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Paz armada

La Paz armada (1871-1914) fue un periodo de la historia política de Europa que


se extiende desde el fin de la guerra franco-prusiana hasta el inicio de la Primera
Guerra Mundial y que se caracteriza por el fuerte desarrollo de la industria bélica de
las potencias y por la creciente tensión en las relaciones internacionales. Esta
carrera armamentística entre las potencias europeas, ayudadas por el crecimiento
de la Belle Époque de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, fue una de las
causas más notorias de la Primera Guerra Mundial. Las continuas tensiones entre
Estados a causa de conflictos tanto nacionalistas como imperialistas dieron lugar a
que cada Estado destinara gran cantidad del capital estatal a la inversión de la
industria de armamento y al fortalecimiento del ejército, todo este excesivo gasto
militar desembocaría a la larga en quiebras nacionales. La política de la época se
basaba en la idea expresada por la ley latina, «Si vis pacem, para bellum» que
significa: Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Todo ello dio lugar a un
complejo, reinstaurado, sistema de alianzas en las que las naciones se hallaban en
conflicto sin estar en guerra.

Origen
A mediados del siglo XIX Gran Bretaña era el país más poderoso del mundo. En
cuanto a economía y poderío militar se refiere a su posición, no tenía una
competencia que en ese momento amenazara su situación. Un posible competidor
era Francia, sin embargo el tamaño de la economía británica era mayor que el de la
economía francesa, de la misma manera en el terreno militar Gran Bretaña tenía
una clara ventaja; otras potencias como Rusia, Austria y Prusia suponían una
amenaza a la supremacía industrial y militar de Gran Bretaña. En el año 1866
Prusia derrota de forma contundente a Austria en la Guerra austro-prusiana y
aplasta a Francia en 1870 durante la Guerra franco-prusiana para finalmente
unificarse con otros estados alemanes y formar el Imperio alemán, cambiando
sustancialmente el equilibrio de poder que existía en Europa. El tamaño dela
economía alemana, que tuvo un crecimiento sostenido y rápido durante el último
tercio del siglo XIX, ya era la segunda economía de Europa y amenazaba con
superar a la británica. También en cuanto a poderío militar el ejército y la marina
de Alemania habían tenido un fuerte crecimiento convirtiendo al ejército de ese país
en el más fuerte de Europa continental, todos estos cambios geopolíticos habían
provocado una rivalidad política, económica y estratégica con Gran Bretaña que
desembocó en una feroz carrera armamentista llevada a cabo por ambos países y
sus aliados.

Nacionalismo El nacionalismo es una ideología y un movimiento social y político


que surgió junto con el concepto de nación propio de la Edad Contemporánea en las
circunstancias históricas de la Era de las Revoluciones desde finales del siglo XVI.

Francia y Alemania Desde 1828, los sentimientos nacionalistas promovidos


especialmente por los románticos alemanes exaltaban la idea de que cada individuo
pertenecía a una nación. Este nuevo concepto englobaba a todas aquellas personas
con una cultura, raza e historia común. Estas teorías y pensamientos inspiraron a
personajes que lucharían por la unificación de Alemania, creando así una Nación
para todos aquellos de cultura y habla alemana. Tras la Guerra Franco-Prusiana
(1870-1871), Alemania arrebató los territorios de Alsacia y Lorena a Francia. Estos
dos territorios eran muy ricos en minerales. Su pérdida perjudicó notablemente a la
economía francesa y favoreció, en cambio, enormemente a la economía alemana.
Desde ese momento Alsacia y Lorena fueron motivo de permanente enemistad
entre Francia y Alemania.

Crisis Balcánicas Los Balcanes siempre han sido un importante punto de


conflictos, ya que se mezclan diversidad de pueblos, idiomas, religiones, etc. El
Imperio austro-húngaro y el Imperio ruso buscaban acrecentar su influencia en los
Balcanes aprovechando la severa debilidad del Imperio Turco en el plano militar y
financiero. El Imperio austrohúngaro se resistía a la voluntad de los eslavos del sur
de unirse en grandes entidades estatales, pues Austria deseaba tener una salida al
Mediterráneo a través de Serbia y no sólo encerrarse en el Adriático mediante la
costa de Dalmacia. Por otra parte, el Imperio ruso defendía la creación de esta
unión de los eslavos esperando que un Estado paneslavo en los Balcanes sería
aliado de Rusia y le permitiría a esta una salida al Mediterráneo.

En este contexto, se desencadenaron tres crisis. En 1908 Austria se anexiona el


territorio turco de Bosnia, que la administraba desde 1878 por acuerdo de las
grandes potencias, provocando la cólera de Rusia. En 1912 se creó la Liga Balcánica
gracias a las políticas paneslavistas de Rusia. Esta liga se componía de Serbia,
Bulgaria, Grecia y Montenegro. De esta forma se obligaba a Turquía a abandonar
sus últimos territorios a excepción del extremo este de Tracia (fijando la frontera a
escasos kilómetros de la misma Estambul) y se reconocería la independencia de
Albania. En 1913 una nueva guerra enfrentó a serbios con búlgaros, pues estos
últimos se habían aliado con Austria-Hungría y Alemania, y rehusaban alinearse con
Rusia. Los serbios contaban con el apoyo de Grecia y Rumania (que ambicionaban
territorios búlgaros) y la victoria fue aplastante; los búlgaros debieron ceder
grandes territorios a Serbia y Grecia. Estas hostilidades se verán reflejadas
posteriormente en el sistema de alianzas que se creó a causa de la Paz Armada.

