes y
no solidaridad. El hermano, el hijo más todavía que la esposa, se con¬vierten allí en enemigos
potenciales o activos. El rey, para protegerse de las ambiciones sucesorias, debe alejarlos, y en
consecuencia gobernar sin ellos e incluso contra ellos. Al rechazar la colegialidad familiar, está
obligado a ro¬dearse de consejeros dinásticamente neutrales, incapaces por su posición de
reivindicar el trono o de presentarse como herederos.
En un sistema de filiación virilineal, los esclavos (y entre ellos sobre todo los eunucos) pero
también las mu¬jeres presentan esa virtud de neutralidad dinástica y ofre¬cen esa seguridad a
la que aspira el soberano. Sin em¬bargo, rodeándose de contraparientes, el rey se expone a
otro peligro. Esos servidores del rey que le sirven de escu¬dos llegan a constituirse en barrera,
a aislarlo de su familia, de su clase y del pueblo. Detrás de la máscara de un rey cada vez más
paralizado por los ritos hieráticos impuestos por este entorno, el colegio anceocrático filtra la
información que le llega, escoge a los individuos con los cuales se entrevista y relega al
soberano a las funcio¬nes simbólicas y representativas. El ejercicio del poder se desliza hacia
ellos. El rey sólo logra recuperar espo¬rádicamente una parte de éste mediante el uso de la
ima¬gen real o de los instrumentos del control matrimonial que le son permitidos (cf. supra).
Esta anceocracia, de origen a menudo servil y también, como en la corte del Dahomey,
femenina, no puede reclutarse por sí misma según las vías del parentesco sin colocarse en esta
mis¬ma situación vulnerable de la cual saca provecho. Recluta pues por cooptación a otros
individuos socialmente neu¬trales como ellos, vale decir a otros esclavos y a otras mujeres. En
ese contexto, ser mujer y esclava es situarse dos veces al margen de las pretensiones
dinásticas. Esta doble incapacidad representa una doble virtud y explica la apariencia del poder
de las mujeres en la corte real del Dahomey. Algunas son allí las homologas de funcio¬narios
hombres colocados en diferentes regiones del reino, y controlan, desde el interior del palacio,
la administra¬ción del país (Bay, 1983). Pero esas mujeres que ejercen funciones
administrativas no son las representantes de otras mujeres, no deben su posición a alguna
emancipa¬ción en tanto que miembros de un sexo dominado. Incluso si aparecen como
emancipadas en tanto que esclavas, si¬guen estando enajenadas como mujeres.
A la utilización de las mujeres del palacio como agentes del poder administrativo y político, se
agrega su empleo como instrumento matrimonial de control social. Es uno de los medios que
se confiere la corte para asegurarse la lealtad de los cuerpos sociales que sirven al poder
(lacayos y de confianza) y a quienes se les confían funciones de eje¬cución susceptibles de
volverse en contra de él. Los hare¬nes, los conventos donde son conservadas un número tan
grande de jovencitas —de las cuales muchas son cautivas— son las reservas de las cuales la
corte extrae a las esposas que destina a los hombres que la sirven y que no pueden, por su
posición, tener acceso a las mujeres libres. Es así como se establece respecto de la guardia
militar real, como lo hemos visto arriba, un sistema de asignación de mujeres y de su
descendencia, que se alimenta a sí mismo. Se con¬viene por ejemplo en que los primogénitos
y todos los niños frutos de esta unión corresponderán al soberano: si es un niño será educado
para integrarse a la guardia y asegurar la reproducción de ese cuerpo; si es una niña será
otorgada a uno de los miembros de esta guardia en las mismas condiciones (véase igualmente
Keim, 1983: 14).
El esclavo es el servidor ideal, el ministro casi perfecto, pues el esclavo es el hijo exclusivo del
hombre (viris). En las representaciones bamum, referidas por Tardits (Semi¬nario de 1975,
inédito), el esclavo palaciego es comparado a los excrementos del rey, como si el rey hubiera
dado a luz sin el concurso de una mujer. Él se lo apropia direc¬tamente sin la intercesión ni de
esposas ni de afines. El hombre, el guerrero sobre todo, que captura al extranjero, da a luz al
esclavo; adquiere gracias a esta institución el poder procreador de la mujer; con la única
diferencia de que el esclavo que él ha producido es suyo exclusiva¬mente. Del esclavo, que
depende exclusivamente de su amo, se espera pues una lealtad sin divisiones.
Así pues, las responsabilidades que confía el soberano al esclavo se duplican por una relación
característica: la confianza de uno hacia el otro y la lealtad del segundo hacia el primero. El
estado de esclavo alienta esta relación: "El amo encuentra en su cautivo a aquel a quien
otorgarle la mayor confianza, la que se le da a los que os deben todo" (Piault, 1975: 348). Un
dimajo (esclavo) obediente, según un dicho peul, "es más útil que un hermano ute¬rino
desobediente" (Labouret, 1955). Esta confianza era lo suficientemente grande para que en una
familia noble soninke se confíe a un esclavo las funciones de decano hasta la mayoría de edad
del heredero (Meillassoux, 1975c [1977]: 239). Es también un esclavo el que asegura el
inte¬rregno en el reino de Jara (Jawara, 1975: 27).
Una leyenda soninke refiere que Wakane Sako, uno de los cuatro poderosos del Wagadu
(siglos vi-xn), poseía un esclavo valeroso que era su compañero de combate. Se decía que él
mataba a noventa y nueve enemigos al atacar y noventa y nueve al retroceder. El brujo de Ma-
xane exclamó dirigiéndose a éste: "Maxane del Kingi, Maxane de Jajiga, Maxane Sako, hijo de
Maxane el gene¬roso, ¡el esclavo y su amo no deben realizar las mismas hazañas!". Entonces,
concluye la leyenda, Wakane hizo de su esclavo una "papilla de sangre". Así, la clase de los
amos se protegía de toda amenaza susceptible de pro¬venir de sus esclavos, no solamente en
razón de sus defec¬tos sino también de sus virtudes. "Salido de la nada, el es¬clavo puede ser
devuelto a ella en todo momento" (Terray, 1982). En Jara del Kingi, el esclavo que había
asegurado el interregno era ejecutado cuando el príncipe llegaba a la edad de reinar, "pues,
cuando uno toma el poder no lo abandona sino con la muerte" (M. Jawara, 1976: 27).
Esos ejemplos de la autoridad absoluta de los amos sobre los esclavos, aun los favoritos,
revelan la inquietud de ver usurpadas sus funciones y por ende su poder de clase. Pues servir
al amo es aliviarlo de todo esfuerzo, es realizar para él, en vez de él, las tareas necesarias para
su existencia, y muy pronto también las funciones de las cuales está investido. Es, por un
movimiento natural, sus¬tituirlo en un número de funciones tanto más grande cuan¬to que el
servicio gana en perfección. Es llegar a iden¬tificarse con el amo y es, cuando éste es rey,
reinar en su lugar. Tardits, en la corte bamum, observa la invasión del poder por los esclavos.
"Los servidores constituyen un poder cuya existencia planteaba una pregunta: la de saber si
ellos podían seguir siendo un instrumento al ser¬vicio del poder o si la autoridad que les
confería su inter¬vención no conllevaba una vez más a un deslizamiento del poder a sus
manos" (Tardits, 1980: 191).
La evolución del reino de Oyó que nos ha dado el ejem¬plo de un rey sitiado por el consejo
nobiliario es carac¬terístico de dicho proceso. El absolutismo del rey, en un principio
conquistado o reconquistado de manos de la nobleza, se retracta de nuevo en provecho de los
esclavos de confianza, los cuales, de instrumentos del rey contra sus pares y sus parientes, se
vuelven sus mentores y pro¬tectores.
En Oyó, pues, en un momento tardío de su historia, el gran eunuco, asistido de otros eunucos
y de esclavos de corte designados por el primero de ellos, controla el pala¬cio. Los visitantes
sólo tienen acceso al rey por intermedio del segundo eunuco. Este impersonaliza al rey en sus
fun¬ciones religiosas, mientras que el primer eunuco imparte la justicia en su nombre. El
tercer eunuco recibía a los no¬tables del Gran Consejo en lugar del rey, cuando éste es¬taba
indispuesto, y podía, también en esta circunstancia, impersonalizarlo, vestido con las galas
reales, en las cere-monias públicas. Es él quien seleccionaba a los esclavos ti-tulados
encargados de las tareas administrativas. Entre ellos, el segundo esclavo recibía a los visitantes
del pala¬cio. Paralelamente, cada uno de los oficiales del palacio, incluido el rey, era dotado de
una "madre" adoptiva cuyo origen social no lo precisa Morton-Williams (pero sobre la cual
podemos suponer que era de origen servil). La "ma¬dre" del rey estaba presente durante
todas las visitas que recibía el soberano. Tenía un rango más elevado que los nobles del
Consejo. Entre el rey y su "madre", el vínculo de parentesco era activa pero estrictamente
institucional, puesto que, para crearlo, la verdadera madre del rey era ejecutada en el
momento de su entronización. Un vínculo de parentesco sustituía así a una relación de
nombra¬miento.
Nombrados por el rey o incluso por el Consejo nobilia¬rio, esos esclavos y esos eunucos no
hacen probablemente en primer lugar más que explotar sus funciones ancilares, su posición de
mayordomos o de servidores íntimos del rey para alejar de éste a nobles y parientes. Se
convierten por su proximidad en los portavoces del rey, quien, a cambio, sólo conoce las
noticias del mundo exterior a tra¬vés de ellos.
Así, en Oyó, el rey parece haber sido sitiado por esos oficiales sin nacimiento, por esas mujeres
que lo vigilan en todo momento, y esos eunucos que lo remplazan y aun lo encarnan en las
circunstancias más importantes. Ahora bien, sobre esos oficiales, el rey ni siquiera ejerce su
poder de elección.
Esas tomas de poder carecen de porvenir. Sólo duran, en el mejor de los casos, el tiempo de
vida del usurpa¬dor. Pues siempre durante su reinado el esclavo adopta las formas
monárquicas y aristocráticas del poder. Se cuela en un sistema preexistente sin modificar sus
estruc¬turas orgánicas, de tal suerte que su dominio cesa cuando se plantea el problema de su
renovación. A propósito de los eunucos de la corte de los emperadores romanos, Hop- kins
señala justamente que a diferencia de un clero "no tienen una existencia corporativa por la
que pudieran trasmitir riqueza heredada" (Hopkins, 1978: 190). Esta observación vale también
para los esclavos en la medida en que, dado su estado, seguían siendo incapaces de tener una
descendencia legítima. Este obstáculo no tenía sin embargo para ellos el mismo carácter
físicamente inso¬portable que para el eunuco.
Para existir políticamente alrededor de su modo par¬ticular de reclutamiento, el de la
cooptación, les hacía falta pues a los esclavos una dimensión necesaria, la de poder, como lo
hicieron los cleros cristiano o brahmán, hacerse otorgar o conferirse la capacidad de
constituirse en persona moral dotada de los derechos de poseer y de trasmitir sus bienes y sus
prerrogativas entre ellos: la renovación por cooptación puede entonces funcionar como modo
orgánico de reproducción social y política y conver¬tirse en la base de un poder colegial. A
falta de lo cual el modo de reclutamiento y de renovación al cual los es¬clavos de corte deben
su poder político (la cooptación) se mantiene como una forma delegada del poder real (el
nom¬bramiento) dependiente de la existencia de una autoridad central, aunque ella misma
fuese nominativa.
Si el usurpador personaliza su reinado, no tiene otro medio para gobernar que el de perpetuar
la monarquía, ya sea permaneciendo enmascarado por un monarca pos¬tizo, ya sea
haciéndose rey a sí mismo. En este último caso, para llegar al extremo de la usurpación, debe,
para darse un heredero, recrear una dinastía. Si esta exigencia aleja al eunuco, permanece al
alcance del esclavo de corte. Pero al hacer esto, el nuevo soberano no hace más que sustituir
un sistema dinástico por otro sin cambiar las for¬mas del poder. La especificidad del gobierno
por parte de los esclavos, tal como funcionaba en el sistema mo¬nárquico (la cooptación),
desaparece con la usurpación por parte del esclavo de la función suprema. No es una clase
burocrática que sustituye a una aristocracia, no es más que un cortesano que recrea en su
beneficio una di¬nastía semejante a una corte análoga a las que él ha su¬plantado sin cambiar
sus estructuras fundamentales.
Si "mosquito de rey es rey", el esclavo de corte, inves¬tido de las funciones supremas por su
proximidad al tro¬no, no es también más que un rey y nada más. Los prime¬ros aristócratas de
origen servil, los autores de los gol¬pes de estado contra sus amos, sólo deben su nobleza a
una usurpación de títulos que corresponden ya a sus fun¬ciones. Son sus descendientes los
que serán, por nacimiento, aristócratas. Aunque igualmente proveniente de un cuerpo de
esclavos, esta nobleza de corte de origen servil no se pa¬rece a la de los barones guerreros
surgidos del bandidaje y del saqueo, como los ton-jon de Segu. Éstos fueron los actores de una
revuelta; los esclavos de corte no son más que los artesanos de una revolución palaciega; los
prime¬ros son el producto de un enfrentamiento ante la clase aristocrática; los esclavos de
corte son el producto de esta clase; los primeros crean y construyen su poder mediante las
armas, los segundos le dan vuelta al poder ya exis¬tente.
B. LA ECONOMÍA GUERRERA
Algunos ejemplos históricos sugieren el modo en que se planteó este problema, cuáles
fracciones sociales se vie¬ron implicadas y qué relaciones se establecieron entre ellas.
Muestran cómo la esclavitud no es jamás en esas sociedades la relación de producción
exclusiva, ni siquiera necesariamente la fuente principal de producción: cómo la clase
dominante puede encontrarse en el polo de dos relaciones de clases y cómo se puede describir
el proceso de transformación de las relaciones sociales, el cual, sin alcanzar el mismo punto en
todos los casos, sigue un re-corrido paralelo al de las transformaciones políticas ob-servadas
precedentemente.
CASOS
En la práctica de la guerra, puesto que las campañas mi-litares duran muchas jornadas, las
autoridades militares se encuentran ante un problema de intendencia y están obligadas, para
resolverlo, a definir las relaciones del sol¬dado con la producción agrícola. ¿Debe éste producir
sus propias vituallas o consumir el plusproducto de otros pro¬ductores? En ese último caso,
¿cómo organizar a la socie¬dad para realizar esa transferencia?
1. EL SOLDADO-LABRADOR
En el reino de Segu, el principio era que cada hombre era a la vez campesino y soldado.
"Cuando la guerra estalla¬ba, los que debían partir partían. Cuando la guerra se ter¬minaba,
todos regresaban a sus campos. Es lo que cons¬tituía el poderío del reino de Segu" (tradición
real de Jara, en Sauvageot, 1955). Incluso las tropas que depen¬den directamente del rey
producen sus subsistencias en el marco de la organización aldeana (Bazin, 1975: 176 s.;
Roberts, 1984).
En la sabana, la separación del año en dos estaciones distintas y casi de igual duración, al ser
una sola consa¬grada a los trabajos agrícolas, permitía mantener a los hombres en la tierra
durante la invernada para entregar¬los a la guerra en la estación seca. La elección de esta
estación militar tenía desde luego ventajas estratégicas: desplazamiento más fácil de los
ejércitos sobre terreno seco, saqueos de nuevas cosechas, saqueos de rebaños ba¬jados de los
pastos saharianos, etc. Sobre todo, al no mo¬vilizar al ejército durante el periodo de trabajos
agrícolas, permitía a los campesinos-soldados producir su alimento para el año, por ende
proveerse también de sus vituallas en campaña. Para paliar las pérdidas militares suscepti¬bles
de desorganizar esta producción, el poder se preocu¬pa por reconstituir, con sus cautivos,
seudolinajes 1 (Ba-
zin, 1975: 178). Por su lado, los ton-jon y los sofá podían utilizar a los cautivos y a las cautivas
que les correspon¬dían como botín para asegurar su subsistencia, aunque era una costumbre
más arraigada entre esos soldadotes el beberse el producto de sus rapiñas.
Los cautivos de Segu tenían así varios destinos. Una parte era vendida por la corte para
adquirir caballos, ar¬mas, equipo, bienes de prestigio y también víveres. La co¬munidad
maraka, instalada en los burgos comerciales y que explotaba a los esclavos para cultivar y
producir bie¬nes artesanales, representaba una de esas salidas. Otra parte de los esclavos
perteneciente al rey conformaba una especie de milicia, que cultivaba o empleaba ella misma
a esclavos agrícolas. Otros todavía parecen haber sido de¬dicados exclusivamente a la
agricultura, a la construcción de embarcaciones, al artesanado, dirigidos a veces por
ar¬tesanos de casta.
Claro está que Segu conoció esa evolución —aunque los intercambios con las comunidades
maraka, que se encar-gaban de una parte de esta explotación, hayan podido re-tardarlos—
pero es en otros estados donde las consecuen¬cias son más evidentes.
2. LA ESCLAVITUD DE SUBSISTENCIA
La nobleza se separa así como la primera forma social institucional del ejército permanente e
improductivo. Pero su existencia como clase social supone conjuntamente el establecimiento
de relaciones de producción que distraen una parte del producto social para su beneficio y
contri¬buyen a su renovación. Es evidentemente la guerra la que provee en primer lugar los
medios para ello.
Geoffroy de Villeneuve (1814), quien visita la Senegam- bia a principios del siglo xix, resume en
algunas líneas una situación que parece haber sido general entre las aris-tocracias militares:
"Todos los poderosos y la gente rica, sobre todo en los países conquistados, tienen un gran
número de esclavos. . . [los cuales] cultivan la tierra, cui¬dan el ganado y se encargan de todos
los trabajos servi¬les." La clase dominante de los Nupe, que posee la tierra, precisa Nadel
(1942: 252), no la trabajaba. Empleaba a esclavos, a endeudados, a clientes. N. Klein (inédito:
59) comprueba que los "oficiales [de la corte] y aun los 'cua¬dros intermedios' de Kumasi
dependían grandemente de los esclavos para producir su subsistencia". En el país bamum las
familias aristocráticas se abastecían en sus do¬minios rurales cultivados por esclavos y por
familias ser¬viles (Tardits, 1980, cap. viu); lo mismo ocurre en lo que concierne a la clase
dominante en el país mawri (Prade- lles, 1981: 262). La aristocracia, ejército permanente por
sus funciones, se constituye en clase social y política me¬diante el establecimiento de
relaciones de producción fun¬dadas en sus actividades de captura. El rey le opone, como ya
vimos, sus esclavos de armas, otra forma de ejército permanente pero dependiente de él y
progresivamente se¬parado de toda actividad de producción. El consumo de ese cuerpo
militar se agrega al de la clase aristocrática. Por otra parte, el desarrollo del palacio como
instrumento de gobierno y de gestión de la guerra y del estado, y como bastión político de un
cuerpo burocratizado cada vez más numeroso, el aumento del número de esposas del rey, la
multiplicación de artesanos encargados de los abas¬tecimientos militares y de los bienes de
prestigio, todo esto constituye un polo de consumo creciente que reclama un abastecimiento
continuo.
La corte bamum proporciona un ejemplo bastante pre¬ciso del desarrollo urbano y del papel
de la esclavitud. Esta corte contaba, a principios de siglo, con 15 000 per¬sonas
aproximadamente para una población total de 70 000 habitantes (Tardits, 1980: 922), o sea
más del 20% de la población que podemos considerar como no productora de su propia
subsistencia. La corte estaba en efecto ali¬mentada por treinta dominios reales mantenidos
por tra¬bajadores avasallados y familias libres. Si contamos por otra parte siete mil
aristócratas pertenecientes a setecien¬tos linajes que recurrían a los esclavos de sus propios
dominios para alimentarse, resulta un total de aproxima¬damente veintitrés mil personas que
alimentar para una población campesina total (confundidas todas las edades) de cuarenta y
siete mil personas. Este último número, que representa casi exactamente los dos tercios de la
pobla¬ción, es también el que Tardits nos dice en otra parte (1980: 524) que es el efectivo de
los "esclavos del reino".
De hecho los dominios reales y señoriales que abastecen a la clase dominante de los Bamum
son explotados a la vez por esclavos de procedencias étnicas diversas, y deli-beradamente
mezcladas, y por colonos. Los esclavos son vendibles y están a merced del amo, algunos son
parcele- ros y vinculados a la tierra que es vendida o cedida con ellos.
Los esclavos cultivan una parcela cuyo producto provee su alimento, aun durante los periodos
de trabajo en las tierras de los amos. Hombres, mujeres y niños trabajan en estas últimas bajo
la vigilancia y al llamado de un intendente de origen servil, para realizar allí, hasta su
culminación, las tareas indispensables para el cultivo. En¬tre éstas, la escarda, la limpieza, la
cosecha tanto en las parcelas individuales como en las tierras de los amos, les corresponden a
las mujeres, así como la pesada y prolon¬gada tarea del transporte de los productos desde el
domi¬nio hasta la residencia de los amos en la capital (o sea, a veces, la duración entera de la
semana para la ida y vuel¬ta). La participación de los trabajos agrícolas femeninos en esta
economía alimenticia no comercializada parece pues haber sido muy considerable, sin que
sepamos cuál era la proporción de mujeres respecto de los hombres.
Entre los esclavos, sólo un número restringido estaba "casado" (Tardits, 1980: 467) (o digamos
más bien en es¬tado de "aparcero"), mientras que la población agrícola era mantenida "por las
campañas regulares que los Ba¬mum no cesaron de librar contra sus vecinos hasta la lle¬gada
de los europeos" (ibid.).
La esclavitud, en la medida en que la hemos definido como un fenómeno que se reproduce por
la captura, pa¬rece pues haber dominado las relaciones de producción establecidas alrededor
de la corte y de la aristocracia. No es sin embargo exclusiva puesto que una parte
determi¬nada de trabajadores agrícolas está compuesta de escla¬vos parceleros o aparceros,
sometidos a una posición so¬cial inferior pero autorizados a enmaridarse y a disfrutar de una
descendencia. No parece que se haya desarrollado una esclavitud de tipo patriarcal entre la
gente del común.
Las crónicas refieren que el askia Mohamed (1493-1528) (primero de la dinastía sonxai que
llevó ese título) ha¬bría heredado de sus predecesores despojados (los reyes del Melli, luego la
dinastía de los Shi) de veinticuatro "tribus" (!) sometidas a diferentes formas de explotación.
En tres de ellas, los hombres no podían casarse sino des¬pués que el rey dio "cuarenta mil
cauríes a los padres de las esposas a fin de establecer que éstas y sus hijos se mantenían como
de su propiedad" (TEF: 107-108). En otros términos, al hacer el simulacro de entregar la dote
de la esposa, el soberano se aseguraba la descendencia de ésta y desposeía al esposo de sus
derechos de paternidad. Mediante este artificio, y usando la costumbre de la dote de la
economía doméstica, el rey reactivaba en cada gene¬ración el estado jurídico de no
paternidad de todos los miembros de esas "tribus". Sin comprarlas, pero propor¬cionando las
dotes de las mujeres, se convertía en el padre legal de todos sus hijos. Si al dotar a estos
últimos a su vez desempeñaba sus funciones de "patriarca", en cam¬bio, al reservarse el
derecho de vender a algunos para adquirir caballos (como era el caso), se comportaba como
esclavista. Jurídicamente enajenables, esos individuos con¬servaban su estado de "esclavos".
Sin embargo, el sistema de explotación aquí no era estrictamente esclavista puesto que el rey
se obligaba a entregar una cierta suma en el momento de la aparcería y puesto que la
reproducción es¬taba organizada para realizarse genéticamente y no por adquisición.
Jurídicamente esos individuos seguían en su estado de esclavos, enajenables, sin derecho
sobre su des¬cendencia, cuando su modo de reproducción económica los situaba en una
condición económica emparentada con la servidumbre.
A esta forma de explotación, que parece afectar a sólo una parte de la población avasallada, se
agregaba, en tiem¬pos del askia Daouda (1549-1583), un sistema propiamente esclavista.
Sabemos que en esta época (TEF: 179 5.) la corte era aprovisionada por plantaciones reales de
arroz, cultivadas por de 20 a 200 esclavos cada una colocados bajo la dirección de fanfa
("patrones") a su vez de origen ser¬vil. Sabemos que una de esas plantaciones ocupaba 200
esclavos vigilados por cuatro fanfa, a su vez dependientes de un quinto. "El producto que
retiraba el askia de esta producción era de mil sounou de arroz; era un producto fijo que no
podía ser aumentado ni disminuido" (TEF: 179).3 El sounou (TEF: 188, n. 1) es una unidad de
capa¬cidad. Si retenemos el contenido probablemente mínimo
3 El Tarikh precisa bien que se trata de un tributo fijado de una vez por todas, exigido al fanfa
principal y que, si éste dispo¬nía de excedentes, era responsable de los déficit.
de un litro (o un kg) por mudde,4 cada esclavo habría provisto al rey de (240 X 1 000) /200 = 1
200 kg de arroz por estación. Lo que es muy elevado habida cuenta de lo que sabemos sobre la
productividad de la agricultura con azadón. Ahora bien, el fanfa principal de esta plantación
"estaba saturado de riqueza" y un año fue capaz de pro¬veer al rey, a su requisición, con 1 000
sounou más con¬servados "de la cosecha del año precedente" más unos 230 más distribuidos
a título de regalo (ibid.: 187). Plus- producto al que hay que añadir todavía la subsistencia de
los productores esclavos. Aquí también, sin detenernos en la exactitud de las cifras, la
productividad elevada que sugieren indica por lo menos que la totalidad del plus- producto de
los esclavos les era sustraída y que no dispo¬nían pues con qué mantener una familia. La
reproducción de esos productores sólo podía hacerse entonces por cap¬tura o compra,
conforme al modo más estricto del funcio¬namiento esclavista.
La producción total de las plantaciones habría sido, en ciertos años, de 4 000 sounou (ibid.:
179) o sea alrededor de 960 toneladas. Si esta cantidad representa la totali¬dad del
plusproducto, habida cuenta del consumo de los esclavos, con la tasa de productividad
mencionada arriba, podemos estimar que representa aproximadamente la pro¬ducción de 800
esclavos y el consumo anual de 4 700 per¬sonas libres. Suponiendo que los fanfa conservaban
para ellos una cantidad igual —hipótesis probablemente máxi¬ma—, habría que duplicar esa
cifra, o sea un total de 1 600 trabajadores sometidos a ese modo de producción esclavista.
Las plantaciones reales parecen haber estado muy dis-persas, pues el Tarikh no nos dice que el
soberano des¬plazaba periódicamente su corte como en otros reinos; el uso de esas
plantaciones lejanas queda impreciso.
De acuerdo con estas descripciones, el estado sonxai ha-bría conocido simultáneamente varias
formas de explota¬ción de trabajo agrícola.
Una es la esclavitud real descrita arriba, a la cual son sometidos trabajadores organizados bajo
la vigilancia de guardias y renovados por numerosos cautivos. Según las
4 El mudde varía hoy según las regiones y a veces las familias. Puede sobrepasar dos litros,
pero los comentaristas del Tarikh le calculan un contenido de aproximadamente un litro.
cifras —que sólo tienen un valor indicativo—, ese modo de explotación parece haber sido
limitado, pues 800 o incluso 1 600 esclavos agrícolas son pocos efectivos que no necesitan
apenas más de 80 o 160 esclavos de remplazo por año. La esclavitud y la explotación de
dominios mediante equipos dirigidos parecen haber estado reservados en efec¬to a la corte.
Esta restricción se explicaría por el derecho eminente del soberano sobre todos los cautivos de
guerra: antes de venderlos o de redistribuirlos,. el rey habría dis¬puesto así de cautivos, los
cuales, entre tanto, eran em¬pleados en las plantaciones del askia. Esos efectivos eran quizá,
por ese hecho, variables. El autor del Tarikh es¬cribe que el producto de esas tierras reales era,
"en cier¬tos años", de 4 000 sounou. Esto puede comprenderse como un máximo debido ya
sea a unas buenas condiciones cli¬matológicas, ya sea a un efectivo elevado de esclavos en los
campos en virtud de la coyuntura de la guerra o del comercio. Es la variabilidad de esos
efectivos lo que expli¬caría también cómo el principal fanfa de una plantación —obligado a
una prestación fija— haya podido distraer cantidades de arroz tan considerables. Explicaría
finalmen¬te los rendimientos elevados que hemos señalado arriba, porque tendría relación de
hecho con un mayor número de esclavos.
En todo caso, la esclavitud real, aleatoria y limitada, no era sin duda suficiente para satisfacer
las necesidades de la corte. Estaban en práctica otras formas de explo¬tación. La principal de
ellas es de carácter prestatario y tiene por objeto algunas "tribus" mencionadas arriba:
prestaciones en trabajo, en servicio y en productos. Las poblaciones sometidas a esas
exigencias están agrupadas en "aldeas", por lo cual hemos comprendido que están
constituidas por células paradomésticas, que se reprodu¬cen por lo tanto genéticamente, pero
que no disponen, en derecho, de su descendencia. Una parte de esta población provenía de la
deportación de aldeas enteras capturadas durante las guerras lejanas,.de las cuales algunas
conser¬varon su topónimo original (TEF.: 214). Se trata pues de una población de esclavos en
el plano estatutario (no dis¬frutan de derechos sobre su descendencia y permanecen
enajenables por derecho) pero sometidos a una explota¬ción económica asimilable a una
servidumbre (se consti¬tuyen en familias y deben sólo una parte fija de su tra¬bajo o de su
producto). Bajo el askia Mohamed, esta ex¬plotación se transforma. Los tributos, de fijos, se
vuelven progresivos y limitados, lo que indicaría un cambio de po¬sición del productor. A
diferencia de las plantaciones es¬clavistas reales, la explotación de esas poblaciones no es de
la única competencia del rey. Éste dona a los podero¬sos, y sobre todo a los santos morabitos,
"aldeas" enteras, combinando tierra y fuerza de trabajo para asegurar su subsistencia y su
bienestar (TEF.: 30, 137-138). A esos esclavos agrícolas reales es preciso agregar los que explo-
taban los aristócratas y los morabitos y otros poderosos del reino en sus propios dominios,
pero de los cuales no conocemos ni los efectivos, ni el modo de explotación. Al-gunos han
querido ver en las donaciones de aldeas el in¬dicio de un feudalismo sonxai. Ahora bien, no
son feudos que el askia otorgaba, sino dominios de disfrute precario en los cuales trabajaban
poblaciones vinculadas a esas tierras, que sufrían una condición asimilable a la servi¬dumbre
quizá, pero que dependían del rey.
No hay nada que nos informe sobre los efectivos de las poblaciones avasalladas, respecto de la
población total y sobre su composición. Es muy probable que existiera jun¬to a ellos una
población campesina libre sobre la cual sin embargo los documentos de la época permanecen
mudos.
4. PLANTACIONES E IMPUESTOS
Es el ejemplo del Dahomey el que nos informa, aunque parcialmente, sobre la coexistencia de
la esclavitud y de un campesinado libre. En el Dahomey, como en la mayo¬ría de las
monarquías militares, el rey (o el palacio), en virtud de un derecho eminente sobre todos los
seres y los bienes del reino, recibía la totalidad de las capturas. Snel- grave (1735: 10) nos dice
que se entregaba en su nombre a los soldados cinco cauríes por esclavo capturado; una suma
casi irrisoria que permitía confiscar los cautivos a las tropas de infantería bajo las apariencias
de una retri¬bución. Sólo el rey disponía pues de ese botín, del cual una parte se destinaba a la
venta, otra a la renovación de los efectivos militares y laborales; algunos eran redistri¬buidos
entre los nobles, los guerreros eminentes, los ofi¬ciales del rey o sus representantes. El resto
era inmolado.
El modo de renovación de los trabajadores de las plan-taciones reales era pues exclusivamente
la captura. El hecho de que no fuesen empleados más que un momento de su vida activa y que
trabajaran en terrenos de cultivo bajo la dirección de agentes reales indica claramente un
modo de producción típicamente esclavista. Esos esclavos se distinguían por cierto de otros
esclavizados que recibían una parcela de tierra y que parecen haber sido empleados sobre
todo por los aristócratas. Eran igualmente diferen¬tes de los glesi (trabajadores avasallados de
nacimiento), en principio no enajenables pero condenados por el rey al cultivo de las tierras
asignadas para el mantenimiento de ciertos cortesanos (Le Hérissé, 1911: 57). La aristocracia
dependía para su existencia de la distribución de cautivos por parte del rey. Ahora bien, "la
donación de un cautivo —escribe también Le Hérissé (ibid.: 52)— era un favor del que pocos
eran beneficiarios", esencialmente los prín¬cipes y los servidores de la corte (ibid.: 52). No
podían revenderlos sin autorización real (ibid.); ya que el rey era el único que tenía derecho de
muerte sobre todos los es¬clavos del reino, seguía siendo propietario de hecho. En cuanto al
resto del pueblo, éste no parece haber tenido acceso a los cautivos. Sabemos que las capturas
de guerra les eran retiradas por una magra retribución y que no se beneficiaban de las
donaciones reales salvo algunos guerre¬ros valerosos a los cuales esta fortuna colocaba en la
clase privilegiada. Existió un comercio de esclavos en el interior de Dahomey, pero además de
que parece haberse desarro¬llado de manera tardía, sólo los personajes ricos del reino podían
sin duda comprarlos debido a su precio.9 Ahora bien, hasta el negocio del aceite de palma, los
campesinos apenas tuvieron la posibilidad de producir una mercancía rentable. El sistema
prestatario y distributivo real, que se daba sobre la mayoría de los medios indispensables de
producción, combinado con la economía de autosubsis- tencia, no favorecía el desarrollo de un
mercado.