Enfrentamientos coloniales

Italia con Francia


El imperialismo fue una causa importante de las rivalidades entre ciertas potencias.
Por un lado, Italia tenía ya problemas en cuanto a colonias se refiere pues el
Reparto de África había privilegiado a países europeos que tenían intereses
coloniales muy antiguos en suelo africano, situación que no compartía el aún joven
Reino de Italia recién creado en 1861. Al igual que el resto de los Estados, Italia
deseaba tener grandes territorios en África que explotar, pero los pactos del
Reparto de África reducían mucho las opciones serias de expansión italiana, la cual
debió orientarse a territorios más pobres en materias primas como la costa de
Eritrea. El resentimiento italiano creció cuando Francia logró imponer en 1845 un
protectorado sobre Túnez, aprovechando la debilidad del Imperio Otomano,
gobernante formal del territorio. Precisamente Italia había aumentado su presencia
en Túnez mediante inmigrantes y comerciantes, esperando algún día tornar el
territorio tunecino en colonia italiana, plan que fracasó cuando el gobierno otomano
cedió Túnez a Francia como pago de su deuda externa. Ésta fue la causa del
resentimiento que Italia mantuvo muchos años hacia Francia y que la motivó en
1885 a aliarse con el Imperio Alemán y Austria-Hungría como parte de los Imperios
Centrales. Esta alianza duró hasta 1915, cuando Italia terminó por romper la
alianza con Alemania y Austria-Hungría para pasarse a los Aliados tras el Tratado
de Londres. Un motivo para este cambio debando fue precisamente que franceses y
británicos ofrecieron al gobierno italiano entregarle numerosos territorios coloniales
en los Balcanes y en el Imperio Otomano a cambio de entrar en la lucha, oferta que
Alemania y Austria-Hungría no podían igualar debido a los intereses austríacos en
los Balcanes y la alianza de ambas potencias con los otomanos.

Francia y Gran Bretaña


Alemania deseaba tener posesiones coloniales en la zona de Marruecos, y ganar así
unas bases navales estratégicas en el cruce del Atlántico y el Mediterráneo. Para
ello, en 1905 el gobierno alemán ofreció su apoyo al sultán de Marruecos para
establecer allí un protectorado alemán y así resistir las presiones de los franceses
que se hallaban en pleno expansionismo colonial por el norte de África. El káiser
Guillermo II de Alemania llegó a desembarcar en Tánger para mostrar su apoyo al
sultán. El proyecto alemán causó la hostilidad de Francia y también de Gran
Bretaña, la cual se mostraba contraria a que una tercera potencia europea se
impusiera en Marruecos, pensando en la seguridad de Gibraltar. Para resolver esta
situación, en 1906 se convocó la Conferencia de Algeciras, que frustró las
aspiraciones alemanas al convertir Marruecos en un protectorado franco-español
con apoyo británico. A causa de esta frustración, Alemania protagonizó en 1911 un
nuevo incidente. Con motivo de una insurrección nativa en el sur de Marruecos, el
gobierno de Berlín envió barcos de guerra al puerto de Agadir, amenazando con
asumir la defensa de los intereses comerciales en la zona si Francia no estaba
dispuesta a hacerlo. Al final, Alemania conseguiría un resultado de menor
importancia al ampliar su lejana colonia de Camerún a cambio de abandonar
definitivamente toda pretensión sobre Marruecos, en tanto Gran Bretaña se había
puesto incondicionalmente al lado de Francia para vetar toda presencia colonial
alemana en el norte de África. Este incidente haría que Francia y Gran Bretaña se
enemistaran paulatinamente con Alemania y olvidaran varios siglos de hostilidad
mutua para terminar formando una Alianza anglo-francesa.

Sistema de alianzas en Europa antes dela Primera Guerra Mundial: Todas


estas hostilidades entre Estados y gobiernos avanzados que siempre pierden
porque ellos decidían el acto tanto por conflictos nacionalistas como por conflictos
coloniales se vieron reforzadas por conflictos hegemónicos. Gran Bretaña se había
convertido en la primera potencia mundial durante la Primera revolución industrial y
Alemania iba a la delantera en la Segunda ocupando el segundo lugar después de
Estados Unidos como potencia industrial emergente, mientras que en Europa,
Alemania era el país con el mayor crecimiento económico. Además, tras el retiro
político de Otto von Bismarck en 1890, el nuevo emperador alemán Guillermo II
había descartado la política bismarckiana de evitar implicar a Alemania en conflictos
con Rusia o Gran Bretaña, limitándose a impedir un excesivo poderío de Francia. La
nueva política alemana empezó a desarrollar una flota naval tan poderosa como la
Royal Navy británica, a buscar insistentemente colonias ultramarinas y apoyar las
ambiciones de Austria-Hungría contra el Imperio Ruso, lo cual trajo varios
conflictos. Esta situación de hostilidad mutua entre Estados creó a partir de fines
del siglo XIX un complejo sistema de alianzas que al final dividió Europa en dos
grupos de potencias rivales muy marcados: la Triple Entente, formada en principio
por Francia, Gran Bretaña y Rusia; y la Triple Alianza, formada por Alemania, el
Imperio Austro-húngaro e Italia.

La Primera Guerra Mundial (1914-1918)


¿Por qué se produjo la guerra? Una de las principales causas fue la rivalidad
comercial entre las principales potencias europeas, en particular entre Inglaterra y
Alemania, que venían disputándose mercados y territorios en todo el mundo. El
conflicto estalló cuando el 28 de junio de 1914 el heredero al trono austro-húngaro,
Francisco Fernando, fue asesinado en la ciudad de Sarajevo, capital de Bosnia, por
un estudiante serbio.

El efecto dominó El emperador austro-húngaro, apoyado por Alemania, culpó a


Serbia por el atentado. Serbia era aliada de Rusia, que a su vez era aliada de
Francia. Pocos días después, Alemania declaraba la guerra a Francia e invadía
Bélgica, lo que provocó la reacción inglesa y su entrada en el conflicto. Comenzaba
así la Primera Guerra Mundial, en la que se enfrentaron dos bloques: por un lado,
los países de la Triple Entente, llamados comúnmente «aliados»: Rusia, Francia,
Gran Bretaña, a la que más tarde se sumarían Italia (en 1915) y los EE.UU. (en
1917); y por el otro, los de la Triple Alianza, conocidos como «Potencias Centrales”:
Alemania, Austria-Hungría y Turquía.

¿Cómo reaccionó la gente frente a la guerra? En muchos países los sindicatos


y los partidos obreros se opusieron al conflicto porque consideraban que era una
guerra puramente comercial y que los trabajadores no tenían nada que ganar en
ella y todo para perder. Frente a estas protestas, los gobiernos lanzaron fuertes
campañas de propaganda patriótica con la intención de que la gente viera en la
guerra una causa nacional. Esto despertó ciertos fervores nacionalistas que se
fueron apagando a lo largo de los cuatro años del conflicto más sangriento de la
historia hasta ese momento.

¿Cómo fue la guerra? La guerra se fue desarrollando en distintos frentes, pero


dos fueron los más importantes y donde se produjeron la mayoría de los combates:
el frente oriental (Rusia) y el Occidental (Francia y Bélgica). Durante el conflicto se
usaron nuevos recursos mortíferos como las armas químicas y el gas asfixiante,
que provocaban daños irreparables; modernas ametralladoras y tanques de guerra.

¿Cómo terminó? Durante los tres primeros años, la guerra parecía desenvolverse
en un eventual empate entre los bloques enfrentados. Esta situación cambió en
1917 con la incorporación de los aliados a la Entente, que compensó con creces la
retirada de Rusia del conflicto. A mediados de 1918, los aliados vencieron en
Amiens a los alemanes, en septiembre, a los austro-húngaros en Italia y en
octubre, a los turcos en Medio Oriente. El 4 de noviembre de 1918, Austria se rindió
dejando sin defensas al ejército alemán, que pidió la rendición el 11 de noviembre.
Así concluía la guerra con el triunfo de los aliados.

¿Qué pasó en Versalles? En enero de 1919 los países vencedores se reunieron


en el palacio de Versalles, cerca de París. Acordaron las nuevas fronteras europeas
y el pago por parte de los vencidos de indemnizaciones de guerra por los daños
causados durante el conflicto. Alemania perdió sus colonias, debió desmantelar su
flota y reducir su ejército; Francia recuperó las regiones de Alsacia y Lorena; el
Imperio Austro-Húngaro quedó desintegrado y surgieron nuevas naciones como
Checoslovaquia, Yugoslavia y Hungría.

¿Cuáles fueron las consecuencias de la guerra? La guerra fue terrible y sus


consecuencias duraderas. Murieron casi 10 millones de personas, 20 millones
quedaron heridas o mutiladas. A las heridas físicas hay que agregarle los rencores
por el trazado de las nuevas fronteras, que serán el germen de nuevos conflictos.
Europa quedó destrozada y su economía arruinada. Sólo hubo un gran vencedor:
EE.UU., que entró tardíamente al conflicto (el último año) y logró transformarse en
el gran proveedor de capitales y productos para todos los países europeos. A
diferencia de todos los otros países, EE.UU. perdió muy pocos hombres y contó con
la ventaja de que ningún combate se desarrollara en su territorio. La economía
norteamericana salió muy fortalecida tras el conflicto.

¿Qué pasó con las mujeres? Otra consecuencia notable del conflicto será el
nuevo rol de la mujer que había reemplazado a los hombres en las fábricas y en los
lugares de trabajo. Si eran capaces de trabajar a la par de los hombres, ¿por qué
no podrían votar y ser electas para cargos públicos como ellos? En la mayoría de
los países sus derechos civiles fueron reconocidos y el voto femenino dejó de ser un
tema de discusión para transformarse en una realidad.

De la guerra a la revolución En Rusia, donde la guerra era notablemente


impopular, se produjeron importantes motines de obreros, soldados y campesinos
que cuestionan el manejo del conflicto, pero también al régimen zarista en su
conjunto. Liderados por Lenin, los comunistas rusos, llamados bolcheviques,
lograron el apoyo de la mayoría de la población y derrocaron a fines de 1917 al zar
Nicolás II. El nuevo gobierno basó su poder en los soviets, grupos de obreros,
soldados y campesinos que deliberaban y decidían el futuro de Rusia, que se
transformó en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Al finalizar la Primera Guerra Mundial las duras condiciones impuestas por los
vencedores, sumadas a las grandes pérdidas humanas y económicas en casi toda
Europa, así como la posterior desmovilización de tropas y la incapacidad de los
gobiernos liberales de hacer frente a la crisis y a los movimientos comunistas,
fueron el caldo de cultivo para el surgimiento de movimientos sociales de derecha
radical en toda Europa, caracterizados por una fuerte unidad, por el nacionalismo
agresivo y el militarismo, así como por el antisemitismo, el anticomunismo y el
anticapitalismo; y cuyos exponentes que se consolidaron como Regímenes Fascistas
fueron: el Fascismo italiano y el Nazismo Alemán. Ambos, pero sobre todo el
último, serían regímenes totalitarios diferentes a las dictaduras tradicionales y
fundamentales para la comprensión del desarrollo de la Segunda Guerra Mundial.