Pese a recibir pocos o ningún esclavo, la clase campe¬sina estaba sometida sin embargo a
impuestos, tributos, multas y prestaciones diversas además de su participación onerosa en las
guerras.
Le Hérissé cita "el dinero del sueño", un impuesto de capitación de 4 000 cauríes por persona
establecido con base en un censo anual; unas manos muertas como indem-nización de 20 000
cauríes en ocasión de la muerte de un jefe de familia; sobre todo tributos en especie fundados
en el estimado de la producción de cada aldea, en mijo, maíz, condimentos y más tarde en
aceite de palma. El in¬greso de esas prestaciones (a las cuales agrega Le Hérissé los peajes que
afectaban más bien al comercio) represen¬taba, según esas estimaciones, un millón y medio
de fran¬cos franceses de la época, sobre un ingreso global de dos millones y medio.
Las prestaciones en trabajo se hacían por el canal de una institución, el dompe, bajo la forma
de trabajo aso¬ciativo (que funcionaba tradicionalmente en el nivel al¬deano) . Por una
especie de desvío, el dompe se convirtió en un sistema de prestación en trabajo que debía por
turno cada aldea al rey, el cual pretendía ser él mismo miembro de uno de esos dompe y hacía
como si respeta-
9 Le Hérissé da precios que van de 160 a 300 F, mientras que el rey entregaba a los soldados,
según él, una suma en cauríes que estima en 5 F, más un taparrabos; el impuesto de capitación
anual era de 20 F según los mismos estimados.
ra las multas. Cada aldea debía también proveer un nú¬mero requerido de hombres jóvenes
para las guerras anua¬les (Elwert, 1973). Ellos mismos debían llevar sus vitua¬llas para lo que
duraran las campañas. Armados en prin¬cipio por la corte, esos reclutas preferían llevar sus
armas personales, ya que la pérdida de un fusil era castigada con la muerte \ibid., tomado de
Skerchtly). Finalmente agreguemos que algunas categorías de artesanos debían proveer a la
corte de ciertos productos en cantidades deter¬minadas, por ejemplo balas de fusil por parte
de los herreros, piezas de tela y artículos de madera por parte de los tejedores y los
carpinteros, etcétera.
En consecuencia, una población libre y una población artesana, ambas sometidas a exacciones
—sobre la natura-leza de las cuales discutiremos más adelante—, coexisten en el Dahomey
con esclavos que sufren una explotación característica por parte de la aristocracia.
5. SUBTRATA GUERRERA
Cuando el saqueo repetido de una misma región conduce al sometimiento de los habitantes,
éstos no son de golpe incorporados en el estado. No se convierten inmediata¬mente en
súbditos, sobre todo cuando no son objeto de una explotación. La conquista no es el objetivo
buscado por el estado captor, que se privaría así de un terreno de caza. La venta masiva de
toda una población sometida no permitiría ya su reconstitución (mientras que ésta sí era
posible al abrigo de sus defensas). Esta situación de so¬metimiento se resuelve generalmente
mediante el tributo. Los pueblos conquistados deben entregar bienes a los ven¬cedores y,
entre esos bienes, esclavos. Un modus vivendi puede entonces entrar en operación mediante
el cual las poblaciones aceptan proveer pacíficamente un contingente anual de esclavos antes
que sufrir las violencias repetidas de las invasiones periódicas. Así ocurría con "tribus del
Sonxai" (cf. B, i, 2) que estaban obligadas a proveer al askia una parte de su sustancia humana.
Esos pueblos eran considerados como esclavos por destino.
Eran —lógicamente— los últimos pueblos caídos en la órbita de las aristocracias esclavistas, y
pagaban un tribu¬to en esclavos (Bradbury, 1957: 10). Los hombres y las mujeres que en otra
época eran secuestrados, son entrega¬dos en lo sucesivo por las buenas al vencedor. Este
arre¬glo no levanta el estado de guerra entre las dos poblacio¬nes, pues el no cumplimiento
del tributo provoca en segui¬da represalias armadas. Entre esas poblaciones tributa¬rias,
algunas, antes que pagar con sus propias personas, se hacen a su vez cazadores de esclavos y
entregan como tributo sus capturas. Es el caso de los Vute del Camerún para los cuales
disponemos de un estudio excepcional- mente interesante (Siran, 1980).
Saqueados por los ejércitos del lamido de Tibati (norte del actual Camerún) que proveía
todavía la trata negrera atlántica de finales del siglo xix, los Vute de la meseta del Adamawa
habían sido, después de una difícil resistencia, sometidos por su poderoso vecino. Pero una
parte de la población había huido hacia el sur. Unidos alrededor de dos personajes
legendarios, cazadores y guerreros, se re-constituyen en una sociedad militar. Para evitar el
enfren- tamiento con la caballería del Lamido, esos Vute aceptan pagar tributo en esclavos y,
para no entregarse a sí mis¬mos, emprenden su captura. Esta sociedad de cultivadores
expatriados, sin tradición militar, se convirtió en un prin-cipado guerrero, inventando sus
armas, sus técnicas y sus estrategias. Los jóvenes guerreros y cazadores se oponen
brutalmente a los mayores. Al parentesco lo sustituyen otras relaciones establecidas alrededor
de las presas, sean éstas fruto de la caza o de la guerra, por la repartición de la caza, de los
esclavos, de las mujeres. Se constituye un estado militar que captura mucho más esclavos de
los que necesita el Lamido. En las guerras, participa el con¬junto de la población, incluidas las
mujeres. Sin embargo, se observa en el momento de la conquista alemana, si cada Vute posee
un esclavo por lo menos, sólo los poderosos poseen los suficientes para liberarse del trabajo.
La repar¬tición ejercida por el príncipe, ya en esa época, parece haber atenuado la democracia
guerrera en provecho de un poder aristocrático. El soberano entrega el tributo en cautivos
adultos al Lamido, vende los excedentes a los traficantes de Kano,10 se atribuye las mujeres y
los ado-
10 "El comercio era tan intenso que había permanentemente una colonia de quinientos
comerciantes Hausa en Ngila [la capital]" (Siran, 1980).
lescentes que reparte según su parecer. Recluta entre estos últimos a los hombres jóvenes que
conformarán su guar¬dia personal, equipada por él y provista por él de esposas. Es en este
círculo que escoge a sus confidentes.
En el caso vute, la demanda de esclavos es provocada por su poderoso vecino, pero las
estructuras militares y dinásticas que surgen por efecto de las guerras de captura son
semejantes a las que se observan en otros lugares, en Segu o entre los Mawri, en las primeras
fases de la consti-tución de las sociedades guerreras (Piault, 1975, 1982). La guerra de captura
tiende a recrear allí los mismos tipos de relaciones sociales y políticas. A las relaciones de
filiación y de primogenitura, propias de la sociedad doméstica, las sustituyen, en primer lugar,
relaciones de cooptación fun-dadas en un reclutamiento de calidad (el valor guerrero) antes de
que la clase militar así formada se deje penetrar por la tentación dinástica que la conduce
hacia la aris¬tocracia hereditaria.
Suscitado por la demanda de esclavos, el sistema vute no tiene otra razón de ser. La
dependencia con respecto a la trata y el Lamido es absoluta: "El día en que no sea ya posible
hacer la guerra, tal sistema político no podía más que derrumbarse", escribe J.-L. Siran (1980:
52). Al¬gunos indicios llevan a pensar que en esta sociedad, en lo sucesivo guerrera, las
actividades agrícolas casi habían des¬aparecido y que las relaciones de producción eran
meno¬res al lado de las relaciones que involucraba la guerra. Como en Segu, al parecer, el
abastecimiento provenía, por una parte indeterminada pero sin duda significativa, del saqueo
o del intercambio del botín. La sociedad vute no es, en este estadio, más que una máquina de
guerra en la cual las relaciones de clase entre guerreros y campesinos no han evolucionado
todavía hasta contraer entre ellos un modo de producción capaz de perpetuarse
independiente¬mente de su inserción en la esfera esclavista mundial. No son más que un
medio pugnaz al contacto de las zonas de abastecimiento de esclavos. En el otro extremo se
sitúan las poblaciones compradoras, aquellas en donde los escla¬vos encuentran sus empleos
y sus amos definitivos. La desaparición de un extremo de esta cadena provoca la del otro, y
recíprocamente.
ANALISIS
Las virtudes centralizadoras de la guerra actúan así en todos los ejemplos presentados más
arriba. Aun cuando hay persistencia de la incursión y pese a la resistencia de las casas
aristocráticas o la anarquía de las tropas en el terreno, "el gran trabajo de la guerra" conduce a
la concentración de la organización militar, y por lo tanto política, del estado.
Desde luego, la realeza —cuando se viste con una ideo¬logía patriarcal— tiende ella misma a
funcionar según un esquema prestatario y redistributivo que coloca al pala¬cio en la cima de
un vasto sistema de circulación jerar¬quizada. Pero la guerra puede, por sí misma, crear,
man¬tener o acentuar esta concentración, al surtir al poder de monopolios soberanos.
Gracias a la guerra, el "rey" administra y redistribuye el botín y, de éste, los cautivos que
representan el ingre¬diente esencial de la economía de guerra. Éstos son el recurso primario, a
menudo único, que al estado esclavista le es posible vender para importar un armamento
capaz de asegurar su superioridad militar sobre los pueblos sa-queados: caballos y fusiles en
particular. Los cautivos, convertidos en esclavos, contribuyen a la economía de guerra por la
explotación que se hace de ellos en el mismo lugar y cuyo producto agrícola o artesanal se
intercam¬bia por productos de importación. Indispensables para perpetuar las condiciones de
la guerra de la cual ellos mismos son el producto, para hacer funcionar al estado esclavista y
guerrero, los cautivos son en primer lugar asignados a éste y a los que se identifican con él: el
jefe, el rey, los poderosos. Pocos llegan hasta el pueblo.
La incursión no excluye a ningún miembro de la socie¬dad. Ella se practica ya sea con un jefe
ocasional, ya sea en bandas igualitarias. La empresa de captura es una- fuente de
enriquecimiento para todos los que la practi¬can. No establece distinción entre clases sociales
pues nin¬guna relación jerárquica se establece alrededor de ella.
Cuando una sociedad política se constituye por la am-pliación de la banda —como lo hemos
visto en los inicios de la historia de Segu—, el derecho a la captura tiende a extenderse a todos
los que penetran en ella y participan en las actividades militares. Y cuando los efectivos crecen
lo suficiente para permitir verdaderas guerras, las prerro-gativas de la incursión pueden
durante un tiempo perpe-tuarse incluso en éstas, aunque modificadas. La población, en su
conjunto, participa en las empresas colectivas de captura y se beneficia de ellas. Son milicias
más que ejér-citos las que parten en expedición y el poder se basa, sobre todo en ese estadio,
en la capacidad de dirigir di¬chas empresas militares. No discernimos allí una explota¬ción
organizada entre los dirigentes y el pueblo libre. La clase libre en su totalidad saca provecho en
diversos gra¬dos de los cautivos que proporciona la guerra, al vender¬los o al explotarlos
como esclavos de subsistencia. El tipo de formación social que se establece así puede ser
asimilado ya sea al séquito militar de Engels, ya sea a lo que Benveniste (1969: 89 5.) designa
como el laos griego.
En el país mawri igualmente, la repartición del botín era muy desigual y "la mano de obra servil
sólo era uti¬lizada por una fracción muy minoritaria de la sociedad" (Pradelles, 1981: 269,
266). "Los cautivos estaban esencial¬mente en manos de los aristócratas... Los campesinos, en
cambio, apenas lograban conservar sus cautivos, los cuales vendían a cambio de mijo" (ibid.:
280). Parece por
análisis
añadidura que, entre los aristócratas, habría habido una concentración de esclavos alrededor
de la corte (ibid.: 263).
En el Benin, Bosman, traficante holandés que se en-cuentra allí hacia 1700, comprueba que "el
rey mantiene un prodigioso número de esclavos", lo cual se explica por el hecho de que "todos
los cautivos de guerra pertenecen al onige (jefe)", al igual que los vagabundos ¡e incluso aquel
que tuviese la mala suerte de caer en las letrinas! (Bradbury, 1957: 71-72). En las monarquías
militares que nos ocupan aquí, a diferencia de las sociedades mercanti¬les, la esclavitud
funciona sobre todo en provecho de la corte y de los miembros de la clase dominante. En el
país bamum, un tercio de la sociedad vivía del trabajo servil (Tardits, 1980: 524). Thornton
(1979: 81-84) calcula que la proporción de la población en el reino del Kongo, en los siglos XVII-
XVIII, alimentada por los esclavos representaba del 15 al 20°/o de la población total del reino.
En cambio, el empleo de esclavos en las comunidades campesinas pa¬rece haber sido
desdeñable, si no es que nulo.
245
El trabajo de los esclavos empleados por los campesi¬nos tiende a sustituir pura y
simplemente el trabajo de sus amos, sin aumentar la producción global. El empleo de esclavos
habría dado lugar a bocas adicionales que ali-mentar para un volumen de producción
sensiblemente igual, siendo la productividad de los esclavos un poco su-perior a la de los
campesinos libres. Los impuestos del estado se habrían pues aplicado a un plusproducto
dis¬minuido. Si esos esclavos hubiesen sido empleados por las comunidades campesinas en la
producción de mercancías destinadas a la exportación o al mercado interno, habrían sido el
medio de dichas comunidades, para escapar a los apremios de la economía distributiva y de
favorecer su in¬serción en circuitos comerciales, competidores de esta úl¬tima. El esclavo
puesto al alcance del pueblo representa para éste, en este tipo de sociedad, un factor de
emanci¬pación económica, y por tanto política, contra el cual el poder instaura medidas
convergentes, vinculadas todas a la economía distributiva. No es sino al principio del siglo XX,
por ejemplo, con el negocio del aceite de palma, que vemos iniciarse en Dahomey una
popularización de la es¬clavitud.
Los "sacrificios de esclavos" se explican, creo yo, en esa misma perspectiva. Una vez
satisfechas las demandas de los traficantes y las necesidades económicas y milita¬res de la
clase dominante, a falta de un mercado interior —como es el caso generalmente en una
economía redis- tributiva— en el cual puedan venderse los esclavos o sus productos, los
cautivos sobrenumerarios se vuelven bocas inútiles. Antes que distribuirlos entre las clases
inferiores, las clases aristocráticas han tomado más a menudo par¬tido por suprimirlos so capa
de "sacrificios".
Se dan desde luego razones prácticas para esas matan¬zas. Era, se dice, el medio de
deshacerse de los esclavos que envejecían y de los improductivos. Snelgrave (1734: 46) dice
también que se temía que los esclavos viejos "ha¬biéndose convertido en sabios por la edad y
una larga experiencia" fuesen capaces de complotar contra su amo. Se mataba también a los
individuos considerados como invendibles e irrecuperables. Cierto es que muchas de las
víctimas eran hombres, considerados más peligrosos y menos útiles económicamente, pero
había también muje¬res y no necesariamente viejas. En el Dahomey, los pre¬textos para esos
asesinatos eran numerosos y a menudo fútiles. Herskovits (1938, n: 229) estima en 200 por
año el número de "mensajeros", hombres y mujeres, remitidos a los antepasados para proveer
a éstos de alguna infor¬mación o formular pedidos relativos a la excavación de un pozo, a la
oportunidad de un matrimonio, a la llegada de un extranjero o al lanzamiento de una nueva
danza. Pero era sobre todo para las "costumbres" anuales y en ocasión de los funerales reales
que tanto hombres como mujeres eran sacrificados en grandes cantidades. En todo caso, se
hacía una elección entre el asesinato de los es¬clavos o su distribución entre el pueblo.
Cualesquiera que hayan sido los pretextos o las intenciones, los "sacrificios" de esclavos
contrariaban la difusión de la esclavitud en el campesinado libre y lo privaban de un medio de
enri¬quecimiento, y por ende de emancipación política con res¬pecto al poder.4
3. LA ECONOMÍA SEPARADA
Así pues, la distribución de los esclavos entre los aristó¬cratas y los campesinos no solamente
refleja la diferencia de condición entre la nobleza y el pueblo, define sobre todo dos sectores
económicos distintos, uno esclavista y el otro doméstico, cada uno funcionando según
relaciones de producción diferentes. El primero, en el seno del cual se establece una relación
de clase entre esclavos productivos y aristócratas, opera en provecho de una minoría
domi¬nante que no parece haber sobrepasado, en nuestros ejem¬plos, un tercio de la
población libre.
El segundo sector, donde se preservan las relaciones de producción doméstica, sigue siendo la
base infraestructu- ral de la reproducción campesina.
Ahora bien, esos dos sectores tienen tanto uno como el otro la capacidad de funcionar de
manera autónoma. Además de la explotación de los esclavos (mientras ésta dure) y su venta,
el sector aristocrático se beneficia de otros recursos: el botín material, el tributo de los
venci¬dos. La venta de cautivos induce un comercio de impor¬tación y exportación del cual se
beneficia la corte; en los estados esclavistas de este tipo, el negocio se confía a menudo a
representantes oficiales, asalariados por el rey, y que dependen de manera extrema de sus
favores (Po- lanyi, 1969). El comercio practicado por los comercian¬tes extranjeros está
sometido a impuestos reales o a la exigencia de regalos. Cuando el sector productivo y
mer¬cantil de la economía se deja a las comunidades autóno¬mas —como en Segu— éstas se
ven periódicamente "es¬quilmadas" en provecho de un soberano sin dinero.
¿Son esos dos sectores sin embargo susceptibles de en-contrarse en una relación orgánica?
¿Se instaura una re-lación de producción específica entre la aristocracia eá- clavista y el
campesinado libre? La economía de captura practicada por el conjunto social representado por
su cla¬se dominante, ¿depende de tal relación?
Para juzgar de lo bien fundado de esta asimilación ideo-lógica, hay que revisar, a la luz de esta
confrontación, la naturaleza de la relación de producción doméstica. En la economía
doméstica de autosubsistencia, a escala de las comunidades, ningún contrato define el tiempo
de trabajo, ni la parte del producto que debe corresponder al traba¬jador. En lo que concierne
al bien esencial, es decir la comida, la totalidad del producto de los activos le corres¬ponde a la
comunidad bajo la responsabilidad del decano. Ese producto se reinyecta a la comunidad,
compuesta por todos sus miembros, productivos e improductivos, por el intermediarismo de
las reservas y de la cocina común. La relación de producción se establece pues entre el
conjunto de los miembros productivos y el conjunto de los impro¬ductivos. Si hubiera una
relación de clase en ese modo de producción, estaría, orgánicamente, entre esas dos
catego¬rías. Pero esa relación no engendra una explotación de los productivos por parte de los
preproductivos, puesto que el alimento que absorben estos últimos está destinado a producir
los productores futuros cuyo producto correspon¬derá íntegramente a la comunidad; no son
tampoco explo-
6 Las relaciones del rey de Oyó con los jefes de países o aldeas conquistados se asimilaban a
relaciones padre/hijo y tenían como intermediario a "padrecitos", agentes esclavos delegados
por el tercer eunuco (Morton-VVilliams, 1967: 64).
tados por los posproductivos, puesto que estos últimos re-ciben a su vez, de sus menores,
gracias a esta inversión, lo que ellos mismos habían producido, en su momento, para sus
mayores.
Sin embargo las relaciones prestato-distributivas que emanan de esta asimilación ideológica
pueden no ser, de golpe, el canal de una explotación, sino de una extorsión. En efecto, el
circuito redistributivo funciona, según los casos, unas veces ocasionalmente, otras
regularmente.0
En su forma ocasional, como en el país mawri, por ejemplo (Pradelles, 1981: 233 s.), el
volumen de las pres¬taciones debidas por el campesinado no es ni fijo ni me¬dido. Se hacen
regalos al poder en ocasión de algunas cele¬braciones, entronizaciones, funerales, fiestas,
primicias agrícolas, de las cuales sólo algunas son regulares. Pueden hacerse contribuciones
igualmente exigidas en ocasión de las guerras. A la inversa, el poder redistribuye botín a la
población en ocasión de victorias, alimentos en ocasión de hambrunas, regalos en ocasión de
algunas hazañas o reali-zaciones por parte de sus súbditos.
Por la explotación militar de los campesinos, el costo material y humano de la captura no recae
solamente so¬bre la clase aristocrática (la cual sin embargo es la única que se apropia de los
cautivos) sino también sobre el campesinado; aporte gratuito que beneficia tanto a la cla¬se
aristocrática que vende los esclavos como a los que compran.
Sin embargo, la explotación militar de los campesinos no puede ser ni estable ni orgánica pues
no es como cul-tivadores y productores que éstos la sufren, sino a través de una actividad, la
guerra, que es extraña a su condición y a la cual podría ser destinado cualquier grupo social.
De hecho, esta relación militar entre la aristocracia y los campesinos tiende a desaparecer a
medida que sus efectos se vuelven positivos: los cautivos de guerra son transfor¬mados en
soldados y sustituyen a los campesinos arma¬dos que los han capturado. Los conscriptos dejan
el lugar a los lacayos. No hay reproducción de la relación de pro¬ducción.
Los casos que hemos captado corresponderían así a tres modelos de organización social,
fundados en la cap¬tura y en el empleo, de esclavos:
La esclavitud puede ser pues el sostén de formas po¬líticas diferentes. Puede sólo beneficiar a
una parte de la población libre o contribuir a crear en su seno formas de explotación que
pueden coexistir con las de la escla¬vitud, e incluso sustituirla. La esclavitud se abre, por
me¬dio de ese atajo, a la servidumbre.
Cuando las capturas se hacen más alejadas y costosas, cuando la renovación de los esclavos
agrícolas cesa, la ex-plotación agrícola recae, cada vez más gravosamente, sobre el
campesinado libre. Para ejercer sobre éste una explo-tación más intensa, la actividad militar de
los aristócratas y de sus lacayos se desvía de la guerra de captura ha¬cia la represión interna
mientras que los cuerpos serviles de la corte constituyen los instrumentos administrativos de
la dominación aristocrática sobre la clase campesina. La condición de los campesinos libres y la
de los esclavos agrícolas, apegados a la tierra, llegan a confundirse en una relación semejante
respecto de la aristocracia. En esas con¬diciones, en efecto, no es ya necesario para la
aristocracia mantener a los esclavos agrícolas en un estado diferente al de los campesinos. Por
el contrario, es preciso en lo sucesivo convertir a los esclavos agrícolas en parceleros y
aparearlos para favorecer su reproducción. La condición mejorada de los esclavos tiende a
coincidir con la posición deteriorada del campesinado debilitado por la explotación creciente y
continua de la cual es objeto.
La economía no está ya entonces constituida por dos sectores económicos, como en el caso
del despotismo gue-rrero, sino por dos clases sociales. La relación de explota¬ción se establece
entre la aristocracia y una población pro¬ductiva compuesta de cultivadores libres y de
esclavos parceleros, confundidos en una nueva clase campesina. Puesto que el abastecimiento
de la aristocracia depende enteramente en lo sucesivo de esta clase debe establecerse un
modo de sangría riguroso para extraer de ella un plus- producto regular y asegurar de continuo
las transferencias necesarias para el mantenimiento de la clase dominante y de sus medios de
dominación. Este modo es la servidum¬bre, cuyos principales modos de sangría son la
prestación en trabajo y los impuestos, los cuales ya no funcionan ocasional sino
periódicamente.
a] Prestaciones en trabajo
En la mayoría de los estados aristocráticos, los edifi¬cios reales, las obras militares y en general
todos los tra¬bajos que exigen algún tiempo, se emprenden más a me¬nudo por
requerimiento a las poblaciones aldeanas sier- vas y libres que por movilización de los
esclavos. Esas prestaciones en trabajo son realizadas por las aldeas, por turno, a razón de
algunos días de trabajo por año. Se plantea en efecto un problema de intendencia, como para
las milicias campesinas: el de asegurar las vituallas de los trabajadores sujetos a prestación
durante la duración de los trabajos. Cuando las prestaciones son cortas, como es el caso
generalmente, los campesinos agricultores, al dis¬poner del producto de su propia cosecha,
pueden alimen¬tarse a sí mismos. Están más aptos para proveer una mano de obra totalmente
gratuita que los esclavos que sería preciso mantener en grandes cantidades y
permanente¬mente, a costa de requisiciones duraderas de víveres y me¬diante la difícil
organización de una intendencia. Por esta razón es que los trabajos se llevan a cabo fuera de la
or¬ganización agrícola y que las aldeas más cercanas a la corte son requeridas más a menudo.
b] Impuestos
Más todavía que las prestaciones en trabajo, las cuales exigen siempre una forma de coacción,
es por la institu¬ción del impuesto que se establecen orgánicamente las re¬laciones
económicas entre el campesinado y la aristocra¬cia. Al desviar más siervos de la producción a
las funcio¬nes represivas o administrativas, la aristocracia hace cada vez más indispensable la
transferencia de subsistencia para alimentar ese cuerpo improductivo creciente, mientras que
éste se vuelve cada vez más necesario para asegurar la ejecución de los requerimientos más
gravosos.
A diferencia de las sangrías ocasionales practicadas por el sistema prestatario sobre el pueblo,
o el tributo infli¬gido a las poblaciones extranjeras sometidas, el impuesto es una contribución
regular, medida cuantitativamente y socialmente determinada sobre una base tributaria. En
las sociedades aristocráticas, la base tributaria distingue primero, en el seno del pueblo, a las
capas de la pobla¬ción que deben pagar el impuesto de aquellas que lo reci¬ben o que están
exentas del mismo. Es la ideología y no la fortuna la que hace la división: pagan los
dependien¬tes, vale decir el campesinado; están exentos los aristó¬cratas y la corte. La base
tributaria mide muy raramente los recursos, pues, respecto del pueblo, el impuesto es de
capitación. Cada hogar, o cada uno de los adultos de cada hogar, es gravado por una suma
previa e igual, de la cual el responsable es el decano de la comunidad. (Con el Islam a veces se
introduce un sistema más perfeccionado, el diezmo, proporcional al volumen de la
producción.)
Por varias razones, en efecto, el impuesto permite más ese beneficio que el sistema
prestatario. Si con el impues¬to las contribuciones del campesinado dejan de ser oca-sionales
para convertirse en obligatorias y regulares, como contrapartida, las retribuciones reales hacia
el campesi-nado se mantienen circunstanciales y arbitrarias. El poder, al oponer así recursos
relativamente constantes a desem-bolsos variables, se confiere los medios de asegurar un
saldo positivo. Por otra parte, la identificación social de los recursos mediante la definición de
la base tributaria garantiza su transferencia de una clase a otra.
Más allá de esas ventajas materiales, el impuesto brinda al estado la posibilidad de actuar
como regulador del sis¬tema social. Es preciso a este respecto distinguir, entre los objetos de
los cuales se compone, los que están desti¬nados al prestigio y al boato de los que entran en
un ciclo productivo. El más importante de estos últimos, fuera de los seres humanos, es la
subsistencia. El impuesto obliga¬torio de subsistencia, el cual autoriza el dominio de los
aparatos administrativos y represivos, no solamente ase¬gura el avituallamiento de la
población no productiva, sino que permite también ejercer un control decisivo sobre la
reproducción económica y social de la población campe¬sina. Es mediante el impuesto sobre
las subsistencias que puede establecerse una relación de producción que con¬duzca a la
esclavitud, a través de sus transformaciones, a su propia desaparición.
Desde luego esta metamorfosis cualitativa sólo es poten-cial y sólo se considera aquí como el
producto hipotético de una evolución interna. En los hechos, muchos estados depredadores
han desaparecido antes de llegar a ese esta-dio, por haber agotado la materia humana de la
cual se alimentaban. Pero, con el impuesto sobre las subsisten¬cias, están presentes los
elementos de una evolución hacia una servidumbre generalizada.
Algunos autores consideran, por ejemplo, que el impe¬rio sonxai conoció la servidumbre
(Tymowski, 1974 b). El askia donaba a sus fieles, o a los santos morabitos, aldeas enteras
(tierras y hombres juntos). El hecho mismo de este procedimiento supone que los trabajadores
implica¬dos estaban obligados a permanecer en esas tierras cual¬quiera que haya sido el
beneficiario. Esos campesinos eran por otra parte "aldeanos", vale decir con esto que
cono¬cían las condiciones de una reproducción familiar.
La servidumbre es la condición que sufren todavía los habitantes de numerosos caseríos en
África, deudores a sus amos de prestaciones fijas y de servicios, pero que vi¬ven por otra parte
en familia y a veces bajo la autoridad de uno de los suyos (Derman, 1973). Aquellos de los
cua¬les dependen son unas veces aristócratas, otras veces co¬merciantes. No se debe
confundir ese modo de explotación con el feudalismo, pues la servidumbre, bajo diferentes
formas, puede existir independientemente del vasallaje o la investidura caballeresca (Duby,
1973).
c] Las reservas
Las reservas reales, desde el momento que se utilizan para esta función de regulación, tienden
a constituirse a través del impuesto a expensas de las reservas domésticas. La compensación
de la produccción a escala espacial sus-tituye a la que ejercían los graneros familiares a escala
temporal. Las funciones que ejercen los mayores a este respecto son simultáneamente
recuperadas por el poder central. En cada mala cosecha, las comunidades domésti¬cas se
vuelven así dependientes de la corte para alimen¬tarse durante la hambruna y a veces para
reabastecerse de semillas en caso de hambrunas más duraderas. Esa re-lación se convierte en
orgánica cuando la reproducción del campesinado está condicionada por la existencia de esas
reservas, las cuales dependen de por sí de la produc¬ción campesina.
El control político de las reservas alimenticias y de las semillas —por ende de las fuentes de
energía humana— no se ejerce necesariamente (jamás, en la práctica) sobre la totalidad de la
producción alimenticia. Basta con que tenga por objeto la fracción necesaria para la
reproduc¬ción en los periodos menos productivos para ser eficaz. Ese control puede ejercerse
también a una escala más re¬ducida que la de un reino, pues el siervo se encuentra siempre,
en algún momento, fuera de toda posibilidad, como consecuencia de una mala estación, de
pagar sus tributos fijos, mientras que el señor acumula, gracias a la invariabilidad de los
tributos, el plusproducto de las buenas cosechas.
Agreguemos que es gracias a esas riquezas alimenticias que los aristócratas y la corte pueden
mantener bajo su dependencia a los artesanos-clientes mencionados arriba y asegurarse la
exclusividad de sus productos. Cuando és¬tos son aperos agrícolas, el dominio de la clase
dominante sobre la agricultura es todavía más eficaz y se alimenta a sí mismo. Cuando se trata
de las armas destinadas al ejército-policía, los campesinos contribuyen también, al ali¬mentar
a esos artesanos, a mantener su propio someti-miento.
Sin embargo, esta evolución de la esclavitud aristocrática no es más que una vía hacia la
transformación de esta ins¬titución. El desarrollo de la esclavitud en el marco mer-cantil es
distinto del que hemos visto más arriba: por la incorporación de su trabajo en la mercancía, el
esclavo de renta se realiza a sí mismo como mercancía y se aleja para siempre de un destino
político.
EL DINERO
LA ESCLAVITUD MERCANTIL
La economía aristocrática provee los esclavos y retiene para ella los que le son necesarios para
su uso. Abastece el mercado pero no funciona para el mercado. La econo¬mía mercantil en
cambio se desarrolla totalmente en torno al mercado. Los comerciantes compran las capturas
de los aristócratas, las acondicionan, las transportan y las ex¬portan hacia los países lejanos a
los cuales han trasmitido la demanda. Al hacer esto contribuyen a propagar la es¬clavitud,
abriendo en su camino mercados dondequiera que la producción local sea susceptible de
ofrecer una contraparte por sus mercancías y, entre éstas, por los cautivos. Orientan y
difunden así los intercambios escla¬vistas al ponerlos al alcance no solamente de los
aristócra¬tas, sino también de la gente común siempre y cuando se confieran los medios
materiales para adquirirlos. Entre la Edad Media y el siglo xix africanos, esos mercados se
mul¬tiplicaron. Hemos dado en la primera parte una idea de conjunto sobre las rutas y los
mercados de esclavos que existían en el siglo xix. Sus localizaciones en esta zona de Africa
designan las regiones donde se desarrolla la eco¬nomía esclavista. Producto de una demanda
de origen le¬jano (en este caso del Maghreb y del Atlántico), el co¬mercio esclavista crea a su
vez un comercio de esclavos dirigido a las sociedades africanas vecinas de las zonas de captura.
En el antiguo reino del Sin (Senegal actual), alrededor del siglo xv, el enriquecimiento de un
hombre vulgar era considerado por la corte como subversivo. El bur (el so¬berano) enviaba a
sus ceddo (lacayos) a saquear a ese advenedizo, a menos que éste lo visitara por varios días,
para vaciar sus reservas y marcharse cubierto de regalos (según Mbodj, 1978: 53).
Lo anterior es una ilustración entre otras de los con¬flictos ya mencionados, que surgen entre
dos clases econó-micamente complementarias y políticamente concurren-tes, la aristocracia
guerrera, que provee a los cautivos, y la clase mercantil, que les da salida y eventualmente los
emplea. La economía mercantil y productiva suscita en el interior del reino el peligro político
de un enriquecimiento sin relación con el nacimiento y, cuando esta amenaza se vuelve muy
aguda, la aristocracia no tolera que se cons-tituya en su entorno una clase, ya no cliente, sino
rival.
Como hemos podido comprobarlo, el comerciante es, en los reinos, muy a menudo un
"extranjero", casi siempre mantenido fuera del poder en virtud de su extraneidad. Los que su
prolongada implantación ha convertido en súb- ditos del rey son mantenidos a raya o
"desfalcados" cuan¬do se vuelven demasiado ricos, a menos que sean introdu¬cidos en los
títulos y las obligaciones nobiliarias que jus¬tifican la riqueza en un régimen aristocrático, pero
que también la canalizan en las vías de la gracia y de la po¬sición. Las relaciones de protección
o de clientela son las que extiende la aristocracia a los cuerpos sociales y a las clases que
amenazan su superioridad con la finalidad de encerrarlas dentro de las relaciones prestatarias
o jerár¬quicas conformes a las normas aristocráticas. Terray (1975: 405) explica su
funcionamiento en el reino abron:
.. .la adquisición de las riquezas sólo puede lograrse como actividad autónoma dentro de
límites bastante estrechos, y la riqueza atesorada en el interior de esos límites no trae consigo
la influencia social y el poder político. Un hombre que haya reunido alguna fortuna no puede
esperar conser¬varla, aumentarla o utilizarla para sus ambiciones sociales y políticas si no la
pone a disposición del poder constituido. Dispone entonces de dos métodos: puede ayudar
directamen¬te a la tesorería del rey y de los jefes de provincia, cuyos gastos son fuertes y
están a menudo en dificultad; puede tam¬bién reclutar y equipar a sus expensas una compañía
de gue-rreros que colocará en tiempo de guerra al servicio del so¬berano. Como recompensa
el rey o el jefe de provincia lo nombrará safohen, le confiará la vigilancia de una cierta
can¬tidad de aldeas; ejercerá entonces sobre esas aldeas el poder judicial en primera instancia
y percibirá por lo tanto parte de las multas, participará en la recaudación de los tributos y
descontará también su parte: los mecanismos reconocidos de la distribución y de la
concentración de riquezas actuarán en lo sucesivo en su provecho. En resumen, la riqueza sólo
conduce al poder en la medida en que su poseedor pueda utilizarla para integrarse a la
jerarquía política existente, y sólo esta integración permite al hombre enriquecerse toda¬vía
más sin arriesgarse en todo momento a la expoliación y a la caída.
Esta integración en la sociedad estatutaria es posible cuando, como en las sociedades costeras,
los comerciantes locales son confinados dentro de los límites estrechos del reino y sometidos
en mayor medida a las vejaciones reales.
Los comerciantes de la sabana, que circulan a través de todo el continente africano, disponen
de más libertad respecto de los príncipes, y pueden imponer mejor sus pro-pias reglas (Wilks,
1971).
267
EL PALS MERCANTIL
Sin embargo, la historia nos ha mostrado que se cons-tituyen en esas áreas aristocráticas
espacios intersticiales regidos por la clase mercantil y sometidos a sus reglas: las ciudades-
mercados y sus dependencias; el hecho de que en esos espacios se establezcan vínculos y se
constituyan redes de negocios supone una especie de "estado" mer¬cantil reticular sin
territorio ni gobiernos centrales (cf. Meillassoux, comp., 1971 d). Los comerciantes mantiene
re¬laciones mercantiles entre ellos que exigen una ética, me¬dios de arreglo y de arbitraje. La
preservación del patri-monio, confundido ampliamente en ese estadio con el capital mercantil,
se basa en una interpretación de las rela-ciones de parentesco que no son ya ni las de la
comunidad doméstica agrícola ni las de la familia aristocrática.
Las prescripciones del Corán relativas a la esclavitud no son muy numerosas, pero se
relacionan directa o in-directamente con la "producción", con la explotación y la reproducción
del esclavo. Ninguna de esas reglas, aunque hayan sido objeto de exegesis, han suscitado,
hasta donde yo sepa, cismas.
El Corán designa sin ambages al esclavo potencial en relación con la religión (sura XLVII, § 4-5):
"Así pues, cuando se encuentre a quienes son infieles, ¡golpéenle el cuello hasta dejarlo sin
voluntad! [Entonces] aprieten los lazos" (trad. R. Blachére, 1980: 538).
hacer de ella una noción confesional (1974: 65). El Islam actúa de igual manera al designar al
kafir, al no creyente, como al extranjero bueno para la esclavitud. No autoriza en principio el
avasallamiento de los creyentes, pero la noción de cisma o de herejía puede levantar
oportuna¬mente esta restricción. Los ejemplos son numerosos.
En lo que concierne a la explotación, el Corán confiere, como remuneración a los esclavos, las
riquezas que Dios les reserva en el más allá, más preciosas que las que les ha quitado, si Él ve la
rectitud de su carácter y la bondad en su corazón (vui, § 7). En cambio, si no son obedien¬tes,
Alá le confiere al amo el derecho de disponer de ellos según su voluntad (ibid.: § 72, 71). En
cuanto a su capa¬cidad de reproducción el Corán es muy restrictivo (xxiv, § 32): "Casen a
aquellos esclavos suyos, hombres y muje¬res, que son honestos... Si son laboriosos, Alá los
hará bastarse en su favor."
Cuando se decide, la manumisión de los esclavos libera al amo de todo cargo a su respecto,
pero no al esclavo de toda obligación. La regla que prevalece en la clase mer¬cantil acerca de
sus esclavos está menos vinculada al ejer¬cicio de un poder absoluto sobre un ser considerado
como inferior, como en la aristocracia, que a su explotación. La función productiva del esclavo
y su valor mercantil lo sustraen, hasta cierto punto, de la arbitrariedad. En la medida en que
forman una clase social constitutiva de la sociedad y en la cual descansan la producción y el
be¬neficio, y en razón de su dispersión entre numerosos pro¬pietarios, los esclavos competen
al interés público y no exclusivamente al interés privado de cada uno de sus amos. En su
práctica, el Islam (y el estado islámico) asu¬me esta responsabilidad civil al imponer reglas
suscepti¬bles de moderar los conflictos que surgen de las relaciones de explotación y de evitar
su extensión. Impone su arbi¬traje entre las partes, en particular en lo que respecta a los
castigos, cuidando de que éstos no agraven las ten¬siones. El Islam trata la esclavitud como
una relación de clases y procura resolver los conflictos como tales.
El sacrificio humano está excluido, la eliminación física por parte del amo es permitida, pero no
puede ser sino rara y circunstanciada. El Islam recomienda que el escla¬vo sea alimentado
convenientemente y que su trabajo sea moderado. Si ese comportamiento no es observado, la
au-toridad está habilitada para vender al esclavo maltratado, a pesar de su amo. Preconiza una
forma de integración ideológica que le da al esclavo la perspectiva, al convertir¬se en
musulmán, de pertenecer a la comunidad. Preconiza la manumisión a la vez como una
esperanza alentadora y como un modo de poner a los viejos esclavos a cargo de sí mismos.
Esas reglas organizan la enajenación del escla¬vo y su mejor sumisión. "El amo debe inculcar al
esclavo los principios de la religión (si es necesario, por medio del castigo) ... de manera tal que
lo haga incapaz de ha¬cerle daño al musulmán" (en Daumas, 1857). La contra¬parte de su
trabajo y de su buena conducta queda apla¬zada al futuro del paraíso que le es presentado, si
lo merece, como su verdadera liberación. Si el Islam retira pues a cada amo individual la
autoridad exclusiva y arbi¬traria de infligir castigos o de matar esclavos, le ofrece a la clase de
los amos los medios económicos y jurídicos de una dominación social eficaz. Por medio de este
arbi¬traje moderado del Islam, el esclavo escapa al absolu¬tismo del amo y se encuentra
parcialmente recivilizado (Samb, 1980; Sanneh, 1976) .
Como lo muestra C. Aubin (1975, n: 510 5.) con saga¬cidad, el Islam introduce las condiciones
sociales necesa¬rias para el desarrollo de una economía individualista de beneficio. El Islam
sanciona la propiedad con penas crue¬les infligidas al ladrón. El robo, que sólo era en la
socie¬dad doméstica una falta a la autoridad, se convierte en un atentado contra la propiedad.
Esta última se extiende a la tierra, que se vuelve entonces inapropiable e inenaje- nable (ibid.).
El Islam impone el reparto de la sucesión que, aplica¬da al suelo, disuelve con el tiempo la
comunidad domés¬tica y favorece la aparición de campesinos sin tierra. Pero la verdadera
riqueza está en lo sucesivo en la propiedad de bienes, de oro, de dinero (Rodinson, 1966) más
que en el patrimonio de la tierra. C. Aubin subraya también que si el Islam mantiene la
discriminación de castas, ata¬ca a los brujos panegiristas que alientan a los aristócratas
270 EL DINERO
a gastar sus bienes por la fama, mientras que el purita-nismo islámico procura orientarlos al
ahorro. En ". . . Tom- bouctu... el imán Mohammed Baghayogo (que Dios esté satisfecho de él)
se esforzó en mantener la armonía entre los habitantes, impidiendo que se desarrollaran las
dispo-siciones que mostraba entonces la gente para arruinarse o para despojarse los unos a los
otros, y para dilapidar los bienes de los huérfanos" (TEF: 227). La religión no está fundada ya
en el antepasado ciánico, señala también C. Aubin, sino en un dios común. La vida
sobrenatural no depende ya de la calidad del primogénito o de decano de la comunidad
destinados a la ancestralidad, sino de la piedad y de las virtudes individuales. Las clases
sociales se hacen más firmes. La "infidelidad", que marca a los paganos como esclavos,
permite sustituir el trabajo servil por los trabajos colectivos que son una de las
infraes¬tructuras sociales de la comunidad doméstica. Por otra parte, la prohibición de bebidas
fermentadas disuelve las relaciones sociales comunitarias vinculadas a su consumo en
provecho de una mercancía —la cola— individualizada (Aubin, ibid.). La acumulación se vuelve
posible, el enri¬quecimiento permite acceder a la educación islámica y acentúa las diferencias
sociales. "Los esclavos liberan a los niños jaxanke de edad escolar de los largos periodos de
trabajo agrícola", refiere L. Sanneh (1976: 60, n. 57), quien observa también cómo esta
comunidad islámica mercantil de Senegambia mantiene su cohesión y su fuerza "amplia-mente
gracias al trabajo adicional proporcionado por los esclavos" (ibid.). Las peregrinaciones que
conducen hacia los ricos países árabes santifican a los que hacen de ellos provechosas
expediciones comerciales (Aubin, ibid.). Agre¬guemos que como contrapartida se desarrolla
una clase de indigentes. La limosna, de la cual el Islam se enorgullece, es el precio —módico—
del enriquecimiento de sus me¬jores adeptos por la desposesión de una parte creciente del
campesinado doméstico por parte de los creyentes. La guerra santa contra el paganismo y la
infidelidad desplaza a miles de individuos y los expropia totalmente. Otros son reducidos a la
miseria en sus aldeas despobladas, cerca de sus graneros quemados o saqueados, de sus
tierras asola¬das o amenazadas, privados de sus mujeres raptadas por los saqueadores. Los
viejos esclavos, caritativamente eman¬cipados cuando sus fuerzas declinan, no tienen otro
re¬curso que la mendicidad.4 La repartición de tierras empo¬brece a los parientes más
débiles. El Islam suscita y asu¬me el pauperismo.
El Islam es también un código (una gestualidad y con-traseñas) que permite a los creyentes, y
sobre todo a quienes sus negocios obligan a viajar, reconocerse entre ellos por la oración y
ahorrarse mutuamente la captura. El salam conquista el espacio y lo pacifica en provecho de
los creyentes negociantes o piadosos. Éste supone in¬mensas redes que recorren el mundo,
abriendo el camino a la circulación de cautivos sobre las largas distancias indispensables, ya lo
vimos, para su explotación. En cam¬bio, niega a los infieles que no poseen ese pasaporte el
privilegio de traficar lejos o en los países islámicos sin riesgos graves de ser capturados.5
* "Unos, liberados por sus amos por ser demasiado viejos o incapaces de trabajar, ya que
alimentarlos era un gasto inútil, erraban entre la gente, ciegos o tullidos por los reumatismos,
las articulaciones abotagadas por el pian o aun portadores de llagas horribles expuestas sin
pudor. Iban desnudos o casi. Su cuerpo, descarnado y apagado, aglutinaba una capa de tierra
extraída de su guarida f...] Ésos pedían limosna. Se les apartaba con el pie o con el bastón"
(Relato del esclavo de Timimoun a Mercadier, 1971: 147).
5 Park, 1799: 215; Caillié, 1830: n, 4. A veces los reyes paganos les pagan con ia misma
moneda, como el del Dahomey (Le Hé- rissé, 1911: 303).
islamizados. La concentración de clérigos musulmanes en las grandes ciudades —cuya
existencia depende de los in-tercambios— y su circulación sobre grandes distancias siguen el
movimiento de las caravanas comerciales, sus re-corridos, el de las redes que establecen los
comerciantes y que suponen la seguridad de todos los musulmanes, mer-caderes o wali.6
Desde luego el Islam aparece como supe¬rior al paganismo gracias a la escritura, al libro, a un
cuerpo sólido de creencias y de éticas. Sobre todo, el Is¬lam cosmopolita le da al creyente una
fe que le abre un espacio social sin comparación con la estrechez de la al¬dea. Pero ¿no
aparece esta superioridad moral como el medio de enriquecimiento ostensible de los
musulmanes, vinculada a este espacio? La fe nueva sólo tiene influencia en individuos
procedentes de un medio campesino y pa¬gano si las circunstancias económicas y sociales
cambian. Ahí donde el comercio, o más exactamente la producción para el intercambio, no
penetra, se combate al Islam: en primer lugar, las comunidades campesinas resisten los
efec¬tos deletéreos, inmediatamente perceptibles, del comer¬cio. Hay que buscar las
transformaciones que convierten un medio en propicio para el Islam en las nuevas relacio¬nes
sociales engendradas por el mercado y la explotación del trabajo. La conversión ocurre cuando
el pagano se ve obligado a tratar por temor o por interés, con esta socie¬dad nueva que le
impone sus reglas, a menudo por la fuerza, o cuando emigra hacia las ciudades, donde los
va¬lores culturales de su medio aldeano y sus creencias par-ticularistas no le permiten ninguna
orientación en la so-ciedad ampliada en la que penetra; se hace musulmán cuando, esclavista
a su vez, siente la necesidad de regular las relaciones de producción al abrigo de una ética y de
justificarse por ello. ¿No fueron a menudo los príncipes los primeros en convertirse al Islam,
cuando éste, al con¬sagrar sus guerras de captura.como jihad, los hace entrar como
proveedores en el espacio religioso del gran comer¬cio esclavista? Lo mismo ocurrió con sus
súbditos con el fin de entrar en el espacio del mercado.
2. CIUDADES COMERCIALES
País retiforme, apenas perceptible en las masa? movedi-zas de los imperios, pero que debe
conferirse a pesar de todo algunos medios de protección. En Agadez, "cada co¬merciante
posee un gran número de esclavos para ser¬virle de escolta en la ruta de Cano al Borno, cuyos
pasos están infestados por una infinidad de tribus que recorren el desierto. Esa gente, que se
parece a los Zingeri más pobres, ataca de continuo a los comerciantes y los asesi¬na. Éstos se
hacen pues acompañar por esclavos bien armados... Debido a ello esos ladrones no pueden
hacer nada. Llegado a su destino [el comerciante] emplea a sus esclavos en diferentes trabajos
para que se ganen la vida y conserva diez o doce de ellos para sus necesidades per¬sonales y
para la custodia de las mercancías" (Juan León el Africano, 1550/1956: 473474). En Timbuktu,
los comer¬ciantes constituían ellos mismos sus unidades de defensa, las jonbugu, compuestas
de esclavos armados. Se dice que algunas familias poseyeron setecientos jóvenes lacayos en el
tiempo en que la aristocracia de los Arma, debilitada, reinaba todavía en la ciudad en el siglo
xix (1873).7 Para proteger las caravanas comerciales, el poder de los reinos se revela a menudo
deficiente. Es amenazador cuando las zonas que hay que atravesar son devastadas por las
gue¬rras entre príncipes, obligando a los comerciantes a usur¬par las funciones aristocráticas
de las armas y organizando su propia defensa.
No existe ninguna ciudad mercantil libre, sin embargo, situada fuera del alcance de los estados
aristocráticos. La sumisión de las comunidades mercantiles al poder estatal no es jamás ni total
ni nulo. Unas veces los comerciantes sólo ocupan un barrio de la ciudad y se mantienen sin
7 Los ladrones atacan a las caravanas mandingas, señala Caillié (i: 425), "pero nunca las
caravanas de los Saracolets, porque sa¬ben que éstos llevan fusiles".
existencia política, otras veces gobiernan ciudades fortifi-cadas, armadas, que mantienen
relaciones negociadas con los reinos. En otros casos, la comunidad mercantil, pode-rosa,
organizada, numerosa, mantiene una especie de sim¬biosis, dolorosa a veces, con el poder
aristocrático local. Hay sociedad mercantil, sin embargo, cuando la relación de fuerza se
invierte y el poder armado se inclina ante "la fuerza de las cosas", vale decir las mercancías,
cuando la coyuntura hace del comercio la infraestructura de la riqueza y del poderío. León el
Africano comprueba (pp. 463-464) que después de la deserción de Walata por los
comerciantes, el señor de la ciudad se volvió "pobre y sin poder". Refiere también (p. 467) que
el hijo del gran soberano sonxai, askia Mohamed Abu Bakr Iskia (1493- 1528), dio todas sus
hijas en matrimonio a dos hermanos comerciantes debido a su fortuna: ¡derogación notoria
por parte de un noble!
Los comerciantes son viajeros: "circulan constantemente, buscando nuevos clientes en todos
los países vecinos", comprueba León el Africano (1550/1956: 479). Alrededor de ellos se
constituye un modo de vida e instalaciones pro-picias para los desplazamientos. Esos hombres
desprovis¬tos de hogares requieren de lugares para dormir, alimentar¬se, y en ocasiones
divertirse. El comercio y la industria de alimentos preparados nacen por el paso y las
necesida¬des de los comerciante^. Actividad que exige una mano de obra relativamente
abundante —dadas las técnicas cu¬linarias— y sobre todo femenina. León el Africano señala a
esas esclavas no veladas que venden en Timbuktu "todas las cosas que uno come" (p. 467).
Binger cuenta en Tene- tou (1892: i, 53), pueblo de ochocientos habitantes, alre¬dedor de cien
comerciantes de paso y otros tantos cauti¬vos, todos haciendo pedidos de comida. Todo o casi
todo se vende en esas ciudades: incluso el agua y la leña (Caillié: II, 312). Deben preverse y
mantenerse edificios para alber¬gar a los caravaneros y sus escoltas. Los servicios
comer¬ciales, corredores, revendedores, prestamistas, tratantes de esclavos y animales se
desarrollan igualmente.
Los transportes exigen una mano de obra móvil, de pre-ferencia enajenable, como las
mercancías que acarrean. En esos burgos donde se detienen los comerciantes circula una
moneda suficientemente fungible y divisible para per¬mitir las transacciones corrientes. Se
requieren cofres para guardarla, casas fuertes para proteger las mercancías sin ayuda de
guardias armados, en consecuencia, otra arqui-tectura que la de los campesinos o los
aristócratas. "En Borno, el rey partía a cazar al esclavo y los comerciantes lo esperaban
incurriendo en gastos, dos o tres meses, en ocasiones hasta el año siguiente" (León el Africano:
480). En Timbuktu, permanecían de seis a ocho meses, según Caillié (n, 309). Para pasar las
largas semanas y los me¬ses que exigen los buenos negocios, se desarrollan también
instituciones galantes y una cultura artística nueva. El- Bekri describe a las jóvenes "de bella
figura" de Aouda- ghost, "de tez blanca, de un talle ligero y esbelto" que tienen "los senos
firmes, el talle fino, la parte inferior de la espalda bien redondeada y los hombros amplios"
(pp. 348-352) o a las de Tamekka "de una belleza tan perfecta que las de los otros países no
podrían comparárseles". Esas indicaciones "turísticas" provienen de informaciones dadas por
los comerciantes destinadas a otros comercian¬tes. En el siglo xiv, Ibn Battuta se ofusca con el
compor¬tamiento demasiado condescendiente de las mujeres de Walata (1968: iv, 388 s.). En
el siglo xix, Félix Dubois (1897: 310 5.) refiere cómo le describían todavía "la gran vida" de
Timbuktu: "Los negocios permiten a menudo un tiempo de ocio. Es preciso esperar que
algunos artículos lleguen, y que otros aumenten o disminuyan de precio." Las cenas entre
amigos y las ofrecidas a las damas de Timbuktu (ellas también afamadas por su belleza y su
ta¬lento de anfitrionas), los bailes y la música, los regalos que recibían como amantes de los
comerciantes de paso, de¬voraban a veces una parte importante de las ganancias.
En el tráfico continental del oeste africano, Jenne y Tim-buktu son las dos ciudades
comerciantes gemelas que ase-guran los intercambios entre la sabana y el Sahara. Jenne es el
puerto septentrional del Sudán y Timbuktu el puerto meridional del desierto. El Níger, que
corre entre las dos
24 Agotamiento discutible puesto que los placeres del Bure y del Bambuk no han cesado
de explotarse hasta nuestros días. En 1937, la producción de los placeres del África occidental
francesa era, por medios artesanales, de tres toneladas y media (Hopkins, 1973: 46) (véase
también A. Bathily, 1973: 56-57).
25 Se encuentran huellas, para una época más reciente, de nu¬merosos casos de éxodos
de poblaciones bajo el efecto de la in¬cursión, relatados por las tradiciones orales de las
poblaciones llamadas paleonegríticas (por ejemplo, Pontié, 1973).
43 Talibe: discípulo.
6 Engels pensaba que la esclavitud exigía una productividad aumentada con respecto a
la que existe en las comunidades (1884: 55). El razonamiento referido arriba muestra que es la
servidumbre la que tiene esta exigencia mientras que la esclavitud, gracias a su modo de
reproducción, puede ajustarse a la misma productividad que en la comunidad doméstica.
26Maurin (1975: 226) comprueba que la tortura del esclavo re¬vela, en la antigua Roma, que
"la violencia es el único medio de comunicación entre la ciudad y el extranjero, entre la ciudad
y el esclavo".
27 Costumbre inspirada sin duda por el derecho islámico ma- lekita ("Abd", Encyclopédie de
l'Islam, p. 30) el cual concede, como reparación a la víctima de un perjuicio cometido por un
esclavo, al autor de ese perjuicio.
16 Permanencia afirmada con claridad todavía en el siglo XVII por Bossuet: "Condenar este
estado... sería condenar al Espíritu Santo, quien ordena a los esclavos, por boca de san Pablo,
per¬manecer en su estado y no obliga para nada a los amos a libe¬rarlos" (citado por Lengellé,
art. "Esclavage", en Encyclopaedia Univer salís).
6 Niya: estar delante; moko: individuo. El que viene delante, el primero, el jefe.
17 Es también mediante el asesinato de los viejos que Chaka, el soberano zulú (Nguni),
sustituyó la sociedad doméstica patriar¬cal por una sociedad militar.
A partir de los casos anteriores, podemos distinguir va¬rios sistemas sociomilitares que
implican relaciones dife¬rentes entre el poder, el pueblo y los esclavos.
9R. Thapar (1980: 658) hace igualmente esta distinción entre prestaciones ocasionales e
imposiciones regulares, respecto del surgimiento del estado en la India. Terray (1983: 118)
señala, en el reino abron, que el paso se hace de una a otra en el curso de lo que Wilks llama la
"revolución kwadwoana".
5. LA TIRANÍA MILITAR
Un principio de explotación se manifiesta cuando los es-clavos capturados por los reclutas
campesinos no sola¬mente les son confiscados, sino que son utilizados contra ellos para
constituir su cuerpo de mando militar y los cuerpos represivos del estado. Los reclutas
campesinos se
1. IDEOLOGÍAS MERCANTILES
El surgimiento de un poder mercantil, dirigido por una clase social mercantil (o "burguesa"),
encuentra condi¬ciones desfavorables en las zonas de dominación o de acción de las
sociedades militares y depredadoras. Donde¬quiera que la guerra es la actividad dominante,
las aristo¬cracias también dominan, e imponen sus criterios de ac¬ceso al poder y de
enriquecimiento: el nacimiento o la hazaña. A veces la producción agrícola comercial se ve
obs¬taculizada por las restricciones que interpone el soberano para el acceso a la tierra y que
suponen obediencia.
ciudades en una dirección casi norte-surges la vía fluvial por la cual circula ese tráfico. Jenne
absorbe los produc¬tos alimenticios (cereales, hortalizas) ,9 los textiles y las confecciones
artesanales, así como los esclavos y el oro del país sudanés; Timbuktu le envía la sal, los
caballos, los fusiles, los objetos de lujo (telas de Europa, ámbar, coral), los libros, el papel, el
tabaco, etc., del desierto y del Maghreb. Una de las ciudades es sudanesa, la otra "marroquí".
a] Jenne
Jenne es sin duda, entre las ciudades mercantiles de esta zona sahelo-sudanesa, la que llegó
más cerca del estado libre. La ciudad es, en su origen, cosmopolita. Comercian¬tes llegados de
horizontes diversos, llamados Maraka o lo- calmente Nono y Jennenke,10 probablemente
implantados en los alrededores desde el siglo II de la Hégira, se ase¬gura la benevolencia de
los habitantes, poblaciones haliéu¬ticas que ocupaban el delta inferior del Níger. Juntos, en
una fecha indeterminada, fundaron la ciudad conocida con el nombre de Jenne, en tierras
rodeadas de agua durante la crecida.11 Esas poblaciones nuevas y urbanizadas son pacíficas,
sobre todo preocupadas por las riquezas mercan¬tiles y por la religión, como lo atestigua el
hecho de que en el siglo vi de la Hégira la ciudad comprendía cuatro mil doscientos ulema
(TES: 23). Es en esta época que el papel de Jenne como metrópoli comercial se afirma por la
conversión del sultán Konboro al islamismo. La preocu¬pación mercantil de los habitantes y su
cosmopolitismo se expresan de manera casi cándida a través de las gra¬cias que fueron
solicitadas a Alá en esta ocasión:
9 Para las regiones del Air y del Azawak, Lovejoy y Baier (1975: 555) calculan que la
población nómada estimada en 50000 per¬sonas debe recibir 7 500 toneladas de mijo
anualmente para ase¬gurar su alimentación. El desierto representaba un mercado para la
producción de cereales sin la cual los nómadas habrían sido incapaces de existir.
[Konboro] ordenó rogar a Dios para que le concediera tres cosas a Dienné: 1? que aquel que,
expulsado de su país por la indigencia y la miseria, viniese a habitar en esa ciudad, encontrase
allí a cambio, gracias a Dios, abundancia y rique¬za, de manera que olvidase su antigua patria;
2? que la ciu¬dad fuese poblada por un número de extranjeros superior al de sus nacionales;
3? que Dios privase de paciencia a todos los que viniesen a traficar allí sus mercancías, de
manera que, aburridos de permanecer en ese lugar, vendiesen a un precio vil sus pacotillas, de
lo cual se beneficiarían sus habi¬tantes. Tras esas tres oraciones, se leyó el primer capítulo del
Corán, por ello esas oraciones fueron cumplidas, así como todos pueden comprobarlo de visu
todavía hoy. Una vez con-vertido al islamismo, el sultán demolió su palacio y lo rem¬plazó por
un templo destinado al culto del Dios altísimo; es la gran mezquita actual. Construyó otro
palacio para instalar su corte, y ese palacio linda con la mezquita del lado este. El territorio de
Dienné es fértil y poblado; se llevan a cabo nu¬merosos mercados todos los días de la semana.
Se asegura que contiene siete mil setenta y siete pueblos muy cercanos los unos a los otros
(TES: 24).
Según otra versión que recabé en el lugar mismo, una de esas oraciones habría pedido que se
les concediera a todos los comerciantes de Jenne la baraka (gracia) para que puedan lograr
ganancias en sus comercios.
Esas poblaciones islamizadas y pacíficas son las que gobiernan la ciudad. Desde el siglo xvi,
según C. Monteil (1932), la autoridad principal se confía, mediante los de¬canos de las
principales familias, a uno de ellos, el were, que resultó pertenecer siempre al mismo clan. Ese
cole¬gio de electores constituye el Consejo de Jenne en el cual participan los representantes
de los comerciantes árabes y bereberes con intereses en la ciudad. La tarea de ese gobierno
era la de asegurar las mejores condiciones para el negocio, mantener la seguridad de los
mercados, fi¬nanciar las operaciones que tenían por objeto expulsar o castigar a los pillos.
Disponía para este fin de tropas asalariadas y no dependía de la protección de una clase militar
aristocrática local. El Jenne were administraba también los pueblos circundantes, que
dependían de la ciudad y de los cuales recibía tributos, empleados para salvaguardar la
independencia del país. Un modo de go¬bierno diferente pues del de los aristócratas. El Tarikh
el-
Fettach relata que la ciudad habría sido, en una fecha indeterminada, el señorío de la esposa
de un soberano del "Mali". Pero el Tarikh es-Sudan precisa que la ciudad no fue nunca vencida
militarmente hasta el día en que Sonni Ali (soberano del Sonxai) llegó a someterla a su
autori¬dad en 1468, y reinó sobre ella. Se dice que sitió la ciudad durante "siete años siete
meses siete días" y que, luego de esta difícil victoria, dejó allí una especie de cónsul, pero
preservó las estructuras políticas.
b] Timbuktu
En la misma época Soni Ali sitió Timbuktu, donde apli¬ca la misma forma de administración
indirecta que con¬servarán los soberanos sucesivos del Sonxai.
Hasta que estos últimos fueron expulsados por los Arma, invasores marroquíes (1521), que
debían instalar en todo el Sonxai y en sus ciudades el gobierno de los bajás, Tim¬buktu conoce
también un gobierno de jurisconsultos sin otro poder que el judiciario. "Esta ciudad de
Tombouctou, en esos tiempos, no tenía otro magistrado que el magis¬trado encargado de
hacer justicia; no tenía jefe, o más bien era el cadí [juez] el jefe de la ciudad y el único que
poseía el derecho de gracia o de castigo" (TEF: 315). El habitante no lleva "ni lanza ni sable, ni
cuchillo, ni nin¬guna otra cosa que su bastón" (TEF: 315). "...En ese tiempo, Tombouctou no
tenía comparación entre las ciu¬dades del país de los Negros, desde la provincia del Malí hasta
los límites extremos de la región del Maghreb, por la solidez de las instituciones, las libertades
políticas, la pureza de las costumbres, la seguridad de las personas y de los bienes, la
clemencia y la compasión hacia los po¬bres y los extranjeros, la cortesía hacia los estudiantes y
los hombres de ciencia y la asistencia prestada a estos últimos" (ibid.: 313).
En esta sociedad mercantil, el ataque contra los bienes aparece como una afrenta. Cuando
Jouder, el conquista¬dor marroquí, hace derribar algunas casas y tiendas per¬tenecientes a
ricos comerciantes, para fortificar la ciudad, "jamás prueba más cruel ni más grande se abatió
sobre la gente de Timbuktu, ni que fuera más amarga que ésa" (TEF: 280). Los Arma movilizan
los esclavos de los ha- hitantes e incluso agarran por la fuerza a gente libre para esos trabajos,
pero el peor ejemplo de "violencia y excesos" recordado por el autor del Tarikh es-Sudan es el
de haber "arrancado las puertas de las casas y derriba¬do los árboles de la ciudad" (TES: 282).
Si es verdad que los árboles abrigaban aguajes y formaban sin duda ya "una alegre y verde
cintura alrededor de la ciudad, y abri¬gaban sus calles y sus plazas bajo frescas cúpulas de
ver¬dor" (Félix Dubois, 1897: 291), la desaparición de las puer¬tas, únicas protecciones de los
citadinos en esta ciudad abierta, exponía en efecto los bienes a la codicia de los bandidos.
Las relaciones violentas o pacíficas entre Timbuktu y sus vecinos giran todas en torno a esos
bienes. Los Twa- reg del norte vienen a saquear las casas y los depósitos; los soberanos
quieren someter el tráfico a sus impuestos. La vulnerabilidad ante los saqueos de unos entrega
a los comerciantes a la protección más o menos obligada de los otros. La administración de los
"protectores" se juzga con el criterio de su capacidad para asegurar la abundan¬cia y la
prosperidad, para salvaguardar las condiciones de funcionamiento del mercado y del tránsito
(Abitbol, 1979: 93, 96, 104).