“Creer, obedecer y combatir”: El ascenso de los regímenes fascistas


Por: Griselda Rosana Gómez

“La humanidad está compuesta por múltiples seres humanos de cerebro medio, de corazón medio, de rutina
media. Pero, de pronto, bruscamente, en el cielo de una nación puede verse la estela fulgurante de un ser
que se sitúa por encima de lo común. Y de pronto, el común de las gentes, que por lo general suelen poseer
las mismas cualidades excepcionales de ese ser, pero en estado aletargado y atrofiado, al recibir el brillo de
esa luz, se reaniman […] y corresponden a su pequeña escala, sintiendo sus vidas transformadas”. 
Degrelle, L, (1945), Almas ardiendo, (Líder fascista belga)

Resumen
Un 31 de octubre de 1922 Benito Mussolini,  partidario de un Estado
totalitario, antiparlamentario, antidemocrático y anti socialista, entra en Roma al
frente de una gran muchedumbre, miles de personas ataviadas con camisas negras
lo aclaman. 

El Partido Fascista, surgido del caos y la crisis de la posguerra, toma el poder


a petición del rey, Víctor Manuel III. 

Este hombre que lidera la marcha, que fuera un activo militante socialista,
cambia su perspectiva luego de la guerra. Considera que el agente del cambio
histórico revolucionario, ya no puede ser sólo una clase, sino que tiene que ser de
todo un pueblo, pero representada por los soldados de las trincheras y encuadrada
en un Estado capaz de ordenar toda la vida del país. A eso se le llamará
totalitarismo.

Introducción

Luego de la primera guerra mundial, Italia transita una fuerte crisis social,
amenazas revolucionarias y extremada violencia,

Como consecuencia de los aumentos del costo de vida y la baja de salarios


por debajo incluso de cubrir las necesidades básicas hubo numerosas huelgas y
ocupación de fábricas.

Por otro lado el nacionalismo exaltado, devenido de la frustración y de las


ambiciones truncadas de extender las posesiones italianas en África y en la costa
oeste del Adriático y  aunque la industrialización se había desarrollado en el norte
del país (en regiones como Milán, Turín y Génova), en el sur aun predominaban
actividades agrícolas y preindustriales y existía una extendida pobreza.

En 1919 nacen los Fascios de Combate (Fasci di Combattimiento), cuyas


escuadras formada por antiguos combatientes, de camisas negras combaten en las
calles a comunistas y anarquistas. Aunque estos movimientos fueran frenados, el
miedo a la bolchevización y al estallido de una revolución social se extendió entre la
burguesía que pedía soluciones más estrictas. El pueblo necesita alimento y la
sociedad restablecer el orden, la monarquía constitucional era sumamente inestable
y los gobiernos poco duraderos, por cuanto Mussolini propone una alternativa: una
revolución nacional con un objetivo claro  y que trabaje bajo un solo mando. Los
Fascios adquirieron carácter nacional y se presentaron a las elecciones de
noviembre de 1919, aunque no tuvieron éxito. 

El Partido Fascista se funda definitivamente en noviembre de 1921. En poco


tiempo el partido obtiene un amplio apoyo tanto del pueblo como de los poderosos.
Italia está al borde de la guerra civil y el rey le ofrece el poder. Mussolini lo toma,
forma gobierno y convoca unas elecciones que gana por mayoría absoluta. En 1925
comienza la dictadura. Ante el asombro de Europa, había nacido una nueva forma
política que iba a teñir de sangre el siglo XX. 

El Partido Nacional Fascista


Con un claro antecedente político en las revueltas comunistas e ideológico
desde antaño en pensadores como  Maquiavelo quien plantea que el poder
legitimiza al Estado si es aplicado por un hombre capaz, Hegel expone que la
colectividad nacional asume prioridad y rango absoluto, el francés Georges Sorel
decía que la violencia era permitida si era ejecutada por un movimiento con una
misión histórica y Friedrich Nietzsche quien ve en el fascismo una filosofía de la
vida.

La innovación fundamental del fascismo en el carácter político de la derecha


fue su capacidad movilizadora: la única fuerza de derecha que realmente
movilizaba a mucha gente porque contaba con un lenguaje dirigido a todas las
clases sociales.
El partido se definió como un fenómeno político que dió lugar a la formación
de estados de excepción a partir de una profunda crisis política. Paulatinamente
fueron adquiriendo el apoyo de los sectores que antes se oponían a la izquierda y
fueron  protagonistas numerosos actos de violencia contra los socialistas o contra
todos los que no participaran de sus ideas. Con el apoyo del gobierno e incluso del
ejército e lo considero un buen arma para frenar el socialismo y el comunismo.
Contaron con la complicidad de la policía y de la justicia. También atrajo a la Iglesia
católica. Juntos firmaron los Pactos de Letrán (1929).
Para 1922 los fascistas tenían organizado un gran movimiento, así la llamada
Marcha sobre Roma fue la manera de concluir las tratativas que mantenía Mussolini
con el gobierno. El 29 de octubre de 1922 Mussolini tomó el poder, encabezando un
gobierno de coalición. Ocupó el puesto de Primer Ministro y se encargó de las
carteras de Interior y Asuntos Extranjeros. 
La dictadura fascista se dio por la restricción de libertades (1922-1924). Pero
el acto definitivo fue en 1924, a raíz del asesinato de Matteoti, quien había
denunciado los crímenes fascistas y el fraude con que el Partido Nacional Fascista
había conseguido ganas las elecciones. Mussolini asumió plenos poderes y silenció a
la oposición.