Ahora bien, la presencia de los marroquíes en la desem¬bocadura del Níger tenía como
objetivo, entre otros, ase¬gurar el abastecimiento de esclavos para el Sultán:
Además del oro, las caravanas del sultán traían a Marruecos marfil, palo de tinte, caballos y
por supuesto esclavos.
Estos últimos se mencionan en todas las fuentes, pero ra¬ras son las evaluaciones
cuantificadas. Todo hace suponer sin embargo que su número fue particularmente elevado. Es
así como, en los primeros tiempos de la conquista, el precio de venta de un esclavo, en el
mismo Tombouctou, cayó entre 200 y 400 cauríes, o sea aproximadamente un décimo de
mithqal, cuando el precio normal era de seis mithqal a prin¬cipios del siglo xvi y de diez
mithqal a mediados del siglo.
Cinco años más tarde, Djouder traía a Marrakech un "nú¬mero considerable" de eunucos, de
esclavos de ambos sexos, entre los cuales las propias hijas del askia Ishaq II.
Al año siguiente, el amín aJ-Hasan al-Zubayr se preparaba para enviar a Marruecos otro
contingente de 900 cautivos. La trata no perdonó ninguna población de la desembocadura del
Níger, ni siquiera a los musulmanes —songhai u otros. Su envergadura fue tal que suscitó, al
parecer, agitación y tras¬tornos de conciencia en el seno de la sociedad marroquí (Abitbol,
1979: 80).
Si las exacciones de los bajás son a pesar de todo fre¬cuentes, éstos se dejan vencer, con el
tiempo, por el afán de lucro. A su vez usan sus prerrogativas para hacer ex¬plotar la tierra por
una categoría nueva de avasallados, los harratin (Abitbol, 1977: 156), para adquirir esclavos de
ambos sexos y rebaños, para acumular riquezas y aún para participar más de cerca en el
comercio convirtién¬dose en los posaderos de los comerciantes de paso (ibid.: 157).
Finalmente, el reparto en lo que al tráfico de escla¬vos se refiere, se establece entre los
guerreros marroquíes, que saquean los países circundantes, y los comerciantes de las ciudades
(Abitbol: 70).
Además del comercio, Timbuktu poseía una industria artesanal que surtía una parte de las
mercancías en true¬que, en particular los textiles. Veintiséis casas, que conta¬ban con
alrededor de cincuenta aprendices cada una, es¬taban consagradas a la producción de
vestidos. Hilado, teñido, tejido, costura de paños y de vestidos de algodón y de lana parecen
haber sido una actividad notable. En cambio, el cultivo de cereales, la pesca, aunque
asegura¬ban la subsistencia, no permitían aparentemente consti¬tuir suficientes reservas para
resistir a las sequías y los otros desastres (Cissoko, 1968) y menos todavía para ali¬mentar la
exportación.
No poseemos muchas informaciones acerca de los es¬clavos urbanos. Caillié, quien visitó las
dos ciudades, com¬prueba en Timbuktu (n, 310) que "parecen menos infeli¬ces que en otras
comarcas... están bien vestidos, bien ali¬mentados, rara vez castigados; se les obliga a
practicar las ceremonias religiosas... pero no son por ello menos con¬siderados como una
mercancía". "La mayoría de los nego¬ciantes son ricos y tienen muchos esclavos", agrega sin
otra precisión (n, 319). Sacan agua, las mujeres cocinan y se ocupan del comercio menudo en
las calles. Los alba- ñiles también serían esclavos (ibid.: 320, 321, 324). En Jenne, Caillié
observa que algunos esclavos están bien vestidos y no trabajan mucho (n, 204): ".. .son
emplea¬dos domésticos de confianza. .. cuidan la casa, cuentan los cauríes, transportan las
mercancías a los barcos". Es posible que, en esas ciudades, los esclavos dedicados a las tareas
administrativas o artesanales gozaran, debido a su cercanía con los amos, de mejores
condiciones de vida que los esclavos "encargados del cultivo" (ibid.: II, 205). Ahora bien, los
esclavos rurales, probablemente más nu¬merosos, que proporcionaban la subsistencia a los
citadi- nos y un volumen importante de mercancías, estaban en manos de los Maraka.
3. LOS MARAKA
"Ello ocurría igualmente en la ciudad llamada Koun- diouro, situada en la provincia del Kaniaga;
era la ciudad del cadí de esta región y de los ulemas del país. Ningún soldado podía penetrar
en ella y ningún funcionario capaz de oprimir a sus administradores podía residir allí. Sin
embargo, el rey. del Kaniaga visitaba a los ulemas y al cadí de esta ciudad todos los años en el
mes del ramadán, según una antigua costumbre del país, y traía limosnas y regalos que
repártía entre ellos."
Se trata generalmente de burgos llamados "maraka"; de ellos, algunos existen todavía en
nuestros días y con¬servan una tradición comercial, esclavista e islámica.18 Se sitúan en el
área del mercado continental africano. Esos burgos, Sansani (o Sansanding), Marakala,
Marakadugu- ba, el heptapolo de Marakaduguworoula, Nyamina, etc., se localizan en los
límites del Sudán o a orillas del Níger, generalmente en los puntos de ruptura de carga entre el
camello y el asno. Abrigan a esta clase maraka, represen¬tada aquí por familias musulmanas
dedicadas a la produc¬ción esclavista mercantil. Sus actividades y su religión les habían
permitido establecer, con la clase militar de Segu, un modus vivendi. Como contraparte de
ciertos privilegios (exención del destierro, extraterritorialidad), estaban obli-gados a proveer,
sobre todo en ocasión de celebraciones
16 La ciudad de Marakaduguba, a orillas del Níger, poseía tam¬bién estos antiguos privilegios,
según los actuales habitantes (mi¬sión 1966).
Una parte de esos avasallados habría vivido en familia, cultivando una parcela, pero solamente
en su tiempo li¬bre, es decir, después de haber cultivado durante el día
17 Según J. Bazin (1975: 155), los Maraka de Sansani sólo hacían producir el grano por los
esclavos para asegurar su propia sub¬sistencia, pero no hacían comercio con él.
los campos del amo; a veces también el del intendente o el del primogénito del amo. Según la
costumbre prevale¬ciente en las poblaciones maraka, la jornada de trabajo del esclavo
durante la estación agrícola duraba desde la salida del sol hasta las quince o las dieciséis horas
para el amo, prolongadas eventualmente hasta las dieciocho horas para la esposa o el hijo del
amo o para el intendente. Disponía de un solo día libre de la semana de siete días, si no era
llamado a otras tareas por el amo u otros miem¬bros de la familia. En todo caso, ni la tierra ni
el tiempo le eran concedidos en cantidad suficiente para asegurar su subsistencia. Los esclavos
solteros dependían de "fami¬lias" y comían con ellos (Roberts, 1978: 317).
Parece que, en otros casos, los trabajos no eran ejecuta¬dos colectivamente en una sola
plantación. Cada esclavo cultivaba un campo y debía entregar anualmente una can¬tidad
determinada y fija de producto. En otros términos, la explotación agrícola se hacía por la
extracción, ya sea de una renta en trabajo, ya sea de una renta en producto, según los casos, y
una y otra contribuían a la realización de una ganancia. Veremos más abajo cuáles son las
impli¬caciones de esas modalidades.
La textil era la otra rama importante de la explotación esclavista maraka. Las mujeres maraka
se aprovechaban del enriquecimiento general debido al comercio para ob¬tener de parte de
sus ricos esposos, o de su propia fami¬lia, esclavos de ambos sexos, o una parte del tiempo de
trabajo de los esclavos familiares. La esclavitud, indiscu¬tiblemente, benefició ampliamente a
las mujeres de con-diciones noble y mercantil, en la medida en que incluso la mayoría de los
esclavos eran mujeres aptas a rempla¬zarías en sus trabajos. Si, con el Islam, las mujeres libres
se ven más recluidas, también son liberadas de las tareas domésticas y agrícolas. La mayoría se
dedica a la produc¬ción textil, destinando para ello a esclavas: las esclavas cultivaban el
algodón, lo cardaban y lo hilaban. Cultivaban también el índigo, lo preparaban y teñían los
tejidos. El tejido era una actividad exclusivamente reservada a los hombres avasallados, que
cosían también las fajas de al¬godón. Esos textiles eran destinados a los mercados y so¬bre
todo a la exportación. Las mujeres maraka confiaban a sus allegados, o a comerciantes
conocidos de ellas, esas fajas y esos tejidos para ser vendidos lejos e intercam¬biarlos por
joyas u otros bienes de los cuales conservaban la propiedad.
Los esclavos ocupados en esas actividades, y quizá más particularmente las mujeres, debían
también asegurar las tareas domésticas, de suerte tal que ellas mismas sólo se beneficiaban de
manera mediocre de la posibilidad de tra¬bajar en provecho propio. Esas esclavas, según
Roberts, habrían sido "doblemente explotadas", pues debían con¬sagrar a la familia de la
esposa los cinco o seis días ha¬bituales de trabajo y el resto del tiempo a su ama. No disponían
de ningún tiempo libre para cultivar una par¬cela. Sin embargo, los esclavos parceleros podían,
además de sus trabajos agrícolas de subsistencia, dedicarse a ciertas actividades artesanales, a
veces a cambio de retri¬bución, o en beneficio propio. El tejido de esteras, por ejemplo, o la
fabricación de potasa y de jabón les permi¬tían poner en el mercado, mercancías que
alimentaban el comercio y las ganancias de los maraka. El tejido efec¬tuado por los hombres
era objeto a veces de primas que engrosaban su peculio.
Los más explotados eran los esclavos de esclavo que Ro¬berts señala igualmente en Sansani.
Alcanzada cierta edad, el esclavo, si había acumulado un peculio suficiente, po¬día comprar
otro esclavo que lo ayudara o lo sustituyera en algunas o en la totalidad de sus prestaciones
para el amo. El esclavo de esclavo aseguraba con creces la sub¬sistencia de su amo-esclavo y la
propia. "El jonmajon [en Bamana, esclavo de esclavo] era así doblemente explotado y
doblemente dependiente" (Roberts, 1978: 316). "Era ali¬mentado por su amo-esclavo, quien
controlaba la totalidad de su producción. Generalmente no estaba 'casado'." El esclavo
aseguraba así, a sus expensas, su remplazo econó¬mico (mas no genésico), en una edad en la
cual estaba en vías de convertirse en improductivo. Su peculio que, como vimos, nunca en
verdad le perteneció, retornaba por ese cauce a su amo. El esclavo no se beneficiaba de él sino
en la medida en que el plusproducto de su jonmajon le dejaba un saldo positivo, una vez
satisfechas las necesi¬dades del amo y las del propio jonmajon. La explotación de esos
subesclavos era todavía más intensa, y contribuía al aumento de la tasa general de explotación
del trabajo. Notemos de paso que, en todo caso, un explotado puede explotar a otro sin
liberarse por ello de su condición de esclavo.
a] El Haj Umar
No sabemos qué proporción de esclavos empleaban los Maraka en tiempos de Segu (siglos xvn
al xix). El primer estimado data de 1863: según Mage (1868: 276), los Kuma (una de las dos
grandes familias de Sansani) poseían va¬rios miles de esclavos. En 1887, un habitante de
Sansani informa a un oficial francés que "cada familia posee de mil a dos mil esclavos"
(Roberts, 1978: 290). El censo colonial de esclavos, en 1904, arroja cifras que difieren en una
proporción de uno a doce según sean éstas pro¬porcionadas por los amos (que procuraban
minimizar su riqueza) o por los esclavos (ibid.: 291J. Estas cifras indi¬can en todo caso efectivos
importantes.
Esos esclavos, tan numerosos, son el producto de gue¬rras de captura cada vez más intensas,
llevadas a cabo desde mediados del siglo xix en toda la zona sahelo-suda- nesa, tanto por El
Haj Umar como por Samori, Tieba y sus émulos, teniendo por efecto la extensión de la
escla¬vitud. Una aristocracia militar que apelaba al Islam susti¬tuyó a los príncipes paganos de
Segu cuando, al cesar la trata atlántica, fue preciso aprovisionar la demanda cre¬ciente de
esclavos, sobre todo mujeres, del mercado con¬tinental africano. La ferocidad necesariamente
creciente de guerras menos provechosas, puesto que los cautivos masculinos habían perdido
su principal salida, ¿encontra¬ba una mejor manera de santificarse al ser ejercida por
islamizados? Sobre todo, los progresos mismos del Islam, al multiplicar príncipes y súbditos
musulmanes, habrían limitado excesivamente el campo posible de las capturas si la fe de unos
no hubiera podido afirmarse como supe¬rior a la de los otros, para reconvertir a éstos en
infieles, buenos para la captura. Gracias a este impulso nuevo dado al mercado esclavista, se
desarrollan nuevas ciuda¬des maraka, pero sobre todo se expande la esclavitud en los medios
campesinos de las zonas no tocadas por los saqueos.
El Haj Umar, fundador del tijanismo, emprendió su san¬ta guerra de captura (jihad) desde
1852 en el Tambura. No se trata de incursiones, sino de guerras francas, que comprometían a
efectivos de varios miles de hombres, que utilizaban armas de fuego importadas y métodos de
gue¬rra sofisticados. En 1855, invade el Kingi y toma Nioto, donde coloca a Agibu, uno de su
hijos, en el poder. En 1856, saquea el Baxana, en el límite del Sahel; en 1859- 1860, gana el
territorio del reino de Segu del cual toma la capital en 1861. Instala allí a otro de sus hijos,
Amadu. Al año siguiente, se apodera de Hamdalay, capital del Masi- na, estado musulmán pero
rival (Mahibou y Triaud, 1983).
El alcance espiritual de las guerras de El Haj Umar y de sus vástagos parece muy corto respecto
de los bene¬ficios materiales que producían mediante la destrucción de cientos de aldeas, la
muerte y el avasallamiento de miles de hombres, mujeres y niños. Mage, oficial francés que
llegó a negociar un tratado con Amadu (el hijo de El Haj Umar) y que fue retenido por éste de
1863 a 1866 en Segu, cuenta algunas de esas campañas en las cua¬les, con sus hombres,
participa a veces, como un heroico militar francés, fingiendo tomar esas empresas de rapiña
como "la Guerra" (Mage,'1868: 432-438).
Togu es un gran pueblo bamana, situado a unos sesenta kilómetros de Segu, que se negó a
someterse a Amadu. El 7 de abril de 1865, éste ataca el pueblo con diez mil hombres. Los
habitantes se defienden con valentía:
Alrededor de las cuatro horas, los Bambaras habían sucum¬bido todos o casi todos; en el
pueblo, sólo se hacían escasos disparos. Al estar todavía algunos enemigos escondidos en las
chozas, no nos atrevíamos a penetrar debido a la oscuri¬dad que reinaba allí, y esperábamos
que se escapasen. Ahma- dou se situó a la izquierda, luego detrás del pueblo, en la colina en
donde la noche anterior aún acampaban los Bam¬baras [. ..]. Casi enseguida comenzamos la
balacera sobre los matorrales. Los Bambaras que se encontraban allí habían tra¬tado de huir al
este, pero se habían encontrado con los Peuhls, quienes los empujaron hacia el pueblo. Sólo
pararon de dis¬parar hacia la noche, y el tabala:' resonó constantemente [...].
1? de febrero de 1865
Apenas amanecía y todo el ejército se dirigió a los matorra¬les para acabar; encontramos a los
Bambaras sin defensa e hicimos una horrible carnicería. Un grupo de noventa y seis, esperando
quizá la clemencia de los vencedores, depuso las armas y salió de un matorral gritando:
¡Perdón! (\Toübira\). Fueron enseguida conducidos a Ahmadou, entre dos filas apretadas de
Sofas. Todos fueron entregados al verdugo [...]. En la noche, al querer darme cuenta del
número de muertos, pasé cerca del campo de los ejecutados; los habían conducido allí, todos
bien apretados por la muchedumbre y detenidos simplemente por brazos humanos; en medio
del círculo se ha¬bía colocado el verdugo; que había comenzado a cortar las ca¬bezas al azar,
sin orden; mientras pasaban al alcance de su bra¬zo. Algunas ni siquiera estaban despegadas
del tronco [...].
Es imposible describir el espectáculo que presentaba Tog- hou. En las casas, en las calles, los
cadáveres estaban exten¬didos en todas las posiciones. En el reducto donde se habían
defendido tanto tiempo, cada choza se había transformado en un montón de cadáveres
infecto. Los techos incendiados por arriba habían quemado a cientos de infelices, cuyos gritos
sordos revelaban la agonía. En algunas chozas se habían ahor¬cado por la desesperación; en
una puerta de la ciudad más de quinientos cadáveres estaban tendidos unos sobre otros; era la
puerta atacada por los Talibés. Más tarde fui a los matorrales; se puede decir que todo el
pueblo y sus alrede¬dores no era más que un campo de muertos, y al día siguiente, cuando de
debajo de los escombros incendiados del pueblo se sacaron esos cadáveres medio quemados y
se llevaron a la llanura, el olor infecto que de allí salía apestaba el aire a gran distancia. Desde
luego, decir que dos mil quinientos Bam- baras habían perecido allí es estar por debajo de la
verdad, y más tarde, cuando los Peuhls regresaron a caballo, sus lanzas todavía
ensangrentadas evidenciaban los golpes dados por ellas a los fugitivos [...].
Ese pueblo era prodigiosamente rico y podía sostener un sitio prolongado. Había pólvora y
mijo en cantidades inmen¬sas, sin contar todas las otras sustancias nutritivas, tales como
alubias, arroz, etcétera.
Durante toda la primera noche, comimos en el pueblo las gallinas, las cabras y los corderos, y
cuando se piensa que un ejército de más de diez mil hombres había vivido de eso, no se
sorprenderán que al otro día yo no haya podido encontrar un solo pollo. En cambio, todo el
mundo masticaba gourous.' Muchos habían llenado sus bolsas de cauríes, y el botín era tal que
no lo podíamos transportar [...].
La partida del pueblo fue difícil, cada uno se llenaba de bultos; algunos habían mandado a
buscar burros para llevar el botín, y era un espectáculo muy curioso ver a esos gue¬rreros de la
noche anterior transformados en comerciantes de chatarra. Todo les parecía bueno: éstos
llevan calabazas de formas alargadas, aquéllos sacos de mijo, candelabros del país [...], otros
quitaban una puerta, fusiles, lanzas, hachas o herramientas de herrero o de tejedor. Unos
tenían algodón, otros tabaco o bolas de índigo; y luego venían las filas de cautivos. Sólo pude
contar lo que allí había en Segou, cuando se hizo el reparto. Aproximadamente tres mil
quinientas mu¬jeres o niños estaban allí, atados por el cuello, pesadamente cargados,
caminando bajo los golpes de los Sofas. Algunas mujeres, demasiado viejas, caían bajo su
carga, y como se negaban a caminar, fueron asesinadas. Un disparo en los rí¬ñones, y eso era
todo; yo me vi obligado a ver eso y tuve que calmarme para no hacer saltar la cabeza del
miserable que acababa de cometer ese crimen. Nuestros marineros senega- leses y algunos
Talibés incluso estaban indignados, pero eran la excepción, y la masa pasaba y con un gesto de
desprecio sólo encontraba este epitafio: Keffir.® Y los que cometían esas atrocidades, que se
sepa bien, eran ellos mismos Keffirs, Bambaras, esclavos de padre a hijo, antiguos esclavos de
los Massassis del Kaarta o Courbaris de Segu que habían visto su salvajismo y su crueldad
duplicados por un matiz de isla¬mismo tal como se predica en África.
En Kenenku, donde Mage participa también en la toma del pueblo, hizo suyos los resultados:
"Hicimos muchos pri¬sioneros y apresamos a casi todas las mujeres. Los prisio¬neros,
interrogados de manera sumaria, fueron ejecutados inmediatamente a la luz de las fogatas"
(Mage, 1868: 472). Esas capturas y esas ejecuciones eran rutina. Se trata de apoderarse de
cierto tipo de mercancías: mujeres, sobre todo, y niños válidos, y deshacerse de los
invendibles: los hombres y los viejos de ambos sexos. Es un trabajo hecho con una
competencia y un desprendimiento profesionales.
b] Samori
Mientras que El Haj Umar se aleja hacia el este, hacia el Fuuta-Jallo, otro "gran conquistador",
Samori Ture, se distingue entre los bandidos que operan más o menos es¬parcidamente en la
región. A diferencia del capitán Peroz, que preconizaba la alianza con Samori, Galliéni (1885:
519 s.), quien hacía la guerra contra él, no lo presenta bajo un aspecto tan favorable:
Desde hace aproximadamente dos años el Sankaran es devas¬tado por Samory [...]. El
Sankaran, como el Ouassoulou, se ve arrebatar una buena cantidad de sus habitantes llevados
a la esclavitud; el mercado de Kankan es el lugar ordinario de venta de esos infelices [...].
Se dice de él que se convirtió en Malinké para expresar que había dejado de ser comerciante
para convertirse en guerrero. Su séquito está cempuesto de jóvenes bien arma¬dos,
montados en excelentes caballos y acostumbrados al éxi¬to. Después de cada invernada, se
pone al frente de esta tropa, se abalanza sobre las comarcas vecinas y hace allí una amplia
cosecha de cautivos y de ganado. Es así como arruinó sucesivamente el Baleya, el Dioumo, el
Belimena, el Amana y el país de Kankan. Se hace inclusive pagar tributo por parte de ese
famoso mercado. Su antiguo pueblo, Dougourou, en el pasado bastante pobre, rebosa de
botín.
Esas largas excursiones devastadoras no fueron realizadas por Samori solo. El jefe de
Dinguiray, Aguibou, no habría qui¬zá soportado que tan fructíferas incursiones hayan sido
he¬chas a dos o tres jornadas de su fortaleza sin participar. Por ello, Tuculores y Malinkés
actuaron concertadamente con¬tra los Bambaras. Pero [... ] las bandas bien armadas y
be¬licosas de Samori son peligrosas para el hermano de Ahmadou [...], y Dinguiray estaría en
una situación crítica sin la in¬tervención de un nuevo jefe de bandidos, llamado Mori-Bira-
him, quien entró ya en batalla con Samori. [... ] Hoy vive en Molokoro y atrae hacia él a una
buena cantidad de los an¬tiguos fieles de Samori, hostiles a la religión musulmana [...].
Los Dioulas atraviesan el Morebeledougou sin mucho te¬mor; éstos han podido hacer, en los
últimos tiempos, com¬pras numerosas y harto remuneradoras de cautivos, que la guerra les
entregaba a un precio vil.
El Batedougou ocupa las riberas del Milo y tiene como pue¬blo principal el célebre mercado de
Kankan, ya visitado y descrito por René Caillié [...]. Los cautivos afluyen del Ouas- soulou, del
Sankaran y de las comarcas asoladas por Samory [...]. Kankan, situado detrás de la colonia
inglesa de Sierra Leona, es, se dice, visitado frecuentemente por los tratantes de los
negociantes ingleses, y muchos de sus habitantes van a viajar en las escalas de los ríos
británicos [...]. El Amana y el Baleya son vecinos. Y sufrieron más o menos los mismos destinos
[...]. Samory sembró la ruina dondequiera y disper¬só a los habitantes. El Baleya sufrió
particularmente; se dice que allí ya no queda nada [...]. Los Dioulas siguen atrave¬sando ese
país desolado pero tienen dificultad en encontrar lugares de escala.
El Djoliba y el Dioumo están situados cerca de los con¬fluentes del Milo y del Tinkisso con el
Níger [...]. Samory vino también a traer la ruina a ese país, pero respetó los lu¬gares
principales, tales como Tiguibiri y Damoussa, situados en buenas posiciones comerciales [...].
El Kenieradougou sigue al Dioumo en la ribera derecha del Níger [...]. La población comprende
sobre todo malinkés procedentes del Manding. Su ocupación principal es la gue¬rra. En cada
estación seca, los jóvenes guerreros van al Oaus- soulou y los demás países vecinos para
dedicarse a saqueos de cautivos, que son luego apiñados en las tatas de Keniera.
Ese mercado es, como dijimos, uno de los más importantes desde el punto de vista del tráfico
de esclavos; es tan cono¬cido por ese comercio como Dialikrou lo es para las transac¬ciones
de oro. Los Dioulas que interrogamos nos afirmaban que había permanentemente en Keniera
una gran provisión de esclavos que vender. En los periodos de guerra, el núme¬ro de ellos
aumenta todavía. Por ello la carne humana está allí a un precio más bajo que en cualquier otra
parte, y se puede comprar en los periodos de abundancia hasta dos cau¬tivos por una barra de
sal (aproximadamente 15 kg). Samo¬ry, después de haber destruido el Baleya, el Amana y el
Diou¬mo, vino a golpear el Kenieradougou [...].
El Banandougou, gran territorio situado al norte del pre¬cedente, está ya sometido en parte a
los Tuculores, quienes, durante la estación seca, van a surtirse allí de cautivos. Se sabe que las
incursiones constituyen el único medio de exis¬tencia de los Talibés de Ahmadou. La fortaleza
de Tadiana tiene a raya a las aldeas conquistadas, las cuales, sin la pre¬sencia de la guarnición
tuculor de esta plaza, se subleva¬rían a cada invernada, como lo hacen los habitantes del Be-
ledougou. Los Bambaras del Banandougou comienzan a com¬prender la suerte que les espera
y su resistencia se debilita. Mientras estábamos en Nango, una primera columna de Ta¬libés
recorrió el país en todos los sentidos, quemó tres aldeas y cayó ante una cuarta, que tuvo
suficiente energía para re¬sistir a sus agresores. Pero apenas la columna llegó a Segou, una
nueva tropa, compuesta de Sofas, tomaba a su vez la ruta del Banandougou; la aldea aterrada
huía, abandonando una centena de cautivos.
Nada iguala el horror de esas escenas de matanza y de de¬solación que provoca esta guerra
incesante en esas regiones renombradas por su fertilidad poco común y su riqueza en
productos metalúrgicos. Las aldeas son incendiadas, los vie¬jos de ambos sexos eliminados,
mientras que los jóvenes son arrastrados al cautiverio y repartidos en seguida entre los
vencedores.
En 1827, Caillié se trasladó a la misma región: compro¬bó entonces que en el Sankaran "los
jefes independientes se hacen a menudo la guerra para obtener esclavos que venden muy
caro" (p. 416). Éstos son utilizados en el ve¬cino Bure para explotar las minas de oro del
soberano jalonke y de particulares. En el Baleya, igualmente, las bandas raptan a los cautivos.
En Kankan los esclavos vi¬ven en caseríos de cultivo: "un mandinga que posee una docena de
esclavos puede vivir a sus anchas sin trabajar" (p. 415). Sin embargo no señala la venta de
cautivos en el burgo islamizado de Kankan, principal mercado de la región. Allí se vende miel,
telas, cera, algodón, animales y oro traído por poblaciones vecinas, incluidos los Toron,
agricultores paganos que resisten a los musulmanes y vi¬ven en aldeas independientes. Los
esclavos se compran, le dicen, en el Kissi (al oeste, en la actual Guinea). "... El precio corriente
es de un barril de pólvora de veinticinco libras, un mal fusil de cinco gurdas y dos brazas de
seda rosada" (p. 415). La dote de las mujeres consiste en dos o tres esclavos. En cambio, la
gente del Amana vive apa-ciblemente, aunque sus aldeas estén rodeadas "de un do¬ble muro
de tierra de diez a doce pies de elevación". Más al este, en Wasulu, que se convertirá en uno
de los prin¬cipales cotos de Samori, le produce a Caillié la imagen de un país próspero y
poblado. Los habitantes, pacíficos, son cultivadores y pastores y viven en caseríos dispersos
cuyas únicas protecciones son las empalizadas para el ganado. Ellos tejen, forjan, pero se
dedican poco al comercio y "no viajan, pues su idolatría los expondría a la más espantosa de
las esclavitudes" (p. 447). Sin embargo, acogen a los musulmanes con bondad.
Si las aldeas de la región oeste de Kankan están ya afec¬tadas por las incursiones esclavistas y
obligadas ya a pro¬tegerse tras de fortificaciones, la circulación no parece gravemente
afectada. Al este, las poblaciones viven en ré¬gimen de autosubsistencia, sin protección y en el
paganis¬mo. Son todos esos países que Samori va a someter y cu¬yas poblaciones van a
atascar el mercado esclavista afri¬cano, al punto de hacer bajar drásticamente los precios.
Con Samori, el territorio se encuentra repartido de acuerdo con una geografía funcional: los
países periféri¬cos, paganos, donde las poblaciones linajeras viven en ca¬seríos dispersos y por
lo tanto vulnerables, son las zonas de captura; los burgos islamizados y los mercados son
perdonados al igual que a sus habitantes, en tanto que canales de salida de la mercancía
humana; alrededor de Samori, instalado en Bisandugu, en el Wasulu, se crea una zona política
sometida a su autoridad y a la pax samoria de la cual Peroz (1896: 359 s.) admira el
ordenamiento económico y político; finalmente, más allá de las zonas de saqueo, hacia el
norte, un territorio interior irrigado por la trata y cuyos habitantes compran a buen precio
tra¬bajadores que asignan a la producción de bienes y de mercancías.
Enrolarse en las tropas de Samori se consideraba, en las aldeas del Sahel, del Wagadu o en el
Gajaga, como el medio seguro de enriquecerse al traer a su casa cautivos que se agregaban a
los que se iban a comprar en los mer¬cados meridionales, hasta Sikasso, que le daba salida a
los cautivos del Beledugu (misión 1966). Enrolarse en las tropas coloniales francesas, que
luchan en el mismo terre¬no, presentaba por cierto ventajas comparables. Los "irre¬gulares",
como se les llamaba a los voluntarios africanos que se unían al combate, no recibían sueldo y
los oficiales franceses, según una tradición militar bien establecida, se hacían de la vista gorda
en cuanto al comportamiento de las tropas en campaña. El Haj Umar, Samori y el ejér¬cito
colonial francés contribuyeron ampliamente por lo tanto a surtir los mercados de esclavos
sudaneses en la se¬gunda mitad del siglo xix. Los esclavos, abaratados gra¬cias a esas
campañas, no siguieron siendo el privilegio de las familias maraka, islamizadas y comerciantes.
La escla¬vitud se expande entre las poblaciones campesinas que cada vez son más numerosas
en los circuitos de la produc¬ción esclavista mercantil.
Según una leyenda que remontaría a varios siglos, la ma¬dre de Dinga, el fundador del
Wagadu, tenía una esclava, Faduwani Bafonje: "Faduwani Bafonje tiene ciento y una cabezas
en un solo cuello y ciento y un 'ojo'. Cada madru¬gada, ella se coloca ciento y una tinajas en la
cabeza y va a sacar agua del pozo de Tiri". Retrato de la esclava ideal, de la tumbare en sus
funciones características. ¡Pero también mujer formidable y antepasada mítica de uno de los
más viejos clanes soninke! Según ese texto, algunos "esclavos" están así íntimamente
vinculados a las familias nobles. La leyenda cuenta también cómo se establece una especie de
primazgo entre el héroe, Maren Jagu Dukure, y una jovencita sierva, Henten Kuruba, que
habían hecho que sustituyera a aquél para protegerlo del odio de un tirano. A pesar de ese
salvamento, un juramento obliga a Maren Jagu a decapitar a la jovencita: los dones mágicos de
ésta la resucitan. Cuando accede al poder, después de haber matado al tirano, la coloca a su
lado sobre la estera que simboliza a la vez el trono y el lecho conyugal, con gran descontento
de los viejos. Sin embargo, de la fami¬lia de Henten Kuruba descenderían todavía hoy los
"es¬clavos" de los Dukure. La servidumbre no es pues nueva en esas poblaciones, pero ¿cómo
datar cada una de esas descripciones a través de relatos a menudo anacrónicos trasmitidos por
los brujos, y cómo caracterizarlas? ¿Cómo localizar los fantasmas sociales de los cuales son el
sostén? Esta misma leyenda hace también alusión a una esclavi¬tud más moderna. Allí se dice
que ser esclavo es ante todo cultivar sin contrapartida la tierra de otro; que "el esclavo es un
semental" y no un padre de familia; que el hijo es del amo de la madre; que hay linajes de
libertos que llevan el patronímico de una antepasada femenina. Se entera uno allí de que
existen caseríos exclusivamente poblados de esclavos. Mediante un pacto, los libres se
protegen mutuamente del avasallamiento. Mediante otro, prometen entregarse mutuamente
los esclavos (y las es¬posas) escapados.
Existían dos maneras de aprovechar esas guerras: una era participando en ellas, la otra
comprando el botín.
Después del paso de El Haj Umar por la región y la ren¬dición de las aldeas, varios héroes
locales fueron a unirse a las batallas y trajeron cautivos. La mayoría de los es¬clavos sin
embargo se compraba: algunos, a los trafican¬tes de paso que venían con las presas de El Haj
Umar, de Sokolo al este, pero sobre todo en los mercados de las riberas del Níger, alimentados
por Samori y Tieba. Se organizaban periódicamente caravanas armadas por parte de las
familias islamizadas, entre las cuales se contaban los principales traficantes de esclavos. Los
aldeanos, que no gozaban a igual título del viático musulmán, les confiaban bienes para
intercambiar con instrucciones sobre el tipo de esclavos que querían a cambio, o enviaban a
escla¬vos de confianza (cuya captura era menos grave) para ejecutar esas transacciones. En
tiempos de El Haj Umar esas caravanas alcanzaban Banamba, Nyamina, Segu, Ba- nambile. No
cruzaban el Níger. Durante las guerras de Samori, las caravanas mejor armadas alcanzaban,
más allá, las regiones de Sikasso y del Wasulu. Los intercambios se hacían en especie y los
términos de los intercambios están dados en cantidades respectivas de mercancías. La moneda
local, el cauri, sólo se aceptaba como tal en los límites del reino de Segu (donde servía también
para pa¬gar el impuesto) y sobre todo en las ciudades. Los prin¬cipales artículos de
exportación eran las telas de algodón crudo y el mijo. Se trocaban antes de la partida o en el
camino por artículos intercambiables en los mercados del sur a cambio de esclavos. Con los
Moros se obtenían ba¬rras de sal intercambiadas a los Futanke, que atravesaban el país
provenientes de la costa, a cambio de la tela lla¬mada de "guinea" de procedencia europea, de
fusiles, de ámbar, de coral. En Maruja, se convertían las mercancías en cauríes. Un importante
tráfico de caballos se desarrolló al mismo tiempo que las guerras de Samori (Roberts, 1984:
310), y convoyes enteros de esos animales, comprados a los Moros (que los obtenían a su vez
de los Árabes), eran transportados hacia las regiones ocupadas por Samori. A la ida llevaban en
la espalda las mercancías que al re¬greso los cautivos llevaban en la cabeza: la contrapartida.
El valor de los caballos era, según algunos informadores entusiastas, fabuloso; se les
intercambiaba, se dice, por diez, quince o aun veinte cautivos. Otros hablan de dos a cinco
cautivos. Roberts registra entre dos y diez cautivos por caballo (ibid.). De hecho, al no ser el
esclavo una medida alícuota, su precio variaba según el sexo, la edad, el origen social y
geográfico y sus cualidades propias. Como lo mismo ocurría con los caballos, tales diferencias
son bastante concebibles. Esas transacciones perduraron y se acentuaron todavía durante las
campañas de las tro¬pas coloniales francesas, así como la aportación, por parte de los
irregulares, de su botín humano. En el momento de la ocupación francesa, cuando se llevaron
a cabo los cen¬sos de esclavos, éstos representaban del 30 al 50% de la
La repartición de esos esclavos entre las familias era desigual (Meillassoux, 1975 c [1978]: 248).
Las familias isla¬mizadas estaban entre las que poseían el mayor número de ellos y cuya
explotación se calcaba de la de los Maraka.
En las guerras, o en las incursiones recíprocas que los kafo emprendían contra sus vecinos, los
esclavos eran movilizados para transportar la comida y el agua, a veces para combatir,
armados de fusiles de un cañón (los fusi¬les de dos cañones estaban reservados para los
libres), o provistos de picos para derribar las murallas de las al¬deas sitiadas. Era una tarea
imperativa para esos escla¬vos traer el cuerpo de su amo si moría. Algunas "familias esclavas"
eran instaladas en la entrada de la aglomera¬ción —que no estaba fortificada— para sostener
los pri¬meros encuentros de un eventual ataque.
Las mujeres libres son también en ese caso grandes be¬neficiarias de la esclavitud. Su gada o
criada de corte se encargaba de la cocina y de todos los oficios domésticos. Las tumbare,
mujeres para todo, realizaban los trabajos pesados: transportes de agua, de leña, trituración,
limpie¬za... A fines de siglo, las mujeres libres no trabajaban en los campos. Hacían cultivar sus
huertos, el algodón y el índigo, por las esclavas de la familia. Algunas gozaban, a ejemplo de las
mujeres maraka, del producto de un campo privado cultivado por su(s) esclavo (s). Hacían
cardar e hilar por las mujeres y tejer por los hombres esclavos fajas de algodón que vendían en
provecho propio.
Vimos así constituirse en el medio campesino una dife¬renciación social entre familias que se
ajustaron, por su forma de explotación de los esclavos, a los maraka, y otros que sólo
participaban en la producción esclavista mercan¬til para renovar un rebaño de esclavos
destinado a su propio uso.
MODALIDADES DE EXPLOTACIÓN
No obstante que los campesinos se hayan preocupado por el beneficio más tardíamente que
los Maraka, se vieron obligados sin embargo, para remplazar a sus esclavos, a hacerlos
producir mercancías que vender en el mercado. Las diferentes modalidades de explotación,
por ese hecho, se encuentran tanto en unos como en los otros, no estan¬do ninguna
exclusivamente reservada para los campesinos o los Maraka.
1. LA EXPLOTACIÓN TOTALITARIA
Esos esclavos se alimentan del producto de la casa fa¬miliar, al cual son los primeros en
contribuir; a veces del plato común, otras veces, de las sobras. En el pasado an¬daban
desnudos bajo pena de ser golpeados. Con el Islam, se hizo costumbre concederles algunos
trapos. Eran aloja¬dos en chozas desprovistas de todo mobiliario. No se les reconocía por
derecho ninguna descendencia y de hecho rara vez tenían hijos. Ninguna institución preveía la
re¬producción mediante la procreación de esos esclavos. Ésta podía ocurrir sin embargo en
razón de la promiscuidad en la cual vivían. Pero a falta de una institución de recep¬ción, los
niños nacidos en tales circunstancias eran, tras el destete, ya sea alimentados del plato común
de los esclavos de la familia del amo, a la cual correspondían por derecho, ya sea confiados a
las mujeres aparceras. No obstante, esta reproducción sólo era incidental; se la con¬sideraba a
menudo como susceptible de estorbar el traba¬jo de la mujer.
2. LA ESCLAVITUD DE RENTA
a] La renta en trabajo
Una parte de los esclavos cuya condición califiqué de "parceleros" (primera parte, v, 2)
disponía pues de un tiempo medido para cultivar en un pedazo de tierra su propio alimento. El
tiempo de trabajo se divide en este caso entre el trabajo necesario para la producción de toda
o parte de su subsistencia y un tiempo de plustrabajo pro-porcionado gratuitamente al amo.
En la región sahelo-su¬danesa, el tiempo otorgado al esclavo variaba de una po¬blación
esclavista a otra. Podía ser de 1 a 3 días por se¬mana de 7 días, más las tardes a partir de las
16 horas aproximadamente, después de realizar trabajos en los cam¬pos del amo y en los de
sus dependientes con derecho a ello. El esclavo era alimentado por los amos cuando trabajaba
para estos últimos, es decir en general, en la estación agrícola, durante la comida del medio
día. Se ali¬mentaba a sí mismo en la noche, los días libres y, durante la estación seca, los días
en que no era empleado. Esos esclavos vivían, unos en patios lindantes con los de los amos,
otros en caseríos que les eran reservados bajo la au¬toridad de uno de ellos designado por el
amo. La mayoría de esos responsables eran ellos mismos esclavos compra¬dos, pues sólo
gente de la misma especie podían cohabitar en esos caseríos. Sólo podían aparearse, dado el
caso, con la autorización de los amos respectivos, y cada "cónyuge" continuaba trabajando
para el suyo si no pertenecían am-bos a la misma familia!
Al renunciar a una parte de la renta en trabajo, el amo no estaba obligado, como en el caso
anterior, a soste¬ner al esclavo todo el año, cualquiera que fuera el trabajo desempeñado. Al
otorgarle al esclavo el acceso —limita¬do— a los med'os de producción agrícola, se
consideraba que sus necesidades de mantenimiento estaban cubiertas por su trabajo privado y
que estaba en capacidad de ali¬mentarse durante los periodos en que el amo no lo
em¬pleaba. Sólo una parte de la energía de trabajo usada quedaba por compensar. Esta
fracción era por lo tanto modulable en función del trabajo efectivo proporcionado. La
retribución del esclavo tiende en este caso hacia una proporcionalidad relativa al tiempo de
trabajo. Sin embar¬go, el esclavo no debía disponer de un tiempo demasiado grande para
cultivar en beneficio propio, particularmente al grado de constituir reservas que le habrían
otorgado una independencia alimenticia respecto de su amo y le habrían hecho disminuir el
interés de trabajar para éste. Por su condición de esclavo, por lo demás, no detentaba la
propiedad de sus graneros, si los había, los cuales le correspondían por derecho al amo. Como
lo vimos en otra parte, cuando la autoridad del amo deja de ejercerse en la persona del
esclavo, se instaura el principio según el cual, mediante la gestión de las reservas, el amo
interviene en los años malos como el recurso indispensable para la reproducción del ciclo
agrícola.
b] La renta en producto
Cuando la familia del amo llamaba a parientes y ve¬cinos para trabajos colectivos, los esclavos
aparceros de¬bían mandar la mayor cantidad de sus adultos, al igual que para los trabajos de
la aldea de interés público. Dis¬ponían en principio del resto de su tiempo, particular¬mente
en la estación seca, para satisfacer sus otras ne-cesidades. Estaban a su alcance dos tipos de
actividades remunerativas. Los hombres calificados podían alquilar sus servicios a su amo, o
incluso a otros, como tejedores. El comanditario proporcionaba el material hilado, el cual
retribuía al tejedor sobre una base variable. El hilado se redistribuía a las mujeres por un peso
equivalente de al¬godón bruto. Los esclavos podían también fabricar cuerdas o esteras a partir
de materiales que obtenían por su tra¬bajo y el producto de la venta de los mismos les
corres¬pondía íntegramente. En este caso también, esos ingresos no eran verdaderamente
una adquisición, pues el viejo esclavo, cuando sentía que sus fuerzas declinaban, debía, si
quería liberarse definitivamente de sus prestaciones, ofrecer a su amo, ya sea un asno, ya un
esclavo (o a veces dos) pagados por este peculio. El viejo esclavo, ya inven¬dible, encontraba
así una manera de venderse al único comprador susceptible de conceder algún valor e
intere¬sarse en él, vale decir a sí mismo. Cuando el esclavo era manumiso graciosamente, la
suma aportada no era recu¬perada pero el esclavo no recaía bajo la responsabilidad de su amo
en sus días postreros.
Mediante la aparcería y la redención, se considera que el esclavo satisface por sí mismo las
necesidades de re¬constitución de su energía de trabajo, de mantenimiento en periodo de no
empleo y de su reproducción económica.
la implantación débil todavía de una economía mercantil en sociedades aún dominadas por la
economía doméstica o para las cuales algunos bienes de producción impor¬tantes no se
comercializan. Es el caso, en particular, de la tierra. Heredera en este aspecto de la sociedad
doméstica para la cual la tierra, como el aire y el agua, son dones de la naturaleza a la vida, la
sociedad esclavista, tal como la hemos observado, no conoce de golpe la apropiación privada
de la tierra, ni la renta por bienes raíces. Apro¬vechando esta circunstancia, los esclavistas
obtenían la tie¬rra sin costo para instalar en ella a sus esclavos, ya sea en sus propias
comunidades, ya sea como el fruto de nego¬ciación con las poblaciones locales.
Si nos atenemos a los casos que hemos observado, com¬probamos en efecto que, sean cuales
fueren las modali¬dades de explotación, los esclavos, en su conjunto, cultiva¬ban ellos mismos
para su propia subsistencia. Los amos no compran comida para alimentar sistemáticamente a
sus esclavos. Existe, desde luego, un mercado de la co¬mida o una exportación de granos hacia
zonas áridas, pero no mercado interno de subsistencias destinadas a los es¬clavos. Incluso los
comerciantes urbanos poseen en su mayoría caseríos de esclavos que los surten tanto a ellos
como a sus sirvientes. De manera aplastante, los esclavos, a título individual o en el marco de
la célula esclavista a la cual pertenecen, son autosubsistentes. Pero la auto- subsistencia de los
esclavos, que parece provenir de esas circunstancias históricas, posee también su propia lógica
que perpetúa su existencia, por lo tanto también la natu¬raleza del comercio tal como lo
hemos observado.
Para el esclavista, la compra del esclavo representa un hecho determinante. Esta inversión
inicial en la adquisi¬ción de una suma de trabajo fluido, incorporado en un ser viviente y no
realizado en valor de uso, obliga al com¬prador a mantener al portador de este valor hasta la
rea¬lización completa del mismo, vale decir a asegurar la car¬ga del esclavo de continuo y en
su totalidad durante toda la duración de su vida activa, sea cual fuere la rentabili¬dad y sea
cual fuere la coyuntura. Mientras que el capita¬lista puede obtener la fuerza de trabajo del
asalariado con sólo pagar el costo de reconstitución, el esclavista debe también en todo
momento pagar al menos el manteni¬miento del esclavo. La compra inicial del esclavo no
per¬mite disociar, como lo hace el salariado, la parte de co¬mida que alimenta el plustrabajo
de la que absorbe el esclavo para mantenerse con vida. Para obtener uno —el trabajo—,
incluso parcialmente, debe hacerse cargo de la otra —la vida— en su totalidad.
No creo que sea esclarecedor comparar aquí al esclavo con un "capital" y a su energía con una
"fuerza de tra¬bajo". Si el esclavo fuera un "capital", combinaría en sí mismo y de manera
contradictoria un capital constante que no modifica el valor y un capital variable que lo
modifica (El capital, i: 234). En términos capitalistas, se¬ría preciso, para extraer el beneficio
que procede de la parte variable del "capital esclavo", remunerar a la parte constante, la cual
ha sido sin embargo pagada ya por el propietario. Para evitar esas ambigüedades
contradicto¬rias, diría que el esclavo es un potencial de trabajo que debe recibir una
compensación en comida para extraer de él una energía de trabajo.
Cuando discutíamos más arriba sobre el estado social del esclavo, comprobamos que algunos
autores argumen¬tan sobre las restricciones que se daban, en la práctica, a la reventa de los
esclavos para asimilar su condición a la de un pariente. Opuse a esta interpretación el hecho
de que el estado de esclavo permanece mientras persisten el mercado de esclavos y la
posibilidad, aun virtual, de re¬venderlo. Pero si, en este plano, las limitaciones impues¬tas a la
venta de los esclavos (en la práctica, pero no en el principio) mejoran su condición sin alterar
su esta¬do, en el plano económico, en cambio, esta restricción es significativa de la ausencia
de un "mercado del trabajo", hablando propiamente, en la economía esclavista.
En los hechos, el mercado interno de esclavos se limita la mayoría de las veces a la reventa —
no coyuntural— de individuos defectuosos o marginales, o a la liquidación de patrimonios.
Fuera del caso —negativo— de la ruina, las reventas de esclavos por parte de sus amos son
general¬mente más bien sanciones que transacciones.
El esclavo: primera forma de propiedad económica. Dos rasgos se conjugan en este contexto,
para hacer del es¬clavo un objeto de propiedad: su calidad de mercancía; la compra global de
su capacidad de trabajo con anterioridad a su uso vitalicio. Para ser comprado en el mercado y
eventualmente vendido, el esclavo debe ser enajenable. Para que el amo pueda disfrutar del
producto del esclavo en proporción al desembolso necesario para su adqui¬sición, debe tener
la garantía de conservarlo durante su tiempo útil. Los tres caracteres jurídicos de la propiedad
se aplican pues en la práctica al esclavo: derecho de usarlo por parte de su comprador;
derecho de disfrutar de su trabajo, de sus productos y de sus servicios sin límite de duración;
derecho de abusar de él mediante su enajena¬ción, por la venta o la muerte. A pesar de las
circunstan¬cias de hecho que limitan el ejercicio de esta práctica, ese derecho se concibe sin
restricciones.
Ahora bien, hemos visto que una vez introducido el esclavo como costoso instrumento de
producción, lejos de comunicar su naturaleza mercantil a la tierra o a sus pro¬ducios, se
preservaría más bien el carácter patrimonial de ésta mientras siga siendo el instrumento de la
produc¬ción alimenticia y la autosubsistencia de los esclavos se mantenga como una condición
de la esclavitud. La patri- monialidad de la tierra sería así garante de la propiedad sobre el
esclavo. A la inversa, en el aspecto estrictamente jurídico, la propiedad sobre el esclavo
contribuye a retar¬dar la generalización de la propiedad de la tierra. Al ser el propio esclavo
objeto de propiedad no puede ser pro¬pietario: todo lo que posee es posesión de su amo. Sin
el acuerdo de éste, no puede tener acceso a ningún bien y en particular a la tierra. No es pues
necesario proteger jurídicamente a ésta de una apropiación indebida por par¬te del esclavo,
convirtiendo la tierra en un objeto de pro¬piedad. Basta para ello con la propiedad sobre el
esclavo. La propiedad sobre la tierra sólo la protege contra los ciudadanos con todos los
derechos. El estado del esclavo hace que la tierra esté reservada a la clase dominante en el
seno de la cual prevalecen las relaciones patrimoniales. Todo contribuye pues a hacer del
esclavo un objeto de propiedad con anterioridad a la tierra. Aunque el esclavo permanezca
asociado al patrimonio —como lo será la tie¬rra en las sociedades campesinas mercantiles o el
capital industrial para la burguesía hereditaria—, es el primero de los medios de producción en
penetrar en la esfera de la propiedad.
Esta observación es tal vez útil para descartar la con¬fusión que se hace a menudo entre el
sistema social capi¬talista, el cual se basa exclusivamente en la propiedad de los medios
materiales de producción, y los que los prece¬dieron. En la sociedad doméstica, no hay
apropiación de ningún medio de producción, ni material ni humano. En la esclavitud son los
seres humanos los que caen en la órbita del mercado y se vuelven objetos de propiedad. Con
la servidumbre, sería más bien la subsistencia, mien¬tras que el siervo se coloca de nuevo en el
patrimonio, aso¬ciado a la tierra, constituyendo uno y otro un medio de producción completo
e indisociable, trasmitido, donado, heredado en forma de dominios, infantazgos o también
feu-dos, cuando ese patrimonio orgánico se introduce como sos¬tén de una jerarquía militar y
política. Pero esas tierras provistas de mano de obra sierva no entran en ninguna transacción
mercantil de bienes raíces. Será preciso que la burguesía socave ese vínculo feudal por el
comercio de sub¬sistencias para que la tierra entre en su momento en el mercado como
mercancía disociada de sus productores y que arrastre a su vez a todos los demás medios de
pro¬ducción.
Se abren tres vías para el remplazo de un esclavo cuando se vuelve incapaz de desempeñar sus
funciones: la captura de otro esclavo; la reproducción ecodemográfica por pro¬creación y
maduración de un esclavo de remplazo; la re¬producción mercantil mediante compra de un
sustituto en el mercado.
La reproducción por la captura de un nuevo esclavo nos remite al caso de las sociedades
militares ya tratado, sobre el cual no volveremos.
En las sociedades que no capturan ellas mismas sus es¬clavos la elección está entre hacer
nacer y criar una clase de avasallados en su seno, o comprar cautivos.
1. ¿CRIARLOS?
Con la finalidad de ilustrar mi procedimiento, doy más abajo algunos ejemplos numéricos de
cálculos de la tasa de reproducción ecodemográfica basados en estimaciones cuantitativas de
producción y consumo alimenticios. Esas estimaciones pueden ser discutibles en el detalle,
pero el problema radica sobre todo en lograr medidas que permi¬tan la comparación con las
tasas de reproducción mercan¬til que se discuten más abajo. Los resultados numéricos a los
que llego son menos importantes que la argumen¬tación desarrollada en este capítulo, la cual
explica por qué es así.
Los cálculos, que se refieren a una pareja de adultos productivos, se sitúan en los límites de la
fecundidad de una mujer púber y de la productividad de la pareja. Se trata, no de una
"familia", sino de una pareja abstracta, sumando en todo momento en el seno de una célula
eco¬nómica la producción media de un hombre y de una mu¬jer activa, renovándose en cada
generación para asegurar de manera continua la posibilidad de hacerse cargo, ma¬terial y
moralmente, de una descendencia, puesto que, en la práctica, la vida activa de los "padres" se
acaba gene¬ralmente antes de la madurez de los últimos en nacer. Esta continuidad de la
obligación de hacerse cargo está asegurada, de hecho, en la comunidad doméstica de
suce¬sión adélfica, por la obligación de hacerse cargo por parte de la fratría, luego
eventualmente por los primogénitos de la siguiente, de la generación de los hijos de los
"herma¬nos" o de los "tíos".
Estimo que de cada tres años uno es malo, una provi¬sión de 15% para las semillas y que la
mortalidad de los niños que no alcanzan los quince años absorbe el 10% del consumo total de
los preproductivos. No cuento la mortalidad de los adultos hasta la edad del "retiro" y no
cuento tampoco la comida de los posproductivos. Consi¬dero la edad de quince años como la
de la reproducción económica y veinte años como duración de vida activa de la pareja.
1] Para una comunidad doméstica libre (exenta de toda pres¬tación) el cálculo de la tasa de
reproducción es el siguiente:
Plusproducto anual después de provisión para semillas (o sea 15%): 1 050 - 157.5 = 892.5 kg
Plusproducto en 20 años, habida cuenta de los años malos (o sea una reducción de un tercio):
892.5 X (20 - 20/3) = 11 900 kg
Consumo de un niño hasta los quince años (menos dos años hasta el destete): 180 x (15 — 2) =
2 340 kg
Tasa anual por individuo (si la tasa por sexo es equilibrada): 0.114
(No cuento las reservas que se suponen consumidas durante los malos años.)
Si la producción en 20 años es la misma que la de una pareja libre, las prestaciones sobrepasan
el plusproducto. Éstas deben ser cubiertas ya sea por un consumo más bajo de la pareja, ya sea
por la retribución recibida en la estación seca por el trabajo artesanal realizado durante este
periodo.
Retribución por tama (según la tarifa de Gumbu): 4.5 mude (o sea 10.8 kg)
o sea 23.5 por año para poder criar (sin mortalidad) un sólo sustituto durante toda una vida
activa.
2. ¿COMPRARLOS?
Hemos dicho ya que algunos autores ven en la cap¬tura un acto de "producción", pero que
esta visión elimina a los verdaderos productores de esclavos que son las co¬munidades donde
han sido concebidos, alimentados y cria¬dos. Ahora bien, como lo hemos comprendido a
través del análisis de la comunidad doméstica, la compra de los hijos a aquellos que los han
hecho nacer y que los han criado no ofrecería para ellos ningún beneficio, ya que un
depen¬diente no tiene otro equivalente, en virtud del principio del intercambio idéntico,4 que
otro dependiente. El rapto es pues necesario para ejecutar esa transferencia. Median¬te el
rapto ocurren simultáneamente dos fenómenos: la sus¬titución de un valor por otro y,
mediante esto, la trans¬formación de la naturaleza de los intercambios. Mientras que la
compra de un esclavo a su comunidad de origen —si fuese concebible— preservaría su "valor-
trabajo"5 (a la cual se agregaría el costo de la comercialización), el rapto lo elimina para
remplazarlo por los costos, mal de¬terminados, de sustraer, encubrir, mercadear, etc. Al haber
sido robado, el cautivo no llega al mercado investido de su "valor-trabajo" original
conservando intacto su valor de uso, el cual se desvanece sin embargo como sostén del valor
de cambio. Sustituye a ello otro valor de mercado que corresponde a los costos y a los
esfuerzos implicados en la captura, el transporte, la comercialización de los cautivos, etc.
Veremos después las implicaciones de esta sustitución. Pero eso no es todo. Al mismo tiempo
que el valor del esclavo se metamorfosea, su contenido se trans¬forma. Lo que se pide en ese
proceso de captura y de co¬mercialización no son los ingredientes necesarios para la
reproducción física del esclavo (vale decir subsistencias y mujeres púberes), sino los medios
materiales necesarios para la guerra o la trata y cuyo valor no tiene relación orgánica ni lógica
con el valor-trabajo incorporado en el esclavo. La captura es sin embargo la base del valor de
mercado del cautivo, el cual gobierna el volumen y la na-
5 Valor que corresponde al tiempo de trabajo y a los esfuerzos necesarios, en las condiciones
económicas y sociales de la socie¬dad de origen, a su formación y a su sustento en tanto que
indi¬viduo vivo, de una edad y de una capacidad de trabajo dadas. Eso es lo que corresponde a
k a A en nuestra fórmula (primera parte; cap. iv).
A partir de un efectivo de esclavos tal que su pluspro- ducto alimenticio satisfaga tanto sus
propias necesidades como las de sus amos (reservas incluidas), el excedente puede utilizarse
para alimentar a esclavos dispensados de tareas agrícolas y dedicados únicamente a la
producción de mercancías. El tiempo de trabajo necesario para el sus¬tento y el
mantenimiento del conjunto de los esclavos es reducido, y ello tanto más cuanto que el
número de escla¬vos perteneciente al mismo propietario es más numeroso respecto del
número de amos que deben alimentar. A falta de un mercado interior de subsistencias, la
renta alimen¬ticia no tiene otras salidas que las que consumen uh nú-mero acrecentado de
esclavos especializados en la fabri¬cación de mercancías. En esas condiciones de utilización de
los esclavos por autosubsistencia, la producción ali¬menticia de las fincas más grandes
engendra por sí misma una demanda siempre creciente de esclavos.
Sin embargo, en la esclavitud mercantil esta demanda sólo puede en principio ser satisfecha
mediante la compra de esclavos en el mercado, por lo tanto, mediante la pro¬ducción de
mercancías. El número de esclavos que será posible comprar dependerá pues del precio
relativo de esas mercancías y de los esclavos. Para conocer la tasa de re-producción mercantil
y compararla con la de reproduc¬ción ecodemográfica, es preciso pues recurrir a la noción de
amortización, que es aquí el cociente del ingreso de las ventas de los productos del esclavo por
su precio de com¬pra suponiéndolo constante.
En esta economía esclavista mercantil, los productos ali¬menticios producidos por los propios
esclavos no sirven para comprarlos. Un intercambio tal, en efecto, limitaría estrictamente su
capacidad de reproducción económica al volumen del excedente alimentario. Comprar
esclavos ex¬clusivamente con ese saldo alimentario no podría tener un rendimiento superior
al de la reproducción ecodemo¬gráfica. El propietario no podría obtener más esclavos con ese
plusproducto que si lo destinara a criarlos él mismo. Un comercio de esclavos a cambio de
víveres —si exis¬tiera— supondría de hecho que esos esclavos se compra¬ran a criadores
profesionales, los cuales, para producir un beneficio, deberían poder adquirir víveres a un
precio in¬ferior al valor de los producidos por los esclavos de sus clientes, lo cual aleja esta
hipótesis. No se ve por cierto ninguna empresa de crianza de esclavos.®
Las mercancías que ofrecen más. ventajas para producir¬se e intercambiarse por esclavos son,
en definitiva, los bienes no agrícolas que pueden fabricarse todo el año, y que, por el proceso
de la trata, pueden metamorfosearse en seres vivientes en el mercado. Esta metamorfosis
conlle¬va dos consecuencias que favorecen el modo de repro¬ducción esclavista mercantil
respecto de la reproducción ecodemográfica.
Cada uno de esos dos sectores funciona según condicio¬namientos propios. La agricultura
alimentaria es limitada en cuanto a duración en el año; la producción mercantil no tiene
estación. La primera está sometida a una coyun¬tura natural, la segunda a la de los precios.
Los produc¬tos alimenticios pueden quedar fuera del mercado, las mercancías no existen sino
por éste. La salida comercial de los víveres depende más de las condiciones de produc¬ción
que de la demanda, a la inversa de las mercancías. El almacenamiento se impone para los
primeros, la venta inmediata para las segundas. Cada uno posee sus propios medios de
producción y sobre todo su propia productivi¬dad. Finalmente, si el esclavo y las subsistencias
contie¬nen su valor regenerador, no sucede lo mismo con las mercancías. Esos dos sectores de
actividad no solamente tienen sus propias leyes, sino su tipo distinto de ingresos. De uno
procede un plusproducto alimentario que es igual a la producción total de subsistencia del
esclavo menos su consumo durante toda la duración de su vida activa ( aB — /3B) y sobre el
cual se percibe la renta alimenta¬ria. Del otro se extrae una ganancia igual a la diferencia entre
los precios de venta de la mercancía producida por el esclavo durante su vida activa y su precio
de compra en el mercado (m B — H) .
No son esas comunidades campesinas las que "hacen el mercado" sino las "fincas" esclavistas
que sacan provecho de la multiplicidad y de la frecuencia de sus operaciones en el mercado.
Son los esclavistas mercantiles —a los cua¬les se unen tarde o temprano una parte de los
campesi¬nos— los que forman los componentes del mercado escla¬vista y sobre los cuales es
preciso razonar. Para ellos, la renta alimentaria, esencial, claro está, sólo es el subpro¬ducto
estacional de la producción mercantil del esclavo. La ganancia obtenida de aquélla es su
objetivo principal. 4. COMPETENCIAS
A productividad de trabajo igual, la esclavitud tendría pues una ventaja decisiva sobre los otros
modos de pro¬ducción históricamente competidores, si éstos llegaran a producir para el
mercado. De cara al mercado y en el contexto de una economía esclavista mercantil, ¿podrían
la comunidad doméstica o la servidumbre perdurar? ¿Cómo se explica de hecho su
coexistencia con la esclavitud?
Una vez introducida en los circuitos comerciales, la comunidad doméstica puede, también ella,
aplicando su plustrabajo fuera de la estación agrícola en la producción de bienes inertes, poner
en el mercado mercancías idén¬ticas a las que producen las empresas esclavistas. En pri¬mer
lugar, la economía doméstica posee una ventaja re¬lativa sobre la esclavitud mercantil. Si, por
un lado, el plusproducto alimenticio se consume íntegramente para la reproducción doméstica
y si, por el otro, en el sector es¬clavista, el número de esclavos es tal que la totalidad del
plusproducto alimenticio lo consumen los amos, a produc¬tividad igual, el rendimiento del
trabajo de la comunidad doméstica es el mismo que el de la célula esclavista. Sin embargo, en
ésta, una parte del plustrabajo de los escla¬vos debe gastarse para remplazarlos, mientras que
la to¬talidad del plustrabajo doméstico puede emplearse para producir una ganancia neta. Es
el precio que pagan los es¬clavistas para verse liberados del trabajo de la tierra. En esta
coyuntura, la economía doméstica sería competidora en el mercado.
Sin embargo, puesto que el número de esclavos sobre¬pasa aquél necesario para alimentar a
la clase de los amos, un excedente alimentario aparece, que es posible recon¬vertir en
plustrabajo. Basta, lo hemos visto, con retirar una parte de los esclavos de la producción
alimentaria en proporción a este excedente utilizado para alimentarlos y destinarlos a la
producción mercantil. A partir de ese mo¬mento, y hecha la deducción de lo que es necesario
para el remplazo de los esclavos, el tiempo de trabajo promedio asignado a cada unidad de
mercancía es inferior al que puede dedicarle la economía doméstica.
Lo que vale para la economía doméstica vale a fortiori para la servidumbre que debe a la vez
asegurar, a partir de su plusproducto, la reproducción de los siervos y la de los amos. A un
mismo nivel de productividad, siendo menor el plusproducto neto, su prorrata, que permitiría
liberar a los siervos de las actividades alimenticias, es me¬nos probable, así como el aumento
demográfico de la clase servil.
Si las mercancías se venden a prorrata del tiempo de trabajo medio utilizado por el conjunto
de los esclavos que producen en los sectores alimentario y mercantil, las células esclavistas
más pequeñas obtienen una ganancia menor, de ahí una tendencia probable a su eliminación
en cada baja de las cotizaciones de las mercancías.
Sin embargo, ni la servidumbre ni la comunidad están amenazadas en su existencia por esta
coyuntura de baja mientras persista la separación de los sectores alimentario y de producción
mercantil, es decir siempre y cuando la comercializaci^ji no se comunique a los productos ni a
los medios de producción de subsistencias. En particular, mientras la tierra no se convierta en
una mercancía, la co-munidad doméstica y la servidumbre no pueden ser eli¬minadas más que
del mercado, pero no destruidas por las leyes de la economía esclavista. Pues, si la
interpenetra¬ción de la economía de subsistencia y de la economía mer¬cantil amenaza a esos
modos de producción en competen¬cia, amenaza igualmente a la propia esclavitud.
Es un hecho, sin embargo, que la reproducción de los esclavos mediante el mercado otorga a
la esclavitud una ventaja económica aplastante.
Para que haya una ganancia máxima es preciso que la duración de la amortización sea lo más
corta posible res¬pecto de la duración de la vida activa media del esclavo. Si, para un precio
medio del esclavo en el mercado, la duración de amortización fuese igual a la duración de la
vida activa media, no habría, como lo hemos visto a pro¬pósito de la esclavitud alimentaria,
otra ganancia que la de la renta agrícola alimentaria extraída del esclavo du¬rante este
periodo, pero ninguna ganancia mercantil. La ganancia exige pues una duración de
amortización más corta que la que podría satisfacer la extracción de la renta alimentaria
únicamente. Para que la esclavitud se prefie¬ra a la servidumbre es necesario también que
esta dura¬ción de amortización sea inferior a la del plazo de repro¬ducción ecodemográfica, es
decir, al intervalo medio que separa la llegada a la madurez de los niños nacidos en
servidumbre. De acuerdo con los escasos datos que tene¬mos, parece que es así.