La dictadura fascista

A partir de 1925, el Duce, se propuso convertir Italia en un régimen


totalitario. En 1926, la Ley Rocco prohibió todos los partidos y sindicatos, a
excepción de los fascistas.
 El Parlamento fue sustituido por la Cámara de los Fasci. La administración
política fue depurada. También se creó una policía política, la Organización de
Vigilancia y Represión del Antifascismo (OVRA), que perseguía a la oposición.
 Así, el Estado italiano no se comprometía a conceder al Vaticano una renta
anual.
 También contribuyó a la popularidad del fascismo su política expansionista.
Se promovió la remilitarización. Se promovió un estricto control económico de tipo
intervencionista y se ejerció un estricto control social. 

En los años Treinta, el nazismo, de similares características al fascismo italiano,


se desarrolló en Alemania de la mano de su líder, Adolf Hitler. El ejército y el gran
capital vieron en el partido nazi la solución para frenar al comunismo que surgía del
este.  A los rasgos del anterior, hay que añadir un profundo racismo, decantado
especialmente en el antisemitismo.

Características comunes:

Aunque las corrientes fascistas que surgieron en el continente europeo tuvieron


características diferentes en cada país, compartieron algunos rasgos generales:
 Hostilidad hacia el liberalismo, el sistema democrático y los partidos políticos.
 Estados autoritarios de un solo partido
 Estructura militar organizada con un papel muy importante en el control del
Estado y la sociedad.
 Exaltación del sentimiento nacionalista, que adopta formas violentas y se
propone como objetivo la expansión territorial. 
 Violencia sistemática frente a los opositores.
 Racismo (idea de supremacía de la raza blanca)
 Firme anticomunismo.
 Devoción y fanatismo casi religiosos en sus seguidores. 

Conclusión

Una de las consecuencias más importantes que dejo el fascismo en Europa


fue el estallido de la Segunda guerra Mundial. La ideología fascista ha persistido, en
cierto modo, hasta nuestros días, auspiciada por grupos minoritarios y dispersos,
que han conseguido, en ocasiones, un relativo éxito en el panorama político
europeo. Es el caso de formaciones de extrema derecha nacionalista como el Frente
Nacional de Jean Marie Le Pen en Francia.
Nazismo

A lo largo del siglo xix las tres principales familias políticas fueron el liberalismo, el
conservadurismo y el socialismo; en las dos últimas décadas emergió una nueva
derecha intensamente nacionalista y antisemita que fue capaz de movilizar y ganar
la adhesión de diferentes sectores sociales, tanto en Viena como en París y en
Berlín. El fascismo se nutrió de ideas y de actitudes distintivas de la derecha radical
de fines del siglo xix, en el sentido de que ambos recogieron sentimientos de
frustración al tiempo que asumieron la violenta negación de las promesas de
progreso basadas en la razón enunciadas por el liberalismo y el socialismo. Pero
además, en el marco de la democracia de masas, las ceremonias patrias junto con
numerosos grupos –las sociedades corales masculinas, las del tiro al blanco y las de
gimnastas– fomentaron y canalizaron mediante sus actos festivos y sus liturgias la
conformación de un nuevo culto político, el del nacionalismo, que convocaba a una
participación política más vital y comunitaria que la idea “burguesa” de democracia
parlamentaria.

Aunque es posible reconocer continuidades entre ideas y sentimientos gestados a


fines del siglo xix y los asumidos más tarde por los fascistas, muy seguramente, sin
la catástrofe de la Gran Guerra y la miseria social derivada de la crisis económica
de 1929, el nazifascismo no se hubiera concretado.

Aunque los movimientos de sesgo fascista tuvieron una destacada expansión en el


período de entreguerras, muchos de ellos no pasaron de ser grupos efímeros, como
el encabezado por Mosley en Gran Bretaña, los Camisas Negras de Islandia o la
Nueva Guardia de Australia. En otros países, si bien lograron cierto grado de
arraigo –los casos de Cruz de Flechas en Hungría o Guardia de Hierro en Rumania–,
los grupos de poder tradicionales retuvieron su control del gobierno vía dictaduras.
El triunfo del fascismo no fue el resultado inevitable de la crisis de posguerra.

El fenómeno fascista solo prosperó donde confluyeron una serie de elementos que
le ofrecieron un terreno propicio. En este sentido, Italia y Alemania compartían
rasgos significativos: el régimen liberal carecía de bases sólidas, y existía un alto
grado de movilización social: no solo la de la clase obrera que adhería al socialismo,
también la del campesinado y los sectores medios decididamente antisocialistas.
Este escenario fue resultado de un proceso en el que se combinaron diferentes
factores. Si bien la trayectoria de cada país fue singular, es factible identificar
algunos procesos compartidos. En primer lugar, el ingreso tardío, pero a un ritmo
acelerado, a la industrialización dio lugar a contradicciones sociales profundas y
difíciles de manejar. Por una parte, porque la aparición de una clase obrera
altamente concentrada en grandes unidades industriales y cohesionada en
organizaciones sindicales potentes acentuó la intensidad de los conflictos sociales.
Por otra, porque la presencia de sectores preindustriales –artesanos, pequeños
comerciantes, terratenientes, rentistas– junto al avance de los nuevos actores
sociales –obreros y empresarios– configuró una sociedad muy heterogénea
atravesada abruptamente por diferentes demandas de difícil resolución en el plano
político. En segundo lugar, la irrupción de un electorado masivo, debido a las
reformas electorales de 1911 en Italia y de 1919 en Alemania, socavó la gestión de
la política por los notables, pero sin que las elites fueran capaces de organizar
partidos de masas: esto lo harían los fascistas. Por último, tanto Italia como
Alemania, aunque estuvieron en bandos opuestos en la Primera Guerra, vivenciaron
los términos de la paz como nación humillada. En Alemania especialmente, el
sentimiento de agravio respecto de Versalles estaba ampliamente extendido; no fue
un aporte original del nazismo buscar la revancha contra los vencedores de la Gran
Guerra.