Un estudio de F. Cooper (1977: 72 5.) provee datos cuan- tificados sobre la esclavitud en las
costas orientales de África, donde los propietarios omaneses hacían cultivar sobre todo
productos agrícolas de exportación: clavos de es¬pecia, copra, cereales. La duración de
amortización de los esclavos varía considerablemente según la coyuntura. En 1839, cuando se
inicia el cultivo del clavo de especia en Zanzíbar, un esclavo se amortiza entre 73 y 122 días. En
1870, debido a una mala coyuntura del mercado, el precio del clavo se desploma y a lo que
parece la ganan¬cia se vuelve nula. Pero en 1973, el esclavo productor de cereales de
exportación —que sólo trabaja por lo tanto una parte del año— se habría pagado en tan sólo
un año. Ahora bien, según los datos de Cooper, el costo de man¬tenimiento del esclavo —
estimado en dólares omaneses— habría sido entonces de 2 a 3 dólares por año, mientras que
el esclavo que produce su precio en un año costaba 40 dólares en el mercado. En este caso
preciso, un dólar colocado en la compra de un esclavo produce el doble en el año (y 60 dólares
a partir del sexto año), mientras que ese mismo dólar colocado en la compra de un siervo se
mantendría improductivo durante trece años, duración de su llegada a la madurez.
Es preciso agregar que el costo de crianza de los es¬clavos dado por Cooper no es más que una
estimación mo¬netaria que no refleja las condiciones sociales de la pro¬ducción. De hecho,
"cada esclavo cultivaba su alimento en una parcela que se le asignaba", escribe Cooper, y "los
esclavos de plantación eran capaces de enfrentar lo esen¬cial de sus necesidades de
subsistencia en la plantación" (Cooper, 1977: 64). No parece en efecto que haya habido un
mercado (de mandioca) destinado a la alimentación de los esclavos y sobre el cual haya podido
formarse ese precio.
un esclavo "ganaba su cabeza" es decir su precio— en un año. De acuerdo con las cifras dadas
por Frossard [un antiesclavista (1789: 357)], un esclavo compi-ado en 1 000 libras en las
Antillas produce de 3 000 a 4 0Ü0 en el año (KC40) o sea una amortización realizada en tres o
cuatro meses. En el mismo año, Lamiral [un proesola- vista] evaluaba la amortización del
esclavo en Santo Domingo en cuatro o cinco años. En Sao Tomé, en las plantaciones de azúcar,
un esclavo se amortizaba en menos de tres años (véase también Gemery y Hogendorn, 1981:
21).
Con base en esos pocos datos empíricos podemos tra¬tar de comparar las tasas respectivas de
reproducción mer¬cantil y ecodemográfica (cf. capítulos precedentes so¬bre el modo de
cálculo).
Las cifras de la p. 334 arrojan una tasa de reproduc¬ción mercantil que varía de 0.16 a 5. En las
plantaciones estudiadas por Cooper, la tasa se situaría entre 2.99 y 5.0. Es nula en 1870. Ahora
bien, según nuestros cálculos, la tasa de reproducción ecodemográfica de una pareja de
cultivadores libres, y que por lo tanto no entregan ninguna prestación, sería de 0.23, o sea de
0.115 por persona. La de los esclavos aparceros, obligados a pagar prestaciones, de 0 a 0.036
por individuo," por ende siempre más bajo que la tasa mercantil.
Esas cifras ilustran lo que hemos argumentado. Es ló¬gico que la reproducción mercantil sea
más rápida y más fuerte que la reproducción ecodemográfica, puesto que el tiempo del
plustrabajo es más largo, puesto que descansa en el trabajo de productores de ambos sexos de
todas las edades, y porque se intercambian todo tipo de mercancías por seres humanos en un
mercado surtido por la captura y no por un incremento demográfico.
Pero la idea de una población esclava que, al reprodu¬cirse por sí misma, representaría una
riqueza, está bastan¬te extendida entre los esclavistas. Esta idea, a menudo im¬pregnada del
deseo del amo de ser el "patriarca" de una sociedad más bien que el propietario de un rebaño,
des¬cansa, como lo mostraría nuestra argumentación, en una falsa aprehensión de la realidad.
Intrínsecamente, toda comparación de las ventajas económicas de la reproduc¬ción
ecodemográfica y mercantil es falaz. Hace abstrac¬ción de los efectos de la guerra y del
comercio sobre los intercambios esclavistas y de las metamorfosis que provo¬can en la
naturaleza y el valor de los bienes. Imaginar que un esclavo comprado pueda equivaler a un
"esclavo" criado es suponer implícitamente la identidad de las leyes económicas que
gobiernan la autosubsistencia y la produc¬ción esclavista mercantil. Ahora bien, los "valores"
de uno y otro son inconmensurables porque pertenecen a esfe¬ras económicas estancas que
sólo pueden ser unidas por un acto de violencia. La captura es necesaria para despla¬zar al
esclavo de un sistema a otro. Al ocurrir esto, se metamorfosea en un objeto despojado de su
sustancia so¬cial para verse orillado a un valor mercantil que lo en¬cierra en las necesidades
lógicas de la economía escla¬vista y por ello en un estado específico e irreductible. El rechazo
del esclavo en una clase social, que no soporta la comparación con la de los amos, traduce la
inconmen¬surabilidad entre el valor mercantil que le es infligido y su valor social.
6. REPRODUCCIÓN EXTRAUTERINA
Todo lo que antecede muestra que la reproducción escla¬vista mercantil debe desprenderse
de los condicionamien¬tos de la demografía para despojar al esclavo de su sus¬tancia social.
En las ciudades comerciantes del Alto Zaire, donde se concentró en el siglo xix una clase
mercantil que operaba en mercados lejanos, vimos crearse nuevas situaciones eco¬nómicas y
sociales que actuaban sobre la tasa de los sexos de los esclavos (Harms, 1983). Los
desplazamientos de los comerciantes suscitan una demanda de alimentos prepara¬dos, ya sea
para los que parten en expedición, ya sea para los comerciantes de paso. La comercialización
de platillos cocidos conlleva la de ingredientes y utensilios culinarios, por lo tanto un
desarrollo, entre otros, de los cultivos de hortalizas y de la cerámica. La participación del
tra¬bajo femenino se mantiene pues importante en particular para la preparación de la
comida, la cual aumenta las tareas domésticas y suscita la aparición de un comercio llevado
por mujeres libres, o a veces por esclavas que emplean a otras mujeres esclavas. La
urbanización, so¬bre todo, provoca una diferenciación creciente entre una población urbana
—que no produce su subsistencia y que depende cada vez más del mercado para su
abastecimien¬to— y un sector rural encargado de alimentarla. Ahora bien, las mujeres son las
que se emplean en la agricultura, tanto para la mandioca como para las hortalizas, ya que uno
y otro son cultivos tradicionalmente femeninos. En las ciudades del Alto Zaire, los esclavos son
mujeres en mayor número que hombres. Pero Harms refiere que el precio apenas difiere
según los sexos. El principio que pre¬side la compra de los esclavos es: "No compres hombres,
no compres mujeres, sólo compra gente" (Harms, 1983: 99).
Si no hay preferencia a priori por uno u otro sexo, se debe a que los esclavos son solicitados
como agentes ase¬xuados de trabajo y a que la calidad procreadora de las mujeres no entra en
cuenta para calcular su valor. Si a pesar de todo ellas son más numerosas, es que una repar-
tición sexual de las tareas gobierna todavía la elección de los sexos. Pero la equivalencia de
precios indica una po¬sibilidad de sustitución de mujeres por hombres. En Mom- basa, Strobel
(1983) nos indica que los hombres participa¬ban más en la producción de mercancías: de
productos ali¬menticios (por la agricultura); de carne y de marfil (por la caza); de esclavos (por
las incursiones). Es quizás así como los hombres esclavos llegan a adquirir un valor
com¬parable al de las mujeres: por una modificación de las ac¬tividades y de la repartición
sexual del trabajo.
Las informaciones proporcionadas por Cooper (1977) concernientes a la costa oriental de
Africa registran esta transformación. Los datos muestran una tasa de sexos pro¬medio de 52
hombres por 50 mujeres. Las ciudades conta¬rían con más hombres que mujeres mientras que
éstas se¬rían más numerosas en ciertas zonas rurales. Sin embargo, al ser la población de
esclavos urbanos en relación con los esclavos rurales de 1 a 10 o 15 (p. 182, n. 130) no puede
ser la única causa del reequilibrio. Cooper informa tam¬bién que las compras de esclavos entre
1874 y 1888 suma¬ban el 52% de adultos varones y el 62% de niños varones. De ello
deberíamos deducir un aumento del número de hombres en las plantaciones de algunas
regiones rurales en proporciones susceptibles de contrabalancear el número elevado de
mujeres en las otras regiones censadas. Infortu-nadamente, faltan indicaciones para apoyar
esta suposi¬ción. De todas maneras, ese cambio de la tasa sexual de los esclavos traduce, ya
sea un tipo de empleo nuevo para los hombres, ya sea una sustitución de hombres por
mujeres en algunas actividades ancilares o rurales. Lo que podemos concebir es que mediante
el sistema de plantaciones, la división social del trabajo se acentúa y prevalece sobre la división
sexual. Desde el momento en que la especiali- zación de las tareas no impone ya la elección de
un sexo a expensas del otro, y habida cuenta del hecho de que el abastecimiento en hombres
es menos oneroso debido a su precio menor en el mercado africano, la esclavitud mascu-lina
tiende a prevalecer. Ésta se parece en su naturaleza a la de las Antillas y a la de Estados Unidos
por razones económicas probablemente comparables y de conformidad con las leyes de la
reproducción esclavista tal y como pa¬recen manifestarse umversalmente.
Entre las mujeres esclavas despojadas de sexo y las madres remotas despojadas de niños, la
clase esclava no tiene otro órgano para parir que un vientre de hierro y dinero. Na¬cer así a
partir de la materia impide nacer a la vida: el esclavo se agota como un "mineral negro".
DISOLUCIÓN DE LA ESCLAVITUD
Esta acumulación sin excedente no puede traducirse más que por un decrecimiento de las
poblaciones saquea¬das. Despojadas, aunque sea una vez, de su incremento demográfico, sólo
pueden reconstituirse, debido a la dis¬minución de los efectivos de las mujeres púberes y de
los activos en general, a un ritmo más lento que el del creci¬miento ascendente de las
sociedades esclavistas que se ali¬mentan de ellas. Independientemente de la resistencia de
esos pueblos o de la lejanía de los lugares de captura, el abastecimiento de los mercados de
esclavos no puede, con el tiempo, sino extinguirse.
En lo que respecta a las sociedades africanas que hemos ante todo examinado, la brevedad
relativa del periodo de extensión de la esclavitud mercantil y su interrupción por la
colonización no permiten observar sino imperfectamen¬te las transformaciones decisivas que
provocan esas cir¬cunstancias. Sin embargo, el proceso de abolición adoptado por la
colonización francesa en el Sudán ofrece algunas enseñanzas interesantes. R. Roberts (1984)
percibe clara¬mente algunos de sus aspectos más característicos.
Después de que el ejército francés hubo contribuido, como lo hemos visto, a la captura
esclavista para pagar a sus mercenarios africanos, la administración colonial se mostró muy
reticente para aplicar las instrucciones metro¬politanas de lucha contra la trata y la esclavitud.
Un argu¬mento a menudo esgrimido era el del peligro que tal me¬dida haría correr al
comercio local. La posición axial de la esclavitud en los intercambios no había escapado a los
que se esforzaban entonces, para justificar la conquista colonial, en demostrar la viabilidad
económica de las co¬lonias y que esperaban servirse de las corrientes de inter¬cambio
establecidas como medios de penetración de los productos franceses en el mercado africano.
Otra preocu¬pación atormentaba a la administración colonial. La mo¬vilización para la guerra
y para el trabajo forzado, la ur¬banización acelerada por parte del colonizador, planteaban el
problema del avituallamiento de las tropas, de los cam¬pos de trabajo y de los burgos. La
abolición presentaba el riesgo de perturbar la producción agrícola alimentaria en las
sociedades donde había esclavos. Una vez liberados, ¿cómo habrían podido tener acceso a las
semillas, en manos de los amos, para reiniciar un ciclo agrícola? ¿Cómo habrían los amos
podido cultivar sin mano de obra es¬clava? ■
de R. Roberts y M. Klein. Véanse también los trabajos anteriores de D. Bouche (1968), Renault
(1972, 1976), Pollet-Winter (1971: 253 5.) y el interesante análisis de Delaunay (1984) llegado
luego de la redacción de esta obra.
cipio la abolición, provoca éxodos sucesivos y masivos de esclavos que buscan la protección de
la administración. Se estima en 20 000 los que dejaron el Marakaduguworo- wula hasta 1905-
1906. El éxodo alcanza luego a otras re¬giones del Sudán occidental, afectando a decenas de
miles de individuos (Roberts, 1984: 470).
La mayoría de ellos son, se dice, esclavos de primera generación. De hecho creo que sería más
exacto decir que son esclavos de fatiga, que eran los más numerosos y los más explotados.
Pero parece también, de acuerdo con las declaraciones de algunos fugitivos referidas por
Roberts, que habría habido entre ellos esclavos parceleros y quizás aparceros, sometidos a una
agravación de su explotación: ¿trabajo de las mujeres, a pesar de que hayan sido redi-midas, o
confiscación de su descendencia en provecho del amo? Esclavos agrupados en caseríos,
aislados de los amos, trataron quizá también de obtener su independen¬cia en esta ocasión.
En el conjunto, sin embargo, los es¬clavos parceleros, y sobre todo aparceros, siguieron
sien¬do númerosos en las aldeas de los amos, y aparentemente más mujeres que hombres. Es
la razón por la cual, con¬trariamente a lo que se podría esperar, la abolición de la esclavitud no
provoca la concentración o la consolida¬ción de las casas alrededor de los decanos, sino por el
contrario su fragmentación (Pollet y Winter, 1971). Los mayores, a título de guardianes del
patrimonio, conserva¬ron lo que quedaba de los esclavos prestatarios para ase¬gurar sus
necesidades, mientras que los menores eran in¬vitados a reconstituir células autónomas y a
pagar sus impuestos a los franceses por sus propios medios.
M. Klein (sf y 1983) muestra a propósito de los Fulbe del Masina que la administración colonial
tenía también un plan de reinstalación de los esclavos y de ordenamiento de sus relaciones
con los amos que preconizaba la apar¬cería. Ese modo de explotación, cuyas prestaciones son
proporcionales a la cosecha, se oponía a la servidumbre, en la cual son fijas. Ese cambio
provocó conflictos sin fin y nunca fue resuelto. Klein comprueba que a largo plazo este intento
fue vano pero contribuyó sin embargo a con¬ferirle algunos derechos a los esclavos sobre las
tierras que cultivaban.
La esclavitud se abolió desde luego por la extinción de la trata y la generalización del comercio,
pero otro tanto no ocurrió con la servidumbre, la enajenación y los prejui¬cios con ella
relacionadas. Con la abolición colonial en el África Occidental francesa, miles de hombres (pero
menos mujeres) entre los que habían sido capturados en vida (no los otros) dejaron pues a sus
amos. Pero ¿a dónde ir si en su aldea pesa el oprobio de haber sido capturado? Muchos de
esos hombres fueron a parar a las "aldeas de libertad" fundadas por la administración colonial
y trans¬formados muy pronto en mano de obra barata. Otros, nu¬merosos, se enrolaron en el
ejército para conquistar el África en nombre de la República. En el Malí, en el mo¬mento de la
emancipación, los descendientes de esclavos, más cercanos en las ciudades a la cultura
colonial, y a menudo mejor educados en los conocimientos occidentales que los aristócratas
apegados a su terruño y encerrados en su desprecio por el colonizador, ocuparon posiciones
administrativas, en ocasiones gubernamentales, importan¬tes. En Bamako, después de la
independencia que repre¬senta, desde ese punto de vista, una pequeña revolución social, no
se mencionaba más la posición de unos y otros; el gobierno la había hecho eliminar de los
censos admi¬nistrativos. Nadie sin embargo la ignoraba. Los brujos, fingiendo equivocarse
sobre el nombre patronímico de sus clientes, cantaban a sus nuevos patrones los elogios y las
genealogías de sus antiguos amos. ¡Nada que hacer! Una vez esclavo, siempre esclavo. Hoy
todavía, la opinión con¬tinúa asignándoles, sea cual fuere su rango actual, todo tipo de
defectos estereotipados: codicia, deshonestidad, ausencia de sentido moral, obscenidad, etc.
Que uno de ellos ceda a la corrupción —como la mayoría de sus cole¬gas de buena cuna— y
enseguida se convierte en la prue¬ba viva de la naturaleza indeleble de la tara servil. Los
pre¬juicios siguen siendo tan tenaces que algunos mantienen a todos los negros americanos
en el más grande de los desprecios debido a que todos son descendientes de escla¬vos. Uno
no da su hija en matrimonio a quien se consi¬dera que tiene ascendencia esclava, sea cual
fuere su po¬sición social o política. Algunos jóvenes de las nuevas ge¬neraciones luchan contra
esos prejuicios, pero los casos de matrimonios mixtos son todavía raros. En los centros de
albergue de los trabajadores inmigrados en Europa, hay conflicto a veces para que unos no se
queden per¬manentemente al servicio de otros. Al regresar a su aldea, no hace mucho tiempo,
el trabajador migrante de origen servil debía entregar simbólicamente a sus antiguos
pro¬pietarios —que escogían sus regalos— todas sus ganan¬cias y todas sus compras. Entre
los nómadas, la condición actual de servidores apenas se ha modificado, y una trata
clandestina funciona todavía.
Estas situaciones desdichadas sólo tienen, esperemos, un carácter residual. Como fenómeno
económico de ex¬plotación la esclavitud está condenada a la desaparición. En los campos
sigue siendo un problema actual para los que, liberados en derecho, dependen todavía de sus
anti-guos amos para tener acceso a la tierra. Hoy todavía, si el comportamiento de esos ex
esclavos en su aldea no se juzga conforme con su antiguo rango, no pueden quedar¬se. Para
desenajenarse y reinsertarse como personas de pleno derecho, les es preciso emigrar allí
donde su posi¬ción podría ser desconocida. Pero su nombre patronímico, el acento, sus
costumbres o las noticias que propagan los brujos y las malas lenguas, los denuncian casi
dondequie¬ra a aquellos, numerosos, que escrutan el hígado y los ríñones de sus congéneres
para descubrir con júbilo la tara que hace de ellos mismos, y sin que les cueste, seres
superiores.
En los centros urbanos a los que llegan los campesinos desposeídos, la comida, que los
dominios señoriales no dispensan sino con cuentagotas en el mercado, es rara. El clero, en
tierras intercambiadas a los nobles por la eter¬nidad, reconstituye una agricultura de
subsistencia que le permite ejercer una explotación caritativa de hermanos y hermanos legos,
conversos e idiotas. Pero los burgueses de las ciudades, para emplear esta mano de obra
expropiada, deben poder disponer de las subsistencias necesarias para su mantenimiento,
como para su propia alimentación. Les es preciso contornear esas vastas áreas de servidumbre
y sobrepasarlas para alcanzar a larga distancia otras zonas productoras de víveres. El largo
camino del comercio de los granos sustituye al de la trata y contribuye a sentar los cimientos,
pero también aquí remotos, de un mercado de la fuerza de trabajo.
Las transformaciones de la esclavitud moderna y de tipo colonial son diferentes porque están
afectadas por el con¬texto económico del capitalismo mundial en el cual se realizan. La
constitución de una mano de obra salarial competidora de la esclavitud opera por el juego del
mer-cado solamente.
Cuando se asigna la esclavitud al cultivo de materias primas agrícolas se abre una vía hacia el
salariado. La comercialización de los productos de la tierra conduce a la de la tierra misma. El
valor de las mercancías agrícolas se comunica a esta última; su rendimiento se evalúa como
bien mercantil; adquiere un valor, incluso un precio, que se comunica a cambio a todos sus
productos, incluyendo por tanto a las subsistencias. Incluso cuando las estructu¬ras sociales de
la producción frenan la comercialización efectiva de la tierra, este valor está latente y tiende a
actualizarse en todos sus productos sin excepción. La co¬mercialización interna de los víveres
alcanza un umbral decisivo a partir del momento en que, vuelta la tierra ce¬sible, el mercado
de bienes raíces contribuye a la desigual¬dad social de acceso al suelo o a la especialización de
algunos propietarios en la agricultura mercantil. Con la comercialización de la comida de los
esclavos, surgen otros problemas a partir de la llegada al mercado interno de una masa de
víveres hasta entonces consumidos en auto- subsistencia. Esta extensión necesita la puesta en
el merca¬do de mercancías equivalentes o produce la sobrevaluación de las que se encuentran
allí. Favorece el advenimiento de una moneda capaz de reducir esas diferencias, por lo tanto
también de una autoridad política que la gobierna. Dado lo anterior, los esclavistas obligados a
comprar la comida de sus esclavos se encuentran en la necesidad, des¬crita supra, de distribuir
de manera continua y fija, pero en lo sucesivo onerosa, esclavos cuya producción mercan¬til se
vende de acuerdo con una coyuntura variable. En este punto, la lógica de la ganancia conduce
de la compra de subsistencia para los esclavos a su remuneración en dinero; luego de la
remuneración fija, a una remunera¬ción variable en función del trabajo realizado o de los
resultados obtenidos.
Por aplastante que sea la ventaja del salariado, se com¬prende la resistencia de los esclavistas.
Ésta está vincula¬da a los intereses materiales, a las relaciones sociales y de negocios que
mantienen con el aparato de la trata. Está vinculada a sus inversiones en un rebaño que, con la
apa¬rición del mercado de la fuerza de trabajo, pierde su valor comercial. El capital invertido
en los esclavos es irre¬cuperable y los coloca en mala posición respecto de los competidores
capitalistas que pueden invertir en medios de producción y de aumento de la productividad
del tra¬bajo de sus asalariados. Si a pesar de esa limitación los esclavistas son capaces de
comprar maquinaria para colo¬car a sus esclavos, la amortización de las primeras incita a una
amortización igualmente rápida de los segundos con el riesgo de arruinar su fuerza. Tanto
como la inversión en capital fijo complica la esclavitud, otro tanto lo sim¬plifica para el
capitalismo.
Más que una reconversión de los esclavistas al capita¬lismo, se ha visto, en Estados Unidos por
ejemplo, la sus¬titución de una clase de explotadores por otra. El con¬texto mundial de una
economía industrial monetaria ha hecho de la abolición el desafío de una guerra entre dos
clases explotadoras y competidoras, más que una lucha de clases entre amos y esclavos.
Por otra parte, ¿ha dado lugar la esclavitud a luchas de clases? África no nos proporciona
ejemplos patentes. Los casos de rebeliones de esclavos son raros. Se han rebelado, desde
luego, cautivos encerrados en barracas y listos para ser embarcados; hay esclavos que han
tratado de huir; usurpadores de origen servil han tomado el poder. Pero no ha habido
revueltas organizadas que se hayan hecho dueñas del orden de los amos. Hemos evocado ya a
este respecto la jerarquización de la clase esclava, el vínculo unívoco con el amo y la
incapacidad de encontrar un terre¬no de organización colectivo cuyo reto haya sido superior al
que concedía el parecer del amo. La despersonalización, la ideología de la que estaban
impregnados esas mujeres y esos adolescentes desde su entrada a la esclavitud, los tormentos
y el terror que inspiraban los castigos crueles, la acción colectiva de la clase de los amos frente
a la des¬organización de los esclavos. . . Cuanto más dura sea la explotación, más aleja al
explotado de los conocimientos y del tiempo libre y más disminuidos se encuentran los medios
de la toma de conciencia. A la inversa de lo que destila el romanticismo revolucionario, la
revolución no es inversamente proporcional a la represión. Más allá de cierto umbral, los seres
humanos son aplastados bajo las necesidades de la sobrevivencia. Los, explotadores más cí-
nicos lo saben y agravan a sabiendas las condiciones ma¬teriales de sus explotados, no para
extraer más de ellos —pues esta agravación puede costarles más que el prove¬cho que
sacan— sino como medio de encarcelamiento en una materialidad casi absoluta. La libertad se
conquista poco a poco aprovechando los intersticios que abren las contradicciones en cada
sistema social y que obligan a los explotadores a ceder para salvarse a sí mismos. Cada
conquista social no es solamente una victoria, es también a veces un arreglo necesario para la
perpetuación del modo de explotación. Convertir a los esclavos en parceleros, lo cual
representaba una mejoría con respecto a la esclavitud de fatiga, no fue el fruto de una lucha.
Servía a los amos al tiempo que dividía todavía más a los esclavos. La clase obrera ha sido más
que cualquier otra capaz de lucha positiva, pero sería una ilusión quizá peligrosa dejar creer
que basta que una acción sea masiva y organizada para que tenga éxito totalmente, sin servir,
en parte, a los intereses de los amos.
CONCLUSIONES
Los pocos casos de esclavitud evocados en esta obra no agotan desde luego la materia y
menos todavía la bús¬queda de una conceptualización teórica. Más aún, es pre¬ciso
entendérselas, para llevarla a cabo, con el estudio de casos clásicos como los de la Antigüedad,
del Oriente mu¬sulmán o de las Américas, en una caracterización que las haga comparables.
Dije en otra parte (1975 c) que no considero que el "modo de producción" sea un concepto
operatorio. Aun en Marx es una noción cómoda que designa, en espera de ver más claramente
las cosas, formas diversas y no siempre bien identificadas de organización económica, sin que
un contenido conceptual se aplique a ella de manera homogé¬nea. No es evidente por otra
parte que sea posible darle a esta noción ese contenido homogéneo que permitiría descu¬brir
todos los modos de producción posibles por un proce¬dimiento lógico de transformación. A
partir de la presente investigación sobre la esclavitud, me detendré provisio¬nalmente en las
consideraciones siguientes.
En las sociedades domésticas, por ejemplo, las fuerzas productivas evolucionan dentro de esos
límites de la auto- subsistencia que circunscriben una población en la cual el parentesco rige
las relaciones de reproducción. El pa¬rentesco, que organiza el marco social de la procreación
(el matrimonio) y de la asignación de la descendencia (la filiación), prepara permanentemente
las relaciones de pro¬ducción de conformidad con las condiciones históricas en las cuales
deben ejercerse para ser eficaces y preservar las condiciones materiales de la perpetuación de
la sociedad. Cuando las circunstancias históricas cambian, por lo tan¬to también aquello que
deben ser las relaciones de produc¬ción, las relaciones de reproducción deben ser ajustadas
en consecuencia. Pueden serlo en primer lugar bajo el efec¬to de una fracción "subversiva" de
la población, y des¬pués alcanzar al conjunto social e imponerse a éste; las instancias sociales
pueden conformarse u oponerse a ellas y provocar una crisis, etcétera.
Dado que la sociedad esclavista es una sociedad de cla¬ses, la clase dominante debe también
instaurar las insti¬tuciones que reproducen al conjunto social: las que asegu¬ran la
reproducción de las clases dominadas, conjugadas a las que perpetúan sus relaciones de
dominación y de ex¬plotación. En la sociedad aristocrática, las casas que com¬ponen la clase
dominante practican juntas la guerra escla-vista, instrumento de reproducción de la clase
esclava y por ende también de la sociedad esclavista en su conjunto. Para este efecto,
establecerán entre ellas las relaciones mi¬litares y políticas que contribuyen a la reproducción
social.
Por la sangría que ejerce la sociedad esclavista sobre otras, los extranjeros caen en manos de
los gentiles. Esa re¬lación está en el origen de la relación primaria de clase que se actualiza en
su seno entre amos y esclavos. Se cons¬tituyen relaciones de reproducción distintas en cada
clase y una relación de reproducción, más general, entre ellas.
Para esta última, las instituciones de la guerra y del mercado, instauradas por las clases
dominantes, son los marcos que rigen su reproducción y que, en ese contexto histórico,
eclipsan el parentesco.
Parentesco dinástico o patrimonial por un lado, captura y compra por el otro, esas formas de
reproducción social se excluyen y sancionan así la relación de clases con una "agamia" que
previene la aparición entre esas clases de relaciones generadoras de parentesco. Sólo se
contraen, entre las clases dominantes y dominadas, relaciones de producción.
Cuando finalmente los individuos de clase inferior son incorporados mediante relaciones no
parentales de repro¬ducción —como la guerra de captura por ejemplo—, se constituyen, no
en una clase, sino en un cuerpo social cuyo modo de reproducción propio así como sus
relaciones con la clase dominante son específicos.
La esclavitud, aunque sea para el teórico del parentesco un caso tanto más instructivo cuanto
que le es antinómico, no ha retenido como tal la atención ni de los estructuralis- tas ni de los
funcionalistas si no es para que lo coloquen en el esquema universal de un parentesco
implícitamente consanguíneo, ¡vale decir de esencia aristocrática! En nin¬guna sociedad el
hecho de la procreación puede ser toma¬do como el punto de partida "natural" de la relación
social elemental de maternidad y menos aún de paterni¬dad. Sólo crea esas relaciones la
puesta en práctica de in¬tercambios activos y materiales entre adultos y niños. Para los
esclavos, las relaciones parentales dependen de la vo¬luntad de los amos. Sólo se ejercen
limitada y precaria¬mente en el marco del funcionamiento de las instituciones que sustituyen
para ellos al parentesco: la captura o la venta.
Falta todavía por definir de qué producción se trata. Para ello ha sido preciso singularizar los
bienes que en¬tran en el mantenimiento de la vida y que yo llamé "bie¬nes regeneradores".
Marx colocaba la productividad del sector reproducción de las "necesidades de la vida" en el
origen del plusvalor capitalista. Esta productividad de¬termina en efecto el valor de los
productos que compran las clases laborales, por lo tanto en última instancia su salario y su
reproducción. Sin embargo, cuando Marx dis¬tingue analíticamente los dos grandes sectores
de la pro¬ducción capitalista, el de los bienes de consumo y el de los bienes de producción,
confunde los bienes regenera¬dores en el conjunto de los bienes de consumo. Pero su propio
razonamiento infcita a llevar la distinción hasta singularizar el sector regenerador y sus leyes
específicas. No solamente no podemos explicar la economía esclavista sin este análisis, sino
que se comprueba hoy el peso estra¬tégico que representa en la economía capitalista mundial
el sector agroalimentario que la intervención de los esta¬dos —incluso los que profesan el
libre intercambio— sujeta a leyes económicas diferentes de las que prevalecen en los otros
sectores de producción y que no dejan de tener un impacto importante sobre la llamada
"explosión demo¬gráfica" (Meillassoux, 1982).
Más importante aún, esta distinción que pone en evi¬dencia la inconmensurabilidad del valor
social de los se¬res humanos y de su fuerza de trabajo, prohibe ver en ellos, a manera de una
economía cosificadora, a "recursos humanos" (Itoh, 1985).
Hemos recalcado ya que, globalmente, la esclavitud hace bajar la producción alimentaria, y por
ende la población; que la inmovilización en el esclavo de un capital poten¬cial frenaba el
aumento de la productividad del trabajo. La esclavitud provoca la transferencia pero también
el decrecimiento del plusproducto. La esclavitud no es un sistema de explotación sino de
sobreexplotación. Podemos inscribir en su favor el hecho de que haya engendrado y
estimulado al gran comercio, la especialización de las ac¬tividades, la diversificación de la
producción, por lo tanto el advenimiento de una clase mercantil capaz de rivalizar con la clase
militar de la cual sigue siendo no obstante dependiente. La capacidad potencial de
acumulación de un capital mercantil por intermedio de esta clase sobre¬viene sin embargo en
un contexto en que, al tiempo que introduce el trabajo en el mercado, no confiere valor
mer¬cantil a la fuerza de trabajo y la hace remplazable con demasiada facilidad. El aumento de
la producción se hace de manera más destructiva que progresiva, por intensifica¬ción de las
guerras de captura y acumulación del número de esclavos: no hay incitación al aumento de la
produc¬tividad del trabajo de los explotados. El capital mercantil se impone menos que la
riqueza militar, la cual es el ver¬dadero agente del crecimiento económico. La coexistencia y la
combinación de la sociedad aristocrática y mercan¬til y de sus esclavitudes respectivas,
favorecen una eco¬nomía compartida entre la subsistencia y el lujo, en la cual las inversiones
"productivas" se limitan sobre todo a los instrumentos de guerra.
La servidumbre, con sus medios de acumulación menos importantes, ya que limita el número
de trabajadores disponibles en todo momento, y aunque se acompaña de una regresión del
comercio, habrá probablemente hecho avanzar más la productividad del trabajo. El arado, el
tiro animal, el uso de energía natural aparecieron con ella.
Se le imputa por una parte al tiempo libre ofrecido por la esclavitud a las clases dirigentes, en
la Grecia an¬tigua o en Roma, el impulso del pensamiento filosófico o político. ¿Habrá este
pensamiento por ello contribuido a esclarecerlos en cuanto a las condiciones reales de su
exis¬tencia? Marx evocaba cómo el valor desigual de los hom¬bres había cegado a Aristóteles
sobre el valor respectivo de su trabajo. Cicerón, quien preconizaba la tortura y la pena de
muerte para someter a los esclavos, cultivaba hacia esos "extranjeros" los prejuicios más
groseros, idén¬ticos a los que anida hoy el racismo, y que lo hacían in¬capaz de reconocer
cualquier otra civilización diferente de la esclavista.