La experiencia de la guerra alimentó en muchos una adhesión incondicional a la


paz; para ellos resultó muy difícil y doloroso reconocer que las obsesiones
ideológicas del nazismo solo serían frenadas a través de las armas. Los pacifistas
estaban convencidos de que las masacres en los campos de batalla no contribuían a
encontrar salidas justas a las tribulaciones de los pueblos. En otros, en cambio, la
guerra de trincheras alimentó una mística belicista: en ellos perduró “el deseo
abrumador de matar”, según las palabras de Ernst Jünger.

Quienes decidieron vivir peligrosamente, como propuso el fascismo, y en el culto a


la violencia, encontraron la vía para manifestar sus más hondos y potentes
impulsos; no dejaron las armas, e integraron las formaciones paramilitares que
proliferaron en la posguerra: los Freikorps alemanes o los Fasci di combattimento
italianos. Muchos gobiernos no fascistas recurrieron a estos grupos para impedir un
nuevo Octubre rojo, más temido que realmente factible. La izquierda también se
armó para defenderse, pero en ningún caso contó con el apoyo de los organismos
de seguridad estatales, que no solo consintieron sino que también colaboraron con
los grupos armados de la derecha radical.

Las condiciones que hicieron posible el arraigo del fascismo son solo una parte del
problema para explicar el éxito de los fascistas. También es preciso dar cuenta de
qué ofrecieron, cómo lo hicieron y quiénes acudieron a su convocatoria.
A través de su oratoria y sus prácticas, el fascismo se definió como antimarxista,
antiliberal y antiburgués. En el plano afirmativo se presentó –con sus banderas,
cantos y mítines masivos– como una religión laica que prometía la regeneración y
la anulación de las diversidades para convertir a la sociedad civil en una comunidad
de fieles dispuestos a dar la vida por la nación. Los fascistas italianos y los nazis
alemanes, especialmente en la etapa inicial, presentaron programas revolucionarios
–en parte anticapitalistas– en los que recogían reclamos y ansiedades de diferentes
sectores de la sociedad. Al mismo tiempo, en un contexto signado por la pérdida de
sentido y la desorganización social, los partidos brindaron un lugar de
encuadramiento seguro, disciplinado, y supieron canalizar la energía social a través
de las marchas, las concentraciones de masas y la creación de escuadras de acción.
El partido, además, ofreció un jefe. La presencia de un líder carismático a quien se
le reconocieron los atributos necesarios para salir de la crisis fue un rasgo clave del
fascismo. Tanto Mussolini como Hitler fueron jefes plebeyos con gran talento para
suscitar la emoción y ganar la adhesión de distintos sectores ya movilizados.

El fascismo tuvo una base social heterogénea. Recogió especialmente el apoyo de la


clase media temerosa del socialismo, de los propietarios rurales, de los grupos más
inestables y desarraigados, de la juventud, y particularmente de los
excombatientes que constituyeron el núcleo de las primeras formaciones
paramilitares; también logró el reconocimiento de sectores de la clase obrera
atraídos por sus promesas sociales.

Los fascistas y los nazis llegaron al gobierno en virtud de su capacidad para recoger
demandas y agravios variados, y también porque lograron convencer a los grupos
de poder de que podían representar sus intereses y satisfacer sus ambiciones mejor
que cualquier partido tradicional. Los elencos políticos a cargo del gobierno, en
Italia y Alemania, decidieron aliarse con los fascistas y los nazis convencidos de que
podrían ponerlos a su servicio para liquidar a la izquierda y preservar el statu quo.
Los grandes capitalistas, por su parte, no manifestaron una adhesión ni temprana
ni calurosa a los movimientos fascistas. Aunque el tono anticapitalista del fascismo
fue selectivo y rápidamente se moderó, el carácter plebeyo de los movimientos
generaba reservas entre los grandes propietarios. Hasta el ingreso al gobierno de
Hitler, por ejemplo, las contribuciones económicas fueron destinadas en primer
lugar a los conservadores, la opción preferida por los capitales más concentrados.
Pero estos no pusieron objeciones a la designación de los líderes fascistas como
jefes de gobierno. Una vez en el poder, ni Hitler ni Mussolini cuestionaron el
capitalismo, pero subordinaron su marcha y fines, especialmente a partir de la
guerra, a la realización del  “destino glorioso de la nación”. Ellos asumieron ser sus
auténticos intérpretes.

Desde el gobierno, ambos líderes, a diferentes ritmos –y con mayor decisión el


Führer– avanzaron en revolucionar el Estado y la sociedad mediante las
organizaciones paralelas del partido. Estas actuaron como corrosivo de los
organismos estatales –Magistratura, Policía, Ejército, autoridades locales– y
buscaron remodelar la sociedad, desde las intervenciones sobre la educación,
pasando por la organización del uso del tiempo libre, hasta, muy especialmente, el
encuadramiento y movilización de las juventudes, para crear el hombre nuevo. Los
jefes máximos nunca llegaron a imponer sus directivas de arriba hacia abajo en
forma acabadamente ordenada. La presencia de diferentes camarillas en pugna
confirió un carácter en gran medida caótico a la marcha del régimen, sin que por
eso el Duce o el Führer fueran dictadores débiles.

El terror fue un componente de ambos regímenes, mucho más central en el


nazismo, pero fue solo uno de los instrumentos para lograr la subordinación de la
sociedad; también se recurrió a la concesión de beneficios y la integración de la
población en nuevos organismos. Si bien los fascistas suprimieron los sindicatos
independientes y los partidos socialistas, su política apuntó a integrar material y
culturalmente a la clase obrera. Al mismo tiempo que subordinaba a los
trabajadores políticamente y los disciplinaba socialmente, el fascismo promovió la
idea de igualdad y la disolución de las jerarquías: el plato único nacional, la fuerza
con alegría, el Volkswagen para todos, el Frente Alemán del Trabajo, el Dopolavoro
fueron manifestaciones, bastante eficaces, del afán por crear la comunidad popular.
La contribución más importante del nazismo en el plano social fue restablecer el
pleno empleo antes de finales de 1935, mediante la ruptura radical con la ortodoxia
económica liberal. Los fascistas se pronunciaron a favor de un nuevo tipo de
organización económico-social. Como expresión de su vocación revolucionaria y a la
vez anticomunista, el fascismo contrapuso, al socialismo internacionalista, un
socialismo nacional y autárquico que combinaba la intervención estatal en la
economía con la propiedad privada. Por lo general defendió un sistema corporativo
que integrara los distintos grupos y clases sociales bajo la dirección del partido, y
fuera capaz de acabar con la lucha de clases.

La ubicación del fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán como las


expresiones más logradas del fenómeno fascista no implica desconocer importantes
contrastes entre ambos: el peso decisivo del antisemitismo genocida en el régimen
nazi, que fue más tardío y menos radical en Italia; la más acabada conquista del
Estado y la sociedad por parte del nazismo; la mayor autonomía de Hitler respecto
de los grupos de poder; la política exterior más orientada hacia el imperialismo
tradicional, en el caso de Mussolini, y dirigida hacia la imposición del predominio de
la raza aria en el de Hitler.

El fascismo fue centralmente una forma de hacer política y acumular poder para
llegar al gobierno, primero, y para “revolucionar” el Estado y la sociedad después.
Desde esta perspectiva, el fascismo se presentó simultáneamente como alternativa
al impotente liberalismo burgués frente al avance de la izquierda, como decidido
competidor y violento contendiente del comunismo y como eficaz restaurador del
orden social. En la ejecución de estas tareas se distinguió de los autoritarios
tradicionales porque no se limitó a ejercer la violencia desde arriba. Los fascismos
se destacaron por su capacidad para movilizar a las masas apelando a mitos
nacionales. El partido único y las organizaciones paramilitares fueron instrumentos
esenciales para el reclutamiento de efectivos, para la toma y la conservación del
poder, y su estilo político se definió por la importancia concedida a la propaganda,
la escenografía y los símbolos capaces de suscitar fuertes emociones. Los fascistas
organizaron la movilización de las masas, no para contar con súbditos pasivos, sino
con soldados fanáticos y convencidos. Su contrarrevolución fue en gran medida
revolucionaria, aunque en un sentido diferente del de la revolución burguesa y la
revolución socialista.

Las razones que dan cuenta de la aparición de regímenes fascistas y la naturaleza


de estos movimientos han suscitado numerosas interpretaciones. A costa de
simplificar un debate complejo, los estudios se pueden clasificar en dos grandes
perspectivas: las estructuralistas y las intencionalistas. Las primeras se centran en
la combinación de factores que hicieron posible la emergencia y el éxito de estos
nuevos regímenes. En este grupo se encuentran diferentes corrientes. Entre las
más clásicas se distinguen, por un lado, la marxista ortodoxa, que vinculó al
fascismo con la necesidad del gran capital de recurrir a la dictadura política para
garantizar su supervivencia, y por otro la versión que lo presenta como un modo de
acceder a la modernización en aquellos países cuya industrialización había sido
tardía, débil o bien muy dependiente de sectores tradicionales. En el caso alemán
se ha insistido mucho en el carácter excepcional de su evolución histórica (el
denominado Sonderweg o camino especial), en la que convivieron estructuras muy
arcaicas de carácter político con otras muy avanzadas en el plano económico. Esta
contradicción sería la explicación básica de la aparición del nazismo alemán.
En un principio, la perspectiva intencionalista se centró en el papel clave de Hitler.
El mito de un Hitler todopoderoso y omnipresente empezó con el fin de la guerra.
Las memorias y biografías de generales alemanes aparecidas en los años cincuenta
contribuyeron a representarlo como un hombre sediento de poder que centralizaba
todas las decisiones y que no dejaba margen a la discusión y mucho menos a la
contradicción. Esta narrativa estuvo presente también en la obra de académicos,
literatos y cineastas. Hitler apareció como el único responsable de todos los males
de Alemania y de Europa, de las matanzas, los exterminios y las atrocidades.