Con la finalidad de facilitar la lectura de la obra, doy a con¬tinuación las definiciones de los
términos o las locuciones en la acepción en que los he empleado, o más exactamente en que
intenté emplearlos. Varias de esas definiciones no son pues ri¬gurosamente las del diccionario
ni las que prevalecen en la literatura especializada. Otras definiciones tratan de restituir a las
palabras un sentido perdido o más preciso. Algunas fi¬nalmente, en particular las que se
relacionan con el paren¬tesco, se inscriben en una perspectiva metodológica que no pude
exponer en estas páginas pero que permitirán, así lo es¬pero, hacer comprender mejor los
desarrollos en los que in¬tervienen.
Las palabras en cursiva en las definiciones remiten a las otras entradas del glosario.
(Este glosario ha sido establecido en estrecha colaboración con Jean-Luc Jamard, CNRS.)
Abreviaturas: □ distinto de
conv. converso (s); término (s) cuyo sentido remite a la pa¬labra considerada por conversión y
recíprocamente (ej. mayor/menor, padre/hijo) ant. antónimo sin. sinónimo v. véase neol.
neologismo
adelfia (neol.): conjunto de individuos cuya filiación se rela¬ciona con un mismo decano;
adélfica (sucesión): sucesión de decano a sénior en la adelfia o de mayor a menor en la
fra¬tría.
adhesión: movimiento por el cual un individuo de edad acti¬va se integra voluntariamente a
un grupo de producción ins¬tantánea (o no diferida) o en una banda. □ afiliación, v. banda,
horda.
afiliación: vínculo social convencional contraído entre un in¬dividuo no pariente con un mayor
o un decano que sanciona su pertenencia a la comunidad de estos últimos.
□ adhesión, v. filiación.
afín: una comunidad determinada puede eventualmente dis¬tinguir dos categorías de afines:
los parientes de las muje¬res casadas con ingenuos de la comunidad y los parientes de los
esposos de las mujeres ingenuas de esta comunidad.
□ alianza.
anceocracia (neol.): poder de los sirvientes. ancilar: que se relaciona con los sirvientes.
aristocracia: clase social fundada en la fuerza de las armas; de origen cooptativo, pero con
tendencia dinástica, v. bandidismo; banda.
□ autarquía.
avuncular: filiación entre el decano de la adelfia y la descen¬dencia de las sororias. sin. de
facto: matrilineal.
banda: grupo organizado en torno y durante el tiempo de una actividad de caza, de recolecta,
de saqueo o de rapto, sin que prevalezcan otras relaciones entre sus miembros.
bandidismo: acción de rapiña o de rapto llevada a cabo por una banda en el seno de su propia
sociedad.
□ incursión.
captor: el que se apodera de seres humanos para hacer de ellos cautivos (cf. Rinchon, 1929, en
Gaston-Martin, 1948).
captura: v. captor.
cautivo: el que, habiendo sido capturado, no ha sido todavía adquirido por un amo. El cautivo
es una mercancía, el escla¬vo un medio de producción; el cautivo consume, el esclavo
produce.
clase social: componente social colocado en una relación or¬gánica de explotación respecto de
otra, v. cuerpo social.
cliente: prestador de servicios o de bienes, que trabaja para un patrón, el cual asegura su
mantenimiento sin que sean establecidas las relaciones de equivalencia entre sus
presta¬ciones recíprocas.
componente social: célula social que tiene su especificidad en la sociedad en relación con otros
componentes homólogos o conversos (ej.: clan, comunidad doméstica, clase social, ór¬denes,
empresas...).
□ noción.
condición (del esclavo): situación social definida por el lugar del esclavo en las relaciones de
producción o de reproduc¬ción de la sociedad que lo emplea.
□ estado.
(Por lo tanto diferente de "conflicto", "oposición", "contra¬rio", etc., términos de los cuales
esa palabra ha tomado abu¬sivamente la significación en el pensamiento staliniano y mao-
ísta.)
cooptación: modo de reclutamiento de un grupo por los miem¬bros de ese grupo con base
selectiva en calidades individuales predefinidas.
cuerpo social: grupo secretado por una clase social con el fin de ejecutar para ella ciertas
funciones indispensables para su existencia y que no puede asumir completamente por sí
misma (por ej.: los lacayos para la aristocracia militar; la policía, el ejército, los cuadros de
empresa para la burguesía; la burocracia sindical para la clase obrera, las burocracias de
Estado, etcétera). □ clase.
demo (o gamódemo): "círculo matrimonial en el cual el 90% de los matrimonios por lo menos
se efectúan" (según Bou- nak, 1964, citado por Gomila, 1976; 18). v. conjunto matrimonial.
dinastía: organización que reúne a los parientes de aquella clase aristocrática que tiene
derecho de acceso al poder.
energía de trabajo: designa a la fuerza de trabajo cuando ésta es un bien de uso y no una
mercancía.
esclavitud.: estado del esclavo (empleado también, por exten¬sión, en el sentido de
esclavismo).
esclavo de fatiga: esclavo que provee la totalidad de su tiem¬po de trabajo al amo, quien lo
provee a su vez de las ne¬cesidades vitales.
estado de libre: posición del ingenuo todo el tiempo que permanece vinculado a sus
congéneres por el parentesco o la afinidad.
excedente: parte del plusproducto social que sobrepasa las necesidades de la reproducción
simple de una población, tras deducción de las reservas necesarias para mantener su
exis¬tencia de continuo pese a los malos años y a la mortalidad de los preproductivos y de los
productivos.
explotación: relación entre clases mediante la cual una recibe todo o parte del plustrabajo o
del plusproducto de la otra, ali¬mentando esta transferencia la reproducción de la relación de
explotación.
□ extorsión.
extorsión: sangría arbitraria y ocasional, pero inorgánica, de una parte indeterminada del
producto social por un poder.
□ explotación.
faide (f.): estado de vindicta a muerte entre familias orien¬tada al arreglo de afrentas o
crímenes, sin. vendetta, venganza.
filiación: pertenencia a un grupo parental que se manifiesta por la dependencia hacia aquel
que detenta en él la autoridad de decano. v. afiliación.
□ adelfia.
generación: individuos de ambos sexos de una misma sororía o de una misma fratría.
□ incursión.
hipergamia: matrimonio de una mujer con un hombre de una clase o de un orden superior,
ant. hipogamia.
impuesto: sangría periódica medida con referencia a una base tributaria, ejercida sobre los
ingresos y los bienes de catego¬rías sociales definidas.
□ tributo.
□ guerra.
inerte (producto): que no interviene en la regeneración físi¬ca del ser humano, ant.
regenerador.
ingenuo: quien, por su nacimiento y su crecimiento en un medio social libre, se reconoce como
exento de toda servi¬dumbre.
□ liberación.
matrimonial (conjunto): conjunto de comunidades que ase¬guran entre ellas su reproducción
demográfica y social, v. demo, gamódemo.
matrimonio: institución por la cual se reconoce que los hi¬jos nacidos o por nacer de una
mujer serán afiliados a la comunidad de su esposo (en una sociedad patrilineal) o de su mayor
(filiación avuncular).
□ senioridad.
medios colectivos de producción: los que proceden del tra¬bajo colectivo de varias células de
producción pero que son utilizados por cada una de ellas para la satisfacción de sus
necesidades particulares.
medios sociales de producción: los que, al ser producidos en el marco de una división social del
trabajo, concentran un tra¬bajo social cuyo producto le corresponde ya sea a los propie¬tarios
de esos medios, ya sea a la colectividad en su con¬junto.
multigenia o multigamia: poligenia que tiene por objeto un número de esposas tal que la
descendencia pierde su perti¬nencia como medio de designación sucesoral y remite a un
modo de sucesión selectivo.
□ concepto.
□ cliente.
orden: noción institucional y jurídica de las clases sociales y de los cuerpos sociales.
orgánico: califica una relación esencial e inherente a un sis¬tema social de la cual es por ese
hecho constitutiva.
padre: hombre a quien se le atribuyen los hijos de una mu¬jer considerada como su esposa o
confiados por adopción.
parentesco: representación júrídico-ideológica de las relacio¬nes de producción y de
reproducción en las comunidades do¬mésticas, y de las puras relaciones de reproducción en
las clases libres de las otras sociedades antroponómicas y en to¬das las clases de la sociedad
capitalista.
□ propiedad.
patrón: v. cliente.
plusproducto: parte del producto disponible más allá del pro¬ducto necesario.
plustrabajo: tiempo de trabajo disponible más allá del tiem¬po de trabajo necesario.
□ estado.
□ capital.
prestación: fracción del plusproducto o del plustrabajo debi¬da por un dependiente al que
tiene autoridad sobre él.
□ impuesto.
□ rendimiento.
propiedad: bien sobre el cual se ejercen los derechos de uso, de goce y sobre todo de
enajenación.
□ patrimonio.
relación de producción: relación orgánica establecida entre los miembros activos de una
sociedad mediante la cual se dis¬ponen la producción y la redistribución del producto social.
relación de reproducción: relación organizada entre los miem¬bros de una sociedad que
dispone la perpetuación demográ¬fica e institucional de la misma.
rendimiento: cantidad producida por una célula de produc¬ción o por cada unidad de un
medio material de producción, durante una duración determinada.
□ productividad.
renta (en trabajo o en producto): parte del plustrabajo o del plusproducto del esclavo o del
siervo de la cual se apodera su amo o su señor.
reproducción ampliada:
reproducción simple:
conv. júnior.
v. decano.
□ primogenitura.
servidumbre:
1] sistema social de explotación basado en la extracción, por parte de una clase
aristocrática, de una renta en trabajo o en producto deducida del plustrabajo o del
plusproducto de una clase de siervos que produce para sí misma los bienes necesarios para la
reconstitución de su energía de trabajo, de su mantenimiento y de su re¬producción en tierras
concedidas congruentemente por la clase dominante;
□ esclavitud.
v. homogéneo.
v. sistema social.
tributo: extorsión ejercida sobre poblaciones vencidas o que no tienen derecho de ciudadanía.
vecinal: que tiene relación con la vecindad (ej.: guerra ve¬cinal: guerra entre vecinos).
vecino: extranjero que vive "al alcance", con el cual se man¬tienen relaciones susceptibles de
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Abitbol, M.: 58n, 214, 280s Aboh: 139, 184 Abomey: 174n, 200n, 238 Abron: 78, 89, 120, 139,
142, 147,
182, 246n, 247n, 252n, 265 Abu Bakr Iskia, Mohámed: 274 Adahoonzan II: 185 Adamawa: 62n,
74n, 80-81, 241 Adandozan: 203
África: passim; austral, 200; del norte, 64; ecuatorial, 44; musul-mana, 211n; negra, 91;
occiden¬tal, 25, 49-76, 90, 122, 273, 279n, 288n, 327, 334, 344; oriental, 335, 339;
subsahariana, 30 Agadez: 273 Agasuvi: 200n Agibu: 290, 293 Agonilo: 203 Agouli: 220 Aguessy:
213 Ahmadou: v. Amadu Ahmed Baba: 267n Air: 53, 276n Aisan: 174n Akan: 78
Al Biruni: 51
Al Istakhri: 50
Al-Makrisi: 51
Al-Omari: 53, 58, 63n, 273, 275
Al-Sharishi: 51
Al-Yakubi: 50
Al-Zuhri: 51s
Alabama: 340
Alladian: 117
Almorávides: 52
Alto Senegal-Niger: 75
Amselle, J. L.: 118, 164n, 167n Anamia, L.: 218n Antillas: 77, 151, 314, 334-335n, 340
148 Anzuru: 87
Arabes: 145, 185, 194, 270, 300 Ardra: 245n Argyle: 203 Arhin, K.: 182n Aristóteles: 27, 206,
230n, 359 Arma: 273, 278s, 281 Asante: 78, 89, 108n, 171n, 191s, 195
87, 172, 269s Auge, M.: 37n, 114n, 117 Awdaghost (Awdaghust, Aoudag-
Ba, H.: 41, 70, 282n Bacili: 152 Bademba: 184, 342 Baduel: 122n Bafonge, Faduwani: 298
Bafulabe: 134n Bagana: 53
Baghayogo, Mohamed: 270
Baghena: 53
Bakel: 134n
Baleya: 293-295
Bamana (Bambara): 37, 54s, 57, 69, 71, 80, 118, 120, 141, 146, 167n, 194, 199, 230, 286, 290,
292s, 295, 299 Bambuk: 58, 59n, 334 Bamum: 95, 183, 188, 192, 195,
222, 224, 231s, 245 Banambile: 300 Banan, Banandugu: 284, 295 Bani: 213n Baogho (Naba): 57
Baol: 134n, 200, 212 Bara: 53 Bara Issa: 279n Barbara: 52 Barisa: 51 Barnet, M.: 93n Barry, B.:
64n, 75n Barth, F.: 81, 89 Barthélemy: 138 Batedugu: 294
184n, 313n Baule: 120 Baxana: 54, 290 Bay, E. B.: 95, 219 Bazin, J.: 55, 67-69, 114n, 141, 144,
170s, 173, 194, 228, 244, 284 y n, 309
Becker, C.: 88n, 212 Behanzin: 238 Beledugu: 295, 297 Belimena: 293 Beni Lemtuna: 52 Benin:
183, 189s, 193, 212, 245 Benveniste, É.: 26, 32, 114, 119, 120n, 166n, 169n, 201n, 244, 255
Bereberes: 50, 84 Bergu: 53 Bernus, E.: 177
Bobangi: 92
Bolobo: 92
Bonduku: 126n
Bonnafé, P.: 44
273, 275, 289n Bosman, W.: 245 Bossuet, J.-B.: 145n Bouche, D.: 342n Bourba Iolof: 334
Boutillier, J.-L.: 75s Bouvet, H.: 180n Bovill, G. W.: 62, 214n Bowdich, T. E.: 89, 189s, 200, 254n
Bozo: 282 Brack: 88n
Buna: 76
Bundu: 184
Bunduke: 73
Burdeos: 77n
Bure (Bouré): 58, 59n, 295 Burgonde: 201n Burnham, P.: 62n Burton, R. F.: 245n Busansi: 78
Cabra* 279
282, 284, 294-296 Camara, M.: 142n Camerún: 81, 241 Camerún británico, ex: 211 Cano: v.
Kano Casamance: 207 Cercano Oriente: 77, 219n Cicerón: 85n, 359 Cirilo de Alejandría, 213n
Cisse, Y. S.: 166n Cissoko, S. M.: 282 Clausewitz, K.: 180 Congo: v. Kongo Contamine, P.: 180
Cooper, F.: 327, 335-337, 339s Coser, I. A.: 214 Costa de Marfil: 37n, 75 Cuoq, J.-M.: 50-53, 84,
163, 214 y n Curtin, P. D.: 106, 175, 182 Cushitas: 50n
Da Monson: 69 Daget, J.: 41, 70, 282n Dahomey: 60n, 75, 87, 89, 95, 117, 127, 174n, 183-185,
188-190, 193, 194n, 195, 200, 203, 210, 217-219, 237, 239s, 245n, 246s, 252, 271n, 284
Dakoro: 199, 229 Dallol Basso: 78 Dalzel, A.: 185, 209n Damagaram: 184, 211, 214 y n Damel:
88n, 197 Damoussa: 294 Daouda (askia): 234 Dapper, O.: 189s, 198 Dar-Fur (Darfur): 58n, 214n
Daubigney, A.: 85n Daud (askia): 54 Daumas, E.: 56n, 78, 90n, 94, 99, 139n, 176s, 185, 194,
214n, 230, 269
De Marchais: 183
Demessi: 225
Dendi, 54
Dia: v. Ja
Diaba: 283
Dialikrou: v. Jalikuru
Diawara: 303
Diema (Jema): 77
Dienné: v. Jenne
Dina: 229
Dinga: 298
Dingarayi: 293
Diop, M.: 75
Dioula: v. Jula
Dioumo: v. Jumo
Djanawen: 84
Djelgove: 146
Djerma: 78 Djimini: 182 Djoliba: v. Joliba Djouder: v. Jouder Dogon: 31, 80 Dorchard: 127n
Doua: 170 Doucoure, L.: 298 Doutressoule, G.: 64 Dubois, F.: 275, 280 Duby, G.: 260 Duguru:
293 Dukure: 298
Dumestre, G.: 68n, 164n, 175n Dunbar, R. A.: 184, 211, 214 y n, 215
Edrissi: v. Idrissi
El-Bekri: v. Al-Bakri
Estados Unidos: 21, 340, 349 Europa: 24, 77, 276; medieval, 137n, 180, 226n
90, 211, 213n, 214n Fisher, H. J.: 271 Forde, D.: 191 Fortes, M.: 139 Francia: 137 Francos: 226n
Francisco de Souza: 203 Frazer, J. G.: 205 Frossard, M.: 335n Fuglestad, F.: 200n
Mami (caíd): 54 Mande: 26n, 120, 164s, 167s, 171 Manding: 294 Mandinga: 119n, 278n
Maninka: v. Malinke Manning, P.: 210, 341n Manson: 184 Mansur (caíd): 54 Maquiavelo, N.:
230n Maradi: 212
301, 303, 309, 342, 344 Marakaduguba: 283 Marakaduguworoula: 283, 342s Marakala: 283
Maren Jagu: 167n, 298 Marrakech: 280 Marroquí: 276, 278s Marruecos: 58, 280 Martin, V.:
88n, 212 Marty, P.: 63n Maruja: 300
314, 319, 351s, 357, 359 Masina: 57, 69-71, 73, 118, 147n,
282n, 290, 344 Maugham, R.: 94 Mauny, R.: 49, 51, 62s, 66n, 289n Maurin, J.: lOOn, 130n
Mauritania: 79
Mawri: 87, 195n, 231, 242, 252 Maxane: 221 Mbodj: 265 Mbuambua: 192 McCall, D. F.: 56n,
64 Medio Oriente: 77 Mediterráneo, mar: 24, 60 Meillassoux, C.: 25n, 27s, 30, 33n, 37n, 49n,
55, 56n, 63n, 64n, 65, 80n, 104n, 117, 122n, 125, 132, 135n, 136, 164n, 167n, 172, 181, 221,
247, 251n, 267, 276n, 278n, 294n, 298n, 299, 301, 325n, 358 Melli: v. Malli Mema (Mima):
52n, 53 Menaka: 78
Miers, S.: 14-18, 19n, 46, 263 Milo: 294 Mima: v. Mema
Ming: 214 Minianka: 170n Mogho Naaba: 212, 224 Mohamed (askia): 53s, 57, 60,
233s, 237 Mohamed Benkan: 53 Mollien, T. G.: 184, 334 Molokoro: 293 Mombassa: 91, 339
Monier, R.: 11 Monomotapa: 200s, 204, 209 Monrad, H. C.: 254n Monteil, C.: 54, 63, 66s,
120n, 121n, 123n, 135n, 152n, 170-172, 198s, 229, 276n, 277 Monteil, V.: 196, 211 Mopti: 284
Morebeledugu: 293 Mori Birahim: 293 Mörner, M.: 320n Moros: 79, 81, 176, 184, 299s
Morton-Williams, P.: 201, 213, 223, 250n
231, 289n Nango: 295 Ngila: 241n Ngolo Jara: 173, 198 Nguni: 171n Niafunke: 279n Niane, D.
T.: 164, 165n, 166n Niaré, A. C.: 55, 118, 163, 170, 174
N'eboer, H. J.: 318n Niger, república del: 53, 80, 184n Niger, río: 67, 77, 135, 164, 168, 177,
182n. 184n, 275s, 278n, 279n, 280s, 283, 294, 299s Nigeria: 139, 184n Nioto: 290 Njoya: 95
Nono: 276 Normandos: 21 Nsara: 192 Nubia: 50n
Nuh (askia): 54
139, 184 Nyam Nyam: 84 Nyamina: 283, 299 Nzakara: 93, 128
Obichere: 127 O'Fahey, R. S.: 58n Olivier de Sardan, J.-P.: 39, 61n, 80n, 85n, lOOn, 116n, 132,
135, 138, 141, 142n, 145, 146n, 177, 193 Omán: 340 Osei Bonsu: 188 Ouassoulou: v. Wasulu
Oyó: 60n, 200s, 204, 209n, 213, 222-224, 250n
Pablo, san: 145n Pacour: 334 Park, M.: 55, 184, 271n Patterson, O.: 319n Paulme, D.: 32 Peroz,
cap.: 150s, 292, 297 Perrot, C.H.: 78, 94, 122, 148s Person, Y.: 57, 106, 182, 293n, 297n
también Fula y Fulbe Piault, M.: 82, 87, 90, 117s, 195n,
221, 242 Podor: 334 Polanyi, K.: 248 Pollet, E.: 135n, 334, 342n, 343 Pollet, G.: 135n Polonia:
103n Pompeya: 360 Pontié, G.: 59n Porto Novo: 95, 213, 225 *" Portugueses: 79 Pradelles de
la Tour Dejean, E.:
Raffenel, A.: 334 Randles, W. G. L.: 212 Rattray, R. S.: 129n, 182, 201n, 212
Regeibat: 93
Rey-Hulman, D.: 128 Riesman, P.: 40n, 41n, lOOn, 121, 146
Roberts, R.: 65n, 67n, 68s, 164n, 228, 279n, 284-286, 288, 300, 306, 341-344
216, 225, 256, 359 Rouch, J.: 53s Roussier, P.: 191 Rusia: 103n Ryan, T. C.: 248n
Sa (San): 279n
125, 228, 275, 299 Sahel: 49-76, 87, 165, 271, 290, 297, 299; v. también Sudán sahelia- no
Saint-Pére, J.-H.: 147n Sajones: 21 Sakura: 224 Salum: 200 Samb, A.: 269 Samo: 38, 42s, 80n,
117 Samori (Samory): 72s, 150s, 182, 184, 190s, 193, 209n, 254, 271, 289, 292-297, 299-301,
342 Samuel, M.: 76, 139n Sangare: 168, 171 Sankaran: 293-295 Sankore: 280 Sanneh. L. D.:
269s, 289n Sansani (Sansanding): 65n, 283s, 286, 288 Santo Domingo: 335n Sao Tomé: 335n
Sara: 26n
Segu (Segou) : 66-69, 71, 87, 141s, 144, 164, 167s, 170n, 171-174, 177, 184, 194, 198, 209n,
226, 228-230,
242, 244, 248, 283, 288-290, 292, 295, 299s, 309, 312 Seku Amadu (SegoAhmadou):
196, 231, 270 Senhaja Nunu: 53 Sesostris: 50n Seydou, C.: 145 Sheku Amadu: 70, 284 Shi: 233s
Sicilia: 77
Sidi Abdallahi: 279n Sierra Leona: 74n, 294 Sikasso: 184, 297, 300 Silla: 51-53, 146, 172, 221
Sillamaxan (Silla Makan): 135, 145
Singetti (Chingetti): 63
Sokoto: 78, 94, 140n, 288n Songhay: v. Sonxai Songhay Zerma: 135, 138, 142n Soni Ali: 53s, 63,
67, 193, 278 Soninke: 37, 65, 67, 84, 119n, 124n, 133, 135, 139n, 142, 145s, 152, 170, 194, 221.
308 Soninke-Kusa: 132, 167n, 269n Sonxai (Songhay, Sonxay): 53- 56, 77, 85n, 89, 117, 146,
193 210, 213n, 240, 278, 281 Sosso: 165 Spini, S.: 276n Strobel, M.: 91s, 126n, 339 Sudán: 49-
76, 84, 89, 163, 176, 184, 191, 214n, 275s, 283, 289n. 342s Sudán (ex colonia británica): 191
Sudán (ex colonia francesa): 341 Sudán saheliano: 130, 147, 276,
Suleyman Dama: 53 Sumare, M.: 221n Sumawuru Kante: 164, 166 Sunjata: 164-168, 170, 278n
Sy, M. O.: 203
reg
203, 221s, 224, 231s, 245 Tautain, M.: 142, 198 Tchad: 214n Tekrur: 51, 53 Telem: 80 Teneka:
177 Tenetou: 274, 295 Terray. E.: 59n, 64n, 78, 89 y n, lOln, 104n, 106, 108n, 126n, 139, 141,
147, 178n, 182, 187-189, 212, 222, 246n, 247n, 252n, 258n, 265, 330n
Thapar. R.: 252n Thilmans, G.: 50n Thornton, J.: 245 Tiakadugu: 295 Tibati: 241 Tieba: 289,
299, 301 Tiendrebeogo: 118 Tigibiri: 294 Tilaberi: 177
Timbuktu (Tombouctou) : 53s, 57, 63, 84, 119n, 267n, 270, 273- 276, 278-284 Timimoun: 177,
271 Tinkiso: 294 Tiramaxan: 165 Tiri: 298 Tishitt: 50n, 65 Togo: 80 Togu: 290 Tomás, santo:
129n Tombouctou: v. Timbuktu Toron: 296
230, 279n, 280 Tymowski, M.: 237n, 259 Tyokosi: 78, 128
Uganda: 205
Valliére, tte.: 170 Vansina, J.: 66n, 202n Varna: 121 Vayshiya: 121 Vercoutter, J.: 50n Verlinden,
C.: 77 Vidal-Naquet, P.: 11 Vieillard, G.: 85 Vincent, J.-M.: 260n Vute: 241
Wagadu: 64s, 77, 221, 269n, 298 Wakane Sako: 221 Walata: 57, 63, 65, 274s Walckenaer, C. A.:
127n, 176n,
183, 189s, 245n, 254n Walo: 196, 200 Wangara: 55, 276n
Wasolon: 167n, 170 Wasulu: 293-296, 300 Weber, M.: 210n Weil, P.: 26n White, L.: 22n
Whyda: v. Juida Wilks, I.: 212, 252n, 266 Winter, G.: 334, 342n, 343 Wittvogel, K. A.: 214
Wolof: 37, 60n, 118, 190 Wright, M.: 93
Zagha: 53 Zaghrani: 54 Zandj: v. Zendj Zanzíbar: 335 Zaria: 74n Zawila: 50 Zendj (Zandj): 234
Zeys, E.: 267n Zingeri: 273 Zulú: 171n
INDICE ANALITICO
269; aristocrático, 210 abustus: 15 aceite de palma: 246 acumulación: 97s, 106-108, 244,
246, 255, 341, 358s adelfia: 322; v. también sucesión adhesión: 171
328s, 347 agroalimentación: 357 ahorro: 134, 270, 286, 308 albañiles: 282 aldeas de libertad:
343s algodón: 63, 284-286, 288n, 292, 296, 299, 302; v. también tex¬tiles
alianzas: 80, 115-119, 167 alimentos preparados: 274 almacenes: 63, 273, 279n; v. tam¬bién
reservas alteridad: 84-86 amalgama: 37, 124 amazonas: 220 amín: 270n
ancianos: v. vejez ancilar: v. servidores antepasados: 168, 196, 207, 250, 270
aparatos: 83, 172, 180, 258 aparcería: 102, 133s, 141s, 146n, 232, 306s, 309s, 336, 343s
aprendizaje: 126
aristocracia: 61, 76, 82, 95, 118, 121n, 132, 159, 170, 185, 188, 195, 200s, 205-210, 217s, 223-
226, 232, 240-242, 245s, 248-250, 253s, 257, 262, 265, 273-275, 354; di¬nástica, 205;
esclavista, 240; guerrera, 56, 66, 73, 230n, 265; islámica: 289; militar, 57s, 199, 231, 289;
musulmana, 62 aristócratas: 22, 102s, 154, 191, 193, 198, 212, 214-216, 220n, 223, 227, 231s,
237s, 241, 244s, 248s, 256, 259, 275, 345-347; anti-, 215 armamento: 56, 80s, 106, 127, 164,
169, 176, 179, 185, 189s, 197, 241, 254s, 261, 312 arroz: 63, 243s, 279n, 291 arte: 275
artesanado, artesanos: 19, 231, 240, 245n, 249, 261, 276, 281s, 303-305; de casta, 312
asamblea: 170, 172 asesinato: 158, 169, 172, 203, 229;
213 y n, 233s, 236s, 274, 280 asociación: 171 aulaba: 148s, 153 autosubsistencia: 27, 296, 305,
313- 317, 326, 344, 346-348, 353; v. tam¬bién economía doméstica avasallamiento: 4145, 238,
289; de los creyentes, 289 y n; v. tam¬bién vasallaje avuncular: v. matrilineal azadón: 180, 188,
245n
banda: 67, 79, 81s, 88, 164s, 168- 170, 174s, 178, 244, 255, 301, 355
bandidos, bandidismo: 59, 67s, 81, 163-166, 168, 173-175, 177, 226; rey-bandido, 168-175
baraka: 277 bastardos: 37, 154 beneficio: v. ganancia bestialidad: 85 y n bien: inerte, 326, 328;
regenera-dor, 328s, 331, 357 biire: 147n
botín: 23, 51, 68, 107, 135, 169s, 173, 177s, 182, 188, 193, 242s, 248, 252, 293, 299s brak: 200
brujos, brujería: 118, 128, 164s, 167, 170, 194, 221, 269, 298, 345s buey portador: 299 bufón:
146n bur: 200, 265 burgo: v. ciudad burocracia: 224
caballero, investidura de: 260 caballos: 52s, 55, 58, 60s, 64, 80 y n, 135, 164, 169, 176, 182n,
190, 195, 243, 276, 280, 293, 300, 312 cabecere: 203 camaradería: 68 campesinado: 76, 195,
198, 227s, 244, 246s, 249, 253, 255-259, 261s, 270, 275, 288-302, 316; explota¬ción militar,
254; libre, 195, 249, 256; nuevo, 257; reclutamien¬to, v.; reproducción, 248, 261, 330; sin
tierra, 269 campesino-soldado: 228s canibalismo: 85
capital: 108, 314, 349; industrial, 318; material fijo, 316; mercan¬til, 20, 359 capitalismo: 314,
319 y n, 347 captura: 20, 36, 38, 43, 55, 57-60, 62, 68, 71, 77, 79, 85, 99, 106s, 109, 113, 117s,
121, 144, 169s, 174-176, 182, 186s, 191, 193, 217, 227, 232, 235, 237s, 243s, 254s, 256, 262,
271, 296, 320, 324s, 337, 343, 355, 357 caravanas: 127n, 169, 177, 272-274, 299-301
castidad: 216
224; v. también eunucos cauri: 54, 62, 237, 291, 300, 312 cautiverio: 38s, 42 cautivos: 77, 114 y
n, 127n, 147, 174, 195n, 199, 219n, 237, 248, 313n, 325s, 349; donación, 238; efectivos, 184
caza: 165, 241 ceddo: 196, 265
ciudad: 19, 67n, 76, 195, 272-282, 300, 312, 338s, 345, 347; comer¬cial, 55, 62-64, 273-282;
islami¬zada, 64, 272-283; -mercado, 267 ciudadanía: 68, 85, 119, 121, 131, 174s
130; de-, 113, 117, 130 clases: 13, 17, 19, 22, 27, 31, 83, 86, 128, 148, 153s, 168, 170, 199, 218,
221s, 224, 227, 230, 239, 251s, 256, 269; aristocrática, 195, 205, 223, 226, 247, 255;
burocrática, 226; conflictos de, 188; de los amos, 103, 144, 148, 221s, 269; doble relación de,
227, 255s; do¬minante, 104, 171, 217, 227, 354; esclava, 19, 41, 112, 147; gue¬rrera, 178;
hereditaria, 223; in¬ferior, 247, 355; laborales, 357; lucha de, 349, 360; mercantil, 19, 67n, 69,
195, 265, 278s, 355, 359; militar, 230, 255, 359; re¬lación de: 12, 83-86, 153, 193, 195, 205,
226s, 242, 248, 250, 255s, 262, 355; reproducción de, 354; social, 13, 17, 22, 27, 31, 230, 256,
269; sociedad de, 153 clero: 121n, 225, 272, 347; cristia¬no, 225
colonato: 21
colonización: 32, 74s, 290, 297,
comerciantes: 46, 59, 61, 63s, 76, 85, 127, 167, 248, 259s, 271-275, 277, 281, 293, 300, 313;
arma¬dos, 67
comercio: 15s, 20, 49, 58-61, 71, 83s, 219n, 236, 241n, 248, 264, 271, 279s, 299s, 312s, 316s,
342, 359; de subsistencias, 319; "in- terzonal", 347; lejano, 347; re¬des de, 52, 64, 246; v.
también trata; mercado comunidad doméstica: 15s, 26, 28, 32, 3842, 45s, 79s, 170s, 217, 267,
269s, 322, 325, 331, 333; v. también economía doméstica; sociedad doméstica conciliación: v.