La versión historiográfica liberal alemana, dominante en las décadas de 1950 y


1960, se negó a considerar al nazismo como una expresión del fascismo genérico,
especialmente en virtud de la orientación impuesta a la política exterior nazi y de la
instrumentación del genocidio judío. Desde esta versión, las obsesiones ideológicas
de Hitler fueron reconocidas como la causa principal de los rasgos básicos del
régimen, signado por un alto grado de irracionalidad y un marcado sesgo
autodestructivo. La barbarie nazi era un caso único y excepcional. Sin embargo,
esta explicación simplificó el problema. El nazismo pasó a ser básicamente
hitlerismo, mientras que el papel del resto de los actores, el de los que colaboraron
y el de los que concedieron, quedaba en las sombras como si hubieran actuado, o
bien bajo el influjo del líder carismático o bien obedeciendo órdenes.

La historiografía más reciente ha buscado estudiar a Hitler como un dirigente


producto de su momento y sus circunstancias históricas, que recibió el apoyo y la
admiración de amplísimos sectores al interior de Alemania, y que además fue
visualizado, por las democracias occidentales, durante los primeros años, como un
freno frente al peligro del comunismo, y que también generó expectativas entre
quienes lo vieron como una alternativa viable a la “decadente democracia”. En los
mejores trabajos históricos, Hitler no deja de tener un papel protagónico en el
proceso nazi, pero sus ideas, acciones y decisiones no son suficientes para explicar
la dinámica del nazismo.

Entre los politólogos, especialmente en el marco de la Guerra Fría, ganó terreno la


categoría de totalitarismo. Este término fue utilizado en 1923 por Giovanni
Amendola, diputado opositor de los fascistas, en un discurso en el que denunciaba
el control impuesto a las diferentes instituciones italianas. Mussolini lo retomó en
un discurso pronunciado en junio de 1925, en el que reivindicaba “la feroz voluntad
totalitaria de su régimen”, y siete años después Giovanni Gentile, teórico fascista,
lo desarrolló en el capítulo “Fascismo” de la Enciclopedia Italiana, en el que aparece
como negación del liberalismo político. “El liberalismo negaba al Estado en beneficio
del individuo particular, el fascismo reafirma al Estado como la realidad verdadera
del individuo. (...) Ya que para el fascista todo está en el Estado, y nada humano o
de espiritual existe (...) fuera del Estado. En ese sentido, el fascismo es totalitario”.

En los años treinta el concepto de régimen totalitario fue ganando espacio para
designar únicamente los regímenes fascistas y nazis.

Con el desarrollo de la Guerra Fría, en el bloque occidental se propuso la categoría


totalitarismo para definir tanto al nazifascismo como al régimen soviético. El
modelo totalitario permitía presentar políticamente el régimen estalinista como
equivalente del régimen hitleriano y convertir a la democracia liberal en su
contramodelo absoluto. En el bloque comunista se impuso la concepción de la
Tercera Internacional, que definió el fascismo como una reacción de la burguesía
ante el derrumbe del capitalismo; en consecuencia, los regímenes fascistas y nazis
están más cerca del bloque occidental que de la urss, ya que el fascismo es una
evolución probable del capitalismo.

El alemán exiliado en Estados Unidos Carl Friedrich fue uno de los principales
autores de la definición universitaria del totalitarismo. En el artículo “The Unique
Character of Totalitarian Society”, incluido en la obra colectiva Totalitarianism,
publicada en 1954. Dos años más tarde este autor junto con Zbigniew Brzezinski,
futuro consejero para la Seguridad Nacional del presidente demócrata Jimmy
Carter, redactaron la primera edición de Totalitarian Dictatorship and Autocracy,
que definió el régimen totalitario en base a cinco rasgos claves. En primer lugar la
supresión del Estado de derecho con la supresión de la separación de poderes y la
eliminación de la democracia representativa. En segundo lugar, la imposición de
una ideología oficial a través de la censura y la instauración el monopolio estatal
sobre los medios de comunicación. En tercer lugar, un partido único de masas
encabezado por un líder carismático. En cuarto lugar, la instrumentación del terror
vía el la instauración de un sistema de campos de concentración destinados al
encierro y a la eliminación de los adversarios políticos y de los grupos definidos
como extraños y enemigos de la comunidad nacional que debía ser homogénea. Por
último, un fuerte control de la economía por el Estado.

En la década de 1960 se produjo una profunda renovación en la historiografía de


izquierda, que rompe con el molde economicista del marxismo estructuralista y
avanza en el estudio de las conexiones entre las diferentes dimensiones: política,
económica, ideológica, culturales del régimen nazi. Al mismo tiempo se destacan la
limitaciones del concepto de totalitarismo: la identificación de las similitudes más
evidentes pasaba por alto las diferencias entre los regímenes fascistas y los
regímenes comunistas, tanto en el plano de la organización material como en la
ideología, en los modos de toma del poder, en la relación con el capitalismo, en las
relaciones entre cada uno de estos regímenes con las diferentes clases sociales.
Aunque ambos regímenes, como proponía la categoría de totalitarismo, debían ser
rechazados por el uso sistemático del terror ejercido por el Estado, la subestimación
de diferencias claves impedía avanzar en la explicación de procesos históricos con
marcados contrastes.

Tanto en el campo de la historia como en el de las ciencias sociales son múltiples


las perspectivas desde las que se han propuesto explicaciones del fenómeno
fascista. En todos los casos, los estudiosos han combinado presupuestos teóricos,
adhesiones ideológicas y juicios de valor. Y aunque el debate seguirá abierto, los
trabajos historiográficos ofrecen cada vez más la posibilidad de articular contextos
e intenciones a través de la reconstrucción de cada experiencia singular, sin perder
de vista los rasgos y procesos compartidos en que se apoya el concepto de
fascismo.

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