arbitraje concubinas: 60s, 91s, 124, 128, 135,
200, 210-213, 217, 220-222, 262 congéneres: 26, 28, 114s, 122, 147, 168
conquista: 19, 59s, 69, 183, 192, 200, 205, 240; v. también colo-nización consanguinidad: 155,
355 consejo: 209, 277; nobiliario, 202, 209n, 210s, 213, 222s; real, 200, 211
conventos: 220
conyugalidad: 15, 33s, 36s, 76, 89, 92n, 93, 100, 115, 128s, 133, 148, 151, 153s, 197, 207, 308s
cooptación: 69, 169, 171, 219, 223-
226, 242, 355 corredores: 274 corte: 69, 176-221, 245 cortesanas: 217-220, 275 costos: 324,
336; de la captura, 107; de producción, 112; de re¬producción del esclavo, 107; prorrata, 312;
v. también pre¬cios; bien regenerador crecimiento: 356; demográfico,
86, 91, 101, 104s, 107s, 336, 341, 354; ecodemográfico, 108, 186; esclavista, 106 criador: 23,
69
cuerpo social: 154, 220-224, 248, 256, 262, 265, 355; especializa-do, 227; militar, 173;
represivo, 253; servil, 255s
chi: 53
damel: 196, 210 decadencia: 114, 120 decano: 35, 129, 148, 158, 172, 220s, 250s, 270; v.
también pri¬mogénito decivilización: 113, 129-131 defensa: 56, 66, 80, 240, 273; v.
demanda: atlántica, 263; de ali-mentos, 329, 338; de esclavos, 58n, 90, 184, 186-188, 219, 289;
de fuerza de trabajo, 192; de las clases dominantes, 247; de los traficantes, 247; v. también
comercio; trata "democracia militar": 68, 241 demografía: 30, 42, 86, 89, 91, 101, 103-106,
108, 186, 259, 336s, 341. 354s, 357s; cuenta demo¬gráfica, 321; v. también creci¬miento;
ecodemografía dependientes: v. servidores deportación: 170s, 236s derechos, teoría de los:
10-13 derogación: 274, 304 desastres: 282, 322 descomposición social: 163 desexualización:
124-128, 220 desfeminización: 124-128, 220 desocialización: 113-122, 129, 151, 204
despersonalización: 100, 113, 122-
124, 128, 349s despoblamiento: 59 despotismo guerrero: 253-256 destierro: 283 dichos: v.
refranes diezmo: 258 dimajo: 221
dinastas: 158, 216, 223s dinastía: 66. 157s, 173, 200, 202- 206, 216, 223-226, 242, 317; v.
también herencia dios: 201s, 204s, 207, 267-269 divinización: del rey, 200-224 dolo: 71
319, 353s dompe: 239, 252 dote: 15, 125 y n, 136, 153, 233 dougoukounasigi: 211 dugu: 67
dunko: 120 dura: 63 dvija: 121n
también demografía economía: 257; agroalimentaria, 328; aristocrática, 227, 263 (v. también
guerra); campesina,- 299; capitalista, 20, 107s, 316, 318, 344, 349, 359; de ostenta¬ción, 246;
distributiva, 238s, 245n, 246; doméstica, 248-253, 260, 303, 313, 331s, 347, 354 (v. también
comunidad doméstica; sociedad doméstica); indivi-dualista de beneficio, 269; mer¬cantil, v.;
redistributiva, 27, 243, 247, 250, 252, 257s (v. prestacio¬nes); separada, 248s edad, asociación
de: 146 educación: 270
efectivos: armados, 52, 189 y n, 190; femeninos, 320; v. también esclavos ehenenana: 149
223, 268, 292, 359 ejército: 52, 55s, 58s, 62, 84, 87, 89. 173s, 181, 188s, 193, 212s, 217, 228s,
244, 291s, 345; colo¬nial, 290, 297, 300; efectivos, 189s; permanente, 191, 199, 227, 230s;
policial, 261; v. también lacayos elección: 170, 200 emancipación: v. manumisión empeñados:
46, 126, 231 enajenabilidad, enajenación: 11,
92, lOls, 123, 128, 141, 143-146, 219, 233, 238, 260, 311, 317, 344, 346, 349-350, 360 energía
de trabajo: 314, 329 enriquecimiento: 265, 270 entronización: 223 escarificación: 117
esclavitud: americana, 21, 340, 349; antigua, 21; aristocrática, 195, 236s, 262; campesina,
329s; comercial, 22, 39, 42, 50s, 82, 107, 163, 297; costo de la, 106s; de ganancias, 22; de
renta, 262, 306-311; de subsistencia, 22, 61, 97, 183, 216, 230-233, 237, 244, 256, 259, 261,
276, 282, 311, 318, 325s, 329, 335, 339s; espacio de la, 79, 263; mercantil, 185, 263, 311-319,
324-328, 330; militar, 61s; moderna, 21, 349; patriarcal, 20, 22; productiva, 29n;
reproduc¬ción de la, v. reproducción; ro¬mana, 21, 130n, 214n, 215n, 216,
esclavos: acceso a las mujeres libres, 136, 143, 157; adquisi-ción, 97, 106, 134, 140, 143, 154,
236, 306, 314, 329s, 355; agríco¬la, 22, 61s, 97, 183, 216, 230, 237, 244, 256, 262, 282, 339s;
amor¬tización, Í07, 327, 329n, 333s, 349; aparceros, 103, 133s, 141- 143, 146n, 233, 305-308,
310, 336; condicionamiento, 78, 141, 147, 214 (v. también castración); cortesanas, 217-220;
crianza, 327; de confianza, v. confian¬za, esclavos de; de corte, 60s, 120, 130, 139, 210-213,
215s, 222-
226, 235s; de esclavos, 136, 211, 286; de fatiga, 132, 134, 301s, 305, 343; de lujo, 217, 246,
338n v. también mujeres); de ga¬nancia, 66; de renta, 262, 306- 311; de subsistencia, 97-108,
230- 233, 244; demanda, v. efectivos, 75s, 103-106, 109-111, 132, 136, 232, 280, 299-301, 316,
320, 326; estado, social de los, 13, 108s, 112-114, 121s, 131, 143s, 154, 157s, 197, 216, 211,
315, 318; familia de, v. aparceros; fuga, 78, 81, 141, 147, 188, 342s; griegos, lOOn;
improductivos, 247; inserción, 114, 129, 135, 142s, manteni-miento, 101, 310, 314, 326, 331
(v. también autosubsistencia); manumiso, 134-136, 140, 153, 163, 306 (v. también liberto;
manu¬miso); mercado, v.; mestizo, hijo de, 148, 155; mujeres, 60s, 67, 71s, 90, 93s, 100, 124s,
151- 153, 210, 286, 289, 338-340; na¬cido, 76, 134, 139-143, 238; ni¬ños, 57, 60s, 67, 71, 90,
93s, 128, 137, 176, 190, 198, 310, 340; par- celeros, 132s, 286, 288n, 305s, 308, 343; precio,
72, 90, 239, 280, 294, 296, 300, 325, 330n, 337-340; productividad del trabajo, 107, 235, 246;
productores, 66, 71s, 75, 107, 248s; proveedor de, v. proveedores; púberes, 12, 246;
redención, v.; relación entre los sexos, 90-92, 339s; remunera-ción, v.; reproducción, 39s, 86,
89, 92, 94, 100, 106-108, 112, 157, 191, 197s, 220, 235s, 256, 259, 267, 304s, 308, 312, 325-
328, 331, 333s, 337-340; reventa, 141, 238, 315; revueltas, 105, 147, 226, 349; turcos, 61;
urbanos, 282, 339; viejos, 147n, 247, 269s, 309 escritura: 177, 258, 272 eslavos: 24
esposa: v. conyugalidad estación: 228, 299, 303; agrícola, 328; militar, 87s, 88n, 183, 185 y n,
240, 327 estado: 50s, 58, 60s, 70, 79, 81, 86n, 187s, 203, 21 ls, 213n, 217, 226, 240, 243, 255,
257, 267; gol¬pe de, 203, 226 esterilidad: 89-97, 246; social, 217s
estigma: 136s, 139, 148, 168, 173, 194; del esclavo, 152, 300, 345; del poder, 168, 173, 202
estructuralismo: 356 ética: 272, 355 etología: 180
eunuco: 50, 61n, 200, 210-218, 222s, 225, 280; femenino, v. castra¬ción
excedente: 305s, 331s excrementos del rey: 221 éxodo: 59n, 342s exotismo: 77, 84
explotación: 11, 17, 20, 23, 29, 31s, 4044, 59s, 76, 83, 85s, 100, 117, 122, 130, 132, 147, 157s,
186, 195s, 233s, 236s, 240, 248-256, 262, 267, 286s, 305, 350, 354, 360; carita¬tiva, 347;
integral, 100, 117; mi¬litar, 254; totalitaria, 303-306 expropiación: 347 extorsión: 86s, 97, 100,
249-253,
255, 258n extraneidad: 77-88, 100, 173, 191, 193, 265; v. también extranjero extranjero: 28s,
32-38, 4143, 45s, 77, 86, 100, 112, 114-116, 119s, 130s, 166, 168, 174, 221, 265, 267s, 277s,
281, 352, 355, 359; v. también extraneidad extraterritorialidad: 283
faama: 174, 199 factótum: 135 fadenya: 37 famyeba: 149 fanfa: 234-236
338, 357 feudalismo: 215n, 319 filiación: 30, 33s, 36, 40, 115, 127s, 140, 148, 151, 153s, 172,
217s, 224, 242, 353; ficticia, 205 filtros y talismanes: 158 fortificación: 279, 293, 294n, 296;
fuerza productiva: 351-353 fugas: v. esclavos funcionalismo: 355s fusiles: 55n, 68, 176, 180,
188s, 240, 243, 276, 289, 292, 296, 300s
gada: 302
ganancia: 99 y n, 112, 268, 285, 310, 314, 316, 328-333, 337, 346, 348
genealogía: 37, 207 generación: 138-142, 144, 152, 233, 320-322; v. también congéneres
genewa: 84
gentil: v. ingenuidad; libres guardias: 191, 195, 220, 224, 235, 242, 275
guerra: 17s, 21s, 23, 35, 38, 49-51, 55s, 59s, 68, 70, 74s, 81s, 84, 125, 135, 143s, 165, 172s,
175, 180, 183s, 186s, 190s, 193-195, 199, 206, 210, 217, 219, 228, 230s, 236, 241, 243s, 249,
252, 264, 266, 290s, 294, 325, 353-355; de captura, 13, 57, 73, 81, 87, 119, 185-187, 254- 256,
288-297, 299, 353s, 359; de clases, 349; estacional, 87s, 183, 185 y n, 240; estratégica, 183;
permanente, 230; política, 184s; santa, 52, 57, 58n, 71, 95n, 170, 272, 289 y n, 301; subtrata,
240- 242; territorio de la, 86n; ve-cinal, 38s, 42 guerrero: 35, 59, 84s, 127, 152, 163, 169, 171s,
221, 226, 230, 237- 239, 241, 255, 293; v. también mi¬litar
hambruna: 38, 252, 260n, 261, 304 harén (harim): 94s, 211, 213s,
219s harratin: 281 hazaña: 169, 171s, 266 herencia: 158, 215n, 223-225, 242, 262, 318s; v.
también dinastía héroe: 173, 299
hilados: v. textiles hipogamia: 154 horon, horo: v. hurr horso: 135, 138, 141 "huerto negro":
314n humanismo: 360 humillación: 153
ideología: lis, 85s, 115, 122s, 145, 147, 152, 155, 180n, 181, 188, 194, 205, 207s, 230, 250-252,
258, 266- 272, 349 igualdad: 167
improductivo: 250s, 259, 332 impuesto: 70, 234, 237-240, 248, 257-260, 279-281, 300, 312,
343; de capitación, 239, 258; v. tam-bién tributo incremento: v. crecimiento incursión: 23, 56,
59 y n, 79-81, 88, 147, 175-179, 183, 187s, 191, 193s, 199, 243s, 255, 293-295, 301, 354
indigencia: v. pauperismo infantazgo: 319 infiel: v. pagano; kafir ingenuidad: 28s, 35-39, 45,
112, 115s, 119, 122, 124, 140, 151, 168, 174, 355; v. también libres inmolación: v. sacrificio
intendencia: 228, 254, 257 intercambio: 18, 299, 312; en es-pecie, 300, 312; idéntico, 325;
término de los, 299s, 312 interregno: 221
inversión: 317, 336, 349, 359; ini-cial, 310, 313 "irregular": 297, 300; v. también
ejército colonial Islam: 50, 57-59, 63, 64n, 70s, 73, 86n, 130 y n, 137, 139n, 142n, 211n, 258,
267-270, 272, 283, 285, 289, 299, 304
jóvenes: v. niños; adolescentes judíos: 65-67 jurisconsultos: 267 justicia: 269; civil, 13, 129; de
los libres, 130; v. también ar¬bitraje kafir: 268, 292 kafo: 301 kangaba: 148 kangame: 120
kasse: 63 keeseero: 84 keletigi: 191 kharedjite: 193 khrofeta: 177 kibaki: 44 koccinto: 303
kome-xoore: 135s, 153 kriana: 177 kurusitigi: 191
lacayos: 12, 60, 70, 89, 106, 186- 190, 194-199, 211, 216, 220, 231,
254, 256, 273, 281 laman: 212 lamido: 24ls laos: 244, 255 lari: 225
legos: 347
269; de la madre, 151 libertad: 114, 226 libertos: 139, 152, 154, 216, 226, 298
limosna: 270
madre: 127; adoptiva, 223; fic-ticia, 204; liberta, 151 madurez: 320, 332; económica, 99
y n, 320, 357 magia: 158, 172, 298 maldición: 158 malinké: 293 mangu: 152 manos muertas:
239 mansa: 198 manse: 102n
manumisos, manumisión: 94, 101, 134-137, 147n, 148, 153, 268s, 307, 310
247, 281, 290s, 295 maternidad: 93-95, 124s, 356; ne¬gación de, 100 matrilineal: 33, 139,
148s, 152-154,
115, 123, 129, 168, 217, 251 mercado: 63, 78, 82s, 107, 127, 143s, 186, 195, 263s, 272, 277,
280, 284, 303, 305, 311, 314-316, 325, 327-329, 336s, 342, 344, 346s, 355; continental
africano, 75, 283, 289; de subsistencias, 63, 348; de la tierra, 346s; del tra¬bajo, 344, 347;
esclavista, 21, 43, 52, 68, 72, 75, 78, 112, 125, 263, 315-317, 326-328, 330; inter¬no, 91, 245s,
312-319, 347s; se-guridad del, 277 mercantil: clase, 19, 66, 67n, 69, 82, 195, 220, 245, 273s,
355, 359; esclavitud, v. sistema, 132 mercantilismo: 229 mercenarios: 66s, 191 migración: 347
279n, 291, 299s, 342 milicia: 66, 195, 229, 244; campe¬sina, 254 militar: cuerpo, 83, 108, 191,
195s, 220, 242, 275; cuerpo de man¬do, 253; disciplina, 194; econo¬mía: v.; sociedad, 82, 171,
227, 241, 245, 254, 266 miskin: 168 mithqal: 280
237, 259, 271 moral: 267, 272, 322 mortalidad: 214, 320-322; v. tam¬bién demografía
movilidad: 140 mubah: 289n mudde: 235, 308s, 323s muerte social: 120s, 194; v. tam¬bién
ejecución mujeres: 33, 35, 43, 61, 80, 89, 109, 155s, 124-128, 136, 153s, 164, 169s, 176, 183s,
187, 194, 197s, 213, 217s, 220, 232, 241, 270, 274, 282, 285s, 289, 292, 301s, 309, 343, 349,
356s; de corte, 219s, 247 (v. también cortesana); es-clava, v. esclavos; menopáusi- ca, 207;
púber, v. pubertad; re-productora, 44, 125-128, 356; sa-crificio de, 45; tareas, v.; viejas, 128,
247, 292 (v. también vejez) multidisciplinariedad: 24s, 358 multigenia: 95, 202, 217, 224
musulmanes: v. Islam mutere: 44
naba, naaba: 57, 196 nacimiento: 26s, 32, 40, 88, 94s, 114, 120s, 138-141, 143, 151s, 154, 157,
171, 197, 219, 224, 251, 265s, 357; ficticio, 122; gente de pe-queño, 168n; no nacidos, 112,
120, 157; re-, 171, 197 natalidad: 320 natio: 87, 166 naturalismo: 180n necesario: producto,
332, 348,
parentesco, 38-41 negocios: red de, 267 neutralidad social: 125, 127, 131, 218
niños: 72, 81, 135-137, 140, 143, 146, 153s, 163s, 169-171, 176, 183s, 232, 292, 304, 308s, 323,
340; con¬dición, 128; efectivos, 292; re¬
dención, 134; situación, 151s; tra¬bajo, 310; v. también esclavos niyame: 37 niyamoko: 166
nobles: 22, 103, 154, 212, 216, 220n, 238, 298; anti-, 216; v. también aristócratas nómada: 23,
76, 125, 299, 345; v.
obediencia: 268 obligado: 152s obscenidad: 146, 345 ocio: 246, 251
294, 296, 334; minas de, 58 "oreja hendida": 130 ostentación: 246
pacto: 298
308, 350; v. también esclavos parentesco: 14-17, 19, 28-32, 34s, 38-41, 46, 68, 115-117, 122s,
127- 131, 133, 135s, 139s, 144, 148-150, 153-158, 163s, 167, 171, 203-206, 212, 215-219, 222-
225, 241, 263, 317, 353, 355-358; anti-, 40, 97, 113, 128, 157, 197, 215 paternidad: 28- 34s,
121, 153s, 157, 196s, 218, 224, 233, 250, 357; ca¬rencia de, 93, 100,. 197, 233; pri¬vación de,
197, 233; del rey, 202; v. también padre patriarca: 12; ideología, 12, 243 patrimonio: 15, 85n,
103, 115, 123, 141, 148, 197, 267, 269, 318s, 346s, 355
patrón: 249n
pauperismo: 61, 271, 278 pax samoria: 297 peaje: 239 peculio: 286, 308 personalidad moral:
225 pillaje: v. saqueo pitanza: 106, 133, 228s, 240, 254, 257, 305
327, 338, 346 plusproducto: 18, 22 y n, 30, 40s, 99s, 101, 104, 110, 228, 235, 253, 257, 287,
305, 308-310, 320-324, 326, 331s, 359; alimenticio, 329, 331, 347; fórmula, 29n; necesa¬rio,
327; prorrata, 332s plustrabajo: 21, 304-306, 310, 314,
población: leyes de, 356; v. tam-bién demografía poder: 127, 158, 163, 168, 175, 191, 193,
208, 217s, 225s, 241, 252, 261, 265, 283, 355; colegiado, 225; hereditario, 158; judiciario, 226,
278; mercantil, 266 pogsyure: 196 poliginia: 202 portavoz: 223
151-157, 202, 345 posproductivo: 102, 111, 251, 322 potencial de trabajo: 314, 317 precio:
277, 331, 348; de la san-gre, 283 (v. también esclavos); de mercado, 332, 336 preproductivos:
30n, 101, 109-111,
240, 249, 252, 284, 312, 321; fi¬jas, 102, 234, 236, 261, 308; oca¬sional, 252s; en trabajo,
236, 239, 257
prestamistas: 274 primicias: 252
343; de los productivos, 250- 252; v. también decano primogenitura: 28, 39, 44, 115, 123, 153,
167, 171-173, 202, 242, 250-252
príncipe: 238, 241, 289; anti-, 216 prisioneros: 35, 114, 117, 238s privación: de derechos, 157s;
de
producción: 283, 322; alimenta¬ria, 315. 341, 358; condiciones so-ciales, 335, 351s; esclavista
mer¬cantil, 283; individual, 110; me¬dios de, 30„ 102, 317-319, 331. 349, 358; mercantil, 186,
329; modo de, 108, 237n, 262, 351- 353; relaciones de, 85, 143, 227, 242, 248-251; de
subsistencia, 238, 315, 329, 359; textil, 324 productividad: 11, 18, 21s, 29s, 101-106, 227, 235,
317, 321, 328, 331-333, 336s, 349 productivos: 109s, 112, 250-253,
332, 341, 357-360 proletariado: integrado, 354; mi¬grante, 354 propiedad: 11, 14s, 19s, 83,
269, 317-319; de bienes raíces, 21, 317; económica, 317 prorrata del plusproducto: 332s
prostitución: 275 protección: 81s, 118, 152, 168, 170,
106s, 186, 267 pubertad: 28, 35, 93, 105, 207, 246,
325, 328, 338, 341 pueblos saqueados: 83, 86 puer: lOOn pureza: 404ln
ración: 285, 304, 342 racismo: 86, 359 rapiña: 23, 79, 87, 107; v. tam¬bién saqueos rapto: 23,
36, 116, 163 razzia: v. incursión realeza: 173-175, 200, 243, 260, 279n; divina, 200-226 rebaño:
muerto, 124n; vivo, 124n reciprocidad: 253, 258n reclutamiento: 106, 188-190, 228s,
240, 242, 253s redención: 38, 60, 103, 133s, 137, 140, 308-311; de la mujer, 134, 136; del niño,
133; del trabajo, 133
redistribución: v. economía refranes: 146, 149, 151, 221 regalía: 204 regente: 135 rehenes: 38,
117 reificación: 123, 262 religión: 69, 71, 85, 116n, 205, 267n, 269; v. también Islam; paganos
remuneración: 268, 304s; en ali-mentos, 310; en especie, 304; fija, 348; variable, 348 renta: 20,
102, 305-311, 316, 346; alimenticia, 310, 316, 326, 328- 330; alimenticia fija, 310; de bienes
raíces, 313; en produc¬to, 133, 285, 306, 308s; en tra¬bajo, 133, 285, 306s, 310
representantes oficiales: 248 represión: 123, 128, 192, 195, 199,
212, 253-256, 349s, 353 reproducción: 29, 34, 39s, 44, 88, 100, 106, 112, 157, 181, 220, 235s,
256, 259-261, 267s, 304, 307-309, 357; campesina, 248, 261, 330; de la clase dominante, 31,
188, 354; de la clase servil, 321; del ciclo agrícola, 307; del estado, 188; dinástica, 154;
económica, 233, 259, 310, 327; esclavista, 41, 86, 89, 92, 97, 191s, 197s, 312, 328;
extrauterina, 337-340; gené¬sica, 32s, 91s, 95, lOOn, 108, 197, 259, 310; mercantil, 17, 320,
328, 336-338; modo de, 17, 97, 101, 106, 108, 122, 143s, 154, 196, 225, 351-356; natural, 17,
32, 92; re¬laciones de, 85, 143, 224, 354; simple, 23, 29, 91, 101, 336n, 355; tasas de, 91, 107,
127, 320-323, 332-337
reproducción ecodemográfica:
320s, 327s, 333-338, 346; tasas de, 321, 323, 332 rescate: 38, 116s reservas: 250, 260-262,
279n, 281, 307-309, 323, 326, 329; domésti¬cas, 261; reales, 261 resocialización: 123
revolución: 345, 350; palaciega,
reyes: 129, 166s, 172-175, 178, 189, 198s, 201-210, 215-221, 228s, 233, 243, 250, 253;
bandidos, 168-175; divinización, 203; divinos, 201- 210; excrementos del, 221; here-ditarios,
224; hijos de, 149; ma-gos, 205; muerte del, 201; pa-dres, 205; paternidad, 202; sá- cer, 207n
rezzou: v. incursión rimalbe: 121
saarido: 136 sabios: 278, 304 sacerdotes: 205, 207n, 216n sacrificios: 13, 45, 238, 246s; hu-
manos, 268 safohen: 266 sal: 58n, 276, 299 salam: 271
349, 354, 357s salvajismo: 84s, 85n saqueos: 38, 51, 55s, 59, 83s, 86,
172, 240 sector agroalimentario: 357 seguridad social: 354 senioridad: v. primogenitura
señorío: 278 séquito militar: 244, 255 servidores: 16, 22, 60, 103, 191s,
195, 210, 221-223, 340 servidumbre: 19, 21-23, 101-106, 143s, 186, 233, 236s, 256-262, 306,
311, 318, 321, 331-335, 343s, 346s, 359; deudas, 102; efectivos, 111; paso de la esclavitud a la,
262; proporción, 104, 111; reproduc¬ción simple, 104; plusproducto, 110
setasy: 214n
109s, 339s sexual: división, 340; relación in¬terclasista, 135, 138s, 149s, 152s; relación, 135,
140, 153, 204, 206, 306; repartición de las tareas, 338 (v. también tareas) siervos: 16
simbolismo: 252 simpléctico: 74, 173 sistema numérico: 258 sitio: 63, 172, 278, 291; militar, 63
soberanía: v. realeza soberanos: v. reyes sobrevalor: v. plusvalor sobrevivencia, tasa de: 320
socialización: 113, 116, 199, 122-
124, 129, 151, 204 sociedad: civil, 36, 175; domésti¬ca, 116, 127, 129, 169, 171n, 220, 242,
263s, 317, 353; v. también comunidad doméstica; econo¬mía doméstica sofá: 191, 198s, 229
soldado cultivador: 228s solidaridad: 146, 218 solteros: v. celibato sounou: 234-236
tabala: 290 táctica: 81, 185 talibe: 71, 291s, 295 tama: 309n, 324 tara: v. estigma
tareas: 113, 132, 140; ancilares, 282; reparto sexual de las, 124- 128, 338, 340
tasa de sobrevivencia: 320 tata: 56n, 80, 294 taumaturgo: 158, 168n, 205, 271,
296, 299, 309 tierra: 40, 103n, 111, 132s, 259, 269, 313, 316-319, 333, 336, 347s; acceso, 34,
266, 318; comercia¬lización, 317s; dotación de, 61 tijanismo: 71, 289 tiranía militar: 253-256
ton: 171-173; koroba, 172; masa, 172
ton-jon: 171s, 198s, 226, 229, 244 tradición: 167, 306 trabajo: asociativo, 239; colecti¬vo, 309;
división del, v. tareas; forzado, 116, 342; fuerza de, 314, 347s, 358; necesario, 304, 306s, 326;
tiempo de, 102, 285, 303s, 305, 307, 328, 332 traficantes: 114n, 119, 176, 299 transporte: 78s,
176, 232, 299; me¬dios de, 23, 176s trata: 24, 51s, 61, 76, 132, 174, 181, 183, 297, 306, 325s,
342, 347; atlántica, 43s, 72, 77, 90, 254n, 289; europea, 67, 79, 168; extin¬ción, 256, 344s;
interafricana, 66, 77, 90; sahariana, 24, 49s, 53s, 66, 90, 263, 280s; v. tam¬bién comercio;
mercado tratantes: de esclavos, 274 tributos: 41, 81, 86n, 170, 173,
195, 234, 240s, 248s, 258, 293 trogloditas egipcios: 85n trueque: 16 tumbare: 298, 302 tyedo:
212
ulema: 276, 283 universalismo: 207 urbanización: v. ciudad usurpación: 224s usus: 15
valor: 31, 172, 325 y n, 337, 357; de cambio, 41, 325; de la fuer¬za de trabajo, 19; de mercado,
325, 331; de uso, 20, 62, 82, 98, 123, 313, 315, 325, 330; mercan¬til, 337; regenerador, 331;
so¬cial, 331, 337, 358; -trabajo, 325; v. también precio vasallaje: 260
269s, 27ln, 292, 295 vergüenza: 74, 146, 194, 343 vida activa: 103s, 313s; duración, 110, 321,
334
vida productiva: 262, 357 vida reproductiva: 357 violencia: 84, 116n, 172, 180, 279s,
vituallas: v. pitanza
wali: 272
wanukunke: 152s
woloso-jon: 141
woroso: 146n
1 III
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Eckart Boege
Los mazatecos, como los demás grupos étnicos del país, han sido objeto de estudio de variadas
disciplinas y di¬versos enfoques; sin embargo, éstos se han caracteriza¬do por un sentido
fragmentario. Eckart Boege se apar¬ta de esta tendencia al ubicar su estudio dentro de la
antropología política.
El autor desarrolla primero una bien elaborada teoría de la identidad étnica sustentada en un
extenso trabajo de campo, trabajo que saca a la luz la vida de los ma¬zatecos alrededor de la
economía de subsistencia (que tiene como marco la cultura del maíz, de origen meso-
americano), un aprovechamiento equilibrado de la na¬turaleza basado en el conocimiento
milenario de la gran variedad de ecosistemas de la región, una organización social, política y
simbólica que supo reelaborar sus raí¬ces prehispánicas y que tiene como eje rector las
alian¬zas (dar para recibir) con la naturaleza y con todos los miembros del grupo social. Esto
es, el autor desarrolla un análisis unitario de lo étnico, porque es indudable que lo étnico
constituye la savia que permea todas las particularidades de la vida mazateca. A partir de aquí
aborda toda la gama de contradicciones en que se en¬cuentra inmersa la etnia: el carácter
peculiar de su pro¬ducción frente a las formas agroindustriales modernas que ignoran todo
carácter colectivo y siguen la lógica de la ganancia; su organización social y política frente a las
formas caciquiles y "nacionales" de los poderosos; su pensamiento simbólico ligado a una
práctica social fren¬te a los aparatos de hegemonía asentados en la región —sin excluir, por
supuesto, el papel de las sectas pro¬testantes.
Este trabajo constituye además una observación en detalle de hechos que reflejan el proyecto
de desarrollo regional instrumentado por el Estado, proyecto que se
traduce en grandes obras de infraestructura, economías de planeación y agroindustrias que
resquebrajan o des¬plazan el manejo mazateco (mesoamericanos) de la natu¬raleza. ¿Cómo
crea el Estado las condiciones favorables a la implantación de tal proyecto en el grupo étnico?
El libro responde esta pregunta —en detalle, insistimos— analizando, entre otras cosas, el
papel de cada una de las partes organizadas en torno al bloque en el poder: caciquillos locales,
comerciantes usureros y grupos emer¬gentes de la comunidad que han logrado acaparar
tie¬rras, sin dejar de lado las organizaciones campesinas priístas e indigenismo oficial.
Originalmente escrito como tesis para obtener el gra¬do de doctor en la Universidad de Zurich,
este trabajo recibió en 1986 el Premio Fray Bernardino de Sahagún a la mejor tesis de
doctorado que otorga el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Actualmente, Ec- kart
Boege, antropólogo, está comisionado por el INAH en el Centro de Investigación y Estudios
Avanzados (Cinvestav) en Mérida, Yucatán.
AMAZONIA
Amazonia —afirma Darcy Ribeiro— constituye una de las obras más importantes que la
antropología ha pro¬ducido en los últimos años y, sin duda, la más signifi¬cativa para las zonas
tropicales. Luego de describir los ecosistemas de Amazonia, Betty Meggers reconstruye el
sistema adaptativo de cinco tribus indígenas habitantes de las tierras altas y de dos pueblos ya
extinguidos de las zonas ribereñas. A más del examen del modo como cada pueblo explota el
potencial de subsistencia del
ambiente en que vive, las reconstrucciones son admira¬bles resúmenes de cuanto se sabe
sobre esos pueblos. Utilizando el método comparativo y una extraordinaria capacidad de
interpretación y de síntesis, la autora some¬te a la crítica antropológica el saber científico
sobre la vida humana en la selva tropical, y nos proporciona un juicio de una lucidez hasta
ahora no lograda sobre la aventura humana en Amazonia, así como una vehemente
advertencia sobre la catástrofe ecológica que se está pro¬duciendo allí y que amenaza una
porción importante de la vida en la Tierra.
Claude Meillassoux
Por mucho tiempo, al debatirse con pasión acerca del lugar histórico de las sociedades
"esclavistas" y su función dentro del surgimiento de la "civilización", el enfoque del problema
había sido fundamentalmente jurídico, dominado por las figuras del Dueño y del Esclavo. Y
esto puede decirse tanto de la esclavitud "antigua" como de la esclavitud "moderna". Su
conocimiento del terreno africano, la utilización de un abundante material histórico y
antropológico, permiten a Claude Meillassoux ir más allá de ese enfoque y hacernos penetrar
en las relaciones orgánicas que vinculan a pueblos, bandas saqueadoras y reinos, clases y
sexos. Se trata de relaciones sociales, incesantemente reproducidas en la historia tumultuosa
del África precolonial y colonial, que explican la edificación de un sistema social cuyas
dimensiones eran impensables hasta ahora. Mediante un análisis riguroso, expresado en un
lenguaje claro y ameno, el autor nos muestra su funcionamiento: la naturaleza de los sistemas
militares y aristocráticos que se levantan a partir de la organización de la captura, así como sus
relaciones de complementariedad y de competencia política con las clases mercantiles que
dominan el negocio y administran la explotación mercantil de los esclavos.
Este camino sistemático hace surgir con nueva luz y con coherencia al rey divino, al eunuco y a
la esclava, y las leyes económicas que dan razón de la imbricación de las guerras, el islam y los
mercados. Los caracteres de la explotación esclavista determinan las metamorfosis y las
paradojas sociales a las que la situación de antipariente somete al esclavo, por haber nacido,
no de mujer, sino de "un vientre de hierro y dinero".
Autor de muchas obras ya clásicas, como la publicada por esta casa editorial: Mujeres,
graneros y capitales, Claude Meillassoux es director de investigaciones en el CNRS y
responsable del equipo "Sociedades rurales y políticas de desarrollo".
ISBN 968-23-1605-7
5 Timbal de guerra.
7 Nuez de cola.
8 Paganos.
6 Sabemos que, en la esclavitud del Nuevo Mundo, la mayoría de las tentativas de crianza de
esclavos fracasaron.
14 La reproducción simple (un sustituto por individuo adulto) supone una tasa de
reproducción ecodemográfica de 0.05.